El nuevo Arte de la Guerra
No se trata de la obra clásica de Sun-Tzu, que analizó en la China del siglo IV a. C. todos los factores de la estrategia bélica con la sabia finalidad de vencer sin luchar, pero existe hoy un nuevo Arte de la Guerra que tiene con el antiguo dos puntos en común: la utilización del miedo y la difusión de una moral dominante que permita someter sin dar batalla. Se trata simplemente del aprovechamiento de la guerra, de la guerra por encargo, de la creación y mantenimiento de una atmósfera de enfrentamiento bélico que garantiza, en un mundo moderno impregnado de mensaje e imagen, la impunidad y el botín. El nuevo Arte de la Guerra nace del pensamiento débil, de la clientela improductiva y del chantaje dual, siendo éste último a la vez instrumento indispensable y terreno propicio. Hay que crear enemigos y guerra, y esto debe escapar a la racionalidad, la responsabilidad personal y los límites temporales.
Parafraseando el Si no hay Dios todo está permitido, si hay guerra, si hay un adversario preferentemente global y amorfo, el robo no es robo sino resarcimiento de anteriores e indebidas apropiaciones, la vileza es una simple cuestión de oportunidad y perspectiva, el asesinato es la adecuada respuesta a anteriores crímenes, la legítima defensa en el sentido más lato. Basta con decretar, convencer y convencerse de la existencia de un estado bélico continuo para que el terrorista sea un soldado más en el vasto campo de batalla social plagado de adversarios a los que se puede eliminar con toda legitimidad, sean estos policías, carteros, militantes de un partido, oficinistas de la City o niños de una guardería marcados por el pecado original de algún sector opresor.
En la vida cotidiana, la guerra es útil. Permite okupar la vivienda ajena, abstenerse de la enfadosa costumbre de pagar por la adquisición de bienes, amenazar y ejercer diversos tipos de violencia sin que la medrosidad ambiente se oponga a los deseos del guerrillero urbano, y además ofrece sin mayor esfuerzo una justificación moral a los actos, una placentera sensación de superioridad y dominio y una muy ventajosa promoción social con el apoyo de las diversas plataformas comunicativas, ansiosas de espectáculo y de víctimas y refractarias al aburrido pasar de la existencia burguesa.
España es, una vez más, un ejemplo de manual, con jalones muy precisos en el remozamiento y empleo de la guerra rentable. La civil de 1936- 1939 ha sido utilizada, envuelta en toda la parafernalia bipolar Izquierdas/Derechas, bien entrados los años setenta y luego, en plena democracia, como supremo argumento legitimador. El modo de empleo consistía en mantener la idea de un enemigo latente, trasiego de la maldad ejemplificada por el bando antaño vencedor, y justificar por ello una especie de solapado estado de excepción que legitimaría cualquier acto. La lógica guerrera y sus baterías de permanente reivindicación de agravios y de compensación por injurias se desgastaron con el paso del tiempo, de las generaciones y del uso. La clase parásita, que precisaba sucederse a sí misma y veía su arsenal exhausto, se lanzó con el nuevo milenio al terreno de la lógica bélica, trajo la ya antigua Guerra Civil al primer plano, la rodeó de alusiones y conmemoraciones ligadas a exigencias de paz planetaria y buenismo abrumador. El clímax, y la fractura decisiva con los usos del Estado de Derecho, se produjo en 2004, cuando tras la matanza de Madrid justo antes de las elecciones, se aprovechó ésta para manifestaciones contra el entonces Gobierno. El siguiente, llegado al poder, se apresuró a difundir el nuevo arte de la guerra, la Civil remozada, la búsqueda de cadáveres –sólo de los de un bando- de la contienda del siglo anterior, la insistencia en reparaciones, depuraciones y caza de brujas culpables a posteriori de cualquier afinidad con el bando del mal. Esto en un ambiente acobardado por la supuesta superioridad moral del adversario y por el continuo chantaje mediático, con el aplauso entusiasta de las víctimas creadas al efecto y dispuestas a ser objeto de resarcimiento. En los trenes de la estación de Madrid no se pusieron solamente bombas. Junto con los vagones, explotó una artillería retardada de resurrección guerracivilista con los más interesados y míseros fines.
