¡A MÍ LA ILUSTRACIÓN!
M. Rosúa
2009
Ha ocurrido un fenómeno extraño: la prohibición de la evidencia, la condena al ostracismo de razón y lógica, el cuidadoso fraccionamiento de verdades universales trabajosamente adquiridas en pro de una retícula repleta de ficciones y de intereses inmediatos. Comenzó, de forma gradual, hace largo tiempo. Ganó terreno. Pobló sus filas con militantes inconscientes de serlo, que llegaban a la acogedora irracionalidad por la suave pendiente de la deserción del pensamiento y las responsabilidades individuales. Ha terminado cubriendo buena parte del espacio sensible.
Hay ejemplos trágicos, sangrantes. Otros cómicos e impasibles ante el absurdo. Algunos a los que su desmesura ha elevado a la categoría de ejemplos. En todos los casos existen motivos y explicaciones que conducen, por el simple camino de la observación y el razonamiento, a la percepción de la urdimbre, el comercio y los tejedores detrás de los aparentes espontaneidad, azar y simple cambio de los tiempos.
España lleva décadas viviendo un sistema educativo de desastre voluntaria y específicamente calculado para no adquirir conocimientos, postergar o eliminar lo culturalmente importante e imponer, como modelo, el trabajo mínimo. Y lo vive en tanto que fenómeno tan inevitable como las alteraciones meteorológicas e incluso adscrito, por la fuerza del hábito, en las fatales rutinas de la masificación moderna. Se considera normal que, por disposiciones legales y presiones oficiales y oficiosas, simplemente se eliminen o reduzcan, en el horario lectivo, las materias básicas (Geografía, Lengua, Física, Matemáticas, Literatura) y se sustituyan por una vaga mixtura de temática diversa, pueril, acrónica, fragmentaria y sometida a los caprichos del virrey imperante. Ante la general indiferencia y las esporádicas ceremonias de queja y llanto de políticos que se guardan muy bien de citar responsables concretos, se suceden en las aulas el aprendizaje de consignas, el predominio de los comisarios sobre los profesionales mejor calificados, la eliminación por decreto del suspenso y el paso, sin saber y sin esfuerzo alguno, de los alumnos de un curso a otro, la intimidación descarada al profesor que pretenda introducir criterios de selección por resultados y valía, la imposición del nivel del peor al conjunto y la transmisión de asignaturas de historia míticas y fantasmagóricas, de morales carentes de criterios de valor cualitativos, de relatos vacíos de civilización, arte, pensamiento y filosofía que suplen su indigencia con victimismo gregario. Simplemente se mantiene en la ignorancia, en la infancia, en el desconocimiento de la peor especie (que es el de la necesidad de adquirirlo) y en los hábitos del mimado retoño a la masa de adolescentes. Y, cuando la estancia en la guardería es, pese a las muchas prórrogas, improrrogable, se los suelta a la inevitable aspereza de un mundo competitivo. El proceso ha tenido para sus diseñadores la gran ventaja de fabricar sociedades dependientes que votarán al gran padre social y se inhibirán de cuanto exceda al horizonte más inmediato y menos exigente.
El caso español se distingue de la crisis educativa de otros países por su blando, vulnerable flanco de prolongado chantaje postfranquista y largo sometimiento a la nueva censura. Esto lo diferencia del problema común europeo y lo hace mucho más grave y menos disculpable. En principio la situación española debería ser mejor que la de Gran Bretaña, Francia o Italia si se hubiera seguido, desde el final de los años setenta, el adecuado proceso; y ello porque el punto de partida era excelente: una enseñanza pública de calidad muy apreciable, unos cuerpos de catedráticos y de agregados de bachillerato prestigiosos y prestigiados, un enorme caudal de ilusión en el cambio democrático, un propósito firme de extender la enseñanza gratuita y obligatoria a la población juvenil hasta al menos los dieciséis años y una adecuada dotación de recursos materiales. En cuestión de dos décadas España se encuentra en cabeza del analfabetismo funcional y cultural, en el pelotón de los torpes de las estadísticas más fiables, enzarzada en regateos caciquiles sobre el contenido de los libros de estudio y, además, ofrece a la comunidad internacional el insólito espectáculo de un país en el que numerosos alumnos no pueden estudiar en la lengua oficial del conjunto del territorio y deben refugiarse, para ello, en centros privados.
La situación es particularmente siniestra por el fatalismo con el que se contempla el espectáculo. Las iniciativas se reparten entre la fuga hacia delante de los que, actualmente en el Gobierno, han apadrinado el sistema y las quejas irrelevantes de la oposición política, transida de pavor ante cualquier amago de escándalo sindical o mediático. Se ha llegado –es casi un logro como ejemplo negativo- a la perfecta antítesis de la Ilustración, al cumplido sabotaje del ideal de la Educación como médula democrática. No hay individuos, responsabilidades ni actos concretos; tampoco ideas ni ideales de común aplicación, ni aspiraciones a la superioridad de valores como norma, ni defensa del trabajo y del débil y de su esfuerzo. Ni siquiera existe el derecho a la observación y descripción de la realidad palpable, al ejercicio de la razón y de la consciencia del albedrío. Lo que existen son grupos, etnias, clases, víctimas colectivas y abstractas que justifican todas las dejaciones e impunidades y flotan en el mosaico fluctuante de novedades, impulsos y caprichos.
Esto, lejos de planear en las esferas de las abstracciones puras, responde a un reparto ventajoso de los bienes de este mundo: A considerable distancia del desagradable rebaño de cuyo ordeño viven, del hosco aparcamiento en el que se han convertido lo que fueron centros de enseñanza, existen pulcros colegios e institutos, instituciones privadas, liceos extranjeros, tranquilos barrios a los que los gestores del desastre público educativo sí envían a sus hijos. Luego redactan alguna ponencia para la que enhebran media docena de tópicos de obligado cumplimiento (integración, igualdad, progresista, multicultural, diversidad, solidario) y cobran por ello. Como llevan haciéndolo, a gran escala, de manera ya hereditaria y desde hace décadas, de una administración pública que se ha transformado en instrumento de los que la ocupan. Naturalmente entre ambos extremos existen aulas donde la degradación es menos evidente, pero el sistema impone por ley el ínfimo común denominador y, bajo esa plancha diseñada en los talleres de Procusto, quien consigue enseñar o aprender lo hace sorteando las imposiciones igualitarias de la falsa democracia que es el peor enemigo de la verdadera.
Crónica de un secuestro
La Educación, su desguace y su ruina, la tranquila indiferencia con la que es contemplado el diario absurdo por parte de una población habituada a la peregrina lógica de la exigencia de gratuidad y a la propaganda, es parte de un fenómeno de renuncia a la percepción objetiva que no hubiera podido darse de no haberse producido previamente el secuestro de la razón, del lenguaje y de la aspiración a las Luces, para ser sustituidos por referencias automáticas de Bondad y Maldad y por un relativismo oportunamente alejado de toda implicación que no sea la blanda coexistencia. La instalación sobre la sociedad, como la carpa de un circo, del izquierdas/derechas difunde, con la insistencia de la lluvia fina, el código que conviene utilizar. El rechazo al principio de realidad que reina en un espacio notable de las sociedades y que aqueja con particular virulencia, a causa de la manipulación de su historia reciente, a la española tuvo comienzos perfectamente rastreables.
La primera etapa se sitúa mediado el siglo XIX, con una cosmogonía de las Clases y su lucha, de su esencia en sí tan fija como las especies zoológicas, hasta la parusía del Hombre Nuevo, que habitaría un Nuevo Mundo, igual y comunitario, al que debería conducirle el moisés corporativo del Partido. El esquema introducía a cuantos seres humanos tiene el planeta en moldes, clasificación y nomenclatura y, al cubrir con su credo la percepción de presente, pasado y futuro y derogar lo que hasta entonces se había aprendido como Historia, invertía el proceso lógico de constatación de seres y sucesos sometiéndolo previamente a la adecuación, o no, a la consigna. Surgía así en el XIX una Ilustración simétrica pero opuesta a la del XVIII, que renegaba de toda Razón y valor excepto los suyos y que estaba llamada a establecer unas dualidades gratuitas perfectamente falsas, pero utilitarias al extremo por su facilidad intelectual y por la extrema simplicidad de su uso en empresas de ingeniería social.
Ahí comenzó la desaparición del ser humano concreto, de sus hechos puntuales, de sus variables condiciones y de su historia, porque lo primero era su filiación al grupo excelente o al abominado, a los pobres trabajadores destinados a supremacía y victoria o al vertedero de propietarios, burgueses, ricos y patronos. Una vez fijada como dogma tal dualidad de categorías, el resto, personas, arte, ciencias, libros, leyes y hasta los más sencillos de los actos, es susceptible de ser, en cualquier tiempo y lugar, analizado, no en función de lo que los ojos y el intelecto perciben y recuerda la memoria, sino según baremos externos y ajenos al objeto mismo, de forma que la percepción debe adaptarse a la clasificación de base. La mecánica fue desde sus comienzos lo suficientemente sencilla y halagadora como adquirir pronto el automatismo de los filtros integrados. Ya no había responsabilidades sino metas, no existían culpables sino víctimas, ni superiores sino verdugos que obstaculizaban el acceso al paraíso de la completa igualdad. El sistema, en su universal amplitud, resultaba más atractivo que las religiones porque ponía a disposición de los gestores el Más Acá y les otorgaba, de forma aparentemente neutra y anónima, poderes sin freno ni límite.
