EGIPTO È VICINO
M. Rosúa
(Este artículo apareció en 2009 en la revista del Instituto de Estudios del Antiguo Egipto, IEAE.)
Egipto, el Antiguo y lo que del Antiguo continúa desvelando el actual, es y puede ser cercano, abierto y fuente de apreciaciones útiles para la común especie a la que sus integrantes pertenecieron. Uno de sus rasgos más peculiares es el interés que suscita. A ello se atienen las reflexiones que siguen, exentas de pretensión erudita alguna. Ni intención ni dedicación ni conocimientos arqueológicos concurren en esta somera empresa.
Parece, sin embargo, posible y no completamente inútil expresar algunas observaciones marcadas por el enfoque del simple observador lego, perfectamente ajeno tanto a las tareas investigadoras como a la corrección sociopolítica y al temor, inevitable en los egiptólogos profesionales, a la reprobación de sus pares.
El Antiguo Egipto suscita tales devociones, entregas, rivalidades y disputas que, es sin duda, difícil para los estudiosos sumergidos en el tema tomar distancia y contemplar desde el exterior la sorprendente dimensión del fenómeno receptivo en sí, de lo que viene suscitando desde hace ya siglos la contemplación de esa cultura, la evolución de las reacciones, las variaciones y adaptaciones forzosas a circunstancias ajenas al saber y al trabajo de campo, las perspectivas de futuro y analogías con lugares y sucesos del pasado y del presente.
Las reflexiones que brotan en la tranquila inocencia de la ignorancia pueden funcionar como la pezuña del burro a la que se debe algún que otro hallazgo subterráneo. En la gratuidad y ninguna aspiración a la controversia de estas líneas reside, para el lector egiptólogo profesional acostumbrado a un medio particularmente puntilloso y áspero, su posible interés.
EL GRAN JUEGO ORIENTAL
Si la Edad Contemporánea se caracteriza por marcos decididamente globales del mundo, el renacer de Egipto a la opinión pública viene de la mano de la geoestrategia y de las Luces. Son tiempos en los que las grandes potencias –Francia, Gran Bretaña, Alemania, Rusia- planifican sus zonas de influencia, seguridad y comercio. Es lo que en Asia Central, más allá del Mar Caspio, se llamará en el siglo XIX entre los británicos El Gran Juego, mientras que su contrincante, Rusia, prefiere el apelativo de Torneo de Sombras. Que comienza, de hecho, bastante antes. La nación actualmente llamada Egipto, por entonces parte importante del Imperio Otomano, entra un tablero menos conocido: el Gran Juego de Oriente Medio, la segunda Sublime Puerta, que aquí se abre hacia el Mar Rojo, el desierto rico en minerales y rutas y las profundidades de África.
Los fragmentos del Antiguo Egipto que van formando en el imaginario occidental un cuadro de grandeza están filtrados y condicionados, en su naturaleza y en los relatos que siguen a su estudio, por lo que el área de influencia de los gobiernos europeos permite y por el espíritu de unas Luces a las que, afortunadamente, todavía no había llegado el conservacionismo y relativismo a ultranza y el temor a la violencia islámica y a su control del petróleo. De lo contrario, lo salvado y conocido sería mínimo, el inmovilismo temeroso máximo y la exhibición, transporte, restauración e investigación sobre la cultura que produjo tales piezas se habría limitado a paseos por las Pirámides, un puñado de estudiosos y algunos juicios de valor previamente expurgados de cualquier asomo de eurocentrismo colonial. De la dejación en la defensa de valores y cultura son testigos los dinamitados Budas de Bamiyán.
No dejaría de agradecerse una historiografía del comportamiento árabe –ocupantes al fin- respecto a las antigüedades egipcias, los organizados latrocinios tribales, la sospechosa difusión de maldiciones terroríficas para los extranjeros que entraran en las tumbas, y les chafaran el negocio, la primitiva iconoclastia, la utilización como canteras, el trueque de piezas –por este orden- por dinero, armas y técnica. El marco en el que se reciben, seleccionan, se hacen o no accesibles y se tratan se está volviendo, al tiempo que aparentemente infinito por el acceso a Internet y medios diversos de comunicación, singularmente sumiso a organismos, personas y clanes que, desde el país de origen, practican con ese patrimonio de la Humanidad el chantaje mediático, reciben de Occidente beneficios y no corresponden con la inversión, cuidado, facilidad de difusión, acceso y visión universalista que se debería a un acervo cuyos méritos ni por el origen ni por el rescate ni por el trabajo en él invertido les corresponden. Como en tantos otros terrenos, los países y entidades que llevan cargando con el esfuerzo financiero y humano de la Egiptología sufren, a la hora de exigir al Gobierno de Egipto inspección, condiciones y claros compromisos, de una parálisis progresiva ocasionada por el terror timorato a molestar a sus interlocutores y la inseguridad de quien ha asumido mansamente, en toda su falsedad, los tópicos victimistas que nutren al oponente y que se resumen en obtener lo no merecido sin contrapartida alguna.
Desde luego, pese a la precariedad de sus medios y al enorme esfuerzo, prácticamente solitario, que la tarea conllevaba, los fundadores de la Egiptología poseían un arma que se echa cada vez más en falta: la confianza en las intelectuales que les habían venido proporcionando desde el siglo XVIII las Luces y la idea del Progreso y, por otra parte, la libertad de criterio y de expresión de personas, además, dispuestas a correr a todos los niveles riesgo individual. Naturalmente las luchas se desarrollan hoy contra burocracias inoperantes, en mesas de jerarcas y sumando, a las monedas y balas del trueque, minutos televisivos y fotos ciclópeas del bey de turno con las que clausurar una exposición. Es un esquema de tributo que parece haberse asumido como único posible, y en el que, sin embargo, una actitud exigente, firme y desprovista de complejos podría cambiar los términos en pro de una mucho mejor salvaguardia y aprovechamiento de los testimonios de la antigua cultura egipcia.
