El Sol

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Mercedes Rosúa

 

EL SOL

Mercedes Rosúa Delgado

MADRID, 1997.https://www.elrincondecasandra.es/biografia-bibliografia/

 

©     MERCEDES ROSÚA DELGADO I.S.B.N.: 84-920381-5-2 Depósito Legal: M-17213-1997

Impreso en España por: GRÁFICAS JUMA

Edita: A.D.I. Buen Suceso 18, bajo ext. izd. 28008 Madridhttps://www.elrincondecasandra.es/libros-3/

 

 

 

A los que nunca tuvieron libertad para expresarse y a Luis y Pilar, mis padres

 

 

 

ÍNDICE

  1. LOS NOMBRES DE LA SEDA…………………………. ……. 9

Hacia el Sol……………………………………………………………..       11

Nombres…………………………………………………………………. ….. 18

«¿Amó usted?»……………………………………………………….. ….. 28

El pájaro y el desierto…………………………………………….. ….. 37

El camino de las sonrisas molestas………………………… ….. 48

«Como la garza… »   ……………………………………………….       52

  1. EL CAMINO DE LHASSA………………………………. 57

Banderas versus banderas………………………………………. ….. 59

«Beatus ille… «……………………………………………………….. ….. 65

Ventajas de la ética virtual………………………………………       82

Hemeroteca…………………………………………………………….       99

III.  LA CARA OCULTA DEL SOL……………………..       143

Lhassa……………………………………………………………………. …. 145

Eldorado………………………………………………………………… …. 160

Los Templos del Cielo……………………………………………..     167

La Sala de las Almas Perdidas   …………………………….. … 202

Homenaje a Newton………………………………………………. … 210

Amor vacui…………………………………………………………….. …. 250

Encuentro………………………………………………………………..     276

Cometas versus banderas………………………………………. … 285

 

 

 

I

LOS NOMBRES DE LA SEDA

 

 

 

Hacia el Sol

China o la soledad, la inigualable soledad de mil millones de habitantes. Sobre ella han discurrido modernizaciones y luchas por el poder, que mantiene férreo su voluntad homogénea -el viejo sueño han1 del Estado, del Imperio- y que está tan lejos de la homogeneidad. Una China cuya policía tradujo escritos, hizo informes sobre Vera y quizás todavía recuerda a la que hace veinte años fue.

Sin embargo el sencillo visado turístico debería facilitar la entrada, porque el país es un esponjoso océano de decisiones y rectificaciones cotidianas, de gente indiferente a cuanto no sea la personal lucha por la vida, de individuos afables y de individuos temerosos, conscientes de la antiquísima red de mandarines y del oscuro, definitivo control final.

Pero por la República Popular cerrada de hace años transitan hoy miles de turistas -gotas, leves gotas sobre su masa- entre los cuales, anodina, ella pretende confundirse. Dispersos en esa masa se encuentran los amigos, a los que el tiempo ha deparado promociones profesionales, discreto pasar o apartamiento, destrucción y olvido, amigos cuyos nombres teme escribir -recuerdos de una agenda espiada hoja por hoja- y que en aquella época emergían penosa­mente de los años feroces de la Revolución Cultural. Allí, ahora, en un lugar remoto, se encuentra Xei Wen, junto con una parte de lo que fue Vera misma.

Y ese, ese mismo fluir del tiempo transcurrido ha solidificado hasta el viento del Este y la pasión, y no volverá a

 

1-Han: mayoría étnica china.

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hacer temblar, a zarandear el edificio del ser todo cualquier suceso, cualquier actitud. Aunque en la incandescente, perpetuamente fija fotografía del primer despegue hacia China el sol enrojezca el fuselaje la tarde lejana de la partida, y el impulso hacia las nubes y el mundo nuevo sacuda, aún hoy y por siempre, entre los dedos de Vera la burbuja de aluminio y todas las pasadas esperanzas.

La Historia se repite, con monolítica fidelidad a la ineficacia en los servicios y líneas aéreas de los países del Este2: crudo realismo socialista de los menús, azafatas castrenses, retrasos. El vuelo Londres-Belgrado es por demás folklórico en una mugrienta nave de la JAT que se eleva bruscamente, tras cerrar de un portazo la salida posterior, sin explicaciones sobre emergencias ni encenderse aviso alguno frente a asientos en los que, de todas formas, no funciona la luz, mientras la azafata, al fondo, enciende un cigarrillo.

En la espartana cabina no hay defensa contra el ruido, el silbido continuo de la presión y el frío polar. Las bandejas de comida van destapadas y destartaladas, pero el vino es bueno y gratuito y el conjunto tiene un aire de salida familiar, de chárter barato abundante en niños y repleto de pakistaníes, yugoeslavos, indios; gente de sol, desorden y lenguas musicales. Quizás sólo la niebla y el cielo gris tejen la mesa de despacho, y la mesa de despacho los cálculos fidedignos, el rigor y el progreso.

En el cruce de etnias y religiones que son los países bal­cánicos, ocupan el aeropuerto de Belgrado -caótico, febril y canicular- musulmanes, católicos, griegos ortodoxos, extrañas mujeres cubiertas de pies a cabeza por pañuelos y trajes de cuello alto y mangas largas, como moras o judías pero con el cutis pálido como la leche y rasgos occidentales. Desde Europa del Oeste es fácil olvidar la existencia del mundo, del ancho mundo. El avión en el que viaja Vera va a Calcuta, otro viene de Karachi, y la multitud embalada en las cajas de aluminio del siglo XX es la del subdesarrollo, la de mujeres gordas y sumisas sentadas entre una carnada de niños, el mundo de hombres con hambre de sexo atrasada y

2-La acción sucede al final de la década de los ochenta.

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de hembras enjoyadas como ídolos y tratadas como mulas: el mundo del clan. El DC-IO deja abajo esa tierra cubierta en tiempos por la marea de los turcos y en la que aún afloran escollos de fanatismo, llamaradas de agresividad, donde alternan el amargor y la dulzura como en una taza de café. El avión se eleva hacia la noche milagrosamente corta de los que vuelan al encuentro del Sol.

Rubén cantaría ciertamente el surco violeta y la línea bermellón de las alturas, y a algunas indias hermosísimas del pasaje, de impecables saris de seda, y a los niños que rezuman vida y curiosidad; cantaría a la finura y a la belleza física del Oriente sobre ese algo poco hecho y mate del tipo Occidental al que pertenecen los grupos de turistas que se dirigen a Pekín. Pakistán. Vera se pregunta si seguirá el mismo olor húmedo y repulsivo de Karachi. El norte de la India, abrupto, desolado, la ancha cintura de la península. Sensación fortísima de hacer un camino a la inversa. Calcuta. La llanura cultivada al milímetro, monzones, agua y espesor de palmeras. Los grises infiernos bajo los verdes paraísos.

No iba a China de vacaciones, ni por Xei Wen, ni por ella, sino por eso y por algo más: quizás por esa última inutilidad de todo cuanto se hace, de todo cuanto se ha hecho. Vera revivió el aislamiento de la época del país cerrado, la multitud curiosa que la seguía por la calle, la soledad inigualable de la bestia de zoológico. Pekín ya no era el de la rabia de la idea pero continuaba siendo totalitario aunque promocionara el espíritu comercial y pragmático que siempre le distinguió. Hasta el más insignificante agnóstico ha de afrontar su personal lote de huerto de los olivos, su getsemaní angustioso y minúsculo, antes de la llegada, antes de la partida, antes del viaje. Hay un espacio, como el mar, en el que se ignora si se tendrán fuerzas para mantenerse a flote, para nadar lejos, para regresar. O quizás esa incursión en lo ajeno sea la diminuta película de aventuras proyectada en la mente paralela al vídeo de cocodrilos acuchillados y selva que ofrece la pantalla del avión, la forzada materia con que se escribe, en las páginas insulsas de la vida, algo con visos de novela.

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El mural de American Express, con colores metálicos que introducen en el paraíso de las tarjetas de crédito, ha reemplazado en la sala circular del aeropuerto a Mao. Incluso a sus sucesores. No hay frases políticas. Tampoco niñas con flores de papel cantando bienvenidas. No es el mundo húmedo de aquella madrugada de los setenta, sus pocos neones rojos sobre la extensión adivinada del gigante gris. Es el de la actualidad un espacio con vetas de funcional y mucho de provinciano, desprovisto del aura que le prestaban su hermetismo y los sueños, un nervioso espacio al anochecer.

Hay chinos, con corbata y chaqueta, que esperan al final del pasillo y dirigen a los hombres de negocios a sus hoteles. Los policías del control de pasaportes y visados son jóvenes, de los que cantaban en la escuela mientras en ese mismo lugar del aeropuerto de Pekín expulsaban a una extranjera inoportuna. El agente, como todos los jóvenes policías del mundo, tiene algo fijo, mecánico, frío y amaestradamente feroz en la mirada. Existe un superior detrás de él, en cualquier oficina, que toma té y desea hacer méritos. Pero el agente no goza de reluciente computadora, pantalla con exacta memoria del movimiento de extranjeros durante los últimos veinte años. Tiene papeles, fichas de cartón y ábacos, y mucho más interés en las divisas que los viajeros llevan que en lo que hayan podido decir o publicar.

En la lenta fila, los viajeros individuales, fácilmente distinguibles de los grupos turísticos por su equipaje, intercambian información:

  • Este hotel se puede pagar con dinero chino o con FEC3, y es barato.
  • Los precios cambian de un año a otro. En los trenes y aviones te piden el doble que a los nacionales.
  • Excepto si te las arreglas para que te saque el billete alguien que hable chino. Los de Hong Kong son utilísimos.
  • Han abierto a los extranjeros zonas en el sudoeste.

3-FEC: Foreign Exchange Certifícate. Dinero especial producto del cambio de divisas.

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Vera masca su corazón y lo esconde entre frases intrascendentes. Avanza, un trozo más en el hilo de visitantes, semejantes, somnolientos, que se acercan a la ventanilla y esperan a que sean sellados sus papeles. Frases en francés, en inglés, con el continuo fondo del arrastre de pies, de objetos. La cara, los ojos inexpresivos del policía, un poco más próxima, la rápida declaración de datos de una visita que ha de figurar como la primera a China. La indiferencia del matasellos y del gesto de pase.

Tras el túnel se abre un país que, en un puñado de años, se ha vestido de nylon de todos los colores, imitando fantasiosamente a un mundo externo mezcla de Hong Kong y del Occidente de los sesenta. Descubre los brazos, las piernas, el escote la misma China que hace muy poco, trabajosamente, desabrochaba el primer botón de su blusa. Por debajo de los pasados gritos de rigor, de los violentos autos de fe, de adhesiones inquebrantables, ¿ha habido algo, otra cosa que no sea la masa amarilla, moldeada, como el agua, sin esfuerzo, por la forma del recipiente? Vera se su­merge en sus preguntas y en los cambios, en la fiebre de productos y de mercado negro que ha reemplazado a otras religiones. Durante un segundo hubiera renunciado quizás al saldo pendiente que la aguardaba al otro lado y hubiese vuelto las espaldas hacia las épocas en que o se era espía o se era héroe. En el alivio del anonimato había un deje de decepción: no resultaba merecedora ni de una ficha o un chip informático, no era; ni tampoco fue.

La China de los setenta era brutal, era monolítica, pero era única. La que veía era menos limpia y más audaz, incansable en el regateo y la estafa durante los apresurados cambios del yuan y las divisas en las proximidades del hotel. Demandas y ofertas se llevaban a cabo a plena luz del día; la sombra de una intervención policial sólo se evocaba para facilitar, con la premura, el fraude. La política había quedado reducida a la plaza de la Paz Celeste, con sus citas y monumentos, y -todavía- al retrato de Mao, cuyo cadáver se diría que había sido embalsamado para mejor concretar su muerte y reducirlo a las exactas proporciones de un cuerpo sin más, seguro y atado a su mausoleo.

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Pero había que salir, había que salir de Pekín, que es el centro y que quizás todavía sabe.

En el ombligo de China que es la estación central de Pekín confluyen las clases sociales y las etnias como en un valle, y se teje en torno, sobre las losas de la plaza, hasta arremansarse en los callejones y chocar con los muros, la alfombra humana con espacios de vivos dibujos, de harapos grises, un tejido en cuyo aspecto predomina la usura del continuo roce. Dentro, luchan por un billete, por un sitio en la cola, por un asiento, un ciego enjambre en un acuario de bienes escasos. El extranjero ya no es el huésped que se cuidaba como una cosa, el ser profilácticamente aislado u objeto de las atenciones de un ave rara. Si no hay por medio el prestigio del viajero rico, organizado, entonces policía, burocracia, ciudadanos le ignoran, desdeñan, empujan, apartan o abruman con requisitos. El viejo desdén por el bárbaro brota fácilmente. Y las vetas de individual, afectuosa, amable atención. Por primera vez el extranjero está al nivel de la gente real, entre las crestas y las ondulaciones de una superficie compuesta por cientos de millones de habitantes; por primera vez está a la altura de su estremecedora dimensión y de su miseria.

La estación, radial, marca la pauta de los transportes de un continente. Por todos los sitios, entre los pies y los bultos, hay gente que se ha echado a dormir en el suelo, sobre el polvo y los salivazos. Los despiertos se ignoran casi tanto como los dormidos. Los chinos se separan entre sí, de la multitud de su población, por infinitas barreras; se defienden, subsisten, se acomodan, sobreviven, y duermen tendidos en una calle atestada y casi pisoteados. Hay muy pocos gestos de ternura y menos de cortesía. Sólo un utilitarismo expeditivo.

El insomnio, la inquietud, han ocupado el lugar del descanso mientras Vera consulta mapas y arrastra la fatiga, que gira con el ventilador de la habitación gris. Las lindas e impecables japonesas, los australianos fornidos, los franceses ilustrados y los alemanes minuciosos ofrecen consejos y coinciden en las extremas dificultades por trabas burocráticas y de transporte. En todos ellos, se dice Vera, hay

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una inocencia de la que ella carece, aunque las apariencias y pertrechos coincidan. Ellos no ven tras su cara el otro rostro aguzado por la espera del reencuentro. Ellos ignoran que existe algo especial en su equipaje.

El tren se ha puesto en marcha, camino de Datung, del norte, de las cuevas búdicas, dejando Pekín atrás. Ahora es la trabajada llanura y los jóvenes árboles, con el espinazo de las montañas al fondo. Algunos viajeros escriben. La de los occidentales es una línea personal, progresiva, estirada hacia el tiempo. Los orientales trazan signos aislados en los que encierran ideas, una cuadrícula semejante a los hutongs, el núcleo básico de habitación cercado por su muro.

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Nombres

Oh, las huidas, viajar por un nombre, sorbida por el remolino de arena y espejismo de Wuwei y Dunghuang, de Lanzhou, Loulan, Turpan y Kuga, de Hotan y Minfeng y de las rutas que se abrazan en el amplio nudo de Pamir, viajar por cada letra, por cada sonido de Samarkanda, pasar con un silbido de kilómetros por Damghan y Hamadan, aterrizar en un Baghdad que no tiene nada que ver con el que soñamos, unir los cabos de Palmira y asomarse por Tiro y Antakia a Europa y al mar. Aunque sólo llegue, en este viaje, a lamer las orlas de la Ruta de la Seda.

¡Pekín está tan lejos de China! Nada más salir de él, hacia el oeste, es la proximidad de la Gran Muralla, del desierto, de la curva matriz del Huangho. Pekín es un bastión límite, y una capital escogida por los invasores para vigilar a la población china asentada en los valles y la costa. Mientras, los jinetes mongoles degustaban a veces la plenitud de vacío de la estepa, la gran soledad del Gobi vecino, de las lejanas montañas en las que el río Amarillo nace. Y dominaban los valles, la laboriosa China antigua desde siempre, la de los ciclos y la fertilidad.

Datung es en realidad una mina de carbón a cielo abierto en torno y sobre la cual se afana una numerosa colonia de seres que rascan, arrancan y transportan en carros de caballos grandes trozos de mineral de un negro brillante. Las primitivísimas instalaciones y los seres tan negros como el material transportado hablan de condiciones de trabajo predecimonónicas. Sin protección alguna, los trabajadores hurgan en el picón envueltos en una nube de polvo y aspirando carbonilla. Los japoneses abrieron durante la guerra de ocupación nuevas minas y exterminaron, con trabajos

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forzados, a buena parte de los habitantes con una crueldad que ha pasado a la Historia.

Pero sorprendentemente, como esos parientes viejos que se resisten a morir, Datung guarda un casco antiguo lleno de vida, confusión y encanto, callecitas y bloques de un piso con tejado curvo y puerta tradicional, tiendas de instrumentos musicales, de trajes de teatro, de comida y de té, mujeres en minifalda y ancianas de pies vendados. En el corazón se alza un templo de proporciones bellísimas, el Huanyan Superior e Inferior, y, más abajo, el muro Ming con el mosaico de los Nueve Dragones, como el muro de Kuanyin en un glorioso fondo turquesa. Entre la multitud ruidosa, agresivamente ocupado cada cual en sus propios asuntos, los templos budistas logran crear un espacio de paz y amplias proporciones en escaso perímetro por la alternancia de planos y perspectivas. Mil años, más de mil años de construcciones, incendios, guerras y reconstruccio­nes de estas salas de madera repletas de pinturas y de esculturas. Y sin embargo este frágil material no ha perecido, ha atravesado los años, el odio y el fervor de los hombres, el olvido y las tormentas, como si al papel, la madera, el yeso, se hubiera añadido algún mágico ingrediente salido de las sutras, quizás la calma sabiduría del Iluminado que preside Huanyan, traducido, el Templo de la Gloriosa Dignidad.

¡Al fin surgís!, vosotros, la clase dirigente, los que discurríais ignotos en los años setenta, pegado como seda el fino e impasible traje gris. Por primera vez el extranjero coincide con vosotros en los recoletos oasis sin pobreza, en los hoteles, los restaurantes y los trenes, en las salas, los compartimentos y los vehículos aislados por blancas cortinillas en los que se os ve entrar y reuniros, donde resplandece entre la universal suciedad y descuido el albo mantel y las delicadezas de la mesa bien puesta.

Anteriormente era imposible que hubiera testimonios visuales de la clase de los nuevos mandarines; los extranjeros eran o rechazados o su número ínfimo y se les agrupaba en cualquier parte, el ala separada de un hotel. Sombras en la sombra, los mandarines discurrían por vías ignotas, más discretos y privilegiados que ahora porque los bienes de la

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movilidad y la libertad y los bienes de este mundo estaban aun peor repartidos en el reino de Mao; degustaban, bajo la apariencia anónima gris y azul, el depurado zumo de la gran diferencia, paralelos y jamás tangentes a la gran masa.

Hoy, que a pleno sol la sociedad se decanta en clases a gran velocidad, se ha retirado el telón. Los hoteles son gruesos edificios soviéticos sinizados ligeramente en las esquinas y rellenos de la élite nacional, que considera, pensativa, los medios del salto sobre el atraso. Fuera, la gente tiene las mismas arrugas que la tierra de loess y marrones estrías. Grises plomo las casas, los edificios por dentro y por fuera inevitablemente grises, desconchados, raídos por el uso, polvorientos y conteniendo una multitud con aspecto en su mayoría homogéneo. Blanda masa de China, moldeada ayer en manifestaciones de adoración maoísta, anteayer en la adoración al emperador, moldeada hoy en nylon, medias, zapatos, asfixiantes pamelas sintéticas.

Vera recogió fuerzas; por primera vez desde la partida, recogió fuerzas. Ahora restaba atravesar despacio el río, su­bir reposadamente el lomo desigual de los escalones, a las puertas del muy célebre monte Heng Shan, y descansar en el Xuan Kong Si. El Templo Suspendido es un perfecto lu­gar de meditación integrado a un dulce paisaje en el cuenco del valle, sobre el arroyo con sus gentiles desniveles que en tiempos formaron leves cascadas. El conjunto fue sin duda expresión misma de la paz. Cada pabellón y cada venta­na se abrían -para los seres celestes y para los humanos-sobre una vista que elevaba de la belleza a la meditación. Lo que ahora miran con sus cuencas vaciadas a veces por la Revolución Cultural, que también cortó las manos de las grandes estatuas y segó la cabeza de las pequeñas, es las instalaciones de un embalse, canteras y pilas de ladrillos que, al escoger precisamente este lugar, han destrozado un sitio único. El Monasterio Suspendido de Xuan Kong Si ha, de esta forma, perdido la mitad de su existencia.

Le queda la gracia de nido, de sucesión de nidos enganchados a la pared vertical de la colina, de sus largos soportes finos y rojos como patas de ave y el protector plumaje de tejas. Fue ciertamente refugio y preparación de los que iban

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o venían de un paisaje de pinos inclinados y rocas que devanan cambiantes jirones de niebla. El monte Heng Shan no es santo sino por la belleza que ha sido continua materia pictórica del arte chino. El devoto se dirigía hacia una de las nueve montañas sagradas. El artista y el caminante veían el cambiante esplendor del mundo.

Acogido a la inalterabilidad del acantilado, estaba, siempre, el Xuan Kong Si y Vera, al tiempo que sus pertenencias, ordenó junto a él las etapas de su vida anterior.

Madrid, París, Londres… Las ciudades occidentales eran grises a pesar de cielos rasos, de noches crujientes y secas con un brillo de lentejuelas en el negro de su tul. Las ciudades de Occidente eran mujeres de mediana edad que translucían el agobio de grietas en la piel y del maquillaje, con un rictus irónico cruzado diariamente por miles de personas. De entre las cuales Vera había tomado impulso para dirigirse de nuevo hacia algunos lugares de Asia Central. Madrid, Londres, París eran ciudades que nunca habían sido olvidadas, sobre las que el silencio y el recuerdo jamás tuvieron tiempo de crear una dura superficie de ilusiones embellecida por la lejana y escasa luz; eran medidas, razonables y por lo tanto incongruentes cuando Vera las confrontaba a la ruta del olvido, la ruta marcada por sonrisas evasivas apenas esbozadas en piedra blanda, la ruta de los nombres de la seda, agrandados por el abandono. Y esa misma ruta se volvía también, por el jugueteo inconstante de los objetos inanimados y de los sucesos de la vida, el mapa personal de gestos amigos y amados, de ojos con el pliegue del Oriente en los que la chispa del afecto había brillado inconfundible. En los años transcurridos el tiempo había erosionado y construido, con las uñas y los dientes, al lado izquierdo del mapa, al Oeste por el que hervían carreteras y cambia­ban de continuo los rostros y los paisajes. No así al Este, al este remoto, transparente y solitario en el que, con el debido derecho de peaje, hay quizás esa ruta sobre la que, imperceptiblemente, se va haciendo más y más poderosa la calidad extraña de la luz.

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La llamada de Antón Urriel encontró a Vera todavía en la más calurosa y reseca de las grises ciudades. Europa se vaciaba hacia el mar. Era el sinólogo que trabajaba en la Embajada. «El cura Urriel» para el grupo burlón de españoles en Pekín. En esos tiempos el mundo se dividía en progresistas, siempre desenfadados y laicos, y la masa informe de representantes de un orden reaccionario y extinto. Pero había que recurrir al cura para la traducción de docu­mentos, y además estaba mezclado en todo tipo de salsas culturales, en las que era el único capaz de desenvolverse con conocimientos profundos y amplios.

  • Claro que sabe -observaba indefectiblemente Martín, aprendiz mediocre de la lengua local pero gran relaciones públicas con los secretarios de comités.- Como no jode lo suficiente le queda tiempo para profundizar en todas las dinastías.
  • Con la actual tiene poco porvenir -terciaba Máximo. Ya ni siquiera pecan.
  • El día que vaya a pedirle una traducción con unas mallas negras os contaré el experimento. -Bety, colgada del brazo de Máximo, aportaba su óbolo. Bety era un permanente subrayado a las agudezas de Max.

Y ahora Antón Urriel estaba allí, en el lugar en el que se habían dado la cita por teléfono. Incongruente con el contexto de la ciudad tórrida y solitaria a la que el calor parecía evaporarle la modernidad de forma que en el cuenco de cemento quedaban tan sólo cuerpos primitivos y sudorosos, mercancías de dudosa higiene y camareros abotargados por la siesta y el coñac.

–  Tengo algo urgente para usted, Vera.

El padre Urriel llevaba alzacuello, como cuando su indumentaria, denunciando su estado, despertaba de inmediato la ironía de los compatriotas, encantados de animar con chistes de poco coste al reducido grupo de la colonia.

–  Aunque le parezca extraño -continuó él-, a mí me de
clararon, no mucho después de que la echaran a usted, «persona non grata», pero de forma diplomática y discreta. Se

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hacía precisa una consulta con mis superiores, de forma que me expulsé yo mismo con la mayor cordialidad.

  • No supe nada. Tuvimos poca relación. Tampoco volví a ver a los demás.
  • La mayor parte de nuestros conocidos de aquellos tiempos tienen ahora títulos más enjundiosos y desde luego ganan mucho más que yo.

En el café habían enchufado el aire acondicionado y del cajón polvoriento bajaba un frío metálico, que punzaba los hombros y el cuello de Vera y se introducía bajo el vestido de verano, hasta que atacaba sin piedad el calor minúsculo del líquido en la taza.

  • No habrá podido volver fácilmente -apuntó ella.
  • Voy y vengo, por razones profesionales, con toda la facilidad del mundo.
  • ¿Sin problemas?

 

  • Muchos menos de los que satisfarían a la vanidad -Urriel apenas sonreía. Cuando lo hizo, había una acidez que delató los años transcurridos-: Contamos poco. Carecemos de importancia. Las atenciones con que su círculo me distinguió como representante de la Iglesia, opresora e imperialista, siempre fueron excesivas para mí pero ahora me temo que son inimaginables. Los tiempos han cambiado y a las autoridades locales mi nombre aparentemente les trae sin cuidado.
  • Espero que me pase lo mismo.
  • No se haga ilusiones de grandeza, Vera. En su momento los molestó, rellenaron su ficha, hicieron su expediente. Que ha sido cubierto por estratos infinitos de carpetas. En fin, se hace tarde. Tengo aquí el mensaje que prometí traerle a usted y algunas explicaciones, creo, de lo que le puede llevar y la forma en que es posible ayudar a Xei Wen. Lo único difícil es encontrarle.
  • ¿Tengo alguna posibilidad de desviarme de la Ruta de la Seda hacia el otro lado? ¿Cuáles son los territorios cerrados?

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  • Nadie lo sabe. Varía de un día a otro, «ad líbitum», de la policía local o del jefe provincial. Simplemente deje que se termine el ferrocarril y coja el único transporte en la única carretera. Y tráigame también a mí noticias. Esa es la ruta final de otras mercancías, la ruta del Sol, del sol interior, la meditación y demás futilezas. No existe más alto ni más allá. Y creo que en esas zonas hubo mayor densidad de iglesias que en Ávila, aunque de distinto patrón.
  • ¿Todavía espera convertir a los chinitos?
  • Me preocupan más los ya conversos. Con discreción.
  • ¿Sus problemas con el Gobierno chino entonces…?
  • Hace años a ninguno de ustedes se le oyó jamás una palabra sobre las persecuciones religiosas y la destrucción de templos. Sí recuerdo en cambio al periodista y sus amigos aplaudiendo aquello de que no hay culto que sobreviva a una buena comida y a una buena sesión de limpieza mental.
  • La ley de las prioridades. Ya sabe que todo valía porque era el precio del futuro mundo nuevo. San Pedro y los Museos Vaticanos eran un pálido reflejo de las maravillas que se hubieran ciertamente realizado sin el opio del pueblo -dijo Vera recordando conversaciones muy concretas.
  • El determinismo metafísico de su generación ha hecho parecer a Santo Tomás un razonable pragmático. Estábamos enterrados por la Historia. Pero los muertos que vos matáis gozan de buena salud.

Vera le miró, temiendo ver en él a la que, a su vez, el cura veía. Los años sí habían pasado sobre Antón Urriel colgándose de las mejillas y de los ojos. Se había agriado unos puntos más su humor y hecho escuetas sus explicaciones. Finalmente era en verdad un cura, un miembro de esa organización oscura y foránea llamada Iglesia, reflexionaba Vera. Por ello, pese a su carácter prudente y meticuloso, se había lanzado a una solitaria aventura personal, tras los filamentos de sus correligionarios hostigados, perdidos en el gran cuerpo indiferente del país que sólo concedía honores de culto al Estado y sus oficiantes. Se había desgastado Urriel, el comedido y cumplidor, dando embarazosas explicaciones a sus superiores del departamento y a Asuntos

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Exteriores. Sin mayores secuelas perceptibles que las píldoras para el tratamiento periódico de una úlcera de estómago.

Tras un breve epílogo sobre monumentos y transportes, se separaron, despedidos en direcciones distintas por el soplo artificial de aire frío y por el recuerdo de aquella isla sobre la que, por simple azar y sin afinidad ni simpatía, habían coincidido, en los últimos tiempos del Bien Socialista y de las Oscuras Fuerzas de la Reacción. Madrid les acogió en su largo estómago entregado a la búsqueda de una humedad avara y a la siesta.

Antón Urriel ha marcado y fichado innumerables escritores y textos, ha sopesado el equilibrio entre el contenido y la imagen evocada por los trazos, ha imaginado la obra leída en voz alta en tiempos remotos. Su mano es de las pocas, entre sus colegas, capaz de trazar caracteres con rápida seguridad y, si es necesario, con la belleza de los clásicos. Por ello es un sabio, retiene y controla sus energías, canaliza su fuerza. Pero bajo esto y bajo su apariencia -la costra banal e incluso ingrata del hombre avanzado en años y recubierto por esa fina e indefinible película resbaladiza que se crea en la gente sin contacto físico-, tras las sienes ra­las, las manchas en las manos y el amarillo opaco de los ojos, acentuado por el cansancio, tras todo esto es posible que el padre Urriel guarde pasiones semejantes a las de San Juan de la Cruz, que explore no menos que el camino de atajos imprevisibles, y que oculte la esperanza de una relación directa con lo absoluto bajo las galas más usuales de la erudición y la bibliografía, riendo de sí mismo como de un amante tardío, y reduciendo de una forma sistemática las imágenes de budas y de seres representados como santos a las clasificaciones de un catálogo de arte.

Quizás, como los viejos escritos al parecer dicen y como creyeron ciertos viajeros, mientras los mercaderes se precipitaban afanosos por la Ruta de la Seda, algunos se desviaron para llegar al camino que no tiene final, que siempre sube y termina tan cerca como a los mortales les es dado del Astro Rey. Su sol era el círculo interno, perfectamente compensado, de la liberación pura. En las pesadillas del padre

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Urriel las imágenes forman cadenas de sonrisas estúpidas, cruelmente indiferentes e interminables. En sus sueños marcan el fin de una peregrinación arriesgada, solitaria, breve e intensa, y las aspas de la svástica en el pecho de los budas dan vueltas locamente antes de detenerse y por fin, con ellas, las pasiones del mundo. Antón Urriel se pregunta curioso qué espacio queda para el Amor del poeta carmelita en la impasible sonrisa de los bienaventurados y dónde se halla la confluencia de la ruta de invisibles soles y la de las redenciones violentas, incluida la del forzado paraíso que el Estado promete, mucho más al este de las altas montañas, en las organizadas ciudades de las llanuras.

Desde un punto de esas lejanas llanuras de Asia, Vera recordó a Urriel. Y desestimó la posibilidad de mencionarle el lugar en que se encontraba. La Pasión según Yungang no ha lugar. La Pasión es Cristo, distorsionado y sangrante. Inimaginable en Buda. El de Nazaret sería uno de sus avatares, un iluminado más que pasaría las angustias del camino de la vida en el umbral de Asia y África para quizás, luego, ir a morir y ser enterrado en esa tumba de Cachemira en la que se enseñan las huellas de las plantas de sus pies. A continuación un giro más de la rueda y la beatitud. ¿O la capitulación vergonzante ante la Nada?

Y finalmente la sonrisa, la sonrisa sola, limada día a día imperceptiblemente por el aire seco. Medio centenar de grutas ocre pálido, no lejos de las minas de carbón, ocupando como un retablo el kilómetro de acantilado de arenisca. Figuras de todos los tamaños y cada una, gigante o diminuta, con su fina y peculiar sonrisa, budas y boddhisatvas rodeados de entes benéficos y maléficos, de las formas de sus reencarnaciones y de las apsaras, gráciles seres celestes que vuelan en torno y tañen instrumentos musicales. Pertenecen a la floración del budismo en uno de los ricos estados de la China fragmentada del siglo V d.C, los Wei, extranjeros nómadas que albergaron una especie de cortes florentinas de arte exquisito.

Vera se aproxima al enorme oratorio. Las figuras gigantes están rodeadas por un enjambre de minúsculos santos grabados en ordenadas hileras hasta cubrir la roca. La bar-

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barie de la Revolución Cultural pasó también por Yungang arrancando trozos de rostro y manos. Antes pasó la otra, los coleccionistas occidentales y los mercaderes chinos que tajaban para ellos las piezas elegidas. Mucho antes, en el siglo III a.C, quedaron en el área soldados de Alejandro Magno; por eso, como también ocurre en el norte de Afganistán y de Pakistán, las estatuas de Buda tienen un toque griego y se­ñalizan los caminos recorridos por comerciantes, misioneros y artesanos.

– ¡Imbéciles! Lo que tienen es la sonrisa de los imbéciles, como en una gran campaña electoral, ¿verdad, Bill? -masculla a su compañero un hombre grande y sudoroso que lucha con la pendiente tórrida y con su cámara bajo el gesto de los rostros de arenisca, en verdad si no insultantes sí molestamente ensimismados en labores nada contingentes. Hay un fluir de visitantes y de fotografías, de descanso al fresco de los pocos árboles y de vuelta a la vibración del calor. Hasta hace quince años, y durante largos siglos, las estatuas estuvieron solas, atentas exclusivamente a su tiempo interior al cual podían sonreír. Las figuras de Yungang son indias, persas, griegas y chinas y no son nada ni de na­die, alzadas de puntillas sobre un oleaje de pueblos que sólo ellas ven en su conjunto y cuya tempestad no ha terminado todavía.

Vera observó la llanura reverberar bajo el calor. Ella iba en busca de alguien, hacia las tierras frías, apartando dos décadas que cubrían sentimientos en buena parte quizás ficticios. No lo hacía por amor, aunque le hubiera gustado creerlo. Tampoco por fidelidad. Tal vez lo hacía para luchar contra el paso del tiempo, por sentirse más viva, por sentirse humana. Pensó en Xei Wen.

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«¿Amó usted?»

-Quiero un poco de agua, por favor.

Xei Wen ha desperdigado ceniza sobre la mesa y los folios del interrogatorio. Con el meñique empapado en nicotina termina de limpiar la punta de su cigarrillo y empuja delicadamente el resto gris en forma de capuchón hacia el borde.

–Hay que traer otro termo -dice el policía.

Y se incorpora, no se sabe si para limpiar debidamente y reordenar los folios o para buscar agua.

-No, por favor, -se adelanta Xei Wen- yo lo traeré.

-Hay dos llenos en la esquina.

Xei Wen los sopesa, trae uno de ellos y deja el vacío en su lugar. Coloca con excesivo cuidado los termos en fila, retrasando estúpidamente el momento de sentarse de nuevo a la mesa. Busca en la habitación objetos a los que desearía asirse. Intenta recuperar la calma.

El policía rechaza que le llenen su taza con un gesto. Xei Wen maneja con excesiva rapidez el pesado recipiente; al verterla, el agua hirviendo salta al exterior, algunas gotas le queman la mano y el resto forma un pequeño charco en el suelo de cemento gris. Xei Wen se disculpa de nuevo e intenta secar con la manga la mesa y el líquido que avanza hacia las carpetas. Con un gesto brusco y definitivo que no da lugar a excusas, el policía se inclina desde el otro lado de la mesa, levanta el bloque de papeles y seca rápidamente la superficie con un trapo oscuro.

Xei Wen siente, con el agua, un sabor a tiempo y nicotina. Pueden haber sido hoy tres horas ya, o cinco; sumadas a

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las de los últimos meses. El interrogatorio se extiende ahora teniendo ante sí todo el espacio de las vacaciones en el edificio vacío.

–  ¿Quiere usted cambiar de lugar de trabajo? -pregunta
el agente.

Pese a la costumbre, Xei Wen siente otra vez una contracción dolorosa del estómago, como si se le subiera y se pegase a los huesos, la contracción del que evita un golpe. Responde:

  • .. yo iré a donde el Partido disponga, donde pueda ser útil.
  • Pero intenta volver a Pekín.
  • A mi ciudad; naturalmente. Quiero decir… mis padres están allí, son mayores, ninguno de los dos se encuentra bien.
  • Usted no está casado. Su novia trabaja en un dispensario rural cerca de Wuhan. ¿Va a ir allí de vacaciones o a la casa de sus padres?
  • Mi prometida y yo procuramos reunimos en las vacaciones anuales de Año Nuevo en Pekín; la familia de ella también es de allá.

«Ya no podéis como antes -aseguró Xei Wen a sí mismo, a los nerviosos reflejos de su yo acobardado-. Ya no está en vuestra mano mandarme a reparar las terrazas y los canales de Yunan y hacerme envejecer allí. Mi caso no vale la pena y un intelectual, al fin y al cabo, ahora tiene un precio».

Pero eran sólo pensamientos, placebos ingeridos a intervalos regulares, diques contra los viejos reflejos del terror. Cuando todo se mide en voluntad y beneficio de la mayoría, representada por el Partido, en «las amplias masas de cientos de millones de habitantes», el lugar, aparición y desaparición de éstos importan tanto como los de las hojas en otoño. Xei Wen repasó mentalmente la lista de personas influyentes que conocía y la de aquéllos que testimoniarían ciertamente en su favor. Eso le tranquilizó mucho más que la incipiente apertura política.

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  • Esa extranjera le quería a usted. Y usted también tuvo una relación… sexual con ella. Muchas conversaciones a solas, muchos ratos juntos.
  • ¡Ella, ella tal vez me quería a mí! ¡Pero yo no, yo no la quiero! ¿Qué culpa tengo yo de lo que dice? Siempre nos vimos por indicación de los responsables del grupo, como acompañante, como traductor.

El policía releyó aquella sucesión de fragmentos sacados de diversos informes y de lo que sobre China había escrito la extranjera.

–   ¿Y la entrevista en el santuario de Las Tres Virtudes
Escondidas?

Se sirvió agua. Xei Wen tiró al suelo el resto de la suya tibia y llenó su tazón con la otra humeante. Pese al día tórrido de comienzo de verano, no le desagradó el contacto del hierro esmaltado caliente en las manos frías. Explicó al agente:

  • Una visita oficial más. Ella quería ver los tres budas del siglo Estaba en el programa.
  • El trato íntimo que ella describe no estaba en el programa.
  • ¿Qué trato? Han pasado varios años. No recuerdo. No sé qué pudo decir ella.
  • Usted la abrazó cuando entraron solos, a oscuras, al segundo pasillo del santuario.
  • Ella se cogió a mí; sí, recuerdo esto. Se cogió porque temía caerse, tropezar. Y la ayudé a ponerse una chaqueta…
  • Su chaqueta de usted.
  • … porque hacía frío en el templo.

Por la ventana del tercer piso Xei Wen distinguió al jardinero colocando haces de yerbas. Nadie más. Los empleados de la unidad se suponía preparaban el material de un cursillo pero ciertamente estaban la mayoría durmiendo en la sala norte, que era fresca. No recordaba a los budas de Las Tres Virtudes Escondidas; sí las perlas que llevaba en la mano cada uno de ellos, y las estelas que cubrían el pasillo,

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brillantes, pulidas, húmedas, en la excelente grafía de algún artista llegado al efecto de la corte del Sur. El santuario había sido un viejo refugio no siempre respetado por señores poco piadosos.

–  Las relaciones no fueron más allá. No fueron… sexuales, como ella u otros dicen.

Xei Wen palideció y bajó la vista mientras buscaba ex­presiones rotundas en ese tema que no se trataba en voz alta jamás.

El interrogador releyó, pasando algunas hojas; luego le dijo:

  • No fueron más allá, quizás, pero no por falta de inicia­tiva de usted, según parece entenderse.
  • ¿Ella, ellos dicen que yo quería? ¿Que fui yo el que insistió? ¿Que lo intenté? Ah, los extranjeros son distintos, sin principios. Les es igual. No tengo la culpa de que ella me quisiera a mí. Yo no la quería.
  • Para haber escrito tanto -el policía contó las carpetas, atadas con gomas y cintas, todas con párrafos de los textos extranjeros traducidos, numerados y clasificados- ella tiene que haber hablado mucho, con alguien, -los dedos del poli­cía rozaron la carpeta que contenía el informe de Xei Wen, al otro extremo de la mesa- con alguien descuidado que no recordaba hasta qué punto los extranjeros tienen tendencia a espiar y desprestigiar nuestro país, -subió el tono- ¡China está rodeada de enemigos!

Los tazones, papeles, bolígrafos, tintero, lápices, el tarro de la cola, los dos candados y la caja de cerillas, todos los objetos, con leves toques, parecían haberse ordenado en una simetría perfecta, y en medio la cabeza del funcionario era el centro de aquel burocrático sistema solar, la cabeza en la que llamaba la atención una avanzada calvicie y que miraba a Xei Wen como a través de los párpados sesgados. El policía colocó las dos manos en reposo como si apresara contra el tablero algún punto crucial.

«No estuviste en el campo» -pensó Xei Wen mirándolas-, «no estuviste en el campo después de la Revolución Cultural. O tal vez fuiste justo al principio, para decirnos

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cómo tenían que construir el socialismo los hijos de los intelectuales y las esperanzas depositadas en aquel horno de ladrillos y la unidad de materiales de construcción. También preguntarías quizás, de paso, quién estaba más contento y quién parecía insatisfecho y quiénes apoyaron aquel escrito sobre la mala elección del emplazamiento de la unidad de trabajo, las dificultades de transporte, la inadecuación del material producido y la franca hostilidad con que nos observaban los naturales de la región.»

  • Por eso es importante saber todos los detalles de esa relación incorrecta que usted tuvo. El informe que nos proporcionó no basta. Aunque escriba usted tan bien.
  • Estoy dispuesto a redactar una nueva autocrítica -Xei Wen sonrió y ofreció un cigarrillo-. Gracias por su elogio de mi estilo, que es vulgar. Comprenda que había olvidado el tema, fueron unos meses hace ya años.
  • Ejercitar la memoria lleva sin duda tiempo; hasta para un intelectual acostumbrado a trabajar con la mente.
  • Me reeduqué durante siete años…

El policía salió y Xei Wen sintió de repente el calor acumulado en la estancia, se secó el rostro, se sonó con un papel y luego observó sobre la mesa aquellas anotaciones que con­tenían la mitad de una historia con la que tenía que encajar la suya, su versión, sin por ello culparle. Trozos escritos por ella que él no había leído, que nunca iba a leer y cuyos resúmenes jamás había visto. ¿Habría ella imaginado, imaginado como él, en las horas innumerables de separación, en los años sin porvenir y sin correspondencia, el ciclo invariable de las adivinanzas del cuerpo y de las caricias?, de alguno, de casi cualquier cuerpo. Eso, a fin de cuentas, importaba poco. Pero las frases exactas que él dijo, lo que ambos suponían, ¿cuáles eran y cómo eran?

¿En qué podía identificársele, culpársele directamente a él?

Cuando levantaba la mano para atisbar algunas frases del contenido de las carpetas, el policía regresó. Los dedos de Xei Wen se abatieron instantáneamente sobre el cenicero y aplastaron una colilla ya fría mientras se oscurecía la

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ventana, el jardín y las paredes. Él reocupó su sitio como si no le hubiera visto, pero inmediatamente se dedicó a colocar con cuidado los objetos de la mesa, incluido el cenicero cuando Xei Wen retiró la mano. Era una mano que temblaba, que Wen sujetó entre sus rodillas y con la que, mientras el interrogatorio continuaba, pensó de forma absurda que hacía mucho tiempo que no había acariciado a nadie y que quizás por eso guardaba un recuerdo tan claro de la piel de ella, con su vello fino y el pelo casi igual, como plumón. Tranquilizó con la otra mano a su mano temblorosa. Esperó unos minutos y solicitó ir al lavabo a su vez.

  • Tiene usted mala salud -dijo el otro sin levantar los ojos.
  • Lo corriente. Mi hígado sobre todo. También dicen que el apéndice.
  • La extranjera insistió en verle cuando estuvo usted enfermo, en encontrarse en su cuarto.
  • No recuerdo.
  • Vaya; puede usted ir.

Xei Wen empezó a desear más que nada tumbarse, tomar la mezcla de té medicinal y esperar a que su estómago se aquietara. Las paredes de la letrina estaban manchadas de excrementos, pero se apoyó contra la ventana y se presionó la frente y el contorno de los ojos.

«El sur siempre está más sucio y parece más sucio. Nunca me acostumbraría a vivir siempre aquí».

Hizo funcionar por segunda vez la cisterna y cruzó el pasillo. En el fondo alguien que no le vio o simuló no verle barría las escaleras.

–   Le voy a proporcionar una lista de fechas para que
usted me diga los encuentros a solas, y lo que hablaron.
Aproximadamente. La extranjera llamada Vera parece recordar bastante bien.

El policía había trazado en hoja aparte una fila ordenada de números y observaciones marginales y, mientras la iba repasando y completando, le comentó:

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–   Hace más calor por las tardes. Este año ha sido muy
lluvioso; bueno para las plantas pero bueno también para el
calor. Usted se acostumbraría mejor al clima de la estepa,
o la montaña.

Xei Wen no respondió.

–   Su salud sin embargo ha sido parecida cuando estuvo
en el norte, desde la Revolución Cultural. ¡Es tan normal
cambiar de sitio de trabajo!

Xei Wen le sabía originario del sur. Manteniendo las manos sobre las rodillas, contó con los dedos los años que él había pasado en la esteparia unidad de producción aneja a la fábrica número cuatro, sumó el periodo indeciso en la capital de la provincia como ayudante de la Radio y el lustro en la ciudad del sur; restó el primer e inolvidable mes de vacaciones después de tres años en la estepa, y los quince días de Año Nuevo en los años siguientes, más dos asuntos de trámites que le habían permitido rápidos regresos.

«Ahora no es como antes» -se dijo Xei Wen- «Lo que me queda no me lo podéis coger».

Y  al hacer un movimiento enérgico con la mano, apartando amenazas, hizo caer el cenicero, que se estrelló en
pedazos. Se disculpó, recogiendo los trozos de loza y llevándolos a la basura del rincón, mientras pensaba:

«Nunca es tarde para romper algo».

Y  recomponía el mosaico de relaciones influyentes, de
informes positivos, esmerada conducta, y sobre todo la evidencia de que su capacidad profesional haría falta, más
pronto o más tarde, en la capital.

Porque pocos podían alcanzar la perfección ambigua de sus resúmenes y análisis, la claridad y el raro toque, clásico pero adecuado e irreprochable, de sus enunciados. Y la magia de desenvolverse en dos lenguas extranjeras, que habían yacido, como máquinas olvidadas y oxidadas -semejantes a las máquinas rusas- durante sus años en la estepa. Sólo a veces lejanas emisoras de radio permitían un contacto directo, furtivo, como quien ni se interesa ni entiende. Las muestras de reconocimiento de la utilidad de Xei Wen, de su inteligencia, por parte de jefes, subjefes, comisarios, res-

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ponsables, compañeros, se ensamblaban en el esquife que debía, en el momento oportuno, sacarle de la brutal isla de tierra y colmas desiertas, el esquife que había bogado, ensanchándose, hasta aquella ciudad del sur por el eterno camino de los ríos, la balsa, la balsa y el timón que le esperaban, hacia su hogar.

–  Últimamente, apenas es posible asegurar el debido control sobre los extranjeros -el policía sacudía la ceniza de
su manga-. Cualquier grupo subversivo, cualquier elemento reaccionario puede meterles por los oídos toda clase de
mentiras y sacarlas, como un correo criminal, así al exterior. Hay que vigilar mejor ciertos sectores en las grandes
ciudades. Es mucha responsabilidad mandar según a quien
allí. Hay que saber controlar y saber alejar.

Ahora Xei Wen se creyó obligado a decir algo claro, terminante, pero sólo supo alargar los dedos hacia la hoja de números preguntando si ésa era la lista de fechas que debía serle entregada. El otro simplemente ignoró el gesto, mantuvo las manos sobre la hoja extendida frente a sí marcando su parcela de dominio, de absoluto dominio, sobre los nombres de lugares y las cifras de años que eran la vida, la concreta vida de Xei Wen, y él conocía sobradamente de otras ocasiones aquella callada y definitiva violencia que en situaciones pasadas había visto aullar, los pulgares sobre el folio de notas y distante expresión de los ojos. Aunque eran otros tiempos, quizás eran otros tiempos, Xei Wen sintió terror.

Entonces se entreabrió la puerta y entró un niño de unos cinco años.

–  Mi hijo -dijo el policía-. Juegan por los alrededores.
Habrá ido preguntando y le han dicho que estoy aquí.

El niño se arrimó a su padre y luego se puso a fisgonear en los rincones, atrapó de la estantería un cuaderno rojo y amarillo, metió los dedos en un bote vacío de cola y lo hizo girar luego con el mango de un pincel.

El policía le tomó la mano, entregó a Xei Wen la cuartilla y salió diciendo:

–  A la misma hora. Hasta mañana.

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El padre y el hijo atravesaron la escuela, un hilo más en la trama de todos los días. Ni traje ni insignia. Sólo el carnet de agente del Estado que apenas hacía falta enseñar porque, cuando llega por la ventana abierta el olor de los guisos y tareas cotidianas y un niño empuja la puerta, entonces se ha logrado la cárcel de máxima seguridad, la comisaría perfecta: Una sala más, cualquier habitación. Los interrogatorios. Igual que aquéllos en la escuela secundaria de Xei Wen en Pekín, cuando el profesor de Literatura había acabado escupiendo sangre en las letrinas.

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El pájaro y el desierto

El tren recorre lentamente el mar de carbón y arena, punteado por oasis de verdor, pastores, jóvenes árboles de reciente reforestación. La estepa mongola se extiende, tórrida, limitada por una muy lejana cadena montañosa que se desdibuja en la calina azul. Poblaciones. Remolinos de polvo. Algún rebaño de cabras, algunos de camellos. Y es fácil imaginar la desolación de los funcionarios chinos aquí destinados desde las jugosas llanuras del húmedo sur: nostalgia de árboles transplantados que llena toda la poesía clásica. Por la razón de la pura fuerza, la extensión y la carne cruda, las tribus mongolas se derramaron con la energía, el terror y la lógica de una catástrofe natural. La Gran Muralla se hizo para contenerlas; los pactos, los matrimonios con princesas y los tratados militares para manejarlas. Los guerreros de Xiongnu, que la Europa aterrada llamó Hunos, supieron acudir al festín funerario del fin de la era clásica. El caballo de Atila dejaba tras sí el despoblado territorio consecuencia de una nueva técnica guerrera basada en el empleo sistemá­tico del pánico y el genocidio. Hasta que fue superado, ya en las puertas de Roma, por un serio competidor: la Peste. El galope estalló de nuevo en el siglo XIII, saltó la Muralla y todas las murallas, plantó sus tiendas en los palacios de China, en Rusia, Persia, y se detuvo jadeante en Venecia. Partida de Karakorum, la Horda Dorada de Gengis Khan obedecía ya a un plan imperial: emperador y fundador de la dinastía Yuan, Kubilai Khan, nieto de Gengis, deslumbra con su corte de Cambaluc (Pekín) a Marco Polo. Cerca ya en final de la Edad Media, todavía la nerviosa estepa en­viará a Tamerlán, el de la fabulosa Samarkanda, el mecenas del arte, el verdugo de ochenta mil vidas en Delhi.

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Pero ni Hohhot, la capital de Mongolia Interior, ni Bao-tou, su población principal, tienen gran cosa de mongolas. La mayor parte de sus habitantes son chinos destinados a la zona y las praderas en torno ofrecen a los visitantes, previo pago de su importe, un circuito perfectamente controlado que incluye noche en la yurta, cabalgada y espectáculo folklórico ejecutado por los coros y danzas mongoles.

La repoblación misionera ha dejado rastros: templos budistas y tibetanos abandonados, transformados en fábricas o reconstruidos, la inmensa lamasería de Wudangzhao, las pequeñas pagodas, las mezquitas. Más victorioso que la Gran Muralla, más que los caballos, el tren conduce diariamente hanes, chinos de origen que descienden sin mirar la hostil inmensidad del cielo, apretando sus objetos perso­nales, chinos que ven desfilar por la ventanilla el desierto del Gobi.

El ocupante de la litera contigua a la de Vera tiene un pájaro. A media mañana le ha sacado de su jaula e, instalado en el asiendo del pasillo, alimenta al ave y le da de beber directamente, sujetándole con una mano como si fuese un polluelo que aún no sabe valerse.

  • Es un pájaro que canta, sí, canta, más adelante. Perdón. Desconozco su nombre en inglés. Mi inglés es muy pobre.
  • En absoluto, en absoluto. Habla usted muy bien. ¿Lo aprendió en la escuela? -pregunta Vera.
  • En la universidad, en mi universidad. Es necesario para el trabajo. Yo soy ingeniero, de agricultura.
  • ¿Qué trabajo hace aquí?
  • Estamos estudiando la plantación de árboles, en el desierto, sacar y distribuir agua, plantar.
  • ¿Lleva usted ya muchos años trabajando en esta zona?
  • Algunos, algunos. Y usted, ¿conoce mucho de China? ¿Por dónde ha viajado?

Además de su pequeño oasis natural de cordialidad, el ingeniero quiere, razonablemente, ejercitar su inglés. Y ahí es cuando Vera empieza a pedirle que escriba, que traduzca,

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frases al chino, frases del rompecabezas de una breve carta con la sugestión de una cita banal, frases para introducir en un sobre comente de este papel ligero como de cigarrillos, para que la carta se incorpore anónima a la corriente de las infinitas cartas parecidas y, saltando sobre numerosos años, con su modesto sello local, llegue al destinatario, sólo al destinatario.

El hombre deposita al pájaro en su jaula, moja la mano en la taza y le salpica, saca una bolsa de caramelos, los ofrece. Los demás duermen. Al pasar hacia el grifo del agua caliente algunos se detienen al oírle hablar la lengua extranjera. Una vez que los chinos ya no tienen la consigna de ser amables y sonreír a los amigos-diablos extranjeros, los miran con una despegada curiosidad zoológica, los desprecian, los envidian, los imitan ansiosamente en el vestir y en consumo, y los evitan excepto amables excepciones. Al anterior cultivo oficial de la xenofobia ha sucedido la moda de un apartheid sin empacho basado en la extracción del viajero del mayor número de divisas posibles. Los razonamientos económicos se escudan en imperativos coyunturales que cubren disposiciones leoninas y robos manifiestos. La demanda de codiciables divisas, del especial papel que sirve para adquirir mercancías de importación en tiendas especializadas o productos locales inalcanzables, decrece cuanto mayor es la distancia de las zonas urbanas turísticas, pa­ra ser inexistente en los innumerables lugares de China en los que no han visto jamás ni a un extranjero ni ese tipo de billetes. Pero en Pekín, Datung, Xian, hay furia por adueñarse de ellos. Llueven los asaltos tanto por cuenta del Estado como de los particulares, que rivalizan en la técnica de desvalijar al viajero, ya sea escatimando billetes del fajo, según la conocida maniobra del fullero cambista, ya sea exigiendo con toda la autoridad del funcionario pagos en dinero turístico. El apartheid respecto al occidental apa­rece en las ventanillas separadas para comprar la entrada, en los mil canales diferenciados que, paradójicamente, coinciden con los de la clase dominante en la calidad si no en los precios, privilegio exquisito en un país donde un billete de tren obtenido sin homérica lucha, un visillo, una sábana

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limpios, un comedor cuyo suelo no esté cubierto de desechos y las mesas de pringue y huesecillos, es un lujo.

El plantador de árboles y su pájaro miran por la ventanilla. El desierto, el desierto.

El desierto recordó a Vera a Ma Ren y sus lentos relatos de soldado.

Desde un lugar distante, Ma Ren recordó el desierto y su propia figura, agrandada, como por el agua, por el gran volumen de tiempo pasado.

–   ¿Cómo es el sur?

Ma Ren se sujetó la gorra, la gorra del Ejército Popular de Liberación de la que se sentía orgulloso y que le estaba grande; todo le estaba grande, hasta el fusil y el caballo. Ma Ren acostumbraba, galopando a la par, dirigir a veces esas preguntas a su compañero, y volvía hacia él su rostro extraño que delataba una mezcla de las fronteras. Mientras, mantenía las riendas con unas manos ya suficientemente crecidas.

–   El sur es… lo que esto no es -le dijo el otro con un
movimiento de los brazos-. Cuando terminemos completa
mente con los bandidos y los reaccionarios y los señores de
la guerra podrás ir al sur.

Cuando se soñaba a sí mismo Ma Ren se veía así, con las manos cruzadas sobre la silla y totalmente lleno el corazón de pensamientos futuros, de fuerza. La estepa, las yurtas eran la negación misma de un mundo propio de hombres y no de águilas, piedras y bestias; un mundo de casas, campos y verdura, con acequias lodosas y como límites el ladrido de perros. Las mujeres de la estepa les miraban sin recato cuando dormían envueltos en su manta pero a él le daba igual, toda su energía se había ido por otros caminos, estaba sacada del pan ácido que recibía como ración de niño y que alimentaba su deseo tenaz de asistir a la escuela, kilómetros arriba y abajo, bocados escasos que quemaba en la forja de su voluntad. Los compañeros lo llamaban estudiante de pan y agua, pero era fuerte, fuerte para lo que él quería.

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  • Esperas aquí, con los caballos. Pueden esconderse en esas casas.
  • No; no vas. Obedeces como un buen soldado. Y guardas bien los caballos, sin ellos nada podríamos hacer aquí.

Ser tan joven se le hizo de repente interminable. Sin embargo ¿quién de los estudiante ricos, que comían verduras y carne y dormían la siesta mientras él, falto de libros, apren­día las lecciones de memoria repitiéndoselas una y otra vez, quién de ellos se hubiera atrevido ahora a esbozar en su presencia una mueca de burla? Ni siquiera su padre le haría otra cicatriz como la del muslo. Su batallón era el primer grupo de personas que no le había golpeado jamás. Por la noche estudiaba, en los descansos estudiaba, aprendió es­trategia militar y cómo tratar al pueblo, aprendió política y estudió la geografía de la zona, retenía según la costum­bre de los años sin papel y sin libros; ellos le felicitaban por sus progresos.

Pero nunca fuiste al sur. Campesino pobre, joven soldado, durante la Revolución Cultural por primera vez tu te­nacidad dejó paso a una insospechada y agresiva violencia (le cogiste a aquel intelectual de familia fácil, de vida fácil; en tu puño ante sus ojos, en tu delicia ante su miedo lle­vabas concentradas expresiones tan largas que sólo podían resumirse con un gesto); el carnet del Partido en tu bolsillo era mucho más grande que el fusil, era poder. Saltaste sobre esos intelectuales. Y saldaste, no lo suficiente -¡si hubieras sabido!- una cuenta con Xei Wen.

Arrinconado luego como tantos otros, hundido en el olvido burocrático de la pequeña ciudad, intentaste, sin nin­gún éxito, pese al carnet del Partido, obtener un puesto en las comisiones técnicas de modernización, recientemente formadas, que iban a conferencias y pasaban semanas en el extranjero, que disfrutaban incluso de reciclajes de dos años en ese mundo occidental devenido súbitamente maestro. Descubriste que habías perdido el paso de la cresta de la ola, que en tu carnet del Partido la fecha de nacimiento era vieja.

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Ma Ren no estaba seguro de que entre esa juventud que parecía no pasar nunca y el fin de la madurez hubiera transcurrido realmente algo. Entre fantasmas de deseos, de cartas, de fotos, de proyectos, descubrió sin embargo que había perdido el tren de la modernización, que jamás obtendría becas para estudiar Química o Biología en París o en Estados Unidos, como estos jóvenes que ve con camisetas estampadas «Washington D.C.», estos jóvenes semejantes en algo a los del colegio de su pueblo.

Vera se hundía en las distancias del país lejano por los mismos surcos que habían dejado los relatos de Ma Ren.

Al este China. Al oeste el desierto. Las últimas torres de vigilancia de la Gran Muralla, las grandes catedrales budistas semienterradas por la arena y la apoteosis de sus apsaras de todos los colores en el fondo sombrío y fresco de las grutas. Kansú como una cuña del verde al pálido amarillo de la arena, lamida por el Huang Ho, y la ciudad de Landchow como un largo oasis junto al río, aprisionada entre los farallones y sus márgenes y deslizando entre ellos su blanda materia urbana. Kazaks, uigures, tibetanos, huis, mongoles, manchúes, mujeres con el pelo alzado en grandes rulos espesos rodeados de cintas y cuentas, musulmanas con un complicado velo monjil que recoge el cabello y se aprieta luego bajo la barbilla y que, en China como en cualquier parte del planeta, tienen la marca de sumisión y opresión canina de todas las mujeres del mundo islámico, hombros más inclinados que los otros, pasos más cortos.

Landchow se deja querer, no reniega de su carácter de ciudad de paso, es fácil orientarse por sus calles limpias, tanto por la fachada nueva, espaciosa, como por la parte más tradicional que, detrás de aquélla, se amolda al terreno escalonado. El cuerpo se acomoda instintivamente a sus dimensiones entre la metrópolis y el pueblo, asiste a la caída de la tarde fastuosamente roja, esquiva por la noche las bicicletas sin más luz que la brasa del cigarrillo del conduc­tor y deambula a tientas entre las parejas amorosas y los vendedores de leche cuajada y de fruta. Figuras grises en un mundo todavía de luz gris, individuos, grupos que ha­cen gimnasia lenta al filo del amanecer en las plazas, por la

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calle, movimientos que imparten perdida gracia a cuerpos ajados, gruesos, anónimos. Y, entrado totalmente el día, las inestimables piezas del museo provincial, motivos que atraviesan serpenteando los siglos y se repiten en vasijas y grabados: dragones, trípodes, caracteres gráficos. Aquí está, como las pirámides y Mona Lisa, uno de los al fin te veo del viajero: el caballo volador de los Han, apoyado el casco en una sorprendida golondrina, símbolo de la libertad que ha venido a nacer en un país centenariamente poco libre. Bronce inquieto entre los ejemplares disecados de la flora y fauna, los animales, granos, maderas y frutas de Kansú, la iconografía revolucionaria que relata los misterios de la Gran Marcha y dibuja sobre la cabeza de Mao un halo. Muestras del panda gigante y del mono dorado, del rui­barbo, las plantas medicinales y las flores, fotografías de los campos de lino y del paso de Hinzia, de las gargantas que han visto discurrir comerciantes, peregrinos, nómadas, soldados del ejército rojo, caballos en los que galopó Ma Ren.

Pero nadie galopa dos veces en el mismo, exactamente el mismo caballo. Tiraste la gorra en el suelo y comiste la pasta de harina y el té mirando la gran estepa pedregosa que parecía no iba a acabarse nunca. Admiraste aquella raza de caballos terca y sufrida sin la cual hubierais quedado amputados de pies y manos.

– Ma Ren, anota lo que nos han dicho del camino. Anotado junto a este mapa. Calcula las distancias.

Ma Ren calculó cuanto le dijeron y luego se echó a dormir con los otros, protegido en una quebrada del viento y del sol.

Al principio pensaste que era una granizada, esas tor­mentas frecuentes que barrían la estepa a veces dejando luego, en pocos minutos, el cielo raso. Sólo cuando explotó un terrón de tierra unos metros más allá te diste cuenta de que eran balas. El jefe te empujaba la cabeza a cubier­to y te alargó para recargarlo el pistolón grande y pesado que tú le envidiabas. Mientras los cubríais, la mitad del pelotón corrió hacia la izquierda. Los disparos cambiaron

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de lugar y eran primero pocos, luego una respuesta abundante, silencio, gritos, una detonación sola, os dieron orden de salir y correr hacia allá en semicírculo por la derecha. Viste a uno de ellos que venía, sin veros, en vuestra dirección. Había mucho polvo y de nuevo disparos. El otro se detuvo, creíste que suplicaba de rodillas, antes de caer, pero cuando pasaste junto al cuerpo viste que simplemente era de pequeña estatura. Tenía tu edad y procedía del sur. De espaldas pensaste que podía haber sido un japonés de aquellos que habían quedado rezagados y que se suicidaban a su modo corriendo y disparando hacia el primer blanco posible. Algunos de tus compañeros aseguraban que aún existían muchos de ellos.

El sargento no quiso poner en una pica las cabezas de los muertos y discutió, mirando el mapa y las notas de Ma Ren, un nuevo plan para el día siguiente.

El té, que Vera sorbe bajo los árboles del jardín, tiene frutas de colores, especias y un gran trozo de azúcar cristalizada. La mañana rezuma tónica sequedad del aire, conversaciones de hamaca en hamaca, tratos y propuestas, pequeño comercio, proyectos y redondos brazos de muchachas. Un sorbo de té… Lanchow, donde estuvo Ma Ren.

Y ahora…

Así pues la muerte existe. Muerto el trozo de vida de la China de hace quince años, absolutamente muerta aquella experiencia, aquellas sensaciones. Onda en el tiempo, como Vera, como Ma Ren, como el coche que de madrugada se detiene a la puerta del hotel, como la seña expeditiva de los policías, como el rostro estólido del conserje, como las niñas que desfilan cantando las alabanzas del Presidente. Onda pasada de percepciones y gestos que nadie puede volver a recuperar. Así que la muerte existe, como el mosaico de vidas y muertes que es lo cotidiano, el presente. Un parpadeo de existencia y de no-existencia que sin duda los budas entrevieron. China, como Budapest y Taiz, son la muerte, sus vidas otras vidas, lejanas en la onda del ser.

El parque de la Pagoda Blanca, en la colina, contiene múltiples escaleritas, rampas, pabellones, templetes y zo-

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nas de reposo con, abajo, el barrio musulmán, la mezquita, y las anchas, intensamente amarillas aguas del Huang Ho. Color del sol, sabor de altura, de fresca sombra, cielos variables, arrebolados, barridos de la pelusa del vapor.

  • Le vendo esta caligrafía.
  • ¡Manzanas, melocotones, peras!
  • Cambio, cambio.
  • Esta es una pipa antigua.
  • ¿Taxi?
  • Le cambio la pipa por su mechero.
  • ¿Cuánto vale una televisión en Europa? ¿Y cuánto vale en Japón?
  • Rápido, que puede venir la policía. ¿Cuántos dólares cambia?
  • Rápido, rápido, ahí atrás. Rápido. Ah, oh, la policía.

–  ¡Maldita sea -grita el turista francés-, me han timado!
Y luego confía a Vera su amargura.

–  Para mí es un golpe duro, todo este consumismo, esta
copia de la sociedad capitalista. China era otra cosa.

Y, con manos de cuarenta años, se frota las sienes, se atusa el cabello y sonríe en un rictus entre la melancolía y la neuralgia.

–  Esta ridícula parodia de Hong Kong…

Se mesa los cabellos, ofrece fuego a alguien que le devuelve el mechero con cierta reticencia. Hay un soldado joven con su hermana y su madre, turistas, gente de la ciudad, viajeros de paso.

Adiós paraíso, piensa Vera. Ahora China es real. Antes no lo era, era una utopía, un monstruo de feria ideológica, reducida a una proyección de esperanzas e ideas, lo mismo que antiguamente comprimían y estrujaban entre bandas los pies de las mujeres. Ahora es como si se hubiera levantado la tapadera de una olla a presión y pululan ofertas, demandas, arreglos, pequeños negocios, ropa que intenta, atropelladamente y a golpe de nylon, tacones y medias alcanzar a la moda del lejano occidente y a la cercana Hong

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Kong. Muchachas en pleno julio empinadas en zapatos de vestir y asfixiadas con medias, hombres con un modelo de tacón alto y grueso adaptado a sandalias y zapatillas, increíblemente hortera. Afloran a la vez la realidad, la afabilidad de la gente, y el mercado negro, el aumento de la criminalidad y el de la sinceridad al hablar de temas que en el anterior infierno de virtud se daban por inexistentes. Queda el temor, los islotes de sombra, los mendigos, el pobrísimo alojamiento, la promiscuidad y la suciedad; queda, desde luego, la dictadura de un partido único. Pero el país es tan grande, tan diverso, la población tanta, que el control tiene sus límites. Los límites en los que se detenían antes las contadas visitas oficiales.

En estos años, por primera vez, cruzan provincias hasta ayer zona cerrada, corrientes de extranjeros. El chino siente hacia ellos la repulsión física respecto al animal ajeno, a su olor fuerte y a su aspecto insólito -la piel peluda, el cabello fino, los ojos claros, la nariz prominente porque el rostro del extranjero es anguloso y no plano como el suyo-. Pero el vecino de tren ofrece de su comida, el de la calle orienta. Y para la mayoría el occidental ya no es el fenómeno de feria que atraía multitudes.

El turista francés piensa que ha corrido mucha agua des­de que, durante su primera visita a Shanghai, alguien le ofreció a escondidas hacerle un retrato rápido a cambio de unas monedas.

  • Me indigné. Era la primera muestra que habíamos visto de comercio privado. Estábamos dando un paseo después de la cena, tras la visita a la fábrica por la tarde y a la cooperativa agrícola por la mañana. Me indigné tanto que hasta pensé en denunciarlo. Como al chófer y al sastre cuando compararon sus sueldos con los de Occidente.
  • ¿No exageraba usted? -preguntó Vera.
  • Me llevé un disgusto. Era joven y aquéllas las únicas muestras de consumismo que habíamos visto. En cambio ahora… Mire -señala a su alrededor con un ademán hastiado-, mire este desenfreno. Dentro de muy poco estarán todos tragando anuncios, proyectando vacaciones, y soñando

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con coches. Cuando lo de Shanghai me callé, pero estaba seguro de que el tipo de los retratos, el chófer y el sastre pasarían por una sesión de autocrítica y quizás por unos meses, o unos años, de reeducación por el trabajo manual. Limpia los lentes de su cámara. Señala hacia los paseantes y concluye:

– Antes de diez años los tendrá usted agolpándose en unos grandes almacenes idénticos a los de París.

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El camino de las sonrisas molestas

Binglisi, uno de los broches de la Ruta de la Seda. ¿Qué tienes que sonreírme, Buda Maitreya, desde tus 27 metros de altura, qué se me hace tu sonrisa encaramada a esa gigantesca estatua, el gesto pacificador de tu palma que ha ayudado a vivir y sobre todo a morir a innumerables seres, que sólo señalaba el camino del círculo?

El camino de Vera es un círculo, el agua laminada del embalse. Sin bebida, sin provisiones, las horas se hacen eternas en el pequeño barco. La caridad de dos familias chinas viene a remediar el descuido de los occidentales que miran con auténtica ansia los restos de los bocadillos de los niños. La madre parte y reparte, empuja con los palillos hacia ellos, sonriente, las verduras y el queso de soja; los trozos de pan, el pimiento y las judías desaparecen, con la manzana escrupulosamente seccionada y los gajos de la mandarina. En la playa, confluyen los visitantes y la nube de niños vendiendo huevos duros, piedras de colores y antigüedades. Los budas, grandes y pequeños, se descarnan lentamente por la rapacidad, la política, el agua y el aire, se reencarnan en barro y paja, sonríen tranquilos con el talante y la postura de las vírgenes góticas, y enseñan, un instante, el increíble don de la benevolencia.