Siempre había habido matanzas, torturas, explotación, abusos, en nombre de la fidelidad al jefe, al dios o a la simple codicia, pero a raíz de la creación de comunismos, socialismos y nacionalsocialismos la dimensión fue otra. La capacidad de negar la evidencia y superponerle consignas era un arma formidable en un medio que, en paralelo, desarrollaba como nunca antes había ocurrido la capacidad de transmisión de mensajes idénticos a millones de hombres y la sustitución de las cosas por simulacros verbales. Con derechas/izquierdas, progresistas/reaccionarios, comunistas/burgueses, socialistas/capitalistas como polos del Bien y del Mal, se construyó una cárcel léxica de gran eficacia, capaz de ir acaparando, si no el conjunto –en los Estados de Derecho- del tejido civil de las sociedades, sí el espacio verbal, cultural, educativo y ético.
El siglo XX ha sido el de las Grandes Cegueras Voluntarias. Los intelectuales y, con muy pocas excepciones, la comunicación plástica, verbal y escrita han fabricado, mantenido y transmitido un retablo completamente asimétrico en el que nazis, capitalismo y aledaños ocupaban, no ya el primero, sino el completo de los cuadros de la infamia, mientras que para los regímenes comunistas y de democracias populares se reservaban el silencio y la excusa cuando no el mito, la alabanza o la aprobación. Hasta el día de hoy, en el XXI, han gozado de patente de corso las encarnaciones de las teorías de Marx y Lenin, las longevas dictaduras de Mao y Fidel Castro, las hambrunas provocadas por el Líder de Corea del Norte, la animalización y segregación de las mujeres en las naciones islámicas, las cuales ofrecen una curiosa mutación neomarxista donde se funden mesianismo religioso y odio a las libertades. No ha existido igual condena de los sistemas totalitarios, del tratamiento y valoración de los términos fascismo y comunismo. Para fascismo, convertido en fácil improperio multiuso, se reserva la categoría del mal absoluto. Para comunismo la comprensión de las buenas intenciones; esto aunque aquél, gracias a la brevedad de su existencia, causara muchísimos menos millones de muertos y de ruina que los regímenes marxistas.
La educación ha transmitido, y se ha hecho vehículo de esa óptica selectiva. No sólo en las páginas de historia, sino en una terminología secuestrada por la falsedad dual, en una apreciación distorsionada del presente y en una mutilación del espacio crítico, embutido, como el pie de las mujeres de la antigua China, en el calzado minúsculo de la censura previa y la autocensura permanente. La Enseñanza no es sino una faceta (y un vivero de votos) .El hilo de las cegueras voluntarias pasa por el vasto club social del arte y la literatura, del cóctel chic, la columna en prensa, el escenario y la pantalla, con un bien establecido decálogo de temas y expresiones destinados a provocar, como en los perros de Pavlov, secreciones positivas o rechazos (véase Guerra de Irak ,social, CIA, paz y diálogo). Cualquier comparación entre el volumen de lo publicado, llevado al cine, aludido de manera subliminal o explícita, de uno u otro sesgo habla por sí sola de la eficacia y extensión de un fenómeno que, lejos de manar del inocente idealismo solidario, se apoya –sobre todo en Europa- en pilares muy definidos.
Los libertadores de nómina
En el siglo XX, con el establecimiento de los Estados de Bienestar, ocurrió, respecto a los ideales, revoluciones y movimientos sociopolíticos, un fenómeno completamente nuevo que iba a determinar evolución y situación modernas y que no ha sido tratado como merece su importancia: La aparición de los Libertadores de Nómina. Corresponde al salto económico de los últimos cincuenta años, y se caracteriza porque aparecen vastos sectores, grupos de individuos que son mantenidos y pagados, a costa del erario publico, por defender unas ideas, pertenecer a un colectivo biogeográfico y declararse víctimas o representantes de éstas. Anteriormente las iniciativas de cambio, el enfrentamiento con lo establecido, el abandono de las seguridades, la construcción de las utopías llevaban aparejados riesgos, derrotas, pérdidas, situaciones imprevisibles. Hay que esperar a la era de las prósperas democracias liberales para que florezcan, se afiancen y multipliquen, con vocación de indefinida permanencia, los que viven de la alabanza a sistemas que, sea han dado trágicas pruebas de su fracaso, sea están situados en el limbo de lo sólo verbalmente deseable. Las utopías de la igualdad total, la abolición de la propiedad, la fabricación del Hombre Nuevo, el Buen Salvaje, la desaparición de las clases o la relatividad multicultural de los valores han causado más muertos que Atila, la peste, Napoleón o las Cruzadas, pero sus banderas, impermeables a la sangre, cobijan a una especie nueva: la que se arroga, cara a la galería, el monopolio del sujeto ético y se define por la encendida alabanza a sistemas en los que de ninguna manera querría vivir.
Se ha invertido, pues, la dinámica de la lucha por un ideal. Éste es hoy el modo de vida, la tarjeta de pertenencia al economato que, en virtud del populismo mediático y las proporciones parlamentarias, permite la regular cosecha de dividendos. Ya no hay combate por mundos mejores, travesías por el desierto tras las cuales puede hallarse tan sólo el completo fracaso. Hay adhesión a un catecismo cuyo rechazo sitúa en la intemperie de la indigencia, la anomia y el extrarradio de la consideración, las prebendas y las porciones de poder. Las Clientelas de la Utopía no pretenden ni por asomo instalarse en nada semejante al paraíso que dicen adoran, pero éste les es indispensable para disfrutar de bienes de signo contrario: saneada propiedad, cobros mensuales, colegios privados, voz en los medios, …La pertenencia, en fin, al cálido y rentable clan de unas izquierdas caracterizadas por la fidelidad y el automatismo en la enunciación de consignas.
El modo de empleo incluye anulación de la realidad de los valores, a los que se superpone siempre un abanico muy limitado de tópicos repetidos de forma coral. Es de indispensable cumplimiento el puñado de antis, escenificados periódicamente, contra los Estados Unidos, el capitalismo, la burguesía, la patronal y la Iglesia Católica. Simultáneamente se vive aprovechándose de lo creado por esas entidades, con becas en El Escorial, másteres en Houston, turismo en Roma, y visitas a la catedral de Burgos y al colegio anglosajón donde el niño perfecciona su inglés. Nada tienen en común, excepto una nomenclatura prostituida, estos vividores de la Utopía con el luchador sindical de los años veinte, las sufragistas del voto femenino, el socialista de la reunión nocturna tras la larga jornada y la cotización solidaria arrancada al propio sueldo, el estudiante que creía obtener la libertad en la manifestación contra Franco. La parroquia consiste ahora en sindicatos colgados de la ubre estatal, grupúsculos que esgrimen las opciones sexuales como prueba de sus méritos, anticlericales de diseño e inventores de herencias étnicas y fueros ancestrales con los que la floración de tribus está esquilmando al ciudadano contribuyente.
Los Libertadores de Nómina, las Clientelas de la Utopía, la vasta galaxia de profesión sus agravios son fruto, históricamente hablando, de reciente cosecha, y pertenecen a una corriente de conducta y de pensamiento en la que se glorifican la desaparición de la apuesta individual, del peligro, del personal valer y de la audacia. Su especialidad, llevada al virtuosismo, consiste en el empleo del chantaje desde tres plataformas: la opinión (implantándose durablemente en Educación y comunicaciones e impartiendo desde allí certificados de buena conducta), los pactos políticos (gracias a los caprichos, nada representativos, de la proporcionalidad parlamentaria) y el temor (con la amenaza de, movilizaciones, escándalo e inclusión de los insumisos en los apestados por rebeldes a la corrección social).
Se dibuja así un panorama en el que esa persona centro del cosmos, cara al Renacimiento y a los Ilustrados, descubridora de valores universales por los que valía la pena luchar, sujeto de derechos que residían, independientemente de clases y latitudes, en la Humanidad misma, pasa a ser desplazada por etnias y sectas que, gracias a declararse tales, gozan de generoso estipendio y se declaran cabezas de león del variado zoológico de rebeliones subvencionadas y civilizaciones equivalentes. Las dictaduras postmodernas, una vez eliminados Ilustración y Humanismo, Grecia y Roma, Saber y Valer, necesitan rellenar el vacío con los jefes de las tribus, los ayatollahs (preferentemente imprimibles en camisetas) y las fatwas, que son una especie de atroz caricatura de las imágenes y hechos señeros. Para ello se echa mano de un evangelio confuso, amasado con rudimentos científicos, ecología reaccionaria y reproducción y sexualidad a la carta, en el que no importan la incongruencia, el absurdo ni el ridículo; tan sólo cuenta el efecto inmediato en la sensiblería votante, criada para responder a la ley del mínimo esfuerzo y de la gratificación instantánea.
