El hombre libre siempre amará el mar.
Y nunca le hará falta repetir consignas de
El hombre y la mujer…
porque es un ser humano,
y ser un ser humano se gana.
Se verá solo, en un pequeño velero
con una decena de personas,
cada una totalmente ajena
pero por unos breves días,
en ese inmenso espacio,
amigas.
Nada al sur, ni al este, ni al oeste.
Nada al norte, sólo líneas en algún mapa,
y la estrella silenciosa de la brújula,
su pequeña constelación que flota y late
sobre el cuadro de mandos.
Y el viento empuja a la par el alma y la vela.
El alma toda desplegada, al fin libre,
en una premonición de lo que será
la suprema libertad, la casa de las nubes y la espuma
que espera con el postigo abierto.
Ah, el velero, el horizonte, las olas,
la noche alfombrada de resplandores
en los rizos de la estela, casi atrapados con la mano,
espejo de las luces de la altura.
El añil terso, solitario, inmensamente azul
de la mañana. Donde los otros barcos, otras vidas,
casas, voces, raíces no existen.
Nunca existen. Y respiras
la libertad.
M. Rosúa. 2018