Adolfo Suárez muere el 23 de marzo de 2014
Definitivamente. Porque su cerebro se había vaciado de recuerdos desde hacía años. Y su muerte, de una forma extraña, me ha llenado de tristeza. Todos los epítetos verdaderos se han unido para desgarrar el tejido que quedaba de una época –los setenta, los ochenta- que se identifica con lo más ilusionado de mí, con lo más ilusionado del país, con la referencia lejana de gentes y hechos respecto al telón de los cuales los protagonistas de la res pública actual son de una mediocridad y de una vileza abrumadoras. Se me va, con ese hombre que ya se había ido, un trozo de mi vida, y es desolador lo que queda al descubierto, como el vacío entre los huesos al quitar la piel.
Me equivoqué en su momento al tratar a Suárez, también comulgué con los tópicos y los insultos que sembraba a profusión ya entonces el Partido Socialista. De algún modo escribo esto para que aquel más bien fugaz (por decisión propia) primer presidente de la Democracia, uno de los padres de la Constitución, de la Transición española famosa, me perdone. Para perdonarme yo y salvar, aunque sé que no lo puedo, un jirón de aquellas ilusiones, de la viveza que incluso en sus penas y desgarros poseía en el fondo el don de la esperanza. Con el gran funeral de Estado que le preparan amigos y enemigos, mientras aceleran motores de capitalización oportunista, se me llena de tierra a paletadas el pecho, lleno de recuerdos, en el día de hoy.
Madrid, 23-III-214
M. Rosúa