Nada tiene esto de etéreo. Al imperio de las Clientelas obedece que parezca tan normal la inexistencia de transmisión de saber y exigencia en la Enseñanza como el que sólo se juzgue treinta años después de los hechos el genocidio cometido por los comunistas de Camboya y el documental sobre el tema apenas se exhiba, mientras, hasta la saciedad y el más profundo de los hastíos, se estrenan y son premiadas películas infumables respecto a cuyo valor el público vota con los pies en franca huida. Resulta lógico que un puñado de presos, si lo son de Estados Unidos, acaparen infinitamente más volumen informativo que los millares encerrados en cárceles a cual más repugnante de Marruecos, Sudán o Siria; la situación de millones de mujeres, segregadas y animalizadas en las naciones islámicas como jamás lo estuvo negro alguno, no merece la atención de los manifestantes contra el apartheid. A los Libertadores de Nómina hay que agradecer que jueces y primeras planas de los periódicos hagan su agosto con campañas contra los asesinatos dictador chileno Pinochet, los presos de Guantánamo, los muertos –sólo por los franquistas- en el Guerra Civil española o la intervención norteamericana en Oriente Medio, pero apenas se habla, ni hay juez que haya emprendido proceso alguno –y tiempo ha tenido en tres décadas- contra los khmeres rojos, que exterminaron a un tercio de la población camboyana, contra el líder megalómano y con ambiciones nucleares de Corea del Norte, que ha llevado a sus hambrientos súbditos hasta al canibalismo, contra dictadores tan despóticos y peligrosos como lo fue el de Irak, lo vienen siendo los teócratas de Irán y puede permitirse serlo, en la medida de sus posibilidades, cualquiera que se arrope con patria y socialismo, minoría, etnia, Islam, antiimperialismo, petróleo y usos tradicionales.
Tenemos aquí, ahora, desde la segunda mitad del siglo XX, una inversión mediante la cual, desde el corazón de los sistemas democráticos mismos, se crean organismos, leyes, entidades y gobiernos a la medida de las clientelas, socialmente improductivas, que ansían instalarse. El ropaje ideológico es aditamento posterior, las filiaciones forzosamente duales (izquierdas/derechas, etc.) pura estrategia futbolera en su versión electoral. Por poner un ejemplo anecdótico, pero que rebasa con mucho la aparente limitación de su alcance, la ley de educación española (LOGSE, LOE) madre de todo desastre, no hubiera existido jamás de no servir para colocar a cualquiera enseñando a cualquier alumno a cualquier edad cualquier cosa, de no proporcionar a maestros de primaria y de formación profesional –clientela de los dos sindicatos oficiosos, y remunerados, del actual Gobierno, Comisiones Obreras y UGT- acceso a cualquier nivel académico y profesional gracias a la confusa bolsa global de trabajadores de la enseñanza. Por el mismo motivo, tampoco hubiese existido la vasta campaña de igualitarismo maoísta, ni la guardia pretoriana de comisarios pedagógicos destinados a reemplazar conocimientos por consignas e implantar el exclusivo reino de la visión de futuro y presente que convenía a la clientela en el poder.
Se trata de una corrupción inatacable porque es legal y los prevaricadores nombran y dirigen a legisladores y jueces. Es simulacro de la que, francamente y a gran escala, permite a regímenes de Partido único distribuir el país, en nombre del bien del pueblo, como coto propio. En sistemas de Derecho hay que conformarse con menos; la Administración es una especie de Palacio de Invierno en el que pacen los adictos al clan y mediante el que se reciben vasallajes, en metálico y en especie, de las empresas privadas y de la supuesta oposición misma. Proliferan así, no ya los cargos inútiles, sino la duplicación de tareas y servicios, en forma de contratas externas, para aquello que debería ser realizado por los funcionarios en plaza. La estrategia consiste siempre en copar puestos y presupuestos sin merecerlos por estudios, experiencia, logros, inteligencia, idoneidad o dedicación. El maquillaje ideológico es posterior y circunstancial. A todos los niveles y en todos los casos se sustituye el juicio personal por la adhesión tribal, de modo que los mismos hechos ni son igualmente considerados ni valen por sí mismos, sino en función del marco de referencia que los contiene, por el icono verbal que determina si el que pone bombas es un terrorista o un mártir, si el que dispara en la nuca es un criminal o un nacionalista aguerrido, si conviene llamar asesino al que mata o al presidente legal de un gobierno.
La crisis como estrategia
La trampa dual no engulle tan sólo a actos concretos y a individuos. Hace víctimas entre parte del sector agraciado con el papel de Bueno vitalicio en el reparto porque impone su discurso y vicia de raíz la simple posibilidad de disidencia. Es muy grande el miedo a la intemperie social (aunque es bastante mayor el de perder dinero, puesto y relaciones ganados por aquiescencia y no por méritos) y, cuando la lluvia fina de mensajes y epítetos unidireccionales lleva cayendo el suficiente tiempo, es raro que se produzcan fugas y menos rebeliones para las que no hay lenguaje posible, camisetas, pancartas ni banderas. Leyes, razonamiento, sentido común y lógica se desmoronan cuando se trata de sumarse a opiniones en las que, por fuerza de evidencia o por sencillo instinto de justicia y de ética, se coincide con el criterio del vago clan de la Maldad, definido como tal –derechas, conservadores, burgueses– por la reiteración de los medios, encarnado en Washington, Wall Street o Roma, y presente, en fin, en cuanto tiene envergadura, peso, herencia cultural y vigencia. La filiación explícita a estas madres de todos los males es socialmente impresentable, y simultánea al disfrute, en la diaria existencia, de cuantos bienes materiales y morales se deben a la banda abominable. La contradicción obliga a muy lúcidos intelectuales a proclamar su confesión de fe platónica en los iconos del grupo Bueno por mucha y obvia que sea la razón que asiste al adversario. Se produce entonces una patética fuga de la realidad, una huida dando la espalda a la autonomía en el ejercicio de las propias facultades. Nada es algo por sí, sino según conviene que lo sea. Los sistemas totalitarios llevaron al virtuosismo su cultivo de la autocensura. Los regímenes que no lo son lo ejercen por parcelas sociotemporales, según coyuntura y grado en la manipulación y perversión de la democracia. De la calificación de películas a la de asesinos, de los robos a la pedofilia, de los bombardeos a las devociones religiosas, todo será aquello que la marca de origen disponga, merecerá alabanzas y comprensión, solidaridad y relativismo si goza del marchamo iraní, africano, musulmán, aborigen, ritual o silvestre. Por el contrario, la artillería pesada cargada con no menos que genocida, fascista, inquisidor y corrupto abre fuego a diario sobre piezas de talla muy menor. En los territorios de la cultura reina el small is beautiful, pero en términos absolutos, de forma que se rechace cuanto posee o tiene pretensiones de amplitud y grandeza. Buenos serán todo tipo de localismos, conductas marginales, lenguas minoritarias, etnias pintorescas. Y metafísicamente repulsivos los signos y actos asociados a entidades de rango superior.
En el interior, los países embarcados en esta dinámica corren, apoyados por la indiferencia u oportunismo de sus habitantes, hacia la desaparición como tales y al debilitamiento del cuerpo social. Desde el exterior, tal fragmentación conviene a las dictaduras más alérgicas a las libertades individuales y enemigas del sistema occidental abierto y extendido ,como aspiración a buena parte del planeta. De haberse dado actualmente la situación y negociaciones, ante la amenaza de Hitler, de los pasados años treinta, todas las rendiciones preventivas hubieran sido pocas, la población contemplaría un vistoso ejercicio de invasiones militares propio de la cultura germánica y sobrarían argumentos a los bardos de la alianza de civilizaciones, la paz y el diálogo para justificar la ocupación nazi e instalación del orden nuevo. Median entre una y otra época el honor, miseria, sangre, lágrimas y guerra del discurso de un Churchill, el valor de su auditorio y lo impronunciable e inaceptable de tales vocablos en la actualidad.
No es rentable ni reproducible tan burdo escenario. Para generaciones a las que se distribuye desde la escuela el puré del mínimo esfuerzo y la angelical ceguera voluntaria etiquetada como respeto a la diferencia, las dictaduras adquieren la forma de una red incrustada en la vida diaria. Sus hilos metálicos sólo se advierten cuando es obligado el disimulo y el silencio según dónde se esté y quién escuche, cuando, dependiendo de las circunstancias, los sucesos son silenciados o de presencia efímera y su simple mención (es en España ejemplo de manual la oscuridad en torno a la autoría organizativa de la matanza del 11 de marzo de 2004) resulta mal vista, cuando la distribución de bienes materiales y culturales es tan arbitraria como inapelable y la justicia se vuelve puro remedo. Las decisiones planean entonces en la esfera inalcanzable de quienes pactan con minorías parlamentarias compradas, y ellos y éstas a su vez con los nuevos amos nada amigos de respeto, igualdad y libertades. Provistas de las armas del siglo XXI, ahí están teocracias para las que fundamentalismo, segregación y sumisión son norma, las amalgamas de Partido único y Ejército, los marxismos nucleares, las confederaciones de jeques que, además del lujo del oro fósil, quieren el de califas de la nueva edad media. Se trata de un mundo de vasallos y señores, de un tejido de mafias que, en Occidente y en un Oriente a cuyos sectores más liberales y progresistas se ha traicionado, está ya configurando la liquidación del ideal de los Ilustrados.