¿Qué tienes que decir, Buda molesto? Tan mayor, tan antiguo y todavía no has comprendido que es tu salvación, tu nirvana, lo que llena este corazón occidental de helado terror, el vértigo de la quejosa gota de agua que es el ser individual disolviéndose en la primigenia y eterna sopa del cosmos armónico. Todavía no has comprendido cuan apegado está este usado corazón defectuoso al diario conciliábulo

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con la sangre, a la comidilla de las vísceras, todas desesperadamente retardando el instante de disgregarse y entregarse a la nada, agarradas al sexo y a la piel, a la piel del pubis con su rojizo bosque y sus canas, sus deseos y sus súbitas frialdades, como un esponjoso escudo frente a la muerte.

Los budas de Binglisi forman un cuidado enjambre alrededor de la inmensa figura central, la que aparece en la distancia como si guardara un desfiladero naturalmente defendido por las aguas del embalse. En invierno las aguas suben y el lugar adquiere especial paz. Durante las tres largas horas de travesía la seráfica matrona china ha hundido los palillos en la deliciosa mezcla de carne y pimiento y lo ha tendido, con un trozo de pan, a las necias y necios vírgenes occidentales, que súbitamente olvidan las mil quejas sobre el individualismo, la xenofobia y el brutal egoísmo de los chinos y devoran. Las grandes manos amarillentas, el cuello grueso y las altas cejas de la madre de familia tienen algo del buda lejano cuyos miembros hubieran cambiado de postura.

– Quiero raviolis y verduras con panceta, por favor.

Ni caso. Ni caso en absoluto. Unidos en efecto los trabajadores de todos los países socialistas, sobre razas, kilómetros, religiones, en la común indiferencia laboral, los empleados chinos del restaurante estatal ignoran a Vera con el mismo desprecio que sus colegas de Bulgaria, Argelia o la URSS. Los figones privados del barrio, escondidos tras los grandes edificios, los figones de callejón llevados por sus dueños, no cierran hasta mucho más tarde, sirven con rapidez en una atmósfera bulliciosa de vaho de comida, tazones de cerveza y vino, bromas e ir y venir de parroquianos. La estación de Landchow es una feroz subasta de asientos adjudicados al brazo más largo que, tendiendo el dinero con su mano crispada, logre introducirse por la taquilla angosta y ha­cerse despachar. Los autobuses urbanos corren veloces y desvencijados. En el hotel alguien distribuye lenta y equi­tativamente la mugre en el suelo de losa con una fregona rala y grasienta. A ritmo semejante, otro frota mesas, sal­seros y sillas con un andrajo negro. Nadie habla inglés en la recepción, nadie apenas en la estación o en la oficina de

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turismo. Los universitarios buscan mejores puestos y además la burocracia local ha colocado al personal por criterios muy otros a la eficacia.

En su tiempo libre, sea la hora que sea, la gente duerme, en cualquier lugar y posición; comen también a cualquier hora y raramente se les ve leer un libro. Juegan a veces al ajedrez chino y antes del amanecer hacen gimnasia y luego se trasladan, siempre con una pequeña bolsa, al trabajo. En los cafés, al caer la tarde, la radio canta horribles boleros chinos mientras las golondrinas interpretan, mucho mejor, su propia canción y los niños, vestidos con gran lujo de nylon, observan, incluso los bebés, con un miedo instintivo a los extranjeros.

¡Ah, los dorados tiempos de la recepción medida, festejada, de los amigos occidentales que venían a ayudar a construir el socialismo!, la opereta de brindis, comité de bienvenida y coche que recorría velozmente carreteras desiertas y hacía sentirse a cada modesto recién llegado un embajador. Vera ha logrado introducirse en un autocar tardío y prehistórico que se rompe a medio camino. Los niños forman corro en una escena por la que no parece haber transcurrido el tiempo. El chófer golpea despiadadamente un motor de los albores de la técnica y chupa con una goma los conductos de combustible escupiendo el aceite. La ma­quinaria anuncia una temblorosa y provisional resurrección, pero antes de echar a andar se impone vaciar el vehículo de los viajeros indeseables que se han introducido y ruegan se les permita continuar. Hay huis, ellos con gorro y ellas con velo negro. Alguno se resiste a descender con laboriosas ar­gumentaciones, suben de tono los gritos. No se llega, como de costumbre, a más. Baja del coche y continúa el viaje. Es un camino de pista pésimo, a través de la masa de lodo ho­radada y excavada de mil formas por el agua, por el viento y por los hombres.

Aquí todavía son tierras de viajes largos, por esos largos pasillos que, como dedos fértiles, apuntan hacia los confines del imperio, a las grandes soledades, a las alturas y a las montañas. La gente se ha hecho a la convivencia y, al tiempo, a la intolerancia de la defensiva, son siglos de lenta

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colonización de los agricultores, de la desesperada tristeza de los funcionarios hanes enviados a miles de kilómetros de su tierra natal; son rutas con el espejeo de la cerámica del islam en algunos de sus edificios y grandes estatuas que se dirían hechas para recibir o dar el adiós.

Un día el ferrocarril dará un salto de gigante a través de los Himalayas y estrechará saludos de hierro con el alero oeste del techo del mundo. Ese día la geografía de Asia sufrirá ciertamente un cambio. Por lo pronto, algo se ter­mina en Kansú, ya muy cerca de donde empiezan los ríos que, mucho más abajo, inundarán, matarán y darán vida a buena parte de China con el espeso fango de sus aguas. En algún lugar, vive aquí todavía el oso panda gigante y el mono dorado y hay bosques de plantas medicinales en los que sólo faltan quizás los ascetas milagrosos de las fábulas.

Y hay pronto soledad, la soledad de las dunas, de las rutas interminables y, en invierno, de la nieve, esa misma soledad que atizaba la feroz melancolía de los chinos, gentes de cultivo, jardín y compañía, exploradores reticentes, cuya cárcel era muchas veces, simplemente, la distancia…

Como lo fue para Xei Wen, pensó Vera, con el corazón estrujado súbitamente por un sentimiento compasivo que se parecía al amor. Para Ma Ren hubo caballos, y una estrella en el gorro, y un carnet del Partido en el bolsillo de la guerrera. Para Xei Wen hubo cárceles, de aire e infinito polvo gris. Todas lo fueron excepto la primera, cuando era un joven guardia rojo que salía de Pekín.

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“Como la garza…»

–   ¡Xei Wen, Xei Wen!

Ella le estaba gritando, sofocada y con un paquete en la mano, al otro lado de la barrera, manteniéndose a codazos en la primera fila junto al empleado que controlaba los billetes. Del pelo tirante hacia atrás se le había soltado una mecha que se pegaba a la frente cubierta de gotitas de sudor.

–   ¡Xei Wen!

Para una muchacha tan tímida como Lin era una actitud insólita, de gran osadía. Xei Wen estaba cansado y notaba velados los ojos. Se había escabullido como un zorro para encontrar un asiento en el asalto al tren, y dispuesto inmediatamente el termo y su pequeño equipaje en torno suyo. Notaba una tirantez extraordinaria en el estómago. Por la ventanilla hizo señas a Lin para que se fuera, pero ella re­petía su nombre y le mostraba el paquete ahora con las dos manos, por encima de las cabezas y los codos. Finalmente Xei Wen, con sus mejores sonrisas y modales, suplicó a los que le rodeaban que le guardasen el sitio, dudó en la puerta con aprensión, hizo señas a los empleados del andén de que regresaba al punto, gritó:

  • ¡Un minuto, un minuto! Extendió la mano sobre la doble verja.
  • ¿Qué quieres?

 

  • Te traje esto -Lin se empinaba con el envoltorio, que le llegó a través de otras manos. Tocó el papel de estraza y la cuerda, pero no los dedos de Lin.
  • ¡Adiós! ¡Hasta la vista! ¡Te escribo!

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Xei Wen retrocedió corriendo con el paquete y una imagen borrosa de su novia, delgada y alta como era, arqueada en su dirección, la boca apretada y los ojos enrojecidos, sin gafas. Verificó que sus pertenencias continuaban en su lugar en el hueco que había conquistado en el asiento de madera. No quiso ya mirar por la ventanilla hasta que el tren arrancó y de soslayo agitó la mano hacia una masa en la que no distinguía especialmente a ella.

– Mi hermana menor, mi hermana menor -se creyó en la obligación de explicar a los que se sentaban junto a él y le observaban colocar el paquete.

«Que piensen lo que quieran», se dijo.

Tomó su toalla y llenó en el pasillo de agua caliente el termo. Se enjugó el cuello y el rostro y luego bebió soplando el humo.

Como el vaho que va despareciendo de un cristal frío, al distanciarse el recuerdo, la irritación y los nervios de la marcha, la imagen sofocada de Lin en la estación era sustituida por otra, mucho más hermosa, de la noche anterior, tras los árboles de la oscura carretera, en la que él había introducido apresuradamente la mano bajo la chaqueta acolchada de ella, buscando entre la telas de franela y el chaleco de lana, para tocarle el pecho, el pezón que en su nerviosismo confundía con los botones de la blusa. Le había tocado un pecho poniendo toda la mano sobre él, luego sobre el otro, mientras escuchaban el crujir de ramas y un motor pesado que pasaba lentamente por la carretera.

Inmediatamente el recuerdo y el traqueteo del tren le punzaron con el deseo del placer solitario, sintió agua en la boca, las manos vacías y frío, pese a lo atestado del vagón. Completó el recuerdo minuciosamente, alargando sus minutos y enriqueciéndolos con la imaginación fruto de una larga práctica. Sería su alimento ¿por cuántos años más? en las duermevelas y en las siestas, con la boca llena de un sabor a harina rancia y a las mismas clases de verdura. El recuerdo estirado, pulido y estirado como una piel, de tanto usarlo. Tenía Lin el rostro terso y unos granitos como los de los niños que le hacían parecer más joven, y era pulcra

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y dulce, repasados hasta los cristales de las gafas, brillante el pelo. Hermosa, sí, hermosa esos días, con esa forma de andar tan elegante y su sonrisa de ayer, de anteayer.

Xei Wen revisó y puso en orden de nuevo sus papeles, la identificación de su unidad de trabajo, el billete y el permiso, el dinero y los bonos, una fotografía de sus padres tras la cual; escondía el pequeño retrato de Lin. Se aseguró de que no se había desprendido la insignia de su chaqueta y de que el diccionario estaba en su lugar.

  • ¿Cuando será la primera parada larga? -preguntó para entablar conversación con su vecino de enfrente. Los dos a su lado ya dormían y la cabeza del más próximo giraba regularmente hasta rozar el hombro de Xei Wen, entonces el hombre, grueso, daba un respingo, se echaba hacia atrás y repetía el movimiento. Su vecino tenía la boca llena de fideos con verdura entre los que le respondió:
  • No antes de que anochezca. Es un tren muy rápido.
  • ¿Usted conoce este tren?
  • Sí, de dos veces anteriores. Mi hija vive en la ciudad. Mi segundo nieto nació en agosto.

«Ha viajado dos veces quizás en un año» -se dijo Xei Wen con envidia.

Pese a la falta de espacio, todos se iban durmiendo rápidamente, en los asientos o acuclillados en el suelo. Alguien roncaba, tendido arriba, entre los fardos del portaequipajes. Olía a carbón y a noche inminente. El vecino también se había acodado en la repisa tras primero carraspear tenazmente y escupir hacia la oscuridad.

Xei Wen quitó la cuerda y el papel de estraza. Había por abajo manchas de aceite y un envoltorio con un chaleco marrón, cuatro huevos duros, pan al vapor, bollos con azúcar y pasta de judías dulce. Era un envoltorio hecho con prisas y la hoja doblada entre los huevos tenía rastros de grasa en los bordes pero las pocas líneas del texto eran nítidas, con la caligrafía, un poco de colegiala pero agradable, de Lin. Xei Wen miró en torno suyo antes de desplegar totalmente la hoja con un sentimiento de desconfianza y vaga culpabilidad. Casi podía oír ya un futuro informe del joven

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instruido recibiendo mensajes sospechosos que, como una viñeta de un tebeo de espías, descifraba apenas en la noche mientras dormían sus compañeros de tren.

No. Lo leería como una carta y de la manera más natural.

En la penumbra, leyó la hoja. Era el comienzo de dos poemas clásicos sobre la separación y la ausencia:

«Como las ocas salvajes que vuelan hacia el Oeste… »

«así mis recuerdos…»

«¿Podría invertir su ruta el río de las montañas junto al que lloro?»

«y llevarte mi imagen y la mano con que acaricio sus aguas…»

Xei Wen completó parte de los poemas en su memoria e improvisó algunos trozos. Eran los viejos poemas chinos del desterrado, del enviado a las salvajes fronteras por el emperador, poemas de amigos íntimos y raramente de mujeres, poemas sin reproches y con la melancolía de un antiguo paisaje. Aquellas antologías, desde hacía años inencontrables en librerías y escondidas o desaparecidas en las casas, flotaban sin embargo, con su hermoso y mesurado estilo, en los recuerdos, incluso en la joven memoria de Lin. El presagio del grito de las aves y su perfil en el cielo hablando de tierras hostiles, de nidos vacíos y de adioses.

«Como la garza acompaña a los inmortales,»

«mi pensamiento… »

Ya era perfectamente de noche. Sin paradas.

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II

EL CAMINO DE LHASSA

 

 

 

Banderas versus banderas

Las hopalandas de los monjes hacen un ruido apagado al entrechocar mientras con sus pasos de fieltro corren co­locando adecuadamente a los devotos para la bendición del lama. Hay una multitud de monjes en la lamasería de La-pulengshi, la más numerosa del Tíbet chino. Los refugios de los tibetanos tienen siempre, ya sea en Leo Ganj, en la India, en Nepal, o en el noroeste de China, el mismo entor­no físico y el mismo encanto. Hay una ingravidez del alma orno del aire. Es cambiar de mundo e incluso de clima, de­jar atrás Landchow, sus suburbios chatos y polvorientos, los repetitivos campos, empezar a subir, alcanzar los tres mil metros, pasar los puertos de montaña, y, como si las rocas y las gargantas detuvieran el utilitarismo pastoso de los han, su avance impositivo, así como detienen las nieblas y las tormentas, se entra en un estrecho valle por el que serpen­tean, no las aguas lodosas de estos cursos fluviales chinos que parecen revueltos con azada y listos para la siembra, sino un arroyo de montaña entre laderas escarpadas sobre las que reposan puntiagudas, en un equilibrio a veces in­verosímil sobre la falda del monte, las tiendas tibetanas, blancas y ribeteadas de azul. El cielo se eleva, rezuma aire vivificante, y por la noche se cuaja con todas las estrellas.

Al final está el pueblo de Xie Ho, a tres kilómetros de él un hotel, y entre ambos los templos tibetanos de pare­des macizas en ocre, bermellón, amarillo azufre, coronados por cúpulas doradas. Pero hay en el conjunto la sordina de las religiones perseguidas aunque a la fuerza toleradas. Se echan en falta inmediatamente dos elementos caracte-

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rísticos de la religión tibetana: los instrumentos musicales -trompetas, gongs- y las banderas de plegarias. Las banderas chinas no toleran competidoras.

Folletos informativos y prensa reiteran, incansables, la unidad de la madre patria con capital en Pekín. Esta multitud no tiene nada que ver con los hanes. Los rostros son angulosos y macizos. A veces los jóvenes bonzos, las mujeres y algunos ancianos presentan una extraña belleza que radica en la finura de las líneas mismas del cráneo y la viveza de los ojos. Son probablemente uno de los pueblos más místicos y más sucios de la Tierra, la mugre forma una costra espesa en el excelente y aceitado cabello negro lacio, la ropa no parece lavarse sencillamente jamás. Tienen los tibetanos una alegría extraordinaria, pacífica, tanto más extrovertida cuando se compara con las circunspectas sociedades chinas. Los habitantes de Xie Ho venden en sus tiendas, comen, se inclinan para recibir la imposición de manos del lama. La calle del pueblo forma un bazar de pieles de animales, algunos parecidos al leopardo, quizás de linces; hay ropas, túnicas, joyas, instrumentos musicales, peines, espejos, armas.

Dentro de unos años China será sólo un gran pueblo rural que se industrializa, perdidas sus raíces culturales como lo están ya en la mirada absorta y ajena de los visitantes hanes a templos budistas. China habrá perdido su estilo, visiblemente incapaz de hacer otra cosa que copiar, demasiado tarde para recuperarse de la desculturalización inmensa de la Revolución Cultural. Proliferarán hoteles grandes, rosas y achocolatados, importados por piezas, por diseños, con arañas de cristal y frutas de plástico, sinizados con los pasados detalles que solían aplicarse a los mamotretos de arquitectura soviética, que plasman la pesadez del funcionariado. Pero los tibetanos, como quizás algunos otros, han guardado cierta armonía, cierta belleza real de las que no se nutren sino del arte de vivir.

Tormenta. Llueve en abundancia y el agua arrastra la magia y cierra los postigos de las tiendas. Queda una hosca estructura de ocupantes. Vera se dice que China es todavía una prisión con los barrotes torcidos, alambicados, barro-

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cos. No habrá lamento al dejarla. Tampoco regreso, ni sol, ni esperanza.

La corriente de visitantes locales que fluye desde la ciudad de repoblación de Xining hasta el monasterio de Taer-shi envuelve también en su orla a Vera. El conjunto de edificios religiosos forma uno de los seis grandes templos de la religión tibetana, un ferviente altar del siglo XV, junto al pueblito de Huangchong. Es el lugar de nacimiento de Tsongkapa, autor del «Camino gradual a la iluminación» y que funda en 1409 el monasterio de Ganden. Es el padre de la secta de los Gorros Amarillos, una de las dos principales del budismo tibetano. Los sucesores de este lama superior, cuya línea de reencarnaciones llegaría hasta nuestros días, llevan la reforma monástica a los nuevos conventos de Drepung, de Sera, de Xigatse. En los altares de Taershi, entre las innumerables lámparas de manteca, cubierto de chales blancos y encerrado en pinturas y relieves policromados, el fundador, de rostro más anguloso que la iconografía habitual, ofrece liberación y misericordia.

A poca distancia temporal de la ola de purificación y cambio de la Iglesia europea, también en el otro extremo del mundo el Tíbet vivió su Reforma y tuvo, en Tsongkapa y sus seguidores, sus santas teresas, erasmos y luteros. Era, en realidad, la antigua reacción ascética, ansiosa de las fuentes, de los escritos originales y de la pureza de las prime­ras doctrinas. Quería saltar sobre siglos de ritualización, de simbiosis con anteriores prácticas chamanísticas de la primitiva religión Bon, de compromisos y turbulencias del poder temporal. Lo que no fue óbice para que, a principios del siglo XVII, los reformistas de los Gorros Amarillos dominaran a sus rivales, los Gorros Rojos, mediante una política palaciega basada en parte en la alianza con los gobernantes mongoles. En la guerra de los Gorros, como en la de las Rosas, se recurrió a muy poco santos artilugios. Con habilidad digna de un príncipe del Renacimiento, los superiores de los Gorros Amarillos hallaron los signos de la reencarnación del cuarto Dalai Lama precisamente en un niño de la alta aristocracia mongola.

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Sería, sin embargo, una muy roma visión reducir el florecimiento de los discípulos de Tsongkapa a un oportunismo de influencias. El horizonte moral y teológico que ofrecían era mayor, su mística más profunda. Hundía sus raíces en las fuentes del budismo Mahayana, el del «Gran Vehículo», universalista y redentor, en el que el bodhisatva, el sabio, llegado al estado supremo, renuncia al Nirvana para seguir ayudando a la Humanidad a librarse del dolor. En esta línea de redentores, sufridores y maestros Cristo ocuparía sin lu­gar a dudas su puesto, tras Nagaryuna, el filósofo hindú que funda el budismo Mahayana en el siglo I. a.C. En su escuela se fundieron numerosas religiones precedentes y surgieron de ella poderosas corrientes monásticas.

En los países del Himalaya esta religión se impregnó de tantrismo, el budismo del «Vehículo del Diamante», al que caracterizan el énfasis en la mística, los complicados ritos, el esoterismo y el uso de diagramas geométricos, llamados mándalas, como ayuda para la meditación. Mientras los monjes europeos de la Alta Edad Media reproducen y atesoran manuscritos, sus coetáneos de la «Shanga», el clero tibetano, traducen cantidades ingentes de escritos budistas del sánscrito original al tibetano. Ocurre así que, mientras el Budismo sufre en la India un serio retroceso y llega casi a desaparecer bajo la presión de los brahmanes hindúes primero y del Islam después, sin embargo las enseñanzas de Buda echan raíces y se preservan en las religiones lejanas del norte y del sudeste. Miles de lamas practican en los monasterios la meditación, el control de la mente y la metodología del conocimiento y son la élite rectora de una sociedad agrícola y ganadera, enseñan y aprenden metafí­sica, filosofía, lógica, medicina, psicología, astrología, arte, lengua, literatura. Los monasterios se contaban por centenares y poseían la tercera parte del país, la abadía de Drepung fue el convento mayor del mundo, una auténtica ciudad que alojaba a más de diez mil monjes.

En un país como el Tíbet, de población dispersa, unida por el rigor estricto del ecosistema -que explica tanto la gran cantidad de monjes célibes como la poliandria- y por la integración de la vivencia religiosa en la vida cotidiana,

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la Shanga encontraba su receptor natural. Los monasterios vertebraban a las tribus nómadas, ofrecían al individuo medio algo mucho más atractivo y asequible que la meditación y la metafísica: Le ofrecían espectáculos, ritos con inmensas trompetas y brillantes gorros, danzas totémicas, espléndidas fiestas de disfraces. Le ofrecían entierros y festejos, medicinas y magia, proporcionaban el consuelo del recurso a una instancia mayor y un código de signos, ritos y cantos que humanizaba la vastedad salvaje del medio. Eran los centros de cultura y trato social, entre los arroyos helados y la nieve, y han sobrevivido a las exigencias mongolas, a la ocupación china y a la plaga arrasadora de la Revolución Cultural maoísta. De las faldas de las montañas se eleva el humo de las lámparas de ofrenda, sobre las tiendas de piel de yak las banderas envían, cada vez que las agita el viento, una oración a las alturas.

Vera camina, engullida por la variada corriente de visitantes. Todo el recinto de Taershi es escenario de un carnaval turístico venido de China y, en parte, de Hong Kong; funcionarios hanes y soldados que hacen girar al revés las ruedas de oraciones, ríen, hablan en voz alta recorriendo el interior, manosean los chales de ofrenda y se fotografían vestidos de falsos tibetanos y tibetanas con ropas de colores chillones que alquilan los fotógrafos. Un enjambre de niños vende postales, insignias y recuerdos. Tullidos y vie­jos piden limosna. Todo tiene el sello inconfundible de país conquistado: los jeeps militares y las oleadas de uniformes verde oliva, la evidente ignorancia y escaso respeto de tal público, el reducto tibetano rodeado, en el resto de su cul­tura y las graciosas formas de sus templos, por la fealdad de las construcciones levantadas por las autoridades a su alrededor.

Pasa un gran coche negro con cortinas blancas, salpicando barro; dentro van militares de ambos sexos riendo y charlando. Ahora la permisividad y la economía dejan que los turistas desfilen ante los supervivientes de una cultu­ra respecto a la que la consigna era hasta hace muy poco destruirla y despreciarla. La zona está sembrada de ruinas recientes, menos afortunadas que Taershi. Incluso se deja

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quizás una parte de los beneficios -considerables-de la ven­ta de entradas a los templos para la comunidad lamaísta. Los monjes vigilan, ojo avizor, los billetes pagados por los visitantes y su conducta en los santuarios; hay jóvenes bonzos, ásperos y enjutos porteros, pequeños grupos que traba­jan en carpintería, novicios que llevan enormes recipientes con té y agua, y la corriente de peregrinos que corre, sin mezclarse, entre el río de forasteros. En las calderas de los restaurantes al borde del camino hierven grandes trozos de carne y el aire es espeso de vapor, de grasa y de carcajadas mientras se espuman los caldos y se atrapan con cazos las porciones para verterlas en cuencos. El cielo es blanco y frío, pero una capa de vida late, calurosa, sobre estos escalones de cerca de tres mil metros.

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Beatus ille…

Amanecía y Ma Ren apagó la lámpara de queroseno. Mientras se decidía en luz la penumbra del cuarto, apoyó los codos en la mesa y comenzó a presionar con movimien­tos circulares en torno de sus ojos cerrados.

«El estudio me está comiendo la vista -pensó-. Ya no veo igual de bien».

A su lado tenía el libro extranjero, cuajado de subraya­dos y notas, y la pila de cuadernos con los que se había ido fabricando diccionario y enciclopedia.

Las gallinas picoteaban en la puerta y hubo de barrer con la escoba de ramas los desechos de carbón que le obligaban a tiznarse nada más salir. Sólo iba a casa los fines de sema­na cada quince o veinte días, pero no la echaba de menos, ni a su mujer y sus hijos. Al fin y al cabo su vivienda era casi igual de grande que su habitación actual en la Unidad Tres y allá no hubiera podido en forma alguna concentrarse en el estudio con los dos niños, los comentarios de su mujer sobre la salud de su madre y la comida que ella le servía en los momentos más inoportunos.

También amaba, pero eso no se lo dijo a sí mismo mien­tras cumplía con la higiene matinal, las reuniones del Par­tido y los compañeros, que le respetaban y se mostraban discretos en su presencia, y las tardes sentados en torno a la estufa, con los documentos enviados por el comité local que él iba sacando de la cartera de hule.

Le llamaban, como sabía, el Buey, más por la tenacidad que por la corpulencia, y sus espaldas y sus manos eran, en efecto, anchas y resistentes. A los que alababan su empeño en adquirir conocimientos él solía responder, haciendo gala

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de humildad, que tenía dedos de campesino para los que el lápiz y el pincel resultaban demasiado pequeños. En reali­dad su infancia desaparecía voluntariamente de su recuerdo excepto cuando había una sesión de «relato de amarguras» y, frente a un auditorio entre dormido y lloroso, recitaba las humillaciones del hijo tercero de una familia en el límite en­tre la pobreza y algunas aspiraciones. Eso decía pero, para realmente no recordar, asimilaba sin dificultad su historia al modelo de otros miles cuyos esquemas («Campesino explo­tado», «Sirvienta de terratenientes», «Obrero-esclavo») fi­guraban en todos los libros de texto, y recuperaba su propia personalidad cuando, todavía en las lindes de esa infancia, se convirtió en soldado hijo de los otros soldados, tuvo un carnet del Partido, amistad y compañeros, y apenas volvió a ver a sus padres.

  • Vienen los jóvenes instruidos, Ma Ren -le dijo el coor­dinador.
  • ¿Son muchos esta vez?
  • Media docena. Algunos ya habían empezado estu­dios universitarios y conocen idiomas extranjeros. Podrían ayudarte en esos documentos.
  • No es necesario. Los enviaremos al frente de produc­ción.
  • La unidad tiene ya bastantes obreros. De hecho, varios jóvenes fueron reenviados por la Unidad Dos.
  • Siempre podrán cavar zanjas en el ensanche.

El coordinador calló mientras ambos se dirigían al co­medor y recogían la sopa del desayuno.

Los jóvenes instruidos eran ya menos jóvenes y bastante más silenciosos que los anteriores. Llegaban de otras fá­bricas y otras comunas sin interés en conservarlos. Hacía tiempo que los comités locales, entre sonrisas, procuraban enviárselos unos a otros. Esporádicamente se recibía, desde más lejos, para alguno de los forasteros, el permiso de tras­lado hacia sus escuelas, universidades y ciudades de origen. Entonces el interesado recogía sus cosas con radiante y di-

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simulada satisfacción y, en cuestión de horas, desaparecía como si jamás hubiese existido.

Todavía recordaba Ma Ren su afrentosa derrota cuando, durante la reunión de autocrítica de mediados de marzo, insistió para que no se aceptara el pase de estancia provi­sional del joven cuadrado y alto y que se reintegrara éste a la aldea de la montaña donde llevaba años. Ma Ren ha­bía hecho el breve, pero infalible, discurso habitual sobre la reeducación de las tendencias burguesas y la necesidad de fundirse con las masas campesinas. Y los demás lo escucharon sin hablar pero sin asentir. El coordinador le dijo a la salida:

– Pero ¿no sabes que el hermano segundo de su padre es coronel?

El chico partió y no hubo ningún comentario más so­bre el asunto, muy al contrario, alivio entre el comité. Más grave fue una escena parecida, dos meses más tarde, en la que la muchacha trasladada a una unidad en la periferia de su ciudad originaria del sur ni siquiera tenía parientes en el Ejército ni en el Partido. Tampoco era bonita de forma que hubiera conmovido a algún responsable y logrado con insistencia que le firmasen el papel. Tenía tres dientes ro­tos. Alguien dijo a Ma Ren que, durante el registro de su cuarto por jóvenes guardias rojos, habían descubierto libros de matemáticas en idioma extranjero y editados en Hong Kong. Uno de los muchachos la cogió del pelo y le golpeó la cara contra el borde de la mesa exigiéndole que escupiera sobre las páginas de basura reaccionaria.

Él la había visto haciendo cálculos sin libros, en el suelo. Cuando se discutía sobre el emplazamiento y distribución de las instalaciones del depósito ella resolvió el problema de adaptación y distancias con una rapidez que Ma Ren -que se había pasado cinco días y buena parte de sus no­ches estudiándolo- juzgó innecesaria.

Ahora el antiguo rector de la universidad de aquella mu­chacha, un viejo depurado pero que, al parecer, estaba de nuevo en la Facultad de Matemáticas, aunque no en su an­tiguo puesto, reclamaba a la chica como ayudante, y era

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precisamente la inexistencia de motivos políticos y sociales, la ausencia de conocidos bien situados o de gestiones de influencias hábilmente llevadas, lo que inquietaba a Ma Ren. Como le había inquietado, persistentemente, el mundo de las Ciencias, esos libros sin consignas que parecían despre­ciar hasta las declaraciones del Presidente Mao. Las frías verdades de la razón le dejaban frente a una realidad a la vez segura e infinitamente incierta porque nadie le garanti­zaba la certidumbre. Ma Ren sentía que no era únicamente el esfuerzo de sus noches de implacable estudio y acotación lo que era premiado con las lógicas recompensas. Existía un esfuerzo sin metas, estúpidamente premiado con la rápida eficacia de los cálculos de aquella chica a la que, sin motivo aparente, se permitía regresar a su carrera universitaria y a su provincia.

  • Con los mejores de los jóvenes podrás hacer un excelente trabajo de equipo -insistió el coordinador, de vuelta a su cuarto.
  • ¿Es realmente necesario emplear a varios? -Ma Ren golpeó los libros sobre su mesa-. En realidad el esquema y la traducción están prácticamente acabados; la primera
  • Bien, bien. Trabajas demasiado, lo sabemos. Pero sería conveniente que se revisara entre los miembros de un grupo de estudio. Se querría que todo esté listo para la visita del responsable provincial.

El coordinador se agachó para ajustarse la zapatilla de algodón y continuó en un tono un poco más bajo:

  • Están empezando a pedir resultados, cifras.
  • ¿Cifras?
  • En la ciudad opinan que debe apresurarse el ritmo. La orden viene de más lejos. Está empezando a ser ahora por todos sitios así.
  • Hemos seguido todas las consignas y ampliado las dis
  • De eso se trata. Opinan que ya se ha discutido lo suficiente. Quieren mostrar resultados. E incluso discutir me­nos las directivas políticas.

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–¿Menos? ¿Cuándo, quién las ha puesto en duda? Se han comentado según lo previsto para aplicarlas concienzudamente.

El coordinador se sacudía ahora insistentemente el polvo de la pernera del pantalón mientras añadía:

–No. Ellos quieren decir menos reuniones políticas y más producción.

Ma Ren esperó a que levantara la vista para decirle:

–Entonces hay que mejorar la calidad de la conciencia política para que la producción aumente.

Y, como la argumentación era impecable y de la cantina llegaba un olor tibio a pan y salsa, se apresuraron.

¡Vienen los extranjeros!

Ma Ren se sobresaltó:

-¿Llegaron ya? Que se prepare el banquete de bienvenida y avisen al responsable tercero.

-¿Y a un intérprete… a un intérprete más, aunque tú sepas su lengua?

Ma Ren no quería la cena enturbiada por los problemas de la lengua extranjera, tan distinta a los libros que traducía y tan incomprensible más allá de las cuidadosas frases de bienvenida.

-Sí. Otro intérprete. Somos muchos para atender a todos.

Los extranjeros llegaban con cierto aspecto de desembarcados, pero vestidos para la ocasión. Avanzaban con timidez, sorteando la pila de desperdicios para los cerdos, la zanja y los cables al descubierto de las endémicas averías del bloque número ocho. Ninguno era tan alto como el tipo del norte que distinguía a Ma Ren, aunque uno casi le igua­laba. Ma Ren se había cepillado la gorra y los puños pero tenía a gala presentarse con un atuendo usado y de estilo militar. Decidió que era el momento de acercarse a darles la bienvenida y entonces vio los zapatos estrechos y brillantes de las mujeres y sus piernas hasta la rodilla, con la carne translúcida ofrecida por el tejido satinado de la media, el tobillo pequeño en aquellos zapatos que sorteaban la tierra mojada y los trozos de carbón, vio la ropa ceñida de forma

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que se podía saber por dónde continuaba la línea del cuerpo y cada uno de los movimientos que hacía. Nadie podía vestirse así sin un fin determinado, para representar teatro o parodiar al antiguo régimen. En los extranjeros era como si se tratara de minorías nacionales. Avanzó, dudó ante estrecharles la mano, rozó los dedos de los hombres, inclinó la cabeza rápidamente ante las mujeres y se volvió para guiarlos a todos.

Toda la mesa estaba envuelta en un vaho caliente, con la cerveza tibia y el vino de arroz en torno a platos sin cese renovados. Cada pila de panecillos y empanadas exhalaba, al retirar la sarga, su propio vapor. La mesa brillaba del verde y amarillo de las verduras y el caramelo de las salsas y la carne. Entonces llegó el pescado, como una gema, aparentemente entero y revestido de rojos y de nácar, de costras de cebolla, guindillas y pimientos.

Vera preguntó en qué trabajaban y el joven instruido que sabía inglés tradujo los cargos y ocupaciones del secretario y de Ma Ren.

–¿Y usted?

El joven instruido, no tan joven, dudó y miró a sus su­periores antes de responder:

–Me llamo Xei Wen. Estudio… quería estudiar… empecé a estudiar comunicaciones. Ahora, estos años, aprendo de las amplias masas, trabajo manualmente. Todavía no sé cuál es mi función aquí.

–   Por lo pronto es usted un buen intérprete de inglés. Los otros extranjeros asintieron.

En el vino de Ma Ren se mezcló un sabor desagradable al revolverlo con la presencia de ese antiguo estudiante que había practicado inglés, con la mirada admirativa de los recién llegados, de la mujer que se sentaba a su izquierda y llevaba zapatos brillantes. El secretario era pequeño y de rostro aplastado, cruzado con las arrugas de la mediana edad, sonriente y movible. Junto a él resaltaba sin duda el hecho de que el intérprete era joven, casi tan alto como Ma Ren, y tanto las extranjeras como la muchachita que servía la mesa le miraban con atención.

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Xei Wen se multiplicaba en atenciones a expertos extranjeros y, sobre todo, a responsables, absortos éstos más en degustar y apurar los platos que en conversaciones de cortesía. Xei Wen no ignoraba que las intenciones de uno de los dirigentes eran, desde el principio, enviarle a los trabajos de construcción y que sólo la feliz casualidad de la llegada de los forasteros le había llevado a esa mesa. El arte consistía en no desaprovechar un instante de la excepcional comida, introducir los trozos en la boca mientras todo estaba aún caliente y traducir al tiempo añadiendo amabilidades hacia una parte y hacia otra. Los dos más viejos y el comisario parecían adaptados a los nuevos tiempos, pero algo le decía a Xei Wen que ése no el caso del dirigente ancho, alto, dis­puesto allí como un montón de tierra, con ojos duros, que terciaba en su trabajoso inglés:

-Ustedes nos ayudarán en el progreso de nuestra unidad.

-Ayudaremos, descuide -respondió a Ma Ren el experto que se llamaba Martín, recibiendo sonriente en su cuenco un trozo escogido de pato.

-Siempre lo hemos hecho -abundó la mujer de pelo rizado- Mi compañero ya colaboró en varios proyectos, algunos parecidos. ¿Verdad, Máximo?

-No exactamente, Bety.

-¿También usted es experta, señora? -preguntó el co­misario.

-No, yo no lo soy, pero cuando estuvimos en África por supuesto participé en la labor.

-La construcción del socialismo carece de fronteras -dijo Martín, con aire modesto. No entró en detalles sobre la labor de sus amigos en África, se apresuró a servir más vino de arroz al comisario y Xei Wen se dijo que aquel extranjero era capaz de distinguir las categorías de las personas, y obrar en consecuencia, casi tan bien como él mismo. Pero la habilidad de Xei Wen, amén de la parte innata, era fruto de un largo desarrollo de la supervivencia, como una carpa que nadase en un río tumultuoso, evitando los torbellinos, alimentándose y esquivando los dientes de otros.

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El comisario se levantó para brindar. El discurso de bien­venida a la cooperación era tan fácil que Xei Wen dejó discretamente la labor al hombre alto, que parecía extraor­dinariamente satisfecho leyendo frase por frase el párrafo que, con ligeras diferencias, figuraba en todos los manua­les. El trabajo duraría unos meses, estaban en noviembre y Xei Wen recordó que había sido un noviembre de hacía, ya, varios años, su primera comida de recepción a los jóvenes instruidos, que él no había cumplido los veinte y que lleva­ba en su bolsillo la carta, que sería la única recibida hasta cinco meses más tarde, de Lin.

La habitación de sus recuerdos era grande y extraordina­riamente fría, utilizada en parte como el depósito de la leña que se apilaba al fondo. Ellos habían llegado la mayoría de la capital o de unidades de estudio periféricas, otros de las ciudades de la costa. Había soldados esperando cuando ba­jaron del tren. Los muchachos y muchachas les sonrieron, se pusieron a andar cantando canciones al pensamiento pre­claro del Presidente, que carecía de fronteras y debía im­pregnar tanto las ciudades como los campos más apartados, y llamaron a los soldados hermanos mayores, guardianes de la revolución, pero los soldados conservaron una actitud algo distante y apenas sonrieron; mostraban impaciencia por asegurarse de que todos habían bajado del tren y se agrupaban en la sala de la estación.

Para muchos de los compañeros de Xei Wen era la pri­mera vez que viajaban exceptuando aquella inmensa cita -más de un millón de guardias rojos- en Pekín, un mar de consignas, de brazos exhibiendo el Libro, de forma que la multitud se balanceaba como una gran cosecha del mismo color y, muchos años más tarde, la escena recordó a Xei Wen un documental de la Europa de los años treinta: todo un pueblo unido a un líder electo cuyas divisas eran las águilas. Las masas eran, por definición, justas, buenas y adaptadas al sentido de la marcha de la Historia. Mejor dicho, las ma­sas creaban la justicia y la razón, que no existían fuera de la voz popular. El Partido era un simple intérprete. Ellos, el millón de jóvenes, eran el Poder.

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Lin, ya entonces, le miraba con admiración y él difuminaba la extracción pequeño burguesa e intelectual de sus padres y abuelos con el brillo de sus comentarios a los pen­samientos del Presidente y la nueva visión del mundo e infinitas aplicaciones que éstos ofrecían. Porque no había prácticamente situación alguna a la que la apertura, inclu­so al azar, del Pequeño Libro Rojo no ofreciese el enfoque adecuado.

Por eso aquella mañana él se sentó, con el tazón de agua humeante entre las manos, para ofrecer, a la manera de hermano mayor, sus consejos a Lin.

No la había visto apenas durante las últimas semanas porque reinaba la excitación del cambio y Xei Wen parti­cipaba en continuos debates. Ella llegó con un tono triste que desentonaba de la euforia.

–   Puede ser un riñón, o los dos, pero está tan cansado,
tan incapaz de moverse solo.

Lin se sonaba continuamente en pedacitos de papel que tiraba luego detrás, y movía el pie sin cesar al tiempo que balanceaba la rodilla y estiraba sobre ella la nota que les había mandado el hospital. El padre de Lin era un hombre que Xei Wen recordaba de las visitas que el grupo había he­cho a la casa de las muchachas. La pequeña, de nueve años, miraba a su hermana con infinita envidia. Sólo un poco más y también ella habría podido coger el tren, dormir donde se terciara, discutir a cualquier hora y oír a gentes que despre­ciaban las cosas y los seres viejos y casi todos los libros y que hacían comenzar la Historia del país con el Presidente y ellos.

  • Tu hermana y los vecinos le cuidan, -dijo Xei Wen.
  • Mi hermana es muy pequeña, sólo está acostumbrada a la escuela; es incapaz de levantarle del suelo cuando se Ya se ha caído dos veces por la calle.

Lin estrujó el papel húmedo y se echó hacia atrás las trenzas. Continuó:

–   Los vecinos están ocupados, trabajan muy lejos. No
había mucha relación con ellos desde que mi madre se fue.

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Decía siempre «Se fue» y no «murió» porque no era fácil asimilar aquella muerte por carta, reducida a papel y caracteres. La última visita de su madre había sido en el Año Nuevo de hacía dos temporadas y traía dulces del sur y unos juguetes para su hermana y tela para una blusa para Lin, pero no fue un Año Nuevo alegre, transcurrió enseguida, sus padres hablaban hasta altas horas todas las noches en su habitación, citaban nombres de amigos y los dese­chaban, callándose de vez en cuando por si les oían Lin o, sobre todo, la pequeña. Su madre tenía aspecto mortecino y agotado, se quejaba continuamente del calor del sur. A sus padres se les había reprochado el nacimiento, a esas alturas, de un segundo hijo, la asistencia silenciosa a las sesiones políticas establecidas y sus diferencias de criterio con los responsables de la selección de lecturas de la escuela. Primero se rechazó su solicitud de vivienda con una habitación más, luego le llegó a su madre la notificación de su destino en esa ciudad a setecientos kilómetros. Apenas tuvo tiempo de preparar su equipaje.

El primer año no fue demasiado malo, o ellas estaban demasiado ocupadas en la escuela que, con sus continuas actividades, sólo les dejaba prácticamente el tiempo del sueño. Su padre parecía tranquilo pero a partir del segundo año de ausencia de su madre le vio redactar cartas, buscar direcciones y nombres sin que ninguno resultase en perspectivas para la nueva mutación y el regreso. Muy al contrario, se multiplicaban los casos de dispersión y en todos regía el imperativo de la Patria, que llenaba de canciones la escuela de Lin pero no parecía alegrar la vida de su padre. El también fue al hospital, mandó al destino de su madre el informe médico de ella, se le dijo que la tratarían bien, igualmente bien que en su hogar, allí. Su padre multiplicó sus contactos y actividades, callando siempre ante ellas, especialmente an­te su hermana menor, cualquier queja. Sólo les enseñaba las cartas de su madre, que eran espaciadas y muy iguales: todo iba bien, la unidad se ocupaba de ella y ella se dedica­ba enteramente a su trabajo. Añadía observaciones sobre la cocina local y el clima. Eran tan iguales que cuando recibieron la última, la notificación de su fallecimiento, él empezó

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a leérsela como una carta más, para cubrirse luego la cara con las manos.

Y ahora su padre estaba grave y precisaría, probablemente, una operación.

–   ¿Qué puedo hacer?

Lin estrujó el papel y le miró en busca de consejo. Xei Wen se sintió planear. No estaba sentado sino que había dado unos paseos nerviosos y ahora apoyaba en el banco la rodilla y miraba desde allí los hombros inclinados de Lin y su humilde petición de auxilio ideológico, porque ella había leído lo que él, las frases claras, terminantes que marcaban la salud de sus destinos y las direcciones de la corriente de aquel remolino humano, hacia Tien An Men, en torno a la tribuna, la palabra que había absorbido todo su ritmo cotidiano, que misteriosamente les había introducido en trenes gratuitos a través de regiones desconocidas de China, el vasto continente, y que ahora les llamaba más lejos aún, a horizontes que siempre habían parecido tan inalcanzables como la franja en la que se levantaba la aurora, sin interme­diarios mediocres ni más expectativa que el Presidente y su Libro, las palabras que latían en su centro y que, reflejadas en cada rojo corazón, desencadenarían fuerzas destinadas a cambiar y modelar el mundo, como el metal deshecho al calor de la fragua.

Xei Wen esbozó un gesto de avanzar la mano hacia el hombro de Lin, sin llegar a tocarla.

–   Es una contradicción aparente. Los términos no son
iguales y están claros en lo principal, -dijo.

No había escogido una buena hora para discutir aquel importante asunto. Estaban a plena luz y expuestos a las miradas, fraternales pero a veces molestas, de los compañeros que pasaban a lavar sus tazones o que componían el texto de un cartel. En la penumbra Xei Wen hubiera ratificado sus palabras estrechando vigorosamente el brazo de Lin y sintiendo, al tiempo que le comunicaba su fuerza, algo delicioso y tibio que parecía abrirse camino a través de la chaqueta enguatada hasta la punta de sus dedos. Nunca había rozado a chicas hasta aquel año, en el tren abarrotado,

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en los albergues. Dormían en grupos estrictamente separados, en sus ropas de viaje y en bultos del mismo color. Fatigados y exaltados, componían hasta tarde textos y los discutían parte de la noche; también juzgaban y condenaban, a los reaccionarios y a ellos mismos en sus tendencias individualistas y burguesas. Intercambiaban, como un tesoro, chapas, retratos e insignias del Presidente y, a partir de una foto de periódico, una de las amigas de Lin había bordado un primoroso retrato del Timonel del Partido, en la tribuna y rodeado de banderas.

Tras las discusiones, y antes de dormir, salían a orinar al patio. Xei Wen había rozado varias veces el brazo, arremangado hasta el codo casi, de una compañera, mientras cortaban y disponían carteles. En la oscuridad húmeda, frente al muro, notó confluir toda la excitación en su sexo. Se ocupó de él. Otros, durante un rato, con la respiración entrecor­tada, hacían lo mismo.

–Él me mira cada vez como preguntándome si me quedaría. Desde lo de mi madre cree que morirá, y le enterrarán, solo. Me… me mira con miedo. No parecía antes tener miedo -dijo Lin.

Xei Wen cambió, con disgusto, la argumentación que ya tenía preparada para añadir una concesión banal que zanjara la parte concreta del problema.

-Por supuesto van a ocuparse de él los compañeros y los vecinos.

-Mi padre procura no hablar con los vecinos. Cree que influyeron en el destino, lejos de la capital, de mi madre. Los vecinos también querían una habitación más, como nosotros. Al irse mi madre se la dieron.

Era difícil hacer razonar a los viejos más allá de sus preocupaciones domésticas, pensó Xei Wen. El padre de Lin tenía ya cuarenta años. Esa generación era -excepto los verdaderos héroes y los luchadores con conciencia de clase- como las vasijas de barro que, una vez cocidas, mantienen para siempre su forma, sólo sirven para pocos usos en las cortas distancias de un espacio pequeño, y no se pueden fundir. Había que salvar a Lin de las antiguas exigencias filiales.

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–Lin, tu obligación como revolucionaria, como la de todos nosotros, está clara y el pensamiento del Presidente Mao no deja lugar a dudas: nosotros, los jóvenes ilustrados tenemos que ir al campo, a las selvas del sur, a las estepas de Mongolia y a las montañas del Tíbet; tenemos que ir a las últimas aldeas, a los centros de producción obrera y rural, para mezclarnos con los obreros, campesinos y soldados, forjar nuestra conciencia de clase y depurarnos de las ideas burguesas que, como a ti, en este momento nos están reteniendo.

–  Ya, ya; eso es.
Y luego:

-¿Y si esperara un año o menos de un año, seis meses, para ver si le operan, si está mejor?

Lin, la llamada está clara, las consignas están claras. Es una contradicción principal y una secundaria. Debes ir.

Como si tuviera calor, Lin se ahuecó, sin desabrocharlo, el cuello de la blusa, observó la hilera de tazones y trapos puestos a secar y a un pollo que estaba picoteando restos de fideos y tronchos de col. Xei Wen también resbaló la vista por la fila de cuencos y luego por las dos suaves curvas, como las de ellos, que se marcaban en el pecho de Lin.

–He recurrido a ti como a un hermano mayor en conocimientos, en análisis revolucionario, -susurró ella.

Dobló el papel del hospital.

-Xei Wen ¿podrás escribirme? ¿A dónde podré mandarte las cartas si nos destinan, y así será, a unidades diferentes?

Xei Wen sonrió, confiado.

-Olvidas que somos nosotros la principal fuerza del país
Estaremos en contacto.

*    *    *

Xei Wen se lanzó contra la ventanilla del despacho de bi­lletes como quien se zambulle en agua, y aterrizó en la bola acolchada de personas que se presionaban contra el agu­jero. Era un orificio rectangular de paredes desconchadas

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y muy gruesas y reja metálica entre la que se introducían las manos con el dinero y por la que, de vez en cuando, la funcionaría lanzaba el pasaje y el cambio. La multitud olía a polvo, gritaba sus puntos de destino y trepaba material­mente sobre las espaldas de los otros para hacer llegar los billetes arrugados y las súplicas. De repente la mujer al otro lado del mostrador pareció incomodarse, cerró de un porta­zo la contraventana de madera con un cartelito encolado, y la masa, como un retroceso de marea, se echó hacia atrás entre protestas y traspiés. Un amago de movimiento en la oculta oficina les hizo arremolinarse y dispersarse de nue­vo, cada uno como una fracción gris, distinta y sólida de un conjunto de piezas indiferente cada una al resto, al enjam­bre continuo que se agrupaba de igual manera en todas las ventanillas, en la oficina de correos y telégrafos, en el alma­cén estatal y en los autobuses, cada uno insistente y ciego al vecino, apretado, traído y frotado por la marejada habitual y concentrada toda su energía en bracear adecuadamente.

Xei Wen no era bueno en el empujón limpio y los co­dazos, pero había desarrollado una técnica de tenacidad, astucia y observación nada despreciable. Cuando se espon­jó hacia atrás la marea él aprovechó para colocarse junto al hueco, cogido al saliente del muro. Al abrirse la ventanilla estaba el primero allí.

–   ¡Camarada, camarada! ¡Para el 105 a Ulan-ho!

La taquillera sorbió de su frasco de té.

Xei Wen codeó con un brazo entre las costillas de su ve­cino inmediato y mantuvo la posición y la mano extendida con el dinero.

–   ¡Para el 105 a Ulan-ho!

Entonces llegó el militar con el otro más joven, ambos llamaron a la puertecilla lateral, se les abrió con sonrisas y Xei Wen vio cómo les eran despachados los billetes en el interior, junto a la mesa en la que se inscribían los viajeros. La oficina estaba casi en penumbra, distinguió la gorra con la estrella, depositada junto a los ficheros y los diminutos billetes rojos y blancos. Nadie protestó. Tampoco él.

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Por la noche del día siguiente Xei Wen, que había conse­guido su billete, desplegó la última, y ya antigua, carta de Lin. Era un sobre con un dibujo de aves migratorias en el que ella había querido recordarle el luto y la muerte, el alma de su padre, que viajaba hacia los distantes territorios o que ascendía para esperar, de nuevo, su hora. Por lo demás, ella le daba la noticia con una escueta referencia, después de la descripción de las últimas actividades productivas y políti­cas en su comuna y antes de comunicarle que su hermana estudiaba brillantemente y pasaría sin duda a la universi­dad. El padre de Lin había muerto solo aunque no aquel año de la marcha de ella sino en el tercero de ausencia y en expectativa de una nueva operación. Los vecinos habían ocupado su casa definitivamente. Su hermana viviría en la escuela.

«Y aquella mesa vieja de mi padre, que tenía del suyo, donde él trabajaba, con cuidado de no mancharla de tinta, esa mesa con grabados de peces y una tortuga de un color más claro, me hubiera gustado recuperarla pero me dicen que ya no está allí».

Absurdamente, en esas, y solamente en esas pocas líneas, sentía Xei Wen un reproche. El, en su momento, la había aconsejado bien, de la única forma que un hermano ma­yor con la conciencia adecuada hubiera podido aconsejarla. Como tantos guardias rojos, Lin fue al campo, al principio escribió líneas entusiastas y excitadas; luego algo se entibió en la sucesión de los días, las campesinas se casaban pronto, antes de que los jóvenes instruidos comenzaran a plantearse sus noviazgos a diez años vista.

– «Estamos empezando a tener recuerdos, estamos em­pezando a tener pasado, estamos empezando a ser viejos» -el papel de la carta se había vuelto seco y quebradizo entre los dedos de Xei Wen-, «viejos instruidos».

Podría, quizás, casarse con Lin al cabo de unos años, en las vacaciones de primavera, pero pasarían muchos más hasta que consiguieran vivir juntos, si es que alguna vez les destinaban en la misma ciudad. En el lavabo, se miró en un pequeño espejo y se vio la piel extraña y apagada. Sin

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embargo las compañeras le escuchaban y le miraban con ardor, como le había mirado Lin mientras él le esclarecía el pensamiento del Presidente, y algunas muchachas insis­tían en nuevas explicaciones. En la oscuridad, a veces, muy pocas veces, alguien apretaba un muslo o empujaba para pasar en el sendero. A media voz se citaba, de oídas, un ca­so de relación ilícita denunciado por la repentina mutación de los protagonistas a puntos distintos.

Pero él no se atrevía a esos avances y escuchaba los re­latos con la cabeza baja y murmullos de conmiseración por las consecuencias. Era eficaz en muchas tareas, se lo decían y lo sabía. Los pensamientos en torno a lo que todavía po­día ser su futuro, aupado en un pequeño capital de buena consideración por parte de los responsables, le entretenían con frecuencia. Sentía sin embargo su cuerpo ajeno, flaco y cansado, siempre rodeado de ropas y de los demás en un país sobrecargado de seres. Por ello el recuerdo del paisaje tradicional clásico, bastante taoísta, del sabio perdido en meditación en su gruta de las montañas o avanzando des­cuidadamente por un sendero junto al arroyo y el solitario horizonte de colinas le parecía, en el aislamiento de la figu­ra, absolutamente irreal y exótico.

Xei Wen apuró el pan, espeso, amarillo y con un deje a rancio. Su masa y el cansancio dejaban pocos resquicios pa­ra evocar la excitación de algunos recuerdos y reunirlos. En el relato de amarguras de un viejo campesino pobre éste había dicho que en la antigua sociedad los menos afortu­nados debían postponer indefinidamente su matrimonio en espera de cosechas lo suficientemente abundantes como pa­ra comprar el ajuar de la boda y apalabrar con la familia de la novia, y que así él había sufrido grandemente, en su pobreza, por la carencia de mujer hasta madura edad. A indicaciones del responsable, Xei Wen había copiado el re­lato de amarguras modificando lo suficientemente el texto como para recargar lo forzado del sistema de compra de la novia y las desventuras de una descendencia sin control.

Por la ventanilla entró una ráfaga de humo, aire fresco y olor de cosecha, de los tallos cortados y anudados en haz y de la distancia lamida por la luna y el viento oscuro. El

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sol estaba ahora lejos en su descenso hacia el otro lado del mundo y quizás estuviera cansado del diario movimiento en torno al planeta, fuera perdiendo impulso y le costara cada vez más trabajo escalar con sus rayos las cimas del nuevo día. Apenas se distinguía el exterior. La tierra pareció pe­sarle a Xei Wen sobre la cara y que andaban sobre ella, que crecían los seres sobre ella. Se durmió.

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Ventajas de la ética virtual

–  Meio, meio.

El encargado de las literas repite el «motto» nacional «No hay, no hay» a cada viajero que deposita ante él su exvoto de cigarrillos y bolígrafos y espera, insensible a la negativa. Observa, sin una sonrisa, con hastío, a los pobres solicitantes mientras se guarda en el bolsillo las precoces ofrendas. Finalmente los relega al vagón mugriento, antiguo y raído donde los niños orinan en el pasillo entre los asientos y el líquido se mezcla con las montañas de hojas de col y restos de pimientos. El tren Xining-Golmud avanza lento y frío por la estepa. Las muchachas chinas de ultra­mar y las japonesas de vacaciones sacan pañuelos calientes embebidos en agua perfumada y se frotan con ellos la nuca y el rostro.

–¿Es usted soldado o policía? -ha preguntado Vera a su vecino de asiento, que viste chaqueta oficial gris.

Éste se sonroja intensamente y niega. Se trata simplemente de ropa de viaje.

  • Soy profesor y mi ciudad natal es Pekín. Estoy destinado muy lejos, en la provincia autónoma de Ninxia, al

-¿Y cuándo vuelve a allí?

-¿A mi casa natal? Tengo once semanas de vacaciones al año, siete en verano y cuatro en invierno.

  • ¿Piensa regresar definitivamente?

-Eso es muy difícil, muy difícil… Por ahora, voy siempre que puedo, veo a mi madre. El viaje es muy caro.

El compañero de asiento está soltero, gana cien yuanes al mes, unas cuatro mil pesetas. Tiene treinta años.

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El horizonte de las praderas es inmenso y magnífico, kilómetros de lomas rodeadas de montañas. El tren rueda junto al brillante lago Chinghai, el Kukunor, que se hunde lentamente cada año un poco más en su sal. Hay cauces semisecos, pedregales, flores violeta y cobre. Son paisajes con la belleza y la libertad que faltan a los hombres. El cielo ofrece ese azul peculiar de las zonas de altura por el que se desplazan las nubes en copos compactos.

Los trenes son grandes devanadores de Tiempo, tejen y destejen las ropas de pasados sueños, de elaborados mitos que alegraron la existencia antigua. Los trenes van al ritmo de agujas contra la pantalla neutra de las ventanillas, sobre el fondo, mutable e idéntico, de paisajes desprovistos de intereses, desprovistos de recuerdos. Tirando del hilo, vienen a las manos, en sentido inverso, los años y durante un instante la trama se entretiene en aquel punto en el que cualquier variación hubiera originado un dibujo distinto: un trabajo diferente, el éxito, el fracaso, un amor, una pérdida. Camino de Bruselas para una exposición, Máximo considera el encuentro con Bety, que ha teñido desde entonces su vida con un agradable y seguro tono azul. En el coche, siem­pre conducida por algún amigo servicial, Bety recuerda el encuentro con Máximo, que la había hecho protagonista vitalicia de una tierna, y brillante, película de Woody Allen. Tendido en el coche-cama Madrid-Barcelona, Martín comienza a adormecerse mientras revisa su último cambio de grupo y de sindicato, de cuya oportunidad no está todavía seguro y tras el cual tardan en perfilarse con claridad las provechosas consecuencias que calcula. Refrescada por el viento marino, mientras su coche traga asfalto y atraviesa silenciosos pueblos andaluces bruñidos por la plata nocturna, Rossa añora a Martín y se dirige a casa de su cuñado, del que se habla incluso como futuro ministro. El padre Antón Urriel, confiado a la inconsciencia que le proporciona el coche de línea, vacía desordenadamente su cerebro de pensamientos en una higiene que se asemeja al lavado de dientes después de la cena. Apoyada la frente en el cristal de la ventanilla, Vera acorta camino hacia Lhassa y prefiere tirar lentísimamente de los pasados sueños, por temor de

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hallarse, demasiado pronto, con un manojo de hilos cortados en el regazo.

Amanece sobre el desierto salino, cerca de Golmud. Las nubes tienen formas vaporosas e increíbles, de planeadores y paracaidistas, y están ligeramente tocadas de rosa por un borde. Después se vuelven blancas y doradas, y aparece el sol, como una delgada lente clavada en el horizonte, el sol en su esplendor, sobre la tierra fría, frente a un lejano perfil de montañas.

–Disculpe… Tal vez le interesaría ver esto. A veces traduzco algunos poemas chinos clásicos. Pensé en una selección sobre las tierras de la frontera, la antigua frontera.

El vecino de asiento se inclina hacia Vera sosteniendo un libro y un cuaderno. Desde Xining, el vagón, gélido, de asientos corridos, ha quedado casi vacío. El librito es pequeño y muy gastado. Los poemas minúsculos como un sello en el centro de cada página, con el rectángulo exacto de la columna de caracteres.

-Por favor, tradúzcame -pide Vera.

-Mi estilo no es bueno. Aquí dice…

El profesor señala algunas líneas en el cuaderno. Las mangas de su chaqueta están rematadas por un reborde cosido encima, de otro color, y en la tela gruesa los brazos son delgados:

«Al pasar yo les pregunto a dónde les mandan;» «ellos no hablan sino de continuas y fatigosas tareas:» «-A los quince años un compañero fue enviado al norte del Río Amarillo,»

«y a los cuarenta al oeste para reclamar tierras.»

«Cuando dejó su hogar por primera vez el cabo tenía que ayudarle a ponerse el turbante;»

«volvió con la cabeza gris; está lejos de nuevo, en la fron­tera.»

«Aunque la frontera se ha convertido en un mar de sangre

«el deseo imperial de expansión nunca ceja.»

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Es la «Canción de los carros de guerra», de Tu Fu.

«Nos llevan hacia delante como a perros, como a pollos.»

«Honorable señor, aunque usted se interese por nosotros,»

«¿cómo se atrevería un conscripto a quejarse?».

Tu Fu, el poeta del lado oscuro de las glorias de la dinastía Tang, en cuyo espejo han visto la propia amargura generaciones prudentes y grises, desde el siglo octavo. Amigo de la verdad y de sus amigos, pintor de los desastres de la guerra.

El vecino de asiento desliza el dedo por una línea corregida y reescrita varias veces. La uña es plana y corta, la yema del color del té:

«¿No ha visto usted junto al lago Chinghai»

«los blancos huesos que nadie recoge?»

«Las almas recién llegadas suman sus lamentos a los de las antiguas;»

«en los días oscuros, en la tenaz lluvia,»

«resuenan sus lacerantes quejas».

En la Unidad Número Tres Bety y Máximo, guiados por Ma Ren hasta sus alojamientos, habían hecho nido con la facilidad que da la práctica. Ya, dispuestos por ella, los materiales del proyecto ocupaban el apropiado espacio, y ya, en el cuarto de revelado y por las paredes, se extendían origina­les húmedos. Imágenes, imágenes, imágenes, transmisiones, códigos. Sólo ante aquéllas, al percibir los contrastes entre el campo y el primer plano de las figuras, había realmente visto Máximo esos lugares por los que había pasado y con cuyos detalles estaba gestando, en el archivo de su cerebro, un futuro trabajo.

La habitación tenía el sello informal, joven, que Bety daba siempre a sus interiores. Incluso no había dudado ella en poner en su dormitorio aquellas fotos en las que él se cen­traba en la tersa superficie de sus muslos, en el vello del triángulo, rizado entre los dedos como por descuido y sin

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intención por la mano que reposaba en la ingle. La foto excitaba a Máximo infinitamente más que los regulares actos sexuales de su vida en común, contenía la auténtica esencia de las cosas, rescatada a la degeneración del tiempo y a los intempestivos compromisos. Las imágenes, sin exigencias ni riesgos y totalmente suyas, flotaban sometidas en su mano, fichadas, enmarcadas y provistas de referencias.

–Ésta es estupenda.

Bety se la había señalado por encima del hombro y él se recostó en su mujer echando la silla hacia atrás. En cada exposición, en cada presentación de sus obras, el rostro atento de Bety estaba allí, y aunque sonriera a veces -repitiendo en tono menor el irónico desdén con el que Máximo encaraba a su público-, tras la ironía se transparentaba siempre la admiración, la admiración de Bety que había sido la pantalla permanente de sus creaciones.

-No has leído la carta de El Cairo: Henri y Michelle tienen que volverse; se empeñaron en hacer preguntas sobre
la distribución de fondos del departamento de cultura -dijo
ella.

Máximo le pasó la mano por el cinturón de espejitos que precisamente era un recuerdo de Khan El-Halili.

-Al final dicen algo de los reportajes sobre Asuán y del montaje que hicisteis sobre celosías, -continuó Bety.

-Pues entonces pásame sólo la última página. No hay nada más intragable que los restos mal digeridos del 68.

Bety se apoyó en sus rodillas. Hojeó los papeles sobre la mesa y añadió:

-Es una pareja tan perfectamente contradictoria… Ella tiene la manía de intelectualizar. ¿Te acuerdas de cómo aseguraban que no podían vivir más de seis meses bajo el mismo techo, se iban a trabajar cada uno en un sitio, y sin embargo tuvieron la niña al poco de estar otra vez juntos en El Cairo?

-En la misma clínica que tú a Marcos.

-Siempre me ha parecido que uno de tus mejores trabajos es el que hiciste en aquel hospital.

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-Desde luego Marcos es el mejor hijo que he hecho, al menos no hay competencia.

-¡Tonto! El reportaje te quedó espléndido.

-Lo hubiera continuado de no ser por el escándalo de la abuela con las tetase lacias. Incluso Henri empezó con peros. No veo por qué. Lo hubiera publicado igual de ser la foto de mi madre. Recuerda lo de Dalí: «Escupo… «.

Máximo buscó el libro. Allí estaba la mujer, con su mirada de carne sorprendida en el sillón del hospital y los dos senos planos como bolsas vacías de agua caliente, los ojos entornados y asustados por el flash. El original, variable, siempre desconocido y lejano, habría muerto. Pero ella estaba allí. Y era, en verdad, una imagen soberbia.

Máximo dio un vistazo a la parte final de la carta y sacó de ella algunas notas. Luego acarició el brazo de Bety suplicándole:

–   Les contestarás tú, ¿verdad?

San-lu era un tipo simpático y desenvuelto. Había acompañado a los cooperantes extranjeros en la visita turística de rigor a Pekín y les chapurreaba a veces frases en inglés aunque lo normal era que se hiciera traducir por el reservado Wu, que hablaba -mal- tres idiomas, lo que podía delatar, según insinuaciones, un sospechoso origen pequeñoburgués. Bety observó que había en él algo permanentemente enco­gido y que la ropa del intérprete estaba raída.

-¡Amigos! ¡Camaradas! Con ustedes podremos construir antes el socialismo-exultaba en el restaurante San-lu, mos­trándoles cómo envolver en la fina tortita las briznas de cebolla verde y un bocado de pato.

-¿Y la visita que nos habían prometido a las secciones en reforma y ampliación de la Galería de Historia? -terció Vera.

-¡Oh! -San-lu consultó su reloj, que parecía nuevo y el funcionario se complacía en mirar con frecuencia.- Es demasiado tarde. Los camaradas que atienden esas salas deben descansar.

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-¡Pero esto ya pasó en dos ocasiones! Es una visita especial y, si no vamos hoy, ya no tendremos tiempo de hacerla. Ustedes dijeron que les interesaba la fotografía, las salas de fotografía… -se volvió a Máximo.

-Bueno… Mi trabajo exacto aquí no es eso. Si a ellos les supone un trastorno…

-Aquí se trabaja, y nos llaman para trabajar, según se presentan las cosas. Ustedes lo saben como yo, lo ven en la sección -insistió Vera.- Lo ven, ¿verdad?

Máximo estaba jugando a tocarle la pierna a Bety. Una forma de sortear por debajo de la mesa la intempestiva ola de seriedad que había hecho correr aquella mujer a la que no encontraba especialmente fotogénica.

-En los centros de trabajo ellos se van por la tarde -abundó Bety.

-Excepto en las muchas ocasiones en que se quedan, o se va a buscarles porque se les necesita, como a nuestro intérprete, el señor Wu, que está viniendo a todas horas con nosotros, -replicó la otra.

Ni a Máximo se le había ocurrido asociar el caso ni había visto o dejado de ver. Simplemente los horarios laborales le sumían en total indiferencia excepto los propios (que le dejaban notables espacios de libertad) y los momentos en que necesitaba encontrar frente a sí o frente a su objetivo a los seres indispensables para la parcela de su interés, al propie­tario de la cabeza que se hundía en la búsqueda de un trazo caligráfico, a la dueña de la trenza que una peluquera seria y sin maquillaje levantaba en el aire para seccionarla con un relámpago de tijeras. Fuera de esos -brillantes, temblorosos en el revelado- perfiles, colores y sombras, realmente no creía haber visto nada, y menos horarios laborales, porque las imágenes carecían de tiempo y de lazos de dependencia en el espacio. Alguien, quizás él mismo, ofrecería algún día un vídeo, el objeto-sujeto distanciado de su propia vida, de la jornada de un técnico en una ciudad menor.

-Quienes no tenemos, de verdad, más tiempo ni tendremos más ocasiones somos nosotros.

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Ayer pasó igual, y lo mismo la vez anterior -insistió Vera-. Usted dijo que le interesaba, y mucho, como tratamiento de imagen.

  • En realidad no propuse… no advertí que se denegara. .. -dijo Máximo.

-Pero ¡si estaba usted delante cada vez que ocurrió!

Con, aparentemente, grandes dificultades de comprensión, San-lu se hacía traducir el diálogo. La situación se había espesado y hecho incómoda. Pero -definitiva, magnífica, pensó Máximo, en uno de sus adorables momentos en que, sintiéndole atacado, defendía a su hombre contra el mundo entero -terció Bety:

-Para mí está fuera de dudas que no podemos atropellar, con nuestras exigencias occidentales, las normas de trabajo de los compañeros de la Galería. Que, según veo, son muy similares a las de nuestro departamento.

-¿Trabaja usted en lo mismo que su esposo? -preguntó inocentemente el intérprete.

-El y yo compartimos muchas actividades -respondió ella sonriendo.

Bety poseía las facetas inagotables de su enérgica y esbelta persona, y además la faceta profesional por procuración, de la forma vicaria y apasionada que le proporcionaban las minuciosas charlas de Máximo sobre sus actividades cotidianas, especialmente en la medida en que éstas incidían sobre el acogedor mundo íntimo y los proyectos y demostraban la estupidez de jefes y colegas. Una vez despojado de ese fardo, de las escorias inútiles dejadas por el trabajo del día, Máximo se instalaba en su laboratorio, preparaba un vídeo, repasaba series listas para envío. Bety trillaba la cosecha de experiencias diarias que él había depositado en su regazo, en sus amplias faldas de flores, vivía el mun­do laboral de Máximo, se indignaba, asentía, juzgaba a los compañeros de él y zanjaba en las reuniones de discusión interminable sobre un proyecto.

«Es la del coche». Vera reconoció con desaliento aquel gesto de aguerrida defensa, catalogado en su galería personal de iconos: era el que infinitas esposas de conductor

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le habían dirigido, desde la ventanilla de su asiento delantero, cuando su coche añil osaba adelantar o simplemente interferir en el radio de acción potencial de los vehículos de sus maridos. Bety era una epifanía más de Nuestra Señora Acompañante. Vera siempre había intuido que ellas no conducían y había envidiado aquel extraño mecanismo de fidelidad en el que podían recostarse ellos como en el más sólido mueble de la casa, una fidelidad infinitamente más incondi­cional que los antiguos compromisos monogámicos porque estaba desligada del sexo, participaba de la novedosa ola de las solidaridades inmediatas y revertía en gratificación personal.

  • En ningún momento hubo un compromiso respecto a esta visita -continuaba Bety.
  • Se mencionó desde el principio, en ocasiones en que a veces usted no estuvo; y la mañana en que usted se fue a visitar un taller de diseño de tejidos, -recordó Vera.
  • Estoy perfectamente al corriente. Oh, disculpe la interrupción en la comida; por favor, tradúzcaselo -pidió Bety a Wu.

