Diario de a bordo comenzó como un cuento de pocas páginas, un respiro, un divertimento necesario tras la densidad y la tensión de los libros anteriores. Ni siquiera era una fábula ni pretendía tener el menor significado. Era el placer de escribir y sonreír, de acoger a personajes que, al tiempo que aparecían en las letras, se veían también en imágenes. No iba a extenderse en su redacción más de unas semanas y veinte folios.
Ocurrió que los días y las líneas se alargaron, con intermitencias. Años. Aparecieron nuevos inquilinos de las páginas como quien llega a comer a una casa a la que en principio no ha sido invitado, y fueron capaces de llenar, si no un pequeño pueblo, sí un edificio.
Es un relato sin más pretensión que el instintivo hilo de deseo de libertad y felicidad que lo recorre.
Quien avisa no es traidor.