Tampoco la delimitación geográfica de las fronteras tiene, en el porvenir inmediato, gran misterio. De continuarse las líneas actuales de comportamiento, no habrá ya defensa creíble de las sociedades y formas de vida abierta y digna. Las dictaduras soportarán ese ganado mientras les convenga su ordeño, y pasarán, de imponer los signos propios, a destruir los ajenos porque saben que detrás ya no hay principios civilizados universales que se esté dispuesto a defender. Como los dioses conceden sus deseos a los hombres, y a los colectivos de hombres llamados países, a los que quieren perder, el Gran Enemigo Americano va a retirarse a su casa, volverse hacia el Pacífico, ocuparse de sus propios intereses y dejar a los europeos, si les place, su propia defensa. Durante décadas la inversión estadounidense en dinero y hombres ha permitido al Viejo Continente disfrutar de seguridad y sistemas de bienestar y moverse en un horizonte aún iluminado por los ideales de la Ilustración, los cuales, a su vez, englobaban el derecho romano y lo mejor de la moral del cristianismo. La seráfica era de las Cegueras Voluntarias va a dar paso al incómodo siglo del Paso de Facturas.
La implosión de los Estados libres es, además, un proceso velado y lento porque es posible mantener a las poblaciones a un aceptable ritmo de consumo. El no-aprendizaje, la no-defensa frente a la agresividad de los enemigos, el no-esfuerzo en un mundo de otras naciones laboriosas, naturalmente tienen un límite. Mientras éste llega, la puerta interior no delata los golpes del ariete. Desde la II Guerra Mundial ha cambiado el armamento: Las tiranías pasaron del uso de tanques y ejércitos al simple y ubicuo ejercicio del terror, el arma más eficaz, lo que definía el Doctor Mabuse como el invento destinado a minar y derrumbar las sociedades civilizadas, el ataque sin lógica ni más fin que la destrucción. Tras el 11 S, los cielos se llenaron del temor de aviones suicida, se comentaron nuevas formas de esparcir la muerte, bacterias, virus, envenenamiento del aire y de las aguas. La última arma podría ser la provocación de una gran crisis económica que hiciera a las poblaciones volverse contra sus gobiernos democráticos, abominar de sociedades y economías abiertas, pedir seguridad a cualquier precio. En muchas de las dictaduras actuales coinciden los rasgos de posesión de liquidez, debida a su acumulación de fondos, y aversión a los sistemas de Derecho. Hasta ahora los ataques a la civilización como forma de vida próspera en libertad habían venido de enemigos externos. En términos de estrategia, la transformación de los votantes empobrecidos en destructores de sus propias instituciones es un plan altamente innovador.
Ningún país de Europa más vulnerable al totalitarismo de dictaduras foráneas y al de mafias autóctonas que España. Su pérdida de sustancia cultural, su indigencia educativa y activa anulación de entidad histórica han hecho de ella la más insegura y confusa de las naciones. Las cosechas de victimismo, crecidas en treinta años de chantaje a costa del mito postfranquista, la han convertido en la perfecta maqueta de los vasallajes modernos, de la huida del saber y de la razón y de la rapacidad de bandas de todo pelaje instaladas en nichos ecológicos por la coyuntura. Aunque el bien vivir cotidiano y las inercias de anteriores y mejores gobiernos encubran, como el soleado clima, la degradación, ésta crece y se multiplica desde el corazón mismo de la fruta, el que se encuentra en el imaginario colectivo y actúa desde la infancia.
La Educación siniestra
Nunca se había concebido antes del siglo XX la Educación como arma de primera línea. El nacimiento del proceso es anterior, arranca con el imperativo marxista de forjar el Hombre Nuevo, pero queda, en sus comienzos, postergado por las luchas y teorías económicas, por la eliminación de la propiedad privada y ocupación del aparato del Estado. A partir de ahí –y antes de ahí si las circunstancias permiten el experimento parcial- empieza un capítulo inédito en el que la Enseñanza, la transmisión de conocimientos, cede completamente el paso a la visión que de todos los aspectos de la vida quiere transmitir el poder. No se trata de las habituales influencias, de los condicionamientos sociales y las cuotas de sumisión a jerarquías civiles y religiosas. Se trata de la completa anulación del hecho de saber y de los mecanismos intelectuales que lo acompañan. Surge la palabra nueva, temible, que presidirá y sobrevivirá al siglo XX: Reeducación. Implica nada menos que la supeditación a una casta de comisarios creada al efecto: Son los ideólogos, pagados por el régimen para serlo, incrustados, no en una materia religiosa o de formación más o menos civil o política, sino en todas y cada una de las ciencias naturales y humanas, las cuales se subordinan a lo que dispongan los que han sido colocados y beneficiados por el partido de la igualdad preceptiva y sus sindicatos.
En Camboya, la URSS, Corea, China, en las madrasas islámicas y en los falansterios indígenas a los que aspiran iluminados líderes latinoamericanos, la norma es vaciar de sustancia, reutilizar o no los envoltorios, y rellenar a niños y adultos con la masa predigerida de consignas salpicadas de datos de los que se ha tenido buen cuidado de extirpar cronología lineal y amplitud geográfica e histórica. Los nazis tenían más prisa y prefirieron trabajar sobre la materia bruta, seccionar de la población, a golpe de genocidio, eugenesia y eutanasia, los seres sobrantes. El marxismo, y su variante light de socialismos diversos, hace de la reeducación su bandera. Nada escapa a la nueva visión del mundo, y el enorme proceso, la ingeniería de las almas, se considera tan clave como la producción de alimentos o de acero. A esta Educación, en todos los sentidos de la palabra siniestra, pertenece un tipo de violencia pedagógica completa y sin límites puesto que es la de los representantes del Bien. Es la de la Revolución Cultural china, la detención en centros psiquiátricos en la URSS, los campos de trabajos forzados y largas conferencias vespertinas, las sesiones de autocrítica y formación. No en vano las leyes educativas del Partido Socialista español, trazadas fundamentalmente para colocar y mantener a su clientela, adoptaron como aderezo formal un maoísmo al hispánico modo que eliminó, en pro de la igualdad absoluta y el rasero del mínimo común denominador, desde las tarimas hasta a los catedráticos, pasando por la mención del suspenso y la simple alusión a mérito, jerarquía y dotes.
La Educación Instrumental, utensilio prioritario del Partido que o es único o se cree exclusivo representante de Lo Bueno, no concibe otros límites que aquéllos a los que se la obligue por fuerza mayor, da por sentada la superioridad ética (y el acaparamiento y reparto entre los suyos de fondos y servicios públicos) y supedita cualquier rango intelectual, conocimiento y diplomatura a la recta línea política (que es la suya y la de los que la poyan, como es el caso en España de los grupos nacionalistas compañeros de votaciones). Lo que parece anecdótico en un país, todavía, con sistema democrático (nunca va a haber manifestaciones porque los niños no saben escribir, los adolescentes ignoran quién fue Lope de Vega y los licenciados de Clásicas desconocen los números romanos) es inmensamente trágico cuando hay cancha para llevar el proyecto a término con todas sus consecuencias. Entonces entre tortura y tortura se reeduca, se mata a los que llevan gafas y conocen lenguas extranjeras y se consigue la gran igualdad del genocidio camboyano, o la eficaz eliminación de intelectuales y cuanto se entiende por civilizado de la China de los sesenta, o la ruina económica, el control de la vida privada y la degradación moral que han sido pan cotidiano de todas y cada una de las democracias populares.
La reeducación como sustituto de la educación va de par, a más vasta escala, con la implantación de la verdad y la razón relativas. Éstas serán lo que en cada circunstancia favorece al Gobierno (véase como ejemplo de manual las leyes educativas españolas de 1990 y 2006[1], sin olvidar las disposiciones autonómicas que permiten a los alumnos no conocer sino el terruño y la lengua local). y lo que conviene a los tópicos populistas (paz suprema, bondad generalizada, riqueza y energía abundantes y milagrosamente inocuas, minorías y marginados al poder, tiranos y criminales convertidos al amor y el entendimiento por la fuerza del verbo y afable disposición del Líder). El idealismo, al pasar a utopismo subvencionado, entra de lleno en la indigencia lógica y la vaciedad sapiencial. Sólo cabe jugar con el mínimo común denominador de las sensaciones y referencias del público, trabajar el igualitarismo del resquemor y la envidia, favorecer la sensiblería y la pereza, enaltecer la cultura escasa y prescindible, el criterio variable y la afinidad gregaria. Tal dinámica envuelve a la sociedad con el conocido mecanismo de la vileza asumida, de manera que el Partido de la Bondad se asegura así de su inconsciente apoyo. Porque ¿cómo admitir que se han aceptado mentiras innumerables, obvios desafíos al sentido común, negaciones de la palmaria evidencia?