PRISIONERO DE LA UMMA
El país llamado hoy Egipto, definido como musulmán, árabe y continuador y heredero natural de la civilización estudiada por los egiptólogos, está tan lejos de esas características como el cielo del poema de ser azul realmente. Como en otros lugares de la entelequia de la Umma, la gran y total madre islámica, y más que la mayoría de ellos, está compuesto de población mínimamente árabe en origen, musulmana en su momento por imposición militar y mantenida luego en la interminable y especial Edad Media propia de las tribus asentadas y la mezcla de crueldad, corrupción, inmovilismo y minorías con aspiraciones al desarrollo típica del Imperio Turco. Occidente sigue contribuyendo no poco a la pervivencia de la nociva ficción de la Umma al aceptar los mismos términos que sus propagandistas y meter en la cárcel panislámica a poblaciones que, de hecho, son en todos los sentidos, muy variadas y que, en parte nada desdeñable, aspiran, no a formar parte de una teocracia ni a ser sucesores de faraones que se quisieron eternos, sino a vivir mejores vidas de forma muy similar a lo que, en tiempos aún no castrados por la censura verbal, se entendía por civilización y libertad. Era el caso de todas las frágiles pero crecientes clases medias que, en Egipto y demás países del área ahora bajo el fácil común denominador de islámica, aspiraron hace treinta años a la modernidad y fueron traicionadas, a raíz del asunto Jomeiny, por el mercadeo del petróleo y por un progresismo del supuesto respeto pluricultural que es uno de los disfraces más obscenos del racismo encubierto. Datos y hechos son, además, singularmente tozudos, incluso para el más sediento de esencias eternas primigenias y para el mayor enemigo de incursiones foráneas en la tribu nacional de su devoción. Así, no puede menos de notarse el prodigioso aumento demográfico ocurrido en menos de un siglo de ocupación británica, tiempo durante el cual la población de Egipto salta de seis a más de sesenta millones de habitantes, lo que no habla precisamente de efectos nefastos del colonialismo.
En lo que al patrimonio antiguo respecta, es llamativo cómo los comentadores cargan sistemáticamente las tintas (véase, sin ir más lejos, una película de estreno reciente que quizás hubiera obtenido menos subvención de no mostrar, en Alejandría, el fanatismo de los seguidores de la Cruz) en la destrucción de imágenes paganas por cristianos, que debieron de aplicarse a ello intensamente, puesto que sólo median 319 años entre la proclamación del nuevo credo como oficial y la invasión árabe, que hallaría en El Cairo su oasis. Lo conservado lo fue por la dureza de los materiales, la dificultad de acceso y la distancia. En el resto, el barro volvió al barro, lo cubrieron las arenas, crecidas y cultivos o no mereció consideración otra que cantera, refugio beduino o, más tarde, objeto de saqueo y venta.
Amén de las semejanzas evidentes, de tipo arcaizante, de todas las sociedades fuertemente agrarias, por debajo del abusivo uso de árabes, sí posee la población del Egipto actual un visible nexo con la que pudo existir en tiempos faraónicos. Es posible hoy –y quien esto escribe da fe de ello- viajar en coche de línea con Cleopatra, una compañera de asiento de soberbio porte y rostro, en todo, y no sólo en sus ojos maquillados, exacta a dibujos del interior de tumbas, que atraía peligrosamente la atención del chófer, el cual era a su vez hombre de gran atractivo físico. La gente del pueblo llano rebosa un gusto de vivir quizás semejante al de aquellos que, allí miles de años antes y hasta hoy en la isla de Bali, conciben el paraíso como un reflejo mejorado de su tierra. No desentonan de banquetes de patos, fruta, pasteles y cerveza. Tal vez tengan la oportunidad de escapar a la cárcel de la Umma, y a las diversas cárceles que, con la comodidad de quien amuebla sus ocios con pieles ajenas (la utopía, pero lejos), tribus puras y tradiciones inmovilistas, Occidente ha fabricado para ellos.
EN EL PRINCIPIO FUE LA BELLEZA
El impacto temprano, durante ya toda la Historia, de las Pirámides obedece a su masa y queda como un hito. Pero el nacimiento, como ciencia, también como pasión, de la Egiptología se debe a la belleza, al raro e inconfundible choque que producen, en este caso, la monumentalidad en difícil y logrado maridaje con el logro estético, a la reiteración de motivos que se instalan en la más pura elegancia, ni barroca ni bizantina.
Lo que se va descubriendo el en XVIII y en el XIX es la punta del iceberg que surge en un mar de arena y que reúne todos los atributos de la fascinación irresistible: las formas, la talla, el color, el misterio de escrituras herméticas, la gentileza de las figuras, la suprema elegancia de cuerpos y rostros, de vestidos, tocados, animales y plantas, el candor y erotismo de transparencias y desnudos, el diluvio de colores, la sombra, el sentimiento de lejanía en espacio y tiempo, la premura de descifrar las claves, los astros familiares, el estupor ante la perfección que preside desde el trazado de los juncos al de las estrellas, la dificultad de la empresa, la ilusión de multiplicar el ¡Al fin te veo! de Blasco Ibáñez ante las Pirámides por cientos, quizás miles de restos tragados por el desierto. El magnífico equipo científico de la expedición Napoleónica, la exclusiva dedicación a búsquedas por las que dieron la vida Champollion y tantos otros a los que han llamado con desprecio aventureros quienes ni remotamente les valen, la fiebre egipcia y sus frívolos componentes de moda y capricho no habrían jamás existido sin ese motor primero que fue el gran choque estético, inundado luego por los sentimientos románticos del orientalismo y por la cartografía y descripción completa del mundo que emprenden desde las sociedades geográficas, como la británica, hasta narradores, poetas, cronistas y los grandes viajeros.
En este proceso en momento alguno se pone en duda lo que demuestra la obviedad de la evidencia: la existencia de conceptos universales de perfección y de belleza gracias a los que se produce, por grande que sea la diferencia en épocas y latitudes, el choque estético. Y esto da a los descubridores, estudiosos y narradores una frescura y autonomía, audacia y empeño que quedarán después cegados y asfixiados por la censura sociopolítica de siglos mucho más cobardes. El Egipto Antiguo no debe el interés que despierta a sus aportes filosóficos, legales, sociales, religiosos, científicos ni literarios. Ninguna de las obras que en estos terrenos ha –que se sepa- producido lo hubiese ascendido al lugar que ocupa y originado el amplio espacio de investigación y de difusión que en él converge. Nada significativo ha sobrevivido, en estos terrenos, de su civilización, ni, como en otras por el contrario sí, se ha impuesto al paso de los siglos por el peso significativo de sus méritos. Hasta el día de hoy, y por más que se intente trasponer a cuanto la cultura faraónica concierne la magnitud de sus logros en arquitectura y artes plásticas, el énfasis de los ditirambos no se compadece con los hechos. Naturalmente pueden reposar en papiros desconocidos y lugares ignorados jurisprudencia que haría palidecer al Derecho Romano, tratados filosóficos que envidiaría Aristóteles, personajes y narraciones que marquen un hito en la narrativa, principios religiosos que condicionen la evolución moral de la Humanidad. Puede (y el misterio de su existencia es probablemente uno de los atractivos egiptológicos). Mientras, la filosofía apenas es, la religión resulta pueril y en literatura lo generalmente conocido no vale en su conjunto lo que una página de la Iliada o unos cuantos versos del Gilgamesh. En lo que parecen juzgarse cimas de lo escrito en el Egipto Antiguo se hallan ocasionales reflejos literarios en alguna metáfora, brillantes líneas aisladas, invocaciones líricas, pero ni con la mejor voluntad podrían calificarse como obras de la gran literatura. Y en nada invalida la constatación de esta carencia la teoría seminal que daría origen en Egipto, por la antigüedad de sus comienzos, a temas y tópicos (todos ellos, sin excepción, según algunos estudiosos) desarrollados posteriormente en Europa y Oriente Medio. Inspiran cierta desazón en el observador externo actitudes más propias del acólito que del reflexivo narrador de los rasgos de un reino extinto que, obedeciendo a su sistema de culto, efectuó obras de gran atractivo e interés pero que constituye, con sus éxitos y fracasos, uno más de los que han poblado el planeta.
