Historia de dos postguerras
La maldición, aparentemente ancestral e inexplicable, que condena a España entre los países a ser aquél al que, como el del Ulises de Cavafis, es mejor llegar lo más tarde posible (o quizás no llegar), aquél del que incluso hay que renegar y rechazar cualquiera de los normales símbolos que utilizan sin complejos todas las naciones no es tópico inasequible al análisis. Sobre todo no si se van anotando sucesivos beneficiarios y circunstancias. La debilidad no es mítica sino inducida. En un horizonte temporal nada lejano, mediados del siglo XX, la Europa de los Aliados sale fortalecida en sus miembros porque se ha enfrentado a un enemigo común. En sentido contrario, Alemania comulga unánimemente con la desgracia, la vergüenza y la tarea de reconstrucción. Los discursos de Winston Churchill representan lo mejor de los ciudadanos, lo más esforzado, generoso y valiente. En la posteridad los enemigos de cualquier grandeza escarbarán para arrojar alguna basura, encontrar fallos en los que, con la vista puesta más allá de sus fronteras y del Continente, se decían conscientes de defender los grandes ideales de libertad, cultura, civilización y derechos del individuo. Las naciones de la postguerra de la II Mundial salieron fortalecidas en su esencia y conciencia de tales, también empobrecidas y enfrentadas a miríadas de cuentas pendientes con los colaboracionistas, la jauría de vengadores de agravios a toro pasado y el Telón de Acero de la Guerra Fría. Pero tenían lo más importante: la visión de futuro, la claridad respecto a las aspiraciones y retos del presente y la unidad tanto interna como externa en el rechazo de peligros y males que, por haberlos visto muy de cerca, sabían que eran los peores enemigos.
En la divergencia durante los años cuarenta y cincuenta de España respecto a la evolución e ideario del bloque de los Aliados se gesta buena parte de la miseria política actual, no sólo en la autarquía de la dictadura franquista. Mientras que Churchill y Estados Unidos hablaban de la situación en el planeta, de los enormes retos de la era atómica, del futuro deseable, de la defensa de los principios medulares de la libertad individual, el bienestar y la prosperidad como antídoto contra dictaduras, de la salvaguarda de valores y tradiciones consustanciales a Europa y su proyección atlántica y dignos de ser defendidos por doquiera, en la Península se seguía el camino inverso en una visión caracterizada por la estrechez mental y geográfica y un bloqueo defensivo de lo inmediatamente propio alimentado con valores de pura apariencia tras los que se movían el complejo de inferioridad, la mediocridad y la avidez de los intereses locales.
La divergencia se fue ahondando porque el populismo necesita grandes cosechas de envidia que, como el pan, no debe faltar en el yantar cotidiano de los electores españoles. Para ello es necesario un auténtico odio a la grandeza ajena por serlo, aunque se vista la inquina de excusas sociopolíticas. Naturalmente nadie va a denunciar como males cósmicos el imperialismo de Luxemburgo o de Andorra, pero para eso están países extensos, activos, laboriosos, influyentes. En la mecánica rencorosa es también imprescindible la búsqueda de taras en personajes de enorme talla intelectual, personal, política. Se hoza, por ejemplo, en la figura de Winston Churchill e incluso se repite, con el deleite de quienes al fin han encontrado espacio para rebajarlo y con la ligereza de una leyenda urbana, el supuesto rechazo británico a la excesiva personalidad arrolladora de tal político en tiempos de paz. Pero se omite que su derrota electoral de 1945 obedeció en buena parte a que, tras cinco años de guerra y antes de lanzarse la bomba atómica, las tropas británicas temían verse involucradas en los uno o dos años más de combates en el Pacífico con un saldo de dos millones de bajas de los Aliados, que era el precio en que se calculaba la victoria sobre el fascismo nipón. Japón se rinde el 14 de agosto de 1945, a poco de las elecciones generales británicas. La Guerra del Pacífico fue probablemente el factor más determinante en el rechazo a tener como Premier en la paz al que lo había sido, ¡y cómo!, en la guerra. De hecho, Churchill teniendo un peso decisivo, lleva a la victoria al Partido Conservador y es de nuevo Primer Ministro en 1951. Deja el puesto, pero no el Parlamento, en 1955 a los 80 años de edad y muere diez años más tarde rodeado de admiración y agradecimiento.