Se trata de una regresión vertiginosa respecto a los grandes ideales y las grandes figuras de Las Luces acompañada de un fraccionamiento microscópico del país, de Europa y de la visión del mundo, porque así conviene al manejo de la trama de tribus y de parcelas. En el interior de éstas se cultiva y modela el oleaje de la opinión pública, la cual se pretende hacer sinónimo de justicia y de legalidad cuando, de hecho, es cada vez más antinómica de estos dos últimos términos y de unos ideales democráticos que el populismo transforma en lamentable caricatura.
A todos los niveles del quehacer intelectual, desde las escuelas a la Universidad y de la industria cinematográfica a la promoción guiada de la cultura, se escenifica una conjura de los necios contra quien no lo sea y muestre rasgos de valía personal. Las ausencias dicen mucho más que las presencias respecto a la intensa censura fáctica -y fática- que preside la vida española. Las películas y documentales de temas ajenos al evangelio oficial son desviadas sistemáticamente a las vías muertas de proyección fugaz, salas lejanas, cines marginales, ayuno de subvenciones, apagón televisivo. A este limbo van rápidamente los pocos que muestran tragedias de países comunistas, el terrorismo, asesinatos y clima de temor en el País Vasco, los crímenes fundamentalistas, el fanatismo y carencia de escrúpulos de guerrillas rurales y urbanas, los atentados contra Israel, la barbarie del integrismo islámico. El clon de la filmografía oficiosa, repetido, financiado y promocionado hasta el infinito, se compone de Guerra y postguerra Civil Española de republicanos buenísimos y franquistas perversos, sexo reprimido y curas pederastas. La variante actualizada es grupos marginales estupendos (okupas, drogatas, antisistema), burgueses repelentes, homosexuales divinos, cristianos represores y reprimidos y –eso no puede nunca faltar- risible beatería. Es patético, desde las primeras escenas, la solícita premura en fichar en todos y cada uno de los tópicos: Los diálogos contendrán un exabrupto por cada tres vocablos (el porcentaje es prácticamente fijo), irrumpirá, sin venir a cuento, una escena, seguida de otras varias, de sexo ginecológico -que ni siquiera posee el atractivo cateto de las antiguas exhibiciones del calzoncillo celtibérico- y reinará en el argumento la tristeza o/y la sal muy gorda,
Simplemente la verdad está proscrita, los temas trillados según conveniencia del clan de la Bondad Oficial y la distribución de nóminas, la iconografía reducida al mito Buenos/Malos que es desde hace largo tiempo generosa ubre nutricia de una clientela a la medida del pezón. Los figurantes acaparan foco social en virtud de su vasallaje e inquebrantable adhesión a tópicos y representantes. Basta con una relación somera de dádivas y subvenciones, de nombramientos y contratas, para obtener una adecuada radiografía de la estructura de nuevos ricos dominante, unos nuevos ricos de especial peligrosidad porque lo son a causa de su ausencia de utilidad. El filtro, en un extraño y peculiar fenómeno de nuestra época, funciona a la inversa, la pirámide se construye con los más mediocres, el programa político es presidido por la animadversión hacia cualquier asomo de valor y tiene como fin acabar con la nación que gestiona y abandonar el campo cuando ya no queden sino estulticia, rencores de terruño y deudas descomunales para repartir.
Postrimerías de la Transición
(La Franquiada)
La muerte de Franco, que había gobernado en solitario desde 1939 y falleció en 1975, de vejez, en la cama, marcó el origen de un mito que permitiría a dos generaciones hacerse con el monopolio del sujeto ético. La pacífica transición española a la democracia, que se presentaría enseguida como pasmo del orbe, procedió fundamentalmente, no de luchas y explosiones de sentimientos largo tiempo reprimidos, sino de las disposiciones y actitudes de sectores y personajes avanzados y relevantes de la clase política y del ordenamiento sucesorio que Franco en persona había previsto. El caudal de ilusión popular, el sincero y general rechazo a violencias y conflictos, el deseo de europeísmo y libertades, las exigencias del progreso, la época y el ambiente internacional fraguaron a todos los niveles un consenso de paz, democracia y pactos. Y estos últimos, asumidos en la presuposición de lealtad y con urgencia y propuestos por personas que ponían por encima de sus intereses los de España, significaron, efectivamente, la larga estabilidad de un estado parlamentario, pero también dieron cobijo, por mor de la obtención rápida de acuerdos, a la nidada centrífuga de las ambiciones de las taifas.
Ahí se sitúa la génesis de lo que iba rápidamente a ser una masa sociopolítica para la que era imprescindible la desaparición de la memoria de los hechos, el razonamiento crítico y la jerarquía de valores. Se trata de una clase polimorfa pero regida por el común denominador del parasitismo del estado de bienestar que, por primera vez, subvencionaba a las clientelas de la utopía y garantizaba dividendos infinitos a aquéllos que se presentaran como víctimas de inagotables, antiguos, presentes y siempre colectivos agravios. La filiación al bloque parásito podía ser, a veces, inconsciente pero siempre resultaba provechosa, sobre todo por el dinero que se extraía y extrae sistemáticamente del erario público, por el rosario de cargos, nóminas, invitaciones y privilegios recibidos como debido reembolso. Porque desde la okupación de un piso a la de un aula sin tener títulos o la de una sede de representación del proletariado sin cotizaciones obreras, nada hay más fácil que justificar la apropiación de bienes ajenos. De forma menos material, más difusa y generalizada, la adhesión proporcionaba la confortable seguridad de encontrarse, sin mayor esfuerzo, en el lado de los Buenos, solidarios y luchadores. Había comenzado la dinámica de la dualidad necesaria, que fagocitó, sometió y silenció a disidentes de inquietud sincera, actos loables y desinteresado comportamiento. Éstos quedaron arrinconados, fueron asimilados y exhibidos en procesión periódica o simplemente desaparecieron de la vida pública. En su lugar, en el asalto y reparto indoloro del Palacio de Invierno, proliferaron víctimas, algunas reales, virtuales muchas, potenciales grandes mayorías, de la injusticia y la represión política, ideológica, familiar y sexual.
Los grupos que ni habían derrotado al franquismo ni mostrado en su historia y en sus partidos particular amor por la democracia, las minorías nacionalistas agraciadas con una desproporcionada ventaja representativa, los alegres partidarios de la acracia divina y los aquejados por la añoranza de la guerrilla y el afán de sustituir a la Iglesia Católica por las iglesias laicas no podían conformarse con la poco excitante perspectiva de un país similar a otros, aburridamente civilizados, que funcionaba con leyes y con votos. En general, aspiraban a constituir, participar o integrarse en grupos de presión que les otorgasen bienes muy superiores a los merecidos. Para esta tarea socialistas, comunistas y nacionalistas estaban naturalmente destinados a reclutar tropas abundantes en nombre del agravio inagotable y los adecuados cultivo y dosificación de populismo, propaganda y rencor. Disponían de un caudal inextinguible de supuestas deudas, de facturas pendientes con la familia, la cultura, la escuela, la nación, la empresa, el pasado y las autoridades en sentido lato. Porque, como se pregunta en Los Intereses Creados, ¿quién no se cree superior a su propia vida?
Todos ellos contaban con el viejo apoyo de la ola de fondo de las Cegueras Voluntarias, la blanda capa de juicios precocinados sobre la cual siempre era posible en Europa afianzarse y justificar métodos. Bastaba con agitar enemigos (capitalismo, burguesía, centralismo, derecha) presididos como transfondo por el imperialismo norteamericano, y con mostrar benévola ignorancia, o al menos avanzada miopía, respecto al saldo y situación de socialismos, comunismos, dictaduras populares, terrorismos varios y tiranos de pelaje y tocado étnico diverso.
Pero lo que en el resto de Europa, y en buena parte de lo que se entiende como área occidental, se limitó habitualmente a una adoración platónica de dioses en cuyos paraísos nadie quería residir, en España produjo una trama parásita de especial envergadura, afincada con intención de usufructo exclusivo y permanencia y definida por el sistemático expolio, y la impunidad, garantizada por el chantaje al adversario de denuncia de por filofranquismo. Este peculiar tipo de dictadura, parcelaria pero extensa y en extremo eficaz, perseguía –y consiguió- el dinero, en cantidades mucho mayores que el inevitable porcentaje de corruptos habitual en los sistemas parlamentarios. Es sector que se mueve en la legalidad, blinda a los suyos y a sus normas, maneja el ruido y la calle y se hace temer mediante la amenaza de lanzar al oponente al infierno de los réprobos fachas.