Como otros fenómenos humanos, individuales y colectivos, y como la historia misma, la evolución no es un continuum ni es lineal. Puede existir, o no, una acumulación imperceptible, pero lo que no sucede en cientos de años es posible que ocurra, y dé lugar a cambios drásticos, en años y meses, se precipite por agentes externos o internos, responda al azar, a iniciativas personales, sabias adaptaciones o aislamientos suicidas. La verdadera literatura produce el choque estético, posee, como los personajes de Odiseo o Gilgamesh, ese principio de individualidad e incertidumbre que la elevan hasta el conjunto de la especie y la incorporan al bagaje de cualquiera de sus miembros.
LA TRAMPA DE LA GEOMETRÍA
La geometría, el impecable cruce de planos y líneas que encierran y dominan el espacio, puede ser, como la belleza, una trampa. El esplendor del arte egipcio está mezclado con y sustentado por formas arquitectónicas en las que se ha logrado lo que físicos y matemáticos llaman hermosura en una demostración, una serie de ecuaciones, una teoría. Lo que implica una muy larga y tenaz concentración de proyectos, cálculos y medios materiales en un determinado tipo de construcciones desligadas del trasiego cotidiano y de las servidumbres de la existencia habitual de los hombres. Se trata de un olimpo exclusivo del dios y de su clero, a escala de los inmortales y que, sin embargo, logra algo extremadamente difícil de conseguir: la belleza monumental, también en impecables estatuas en las que, a través de cientos y aun miles de años, las sutiles variaciones estéticas, más que mediatizar, subrayan el hieratismo de base. En lo cual son también fieles testigos de la imposibilidad de cambio que sería fatal para su sistema. Ningún epitafio más adecuado ni diagnóstico más perfecto que el poema inglés a la gran efigie del faraón caída en la arena.
En los edificios, no sólo se ha conseguido aunar monumentalidad y belleza; se hallaron soluciones arquitectónicas que hasta el día de hoy descuellan entre el bosque de rascacielos del siglo XX. La Torre Azca, del mismo arquitecto que las Gemelas de Nueva York, segadas por el terrorismo islámico, remata, como aquéllas, su blanco perfil esbelto y estriado con un borde semejante a la gola egipcia. La simplicidad es reina en un conjunto de muros, pilonos, obeliscos, columnas, estanque y celdas destinados a ser cubiertos de dibujos y tallas; y la simplicidad es extremadamente difícil. Un paso más allá de lo debido y se tienen, en el siglo XX, los megalitos totalitarios de comunistas y nazis. De ambos tiene su cuota, como poder total ajeno a la dimensión y querencias del común de los mortales, la construcción egipcia, pero resuelve de forma perfectamente seductora el reto, logra la proeza e, imitando al loto, hace crecer del fango y la caducidad penosa del presente, en la piedra, un paraíso.
Sin embargo belleza y geometría esconden, por doquier y no sólo en Egipto, una trampa nada desconocida por los totalitarios, su fría embriaguez inunda al observador, arrasa sus defensas y le ciega a toda reflexión moral. De ahí a asumir superioridades raciales, eternos destinos y justificaciones etéreas no hay más que un paso. El hombrecito de Piranesi es un gusano ocasional que vaga por las escaleras interminables de espacios que en modo alguno le son destinados (aunque a él y a su sudorosa espalda corresponda la construcción). Un día el hombrecito se pone frente a un tanque en una plaza, Tien An-Men, megalítica, de grandes e inhumanos espacios, momia dorada y Ciudad Roja prohibida a los no iniciados. Es chino, como el refrán “El agua pura no cría peces”.
A la trampa de la belleza puede ocurrirle como a la de la inteligencia: ser letal cuando no está acompañada de la caridad. Pero siempre es eficaz en su efecto. En Asia Central se alzan (Bujara, Samarkanda…) rodeadas a veces de casi nada, torres de belleza pura, palacios del más deslumbrante azul, mosaicos que reúnen en colores y formas la frescura, vergeles y flores del paraíso, las constelaciones y los astros, el vértigo del desierto y la evocación del agua. Pero son las chimeneas de fe de un violento dios único que ha mantenido abajo a un universo de siervos, instrumentos de señores de gran crueldad que arrojaban condenados desde su altura y ofrecían como distracción, los viernes, decapitaciones, mutilaciones diversas y arrancado en serie de los ojos limpiando el verdugo el cuchillo en las barbas de la víctima. A la sombra de las torres. Es difícil evitar la embriaguez de tales copas, la peligrosa perfección, el vino azul de la belleza.
DE MITOS Y DE ATLÁNTIDAS
El descubrimiento y estudio de civilizaciones antiguas comporta siempre la tentación del Shangri-la y sus sucursales, de la burbuja de perfección cultural, física y racial que habría logrado repetir, en su pureza, la fórmula sociológica áurea. Por ello Hitler buscó en el Tíbet uno de los asentamientos ancestrales de la luminosa estirpe de señores que en tiempos habría ocupado el mundo para ser luego desplazados y mancillados por razas inferiores. En El hombre que pudo reinar se trata, espléndidamente, el tema en aquellas ciudades perdidas fundadas por los hombres del gran Alejandro, y los viajeros no se explican todavía el extraño caso de los kalash, poblaciones de origen ario, iraní, que, en los remotos valle de Rukmu, en los límites de Pakistán, mantienen religión no musulmana y usos en los que las mujeres gozan de libertad, eligen marido y muestran, naturalmente sin imposición de velo alguno, ojos y piel claros. En África, hasta el siglo XIX incógnita tierra de leones en vastos espacios de los mapas, el fervor y la leyenda situarían reinos cristianos, del tipo del Preste Juan y quizás inspirados en Etiopía, encapsulados por imposible acceso geográfico y rodeados de aborígenes hostiles. Ahí se habrían refugiado judíos de las Doce Tribus, los muy reales falashas, que fueron transportados a Israel en la Operación Moisés. Ahondando aún más en el corazón del Continente Negro estarían las Minas del Rey Salomón, y murallas, y rebaños de largos y finos cuernos muy semejantes a los reproducidos por los artistas egipcios. En mitos y hallazgos hay nervio y huesos muy reales, descubrimientos asombrosos y, bajo la tierra, entre montañas, en fondos marinos que en otro tiempo estuvieron emergidos, hay puertas que esperan al explorador y científico provisto de tanto de ambición como de modestia intelectuales ilimitadas.