Pero el señor San-lu no había dejado que se interrumpiera nada y sobre la mesa, acabada de llegar, estaba la fuente con trozos de manzana cubiertos de caramelo líquido que debían comerse de inmediato, antes de que el azúcar se endureciera.

Vera, que había visto en otras latitudes, desde el volante de su coche añil, tantas veces aquel refulgir de los ojos de Bety, abandonó la empresa, chupó el caramelo, recordó, mirándola, la extraña impresión defensiva que había sentido al conocerla. Algo fallaba en esa imagen fiel de una generación libre y moderna. Tras la melena oscura y rizada y el vestir artesanal, sin artificios de peluquería rutinaria ni modelos convencionales, detrás de la concha en todos los tonos del progresismo, estaba la mujer «de» Máximo, casada joven o quizás simplemente unida a él hasta el na­cimiento de hijos. Bajo la falda de flores, el desprecio a las normas, los colgantes turquesa y los rizos había una mujer de su casa sin profesión, cuyas incontables y absorbentes

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ocupaciones esporádicas -esmaltados, pasamanería, macrobiótica, lenguas eslavas- no incluían la servidumbre de un horario y unas órdenes y las mediocres escaramuzas de la diaria rutina laboral.

La manzana con caramelo ocupó todo el espacio bucal de las protestas.

Eran tiempos de continuas contradicciones, directivas y contradirectivas. La Galería de Historia llevaba, desde la Revolución Cultural, años absolutamente cerrada, y los proyectos de abrirla topaban con el problema de fijar una versión adecuada del pasado, recoger cada vez todo el material desde el principio, quitar, añadir y retocar nuevas fotografías, componer grupos, eliminar miembros, difuminar asistentes, batallas, juicios, corregir explicaciones al pie. La ampliación, con vídeos y paneles múltiples, era impuesta por los avances de una técnica sin la cual la galería tendría un pobre aspecto de falta de recursos. Era una cuestión, resumía en su fuero interno Wu para explicaciones sucesivas, de pudor político.

Mientras, Vera, que había abandonado la lucha pero no tan aprisa como para que los filamentos del postre no le pincharan en la boca, pensaba en las descripciones de aquel norteamericano que sí estuvo en la Galería de Historia y vio el material que aún colgaba de las paredes. Pensaba en la gran foto oficial que presentaba, vivos y asintiendo sonrientes, a algunos líderes muertos antes de la fecha que figuraba al pie; pensaba en manifestaciones, tratados y pancartas radicalmente modificados respecto a sus originales, en una acogida delirante de las tropas chinas por tibetanos ficticios, y en aquella imagen increíble en la que un puñado de dirigentes discutían, en el curso de un banquete, con los huecos de comensales eliminados en una purga ra­dical posterior. Llevada por la urgencia de tener acceso a aquel museo de la censura antes de que desapareciera defi­nitivamente, Vera había creído ver en el fotógrafo el reflejo contagioso de su propio interés. El imaginaba los diverti­dos avatares del maquillaje gráfico, la materia de reportaje. Pero era un trabajo de salida insegura del país. Así cuando Vera -que le incomodaba-apeló al transfondo real histórico

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que yacía tras esas colecciones gráficas, a la verdad maquillada u omitida y a la futura reconstrucción en perspectiva de los personajes y la época, junto con el análisis del meca­nismos censor, a veces grosero, a veces hábil, involuntaria­mente cómico o macabro, entonces Máximo, que ya había desviado el foco de su atención, espetó displicente:

– ¿Y qué es la verdad? ¿V qué es la realidad? Tenemos demasiadas pretensiones.

Cogió a Bety, al levantarse de la mesa, por la cintura. Ella dirigió a la otra mujer una mirada en la que la pasión enemiga fue sustituida rápidamente por compasión, porque Bety tenía a gala funcionar por afectuosos repentes, era generosa y era feliz, y en el fondo, aunque le tildara a veces de machismo, compartía las reticencias de su marido hacia las mujeres solas que habían pasado la primera juventud. Triste reconocerlo, pero solían ser amargadas y agresivas.

Finalmente, como la pareja quería aprovechar a toda costa hasta el final los reflejos de la puesta de sol desde la Colina de Carbón, pidieron, y lograron, que Wu les acompañara hasta casi la hora de la cena.

El Palacio de Verano era un poco menos infierno que los hutung, los callejones de la ciudad cuyo conjunto parecía formar, en esa época del año, un intrincado horno. Vera aceptó a Bety las frutas y el tazón humeante de té que, curiosamente, la alivió del calor. Todo estaba lleno, el kiosko, las avenidas, los bordes del estanque y los puntos idóneos para hacerse fotos. Bajo superficiales diferencias de color y tono de voz, el mundo, una vez sobrepasaba cierto número de individuos por metro cuadrado, era una masa igual y fatigosa que se desplazaba por leyes físicas y respondía a las mismas previsiones.

– Siempre creo en el entendimiento, y más aquí, en que, por fuerza, casi convivimos -decía la mujer de Máximo.

Había que apreciar el esfuerzo, la fidelidad de Bety, que se abría como una flor sobre el taburete de junco, ella y su caluroso afán de concordia, su superación del instintivo rechazo

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que le inspiraban las durezas, los desafíos, la ingratitud respecto al agradable fenómeno de la vida y la cortante presencia de juicios intempestivos de Vera. Probablemente esa mujer se sentía superior; o tenía complejos. Las dos cosas. E introducía en el cálido ritmo colonial de ese trabajo en China, salpimentado de ironías cuando hacían una velada con amigos occidentales y de condescendencia si se trataba de aborígenes, cuñas de exigencia e incomodidad.

–  Pero Bety, los tipos del Partido están encantados de que Máximo opine, con ellos, que la visita a las galerías cerradas del Museo es una complicación innecesaria. Están felices, como lo están con ese periodista conocido vuestro al que ofrecen primicias de información y pases a las zonas reservadas. San-lu se apoya siempre en que la mayoría opina que tal labor no es necesaria, y los días pasan y no tendré acceso a ese material jamás.

Bety sonrió con conmiseración. Los que se creen inteligentes conocen muy poco de los hombres, de los hombres concretos.

  • Máximo es la persona menos interesada por la política que imaginarse pueda. Y la más incapaz de premeditación para sacar ventajas. Le dejas con su cámara, con su laboratorio, y está feliz.
  • Yo le he oído gritar que a saber qué razones me movían para ese interés en las salas. Era una de las innumerables reuniones con los dirigentes. Añadió que optaba firmemente por visitas preseleccionadas por quien correspondiera, y que no recordaba otros compromisos, lo cual era manifies­tamente falso.
  • Seguro que no se expresó así. Y no sabes lo despistado que es.
  • Tú no estabas en esa reunión, Bety. Yo sí, mi trabajo es éste. Incluso el de recordar compromisos.

Bety sentía su abnegada paciencia irse agotando como los sorbos de té, tibios y progresivamente amargos. Máximo a esas horas estaba en la umbría fresca de la casa, feliz y afanoso en su selección de imágenes, inocente, bondadoso

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y ajeno al mundo de aristas de esa mujer que la juzgaba, que les juzgaba, Ah, si ella supiera cuán ingenuo….

-Tendrías que haber visto -Bety volcó esta vez los avatares de su experiencia de camarada en la que Máximo pasaba a ser dependiente y ella la ordenadora de la vida práctica, el enlace con el mundo- cómo me las he ido arreglando con lo que él ganaba para vivir como los dos queríamos. Para él lo importante era tener su material y su tiempo; y a mí. Lo que se encontrara para comer en la mesa le daba igual, las ambiciones de los demás le divertían. Y éste -Bety sacó la foto de su hijo Marcos- fue mi idea. A él simplemente no se le hubiera ocurrido. Para mí era físico, elemental. Lo necesitaba. ¿A ti nunca te ha pedido el cuerpo tener un hijo?

-Pues… sí, pero me lo ha pedido muy bajito -respondió Vera.

Justamente en las mesas vecinas las madres se levantaban y empujaban hacia la salida los carritos de bambú con bebés. Como en otras ocasiones, Bety comenzó a mostrar la inquietud de aquel a quien empiezan a tirar de un cordel invisible. Llevaba tiempo fuera, era hora de irse. Y de reencontrar la aceptación plena, cálida, cómplice, de Máximo y los de su grupo si habían ido esa tarde, quizás del periodista francés.

Los caminos legales hacia las salas del Museo se habían cerrado, ahora Vera lo sabía. La selección política, las hábiles y tercas manipulaciones de la realidad de los responsables chinos cuadraban perfectamente con la oportuna igno­rancia de los hechos, con la percepción selectiva de Máximo, de Martín. Para el régimen era un don del cielo aquella inte­ligencia combinada con ceguera, aquella indiferencia jamás molesta, siempre manejable, que admitía ser tomada como aval, que permitía a San-lu apoyarse sonriente en el hombro de Máximo con el instintivo agradecimiento del trepa hacia su desinteresado complemento simbiótico. Máximo a su vez se acomodaba sin esfuerzo a San-lu y a Martín, sanguíneo y rubicundo. Sentía en ellos al elástico hombre de com­promisos, a los hábiles explotadores de la acción. Como en la selección que automáticamente hacían sus ojos y su cá

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mará, para Máximo no tenían existencia los espacios entre sus focos de interés, no veía las escaramuzas, las pequeñas trampas y los pequeños muertos. Se recostaba en seres como Martín y San-lu con voluntaria ingenuidad infantil, en su fuerza, y ponía a su vez en el oportunismo de éstos el toque dorado de su amistad de artista.

Chupando el contenido de una pata de cangrejo, durante la cena de reunión con sus colegas, San-lu proponía en ese momento llevar, en un viajecito de un de semana, a la pareja aquella tan simpática a una exposición distante de pinturas populares, en las que la esposa del cámara tendría la ocasión de ver talleres de diseño de telas, por lo cual se interesaba. También se proponía vigilar las relaciones de la otra cooperante con los amigos de Wu.

Vera mientras estaba pensando en qué le pedía el cuerpo y había llegado a la conclusión de que lo que sí le pedía ese conglomerado medieval aristotélico de cuerpo y alma, ese moderno ensamblaje de compromisos provisionales de materia y energía o, según doctrinas más recientes, esa en­gañosa ficción de una identidad, lo que sí le pedía era saber -ahora, pronto, por muy ficticio y cambiante que todo fue­ra- cómo se había manipulado la Historia en las salas de la Galería.

«Eran los tiempos de los espías» -había anotado Vera, tras apuntar en los márgenes del bloc dos fechas y la diferencia de años. El tren traqueteaba camino de Golmud- «Eran los tiempos de espías. Prácticamente todos los que vivíamos en la República Popular tocábamos a una pequeña novela de espías por cabeza. Los gestos de un intérprete, la oscu­ridad banal de un callejón, ofrecían más materia reservada que las pendencias años treinta de los gangs de Shanghai. Él metro existía y no existía, su mapa era secreto; el subsue­lo estaba agujereado como un queso por refugios atómicos que eran como una simple alcantarilla reforzada con hor­migón armado. Los occidentales discutían indefinidamente, los orientales se callaban. Cualquier ósmosis representaba una copita de excitación.»

La mano, la mano izquierda, se engarabitó en un relámpago de dolor en las junturas de los dedos, los dos dedos

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centrales. La dejó en el regazo, la miró con sorpresa, la comparó con la otra. La vejez llegaba así, a pinceladas, a pinceladas en los nudos de los huesos, una hoy, otra más tarde. Qué lejos estaban las manos de la cara, del cuerpo, de cualquier zona vestible, arreglable, maquillable. Se mojaban las primeras en el agua de la vejez y quedaban ahí, sin disimulo posible, una capa de años y otra capa, las manos sin posibilidad de cambio de expresión ni de sonrisa, y que dolían en la izquierda de cuando en cuando en un anticipo de lentitud.

El vientre, bajo las manos, daba igual cómo estaba. ¿Le pidió alguna vez el cuerpo un hijo? En cualquier caso contra el vicio de pedir hay la virtud de no dar. Le pidió atar de alguna forma a hombres que antes de haber llegado ya se marchaban. Era uno de los pocos trucos que, al parecer, funcionaban para sentirse segura. Pero en realidad debía admitir que no era su truco y que no llegó a mover las necesarias piezas.

La llanura, en las cercanías de Golmud, era perfectamente vacía, nueva y carente de todo recuerdo; era una pieza de seda aún sin dibujos ni colores. Y el tren estaba helado y semidesértico, multiplicado el frío por el plástico verde de los asientos. Varios más allá otro viajero, envuelto totalmente en su saco de dormir, los ojos avizor, veía pasar distancias, indiferente a los demás y absorto. Los dos chinos roncaban, tirados uno frente al otro, como un naipe de póker, sobre la mesita central.

Vera se había entregado a la laboriosa tarea mental de ordenar todas y cada una de las cosas que, freudianamente, hubiera podido ansiar o conseguir quizás por la única razón de que llenaban el hueco del hombre o del embrión del hijo. En la lista desfilaban los más variados actos de la vida, las ideas y el extremo empecinamiento en comprender el viejo, absurdo enigma. Estaban los libros y las películas, las amistades entabladas y los paseos solitarios, el juego de los sabores y el gusto por las plantas. Todo podía teóricamente embutirse en ese vientre y esos órganos huecos como un guante.

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Luego pensó en el envoltorio secreto, disimulado por la guata de una prenda y por las tapas falsas, se vio guardándolo y aprendiendo de memoria el mensaje desesperado de Xei Wen, intentando mandarle cartas con apariencia local y estudiando los mapas con lupa; todo ello teatral, risible, mezclado al recuerdo del viejo amor. El mensaje que había entregado a escondidas, apresuradamente, al periodista de paso, la carta que no era, como pensara, una evocación sentimental, el disimulo en policía y aduanas, la firme decisión de hacerse insignificante y gris, perteneciente de pleno de­recho a esa franja de mujeres de edad indefinida, territorio carente de interés.

El paisaje de Golmud es un progresivo vacío en el que se han colocado decorados nuevos. Parecen éstas ciudades de cartón, fachadas que se han dispuesto de cuando en cuando junto a la vía del tren y tras las cuales hay simplemente desierto. En cualquier instante podrían aparecer jinetes indios desde las lejanas montañas corriendo con terribles aullidos a asaltar al caballo de hierro. U hordas temibles de hunos comedores de carne cruda (ninguno de ambos tan peligroso como los burócratas chinos en general y los funcionarios de ferrocarriles en particular).

Golmud. La ciudad polvorienta se alegra -como tantas zonas reforestadas de China- con multitud de chopos jóvenes, plantados en la misma época. Sus tiendas del Estado son indeciblemente mortecinas, con rejas echadas, cristales quebrados e inmensas capas de polvo en las vitrinas y en los pocos objetos expuestos, escasos y colocados sin ningu­na aspiración estética. Los algodones, las sedas, la artesanía brillan por su ausencia. Las dependientas apenas se dignan mirar al cliente, ni local ni foráneo. Las tiendas son un vasto depósito de desterrados, de hanes que, para su desgracia, han ido a parar a esta extrema orla del imperio, que desde­ñan, a la que son ajenos y en la que se retraen, ven pasar el tiempo y sueñan en zonas más amables. El maoísmo pa­rece haber tenido no poco éxito en el genocidio cultural. Es como si todas y cada una de las bellas artes hubieran sido borradas en las del pasado, esterilizadas las del presente con el culto al dios político único, y declaradas, con un prag

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matismo mimético y bestial, inexistentes las del futuro. La nueva China parecía a Vera una vasta adaptación de pro­ductos caducados de Occidente, ello en materiales de escasa calidad, nylon, plásticos. La suave solidez del algodón, la ligereza resistente de la seda, la belleza del bambú, habían desaparecido sin reemplazarse realmente por una moderni­dad pujante. El país todo era como una mala fotocopia.

El cielo está cargado de viento y arena. Ha pasado del amarillo a un gris color de la nada. Aquí termina el ferrocarril, en el borde de la estepa y de la extensa y solitaria provincia de Chinghai. Salida hacia Lhassa mañana, en el autobús local. Este año a principios de agosto ha corrido entre los viajeros la voz de que se puede viajar por tierra hasta Lhassa, escapando de los escogidos grupos turísticos que aterrizan junto al Pótala y en cuyas divisas abundantes ve el Gobierno chino una fuente de recursos imposible de desdeñar. Los vehículos parecen viejos autobuses de trans­porte urbano empeñados en la aventura de recorrer, en dos días y una noche, esa cinta roja de los mapas que se desliza a cuatro mil metros de un dédalo de pasillos de grava y arena que, habitualmente, sirven de lecho al hielo. Los pasajeros son en buena parte locales, monjes vigorosos, otra raza, otro tipo, envueltos en gruesos hábitos de lana, el brazo derecho descubierto, y un acólito de ojos incansables y cráneo rapa­do, que sirve y ríe ante la novedad. Hay funcionarios chinos con un bebé de meses que, martirizado por el dolor de oídos de la altura, llorará todo el viaje. Los extranjeros están ya mimetizados por el frío con los nacionales, se arrebujan en prendas de invierno, cubren el rostro con bufandas. Agosto. Marrón. Gris oscuro. Gris claro. Blanco nieve. Los colores del mapa.

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Hemeroteca

A Martín no le gustaba mirar las viejas fotos. A Rossa sí, y las mostró a Bety y a Máximo. La manifestación tenía como fondo la Embajada de Estados Unidos. Martín sos­tenía la parte central de la pancarta del sindicato. El pelo rubio de Rossa brillaba al sol; se reía con amigos. Era, en cierto modo, una foto de graduación, en la que se encontra­ban «todos». Señaló cabezas, dijo nombres. Fue un domingo plano y solitario en el que los balcones cerrados del barrio bien les enardecían y aumentaban los puños en alto y el tono de sus gritos. Habían pedido libertad para Vietnam, Laos y Camboya, abucheado a un socialdemócrata que se atrevió a tomar la palabra y defender proyectos burgueses, coreado consignas contra el capitalismo y el imperialismo yanqui. La intervención extemporánea del representante -francés, cómo no , dijo Rossa- de una organización huma­nitaria caldeó los ánimos. Tuvo la ocurrencia de hacer un paralelo entre los sucesos en Indochina y el expansionismo soviético, la situación en Albania, Cuba y Corea del Norte y las purgas de la Revolución Cultural China. Rossa recorda­ba la voz fuerte de Martín, a la que siguieron las demás en el «¡Vendido, vendido!» y «¡Reaccionarios fuera!». Callaron para escuchar al secretario del PUS, cuya sonrisa había sal­tado en el espacio de pocos meses a las televisiones y a la calle respaldado, se decía, por el dinero germano, como un barco diseñado para flotar en la marejada producida por la desaparición del añejo régimen anterior.

El Secretario había reafirmado el sostén inquebrantable de su partido a las fuerzas socialistas mundiales que lucha­ban por la igualdad y contra el imperialismo y la opresión,

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citando, con pausas para los aplausos, a Cuba, Corea del Norte, China, la pequeña Albania… De ahí enhebró su discurso con el futuro que el Partido Unido Socialista preveía para la naciente democracia española y supo entusiasmar a los asistentes devolviéndoles como un espejo precisamente las imágenes de sí mismos que éstos deseaban ver en el marco en el que ansiaban vivir, que era las sociedades avanzadas euroamericanas, con sus estructuras de democracias ciertamente burguesas, capitalistas y parlamentarias. Mas el líder del PUS arropó tales imágenes con un verbo de socialismos, poder obrero, noble independencia frente al imperialismo norteamericano y anatemas contra la reacción centro-derecha conservadora, de forma que su intervención era una pantalla en la que se lograba la imposible unidad de una película del Occidente democrático, moderno y técnico, y unos subtítulos a base de terminología antagónica y ajena, ismos practicados en distantes dictaduras, en países y sistemas en los que ninguno de los oyentes hubiera que­rido vivir jamás. La ovación atronadora había coreado las últimas palabras del secretario general del PUS. Luego la multitud se dispersó, satisfecho cada uno de sí mismo, del parto sin dolor que se le prometía de un flamante país mo­derno, embellecido por los actos de fe y las consignas revolucionarias, orgullosamente distinto y nuevo frente a todo y a todos los anteriores, frente a los convecinos europeos hundidos en la rutina de grises explicaciones parlamenta­rias, frente a la cohibida generación anterior. Cada español se vio mágicamente convertido en un norteamericano, pero en un norteamericano bueno, que se movía -con los debidos ajustes diferenciales- en aquellas casas, jardines, universidades y libertades que Hollywood había grabado como ideal en el fondo de su corazón, que escuchaba jazz y que se de­tenía en cualquier motel de la ancha carretera con su joven pareja, pero que carecía del dinamismo agresivo de los estadounidenses, que era amistosamente recibido por todos los pueblos pobres, a los cuales no pensaba quitar un gramo de materias primas. El español se vio a sí mismo como un alemán bueno y vividor, en prósperas empresas exentas de patrones capitalistas y reconversiones electrónicas, se vio

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fraternalmente acogido por el Tercer Mundo -ante el que se disculpaba por los descubrimientos colombinos- y respetuosamente tratado por sus pares Gran Bretaña, Suiza, Noruega, Francia. Un brillante salto sin precios y sin riesgos para aterrizar en la orilla de la Prosperidad.

Martín no recordaba el discurso pero sí la vuelta, invitados él y Rossa en un bar por aquel muchacho cuyo autocar para Donosti salía esa misma tarde. El chico llevaba pren­didas en la cazadora verde, además de la ikurriña, insignias contra las centrales nucleares, un «¡Patria o muerte!» cu­bano y numerosas llamadas a la liberación de las minorías étnicas. Les enseñó un cartel: cientos de puntos rojos for­maban, con fondo blanco liso, el rostro de Mao Tse-tung tocado con su gorra de estrella central. De cerca el dibujo hubiera podido ser únicamente una multitud monocroma y despavorida, pero echándose unos pasos hacia atrás se componía la sonrisa solar del Líder. Martín había apuntado las señas de la Asociación de Amistad con el Pueblo Chino y prometido mandar a su vez documentación del sindicato. Siempre convenía apuntar.

Acompañó a Rossa al coche. Mirándola de soslayo, la comparó con su mujer, Charito, que cuidaba en casa a su hija con gripe. Charito no era fea pero en el tipo se parecía, aunque algo más baja, a Martín, tenía un cuerpo con tendencia al ensanche y marcado por la buena comida y el parto, con pantorrillas y brazos fuertes y rollizos y rostro redondo que precisaba para realzarse algo de maquillaje. Su pelo castaño nunca había brillado como las mechas irregula­res, tan sabiamente descuidadas, de Rossa, que se deslizaba a su lado con chaqueta y pantalones de ante como un cier­vo, con movimientos perezosos y largos y un olor a tabaco y a colonia. A Martín Rossa le recordaba a las mujeres que ocupan, en los suplementos de los periódicos, las páginas de los anuncios caros. Charito nunca hubiera pasado de los detergentes. Con una mujer así se entra en los sitios de otra manera. Y se entra en otros sitios.

Vera tenía fotos de cosas; entre las cuales había vivido. Era un apartamento de Madrid que olía a papel y a cal de reparación reciente. Todo el calor del día parecía haberse

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quedado retenido entre sus paredes cuando entró en él con César tras la manifestación. César hacía programas de radio y se movía entre numerosos latinoamericanos que, sobrios, hablaban sin excepción de dictaduras y que, con unas copas, renegaban de los celtíberos bajos y comedores de garbanzos entre los que les había tocado vivir. Los argentinos tenían la amargura de doctores destronados, en contraste con los afables chilenos. Los programas de César giraban sobre la situación en el cono sur, la intervención estadounidense y el comercio de armas. Él se puso a curiosear libros y discos y se deshizo en alabanzas del batik clavado en la pared: una guerrillera vientamita cocinaba arroz en el casco de un soldado americano. Todo era azul y blanco en el dibujo ex­cepto el rojo de la llama y de las insignias revolucionarias de la muchacha.

La habitación de Vera limitaba al norte con versos de Celaya y Blas de Otero, al sur con una reproducción en la que se intentaba enrejar, inútilmente, a una paloma de Picasso, al este con un tazón en el que se mezclaban chapas con flores y hojas secas y al oeste con la banda de cielo inalterable sujeta al marco gris del patio. Sentados frente a él César había absorbido ese caldito de pollo que, según afirmaba, las chicas solas y ordenadas siempre tienen en la nevera. Oían música, palabras cálidas y enérgicas que prometían cosas o las denunciaban con acompañamiento de guitarra. César hablaba, mucho, de guerrilleros, de blo­queos y del Fondo Monetario Internacional. Las horas se extendían como una colcha oscura hasta la mañana, acabada la cena y el café. Con la lentitud inevitable de un péndulo, iba a llegar el instante en que levantarían el borde de la espesa noche y se meterían en la cama contigua. Porque quizás la carne, incluso la distante y la silenciosa, tiene sus brotes de exigencia y sus ritmos. De forma que, aunque Vera no le conocía, el molde de él era satisfactorio. Se habían encontrado en los mismos sitios de costumbre, era moreno, con esos ojos a los que el negror de pestañas e iris añade una falsa profundidad, la piel estaba cubierta de vello. Vera se esforzó en vano en recordar su rostro pero sí recordó que aquella noche había vertido lentamente la idea

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del compañero en aquel molde mientras le palpitaba en su oquedad el corazón.

César había insistido en oír una y otra vez el adagio de Albinoni y pedía que le besara, los ojos cerrados y los labios carnosos como un molusco entre la barba y le bigote. Vera se negó en redondo, de repente, a besarle y a oír por quinta vez el adagio, en un irreprimible reflejo de desentonar.

En la cama todo se hizo con rapidez, pero hubo un momento imborrable: cuando emprendían la escarpada subida de la excitación César había musitado «Lenin dice… «. El olvido se apresuró a cubrir piadosamente la frase de Lenin y sus consecuencias. Más tarde, en torno a ese desayuno con bollos de que las mujeres solas y ordenadas disponen, César le había hablado de su compromiso sentimental con una refugiada paraguaya, su compañera desde hacía dos años. Al despedirse invitó a Vera a su próxima charla en una asociación vecinal. Salió.

La habitación, como la realidad, iba siendo invadida por la luz blanca del día. Como en la foto que Vera tenía ante sí.

Tres mil, cuatro mil, cinco mil metros… Que el veneno pierda su poder, que el veneno se deposite con la altura, que se comprima, seque, pulverice en el fondo del corazón. Entre bandas de niebla gris y la angustia del traqueteo del coche que golpea los cuerpos blandos contra las paredes asoman efímeramente desgarrones de belleza bruta, de cruda belleza que arrastra el respirar como una garra. Que el pasado pierda el olor acre de sus menudos rencores, de sus míseras cenizas, como los casi imperceptibles círculos de tierra ennegrecida que marcan en Erdagou la parada provisional de un grupo que comió y fumó en torno al fuego. Estaban sentados así, en torno a Vera, en una lejana ocasión en la que se solventaban incomodidades internas que raspaban en el acolchado mundo colonial de sus compatriotas, de sus amigos. Con la mochila bajo las piernas y aferrada a los barrotes del asiento para no golpearse la cabeza con el traqueteo

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del coche, Vera volvía a ver a esos insumergibles náufragos que sobrenadan siempre al tiempo y a la aparente futilidad de los recuerdos: la mirada, el brillo mísero de los ojos de Máximo durante su denuncia, la media sonrisa y la forma de echarse hacia delante, hacia el secretario jefe. Y, sentado a la izquierda, el silencio satisfecho de Martín ante la fidelidad de un alumno aventajado y ventajoso. Rossa fumando y sin dar gran importancia al asunto, impaciente por comen­zar el fin de semana que tenía proyectado. Recordaba la larga noche que pasó toda en pie, ordenando, desechando, escogiendo objetos, y la penosa visita de Bety, inflamada en risible e inatacable buena conciencia minuciosamente li­mitada por la adhesión inquebrantable a Máximo. Por la mañana todos ellos habían desaparecido, quizás observaban el desenlace y aguardaron hasta que llegó el coche con los policías y salieron. Aquella noche ellos se reunieron, cierta­mente, para devolverse cada uno al otro su imagen positiva, su comunidad de intereses y de proyectos. No comentaron el desagradable asunto de Vera pero la amistad entre ellos se reforzó con ese cabo especialmente sólido que procura la pequeña vileza tácita. Esa noche charlaron, bebieron y se preocupó cada uno solícitamente del bienestar de los demás.

Ella había confiado en el Joma, en el Medu Kun, en el Jiregepa. Como se pone la fe en un ser divino, en un credo o en un santo, Vera había esperado de esas montañas alzadas sobre los seis mil metros un don de pureza por el cual se empequeñeciesen hasta desaparecer los recuerdos, filtrados por la ascensión vertiginosa y definitivamente desprovistos del olor de su descomposición. Sin embargo el cuerpo dolorosamente agitado en la cáscara vieja de metal filtraba el pasado. Rostros viscosos, translúcidos, que emergen todavía, privados de poder y quién sabe si de existencia misma, pero que conservan aún un rescoldo de su capacidad de dañar.

Las pistas, porque no hay camino y son varias, en el suelo fangoso del deshielo se cruzan, van a perderse en lugares imposibles, llegan hasta la mitad de la rueda y entonces hay que bajarse y empujar el vehículo. A veces los camio­nes del ejército acuden, se echan cables, tiran, unos y otros

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examinan el motor. Como cabe que el autocar vuelque, se mantienen las puertas abiertas para que la gente pueda tirarse en marcha si oscila con exceso. El avance es tan lento que a veces es posible pasearse por los monótonos alrede­dores y luego volver a subir. No hay un solo árbol, los picos han sido cubiertos por el manto esponjoso de los monzones y el vientre de las nubes se arrastra tan cerca del suelo que sólo los postes de tendido eléctrico parecen apuntalarlo e impedir la fusión total. Lejanas, circulares, las carroñeras calculan una presa.

A partir de Golmud el terreno se alza en alturas desmesuradas y el mapa está estrellado de cordilleras, de nieves eternas y lagos glaciares. Rebautizada por el ocupante chino como Xizang Gaoyuan, la meseta del Tíbet es un fruncido de montañas. Dos millones de habitantes para poco más de uno de kms. cuadrados. En este mes de agosto charcos, rega­tos, fango. Precipitadamente, desde el lejano Qomo Langma Feng, el Everest, y por la escalera imperial de los picos se­ñeros, la nieve presionada desciende al lentísimo ritmo de su pulso, acelera en chasquidos y hielo su transformación, viene a fundirse en la estrecha orla donde se permite la vi­da. De este vasto, inhóspito y frío útero nacen los grandes ríos cálidos de Asia. La corriente silenciosa y turbia junto a la que, una vez más, los viajeros se detienen y en la que se intentan llenar las teteras podría ser, como tantas otras atravesadas, la cuna del Yangsé, en el que se balancearán hasta el delta de Shanghai barcos oceánicos. Vera se sentó en las piedras del borde, aturdida por la levedad del aire y su absoluta carencia de olores. El manojo de ramas de una vegetación imposible había crecido y se había secado junto a la ribera. Una de ellas arañaba apenas la superficie del agua. Y lo que no había logrado la grandeza de los picos lo aportó el cuadro diminuto y movedizo de la rama y el agua, que rasgueaba sobre la plana superficie del tiempo el disco de su existencia individual y repetía la inconsisten­cia del imperceptible surco. Los rostros, la miseria de otro tiempo, el vaho cariado de la cobardía fácil, eran aplanados, disueltos por la masa del agua; las culpables certidumbres, la torpeza irrazonada de los actos quedaban reducidas a la línea de espuma marcada de forma pasajera.

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El Tanggula Shankou, el Paso Tang, hubiera merecido, por su venerable tradición, otras ofrendas, pero no recibió en esta ocasión sino la orina y desechos de los viajeros. Era de noche, nevaba intensamente y nadie se atrevía a aventu­rarse más allá de un metro del autocar. El viento lanzaba torbellinos helados contra el puñado de seres magramente protegidos, no los quería, les mostraba la salida de su terri­torio. En puertos como éstos iban muriendo, en el siglo VII d.C., los compañeros de Hsüang Tsang, el monje chino que viajó desde Chang An, la Xi’an de hoy, hasta la India para traer y traducir las sutras búdicas. Embellecida por todos los tintes de la fantasía, su epopeya, «La peregrinación al Oeste», ha quedado integrada en el folklore chino. Por ca­minos similares, un siglo más tarde, llegaría al Tíbet desde el noroeste de la India Padmasambhava, también llamado Orgyen Rimpoché y al que se alude como «Segundo Buda», y este misionero budista sería el fundador del primer mo­nasterio tibetano, a finales del siglo VIII d.C. Peregrinos y mercaderes ensancharon el mundo, pagaron su peaje de cadáveres, los unos por la fe y el espíritu, los otros por la seda y el oro, ambos llevados finalmente por la misma supeditación de la vida a la intensidad de una pasión.

En el inmenso horizonte circular de la estepa rasa una columna de humo se eleva en el centro, como una pluma que escribiera la corta historia del hombre. Los monzones avan­zan entre las montañas con pasos de lluvia. El cielo no es horizontal sino vertical, cortado de nubes en torbellino, diamante, apoyadas en las laderas, despedidas hacia poniente. Es por la altura de este suelo que avanza hacia su encuentro y las roza como a un río violento, lechoso. Como el barco que supera una cresta, el viejo autocar desciende hacia pla­nicies menos inhóspitas, con su masa de cuerpos doloridos y fríos en el interior. Pero amanece y, contra la inhumana al­tivez de las inmensidades, hay junto a la carretera un figón modesto en el que un hombrecillo agradablemente diabólico improvisa, uno a uno, comida caliente a los viajeros. El cocinero-mesonero salta, ubicuo, entre los fogones y agita sartenes que despiden enormes llamas. Subido al pedestal de ladrillos con hollín, se deja fotografiar complacido mien-

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tras amaestra en cazuelas hirvientes y cóncavas espaghettis inquietos revueltos con briznas de verdura y carne, los bate entre fuego y aire y los deja caer, con un golpe maestro de pala, en el tazón. Viste al modo chino, sus rasgos podrían ser mongoles, o mezcla de tibetano aunque se da por seguro que los hanes repugnan las uniones mixtas. Lleva bigote y perilla, tacones de bailarín flamenco y el pelo peinado en mechas largas y aceitosas detrás de las orejas. Puede que exista un pacto entre este tibetano y Lucifer, gran patrón de los incendios, de las cuevas tiznadas y de los combustibles, que respetan en la estrecha cocina la vecindad peligrosa de las ascuas. Su cubículo ennegrecido de frituras recupe­ra para los recién llegados las dimensiones familiares de la existencia cotidiana, refugiadas en la jofaina y los perros, el calendario viejo y las mismas manos del cocinero. Por unas pocas monedas, el buen samaritano satánico ha reme­diado la necesidad de los viajeros de la estepa, que ofrecen ahora su piel al frío de los ritos excretorios, agazapados sin modestia tras desniveles mínimos. Las ruedas patinan en la poza de agua y barro hasta que por fin el vehículo logra partir. Sentado con una larga pipa a la puerta de su ca­sa, Mefistófeles aguarda, con sus fuegos fatuos, el autocar siguiente.

  • La cuestión no es saber a favor de qué se está sino en contra de quién; ¡y a la dictadura franquista sólo la ha combatido seriamente el P.C.! -Martín elevó la voz como siempre hacía en las afirmaciones categóricas cuando éstas carecían de base, y luego continuó en un tono más colo­quial- Las elecciones primero se ganan y, una vez se tiene el poder, ocupas el puesto que te corresponde realmente y enseñas a los demás quién eres.
  • ¿No hubo en China al principio sistema de votos, una república parlamentaria o algo así? -preguntó Rossa.
  • Y al mes tenían a los llamados partidos ordenados de esta manera -Máximo mostró a la concurrencia un libro en

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cuya tapa figuraba la bandera roja de la República Popular, con su humilde corro de estrellas supeditadas al gran astro del Partido Comunista.

La vastedad del país era puramente ficticia comparada con su perímetro de movimientos permitidos. Los contra­tos, conseguidos a través de la Asociación de Amistad con China, les habían transplantado a un universo acolchado .y rentable, con un sabor de treinta años atrás y posibilidades periódicas de cambios de ambiente. El horizonte de com­pras era infinito, comenzaba en las antigüedades de precio risible al cambio, abrumaba con muebles de laca y bambú, jades, sedas, y se prolongaba en el mercado ultramoderno de Hong Kong. La estancia inicialmente prevista, e incluso su prolongación, parecían escasas para el cumplido aprove­chamiento de las posibilidades.

La conversación comenzó a girar sobre el amueblado de sus casas futuras y la descripción pormenorizada de las li­brerías en el w.c. A Máximo le procuraban un excitante inconfesado los suaves olores de la delación, la lenta deyec­ción moral que resolvía todos los actos humanos en final podredumbre. Una vez convencido, como lo fueran grandes y excelsos maestros, de que la naturaleza de la especie con­vergía en los productos residuales, materiales o psicológicos, de innumerables y voraces tripas, su vida había sido una na­vegación feliz por mares de dudoso contenido -¿cuáles no lo son? decía él a Bety- en los que procuraba no meter la cabeza. Hubiera querido, durante su estancia asiática, hacer un reportaje de las letrinas, un imposible reportaje entre los cuerpos acuclillados, doblados en un ángulo que un occidental no conseguiría jamás. El hubiera paseado su cámara por esos rectángulos sucios, malolientes pero aco­gedores, en los que cada sexo formaba un animado grupo y charlaba con los codos apoyados en las rodillas. Incluso -lamentablemente hubiera sido tachado de coprofilia- ima­ginaba un fondo sonoro en el que, acompañando al rodaje, se desarrollara su hipótesis sobre la relación entre la falta de creaciones individuales y la privación oriental de los es­paciosos ratos de soledad imaginativa de que disfrutaban los occidentales en el retrete.

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–   ¡Y es que todos somos una mierda, todos! -proclamó
Máximo.

Martín le dio una palmada en el hombro; también los otros asintieron y rieron. Máximo les aseguró que la teoría era seria y se dejó zarandear, sonriendo y argumentando, mientras llovían ejemplos diversos, y Bety abundaba a fa­vor del tema basándose en las experiencias con su niño, y Rossa pedía un doble de uno de los reportajes de Máximo para mandárselo a alguien influyente, y todos, entre la den­sa queja del saxo y las imágenes del proyector de diaposi­tivas, se sentían en un lugar indeterminado del planeta.

Martín tenía unos labios gruesos, prominentes, hacia ade­lante como si se vieran siempre en una toma demasiado cercana; habían discurrido, en una selección eficaz y rápi­da, sobre las bandejas de pastas y se mojaban ahora en una gran copa de coñac. Del mismo modo esos labios sorbían lo que pudiera ofrecer de tentador la superficie del mundo y cuando descubrieron a Rossa adquirieron, con el prolon­gado recorrido de su sexo, la entrada a una red de nueva relaciones.

  • Este chico hace buenas fotos pero vende mal -Martín aconsejaba a Bety cómo encauzar el caprichoso objetivo de Máximo-. Tenemos tiempo, y oportunidades, para conse­guir excelente material, siempre y cuando nos mantengamos en buenas relaciones con los dirigentes chinos. Es bastante fácil llevarles la corriente.
  • Además de que tienen razón -terció Rossa incorporán­dose en el sofá. Llevaba una chaqueta de seda granate con el cuello mao, que se había desabotonado hasta el nacimien­to del pecho, y un collar fino de jade que hacía juego con pendientes algo más gruesos-. No vamos a venir aquí de visita a enmendarles la plana. Tienen problemas suficientes con sus mil millones de población, y mérito en resolverlos.

Rossa tenía unas manos largas y hermosas que agitaba pausadamente al hablar. Martín, sentado en la alfombra junto a ella, le atrapó una y la besó en palma y dorso, luego se puso a jugar con los dedos.

–   Sube la música. ¿Qué tal el sonido?

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  • Excelente, excelente. ¿Ningún problema para traerlo?
  • Ni con ellos ni con los de Hong Kong; ninguno.
  • Baja un poco, me parece que llaman.
  • Es la compañera de trabajos. Le dijimos a las seis.
  • A veces la puntualidad es una virtud molesta -observó con los ojos fijos en su vaso Máximo.
  • ¡Tampoco es desagradable! Hay que convivir -Bety se levantó.
  • Con sus últimas protestas me echó a perder la oportu­nidad de convencer al delegado para lo del proyecto mixto -dijo Martín-; la manía de la censura, de los museos y de más cosas que a esta gente no le gustan.

Vera entró, con su caja de pasteles, e inmediatamente la reunión cambió y se hizo el ambiente en el que se sabe que existe alguien ajeno. Más tarde entró Wu, con expresión de cortés sufrimiento, y San-lu, con su botella de aguardiente áspero y un conocido que en seguida presentó a Martín y los tres tardaron poco en fundirse en una intimidad de bruscas carcajadas y paseos por el corredor. Se hablaban en inglés y recurrían sólo ocasionalmente a los servicios de Wu. Este en un aparte preguntó a Máximo:

–  Me dicen que va a ir usted pronto a por material fotográfico a Hong Kong. Hay una familia lejana de mi madre. ..

Wu se alisaba los extremos de la chaqueta lavada y plan­chada la noche anterior y se expresaba con dificultad.

Vera vio los movimientos torpes, los puños usados y raí­dos, y vio que San-lu había dejado a su colega chapurrear inglés y se acercaba por entre las sillas. Disimulando su aburrimiento, Máximo movía el vaso, que reflejaba en el fondo su propio rostro simpático e indefinido, y pensaba en colores y en filtros. Cuando San-lu puso, riendo, por atrás la mano a Wu en el hombro y le dijo unas frases rápidas mientras señalaba el rincón con la mesita del té, Máximo se sintió aliviado de lo que prometía ser una aburrida historia personal. Wu batía retirada hacia el fondo. El borde metá­lico del termo sonó contra el borde de las tazas porque las

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manos le temblaban y algo del agua humeante le cayó en los dedos.

  • ¿Te has quemado? -le preguntó Vera.
  • No, no.

Wu visiblemente evitaba hablar. Llevó té a San-lu y al otro y se puso pulcramente a secar el agua.

  • ¿Cuándo se va Máximo a Hong Kong? -preguntó Vera a Bety.
  • Está por fijar. Ya sabes con los chinos. Espera que muy
  • Oiga -Wu dejó escapar la contenida impaciencia que en los últimos tiempos parecía haber crecido en él-, oiga, quedaron conmigo en que les interesaba hablar más de unos .. Pero ahora parece que no tienen ocasión de escu­charlos.
  • Siempre les interesa mucho este país; manejan tantos …-dijo Bety. Su mecanismo de admiración res­pecto a Máximo solía extenderse en cálida justificación de sus amigos.

Vera alcanzó a Martín junto a la mesa de bebidas:

–  Dice Wu…

Martín no levantó los ojos de la mezcla que se servía en proporciones exactas. Ni los brazos ni la voz que le inter­ceptaban merecían mayor atención. Desvió a la colega hacia Máximo. Bety se acercó con un té con brandy y hielo y otros temas de conversación, la pareja admiró los grabados que Martín había sacado en una gran carpeta para mostrarlos a los huéspedes; Rossa, lenta en sus holgados pantalones de seda, se unió a ellos y al amigo de San-lu. La luz de día iba disminuyendo rápidamente y el grupo se concentró bajo la lámpara del escritorio. En lugar del saxo sonaba un fondo plañidero de instrumentos de cuerda.

Vera se sentó en los cojines del fondo y encendió un ci­garrillo. La distancia, la diferencia respecto a los otros, se hizo casi física y esta vez decidió aceptarla, sin mayores análisis, sin renovadas luchas. Como un cuerpo cristalizado en una forma inasimilable con los otros cuerpos, como un

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objeto instintivamente extraño. Así la dinámica del grupo se había formado sus propios remansos y senderos que no coincidían con su trayectoria. Ni con la de Wu, la de Wu y su incómoda realidad. Ella evitaba mirarle ahora y él ya no hacía ningún esfuerzo ni mostraba insistencia. Los ade­manes cansados, humillados y correctos del traductor, los gestos solitarios que querían ser dignos sacudieron de re­pente a Vera con un dolor de garra, de tirón hacia atrás del pelo de forma que no pudiera bajar la cabeza y frente a sus ojos estuviese Wu, limpiando demasiadas veces sus gafas y en espera de la hora de marcharse.

Martín se echó a reír, abrió los brazos para abarcar una extensión imaginaria, rió San-lu, la llamó Rossa, hicieron hueco a Wu, y Máximo se dispuso a fotografiarles. Martín se colocó junto a San-lu y le echó por el otro lado un brazo fraternal sobre los hombros al intérprete.

Hasta hacía muy poco tiempo, mientras juzgó que lo ne­cesitaba o que lo podía necesitar, la atención de Martín ha­bía ido hacia Wu en salidas y reuniones, con una insistencia solícita cuyo último fruto había sido la traducción rápida -y gratuita- por parte del intérprete del informe sobre el ATI-China, la Asociación de Trabajadores Intelectuales en China, que era el último proyecto de Martín, del cual era ya portavoz, fundador y secretario general. Precisaba además frecuentemente la ayuda de Wu para disponer de material -correo, membretes, impresos- con el que dar cierto barniz oficial a sus actividades cara a su sindicato y a sus com­patriotas. Había acompañado el agradecimiento a Wu con promesas, pero San-lu y su amigo acapararon repentina­mente toda la atención de Martín.

La visión del mundo de Martín era la del potro de la carrera de obstáculos: cuanto aparecía ante su vista existía en función de la meta, o del pesebre. Era el suyo un ballet brutal, sucesión de escenarios con estratégicos cambios de pareja. Situado en la carrera, cuanto aparecía ante su vista era clasificado automáticamente como incómoda valla salvable cuanto antes o como apetitoso pasto. Había brincado sobre los excompañeros del partido cuando llegó el momen­to oportuno de aterrizar en otros campos, brincó sobre el

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colega y, con una carrera a decir verdad fraudulenta pero altamente oportuna por el pasillo de la dirección, se hizo ad­judicar el puesto; brincó sobre la borrosa compañera de su época oscura cuando Rossa volvió hacia él su perfil de pura sangre, quizás atraída, según la ley de los contrastes, por la insistencia de él y por su vitalidad sanguínea de animal goloso. Martín corría hacia metas poco refinadas pero en absoluto por eso menos deseables, corría hacia los dorados, la inclinación y el membrete, hacia la colonia más cara del aeropuerto y la agenda cubierta de direcciones útiles y pro­vechosas. Las inoportunidades de Wu y las observaciones no solicitadas de Vera eran vallas ínfimas, pero el reproche im­plícito, transparente, en aquella mujer resultaba incómodo y podía ser hasta peligroso. Para estas incomodidades te­nía, sin embargo, el contrapeso de amistades como Máximo. Muchos años más tarde, esa mujer que le incomodaba mira­ría la foto, en la que -ya se había bebido bastante- San-lu y Máximo rodeaban a Martín todos sonrisas, él miraba a la cámara con cierto aire de importancia, en Máximo apun­taba un guiño de simpática y artística condescendencia, Bety se había sentado delante, con las piernas cruzadas y la falda extendida, y Rossa se apoyaba en el brazo del si­llón y lanzaba al objetivo aritos de humo. Entonces, aunque todavía no existían motivos, Vera supo que Máximo justifi­caba algo, que el terreno se había dividido en dos opuestos desniveles y que la noche cruda que esperaba tras la puerta se había vuelto más infranqueable para Wu.

  • ¿Qué? -preguntó su compañero, Kao, sentados ambos en la mesa del fondo del figón.
  • No se pudo hacer nada. Apenas me hacen caso y los dirigentes sabes que desconfían de mí.

Wu hablaba con la boca llena de tallarines. De la cocina salían continuamente tazones humeantes y algunos parro­quianos sorbían ruidosamente de pie sus raciones.

  • Vaya sitio para una conversación -objetó Kao.
  • Es mucho más seguro que a solas.

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  • Pero el informe está terminado y no te lo puedo enseñar aquí.
  • ¿Ni siquiera lo has traído?
  • Por supuesto que no.

Había mujeres en la mesa de al lado. Las trenzas de una de ellas eran muy largas y estaban enlazadas al final con lana de color, como en el norte. Llevaba debajo de la cha­queta un suéter de rayas verdes y rojas. En las bocas de las tres la punta rosa de la lengua se revolvía al masticar, brillante de saliva entre los dientes, y se pasaban la mano por la barbilla perlada de grasa y sudor.

  • Habrá que ir a tu casa entonces -decidió Wu.
  • ¿Y los riesgos?
  • Entras primero y dejas las dos puertas abiertas. Al rato llegaré yo.

El otro sonrió.

  • Estás realmente harto.
  • Sí. Lo estoy.

Bety se había puesto una bata de seda con pájaros y vino a enseñarle un grueso prendedor del pelo trabajado en for­ma de crisantemos y caracteres de la buena suerte. Máximo salió del cuarto de revelado.

  • Son regalos que le hacen a Martín. Me lo dio Rossa; tiene uno maravilloso, con turquesas.
  • Este hombre se lleva bien con un montón de gente. En la reunión se le veía contentísimo.
  • A él sí. A Vera menos.
  • Puede ser. Ni me fijé. Es probable; su hobby es sugerir actividades problemáticas. Sería mejor que le diera por una reconversión misionera del estilo salvación de las focas.
  • Dice Martín que tus cortos y los fotomontajes están gustando mucho, que dos directores quieren conocerte. San-lu les ha hablado de ti.

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Bety soñó esa noche que conducía un coche, que la in­vadía un profundo pánico al no saber cómo se hacía y que buscaba ayuda en su marido, sentado a su derecha, y luego en los demás pasajeros. Pero no había nadie, sólo los pa­peles a su nombre, en la guantera. «No sé conducir», dijo, «no sé conducir». La carretera era oscura y pasaba a su lado sin que viera dónde pararse ni supiera cómo hacerlo. Había gente triste a los lados, la luz de los faros los iluminaba fu­gazmente. Algunos tenían la cara de Wu. A ella, como a su marido, la tristeza, «el mortal pecado de resultar aburrido» en palabras de Máximo, le parecía altamente reprochable. Pero no ahora, que estaba sola en el coche e ignoraba los resortes de la máquina. Quería retardar la curva y el choque fatal. Entre las caras tristes de la carretera vio a Vera con el equipo de su marido, y en su expresión un aire de repro­che lejano que se le hizo insoportable. Enseguida la curva. Pero alguien conocido entró cortésmente en el vehículo, que parecía tener la altura de la habitación de su casa, abrió la puerta, se instaló a su lado quitándose los guantes y Bety se encontró sentada junto al conductor, que llevaba ahora con seguridad el volante en sus manos. De las rodillas a la cabeza le subió una ola de calor, alivio y deseo e inclinó el peso de su cuerpo hacia él.

La despertó ese mismo enardecimiento, que quizás venía de la mano de Máximo, dormida entre sus muslos. Se lo contaría, se dijo, como le había contado todo. El conductor de su sueño de perfil podía ser Maurice, el de la embajada francesa, pero tenía a veces la voz y el alfiler de jade de Martín.

Muchos años más tarde, camino de Lhassa, en la oscuri­dad, Vera había caído en un breve letargo y en él apareció la figura incongruente de Marcos, el hijo de Bety que no lle­gó a conocer. El se reía de ella, la miraba burlón y adulto, se reía.

El autocar había parado. Amdo: puerta, frontera, pasillo.

– Aquí. Por aquí.

Nada. Noche. Perros. Haces de focos ocasionales. Con­versación. Carga y descarga de equipajes. Chapoteo en el

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barro. Llamadas. Amdo es un cruce de caravanas mecánicas rodeado de ladridos y de casi completa oscuridad en cuanto cae el sol.

Un hombre joven guía hacia los dormitorios por calle­jones punteados por débiles y movibles luces. Franquea la puerta, levanta sobre su cabeza el quinqué para mostrar el recinto. Sonríe y se ocupa de los huéspedes discretamente. Es el tipo de la zona, sólido y con mayor atractivo viril que las pálidas y huidizas figuras de los chinos. Vera consideró que, más se adentraban en el Tíbet, más parecían los hanes volverse apáticos y silenciosos, en contraste con la vitalidad burlona con la que, en torno a su candil y su olla, los tibetanos charlan y se cuentan historias que, como los objetos de cocina, han variado poco desde las peregrinaciones de una extensísima Edad Media.

Hay que apretarse unos a otros bajo las mantas huyendo de las paredes heladas.

– Toma el mío.

En el revuelto de viajeros y coberturas, Patrik le pres­ta su mechero, recibe dentífrico, comparte ginebra china. Tiene veinte años, ojos azul zafiro y un excelente saco de dormir tachonado por el verde trébol irlandés.

El mundo del abrelatas a todos iguala. No importa si la lengua amarillenta de la lámpara, que permite a Patrik exa­minar cuidadosamente sus mapas, ha convertido para Vera las letras en una masa borrosa y que, desde hace unos años, sólo el cristal de los lentes le permita el acceso a los libros. No importa el paquete envuelto y camuflado en el fondo de la mochila, el papel fino y plegado de las direcciones, la agenda y los imperativos de la vuelta. Eso pertenece a otro mundo de obligaciones presentes y pasadas cuyo lastre la acompaña reducido a la mínima expresión, como la comida deshidratada de las alturas. El rubio se cose el impermeable, junto al candil que casi le quema las cejas albinas y pone en el conjunto de brazos, gestos y rostros una claridad elemen­tal. Las pequeñas arrugas del pliegue de los ojos, el frunce de la frente, subrayan en Patrik la juventud, tienen la gra­ciosa inconsistencia de estrías en un lago, reservan, en la

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suavidad increíble de las sienes, todas las posibilidades de lo que será un día la definitiva expresión. Unidos como una gran célula de tejidos, piernas, troncos y brazos se rebullen, tiran y colocan las mantas; los viajeros forman contra el helado viento su estrategia común. Patrik pega y recubre, en su cuaderno, una minúscula flor con tallo y hojas. Viene la soledad del sueño.

Antón Urriel les había advertido, al entregarles la tra­ducción de documentos, de que sus condiciones de trabajo eran bastante vagas e indefinidas y que el país estaba a años luz del derecho laboral y sindical. Rossa le respondió que esto era porque en China los trabajadores tenían ya el po­der. «Como nosotros también somos trabajadores, no creo que tengamos problemas». Bety añadió que ellos tampoco eran de los que viven en una embajada sino entre el pue­blo normal. Cuando salieron llovieron observaciones acidas sobre los tipos como Urriel, representantes de la España conservadora. Martín insistió sin embargo en la necesidad de tener buenas relaciones con el sinólogo.

– Apesta a cura desde el salón -dijo Máximo- Tuve un profesor así a los trece años, me parecía estar viéndole pero sin sotana, -se sentó a limpiar con esmero los lentes de su cámara.

Un soldado con señas escuetas e imperativas les hizo des­plazarse inmediatamente. Acabaron comprendiendo que se prohibía fotografiar el recinto y la calle misma por donde paseaban, el muro opuesto, que rodeaba viviendas oficia­les, y que no se permitía detenerse cerca de las columnas y puerta de entrada del temporalmente cerrado Museo de Historia.

Bajo las escalinatas, la ciudad se extendía en un espa­cio vertiginoso, asfaltado y hueco, interrumpido por cubos y losas en hormigón y en mármol y limitado por muros con pocas y estrechas puertas. El aire, carente de contami­nación, la dispersa presencia humana en forma de peatones escasos y ciclistas y las voces de un pelotón de soldados, que

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ejercitaba sus maniobras y rompía de cuando en cuanto con sus gritos el silencio, daba a la magnitud del rectángulo una embriaguez de proyecto que materializaba el ardiente deseo del Presidente Mao «Quiero hacer de la Historia una pági­na en blanco, lo mismo que la mente y el espíritu de las mujeres y los hombres, para trazar en ellos nuestro mundo completamente nuevo».

Ellos descendieron y fueron parándose en las estatuas y en las estelas conmemorativas, en el monumento al Cam­pesino, al Obrero, a la Mujer, a los Jóvenes. Todo estaba presidido, amén de por los inmensos retratos, por múlti­ples y flameantes banderas que remataban la punta de los edificios, la extensión del muro y las puertas.

  • ¡Qué efecto de contraste! Prácticamente sólo hay dos colores. Lo fotografiarás, ¿verdad? -preguntó Bety.
  • Ya lo he hecho, fuera de la dichosa zona prohibida -Máximo acababa de cambiar la película y devolvió a su mujer la bolsa de repuestos.
  • Nosotros nos vamos para el hotel -Martín cogió a Rossa por el brazo-De aquí al primer restaurante puede haber ki­lómetros y tampoco se ve dónde orinar.

Sola, porque iba en la misma dirección pero más des­pacio, Vera miró hacia el cielo, que ofrece el refugio de su espacio no conquistado y suele reír lentamente de las gran­des dimensiones de las obras. Estaba oculto por una capa de calina tenue que mantenía estáticas las telas rojas de las banderas. Esa tarde fue a una librería que parecía la única y buscó en vano información sobre el Museo de Historia, un catálogo, reproducciones, fotografías de los infinitos pane­les que ciertamente había confinado el enorme edificio. No había absolutamente nada. Tal vez en Hong Kong.

Martín apuntó cuidadosamente el teléfono de Antón Urriel en su agenda nueva.

–  ¿Pedimos que nos suban unas bebidas a la habitación?
-preguntó a Rossa.

Pocas veces se había sentido él tan satisfecho y, desde el día de la llegada, cada experiencia aumentaba su contento. Despertaba, cual nuevo Segismundo, entre gente

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innumerable que le servía, que renovaba el agua de la tetera y los cigarrillos de la caja laqueada. En su imaginación, las deferencias, acompañantes, traductor, brindis y despedidas eran una imagen cercana a lo que debían de ser los honores a un jefe de Estado. Sin llegar a tanto, el status adecua­do para un líder político y sindical, para el representante de un sector de los trabajadores españoles. Organizaría una gira e invitaciones bilaterales. La habitación le parecía de todo lujo y no se cansaba de hollar las alfombras de flores, pájaros y un dibujo como de celosía. Luego se sentaba al escritorio y admiraba el agotador martirio al que había sido sometida la madera. Rossa tendría que hacerle una foto así, dispuesto a firmar algún documento con la pluma nueva.

  • No debemos salir demasiado tarde -le recordó ella-; Hay mucho que ver. Sin ir más lejos, ¡qué preciosidades en esa calle principal!
  • Sí, hacen cosas espléndidas. Y sin explotar a nadie, como digo en mi informe.

Y Martín dio la vuelta en torno a una enorme y barroca imitación de jarrón Ming colocada junto al ventanal.

Mientras Bety descansaba, Máximo, que no dormía la siesta jamás, había bajado a dar una vuelta por los alre­dedores. Pasó un grupo de niños guiados por sus padres o maestros para que repitieran unas frases, llevando el rit­mo con pies y brazos, y levantaran al unísono pequeños soles con la efigie del Presidente. Lástima no haber bajado con la cámara. Los niños tenían la edad de Marcos. Mejor que Marcos no estuviera allí. La concordancia del grupo le pareció admirable. Por lo demás, las calles adyacentes eran todas similares, no ofrecían sorpresas ni bullicio y la calidad de la luz era homogénea y plana. Volvió al hotel.

¿Por qué en Amdo, también en Amdo?

¿Por qué todos los perfumes extraños, todas las nieves de todas las montañas, todos los años no bastaban para enjugar en el recuerdo de Vera los besos torpes de Xei Wen, la mano trepando como podía entre la ropa, dándose prisa, la

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fría losa del pasillo contra la que la apretaba, de forma que ella tenía el cuerpo prensado entre una sutra que prometía sin duda vida eterna y espiritual y el cuerpo de él en el que era fácilmente perceptible el sexo excitado y ardiente? La piedra estaba húmeda y él la apretaba de tal forma que Vera temió salir con los textos impresos en la espalda. Xei Wen procuraba besar con esa velocidad con la que había visto ella despachar a la gente sus cuencos de arroz en los restaurantes, sin conversar, sin beber, afanados sobre la taza. El recodo del pasillo apenas les cubría a los dos en el caso de que alguien entrara.

–  Ven -le cogió por los hombros sacudiéndole ligeramente- ven.

Xei Wen balbuceaba disculpas sin cambiar de actitud.

–  Nos pueden ver. Vamos para adentro. Ven -insistió
Vera.

Tiró de él cogiéndole la mano.

El suelo estaba también cubierto, a trechos, de inscrip­ciones breves. Vera recordó el nombre del templo: «De las Tres Virtudes Escondidas». Amén de la patente y masculi­na urgencia de Xei Wen, ¿cuáles serían las otras dos? ¿Les observarían, con su tolerancia habitual, los seres búdicos? ¿Prepararían en algún lugar sus fuegos antiguos y moder­nos inquisidores? Sintió, su mano entre la suya, una inmen­sa oleada de ternura protectora, de ternura culpable. A la natural agresividad de los gestos del hombre faltaba la víc­tima, que ella no era, pero en cambio el peligro giraba en torno a Xei Wen, si lo descubrían, si se enteraban.

Aterrizaron, de rodillas, detrás de una vieja capilla. Había restos de cera y círculos quemados de papel. Apenas podían verse. Ella sacó su linterna y la colocó en el suelo inclinada de forma que el haz recayese sobre él. La tenía cogida por la cintura con una garra nerviosa.

–  Tranquilo. Espera que nos veamos.

Vera procuró despejarle de ropa el pecho reflexionando sobre cuan difícil es desnudar a un chino excepto en tempo­radas de canícula. Colocó las palmas de las manos a ambos lados del cuello y presionó sobre la lisa piel.

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–  «¿Es guapo?» -se dijo. Y enseguida- «¡Qué guapo es!».

El primer movimiento había sido de observación distan­ciada por el pliegue de los ojos raros, la forma de la nariz, la aspereza del pelo y aquella piel lampiña de pergamino. No le gustaban la sonrisa ni los dientes y, visto tan de cerca e inminente, el cuerpo la intimidaba y retraía con su textura de otra especie. Fue una impresión rápida que pasó como las sombras.

–  «¡Qué guapo es!» -se dijo de nuevo.

Y ya no hubo pliegues de los ojos ni color ni olor alguno, sino Xei Wen que llegaba, al fin, hasta ella tras el cami­no que había recorrido milímetro a milímetro durante los últimos meses.

  • ¿Dónde has llevado a los extranjeros? -preguntó Kao.
  • A la guardería y a la escuela elemental. Luego les die­ron una comida junto al río -respondió Wu.
  • ¿Pudiste hablar?
  • El estaba ocupado haciendo fotografías y luego tomó notas del restaurante porque le interesaba filmar los estan­ques de las carpas. Su mujer charló más pero no creo que ella pudiera hacerlo: se interesa por muchas cosas pero el centro es su marido como en las varillas de un abanico.
  • ¿Hicieron algún comentario cuando tradujiste la letra de las danzas?
  • Encontraron que los niños estaban muy graciosos y les interesó el número que hacen vestidos de tibetanos reci­biendo plantas de arroz. Por cierto, Mai-le envió a su madre noticias desde el Tíbet: tienen que vivir como soldados, no pueden salir solos, ni pasear cuando oscurece porque es pe­ligroso; incluso de día la gente les escupe.
  • Les escupe el arroz supongo. A esos indígenas no les Pero a nosotros sí.

Kao se rió y carraspeó a su vez a un lado. Wu le miró con sorpresa y reproche. Se sintió obligado a responder:

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–   Tratamos de hacer democrático nuestro país, no de
traicionarlo. Espero que no harás a extranjeros estos comentarios.

Instintivamente, para «extranjeros» Wu había empleado, no el moderno «Huéspedes», sino el término antiguo tradi­cional, el que aludía a los honorables diablos del exterior.

–   Es una broma -Kao se le había acercado al hablar-, pero ni los indígenas quieren que vayamos al Tíbet
ni a nosotros nos gusta estar allí. También habrá que tratar
los asuntos de fronteras en su día.

Kao era alto y parecía un poco un occidental, pensó Wu, con esos ojos redondos y el pelo peinado detrás de las ore­jas. En tiempos Wu sabía que hubiese querido ser actor, que evolucionaba, orgulloso y ágil, por la escena del teatro del colegio y hacía retroceder, más con sus gestos que con su lanza, a monstruos espantables, reaccionarios obesos que se empequeñecían ante su estatura. Sólo muchos años después se atrevió Kao a confesarle que en realidad envidiaba a los actores de Hong Kong, a los que podían expresar suaves matices en una habitación blanca y negra y que se hacían escuchar por una mujer con bata larga sentada en el sofá. La mujer de Kao -apenas la recordaba en su fugaz visita de hacía dos años- había sido el último sueño de su com­pañero, era una muchacha cuya familia materna venía de Manchuria y su perfil era idéntico al de las princesas de las viejas fotografías de la corte, sus ojos parecían maquillados por las pestañas y unas largas ojeras color ceniza. Y tenía pechos, esto Wu lo recordaba muy bien con sonrojo, tenía pechos marcados bajo cualquier chaqueta, pechos altos que daban un aire distinto a los jerseys y al cuello de la blusa.

El caso de la mujer de Kao estaba allí, en el informe, junto al de Wu y el de su hermano, con el de los padres de Lan y con el de la diminuta Su-eh, que les había ayudado ahogada por el asma: «Su-eh, 37 años, profesora, natural de Kow-low, distrito de Shanghai. Enviada primero a una comuna del noroeste, a mil doscientos kms. de su ciudad natal, y luego a una escuela a ciento cincuenta kms. de la comuna anterior. Obligada a separarse de su marido, por

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razones de destino laboral, desde el segundo mes de ma­trimonio, separada de su hijo, que reside con los abuelos, al cumplir tres años éste, y de su hija a los seis meses del nacimiento. En ambos casos el Gobierno juzgó, como es ha­bitual en personas desplazadas, que la permanencia de los hijos junto a su madre perjudicaba a la actividad laboral de ésta. Su-eh padece una lesión cardiaca y asma crónica, y lleva doce años solicitando que nuevos destinos permitan a la familia reunirse… «.

  • ¿Sólo estos nombres? -Kao contó los folios.
  • Me dijeron que, para que algo se haga, hay que propo­ner casos concretos. Una vez comiencen a ocuparse de este informe, de nuevo solicitarán, desde Hong Kong…
  • ¿De verdad crees que los extranjeros se van a ocupar de nosotros? ¿De verdad crees que se van a ocupar de cosas como ésta, de estupideces como ésta?

Wu le miró con reproche y cansancio. Kao se había ten­dido en el catre sorbiendo el cigarrillo vorazmente y le ob­servaba con ojos burlones, compadecidos y rencorosos a la vez. En una taza Wu había escurrido el resto de aguardien­te. Ambos tenían miedo, pero era un miedo tan antiguo, tan integrado, que perdía buena parte de su fuerza. Se resumía ya a los simples gestos del que teme, a la forma de ajustar un visillo, de colocar sin ruido la botella, a la manera de tratar las páginas del informe, como si dependiera de ellas el destino de lejanas centrales nucleares y de las reservas de los bancos. Kao, aunque se agarraba a la propia, sonreía sin embargo a la esperanza de Wu, se burlaba de ella como un conjuro para domesticar a la altiva suerte.

  • ¡Los extranjeros…! -escupió al suelo y a ellos- ¿Qué hicieron? ¿Cuándo lo hicieron? A tu amigo, al que paseaste tanto como quiso, le faltó tiempo para darte el esquinazo en cuanto descubrió un pez de categoría a quien halagar.
  • Es su trabajo. Para sacar noticias -respondió Wu.
  • Y algo más que noticias. San-lu está muy bien situado, tiene planes.

Kao nunca había simpatizado con los extranjeros, desde sus tiempos en el departamento de prensa y archivo, cuan-

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do le ganaba una cólera sorda al leer los artículos de diarios occidentales sobre China. Habría simpatizado aun menos, pensó Wu, de ver a Martín que, como un gran mastín mi­raba los sillones, la mesa tallada y los subalternos con los ojos golosos con los que éstos y el mismo Wu acariciaban las fuentes de pato laqueado mientras traducían.

  • El fotógrafo es más desinteresado. No le importan los dirigentes ni su política. No parece que quiera ventajas. Su mujer está siempre preguntando por artesanías, tejidos, al­farería popular -explicó Wu.
  • ¿Te ha escuchado alguna vez? ¿Te preguntó algo… in­cómodo?

Wu sonrió sin optimismo ni inocencia y bebió de la taza de aguardiente antes de contestar.

  • Me temo que no estoy en el objetivo de su cámara, y ni siquiera soy bastante artesanal para su mujer.
  • ¿No probaste a tirarte al estanque de las carpas o a posar como parte del paisaje en la Colina de Carbón?

Ambos dieron una palmada, como si recogieran la ironía entre las manos. Kao dijo:

  • Bien, Wu, bien… Tal vez así les gustes. De todas for­mas tenemos que recurrir a alguno de ellos porque lo otro nos falló, porque es la oportunidad de pasar el informe, porque opináis que vale la pena -sorbió aguardiente chas­queando los labios- … pero ellos nos fallarán, a ellos no les Siempre es lo mismo, somos tantos millones, se supone que somos tantos problemas, que nunca nadie es nadie, ni tú ni yo somos nadie. A cualquier asunto con­creto los extranjeros contestan, como decían aquéllos otros, «Claro, ustedes son mil millones de personas, y con tales dimensiones los problemas requieren medidas sobre las que no podemos opinar». Y no opinaban. Vieran lo que vieran, no veían. Veían mil millones, nunca de uno en uno.
  • Ahora no es como al principio -objetó Wu-. Ni como en la Revolución Cultural.
  • Todavía no has entendido que los extranjeros vienen a ver lo que no tienen: la Revolución, la Gran Muralla… ¿Qué decía aquel italiano, eh? Se pasó media hora explicando que

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nuestras danzas en honor del Presidente no eran culto a la personalidad sino que se comprendían perfectamente por las especiales características del pueblo chino e indicaban, en realidad, una liberación colectiva.

–  En mi unidad hacíamos -recordó Wu, soñador- la rueda de los girasoles en torno al libro luminoso que contenía los pensamientos de Mao y que nos hacía crecer -y añadió con la misma dulce sonrisa:- todavía tengo pesadillas de esto.

Acompañando con gestos, Wu se balanceó frente a un invisible retrato.

  • Déjalo, déjalo. Pueden oír algo al lado, y hace… dema­siado poco tiempo. -Kao se había levantado para revisar el informe y tenía las manos extendidas sobre la tapa de hule, como si leyera todas las fichas a la vez-. Aquí estamos con nombres y apellidos. Nunca antes habíamos estado así. Ese era nuestro problema y nuestra ventaja, nos escurríamos entre las consignas y los dirigentes, cantábamos, íbamos a las movilizaciones, y esperábamos vivir alguna vez con quien queríamos, no demasiado lejos de nuestros lugares de origen, de nuestros hogares, no demasiado mal.
  • Con esto es posible que ahora no tengamos que espe­rar a ser viejos para hacerlo, -dijo Wu-. Cuando ayudé al periodista a hacer unas encuestas que le habían encargado sobre los derechos civiles, procuré ir exponiendo algo.
  • Y ¿qué te dijo él?

Wu tardó unos instantes en responder:

–  Cortó enseguida el tema diciéndome «¡Primero el arroz,
primero el arroz para todo el país!».