El Clan Parásito se funde con las Clientelas de la Utopía en sus manifestaciones cara al público porque se especializa en abstractos, sin exigencia de compromiso, opciones y análisis de problemas concretos. Como las Clientelas, y a diferencia de los idealistas de otrora, no hay para ellos riesgo. Se trata del gratis total, un abono al mundo nuevo, la seguridad vitalicia y la propiedad apetecible, sin lucha, inversión vital, derrota, incertidumbre. Nada en común con los que apostaban años de vida, energía, patrimonio, porvenir en pro de unos ideales; ninguna relación con el grupo que se lanzaba a fundar una comuna en territorio agreste, con el sindicalista sin más ingresos que las cuotas de sus afiliados, con el que –se tratara de individuos o de regiones- optaba por la independencia al precio de vivir de sus propios recursos. La exigencia de gratuidad preside desde la educación, con su reparto de diplomas que nada avalan, hasta los nombramientos para importantes cargos de gente que, cuanto más inútil y anodina, se considera más idónea, puesto que esto permite al pueblo identificarse con la nula categoría del nombrado. Llueve la riqueza en forma semejante al impuesto revolucionario sobre nacionalismos autonómicos, que amagan con separaciones, pero de manera alguna optarían por cargar con los gastos, penurias y riesgos de un sistema federado. Una vez más, se trata de prolongar indefinidamente el chantaje postfranquista y transformar a los inquilinos de los nuevos virreinatos en una cola interminable de acreedores.
Para crear y mantener, en una economía de mercado, una fuente tal de ingresos, que no se basa en el rendimiento sino exactamente en su contrario, en la falta de producción material e intelectual y de expectativas de aportarla, hacía falta al grupo de presión un mito fundador que sirviera continuamente de transfondo, apoyo y punto de referencia, y este mito debía ser completado con una iconografía social cuyo empleo continuo produjera apegos tan fuertes que anulara la evidencia e hiciese posible, como mucho, la inhibición pero nunca el explícito rechazo. La que se podría bautizar como La Franquiada fue la epopeya mítica a contrario, elaborada sobre la figura de un dictador que se revelaría como providencial para muchos (ciertamente no para sus auténticas víctimas), Francisco Franco, contra cuya perversidad y tiranía se habría combatido sin cese y al cual se deberían todos y cada uno de los males. La denuncia de su herencia, junto con los epítetos de rigor, serían los instrumentos de legitimación en el poder, en la distribución de fondos y en la ocupación de Administración y servicios públicos, en los que Educación ocupó un lugar destacado, lo cual explica su temprano asalto y completo desguace.
Según conveniencia de la Clientela, la historia debe seguir desde sus orígenes el esquema opresores/oprimidos, avanzados/retrógrados, imperialistas/resistentes, en un estilo mezcla de comunismo maoísta y teología de la salvación ecológica, nacionalista, beatífica y étnica. Debe, pues, desaparecer de los libros de texto y del conocimiento popular la sucesión cronológica de hechos, y la mayor parte de éstos ser trillados en virtud de la óptica del credo dominante. La Guerra Civil no puede contener sino alabanzas al bando republicano y barbarie y crimen del lado franquista. Que los comunistas, durante y después de la contienda, defendieran sistemas mucho más nefastos y enemigos de las libertades que la autocracia implantada por el general español era algo que no cabía ni pensarse, aún menos escribirse. De forma prácticamente abrumadora, durante tres décadas, en papel y radio, en aulas y en pantallas, los muertos lo fueron sólo si eran víctimas de según quién, los pantanos serán malos por ser obra del antiguo régimen y los bloques de hormigón de los molinos eólicos que destrozan el paisaje excelentes en cuanto pagados por los representantes del Progreso. Los cadáveres tienen permiso a la existencia y a los honores del martirologio si son de miembros del maquis o han pertenecido, antes o después de la dictadura, a anarquistas, comunistas, milicianos, pero jamás se citaba a los asesinados en tiempo de la República, empezando por el presidente del partido de la oposición, ni a los muchos miles de religiosos y de gentes del común que habían pagado con la vida sus creencias. Tampoco gozaron de renombre alguno los mil muertos por el terrorismo nacionalista, del cual se aprendían, por cierto, las hazañas en las escuelas del País Vasco y Cataluña. Finanzas y estadística muestran el expresivo gráfico de a dónde ha ido a parar la sangría de dinero público y de quién ha ocupado más y durante más tiempo espacio mediático.
Pero el tratamiento de los grandes episodios no es, quizás, más importante que el recurso a un totalitarismo sutil que ha logrado, con gran éxito, polarizar la pluralidad e identidades propias de las personas en dos comunidades antagónicas emparentadas con dualidades inexistentes (tal que las dos Españas, que ni hay ni hubo jamás) de las que una, la derecha, sería un leproso social. Esto se hizo con tanta eficacia que atacantes y atacados, entraron en el juego y los últimos, huérfanos de discurso propio y sobrados de miedo y de complejos, admitieron las armas verbales del adversario. El chantaje a base del recitado de La Franquiada y los mitos maniqueos no sólo ha asegurado a dos generaciones de clientelas generosa subsistencia, sino que ha confinado de forma artificial y ficticia la vida y comportamientos cotidianos, despojado a los actos de su valor en sí para hacer depender éste de la etiqueta progresista o reaccionaria, y obligado a los ciudadanos a plegarse a una dualidad esquizofrénica entre lo que su intelecto deduce y ven sus ojos y lo que es preceptivo alabar, denigrar, suscribir o ignorar. El bipartidismo parlamentario pone, además, el colofón institucional a una dinámica mucho más extensa y vasta, hasta llegar a un punto en el que quizás tan sólo los movimientos civiles, agotadas las últimas monedas del arca de los repartos gratuitos, puedan hacer estallar la burbuja de una ficción tan larga e impostada como para sus gestores rentable.
La enseñanza sirve y refleja con claridad meridiana el proyecto del Partido de la Clientela, le prepara simpatizantes y lo nutre del mayor fracaso escolar posible: la prohibición por ley del fracaso. El dominio que sobre Educación ejerce la trama parásita, apoyado por la inoperancia de una supuesta oposición sin oposición fáctica alguna, es rigurosamente incompatible con calidad y conocimientos. Se admiten cábalas respecto hasta dónde puede prolongarse bancarrota tan evidente, si necesitará ser demolida por el ariete exterior de la situación mundial o su integridad está llamada a desmoronarse un buen día, como el Muro (que ya siempre será el de Berlín) de resultas de su propia caducidad.
Ese muro representa el de tantos otros paraísos sociales que invariablemente han sido y son saltados en una sola dirección para huir del edén que limitan, son el Partido dueño como ninguna iglesia del país-parroquia, el chamán-presidente y la jaima de caciques locales. Los que disfrutan de las libertades, más allá del muro, a las que pretenden acceder los huidos alaban, a muy prudente distancia, las virtudes de los lejanos faros de la comunidad perfecta. Los habitantes del edén callan y huyen, saltan los muros de tierra, mar, alambre y visados, y pasan, dejándolo todo, arriesgándolo todo. Lo hicieron –y en algunos casos aún lo hacen- desde Vietnam, Laos, Camboya, la República Popular China, Cuba, Corea del Norte, el área de la Unión Soviética y los diversos experimentos africanos apadrinados por ésta y por China. Lo hacen en pateras, fondos de camiones, balsas y en silencio, mientras los constructores de muros hacen dinero a su costa.
Adiós, parque temático, adiós
Si en el interior logró imponerse con éxito el chantaje pseudohistórico, el mito legitimador de la gran lucha contra la dictadura y de la justicia que asistiría, con efecto retroactivo, a las tribus victimistas, desde el exterior España ha sido generalmente descrita a partir de la Transición con unos términos que se ajustan perfectamente a los intereses de la coalición populista aspirante a nuevo régimen. En el extranjero se dieron por buenos la imaginería, discurso y referentes del binomio antagónico, la adjudicación identitaria de Progresismo y Bondad, el juicio y valoración, no de actos, hechos y personas concretos, sino de las cosas en función de quiénes las llevaban a cabo y en nombre de qué.
No puede menos de admirarse la habilidad en la propaganda del núcleo blindado por el epíteto izquierdas y antifranquista y por ello dotado de la mayor de las legitimidades y merecedor de universal simpatía. Desde fuera, se difundió la visión de una nueva España, siempre romántica, lejana y diferente, poblada ahora de Cármenes solidarias, apasionadas e idealistas. Tiene su encanto un joven reducto de ese socialismo, que de ninguna manera se quiere en casa, en la Europa de los ideales marchitos, un florecer de nacionalidades oprimidas que emparenta con el gusto ecológico por los buenos salvajes. Resulta incluso decorativo y agradable (siempre que mate lejos) un grupo independentista armado.