El Antiguo Egipto pertenecería, para los propensos a buscar Atlántidas, a los tempranos asentamientos de seres que, tras llegar, en edades remotas en las que reinaba en el resto la barbarie, a altísimos grados de desarrollo, establecer un luminoso sistema de equilibro y perfección y levantar durante miles de años monumentos que serían pasmo posterior del orbe, fueron empujados a la decadencia y desaparición completa por, entre otras causas nada claras, la agresividad, codicia y medios técnicos de pueblos inferiores. El redescubrimiento del mundo faraónico ha dado lugar a una ciencia seria y basada en los hechos, pero también a un culto en el que el escaso velo de argumentaciones apenas tapa la irracionalidad pasional de los planteamientos. Esta última faceta es peculiar, en extremo interesante para el que se aproxima al tema y dotada de rasgos de originalidad llamativa por cuanto no se da en otras ramas del saber. Por supuesto, Física y Matemáticas, Ciencias y Letras son susceptibles de inspirar pasiones absorbentes, más arrebatadoras que las sexuales, y de hecho son numerosos los casos de científicos e investigadores a los que la falta de debida estima y reconocimiento de sus argumentos o hallazgos ha llevado incluso al suicidio, o quemado como una pavesa y amargado sus días. Conviene recordar que la egiptofilia nace y se extiende en un siglo en el que los europeos exploran el inconsciente, especulan sobre los poderes paranormales, practican en tertulias escogidas el espiritismo, se ponen muy de moda las especulaciones sobre galvanismo, animación de materia inerte, experimentación alucinógena y degustación de drogas.
La Egiptología parece singularmente apta para poner en marcha mecanismos muy semejantes a los fundamentalismos religiosos. Tiene además como vecina la difusa aureola paraegiptológica que, si por una parte los nutre con una atención halagadora, por otra se presta a turbios deslizamientos en territorios ajenos a la claridad de datos y hechos. Por supuesto existe una egiptología tenaz y verdadera, pero también una curiosa deriva fundamentalista armada de condenas inquisitoriales para la discrepancia (que quizás incinerarían si pudieran), premisas indiscutibles e incluso ramificaciones esotérico-místicas en las que puede residir, para profesionales y aficionados, un peligro real, agudizado por la tremenda incultura de base producto de la formación actual (universitarios sin la menor idea de Historia, Biblia, latín, griego, etc.).
La tradición es antigua y propia, como en Roma, de épocas de vacío moral y decadencia. Los ritos de Isis, con sus magias, aguas salutíferas del Nilo y promesa a los iniciados (frecuentemente miembros de la hastiada y adinerada clase alta romana, aunque no faltaban los de muy diverso origen) tienen, como suele suceder, el atractivo de ofrecer atajos a lo Sublime y el Conocimiento sin pasar por la reflexión incómoda, el rigor intelectual siempre ingrato, la erudición fatigosa y las aún más incómodas exigencias morales y atención a los semejantes. Todo esto es normal, en absoluto exclusivo de la influencia egipcia, y se acompaña del valor añadido del sentimiento de pertenencia a una aristocracia espiritual que se reconoce por el especial acceso a y uso de símbolos. De ahí la semejanza, sin que sea necesaria la influencia directa, con ritos de logias, cofradías semisecretas, escogidos centros de meditación y sectas; también el perfume New Age de exploración y canalización de energías cósmicas, de plantas y minerales, palabras y objetos cargados de fuerza secreta que los atlantes, esta vez en Egipto, habrían dominado y concentrado en las personas regias y su entorno.
Hay una propensión mayor en el sector femenino de las sociedades a mezclar –y con frecuencia sustituir- razón por pasión y zambullirse, en cuanto la ocasión se presenta, en creencias alternativas vagamente asociadas con la intuición y el contacto especial con la naturaleza y, desde luego, bastante reacias al rigor intelectual y el escepticismo. Y ello porque estadísticamente las mujeres son más dependientes que los hombres de la afectividad, y, como las estructuras internas no se cambian en unos años -ni quizás en menos de tres siglos- por decreto-ley, son mucho más proclives a justificarse saltando de la argumentación a las entregas pasionales y supuestas comunicaciones intuitivas. No pocas mujeres desvirtúan la calidad de su trabajo al mezclarlo con elementos irracionales a los que creen que su sexo les permite fácil acceso. Olvidan que no hay atajos para la ciencia.
No es extraña la materialización conceptual del lado sombrío en torno a una Isis adoptada ya desde la antigüedad en ritos esotéricos por griegos y romanos, gran patrona del oscurantismo, reproducida en el tarot, antinómica, que no continuación, de la Virgen María: Uno de los rasgos de la magia negra, y concretamente de los ritos satánicos, es la utilización de imágenes inversas a las cristianas. De ahí la cruz boca abajo de las misas negras, el anticristo apocalíptico, las parodias litúrgicas. En este marco, resulta bastante comprensible la hostilidad cristiana hacia lo que veían, no sólo como dioses paganos o demonios, sino como personificaciones antagónicas de personajes santos destinadas a actuar contra ellos y contra la comunidad en escondidas y secretas ceremonias que prometían, no la salvación católica en el sentido etimológico del término, sino la de una minoría de elegidos.
A esto se añade hoy en Occidente la variada oferta en el mercado del esoterismo y la presencia de inmigrantes que arrastran supersticiones de origen, causa en gran parte del atraso de los países de los que se han visto forzados a emigrar. Valga como ejemplo el de las prostitutas africanas a las que explotan y esclavizan en Madrid las mafias de compatriotas bajo amenazas de magia y vudú contra ellas y sus familias. Lo que en las clases altas españolas no pasa de ser divertimento pluricultural adquiere, al nivel de los más vulnerables e indefensos, toda su siniestra dimensión.
El rapto del lenguaje que se produce invariablemente, como en el político y propagandístico, en el tipo de discurso con recurso a la pseudociencia tiene aquí camino franco por la imposibilidad de exacta traducción del egipcio antiguo. El término persa de magia y magii puede, como muchos otros en los que se incluye el enjambre de dioses y diosas, híbridos, quimeras, utensilios rituales y cualquier significante que se desee, cargarse de un significado que evoque entes de posible existencia. En el signo perceptible es factible inyectar un sentido, una relación referencial que, no sólo podría ser la que correspondía a su uso originario, sino que, aunque no lo fuera, es en el contexto actual difícilmente discutible e incluso goza de la inmunidad próxima al acto de fe, al ser expresada en un medio en el que el intérprete de los signos tiene prácticamente garantizado el consenso, puesto que resulta muy mal vista la distancia crítica, como propia de los incapaces de despojarse de los prejuicios occidentales.