Sólo las pupilas de Kao se rieron al preguntar:

  • ¿De qué restaurante salíais?
  • Del especializado en setas. En la lista que el extranjero se había hecho lo tenía subrayado.
  • Lo mismo hubiera dicho San-lu, pero añadiendo las ne­cesidades del proletariado, la conciencia de clase y el pen­samiento maotsetung.

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-Antes, Kao, antes. Ahora San-lu añade siempre las específicas características del pueblo chino, y los imperativos de la producción.

No quedaba ya ni una gota de aguardiente y la atmósfera estaba densa de humo de manera que los muebles, la sábana y las tapas que protegían el fajo de hojas parecían cubiertos de una capa húmeda mezcla de hollín, estancamiento y sudor. Kao había sacado su cartera y Wu la suya, de la que el primero extrajo un sobre plegado y el segundo un recorte, dos cuerpos desnudos de mujer que esperaban, tras su espeso maquillaje, tendidas sobre almohadones rojos.

–  De Hong Kong -explicó a Kao-. Me lo pasaron antesdeayer.

Kao recorrió los perfiles con la larga uña del meñique.

-No son muy jóvenes -dijo.

-Son hermosas mujeres. Mira el vientre y las piernas. Wu pensaba que los pechos eran como los de la mujer de

su amigo.

-Puedo intentar recortarte una, pero están bastante juntas -ofreció a Kao.

-No. Guárdalas; se estropearían. Me las puedes dejar alguna vez que otra.

-¿Vendrá tu mujer este año? -preguntó Wu.

Kao tuvo en la boca un rictus de viejo al responder:

-Vendrá en Año Nuevo probablemente; no es seguro. Si es como el año pasado, quizás valdría más que no.

-¿Que no?

-Teníamos prisa por lo del niño, es menos fácil cuanto menos joven. Mi madre, sus padres, insistían, repiten que se van a morir sin una nueva generación. Pero la culpa no fue de eso, no fue de ellos; no toda. Estuve meses calculando cuándo llegaba, incluso anoté los retrasos de los trenes, las tempestades de arena y los desprendimientos que dañaron la vía el año pasado. Sabes lo que pasó, sabes que se redujo todo a la mitad de tiempo, que me llamaron, que le falló el amigo que iba a conseguirle la conexión para el enlace, el tren que calculábamos.

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Kao echo mano a la taza vacía de aguardiente. Jugó con ella y la dejó otra vez.

-No pude -miró a Wu de soslayo, y a la pared-. Cuando al fin llegó ella, los pocos días que estuvo, no pude. No pudimos hacerlo la última vez.

Máximo miraba al objeto sobre la mesa con una repugnancia casi ecológica:

-¿Y esto a qué viene?

-Wu parecía muy interesado. Me dijo que te había hablado ya, que esperabas un resumen -respondió Bety.

-¿Esperar yo? -exclamó él con un acento entre irritado y divertido-. Quizás… Algo dijo, cuando entré a enseñarle muestras de revelado, en la cámara oscura. Pero no presté atención, estaba pensando en las imágenes del túnel.

-De todas formas es un tipo raro, tristón, depresivo. Ya viste qué poco disfrutó en la reunión y el contraste con San-lu y el otro.

La carpeta, de cartón y atada con cintas, desentonaba en la mesa cubierta de objetos modernos: lentes, filtros, catálogos, pruebas. Bety sintió el enojo de Máximo ante la intromisión y la puso en el sofá, junto a la lámpara, para echarle otro vistazo. El papel finísimo, crujiente, estaba cruzado por rayitas de una tenue color rojizo. La escritura, en un inglés rápido y atiborrado de faltas, resumía datos sobre gente.

-Imagino que se le ha ocurrido que podemos intervenir al respecto. Algo así te dijo, ¿no? -aventuró Bety.

-Ni me acuerdo. Desconecté de su historia. Me recordaba irresistiblemente a las misiones, o a los Testigos de Jehová.

-Puede que él pertenezca a alguna secta, religiosa o no -Bety siguió el razonamiento dubitativamente-. Todavía quedan. Ese interés, ese secretismo… y tan poco humor…

-Son una gente imprevisible, la minoría de intelectuales acomplejados.

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-No se dan cuenta de que el régimen no puede dar todo a todos-. Bety cerró la carpeta, pensativa.

-Ya lo decía Martín, quien, por cierto, me ha explicado lo mucho que en un tiempo en este país es posible hacer en mi terreno. Es un tipo de una claridad práctica tremenda.

-Que no te viene nada mal, y hay que pensar en Marcos, concretar cuándo traerlo.

-Dejemos los papeles para devolverlos. Mira lo que te traigo.

Máximo cortó las cuerdas de un envoltorio rectangular marrón.

–  Encontré en un anticuario una colección de viejos retratos de boda y de las concubinas, y los hijos, de un señor de la guerra, -explicó a Bety.

Sobre el sofá se esparcieron caras y cuerpos en gestos frontales y hieráticos, acompañados de flores y porcelanas. Bety se apelotonó junto a él. Máximo pasó la mano por la piel, siempre tibia, de su muslo. Los dos rieron de la inútil bravura en el gesto de un general anónimo, erguido junto al peinado barroco de su esposa.

La casa parecía reflejar la espléndida luna en todos sus objetos y establecer con ella y sus moradores un lazo directo que los aislaba del mundo exterior, de la ciudad cuyo gran atractivo era serles de vida fácil y ajena, dejar a Máximo libre de los conocimientos inmediatos, de la contingencia excesiva del país originario, dejarle libre y único, con Bety y con su cámara, con la fina película que, como el cerebro tras la lente de su ojo, plasmaba la escogida auténtica realidad.

Los muebles, la cortina y la alfombra ofrecían otras tantas suavidades de muslos; el vaso mismo con su contenido, las cartas en el escritorio y la navegación pausada del tiempo eran caricia y refugio como una piel. El silencio, inalterable en la ciudad ajena, daba cierta sensación de omnipotencia.

Él recostó la cabeza en el regazo de Bety, atrapó entre dos dedos los rizos y alzó la boca para que la besara.

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– ¿Me quieres? -dijo a Bety.

La vio reflejada en las lentes sobre la mesa, en sus propias fotografías y en el cristal de la ventana. La vio, tibia, en todos los lados, la vio al día siguiente, y al otro, y al otro, despachando cartas, con Marcos de la mano, explicando a extraños una cuestión banal, ofreciéndole, sin sus amargas contrapartidas, los tranquilizantes goces de las estructuras medias cotidianas, de los aprobados ritos familiares y sociales.

Luego la mezcló con imágenes excitantes y violentas, filmadas y compuestas por él y por otros: los flancos, brillantes en el río, de aquella muchacha de los cortos publicitarios, el mohín de impaciencia y de voluptuosidad de lejanas artistas, los labios del anuncio de un refresco y los dientes en un fondo sangriento y expectante de lengua y encías. Incluso evocó el atractivo erótico y sutil de los gélidos maquillajes de las concubinas, de su esencia de cosas captada fielmente por los viejos retratos.

Recordó que Sartre se había definido como un amante, más que un penetrador, de mujeres, y un hábil gozador del sexo oral. Palpó, glotonamente, las imágenes.

A veces, en esos perfectos momentos de contentamiento con su persona y con su medio, irrumpían en el mundo de Máximo otras imágenes a las que el recuerdo no había aún depurado de su olor y de su sonido, brutales imágenes reales entre las que destacaba la estúpida risa de una muchacha, el gesto perplejo de otra, de sus desdeñosos hombros al alejarse. Llegaban con el tufo de mercado de lo real, destrozando tibiezas y amables objetos, desgarrando penumbra casera, sedosas mañanas y calendario acogedor.

Máximo experimentaba una profunda desazón -que había logrado transmutar en su mayor parte en indiferencia -ante la confrontación directa con los seres, sin imágenes ni símbolos. La trayectoria de su generación le había ofrecido primero un vago, y lejano, decorado de signos sociopolíticos, al que enseguida yuxtapuso la conmovedora relatividad subjetiva de un yo gloriosamente impreciso y cobarde. A esto añadía Bety, con su fidelidad femenina de animalito

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inseguro de cuanto no fuera últimamente el amo, su ingenuo vitalismo vicario del que Máximo se servía para gozar de una imagen social común que le liberaba a él de mayores contingencias. Por las ventanas de ese castillo, desde las saeteras de ese cuarto de estar, asomado fugazmente a sus murallas y ajustada a las troneras su cámara, él disparaba y recibía, captaba y juzgaba lo captado, llevaba a cabo con agradecida mansedumbre y diversión su cuota de ritos domésticos cotidianos, y su corazón a veces se aceleraba en la presencia fuerte de un Martín, de un San-lu, de «grands fauves» hacia las que, al pasar éstas cerca de su vida, se inclinaba él inconscientemente.

El pelo de Bety, fuerte, ensortijado, le producía una agradable impresión deslizándose sobre su cuerpo. Cerrados los ojos, lo veía brillante y oscuro y, yendo atrás en los años, peinado en grandes ondas recogidas con un pasador de concha. Había un camino de piel extremadamente suave que nacía en el hueco bajo el hombro y que descendía por el flanco hasta terminar en la vía regia del interior de los muslos.

-¿Si nos vamos a la cama? -le dijo.

-Me pide el cuerpo aquí, me pide algo de improviso -respondió Bety.

A Máximo le hubiera gustado tener delante aquella foto de las caderas de ella y de su mano, pero no lo dijo. Dejó las gafas en el mueble y desterró por segunda vez la risa intempestiva de muchachas del recuerdo.

-¿Me quieres? -preguntó Bety.

-¡Te necesito! -suspiró Máximo echando la cabeza hacia atrás.

 

-Creemos que a usted no le dejarían hacerlo -decía suavemente Wu-. No después de lo del Museo de Historia.

-¿Ya lo saben? -Vera escuchaba con la barbilla en los brazos, salpicados a trechos de pecas y de pequeñas gotas de sudor.

-Lo saben y lo sabemos todos; se dijo en una reunión.

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  • Realmente la notoriedad aquí cuesta poco. ¿Estoy, pues, entre los indeseables?
  • No está entre los indiferentes, y aun menos entre los que se consideran de confianza.

Ah, sí, la novela de espías salía muy barata en China y podía reproducirse luego a incontables formatos. Bastaba con que todo fuera parcialmente prohibido, parcialmente secreto, con unos límites marcados sólo por disposiciones anónimas, coyunturas, circunstancias. Bastaba con la feroz dinámica generada por un grupo diferente, privilegiado y endogámico insertado en un gran cuerpo limoso dotado de mil millones de cabezas. Ellos, los extranjeros, debían ser mantenidos como tales por común acuerdo del poder indí­gena y de la conveniencia foránea. Los millones de víctimas de la Revolución Cultural (ya menos «la Gran Revolución Cultural Proletaria») se habían hundido en el no-persona, en la indiferencia del resto del planeta, ese planeta que sin embargo se volvía estrecho y empujaba ya con su ausencia de límites los extremos de grandes países e iba disolviendo como un ácido viejas fronteras. Pero los millones se habían hundido en la nada, sin salir de ella, ante las miradas azu­les e inteligentes de Simone de Beauvoir y Sartre, y entre los suspiros europeos por un paraíso que no había existido jamás.

Wu creyó que ella se sentía molesta y rompió el silencio con una sonrisa añadiendo:

–  De todas formas se puede hacer un doble ejemplar, un resumen sin nombres propios que quizás usted lleve más tarde. Intentamos todas las posibilidades, pero, ya que nuestra
situación sólo puede ser cambiada citando casos concretos,
debemos asegurar las máximas probabilidades de éxito en
la entrega.

Vera le sonrió a su vez:

  • Y tu situación ¿la cambiará?
  • Eso espero, aunque fuese por unos años. La vida no dura siempre, ni las ganas de vivirla. A Lung, por ejemplo, ya le es igual.
  • ¿Quién es… ?

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  • Usted no le conoce, pero él fue amigo de mi hermano Se ofreció para dirigir un grupo de estudio de ma­temáticas y los más jóvenes de sus alumnos le acusaron de feudalismo clasista porque no daba calificaciones altas a los hijos de cuadros campesinos ya que su nivel de enseñanza era exigente, muy bueno, creo. Le gustaba. Fue enviado a una aldea, a dos días de tren de su domicilio familiar. Como no había querido firmar unos certificados de capacitación de los hijos de cuadros del Partido, le tuvieron haciendo labo­res agrícolas durante largo tiempo. De todas formas, ellos entraron igual en la Universidad. Hace muchos años de esto, fue en el primer movimiento de depuración de intelectuales. Nunca ha salido de allí pero rehusó casarse con una mujer local aunque la suya se había divorciado vistas las circuns­tancias, o quizás contra su voluntad y presionada por el Comité. Del cultivo de la comuna pasaron a Lung a la es­cuela primaria. Él dice que lo que más le cuesta es poner en clase problemas de matemáticas sencillos. Pero lo demás le da lo mismo. Es viejo, tiene debilidad en la sangre y ya no se plantea cambiar.

-Tú eres joven.

-Todavía soy joven. Todavía puedo vivir mejor, enseñar cosas a mi hijo.

Wu no parecía joven. Ni viejo. No parecía nadie, así, sentado, del mismo color que las paredes y casi con las mismas manchas, con las manos apoyadas en el cajón lleno de candados y una intensa esperanza infantil asomada a las pupilas como el ilusionado inquilino de una casa cuartelaria y gris. Vera buscó otros temas de conversación para no decepcionarle. Pensaba: «No estás de moda, Wu, no estás de mo­da. Vamos a hacernos ilusiones, pero me callaré que no estás de moda, que en ese Occidente humanitario y amante de derechos al que te imaginas tu diminuta tragedia de libertad vigilada y de desgaste no levantará indignación y, lo que es peor, tampoco curiosidad. Hay precedentes, mucho más es­pectaculares, cercanos y difundidos que los vuestros, que se han hundido siempre en la sordera cómplice de la progresía occidental. Rumania, Hungría, Albania, Polonia eran los vecinos del barrio. El informe sobre la Unión Soviética, las

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purgas y las eliminaciones circuló al alcance de quien qui­siera leerlo. Sabían, sabíamos, pero cuan útiles erais, sois, gran pantalla muda y sonriente de los lejanos exorcismos europeos, del ideal proclamado entre la copa y el café. Y ahora, además de hundiros con vuestras balsas camino del capitalismo o servir de blanco a los disparos en la carrera hacia un muro divisorio, se os ocurre ser libres, acostaros diariamente con vuestra mujer, vivir con vuestros hijos, ha­blar, leer, pensar. Sois el lunar en el rostro de este paraíso. Pertenecéis a la minoría, por siempre. Pero no a las visto­sas y ruidosas Minorías Nacionales. Mucho me temo que el nacionalismo os importa poco y que, en realidad, lo que deseáis es pareceros al hombrecito de Amsterdam, Milán o Madrid. Habéis pasado de ser traidores al Hombre Nuevo a ser traidores al Buen Salvaje (y vosotros sin enteraros); y, de ahí, a formar parte, al menos como aspirantes, de la abu­rrida comunidad de democracias burguesas del planeta».

Los últimos sorbos del té tenían un sabor rancio y desa­gradable. Wu estaba hablando de comprar para su hijo una grabadora. Muy buena para aprender idiomas; si pudiera.

«No estas de moda, Wu. Y ahora tampoco ofrecéis en el informe ningún goloso incentivo de sangre, aventura o folklore. Algo hay de torturas en él, bastantes asesinatos legales precedidos por simulacros de juicio, vagos mapas de grandes campos de trabajos forzados. Vuestro apartado -disfrazados, anodinos exilios que duran casi lo que una vi­da, matrimonios que se ven y se aparean una o dos veces por año, asentimiento, silencio, sumisión- es el menos pe­rentorio. No es «cool» interesarse por tus insulsos derechos, por tu concreta persona que apenas ocupa espacio ahí, so­bre la silla, que no se ve en una reunión y que el tiempo deteriora y corroe con la desvergonzada dependencia de los seres reales; la misma que te hace pedir auxilio y esforzarte en alcanzar un primer plano muy por encima de tus po­sibilidades. Si llega el informe, ese grupo internacional se ocupará de ti, leerá vuestro capítulo, ordenará, numerará las páginas. Si llega el informe. Enviarán un documento, habrá llamadas en despachos. Quizás eso mejore vuestra suerte, o quizás os cierre algunas de las puertas de vues-

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tra ya restringida prisión. Pero no estás de moda, vuestras novelas carecen de mercado y despiden el mensaje ajado y molesto de la implicación.»

El autocar de Lhassa se introdujo de nuevo en un globo de niebla. Los monzones eran un gran rebaño con cuyas la­nosas masas que pastaban la rala capa verde se iban topan­do poco a poco. La altura no había aportado la paz, todo lo más cierta embriaguez dolorosa y jadeante. Las burbujas de vapor opaco no encerraban para Vera el olvido sino, aposen­tados en ellas, todos los antiguos personajes dispuestos una vez más como para una fiesta, una de aquellas frecuentes reuniones con las que se reemplazaban las salidas nocturnas y la vida social. Ellos, los occidentales en aquella China del pasado, esperaban inalterables a los años y asidos a la bruma, distorsionados el espacio y el tiempo y reproducidos todos los escenarios con las piezas troceadas de los recuerdos. Una fiesta, una vez más una maldita reunión a la que arrastraba sin embargo la inercia del calor humano.

El acuario colonial estaba más concurrido que de costumbre, se sacaron sillas y uno de los altavoces al jardín. Había venido gente levemente conocida por unos y otros. Sorprendentemente, pese a los años transcurridos, Vera recordaba con mayor precisión física a la persona que menos había frecuentado, a Clara, con su ropa de seda flotante y discreta en torno al grueso cuerpo, recordaba los ojos de Clara, azules, menudos y como empequeñecidos por los grandes pómulos y por la tensión de las bandas grises de pelo anudado en la nuca.

-¿Qué tal el trabajo, Clara?

-Aburrido como el resto de lo que una puede hacer aquí. Pero me voy de vez en cuando a Hong Kong a respirar un poco de vida libre.

-Libre exclusivamente para los ricos -dijo Rossa. También Martín alzó una mirada de franca reprobación y comentó a su grupo:

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-Esa mujer no tiene el menor tacto. Podrían oírla los compañeros chinos.

-Le importa poquísimo. Lleva aquí desde que abrieron la delegación de Estados Unidos; imagino que todos esos yanquis tienen estatuto diplomático -aclaró otro.

 

-Habla todas las lenguas que te puedas imaginar -añadió una peruana-. Igual nos está espiando.

-La invitó Maurice, mi amigo francés. Son vecinos y él va a las actividades del consulado americano -explicó Martín.

-Oye, ese Maurice debe de estar al corriente de cómo anda lo de los visados para Estados Unidos -se interesó la pareja latinoamericana.

La conversación empezó a girar en dos ruedas concéntricas: la de política general describía la estrategia norteamericana en el Tercer Mundo, su intolerable prepotencia y manipulación informativa. En sentido opuesto giraba una rueda coyuntural compuesta de anhelos personales en la que varios de los presentes aventuraban posibilidades de trabajar en Nueva York o California.

-Esto es un lujo, incluso hay hielo. ¿Serías capaz de fabricarme uno de tus cócteles? -pidió Clara a Maurice.

-Por supuesto -él improvisó un recipiente para batir la mezcla.

-Perfecto. Como el Pequeño Libro Rojo, agítese antes de usarlo.

Clara sonrío agradecida, dejó que le llenara ampliamente el vaso y se fue a sentarse en el exterior.

Se decía que ella dominaba incluso los incomprensibles idiomas de Centroeuropa. Martín, que se defendía penosamente con el inglés, recibía informaciones de segunda mano a través de Maurice. Aunque Clara era persona de interés y utilidad potencial evidente, había renunciado a la idea de cultivar su amistad porque la mujer no parecía sentir ninguna predisposición hacia un trato más frecuente con él. Era ella, en general, distante y fría, como si la edad la hubiera ya depositado al otro lado de un río cuyas aguas no le ofrecían ningún viaje más. En las escasas reuniones en que se la había visto solía apurar, acomodada en su asiento, un

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vaso lento y renovado, sin más trato social que una mirada flotante sobre los presentes y muy pocas palabras.

-Represento -había dicho Martín a Clara al presentarse por primera vez-a la Asociación de Trabajadores Intelectuales Españoles en China.

Clara, que llevaba un vestido muy largo verde y un vaso con líquido del mismo color, le dirigió una mirada nubosa y divertida, como si le conociera desde hacía mucho tiempo y desde luego no le interesara conocerlo más.

-Cuánto me alegro -respondió estrechando su mano-;se echa en falta la vida intelectual aquí.- Y se fue.

Martín no poseía un gran brillo ni experiencia profesionales pero estaba muy dotado para la creación de asociaciones, células y comités en los que se adjudicaba puestos de dirección y representación. No era amigo, sin embargo, de que se le identificara con el Partido. El Partido ofrecía una poderosa plataforma en la que él se movía bastante bien, pero hasta para el más lerdo estaba claro que no eran en Europa los dirigentes de una dictadura del proletariado los que iban a ocupar los despachos similares a la magnífica habitación del hotel y que, fuera del discurso político, la Gran Socialización era tan viable como la Arcadia; ningún español deseaba sus realidades económicas pero muchos se complacían en sus consignas. Utilizaba Martín con profusión el sindicato, dentro del cual había formado en España varias secciones. Ahora, en cuanto captase un número apreciable de compatriotas -y latinoamericanos, con los que unían lazos fraternos-, comenzaría a organizar visitas, giras e invitaciones dentro del Proyecto para la Amistad y Cooperación, del que sería Secretario General. Estaba ya incluso diseñando una insignia y membretes para las cartas, que solía imprimir y acuñar sin gastos para él ni sus asociados utilizando materiales de su trabajo.

-¿Por qué está usted aquí? -le había preguntado Vera a Clara.

-Por dinero. ¿Qué otra razón podría tener?

-Muchas. El país es interesante, su proceso único, la gente…

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-Pruebe usted a vivir con lo que ellos cobran a ver qué me dice -le cortó Clara-. O, mejor, viva además lejos, en el interior, en esos lugares idílicos a los que no podemos acercarnos.

Luego el tono de Clara se dulcificó ligeramente, con ayuda de un generoso vaso cuyo contenido acababa de renovar.

-Puede que a mi edad el dinero sea más importante que a la suya. ¿Le ha hablado alguien del precio de la vivienda en Nueva York, del sistema privado de pensiones? Ser viejo es prepararse para una guerra.

-Lleva usted un camafeo muy bonito.

-Es casi lo único que pude sacar. Cuando salí de Polonia, me refiero.

-Tuvieron que ser años duros. El nazismo… -dijo Vera.

-Le estoy hablando de justo después de la guerra, cuando nos ocuparon los rusos y supimos que nadie, ninguna de las potencias, iba a intervenir, que nos habían vendido.

Clara saltó de tema sin transición, se quitó el camafeo y, colocándolo a contraluz de la llama del mechero, se lo mostró en transparencia.

-Precioso. ¿Tuvo que dejar lo demás allí?

-No me tome por una gran duquesa rusa. En realidad esto fue de mi bisabuela. No tenía un cofre de joyas. Pero siempre te parece que dejas uno cuando te obligan a huir.

-Ya lo sé. Siempre las mejores joyas están en los cofres cerrados, en los que nunca tendremos ocasión de levantar la tapa.

Clara la miró por vez primera de forma personal y con cierto interés que era como una pequeña mota de luz en un cielo de nubes rápidas.

-¿Debo entender que usted también ha dejado cosas atrás? Se refiere, naturalmente, a su país de origen, al que va a volver cuando termine aquí, ¿no?

-En absoluto -Vera sacudió la cabeza y pensó con irri­tación «Esta mujer, por su edad o lo que sea, se cree que es la única que tiene un pasado». -Me refiero a otros lugares en los que he vivido.

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–   Ah, vivió en más países. Algo había creído advertir.
No es el caso de sus amigos por lo que he podido observar.

Era una curiosa observación teniendo en cuenta el po­co trato de Clara con sus colegas. Entonces se levantó pa­ra marcharse, aunque era muy temprano, como si hubiera cumplido su deber apurando el último sorbo, pero antes dijo a Vera algo sorprendente:

–   Maurice sabe dónde vivo. Si le apetece ver algunas
cosas viejas puede usted venir -y salió.

Maurice estaba ayudando -Maurice ayudaba siempre- a enjuagar vasos, a disponer en la bandeja pastas variadas; era estupendo, era un amigo, pensaba Bety, ese amigo con el que cuentas para un trámite, que te asiste en la mudanza y que te enseña esos monumentos que a Máximo le aburren y es una lástima marcharse sin ver. También había acom­pañado a Máximo en un rodaje y eso reforzaba su amistad con Bety porque establecía un encantador triángulo de sim­pática lealtad que era precisamente la forma adecuada de relación. Bety sentía mediar una distancia infinita entre su relación con Máximo y las de sus viejas amigas de adoles­cencia. Ellas -Menchu, Rosi, Eva María- eran señoras casa­das, señoras de su casa, con peluquería, porcelanas y chalet a plazos. Bety sin embargo era esa libre, indispensable mu­jer auténtica que evolucionaba al lado de la originalidad de Máximo, con el que reía y compadecía la seriedad y atadu­ras de los otros. Ella era como Cristina, la compañera de Iván, como Candy, la de Rafa, un poco como Rossa. Su extrañeza -y su ira, resuelta pronto en carcajadas- fue sincera cuando un burócrata le puso en un impreso «ocupación: sus labores». Era una mecánica interpretación de datos irrelevantes: Casada con Máximo al poco de dejar el colegio. Ni estudios superiores ni profesión. Esporádicas clases particu­lares, atención al hogar y, últimamente, a su hijo Marcos. Tampoco tenían profesión propia Cristina, ni Candy, pero ¿cómo podía comparárselas con Menchu o Rosi, con esas burguesitas convencionales que corrían de la oficina a la olla y del despacho a la guardería? Sin hablar ya de Eva, que hasta iba a misa y llevaba trajes de marca. Las genera­lidades, los datos económicos, los estúpidos diplomas jamás

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podrían equipararse con su asociación vital con Máximo, con el rico e incesante caudal de actividades e intereses que atravesaba sus vidas y en el que Bety volcaba sus dotes, mal explotadas, de artista plástica, diseñadora y relaciones públicas. Semejante a la frágil y encantadora musa de su director de cine favorito, ese hombre maduro y endeble pero genial que, con sutil ingenio y conmovedora indefensión, se llevaba siempre de calle película tras película a jovencitas bellas y risueñas. Máximo, ella, los otros reían juntos, se reían en un mundo de abundantes amigos e innumerables y aburridas masas anodinas y serias. Sólo, como se respeta a seres sobrenaturales, respetaba Bety a la pasión, que en su jerarquía de valores remaba prácticamente solitaria. Esta justificaba lo que, en otros casos, podía resultar imperdo­nable: la agresividad, el pesimismo, la violencia, la queja. Para la pasión no eran necesarios esfuerzos ni preparacio­nes algunos, estaban de más la reflexión y el pensamiento. La pasión se justificaba instantáneamente y por sí misma y jamás era negada por la pasión siguiente. Lo mismo que la imagen, como decía Máximo.

La fiesta. Esa fiesta concreta irremisiblemente colonial cuyas personas e imágenes habían llegado a través del tiem­po aglutinadas por una sustancia que era, quizás, la ver­güenza ajena que producía el desasosiego y la torpeza de Wu:

  • Mire, querría.
  • Mire, me interesa decirle…

Wu trotaba entre Máximo y su amigo, con esos pasitos nerviosos típicos de los chinos. Martín manejaba, ayudán­dose con amplios gestos, la conversación e ignoraba al otras veces útil intérprete, al que incluso había llegado, en víspe­ras de un desplazamiento importante, a invitar a su casa en un gesto de camaradería fraternal. Martín le esquivaba ahora, apenas un gesto o una frase, dedicado por entero a piezas de mayor cuantía. Se estaba empezando a dejar cre­cer la barba y se había colocado una insignia nueva en la solapa. Con frecuencia cogía a Rossa por el codo y la lleva­ba junto a él, el vaso en la otra mano, de grupo en grupo.

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También a Máximo, empujándolo por los hombros. Había música y ruido. Máximo hablaba de vídeos y de proyectos y hacía reír con anécdotas de su estancia en El Cairo. Bety brillaba mientras en el papel de anfitriona acogedora que multiplica unas atenciones fruto de natural simpatía.

–   ¡Somos imagen, somos pura imagen! -decía Máximo al
círculo de oyentes-; somos entelequias de ficción comunicativa.

Wu no estaba seguro del significado de entelequia, aun­que le daba la impresión de que podía querer decir seres pero menos. Sin embargo algunos parecían más imágenes que otros porque Bety había sacado una foto de su hijo y Máximo se había unido a los comentarios sobre el carácter enérgico de Marcos con un entusiasmo que dejaba pocas dudas sobre su convicción de la rotunda realidad del niño. ¿Serían una ficción su cámara, en el caso de que se la ma­chacasen contra el suelo, o su mujer si un lejano comunicado decidía que en varios años no la iba a ver más?

En cambio Wu tenía la impresión de ser él mismo una imagen cada vez más desdibujada y camino de la inexisten­cia. En aquella ciudad no había muchas ayudas ni muchas ocasiones entre las que escoger. Que su puñado de oscu­ras historias personales interesara a alguien forastero era de por sí extraordinario, que una organización extranjera las tomase en consideración poco menos que increíble. Veía la sonrisa irónica de Kao. Mientras Máximo los redujera a imágenes él, Wu, no tocaría nunca las manos que quería tocar, su vida no escaparía al forzoso marco gris diseñado por los de arriba, los más fuertes, nuevos años se sumarían a sus irreparables años perdidos.

–   Nos filmamos como queremos -Máximo proseguía, feliz-. Nos proyectamos a voluntad -dio un rápido beso a
Bety, que atendía con admiración-. Ya lo decía… -y nombró a un autor moderno desconocido por el auditorio.

En esos momentos Bety le deseaba ardientemente y él lo sabía, cuando el mundo se disponía en una corona de amigos y simpatizantes que oscilaban con la brisa del me­dido escándalo iconoclasta. En esas ocasiones podía ocurrir

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que el recuerdo de una risa burlona, de un gesto desdeñoso, le interrumpieran, empinándose desde el inconsciente, con una destemplada interferencia.

Hablaban de jade, Martín y los otros. El verde del ja-de, el color de aquella muchacha que posaba para el corto. Máximo se reía con ella un poco más fuerte de lo ordina­rio, arrastrado por su risa tumultuosa y por esa forma de meter los labios, nada más verter el líquido, en el gas, en la espuma. Le alabó sus posturas, los planos largos, y ella preguntó:

– ¿Y los cortos? -y sencillamente le echó los brazos.

Máximo había comentado anteriormente a su mujer los atractivos eróticos de la muchacha; incluso habían analiza­do conjuntamente el detalle de que sus pechos, pese a no resultar juveniles, fueran atrayentes. Lo recordó cuando le rozaron, como dos extremidades enviadas a por él sin mayo­res preámbulos, y ella tenía un olor quizás a polvos, quizás a colonia o maquillaje, que no resultaba desagradable.

Máximo salió de la experiencia incomodado por la con­frontación inmediata con otra piel, sin filtro de imágenes posible. Salió irritado por la risa de ella, la cual a fin de cuentas no le entendía ni sabía de sutilezas. Tampoco le hubiera entendido la otra, la oriental. ¿Importaba? Aquella vez él avanzó también su mano hacia el cuerpo agraz, su­dorosos ambos en la cámara de revelado. Volvió a ver su rostro plano, con la fijeza de las adolescentes, surcado por luces rojas, verdes, por sombra, la melena espléndida, la boca. Y también vio, retenido por el recuerdo a su pesar, el gesto displicente de los hombros y la cuidadosa forma que tuvo, ignorándole, de colocar antes de irse los pliegues de su falta de algodón. Este día Máximo se sinceró menos con Bety: había arruinado la salida nocturna a causa de sus es­carceos con una ninfa, con una Lolita asiática de caderas exiguas y pecho casi plano. Pero lo difícilmente excusable en el código «lo compartimos todo» de Bety era su llegada a casa muy tarde sin previo aviso.

Seguía la fiesta.

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Siguió para Vera en el hueco que dejaban las continuas sacudidas del asiento del vehículo, en el frío y la tensión en los oídos; siguió desprovista de sonidos y alejándose len­tamente las figuras como alguien que camina hacia atrás distanciándose de los cuadros de una exposición. Los pro­tagonistas, jóvenes en su mayoría, -¿cómo serían ahora?-perdieron a continuación colores y, cuando la altura del Himalaya presionó, como los pulgares de un verdugo, en los párpados y arrancó nuevos llantos al bebé, las imáge­nes quedaron reducidas a trazos, a resúmenes, anotados y guardados hacia tiempo, sobre los sucesos de cierto año en China. Vera abrió los ojos. Se diría que el autocar entraba, al fin, en una pista más firme. Cerca, cerca de Lhassa.

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III

LA CARA OCULTA DEL SOL

 

 

 

Lhassa

Un revuelo de telas amarillas. Imágenes doradas: la es­tatua del ciervo, la rueda del diamante. Tiestos y flores contra una pared amarilla y azul. Girasoles, aislados, en largos frascos. Lámparas llenas de grasa de yak y tembloro­sas llamas. Un chorten enorme, bárbaro, con el dios de los Infiernos y aves de oro. Entre la lluvia, el sol. Trompetas de ceremonia y penachos gualda. La sonrisa en un rostro de pergamino tostado. Campanas ceremoniales. Miríadas de diminutas campanillas. Calaveras doradas incrustadas en muros ocres. El pelo, en bucles largos y espesos, de un mu­chacho extranjero. Una habitación techada de oro, inaccesi­ble y entrevista a lo lejos, en el corazón mismo del Palacio.

Lhassa ha aparecido, en un valle cuyo tibio sol hace ol­vidar los tres mil ochocientos metros de altura. La han pre­cedido terrenos tristes, faltos de animales y de plantas, con barracas de hormigón y camiones. La rodea un cinto de bloques de viviendas hanes y de grandes calles. Tras él la ciudad tibetana se apiña como un superviviente al asedio. La escalinata asciende hacia el recinto sagrado. El Pótala, en el eje mismo del valle formado por dos montañas gemelas y con la horizontal de los picos, paralelos y mezclados a las nubes, como fondo. Es un palacio escalonado sobre su pro­pia colina en sucesión de edificios cúbicos blancos en torno al centro rojo granate, anchos en la base y rematados por techos coloreados y dorados. Los primeros fueron residen­cia de los monjes administradores. Los centrales sede de los Dalai Lamas hasta la invasión china de los años cincuenta.

Sus aventuras expansionistas, guerreras, son inmensa­mente lejanas. Han transcurrido trece siglos desde que el califa Harum Al-Raschid frenara al rey tibetano Songtsen

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Gampó, que había unificado las tribus, llevado sus campa­ñas por China, Mongolia, Nepal, el delta del Brahmaputra, y que llamaba «Océano Tibetano» a la bahía de Bengala. El año 763 d.C. su sucesor tomó, en respuesta a la negativa del emperador a pagar tributo al Tíbet, la capital de China, Chang An, y emparentó con la dinastía de los Tang. Recuerdo de épocas de esplendor son las denominaciones de Grande y Pequeño Tíbet, que recubren confusamente lo que fue un área de influencia. El doble matrimonio real con dos princesas budistas, una hija del emperador de China y la otra del rey de Nepal, llevará en el s. VII la nueva religión a Lhassa.

A partir de ahí, tras la recesión y cuarteamiento feudales, comienza una inalterable Edad Media, marcada por presiones y concesiones al Imperio del Medio pero arropada por la distancia, rozada apenas por la primera visita occidental, misioneros jesuitas, en el s. XVII, y por contactos medidos y diplomáticos con las naciones vecinas. El Tíbet carecía de puntos comunes con el mundo exterior, no se utilizaba la rueda para el transporte, florecían la medicina y el arte pe­ro no la técnica. Se diría encerrado en una burbuja dentro del mar del Tiempo.

A nada se parece el Pótala, como si limitase sólo consigo mismo y con el extraño cielo cambiante y cercano en el que las neblinas dejan escapar lanzadas de luz. Los muros de este palacio de incontables estancias y capillas, perforados por aberturas largas y estrechas, son un monumento a la introspección. Algunos puntos han quedado encendidos en él al caer la noche. Son sin duda los guardianes, pero también, en una de las mil habitaciones, de las tres mil ventanas, hay un monje vestido de amarillo, con los ojos rasgados y la piel color de cobre, meditando sobre las finas hojas de las escrituras a la luz de una lámpara de grasa de yak.

Vera desplegó las prendas que rodeaban, con un camuflaje protector, el envío para Xei Wen. Colocó en la mesa la bolsa de plástico plana y, bajo la bombilla, repasó el pa­pel con los lugares y los nombres, algunos inciertamente transcritos, dudosa en otros si eran nombres de personas o

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topónimos. Pasos. Dos hombres llevan hasta la habitación vecina el cuerpo inconsciente de una muchacha extranjera lívida. Alguien con equipo de montaña se mantiene a la cabecera y le examina el pulso y el blanco de los ojos. Vera coloca sus efectos bajo la cama.

Hay que comer, lograr agua, lavar ropa, hundirse en el descanso hasta que el puño que bombea en las sienes no golpee más. Pese a la deserción física, algo lleva hasta el pórtico, empuja hacia la noche veteada de débil luz eléctrica y continuamente atravesada por perros en los que la tradición popular hace reencarnarse a los malos monjes. Vera recuerda los consejos de proveerse de ampollas contra la rabia.

-Aquí no se come mal -la saluda Patrick, el irlandés.

Hay más gente del autocar, que se desmorona en los bancos y tiene todavía la palidez confusa del trayecto. Nathan ha llegado en sentido opuesto, desde Nepal, y piensa ter­minar su camino en Shanghai; no se separa de su equipo fotográfico y tiene los gestos del reportero profesional.

-Sí, comida; bien caliente -dice Vera.

Calor. Gente. En la franja estrecha de animación y de luces, más allá de la cual espera todo. Más allá, de donde vienen oscuros sueños, de monjes cuyas bocas se transforman en los dientes agudos de los perros, de urnas sacrificiales repletas de huesos humanos.

-¡Yo estoy, aquí y en cualquier parte, por la independencia de las nacionalidades! -Patrick aferra firmemente el vaso de un milagroso y detestable brandy que alguien ha proporcionado.

-Y que les coman los piojos a los de las nacionalidades, y que continúen en el siglo XII. Sin los chinos, no tendrían ni un grifo, ni luz eléctrica -Nathan bebe un sorbo.

  • De todas formas no hay grifos para todos. ¿Has visto cómo era el camino hasta aquí? -observa uno de los que vienen de Nepal.
  • Experimentación atómica, cinco, ¿o más?, bases nucleares, minerales valiosos, energía… ¿Cómo demonios van los chinos a soltar este país? -dice Nathan.

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-Probablemente hay un fuerte movimiento antinuclear en el Tíbet pero no he oído nada sobre él -Patrick lleva una chapa «Nucleares, no, gracias» apenas visible a través de la capa de suciedad de su sudadera verde, que ha prometido, como tantos otros conquistadores, no lavar hasta que finalice la etapa esencial de su viaje.

-Los tibetanos son sucios pero muy simpáticos -añade otro-; os aseguro que hasta los piojos eligen.

-Simpáticos y juerguistas, no te lo niego. ¿Recuerdas la parada junto al río? Pero todos los primitivos son así, con la alegría del que no tiene responsabilidades -responde Nathan.

-Son auténticos, no hay más que verlos, muchos todavía con sus trajes remendados a pedazos. Son… étnicos -subraya Patrick.

-Los pocos que quedan. La mitad de la población de Lhassa es ya china, -interviene Vera.

-Ocupación, de acuerdo, como en Europa y en América hace unos siglos; el mismo proceso, inevitable, -asegura Nathan.

-A esta gente yo sé lo que les pierde, lo que permite a los chinos invadirlos y hacer lo que quieran -Patrick se echa hacia delante con los codos sobre la mesa-. Sé lo que les hace falta.

-¿Qué?

-Hacer hablar de ellos, denuncias sonadas, el recurso a la lucha armada, como todos los pueblos oprimidos.

-¿Cómo los islámicos, el I.R.A. o los vascos quieres decir? -pregunta Nathan.

-Exactamente -a Patrick le brillan los ojos y sonríe con aplomo-. ¿Cuándo habéis oído hablar de un avión secuestrado, de un coche-bomba o de una toma de rehenes por tibetanos? Se dejan embaucar por la no violencia del Dalai Lama y así les va. ¿Quién se ha ocupado nunca de ellos en Occidente? Hasta ayer nadie se había enterado de que les invadieron.

Tú estás por el terrorismo y el I.R.A., ¿no?

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  • La pornografía es el erotismo de los otros y el terroris­mo la violencia de los demás -afirma una francesa.
  • Pues yo no estoy por él ni por el fin justifica todos los medios -Nathan vacía su vaso.
  • ¿De dónde eres? -pregunta Patrick.
  • Anglófono, ¿verdad?
  • Como Shakespeare. Y no pienso tomar lecciones de acento como hacen los políticos en Gran Bretaña -Nathan se levanta para irse.

Es oportuno porque han cortado la luz y un gran silen­cio frío desciende apresuradamente de las laderas vecinas y rodea el pueblo-capital dándole una fragilidad de oasis. Huele al combustible de los quinqués y en cada edificio se distinguen las sombras movibles de los que suben y ba­jan escaleras. La hora es temprana pero la larga noche ha comenzado. Patrick duerme en el jergón alineado a conti­nuación del de Vera, cabeza con cabeza, y dos muchachas suizas ocupan el resto del cuarto. El irlandés ha encendido una linterna de la que se sirve para escribir en un cuaderno grueso, hinchado ya de Cachemira y del norte de Tailandia.

–   Pásame un chicle; no paran de silbarme los oídos.

Echando la mando a ciegas por encima de la cabeza, Vera pasa a Patrick una de las bolas de goma embebidas en glu­cosa. Casi no le roza los dedos pero siente con claridad y casi oye el chasquido eléctrico de la vecindad del contacto. Su propio pelo, escaso y mate, se extiende por la almohada cerca del del vecino.

«Donde el deseo no exista» -recita para sí Vera.4

Y va surgiendo un coloquio, con la lentitud con la que desciende el sueño, en el que conversan Graham Greene y un Cernuda sombrío y malhumorado, y, al otro lado de la mesa, la electricidad que tira de los seres para que se aproximen, se toquen, se apareen, se acompañen. Greene tiene los rasgos maduros del Americano Impasible y dice

4Luis Cernuda, «Donde habita el olvido».

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«El sexo… En la vida hay tres, cuatro personas con las que realmente cuenta. Las demás veces se hace el amor por imi­tación, por presión de los otros, por inercia». Pero Cernuda ve en cada resquicio cuerpos jóvenes y huecos de soledad mortífera, y Vera sabe, y quiere decirles -pero no puede-que nada es cierto, que realmente sólo el destinatario de una mano cuenta, que el conflicto se resuelve en tener o no tener a una hora indicada sobre la mesa un beso y una taza de café. Mientras, un numeroso público de orientales acu­de al debate desde todos los rincones del sueño, manejan con rapidez sus ábacos y dictaminan: años, defectos físicos, pros, contras, resultado. Nadie como los orientales para el frío sopesar de ejemplares humanos y de posibilidades. La electricidad calla porque sabe que impera y maneja la ge­neral ley de gravedad de los cuerpos y la proporción de su reflejo y de su brillo.

No, la fatiga extrema no producía buen sueño. Vera se levantó al amanecer, fue hacia la ventana, hizo proyectos y renunció a ellos. El irlandés y las suizas dormían pláci­damente, los cuerpos al tercio utilizable de su energía y dispuestos a lanzarse sobre el mundo de sensaciones de la mañana. Venía el sol, distinto en velocidad y en color para cada uno de ellos.

Al Pótala Vera quiere ir sola, verlo lo primero (el viejo re­flejo de los que alguna vez han sido colocados súbitamente en un avión, alejados de un país). Los muros y escalina­tas han sido reconstruidos. Los accesos al pie son recientes, con edificios que imitan el estilo local sin poder evitar un toque burocrático. El palacio es un fantástico espacio de piedra, leña, barro, enjalbegado y coloreado. Hay muros del grueso de habitaciones, vastas salas de columnas y cu­bículos inundados de la luz amarilla que filtran las cortinas en los aposentos del Dalai Lama. Otros lugares son som­bríos, diminutos, estrellados con las innumerables lamparitas de manteca. El olor es peculiar pero no desagradable. Los monjes salmodian. Los tibetanos se posternan. Blanco, rojo, dorado. Cientos de estatuas incrustadas de coral y de turquesas, un dédalo de pasadizos y galerías a la vuelta de cuyas esquinas aguarda la sonrisa transcendente de un ser

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celestial. Tal vez la religión es un excremento dorado, pero hay más alegría y mucha menos crispación en los rostros de estos tibetanos que en la religión, gris, estatal, omnipresen­te y caníbal, de los súbditos del Partido Comunista Chino. Vera recuerda los tremendos palacios del pueblo y los mo­numentos a la revolución. Curiosamente el totalitarismo del Estado no ha sido capaz de crear sino fealdades megalíticas o, a lo más, discretas imitaciones anodinas. Nada hay comparable a esta construcción irreal, un inmenso altar ha­bitable y habitado, forrado de sedas amarillas e imágenes, y asentado en verdad sobre un bloque de suciedad y, en apariencia, alegre miseria que sin embargo parece encon­trar en la existencia del Pótala, en su altura y en su brillo un motivo de orgullo, de realización vicaria y de confianza. Ahí está, contra el fondo de un cielo turbulento, un mar navegable de cometas y gajos de nubes, un cielo vivo.

Un grupo de militares chino acompaña a otros de, vi­siblemente, alta graduación. Se mueven circunspectos, las manos detrás de la espalda, los pasos cortos. Los asaltos de los Guardias Rojos, sus gritos animando a arrasar el Pótala parecen lejanos pero, aunque los siglos hayan transcurrido sin apenas alterarlo, llegado el siglo XX el tiempo al fin le ha atrapado. Queda la leyenda, y la leyenda dice que, en algún lugar del Himalaya, en un valle al que nadie ha podido llegar, existe un reino dorado y perfecto, cubierto de nubes pero bañado por un sol intemporal, Shambala, en el que se producirá la Parusía tibetana, del que ven­drá el salvador que limpiará el mundo de barbarie. El país mágico es inaccesible, defendido por sus montañas y sus brumas, envuelto amorosamente por las nieves. En su ciu­dad principal, Kalapa, se guardan los textos sagrados ka-lachakra. A este reino más allá de los horizontes conocidos peregrinaron los grandes santos, lamas, magos, Tsongkapa, por supuesto, entre ellos. Naturalmente la leyenda incluye un Mahdi, la resurrección del fundador de la secta de los Gorros Amarillos, que volverá desde su tumba de Ganden para enseñar, al fin de los tiempos, la sabiduría verdadera.

Nathan observó la ciudad con cierto desánimo. Nada pa­recía augurar las turbulencias sociales y políticas, los poten-

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cíales manifestantes de los que le había hablado la colonia tibetana en Nepal. Desde luego valía un reportaje porque, aunque no virgen de turismo, la zona tenía sin embargo una cotizada aura de dificultad y lejanía. Pero sus informes en la India ofrecían un panorama de disturbios que posiblemente no tendrían lugar.

Patrick bajaba la escalera rascándose la cabeza y con ca­ra de sueño. Dio los buenos días, apuntó en un papel todo lo que deseaba desayunar y preguntó a Nathan por su viaje. Este respondió brevemente, le ofreció cigarrillos, que fueron rechazados, y le preguntó lo mismo a su vez:

  • Llevo tres meses -respondió Patrick-. Uno más y me vuelvo. De aquí querría visitar alguno de los oasis, subien­do al norte. Y pararme a comprar chucherías que pueda revender en casa.
  • Comerciante, ¿eh?
  • Hay que buscárselas. Puede que también haga un re­ Vestido, comida, cosas así. Y tú ¿vendes fotos?
  • Sí, reportajes de tipo general. Quizás trate un poco de los resultados de la Revolución Cultural.
  • No debió de ser gran cosa en mi opinión -afirmó Patrick mientras comía-. Estoy seguro de que muchos tibetanos no saben leer ni escribir.
  • La idea de la Revolución Cultural no iba precisamente por ahí -sonrió Nathan, y, cambiando de tema-. ¿Dónde estuviste antes?
  • Por varios sitios de paso pero, como estancia impor­tante, me pasé casi un mes entre las tribus meo, íbamos un grupo de poblado en poblado. Superior, unas etnias casi puras, a días de marcha de la carretera. Hasta hice ami­gos indígenas. Les expliqué que mi isla era también muy especial en Europa.

El sol empezaba ahora a calentar y se reflejaba en las lentes que Nathan había estado limpiando. Se puso en pie.

–  Nos vemos.

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Patrick agitó la mano en despedida. Estaba entregado a sus anotaciones en el cuaderno y el sol daba en los rizos rubios que cubrían la nuca, casi tan sucios como el desgas­tado borde de la camisa. Nathan intentó recordar su propio aspecto a los veinte años, en los tiempos de Katmandú y Ketama. La Historia mejoraba: menos preocupaciones, me­nos líos, y además aquellos chicos habían dejado de fumar.

–   Vamos por aquí.

Patrick la toma de la mano para ascender por la escala que, detrás de las cortinas, comunica la sala con una ca­pilla a distinto nivel. Vera le sigue. La oscuridad tiene un olor rancio a ropa húmeda, madera y sebo. Silencio. Como un puñado de granos arrojado a un estanque, han desapa­recido los visitantes, dispersos en la colmena interminable del edificio. El templo de Jokhang es casi intemporal, el rey Songtsen Gampo lo plantó en el 652 d.C. en el centro de Lhassa y desde entonces ha crecido, cambiado, recibido rasgos nepalíes, chinos, tibetanos, sufrió la conversión en cuartel, pocilga y matadero por los soldados de Mao Tse-tung y emergió, pese a todo, de forma que continúa siendo el corazón religioso del Tíbet, el sancta sanctorum de una multitud que ha volcado en cuanto el Jokhang significa su rechazo a la imposición foránea. Vera y Patrick se han apro­ximado a sus muros reconstruidos a través del mercado de Bagor, arrastrados ambos por el simple prodigio de las for­mas que surgen de un humo espeso combinado con la niebla. Hay un gran horno de barro en cuyo hogar se introducen continuamente haces de hierbas aromáticas. La atmósfera es blanca y espesa hasta tapar la visión. En ella se materia­lizan brevemente mujeres con su parda túnica, sus fardos y un sombrero a veces que hace dudar sobre si el espacio no habrá caracoleado sobre sí mismo soldándose a Perú.

–   Mira, ¡mira!

Patrick le clava los dedos en la palma. Llega un raudal de peregrinos que se suman a los que, en filas lentas y com­pactas, van penetrando por las puertas. Hay jóvenes, niños y viejos, abundan las mujeres, vestidas con el traje tradición

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nal y chaquetas occidentales. Los adolescentes y los niños llevan, ¡oh ironía de las ironías!, un traje del tipo militar chino.

  • ¿Qué me dices del uniforme del perfecto reptador? -dice Vera, e indica a Patrick la conveniencia de situarse, antes de entrar, junto al muro opuesto a las puertas para ob­servar la complicada maniobra de los orantes. Llegan, qui­zás desde lejanas distancias, a base de cubrir literalmente el suelo con sus cuerpos durante todo el trayecto. Disponen para esto de cuerdas para atarse el vuelo de los vestidos, rodilleras y una alfombrilla larga y dos más pequeñas para las manos. Esto les permite tirarse de boca todo a lo largo en el suelo, erguirse y repetir la operación, avanzando pues cada vez el largo de su cuerpo, sin desollarse en el intento, hasta alcanzar su meta: el interior del santuario. Las túni­cas de lana dura y espesa contrastan con blusas, cintas y delantales de colores vivos, con los ribetes rayados y con el ocasional reflejo de una pieza de orfebrería.
  • Las tribus meo llevaban vestidos más llamativos -ob­serva Patrick.
  • Pero no reptaban tanto -apunta Vera.
  • Van peinadas como tú -dice Patrick, y juguetea unos instantes con el pelo de Vera.

Ella se ha sujetado la melena corta con unos cabos de lana de color. Los dedos del muchacho, que apenas la ro­zan, hacen sentir una casi olvidada presencia que sólo son capaces de identificar el vello y la piel de los solitarios. Las mujeres tibetanas avanzan en sus genuflexiones y ruegos; cuando se incorporan levantan sobre la cabeza sus manos unidas con un rosario. De continuo chisporrotean los haces de hierbas. Patrick tira como un potro hacia la entrada, el patio en el que la cola de peregrinos es ordenada por mon­jes expeditivos vestidos de marrón y granate, tonsurados y un brazo desnudo. Muchos llevan grueso calzado de tipo occidental. Ellos y los fieles guían amigablemente a los dos europeos, les hacen sitio en la fila, les indican en qué di­rección rodear los santuarios y nada se les veta de aquello a lo que el pueblo común tiene acceso. Por lo demás las

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oraciones son, por lo general, silenciosas y cada cual parece ensimismado en su propia salvación.

-¡Qué diferencia con las mezquitas! -susurra Patrick-. El verano pasado, cada vez que intentaba entrar en una iba ya preparado para lo peor. Los tipos barbudos esos o te echaban antes de entrar o tenías que disfrazarte como las chicas, puro fardo, o ya sabías por los carteles que no había ni que acercarse. Islam es lo mismo que fanatismo lo pinten como lo pinten. A la vista está. No hay más que comparar.

-Pero ellos dicen que es porque no se interpreta bien el Corán, que es el colmo de la tolerancia.

-Con los muertos y los sordomudos. Eso de la interpretación se dice siempre de los Evangelios, de Marx como de Cristo. Yo me aburría tanto por las noches el verano pasa­do que hasta intenté leerme el Corán, pero era un refrito intragable y trataba peor a las tías que al ganado.

-Hombre, ¿y los valores étnicos de las comunidades musulmanas? En China hay.

-Ésas todavía no las he visitado, pero seguro que son las más cerriles y las más violentas. Mucha hospitalidad pero mientras les bailes el agua.

Vera y Patrick habían comprobado que nada parecía impedirles el uso de sus cámaras y discutían animadamente en un rincón retirado de la avalancha de fieles mientras or­denaban su material fotográfico.

-Habrá muchos fanáticos en el Islam pero la religión en Irlanda, que yo sepa, también tiene su aquél -argumentó Vera.

-En Irlanda hay un poco de atraso, pero los de las mezquitas cuando se mueven es para atrás. Y que conste que yo hice amigos árabes, ¿eh?, y comí en sus casas, pero con el lastre de su religión no se civilizarán nunca.

-Te contradices con lo de los valores de las etnias.

-Que no. Antes de ir por ahí leí cantidad de artículos y libros sobre los árabes y lo tengo claro ahora. ¿Sabes por qué esos gilipollas de autores occidentales les tratan tan bien? Por el petróleo y por miedo. Estos tibetanos no tie-

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nen un duro y nadie les dice ahí te pudras y aquí si dices que Buda era un estafador pasan de ti mientras que los musulmanes te degüellan a la menor, y si han interpretado mal el Corán que te lo cuenten en el otro mundo.

Dos monjes y algunos de los fieles observaban indecisos a la pareja de occidentales que se hallaba profundamente sumergida en su discusión. El monje más joven sonreía con una alegría infantil por la gratuidad y rareza del espectáculo. Los fieles parecían apurados por un posible aumento de la violencia. Desconocían la conmovedora capacidad de los europeos para enzarzarse en los intercambios de ideas. Vera había tocado un punto sensible de Patrick: la frustración de su verano árabe y la escasa estima que le habían valido las reivindicaciones integristas de la comunidad musulmana de Londres durante una ruidosa manifestación que se clausuró con quemas de libros, amenazas de muerte y puesta a precio de la cabeza de un escritor. Vera se complacía en jugar al abogado del diablo atacando así de rechazo los demonios del tradicionalismo irlandés. En realidad su propia repulsión ante el apartheid islámico según el sexo y la mezcla religión-vida civil alcanzaba cotas difícilmente superables.

Al levantarse se encontraron con la expresión aliviada de los devotos, que les contemplaban cada uno con su recipiente de manteca y su cucharilla para repartirla por las lámparas votivas. Paredes y suelo están cubiertos por una capa afelpada de grasa gris. El interior, oscuro, dorado, em­papado de humo y de plegarias, recuerda a las iglesias rusas. Lenta, respetuosamente, ambos caminan ante imágenes que ora sonríen con una expresión trascendente, ora reflejan to­dos los tormentos de las pasiones. Los peregrinos frotan la cabeza y las manos contra las columnas y las bases de las estatuas. Es grande el Jokhang, y sobre todo complicado, cortado su espacio en terrazas, patios y pasadizos. Una de las terrazas, al otro lado de la nave, domina el altar en el que se ofrece Buda a la adoración. Un bonzo prepara me­chas para lámparas y, cuando ve que Patrick y Vera dudan en avanzar, para tomar unas fotos, hasta aquella parte del recinto, les sonríe ampliamente y les hace señas de que se

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aproximen y fotografíen cuanto les plazca. Tras darle repetidamente las gracias en tibetano, lo hacen. Luego Patrick parte en busca de difíciles puntos de mira y enfoques interesantes y Vera, que no está por los equilibrios y los inquietos recorridos, decide quedarse.

Desde su banco del fondo, Vera miró al bonzo. Este tendría unos quince años pero los había niños, extraordinariamente jóvenes. Las figuras divinas, al fondo de la sala, estaban enturbiadas por una nube de humo, un cristal de grasa y hierbas de olor. Al otro extremo del largo banco se sentaban dos mujeres y tres hombres con el aspecto de venidos de lejos. Ellas, el pelo entretejido en trenzas acei­tosas mezcladas con lana, frotaban la frente y las sienes de sus hijos con una materia aparentemente sagrada. Los hombres daban vueltas a sus molinillos de plegarias y desgra­naban sus rosarios. La gente continuaba sin duda tirándose al suelo hasta llegar a la entrada, sorbiendo agua bendita, restregándose con fruición contra pedestales y santuarios. Sentada entre los restos supervivientes de aquella teocra­cia, Vera añoró su sano anticlericalismo de tiempos más confortables y más nítidos, lamentó allí y entonces su vieja repugnancia asociada al incienso, a los hombres que daban luz verde para el sexo que no practicaban, a las sonrisas angélicas, a las oscuridades y al aparato viscoso de la Iglesia. Se lo habían robado, le habían robado aquel anticlericalismo alegre, decimonónico, que era una modesta seña de identidad. Tropeles de Máximos, Martines, Rossas, habían exhibido un carnet progresista indispensable, sin tacha, en el que figuraban, en cada conversación, en cada artículo, la ingeniosa burla y la repugnancia por el clero, la afirmación obvia de la gran libertad intelectual y erótica de que ahora gozaban, que habían conseguido a duras penas tras un traumatizante pasado de opresión religiosa. Era la guerra de los que no habían hecho ninguna. Las sotanas y las tocas eran los culpables de la represión y frustración de sus antiguos alumnos, culpables tan imprescindibles que, de no haber existido, quizás hubiera habido que inventarlos. Durante aquellas conversaciones en las que la abominación colectiva recaía ora en los jesuitas, ora en las siervas de María o en las

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execrables teresianas, Vera se sentía ligeramente desplazada de una intelligentsia formada en colegios religiosos de pago. Su escuela había sido siempre estatal y tenía la profunda sospecha de que su mediocre clasificación en el sexo se debía a su falta de grandes atractivos físicos mucho más que a las clases del cura de religión. Su repulsión por el concepto de pecado y la morbosidad cristianas era instintiva, como su rechazo del mecanismo del dogma puesto que la fe era un fenómeno ajeno a su mundo intelectual. La historia era en aquél país suyo un ejemplo tras otro de miserias santificadas y paseadas bajo palio ante la masa de brutales rostros de los grabados de Goya. Hubiera sido reconfortante com­partir con los demás los odios, las anécdotas, el enemigo. No podía. No era cierto.

Pero la nueva iglesia laica adoptó en España, con un delicioso mimetismo de signo contrario, desde los tiempos de la transición, los usos y costumbres de la antigua. Lo hicieron sin hábitos y sin paraíso excepto la secreta querencia de un Hollywood unipersonal. Al principio del trasvase, inseguros de su poder en la recién cuajada capa social, excomulgaban y beatificaban poco. Enseguida se hizo una contraseña imprescindible y de buen tono marcar una sarcástica frontera que eliminaba a la masa de conservadores, creyentes, mercantilistas, reprimidos y burgueses. El círculo de Máximo, Bety, Martín, Rossa, era de afiladas empalizadas de tabúes que repartían anatemas de reaccionario, derechista, facha, lo que les permitía consumir en la mayor impunidad las buenas tajadas que proporcionaba pertenecer al club. Y así habían arrasado con cuanto significara solidaridades otras que a los amigos y clientes, se habían lavado de riesgos, de grandeza y de audacia, y habían dignificado en términos absolutos a la personal coyuntura de modo que nada superase al rasero del interés privado. Regularmente recurrían a las refrescantes, tranquilizadoras consignas: la alabanza de -ismos lejanos e inocuos, la abominación de estructuras sociales en cuyo debilitamiento no habían tenido parte, los vituperios a un dictador al que nadie había impedido ha­cer su voluntad hasta el final y que había muerto de pura vejez, la socialización entendida como el reparto inter nos

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e improductivo de los fondos avaramente atesorados por el anterior régimen, el exorcismo de un pasado cuya planificación sucesoria trazada por el franquismo era el edificio en el que todos se movían.

Ahora Vera se preguntaba qué hubiera ella podido dar, en lugar de su fe en las imágenes doradas, a aquella multitud que se frotaba con reliquias y pedía favores o la salvación eterna, qué ofrecerles que fuera mejor o al menos igual de reconfortante. Máximo, Rossa, Martín no habían aportado valor alguno digno de cambio pero sí habían desecado los ideales y la transcendencia en torno suyo y reducido la mente a un cuarto de estar. Hasta tal punto que, en compa­ración, los viejos demonios religiosos podían resultar hasta cálidos, amplios y profundos; un reducto de cierta gastada y necesaria dimensión.

Podía perdonarles su sumisión hacia el poder establecido, su elaborado cultivo de la indecisión, sus discretos silencios de ruborosa doncella cuando trataban con los nue­vos mecenas y su ferocidad contra cadáveres. Podía olvidar su mimetismo con los muchachos del PUS, que eran a su vez al fin y al cabo un simple reflejo suyo, podía perfecta­mente ignorar los vítores a Nicaragua y las solicitudes de visado para Nueva York, y también esa irrefrenable, pasto­sa envidia que les hacía incapaces de tolerar a cualquiera que actuara por móviles menos coyunturales que los suyos. Pero a ella la habían dejado reducida a recurrir a las ridículas gentes de orden para encontrar un reducto de fiabilidad y de cierta instintiva decencia. Los Máximos, los Martines, las Rossas y las Beties la habían abocado a dirigirse a las risibles gentes de fe para encontrar generosidad y ayuda. Y ahora Vera estaba en ese templo, y no arrojaba un ladrillo sobre un orante ni saboteaba con arena el molino de plega­rias como por pureza anticlerical y por fidelidad a Buñuel hubiera debido. Eso era realmente imperdonable.

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EIdorado

-Hemos conseguido una amplia mayoría.

Martín se esponjó al decir esto, su cuerpo se hizo visiblemente orondo y ancho, sin ángulos, como un gran gato recién alimentado que caminase en dos patas aeropuerto adelante, con su gabán azul.

-Y la minoría del antiguo sector ni se atrevió a protestar-añadió Julito, primo de Rossa y diputado del PUS, que caminaba a su lado-. Son gente diplomada, profesional; sa­ben que les hubieran tratado de amarillos, de clasistas y de corporativistas.

Martín era un administrador nato de la gama de los carmesíes y ponía una devoción profunda en la palabra traba­jadores. Esquivando la espinosa empresa privada, había in­sistido en centrar los esfuerzos del sindicato en los servicios dependientes, en todo o en parte, del Estado. Los riesgos eran menores, la clientela menos exigente y más miedosa, seguros para su organización el apoyo y agradecimiento gu­bernamentales.

Julito lo introdujo en el VIP. Martín se sintió satisfecho sin envidia. Desde luego el escaño parlamentario era una parcela del Edén: nómina, diversas dietas y una existencia que transcurría llevado en volandas sobre el común de los ciudadanos. Pero Martín sabía sus propias limitaciones y la crudeza denlas luchas internas en torno a cada uno de los asientos. El conocía su territorio, menos lujoso, peor remunerado pero idóneo para alcanzar con escaso esfuerzo porciones sustanciosas. Martín se mantenía a un nivel sin brillo suficientemente cercano a los grandes y era además el hombre perfecto para descubrir a cualquier visita

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coyuntural excelentes espectáculos y restaurantes, siempre y cuando pagase el invitado, el sindicato o el partido. Nadie le superaba en efusivos brindis.

-No creas que no lo tengo yo dicho desde hace años-Julito trazaba esquemas en una servilleta; cuando llevaba más de un whisky indefectiblemente hacía esquemas-: A corto plazo siempre es rentable en votos ofrecer a las capas más amplias y menos calificadas la ocupación de los espacios de bandas superiores. Una política popular y coherente, de igualitarismo progresista.

-Sobre todo en el sector público. En cuanto al rendimiento…

-Es lo de menos ahora. Hombre, si habláramos de líneas aéreas sería otro cantar. Imagina a los descargadores de las cintas pilotando, por aquello tan bonito de la fluidez laboral. Hablamos de sectores cuyo déficit, de haberlo, sólo es visible a largo plazo.

Martín se rió:

-Como lo digas así en público al día siguiente tienes en los periódicos que para el año dos mil sólo quedará en España o el servicio privado o Caritas.

Julito tenía cansancio acumulado. Era una pena que to­davía no estuvieran terminados aquellos apartamentos que les estaban construyendo frente al Parlamento, de forma que los diputados estuvieran a dos pasos de la entrada de columnas, repararan sus fuerzas en uno de los excelentes restaurantes vecinos y pudieran beber el final de la noche sin la molestia de coger luego su automóvil hasta casa. Los senadores eran más rápidos y disponían ya de piscina y sauna. Injusticia. En su viaje asiático el político dio en reflexionar sobre lo fácilmente que se adapta el ser humano a los cambios. En pocos años él se sentía otro, su vida en nada convergía con los avatares cotidianos del peatón que se cruzaba por la calle. Una palma enguantada le había elevado, le cubría con la protección de los compañeros del PUS, le llevaba, por un mundo gratuito y prestigioso, desde el desayuno a las copas de la cena. La abundancia había rebosado y fluido hasta empapar a los de su entorno y se

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canalizaba aún continuamente en mil diminutos hilos de largueza que en su momento podían ser un seguro de accidentes. Cierto que se había tenido buen cuidado de fijar por Orden y Decreto oficial los sueldos y pensiones vitalicios, las categorías inamovibles, las inmunidades y exenciones, pero eso no excluía el cuidado atento de apoyos presentes y potenciales. ¿Hacerse de nuevo a la existencia anterior, a los ingresos y al nivel de entonces, que ahora le hacían sonreír? Parecía sencillamente imposible. Todavía no ha­bía sido enviado a muchos países pero, de los visitados, fue México el que le causó más profunda impresión, las conver­saciones con el PRI, la persistencia y esplendor con el que se mantenían tan durablemente aquellos chicos del Partido Revolucionario Institucional en la cima del poder solitario. Realmente en aquella ocasión pronunció convencido los brindis sobre las afinidades de España con los países herma­nos de América Latina. Además tenía fundadas esperanzas de que le iban a mandar de nuevo, ahora al Caribe, en comisión de apoyo y asesoría turística. Y las sesiones de trabajo serían en Cancún.

Martín ordenaba recortes de prensa extranjera; señaló uno de ellos en inglés:

-Se plantea cuál será la rentabilidad de la economía española dentro de unos años, en plena competencia con el resto de la CEE.

Julito echó el cuerpo hacia él, por encima de su vaso, con un gesto de ilusionista gozoso que descubre al iniciado la simplicidad del truco. Chasqueó los dedos y el reloj de oro bailó en su muñeca.

-Está clarísimo. Podemos permitirnos quemar etapas respecto al «welfare system»; nuestra democracia es joven y, tras esta memorable transición pacífica, vamos a ofrecer a la CEE una amplísima banda en el sector servicios. Por ejemplo, siempre nos hemos distinguido por la hostelería y eso hay que potenciarlo. Sin contar con que muchos países europeos quisieran tener un gobierno y unas alianzas sindicales, y bancarias, tan estables.

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Nada se movía en el recuerdo de Vera. Creía caminar por un país helado y fijo para una interminable foto. Las caras, las bocas se abrían para proferir exclamaciones o carcajadas, los coches esperaban piafando el cambio de luces del semáforo, el aire estaba veteado de humo y estruendo. Había un empeño tal en producir ruido y agitarse que finalmente todo ofrecía un aspecto de irritada, irremediable inmovilidad. La cervecería tenía también una quietud de cuadro; de hecho, en su interior, un mal óleo reproducía parte del salón como fuera cincuenta años antes. Estaba, como siempre, concurrida y espesa del ácido olor de los fritos y el cruce de señas de los que buscaban mesa, camareros o amigos. El dorado de la decoración se había resuelto en un amarillo revenido. El suelo ofrecía un aspecto otoñal con blandas capas de servilletas muertas, detritus de tortilla y de chorizo y semillas de aceituna sin ninguna esperanza de renacer.

Los camareros no eran amables pero todos les hablaban como si lo fuesen. Sobre el mostrador desplegaba sus alas de metal un águila guardiana de la cerveza a presión. Vera se detuvo como quien se apresta a iniciar el recorrido por el interior de un cuadro. Los infiernos siempre resultaban mucho más divertidos que los paraísos incluso en sus más modestas sucursales pero aquél había pasado de Baroja y de Mihura a los Quintero sin ningún mecanismo de compensación.

Desde la barra y cuando se preparaba para sortear las columnas en busca de una mesa, Vera los vio. Habían llegado sin duda en unas vacaciones de Navidad anticipadas. Martín llevaba, pese al calor del local, el abrigo y el gorro de piel. Tomaban angulas con la esplendidez del indiano. Había más gente con ellos. Vera recordaba una frase que Bety solía utilizar como definición positiva de terceros: «Son como nosotros», y se entendía como ella y afines, una larga fila de Martines y de Rossas, de Máximos y de Beties, que brindaban a veces con las consignas de Martín, que se bronceaban al socaire de la nueva ola y que, sobre todo, mantenían el pacto implícito de amigos y asociados que re-

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presentaban la imagen de los tiempos. «Son como nosotros» era útil; para alejarse apresuradamente.

Bety llevaba el pelo más corto y más liso. Rossa lo dejaba crecer en una melena a varias alturas. Los dos hombres se estaban quedando tranquilamente calvos, lo que permitía a Bety bromear acariciando a Máximo al cráneo.

-¡Mira quién está aquí! ¡Los antiguos de China!- Bety, con sus ojos inquietos de mercurio y los gestos nerviosos de costumbre, la llamaba por encima de las cabezas y ante el silencio de los demás. Hizo ademán de ir a su encuentro y ello decidió a Vera a zanjar la situación acercándose a la mesa, sin sentarse.