En un plano más amplio, no faltan en el resto del mundo las variadas guerras santas, una especie de neofascismo (o neocomunismo, quid pro quo) de acción directa heredero de la lucha de clases, amigo de las denuncias de conjuras mundiales y poderosos en la sombra, que permite descargar en abstractos la responsabilidad y autoría de sus propios actos. El arte de la guerra a gusto de los consumidores se difunde porque es grato, divierte en los videojuegos, proporciona sin mayor esfuerzo intelectual una supuesta comprensión del mundo con folleto de respuestas instantáneas y catarsis de indignación con visos de ética. Y, sobre todo, viste de moral al descarado y sórdido ejercicio del propio interés.
La lucha, y la victoria, contra el ejército dual y las añejas tropas del chantaje ideológico deja sin duda el campo sembrado de víctimas de las que no pocas merecen al menos lápida si no primeros auxilios. La ignorancia de la historia del siglo XX es tan fenomenal, tan escorada que, ayudados por la ley del péndulo, se puede pasar limpiamente a demonizar a cualquiera que, bajo las banderas de comunismo y socialismo, haya luchado honesta y generosamente por mejorar la vida de sus semejantes. Cada uno de los que combatieron la injusticia que constataban no era un fragmento de Stalin ni de Mao, ni de los milicianos que en España volcaron su rencor en torturas, saqueos y asesinatos durante la Guerra Civil. Entre aquellos republicanos estuvo parte de la gente más solidaria. Tampoco son fragmentos de Hitler, Franco ni Mussolini los que vieron en el apoyo a los nacionales la defensa de su país, sus principios morales, el orden y las leyes. A la manipulación y la ignorancia históricas que empiezan en los primeros años de enseñanza hay que añadir el bombardeo a golpe de millones de muertos, la distorsión basada en el maratón de atrocidades, la puja sobre qué totalitarismo produjo mayor número de víctimas. Porque, si es cierto que el comunista, con sus hambrunas, gulag, exterminios gana la partida por extensión geográfica y duración (hasta hoy, en Corea del Norte) de su reino, también es indudable que el nazi, desde los años treinta a 1945, alcanza un grado cualitativo de abominación incomparable y nunca igualado a causa de su carácter genocida sistemático, industrializado, técnico, de su racismo provisto de toda la frialdad y eficacia de la modernidad y la ciencia, inspirado en las purgas y campos de concentración comunistas en un principio, pero luego insuperable e insuperado en la deshumanización y el mal.
En España los intentos de aprovechamiento de cadáveres han alcanzado cotas de macabra caricatura. En pleno 2016 el partido socialista pretendió seguir alimentando su discurso y su menguado crédito con las víctimas de una guerra que acabó en 1939 y propugnó, a fines electorales, rebuscar muertos (los que consideraba de su signo, no otros) en las cunetas.
Hay circuitos didácticos que deberían ser de obligado recorrido: algún campo de exterminio nazi, las que fueron prisiones y testigos en la Camboya de los Jemeres Rojos del genocidio de un tercio de la población en nombre del Comunismo perfecto, y, más cerca, los pequeños museos locales de países como Polonia y los Bálticos, que reproducen la infinita y ubicua opresión de la época soviética. Si el comunismo ha tenido, finalmente, un balance mucho peor, en lo que a número de víctimas y ruina se refiere, que el nazismo se debe probablemente a que poseía, además de las materiales, tres armas sin comparación más duraderas que las brutales de los nazis. Fueron éstas la extrema disolución de la responsabilidad personal en el Partido, la Clase y la Vanguardia trabajadora, la buena conciencia de la meta de la felicidad y justicia universales que les procuró apoyo perdurable y sin fronteras, y, last but not least, la ausencia de Gran Jefe mortal, encarnado en iconos perecederos, lo cual les otorgaba la perdurabilidad de la Iglesia.
Las peores víctimas de esta batalla no precisan lápida sino ayuda, porque son necesarias y viven aunque las cubran cuerpos muertos. Corren grave riesgo las utopías, el impulso generoso y solidario, la aspiración a esos imposibles que ha ido haciendo posibles la voluntad humana, la misma voluntad que ha producido lo peor, pero también lo mejor de cuanto se conoce.