EDUCACIÓN Y MIEDO
M. ROSÚA
La educación está en alerta roja. Las directivas cardinales del Gobierno, acuciado por la caducidad de un poder que creía indefinido, son fundamentalmente tres: Ocultar el fraude económico y la regresión académica de lo que se presentó como reforma educativa y es en realidad la quiebra de la enseñanza pública, continuar controlando los muchos miles de puestos en los que ha colocado a una clientela agradecida y servil, intimidar al resto del profesorado, que anteriormente ocupaba sus categorías, cuerpos profesionales y niveles por méritos propios objetivos y académicos, y obligarles al silencio, a la aparente colaboración voluntaria con la reforma y a la obediencia automática como actitud propia del funcionario.
Para ello se recurre al miedo. En un ambiente en el que se repite que sobran funcionarios, de demografía – y por ende de alumnado- en regresión, con índices de paro que permiten presentar cualquier empleo fijo ante la opinión pública como un privilegio, nada más fácil que atropellar. El miedo no es nuevo y hace tiempo que el trabajador estatal sabe que de no demostrar su adhesión a la política, en este caso educativa, no dará el «perfil de candidato» para un puesto o una promoción, podrá ser enviado a un destino que no desea «por necesidades del servicio», ser postergado a otros de inferiores méritos, cargado con el máximo legal de tareas, abrumado de presiones legales. La reclamación y el recurso representan, en el mejor de los casos, victorias pírricas, tras años de soportar el abuso y pagar abogados. Los que eran profesores agregados y catedráticos de enseñanza media resultaban un estorbo para la promoción de otras clientelas gubernamentales y sindicales rentables en votos. Hoy, la premura potencia el recurso al miedo. La inspección multiplica las presiones para disuadir al profesor más honesto de firmar calificaciones bajas y reflejar los niveles reales del alumnado, las exigencias de base en las asignaturas serán ínfimas y sabidas desde el principio de curso por los alumnos según la regla del mínimo esfuerzo, la burocracia se multiplica, el docente estará obligado a rellenar papeles continuamente, a justificar sin cesar su labor. Las fuentes reales de riqueza intelectual, que son la creatividad personal y la libertad de cátedra, se ven prácticamente laminadas por el control cotidiano y la unificación por abajo según un criterio que se presenta como un híbrido de paternalismo misionero y pragmatismo docente. El concepto de comunidad escolar que se pretende imponer en los institutos se caracteriza por la ausencia de respeto hacia los profesionales que disienten y por la aversión hacia la calidad, la eficacia y la labor individual. Lo que conviene es transformar los institutos en grandes contenedores de enseñanza primaria, en los que los alumnos permanezcan el tiempo que marca la ley y salgan automáticamente con un papel en el que se haya eliminado la palabra «suspenso», mostrando así las bondades de la reforma que ha vencido al fracaso escolar. Los profesores formarán en estas comunidades un conjunto sumiso, indiferenciado y obligado a ocuparse de todo, sea impartir cualquier asignatura, vigilar o encargarse de tareas de oficina.
Esto es útil, desastroso desde el punto de vista educativo y denigrante en lo personal, pero útil: La indefinición de tareas produce ausencia de derechos e indefensión profesional. Además, proporciona a inspectores y asesores del Ministerio de Educación la justificación de sus puestos en forma de una corriente de papeles que alimenta despachos y salva de un trabajo en las aulas al que nadie desea volver. Tal política es particularmente útil, porque crea un clima de inhibición y temor permanente, promociona la autocensura y garantiza la obediencia, porque el profesorado teme verse sometido al máximo de horas lectivas, no por legal menos agotador e insufrible, ser desplazado, denunciado por los padres si suspende, acosado por revisiones e inspecciones, abrumado por reuniones que transformen sus días en jornadas laborales de doce horas. Todo esto sin hablar de que el disidente se excluye de las pequeñas prebendas que hacen más agradable la vida cotidiana en el centro y de la posibilidad de ocupar fuera de él puestos de interés. Cuanto significa mejora corresponde a candidatos a los que la participación en los cursos y política de la reforma educativa otorga una puntuación mucho más generosa que la asignada al mejor nivel objetivo.
Sobran quizá funcionarios, pero faltan para dividir clases de cerca de cuarenta alumnos, para atender al público, agilizar trámites y ocupar niveles de base hoy desguarnecidos. Cualquier política que pretenda en el futuro racionalizar y mejorar la función pública se hallará con un entramado de intereses tan extenso que la tarea parece imposible. Empero, y aunque se haya consagrado el fraude durante estos años a golpe de BOE, el saneamiento de la Administración es imprescindible por la sangría económica y la losa de mediocridad que representan esas capas de funcionariado parásito, prepotente e ineficaz, o simplemente promocionado a niveles que no le corresponden.
El timo de la reforma educativa, de su inexistente financiación, es parte del endeudamiento general del país, que ha pasado de 2,8 billones en 1981 a 45 billones en el 92, un 64 por 100 del PIB. El supuesto avance en educación ha sido un engaño y ha destruido el ideal democrático y social de la buena enseñanza pública. El colofón es el triste papel de comisario político que se hace representar a enviados del MEC que llegan a los institutos exigiendo adhesión, control y papeles, imponiendo el EVA (plan de evaluación de centros) y la dinámica de continua supervisión. Con tal atmósfera de libertad, autonomía y respeto, las consecuencias son previsibles: aparente y súbita elevación del nivel de los alumnos, aprobados y sobresalientes masivos, familias felices, ausencia de reclamaciones y de fracaso escolar, rendimiento de los docentes medido al minuto y digno de las zafras del castrismo.
Ni que decir tiene que toda esta dinámica stajanovista de evaluaciones de eficacia, de intentos de escatimar en el computo lectivo los cinco minutos entre clase y clase, irrupciones imprevistas en las aulas, etc. se detiene en los niveles más cómodamente aposentados en la Administración. El profesor es un don Tancredo útil para atraer los golpes de la frustración pública. Pero cuando estos años hayan pasado quedará el penoso recuerdo del miedo, de ese miedo disfrazado de indiferencia, y de ese otro, mucho peor, que, en su intento de defensa, reclama la extensión general de la atmósfera de aberración policíaca («¡que me inspeccionen, pero también a los demás!, ¡que controlen, que evalúen a todos!»); quedarán el temor y el silencio que han cultivado los que un día prometieron ilusión, quedará el miedo que hoy se complacen en observar en su sumiso auditorio.
(Este artículo apareció en el periódico YA del martes 16 de enero de 1996, en la página 6 de opinión, sección TRIBUNA ABIERTA. Los años que entonces eran venideros han justificado todas y cada una de sus previsiones).