No era un momento agradable y sin embargo comenzó a parecerle divertido y risible. La necesidad de mantener una imagen, de cumplir el rito. La campechanía de Martín, el lánguido y satisfecho cansancio que reflejaba Rossa, a la que él echaba con frecuencia el brazo por los hombros. La ironía breve de Máximo. El apuro de Bety. La proximidad de Vera pareció despertar en Martín un reflejo condicionado de avidez que, paralelamente al breve intercambio verbal, hizo desaparecer las angulas que quedaban en la cazuelita de barro.

-Vamos a ver una película que nos han recomendado unos amigos que trabajaron en el rodaje. La subvenciona la autonomía andaluza. Se llama «Pasodoble», ¿te suena? -y explicó volviéndose a los demás-. Actúa Dieguito.

Oh, sí. Vera la había visto. Se exhibía en una sala del centro. Narraba, con biológica propiedad de términos, las desventuras de un moderno señorito andaluz aquejado de eyaculación precoz. Finalmente había zambra gitana, el señorito se curaba y la muchacha autora del prodigio anun­ciaba gozosa desde el balcón que «todito había entrado dentro». Padre, gitanos y demás asistentes bailaban regocija­dos, pero he aquí que el cortijo era invadido por la oscura y represora guardia civil. Al final los letreros daban infinitas gracias a todos los entes de la autonomía andaluza.

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-Estamos en comisión cultural en Berna. Martín y Rossa nos contaban que se van en marzo a preparar las Jornadas de Amistad y Cooperación con el Magreb, en Djerba.

Vera se despidió y fue al lavabo. En aquellas umbrías profundidades con olor a serrín y lejía abrió y cerró los ojos, superponiendo cada vez como en un juego infantil la imagen de la cervecería y la de la denuncia, los rostros, las manos, las expresiones. Sobre aquel detalle del pasado habían echado Máximo y sus amigos agua hasta diluirlo en la insignificancia y el olvido, hasta disecarlo como un anecdotario casual que abonaba la certidumbre de que todo era vano, fútil y pasajero y, por lo tanto, había que sonreír con deportiva ligereza y arrinconar el calderoniano mundo de la canallada y del silencio cortesano. ¿Por qué no, puesto que nada valía? ¿Por qué no, puesto que valía todo?

«Ahora iré» -se decía Bety-. «Bajaré cinco minutos al lavabo y le explicaré que no ha comprendido nada, que Máximo es incapaz de mala intención, de cálculo. Que lo que dijo, lo de China, fue sencillamente porque le salió así, espontáneo, y es una persona que, como yo, no se reprime. Si yo hubiera estado en aquella entrevista quizás hubiera dicho algo peor, inocentemente, porque, claro, hay que hacerse cargo de que no se puede perjudicar a los compañeros, a los amigos, con continuas exigencias y protestas. Vera estuvo insufrible, me lo explicaron Martín y Rossa perfectamente. Máximo le dio tan poca importancia al asunto que no hizo apenas ni comentarios. Seguro que ya ni se acuerda. Y es que hay gente que no sabe ver más que lo negativo».

«En cambio yo, de mujer a mujer, le contaría que festejamos algo: Tal vez se casen Martín y Rossa; el divorcio de ella se falló hace casi un año. A Rossa lo administrativo le da pereza pero Martín anda empujando. Así que igual vamos de boda. Me lo contaron cuando estuvieron en Berna».

«¿Quién se acuerda de viejas historias? le diría a Vera. Hay que ver lo positivo. Las mujeres sabemos que lo importante es el amor. Vera comprendería».

Vera no miró al subir si estaban todavía dentro. El calendario le parecía un guante vuelto al revés. Los años, a

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partir de un panorama plano, iban en sentido inverso. Y pasaban por el mismo grupo de personas, algo más jóvenes, comunicando sus recelos al coordinador, al secretario, fren­te a una taza de té. Inalterables, estaban suspendidas las palabras que la habían arrastrado a ella y, después, a Xei Wen.

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Los templos del cielo

Vera abrió los ojos. Durante un tiempo indefinido no ha­bía sido ensueño sino sueño real, quizás el brutal y tardío golpe del cansancio. La penumbra, las plegarias arrullaban como una cuna. Observó que el monje continuaba ahí, alimentando aquel ciclo biológico de grasa animal, humo, plegarias, nubes, aguas, pastos, yaks, grasa animal. Repentina­mente el monje perdió su compostura y, junto con otro más viejo que se había acercado, comenzó a vituperar a dos sol­dados chinos que pretendían avanzar sobre la terraza, hasta expulsarlos destempladamente, para regocijo de nacionales y foráneos.

-Es fantástico. Vamos. -Los ojos de Patrick brillan, es­tán húmedos, como la boca, en la que unas calenturas pasa­das han dejado inflamadas las comisuras. Aprieta la cámara contra su pecho como una joya, habla de que ha hecho las mejores fotos de su vida. La insta:

-Andando. Los peregrinos no toman ese pasillo del fondo.

Con la mano cogida firmemente por la del muchacho, que se empeña en guiarla, -¿advertirá él la torpeza, la aspereza de sus dedos, la prominencia de las venas bajo la piel?- Vera camina, se deslizan sobre superficies insonoras, contienen en un rincón apartado la respiración. Sólo se oye el crepitar de las lámparas y hay un libro cuyas hojas huelen a canela. Creen escuchar voces, se sumergen en un apreta­do racimo de banderas y chales de rogativas, y ríen. Ese olvidado prodigio del reír. En las banderas hay dragones con nubes, una fauna abisal y celeste, y una figura a su izquierda con los ojos discretamente cerrados para no verlos,

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con las manos posadas en las rodillas para no espantarlos, y el retrato del Panchen Lama en el regazo (triste, sin du­da ante una cámara china). La figura lleva una corona alta y puntiaguda, de hada madrina, ornada de piedras rojas y azules. Vera explica que hay que pedir deseos. Los piden, improvisan ofrendas.

-Hay mucho que ver. Quién sabe lo que encontraremos.

Y Patrick la empuja por el cuello hacia adelante.

Quizás el templo se repetía. Quizás era inmenso. A veces se encontraban en el mismo lugar a partir de otros no re­cordados. Paredes naranja. Columnas añil y verde. Se rozan uno al otro en la estrechez de las puertas a través de la ropa de viaje y Vera percibe que, en efecto, el chico mantiene su promesa de conservar la camiseta sin lavarla. La aventura. Tumbada jadeante bajo un acolchado palio, Vera ve sobre sus cabezas un horizonte escalonado de techos desiguales: Bandas bordadas con exhortaciones y sutras, grandes rec­tángulos de tela blanco crudo festoneados de azul noche y con una flor que es un mándala geométrico en el centro, ga­mas del rojo y dinteles verdes con campanas. No hay arriba ni abajo. Hay espacio recortado de mil formas, teñido en todos los colores.

En la pared, los tonos brillantes y el acabado minucioso, pinturas que cubren totalmente la superficie. Hay un rostro femenino pálido, bello y extático, coronado con una guir­nalda pero de cuyo cabello se elevan víboras. Más arriba un demonio de colmillos y ojos verdes conjuga la cara porcina con un collar de lotos. En la pared opuesta se sienta una figura azul rodeada de enormes flores. Cerca, dos calaveras doradas.

-Es como en la India- dice Patrick. No pueden represen­tar la vida sin la muerte.

Ella le cuenta historias de mitología y de antiguos héroes. Él describe grandes estatuas y el culto a animales y narra cuentos de países de bruma.

Entre dos telas que el viento agita se distingue un pedazo de cielo. La muerte debería morir, se dice Vera; la muerte

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siempre debería morir. O al menos quedar cubierta por to­dos los artilugios de la carne y de la piel y mantenida a raya por las cejas, por la expresión concentrada y testaruda de los seres muy jóvenes, como Patrick.

-Hay que llegar allí- se proponen.

Tras algunas tentativas desembocan en el piso alto, cu­yo centro está ocupado por una construcción rectangular cubierta con paños y con un deslumbrante techo amarillo que ondea al viento. El sol rebota con fuerza de una a otra de las superficies blancas enmarcadas de una gruesa banda azul y proyecta formas geométricas, círculos, vértices, rec­tángulos, compuestas por sombras que guardan el color de su origen.

-Es el templo que imaginaba en Irlanda, antes de venir, cuando leía cosas. Es parecido al templo de la Ciudad de Grutas.

-Es todos los templos.

Y entonces se descorrieron las nubes y dejaron ver el paraíso: un bar con gente joven bañada por el sol, la ado­lescencia feliz, fuerte y amorosa, la madurez frutal, la com­pañía. En algún momento se había deshecho un vasto globo de felicidad. De él se habían formado las espaldas de los mu­chachos y los brazos y los muslos del hombre seguro, el azul inigualable y denso del día, las ramas temblorosas en un atardecer de verano. Y el futuro, inexistente. Inexistente.

La puerta se abrió con el ruido de la extrema vejez, un ruido amable de ceda el paso. El llamador era grande, metálico y con forma de seno y de él pendía una madeja de crin. En el contraluz, sentadas de espaldas y talladas por la intensa claridad como en un aguafuerte, dos tibetanas están absortas en su conversación y no advierten el lento entreabrirse de la hoja de madera. Los cabellos son una masa del negro más puro, de un espesor que invita a hundir los dedos en las trenzas enroscadas alrededor de las sienes. Sin transición, desde la oscuridad de los corredores y el rellano, salieron Vera y Patrick a los techos del Jokhang. Otro mun­do de blancura, oro, cobre, flores. Como los estados de la Edad Media o la escala de las reencarnaciones, queda en el

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suelo, en el patio, bajo su vista, la oscura multitud de fieles que intentan ascender penosamente, por las estatuas, por las plegarias, hacia el camino de la salvación, alcanzar más puras formas de ser. Abajo el polvo, la miseria, la materia. Entremedias escaleras y humo. Arriba la limpieza (casi peligrosamente) inorgánica de objetos expuestos al cielo. El panorama era extremadamente movible, desplazadas las nubes de continuo por el viento fresco y traspasadas por el sol. El templo parecía observarse con el Pótala, al frente. Cada ráfaga se correspondía con un tintineo de campanas y pequeñas placas de oraciones suspendidas a lo largo del alero. El viento es una gran máquina de rezar, más práctica incluso que los molinos de plegarias para mandar el mayor número de oraciones con el menor tiempo y esfuerzo posibles. La conversación se redujo a los gestos, el encuentro ocasional de miradas, la permanencia en un punto, la admiración compartida. Allí imperaba el amarillo vivo como único color, al que sólo matizaban ligeros toques de otros tonos. ¿Qué se había hecho de esas terrazas, de sus ciervos dorados y sus lotos, de la gran Rueda, cuando el templo ha­bía sido utilizado como pocilga en la Revolución Cultural, y dónde estaba ahora la victoria de la civilizada China sobre el feudalismo bárbaro fuera de los bloques construidos para inmigrantes forzosos y de las instalaciones militares? Los reconvertidos de la iglesia española a iglesias y catecismos más modernos tenían el dogma pronto: recorrían monumentos de Roma, de Chartres, de Java, de Toledo, los fotografiaban y, sin empacho lógico, abominaban luego de la servidumbre opresora de las religiones, todas, siempre y sin excepción, y añoraban los grandes beneficios que, con aquella riqueza y energía malgastadas, los oprimidos hubieran podido obtener. Experimentaban auténtico enfado e incomodidad ante las dimensiones de la generosidad y la transcendencia y se sentían ante ellas privados de los caseros placeres de la seguridad grupal. Una muchacha china de uniforme tomaba fotos acodada sobre el pretil, sonriente y pulcra. Esos mismos uniformes, no hacía tantos años, habían ido hasta el final en la coherencia con los dogmas al uso: destrucción de la casi totalidad de los seis mil monasterios tibetanos,

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reconstrucción de un cinco por ciento quizás. Incluso las cifras oficiales dadas por Pekín en 1979 hablaban de dos mil cuatrocientos en 1960, antes de la Revolución Cultural, frente a los diez abiertos al culto dos décadas más tarde. La operación, ciertamente, no había sido el precio de una vida mejor.

Patrick, de improviso, la coge por detrás y la levanta en el aire. La muchacha china y sus compañeros los miran de soslayo, siempre reprobadores de la falta de compostura occidental.

-¡Levitación!, ¡Levitación! Estamos en el país de los hom­bres-cometa, ¿lo sabías?

-¡Déjame en el suelo! ¡No quiero levitar, no tengo bas­tante fluido!

-Hay que elevarse del mundo material, alcanzar el es­píritu -continúa Patrick-. De hecho, yo estoy en ello, he adelgazado seis kilos desde que entré en China.

Y deja a Vera en el suelo. Dos monjes jóvenes los han vis­to. Observan con una ligera sonrisa y sin reproche, mirando a hurtadillas y cuchicheando entre ellos.

Las dos mujeres continuaban sentadas en el zócalo. No eran jóvenes, los rostros estaban estriados y curtidos y la más vieja llevaba en las trenzas alfileres con turquesas. En­tre las dos tenían un girasol en un bote de tierra. Estaban comiendo semillas y Vera las miró con curiosidad. La más mayor le ofreció algunas metiéndolas en su mano. Quizás a fin de cuentas el paraíso no planeaba siempre en el último punto de una torre sin límites, quizás tampoco tenía vein­te años, ni consistía en una charla al ocaso con Epicuro y Aristóteles tras haber descremado todos los placeres duran­te la jornada de la vida. Quizás el paraíso podía hallarse en los rostros, ya no tersos, en las manos de las dos mujeres. Quizás estaba en alguna de las semillas.

Lo que no es las nieves es la temporada de las lluvias. Al atardecer la tierra se convirtió de nuevo en un fango pe­gajoso. Los tibetanos se protegían con sus gruesos mantos de lana áspera. Patrick se rebelaba ante los cambios en el cielo y dejaba al sol secar puesta la ropa que llevaba. En

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un claro de las nubes tormentosas, decidieron echar a an­dar hacia el río y su isla, al otro lado del puente deleznable y remendado orlado de banderas de plegarias. En aquella zona se encontraba el barrio chino, único urbanizado, cui­dado, limpio, con buenas casas y avenidas, recios árboles y aceras de piedra. En un parking de bicicletas dos soldados jóvenes arrebataban su mísera carga de trozos de tabla y astillas a una tibetana sucia y mal vestida. Despojada, la mujer quedó llorando y retorciéndose las manos apoyada en la esquina. Lloraba con ese desconsuelo para cuya inter­pretación no hacen falta grandes lecturas políticas. Era la vieja pena de los viejos oprimidos de allí, de Perú, de los gineceos de Turquía; era la vieja humillación de la injusti­cia, cuya visión imprimía carácter. Ese reflejo multiforme y siempre igual, en el envés de la prepotencia, en el pro­pio país, en otros, en las estrechas calles de Jerusalén, en los refugiados huidos de Vietnam, Cuba, la URSS, si no ayudados sí rápidamente etiquetados como rusos blancos, gusanos, reaccionarios al fin.

Los soldados, cuyo nombre oficial, además de miembros del Ejército Popular de Liberación, era Soldados del Pueblo, colocaron los haces en sus bicicletas. Vera fue hacia la mu­jer. Patrick se había alejado unos pasos. Al llegar junto a la tibetana, que continuaba su llanto sin estridencias ni pausas, a cara descubierta, Vera le dio dos yuanes y apo­yó la mano en el hombro buscando el lenguaje que saltara eficazmente sobre el desconocimiento de palabras. Patrick la instaba a marcharse. Los pocos transeúntes echaban un vistazo sin detenerse. No fueron a la isla. Estaba anoche­ciendo sobre las tropas que iban de un rincón al otro en largas caravanas de camiones verde oliva, anochecía sobre los colonos, hanes malhumorados que de ninguna manera quisieran estar en esta tierra de estepas, pedregales, supers­tición y miseria, hanes que sueñan cada noche, o durante uno de sus muchos sueños diurnos a los que los reduce la escasez de calorías y la constricción social, con las tierras del arroz tres mil metros más abajo. Anochecía sobre los tibetanos, que sin duda soñaban con un espacio sin soldados

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chinos, sin la constante presencia de tanques y jeeps que cir­culan por carreteras hechas sólo para su uso. En ciudades de hormigón hay funcionarios de gris y militares de kaki con duras, indestructibles calaveras de jade, sobre cuyos rostros planos, sin expresión, se extiende como un mantel la piel fina, los ojos huidizos, la boca que mastica una ne­gativa siempre presta. Son los muchachos apáticos de las tiendas oficiales; son los rostros enmarcados por cualquier ventanilla, en cualquier sitio.

-¿Qué te pasa?- pregunta Vera.

Patrick tiene las mejillas arreboladas y le brillan los ojos.

-Nada. La altura. Y quizás el estómago. No acabo de reponerme de unos problemas que tuve en la jungla, hace tiempo.

-Lo mejor es tomar líquidos y dormir. Mañana, muy tem­prano, me voy a Sera.

-Te acompaño. Estoy bien. Iremos en cualquier cosa que ruede y nos pare, o alquilando bicicletas. Sólo son siete ki­lómetros.

Patrick duerme con un sueño pesado que le mejora. Al día siguiente está tan fresco como la mañana pero se le ha formado de nuevo una calentura en el labio. El camino es fácil, encharcado todavía pero el calor del sol lo va secando rápidamente. El cielo forma un lago inverso, un círculo den­so de azul rodeado de un aro de nubes, y en un valle fértil y abrigado aparece Sera, con una extensión de edificios bajos y árboles y al fondo el templo apoyado en un acantilado. Ocupa una vasta superficie perfectamente plana, extraña y bruscamente limitada por los montes. Al acercarse, les sor­prende el silencio; es como una gran colonia madrepórica a la que prácticamente se ha vaciado. Donde habitaron antes miles de monjes quedan apenas unos cientos y el conjun­to de edificios y de muros da una triste impresión de casa expropiada. Se piensa en los solitarios pueblos de Granada, expulsados sus moriscos, en el silencio de las arrasadas jude­rías de la Edad Media, en Varsovia. Luego comienzan a apa­recer signos de vida: un perro, dos muchachos que preparan té junto a una puerta, mujeres protegidas con sombreros.

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Dos monjes compran carne. La vendedora despedaza el ijar sobre un poyete de piedra. Del Dalai Lama para abajo, el budismo del Tíbet no es vegetariano, el clima y los recursos no lo permiten y Vera, siempre atemorizada por los nuevos cultos a la salud y la macrobiótica, encuentra que ese prag­matismo hace a la religión y a sus adeptos más de fiar y les da un toque simpático. El ganado se abate con ritos desti­nados a garantizar el adecuado tránsito del ánima hacia la próxima reencarnación.

El interior del templo está en gran parte hueco como el pueblo. Los monjes se complacen abriendo para ellos dos bi­bliotecas vacías, cofres de manuscritos en los que sólo que­dan restos de su contenido, capillas sin las estatuas más valiosas.

-¿Revolución Cultural?- preguntan a los que parecen en­tender algo de inglés.

-No, no- niegan ellos. Rebelión de 1959.

La invasión por los ejércitos de Mao Tse-tung tuvo lugar en 1950, pero el gran alzamiento tibetano fue en el 59 y muchos se atrincheraron en Sera, con un saldo de más de trescientos mil muertos e innumerables refugiados huidos a Nepal y la India, entre los que se encontraba el Dalai Lama. No hubo repuesta internacional a las protestas del gobier­no tibetano en el exilio. Era además de buen tono entre la izquierda occidental la alabanza incondicional a cualquier país comunista, máxime si sus oponentes eran, en parte, monjes.

-Mira, quiere enseñarnos algo importante.

Ha aparecido un novicio, mensajero de alguien que es­tá más arriba y les manda llamar. Al instante cruzan por la mente de Patrick y de Vera los cuentos, Misterio en el Templo del Sol, esa bebida infantil, sobrenatural, o que vie­nen degustando desde que por primera vez les envolvió el espacio extraño. Le siguen y van por donde les indican, lle­gan a la terraza, limitada por una especie de almenas entre las cuales se asoman disimuladamente al exterior un monje viejo en cuclillas y el novicio joven. Y, uniéndose a ellos, ven a Citroen, en toda la gloria de su rodaje publicitario.

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Los aldeanos, mantenidos a prudente distancia, se han con­gregado allí para la ocasión. Un perro, enroscado sobre sí mismo, duerme indiferente frente a un flamante AX 14 rojo cuyos cristales, carrocería y bella conductora euroasiática son repasados de continuo y resplandecen al brillante sol. El monasterio en pleno ha sido movilizado para la filma­ción y los monjes bajan una y otra vez la escalinata con sus gorros amarillos y las larguísimas trompetas ceremo­niales, atabales y sonajas. El equipo es francés y la intem­perancia de sus gritos revela las dificultades de la empresa. Incongruente, deliciosa en ese marco, resuena la voz del director «Amenez les yaks!», pero los dos animales, festiva­mente aparejados para la ocasión, se resisten a participar en el rodaje mientras que, sin esperarlos, los monjes han hecho ya una bajada espectacular con sus ropas y cantos de ceremonia. Convencidos los yaks, es ahora el coche el que patina en las losas de la plaza y precisa que lo empujen un tibetano y un miembro del rodaje para que se deslice hasta el comité de recepción y la conductora, en impecable traje de chaqueta blanco, sea recibida por el abad. Cada nuevo intento es acogido por las carcajadas de los asistentes y por las risas de todos los escondidos espectadores de la terra­za. Las arrancadas del Citroen crean a veces pánico entre los actores y requiere cierto tiempo al equipo colocarlos de nuevo en la debida posición. Cuando Vera y Patrick aban­donaron discretamente el lugar oyeron al director quejarse amargamente a los responsables chinos de la poca discipli­na que obtenía a cambio de lo mucho que había abonado a las autoridades para rodar el corto. Patrick y Vera inter­cambian impresiones:

Como el día, pensó Vera, porque las horas como aquéllas eran el auténtico sacramento de las uniones, sin adherencias espurias de promesas, anillos, compromisos e intereses. Los

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sacramentos dignos de tal nombre se oficiaban en la obser­vación risueña y momentánea de una cambiante realidad, no consideraban al exterior ni salían o entraban de una iglesia, les era indiferente el tiempo, no rozaban la historia de los cuerpos, el fin del regateo carnal. Había que salvar al menos, del preceptivo anticlericalismo de otros días, la refrescante repugnancia ante los ritos del matrimonio, el instintivo rechazo ante la lógica porcina de las familias, la última gota de rebeldía para escupirla a la piel gastada y a la muerte.

-En esta calle podemos comer- Patrick había oteado di­minutos restaurantes, todos similares.

Entraron en uno. Comieron. Charlaron bastante. Salieron a la calle. A los dos pasos había otro restaurante. Entraron y volvieron a comer. Cuando terminaban entró Nathan.

-¿Qué tal, canadiense? ¿Vas o vienes del templo?- pre­guntó Patrick.

-Ni voy ni pienso ir; si quiero verlo, me esperaré a que pasen en el cine el corto de Citroen. Francamente los tem­plos, visto uno, vistos todos.

Nathan se sentó, les ofreció whisky de una petaca en la que quedaba muy poco, encendió un cigarrillo y dijo bajan­do el tono de voz:

-Me está pareciendo que mi reportaje estratégico tiene poco porvenir. Nunca he soñado con que los chinos me orga­nicen una gira turística por sus bases nucleares pero preveo que ni siquiera conseguiré un mínimo de material gráfico aceptable. Por eso he venido a Sera.

-¿Algún silo camuflado? ¿Experimentos? ¿Movimientos de tropas? -Patrick se había cerciorado de que estaban solos en el minúsculo local y hablaba con excitación.

Nathan negó con la cabeza mientras tragaba el tiempo fideos y humo.

-No, que yo sepa. Cerca de aquí hay un lugar muy pe­culiar. No me sirven de nada las típicas fotos maleadas por el turismo pero esto sí puede valer para un reportaje con garra en el público y con originalidad.

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Antes de continuar miró las cámaras de Vera y de Patrick. Tranquilo respecto a su falta de profesionalizad, explicó mientras esperaban el té:

-Mañana al amanecer me voy a ver a los carniceros de pompas fúnebres.

-¿Las cremaciones? Te las encuentras en cualquier si­tio de Asia. A poco que te descuides vas sorteando piras-observó Patrick.

-Carniceros; no cocineros. Aquí tratan a sus muertos de…una forma especial. Veamos, ¿qué haríais si tuvierais un muerto, budista, impaciente por la desaparición de su en­voltura corporal para liberar el alma y reencarnarse como es debido? Adelanto que renunciéis al clásico entierro por­que el suelo está duro como una piedra y helado la mayor parte del año.

-La cremación, como en el resto de Asia.

-¿Con qué leña?.No hay árboles.

-Abandonarlos en la montaña, como en una zona de Japón- sugirió Vera.

-Más sensato pero poco eficaz desde el punto de vista de la liberación del alma. Puede pasar mucho tiempo, si nin­gún depredador acude, hasta que el cuerpo, dado el clima del país, desaparezca.

-¿Caníbales? ¡No! -rechazó Patrick.

-Desde luego que no -abundó Nathan-. Sólo descuartizadores. Cuando alguien muere se despedaza el cadáver, machacando todos los huesos, de forma que los buitres y los perros salvajes hagan desaparecer los restos rápidamen­te. La materia se ha incorporado a otros ciclos, el alma puede cambiar de envoltura.

-Eso dificulta nuestra repatriación en caso de accidente-Patrick se frotó las sienes.

-O la facilita en forma de hamburguesa -puntualizó Vera-. En fin, tras esta deliciosa conversación de sobremesa…

-Yo me quedo. La oportunidad de captar algo es situar­me en la zona antes del amanecer. He empezado a hacer indagaciones y a repartir propinas.

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-¡Voy contigo! -afirmó Patrick-. No me lo quiero perder.

-Pues yo sí. No me va la gastronomía necrológica, circui­to de los mejores crematorios de Asia, etc. -rechazó Vera-. Os esperaré y regresaremos mañana.

El anochecer los encontró en torno al fuego de una vi­vienda mísera al extremo este del pueblo. La temperatura había descendido notablemente y el cielo estaba encapota­do. Ya durante la cena, en el restaurante, Patrick empezó a temblar. Habían aumentado el arrebol de las mejillas y el brillo de los ojos.

-¿Qué te pasa? ¿Has pinchado?

Vera, mientras él apoyaba la cabeza en sus rodillas, le frotó el cuello y los hombros y le puso las manos en las sienes. Nathan, concentrado en sus notas, se limitó a ofre­cer algunos de sus antibióticos, dejados con el equipaje en Lhassa. El canadiense, con el pelo gris y los pantalones en­durecidos por la misma capa de polvo que las botas, podía ser un aventurero de las viejas películas, pero trabajador y sin muchas ganas de aventuras. Vera alzó maquinalmente la mano hacia su propio pelo, mate y sujeto con una banda en la nuca. Con la piel áspera por el viento, las mechas de la frente jaspeadas de canas y la torpeza general del en­tumecimiento, ella no podía ser la aventurera de ninguna película, antigua o por venir. ¿Quién hacía, quién ofrecía café, en alguna parte, a Nathan, a su vuelta, cargado de rompecabezas de cuerpos troceados? Había epopeyas que se luchaban por la bella Elena, otras por la planta de la in­mortalidad, por la conquista de un imperio o por el desafío a los seres divinos. La epopeya de Vera se luchaba quizás por que le sirvieran un café, pero un café tiernamente servi­do, expectante y presto, tras el cual volvía, como el cansado guerrero, al pequeño agramante de sus pensamientos. Ese café, respaldo necesario de la fatiga, era inencontrable.

Una hora antes los tres se habían enzarzado en una discu­sión o, más bien, una exposición apresurada de opiniones y preguntas. Los europeos y el canadiense habían acumulado incontables frases fallidas para cuya pronunciación falta­ba interlocutor. Ellos mismos no eran conscientes de estar

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embarcados en un largo monólogo con el medio, sin otro acceso que los tópicos y los gestos frente al indígena ajeno e indiferente a los seres de paso. Por ello retuvieron con avi­dez al hombre que les había ayudado a traducir unas frases cuando intentaban organizar su corta noche en Sera.

-Les guiaré- había dicho el tibetano.

Y se pusieron en camino, entre los feroces ladridos de los perros y la casi completa oscuridad. Se percibía un ruido de agua próxima. El alojamiento era un chamizo, el fuego, la tetera, un cubo y mantas.

-Ellos viven aquí al lado- dijo el hombre.

A unos cincuenta metros estaba la casa, la familia en el primer piso y la planta baja para los animales.

-Basta con sujetar la puerta con una piedra por los pe­rros. Nadie les molestará.

En cuanto caía el sol la noche parecía enormemente avanzada. Se retiraban los humanos y sus ruidos. Los dueños eran otros.

Bajo el capote, el hombre era joven, quizás de mediana edad. Era difícil calcular. Adelantó el brazo desnudo para atizar el fuego. Iba envuelto en la lana gruesa de los monjes y tenía unos pies muy grandes enfundados en sucias zapatillas de deporte.

-Mi país también ha sido subyugado, invadido -había dicho Patrick- pero guardamos, luchamos por nuestras raíces celtas.

-Celtas… ¿qué país es? -preguntó el monje. -Ocupó toda Europa hace cientos de años. Ahora le hablo de mi país, Irlanda.

-Donde usted vive- apostilló el tibetano. -Vivir, vivo en Londres; estudio allí, aunque voy mucho a Dublín.

-Los irlandeses procuran siempre llorar a Irlanda desde lejos. En Canadá acompañan las copas de canciones patrióticas pero no volverían por muy borrachos que estuvieran, y en verdad suelen estarlo -terció Nathan.

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Patrick le ignoró, continuando:

-Yo les admiro a ustedes, los tibetanos, por su forma de preservar sus rasgos culturales, su personalidad étnica. Me parece admirable su defensa de la identidad nacional.

-Pues a mí no. Lo que ahora nos ocurre es el fruto, el adecuado karma de nuestras acciones. Nos empeñamos en vivir de espaldas a todos y a todo, y cuando precisamos el mundo exterior él nos respondió de la misma forma. No hallamos sino nuestro propio silencio anterior. Nos invadieron y fue inútil gritar.

El hombre removió el fuego tras su tajante respuesta y se quedó mirando a la llama como si imaginara en ella cuál hubiera podido ser un presente distinto.

-¿Echan de menos el progreso? ¿Las máquinas, los neones y los bancos? -preguntó Nathan.

-¡En Occidente hay muchos que defendemos a las minorías que resguardan su identidad y su medio ecológico! -saltó vehemente Patrick.

-¿Deberíamos, pues, seguir vendiendo al pueblo píldoras hechas con los excrementos del Dalai Lama, que se suponían milagrosos, aunque su Santidad se encogiera de hombros y dedicara su tiempo libre a estudiar las ciencias y técnica modernas, además de los escritos búdicos, y a reparar máquinas? ¿Deberíamos depender del sol y de la luna y transportar sobre la nieve nuestras cargas a lomos de hombre? ¿Habríamos de hacer infinitamente, indefinidamente lo mismo?

El monje había hablado sin alzar la voz, pero se marcaron profundas arrugas en su frente y pareció un hombre de madura edad.

-De todas formas, también ustedes estaban cambiando. Desde finales del diecinueve, pero, si mal no recuerdo, el Dalai Lama se encontró con la frontal oposición conservadora de la comunidad monástica -objetó Vera.

-Y con la de los chinos -respondió rápidamente el monje-, que estaban celosos de cualquier influencia que no fuese la suya. ¿No ha leído también eso?.

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-Fue por entonces cuando el mismo Dalai Lama prohibió las mutilaciones corporales y los sacrificios humanos, según mi guía -Nathan señaló el grueso libro.

-Eh, en Europa también se hacían barbaridades. En Inglaterra se ajusticiaba por robar un cordero -le dijo Patrick.

-Puestos a citar, en España se mantuvo la Inquisición hasta el siglo XIX. Lamentablemente el primero en abolirla fue… el gobierno impuesto por Napoleón, y se volvió a instalar luego -añadió Vera a su vez.

El tibetano se había desentendido parcialmente, como si la discusión concerniera tan sólo a los tres extranjeros. No querían que él se fuera todavía. Patrick aventuró:

-Si las grandes potencias les hubieran ayudado más, ustedes hubieran sido ahora un país libre. Estados Unidos y Gran Bretaña se ocupan exclusivamente de sus intereses.

-La CÍA nos ayudó algo después de la invasión pero no lo suficiente -dijo el monje.

-¿Lucharon junto con agentes de la CÍA? -preguntó Vera.

-Entrenaron a algunos guerrilleros tibetanos y dieron material. La ayuda americana fue totalmente escasa y duró poco.

-En Occidente eran más bien impopulares los movimientos subvencionados por el servicio secreto norteamericano -apuntó Nathan.

-Ya. Durante largo tiempo China recibió el apoyo masivo del ejército, la policía, secreta o no, y los recursos de la URSS, como ocurrió a su vez en Corea con China y en otros países. Parece que estas ayudas sí son populares. Nuestro problema con la CÍA es que no intervino más. Lo sentimos por la opinión occidental -ironizó el monje.

-Lo cierto es que ni Washington ni las Naciones Unidas, pese a sus resoluciones de principios de los sesenta en las que pedían el respeto de los derechos del pueblo tibetano, movieron un dedo para reconocer oficialmente la independencia del Tíbet o ejercer una oposición seria frente a China-Nathan parecía conocer con detalle el índice histórico de su excelente guía.

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-Manejos de las grandes potencias -resumió Patrick; y luego -Hace cada vez más frío.

-Voy a ver si pueden dejarles otra manta -el monje salió.

-No está encantado con el brillante papel occidental en Asia, o en esta parte de Asia -sonrió Nathan.

-Resulta difícil poner alegremente en las tarjetas de vi­sita «Colaborador de la CÍA» -dijo Vera.

El monje entró con una frazada. Patrick, febril y vagamente malhumorado, se había puesto a escribir en un rincón. El tibetano pidió permiso para examinar el complicado equipo fotográfico de Nathan.

-Por aquí entra la luz y en el tubo se regula -explicó el canadiense.

-Creo que sabría manejarla -dijo el monje con una sonrisa-. La mía es mucho más, simple pero se parece. Estudié electricidad y otras cosas en la India.

Vera y Nathan rieron. No era la primera vez que el buen salvaje sacaba la máquina de afeitar arruinando definitivamente su aura de pureza natural.

-Ha podido volver desde la India -observó Vera- ¿Le dejarán los chinos salir?

-Para ellos somos tan parecidos como los pollos. Desde hace unos pocos años no resulta demasiado difícil peregrinar si se tiene cuidado y no se va en grupos.

-¿Y usted peregrina?

-Ahora sí. También ustedes, a su manera. ¿Donde van luego?

-Viajamos separados -especificó Vera- Me interesaría ver una biblioteca, o lo que quede de un monasterio-universidad. Después… buscaré lugares, daré una vuelta.

Vera recordó alarmada su equipaje indefenso y solitario en una habitación compartida del hotel de Lhassa, el envoltorio para Xei Wen. Había virilidad y dureza en el brazo desnudo del monje, fuerte y tostado por la dorada luz. Xei Wen era más frágil, se hubiera querido cuidarle, cuidarle al infinito, deslizar los dedos por sus hombros con aquella piel lampiña y leve y pasarle, como a un pájaro, el alimento

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de una a otra boca, mirando cuando le tenía tan próximo el pliegue que tiraba de sus párpados, y enseguida sin ver nada excepto al hombre junto a ella.

Tras una pausa y otras frases, el monje mostró curiosidad por ver sus pasaportes y la guía de Nathan. Vera observó de pasada que el canadiense había nacido el mismo mes y año que ella. La conversación fue luego languideciendo. Entonces el tibetano le dijo:

-El lugar a donde yo voy era una universidad y quizás el más poblado monasterio del Tíbet y del mundo, el mayor. Vivían allí diez mil monjes. En su templo, a principios del siglo XV, se fundó la secta de los Gorros Amarillos. Le habló de Drepung, a diez kilómetros al N.O. de Lhassa.

-¿Cuánta gente queda hoy?

-No más de trescientos monjes, creo. Sus alojamientos y salas de clase fueron totalmente destruidos, y la mayor parte de las capillas también, así como las estatuas y ma­nuscritos, pero al menos quizá usted pueda ver lo que quede de la biblioteca.

-Iré. Sería interesante encontrarle a usted.

-Los extranjeros no pasan desapercibidos, especialmente una mujer sola. Avisaré; si la ven, me lo dirán. Me llamo Norbún.

Estaban hablando muy bajo para no perturbar el descanso inquieto de Patrick y los ligeros ronquidos de Nathan, que, a punto el despertador para preceder al alba, dosificaba sus fuerzas para la necrología matinal.

El tibetano se puso su sobretodo marrón y salió. La naturaleza parecía anormalmente silenciosa y muerta. En la casa vecina la familia dormía con el ganado, en una gruesa pelota de materia viva. Vera aseguró la puerta, tragó un sorbo de té, salado y grasiento, y se envolvió en la manta.

Iban siguiendo el canal de los muertos, aquel modesto Aqueronte cuyas aguas recibían visiblemente todo tipo de desechos. Vera había reiterado su desinterés por el reciclaje

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apresurado de los difuntos y se había cubierto con las man­tas dejadas por los dos hombres al salir. La noche había sido fría y la mañana se anunciaba desapacible. Patrick tiritaba cuando se instalaron en el lugar indicado. Nathan dispuso, protegiéndolo cuidadosamente, su material. Con el alba, lo que vieron por los prismáticos podía ser una de las esce­nas que abundan cada noche en la televisión en las cuales se lucha ferozmente a cuchillo hasta saciarse de venganza y sangre, sólo que aquí el antagonista estaba inmóvil y el bra­zo armado caía sistemáticamente sobre los miembros poco visibles sobre la piedra plana. El agua escurría por el cuello de Patrick y le penetraba a veces por la espalda. Los mo­vimientos de Nathan eran lentos, cambiaba continuamente filtros y lentes, ajustaba distancias. La ceremonia no era ostentosa, colorista ni festiva, no admitía comparación con las alegres cremaciones de Indonesia. Patrick se imaginó a sí mismo reducido con tal rapidez a fragmentos y a nada. No podía ser, simplemente no podía ser. Por primera vez desde que entrara en el Tíbet le vino la añoranza de su chi­ca lejana y, casi al tiempo, de todas las chicas que en ese momento estaban medio desnudas bajo mantas cálidas y te­nían a mano jarras de leche caliente o de café, arrebujadas como Vera junto al rescoldo.

Cuando regresaron el camino se le hizo borroso y se re­costó, castañeteando los dientes, cerca del apagado fuego del hogar. Nathan les dejó para otra visita a un lugar del que esta vez no quiso darles precisiones, y explicó vagamen­te que ya se verían en Lhassa. Vera quedó junto a Patrick, sobre quien había acumulado todas las mantas. Era im­pensable que él pudiera andar más de doscientos metros. Comenzó un largo día en el que, a pequeños trechos y en diversos vehículos, deshacían camino. Entre los baches y el agua, Vera recordó a Norbún. Tenía que dejar a Patrick en su cama y luego irse ella, primero a Drepung, después al lugar en donde estaba, si es que continuaba allí, Xei Wen.

Vera observó las ojeras y el arco de calenturas en el ros­tro que sujetaba en su regazo. Qué frágil aquella fuerza de los pocos años grande, repentina, efímera. La frente y las

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cejas tenían una tersura sin historia. El cabello era fino en las sienes, la piel transparentaba venas azules.

-¿Qué tal?

-Me duele la cabeza y un poco el estómago. ¡Cómo se mueve esto, maldita sea! Déjame la mano en la frente, me refresca.

-Hace frío.

-Tengo calor.

Las calles al fin, los perros, el crepitar del agua. Las sui­zas se habían ido, su habitación había sido destinada a un grupo y los equipajes guardados aparte. Vera buscó hasta encontrar una habitación acogedora, con dos camas, en el último piso de otro hotel. Estaba pintada de azul y daba a un gran patio. En ella introdujo por fin a Patrick bajo las sábanas, le cubrió profusamente y le hizo ingerir medica­mentos y té. Ambos durmieron con un sueño profundo.

-Voy a Drepung. Volveré pronto.

-Estaré aquí. Suerte. Ten cuidado; puede que los monjes hayan sido contratados para un anuncio de detergentes -la despidió Patrick.

Vera observó al joven guerrero, cansado y poco dispues­to a lanzarse de inmediato a la convivencia con ancestra­les tribus desconocedoras de estufas, antibióticos y sistema postal. El cuerpo sobre el que ajustaba el edredón no era demasiado alto y su delgadez actual provenía de las circuns­tancias. En unos años, con diez o quince kilos más, Patrick podría sentarse en una sucursal bancaria de Londres, y brin­dar los sábados por el verde trébol de la madre Irlanda.

Los ojos azules habían perdido parte del lastre de las enormes ojeras.

-Se buen enfermo. Hasta la vista.

Sentada sobre la carga del camión y apoyada la espalda en la pared de la cabina, Vera se dejaba llevar hacia el no­roeste. A ambos flancos el paisaje-raso, igual- se deslizaba en sentido inverso y quedaba acumulado en un largo cau­dal de carretera ocre. La mañana tenía un sabor de adiós incongruente. Iba a regresar, en breve, y no renunciaba a

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la modesta esperanza de encontrar a Patrick, de encontrar a alguien, que la esperaba y se satisfacía con su regreso. Encajó los hombros y los codos en el saco para recibir, inmóvil, las bandas de espacio a contramarcha, rápido el vehículo en las bajadas, asfixiado en las cuestas. El espacio, estático como un redondo e impasible mar al que iban a dar todos los caminos, el espacio mezclado con el tiempo, disueltos los metros y los segundos en una confusa suspen­sión. Al final del camino, cercana, inmediata, se encontraba España, había rostros nunca lo suficientemente olvidados, y también se encontraban París, Pekín y Londres, vecinos, próximos, regalados a ella por el jadeante camión, la pista angosta y el velo de niebla que rezumaba de la pradera en el que se movían las sombras del ganado.

España había sido el país al que volver, de eso hacía va­rios años. Cierta especial sequía había agostado el verdor de esperanza que llegó hasta el borde de los ochenta. En aquel verdor existía un componente, nada único, de ino­cencia. En realidad nadie había querido pagar el precio del esfuerzo para obtener cosecha. Se esperaba que por la iner­cia del crecimiento moderno todo y todos se parecerían ca­da vez más a sus vecinos desarrollados de Europa y quién sabe si a Estados Unidos. Al son de las consignas de un socialismo desfasado y muerto, se habían dejado las manos libres al PUS. España se había convertido en un mosaico de economatos que hervían con las bocas ansiosas de una inacabable clientela. Apresuradamente se extendió un dis­tintivo de buena conducta cuyo confíteor invariablemente consistía en abominar el franquismo, los conservadores, la derecha, la Iglesia, el imperialismo americano y la represión sexual, y que conllevaba la excomunión de herejes y paga­nos al grito de burgués, fascista, reprimido, reaccionario. El rito era ocasional y breve y no conllevaba ningún riesgo. La simple decencia se convirtió en un término trasnochado que convenía explícitamente degradar, así que el PUS se complació en hacer figurar en forma de leyes y decretos su propio enriquecimiento y la perennidad de sus ventajas e impunidades, y tuvo a gloria que se hablara ruidosamente de la coacción y del robo. Cada votante se identificaba con

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esa imagen y quería ser así: el delincuente legal listo, el mi­llonario rápido, el irónico compañero de viaje que repetía a los oídos de los Césares: «Recuerda que todo vale, ergo, que puedes hacer todo. Recuerda que no existen valores mora­les y que la ética es un anacronismo, luego recibe y calla. Recuerda que sólo somos inmundicia, por lo que cualquier rasgo de valentía o sacrificio de tus intereses es ridículo e improcedente. Recuerda». Y el filósofo áulico recibía un puesto, si no importante, sí bien remunerado o aromado de la vecina fragancia del poder. A veces ni siquiera eso; bastaba la delicia de «épater les bourgeois», normalmente de la forma más barata: recordando al asalariado tímido, al pequeño hombre de orden, el foso insondable que le separa­ba del intelectual que había leído en su momento en París y en Nueva York la literatura más experimental, gustado el arte más discutido. Luego se volvía a la gastronomía, los trajes de seda y las tertulias del César; como epicúreo, por supuesto. Como burgués, jamás.

Nathan aludió en Lhassa con curiosidad a la transición democrática española. Al igual que tantos otros, se atenía a la imagen proyectada hacia el exterior, la España fabricada para consumo en política extranjera: dadivosa con América Latina, con los festejos de prestigio, con los países árabes. La otra España, la de fronteras adentro, era lo que ha­bía quedado tras la regresión de aquellos menguados años ochenta: un tejido esquilmado de eficacia y de andadura cívica, un pobre país cuyo subdesarrollo se maquillaba con el plateado de ordenadores y oro fresco y volátil. La de­cantación de niveles había sido feroz. El PUS llevaba la voz cantante en el acaparamiento de puestos y fortunas pe­ro la tónica de comportamiento era general, limitada sólo por el miedo, la pereza o por prejuicios morales en desuso. Cuando alguien era sacado de la Gehena a la que le con­denaba su sueldo, en aquella España transformada para el vivir cotidiano en un angustioso país de ricos, y era ascendi­do a remuneraciones cuatro, diez veces mayores, el camino era irreversible, la vuelta al parco salario impensable, la servidumbre absoluta, el silencio garantizado, mimética la

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sonrisa con la que se observaba en la televisión a los líderes opinar sobre la nación. Como lo hicieran Perón y tantos jefes populistas, el gobierno sabía que resultan más baratas y rentables las grandes maniobras caritativas ocasionales entre el lumpen y capas marginadas que el afianzamien­to de los grises y pacíficos sectores medios. El método era atacar al animal más indefenso, menos atrevido, más ca­llado y vulnerable, a aquél que no era clientela digna de consideración ni amagaba presiones sindicales. Nada más fácil que ganar el voto gástrico de tribus agraciadas con el reparto de bocadillos.

Lo malo es que no había Gran Malvado, ni siquiera el PUS, cuyos miembros superpuestos formaban un individuo de rasgos y edad afines al que no caracterizaban brillo ni especial dote alguna. Ellos estaban demasiado afanados en la intendencia, captación y mantenimiento de sus cliente­las para ver algo más. El Manual de Economatos sustituía a Maquiavelo. El temor a la marea creciente de los pre­cios, el inseguro trabajo y la violencia frustrada del incó­modo sobrevivir cotidiano habían intimidado a los ciudada­nos mejor que hubiera podido soñarlo ninguna guardia civil. Ciertamente los del Gobierno no eran inocentes y los actos que se les censuraban no prevenían de descuidos ni errores; correspondían a un provecho y a una lógica. Pero no había entre ellos eminencias maléficas; ni otras. Tampoco era ya de recibo recurrir como responsable al Gran Malvado difun­to, el antiguo dictador. En realidad el PUS era simplemente la mayoritaria opción de cierto mínimo común denominador hispano.

No, España no era ya el país al que volver. Pero Vera sa­bía que a su espalda no existía tampoco otro espacio y que en un momento dado, igual que los monasterios de Drepung y de Sera, aparecerían en el camino los perfiles conocidos de ciertos edificios de Madrid.

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¡Preséntamelo! -instaba Martín a Julio.

Y Julio, reticente:

-No es momento. Va acompañado. Están por llamar a nuestro avión.

-Ni que fuera a decírselo al Jefe si le molestamos -Martín insistía en ser presentado por Julito a Sebastián Ferrer, cu­yos libros conocía de oídas. No eran éstos el objeto de su interés, sino el reciente ingreso del escritor en el círculo ín­timo del Presidente.

-Te digo que resultaría inoportuno. Es un tipo… especial. Ya sabes como son de selectivos. Además, está mosqueado ahora con los periodistas.

Sebastián Ferrer llevaba un traje flotante, de corte po­co habitual, que recordaba a un pijama. Pasaba los dedos alternativamente por el cristal de vaso y por la nuca de su acompañante, vestida a lo odalisca, con chaleco floreado y banda de gasa sujetándole el pelo. Ferrer venía publicando regularmente desde los últimos años una especie de gregue­rías extensas y acidas. A la chispeante inteligencia de sus epigramas no le faltaba además el valor, extremadamente raro, de atacar a tipos peligrosos y dotados de escaso sen­tido del humor. Su firma era un aval de libertad de pen­samiento. El mismo consideraba sus escritos un epistolario amoroso dirigido a la querida Lucidez, a la Diosa Razón. Pero el agudo pensador no había escapado a la máxima de que un hombre inteligente se recupera de una derrota pero difícilmente de una victoria. Había vencido demasiado, y demasiado tiempo, había descremado a la par los placeres intelectuales y los de los sentidos, ambos se le ofrecían mes tras mes y año tras año de su juventud y de su edad ma­dura como un harén inagotable. De ahí pasó al dogma de gozad como yo gozo y haced como yo hago. Estaba maduro para el café y las copas con la gente que las tomaba con los Jefes de Estado. Eran, a fin de cuentas, de su edad, de su aspecto, de su medio, y compartían sus gustos aunque él les superara en experiencia y sutileza. Les aconsejó en vinos y en postres. Gozó con la reverencia que le mostraban y con

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sus quejas, frente a la copa de la madrugada, sobre las ser­vidumbres del mando y la estulticia caprichosa de la plebe. A su degustación de experiencias se sumó aquélla de la fa­miliaridad con los grandes, como les ocurriera a Aristóteles y a Anaxágoras. Y, naturalmente, ya no hubiera caído en el detestable mal gusto de dirigir su pluma contra los hechos sociales cotidianos que emanaban de la alta clase política, de aquellos chicos tan semejantes a él mismo de cuyo presi­dente la banalidad de la envidia llamaba a Sebastián Ferrer el consejero áulico.

Martín hizo memoria. Rossa le había comentado algo que estaba leyendo:

-Oye, ¿no escribió él un libro que se llama «El poder oculto de la mujer árabe?

-Puede ser, ¿o es de Flórez? Tiene un palacete moruno en Marruecos que es una virguería. Se pasa medio año allí, con los amigos, como las golondrinas -bajó la voz en tono cómplice-. Les ha venido Dios a ver cuando han descubierto lo baratos que salen los paraísos y los jovencitos al sur del Atlas. Hospitalidad patriarcal va, profundidad sufí viene-Julito se sacudió la ceniza que solía caerle sobre la pechera.

-Vaya, Sebastián también ataca por la retaguardia- rió Martín.

-Hombre, no he dicho eso. Lo que pasa es que tiene que marcarse el farde de probar de todo. Los pensadores son así; como los griegos. Súmale la revelación del Oriente: especias y canto al atardecer, grandes ojos femeninos (como no se les ve otra cosa…), grandes… bíceps masculinos, música y pichón relleno por dos duros.

A Martín los atractivos del cercano oriente, fueran epi­dérmicos o sufíes, le interesaban poco. Le esperaban, a la vuelta, otros más tangibles. Las llaves, por ejemplo. Tin­tinearon al ponerlas sobre la mesa junto con el resto de pertenencias que había decidido revisar y ordenar aprove­chando el retraso de su avión. Con un acuerdo económico muy satisfactorio, utilizaba por partida triple su antiguo pi­so del centro: servía como local del sindicato y para reunio­nes reducidas, figuraba como sede de la última asociación

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que había fundado, y se beneficiaba en ello de ayudas y subvenciones estatales que administraba como Secretario, al tiempo que conservaba la posesión y disfrute como vi­vienda aunque la habitual ahora se encontrara en un barrio umbrío y rectilíneo. Desgranó el llavero como un rosario y palpó las llaves de la nueva casa y las pequeñas de los muebles de su despacho. Con frecuencia, aunque no tuviese nada de papeles que hacer ni leyese libro alguno, se senta­ba allí, acariciando el mobiliario Victoriano de importación, geométricamente situado en la silla de brazos, la carbonera georgiana a la izquierda y a la derecha una combinada imi­tación de mesa y secreter de marquetería en colores vivos rematada abajo por doradas patas de águila y arriba por un friso metálico erizado de aguiluchos. Máximo había reído silenciosamente al verlo y comentado a Bety que sólo falta­ba al mueble una estatuita de Mussolini encima saludando. Allí le encontraba Rossa, acunando una copa de coñac y sonriendo a la alfombra oriental sobre la que debían pisar los visitantes admirativos y a los jarrones Ming. Miró la foto de Rossa, en su cartera, con el abrigo ceñido de piel de po­tro, en la puerta de ese colegio al que Máximo llevaba a su chico, St. Philip’s. Justamente acaban de pasar un trabajo de él en televisión. Presentarle a Jáuregui había sido una rampa de lanzamiento, y a Bety le encantaba California.

Ordenadamente, Martín sacó de su cartera y alisó el ca­tálogo «La ruta del Jade, importación de objetos orienta­les». Las páginas en color reproducían pulseras, anillos, jarrones, estatuas y numerosos y variados adornos tallados pacientemente en piedras duras.

-¡Esto va a funcionar de maravilla!- palmeó el hombro de Julito. Luego abrió la agenda e insistió:

-Oye, preséntame a Sebastián Ferrer.

La máquina del tiempo está inventada. Es cualquier trans­porte en el que una mente se desplaza a velocidades muy moderadamente por debajo de la de la luz. Mientras se es conducido, surgen alrededor, como plantas de acelerado cre­cimiento, los seres y sabores de otras épocas, el deseo sexual

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extinto, la mirada fugaz y turbia que precede a la pequeña vileza, las implacables afirmaciones que sólo podían nacer de la escasez de experiencias y de conocimientos; quizás también de la escasez de proteínas. Todos los seres del pa­sado huían, los de cuarenta años, los de cincuenta, huían todos, a un ritmo muy lento, imperceptible, y cumplían, con sus diversas transacciones y opciones, los trámites de su nueva identidad. Se dispersaban desde un recuerdo ver­gonzante, que incluso podía ser ficticio y que había sido reciclado como justificante del cicatero rechazo a pagar los gastos de un presente mejor. Los españoles de aquella ge­neración huían, y allí, en aquel rincón remoto del pasado sobre el que las nuevas generaciones y los cambios de la se­gunda mitad del siglo XX habían ido extendiéndose hasta ocultarlo, existía aún una velada fuerza centrífuga.

La postguerra era un terreno informe, un mapa desvaí­do del que sobrenadaban infancias, adolescencias carentes de color. Era la casa a la que nunca se vuelve, la curva en la que se tuvo al accidente, el escenario de la torpe discu­sión. La posguerra: la comida se desalaba, se remojaba, se ablandaba con bicarbonato, se raspaba, majaba y dividía. Las parejas se besaban en los portales, entre los padres y el sereno; reinaba el orden. Todos los cuartos eran interiores. Los curas olían a tela negra y aceite, desmenuzaban peca­dos sexuales en cajas con celosía, llevaban palios. En las iglesias se enrollaban y desenrollaban las alfombras de las bodas de dinero y los billetes, marrones, verdes, tenían un valor angustioso, total. España giraba en su vacío de isla, fuera de la época y del progreso, separada de Europa por una cordillera de chabolas, tullidos, pobres y exabruptos, asida en los usos y en las cosas a una obligada mediocridad de supervivencia.

Filtrados y olvidados aquellos años, quedó la urgencia de ser rico y parecerlo, de estar a la altura, de mostrar un mundano desdén hacia cualquier reglamentación de la con­ducta. Los restos de idearios se riñeron de un amarillo más de la envidia que del oro, el tono cetrino de un silencioso amigo de Máximo, el ocre de la mesa en torno a la cual

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ellos discutían con satisfacción el justo desenlace del asun­to de Vera. Se ascendía, cambiaba y mejoraba en grupo, pero lo que ninguno de ellos soportaba era que alguien en su misma situación se permitiera actitudes distintas, insul­tantes lujos éticos. Dentro del medio del cual todos sacaban provecho mediante los silencios y acatamientos oportunos, alguien se arriesgaba a la expulsión del paraíso en ejercicio del libre seguimiento de otros fines de envergadura distinta al provecho individual. Era insoportable.

Había múltiples individuos para los que toda la masa de anhelos de igualdad y justicia, todas las llamadas a la equidad y a la democracia se habían resuelto en la racio­nalización de la envidia, en los imperativos lógicos de la pasión antigua, bíblica y feroz, en la necesidad visceral de que nadie de su mismo nivel despuntara sobre sí, de que to­dos sufrieran sus mismas servidumbres y ninguno escapase a los males comunes. El ideario de la envidia, aderezado de afán igualitario, libraba del penoso reconocimiento de la calidad de otros. Y ahora los seres del pasado se reducían al recuerdo de un rostro oliváceo, a la vaga referencia de anéc­dotas y al sabor áspero de la recelosa versión hispánica de la igualdad. Existían sin embargo, para Vera lo suficiente como para desfilar en la pantalla que formaba el aire des­plazado por el camión. Eran pocas imágenes, pero en ellas, en el rictus de la boca, los ojos bajos, el tono de la voz y los silencios, se había asomado inoportuna la amarilla clave de la personalidad. Hermanada quizás, como esas ciudades que se declaran gemelas de un extremo a otro del mundo, con Ma Ren.

Ma Ren observó cómo, a partir de la tierra de las pe­queñas colinas que festoneaban el lugar y que eran quizás falsas tumbas en las más regulares, se iba aplanando y api­sonando la parcela de ampliación de la unidad. Así había que hacer con los intelectuales y con los jóvenes instruidos: nivelar, a base de aquellos individuos y aquellos grupos que sin duda sobresalían por oscuros privilegios heredados de la

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antigua sociedad o por cualquier otra injusticia de la opre­sión explotadora o de la fortuna. El soñaba con un país, con un mundo igual y homogéneo, toda la materia repar­tida. Había excepciones, el Presidente, genial, solitario y majestuoso como el monte Tai Shan, y las elevaciones más modestas, que eran la simple concreción de los represen­tantes del pueblo, de la inmensa y plana tierra. Se imponía un largo y previo trabajo igualitario y quizás más adelan­te, transcurridos cientos o miles de años y una vez elevada de forma semejante la población entera del país, o toda la Humanidad, entonces se podrían permitir ciertas variedades y eminencias. Porque ¿qué duda cabía de que él, si hubiese tenido una familia rica, una buena escuela, un destino en los altos edificios de la ciudad, hubiera destacado al menos tanto como los hombres que figuraban en las fotos de la prensa? Observó a los jóvenes, y no tan jóvenes, instruidos acarrear la tierra en capazos. Posiblemente la obra no era urgente, tal vez incluso tampoco necesaria, pero había que mantener las actividades manuales para no aparentar que se daba razón a las críticas de la gente de la aldea y con­tinuar cumpliendo las consignas. Sin embargo, los tiempos comenzaban a ser confusos y duros.

Ma Ren solía recogerse pronto en su cuarto. Había to­mado empero la costumbre en los últimos tiempos de nom­brarse a sí mismo enlace delegado entre las autoridades de la unidad y los extranjeros. Atento pues a su responsabi­lidad, los visitaba a veces al anochecer para averiguar si todo iba bien o precisaban algo. Había tomado el té con la extranjera, más de una vez. Ella llevaba ligeras blusas que mostraban el nacimiento del cuello. Pero la visión que vol­vía una y otra vez a sus ojos tras la última de las visitas era los pies de la mujer, blancos, en unas zapatillas esponjosas de peluche rojo, quizás compradas en Hong Kong o en la Tienda de la Amistad, bordadas en el empeine con un pavo real. Los pies se movían luminosos en la cálida habitación, rozando con un rasgueo especial la esterilla del suelo, se posaban en el sofá, ponían en la austeridad del paño añil y de la chaqueta acolchada negra un reflejo carmesí. Ma Ren había visto pocos colores, pocas mujeres y pocas sonrisas.

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Tenía un muy vago recuerdo, siendo niño, de las galas de una boda en la aldea, e incluso aquello se superponía a la historia del suicidio de una novia que se había tragado en el palanquín anillos y pendientes. Luego su propia boda de soldado, que parecía inmensamente lejana, fue una escueta ceremonia civil sin festejos. Los espectáculos de ópera tra­dicional eran raros, e inexistentes a partir de la Revolución Cultural. Las muchachas llevaban en escena un calzado se­doso con el que puntear sus diminutos pasos. Las jóvenes estudiantes lucían discretamente cuando salían en grupos a pasear calcetines brillantes, tersos, perla o del color de la carne. La extranjera, con la que conversaba despacio y que decía entenderle bien, llevaba los pies desnudos y a ve­ces los posaba así sobre los cojines, dejando las zapatillas en la alfombra. Los tobillos redondos, se hubieran podido mantener, como dos panecillos blancos, en el hueco de la mano.

Aquella tarde Ma Ren encontró a Xei Wen y a Vera ha­blando en el porche. La extranjera le enseñaba algo en una revista. Era evidente que ella le había invitado y que él, sin permiso de sus superiores, no se atrevía a entrar y ponía excusas, sin marcharse por ello. Hablaban rápidamente, se entendían, reían. Ma Ren sorteó los edificios para evitar el encuentro y, tras observarlos, se dirigió a su cuarto. El pan de la cena estaba desabrido, los libros plagados de un voca­bulario incomprensible. Absorto en los dibujos del hule que cubría su mesa, Ma Ren recordó aliviado que la extranjera esa noche llevaba unos zapatos marrones.

Los recuerdos se habían balanceado, mezclados con ob­jetos y con polvo del camino, de un lado a otro del camión. Vera subió, descansando a veces de la fatiga y la altura, por el empedrado desigual de las calles de Drepung, un pueblo entero, más habitado que Sera pero poseído también por la impresión de abandono forzoso. Así eran probablemente las ciudades de la Edad Media cuando se abatía sobre ellas una catástrofe. Ayer diez mil, hoy trescientos habitantes, un anciano con una vasija de metal y un bastón que cruza al

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lejano extremo de la calle, muros lamidos hasta el hueso por el viento, mástiles desnudos de plegarias. El templo repro­duce, como de costumbre, los colores sagrados, los mismos que los hábitos de los monjes: amarillo, granate, blanco. En los muros, una orgía -una hermosa orgía, con fondos monocolores en negro o rojo- de dioses, encarnaciones de las energías vitales positivas y negativas, de las pasiones y de los estados de la bienaventuranza. Levemente alteradas las formas, se hallan en ese hervidero de gestos, torturas y delicadas manos los lastres que pueblan en la mente de Vera el lejano mundo occidental de sus experiencias, sus huidas y sus sueños. Reconoce sus expresiones, los atavía con corbata y sombrero, se reconoce en el pavoroso dios de la rabia, identifica a los de la tibieza y de la envidia, y a la deidad avarienta que encierra con sus uñas un corazón. Ve a los monstruos de la vejez, la consunción y la muerte. Y las risas festivas de dragones divertidos por el espectáculo de la Humanidad. Más hacia el interior, el maravilloso silencio de las salas de meditación, de una túnica caída sobre una estera, de las cejas azules de un Buda que ha llegado a la inteligencia, al azul de la inteligencia.

«¡Inteligencia, dame

el nombre exacto de las cosas!»1

En el interior, la soledad cálida de las lamparillas de aceite en cuencos de piedra y tazones de cobre. Y, por mil escaleras, a través de los techos y tiestos con flores, hilos de un lejano sol y la sonrisa fugaz, tolerante, de los pocos pobladores del edificio.

-Espero que ha visto usted el monasterio bien.

Norbún estaba acuclillado a su derecha, los codos sobre las rodillas, como si hubiera crecido allí.

-No le había oído. Le han advertido pronto de mi llega­da.

-Como ve no hay miles de turistas aquí. Drepung está cerrado con frecuencia a los extranjeros, nunca se sabe a

  1. R. Jiménez, «Eternidad».

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quién van a dejar entrar y cuándo. Prácticamente va por rachas más que por órdenes. Tuvo suerte. Ayer desviaron a un grupo que venía en minibús del gran hotel de Lhassa.

La insignificancia, Vera lo sabía, es uno de los mejores pa­saportes. Era más fácil conseguir un visado local en una per­dida comandancia china de aldea que entre los burócratas altivos de la ciudad. El pequeño funcionario solía descon­certarse ante el ruego de dos o tres «honorables huéspedes extranjeros» y se sentía además entre las fuerzas contra­rias de su innata inclinación a la condescendiente cortesía y el recelo ante órdenes que llovían del Gobierno de forma imprevisible y contradictoria.

-¿Le han enseñado lo que era la biblioteca?- preguntó Norbún.

-Todavía no.

El monje se balanceó unos instantes sobre los tobillos mirando, como ella, el paisaje desde las terrazas.

-Muy solitario, ¿no?- dijo por fin.

Vera asintió, y añadió luego recordando su conversación en Sera:

-Los tiempos han cambiado; ¿lo siente? ¿Cree que se volverá a repoblar?

-Nunca con monjes, pero espero que tampoco con chi­nos. Si hay casas y se puede vivir bien deberá poblarse de nuevo. Tenemos muy pocos terrenos habitables en el Tíbet. De ahí la gran cantidad de célibes, como usted sin duda sabe.

-¿Quiere decir que había tantos monjes porque la pobla­ción no podía aumentar, porque no había tierra?

-Ha funcionado de esa manera. Actualmente los tiem­pos cambian, vendrán quizás más monjes que ahora, pero no tantos como antaño. Igual que en otros países, ¿verdad?

Vera hizo un vago gesto de asentimiento. Como Segovia, Burgos o Ávila, pasados los años el templo en cuya terraza estaba habría dejado de ser el centro social de la ciudad, la calle que se extendía bajo su vista contaría con dos ban­cos, varias cafeterías y un bloque comercial. El pobre país

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de las alturas era extraordinariamente rico en minerales que hasta entonces sólo habían hecho de él una esquilmada cantera pero que podían tener otro papel en el futuro.

-¿Se quedará usted en el paro, Norbún?

-Estaré bien acompañado. Su Santidad dice que, según las profecías, es posible que él sea el último Dalai Lama.

La inesperada deportividad de la respuesta, en excelen­te inglés, hizo a Vera echarse a reír. El monje se levantó sacudiéndose vigorosamente el hábito.

-Vamos a ver esa biblioteca, si usted quiere- dijo.

La puerta estaba cubierta por una cortina en la que la grasa y el polvo habían reducido el amarillo a un ocre tur­bio. Norbún comenzó a discutir con un monje viejo y del­gado que limpiaba una imagen con copos de algodón. Se volvió brevemente para traducirle:

-El monasterio ha tenido problemas. Alguien forastero se ganó la confianza de los monjes, hizo fotografías y filmó bajo promesa de que sólo lo verían en Europa, al cabo de muchos meses y sin referencias a hombres o personas. Pocas semanas después se había exhibido, sin ninguna considera­ción de las acordadas, en la televisión de Hong Kong y los chinos lo supieron; hubo represalias.

-No sería mi caso, le aseguro.

-Es posible, pero ¿qué prueba tienen ellos?

Ella tampoco tenía, finalmente, pruebas de la Habilidad de aquellas personas, de su colaboración o no con las autori­dades. Vera se retiró a un rincón y, lentamente, mientras la discusión continuaba, extrajo la bolsita en la que, atado al cuerpo, llevaba pasaporte y valores. Separó con sumo cuida­do un sobre pequeño que contenía un rectángulo protegido por plástico. Volvió hacia ambos hombres. Se lo mostró sin decir nada.

Los dos cesaron la discusión mientras se inclinaban ávi­damente sobre la fotografía. Tanto el más joven como el viejo esbozaron un ademán de reverencia semejante a los que se hacían frente al altar. Luego comenzaron a hablar de nuevo atropelladamente en tibetano, dirigiéndole frases

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que no entendía, hasta que Norbún, alzando cuidadosamen­te la cartulina más cerca de la luz, preguntó:

-¿Es realmente usted?

-Sí, créame; soy yo.

En la fotografía un grupo de cuatro personas sonreía a la cámara. La figura central era el Dalai Lama y a sus lados se situaban tres occidentales. Uno de ellos era Vera.

-Es usted, sí, es usted.

Repitió Norbún, hablando también en tibetano con el otro monje. Rozaban el papel con la punta de los dedos y translucían una agitación que despertó en Vera sentimien­tos casi culpables por la lejanía que la separaba de la genuina emoción de sus interlocutores. Explicó.

-Él estuvo en Europa, ¿recuerdan? La fotografía se to­mó durante una entrevista con gente de la asociación de Derechos Humanos. -Hizo una pausa y se creyó obligada a añadir-. No era algo relacionado con la religión.

-Los chinos no suelen registrar a los occidentales pero peligraría usted si se la encontraran -el viejo insistía en hacerse traducir por Norbún y repitió sus advertencias.

-Lo supongo- dijo Vera.

-¿Tiene copias? ¿Tiene otras fotos de Su Santidad?

-No, lo siento. Sólo esa.

Los monjes, especialmente el anciano, parecieron entris­tecidos.

Cuando hubo narrado minuciosamente todo lo que recor­daba de la visita del Dalai Lama, hubo de lanzarse a ofrecer nuevos detalles de la conferencia multitudinaria posterior, del alojamiento de éste por las autoridades en un palacio granadino y la visión amarilla y rojiza de los monjes que los despedían en el patio con la última claridad del atardecer. Recordó para sí que la cabeza del budismo lamaísta, Tenzin Gyatso, era un hombre alto, fuerte y atractivo, robusto bajo la piel satinada el brazo descubierto por la túnica, y tenía la más grande y alegre de las simplicidades, ya hablara con sus monjes, con ellos o con una asamblea. Reía con frecuencia, de sí, de las situaciones, se agachaba a anudar sus pesados

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zapatos marrones y limpiaba de tanto en tanto las indispensables gafas. Parecía perfectamente al corriente de los adelantos y problemas del siglo y no producía la más mí­nima impresión de discordancia entre sus actos, ya fueran dar la bendición que un grupo de devotos le pedía, analizar las posibilidades industriales del Tíbet o comentar embelesado un artículo sobre cibernética. Era extremadamente fácil visualizarlo como el niño de trece años que describía con ardor a su maestro ocasional, H. Harrer, en el palacio del Pótala, las reformas que pensaba introducir en su país cuando llegase a la mayoría de edad. Para modernizar la economía nacional tenía la intención de servirse de técnicos que fueran súbditos de países neutrales, sin intereses polí­ticos o económicos en el Tíbet. Pensaba primero construir escuelas y después mejorar el estado sanitario con ayuda de tibetanos educados en las grandes universidades extranjeras. Harrer observaba, conmovido y asombrado, los debates teológicos del joven y aislado soberano en los que su agudeza se imponía, y su afán por las ciencias modernas y por el conocimiento del mundo. El Buda viviente disfrutaba montando y desmontando, como grandes juguetes, el coche, el proyector de cine, la radio y los relojes que habían pertenecido a su predecesor y no se habían utilizado sino como regalos de extranjeros y simples muestras de prestigio.

En la fotografía, los monjes veneraban, tras los rasgos del XIV Dalai Lama, a la reencarnación del patrón del Tíbet, Chenrezi, en hindú Avalokitesvara, el Bodhisatva de la Infinita Compasión. Vera veía en la foto un hombre que le había gustado y del que guardaba una marcada impresión de tranquila fuerza.

-El Dalai Lama es una gran persona- dijo.

-¡Es un Buda! ¡Es Chenrezi!- la afirmación de Norbún no era agresiva; ofrecía su explicación.

-Es una gran persona- repitió Vera para sí.

O tal vez, como algunos definían a los Budas, un perfecto edificio mental.

