Hay vida ahí fuera
En un vertiginoso descenso tierra a tierra, se descubre que la indefensión y sus variantes, el Clan Parásito, el Gran Hermano Dual, el Chantaje Zurdo, en el que se atribuye el monopolio metafísico del Bien a un ente llamado Izquierda, la especial negatividad centrífuga que, como una maldición genética, parece cebarse con España no son sino fenómenos coyunturales y perecederos cuya dimensión agiganta la ausencia de competidores explícitos, la reiteración de los tópicos y el aparente fatalismo del pensamiento fácil. Las técnicas para su erradicación son simples. (cap. 23 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»)
La primera consiste en bajar a la calle sin artilugios que corten los sentidos de la realidad. Ahí están unas ofertas cotidianas, un vivir de todos los días que tienen un valor extraordinario, porque nada es tan importante como lo que constituye reiteradamente la mayor parte de los tejidos del ahora y del hoy. Se encontrarán con aceras, coches y gente, con establecimientos públicos, con islas de charla y compañía en forma de vasos de bebida y su inseparable condumio, con platos calientes y guisos en su debido orden a precios asequibles. Hallarán a distancia abordable aguas, montañas, llanuras y playas. Verán de norte a sur los paisajes diversos y palparán en monumentos que persisten siglos, e incluso milenios, arte e historia. Estarán en fin, a no ser que se encierren y se resistan, en uno de los ambientes más a la medida de lo humano. Con los peligros que ello conlleva, de los que no es el menor la dificultad de abstraer el pensamiento de los requerimientos y fáciles dulzuras del simple dejarse vivir. Algo saben de ello los millones de turistas cuyo número anual supera al de la población entera del país (afortunadamente no están todos a la vez) y que, desde los visitantes nórdicos a las cigüeñas, vuelven e incluso establecen residencia permanente.
El de España es un entorno en el que, como en el resto del mundo, pueden darse y se dan crueldades, enfrentamientos, crímenes, guerras, pero es un cuenco en el que han confluido las suficientes migraciones como para estar pasablemente vacunados contra veleidades de xenofobia organizada. Es difícil imaginar en estas latitudes fríos exterminios, satánicas conjuras en aisladas comunidades cuyo semanal esparcimiento es la confesión a voces entre cantos religiosos y cuyas opciones gastronómicas varían entre la ausencia o no de cebolla, queso y pepinillos. En Iberia se vive al aire, con nocturnidad e intercambio de expresiones físicas de camaradería y saludo que resultan inusitadas en otras latitudes y los puntales de las sanidad gratuita y atención urbana a urgencias se siguen manteniendo, como barcos en medio de las andanadas de los que, en crispada respuesta defensiva al monopolio ético de la socialización, han caído torpemente en el extremo contrario: la demonización de cuanto es público y las loas a una generalización de lo privado que se diría calcada de las primeras poblaciones del Far West.
La sustancia de España, sus ásperos sabores, parecen por una parte suavizarse y diluirse con las aguas cercanas del Mediterráneo mientras que, por otra, es aventada por las corrientes que vienen del norte y de las lejanías del océano, mientras al tiempo –geografía obliga- mantiene con África una frontera necesariamente porosa, conflictiva y por ello de necesario contacto. En estas latitudes se tiene la querencia por lo propio arraigada hasta el punto de sentirse en la obligación de negarla continuamente. El español suele ser un renegado profesional del país en el que ha nacido y un apasionado defensor del terruño familiar. La popularización de los viajes le ha permitido ver, admirar, comparar y acto seguido disfrutar a la vuelta, en silencio, con mayores convicción y empeño, de las buenas, simples, habituales y asequibles cosas de su medio, de los dos platos con pan a manteles, como bien aconseja Sancho Panza, postre y vino a un precio y calidad que son rara avis en buena parte de los países que visita. Ese español que, aunque no lo diga por vergüenza, aprecia lo que tiene, rechaza convertirse en la figurita de maqueta pseudomoderna objeto de los sueños de líderes presuntuosos, de sempiternos ricos que juegan, como en su privilegiada clase es preceptivo, a construir en la capital un Ámsterdam ciclista, una Venecia manchega, un huerto peatonal en el que se deshoje a su favor la margarita de las elecciones. A él le gusta su vida, de la que, naturalmente, abomina en público y no pierde ocasión de manifestarlo al que sabe está engordando con sus impuestos. Y detesta a los que, de la mañana a la noche, le inundan con mensajes sobre los males de la era moderna y pretenden imponerle las sanas costumbres, sin sombra de vehículos, vicios ni comercios, del neolítico.