Los corresponsales han recorrido, se supone, la geografía española y no han advertido que, ya desde antes de Franco, con él y después de él, el País Vasco y Cataluña han sido las regiones más favorecidas, mientras que, hacia el interior Castilla despliega sus parameras soledades. No han leído la historia de obras públicas ni industrializaciones, ni observado quizás que las reivindicaciones de fueros medievales destrozan la igualdad ciudadana de deberes y derechos. Las publicaciones extranjeras no parecen haber visto hasta hace dos meses que en los colegios públicos catalanes no se puede estudiar en español y que no hay valientes defensores de independencia o federalidad auténticas sino vampirismo de los Presupuestos Generales del Estado. Consideraron igualmente indigna de atención la esencial diferencia entre mil muertos de las pistolas y bombas de ETA (sin que las familias de los asesinados se tomaran nunca la justicia por su mano) y el IRA, con los enfrentamientos entre los dos bandos armados. No se les ha ocurrido que resulta extraño en Europa un país, bastante antiguo por cierto, prácticamente sin bandera, himno ni símbolos porque la apisonadora del Clan Progresista Dual ha impuesto (excepto en el fútbol) la vergüenza de asumirlos y la culpa de utilizarlos. No han descubierto hasta ayer por la noche que se les jubilaba Carmen y la fiesta, y van a advertir con estupor que el desastre educativo y el económico caminan a la par y son producto de décadas de una densidad sin igual de parásitos por metro cuadrado, con paréntesis temperados por algún Gobierno honesto y eficaz que en Enseñanza, sin embargo, no tuvo arrestos para desafiar a la trama de intereses.
La España temática, de tribus felices, socialismo con rostro angélico, alianzas multiculturales y prohibido prohibir ha sido un producto de exportación preferencial. El núcleo agraciado con poder y medios cuida con esmero, cara al público foráneo, la simpática imagen de demócratas modernos enfrentados al recuelo postfranquista. No deja de llamar la atención encontrarse hasta en los kioskos de pueblos minúsculos de la nórdica Europa con el diario español oficioso del partido oficial del Progreso, constatar que en la prensa local y en los autobuses de Australia la autonomía catalana, nutrida muy diferencialmente en los Presupuestos del Estado, se paga publicidad-página completa, todo color- o grandes espacios en autobuses, para animar a ir a Catalonia y para promocionar ad náuseam una película, tan mediocre como subvencionada, en cuyo título figura Barcelona.
Es aún más conmovedor seguir el reflejo de España en algunos números de una revista tan prestigiosa como The Economist. Poco hincapié hizo ésta en elementos tan significativos del atentado del 11 M como la masiva y bien preparada campaña de agitación contra el Gobierno, entonces del Partido Popular, campaña que, en días tres, dio adecuadamente el vuelco a las elecciones generales del 14 de marzo; ni se habló del oportuno suicidio colectivo, poco después del golpe terrorista, de los supuestos culpables, ni del tratamiento de las pruebas, ni del rosario de disposiciones que siguió inmediatamente a los hechos y que coincidían en la voluntad de fragmentación del país, el empeño en consumar el hundimiento educativo y el enriquecimiento de de vasallos y aliados. Poco escribió la prensa extranjera sobre el silencio sepulcral, o el tratamiento mínimo y desdeñoso, de la gran mayoría de los medios de comunicación respecto a manifestaciones contra el Presidente y su política de pacto con los terroristas de ETA, aunque éstas llenaran las calles. Se asistió allí a un curioso fenómeno de escisión de la realidad entre la material y la mediática. Salvo excepciones, se ha reflejado por doquier el tono del periódico oficioso del régimen establecido en 2004, y difundido una imagen joven, ingenua, bienintencionada e inocente de socialismo al hispánico modo, deseoso de limpiar el territorio (convenientemente dividido en feudos autonómicos) de reminiscencias del nacionalcatolicismo franquista y de inaugurar el futuro luminoso de la modernidad laica. No se han visto reportajes sobre la inmensa trama de beneficios, de repartos sin otra lógica que el clientelismo, más mérito que la falta de él ni otro logro que la ruina final de Administración, Educación, erario público, productividad, cultura y desarrollo intelectual. Nunca ha aparecido, como en una transparencia, junto al discurso de los tópicos bipolares, el organigrama de los auténticos, y nada duales, clientes de la Transición.
Un diciembre tras otro, The Economist ha acogido, respecto al tema español, en sus números especiales de previsiones para el nuevo año a plumas notoriamente favorables al partido socialista, superándose a sí misma en The World in 2009 con su Message from Madrid, firmado por el presidente Rodríguez Zapatero, quien lograba así, cara a una escena internacional en la que España no ha dejado de perder peso durante los cinco últimos años, una impagable página de propaganda. El artículo era de una inanidad llamativa y consistía en ir enhebrando tópicos buenistas –acordes con la foto sonriente y juvenil cuyos colores de fondo (verde, blanco y ocre) estaban cuidadosamente alejados de toda asociación con la bandera española –sin el menor anclaje en casos específicos y situación económica. En una especie de larga carta a los Reyes Magos escrita con almíbar, se sucedían exhortaciones de obligado consenso que iban de la tolerancia a la igualdad de sexos, de la lucha contra el hambre y la pobreza a la protección de marginales y desfavorecidos, de la paz y las energías limpias a las donaciones alimenticias, de la ayuda al Tercer Mundo al combate contra el calentamiento global. La vaguedad, bien calculada, no ofrecía asomo de conflictos e intereses contrapuestos, de agresiones y amenazas ante las que es forzoso tomar partido, y se guardaba muy bien de tratar la situación española. El título anunciaba un mensaje desde Madrid, pero en el texto sólo se citaba Barcelona, y esto dentro de un proyecto de alianza mediterránea (únicas palabras subrayadas en negrita) en el que –a falta de otros foros y categorías- el Presidente aspiraba a brillar, al tiempo que ofrecía sonrisas dialogantes a Oriente Medio, Asia, Latinoamérica, los Balkanes, Rusia y Turquía.
Lo interesante de este artículo eran los vacíos y el refugio en colectivos, sin empacho de que, en la práctica, éstos abrigaran regímenes de escaso o nulo carácter democrático. Propugnaba, en realidad, un entendimiento, no en función de sistemas y organizaciones basadas en legalidades y libertades, con individuos, gobiernos y países caracterizados por actos de verdadero progreso, sino ofrecido a variantes de tribus, etnias y tiranías. De Estados Unidos no se hacía mención alguna. Se trataba de un texto escrito de espaldas a Norteamérica y aferrado a una Europa entre amorfa y provinciana, caracterizada por su inconsistencia y disponibilidad respecto a África y Asia. No en vano resplandecía la ausencia clamorosa de la palabra misma de terrorismo. Éste, sus víctimas y las estrategias para combatirlo, eran voluntariamente ajenos al plan del autor del artículo. Lucha y masacres, mal y riesgo, defensa de civilización y libertad, rechazo de fundamentalismos, teocracias y totalitarismos no formaban parte del bagaje verbal del sonriente mascarón de proa del barco insignia español. Aunque detrás hubiera tripulaciones víctimas del peor atentado ocurrido en Europa, galeotes de una matanza cuyos cadáveres yacen, hasta hoy, mal enterrados en el subconsciente colectivo.
En el artículo no se hablaba apenas de un país (el término España se sorteaba con esmero) ni de una política; igual ocurría con la palabra Educación, clamoroso fracaso español del que apenas se ha hecho eco la prensa extranjera; ni se hacía referencia a raíz histórica alguna. Entidad nacional, sustrato grecorromano y cristiano, empeño universal del liberalismo de las Luces habían sido secuestrados para facilitar el entendimiento con sectas, feudos y clientelas vestidos con los diversos tonos de la utopía.
De la costumbre de leer consideraciones benignas sobre España da idea la ira que despertó en los gobiernos autonómicos una tímida crítica de The Economist. Con sorprendente retraso, el corresponsal anglosajón descubría el hecho insólito de que en buena parte del país los niños no pueden estudiar en español, y ello gracias al desguace en cacicatos, a la iniciativa del PSOE y al oportunismo y cobardía de Partido Popular. En otro artículo, la revista anunciaba el final de la fiesta ibérica, la crisis económica y la inexistencia de reformas. La indignación levantada por esos artículos (que denunciaban hechos obvios) delata por sí sola el hábito de impunidad y silencio.
El gobierno de la España actual tiene, en cualquier caso, garantizada la buena imagen exterior por la simple razón de que nunca será enemigo: Cederá blandamente en los conflictos de intereses, se guardará de proteger a sus ciudadanos y sus fronteras, pagará rescates y comisiones, comprará elogios y firmará lo que le pidan, adulará reyezuelos, rogará en las asambleas, ignorará crímenes y tiranos, ofrecerá cada vez a los mejores postores la indefinición nacional y la libre disposición de sus recursos. Amén de por la comodidad del tópico dual postfranquista, el tratamiento desde el exterior de una nación vergonzante se explica por la fácil simpatía que inspira quien no es susceptible de erigirse en contrincante económico, exigente negociador ni igual respetado por sus pares. ¿Quién se molestaría en inventarle a esta España otra Leyenda Negra?