IN UNO TÓTUM
Es llamativa, aunque muy de acuerdo con el mito atlante en sus distintas imaginerías, la reiteración enfática con que la Egiptología –o al menos parte de ella- afirma que en la cultura faraónica se encuentra el origen de todo. Desde cualquier pasaje de la Biblia (primera acusada de plagio) hasta la más modesta romería europea, de las Anunciaciones de Fray Angélico a las dulces Vírgenes de la Leche, de las Venus y los Martes a la cosmología de la Palabra, del Infierno al reino de los bienaventurados, no habría avance humano al que no correspondiese en el Antiguo Egipto la lejana paternidad. Y, si algo no inventó el pueblo del Nilo, fue una omisión voluntaria por simple desdén –como la rueda- respecto a su uso.
Resulta conmovedor, pero inquietante, tan monolítico afán de totalidad, el proceso de pensamiento sin fisuras que lleva a tomas de postura que exigen la aquiescencia del acto de fe. Desde luego cualquiera de los colosos en los que amaron representarse los faraones hubiera bajado de su pedestal para suscribirlo. Es obvio que un planteamiento tal, avanzado, no como parcial aportación al mosaico del conocimiento, sino como faro y guía de la comprensión de civilizaciones, es un espejismo totalitario, escasamente racionalizado por el argumento de la antigüedad cronológica. Imágenes, usos y relatos hallados en el Antiguo Egipto tienen contrapartidas similares en zonas y épocas muy diferentes del planeta. Las montañas primordiales hindúes, casitas chinas de ajuar funerario, los microcosmos de jardines japoneses y de Angkor Vat, los dioses y héroes despedazados, las piedras fertilizantes, las humanidades de barro y los tiempos cíclicos no son huellas de tempranas migraciones del Imperio Antiguo. Las mujeres dando el pecho, los pilonos fálicos, los enanos mineros, artesanos, taimados o benéficos desde la mitología germánica hasta Blancanieves, los héroes y santos matando reptiles, los demonios y monstruos que pueblan infiernos desde el Tíbet a la imaginería española, las diosas-cobra y los leones heráldicos no suponen una continuidad de fuente única. Las procesiones, carnavales, cayados de poder, objetos tabú cargados de energía peligrosa, derechos de sangre, torres piramidales, liturgias de la cosecha, trinidades, todo ello ha nacido, sin que necesariamente hubiera transmisión desde habitantes de un ÚNUM primordial civilizador. Los paralelismo abusivos son terreno singularmente resbaladizo, y más cuando el discurso de la ciencia y de la historia costea peligrosamente las proximidades del interés político del momento. Si se vierten sistemáticamente paralelismos del mundo antiguo con el Evangelio, se incide únicamente en las destrucciones causadas por este último (no por otros) y ello con la insistencia la lluvia fina, y si esto se dirige a un público cuyo nivel cultural respecto a elementos básicos del cristianismo es actualmente cero (ni idea de catecismo, ecumenismo, etc.), entonces se está desde luego apoyando sin saberlo la actual y muy virulenta campaña gubernamental española cuya finalidad es ocupar todo el terreno con la iglesia más peligrosa de cuantas existen: la Iglesia laica, de la que el siglo XX ya nos dio muestras con Mao Tse-tung (cuya iconografía recuerda no poco a la solar del faraón-dios), Hitler y Stalin. Consiste en la absorción de la vida civil por el credo estatal acompañado, o no, del culto al Jefe y en el apadrinamiento del peor simulacro de la libertad: la del populismo teológico.
Existen los arquetipos universales, de los que Jung nos habla, que, en esta común especie humana nuestra, producen asociaciones e imágenes semejantes en nuestro inconsciente y llevan a similares usos y comportamientos, por la misma razón que, exteriormente, nos movemos y vivimos con un físico común. Los tópicos no son sino vasijas que pueden llenarse de contenido similar o radicalmente opuesto. De ahí la distancia abismal entre La Biblia, con su esplendor literario, conceptual y estético, y metáforas y relatos en el Egipto Antiguo. La vasija de la forma puede también rellenarse con un contenido antitético del usado en el primer recipiente; es el caso de los Evangelios. Ahí se está hablando de una sustancia antagónica a la expresada en los dibujos y escritos egipcios. Por mucho que se fuerce el razonamiento, el icono de una virgen misericordiosa está en las antípodas de las diosas felinas, pero la Maga puede utilizarse, frente a ella, en la liturgia esotérica.
De China a la India, del Tíbet a la Polinesia, de la tribu del norte de Europa a la solitaria celda donde el devoto renacentista pintaba de rodillas, hay muchos mundos, y están en éste[2]. Por grande que sea la importancia del Antiguo Egipto no es mayor que la capacidad de ebullición permanente, de creación continua, de la especie humana, de sus preguntas e intento de respuesta. Y de su necesidad de belleza, de expresión plástica, de Arte.
Con la misma aspiración al planteamiento inapelable, parece que los egiptólogos han dictaminado que en Egipto éste no existía. Cuanto se observa en sus restos, la belleza que espontáneamente admira y que demuestra por sí sola cuán falsa es la doctrina abusiva sobre la relatividad de los gustos según tiempos y culturas, no sería tal, sino simple liturgia visualizada. Ningún tono, perfil, pluma de pato, frasco de esencias, espejo, trenza, tejido, joya existirían si no tuviesen una finalidad religiosa; las cajas de cosméticos funcionarían como un misal cromático y las importaciones de vidrio y lozas pasarían el Nihil obstat del clero. El En el Egipto Antiguo no hay Arte se enuncia con el placer que produce el pequeño terrorismo verbal, la seguridad de épater les bourgeois, de intimidar al profano situándolo ante el abismo de su ignorancia, culpable del pecado nefando de utilizar para el Reino Faraónico conceptos contemporáneos. También se elimina así, de un plumazo, a la gran masa de la población antigua egipcia, a la que se niega hasta el sentimiento y satisfacción estéticas comunes al resto de los mortales. Según el dogma, ninguna mujer consideró si un color le sentaba mejor que otro, ni se puso una flor en vez de una hortaliza en el pelo por sentirse así más favorecida. La remera de un cuento popular, empeñada en recuperar su colgante, que había caído al lago y que rechazaba reemplazar por otro, lo habría hecho por consideraciones exclusivamente teológicas; en el mismo cuento, el faraón quiere alegrarse la vista con muchachitas barqueras adolescentes, luciendo cuerpos casi desnudos todavía no ajados por el parto. El Gran Señor se inclina (como los demás, antiguos y modernos) por la juvenil belleza, y no muestra interés alguno por la tan sacralizada maternidad. El tiempo, lo deleznable del barro y los muy modestos recursos de la mayor parte del pueblo antiguo les ha otorgado pocas posibilidades de hacer la competencia arqueológica a los monumentos en granito, los ajuares en oro y las tumbas decoradas y selladas. Quizás podría al menos concedérseles el común don humano de la apreciación instintiva de la belleza.
