Variantes del «Cui prodest?» (= ¿A quién beneficia?) Cui prodest?
El romanticismo resiste mal la prueba del Cui prodest?, que consiste en observar prosaicamente el por qué, a quién y en qué han beneficiado las iniciativas que se creían fruto de impulsos idealistas más o menos loables y generosos aunque con frecuencia fallidos. No hay tales nobleza de miras ni inocencia; ni siquiera (si bien se hallan cantidades apreciables) torpeza o estupidez. Las obras inútiles, los dispendios millonarios y absurdos, las proclamas nacionalistas, los monumentos pretenciosos tan caros como antiestéticos obedecen ex ovo a la voluntad de cobrar y embolsarse cantidades ingentes, apariencia de poder y prestigio y potenciales votantes. No se trata de algunos casos esporádicos. Lo significativo en España es su número, el de los integrantes del clan, que los eleva durante las décadas posteriores a la sufrida Transición, de excepción a norma, categoría en sí, blindada a cualquier crítica seria, al ajuste de cuentas, a la responsabilidad del autor, no digamos a la devolución al erario público de las enormes cantidades malgastadas. Nadie paga nunca por los aeropuertos sin viajeros, por las instalaciones desiertas que caen lentamente en ruinas, por los museos y centros culturales que funcionaron justo el día de su inauguración, por el recorte en servicios públicos mientras que se ha cuadruplicado desde 1977 el número de funcionarios. Todo se ha creado, por las correas de fidelización de clientelas que son los dos sindicatos oficiosos, por los dos partidos que juegan alternativamente a poli malo poli bueno más por la red de las múltiples autonomías y virreinatos administrativos para sorber presupuesto y mantener las propias huestes, tan improductivas como fieles.
Si se conformaran con cobrar y ser mantenidos los efectos del mal no serían tan perversos, pero el parásito con cargo es una subespecie de la clientela singularmente peligrosa porque necesita justificar su puesto. El inquilino de los reductos de especies protegidas, sean de género, número, ideología o militancia, no se conforma con el mantenimiento a cargo del prójimo. El necio es incansable en sus fidelidades, el indigente intelectual trabaja como tal a todas horas excepto las del sueño, el ignorante descubre con rapidez el valor de la consigna, y con tal bagaje desplaza a cuanto y cuantos le superan. Éstos son su enemigo natural, y le es imprescindible atacarlos y neutralizarlos desde las raíces mismas sociales. La armada de necios profesionales no hace prisioneros y es letal, y particularmente peligrosa porque ellos consideran que deben hacerse valer en los despachos en los que les ha colocado la fidelidad ideológica y el amiguismo militante. El peligro de los corderos no es el silencio, sino que se empeñen en hablar. Un tonto con iniciativas eliminará como el eucalipto cuanto crezca a su alrededor, dejará moho y la hierba más rala, exigirá cuanto signifique la huida del conocimiento y el refugio en lo gregario, véase equipos, reuniones, asesores de asesores, coordinaciones tutoriales, controles de fidelidad a los preceptos ecopacifistas y nanonacionalistas, a las campas de igualdad, amor ambiental, paz universal, discriminación positiva de género. Antropológicamente hablando, han hallado el nicho ecológico que les ofrece la era de la selección inversa en forma de clones autonómicos, sindicales, provinciales, municipales, estatales, administrativos transformados en múltiples agencias de empleo.
Lo trágico es que no se trata de estulticia inevitable por congénita sino fabricada. Existe un empeño real, desde la guardería hasta las más altas esferas, en podar cuanto sobresale, tiene posibilidades, cumple, se esfuerza. Al tonto se le crea y mantiene en ese estado prodigándole generosas raciones de alabanzas a la mediocridad preceptiva y a la irresponsabilidad victimista. De ahí la temprana y persistente toma de territorios culturales clave y la infusión intravenosa de la pequeñez intelectual, del horizonte romo y de las miserias ética y estética como norma.
Nada ha sido ideal ni gratuito. Cada iniciativa ha correspondido al fervor de la colocación y el reparto, al mordisqueo al presupuesto gratis total y con perspectivas indefinidas de jugoso acomodo. La ley de 1990 que acabó con la Enseñanza, no hubiera existido como tal jamás de no servir como botín de reparto para el partido entonces en el poder y el tándem de sus dos sindicatos. Las innumerables instituciones autonómicas de defensa lingüística no deben asimismo su permanencia en el ser sino a lo que los integrantes cobran por ello. No sólo en dinero, que por supuesto también es bienvenido y procede del odiado Estado central, sino que parte importante de la remuneración consiste en parcelas y parcelitas de poder y prestigio, de sopa social nutricia y halago mediático con el que se retroalimenta el clan contento, aferrado al pezón de colectivos y entelequias gregarias, míticas y telúricas, incapaz de existir como individuo y ciudadano objeto de derecho y amparado por la libertad de la Constitución en una nación donde todos son libres, iguales e hijos de sus obras.
La versión romántica y exportable se desmorona ante el sencillo y eficaz análisis del Quién cobra por qué y Quién paga qué. Aparecen las poco gloriosas sagas de familias millonarias gracias a la ubre del nacionalismo, sagas tratadas con ejemplar consideración por la prensa extranjera. Se dibuja, por este simple método, un mapa de Iberia plagado de líneas rojas del propio interés que los aspirantes, no a padres pero sí a herederos de la legítima de la postransición, han traspasado sin el menor empacho y en las más perfectas discreción e impunidad. Se revela entonces una ya vieja trama de intereses creados tan capilar, extensa y firmemente hincada a todos los niveles que resulta descorazonadora y rezuma para quienes -que los hay- aspiran a un país pasablemente avanzado y limpio una indefensión sin nombre, enemigo ni forma que sólo se materializa en las carencias, en la percepción instintiva del fraude y de lo injusto, en la certidumbre de mejores sistemas posibles, en la rabia impotente, en el desconcierto respecto a la supuesta responsabilidad que al votante atañe en el estado de cosas y en la certidumbre, en la práctica, de que su capacidad de control, respuesta y cambio es nula y que lo que se le vende bajo el sagrado icono de democracia no pasa de ser una forma de expoliarle mientras él bracea a diario bajo un torrente de información y aparente omnipotencia comunicativa que se esfuma falta de formación sólida y espacio crítico.