De iconos y cruzadas
La demolición educativa apunta a las paredes maestras de Ilustración y Humanismo. Sin memoria, humanistas ni profesionales libres y calificados queda un vasto hueco disponible que se rellena con la entrega de la formación a mercado, mafias, consignas y un estatalismo que se ofrece (de forma en apariencia optativa pero en la práctica obligatoria) como alternativa salvífica contra la inseguridad, la falta de conocimientos reales y la ausencia de identidad cultural alguna. Pero se trata de lograr gratis, no sólo la apropiación de los bienes ajenos, sino la generalización del dominio y cambio de régimen. Es, además, preciso un diario de batallas ideológicas que anule en la consciencia colectiva la inmensidad del latrocinio institucional. Por ello se impone una cruzada en toda regla que arrebate a la religión más extendida parroquia y territorio. A la católica le corresponde el papel de nuevos judíos, responsables desde la Edad Media de sequías, crímenes, expolios y peste. Hacen falta enemigos a la nueva fe estatal, que es muy de este mundo y no tolera competencia. Por ello conviene trillar del cristianismo sus puntos más sombríos, magnificarlos y difundirlos sin cese en una filmografía en la que, si no aparecen un prior sádico y un obispo siniestro, no se cobra, y hay que hacerlo en los libros de texto, en la pequeña y gran pantalla y en la curiosa simultaneidad de emisión de mensajes, temáticas y campañas. Para un reparto y disfrute sosegado de poder y bienes, el clan, la sociedad anónima amalgamada por la codicia de las tribus necesita proyectarle al público entes culpables de sus frustraciones, carencias y desdichas, y hacerlo de forma bipolar. Para ello se forja y exhibe el dios bueno de un Neohumanismo del goce, la libertad, la sexualidad, la vida grata; una caricatura de Montaigne y Epicuro (que, gracias a la LOGSE, nadie sabe quiénes eran), un prototipo relativista multicultural y permisivo cuya universalidad radica en la promoción, como norma, del mínimo común denominador intelectual y moral y la asimilación de profano con positivo. El cristianismo sirve, con la técnica insistente de lluvia de todos los tamaños, de polo negativo, asimilado a dolor, sumisión, tabúes, sociedad represiva, ética incómoda, mortificaciones, trabas y tristeza.
La propaganda precisa manejar una amalgama de villanos y poderosos, de emociones y de instintos. De ahí el recurso incansable al mundo del sexo, la exhibición de lo íntimo, la guerra (sobre todo en la enseñanza) a la excelencia, la exaltación de lo marginal paralela a la imposición, subvencionada, de feísmos y mediocridades. Esto permite la intromisión estatal en lo privado, la minimización del elemento intelectual, la distracción respecto al expolio. Hacen falta iconos, banderías verbales. Palabras como aborto, familia, homosexual, matrimonio pasan a desglosarse de todo contexto, a vaciarse como referentes de su normal significado, para transformarse en pendones facciosos y armas arrojadizas, denuncias de agravios inexistentes, símbolos de represiones y reivindicaciones resucitadas o creadas artificialmente al efecto. Tras esta pantalla de efectos especiales, siempre coyunturales y nunca inocentes, hay hechos materiales muy simples, el generalizado latrocinio tribal que prolifera, tras décadas desde la Transición, con el hambre virulenta de las segundas generaciones. No hay país en Europa que presente una trama parásita comparable a la española, de tan insostenible coste y blindada estructura. No hay nación cuya disolución como tal y cuya ruina estén gozando de semejantes silencios e impunidades. Que empezaron, hace ya décadas, en el recoleto mundo de las aulas.
Sin Damasco
A no pocos agnósticos y a muchos ayunos de toda creencia acostumbrados a cabalgar en simpatías socialistas y fobias clericales les ha fallado el caballo. Les ha cegado, desde el duro suelo de la realidad, la luz de evidencias inaceptables. Y sin Damasco. Algunos de estos jinetes estaban en lo que fue buena enseñanza pública, asistieron, en nombre del partido del progreso, a la demolición de aquel pilar genuinamente democrático. Entonces se les ha aparecido, en mandorla de riguroso luto, el hecho incontestable de que puede haber iglesias laicas mucho más peligrosas que el viejo enemigo católico, se han encontrado conque los comisarios de la nueva sociedad y el hombre nuevo superan ampliamente en virulencia al fraile de su recuerdo infantil, han descubierto que la codicia del clero de este mundo, cargado de familiares, herederos y vasallos, es mucho más de temer que las prácticas de los seguidores de la doctrina de Pedro y el Reino del Más Allá. España está alfombrada de Saulos que, sea pastan en los establos del poder, sea- los menos- deambulan, sin caballo de repuesto, por el extrarradio de la obediencia y reniegan del revolucionarismo vicario y el izquierdismo de pro. Pero hace mucho frío en la infantería. A falta de pastos para todos, la recompensa de ignorar luz y voces puede ser simplemente la continuidad, pese a todo, en el seguro recinto tribal donde transcurrió la adolescencia, el fichaje periódico en el anticlericalismo militante y la comunión en repugnancia estética (¿cómo no despreciar al ritual objeto de burla?) con la crema social que, desde el hipódromo y el concierto, echa un vistazo a la antigualla creyente y caritativa. Muy pocos admiten la simple evidencia y, para los escasos Pablos sin Damasco, sin caballo y sin humor para perdones, no existen sino el anatema diabólico y la soledad altiva del cimarrón.
La caída viene repitiéndose desde hace un siglo. Han menudeado cabalgaduras y Saulos que tropezaron con la irrefutable certidumbre de que los dioses y la iglesia que adoraban (nacionalismos, fascismos, ,comunismos, socialismos) eran falsos y su credo ruinoso y mortífero. Pero eso, lo del País Vasco, los colegios catalanes, los guetos judíos, los Países del Este, La Habana, China o Corea del Norte, les ocurre a otros. ¿Cómo aceptar que el dictador Franco era un dechado de liberalidad y progreso al lado de Stalin, Castro, Mao y el ayatollah Jomeini? ¿Cómo admitir que el viejo, odiado y útil símbolo de la España franquista no descalzaba en opresión y crímenes a un Sadam Hussein, a cuyo Irak quedaba tan bien ir como escudos humanos? A diferencia de Saulo, las cegueras han sido y son, en estos casos, perdurables, rentables y francamente cómodas.
Tres objetos enormes permanecen como símbolos, metáfora y expresión plástica del presente, clavados frente a una opinión pública que se empeña en ignorar, pese a la talla, su presencia: Los vagones destripados del atentado de la estación de Atocha, en Madrid, se descomponen interminablemente en una vía muerta sin culpables. Los molinos eólicos despedazan el aire y el paisaje, la modesta riqueza de los horizontes de La Mancha, e hincan en ella ejércitos de los peores gigantes, los de una contaminación monstruosa y perdurable de hormigón y de acero. La bancarrota estatal apila cifras de deuda y de deudores al tiempo que fabrica menesterosos agradecidos y sopistas defensores del testaferro. En todos los casos hay inmensos beneficios para las clientelas: Vuelco de política y gobierno; extraordinarias subvenciones y golosísimos y blindados acuerdos entre los fabricantes de molinos, el vecindario y el Estado; compra a precios de saldo de fidelidades a costa de las víctimas. Y, por grandes, hambrientos y prolíficos que sean los gigantes, no hay protestas; ni siquiera (en un completo ejercicio de maestría en la manipulación política) intención de hacerlas. En esta iglesia del escándalo por tirar colillas y pisar una rama, es pecado ver el ejército de los molinos eólicos.
El rapto de la de realidad, la fabricación de salvadores fotogénicos, la agitación calculada y dosificada, la manipulación de elecciones, la elección de Presidente, no por su programa y valía, sino por su apariencia o por sumisión al chantaje de un atentado, la eliminación del Humanismo en cuanto base cultural, exigencia intelectual y jerarquías éticas, todo ello está enlazado y es propio de una época de vivencias virtuales en la que no hay verdad o mentira; sólo cambio de cartas y estrategia en el espacio, sin referencias ni tiempo, de una continua narración y una cadena de estímulos. Pero la evidencia siempre ha estado ahí. Educación era un caballo pequeño, pero –tiempo al tiempo- por él puede perderse una batalla. No hay más luz celestial que el desnudo rostro de lo que se sabe y se oculta. Ni más Damasco que el valor de reconocer su precio y consecuencias.
El Tiempo del Sueño
En principio fue la idea, y en función de la idea se crean o se deshacen libertades, prosperidad, sabiduría y justicia. En ausencia de los principios trabajosamente logrados por procesos que se iban alejando de la barbarie y se consideraban comprometidos con la Humanidad entera, no queda sino vaciedad, la indignidad de la claudicación y de la vileza inconscientemente asumida, y quedan, a todos los niveles, la rapacidad y violencia de pequeños señores de la guerra, física y mediática. El enemigo común de talibanes, sectas sociopolíticas o reyezuelos autonómicos son los Estados de Derecho e igualdad ciudadana. Datos, responsabilidades individuales, memoria, educación, causa y efecto, cuanto hila futuro y pasado en el espacio grande de las ideas universales es –plural y no dual- su adversario. Porque esas ideas fueron y son, como en el tiempo australiano del sueño, el principio de todo, y precisan, para ofrecer una vida mejor, de la recuperación de enseñanza y conocimientos, de la visión del mundo y la civilización como general herencia humana. Precisan del rescate de la Ilustración.
(Publicado en Foro de Educación, nº 11-Edit. José Luis Hernández Huerta. Salamanca 2009)
Mercedes Rosúa
[1] La Ley de 2006, LOE, fue anunciada, con gran apresuramiento, por el PSOE nada más ganar las elecciones de 2004.