En realidad lo que quiere probablemente decir esa negación de la existencia de Arte es que toda obra era de simbología y utilidad (amuletos, devociones, recordatorios, ritos) religiosa y que lo que no existía era el arte por el arte, la creación y posesión de objetos estéticos por placer y adorno. La premisa, a nivel de una población entera, es totalmente indemostrable, máxime si sobre ésta pesaban prohibiciones de utilizar según que materiales y formas, por exclusivos de la clase alta, y de poseer representaciones que se consideraran contrarias a la religión oficial. Parece que cualquier asomo de herejía estaba terriblemente penado con tortura, mutilación o muerte, lo que no favorece precisamente las veleidades figurativas. Que colores, números, objetos tenían otorgados valores religiosos es, en esta civilización y en muchas otras, indudable, pero ello no los invalida en su uso salvo tabúes excepcionales y asignaciones sociales precisas. Las denotaciones de Arte (DRAE dixit) son la disposición y habilidad para hacer una cosa y el acto o facultad mediante los cuales, valiéndose de la materia, la imagen o el sonido, imita o expresa el hombre lo material o lo inmaterial y crea copiando o fantaseando. Las obras propias del arte pueden adoptar formas tomadas de fuentes y motivaciones diversas, sin que el arte y el placer que procuran dejen por ello de serlo. Sentimientos y evocaciones universales se enlazan a colores y objetos, de manera que la estética posee en sí una fuerza liberadora y nutritiva que sobrepasa con mucho la finalidad consciente de lo realizado y las limitaciones de su posible uso. Uno de los objetos más conmovedores que, en este sentido, verse puedan, y no relacionado con Egipto pero sí con Egipto y con todos nosotros, es el hacha de sílex Excálibur, rescatada en Atapuerca, una hoja alanceada de piedra aguzada y tallada fina y simétricamente en su bordes, sorprendente en su perfección, en su belleza.
Los faraones consiguieron, ciertamente, la eternidad por partida doble: llegaron hasta milenios posteriores y lograron que se extendiera la visión propia inmediata, plasmada en monumentos y en tumbas perennes, a la totalidad de su país, fagocitando la civilización entera a la que pertenecían en la imagen de ellos mismos y del necesario alter ego sacerdotal. Se procuraron a efectos futuros un clero dotado de la incondicionalidad del converso. Y tuvieron éxito. Pero quizás el mar de arena esconde todavía mucho más que lo que reposa bajo las aguas del embalse de Asuán.
LA TENTACIÓN DEL CÍRCULO
Correlativa a las instituciones endocéntricas basadas en cultos personales y relaciones estelares suele ser la idea del tiempo como ritmo cíclico, concepto tanto más hermético cuanto mayor es el aislamiento y las aspiraciones a una superioridad respecto a la resto de los seres que, con frecuencia, se superpone a profundas inseguridades y temores al contacto directo. En Física es teoría recurrente que se considera y estudia con la tranquilidad de experimentos y datos. Muy diferente es el caso en las agrupaciones humanas, porque ante el tiempo lineal pueden sentir, los usuarios de la seguridad fatalista del cíclico, una alarma semejante a la que despertó en parte de la Iglesia católica el final del geocentrismo de Ptolomeo. En ciclos y burbujas atemporales se vive en civilizaciones primitivas y defensoras a ultranza de la reiteración infinita y la no intervención en la naturaleza. Esto en lo que respecta a la gran masa de su población, sobre la que descansa una muy diferente, y aislada, minoría rectora con manejo notable de ciertas ciencias, como pueden ser astronomía, matemáticas y lírica aplicada a los libros sagrados. Es, por ejemplo, el caso, de mayas, hindúes y del Egipto de la antigüedad. Su aspecto positivo estaba ligado a la seguridad y estabilidad que proporcionaban materializada en la capacidad de los gobiernos para garantizar suministros, defender de agresiones y mantener orden y seguridad. Otras facetas menos halagüeñas eran el culto a la sangre, que incluía la extracción de corazones y matanzas masivas en la cima de aquellos templos americanos que, según describen muy gráficamente los cronistas españoles, olían como los mataderos de Extremadura. El sistema de castas de la India, afincado desde tiempos ancestrales con pretensiones de reflejo de la ley cosmológica, no ha resultado, hasta el día de hoy, menos letal, en su férrea estructura que pasa de lo teológico a la filosofía del Vacío, que prácticas más llamativas y desprovistas de elegancia por lo sangrientas. De haber continuado hasta hoy en Egipto la práctica ritual y/o militar de sodomía, pederastia, necrofilia, adulterio e incesto no cabe duda de que éstas tendrían en los medios intelectuales de Occidente ardientes defensores como respetables muestras de la pluralidad de culturas.
Más allá de la Física y ciencias afines, la trasposición del tiempo circular a la reflexión histórica desemboca en curiosas tendencias a la visión de civilizaciones-burbuja. El ajetreado e inseguro occidental se identifica con perfecciones que nunca existieron, racionaliza de diversas formas la supresión del criterio individual y del libre albedrío y, omitiendo la masa inferior de la pirámide, se posa en su cima para transmitir desde allí los sucesos según las eternas leyes de una estabilidad acorde con estaciones, cambios biológicos y ritmos solares.
En el caso de Egipto, distancia cronológica y especifidad geográfica ayudan a asumir la visión circular, no como la de allí durante un tiempo y unas circunstancias, sino la en cierto modo deseable, sacralizada y en todo caso, para sus admiradores, tentadora.
