Del latín al bable
Nunca había sido tan rentable como en el siglo XX, y particularmente en España, declararse nacionalista, poner en pie todo un vasto edificio burocrático, enviar propaganda y propagandistas por el ancho mundo, nutrirse, como en el caldero mágico de Asterix, del cocimiento inagotable de los ancestrales agravios, (cap. 9 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»)forjarse una armadura resplandeciente con metales proporcionados por el odioso enemigo y reprocharle con amargura la propia inferioridad en hablantes, extensión, peso histórico y presencia internacional. En la Península del mito tribal el movimiento ha sido inverso al del latín medieval y clásico: Éste fue la lingua franca del cosmopolitismo y los saberes. Aquél se ha embarcado en un acelerado proceso de jibarización, mapas estrictamente regionales, horizontes de barrio y aldea, arroyos preferibles a ríos, colinas a falta de montañas, historia de reyes impostados y batallas ficticias, maquetas en fin cercadas por alambre ideológico por donde transitan ciudadanos que se quieren exclusivos del terruño y a los que se enseña en la escuela desde la infancia a ignorar y odiar, por partes iguales, al país y a la lengua españoles. No hay en esto exageración alguna. Los libros de texto escolares avalan el dato, insólito en el resto de Europa y apenas comentado en una prensa extranjera que, sin embargo, se prodiga en ocasionales comentarios folklóricos o de apenas velada alabanza del terrorista como luchador valeroso. Es exactamente el proceso que, por imposición de las autoridades locales y por omisión de las gubernamentales, se viene dando en España hace largo tiempo y ha producido, desde que se llevó a cabo la desdichada transmisión de las competencias educativas a las Autonomías. El raquitismo intelectual y el despropósito económico han sembrado de minigobiernos, minipalacios y monumentos mini la entera geografía hispana, producido una incomparable clonación de coches y organismos oficiales, inundado televisiones y radios de predicadores de la diferencia étnica y de la lengua del último valle, todo ello a cargo de una vaca gubernamental hipotecada hasta las ubres. Gran éxito: Ya hay generaciones de niños que no hablan sino el habla de su zona, que han sido convencidos de que el enemigo se asienta al otro lado de su estrecho perímetro geográfico, que se ven como los soldados de un excitante juego de ordenador con Estrella de la Muerte sita en Madrid.
Los niños no cobran, pero sí sus maestros, profesores, rectores, directores, ministrines, con sueldos y prebendas procedentes de la Fuerza Oscura. No saben, pero sabrán quiénes y por qué les robaron su herencia y jibarizaron su cultura, sus saberes y su mundo. Descubrirán quizás cuánto cobraron las agencias de viaje que les embarcaron en el viaje del latín al bable. Toda irracionalidad ha tenido en España blindaje y asiento, con el bloque mediático funcionando a pleno pulmón tanto para aclamar como para mantener en silencio lo que convenía, hacia el interior y respecto al exterior. No deja de ser sintomática la ausencia de comentarios sobre fenómenos tan curiosos como que a los niños se lleve décadas aleccionándoles desde la escuela a aprender como referencia el terruño del que el resto de España es enemigo, a vivir en una nación que, única en Europa y en el resto del mundo, carece de bandera, tradición y nombre, en cuyos centros de enseñanza el uso de la lengua española está vedado. Algún espacio hubiese debido merecer tan insólito fenómeno en la prensa foránea. Curiosa, ejemplar discreción.