Ha comenzado a percibir las cadenas con las que se le ha venido atando a la obligación de mantener, nutrir, sumarse a las ofrendas a falsos dioses que se alimentaban de la promoción, todos gastos pagados, de utopías a cargo del indefenso contribuyente. Viaja, compara, ve. Los paraísos ya no son lo que eran. Instintivamente reconoce que los pequeños edenes, siempre perecederos, se encuentran de puertas adentro y de puertas afuera de su casa, que hay un camino largo, y con empinadas cuestas, para quien opta por pagar el precio en esfuerzo y riesgos de distintos manjares y que las navegaciones se hacen entre islas separadas por mares de angustia, penalidades e incertidumbre que son el peaje de la singladura. Y precisamente por ello advierte que ya no está de moda despreciar lo que tiene.
Hay muchas lucecitas al final del túnel, y no son el tren. Una de ellas, prueba de que la vitalidad de la gente del común sobrenada a los escombros parasitarios, es el saludable rechazo, no a la totalidad del cine español, sino al elaborado en las últimas décadas según el patrón bien definido de la revolución permanentemente subvencionada y la cutrez máxima. Se sigue pagando el peaje al mínimo común denominador intelectual, al mal gusto y a la zafiedad, no ya ocasional, humorística y festiva, sino normativa y servida en grandes dosis, como el mal vino y las palomitas en cubos gigantes. Pero se han producido, y se producen, algunas películas españolas excelentes y series televisivas que, precisamente por su notable calidad, no alcanzan cotas rentables de audiencia y son retiradas en beneficio de las generosas dosis de basura. La oferta cultural es amplia y de alto nivel en exposiciones, convocatorias, conferencias, la percepción de ciudadanía europea, de desplazamientos lejanos previsibles, de distancia respecto al pequeño espacio, mental y físico, propio de sus mayores es en los jóvenes intensa e irreversible. Si bien les robaron, con la Enseñanza, conocimientos, tradición y calidad de la cultura, sin embargo la generación reciente tiene la mejor de las maestras: La necesidad. Tras la certidumbre inculcada de la indefinida guardería no les es fácil orientarse en la nueva jungla, pero en cada uno de sus retos y peligros están también el desarrollo personal y la esperanza. Desaparecidas las dualidades y sus profetas, tienen ante sí un horizonte carente de chantajes y abierto al conocimiento El saber que se les robó, los valores, jerarquías, calidades no han desaparecido, están ahí para redescubrirlos, para que ellos se acerquen por vez primera a clásicos que ayudaron a vivir a otras generaciones, y pueden hacerlo con la llave de una ciencia que abre ventanas desde su mesa hasta los límites del espacio profundo donde se hallan las ondas que proyectó en su comienzo el Universo Se extiende ante los historiadores un amplísimo campo en el cual deberán, antes de ponerse a explorar e investigar, limpiar el terreno de la espesa maleza de intereses, tópicos, autocensura. Tendrán que ser cartógrafos de las fronteras entre la comunicación real y la ficticia, entre la virtualidad y la realidad de sensaciones, aspiraciones, sentimientos. Cuanto han dado por hecho porque se les ofrecía con entera facilidad comenzará a pasar facturas, a mostrar las tarjetas de sus precios. Y es muy posible que la infelicidad, la desdicha, la soledad, el silencio se desvelen, tras la pantalla de excitaciones coyunturales y satisfacciones inmediatas y obligatorias, como sustancia inseparable de lo humano. Será un mapa vital nuevo, de nuevos y también muy antiguos recorridos, que deberán, y les valdrá la pena, descubrir. A todos ellos corresponde de ahora en adelante el salvamento de las utopías. Mal podrían vivir si ellas no existen. Las utopías sin clientelas, las que no están pagadas con la piel de otros.
Finalmente, ellos y cualquiera deberán enfrentarse al conflicto de Aquiles entre intensidad de las vivencias y duración de la vida, la vieja apuesta a un solo número del caudal limitado de energías y tiempo o la prudente dosificación para alargar el consumo de las porciones y con ellas el de la existencia. Es una lucha antigua del mundo de la Física que se lleva a cabo continuamente y por millones en el corazón de las estrellas, la tensa pugna entre la presión de la de la materia externa y la energía irradiada por su núcleo, que finaliza, roto el equilibrio, con la compresión o con la explosión que implican la victoria, bastante pírrica, de una de las partes. Tal vez procesos semejantes hijos de la misma ley cósmica se den en cuerpos vivos, humanos incluidos, enzarzadas mente y materia en hallar un fiel de la balanza en forma de proyecto y en mantener su materia sin que se extinga el rescoldo que las anima. Para esos dilemas no habrá respuestas instantáneas ni mapas virtuales, pero sí habrá una sustancia cotidiana en función de lo que se vaya haciendo cada día de la vida.