Así las cosas, la Egiptología se ha encontrado con un amigo de los que más vale huir en vez de ir con frecuencia del brazo: Lo políticamente correcto. Se viene produciendo una transfusión de valores extraordinariamente alarmante, entre los principios que rigen la deontología del buen hacer de historiador y arqueólogo y el armazón preceptivo de dogmas que desde hace unas décadas está amordazando y castrando la riqueza y libertad intelectuales. La ecuanimidad y distanciamiento que se suponen propias del historiador, su necesaria prudencia a la hora de insertar en su contexto los fenómenos del periodo que le interesa, han sido aprovechadas de forma espuria por los defensores, y beneficiarios, del relativismo multicultural, que está haciendo estragos en sociología, política y opinión pública: El mundo sería un mosaico, fuertemente tribal, de grupos cuyas prácticas y obras tendrían siempre valor equivalente. Las palabras civilización, barbarie, superstición, progreso, los conceptos de valores universales, humanismo, evolución moral, regresión, aberración, crueldad, fanatismo, justicia estarían proscritos y sólo se permitiría, en el espacio y en el tiempo, una aproximación entomológica a los diferentes hormigueros humanos que, en el caso de épocas pasadas y presentes y en nombre de la igualdad obligatoria, no admiten juicios de valor. Como mucho, alabanzas que prueben el talante correcto y ausencia de prejuicios del observador. No existen, en este mundo de parques temáticos humanos, prácticas repulsivas, tradiciones nefastas, ritos crueles, abusos institucionales. La inquisición actual deja en pañales a toscas prácticas coercitivas de otrora porque, bajo proclamación de completa tolerancia, se vale de una censura particularmente feroz y obliga a los individuos a inconscientemente asumirla. Las palabras consideradas tabú, los juicios de valor, las muestras de criterio, se manejan con las mil precauciones de quien teme en todo momento el reproche social por incursión en terrenos blindados por sagradas tradiciones, rasgos étnicos o cultos milenarios.
Se halla además todo examen crítico de los panteones antiguos censurado y mutilado de antemano por la corrección sociopolítica que asienta, con la rotundidad de un dogma de fe, las perversas consecuencias del necesariamente fanático monoteísmo y, por ende y a contrario, las bondades de la creencia en dioses diversos. Al ser religión, no ya de Estado, sino Estado ella misma, la de los antiguos egipcios difícilmente podría practicar la tolerancia romana, que tampoco exactamente lo era, sino que correspondía más bien al espíritu práctico, administrativo y pasablemente abierto de los que forjaron el imperio y supieron mantenerlo con la pax, la jurisprudencia, la disciplina militar y las obras públicas. Corresponde hoy a la moda y a la estrategia gubernamental española alabar a cualquier forma religiosa susceptible de robar terreno al Cristianismo en general, y a la Iglesia Católica muy en particular; poco importa que toque manifestarse por el ateísmo militante, las devociones polinesias o el culto a Mitra. Es en España –y no sólo- un fenómeno propagandístico de denigración organizada tan claro que resultará ejemplo de manual y tema de estudio en su momento. La facilidad para los investigadores será extrema, puesto que la simple estadística de mensajes emitidos por los diversos medios comunicativos, visuales y sonoros, es la radiografía más fiel de la maniobra de manipulación de opinión.
En las religiones-Estado no hay hueco para disidencias, por lo que es bienvenida para la corriente actual la imagen de fidelidad masiva al credo ortodoxo que se habría dado en el Antiguo Egipto, aun estando relativizada por la pluralidad de los nomos y devociones locales. Tal variedad, y el politeísmo en sí, se presenta como muestra de tolerancia. Nada más lejos de ello. Los panteones abundantes nunca han sido garantía de protección y usos respetuosos. No lo fueron las guerras floridas de los aztecas, sus ofrendas de la sangre y corazones de prisioneros y esclavos. Las ilustraciones de politeísmo, crueldad y sacrificio humano no pueden ser más múltiples. Sólo el paso a grados más elevados de moral va marcando hitos, muy bien narrados en el episodio de Abraham y en la repugnancia romana ante sangrientos usos bárbaros. Otra cosa son los episodios más siniestros de las religiones monoteístas en conversiones forzosas o aniquilación del infiel.
La política occidental ha encontrado en el discurso del relativismo acrítico el cauce adecuado a una cobardía más amiga de pactar con señores de la guerra, pagar parias y hacer tratos que de defender principios de alcance universal, grandes logros que han hecho progresar a la Humanidad como humana y que actualmente resultan francamente incómodos. El relativismo cultural es su franca antítesis y esconde dosis ingentes de oportunismo fofo en nombre del respeto a la diferencia. Bajo la presión de los medios, aparecen diariamente como aceptables, o al menos comprensibles, toda la gama de aberraciones, del canibalismo y la ablación del clítoris a las celebraciones cruentas, el incesto, la pederastia y el fundamentalismo más agresivo y cerril. Es preferible para la sociedad de consumo el turismo fotográfico y la inhibición respecto al prójimo a la incómoda implicación en el ideal de aquellas lejanas Luces del siglo XVIII.
En el tratamiento de la historia del Egipto Antiguo parece que también existen afinidades con la generalizada autocensura que es rasgo del totalitarismo light de nuestra época. No hace con ello sino seguir la norma y reproducir el tono común a gran parte de las artes y de las ciencias. Pocos son los individuos que se expresan libremente escapando al temor al reproche por transponer juicios de valor actuales a épocas pretéritas. En la consideración de ese Gran Diferente que es el Antiguo Egipto suele darse un muy común rasgo en el mecanismo de aquiescencia incondicional en nombre de la diferencia: la sublimación. Y ésta, profusamente empleada en todos los terrenos en el discurso postmoderno del Buen Salvaje, el Tiempo Dorado y las Tribus Felices Ecológicas, es habitualmente el reverso del racismo de nuevo cuño por el cual se coloca al otro en una esfera superior y, por lo tanto, ajena a los parámetros que definen a los humanos de a pie y a sus derechos. En el caso egipcio, las prácticas de incesto y pederastia, la endogamia extremada y el mito de la sangre pura se consideran prácticas por encima del bien y del mal, ajenas a lo que el más elemental ejercicio del razonamiento condena, inmunes a la degradación biológica, social y psíquica que producen. La apoteosis demencial de su ejercicio en el falansterio monoteísta de Amarna, se ve como la desmesura que viene oportunamente a hacer reventar el absceso, de manera que se reinstaure la civilización cíclica y dorada que había hallado anteriormente en su pirámide social, ideológica y completa el perfecto equilibrio.
No es ésta la impresión que da el proceso al lejano observador.
ENCRUCIJADAS
Su situación en el oasis más grande del mundo, como la de China en el loess del Río Amarillo, dio a Egipto una temprana salida temporal en el albor de las sociedades agrarias, le aseguró estabilidad y provisiones en una época de gran inseguridad y dureza y le exigió agruparse a la defensiva en la larga frontera vertical del Nilo, más allá de cuyos estrechos márgenes estaba la muerte. Se le dio mucho, pero no para siempre. Y la línea que forzosamente trazan las vidas personales y la historia perforó la esfera inexistente, el universo cíclico y aislado en el que se creía ver la seguridad en la indefinida cadena de las repeticiones. Para sobrevivir, como todo y todos, tenía que cambiar, arriesgar, apostar por el Más Acá. Su clase dirigente no lo hizo, caminó incluso, pese a leves amagos de lo contrario, a la inversa, buscando –como luego harían los exploradores que recuperaron sus restos entre las arenas- el eterno presente de milenos de gloria. Y se deshizo en una implosión anónima más debida a sus propios actos que a ataques militares externos.