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Norbún se acercó a comunicarle:

-Le enseñarán todo lo que sea posible ver, de lo poco que queda, pero ahora le ruegan que descanse y acepte un té.

Los monjes habían hecho acompañar la bebida de unas pastas azucaradas y duras que ablandaban mojándolas en el líquido espeso del tazón. Vera advirtió que tenía hambre, sed y cansancio, que la habitación, escasamente ventilada y con techos cubiertos de pinturas, se le hacía angosta, y que los kilómetros de distancia a recorrer entre Drepung y el bar occidental más próximo, en el cual sonarían el piano y el saxo y el vaso dejaría un círculo húmedo sobre el periódico, eran infinitos y producían vértigo. Se supo nadando a pérdida de vista de la orilla, en un oleaje de rostros y ac­titudes que siempre serían extraños, separada de su propia costa por un mar de días y de cadenas montañosas, ríos, ferrocarriles y edificios. Observó el rostro próximo del pequeño bonzo que les había traído el té. El niño la miraba con una curiosidad sin disimulo. El cráneo rapado era per­fectamente redondo y los ojos no parecían reales de puro blancos y negros. Durante los oficios sagrados la expresión del rostro del chiquillo sería probablemente la misma que la de los pequeños guardias rojos chinos o la de los occidentales siguiendo al unísono los ritmos de un concierto de rock. Vera tragó ávidamente la pasta y recogió del fondo del tazón las migas. Era consolador que la colación aquella no fuera un rito de absolutamente nada, no significase sino a sí misma, el sabor del alimento contra el paladar, el com­bustible en el estómago. Rodeada en la estrecha habitación por animales, santos y demonios, Vera buscó con la vista lo que no era simbólico, las formas mudas y desprovistas de asociación alguna, los objetos utilitarios en los que descansar de aquella especial agresión que empujaba más allá, hacia la metafísica y lo esotérico, empeñada en transgredir los límites del vivir cotidiano.

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La Sala de las Almas Perdidas

Caliente, sin duda recién hecha, le trajeron en un plato un trozo de carne con legumbres. Tragó el caldo y sorbió el tuétano, procurando emplear, como les había visto hacer a ellos, la mano derecha.

-Descanse ahora. Vendré a buscarla. La sala del fondo es más amplia y aireada. Nadie la molestará.

Norbún parecía haber asimilado el sagrado respeto chino por la siesta, también la resistencia occidental a la ambientación con manteca de yak.

En la habitación, alargada y de techos muy altos, sólo se veía un altar a la Tara Verde, la princesa budista trans­mutada en deidad; el resto, excepto un estrecho pasillo, era una extensión de temblorosas llamas que ondulaban al uní­sono como un campo de trigo. Norbún señaló un rincón con cojines.

-Descanse. Las lámparas no se llenan hasta mucho más tarde.

-Norbún, ¿qué es este cuarto?

-Se llama la Sala de las Almas Perdidas. Está dedicado a las almas que no han encontrado todavía su adecuada reencarnación y vagan inquietas por el espacio.

Cuando desapareció el último ruido de movimiento todo fue los menudos sonidos de la madera, las mechas en la gra­sa y el zumbido perceptible del propio cuerpo. Cada llama era distinta, como si en efecto pertenecieran a diferentes individuos. La Sala de las Almas Perdidas… Vera se supo en su lugar. La oscuridad tapaba probablemente en los mu­ros a dioses malos que, finalmente, eran viejos conocidos: el

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cáncer, la vejez, los brazos flácidos, el tronco hueco y mos­trando las vísceras, los pies poseídos por el frenesí de una danza inútil, las lágrimas. En una estrecha banda mural, bajo la Tara Verde, se alineaban varios dioses con sus Santis abrazadas a ellos con pies y manos, unidos por el sexo como una rueda de carro. La sakti era de un color oscuro, su complemento femenino al fin; puede que estuviera ver­tiendo en la enorme oreja alabanzas a su inteligencia y a su virilidad. Contrastaban con la tranquila benevolencia de la Tara Verde, la Madre de los Budas pasados, presentes y futuros. La Madonna flotaba, envuelta en sus halos, sobre un gran loto. A su proximidad se acogía el purgatorio de al­mas errabundas. En su regazo se gestaban los salvadores del mundo. Nihil novum… Vera concentró sus esfuerzos men­tales en su propia mano, en la desaparición del dolor y los visibles síntomas de la artrosis. Procuró asimismo distinguir sin la ayuda de las gafas el texto de su guía. Abrió sudoro­sa los ojos, tomó un objeto pesado. La mano respondió con dolor. La página del libro era una irreconocible superficie negra y naranja. Realmente nunca había esperado ningún milagro, y además, cuando comprobó que el Dalai Lama era miope desde la infancia y tenía una tremenda alergia al polvo, supo que no había nada que hacer. Cabía que el ejercicio tántrico llegara a manejar como muñecos los áto­mos del propio ser, construir con ellos edificios diferentes. Cabía que no. Era probable que el Dalai Lama no hubiera juzgado digna de atención su propia alergia al polvo.

La sala estaba aireada por la corriente y las llamas se curvaban ahora en distinta dirección. En la India se desli­zaban, sobre hojas y flores, por la superficie del río. El Día de Difuntos flotaban todavía, en los recuerdos de su infan­cia, en lamparillas de aceite. Pero el manso ejército incandescente que ocupaba aquel lugar, perfectamente distribuido y alineado, fascinaba como un tejido leve, como una alfombra carmesí desflecada de amarillos y blancos. Hubiera querido encender una nueva lámpara, depositar una ofrenda, pero no sabía el sistema. Era una garantía pensar que su pro­pia alma inquieta podría gozar de un farolillo de referencia anclado en una estancia del Tíbet.

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Analizó con la vista los objetos próximos. En el suelo, junto a la pared, había un rollo de grandes dimensiones. Lo extendió despacio. Un mandala. Alguien había medita­do sobre el diagrama sagrado y había recorrido el extraño universo, el cielo-tierra-Nirvana, que ofrecía. Trató de orien­tarse en aquel geométrico Edén. «¿Ha encontrado el camino del paraíso?», le había preguntado alguien una vez festiva­mente al saber que volvía de Borobudur. En Borobudur el último monumento era a la Nada. La ausencia de imáge­nes. Vera no sabía descifrar el diagrama pero dudaba de su paraíso. Tal vez en su propio mandala se hubiesen diseñado tazas de café, una mano que acariciaba, el brillo nuevo de su nuevo rostro en el espejo, la adolescente que nunca exis­tió y pasa corriendo ágilmente por una juventud ficticia, el coro receptor de bienaventurados compuesto por el Gran Amor, los numerosos amigos, hijos quizás, la tertulia, los apreciativos colegas. Vera concentró el pensamiento en la parte superior de su mándala. Insegura, borró de aquella pizarra mental las imágenes angélicas, los cuerpos gloriosos en los que se plasmaba la felicidad. Incluso aquel Edén mo­desto y cercano pertenecía ya a la imposible esfera de los viejos deseos insatisfechos. Norbún y los hombres de piel dorada ofrecían una desaparición de los perfiles del ser an­te lo cual toda su persona se crispaba, y se alzaban con ella en rebelión las lejanas raíces europeas de su amargo orgullo de individuo, aquella difícil manzana de la libertad inseparable, como materia y forma, de la existencia indi­vidual. Sin embargo Norbún y su gente ofrecían un rincón junto al fuego con generosidad perdida y olvidada por los solitarios buscadores del Oeste, y la Iglesia de Norbún era menos dogmática y excluyente que las congregaciones de Postmodernos Impecables. Éstas sólo admitían la devoción hasta la muerte en el caso de un músico de jazz o en los ritos de comunión tribal con un movimiento, un sabor o un sonido, chasqueando los dedos, repitiendo un mantra en inglés y siguiendo el ritmo, hasta el último suspiro.

-¿Ha descansado? ¿Quiere ahora ver la biblioteca?

Norbún llegaba solo, con un manojo de llaves. En ese momento Vera deseaba más que nada hacerle preguntas,

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acorralarle y exigirle respuestas. ¿Creía en lo que creía? ¿Valía la pena su celibato, suponiendo que fuera real? ¿Le importaban las frases y los gestos que repetía en las cere­monias? ¿Cómo conciliaba la consulta a su reloj de pulsera y la de los huesos de adivinanza o los astros?

La Sala de las Almas Perdidas quedó atrás, con su lámi­na de tranquilo fuego. Norbún no parecía conocer excesiva­mente bien el lugar, probaba unas llaves, observaba otras. El aire en torno se hizo más frío. Avanzaban por un pa­sillo largo, recortado con hornacinas profundas, quizás las catacumbas de los monjes. El suelo descendía en una suave rampa. Bajaban. Las paredes apenas estaban recubiertas de la eterna capa de grasa. Finalmente él se paró. En la oscuridad, se distinguía una puerta. Norbún manipuló en las cerraduras, elevó el listón que sujetaba los batientes. Se apartó para dejarla pasar.

-La biblioteca. Parte de la biblioteca.

Vera cruzó el alto umbral de madera y salió al otro la­do, parpadeando por la luz exterior. Estaban en el flanco de una colina a la que daba el ala norte del monasterio. Hacía frío. El terreno descendía hacia una especie de fosa y enfrente se elevaba otra colina más abrupta. Se tambaleó buscando un punto firme en el que poner los pies. El suelo estaba cubierto de piedras planas y escritas, fragmentos de diversos colores y tamaños. Formaban capas. Con ellas se habían construido, a la derecha, los muros de un recinto en ruinas. No había ruidos. Excepto la fachada casi ciega del monasterio, no se veía nada ni a nadie. Norbún alargó el brazo hacia ella:

-Apóyese en mí.

Bajaron unos metros. Agachándose, Vera fue alzando fragmentos, rojos, azules, blancos. La escritura, tibetano, sánscrito, las cruzaba apoyada en sus picos como los pies de una bailarina.

-Disculpe, pero pensamos que era bueno que viera usted esto. También le enseñaremos algo que queda en el interior. Fue realmente la biblioteca, la gran biblioteca de Drepung.

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Excavando entre las lajas, se hallaban a veces fibras de un material blando, tela o piel. También fragmentos de metal y de vasijas. El conjunto parecía haberse cuidadosamente trillado de todo lo que tuviera algún valor.

-Drepung fue arrasado durante la Revolución Cultural -explicó Norbun-. Los chinos se llevaron las piezas grandes, las alfombras, tapices y los manuscritos que creyeron valio­sos, en camiones, y amontonaron en capazos las ofrendas y objetos litúrgicos. Luego comenzaron a arrojar por las ven­tanas a esta parte los mani, las piedras de oración, junto con los escritos y objetos que juzgaron sin valor. Muchas veces volvieron para rebuscar cosas que creían podían ven­derse. La lluvia y la nieve destruyeron enseguida los libros, los mándalas y las tankas; el viento lo dispersó.

El viento soplaba ahora con violencia. Sentados en los restos del arruinado edificio, Vera observó que los muros estaban formados por piedras con fragmentos de imágenes.

-Trajeron, los soldados chinos, a los monjes para cons­truir aquí unas letrinas, seleccionando los restos de frescos con las imágenes más veneradas.

Una de ellas era un ángel femenino, una apsara con las alas rotas. Otras guardaban restos de sonrisas, colmillos de dioses malignos, manos enlazadas.

-Puede usted hacer fotos.

Vera las hizo.

-¿Quiere usted bajar hasta la fosa?

Ella se sobresaltó.

-¿Qué hay allí?

Norbun advirtió su alarma.

-Hay restos, quizás también los de algunos monjes pero la mayoría fue enviada a campos de trabajo, lejos de aquí. Un día se excavarán fosas con cadáveres.

Vera se mantenía en el borde de la zanja llena de tierra y escombro. Hurgaba y miraba de cuando en cuando ha­cia atrás con la impresión aguda de que alguien la podía empujar en cualquier momento. Inesperadamente su mano

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tropezó con lo que parecía un pedazo de fémur y un oc­cipital; ambos conservaban trozos de un engaste de cobre. Subió con ellos la pendiente. Abrigado del viento y de las miradas por el muro, Norbún daba largas chupadas a un cigarrillo.

-Creí que ustedes no fumaban- dijo ella.

-No debo, pero me acostumbré en la India. Los indios y los chinos fuman siempre. ¿Quiere?

Vera lo aceptó tras depositar en el suelo su macabro bo­tín. La ganó un inmenso alivio al ver al tibetano pecar apaciblemente. Fumaron. Luego le mostró los fragmentos, que él examinó.

-No son víctimas de los chinos. Son objetos litúrgicos ela­borados con huesos humanos, una copa y un tipo de flauta.

-¿No los llamaría usted víctimas? Al fin y al cabo no creo que los propietarios los hayan prestado.

-No; no los mataron para esto. Siempre se han utilizado objetos así. ¿Los quiere?

-No.

Sin el menor respeto el monje los volvió a enviar otra vez a la fosa.

Grandes pájaros planeaban en el cielo. Todas las aves parecían de presa en aquel lugar. Vera contempló la tras­tienda del sueño maoísta chino. Más allá y en torno su­yo se extendían por doquiera vastas siembras de muertos muy concretos y reales que hubieran debido abonar ma­ñanas cantarinas de leche y miel. Por error habían servido únicamente de comparsas en el ensayo general de la utopía. Pero, por caminos oscuros, fueron largamente utilizados co­mo acolchado respaldo por los buenos muchachos del Oeste, que conservaban el marchamo entrañable de sus juventudes rebeldes, como el trofeo universitario junto a la vajilla de treinta y seis piezas.

Después la llevaron a habitaciones que otrora alberga­ron libros y copistas y actualmente disponían de algunos ejemplares reencuadernados. Le mostraron planchas y ma­nuscritos mutilados y armarios rotos. Fotografió. Norbún

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había apalabrado su vuelta con un pequeño camión de mercancías. Tuvieron una larga conversación acompañada por nuevas tazas de té.

-¿Llevaría usted material nuestro a Europa, para apoyar nuestra lucha?-preguntaba Norbún.

«¡Oh, no, Otra vez no!», se dijo Vera. La Historia se repetía, con el sabor de la implicación.

-No quiero que las autoridades me pongan en un avión, Norbún. No puedo dejar que eso ocurra. Hay cosas que debo hacer, alguien a quien quiero encontrar. Un amigo; me necesita. Un antiguo amigo mío, chino. Precisaría alguna ayuda.

Los ojos de Norbún expresaron desconfianza, se redujeron a dos oscuras saeteras con forma de arco y brillo felino.

-Él quiere irse de aquí- continuó Vera. -Vosotros sabéis que la mayoría viene por fuerza. Están tan lejos de su tierra como los exiliados tibetanos de Lhassa. Tengo un encargo para ayudarle.

Hubo un largo y evasivo silencio. Cuando Norbún habló fue para cambiar de conversación.

-Usted va sola. ¿Tiene familia, marido, hijos, en Occidente? ¿O pertenece a alguna iglesia europea?

Ni siquiera un respiro en la tierra del celibato en la que, sin embargo, los dioses abrazaban imperativamente a sus saktis. Vera recordó el estricto código con el que los chinos ordenaban los matrimonios de forma que no quedasen en el tejido social hilos sueltos, individuos asilvestrados. Aprovechó para devolver la pelota.

-¿No es muy dura la vida de monje, sin mujeres? ¿Empezó desde muy pequeño?

-Empecé de niño, como casi todos. Después me enseñaron a concentrar la energía. Más tarde me interesé profundamente en mis estudios. El cuerpo necesita cosas, desde luego. Depende de la energía disponible.

-Pero lo que más necesita es afecto y seguridad. Y -Vera sonrió- y fumar.

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-Y fumar- Norbún le devolvió la sonrisa cómplice. -Usted, que no es monje, y sus amigos, ¿tienen siempre lo que necesitan?

Vera negó con la cabeza y se encogió de hombros. Luego insistió:

-Ayúdeme a llegar al lugar que le diré. Tengo que explicárselo.

-Bien. Pero guarde con más cuidado su fotografía del Dalai Lama.

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Homenaje a Newton

«Todos los cuerpos se atraen en relación directa a la necesidad y a la oportunidad y en relación inversa al tiempo disponible y la distancia».

Los cuerpos ruedan a veces el uno hacia el otro por la misma ley que lleva a deslizarse pendiente abajo y confluir a los cursos de agua. Los cuerpos son como piedras: los cantos vulgares quedan durante vastos espacios de tiempo quietos y aislados en su sitio. Luego hay una conmoción, un agente, y corren a chocar con otra superficie por el tiempo breve del suceso, o permanecen apilados y sin cambio como parte integrante del perfil de la naturaleza. Otros son piedras preciosas, continuamente rozadas por la atención y el terciopelo, modeladas por el artífice para recrearse él mismo en su hermosura. Patrick se había repuesto de las calentu­ras. El cielo de Lhassa ofrecía al llegar su luz inigualable, retazos de azul eléctrico, de abanicos de sol o abanicos de lluvia entre nubes tormentosas, y un espacio poblado de co­metas, vivo y cercano. La cena consistió en raviolis rellenos de carne y verdura, que llegaban envueltos en tibio vapor y se acompañaban con vinagre de soja. El aire olía a carbón y a lluvia. La ventana ajustaba con dificultad y bajo ella se distinguían las sombras confusas de los perros y el trasiego de gente que llevaba a veces linternas y candiles. La habitación era estrecha, con el pasillo entre las dos camas ocupado por zapatos y bultos. Al cortarse la electricidad el cuarto pareció llenarse de una sombra casi consistente en la cual se movían.

Patrick quería jugar, a que tenía miedo a la oscuridad, a que tenía miedo al frío. Tropezó con una de las bolsas.

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Entre las dos camas mediaban también veinte años pero no se advertían. Patrick había echado de menos a Vera, le divertían sus observaciones imprevisibles sobre la verticalidad de las nubes, los gestos de las personas, sus probabilidades de toparse con un espléndido leopardo de las nieves o con el mismísimo yeti, por qué no, hacia el que ambos experimentaban profunda simpatía. Era quizás un King Kong rojizo y triste, que se escondía en las altas cavernas alimentándose probablemente de eremitas sumidos en la meditación. «Los yetis son de los tuyos» -le había dicho ella-; «son una mi­noría nacional, una tribu purísima». Por esas fechas Patrick comenzaba a sentir la proximidad del regreso y se aferraba con encono a la realidad presente de su viaje, traidoramente invadida por instantáneas de lo que sería la vuelta a Londres. En el presente estaba la mano fresca de Vera, so­bre sus ojos y su frente, los brindis con el detestable alcohol local, la rapidez con la que la hachuela de carnicero facilitaba el paso a la nada de los muertos, las comidas sucesivas en los figones tibetanos, el festín de colores, de rayos de sol y transparencia, durante la exploración de los templos.

La habitación del hotel parecía llena, en todas direcciones, de bandas oscuras que apartaba Patrick con brazos blancos por la luna, visible a retazos por la ventana.

-Ven. Ven. Hace frío. Ven.- Patrick mantuvo el otro cuerpo preso, enlazado por la cintura.

-Cógeme así. No, no me aprietes tanto.- Vera le rozó con el dorso de los dedos el cuello y los bucles que casi le tapaban la nuca.

-En los ojos, en la boca, en la garganta, en…- Patrick besaba, hacía un circuito y volvía a empezar.

Vera se asombró una vez más de la simplicidad y de la complejidad del acto sexual, de la brusca fraternidad que proporcionaba, de la conmovedora insistencia del instinto, del sutil e insobornable límite que separaba como acero la repugnancia y la indiferencia de la atracción. Se admiró de los complicados edificios que la necesidad de seguridad y de estima habían construido en torno al breve deslizarse de una carne en otra, de las formidables construcciones de

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las que se había provisto la procreación. Patrick recorría el cuerpo como una continuación de las bromas y el juego, ajeno a que los recovecos y las caricias, las pausas y los susurros eran caminos que desembocaban todos en el hueco central, sabía sin saber y seguía en la larga noche los pasos desorientados de una aparente dulzura inocua.

-Tu piel es tan suave…- Y al deslizar por ella la palma notaba la obediencia expectante de la mujer, cada vez más partida en dos como una fruta.

A veces se reían, de la mala cama, de los vecinos, de los momentos vividos juntos, Patrick se enredaba en las sábanas, dejaban caer el edredón, Vera tenía frío, lo buscaban entre los bultos, se cubrían torpemente, lanzaban a la otra cama almohadones molestos, aguzaban la vista para distinguir sus expresiones en la oscuridad. Vera se admiró de sentirse implicada en aquella vertiginosa aproximación a una piel, a una sonrisa, que culmina con un chasquido eléctrico a veces por la simple vecindad de la sangre y del calor ajenos y que suele ofrecer una paz fugaz de reconciliación con el universo, una paz con frecuencia desproporcionada con la pareja y con la relación. Cuando Patrick logró tan sólo un acto a medias fallido, ella no le dio gran importancia, pasó la mano por el rostro del chico, se animaron mutuamente a descansar. La oscuridad se había decantado y ahora las formas tenían todas un perfil gris. Cada uno en su cama, iniciaron un breve diálogo. Sí, valía la pena Drepung. No, los transportes por carretera desde Lhassa hacia el sur no admitían extranjeros. Se habían congelado el juego y la alegría. Patrick propuso dormir.

Amaneció. Una camarera golpeó la puerta para saber si la habitación seguía ocupada. Vera habló con ella en el umbral. Patrick reflejaba, en su postura cara a la pared, la más firme intención de atrincherarse en el silencio y en el sueño; sus párpados estaban tan apretados como sus puños. Ella bajó a desayunar. Al regreso, abrió la puerta despacio y se dio cuenta de que le había sorprendido cuando, el equipaje preparado, se anudaba las botas para marchar.

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-¿Por qué ni una palabra?- Vera se sentó y sacó un cigarrillo.

-He traicionado dos años de fidelidad a mi novia- la voz de Patrick era sepulcral, el mohín de enfado infantil, los movimientos que guardaban precavidamente las distancias estaban cargados de temor agresivo, como si el muchacho no hubiera hallado como punto común con el reino de los hombres maduros sino el gran miedo de éstos frente a la ternura. Vera se dijo que, sin embargo, él había sido fiel al único gran amor de los hombres: el amor propio.

Sin una palabra de despedida y arrastrando hasta Irlanda la tristeza de su quebrantada fidelidad, Patrick cargó con su equipaje y salió.

Cuando descendió por segunda vez al restaurante para reflexionar frente al calor de un té, el sol rozaba delicadamente en su ascenso los tejados de las casas. Con él y con el muchacho vio ponerse Vera en el horizonte una taza más de café, del amoroso café matinal, endulzado con sinceridad y confianza, en busca del cual quizás, quizás cruzara diversos territorios, que desembocaban todos en una desierta e infinita mesa de desayuno. Entonces vino a buscarla un tibetano vestido a la europea, con cazadora y botas de montaña y aire vagamente rockero a causa de las ondas rígidas de su pelo azabache. Hablaron. Norbún había sido rápido. Vera hubo de olvidar el naufragio de la taza de café, las rememoraciones personales, los horizontes que se cerraban o se distendían al albur de los dados del calendario, hubo de olvidarlo todo porque el que iba a ser su guía, Joma, insis­tía en sumergirla en las historias de sus persecuciones y sus muertos para llevarlas a Occidente, porque además le ofre­cía amablemente uno de aquellos raros y extraordinarios tapices de tigre, que ella rechazó con virtuosa indignación, y porque Joma la conduciría a Xigatsé y de ahí a Xei Wen.

Como dijera Nathan, los templos, visto uno, vistos todos, en especial si, como en aquel caso, se trataba de puras ruinas. Las construcciones chatas de Xigatsé bordeaban una colina en la que sólo la rala vegetación maquillaba ligeramente el destrozo. Se comprendía que las autoridades

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chinas negaran la entrada en la segunda ciudad del Tíbet a los extranjeros. Atando cabos de información y observaciones personales no era difícil visualizar un país sembrado de ruinas semejantes, con un puñado de recientes reconstrucciones cara a la galería. También en Xigatsé se había rehabilitado al culto el Tashilumpo, uno de los mayores monasterios y sede del Panchen Lama. Esta vez, más que sus muros ocres y sus esculturas de bronce, Vera recordaba la noche en que habían sido alojados ella y su guía en una de las dependencias laterales, cubierta de telas brillantes y de chinches, y los retratos del santo patrón en los altares. El último Panchen Lama era una imagen patética, mantenido primero por los chinos, que aspiraban a convertirlo en un dócil representante en sustitución del prófugo Dalai Lama; llevado en 1965 a Pekín, obligado a contraer matrimonio, a firmar declaraciones, oscuramente muerto. Nada indicaba que se le hubiera sustituido, y la rotura de aquel ritmo de reencarnaciones era quizás lo que producía esa impresión de soledad y vacío en las grandes salas. O la cercanía palpable de las ruinas. Sobre la colina ennegrecida había andado con Joma, entre bases de muros calados continuamente por la fina lluvia y sumergidos en barro.

-¿Se conocen ustedes, Norbún y usted, hace mucho tiempo?- preguntó Vera para aligerar el silencioso recorrido.

-Hemos discutido muchas veces él y yo.

Joma limpiaba minuciosamente unas innecesarias gafas de sol. Al notar que Vera esperaba más explicaciones, añadió:

-Ellos llevan veinte años repitiendo sus exhortaciones a la paciencia, y dejarían pasar otros veinte siglos sin que cambie la situación, excepto para los que reencarnen lo más lejos posible del Tíbet.

-¿Quiénes son «ellos»? ¿El Dalai Lama y sus seguidores?

-Los oficialistas, el gobierno en el exilio. El Dalai Lama es respetable, probablemente hace y dice lo que en su si­tuación le corresponde, pero su opinión no es la única, él mismo afirmó que en un futuro Tíbet habría un gobierno representativo de las diversas tendencias, democrático.

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El tipo parecía del mal humor pero no hablaba de regresar y ponerse a cubierto. Iba de aquí para allá pateando los cascotes y mandando alguno de una patada a sumergirse en un charco. Como recuerdo de Patrick Vera notaba formársele una calentura en el labio y los primeros síntomas de un enfriamiento. De todas las cosas absurdas e inútiles de este mundo, pocas podrían compararse a su deambular por la resbaladiza escombrera de un lugar triste y remoto, sin árboles, infectado de funcionarios, chinches, soldados y monjes, tan lejano de su lengua y costumbres como el planeta Marte, prendida en obligaciones febriles e ilógicas, artificios quizás con los que llenar la ausencia de una meta real. Trató de forzar de nuevo el mutismo de Joma:

-¿Dónde le gustaría reencarnar?

-En Estados Unidos- respondió él sin vacilar. -Nunca estuve pero tengo muchas referencias, y conocidos de cono­cidos.

-Si se aceptasen las propuestas que hizo el Dalai Lama a las Naciones Unidas, ¿se quedaría usted en Lhassa?

-¿Quién se cree ese cuento de Navidad? ¿Consentirían los chinos en desnuclearizar nuestro territorio y dejarnos autónomos e independientes aunque ellos continuaran dirigiendo la defensa y la política exterior tibetanas? Somos su reserva de minerales, su zona estratégica y su base de ensayos atómicos, junto con la región de Sinkiang; han traído a su gente, a sus carreteras y a sus camiones. ¿Qué presión podrían hacer en ellos las declaraciones de las Naciones Unidas? No. Lo que necesitamos es una alianza, no neutralidades. Necesitamos una alianza con alguien fuerte y lejos.

-¿Lejos? ¿Estados Unidos?

-Los poderosos, cuando más lejos y más aliados, mejor.

Era difícil imaginarse a Joma dedicado a la vida pastoral y a la meditación, aunque lo último ¿quién sabe?, se dijo Vera. Los más implacables kamikazes y yakuzas interrumpían ciertamente sus actividades para sumergirse en la concentración y la devoción.

Había parado de llover. Comenzaron el descenso. El panorama, visto desde abajo, no era menos deprimente. Los

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pocos papeles de colores que servían de enseñas a los comercios estaban rasgados y desteñidos, la pintura azul de ventanas y puertas irreconocible y parda, las cortinillas sobre las puertas tenían el mismo color que el lodo. Vera pensó en la desesperación de Xei Wen.

Justamente entonces, que a ella le dolía la garganta y había decidido abandonar todo intento de conversación, Joma parecía sentirse inclinado a la locuacidad.

-Aprovechemos que ha parado la lluvia. Le enseñaré las principales calles del pueblo.

Vera encontraba todas las calles horrorosas por igual, con la fealdad inhóspita de la moderna arquitectura urbana china: muros, muros, muros, rejas, candados, puertas rotas, superficies descoloridas, roído todo el material, envejecido, desamado. Barrios desiertos, de población minúscula y avenidas kilométricas, agotadoras, agorafóbicas e inútiles, como una barrera más de distancia impuesta al caminante, una defensa contra el contacto. Bloques de hormigón y de absurdo. Las estatuas doradas del Tashilumpo recordaban a una flor que nace de un montón de basura, parásitos y miseria en la que el pueblo vive y hace ofrendas esperando una reencarnación mejor. Grandes flores doradas, impecables, abiertas desde y sobre montañas de detritus.

Algo debió de notar Joma de su desánimo, especialmente cuando llegaron al desolado cruce principal en el que un gran reloj eléctrico daba las horas a los sones del himno nacional chino, sin otra variación del panorama que las dimensiones de los charcos. Con una sonrisa cómplice, le dijo casi al oído:

-Las soluciones puede que vengan de China mismo.

-¿Ah, sí?- respondió ella, que en aquel momento calculaba cuánto les quedaría para desandar lo andado, comer por enésima vez spaghettis con verduras y acudir a la cita con los parásitos del dormitorio.

-Sí, de veras. Como lo que leí del Imperio Romano. Ocupó Europa, era grande, se fue partiendo como una galleta, primero por los bordes. Pekín está lejos, nosotros es­tamos en el borde del imperio.

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-El imperio romano duró siglos.

-Hablo de cambios ahora. Por economía o porque se adaptan a lo inevitable, ya hay altos cargos chinos que se inhiben de las consignas del gobierno central, y hay rumores de secesión en Sinkiang, el Turquestán chino, y en otros territorios.

-Bien. Excelente. ¿Saldremos mañana pronto hacia ese lugar?

-Pronto, si a usted no le interesa ver nada más en Xigatsé.

-No quiero ver más Xigatsé- musitó Vera en voz baja.

El reloj vertió sobre el solitario cruce las notas del himno nacional que nadie escuchaba y que pretendía homogeneizar el Reino de las Nieves con la lejana capital han, a miles de kilómetros de distancia. No era imposible que el rosario de sonidos desangelados doblase por la previsible muerte de un imperio, como lo hacían también los carillones desperdigados por Eurasia, perdidos en imposibles fronteras, reducidos a las inquietas atalayas de un viejo amo.

Mucho antes del amanecer, desvelada con el insomnio de los grandes preludios, Vera se había incorporado en la cama diciéndose:

«¡Voy a ver a Xei Wen! ¡Voy a ver a Xei Wen!».

Poniéndolos juntos y apretándolos, los momentos que habían pasado solos ocupaban un espacio extraordinariamente breve, pero estaban vivos con la expectación de lo clandestino, vivían el adulterio múltiple de directores, colegas, delegados y comisarios de los cuales defenderse y ocultarse, ante los que disimular. El soñaba quizás con alguna lejana película, con referencias y con novelas. Ella con silen­ciosos lechos de terciopelo y cámaras veladas por celosías. Y en ambos brilló, fugazmente, el prodigio de la atracción de una y otra piel, el húmedo brillo de la ternura, que eran los únicos elementos salvables de aquella discreta pasión.

«¿Cómo estará el? ¿Cómo me verá a mí?».

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A la luz de las estrellas, que parecían muy cercanas, Vera hurgó en su bolso y sacó un espejo de mano en el que probó a examinarse por fragmentos de pelo y de rostro, ayudándose con la linterna. Se entregó tan profundamente a un rastreo epidérmico minucioso, y descorazonador, que no advirtió a su lado la mirada recelosa de Joma, que la observó hacer largo rato hasta sobresaltarla finalmente con una frase:

-Se diría que hace usted señales.

Reteniendo un grito, Vera le miró, de pie en la oscuridad.

-¿A quién haría señales? ¿A los chinos? ¿Para qué? La única espía podría ser yo y no les intereso ni hay nada que espiar. No hacía señales, Joma.

-Al principio me pareció; luego la vi mirarse. ¿Por qué no lo hace de día?

-Se me ocurrió ahora. Este clima reseca la piel- respon­dió Vera, y añadió para sí: «Además, de día se ve demasiado bien».

Joma se había acuclillado junto a ella. Ver se preguntó si estaba verificando su radio de visión en caso de enviar unas hipotéticas señales.

-Las occidentales utilizan muchos cosméticos, también las chinas de Hong Kong, y gastan continuamente en ro­pa. Le diré una cosa: a mí también me gusta vestir bien, comentó Joma locuaz.

-¿Por qué no se ha instalado definitivamente en otro país puesto que ya no les es tan difícil pasar la frontera?- pre­guntó Vera.

-Todavía no. He querido hacer algo por la bandera.

-Por nacionalismo.

-Soy poco nacionalista. Le hablo de una bandera concre­ta. Ojalá no hubiera visto aquello.

-¿Qué ocurrió, Joma?

-Fue en el aniversario del gran alzamiento contra los chinos, en otoño. Brotaron en todos los sitios manifesta­ciones. Una, yo lo vi, se dirigió a la estación de policía y comenzó a dar vueltas, con su bandera tibetana. Era una

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manifestación pacífica, de unas cuarenta personas. Los chi­nos disparaban cada vez al que llevaba la bandera; entonces la cogía otro y seguía andando. Dieron dos vueltas a la es­tación. Por eso estoy todavía aquí aunque he pasado varias veces la frontera. En realidad los chinos preferirían que les vaciáramos el país.

Los dos callaron largo rato, como pequeñas constelacio­nes que giran en torno a sus distintos centros de gravedad. Sin solución de continuidad, el cielo se alzaba de los muros y parecía que, embebidos en sus pensamientos, ambos podían en cualquier momento ir elevándose, como peonzas, por un sendero curvo alfombrado sobre el infinito. Vera sabía que en el Tíbet se jugaba con la gravedad y el equilibrio, que los vientos y el espacio permitían a cometas humanas planear y posarse. Sobre la tierra había quizás como peldaños, invisi­bles peldaños que permitían un vuelo invisible, un despegue inesperado de lo que se había aceptado mansamente como realidad diaria. Joma había tropezado con el tiro al blanco de los chinos sobre el manifestante que llevaba cada vez la bandera, y no había podido olvidarlo. Ella tropezó con la generosidad desinteresada de una mano, con las lindes os­curas del conocimiento y con el rictus deleznable del que goza porque se le teme, tropezó con las alas suaves de la li­bertad, y nunca ya lo supo olvidar. Ahora ambos recorrían su propio circuito y arrastraban la materia que les había rozado. Todo se resumía en conjugar la soledad de la estre­lla y del cometa y el fatal movimiento que parecía empujar hacia conglomerados finales que hacían acabar al individuo consumido en las entrañas de un sol, de un cuerpo mayor.

Con esa discreción que es médula de la ayuda genuina, ni Norbún ni ahora Joma le habían pedido explicaciones sobre su mensaje y su visita a un enemigo, pobre Xei Wen, con tan pocas ganas de serlo. Necesitaba encontrarlo. Ellos la pondrían en el camino adecuado. Pero sus últimas etapas serían solitarias. Simplemente le habían dicho:

-Trabaja en un sitio estratégico.

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Y luego, ante la expresión contrita de Vera, que imagina­ba a Xei Wen tras las infranqueables barreras de una base nuclear, habían añadido:

-Aquí casi todo es estratégico, menos los restaurantes y aun. Lo encontrará. E insistieron: -Dé nuestros recuerdos a Su Santidad el Dalai Lama.

Inútil recordarles su escaso conocimiento del augusto y simpático personaje.

El nuevo día clareaba sobre el muro, diluía con un líqui­do blanco la tinta espesa de la noche, cubría los hermosos claros de cercanas estrellas con las nubes que parecían in­tegradas a Xigatsé. Al albor, Vera distinguió, entre la ropa de Joma, en su cintura, un objeto antiguo y hermoso. Era un cuchillo como los de los guerreros kampa, con una funda de cuero, adornado en ésta y en la empuñadura por turque­sas y crines de yak. No era ciertamente sólo un adorno, se trataba de armas fuertes y aguzadas. Se preguntó por qué había salido al patio con él en vez de dejarlo en el dormito­rio. Barajó la posible pertenencia de Joma a las belicosas tribus kampa, las primeras en sublevarse, las últimas en de­jar las armas, si es que las habían dejado alguna vez, fieles al Dalai Lama pero levantiscas ante los preceptos de resis­tencia pacífica y no violencia. Imaginó por qué había sacado el cuchillo.

Joma se volvió hacia ella de repente con una sonrisa de cordialidad inesperada.

-Tengo una sorpresa para usted. Me han hablado de algo muy interesante, cerca de aquí, que le gustará ver. Está en un pequeño templo, en Tingri, al oeste, a pocos kilómetros.

-Joma, disculpa pero he visto varios templos y no ten­go ahora tiempo para el arte. Tampoco para visitar más testimonios de la destrucción por los chinos.

-Le va a interesar, lo que hay en éste le va a interesar. Además, la oportunidad adecuada para entrevistarse con su amigo no la tendrá hasta el fin de semana, cuando él

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salga de sus pabellones como acostumbran y vaya a un res­taurante local. Tiene tiempo. A no ser que prefiera visitar Xigatsé más a fondo.

-No. Xigatsé no.

Las nubes se habían cerrado y comenzaba la lluvia mati­nal sobre el cuenco de lodo que era la ciudad. Se distinguían a lo lejos los acordes metálicos del reloj que repetía el himno nacional.

-Desayunemos y vamos luego donde sea pues- dijo Vera.

Apenas recorridos unos cientos de metros, la ciudad que­dó atrás, invisible y opaca, aplastada por la niebla. Pronto el camino se elevó hacia cielo brillante y raso, dejó atrás los escasos sembrados, las tiendas y los rebaños, y se lanzó hacia los glaciares, los picos con nieve, las umbrías de roca gris, bordeando un lago que parecía contener todo el azul del deshielo.

Esta vez el vehículo era un sólido todo terreno, resumido prácticamente a motor y ruedas y lleno de una carga que Vera desconocía. El chófer se lanzaba con aparente impru­dencia por la pista, que no era sino el lecho de grava de un arroyo. El breve trayecto que se le había asegurado al par­tir se transformó en una jornada de paradas y retrocesos, cargas y descargas, protestas, explicaciones, encuentros y charlas interminables con lujo de sonrisas, saludos gestos. Los tibetanos no tenían nada que envidiar a los chinos en el uso de evasivas y el gusto por la imprecisión como respues­ta a preguntas directas. Vera les hizo notar que se habían pasado la mañana zigzagueando en direcciones opuestas a Tingri.

-Ya estos asuntos están terminados. Llegaremos pronto, muy pronto-aseguraron.

En un intento de distraer su evidente irritación, le acer­caron, durante la parada en una casa de labor, un bebé costroso y ceñido en diversos lienzos. Probaron luego, ya en el coche, a entablar una conversación en la que Joma hacía de intérprete de los otros dos. Querían que ella les hablara de Europa y de Estados Unidos, también de Hong Kong

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y Singapur, de los que habían oído maravillas de prosperidad. Se veían ricos y cortejados por sus minerales en un país alpino liberado, con ágiles comunicaciones quizás por avión para evitar el destrozo de sus montañas. Explicaban también con premura la impaciencia de la joven generación en los campos de refugiados de Ladakh y las premisas ob­soletas de la teocracia lamaísta de Daramsala. Suspiraban por la formación de ese nuevo Gobierno de dirigentes enér­gicos que marcaría el cambio total de su país. Vera estaba cansada. Excusándose por las dificultades que suponía para Joma el trabajo de traducción, se retiró para arrecostarse entre los bultos en la parte de atrás. Ellos, más jóvenes, la miraron con comprensión y continuaron fumando y conver­sando furiosamente.

Al atardecer enfilaron una meseta rala y extensa, lejos de los picos de nieve y de los arroyos. Era el tiempo de la se­quedad, se dijo Vera, de las reflexiones que silenciosamente enviaba a los tres tibetanos. ¿Valdría la pena decirles que nada o poco menos que nada pesaban la política y la mo­ral en los cambios históricos reales, en la mutación de la vida diaria de millones de hombres? ¿Que las Biblias y los Capitales, las Revelaciones y las Declaraciones de Derechos, las Revoluciones y las Independencias eran puro corolario de cantidades de comida y de energía disponibles, de cuer­pos satisfechos o crispados por la inseguridad? ¿Que la elec­tricidad y los transportes habían cambiado la sociedad en grado infinitamente mayor que Lenin, Maquiavelo, Cristo o Bonaparte? París no había sido liberado de los alemanes por los franceses que desfilaban sonrientes bajo el Arco del Triunfo de l’Etoile sino por el petróleo y la industria nor­teamericana. España no había pasado a ser una democracia por las luchas de sindicatos y partidos sino por la dinámica imparable del coche y la lavadora, del avión y la calefacción central. Hitler no había declinado en su victoriosa trayec­toria por múltiples sublevaciones ante la barbarie nazi, ni Jehová le había enviado sus rayos indignado por Auschwitz; había cometido un error estratégico con los pozos petrolí­feros de Bakú y pretendido un imperio de fronteras dema­siado extensas. El carbón y los transportes habían asaltado

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la Bastilla. En los tiempos de la Historia lenta, los bebés se sacrificaron un siglo tras otro en Cartago, y se enterraron vivos por doquier durante milenios los siervos y las concubi­nas del señor fallecido. La apacible crueldad se interrumpió tan sólo por el hallazgo de un metal, una aleación más fuerte para las armas, una fuente nueva de comida, un animal de tiro, que desbancaban a una sociedad por otra. Era posible que toda la mística y la contemplación orientales tuvieran su raíz en una bajísima dieta en calorías y proteínas. En el mar, el lejano mar que un día había cubierto de conchas hasta las alturas de aquellas montañas del Tíbet, existían cientos de miles de especies vivas, y prácticamente cada una de ellas se alimentaba de otra. En la tierra cada grupo animal vivía del crimen organizado a base de otros grupos. Y al correrse el ficticio telón del año 2000 era posible que el planeta empezara a cabecear como un barco que hace agua en el Cosmos, incapaz de soportar el peso de una excesiva carga humana en la que a algunos pueblos el progreso sólo les había servido para jugar con lanzas electrónicas, alha­jar al rebaño paridor de sus mujeres o instalarlo en harenes climatizados.

Tal vez Joma y sus compañeros creían en los individuos que habían de venir, y en ellos mismos. Una buena cosa. Pero su efecto no era comparable al que producirían la lle­gada del tren, violando montañas, las noches vencidas por lámparas y el frío aislamiento eliminado por el tibio corazón de los motores. Que vendrían a recordar las dos primeras sílabas de metafísica y a ofrecer una existencia menos cor­ta, dura y temerosa, que, como la sirenita de Andersen, no tendría derecho a la eternidad.

Hacía de nuevo frío. Tendida, abandonada al vehículo, Vera dejó que se abrieran las puertas de otros lugares y del pasado. Y el primero en entrar por ellas fue el rostro estólido, los ojos duros de Ma Ren.

-¿Está usted interesada en continuar colaborando, en nuestra unidad, en la construcción del socialismo?

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Ma Ren vestía la chaqueta de grueso paño azul marino de las ocasiones, eso debía ya haberla puesto en guardia. La había llamado a su terreno, al despacho somero que, como todas las habitaciones de todos los edificios estatales de las democracias del proletariado, podía transformarse, según las necesidades, en cuarto de trabajo, local para una peque­ña celebración o salón de interrogatorios y de procesos.

-En principio no querría estar menos de un año, como ya sabe usted.

Llamada de forma repentina desde su habitación, Vera respondía desconcertada, ajustándose una y otra vez la chaqueta que se había echado por los hombros al salir y golpeando el travesaño de la silla con los pies, calzados aún con las zapatillas de estar por casa. ¿Por qué Ma Ren no había venido, como otras veces, a tomar el té en su cuar­to? ¿Por qué ese formulismo? Ma Ren manejaba ante él un cuaderno con pastas de cartón atadas con cintas rojas, y consultaba las páginas.

-A sus compañeros, los colegas extranjeros, no les in­teresan ya las visitas al Museo de Historia, las salas cuyo material gráfico tanto insistió usted en ver; tampoco las salas de textos extranjeros de la biblioteca, que se encuen­tra también en proceso de preparación para la reapertura. Sus compañeros se conforman con las visitas recientemente programadas, y les molesta su insistencia.

-¿Lo han dicho así?- Vera palideció. Las discusiones ocasionales, la confrontación de opiniones, a veces incómoda pero a la que no daba mayor importancia, se transmutaba en algo inesperado y distinto, en un reverso de conductas que la elegían como blanco.

-Naturalmente nadie, ninguno de sus compañeros de tra­bajo, querría perjudicarla en lo más mínimo. Son sus cole­gas, sus amigos… Pero yo… yo, en tanto que representante del Partido y coordinador respecto a los compañeros extran­jeros, debo velar por la concordia… por el buen ambiente del trabajo, por la amistad… Y, si hay quejas, si se me pide un informe…

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Ma Ren se azoraba por instantes. Pero estaba claro que, como era habitual, jamás daría precisiones o respondería con datos respecto al contenido de la denuncia, si existía tal, y a sus autores. Estaba igualmente claro que él mismo se había enredado en la madeja que se complacía en deva­nar. Los queridos colegas, pensó Vera, se habían instalado en la concha exquisita de una vida casi colonial en la que, con las debidas componendas y llevando la corriente a las autoridades, que no pedían nada mejor, podían obtenerse agradables dones y jugosas perspectivas. Adiós al museo de la Verdad/Mentira, a la perfecta muestra del manejo de la Historia, de la manipulación y teñido de palabras e imágenes. Esa y cualquier visita del mismo tipo sería reem­plazada por sesiones de coros y danzas o por una cena con el delegado provincial. Nunca se le darían precisiones sobre las protestas contra su persona, pero sí podía delimitar sus perspectivas.

-¿Quieren que me vaya?- preguntó haciendo un amago de levantarse-, ¿que cese mi trabajo y abandone el país?

-¡No! ¡No he dicho, nadie ha dicho algo parecido! Esto es simplemente una discusión de concordia, de buen en­tendimiento, para facilitar su trabajo y su estancia entre nosotros.

-¿Y su informe, el informe del que habla?

-¡Yo no puedo sino expresar mi confianza, mi excelen­te opinión…- Ma Ren, que se había levantado y hecho un gesto de impedir su salida, había pasado al otro lado de la mesa y mantenía ahora una mano en el hombro de Vera y otra en la tapa del informe. Vera le miraba sin decir palabra y como quien observa una representación. El continuó:

-Usted también debería confiar en sus amigos verdade­ros, confiar en mí.

Maquinalmente se ajustó al cráneo la gorra. Ma Ren se avergonzaba de su cabello ralo y pobre y huía de exponer a la luz y a las miradas aquella calva incipiente rara entre sus compatriotas. En ese momento estaba librando una lucha homérica, escalaba la cima de su osadía en el intento de abrazar a la mujer joven, con la que había tomado el té y a

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la que había visto moverse libremente en su ropa de casa, sobre los pies desnudos. El no había intentado jamás, como otros responsables, jugar con su influencia con las jóvenes instruidas que se reformaban con el trabajo. Su conducta era honorable. Además le intimidaba el lenguaje, el posible nivel universitario de las muchachas.

-¿Qué va a decirles en ese informe que, a fin de cuen­tas, no sé para quién es ni a qué viene? -preguntó Vera, echándose un poco hacia atrás.

-¿Qué le parece conveniente que diga?- Ma Ren dio unos pasos hacia ella a su vez.

-Lo que le parezca. Verifiquen mi trabajo.

-Usted no ignora mi simpatía por su labor, por sus ac­titudes. Quisiera aprender más sobre Occidente. Es posible que deba cumplir alguna misión allí, en el futuro.

Ma Ren había alzado al fin la otra mano, que tenía sobre la mesa y parecía pesar plomo, la había llevado de una for­ma desesperadamente dolorosa y lenta hasta los hombros, tan cercanos a la piel desnuda de la garganta que sentía en los pulgares su calor, porque además Vera llevaba siempre la blusa abierta en uno o dos botones, no como las otras mujeres. Aunque suya había sido la iniciativa de transfor­mar las discusiones del asunto a las visitas en un flamante informe sobre la concordia en el equipo extranjero de tra­bajo, y se había hecho finalmente pedir por el secretario el documento que descansaba en la carpeta verde, sin embar­go la inocencia de su voz estaba llena de sinceridad y bajo ningún concepto se hubiera permitido asociaciones entre las familiaridades y charlas de la extranjera y Xei Wen, la aci­dez que experimentaba al oír hablar a Xei Wen y verle, y el conflicto presente. Su inocencia era también plena cuando ofrecía a la mujer protección a cambio de cierto acceso a su piel. Por formación y hábitos, como tantos otros, estaba avezado en el desdoblamiento que permitía a uno de sus yos efectuar las acciones prescritas, útiles para su fin, indis­pensables como medio, mientras que el otro yo, intocado, afloraba en el momento oportuno limpio de responsabili­dad. Pero en aquel momento especial que estaban viviendo

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lo que daba una veracidad indiscutible a cuanto Ma Ren hacía y lo legitimaba era el impulso todopoderoso que, ve­nido de rincones poco frecuentados de su cuerpo, estaba haciendo estallar el caparazón azul marino que le cubría como a un molusco y aceleraba su respiración, le sugería mil súplicas, mil excusas. Se sorprendió hablando de con­cordia al tiempo que atraía a Vera, de pie, contra él y la mantenía así preguntándole:

-En Occidente… hombres y mujeres… el sexo es libre, ¿verdad? No tiene importancia, no tiene ninguna impor­tancia. Uno expresa sus deseos y ya está, ¿verdad?

-No.

Vera estaba inmóvil, sin cambiar de postura ni colabo­rar con él más mínimo movimiento, la cara contra la tela áspera y desagradable, un botón de la guerrera incrustado contra su sien.

-¿No?- Ma Ren la miró desconcertado.

-No- repitió Vera.

Era un hombre algo grueso, grueso de fideos, verduras con tocino, bollos y té. Vera mantenía esforzadamente las piernas y muslos arqueados para no rozar la prolongación física evidente de las ansias y balbuceos de Ma Ren.

-¿Por qué no se satisfaría el deseo si el amor es libre?-preguntó Ma Ren -¿Hay pues en Occidente hombres con insuficiente vida sexual?

-Muchos hombres. Y muchísimas más mujeres. Sus pro­blemas, digamos, de mercado son mayores según la edad.

-Sin embargo el sexo es libre- insistió Ma Ren.

-Hay que gustar, en Oriente y en Occidente supongo-afirmó Vera con crueldad.

El hombre reflexionó. Los brazos mantenían el cerco sin estrecharse. Casi para sí mismo musitó:

-Y quien no gusta no consigue nada.

-No, excepto si ofrece un trueque o paga.,

-Sé que en Occidente se continúa pagando, explotando a las mujeres- dijo Ma Ren con cierta añoranza.

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-Hay prostitución. Aquí también, aunque menos visible, usted lo sabe.

-Se ofrecen trueques…- dijo todavía Ma Ren con desvaí­da esperanza.

-Cuando decidan que me vaya, denme tiempo para pre­parar mis cosas- solicitó Vera.

Alzó los brazos a la vez y con ellos fue separando, lenta­mente, hacia fuera los codos de él, cuyos dedos aflojaban la presión y acabaron por deshacer el arco. Los dos quedaron en pie a corta distancia.

-Usted tiene ya una mujer, hace muchos años- recordó Vera.

-Sí, eso es lo malo- respondió él maquinal.

Vera se arrepintió de la banal facilidad de su burladero. Tuvo la seguridad de que el cuaderno verde contenía ape­nas unas hojas escritas, ¿o sólo unas líneas? Ma Ren era de esos seres humanos a los que la introducción del factor li­bertad pulverizaba el andamiaje de seguridades. Despojado de la chaqueta azul abotonada y de los papeles de control de desplazamientos y actitudes, era como un blando crustá­ceo recién mudado de caparazón. Sabiéndose vulnerable, el hombre se colocó de nuevo al otro lado de la mesa, deslizó el cuaderno en uno de los cajones, se puso febrilmente a ca­talogar documentos como si le hubiera venido a la memoria súbitamente un cúmulo de trabajo inaplazable.

-Me quedaré todavía un rato para adelantar ciertos asun­tos. No hay nada más que le concierna. Gracias por su co­laboración- dijo a Vera.

Y, cuando ella salió, fue hacia otro mueble, abrió el can­dado con su llave, buscó los historiales de los jóvenes ins­truidos entre los cuales estaba Xei Wen. Lo hojeó un rato y tomó notas. Luego, con un gesto de calor y cansancio, fue hacia la ventana, la abrió de par en par y se pasó la mano sudorosa por el cabello escaso.

-Se gusta o no se gusta- dijo. No recordaba si había gustado, ni cuándo, a su mujer.

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El impulso que había llevado sus manos hacia la extran­jera se iba retirando ahora, como tentáculos que se agaza­paran de nuevo en sus huecos, el sexo uno más.

Se sorprendió esbozando con la uña, en el yeso del alféi­zar, el perfil de un cuerpo desnudo.

Como muchos otros fines de semana, ese sábado tampoco Ma Ren había ido a su casa alegando que prefería estudiar en su pequeña habitación. Aquella misma mañana había ocurrido algo inusitado: Ma Ren se había visto a sí mismo de cuerpo entero en un espejo. Se trataba de un gran mue­ble destinado a la sala de recepción, que se quería mejorar con una decoración que hablase de prosperidad y adelanto. El pedido había llegado con gran retraso y sin avisar. Ma Ren se ofreció, como solía hacerlo para cualquier trabajo físico, para ayudar a sacar y transportar los muebles. Y, al depositar aquél entre las dos ventanas, advirtió, mientras se ajustaba la gorra y se limpiaba el polvo del pantalón y las mangas, que se estaba mirando en una luna de cuerpo entero. Ni en su casa ni, por supuesto, en la unidad había habido antes nada semejante; las puertas eran de madera, no había balcones sino ventanas, su ropa, cuadrada y am­plia, la cosía su mujer. El no recordaba cuándo se había detenido en observar, reflejada en alguna parte, su propia imagen de la cabeza a los pies. Lo cierto es que esta vez se rezagó en la sala vacía y se observó erguido, la gorra en la mano, descubriendo el miserable cabello con sus finas capas irregulares de planta anémica. Ma Ren no veía atractivos pero tampoco deformidades apreciables. Esto le produjo un alivio que sólo fue momentáneo y se esfumó cuando, como si se hallara entre dos fuegos, se aproximaron por un lado la imagen confusa que de él mismo guardaba muchos años atrás, por el otro lado las figuras frescas de los hombres co­mo Xei Wen, de las mujeres, de los delegados del Consejo, aquéllos dos que tenían probablemente su edad pero que se movían con distinción y mostraban apenas unas hebras grises en la cabellera espesa, bien cortada.

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Excepto por sus hijos, a los que no veía demasiado, Ma Ren sentía haber pasado los años como días, sin referen­cia, rodeado por los mismos objetos o similares, dialogando con sus libros, ocupado en su trabajo y en sus actividades de responsable del Partido. Se había movido por un cami­no en el que estaban inequívocamente delimitados los actos correctos y los incorrectos, el bien y el mal. Ahora habían surgido dos coordenadas, lo deseable y lo ingrato, que des­cabalaban el paisaje familiar de su sendero. El placer se oponía a lo bueno y a lo malo, era indiferente a lo correcto e incorrecto, era otro mundo, tan nuevo para él como su propia figura.

Ma Ren se ajustó la gorra, cogió la cartera, en la que es­taba el correo oficial las recientes instrucciones sobre el plan de modernización, las nuevas máquinas que se empezaban a explorar tímidamente, la reclasificación de personal. En este último punto sería inflexible. ¿Por qué iban a ofrecer­se de nuevo las ventajas del intelectual, del universitario, a gentes que podían ser igualmente útiles en el terreno de la producción? ¿Por qué ordenar el regreso a sus ya ca­si olvidados hogares y centros de estudio a personas como Xei Wen? Cualquiera, muchos, él mismo, podían conseguir iguales o superiores logros, ser aplaudidos por su eficacia, modernizarse en un corto espacio de tiempo. Recordó con melancolía los años auténticos, cuando se dibujaba un cua­drado en un mapa, como se había hecho con la reforma agraria en la Unión Soviética, y allí se ordenaba a las ma­sas para cumplir cada vez las tareas y cuotas asignadas, homologados todos como un sembrado por el que se pasa la guadaña para segar plantas de altura excesiva. Lo logra­do entonces siempre era un éxito, las consignas respetables, los individuos intercambiables en sus puestos. Allí se des­hizo Ma Ren al fin y por completo del oscuro sentimiento de hijo rechazado y no querido que le habían impregnado sus padres, de hermano torpe, el poco agraciado entre los fuertes, que rondaba inoportuno a su madre y observaba a distancia a su padre en espera de su atención. Por fin eran todos iguales, y además no podían menos que serlo. Sólo al

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cabo de siglos de triturar la masa humana como pulpa sal­drían de la sociedad cosechas perfectas de hombres nuevos y libres. Mientras, Ma Ren sentía que no volvería a sentirse inferior y que nadie sabría, tendría, sería un centímetro más que él. Ni se libraría de su cuota de carencia y sacrificio.

Se revolvió inquieto en su asiento. Las proyecciones de cine eran todo un acontecimiento cultural en la unidad. Había un reportaje sobre la interpretación de la Sinfonía del Río Amarillo y a continuación una nueva película, có­mica, sobre las peripecias en un gran hospital. La película precedente había sido de guerra. La anterior de espiona­je. Cada vez se acompañaban de documentales y noticias. Hubo una época en que todo era real, en tres dimensiones. Tras las imágenes había cuerpos, y tras de los cuerpos actos y responsabilidades. El era de ésos, de los que vivieron serias guerras, con auténticos caballos, muy pocas y pesadas má­quinas, largos fusiles. En aquel tiempo todo era de verdad, de una verdad indiscutible. Los enemigos eran arrinconados y exterminados, los adversarios habían de someterse a un largo proceso que garantizase finalmente su radical cambio. El sexo era somero, reproductor, funcional, social. Los com­pañeros de equipo ofrecían incontables reservas de afecto y apoyo. Todo era sólido y estaba catalogado con un nombre, un orden de prioridad, un cuño de utilidad pública.

A Ma Ren no le interesaban las cómicas aventuras de los dos enfermeros en el hospital, que eran seguidas con gran­des risas y comentarios por el auditorio. La sala rebosaba de gente, sentada y de pie. Nada más apagarse las luces, cada cual había introducido a amigos y parientes porque el espectáculo constituía una novedad y se insertaba en la re­ciente modernización de la filmografía nacional. Ma Ren se había interesado moderadamente por las de guerra contra la invasión japonesa, y las albanesas de espías, que conte­nían incluso escenas románticas. Sus hijos se disputaban las revistas con abundantes ilustraciones, se pasaban fotos de artistas.

Esa madrugada Ma Ren se había despertado mucho an­tes del amanecer, en el pequeño cuarto lateral atestado de

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materiales de estudio y de trabajo que le había sido asigna­do en la unidad. No permaneció mucho tiempo observando los mismos problemas que le habían absorbido la víspera sino que, hombre metódico, se levantó, se vistió y tomó asiento, con unas cuartillas y un lápiz, en su mesa, bajo la luz escasa de la lámpara y rodeado del silencio total que precede al amanecer. Quería analizar dos factores contra­puestos y, en su opinión, incompatibles, que sin embargo al parecer se daban abundantemente en las sociedades ex­tranjeras. ¿Cómo se conciliaban el amor libre, aquella dis­ponibilidad para el placer y la proliferación de posibilidades para ello, con los estrechos límites de una vida real, encerra­da en sus veinticuatro horas cada día, como la de millones, como la suya propia? Rememoró obligaciones, vigilancias, atenciones, descansos, la enfermedad de su mujer y aquellas molestias renales que él sentía y habían limitado sus activi­dades. Fue hacia atrás, y el panorama del recuerdo le ofreció estepas con moradores ásperos tan ajenos para él como los zorros. Pero Ma Ren tenía jefes y subordinados, se sabía miembro de una civilizada nación y encargado de un pro­yecto. Los placeres llegaban casuales en el canto de un pá­jaro o en el sabor inesperado de una comida, no constituían objeto de lucha, en forma moderada eran distribuidos a ve­ces. Los extranjeros eran distintos, pero él, desde su punto de vista y su medio, no alcanzaba a comprender ese mundo de ellos de satisfacción en el que el sexo jugaba tan gran papel, no había más que recordar lo que sabía por lecturas y conversaciones. En su experiencia, los días y las semanas estaban llenos con los despertares, comidas, desplazamien­tos, discusiones de trabajo, trabajo, siesta, inevitables cosas familiares, lecturas obligadas, visitas, un medicamento, el sueño, los cálculos, las discrepancias con sus colegas, como la lucha sorda que le oponía respecto a las directivas sobre los jóvenes instruidos. Los meses estaban al fin y al cabo llenos de cosas, como la reparación continua de una casa para que siga siendo habitable. No le casaban las cuentas en el mundo de la gran libertad y el amor variado y dia­rio. El único referente semejante era el reino antiguo de los

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dioses, en el que los inmortales no envejecían ni estaban en­fermos y poseían todos la lozanía perfecta de la juventud, los jardines a la vez con flores y con frutos.

Llegado a estas conclusiones, Ma Ren plegó las hojas de sus cálculos. La luz exterior era más fuerte que el halo anémico de la lámpara. Decidió que esa tarde iría a la pe­lícula aunque en principio había pensado que no. Entró en la sala con buen humor pero las imágenes, el desfile irreal sobre la pantalla, le fue despertando una irritación nada nueva, silenciosa y cada ocasión revivida y aumentada. En el entreacto había visto a Xei Wen conversar con Vera, y ambos miraban una revista ilustrada. A la salida sabía que ellos dos estaban andando juntos, en alguna parte, entre los grupos que se encaminaban hacia sus pabellones charlando, riendo y bostezando ruidosamente, por los callejones con es­casa iluminación. El fin de semana siguiente Ma Ren debía ir a su casa, su mujer le había mandado un aviso para que le ayudase a atender al suegro, que estaba en trámites de hospitalización.

-¡Son mentiras! ¡Esto son mentiras!

Sus dos compañeros, con los que se había rezagado y finalmente detenido, se sorprendieron ante la vehemencia de su exclamación cuando uno comentó la película. Pero Ma Ren continuó, saltando de forma incongruente de las imágenes de la pantalla a las de fotos y periódicos, de las canciones a las nuevas consignas. Algo había colmado en su interior una medida que no alcanzaba a describir, era como si repetidas veces hubiese intentado hundir las ma­nos en las riquezas de una superficie ilusoria y las hubiera sacado cada vez llenas de vacío, como si todos ellos, en la sala oscura y en otros muchos lugares, fueran engañados con representaciones huecas que ensordecían lo real. Todos hablaban ahora, en persona y en las publicaciones e infor­mes, de cosas lejanas y deseables, de países inseguros a los que mucha gente incluso envidiaba. El -¿cuántos lo recor­daban?- era protagonista de unos hechos, vivió historias. Ahora, al acabar el día y cada vez con más frecuencia, se encontraban, no con recuerdos, sino con imágenes absurdas.

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Ma Ren era un ser de odios lentos y persistentes. Ese odio, como el más reciente de Xei Wen y lo que él conllevaba, se había formado por capas y con regularidad, descansaba en los repliegues de su cuerpo y de su ánimo.

-Hay demasiadas imágenes, ¡y son mentira, acostumbran a la mentira!

-¿Qué quieres decir? Son historias, son broma.

Los otros no entendían, y un amigo añadió:

-Los que trabajáis como tú tenéis los ojos demasiado cansados, dormís poco.

Y el odio de Ma Ren, incomunicable, creció un poco más, ganó una nueva capa, como una gruesa y oscura perla que disimulaban las valvas macizas de su atuendo casi militar.

Xei Wen y Vera se deslizaban junto al diminuto parque de arbolitos todavía jóvenes que no habían crecido lo suficiente para tapar a las parejas que buscaban refugio tem­poral. Se decían, como de costumbre, generalidades sobre temas lejanos: el cine y sus técnicas, grandes películas -que él no conocía-, grandes actores chinos -de los que ella no sabía palabra-.

-Vamos hacia el estanque- propuso ella y él asintió.

El estanque también era nuevo, ovoidal, pequeño pero dotado de un simulacro de isleta, de un sucedáneo de puen­te y de arbustos que imitaban un sendero, un claro y un núcleo de vegetación apretada y solitaria. Cuando aparecieron los patos surcando el agua Vera esperó verlos reducidos a un bonsai del animal, una réplica del ave que cupiera en su mano.

No había luna. Xei Wen inquieto, prudente, la llevó junto al macizo espeso, algunas de cuyas plantas no parecían haberse aclimatado bien y estaban casi secas. Todo el parque, en ondas concéntricas que tenían su centro en ella misma y se iban propagando a los arbustos más cercanos, al estanque y a los árboles, empezó a latir. Vera lo advirtió sujetándose con la mano el pecho y preguntándose si Xei Wen, que tenía una expresión reflexiva, lo oía. El rostro de él, como el de ella, no tenía colores excepto la suavidad de los grises. Ambos eran pálidos e iguales, oscuros el pelo y las cejas.

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Ahora el latido se había vuelto una presión permanente y dolorosa en la garganta y en las sienes, como si subiera o se sumergiera a gran velocidad, y Vera esperaba cualquier cosa que lo aliviase. Xei Wen dijo algo, una frase inesperada y perfectamente banal, sobre la próxima película, y, cuando Vera se recuperaba de su decepción e intentaba responder con una observación parecida, él, sin transición, llevó la mano a su cuello, como si quisiera ahogarla, y la deslizó sobre la piel, empujando los botones de su blusa. Con repentino alivio, ella le echó los brazos. Las plantas ofrecían un miserable refugio. Se desabotonó la blusa. Hubieran estado mejor entre los árboles, por pequeños que fueran. Los bambúes punzaban en cuanto se echaba hacia atrás. Xei Wen se mordía los labios y le buscaba los senos.

-Acabaremos rodando al agua con los patos- le dijo al oído Vera.

Pero él no se rió, entregado a su tarea, y al mismo tiempo tenso, alerta.

-Cielos, espero que no te he cortado- musitó Vera alarmada.

-¿No oyes?— le susurró Xei Wen.

Más allá de los árboles, se distinguía el zigzaguear de una linterna y voces de conversación. Vera cruzó su blusa y ambos dejaron un amplio espacio entre sí. Pasaron cerca, probablemente no los vieron, aunque no estaban seguros. Xei Wen esperó unos minutos antes de levantarse y decir:

-Es mejor que vuelva. Primero iré yo. Nos veremos mañana.

Y se deslizó sobre las zapatillas acolchadas. Ella dejó transcurrir algún tiempo apoyada en un árbol, cara al estanque en el que dormitaban dos patos mandarines, símbolos de la felicidad conyugal. Luego volvió al pabellón y, en lugar de acostarse, se sentó ante su mesa de trabajo, desplegó mapas, alzados, proyectos, revisó sus informes sobre el Museo de Historia y la fiel visualización de la reelaboración de la realidad. Xei Wen había sido obligado a formar parte de un inmenso decorado orwelliano, él también era un elemento extramuros del Museo de Historia ¿o de Arte

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Contemporáneo?, lo eran, de buen o mal grado, las vastas legiones de comparsas que habían representado a las amplias masas sobre libretos modificados al tiempo que las fotografías y las bibliotecas. ¿O el movimiento era al revés?, ¿había encontrado cada cual un placer seguro en el forjado y en el sabor de su propia cadena?, ¿un placer que pasaba obligatoriamente cada vez por la huida, el rechazo de la razón? Como si su cuerpo hubiera quedado allí, junto al estanque, yaciendo con Xei Wen, Vera vagaba ahora por un nítido vacío, lejos del desordenado latir del corazón. Consultó un cuaderno de notas más disimulado que los otros. Había informes, sabía que existían informes, rumores sobre Camboya, filtraciones sobre campos inmensos de trabajos forzados en el vasto imperio chino, fisuras, fisuras económicas por doquier, como si todos los edificios que veía o incluso que le presentaban en proyecto estuvieran ya cuarteados por unas fuerzas que no eran las de maldades y de opresiones exteriores ni obedecían a ancestrales injusticias históricas ni a explotaciones recientes sino que procedían de ineficacia, sumisión y estulticia perfectamente locales. En nombre de consignas que, cambiando poco los términos, habían servido de hoja de parra y de pan de comulgatorio a la mayor parte de la supuesta izquierda europea.

Curiosamente no pensaba en el reciente contacto con Xei Wen, ni en otros hombres pasados o futuribles cuya potencial ternura parecía ser el gran objetivo de la vida. Sentía, tras la frustración y el impulso, una especie de distanciamiento y de transparencia, un proceso por el que la mente reclamaba algo suyo, la devolvía a una condición al tiempo fría y más apasionada que el calor de la sangre que se concentraba tan perceptiblemente entre las ingles y en la boca una hora antes. Ella misma se sorprendía de la dua­lidad con la que, por una parte, asentía mecánicamente al credo estricto de los boleros, según el cual nada hay como el amor y éste es la razón de la vida. Por otra parte considera­ba la situación desde el tendido, como una lotería en la que se llevan pocos números, como una transacción sometida a fin de cuentas a leyes harto materiales, somáticas, físicas.

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Observó los planos sobre su mesa y pensó que nunca había hecho sus cálculos con facilidad, que los circuitos de la abstracción geométrica y matemática ocupaban sin duda una zona reducida de su hemisferio cerebral. Pensar a secas y pensar casi todo el tiempo en el amor, su presencia, su ausencia, su recuerdo, su perfidia, eran dos cosas difícilmente compatibles. Vera era bastante dada a la autorreflexión sobre el especie femenina; al ver un avión, un nuevo modelo de coche o el scanner de una clínica con frecuencia se decía «El mundo se ha hecho sin mí», la revolución técnica, la era científica se han hecho sin mujeres, como tampoco fueron capaces de participar en ella las tribus árabes, o bantúes, o bosquimanas. El avión se ha hecho sin mí como especie, y eso se paga. Porque lo único que importa es cuánto tiempo se dedica a pensar en qué, durante las veinticuatro horas del día, en los doce meses del año. Cuestión de porcenta­jes. En ese momento Vera hubiera querido languidecer en la ventana añorando a Xei Wen, con los ojos arrasados de lágrimas y no de la crispación honda que al recordar experimentaba. Deseaba acodarse en el alféizar, adivinar la masa oscura del parque, ascender a los patos a cisnes que surcarían ya por siempre su memoria. Podía hacerlo, pero luego la iría ganando la curiosidad por los mecanismos de control, la reflexión sobre la fealdad impersonal impuesta a los edificios, la implacable relojería de las constelaciones. Eso rompía con todos los mandamientos del bolero, sustraía enormes espacios de pensamiento al terreno de los afectos y las vísceras y los depositaba en un campo sólo recientemente racional y aún no preparado para recibirlos.

