Tiempo de precios
El dinero de los muertos (Taiwán).
Por supuesto que las utopías valen la pena, pero no las pagadas con la piel de otros. Las actuales piden implicación personal mucho más que llanto y mito y su ejercicio incluye un incómodo peaje en el recorte de parcelas de comodidad y no poca modestia en la aceptación de las mejoras obra de otros, sean quienes fueren, y la constatación de que lo mejor es enemigo de lo bueno. La costumbre de pagar, o al menos reconocer, el precio de cuanto bien se desea o se disfruta está tan oculta por ofertas electoreras de felicidad todo a cien, por el interesado dogma de la gratuidad extendido por las clientelas utópicas y por la doctrina, incrustada en la opinión, de la eterna deuda injusta que el rescate del principio de realidad no es tarea fácil. Se ha extendido el consumo de una peligrosa droga: (cap. 30 de «De la Transición a la indefensión. Y viceversa»). La irresponsabilidad personal a todos los niveles, desde el niño-rey al criminal siempre producto de frustraciones sociales pasando por los visires autonómicos con exigencias de califa. En planos más globales, de repente Europa se encuentra conque el amigo americano no va a pagar más sus facturas sino que se vuelca hacia la activa y emprendedora cuenca del Pacífico. Gran desconcierto y apresurado reciclaje de las pancartas Americans, go home en Americans, come home, please.
Please, come back (Washington)-
Hay una búsqueda desesperada de enemigos. La retirada de escena del Poderoso Número Uno deja un vacío vertiginoso en la iglesia política mental de buena parte de Occidente. Los que carecían de poder, de influencia, de éxito tenían hasta ahora, por contraste, el certificado de garantía de su inocencia y su bondad. Esto ya no es válido. Hay pendiente una enorme tarea de desescombro, de disociación de los términos social y público del de parásito y explotador de la sufrida y pagana clase media. Cumple aprender a pensar y a orientarse en un terreno desconocido carente de señalización ideológica y de consignas. En la Antigüedad y en la Edad Media, incluso en el Antiguo Régimen, todo era más fácil, la dependencia, saqueos, recompensas, castigos y servidumbres se enmarcaban en el nítido reino de la fuerza, del jefe, responsable del bien y del mal, de vidas y haciendas. No cabían asociaciones reivindicativas del mérito de la diferencia, ni del especial orgullo de los arqueros zurdos, tampoco los domadores de pulgas podían reclamar compensaciones a su secular postergación social respecto a los cetreros, ni menudeaban las comisiones para la sustitución del Latín por el caló como lengua de la diplomacia sin fronteras. Pero llega la democracia a enturbiarlo todo, a distribuir a cada ciudadano un fardo de albedrío e implicación en normas, leyes y tipo de gobierno del que éste procura desembarazarse por diversos medios, de los que el más común es buscar al grande, ancestral, a ser posible lejano, colectivo e incluso abstracto enemigo.
La incómoda grandeza existe (Michelangelo: David).
El colectivo suplente está en las redes, en su oferta ilimitada de solidaridad y compañía, con el mínimo esfuerzo que permite decantarse con suma facilidad por lo más vil, lo menos exigente desde el punto de vista ético e intelectual, por el placebo de acción directa que no en vano se ha hecho indispensable para los adeptos al terrorismo. En el mundo real y de las buenas intenciones