En España el efecto de la postguerra fue, pues, en la segunda mitad del siglo XX, inverso al europeo. La suya había sido una guerra de facciones telonera de la mundial y penetrada por el ensayo general de los totalitarismos, empapada pronto en la irracionalidad, el rencor y la violencia como motores de cambio socia, en los que se anegaban las mejores personas e intenciones. La posible república moderna se transformó ya desde sus significativos preludios en opresión, fragmentación, expolio y recurso al asesinato, en un ambiente y en una época en la que a los veinte años quien no era comunista era fascista y viceversa. Su final dejó la impresión de algo trunco, de general fracaso nunca asumido, de intervención aliada que, vencido el nazismo, vendría a implantar para unos el país afín a sus vecinos, para otros la dictadura comunista que, paradójicamente, ya era en el mundo y fue una máquina de fabricar ruina y muertos por cientos de millones peor aún que la nazi por su duración. Al revés que Francia o Inglaterra, la primera cosecha española tras su guerra civil fue en gran medida de amargura y desconcierto. La segunda, en su momento, una duradera máquina de subsistencia, legitimación, chantaje y extorsión de bienes, cultura y ética basada en la mitificación del término Izquierda, en la ignorancia, secuestro y silenciamiento de la historia y en la implantación ubicua de un bloque parásito cuya única fuente de recursos y de prestigio era y es el mito nutricio de la eterna Guerra Civil y la República ideal y truncada cuyos réditos se les deben de generación en generación. El panorama no es ni mucho menos de nuevo una dualidad, igualmente falsa que la de Izquierdas/Derechas, que adquiriría la forma Oposición/Gobierno o Socialistas/Liberales. Hay sencillamente un filtro a contario que selecciona y promociona lo más mezquino, y por ello más fácil y extenso, de todos, en racimos y clanes puesto que el ruidoso factor gregario, apoyado en la telemática, y cuanto desdibuje la responsabilidad y percepción crítica del individuo es en este régimen vital. Y hay paralela y conjuntamente un statu quo tácito por el cual los supuestos opositores, dentro y fuera del Gobierno, que se reclamaban como defensores de derechos, nación igualitaria y libertades, viven enquistados en el tejido del sector público, blindados respecto a la Justicia con algún ocasional chivo expiatorio mediante y seguros de los pactos con los caciques que les perdonan la vida y garantizan holgada subsistencia mientras les gestionen, les mantengan gratis et amore y no se opongan al desguace tribal, a la tergiversación y destrucción de educación y cultura y realicen o permitan periódicamente la liturgia de los ritos de la República Mítica, el antifranquismo perpetuo y la guerra civil rediviva. Al bloque Parásito de cuantos carecen de mérito personal alguno y que han ido eliminando y orillando a los que sí trabajaron, arriesgaron y defendieron ideales nobles y la Constitución de los setenta, pronto e impunemente incumplida, les es indispensable el rito y el mito de Malos y Buenos de la Guerra Perdida. No tienen otra cosa, pero sí una de extrema importancia: La implantación en la sociedad del convencimiento de que ellos son mejores que el resto. Y lógicamente precisan azuzar lo más bajo en conductas y aptitudes hasta lograr niveles de completo ridículo, desde la pompa y circunstancia del hervidero ratonil de satrapías hasta orinar en público. La guerra es contra la excelencia, la valía, la productividad, el progreso, el saber y la memoria, contra cuanto sobrepase el rasero de una masa a la que se quiere anónima, unánime, rencorosa y dependiente.