Ya no hay hechos concretos, no hay Historia, ni resultados, ni empresas, logros, fracasos, esfuerzo, riesgos. No hay, en Enseñanza, conocimientos valiosos per se. No existe la nación en cuanto comunidad de ciudadanos libres e iguales, ni hay tampoco Constitución, códigos civil y penal, delitos, recompensas. Existe, va existiendo, lo que sirve para que una tribu sociológica, sindical, autonómica nazca, crezca, cobre, se reproduzca y apoye a los jeques que mantienen, y se mantienen, en y de la red de intereses llamada Transición B. La espesa y continua capa de consignas políticas que recubre el entramado no pasa de ser epidérmica, aunque a fuer de reiterada los beneficiarios la adopten como credo común por la lógica de la facilidad, la ausencia de alternativa y la necesidad de aceptación por el grupo mediático dominante. No de otra forma podría explicarse un rasgo típico del totalitarismo que se da en estas parcelas de dimensión mudable que de él existen. Se trata de la negación de la evidencia y del sentido común y de la aceptación del absurdo. En el auge de los sistemas totalitarios, se llegaron a aceptar las monstruosidades de las que ha sido testigo la primera mitad del siglo XX, aunque repugnaran, no ya, por supuesto, a la moral, sino a la simple lógica e implicaran la destrucción del propio país y la de millones de sus ciudadanos. Cuando el totalitarismo se presenta de forma oportunista y dispersa, pero con un arraigo institucional variable, su meta es copar el sector público y, en él, Educación, Enseñanza y Cultura, porque a partir de éstos determina la presente y futura implantación y mantenimiento del poder tribal, de la red parásita que sin ellos no podría vivir y que ni siquiera habría visto la luz de la existencia a no ser por la legitimidad ficticia que se le confiere y el chantaje verbal que la acompaña.
Nadie creería en buena ley que se puede decretar que los niños no aprendan en la escuela, que los profesores den clase de lo que no saben y que los diplomas correspondan a conocimientos inexistentes. Sin embargo esto es lo que se instauró en la España de la reforma educativa de 1990, presentada e implantada por el partido socialista y mantenida, bajo formas diversas, a lo largo de décadas porque la oposición no osó derogarla cuando pudo y sus valedores la defendieron, bajo distintas siglas, con la ferocidad de quien sabe que le va en ello la alimentación presente, la futura y la de toda su clientela. El absurdo de instaurar que no se estudiaran prioritariamente asignaturas de base, que se copara el horario lectivo con necedades buenistas de obligado asentimiento, que se jibarizaran historia y geografía en pro de las tribus locales, que los desdichados alumnos pasaran sin aprobar de un curso a otro cargados de ignorancia satisfecha y de suspensos y que se les sometiera en el aula a la dictadura del más vago, el más ruidoso y el menos afín al estudio simplemente se aceptó, se acepta, con cierto momentáneo desconcierto, inevitable ante la confrontación con la verdad tenaz de los hechos, pero con el silencio cómplice de quien asiente por instinto ante el que domina. La ignorancia por decreto es algo tan increíble que simplemente no tiene cabida en el universo mental medio. La explicación es, sin embargo, extremadamente sencilla: La anulación de la Enseñanza basada en el saber era imprescindible para poner en los puestos educativos a cualquiera, sin formación, profesión ni merecimientos, que diera clase de cualquier cosa a estudiantes de cualquier nivel. Había que quitar, como se hizo, a catedráticos, a profesores por oposición rigurosa, eliminar criterios basados en materias fundamentales, rigor, esfuerzo, cualidades, estudio, y sustituirlos por miembros de la tribu cliente, véase sindicalistas de las dos correas de transmisión de los políticos en el Gobierno en 1990, gente del partido y afines, maestros que ocupaban el espacio docente de los extintos catedráticos, regionalistas ansiosos de reescribir la historia y de jurar fidelidad a la bandera local y al sueldo, contratados a los que la precariedad hacía defensores a ultranza de la sustitución de conocimientos por consignas y oposición por antigüedad. Ya de los ríos no se aprende el nacimiento y desembocadura, sólo el tramo que pasa por la comarca. No cabe asombrarse de la cosecha tribal. Sus profesores, salvo honrosas y heroicas excepciones, lucirán en clase sin empacho camiseta, pin y chapita ante los menores, perfectamente indefensos contra la manipulación. Es posible que a los chicos se les haga actuar en actos independentistas, animarles a que peguen en el recinto del instituto carteles en los que se llama asesino al Presidente del Gobierno, como ocurrió en 2004, y que se les prohíba hablar en castellano cuando salen al patio en el segmento de ocio, otrora llamado recreo. La insufrible parafernalia terminológica que siempre ha acompañado a la LOGSE (Ley de 1990) y sus recuelos no pasa de ser guarnición del modus vivendi del concurrido club del mínimo común denominador. Y aún lo es; de ahí la defensa de la barricada.