Muchos años después, Vera se propondría responder, pese a todo, a la cita con un amor, o al menos con un cariño perdido, e iría a su encuentro, fabricando tardíos cisnes y suspiros y diciéndose al tiempo, con aquella dualidad con la que ya iba aprendiendo a convivir, que, junto a la deuda a aquel recuerdo, se extendían campos de realidad y de cambios dignos de ser explorados. En los cuales no iba a encontrarse compañeras de viaje.

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Lin, como siempre hacía, esperó a que los demás se hubieran acostado, a que sus dos compañeras de cuarto durmie­ran y ningún ruido llegara del exterior. Entonces celebró la llegada de la carta de Xei Wen, que había mantenido plega­da en cuatro en el fondo de su bolsa desde que se la dieron. Primero se duchó en la pileta de los aseos con un cazo, vertiendo despacio el agua y frotándose con la toalla. Luego se puso un viejo camisón limpio, «como una novia», pensó, cepilló el largo pelo y lo sujetó en un rodete. Finalmente se repasó las uñas y se frotó la cara y el cuello con una crema rosa y las manos con otra de limón perfumada. «Para quitar el olor a clínica» se dijo. Así preparada, se colocó silenciosa en la mesa del rincón, bajó la pequeña lámpara, y rasgó con cuidado el sobre, el primero después de tres meses. La lectura requería gran lentitud para extraer de los clichés y lugares comunes el mensaje personal que él le enviaba, los contactos, las gestiones, las más mínimas expectativas de cambio de destino, de reencuentro. Como de costumbre, con su excelente caligrafía, Xei Wen incluía un poema. Habían tenido que leer ambos los mismos autores, y obras clásicas, según se levantaba la prohibición sobre ellas, para disponer de un lenguaje en clave suplementario. Los sentimientos y esperanzas, y desesperaciones, de poetas exiliados hacía siglos les convenían perfectamente. Estos también, al dirigirse a sus esposas y concubinas y, con mucha mayor frecuencia, a sus amigos se veían obligados a disimular cualquier asomo de descontento y crítica y a lo sumo podían expresar cierta melancolía moderada por su situación. En los primeros años Xei Wen y Lin ni eso: la consigna era la alegría por el deber cumplido y el ardor patriótico. Ella, no especialmente literaria, se había hecho sutil ante la forma de presentar un paisaje, la elección de la hora del día, de los encuentros, de los ruidos.

Lin tenía unas manos finas y hermosas, «bienhechoras» como le decían en el hospital. Alisó por tercera vez el papel sobre la madera y recorrió de nuevo cada signo, rozándolos con la uña. Se miró a un espejo cuadrado y añadió una pizca de crema rosa en la comisura de los ojos, donde la

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piel seca y fina comenzaba a plegarse en un ligero abanico de estrías. Luego se sentó para una última lectura y, en el mayor silencio, reclinada, lloró despacio, hasta que las lágrimas formaron una mancha de humedad en su camisón.

-¡Me ha traicionado, me ha traicionado!

A Bety le pedía el cuerpo llorar y expresar su desconsuelo, denunciar la injusticia del engaño, y no pensaba reprimirse. Para escucharla estaba Rossa, que preparaba bebidas para ambas y le colocaba en torno aquellos preciosos cojines que había comprado en Cantón.

-Si Máximo te adora, si se le ve a la legua lo colgado que está de ti.

-Sé que me quiere, que, como él dice, sin mí la mitad de las fotos le saldrían veladas. Lo que me duele es la mentira, Rossa, que rompa el acuerdo de ser completamente libres y completamente sinceros el uno con el otro.

-Bebe- Rossa le alargó el vaso y Bety sorbió un buche de té helado con regusto a miel y frutas.

-Es muy bueno- dijo. Y continuó -Llegó muy tarde por esa chica, sin prevenir, ¿te das cuenta? No se trata de ser fiel. Somos compañeros, camaradas; eso es lo que me duele.

-¿Cuándo te ha dicho entonces que vuelve de Hong Kong?

-El viernes. Dos días más tarde de lo previsto. ¡Sin acordarse de que es mi santo ni del concierto en el consulado de Francia al que íbamos a ir juntos! Siempre hemos apuntado y celebrado las fiestas, ¡y no me ha dicho nada!

—Probablemente ni le importa la chica ni ella estará en Hong Kong con los del equipo de rodaje. Nosotros no vamos al concierto, a Martín no le dicen nada, pero si quieres puedes venirte a cenar y dormir en el sofá.

Bety denegó y cambió de actitud, herida en su susceptibilidad porque Rossa parecía cansada y deseosa de terminar las tareas en las cuales la había sorprendido. Cambió de tema:

-Vera tuvo problemas en el aeropuerto. Me lo comentó alguien que estaba allí.

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-Naturalmente. Habrá tenido problemas hasta el último minuto. Al menos ahora no nos los buscará a nosotros.

Era la primera vez que hablaban de ella desde que ocurrieron aquellos desagradables incidentes pero era un escándalo en sordina cuyos ecos no habían acabado todavía de apagarse, aunque Rossa parecía ya despegada, como si hubiera sido una lejana espectadora de una riña callejera. Por el contrario Bety, cargada de buena intención por partida doble puesto que se expresaba por Máximo y por ella misma, tenía frescas las incómodas imágenes, la importunidad angustiada de Wu con sus dichosos papeles que insistía se llevaran a Hong Kong, Máximo, harto de la historia, esfumándose y dejándola a ella para despedir al intérprete mientras él se amurallaba en el cuarto de trabajo e iba anotando cuidadosamente el material que pensaba adquirir y las direcciones de la gente con la que quería tomar contacto. Si todo iba bien, si las previsiones de Martín eran acertadas y sus amigos y conocidos respondían como previsto, ¡qué filón aquella estancia en China! Cada vez se dibujaban con más nitidez y resultaban más creíbles los proyectos de contrato de rodaje, de colaboración futura, mientras que, paralelamente, se afianzaba la relación entre Martín y el círculo de San-lu.

-¡Qué reprimidos están estos chinos!- dijo sonriendo ante el recuerdo. -Cuando Wu insistía e insistía esa noche para que Máximo llevara la carpeta a la dirección de Hong Kong no creas que le atendí mal; le animé a que se tomara un té con galletas, procuré distraerle de su idea fija enseñándole las fotos de la excursión, y, por último, le veía tan tenso que me ofrecí para hacerle un masaje relajante en el cráneo, de esos cursillos que estoy empezando.

-¿Y se lo hiciste? ¿Como los de la peluquería?

-Ni hablar. Lo que te contaba de la represión. No quiso, pero la propuesta sirvió al menos para que reaccionara. Cogió la carpeta, la cerró, dijo algo como «Cuando esta gente haya vuelto ya nos relajaremos» y se fue.

Wu era un hombre muy reprimido, y además muy cobarde. Le había hecho falta un grado muy apreciable de deses-

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peración, amén de la rebeldía de los tímidos, para perder toda discreción y recato, lucirse imprudentemente con el informe de Derechos Humanos cargado de nombres y apellidos, el suyo y el de Kao entre ellos, a sabiendas de que en cada línea se jugaba un destino concreto. Tenía miedo, de todo, de su jefe inmediato y de los siguientes, de los poderosos amigos de San-lu, de los dirigentes de los que dependía el lugar de trabajo de su mujer. Tenía terror de la fría página que añadía al expediente sobre él cada año al­gún burócrata desconocido y, por tórrido que fuese el calor, se helaban sus dedos cuando recibía un sobre cuyo remite no le era familiar. Tenía miedo, y una tristeza profunda, ante los apareamientos anuales con su esposa y la expresión en los ojos y en el acento de ella, en sus pechos casi desconocidos, pronto lacios, en su maleta modesta ninguno de cuyos olores le era familiar. Por eso se habían puesto de acuerdo en un perfume pastoso, vulgar. Durante el año una gota en las cartas, en los paquetes, en las fotografías y los reencuentros les proporcionaba un lazo estable, íntimo y reconocible. Un ridículo lujo del que sus compañeros se hubieran reído, quizás se reían a sus espaldas.

Máximo era cobarde también y Wu lo sabía. Quizás por eso y porque el extranjero se burlaba de las grandes consignas y no parecían importarle los sistemas políticos ni las ideas Wu había intentado confiar en él. A fin de cuentas era además un hombre como él, con su pequeña familia, un tipo simpático y desenfadado atento a lo suyo y a los suyos, a sus películas y su cámara, perfectamente adaptable por ello. Vera en cambio le inspiraba menos confianza, no por razones concretas o dudas de integridad; quizás simplemente porque era mujer y se movía de una forma impredecible y solitaria. También porque ella tenía una dureza que le hacía sin duda capaz de arriesgarse por ideas pero que a Wu le producía temor, ahíto como estaba de las consignas que habían laminado su vida individual. Máximo, de quien nadie sospechaba, era un tipo condescendiente que agradaba a todos. ¿Por qué no le haría este favor, en el que no corría prácticamente riesgo alguno?

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Sin embargo Máximo había reaccionado con indignación ante la propuesta. Más problemas relacionados con Vera, más estupideces de esa plaga de misioneros sin hábito que fastidian, con sus frustraciones y ocurrencias destempladas, vidas, como la suya, pasablemente felices, naturalmen­te afortunadas, sin pretensiones. Justo entonces, que iban a poder traer a Marcos -los chinos eran capaces de retrasar al infinito la cuestión burocrática-, que comenzaba a perfilarse ese proyecto de reportaje, que tenía tan buenos amigos. La indignación era una de las formas que el miedo adquiría en Máximo. Wu había acertado en la percepción de ese rasgo común de temor y ductilidad entre él y el extranjero, pero no había sabido advertir que su cobardía y la de Wu eran líneas que corrían en direcciones diferentes. Wu llevaba toda su vida -su vida, esa materia que sentía diluírsele rápidamente entre las manos- atemorizado pero no había claudicado llamando a lo que no lo era felicidad, y guardaba, pese a él mismo, reservas de compasión que de ninguna manera hubiera querido expresar porque nada tenían que ver con la religión oficial del Culto a las Amplias Masas y la anulación del individuo en pro del servicio a entes impersonales. Wu conocía las técnicas de supervivencia que la necesidad había impuesto a sus compatriotas, el guardar las apariencias y el egoísmo violento, las leyes del hormiguero cuyos habitantes todos los días se vertían por millones en las calles, tropezaban, trepaban unos sobre otros, se ignoraban, empujaban y eludían. Había que mantenerse igual entre sus iguales y soterrado e inadvertido bajo los poderosos. Cumplía las reglas con temor, sentía aprensión en cuanto la velocidad de un coche aumentaba y ante la idea de ir en avión, evitaba los lugares oscuros y las calles soli­tarias. Sin embargo ahí estaba, con su carpeta. Hasta Kao lo ignoraba, pero no la llevaba únicamente por su mujer, por él, por su descendencia, no intentaba hacerla salir del país por su pequeño lote de felicidad, no por eso sólo. En Wu, hormiga entre millones, existía ese repliegue de interés por otros, cuyas situaciones percibía y compartía, aunque procurara no decírselo ni a sí mismo y maldijera el suple-

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mentó de angustia que aquello proporcionaba a su corazón de hombre cobarde.

La cobardía de Máximo era adecuada, rentable y oportuna. Le convertía en un apacible e inofensivo interlocutor para los machos agresivos de la especie, le daba un aura de distanciamiento conmovedor, perspicaz, allá donde los otros se embarcaban en polémicas, luchas y altercados; le favorecía como esos colores que combinan con todo. Era oportuna porque, del paradigma de las virtudes, fue en su país y en su tiempo la cobardía la que comenzó un irresistible ascenso hasta las cimas de las postmodernidad. Los riesgos, excepto en las lides gastronómicas, eróticas y vagamente sentimentales, estaban francamente mal vistos, la cobardía glorificada, asumida, racionalizada y glosada se había convertido en el motto de esos años, en el ingrediente indispensable para los antídotos contra la solidaridad, el valor, la generosidad o cualquier forma de grandeza, especial­mente contra esa grandeza inconfundible que se distingue siempre por el tipo de enemigos a los que se ataca, por los hechos que despiertan indignación. Máximo sólo se permitía el enfrentamiento o el pequeño riesgo cuando le constaba la debilidad o escasa relevancia del adversario. Nunca ante los peligrosos, poderosos, de los que dependía en algo su entorno. Ese inteligente mecanismo era una de las claves de su felicidad, de su alegre filtro, percepción y selección de las experiencias diarias. En Hong Kong, esos días, no engañaba a Bety. ¿Cómo hubiera engañado a la absoluta mujer de su vida? Simplemente se dejaba hacer, más interesado en las variaciones de la carne color marfil y la tela de terciopelo negro que en la respuesta sexual que pudieran dar sus genitales a los movimientos deslizantes de la muchacha asiática. El cuerpo de ella aparecía y desaparecía entre los pliegues del tejido untuoso, profundo; piel y sombra se movían con la lentitud de las algas. ¿Cómo no ser fiel a Bety y contarle a la vuelta que la luz era extraña y que él había asociado el ribete dorado del terciopelo y el temblor de las lamparillas con un vago sentimiento de necrofilia? ¿A quién sino a Bety contarle eso? Ella, que miraba por sus ojos y ofrecía a Máximo los femeninos dones de su silencio y su admiración

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cuando él, entre los amigos, hacía brillantes, provocadores comentarios y mostraba sus obras.

Bety había acumulado gotitas de acíbar, que esos días se habían deslizado desde distintos puntos para converger en su boca. Rossa revisaba sus libros de Derecho para incorporarse a la vuelta al gabinete. Máximo hablaba de chicas con las que había trabajado y preparaban vídeos. Vera pre­sumía con su sola presencia de independencia y libertad, complaciéndose en interrumpir al grupo de hombres por el simple placer de llevarles la contraria en el comentario de los sucesos mundiales, en política o en Historia. Su familia, sobre todo la madre de Bety, había insistido en que estudiase cuando ella y Máximo decidieron casarse, que siguiera estudiando. El convencionalismo burgués de los papeles. Ahí estaban los compañeros y compañeras de Máximo, intelectuales, dogmáticos, descontentos, con diplomas universitarios que no les habían servido para gran cosa… No es que ella estuviera acomplejada, oh, no. Bety se reafirmaba en su entidad alegre, primigenia, vital y espontánea, no encerrada entre las paredes de un trabajo estable ni avalada por un título. Que esos intelectuales la vieran como la mujer -amada, indispensable- de Máximo, la madre de Marcos, la hospitalaria compañera que animaba las tertulias, no la molestaba. Si alguno era tan imbécil como para juzgar a una persona por sus papeles, por su falta de licenciatura, eso no podía afectarla. Pero la diminuta gota de acíbar le llegaba pese a todo, favorecida en ciertas ocasiones por la pendiente de las horas bajas.

Cuando salió del concierto en el consulado de Francia Bety estaba orgullosa de sí misma, vivía una ocasión especial y retrasaba una experiencia absolutamente nueva. Antes, durante y a la salida del concierto había tenido una intensa actividad social: saludos, amigos, presentaciones, risas, explicaciones sobre el trabajo y el viaje de Máximo, invitaciones para alguna reunión. Había asistido al concierto como un desafío, en realidad al salir de su casa no le apetecía nada ir y durante toda la primera parte estuvo sentada

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recta en su silla, lamentando que el espectáculo no exigiera la oscuridad acogedora de las salas de cine. Luego fue mejor, encontró a Maurice, se cambió de asiento, y a la salida allí estaba el coche, uno de los raros coches particulares, de él.

Bety vivía una experiencia insólita: no había pasado un día completo sola en su vida, no había dormido sola en una casa jamás. ¡Qué agradable era ir en el coche con Maurice, hablar ambos de las obras y proyectos de Máximo! Un día, cuando volviese a Europa, ella se decidiría a comprar su propio coche y a conducirlo, aunque, a decir verdad, siempre tenían una nube de amigos motorizados con los que salían y ella se movía perfectamente con transportes públicos. ¡Qué segura la mano de Maurice que cambiaba las marchas y enfilaba las avenidas, tan silenciosas y sombrías en aquel país sin vida nocturna! Maurice llevaba la camisa de rayas arremangada hasta el codo, el pelo rizado y frotado con una colonia que Bety no había percibido hasta entonces. Era el tipo en quien se puede tener confianza, cuando volvieran a Europa visitarían su ciudad, irían a su casa, estaba acordado. ¿No tenía que haber vuelto ya Máximo de Hong Kong? Sí, respondía ella con el súbito regusto del acíbar, pero él quería completar la lista de compras y encargos. ¿Cómo resultaron las fotos últimas? Extraordinarias, aseguraba Bety, extraordinarias. Podía enseñárselas, lo que pasaba es que nunca había ocasión. De perfil, así, contra la sombra de los árboles de la avenida y a la pálida luz, Maurice parecía más firme, más definido, más mayor. Era un hombre maduro; ni Máximo ni ella, aunque llegaran a viejos, lo serían jamás, personas maduras y sólidas. Lo fuerte no era siempre desagradable ni ofensivo. Maurice era fuerte sin provocar. ¿Era muy tarde para ver las fotos? Claro, era muy tarde. Era tarde, pero ¿qué importaba? Cosa de media hora. La casa estaba hecha un desastre porque ella se había quedado charlando hasta las mil con la pareja cubana y había dormido allí. Formidables compañeros.

El licor chino era terriblemente fuerte. La tacita redonda, similar a una huevera, se bebía de golpe y se desintegraba inmediatamente en el pecho produciendo una ola de calor.

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Ninguno de los dos eran grandes bebedores, qué poco agresivo era este hombre, pero tan seguro… A Maurice le gustaba mucho el realismo mágico y Bety le recordaba enormemente a las heroínas de varias novelas sudamericanas, mujeres con nombres de planta o de flor que aparecían como el discre­to e indispensable elemento engarzado entre las violentas y complicadas historias de los hombres. Ellas eran retratadas con cuatro trazos: rostros jóvenes, tersos, pacientes, ojos profundos y cuerpos firmes. Decían muy pocas frases, hacían muy pocas cosas y se dejaban hacer bastantes. Por ello eran perfectos personajes femeninos. Hacían gestos de amor, de maternidad, de refugio y de espera, aromatizados como sus nombres. Eran recipientes del sueño varonil de la madre, la amante, la bienhechora. ¿Que Bety a veces lamentaba no ser «intelectual», como la gente de las tertulias? ¡Qué absurdo! Bety era lo auténtico, el pan y la sal de la vida, la compañera. No en vano Máximo la adoraba de forma tan notoria y le dedicaba trabajos. Podía ser, le dijo Bety a Maurice, pero -y el licor parecía ahora agolparse todo en sus ojos y en su garganta- Máximo a veces quizás la olvidaba, la postergaba, rompía su pacto común de compañeros. No se refería a otra mujer, a aventuras de ese tipo. Su relación estaba por encima de la miseria burguesa. A Bety lo que le dolía, y Maurice lo comprendía perfectamente, era la impresión de abandono, de que Máximo pudiera haber hecho trampa. Absurdo, Maurice sacó el pañuelo, absurdo. Ella aspiró en el pañuelo el mismo olor de colonia. Máximo era un gran tipo, y un gran fotógrafo, un futuro realizador, que supeditaba lo cotidiano a cierta estética. Bety era su vida real, eso no debía ella olvidarlo, era la tierra y las cosas elementales sin las que Máximo no hubiera sobrevivido un minuto, al menos no en plena forma, como se le veía que estaba. Y era todo gracias a ella.

Bety tenía unas piernas muy bonitas cuya visión era de agradecer en el panorama de pantalones, enormes faldas plisadas y pantorrillas lívidas. Llevaba esas amplias y ligeras faldas de colores, se había descalzado y recogido el vuelo para sentarse encima del sofá. Le devolvió el pañuelo, tibio de lágrimas, luego se lo volvió a pedir para restañar una

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segunda erupción de tristeza, más abundante que la primera, y con mayor impresión de abandono y soledad por parte de Máximo, con quien hubiera debido contar y estaba mucho más lejos que la simple distancia. Pero enseguida fue todo más fácil. Eran amigos, los tres eran amigos, estuviera Máximo o no estuviera. Maurice pasaba la mano por el pelo, oscuro y crespo, del que se había deslizado hasta caer un pasador de concha. El pelo, vecino de los sollozos y de la tibia piel. Bety le contaba cosas, a veces incluso se reía. La sala parecía clara y grande con la luz tamizada de la única lámpara, prolongada en sorprendentes espacios de sombra, distinta. Era muy agradable meter los dedos en el pelo de Maurice, entre aquellos rizos espesos y grandes que se enredaban en sus pulseras. Qué suerte estar por encima, estar lejos de las tristes historias de adulterio de matrimonios burgueses. Qué tenía que ver la libertad en la relación con la fidelidad. Contaría a Máximo lo ocurrido esa noche, se dijo Bety. Charlaría con Máximo un día sobre esto, se dijo Maurice. Una forma más de confianza. Un lazo más de afecto. Fugazmente Bety pensó que era la primera vez que iba a cumplirse la normalidad, tantas veces comentada en teoría, de la relación sexual con un tercero. Lo supo cuando advirtió que el cuerpo le pedía acercarse, tocar, estar con Maurice, y si el cuerpo lo pedía era, en todos los sentidos, bueno.

Con la mano libre buscó y puso una cinta de música, el perezoso blues que le había servido de fondo, junto a Máximo, en tantas veladas. Tuvo aún dos breves momentos de inquietud: uno ante la idea, que rechazó, de ir al dormitorio. No, se quedarían en el salón, sobre la alfombra o el sofá. El otro cuando se desvistieron y, entre las nubes del licor, percibió que iba irremediablemente a hacer aquello sobre lo que había hablado y leído pero nunca puesto en práctica: acostarse con otro hombre. No tenía por qué cambiar su relación con Máximo. Era con Maurice con quien estaba, temporalmente. Tuvo luego un momento de pánico, cuando el cuerpo reaccionó ante el otro cuerpo, espontáneamente, indiferente a que fuese amigo o ajeno. Tuvo miedo y se sintió contenta de saber que iba a vencer ese miedo sola

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y sin esfuerzo. Era el miedo que quería tener, el que marcaba, con ese acto al que ya se había lanzado, su iniciación a la edad definitivamente adulta, su autonomía tantas veces discutida, tantas puesta en tela de juicio por aquellos, por aquellas intelectuales, total porque trabajaban unas horas fuera de su casa o tenían un papel oficial. Ya no existía posible retroceso; se había traspasado la frontera entre el deseo y la ternura y su mano se deslizaba por el muslo de Maurice en el tanteo preliminar que eleva el ansia y el ardor. Qué delicia transgredir el último tabú de sus padres, pensar en el pequeño escándalo que esas cosas todavía suponían, pobres, para algunos amigos de Valladolid, incluso para los que presumían de avanzados. Se sintió grande, transgresora y afirmada, justo con cierta encantadora dosis de inseguridad. Como en sus películas favoritas. Maurice avanzaba, no conquistando, sino protegiendo un terreno amigo.

Habían cambiado de la alfombra al sofá y del sofá otra vez abajo, hasta acabar en el rincón de los cojines grandes y el paisaje de rafia, el menos iluminado y el más alejado de los utensilios de la vida diaria. Ya, ya no había más preludios, ya llegaba la transgresión en forma de una dureza de músculos concreta como un arma, haciendo jirones su traje de primera comunión, su traje de boda. Bety había hecho el amor con alguien que no era su marido, y ahí seguían, los tres tan compañeros. Qué hubiera dicho ahora de ella la panda de supuestas liberadas, las que volvían a casa por la tarde para enfundarse el uniforme de señora de hogar, las que se habían quedado solas porque no había hombre que las aguantara, porque no sabían compaginar, las que pretendían destronar a la Pasión. Sin hablar de las amargadas, las insatisfechas supuestamente politizadas, como las dos pobres del grupo de Valladolid a las que Máximo no podía soportar.

¿La quería Maurice? No, no debía haber dejado infiltrarse una idea tan convencional… pero ¿la quería? ¿Estaba quizás locamente enamorado de ella? Bety tuvo una sonrisa de indulgencia hacia sí misma. Ella era mujer y no podía evitar una leve, instantánea concesión al esquema tradicional, aunque lo suyo con Máximo, con Maurice, no tuviera

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nada que ver con el país de celos ultramontanos muerto y sepultado bajo las paletadas del mundo moderno.

-Máximo y yo somos muy compañeros, muy amigos -se sintió obligada a decir-. Quiero mucho a Máximo.

-Y yo le estimo, os estimo, un montón. Es un gran tipo -respondió Maurice-. Nada va a quitarle nada a él.

-Por supuesto- dijo Bety.

Pero durante un segundo experimentó algo parecido a la decepción.

Por la mañana abrió las ventanas como un victorioso general romano. Ordenó la casa, encontró excelentes sus diseños textiles y sus piezas de alfarería. Lamentó incluso la ausencia de Vera, de cuya enojosa independencia hubiera podido ahora reírse, mirarla y casi compadecerla desde su condición de liberada. Maurice se había ido muy temprano porque tenía un trabajo. Ella retardó abrir los ojos. Esa tarde pasaría por casa de Rossa, la sacaría de sus libros de Derecho, la sorprendería sin duda con sus confidencias, seguro que no la creía capaz.

Con sus recuerdos de la noche anterior como un certificado de autonomía en el bolsillo, Bety esperó, ansiosa, la llegada de Máximo.

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Amor Vacui

Tingri es una ciudad muy antigua, tanto que parece ale­jarse, empequeñecerse ante la proximidad de forasteros. Es su maniobra de defensa. Al tiempo se mimetiza con el suelo, el paisaje de fondo y el mismo viento. La gente se retrotrae a sus viviendas, calentadas con la respiración y el vaho de los animales. Nada parece indicar grandes hallazgos.

Joma se vuelve sonriente:

-Aquí está lo que vamos a enseñarle. Luego nos mostrará su foto con el Dalai Lama. Mis compañeros están ansiosos por ver a Su Santidad.

-Cuando haya encontrado a la persona que busco- res­ponde Vera, reacia.

-Venga, venga. Sólo se puede subir andando.

Hay una odiosa cuesta algo apartada del pueblo y jalona­da de banderas de plegaria. Vera se pregunta si su falta de religiosidad, su ausencia de fe, no se debe en buena parte al rencor acumulado contra las cuestas, que preceden invaria­blemente a iglesias y templos. Todas deberían ser siempre hacia abajo, se dice Vera. ¿Y ahora qué le espera? ¿Un ex­quisito cuchillo ceremonial? ¿Una estatua de oro escapada milagrosamente a la rapacidad de los chinos? ¿Un diente de Buda que ha sobrevivido a la Revolución Cultural? ¿La graciosa oferta de un tapiz de tigre, que deberá, muy a su pesar, rechazar? ¿Manuscritos? Habían llegado a la ultima plataforma y Joma hablaba con los monjes, que les desvia­ron hacia una disimulada puertecilla lateral. En el interior, les hicieron sentar y les ofrecieron un puré claro de tsampa2

2Tsampa: harina de cereal, base de la alimentación tradicional tibetana.

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y, conmovedor regalo en la monotonía de su dieta, una mandarina arrugada y venida quién sabe de dónde. Los monjes suplían su absoluto desconocimiento del inglés con grandes sonrisas y todo en ellos resultaba más familiar y sencillo que en las congregaciones del Jokang o Sera. Joma la mira­ba con un gesto de petición humilde nada usual en él. Vera acabó por comprender. Miró a los monjes, ninguno de los cuales parecía un peligroso espía chino, y preguntó a Joma:

-¿Crees que quieren ver ahora la fotografía?

-¡Oh, sí, si usted quiere, sí!

El alborozo y reverencia de los monjes ante la imagen fue tan genuino que Vera lamentó no disponer de fotos únicamente del Dalai Lama, en las que no apareciera ella misma. Se sintió como si hubiera sido introducida en una estampita de primera comunión, entre el Espíritu Santo y Dios Padre, o haciendo camino codo a codo con el Sagrado Corazón de Jesús. Hubo un aluvión de preguntas, que Joma capeó con notable eficacia. Luego indicó a Vera que guardarse la foto y, levantándose, le dijo:

-Ahora voy a mostrarle lo que valía la pena venir a ver. Estamos seguros de que a usted le interesará.

Se detuvieron en una especie de antesala con cortinas verdes que separaban otras habitaciones al fondo. Los muros no tenían más decorado que unas franjas de color. El pequeño monasterio disimulaba bien sus grandes tesoros. Los monjes entraron primero y luego le hicieron seña de pasar. Y allí estaba lo que la habían llevado a ver. Tendría unos cincuenta y tantos años, era alto y grueso y se llamaba Ladzlo.

Tanto él como Vera no encontraron, en los primeros momentos, ninguna frase que decirse. Vera observó que aquel occidental tenía en torno objetos cotidianos y estaba vestido no de camino sino con casera comodidad. La habitación se encontraba caldeada -y ello se agradecía en el frío creciente de la tarde-por un brasero. El rompió el hielo, despejó un resto de irritación que Vera creyó distinguir en sus ojos y alargó la mano presentándose. Ella respondió escuetamen­te por su nombre también. Los monjes intervinieron y se

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pusieron a hablar con el hombre en un chino poco fluido por ambas partes. A su vez Joma le dijo a ella:

-El señor estaba prevenido de que pasaría una visitante; los monjes se lo explicaron y él aceptó.

-¿Seguro?

-Él lleva aquí estudiando unos meses, conoce muchas cosas bien, estábamos convencidos de que para usted sería de gran interés encontrarle. No es un turista. Para nosotros, es la primera vez que tenemos alguien así.

-Joma, creo que algunos occidentales se han quedado, incluso durante largos períodos de tiempo, en monasterios tibetanos, como ocurre en Nepal o la India.

-Aquí no es frecuente, por razones políticas, ya sabe. Sin embargo, se ha vuelto factible, en ciertas ocasiones. Quizás el señor Ladzlo le explicará.

-Dejemos las conversaciones cruzadas- Ladzlo se había dirigido directamente a ella.

-Desde luego en mi acuerdo con el abad y con… digamos los poderes fácticos locales no figuraba mi inclusión en el patrimonio artístico del monasterio, pero entiendo que tienen especial empeño en ocuparse de usted, al tiempo que me proporcionan un paréntesis de vida social.

-¿No ha tratado con otros viajeros?

-Hace meses.

-Y está usted aquí por meditación, motivos religiosos, supongo.

-En absoluto. Estudio. Preparo un trabajo, lo cual precisa de no poca meditación. La comunidad es extraordinariamente amable conmigo, los monjes son muy simpáticos. No les demos la impresión de que estoy enfadado.

Ladzlo dedicó sonrisas y gestos campechanos a los monjes a su alrededor, les ofreció té, que denegaron. Según tradujo Joma, dejarían charlar tranquilos a los dos extranjeros y vendrían más tarde para ofrecerles una cena especial, incluso con carne de primera calidad. Los tibetanos salieron. Con desordenada fugacidad, Vera recordó la hospitalidad de los esquimales, que incluye el préstamo de la esposa,

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y se preguntó si los bondadosos monjes, conmovidos por el aislamiento del robusto europeo, no habían facilitado el encuentro como se aparean gatos de especies difícilmente localizables. En verdad resultaba escasamente imaginable que la hubieran llevado como geisha de emergencia, algo entrada en años. Además en el monasterio no podían dormir mujeres. El por su parte, se preguntaba los límites del favor que habían pretendido hacerle al proporcionarle una inter-locutora occidental. La mujer había perdido la frescura de la juventud pero le quedaba la de la curiosidad, que vibraba en palabras aún no pronunciadas por su boca, brillante de grasa contra las grietas. Podía ser alguien que trabajaba para una organización internacional, o, lo cual era muy difícil, que se interesaba por los mismos manuscritos sobre los que él estaba trabajando. Al saber su nacionalidad, le estrechó la mano de nuevo:

-¡Así que somos vecinos!

-¿Vecinos?- se extrañó Vera.

-Naturalmente. Los opuestos se tocan. España y la Unión Soviética tienen mucho en común. Países de grandes locos. ¿Quién conoce mejor que nosotros El Quijote? ¿Quién mira a extensiones desiertas, al final del continente?

-¿De dónde es usted?

-Soy ruso, soy un ruso… gris. Mi madre no lo era, sólo soviética y se negó a considerarse tal. Aunque vivimos largo tiempo en Moscú, la ciudad de mi padre, mi madre suspiraba por su tierra natal.

-¿Lo de gris va por ni blanco ni rojo?

-Como la gran mayoría a estas alturas, señora. Bueno, fundamentalmente soy un científico, especie en la que el colorido tiene, por fortuna, escasa importancia.

Ladzlo era en realidad una persona hospitalaria y cordial. Superado el sentimiento inicial de transgresión del te­rritorio, parecía gozar preparando para su huéspeda un té meticuloso, colocándola en el lugar más cómodo y avivando el brasero.

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-Esto es un auténtico té y no la sopa de grasa que hacen aquí. Claro, que no tengo mi samovar, suelo viajar con él al extranjero, pero no en estas circunstancias, ya imagina. Incluso lo llevé al Japón, cosa que les molestaba muchísimo. Cuando ellos aludían a la guerra ruso-japonesa, yo preparaba mi propia ceremonia del té. Aquí son mucho más simpáticos y lo hago a solas para no herir susceptibilidades.

-Ha vivido en Japón.

-He residido en el extranjero en diversas ocasiones. ¿Le importa ayudarme a desmenuzar el azúcar?

Y le tendía a Vera un bloque marrón oscuro.

-No me diga que no tiene usted vodka- dijo Vera observando una damajuana.

-Piensa usted mal. Me he propuesto ceñirme a las reglas de esta gente. Ni tabaco ni alcohol en el recinto. De hecho, dejé de fumar hace dos años.

La charla era continua, variada e inconexa, saltaban del pasado al previsible inmediato futuro, de las creencias religiosas a las relaciones familiares, para luego embarcarse en largas descripciones de la transición política, la vida en la Unión Soviética, los estragos del integrismo y la pujanza económica de Asia.

-¿Quiénes son?

Vera sostenía un retrato doble: un niño espigado, casi adolescente, y otro de unos tres años con unos inmensos y asombrados ojos azul pálido. Tenía un inicio de sonrisa, la sonrisa tímida de quien comienza a asomarse a la ventana del mundo, y el pelo se levantaba en remolinos dorados y castaños. Estaba vestido con un traje festivo, rojo y azul, con un gran cuello blanco sobre el que la garganta y la cabecita parecían más frágiles. Como suele ocurrir en las mujeres de su edad, Vera sintió una punzada de ternura hacia la inocencia del cachorro y la perfecta suavidad de los mechones sobre la frente.

-Son mis hijos- dijo Ladzlo. A éste lo dejé con poco más de tres años. ¡Lo que habrá cambiado a la vuelta! No pensaba tener más pero se presentó. En realidad creo que

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mi mujer se sentía sola y le encantó la idea de ocuparse de un bebé.

El ruso pareció esperar que Vera, a su vez, pusiera una fotografía familiar sobre la mesa, pero no fue así; ella era consciente de esa incongruencia, esa asimetría entre sí misma y la gente de su especie, de su capa de edad. Por razones que ignoraba, Ladzlo le recordaba a alguien vaga y lejana­mente conocido, alguien ampuloso, grueso, de ojos claros como aquéllos. Le recordaba a Clara. Pero Clara no llevaba fotos de hijos ni de nietos, era acerada y sardónica, con un acero de filo poco ejercitado, en desuso, guardado en la alacena de cristal de sus pupilas tranquilas, tristes.

Más tarde Vera recordaría esas horas en Tingri como una especie de larga borrachera interrumpida, sólo para tomar fuerzas, por comidas, aseo, un breve descanso. Una de esas borracheras secas que se ríen del recurso a las drogas y llenan sus copas de pensamientos, de pensamientos, de pensamientos.

A veces Vera echaba un vistazo al nivel de la damajuana, insegura de su memoria.

-Ladzlo, ¿está seguro de que no hemos bebido nada? ¿ni siquiera brandy chino?, ¿o un aguardiente local? ¿Qué hierbas quema usted en el brasero?

-¿Cuál es su terreno, Vera? ¿Física como yo? No me lo parece.

-Pero me interesa la Física, aunque no tengo categoría científica alguna. ¿Por qué está aquí? ¿Qué es exactamente lo que estudia usted?

-El Vacío. Con mayúscula.

Ladzlo pasó las manos por una vasija, del cuello a la base, y continuó:

-No me refiero a la Nada, a la ausencia de entidad. Hablo de ese Vacío que los occidentales estamos empezando a conocer, el complemento indispensable de la forma. La Física está dando los primeros pasos por un Universo hueco, y eso es lo que yo estoy intentando explorar en los últimos años, primero en Japón, después aquí.

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-Se está refiriendo al Zen, ¿no?, a la relación forma/espacio, a la necesidad de la forma para concebir el vacío.

-Me estoy refiriendo a la física cuántica y a la física subatómica, por las que, tengo la impresión, usted se interesa aunque no sea del gremio. No habrán estado, a fin de cuentas, tan desencaminados estos monjes cuando consideraron que teníamos algo que decirnos.

-Han estado desencaminadísimos; no tienen la menor idea de cuáles son mis conocimientos ni a qué me dedico.

-Pero tienen una rara habilidad para ver quién busca y lo que busca.

-Quizás el Vacío.

Vera había hablado en un tono de voz muy bajo. El hombre corpulento, cargado de vitalidad y de afectos terrenales, había sentido la misma mordedura que ella, había entrevis­to, al mismo borde de la búsqueda de la belleza y de las sensaciones, el espacio tremendo, como un eco, de la ausencia de todas las cosas, de su estar y no estar en el instante anterior o en el instante siguiente. El, probablemente con mayor fortuna que ella, había hincado los dientes una y otra vez en los placeres de la vida, había besado las formas, lamido, gustado su sabor.

-Pase por aquí.

Ladzlo levantó una cortina que parecía simplemente adornar un muro y que daba en realidad acceso a un pasillo.

-Éste es mi cuarto de trabajo.

Vera había esperado encontrarse una sala de meditación, un santuario ornado de budas benignos, sutras y mándalas tradicionales. En su lugar se encontraba en una mezcla de biblioteca, despacho y capilla, pero los mándalas y las tankas no reproducían dibujos familiares.

-¿Qué es?- señaló el mándala sobre la pared.

-Un chip, un circuito. Pero en realidad podría ser también un esquema de meditación, en general lo que tengo participa de ambas características.

-¡Qué mezcla!

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Vera examinó algunos de los objetos. En una mesa aparte, cubierto por dos telas de seda amarilla, blanca y dorada estaba un manuscrito. Ladzlo respondió a su muda interrogación.

-Por esto me quedé aquí. Es una copia, extremadamente fidedigna, del Tchang Tchen Gyi Zindi, la obra maestra del budismo tibetano. Todos los días dos monjes me ayudan a traducir al chino algunos pasajes. Para los de especial interés hay un muchacho del pueblo vecino que sabe inglés, no mucho peor que yo, y me los traduce y explica. No soy un filólogo ni me interesa la Historia de las Religiones. Me muevo en física subatómica, en un… elemento, el sunyata en sánscrito, el ku en japonés, el vacío para nosotros, que parece ser el último mare tenebrosum de la Física, el primer y último reducto de la realidad, como si ésta fuera una esponja que apretamos y dejamos luego distenderse. No es la Nada; es la potencia total del ser, del Universo.

-Hui-Neng se parece a Georges Cahen, o, mejor dicho, Cahen a Hui-Neng-observó Vera.

– Con la particularidad de que Cahen es un físico con­temporáneo y Huí, al que los japoneses llaman Eno, un reformador zen del siglo VIII a.d.C, el apóstol de la Vacuidad.

-Mucho viaje para encontrarnos sin materia- Vera se rió y chasqueó los dedos como un prestidigitador. -Eno se burlaría si nos viera. Tras todo ese tiempo transcurrido bregan­do con la Naturaleza, rompiéndola y ensamblándola, exprimiéndole su energía, llegamos al siglo XX y nos enteramos de que el Universo es una esponja ocupada en su mayor parte por materia negra, desconocida, un palacio absurdo, de grandes estancias sin amueblar. Personalmente, le confieso que me repugna estar hecha básicamente de oscuridad. ¡Qué decepción!, ¿no?

-Su visión es, si se quiere, poética pero inexacta. Olvida el puré de neutrinos que se agita en esas burbujas rellenas de vacío. Los neutrinos no tienen materia, apenas masa, pero sí tremendas cantidades de energía, un recuerdo de la que formó el cosmos en la explosión inicial.

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El ruso hablaba con paciencia pedagógica; como si hubiera esperado más rigor pero se conformase con la superficialidad de Vera, que se veía como en los ballets danzando por gigantescas esferas de jaspe cuyos lejanos techos de materia se perdían de vista, mientras él tomaba muestras de lo inexistente para analizarlo.

-Le diré que envidio los tiempos de la Física tradicional-explicó Ladzlo-, el razonamiento lineal verificable, cartesiano. Busco a saltos, manejo el principio de incertidumbre, me veo obligado a utilizar variables que excluyen la precisión garantizada a numerosos niveles teóricos. En mis conver­saciones con científicos japoneses admiraba su serenidad, su profilaxis de ruidos parásitos que turbaran su objeto de estudio. Añoraré largo tiempo aquellas salas relajantes con vistas a un minúsculo jardín.

-Los japoneses me parecen de una delicadeza temible -observó Vera-. Podrían meterme astillas en las uñas con la misma dulzura que podan un bonsai. Es precisamente su contradicción refinamiento-brutalidad lo que me inquieta. ¿A usted no?

Ladzlo se encogió de hombros, puso en la mesa el plato de dulces traído por los monjes y mascó un bizcocho seco y crujiente mientras pensaba en la imagen con la que Vera traducía el Vacío. Ya se había hecho a la idea de que no tenía ante sí a un científico teórico con el que hubiera podido desmenuzar durante largas veladas ecuaciones y fórmulas, sino solamente una humanista cuya curiosidad la había llevado al contacto con ciertos nombres y teorías. No lamentaba sin embargo el tiempo empleado en la conversación. Los proyectos solitarios agradecen, aunque no lo reconozcan, las interrupciones pasajeras impuestas por las circunstancias. Él buscaba los puntos de contacto entre la percepción oriental de un cosmos hueco y holístico y los últimos descubrimientos de la ciencia. Vera integraba a sí misma y a su época en esa vastedad de existencias efímeras, en esa duplicidad incesante de oquedades, energía, formas, y planteaba el gran conflicto de Prometeo, que tal vez no

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intentó sólo robar el fuego sino también la chispa de la individualidad.

Ladzlo se consideraba un eslavo y tenía por ello la esperanza de ejercitar una facultad puente entre el ansioso pragmatismo europeo y la desvaída especulación de los asiáticos. Miraba su torso y brazos peludos y sus pómulos marcados, los ojos rasgados y el iris azul. Del mismo modo era posible que su cráneo encerrase una mezcla de ondulaciones, un paisaje cortical fronterizo de los presocráticos y de los meditadores del Este. Miró a Vera y dijo:

-¿Sabe? Se me ha ocurrido, hablando con usted, que durante mis investigaciones en países del Extremo Oriente he perseguido, paralelamente al objeto principal de mis estudios, una meta oculta: la obtención de un método de conocimiento más inmediato que los habituales. Ellos hablaban de algo que traducimos por intuición, pero que no es exactamente eso. Bueno, la ciencia conoce esas bruscas iluminaciones globales tras interminables vueltas en torno a un problema, y sabemos que en realidad es la punta luminosa de un iceberg en el que el cerebro ha estado trabajando largo tiempo en silencio. Si en Física ya no hay líneas y cadenas sino saltos y espacios, ¿por qué no ocurriría lo mismo en el proceso de pensamiento?

Vera descubrió con gran cuidado el libro cubierto con telas. Pensó que sus hojas podrían estar en blanco, haber sido leídas por el ciego Borges. Dijo:

-Pese a las modas orientalistas, usted sabe que la gente seria de Occidente tiene un razonable y comprensible miedo a dar la espalda al sendero lógico. Solía ser lento pero seguro, nos ha dado la revolución tecnológica, nos ha hecho vivir mejor -véase la imitación masiva japonesa- y nos ha proporcionado un sano respeto por el rigor; hay menos dic­taduras cuando dos y dos no son cinco. La experiencia nazi nos vacunó un tiempo contra el vitalismo y las corrientes irracionales. Pero se nos ha quedado pequeño Descartes.

-No, Vera, no para gran parte de la Humanidad, que ciertamente lo precisa. Sin embargo necesitamos más método-

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logias, quizás no tan fiables, para aventurarnos en espacios más amplios.

Tras Ladzlo se extendían anaqueles con pilas de cuadernos y fichas. Podían abrirse a una extensión infinitamente fría, lógica e inabarcable. Vera observaba una pequeña caligrafía japonesa, el simplicísimo dibujo y los caracteres ocupando no más del diez por ciento de la superficie blanca. Ladzlo tragó los restos harinosos del dulce y continuó:

-Hablamos de cuanto existe agrupado o disperso en estructuras cuyo reverso no conocemos. Trabajamos con cálculos de tiempo y de distancias concebibles sólo sobre el papel. Cuando las cosas se mueven a esos niveles no conciernen al ser humano. Sin embargo científicamente interesan, llegan a despertar pasión.

-¿Qué sacó usted en limpio de su estancia en Japón?-preguntó Vera.

-Investigué esto que ve usted aquí- Ladzlo señaló con el índice el espacio virgen de la pintura, -la inmovilidad que forma parte de sus movimientos de danza, los silencios en la música. Anteriormente había leído comentarios sobre el concepto de espacio en el pensamiento budista Mahayana, su mezcla con algo de taoísmo y su resultado en el Tch’an chino y el Zen japonés. Ignoraba la esencia potencial que ellos dan al Vacío, ligada al carácter de transitoriedad de las formas. Como físico, me sorprendió, había intuiciones de notable agudeza. Un poco como les hubiera ocurrido a los Curie leyendo a los atomistas griegos.

De algún lugar del templo llegaban los rumores de los ritos vespertinos, muy atenuados por los muros. Habría monjes sentados en filas, repitiendo los mismos mantras, balanceando la cabeza, rodeados de imágenes unas serenas y otras con colmillos y cuernos, salidas de una feria grotesca. Habría allí y a cientos, y a miles de kilómetros, devotos de gestos automáticos y sonrisa insufrible, beatos, congregaciones marianas, muchachas bendiciendo la autoridad marital y el tchador, testigos de Jehová y testigos de Escrivá, ayatollas, gurús y asistentes a sus cursillos en Mallorca, el infinito aburrimiento de las iglesias protestantes y los cristos

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con cabello humano de Sevilla. Vera quizás había soñado con una reserva para el escéptico, un refugio compartido con los exiliados dioses griegos y con un Dios que supiera reír, un terreno lejos por igual de la Cruzada y de la deificación del provecho presente. Y ahora resultaba que hasta eso lo robaban, hasta el vacío estaba ocupado y explorado por una metafísica antigua en la cual su yo no tenía más peso que un grano de polvo planetario.

-¿Y qué me dice del bodhi, de la iluminación, la comprensión inmediata? ¿Pudo usted mantenerse dentro de los límites de la Física o se vio insensiblemente empujado hacia lo que nosotros llamaríamos una experiencia mística y ellos percepción directa de la verdad esencial? -preguntó Vera.

Ladzlo dudó antes de responder.

-Realmente… las iluminaciones tienen poco que ver conmigo. Soy un Santo Tomás por partida doble. Me refiero tanto a su querencia científica de pruebas como a su viaje al Oriente, del que habla cierta hagiografía. No, no esperé el satori, la iluminación en japonés. Incluso evitaba el tema, de una forma casi instintiva. Entonces me dije que era por rigor profesional. Más tarde hube de reconocer que en mi rechazo existía, por el contrario, una raíz probablemente religiosa, o política.

-Efectivamente los extremos se tocan, Ladzlo. Por atrevido que parezca decirlo, creo que le entiendo a usted.

-¿De veras? Consigue más que yo mismo. Esas religiones asiáticas son… terriblemente materialistas, ofrecen un universo cíclico, en expansión y en compresión, de materia y energía. Nada más. Los santos y diablos son para la tropa. Nosotros a la religión le pedimos otra cosa, el reflejo del padre o la madre, el amor, el consuelo, e incluso en el colmo de la osadía, la inmortalidad y la prolongación sublimada de nuestras terrenas felicidades. Su mitología es tal vez, en forma de metáfora, nuestra física.

-Luego usted se atuvo al razonamiento cartesiano. «»-A mí me parece a veces que el satori puede ser real. ¿Usted no cree en ciertas… iluminaciones?

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Se había agotado, con el sol, la claridad brumosa que penetraba por la pequeña ventana. Ambos se movían entre dos quinqués y el aura rojiza del brasero. El libro tibetano, cubierto de franjas doradas, adquiría un aspecto mágico.

-Yo no creo absolutamente en nada- afirmó Vera.

-¿Por qué?

-Por esto.

Ella puso la mano delicadamente sobre la mesa. Le invitó a ver la ligera deformación de los huesos, le mostró la limitación de los’ movimientos. Continuó:

-Cuando empezó recurrí sistemáticamente a todos los trucos de la autosugestión y de la fe, a San Judas Tadeo, el Santo Niño del Remedio, la Virgen del Escorial, Avalokitesvara, el Dalai Lama, San Antonio, Santa Rita, quirópatas, acupuntura china, Jesús del Gran Poder, concentración mental, amuletos, ejercicios de voluntad positiva, lectura de libros sagrados abiertos al azar, y hasta a los dioses griegos. Fallaron, por riguroso orden, todos.

-Disculpará si no conozco buena parte de los santos que cita. ¿Qué tal las potencias ocultas?

-No tengo nada contra los autores del primer intento de rebelarse contra un autócrata absoluto que registra la Historia, pero su afición a los bichejos muertos y a utensilios de dudosa limpieza no gozan de mis preferencias.

Quizás ambos recordaron al mismo tiempo las hileras de monstruos que poblaban los infiernos orientales y que habían sido importados, en los tiempos en que la fe del Nazareno era joven, a la imaginería cristiana. Todos ellos eran simples plasmaciones de la maldad y la ignorancia, tapizaban los muros del templo con sus hocicos de cerdo y sus garras de fiera, se retorcían en los híbridos del Bosco, eran el principio de un ascenso que podía resolverse en luz.

-Cuando tienes hijos -él miraba al retrato, en la penumbra- comienzas a desear creer en algo, que tus hijos crean en algo, poderles dar explicaciones. Los años son demasiado cortos para casi todo, incluso para darte tiempo a creer, dejar de creer y volver a creer, cortos para ofrecer a los hijos

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lo que hubieras querido y para que te vean como hubieses deseado.

-No en vano Buda abandonó a su familia; es incompatible con el conocimiento, y con enfrentarse al miedo. Por cierto, Satán carece de Trinidades y de Madres. Sus razones tendrá- Vera sentía esa pequeña perversidad que crece con la aproximación de la sombra.

El ruso parecía moroso, sumido en recuerdos y en divagaciones personales. A la vuelta, ahíto de imágenes estáticas, de danzas cósmicas y átomos, llevaría a los suyos al grande y cálido espectáculo de la iglesia ortodoxa, a aquellas celebraciones deslumbrantes de velas y de iconos que ofrecían un paraíso a la modesta medida de la imaginación humana. Echaba de menos a su mujer. Echaba de menos el olor de la cocina de su casa y las veladas con los amigos.

La entrada de los monjes con la prometida cena cortó las meditaciones y los lanzó a temas más seculares. La carne era, en efecto, de primera calidad y Vera mascaba con una alegría que sólo se logra tras prolongadas abstinencias. Con los bollitos calientes rellenos de verdura que siguieron se reanudó la conversación.

-A mí me echaron del Japón.

-¿Quién?- preguntó Ladzlo.

-Los precios. Es un país extraordinariamente caro. Quizás por lo corto de mi estancia, acosada por el yen, mi opinión difiere de la suya. Pueden ser prejuicios, pero me da miedo el Zen, me da miedo su budismo, y su Sinto.

-¿Dónde encontraría usted creencias más desinteresadas y afables? ¿Quiere el bollo con soja?

-Sí, gracias. Son unos bollos muy de estilo chino, en algo tenía que haber beneficiado a Tingri la invasión. Le explico lo del miedo: nunca estoy segura de que el venerable asceta no vaya a levantarse de repente de la postura de loto en la que medita, dar un grito salvaje y cortarme limpiamente en dos para probar un sable. En Sengaku-ji un monje viejecito explicaba con orgullo que en ese recinto del templo esta­ban enterrados los cuarenta y siete ronins, unos samurais que, tras vengar a su soberano muerto, se hicieron todos el

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harakiri. La gente habla todavía con veneración allí de los kamikazes de la II Guerra Mundial.

-¿Y qué me dice de los mártires cristianos?

-Tampoco me entusiasman, pero no fue suya la idea de los leones.

-Su ejemplo anterior me recuerda a lo que me contaron en Kyoto sobre el arte de la espada. La hoja, la katana, se elaboraba con una minuciosidad preciosista, hasta el mínimo detalle del adorno. Tras lo cual el artesano segaba un cadáver puesto sobre un montón de arena para verificar el filo. -Ladzlo agitó en el aire una cuchara-. Antiguamente el samurai degollaba al primer campesino que encontraba para probar su espada nueva. Este anecdotario me lo contaron tras una larga charla sobre la espiritualidad y el sentido moral que comporta en Japón el ejercicio de las artes marciales, muy ligadas al Zen. No le negaré que es un mundo que produce fascinación.

-¿Y fascización? Resulta muy difícil conciliar su política en el siglo XX con la compasión budista hacia todos los seres. -Vera tomó la iniciativa de servir más té-. ¿Ha viajado usted por los países del Pacífico? No hay ejército que haya dejado peores recuerdos que el japonés en lo que a crueldad, exterminio y desprecio racial se refiere. En las conversacio­nes con la gente, en los museos locales de historia contemporánea de Malasia, Singapur, Indonesia, China, en todas partes se habla de la invasión japonesa como infinitamente peor que la de ningún país occidental. Los experimentos médicos con prisioneros tuvieron poco que envidiar a los nazis, y la actitud nacional era una continua apología del culto al Jefe, al Emperador, y del suicidio. Hay una terrible continuidad en esa moral de señores feudales en la que el budismo quizás sea un accidente.

-Me temo, Vera, que sus contactos con los chinos la vuelven parcial. En Rusia sabemos algo del militarismo japonés, tuvimos una guerra con ellos a principios de siglo, cuando invadieron buscando materias primas. Sin embargo hube de reconocer que era admirable la inmutabilidad que logran, la independencia japonesa entre la intencionalidad y el acto,

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entre el medio y la meta. El blanco de la flecha no importa, la muerte del adversario no es relevante, la perfección lograda en la pintura es mayor cuanto menos perseguida. Para Takuan el arte de la espada sólo se domina totalmente cuando el espíritu no se halla afectado por ningún pensamiento de yo y tú, de adversario, vida y muerte. ¿Se da cuenta de que, en realidad, ahí también están persiguiendo el vacío y que ese vacío es generador de la acción?

-¡Exactamente! ¡Ahí quería llegar! -gritó Vera, con excitación muy impropia del tema tratado-. Disociación acto/consecuencia, acto/muerte. ¿Por qué no puede verse como una base potencial de comportamientos fascistas, como una imperturbable esquizofrenia lograda a costa de arduos ejercicios? Todo va hacia la intuición, saltando sobre la inteligencia, el razonamiento, el pensamiento lógico.

-Es la regla de todas las místicas.

-Pero no a nivel de filosofía y moral nacional.

-Consigue mayor eficiencia en las actividades perturbando al mínimo el espíritu.

-¿Y si la perturbación fuera necesaria? ¿Y si el sufrimiento y las conmociones fueran el precio de algo? ¿qué es preferible, el que quiere matar y se encarniza en sus puñaladas o el samurai que, como el esquizofrénico, hunde su sable con tanta indiferencia en el pecho del contrario como en el agua? Obviamente no hay responsabilidad moral.

Ladzlo pareció jugar con un humo y un cigarrillo inexistentes. Luego dijo, moviendo la cabeza y sonriendo:

-Lo lleva usted al extremo.

Acompañado de un monje jovencito, apareció Joma. Le invitaron a compartir lo poco que quedaba de la cena. El rehusó y les explicó, confidencial:

-A decir verdad, tengo amigos en Tingri y me han preparado una pequeña reunión, hasta con música, cintas de grupos modernos traídas de la India.

-¿Y chicas?

Joma chasqueó los dedos y rió.

-Las tibetanas son muy simpáticas- dijo Ladzlo.

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-No le entretendremos, Joma.

-Cuando terminen de charlar llaman. Alguien la acompañará donde descanse.

El chico se despidió. Iba arreglado y se había peinado con cuidado sumo el rebelde pelo negro.

-Si está usted cansado puedo retirarme- sugirió Vera.

-No. A veces trabajo hasta muy tarde. Si usted no está excesivamente fatigada quédese un rato. Voy a preparar más té.

Ladzlo había residido largo tiempo en Japón, ciertamente no con su sueldo de Moscú en rublos. Estaba ahora estu­diando en un monasterio de la conflictiva y estratégica zona tibetana sin ser expulsado por los soldados chinos. Vera le veía inclinado sobre el té, cuyos cacharros eran demasiado pequeños para sus grandes manos, las patillas grises casi chamuscadas, un espacio de calva incipiente en la coronilla. El reverso del portarretrato de sus hijos estaba ocupado por la foto de una mujer bastante más joven que él, con gafas; tras ella se distinguía la torre Eiffel.

-Envidio su facilidad para quedarse aquí y en Japón -dijo Vera.

-Tengo un pasaporte que funciona a la perfección en la nueva China: cójase a uno o varios dirigentes locales chinos, déseles una cantidad razonable de dólares. No piden nada mejor que tener un huésped permanente que les paga en divisas.

-¿No temen que sea usted un espía?

-El bloque socialista en pleno ofrecería todos sus documentos secretos en subasta pública si tuviera esperanzas de conseguir una reconversión industrial a cargo de firmas modernas y generosos préstamos occidentales. ¡Ah, los tiempos en blanco y negro de la Guerra Fría!

-¿Los añora, Ladzlo?

-Ni por lo más remoto. Se me hubiera obligado a pasarme la vida trabajando en una base de alta vigilancia. Mi mujer y yo tuvimos algunas experiencias al respecto cuando

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era joven. Me refiero a mi primera esposa, la segunda no es soviética.

Dio varias vueltas al líquido azucarado. Luego continuó:

-No le sirvo para una romántica película de espionaje, disculpe. Ya sé que a ustedes, al otro lado de Europa, les encanta aferrarse hasta el último momento al viejo guión. No sólo lo han hecho cuarenta años por grandes imperativos geopolíticos, no. Cuestión de malas conciencias. Los españoles necesitaban lavar su caos en el Frente Popular y su franquismo manso durante décadas. Los italianos precisa­ban borrar su apoyo mayoritario a Mussolini, los franceses su Vichy, los menos desarrollados sus complejos de inferioridad y de pobreza. Por eso apoyaron a nuestros sistemas. Porque las democracias, y los demócratas, son en realidad una minoría. ¿Quién hubiera admitido ser cobarde, ineficaz, estúpido, envidioso, servil? Lo fueron millones de personas, y luego, para rescatar su imagen digna y aceptable, no encontraron salida mejor que proclamarse engañadas doncellas, llevar a la pira a sus líderes y loar, por contradicción, los paraísos proletarios; como el mío.

-Europa es otra. Han pasado muchos años.

-¡No! No le estoy hablando sólo de la postguerra. Mi impresión es que hasta prácticamente hoy lo que ustedes llaman sus izquierdas tienen a gala mostrarse benévolamente simpatizantes del comunismo y afines, como si los veinticuatro millones de víctimas de Stalin, los muchos más de Mao Tse-tung, por no hablar de otros países más pequeños, fueran errores fútiles y disculpables por la bondad intrínse­ca del proyecto.

-Deduzco, Ladzlo, y no se enfade, que prefiere no hablar de la situación en la Unión Soviética. Tampoco se lo he pedido.

-Disculpe. En realidad llevaba demasiado tiempo sin discutir con alguien, y eso no es sano. Recordaba las charlas con mi padre. El estuvo en España, en las brigadas. Le correspondió actuar de enlace entre el Partido Comunista español y las consignas que venían de Moscú. Se consideraba un leninista pero no estaba precisamente satisfecho con

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lo que veía. A la vuelta se casó y se apartó de la política tanto como pudo, no hablaba de ella. Lo de mi madre fue definitivo.

-¿La mataron?

-Oh, no. Nada de eso. Pero contaba cosas terribles que sólo se supieron en Moscú a través de gente como ella. Era ukraniana. ¿Ha oído hablar de la hambruna de 1932, en Ukrania? Stalin ordenó requisar alimentos, animales, tierras. La consecuencia fue que murieron más de diez millones de personas, tres millones de niños. Tal vez usted no sabe nada de ello. Los periódicos occidentales lo silenciaron para que se les permitiera mantener sus corresponsales en la URSS mientras que intelectuales como Wells y Bernard Shaw recorrían comunas modelo, eran festejados con caviar y declaraban que el socialismo era un éxito.

Ladzlo tomó un gran buche, no de té, sino de agua hervida y tibia, y continuó:

-En los últimos años de su vida mi padre solía decir que nunca hubo peor infierno empedrado de mejores intenciones. Si por entonces yo hubiera leído a Gary Zukav, «Los Maestros Danzarines Wu Li», o «El Tao y la Física», de Fritjof Capra, tal vez las relaciones internacionales me hu­biesen parecido menos absurdas: hechos, acciones, causas, fines.

-Dudo de la utilidad… funcional del paralelismo entre el misticismo oriental y la física cuántica a ese nivel.

Ambos sorbían el nuevo té, de un sabor tan fuerte que Vera le achacó la especial viveza de sus pensamientos, el chisporroteo generoso de imágenes e ideas que volaban y rebotaban de uno a otro como miríadas de esferas, el deje seco de pasión que éstas producían al ser comprimidas y cascadas en algún molino febril del cerebro.

-La veo poco entusiasta del tema, Vera. Me temo que no va a tener ninguna revelación.

-Espero que no, pero diga, ¿qué proporciona esta investigación? ¿Tiene que ver con lo que describe Bohm en «La totalidad y el orden implicado»?

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-Básicamente sí. La física cuántica muestra que existe una relación no local, una conexión no causal entre ele­mentos distantes. En términos cristianos, nos recuerda a la Comunión de los Santos. Es una concepción holística del Universo puesto que el estado de cada partícula es signifi­cativo en relación con la totalidad, y viceversa.

-No habría pues coincidencias. Estaríamos, en efecto, an­te una de las ideas más caras al místico oriental y al hom­bre renacentista: microcosmos y macrocosmos, lo grande y lo pequeño existen en total interdependencia.

Ladzlo asintió y continuó mientras hojeaba unos papeles:

-Con una salvedad: para el renacentista había semejan­zas pero no interdependencia sin vínculo aparente, excepto en la magia. Para Wheeler y Feymman la actividad electro­magnética de cualquier partícula implica al resto del Uni­verso, cualquier emisión de radio es un acontecimiento cós­mico. Luego la sopa de buenas y malas acciones y la rueda de los seres no deja de ser una metáfora cuántica, ¿no?

-Puede ser, pero carente de todo sentido moral, por lo cual estamos en las mismas que si no lo fuera.

-No para un científico; el hecho en sí tiene relevancia. Lo que ocurre es que usted es un lego y lo que quiere es ser feliz, o menos infeliz, y sentir que no la han timado demasiado, que existe algún tipo de justicia compensatoria. Además, aunque se le ofreciera la posibilidad de adquirir el cono­cimiento, usted probablemente lo cambiaría por juventud, amor o éxito, ¿o no?

-¿Lo cambiaría usted? ¿O no le ha hecho falta?

Vera había hecho la pregunta en un tono levemente agre­sivo, que el ruso recibió con una sonrisa entre pudorosa y satisfecha. Luego respondió:

-Sería mucho decir que nunca me ha hecho falta propo­nerme la elección, insufrible petulancia, ¿no es cierto? Sin embargo debo reconocer que mis investigaciones no han sido incompatibles con lo que suele hacerle a uno aceptablemen­te feliz. Más bien al contrario.

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Colocó en el fondo de la estantería el retrato familiar y alisó con la mano el tanka sobre el muro. Avivó luego las ascuas del brasero y mientras dijo:

-Mire, Vera, yo soy partidario del reposo del guerrero, por experiencia. Es indispensable para liberar intelectual-mente la parte más activa y valiosa del yo. Mi mujer me espera, enfadada sin duda por mi ausencia, pero me espe­ra, y con ella los niños, a los que incluso olvido durante mis estudios pero que sé que están ahí. Algo se ha cumplido y existe, como el desarrollo adecuado de mis huesos durante la infancia o mis tres comidas diarias para las que interrum­po brevemente -hoy es excepcional- mi trabajo. Tengo el silencio cuando lo preciso y la gente al alcance de la ma­no. No se me plantea una opción. El santón de la India emprende el camino de la renuncia al mundo cuando ha cumplido con él y deja su familia criada atrás. Los maes­tros y grandes monjes japoneses tenían como transfondo con frecuencia una esposa eficaz y sumisa sobre cuya res­ponsabilidad recaían las labores del normal mantenimiento cotidiano. Ignoro su caso, pero en el mío no ha habido con­tradicción entre las diversas exigencias de la vida y de la labor intelectual. Fausto era desafortunado, y era pobre. No suele ser el caso, no en gente de valía. Fausto pudo tener juventud y conocimiento a la vez.

-¿Y qué hacemos con el Vacío, Ladzlo?

-En ello estoy, nunca mejor dicho. Para Buda en los fe­nómenos el vacío es la ausencia de identidad, y justamente esa ausencia permite el surgir y el devenir de las cosas.

Vera cerró los ojos como si se esforzara en lograr una imagen. Sólo al precio de esa terrible inexistencia, de esa impermanencia, se iba construyendo cada día una forma de ser. Había que ser algo, o convencerse de ello. Si no era así quedaba la puerta abierta a todas las expansiones de la mente, a la construcción estéril y laboriosa de un tejido de elecciones que, finalmente, se justificaba por sí mismo y no tenía claves. Cuánto más confortable acomodarse al cerrado recinto de las seguridades precocinadas, de la de-

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voción, la paternidad, el respeto conyugal, los exorcismos y la exhibición de trofeos.

-Es divertido. Estamos volviendo al Existencialismo, Ladzlo.

El ruso tenía los ojos enrojecidos y la atmósfera estaba turbia de fatiga y respiración. Vera insistió:

-Tal vez ese vacío se llame, en nuestra especie, libertad.

La noche se rompió como si fuese cristales.

Tal vez la primera grieta fue el gesto inesperado, torpe, fuera de lugar, de Ladzlo. Echó el brazo a Vera por los hom­bros cuando ella estaba inclinada buscando un bolígrafo en su bolsa para el ritual intercambio de direcciones antes de la separación. Ella se encontró entonces con los cinco dedos ocupando en abanico el bulto de su seno izquierdo mientras Ladzlo, en un tono semejante al de la oferta de bollos o té, le decía:

-Los raros encuentros deben festejarse y sellarse de la manera adecuada.

-¿Eh?

Vera se sintió sumergida en una profundidad abisal de cojines y corpulencia.

Emergió como un buceador que da un talonazo en el fondo.

-No voy a quedarme a pasar la noche aquí. No he pen­sado acostarme con usted.

-¿Que nunca lo pensó? ¡Vamos…! Lleva mucho tiempo dando largas a la conversación. Y ¿qué hay de malo? Es lo normal.

-¡Deje!

Una mano se estacionó en sus riñones y la otra comenzó a girar por ambos pechos a la altura del pezón.

-Ningún problema con los monjes. Puede usted irse, por ejemplo, dentro de una hora. Se encontrará mejor, se lo aseguro.

-¡Deje!

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Vera dio un codazo y se escurrió al otro extremo. Ladzlo parecía perplejo y de mal humor. Viendo que ella buscaba su bolsa y su chaqueta, se las indicó despectivamente y farfulló:

-¡Bah! Si quiere perder una oportunidad allá usted. Tam­poco crea que va a tener tantas. Le recuerdo que no puede llevarse ningún papel, menos todavía un libro.

-No había pensado llevarme absolutamente nada.

El ruso había hablado en el tono maquinal de quien hace lo que corresponde sin poner gran empeño en ello. Ahora, sin disimular su cansancio, se puso a prepararse para dormir, dirigiéndole una última observación.

-Viene de un país subdesarrollado. Le queda todavía mucho por viajar.

Y, mientras se desabotonaba la camisa de franela, añadió:

-Es tarde. Adiós y buenas noches.

Todo era muy rápido. Vera avanzó palpando en la penumbra hasta que el brazo de un muchacho rozó el suyo y la llevó a la puerta por donde entrara.

-¿Y Joma?

El muchacho indicó con el índice unas casas iluminadas con debilísimo resplandor.

-¿No vienes conmigo hasta abajo?

El muchacho negó con la cabeza sin decir una palabra. Era posible que no supiera inglés, y que se le prohibiera dejar por la noche el monasterio.

Vera realizó el descenso en una profunda oscuridad, a grandes zancadas por el pino sendero y con la impresión de animal inerme, sin guaridas y sin defensas. Se detuvo jadeante. En el llano perdería la perspectiva del leve resplandor y se encontraría vagando por una aldea dormida, acosada por los ladrillos de los innumerables perros sueltos. Tropezó con un muro bajo, de adobe. Alguien le hizo se­ñas; era una bandera de plegarias. Una puerta de madera y alambres parecía cerrar el paso del único camino. Palpó, evitando las púas, para hallar el postigo. Las enseñanzas

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zen se habían esfumado como la luz del atardecer y el vacío, que se prolongaba a lo alto en túneles innumerables y que componía el interior de su propio cuerpo, no se trans­mutaba en libertad sino en abandono.

Algo se aproximaba. Podía ser ganado, uno de aquellos grandes yaks, un yak insomne con sus largas lanas y cuernos. Venía deprisa. Era Joma, que dio un respiro cuando la vio.

-¡Apresúrese!, ¡tenemos que marcharnos! ¡Tiene que salir!

-¿Por qué, Joma?

-Los vigilantes no deben encontrarla. Subía a por usted. El ruso ya nos hizo saber, cuando sirvieron la cena, que de ninguna manera deseaba que usted se quedara allí.

-¿Eso dijo? Por la prohibición del monasterio, ¿no?

-No. La parte donde él habita se destinaba en principio a peregrinos, también mujeres. Es porque él no quería tener problemas. Paga mucho y existe un acuerdo.

Joma descendía mucho más rápido de lo que ella le podía seguir.

-Han surgido inconvenientes que no esperábamos -dijo el tibetano-. Deprisa.