De ahí la importancia cardinal del control educativo en el que, desde la primaria hasta la universidad, lo que se penaliza es el estudio, el conocimiento, las buenas calificaciones, el esfuerzo. Por el contrario, las becas se concederán a discreción de forma que, sin precio monetario ni intelectual, se pueda aparcar en las aulas, con aparente gratuidad pero por supuesto a cargo del contribuyente, por tiempo indefinido, disponer a capricho de las instalaciones y ensuciarlas y degradarlas si place, y recibir finalmente a granel diplomas que, por supuesto, ni avalan conocimientos ni tiene valor. Todo ello proclamando la perversidad del represivo sistema franquista que, triste paradoja, fuese de Franco o de Viriato era infinitamente mejor que el implantado a partir de 1990. Y no por el efecto colateral, indeseado pero inevitable, de su extensión democrática a la población entera ni por el cambio de los tiempos, sino por el rigor inmisericorde de los que desde el nuevo régimen y sus virreinatos autonómicos precisan como ecosistema ese ínfimo nivel. Nada tan delator de las intenciones carcelarias en la falsa dualidad Izquierdas/Derechas, Franquistas/Progresistas como la avidez por apropiarse del terreno formativo, desde la infancia a las Facultades; nada tan inequívoco como dato de seguras y lucrativas intenciones de manipulación y apropiación a beneficio muy personal que la agresividad con la que los grupos aferrados al reparto de puestos y poder entre sus huestes defienden el monopolio de las aulas, el destierro o minimización en los programas de estudio de cuantos saberes tienen real envergadura, de cuanto sirve, no para la falacia definida como para la vida, sino para pensar, adquirir conocimientos y conciencia de su jerarquía y del precio en solitario esfuerzo que conllevan, disponer de la propia reserva intelectual, de la biblioteca inasequible al robo y a la lluvia fugaz de mensajes ajenos al real aprendizaje.
Sin la ferocidad mostrada desde los tempranos años 80 del pasado siglo en la apropiación de lo que se ha venido presentando como única cultura sería incomprensible la situación actual. Simplemente afloran a la superficie los frutos de la prolongada y generalizada siembra de intereses. Cómo si no explicar la imposición de lenguas locales que no tuvieron auge alguno fuera de sus predios simplemente porque, como es regla puesto que en la práctica no existen hablas sino hablantes, los que las utilizaban no hicieron lo que otros, carecieron de la proyección que el castellano sí tuvo por razones semejantes a las que hacen que el inglés y no el swahili sea el idioma de la informática. Cómo entender el fracaso educativo si no se abandonan las proclamas histórico-metafísicas y se desciende a la simple y ubicua red capilar de gente que cobra de este fracaso y llega incluso a creerse superior al resto. No en vano existe una fina e inapelable línea que incluso los que pretenden radicales mejoras se guardan de traspasar mientras se refugian, una vez más, en supuestas dotes taumatúrgicas de la formación del profesorado. Ninguno se atreve, sobrado de temor y falto de esa modestia intelectual sin la cual no hay progreso, a, no sólo reivindicar con forzada retórica, sino a realmente garantizar por ley a ámbito nacional lo que ya está inventado: Programas basados en materias fundamentales, pruebas de nivel, aulas desinfectadas de oportunismos, localismos, clientelismos y consignas, clases impartidas por profesores según su nivel de diplomatura y conocimientos avalados por oposición pública.
El raquitismo de la cosecha es sólo comprensible gracias a la implantación, desde finales de los años ochenta del pasado siglo, de este temprano vivero de ignorancia preceptiva bajo el irónico nombre de progreso democrático. En él se lleva sembrando, junto con grano variopinto, la postguerra ficticia y el cómodo victimismo todo a cien. Y ahí residen, por la vaga conciencia de la indigencia intelectual y el desconcierto, buena parte de las causas del sentimiento de indefensión.