Liberación
La pobreza del discurso es inseparable de la pobreza política, intelectual y social. Es inimaginable un Winston Churchill que se moviera con las muletas izquierdas/derechas. Si se hiciera pagar prenda en tertulias, televisiones, radios, aulas, editoriales y redacciones de periódico cada vez que se utilizan las palabrasderecha, izquierda, progresista y reaccionario sin explicar a qué actos corresponden se habría dado un primer paso para la necesaria eliminación del gran tirano anónimo (cap. 24 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»)
que lleva décadas viviendo de la sustancia productiva ajena.
Indispensable en el caso español añadir la explicación minuciosa del empleo de franquista y fascista, términos en cuyo uso toda mediocridad ha tenido su asiento, para gran detrimento de aquéllos que en su momento sí lucharon por la libertad. Tan modesto procedimiento equivaldría a la lima que comenzara a operar sobre uno de los barrotes de la jaula que encierra la opinión, más allá de la cual se extiende el inmenso y variado campo de las realidades. Y la liberación, como un inmenso soplo de aire fresco, dejaría fluir la autonomía de expresión y de juicio. No procuraría grandes riquezas pero sí arrancaría de manera perdurable al bloque parásito un botín que corresponde a quienes, por verdadero ejercicio de la solidaridad, lo precisan y, al tiempo, abriría cauces y corrientes de recursos a quienes saben y quieren sacar partido de ellos.
No se trata, sin embargo, de una tarea fácil por el inmenso peso de la inercia, el hábito y los intereses creados, pero resulta indispensable como reactivo contra la indefensión a causa del poder que en sí poseen las palabras, mucho mayor en la vaga y fluctuante topografía del totalitarismo light del que vive y prospera, en perfecta, oficial y oficiosa impunidad, la peligrosa clase de las clientelas de la utopía subvencionada, el rentable club de víctimas agraviadas y los sempiternos y agresivos defensores de la socialización, en su favor, de lo ajeno. Por ello, amén de la eliminación profiláctica del chantaje dual Buenos/Malos, los primeros auxilios exigen una pedagogía intensiva de la ley del precio, es decir, de la inexistencia de la gratuidad como derecho, de la conciencia de que alguien, si no es uno mismo, está pagando por el bien del que se disfruta, de la certidumbre de que, lejos de moverse en un mundo estático de Poderosos Malvados y de Desprovistos (véase Pueblo, Gente y demás colectivos) Buenos, de Ratas Urbanas nutridas con el queso que arrebatan a los inocentes ratones rurales, por el contrario cada cual es hijo de lo que, en gran parte, puede hacer y deshacer según sus actos, sus dotes personales y la energía y el tiempo invertidos, y se construye a sí mismo en un proceso de sucesivas elecciones. Los defensores de genéricos, colectivos y clanes de tierra, raza o lengua como dotados de bondad per se en realidad están privando a cada individuo tanto de la protección de las leyes y derechos comunes e iguales como de la indispensable e intransferible responsabilidad personal que es la base de la existencia.
Esta terapia ni es popular ni promete grandes audiencias de pantalla. Sin víctimas el vengador carece de público, el gurú de creyentes, el cruzado anticlerical de su moderna y agresiva parroquia, la Inquisición de combustible, el predicador antisistema de fieles dispuestos a corear las consignas pero nunca a renunciar a sus ventajas. Una vez el tratamiento aplicado con éxito y desaparecidas las formas de chantaje dual y gratuidad obligatoria, entonces sí se pueden y deben cubrir las necesidades de quien verdaderamente lo precisa y defender los servicios públicos, atacados por ambos frentes tanto por quienes no ven la salvación sino en la empresa individual y la ley de la jungla informatizada como por los que suspiran por el advenimiento de un estatalismo siglo XXI en el que volcar sus viejas añoranzas del comunismo pretérito y se ahorran la molesta tarea de pensar dividiendo a la población en Poderosos y Pueblo. La corriente nutricia de dinero y bienes, desviada por la fuerza del chantaje hacia capas de población parásita, quedaría libre para fluir por los cauces y hacia los sujetos adecuados. Simultáneamente el caudal de la indignación legítima, que actualmente se desangra y desvía al dirigirse hacia sujetos de poca monta y hacia escándalos coyunturales que no representan ni la milésima porción del daño ocasionado por la clase parásita, se emplearía con eficacia. Y el ciudadano medio se vería liberado de buena parte de la indefensión y el desconcierto que gravitan sobre él.
El tratamiento incluye la desactivación de una de las mercancías más rentables y, por ello, menos fáciles de eliminar: el Miedo. No el agradable escalofrío del relato de terror, sino la difusión regular en una sociedad permeable del temor por medio de elementos negativos que representan el Enemigo y tienen mayor o menor categoría según guión y circunstancias. Hay una ocupación diaria del espacio perceptivo y mediático por parte de múltiples adversarios de cuanto resulta deseable y grato en pro de paraísos de salud perfecta, juventud perdurable y perfección física ejemplar. Bienvenidas son a efectos de audiencia las catástrofes, las futuras exterminaciones planetarias, los alimentos cancerígenos, las variaciones climáticas. De la rentabilidad del miedo dan fe las ventas de productos naturales, primigenios, exentos del roce corruptor de la química, de espacios dotados de multiplicadores de energía, potencia, tersura, virilidad, de cuidadas selecciones de terremotos, tifones y tsunamis que permiten paladear el contrapunto de la propia seguridad y adquirir detectores climatológicos y sísmicos.
En otro plano, el chantaje dual sirve a la comercialización del miedo de maravilla por la latente y bien mantenida animosidad de clase que convierte a cualquiera en posesión de algo en presa potencial del que no lo tiene y divide en dos bandos irreconciliables a una Humanidad siempre al borde de la solución final. El dualismo –Capitalistas/Trabajadores, Creyentes/Infieles, Minoría/Masa- es un mecanismo mental tan simple, tan propicio a la delegación del propio albedrío y a la adquisición gratuita de conciencia de superioridad sobre el prójimo, que brota y se expande con la virulencia y ferocidad del Ébola.