La camioneta olía al heno del último cargamento. Los faros, singularmente débiles, daban a Vera la impresión de que avanzaba a ciegas y que en cualquier momento la montaña los envolvería en los surcos de sus falsos senderos. Se hizo un hueco para evitar ser desplazada de un lado a otro por los vaivenes. Aseguró su equipaje con las correas a una barra y se apretó con los brazos abiertos contra él y su textura familiar. Dentro estaba el paquete para Xei Wen, cuyo pensamiento barrió por unos instantes todos los otros y fue barrido a su vez por Wu y su cara menuda, nerviosa y asustada, por Clara, aislada y sola, en la que Vera veía una premonición de sí misma, por San-lu y Martín y Máximo y Bety, que formaban una larga cadena echándose la ma­no por el hombro, unidos por la frase de Rossa «Son como nosotros». El club no la incluía. Era la generación liberada de los años inconformistas, que había coreado alegremente

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nobles ideales y profundas estupideces protegida por la primera floración de la abundancia y por el rechazo del análisis de la realidad, la generación que soñó con comunas de leche y miel, mágicos sistemas de completa asistencia social con mínimo esfuerzo, hombres nuevos mucho más buenos que el de Rousseau, la generación petulante y temerosa que no había osado ofrecer sino complacencia y objetos a sus hijos, no tanto por amor sino por dejadez y miedo. Todavía, transcurridos muchos años, el club solía mirar con conmovida ternura la imagen de sus días pasados en la que se fundían las consignas proclamadas con la Edad de Oro de su juventud, inefables luchadores de la libertad, paladines contra el autoritarismo y la represión. Eso permitía ahora estar a favor de nada excepto de sí mismos, callar indefinidamente, temblar cuando se estropeaba el vídeo, esperar su puesto en la clientela, votar -cuando votaban- al PUS, que los representaba tan bien y que incluso, igual que ellos, guardaba la sigla S como la antigua trenka y el jersey de cuello alto que algunos conservaban en el baúl del desván.

¿El Tíbet? La situación, de puro irreal, parecía no existir. Vera estaba en la camioneta, en la oscuridad silenciosa, bamboleada y abandonada sin resistencia al movimiento a causa de la fatiga y el sueño. Ladzlo tenía razón. Existían enormes espacios de vacío y entre ellos agrupaciones inten­sas de materia, filamentos de memoria, pliegues, fruncidos, atajos en el tiempo, calas tibias de placer erótico, de goces pasados, bosques extintos de esperanzas. Su vida galopaba veloz, con cada momento que había sido, por el cosmos, posada en partículas de luz, brillante, sórdida y destinada a girar, deshacerse y rehacerse en el cubo infinito y cerrado de una voluntad incognoscible, soberbiamente indiferente.

Los brazos le dolían mucho, ya no sólo el izquierdo sino también el otro, y los hombros, como si fuera una avanzadilla que iba clavando sus banderas de la decadencia del cuerpo, que acotaba mes a mes su reducto, cada vez más estrecho, de movilidad. En la danza del sueño rostros conocidos se acercaban y le decían cosas. Un amigo de Máximo explicaba que Althusser hubiera asesinado a su mujer: había que tener en cuenta que era bastante mayor que él y

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además tenía muy mal carácter. Rossa proclamaba que ella era una trabajadora y una antiimperialista y que no pensaba pagar las deudas contraídas con la tarjeta de American Express. Alguien charlaba en voz baja con Martín sobre el reparto sindical de los fondos de una antigua mutualidad y pedía su porcentaje. El paisaje era un abanico ilimitado de mesas, una superficie continua salpicada de objetos: tazas mediadas de café con leche, platillos con restos de cortezas y sal, gotas de salsa, zumo y vinagre, ceniceros improvisa­dos y continuos naufragios de servilletas de papel; entre el humo, al final, un espejo. Acunada por su propio cansancio, Vera advirtió que, una vez más, a un paso del sueño se extendían las calles espesas de Madrid. Aferrada a su equipaje, se resistió a la corriente y buscó el oscuro pasadizo de la fatiga sin recuerdos.

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Encuentro

Nathan respiró al comprobar que frente a él se extendía únicamente la soledad, que las indicaciones del mapa británico de alta precisión correspondían al horizonte que abar­caban sus ojos y que ya no corría el peligro de encontrarse con buscadores de aventuras aficionados. No quería muchachitos recién destetados que emprenden su viaje iniciático con los ojos impasibles del habitual de los videojuegos. No quería estudiantes deportivos que piafaban en la ladera de un gigante montañoso. No quería sobre todo mujeres solas o inclasificables que en otros tiempos se hubieran tomado por misioneras de cualquier iglesia. Las relaciones con ellas nunca eran sanas. Nathan no quería estorbos.

Lo había conseguido, lo había conseguido tan plenamen­te que podía dirigirse con el reportaje directamente a Hong Kong y pasar allí unas merecidas vacaciones con Bárbara. Las pistas obtenidas en Sinkiang eran correctas: a espaldas de la distensión y a contracorriente de la opinión mundial, independiente de sus propias crisis, cambios, luchas intestinas del Buró Político e incertidumbres en la planificación económica, China estaba pisando a fondo el acelerador del armamento atómico, con prudencia en las pruebas detectables pero con una estrategia coordinada y vastísima que establecería una malla sin fallos a lo largo de la frontera no­roeste y sólo sería probada cuando el conjunto de la cadena estuviera listo.

Habría protestas internacionales, notas diplomáticas, algún tímido intento de embargo. Los nuevos señores de la guerra, los grandes jefes del Ejército, dejaban despectivamente disputar cláusulas y contratos a los burócratas de la capital. Ellos habían hecho su alianza, sobre el terreno,

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conscientes de esa maravillosa oportunidad que les ofrecía al fin la acelerada debilidad del gran vecino del norte. Iban a pasar a la primera fila de mando, a ocupar el lugar de la Unión Soviética en Asia. Para siempre.

El hombre que le guiaba y el informador estaban acuclillados a ras del suelo, ocres la piel y la ropa, como si se mimetizaran con el medio. Sí, había un campo de prisioneros cerca, y otro mucho mayor veinte kilómetros más atrás. Los presos hacían objetos como éste -y el hombre en la palma de la mano sostenía un lagarto de piedra rosa oscuro-que se exportaban a Occidente, pero su labor principal era la infraestructura de los silos y las bases, el hormigueo de camiones, tuberías, camuflajes, accesos, carreteras, barracones, repetidores. Se habían instalado sistemas de trans­misión de apoyo, en círculos concéntricos, hasta fundirse con los ordinarios centros locales.

Nathan dejaba los refinamientos del análisis político para el equipo de la revista. El sabía que estaba fabricándose una portada, de eso estaba seguro. ¡El relevo de la URSS en Asia, nada menos! China gozaba de mucha más impunidad y condescendencia mundial que aquéllas de las que había dispuesto jamás Moscú, y además poseía el rehén de Hong Kong: un recinto de mil kilómetros cuadrados y cinco millones y medio de seres humanos con cuya suerte negociar, mientras el reloj marcaba la cuenta atrás de su entrega a Pekín y Gran Bretaña, con tradicional hipocresía, subastaba sus pasaportes según el patrimonio per cápita.

Nathan miró el panorama desierto. Justo cuando se creía olvidar la carrera armamentista y la tensión de bloques, existía una cadena de instalaciones que, en su momento, marcaría mapas distintos y despertaría al mundo con el estruendo de una nueva frontera nuclear. Cuán ignorantes eran de ello, no sólo las fatigadas democracias, sino también las poblaciones chinas al este, al sur, los emprendedores hombres de negocios de Cantón y Shanghai, los banqueros que viajaban por las grandes ciudades, los empresarios de la costa, la imparable clase media y buena parte de los militares y civiles del Buró Político. Teóricamente la orden de

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activar los misiles debería proceder de Pekín. En realidad los jefes de las regiones militares de Sinkiang, de Chengdú, de donde dependía el Tíbet, estaban funcionando de una forma casi autónoma bajo el pretexto de una delegación de poderes justificada por las dificultades de comunicación, control y riesgo de sabotaje por los indígenas.

Los hombres fumaban junto al resto de los enormes bultos que habían cargado con increíble facilidad. Hubieron de llevar consigo toda la comida. Los animales salvajes y las plantas habían mermado o desaparecido. Quizás para dejar sitio a los nueve aeropuertos, las once estaciones de radar, la gran base balística al norte de Lhassa y las otras en Xizang, Nagchu, Amdohe y Gomo. Desde el Tíbet las ciudades soviéticas quedaban en el área de tiro. Moscú ya no estaba a siete mil sino a tres mil kilómetros, Delhi a cuatrocientos, y desde Sinkiang había la posibilidad de cortar Siberia en dos.

Se levantaron para la última etapa.

-¿Lo acordado?- dijo uno de los hombres.

-Lo acordado- reafirmó Nathan: contrato de trabajo, permiso de residencia en Canadá, más el dinero y los billetes de avión.

Asintieron. Antes de separarse, el guía le vendió el lagarto de piedra rosa.

En la sala donde la habían introducido -trastienda de un restaurante que era también almacén y negocio de ultramarinos- la decoración consistía en dos calendarios y un cromo grande, húmedo y sucio por los bordes que representaba una escena de la mitología local. Vera entretuvo la espera de Xei Wen, cuando todas las otras tácticas para engañar la impaciencia fallaron, mirando intensamente lo que reproducía la imagen: un ser superior alto, llameante y viril que ha acertado con su lanza en el corazón de una figura completamente desnuda, morbosa, blanca, tendida a sus pies en un éxtasis que puede ser de placer y de agonía, su pie rozando el tobillo del matador. La penetración del

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canto de San Juan de la Cruz, la viva llama del amor, el «acaba ya, si quieres», la tela rota del encuentro brutal y dulce. En la imagen el amado, aún no retirada la lanza, ya se va en dirección opuesta a la víctima, apartando nubes, a grandes pasos por el aire. Vera sintió la sangre, lejos de sus manos temblorosas y frías, concentrarse y hervir.

Tardaría. Sabía que él tardaría. Entonces vino un calor distinto, destructor, oscuro. No hacía falta desplazamiento en el espacio ni en el tiempo. El pasado revivía inalterable, con todo su poder, intacto. Se olvida el motivo del rencor, los lugares, las fechas y los rostros y queda, siempre presente, repetido por un implacable juego de espejos, proyectado hasta el último día, el rictus mezquino, el gesto, el tono, el daño, la vieja delación que había caído sobre Xei Wen, sobre ella, que había alcanzado sordamente a Wu. Era una sala como aquélla, pero repleta de la luz cruda del neón. Los responsables chinos, que anotaban sugerencias y objeciones y no aceptaban finalmente sino su plan inicial. Martín, que estaba entusiasmado por las perspectivas que le iba abrien­do su amistad con San-lu: el esbozo de proyectos de expor­tación extraordinariamente rentables por lo económico de la mano de obra china, los reportajes para cuya filmación presentaría a Máximo. Máximo, que se aburría y dibujaba en los márgenes del informe. Rossa, encantada ante la pre­visible renovación del contrato y la oferta de viajes por la costa. Los representantes de la unidad anunciaron la total imposibilidad de que los extranjeros visitaran el proceso de rehabilitación del Museo de Historia. Tampoco se realizarían las prometidas gestiones para facilitar el libre acceso de amigos y conocidos a las viviendas de los extranjeros y viceversa. Problemas burocráticos. Martín miró a Vera con indignación cuando ella intentó protestar, como si aquella mujer inoportuna pretendiera tirar piedras contra su felicidad colonial, pero no dijo nada. Levantó el brazo Máximo:

-Es, sin duda, conveniente que la compañera no presente sus relaciones… sentimentales con alguna persona del país disfrazadas de interés, que no compartimos, porque se mantengan compromisos pasados. Nada tenemos que ver con sus… motivaciones. Nosotros no podemos sino expresar a

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los responsables nuestro agradecimiento y satisfacción por sus atenciones. Por otra parte, no creo que las visitas que ella defiende sirvan para mejorar, en documentos que más tarde pueda ella elaborar, la imagen del país que nos acoge. Nuestras referencias de la compañera nos permiten dudarlo, e inquietarnos, al menos yo.

Máximo calló, se echó hacia atrás en el asiento y dirigió a Vera un gesto crispado y triunfal, recogió la mirada agradecida de los otros, previo la admiración de Bety. Máximo nunca se hubiera atrevido a enfrentarse con alguien con quien corriera un riesgo. Ahora disfrutaba de su inusitado acto, de la pequeña maldad y su vileza con las que había descubierto en su interior, vicario y tibio, una zona casi vecina del genuino entusiasmo y la pasión. Se sonrió y sonrió a sus amigos en una comunión instintiva en la defensa del próspero economato. Aquella mujer que se creía superior a ellos, que reclamaba, que molestaba, no podía atacarle, de eso estaba seguro, así que no tenía miedo. Por una vez, desde el tendido, Máximo jugó a la valentía, paladeó el desusado sonido de su voz en un enfrentamiento, y se dijo que, pese a su innato rechazo de cuanto conllevaba grandeza, había algo que se le asemejaba en ese momento breve de la delación y su goce, y estuvo orgulloso de ello. Vera vio el brillo en los ojos a su colega y también distinguió el fugaz resplandor de esa grandeza inversa, diminuta y sórdida que Máximo había alcanzado al fin.

Todo fue extremadamente rápido, los suaves burócratas se habían animado repentinamente y las decisiones llovieron con precisión mecánica: la notificación a altas horas de la madrugada, el coche que espera, el funcionario insomne, la firma. Luego el aislamiento, el elaborado cerco de aislamiento en el que el grupo de europeos la ignoraba para atraerse la consideración de las autoridades, los esfuerzos de Vera por tomar contacto con teléfonos sin respuesta, con interlocutores repentinamente ocupados, el temor y el remordimiento por Xei Wen, el silencio de Wu, el informe de derechos humanos. El informe. Y la salida, también de madrugada, los agentes de azul oscuro, la policía de gris, de añil, de negro, una mirada hacia las puertas cerradas de los

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vecinos, los mensajes aplastados en sus bolsillos, sin sobres, sin direcciones. El largo trayecto por el hilo gris del alba, hasta el aeropuerto, el humillante registro de tres horas, una habitación cubierta con sus papeles y objetos personales en los que revolvían conocidos y desconocidos, últimas llamadas para un vuelo, la lucha final para recuperar parte de sus pertenencias. El avión.

Xei Wen había entrado en la habitación. Era él, desasosegado, cauteloso, inconfundible. Vera sintió un vehemente deseo de cortarse las manos para que él no las viera, de esconder los secos presagios de la vejez, de podar de su cuerpo cuanto asfixiaba la imagen de años atrás, reconoció en la reserva inicial de Xei Wen el temor y el instintivo despego hacia la piel y el olor de los occidentales, «Los extranjeros oléis a vaca, a leche» recordó. Enseguida era él, neurótico, con una tripita y papada muy búdicas, afanoso, desastroso, locuaz, alegre, asustado.

-¡Has venido! ¡Qué coincidencia! ¿sabes? ¡Qué coincidencia! ¡Es un milagro!

Mientras, la llevaba hacia los taburetes, la sentaba a la mesa, pedía té:

-¿Te lo dijo? ¿Lo trajiste? ¿Quieres fumar?

Atropelladamente Xei Wen sacó un paquete arrugado de cigarrillos, derramó parte del azúcar sobre la mesa, que quedó ahí en un bloque marrón, apretó una y otra vez las manos de la extranjera. Vera sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y cogió un pitillo.

-Urriel me lo dijo. Lo traje, y algunas cosas más que puedes quedarte si las necesitas. ¿Por qué encontrarnos te parece coincidencia?

-Porque iré pronto a Pekín en las vacaciones anuales de verano. También mi mujer. Tengo contactos preparados con gente importante. Lo que traes los inclinará a mi favor. Es posible que Lin y yo nos quedemos ya para siempre, ambos en Pekín.

-O sea, que podíamos habernos encontrado allí, fácilmente.

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-No, no. Parte de esto servirá aquí, y en la dirección provincial. Además, me era imposible prever. Ni siquiera las vacaciones anuales son seguras. Tuve mucha suerte de transmitir el mensaje. Has venido. Tú eres capaz de hacer estas cosas. -La miró sin soltarle las manos, los brazos-. Tantos años, Vera.

Vera venció la cabeza, apoyó la frente en un pecho cuyo olor todavía conocía bien, los labios tirantes por la expectativa de un beso. Pero él ya miraba ansioso a su equipaje y a la puerta. Se levantó y fue hacia la mochila, Xei Wen tras ella. Desanudó las correas, fue dejando los objetos por tierra, hasta que extrajo el paquete envuelto en telas y plástico. El muslo de Xei Wen rozaba su espalda, durante unos instantes sintió el sexo de él animarse con calor, a través de las telas, contra su piel. Enseguida volvió a la normalidad y a la premura. Deshicieron el envoltorio, que olía a distancia y humedad. En sus fundas de hule, las tarjetas de crédito, los cheques de viaje, las fotocopias, el delgado fajo de dólares en billetes grandes y, en su plástico precintado y brillante, las revistas pornográficas, que Xei Wen extrajo y contó. Examinaba el material con aire mercantil pero deteniéndose de cuando en cuando en la cosecha de nalgas, pezones, lenguas voraces y contorsiones variadas. Luego miró a Vera, que había encendido otro cigarrillo y reía sardónica.

-¿De qué te ríes?

-Nada. Cosas mías. Balance revolucionario. Es muy divertido.

-Estas revistas se aprecian mucho -explicó Xei Wen-. Hay tantos hombres solos… Es comprensible. Me ayudarán a convencer a personas influyentes. -Dudó— ¿Te molesta?

-¿Molestarme? Mientras os sirva para vivir normalmente… Como si quieres pedirme un surtido de reliquias o el catálogo de Disneylandia.

-¿Qué?

Pero Vera se sentía degradada: había pasado de la serie negra -crímenes y espionaje- a la serie rosa. Como siempre,

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el material caprichoso de los días no permitía que se escribieran en ellos grandes palabras y apasionantes relatos; sólo notas de viaje desmentidas de una página a otra. Cambió de tema:

-¿Para qué son las fotocopias de las tarjetas y los cheques?

-Para que las entregues en Chengdú, junto con mi carta, de la forma que te voy a explicar.

Vera asentía a todo, mientras Xei Wen revisaba pliego, sobre e instrucciones y le proporcionaba, en inglés y en chino, la dirección de contacto y la fecha y lugar de un posible encuentro en Pekín.

-¿Cómo está tu mujer? ¿Habéis podido estar algún tiempo juntos? ¿O también recurres a las revistas?… Disculpa.

Xei We las iba colocando en su plástico. Sonrió a Vera sin acritud al responder.

-Pasamos doce años de noviazgo, destinados en lugares distantes, escribiéndonos, reeducándonos en comunas, como decía Mao; luego simplemente traídos y llevados a distintas unidades de trabajo, como ganado que se trans­porta. Cuando nos casamos ella tenía treinta años y yo treinta y cuatro. No habíamos tenido hasta entonces ninguna relación sexual, ni entre nosotros ni, plenamente, con nadie. -No miraba a Vera-. Después de casarnos continuamos viéndonos sólo los días anuales de vacaciones. Hace más de ocho años. Dos, tres semanas al año, un mes máximo.

-Xei Wen, ¿necesitarás más revistas? ¿Qué puedo mandarte que sirva de soborno? -preguntó Vera. Sintió no haberle besado. Como sucedáneo. Se avergonzó de su mundo de ricos.

Él se sintió en la obligación de interesarse por la vida de ella, por sus afectos, y fue penoso, amargo para Vera. Porque el amor es una alquimia insobornable y nada valían las evocaciones de sombras. Luego le preguntó:

-¿Qué haces aquí? ¿Por qué os han mandado a esta colonia? ¿No te recuerda a lo que criticabais en los norteamericanos en Vietnam?

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Él la miró con sorpresa. China traía el progreso a los tibetanos, la limpieza, la civilización y las carreteras. De todas formas él no conocía apenas el país, raramente abandonaba el asentamiento, su trabajo en la radio era puramente técnico, sin relación con los soldados excepto en el hecho de que todo el Tíbet era territorio estratégico y militar.

-Te he traído un pequeño recuerdo. Lo que pude encontrar.

Ofreció a Vera un envoltorio. En la pulida superficie de una piedra granate estaba tallada una rama de cerezo y unos versos.

-Gracias. No es tibetano, ¿quién lo hace?

-No sé. Creo que en los campos, los presos. En todos los países los presos hacen cosas ¿no? -consultó su reloj-. Tengo que volver. Nos veremos en Pekín. Gracias, ¡gracias! -la abrazó.

-Que tengas mucha suerte. Hasta la vista. ¡Suerte!

Xei Wen salió, Mientras esperaba que vinieran a buscarla, Vera acarició y guardó la talla granate. Sentada a la mesa, observó que el agua derramada sobre el tablero había socavado y disuelto el azúcar morena. Con los ojos cerrados, persiguió las evasivas imágenes de Xei Wen y de su amor, sus partículas dispersadas hacía tiempo por la presión continua de la realidad, unidas tan sólo, en ella, por filamentos absurdos de ternura, tan persistentes como el dolor. Algo le decía adiós y rechazaba el hasta luego. Empujó con la uña el resto del azúcar. Se rió de sí misma, de la desproporción, pequeñez, casi hilaridad de las grandes aventuras que cree­mos cósmicas. Imaginó a Xei Wen imitando las reglas de un juego canalla sin serlo. Le deseó suerte.

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Cometas versus banderas

Ocurre que el absurdo desborda en ocasiones sus recipientes ordinarios, reparte su leche derramada por las más imprevistas superficies y huecos de la supuesta realidad. Tras el fallido Gran Reencuentro y el teatro de sombras de templos y rostros, el último recuerdo del Tíbet estaba destinado a ser ése: el aeropuerto de una guerra mucho más fría que la de «Casablanca», militar, raso, hostil, a ochenta kilómetros de Lhassa, con infinitos controles de policías sin sonrisa, cuadernos, tizas, pizarras, una azafata descolorida y hermética y nada que estrechar tiernamente sino el equipaje de mano. Los viajeros aguardan, agrupados en la pista misma, al avión, que llega sobre sus cabezas, aterriza a unos metros, descarga y carga a los nuevos pasajeros. Inverosímiles, un grupo de recién llegados turistas japoneses atraviesa la pista andando lentísimamente, en un ejercicio especial de relajación que los rudos occidentales observan con incrédula hilaridad.

Chengdú. La puerta hacia el sur, y el espesor alarmante de seres humanos, plantas, ruidos, todos en una sopa casi insufrible de color y vapor de agua, atravesada por el oleaje regular del menguante y terrible creciente de las cigarras. Cantan a coro con alternancia de sismógrafo, y se lanzan juntas, a la vez a un paroxismo que casi infunde temor, por lo implacable y porque parece desconocer límite.

La rica Setzchuan, cuna de Deng Xiao Ping, la ciudad que fue maravillosa antes de que la Revolución Cultural arrasara sus antiguos palacios, repleta de viajeros y mercancías, acostumbrada al buen vivir de los restaurantes de cocina deliciosa y las casas de té, con un escalofriante y compacto latido de ciclistas.

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Por la resquebrajada trama del sistema comunista Vera veía surgir atropellada a la Chengdú comerciante, ávida de mercancías extranjeras, cuya anónima modernidad miraban con ojos tristes y acusadores los visitantes de ultramar. La gente vestía a la moda occidental, pero era sorprendente como aquellos cuerpos que se permitían todas las audacias del nylon, las transparencias, minifalda, medias pese al calor tórrido, trajes abiertos hasta el muslo, no resultaban eróticos. Quizás la piel blanca, lampiña, amarillenta, como fría, anulaba el deseo. Lo cierto era que los sostenes y bragas que se transparentaban netamente bajo las telas inspiraban bien poca lascivia. Podía deberse al caer sin gracia de la ropa, a la manera de andar y de levantarse las faldas sin rebozo en posturas propias de pantalones, exhibiendo en cuclillas los muslos para ahuyentar el calor. Vera se sintió sumergida en una blanda procesión de maniquíes evasivos con calcetines blancos y pamelas de color. Recordó que Occidente, deslumbrado por el mercado potencial de mil millones de compradores, había otorgado al Gobierno chino la impuni­dad y hecho oídos sordos ante los informes sobre derechos humanos. Para descubrir, pasada la euforia, que el fabuloso mercado era una ilusión porque los individuos carecían de poder adquisitivo. En la capital de Setzchuan todavía se alzaba una de esas gigantescas estatuas de Mao que parecen dirigir el tráfico, pero bajo la mirada cegada por el cemento del antiguo dictador la multitud iba a sus asuntos.

Chengdú. Un restaurante en cuyos salones reservados -limpios, luego extremadamente caros- un hombre grueso, impecable en su traje azul marino, la espera. Salsas picantes, cerdo, un plato de langostinos con bambú. Vera cumplió su misión y llegó a Pekín cuando era el tiempo de tormentas.

El primer día no salió del hotel y recuperó fuerzas co­mo un animal que se lame. Afuera el viento huracanado, la violencia de la lluvia. El hotel era uno de los muchos cu­bos de alojamientos baratos que sortean la prohibición de hacer pagar en moneda fuerte a los extranjeros. Sus callejones inmediatos hervían de cambistas de mercado negro, de estafas y pequeños hurtos. La televisión ofrecía películas

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con historias horriblemente edificantes y noticias descafeinadas bañadas en modernidad. La actualidad incluía una lectura de sentencia a condenados que escuchaban en pie, maniatados y con la cabeza gacha. Uno reacio a mostrar el gesto de humilde abatimiento ritual es alejado de la cámara por el soldado que sostiene brutalmente firmes a cada reo. El happy end muestra impecables, e inexistentes, servicios públicos en China, se ha inaugurado el nuevo hotel Shangri-la, y otros, todo bloques: con más o menos metal, cristal o cemento pero sin gracia, hay Sheraton, el capital norteamericano es el mayor inversor extranjero en el país, el inglés ha desbancado al aprendizaje de todas las demás lenguas. Si hay un dios, es el viejo y sonriente dios chino de la abundancia.

-Necesito dinero. Se lo devolveré en cuanto vuelva, de la forma en que usted me diga.

-No hay prisa. Cuando vaya arreglaremos eso y habrá tiempo para charlar. -El padre Urriel la miraba sin excesiva sorpresa. Vera pensó que no le había sentado bien la estancia en España. Recordó la referencia a enfermedades familiares y también que Antón Urriel sentía una aversión casi física por las exaltaciones nacionalistas e incluso había citado una vez la frase de Borges sobre que la única apor­tación de los vascos a la Historia de la Civilización eran las técnicas de ordeño de vacas, y añadía:

-En lo cual Borges es injusto. Hay que añadir el arrastre y levantamiento de piedras y el corte de troncos.

Mientras Urriel preguntaba si ese dinero le bastaría, Vera calculó lo necesario para el cambio del billete de avión de vuelta, puesto que debía prolongar su estancia en espera de las citas. Añadió hotel y un generoso plus de regalos de despedida, incluyendo alguno para sí.

-¿Cómo no ha logrado que le paguen los viajes y las dietas? -inquirió Urriel sardónico-. Aprenda de sus antiguos colegas, que estuvieron hace poco por la Embajada con una

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comisión de negocios mixta. Martín se ha nombrado representante de un grupo y asesor de otro, algo sobre exportación de tallas orientales. Las técnicas de marketing, a fin de cuentas, sirven para los procesos ideológicos y para las ventas por igual.

-No me reproche -se defendió Vera sintiéndose mal vestida, sablista y miserable-. Es un proceso de decantación natural en algunas especies biológicas que se complementan a la perfección con ciertos hábitats. Observo que sus juicios no parecen guiados por la caridad evangélica.

-¿Juicios yo? ¡En absoluto! -puntualizó Urriel-. Lo único que me parece realmente imperdonable en Martín es su pavoroso gusto en la elección de camisas de seda. Por lo demás, ha hecho gran amistad con Sin Novedad en la Frente.

Sin Novedad en la Frente era el asesor especial enviado por el Gobierno y el apodo se debía a su infalible incompetencia en asuntos de Extremo Oriente.

Cambiaron de tono.

-¿Sabe que se habló de Wu, al que incluso se acusó de filtración de datos estratégicos a un periodista norteamericano? -los ojitos de Urriel, muy cansados tras las gafas, la miraban de forma desacostumbradamente directa, movibles y alzados de repente de la mesa y sus papeles. Vera no dijo nada. El siguió. -Hubo el escándalo habitual en las pequeñas aguas de la colonia. El periodista fue llamado al Ministerio de Asuntos Exteriores pero finalmente no se le expulsó. Hacía tiempo que estaban encima de Wu; lo aprovecharon para el consabido montaje de espías. Después dejó de vérselo.

-¿Han sabido algo de él?

-Supimos que murió -cortó un gesto indignado de Vera-; murió de cáncer. ¿Recuerda a aquel amigo suyo, Kao? Es un cineasta bastante conocido actualmente. Trabaja en los estudios de Xi’An. El se refirió al asunto de Wu, velada-mente, en cierta ocasión. Llevaba tiempo enfermo y sabía la naturaleza de su enfermedad. Wu se mostró muy activo en los últimos meses. Nadie lo hubiera dicho, se le tenía por un hombre extremadamente apocado.

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Vera continuó callada mientras Urriel saltaba a otro tema y la sorprendía con la noticia de que Clara, muy anciana, aún residía en Pekín; le daba la dirección por si quería verla.

Vera salió a la calle, bochornosa y tórrida, pensando en Wu. Tenía una clara idea de los datos estratégicos que el intérprete había puesto tanto empeño en filtrar: largas listas, molestas por su concreta precisión, de violaciones de derechos humanos, e imaginaba con nitidez la reunión de los Martines y los Máximos, primero, tiempo atrás, abominando a los que daban carnaza a la CIA y al imperialismo americano. Años más tarde, muellemente instalados en torno a la pureza de un disco compacto (que era la única pureza bien vista), les veía de nuevo rechazando con postmoderno desdén lo que calificaban de reminiscencia de las campañas misioneras del Dómund, mientras aportaban su óbolo del todo vale si nos sirve a unos líderes que no pedían bandera mejor ni vasallos más dóciles. E imaginaba a Wu, endeble y raído, casi siempre asustado, lanzado insensiblemente a defender un bienestar que no era ya sólo el suyo propio, que no sería el suyo jamás, por un impulso ético más fuerte que su miedo, un impulso solidario que -Wu lo ignoraba- había dejado de estar de moda en Occidente.

Clara vivía ahora en un apartamento a ras del suelo, con unos metros de jardín. No mostró extrañeza y menos excitación ante la visita. Su tiempo se había reducido a la dimensión peculiar de los ancianos: una cadena de cimas de vívidos recuerdos que sobresalían de la bruma de años indiferentes y un horizonte preciso de su infancia y su juventud. Andaba lo mínimo y estaba enferma con una obesidad per­versa y mal distribuida. Quedaban los ojos, sobrenadando el naufragio, puntos de un brillo azulado en los que había venido a concentrarse la energía total de la mujer. Se había instalado en un país propio que era su piso, ni en China ni en Estados Unidos ni en Polonia. La atendía una seño­ra mayor y otra se ocupaba de la cocina y las compras. Clara continuaba haciendo traducciones y había logrado aquella especie de retiro a la medida de sus posibilidades

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y su soledad, más seguro que Nueva York frente al acelerado abandono físico. En su mesa no había fotos pero sí plantas, pequeños tiestos, esquejes, flores, ramilletes secos. Y pilas de estudios críticos sobre Historia y Literatura que, entonces advirtió Vera, probablemente no había publicado jamás.

-¿Pasa usted por París, Vera? Le hubiera dado una cosa para Maurice. Puso un comercio en el local que le dejó su padre. Le va bien. Me escribe a veces. Maurice, ¿recuerda? Un chico muy simpático, agradable, inteligente sin excesos. De habernos conocido en mejores épocas, quiero decir dentro de quinientos, o cinco mil años, quizás hubiera pedido su mano para que me acompañase y me amase en el asentamiento definitivo al final de la madurez. Como la doncella que calentaba alegremente la cama del rey David en su vejez. Pero para la inversión adecuada de géneros hubiera tenido tanto que esperar… ¿quinientos años? No, no senté cabeza y pedí su mano, no la pedí.

Y Clara sonreía y hablaba, largamente, ahora que había comenzado a hablar. Las palabras salían sorteando las arterias endurecidas, los cartílagos rígidos, el oído espeso y la córnea turbia, salían entre los tejidos cubiertos del moho de pasillos construidos hacía décadas y entre los coágulos cansados de la sangre. Las palabras salían victoriosas, finalmente libres de materia, dotadas de una juventud intemporal.

Vera supo que no había conocido a Clara pero que hubiera deseado conocerla.

Compró regalos; también para Xei Wen. Visitó monumentos de los alrededores. Al aproximarse las fechas adecuadas intentó cada día, sin éxito, el contacto acordado y comenzó a temer que todo hubiera salido mal. La imagen de Clara era recurrente, había dado en visitarla y, privada de sus palabras, la llenaba de especial pavor. «Voy a ser como Clara», se decía, «Voy a ser como Clara; y eso en el mejor de los casos». Sí. En un estrecho plazo de fechas perfectamente calculables y limitadas, sería como Clara, se convertiría en ese cotidiano monstruo que es un ser anciano,

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en ese doble monstruo que es una anciana mujer. Delgada u obesa, sería como Clara, semejante en su soledad, en la nulidad de una vida que se resuelve en pura pérdida. Y, como ella, alargaría la mano hacia la mano pagada por hora de cuidado doméstico, procurada con su dinero si es que lo tenía. Como quien ingiere un analgésico, decidió visitar de nuevo el Templo del Cielo.

El día fue de esos esplendores que regala a veces la vida como un inesperado y corto amor, un día que, bañado por la tempestad del precedente, amaneció radiante. El parque del templo era todo luz, árboles espesos, copas de hojas verdes tiernas que se duplicaban en los charcos, paseos frondosos cubiertos de jugosa hierba, vibración de la vida en los tonos variados de las ramas, paz y una insospechada limpieza. Uno de esos días en que nace un mundo nuevo.

«Voy a ser como Clara» -se decía Vera-. «Es un engaño. Enseguida voy a ser como Clara».

El Templo del Cielo era de una belleza implacable, tan emparentado en efecto con la bóveda celeste, tan clavado en el gozne de su triple tejado azul añil como la juntura misma del cielo y de la tierra, con el calendario perfecto, armonioso, de las losas del altar de los sacrificios y los pabellones semejantes a esos paraísos sobre diminutas nubes rizadas que reproducen los tapices.

«Seré como Clara. Es piedra, no es cierto. Yo seré como Clara. Sin luz, sin árboles. No habrá nada más».

Y desde lejos observó a la gente que descifraba las inscripciones y probaba el eco. La gente, que había guardado, con una habilidad previsora que a ella le escapaba, el viático para la ruta hacia la vejez. Esperó al sol, como una especie de venganza, a que él también se pusiera, a que, desde su zenit, hubiera de deslizarse hacia el ocaso. Pensó en los muchos soles que se habían ido poniendo, perseguidos y admirados cada uno en un cielo cálido en el que, junto a la esperanza, tuvieron cabida. El gran dios sol que descansaba en un mausoleo, en la plaza de Tien An Men, los otros soles más modestos, que hubieran calentado su corazón: la taza de café, la mano, los labios, ah, el jugo de los labios,

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la salida gloriosa del mejor de los soles: la mirada de ternura hallada al amanecer sobre la otra almohada. Tendida en el parque del Templo del Cielo, alzó el rostro hacia ese sol entre cuyas plumas de oro el otoño había asestado ya su primera punzada. Esperaría dos semanas más a Xei Wen.

Nathan exultaba de gozo. Había enviado a su revista las primicias del mejor reportaje de su vida, mantenido una interesante conversación con el agregado comercial de su embajada y escuchado por teléfono a Bárbara, que se reuniría con él en Hong Kong. Había encontrado, además, en las tiendas de anticuarios, una pipa espléndida para su colección. Sorteó los ciclistas. Señal indudable del cambio de los tiempos, las parejas chinas multiplicaban, al ritmo veloz y gemelo de sus bicicletas, los gestos de afecto. Dentro de poco serían capaces de hacer sobre ellas hasta el amor, como en los coches de las películas americanas de los años cincuenta que los peatones contemplaban envidiosos en la pantalla. En esos momentos Bárbara estaría planeando comprarse ropa, cogiendo hora para la peluquería. Procuraría sorprenderle con un cambio que podía ir del platino al bronce. La imaginaba en el aeropuerto, con sus tacones y un vestido claro que habría tardado largo tiempo en escoger, el maquillaje retocado diez minutos antes de aterrizar el avión y todavía frescas las gotas del perfume comprado en la tienda libre de impuestos. A Nathan le gustaba esa elaborada preparación de Bárbara. De rechazo, le hacía además sentirse él mismo especialmente seguro y libre. Así se encaminó para un merecido descanso en el hotel, con las pisadas largas de sus mocasines de tela y la ropa de algodón, fresca y holgada, oreada por una ligera brisa. Y así, en esa tranquila euforia que sentía desde que había anunciado la posesión del reportaje, su pelo y su rostro, contemplados en el espejo, le parecieron fuertes, reposados y atractivos. Nada más quedaba por hacer. Bárbara se preparaba y lo esperaba.

Con encomiable frivolidad Vera dudó entre visitar el mausoleo de Mao o ir a comprarse un sostén de seda. Lo

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mejor era probablemente hacer como los chinos y optar por el olvido y el consumo, hundirse en el zoco de tenderetes perpendicular a la acera desierta y regatear ásperamente con los últimos representantes de las largas caravanas que habían cruzado durante siglos Asia central. Quién sabía si en la conservación de la momia de Mao Tse-tung no había existido el cálculo económico de un inteligente aprovechamiento; quién sabía si, más que a razones políticas, la instalación tenía por finalidad crear una rentable atracción con la visita al embalsamado emperador.

Finalmente se sumó a la larga cola y entró en el Mausoleo. Iluminada por una extraña lámpara amarilla, la cara de la momia parecía una máscara de oro faraónica. La pirámide era de modestas proporciones. Vera miró al difunto Presidente diciendo para sí «Yo estoy viva y tú estás muerto y está bien que estés muerto, bien muerto». La máscara dorada, única parte del cuerpo que asomaba bajo la bandera, era el rostro del hombre que se hizo aclamar por un millón de jóvenes fanáticos, que se hizo llorar por otros mi­llones, que se irguió sobre tantas silenciosas lágrimas de los muertos. En algún lugar quedaba el otro hombre, el Mao estratega, el líder campesino, el alto muchacho del norte, de inflexibles ideales, todo voluntad. Quedaba invisible y enterrado en el tibio limo de la China hambrienta y humillada en cuya defensa se alzó. Hasta convertirse en un dios.

Pero el emperador de la última rebelión campesina, el emperador de grandes, y letales, sueños unificadores bajo un pensamiento exclusivo no ha sido sepultado, como su lejano homólogo Shih Huang-ti, en un universo en miniatura. En la sala del mausoleo hay como fondo una pintura de las montañas de Kueilín, no mares de mercurio y cielos de joyas. Mao ya no ha podido reproducir un millón de estatuas tamaño natural de guardias rojos, ni los tanques y los nuevos misiles, su emperatriz viuda se hundió en las luchas del serrallo y sus concubinas sin duda languidecen en oscuros departamentos. A semejanza, sin embargo, de Huang-ti, los sabios fueron enterrados vivos y quemados los libros. Lo más característico de la herencia de Mao es el vacío cultural que deja, ese olvido vegetal que navega en los ojos de la

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población por los que desfilan anuncios de consumo con la misma facilidad que hace poco las consignas políticas.

Vera salió al exterior con el alivio que da finalizar las visitas, por breves que éstas sean, al reino de los muertos. Al otro lado de la plaza estaba el verdadero enemigo de Mao, la Biblioteca, que comenzaba tímidamente a abrir sus secciones, miraba al Mausoleo y simplemente esperaba, cobijaba a los volúmenes que llevaban esperando tantos años y era la auténtica barricada contra la idea única de poder. La indiferente calma de la calle no era cierta. Si los muchachos que estaban leyendo en la Biblioteca decidían un día salir a la plaza para reclamar esa libertad sutilmente repartida en miles de páginas, cada losa de Tien An Men se transformaría en un soldado, cada inocuo vigilante en un policía con armas. Los aplastarían con el silencioso beneplácito de la masa campesina y aguardarían simplemente a que se apagase el lejano zumbido de Occidente, engolosinado con la miel del vasto mercado futuro. Era muy fácil llamar democracia a cualquier decisión multitudinaria, cualesquiera que fuesen la circunstancias. Por eso Europa había optado, durante aquel siglo, por beber largos tragos del vino que aleja de la Razón, por el vitalismo, la Parusía laica y la magia de los ritos, por el consenso de clientelas a guisa de votaciones y la extática adoración a la sopa popular y al buen salvaje. No se podía engañar a la Razón. Se pagaba caro.

Pero la razón era un proceso frío, solitario, trabajoso; un largo pasillo de descarnados espejos. Ese era el precio. Y era alto. Sentada frente a la aparente paz de Tien An Men, la Puerta de la Paz Celeste, cruzada por esos seres que era cada uno lo peor y lo mejor y que eran su especie, Vera sintió el resquemor de una pasada y enorme estupidez, no por bienintencionada menos culpable. Se levantó cansada y con un duro, insoluble bloque de tensa espera suspendido bajo sus pulmones, como si el corazón fuera un puño que apretase un cariño solidario e irremediable.

El mensaje estaba ahí. Dio vueltas al papel. Anotó cuidadosamente el lugar y la hora en su agenda, en su mapa.

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Lo borró a continuación de la agenda. Metió el papel doblado en el fondo del bolsillo. «Lo ha logrado», se dijo, «lo ha logrado. Ha venido. Vamos a vernos dentro de unas horas. Los dos. Con calma».

Repentinamente los grandes abstractos se esfumaron, y con ellos edificios, avenidas y monumentos. Su propio cuerpo se partió a lo largo, como una cáscara, y Vera se encontró con un tierno interior expuesto a las miradas y zarandeado por todas las emociones. La costra antigua había arrastrado esos lustros, la irrelevante sucesión de calendarios que transformaban en una materia seca y estriada su piel. Vera corrió a las duchas y estudió, sin esperanzas, la masa mortecina y lacia de su cabello mientras acuñaba un nuevo padrenuestro: «Y permíteme gustar con mis años y mis canas, y no me obligues a encerrarme en nylon y tirantes y estrecheces, líbrame de los equilibrios en coturnos finos y de la obligación de pintarme para la guerra. Apártame del travestido hacia el que las duras leyes me empujan. Y así, oh, aun así, pemíteme gustar». Desenrolló amorosamente una larga, incorpórea falda de seda y dejó a la dulzura de la tela y al leve aroma de sándalo de un perfume servir a las exigencias de su femineidad.

Las calles en torno a Chianmen eran el mejor lugar para encontrarse con un extranjero. El estrecho espacio hervía de ciclistas, peatones, ruidos, algún vehículo de cuatro ruedas por las zonas más anchas, tenderetes que habían proliferado como hongos, y la clientela que entraba y salía continuamente de tiendas y restaurantes. Junto a uno de ellos, Lin recomponía los pliegues de su vestido estampado con flores pequeñitas y cuello de encaje y esperaba. No cabían excesivas posibilidades de error pero aun así reconvenía mentalmente a su marido por no prever en los importantes asuntos que se le habían acumulado un hueco para el encuentro, agradecimiento y despedida de la amiga extranjera. Era cierto que todo había sido demasiado rápido, tanto que todavía no había tenido tiempo de sentir su felicidad. Quedarse definitivamente en Pekín. Volver siempre que lo deseara a Chianmen, tan ligado a los recuerdos

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de su infancia (recordó a su padre, con una punzada). Estar juntos, Xei Wen, ella, su hija.

Vera supo desde los primeros momentos -en realidad lo había sabido antes, mucho antes- que Xei Wen no acudiría a la improbable cita que vagamente esbozaba en la nota que le alargó, sobre la mesa del restaurante, su mujer, que las cartas anunciadas no llegarían, como había ocurrido con las supuestas cartas anteriores. Supo que él se movía con una actividad febril entre gente importante, que no iría a despedirla y que probablemente no le volvería a ver. La mente de él era como un vasto escenario de ópera china: a veces sólo su figura lanzando llamadas agudas y desesperadas, diciendo frases conmovedoras y melodramáticas en las que pedía ayuda a Vera, En otras ocasiones, como aquélla, era un espacio lleno de personajes que se disputaban el primer plano -y entre los que, por supuesto, la extranjera no ocupaba ningún lugar-: mandarines del Partido, de las instituciones, de los nacientes negocios, jefes militares, expertos en radiodifusión, amigos de infancia a los que la marea baja del régimen iba redistribuyendo en puestos urbanos. La música era toda los fuertes y permanentes instrumentos familiares, su hija, los viejos parientes que aún vivían. En escasos segundos de intervalo, entre el gong y el ataque de la orquesta, se percibían quizás, algunas veces, las notas pálidas de la extranjera, su imagen que afloraba en ocasiones del espacio incoloro y mal iluminado del recuerdo. Xei Wen era el mismo que había gritado «¡Por fin!» echándola sobre una cama cubierta de una colcha índigo cuyo tinte manchaba la piel, pero habían pasado muchos años.

Vera miró a la mujer de Xei Wen. Era delgada y esbelta, con finas arrugas y aspecto de bondad e inteligencia, ojos dulces y maneras suaves. Lin le había cogido la mano y dicho con su inglés muy lento cortado a veces por un chino que Vera se esforzaba también en utilizar:

-Le agradezco mucho todo lo que hizo ahora. Y pienso que fue usted muy valiente hace años, en lo de entonces.

Ella desconocía la relación de su marido con la extranjera; al menos eso aseguró él. Vera se alegró de no haberse

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acostado con Xei Wen durante el fallido Gran Reencuentro. Era probablemente la suya una castidad, como la mayoría de las castidades, obligatoria, pero algo se había extinguido definitivamente en ella nada más ver a Lin, que le mostraba el retrato de su hija y la trataba como a una amiga. La niña era muy bella; habría sido concebida en una de las apresuradas visitas anuales. Tenía rasgos de Xei Wen, suavizados por la dulzura esbelta de la madre.

Lin se empeñó en pagar la cuenta, cuyo importe inquietaba a Vera en previsión de los magros ingresos de su anfitriona y de la ajada pero perceptible distinción del restaurante. El local era antiguo, con maravillosas sillas de época incrustadas de madreperla y caligrafías en los muros. Habían compartido una botella de cerveza, que ponía color en los pómulos de la mujer de Xei Wen y le había hecho desabrocharse, cosa inusitada en otras épocas, el primer botón de su cuellecito de encaje artificial. Estaba visiblemente apurada y explicó a Vera que debía hacer varios recados urgentes pero deseaba que se encontraran para despedirse al caer la tarde. Su marido tenía que desplazarse fuera de la capital para una entrevista. Ella se ocupaba de su hija, de sus suegros y de múltiples gestiones.

Fijaron un punto y una hora, en Tien An Men. Los guerreros, se dijo Vera, incluso los guerreros más versátiles y apocados como Xei Wen, solían encontrar dulces reposos, que les permitían reservar su energía para batallas extramuros. La vida era ciertamente otra cuando se disponía al alcance de la mano de la suave y enérgica mano de Lin, pensó mientras la veía alejarse.

¿Y ella ahora? La calle era un tubo de calor, viandantes y aguas fétidas, zigzagueo de bicicletas y suelo resbaladizo con frutas y hojas de col. La mano no le respondió, dolorosamente, al agarrarse a un borde al cruzar. La extinta llamita de ilusión de la definitiva ausencia de Xei Wen no era esencial y sí previsible, pero su desaparición revelaba un panorama de extrema pobreza afectiva, una habitación desangelada, de mobiliario escaso y antiguos recuerdos, al fondo de la cual una puerta conducía a la misma pero más deteriorada habitación. No había ganado sus guerras en la

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mesa de trabajo ni en los proyectos y el botín se reducía a un escaso pasar, suficiente tan sólo para reproducir la semejanza de los días; no había alcanzado la indiferencia que permite realmente poseer ni el desvalimiento que, sabiamente administrado, proporcionaba la ilusión de dominar. Si se desmayaba no caería en unos brazos sino irremisiblemente en las hojas de col.

Examinó la nerviosa nota de Xei Wen, redactada en un estilo complicado y rebosante de alusiones: Indecisión, ditirambos, llamadas indirectas a la libertad, veladas peticiones de ayuda futura desde el exterior. La había utilizado y la volvería quizás a utilizar. No podía reprochárselo. Ella desconocía los límites del control sobre las acciones de Xei Wen, el contenido de esa ficha de su amigo en la que lentamente, como Dios, los burócratas iban escribiendo su vida. Probablemente él también pertenecía ahora a la cadena de los que a su vez escribían fichas. Vera miró a su alrededor. Quizás bajo la capa de nylon y dinero fácil del mercado negro existía una frontera de hierro tan poderosa como en los tiempos de la momia con rostro pintado de dorada purpurina por la luz. No cabía rencor, sino seguir mandándoles libros, como botellas en el mar, en el desolado mar de cemento de la inhumana plaza de Tien An Men.

El problema del suicida suele ser normalmente la falta de práctica. Sin estridencias, Vera se planteó la inoportunidad de vivir los flecos de una vida privada del amor que mueve el orbe y de la sombra de árboles que correspondieron a otros caminos, en la que no restaba sino la materia inútil y acida del pensamiento y la perspectiva, cercana, de los monstruos del terror y la humillación física, agazapados como los demonios tibetanos, hincados en sus tejidos para sorprenderla con una lenta marea de células descompuestas, los monstruos que avanzaban ya por sus huesos y lamían la savia de sus ojos.

La proyección, en la oscura sala limitada por su piel, había comenzado con los dibujos animados, con Reyes Ma­gos buenos y pobres, libros de cuentos, cromos y muñecas. Había seguido con una larga guerra confusa, bajo banderas

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de reinos inexistentes, por un país que únicamente el caballero solitario de un lugar de La Mancha supo descubrir a través de la suprema inteligencia de una especial bondad. Vera sentía el irreprimible deseo de no aguardar al final de la película, de evitar esa tercera parte en la que el melodrama se mezclaba con el crudo reportaje de biología. Romper el sometimiento manso a la pantalla y al lugar en la fila de butacas, dar la espalda a las últimas escenas previsibles, tirar a la papelera al salir de la sala las últimas esperanzas, era algo que debía considerar. Era tiempo. Porque muy en breve la zambullida resultaría demasiado ridícula, a pocos metros, de todas maneras, de la otra orilla. Y era tiempo simplemente porque nada justificaba la permanencia hasta el final y, por el contrario, el más elemental y frío cálculo esbozaba un futuro al que era preferible no aguardar.

Vera observó sus propios pasos distraídos y las intersecciones de las losas. Recordaba intersecciones de caminos que, hacía treinta, veinte, quince años hubieran podido cambiar la dirección de su vida, personas que tuvieron por unos instantes el destino de ella en la palma de su mano. La calle continuaba hasta desembocar en otra más ruidosa y pequeña. Estaba en Liulichang y Tashalan, había dado vueltas por el populoso barrio de la Puerta del Sol, Chianmen. Alzó los ojos. El día se había resuelto en un cielo ya de otoño, con nubes despeinadas en una seda lisa de azul seco. El ajetreo aumentaba tras la siesta. Todo el mundo parecía vivir con extraordinaria intensidad, hacer sus recados con la premura de aquél a quien esperan, sostener con cuidado pequeños envoltorios de papel. Era comprensible que la Muerte fuese su enemiga, el enemigo al que habían conquistado palmo a palmo las tardes como ésa, que disfrutaban en vivir, el taburete que colocaban a la puerta de la casa, los enjambres de niños medio desnudos, las jaulas del vendedor de pájaros. Ellos eran justamente adversarios del repulsivo aliento de la Muerte, la Enemiga del pensamiento y del corazón, la diosa de las cruces gamadas, los integristas, las pezuñas, los clavos y las balas.

Pero la Muerte podía ser amiga, la mejor amiga de la dignidad y de los sueños, consideraba Vera, y con frialdad

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calculaba el momento y la energía suficientes para cortar con la propia mano la película. Recordaba tertulias de un hedonismo tan furibundo que hubiera podido confundirse con una nueva Inquisición, charlas de un antibelicismo vacuno que vestía de ideales la cobardía personal y hubiera hecho la felicidad de Hitler en su paseo militar por Europa. En todas aquellas discusiones la Muerte era un ente proscrito, y sin embargo ahora su cara era amiga, la prolongación necesaria del amor a vivir.

Los niños pasaron rozándola al correr. En la farmacia tradicional una mujer viejísima discutía animadamente con el boticario, que mientras pesaba hierbas. La vida llamaba a unos y a otros. Quizás la llamaba también a ella, pero no por su nombre, y sin eso no valía la pena vivir.

Se trataba simplemente de alargar el instante delicioso que precede a la inconsciencia del sueño, de fundirlo, sin riesgo de regreso, en la protectora tibieza del gran descan­so, de dominar el sobresalto inicial del terror durante breves décimas de segundo, antes de que anegase la conciencia, y dejarse deslizar hacia el inviolable refugio. Para ello, en defensa de futuras miserias, se había procurado el tubo que guardaba aparte en casa, repleto con grajeas de varios colores, como una alegre mezcla de fiesta, al que podía añadirse la cajita de píldoras blancas. Sentada en los bancos de un mercado, hizo sus previsiones.

Los soportales se iban llenando del olor variado de las cenas. Del transportista, detenido unos minutos con su carga, al burócrata altivo, la escolar espigada y la familia de la vecindad, todos se entregaban con evidente placer a ingerir comida, los cuencos de fideos recién escaldados con verdura, el fuerte olor a grasa de cordero al estilo mongol, las exquisiteces, para los más adinerados, que anunciaban los restaurantes bajo las sonrisas de los dioses de la abundancia, de la longevidad y de la buena suerte. Era un concierto de palillos de madera, porcelana y plástico, quizás algunos tradicionales, de laca, hueso, plata y marfil, que chocaban con fuentes y tazones. La capacidad de los chinos para la supervivencia como comunidad era extraordinaria. Su gran

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monumento eran los barrios diseminados por todo el globo, los ademanes, la lengua, las frituras, el Año Nuevo y los caracteres milenarios que unían como una cadena a los muchachos de hoy con los letrados del primer imperio. Era difícil imaginarles, pese a su maoísmo reciente, regimentados en un fascismo serio, enrolados en un hierático batallón kamikaze. Habían guardado, en su tradicionalismo confuciano, un rincón de individualismo taoísta, un altar para los poetas borrachos de licor de arroz y luz de luna. Sobre las mesas empezaban a cerrar filas las botellas vacías de cerveza. No, no se les veía cuadrándose en un bunker y aceptando las píldoras de veneno con su gesto de gourmets. Era difícil conciliar la gastronomía y el cianuro. Vera intentó imaginarse cómo se sentía uno creyéndose realmente miembro de una raza superior, aproximándose a aquellos muchachos de brazos largos y fuertes que despachaban alegres su tazón y haciendo valer la blancura -relativa- de su piel europea y, sin reírse, la superioridad que conllevaba la prominencia de su nariz y la forma de su cráneo.

Vera vio abrirse la trampa y se resistió porque la vida era implacable, cargada de olores, de virilidad de cuerpos sudorosos, de texturas de frutos y de luces. Había música, radios, cintas modernas y algún violín tradicional. Un hombre sentado a la puerta de su casa pasaba el arco sobre el instrumento que mantenía sobre sus rodillas. Tenía que resistir a la trampa abierta, decidir y llevar a cabo. La destrucción de la existencia propia era hermosa en un joven, que debía remar, para llegar a ella, a contracorriente de su sangre y dilapidaba la abundancia de su reserva vital. Pasados los años, el mismo intento adquiría la mediocridad del que hace donativo de una ropa demasiado usada. Para cada acto hay un momento de dignidad, entre el teatro, el miedo y el ridículo. La tarde era ajena y sin relación con ella, se dijo Vera. No la arrastraría al nivel del suelo haciéndole perder la perspectiva, inapelable y desesperanzada, de su horizonte.

Una pareja le hizo sitio en su mesa. El chico se lanzó a intentar practicar valientemente su inglés. Le indicaron el nombre de lo que ellos comían y, escogiendo un bocado, se

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lo pusieron en un platito a su alcance. Vera decidió invitar a una cerveza acompañada de verduras en vinagre. Sobre la mugre del mostrador había un recipiente con una planta que desplegaba la pequeña maravilla de una hoja verde. Vera prometió una postal a la pareja. Continuó subiendo hacia la puerta que marcaba el límite entre la ciudad sagrada y la profana. Sorteó los puestos de frutas y los carros de refrescos, como si braceara en una sopa biológica primordial y densa. Renegó de sí misma por no haber, en su momento, retorcido la rama de la planta, decepcionado a la pareja, roto algún instrumento musical.

Hasta someterse por fin a los sentidos, al latido hacia el que su carne, incluso cansada, iba, en uno de esos indefinidos aplazamientos que, engarzados, formaban el camino de su viaje.

La extensión de cemento de Tien An Men estaba estrictamente reglamentada en peatones y tráfico con innumerables vallas y pasos subterráneos. Era un espacio excesivo que, como avenidas y calles, llamaba a la agorafobia; espacios hechos para desfiles militares y manifestaciones de miles de personas aclamando al Jefe, no para individuos, paseos, encuentros, charlas. Las dimensiones eran inhuma­nas, sólo las de un emperador y una idea. Lin, desde el extremo norte de la Ciudad Prohibida donde la había dejado el autobús, se dispuso a atravesar lo que había sido -todavía nominalmente era- el corazón rojo de Pekín. Era la primera vez, desde su vuelta a la capital, que observaba Tien An Men con calma. Hacía una veintena de años aque­lla plaza estaba repleta de un millón de guardias rojos que aclamaban el último emperador, cuyo retrato aún limitaba el mar de losas encima de la puerta por un lado y era vigilado por su mausoleo por el otro. Xei Wen y ella habían agitado un libro y un pensamiento únicos ante el hombre del retrato, coreado consignas, jurado absoluta devoción. Eran muy jóvenes, para muchos fue el primer viaje desde sus remotas escuelas, se sentían salvadores, protagonistas y libres, llegaron a experimentar la suprema felicidad de identificarse en un sólo ser, perdidas las individualidades, un animal de un millón de células, gestos y bocas. Caído el

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telón, Mao les mandó al campo a reeducarse, y el Ejército los sacó cuanto antes de la escena. Ella abandonó a su padre enfermo porque, con superior conciencia revolucionaria, Xei Wen le resolvió la contradicción entre los deberes filiales y la fidelidad proletaria. Xei Wen era el más inteligente de su grupo; también dúctil ante el poder, ella lo sabía. Había amigos de Xei wen, bien situados en el Partido según las nuevas tendencias económicas, que le auguraban por lo bajo un futuro brillante y pedían contrapartidas a su ayuda. Pero en el interior de Lin hasta el día de hoy el cariño hacia su marido debía sortear cada vez la imagen solitaria y triste de su padre.

Desde el extremo sur de Tien An Men, Vera comenzó a atravesar la plaza para encontrarse con Lin. El edificio a su derecha la despedía de una época. Ya estaría cerrado el mausoleo que le había servido para asegurarse de la muerte del Gran Timonel. En realidad el Presidente estaban tan bien acompañado en ultratumba como Shih Huang-ti, el emperador que ordenó quemar los libros. Nadie resucitaría lo que el último emperador se había llevado consigo, las murallas, los puentes, los arcos, templos y antiguas puer­tas de Pekín, arrasados para hacer sitio al espacio vacío en que, como en la desnuda e indefensa espalda del pue­blo, Mao deseaba escribir. Nadie resucitaría a las decenas de millones de muertos de la Revolución Cultural, ni re­pararía las vidas rotas, machacadas, olvidadas en remotos lugares del noroeste. En Occidente, mientras, se contaban maravillas y la supuesta izquierda vendía intensamente a clientelas fáciles el bálsamo de la irresponsabilidad: Todos eran víctimas. Nadie era responsable de su fracaso, su me­diocridad, su dejadez, sus errores o sus delitos. Todos eran el resultado de opresiones, represiones, frustraciones e in­defensiones. Todos deberían haber ocupado otros puestos, obtenido otras cosas, gozado de otras ventajas. El despo­seído nunca podía estarlo por falta de esfuerzo o méritos. En diversos formatos y embalajes, los mercaderes del popu­lismo comercializaron profusamente el Edén gratuito y la envidia.

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Ésta era un material rentable. Vera pensó en su país, para el que al día siguiente adquiriría el billete de vuelta. Quizás al aterrizar en España se encontraría con un gran letrero de «Vendido», por deudas. Tras el triunfo del útil golpe de Estado blanco, del esperpento decimonónico y zarzuelero, se habían abierto todas las compuertas a los agentes comerciales del PUS, que ahora, perforado al fin el globo de la aparente riqueza, esperaban presenciar, desde muy lejos y bien instalados en las confortables arcas que habían preparado para ellos y los suyos, el diluvio y la inundación del malvivir. El tablado español continuaba con su ensordecedor taconeo de ferias, donativos, faustos, fraternidades hispanoamericanas y escaparates de bisutería. Era un hermoso espectáculo para verlo a distancia, en Londres, París o Nueva York y desde el tendido preferente de un jugoso sueldo gubernamental, que no corría los riesgos y sudores del mundo de los negocios. Vera esperaba encon­trar billete de regreso en un día o dos. Lo malo no era que hubieran vendido el país, sino que lo habían vendido muy mal.

Algún acto oficial había cortado el tráfico del Palacio de las Nacionalidades al Palacio del Pueblo y acotaba incluso un extremo de la gran plaza. Ciclistas y peatones, como Lin, eran desviados y debían rodear la zona. Pasaban de vez en cuando grandes coches con cortinillas y algunos grupos andaban lentamente hacia la escalinata. Iban vestidos con brillantes, e impecables, trajes uigur, kazak, mongol, tibetano. Lin se fijó en éstos últimos. En comparación con las descripciones de Xei Wen parecían personajes de opereta. Su memoria se deslizó a la media docena de óperas revolucionarias, patrocinadas por la mujer de Mao, que ha­bían sido el único espectáculo escénico durante años. Pero eso estaba olvidado, casi olvidado. Se dio prisa. No quería volver tarde a casa.

Con el descenso de la luz la plaza iba cambiando de aspecto. El renovado Museo de Historia y los monumentos habían cerrado. La rasa superficie se fue llenando de paseantes que se refrescaban del calor, jugaban o charlaban. Todos llevaban bolsitas de red o de plástico y sacaban de

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cuando en cuando un bollo o apuraban un sorbo del pequeño termo. La penumbra aflojaba el control y Lin se dijo que no terminaba de acostumbrarse al nuevo comportamiento de las parejas, que se cogían en público. Los gestos de intimidad habían salido del recinto de los parques, de la noche y de las películas extranjeras para comenzar a esbozarse en plena calle. Lin recordaba sus paseos con Xei Wen sin tocarse las manos, excepto en lugares escondidos, las cartas, los raros encuentros, la breve ceremonia de su matrimonio y el puñado de días en que él intentaba concentrar la experiencia sexual que había leído y oído, con una ansiedad a la que Lin se prestaba sin obtener, en su empeño, las esperadas cimas de supremo goce. Quizás había que ser joven para la exaltación y la desesperación, quizás las novelas embellecían sistemáticamente los encuentros de hombres y mujeres. Se había acostumbrado al sexo infrecuente. Las personas se acostumbran a casi todo. Los años solitarios no le parecieron trágicos; sólo tristes. Ella era una mujer de hábitos y afectos, no de pasiones. Sin embargo, conocía los casos de dos enfermeras, compañeras suyas, que habían engañado a sus maridos con más de un hombre. El Partido les repetía de continuo su gran suerte por vivir en la China moderna y ser iguales que los hombres. Su abuelo tenía concubinas y no conoció a su mujer hasta el día de la boda. Su madre vio a su padre escasas veces antes del matrimonio, y siempre en presencia de familiares. Pero ambas dispusieron de cierto respeto y no fueron enviadas a lejanas aldeas y comunas y obligadas a criticar los rasgos burgueses de su familia. Xei Wen y ella habían compartido la misma opresión y eso no hacía más libres a ninguno de los dos.

Un grupo de adolescentes tropezó con ella y continuó como si no la hubiera visto. Los jóvenes eran ahora altos y vacíos como bambúes, se dijo. Las nuevas generaciones la inquietaban y le hacían preocuparse por su hija. Encontraba a los muchachos agresivos, apáticos, ávidos de dinero e ignorantes de las más elementales fórmulas de cortesía, desprovistos de pasado, incapaces de interés por el presente y el futuro. Miró discretamente a las parejas en torno suyo y trató de imaginar en muy pocos años a su hija, Hsien.

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Vera se había parado ex profeso para retrasar la llegada al punto de cita. Se dio una excusa volviéndose a mirar el camino que había recorrido. Allá al fondo, bajo los tejados verdes de Chianmen, que tenían la misma curva airosa que las nubes, se habían encendido innumerables lucecitas, toda la hacendosa ciudad china, que hervía de tiendas, puestos y restaurantes. La Biblioteca podía ser el enemigo, pero ese empeño de comercio era el vencedor final de sistema. Mao y su mausoleo se desmenuzarían ante la diminuta erosión de los cocineros y los aparatos de alta fidelidad, los megalitos de Tien An Men serían arrollados por el vehículo utilitario y las piezas de repuesto, por los descuentos, las ofertas y las garantías. Pero antes había un peligroso páramo, el del clan bifronte Partido-Ejército aferrado herméticamente a sus privilegios y erizado de armas y poder; al otro la­do se extendía una sociedad cuyo tejido cívico había sido totalmente destruido durante cuarenta años y a la que no quedaba más moral que la del enriquecimiento rápido y el individualismo feroz. Sin confesárselo, Vera estaba hacien­do tiempo, porque Xei Wen podía llegar, encontrarse en el lugar de la cita, con Lin. Sin embargo el reloj se acercaba a la hora convenida y no cabían esperas. Tras la hermosa tarde, el sol se ponía rápidamente. Lejos, unos kilómetros al oeste, sus rayos darían un suave tono rojo a los lagos del Palacio de Verano y al rancio estilo sinosoviético de los bloques del Hotel de la Amistad, conocido antaño por las rencillas entre sus moradores. Vera supo que nunca volvería a pasar por allí, que el sol se ponía definitivamente y que no debía confiar en él, que desaparecía conjuntamente en el horizonte la cohorte de humeantes tazas de café, caricias, tertulias, palabras de reposo y de ánimo, victorias y promesas, desaparecía un Xei Wen que ya no lo era y que no había sido sino materia de ilusión y reencuentro. Se levantaba un sol negro, un viejo conocido al que, por lo desamado, a Vera le era difícil odiar, un sol que lo ocupaba todo, que no tenía nombre, que poseía la transparencia implacable del pensa­miento, hacia el que, muy a su pesar, se dirigía esa masa extraña agazapada tras la frente y las sienes; desaparecidos los astros, quedaba el algo oscuro que quería saber e incluso

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ser, sin piedad por los precarios y eficientes equilibrios que forman la dicha de todos los días. Quizás era el sol negro de la razón.

Se apresuró. Nadie más había acudido a la cita.

-Le he traído esto. Es un regalo mío, y de Xei Wen.

Lin había llegado poco antes y, tras lo saludos, le dio el paquete con lo que acababa de comprar. Vera sacó un volumen encuadernado en seda bordada roja con motivos de grandes flores estrelladas y ramas de ciruelo. Abrió el bro­che dorado que sujetaba las tapas. Las páginas estaban en blanco.

-Es para sus notas y sus dibujos. La botella contiene un extracto de hierbas, para fricciones en su mano; le he traducido algunas cosas en el prospecto.

El frasco exhalaba el fuerte olor del líquido verde menta y el tapón había sido reforzado con cinta adhesiva para que no se vertiera en el viaje.

Anduvieron un poco, intercambiando frases ocasionales.

-Es el monumento a los héroes del pueblo -Lin señaló el obelisco, que Vera conocía perfectamente.

Los héroes eran todos altos y arrogantes. Vera pensó en Wu, desaparecido hacía tiempo de escena y probablemente incinerado, como era la moda, para ahorrar el espacio de los cementerios. Wu olvidaba a veces su habitual reserva cuando describía los logros del realismo socialista y mostraba una ironía inatacable: «Este es el magnífico friso a los entusiastas héroes del pueblo…». Su técnica era recitar un rosario de ditirambos desmesurados y mantener una ex­presión de profunda indiferencia y aburrimiento. Wu sólo aspiraba, heroicamente, a reproducirse a través de su mujer.

-Le ruego, le rogamos que sea prudente, que no hable de nosotros… que no pueda llegar a…, haber acusaciones… Usted ya sabe. -Lin hablaba tímidamente, muy bajo-. Le agradecemos lo que hizo. También mi hija. -Lin sonrió-. Ahora son tiempos de cambio. La nueva generación no tiene tierra para sus raíces, y nosotros somos viejos y sentimos miedo, pero dentro de unos años los jóvenes vivirán mejor.

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-Y todos encontraremos lo que buscamos -Vera le sonrió a su vez-. La felicidad, supongo.

Hubo una pausa, luego Lin la tomó del brazo, como si se conocieran de antiguo, y dijo:

-Xei wen explicó que usted buscaba siempre algo. ¿Es cierto?

Vera no supo qué responder. Caminaba consciente de la irrealidad del encuentro con la mujer de Xei Wen; a aquella hora, en aquel lugar, y en ese breve tiempo sus seres se había cruzado, entrado de plano y salido uno del otro, por una afinidad de comprensión que puede suceder a veces e incluso estar ligada a una posición especial. Allí estaban ambas, en ese punto geomántico que era, desde hacía siglos, para los habitantes en China, el centro del orbe; y el mundo alrededor, cambiando y mutando, como una red nerviosa de esperanzas, miserias y de manos.

Hasta entonces Vera había creído buscar, simplemente, la felicidad, el amor, las gratificaciones básicas que ofrecía la desigual carrera a los afortunados que las podían alcanzar. Por primera vez pensó que tal vez no fuera cierto, que en realidad era posible que su primera, fundamental, con­tinua búsqueda hubiera sido otra cosa, aquella pasión que rechazaba violentamente las sumisiones, exigente, concreta, renovada contra las tibias circunstancias de cada día, ansiosa de un metal cuyas vetas había que rascar con dureza y con renuncia a la ganga abundante de medrosos compromisos, una pasión atada con finos hilos a las libertades de los otros.

Extrañamente, mientras hablaban, Vera sentía suavizarse la decepción y el rencor contra su propia generación y sí misma, como si un curioso proceso fuera purificando lo mejor de los años pasados, depurando la incongruencia, la irresponsabilidad y la simpleza y salvando la generosidad solidaria, aquel empeño de liberación, aquella mirada fraternal y curiosa sobre un planeta sin fronteras que habían sido su componente más noble. Algo raspaba las adherencias espurias de veinte años, los tópicos, la pobreza postmoderna, los manifiestos de campanario y los disfraces de

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anglosajón, barría el brutal giro hacia la confortable torre y la cortés indiferencia. Algo no había sido mentira y no estaba completamente muerto.

La plaza se había ido llenando silenciosamente de todo tipo de personas que utilizaban su superficie y se movían sobre el cemento como en un parque, alguna, como Vera, con la ridícula pretensión de hallar causas, argumento y finalidad en lo que no era una velocísima danza de átomos, un choque y desaparición de chispas fortuitas.

Pero el cielo estaba lleno de cometas y el aire de la dulzura y extraordinaria luz de Pekín, teñida de crepúsculo. En algún punto cuatro soldados arriaban la bandera, pero las cometas -ligeras, pacíficas, inocuas, seguidas con entusiasmo por los niños y manejadas diestramente por los mayores- eran mejores que bandera alguna. Más altos que los tejados se elevaban gavilanes, libélulas, ciempiés, mariposas, halcones de seda. Había una espléndida, de múltiples segmentos que se contoneaban en el cielo. Las cometas subían libres, unidas a los hombres por un fino hilo, como los sueños, cada hombre haciendo volar su sueño. Las cometas como la libertad.

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