De haber vivido en la España de las últimas décadas, el gran escritor, pensador y grandísima persona Albert Camus no hubiera podido ser apoyado por su maestro de primaria, Louis Germain, al que envió su agradecimiento y cariño al recibir el Nobel de Literatura. Camus era huérfano de padre y de familia extremadamente pobre. Creció en la Argelia francesa. Louis Germain encauzó sus dotes, compensó la ausencia paterna y el analfabetismo materno y le informó sobre becas y ayudas, hasta la facultad de Filosofía. En España Camus hubiera aprendido a leer lo más tarde posible, y la misma tónica hubiera regido en cuanto a conocimientos en pro de la igualdad respecto al último de la clase, Louis Germain no hubiera tenido la dignidad de maestro ni hubiese ejercido, como hizo, con nobleza y eficacia su deber de enseñar y de impulsar al máximo la capacidad y esfuerzo de los alumnos, facilitándoles así el ascenso social y personal. De intentar tal cosa, hubiera sido un apestado reaccionario, rodeado de gente que se denominan maestros y que forman parte de la correa de transmisión de los dos sindicatos lujosamente mantenidos por el partido que ha hundido la Enseñanza española. Louis Germain sufriría el más severo ostracismo, no hubiera podido impartir conocimientos sino consignas, vería a los que fueron catedráticos vigilar los lavabos y a los maestros dar clase de materias y niveles que desconocen y defender encarnizadamente a los que les han milagrosamente promocionado. Albert Camus, cuya familia no tenía dinero para pagarle ni un máster ni una caja de lápices, habría resistido penosamente la dictadura de lo peor y los peores en el aula, no le habría sido permitido hablar y escribir en francés, ni a su maestro utilizar la lengua de su patria, sino que una tribu local habría impuesto el kabileño. El futuro escritor compadecería al infeliz Germain y hubiera abandonado el inútil aparcamiento antes centro de enseñanza. Camus, inteligente donde los haya, y Germain, honrado y sabio, serían cebo de la jauría del comisariado pedagógico, de los que engordan a base del control y espionaje de los profesores y de la ocupación del horario lectivo y de los temarios de oposición con el Aprender a aprender, Aprender a enseñar, Educación en valores, Conocer al alumno, Sexualidad para la igualdad de género, Infancia igualitaria, Igualdad en equipo.Afortunadamente Albert Camus estaba en la enseñanza francesa, en la segunda década del siglo XX.
No hay, en lo que al absurdo se refiere, tanta diferencia entre el alumno que, en vez de en matemáticas, latín, ciencias naturales, lengua, arte, emplea buena parte de las seis horas lectivas diarias en materias del tipo Valores para la solidaridad, Sexualidad creativa, Aprender a aprender cómo aprender. Discusión, formando grupos, sobre la patata y el dónut, Lucha nacionalista en mi aldea a través de los siglos y el mundo adulto. Al igual que la crasa estulticia de las consignas que pueblan aulas, discurso lectivo y libros de texto, también están blindadas contra la crítica obras, organismos, cuerpos de traductores de lenguas locales, asesorías, normas, inspecciones, equipos y delegados perfectamente inútiles. Todo se justifica por la fuente de autoridad y las iniciales premisas de Igualdad, Solidaridad y Valores Comunitarios. En un sistema totalitario puro habría un Líder que marcaría el puñado de axiomas indiscutibles y a partir de ahí no existiría absurdo posible porque Historia, hechos, pasado, futuro y presente deberían acomodarse a las leyes de la tesis enunciada. Como aquí estamos en el esperpento con rasgos de bonsai totalitario en lo que los medios del sector parásito Transición B lo permiten, hay que conformarse con territorios sociales acotados que se defienden con la mayor fiereza.