Hubo encrucijadas en las que pudo tomar nuevos derroteros. Los nomos del delta dudaron ante el gran mar, pero hubieran podido, en una de esas opciones cruciales que marcan el todo, unir el río y el Mediterráneo. Sólo costearon y tuvieron temor. Hubo proyectos de matrimonio con un extranjero en mensaje enviado por una princesa que buscaba para ella y para el país un aire distinto. Pero se abortó con el asesinato. Mientras, crecía en Europa y más allá el árbol frondoso de descubrimientos y pueblos, de formas de vida, experimentos y audacia.
Egipto estaba preso en la lógica aberrante de la pura sangre sembrada en grandes paritorios, repartida entre hermanos y de padres a hijas apenas o ni siquiera núbiles, con sus cosechas de taras físicas y psíquicas y de infanticidios que, al menos, por fuerza hubieron de ser numerosos en Amarna. Pero la ciudad de Akenatón, seguía, en realidad la misma dinámica de sus antepasados, aunque concentrada en un hombre y exaltada al paroxismo. El glorioso futuro no estaba en restauraciones de sistemas contra natura y enfermizos, en la huida de concesiones y mezclas con los despreciados negros y asiáticos hacia los que, en realidad, se parece sentir un horror mezcla del que se tiene a los parientes cercanos y del que produce la inseguridad en uno mismo. Más allá de palacios y templos, es posible que los rasgos y tipos tribales africanos que reproducen amuletos y objetos de la vida cotidiana reflejen todo menos la pureza racial. Lejos de situarse en la pérdida del Edén antiguo, de la Edad Dorada, del reducto endocéntrico y exclusivo, puede que la decadencia se hallara en encrucijadas que no se tomaron, en las propias decisiones del país, de su clase dirigente y de los que lo habitaban.
Los mitos de la sangre, tan caros antaño a aristocracias primitivas como luego al neopaganismo nazi (que instauró igualmente sus granjas de inseminación regia para garantía de la raza de señores) fueron la mala opción en la encrucijada, llevada en Egipto a insólitos límites naturalmente justificados por teología y ritual. Acompañados de una opresión intensísima que parece querer enmascararse con rango y grados de libertad socioeconómica de las esposas principales. Sin embargo los cuentos populares hablan de mujeres degolladas o quemadas vivas por sus maridos sin mayor juicio. En un grupo semita cercano, los hebreos, atentos a la herencia sanguínea por vía femenina como criterio de pertenencia a la raza escogida y donde aparecen grandes mujeres, éstas también lo son en función de los criterios del varón y de la sangre, le sirven con la incondicionalidad de Judith o Esther. En cambio, pueden ser fácilmente víctimas de lapidación o de los dientes de los perros.
La obsesión por la línea sanguínea materna y la consiguiente categoría de las princesas pertenece a esas estructuras tan opresivas como el machismo más feroz pero que, sin embargo, cuando el razonamiento no tiene en cuenta alguna a los individuos sino a pertenencias gregarias a fijaciones ideológicas, se puede llegar a mirar con buenos ojos como reacción salutífera al patriarcado. La dictadura de la matriarca es, aún hoy, el envés, igualmente asfixiante, de la masculina, además de esconder con frecuencia la carencia de libertad de la señora más allá del gineceo donde disfruta del dominio y la tiranía que, en el más puro estilo del pater familias, dada la oportunidad, se apresura a ejercer sobre las demás mujeres. Las mammas de la mafia y las de los asesinos de ETA, señoras del hogar e incondicionales defensoras de su varón, son ejemplos extremos de ese doblete opresivo.
El país de Egipto llegó hasta la explosión de múltiples civilizaciones, embarcadas en la aceleración de la Historia, fosilizado él mismo en una especie de quimera de cuerpo neolítico y cabeza y manos del hombre antiguo. Sus dirigentes una y otra vez eligieron el monopolio de los recursos en un grado inigualado por otros pueblos. Satisfecha la subsistencia, todo iba a los monumentos sacerdotales y reales, a los templos en que apenas nadie tenía permitida la entrada, a las tumbas que se sellaban para toda la eternidad. Naves y oro pudieron, en las sucesivas encrucijadas, tomar otro rumbo. Pero en realidad continuaron dirigiéndose, hacia atrás, a versiones megalíticas que, en su desmesura, hablaban del comienzo de la definitiva decadencia.
Los habitantes de Egipto llevaban ya largo tiempo viendo, desde el ancho mirador del delta y desde las caravanas que llegaban a las orillas del Gran Río, otras cosas. La Historia no les ha concedido posteriormente más imagen que la que de ellos quisieron transmitir sus señores, ha predicado su tradicionalismo y conformidad, el ansia de hasta el último de ellos por ser enterrado en tierra patria, Los textos, cargados de oficialismo, han hecho de ellos y sus tareas descripciones cargadas de desdén hacia su mal olor y apariencia. Estos hombres del común vieron u oyeron hablar de cosas distintas, pero la distancia era grande y las posibilidades pocas. Les estaba prohibido el oro, y casi cualquier cosa de algún valor excepto la comida. También se les vedó la escritura, que es la memoria. Los egipcios no tuvieron dinero, prácticamente no se usó en el país hasta la época ptolemaica. Y el dinero es la libertad, la independencia del individuo, que cesa de estar sometido al don y al trueque.
Probablemente hubo huidas, pero no existen restos ni crónicas. Lejos de reproducir los rostros brutales que amaban aplastar los faraones, Sudán es la tierra de los negros blancos, de gentes de sorprendente belleza física en rasgos regulares bajo la piel oscura. El cristianismo de Etiopía, fuertemente evocador de comunidades de los primeros tiempos, de ritos aún empapados de judaísmo, Reina de Saba y Arca de la Alianza, la vitalidad, diferencia e importancia de los cristianos africanos de Sudán, hacen pensar, cuando se escuchan sus oficios y misas, en los coptos, que poseerían un egipcio aljamiado en griego, en la resistencia de los emigrados y en desplazamientos que fueron teniendo lugar desde el largo oasis, hacia los lagos y fuentes de las altas y húmedas montañas donde caen las lluvias y el Nilo nace. No hubo transcripción de los Evangelios en egipcio antiguo, donde la lengua de las tumbas fue cubriéndose con ellas de arena. Pero sí existieron en unas y otras direcciones movimientos humanos y asentamientos con cultura, lengua y libros.
El mundo ya era decididamente lineal. No cíclico. Y con derecho a retroceso.
EL ARMA ESTRATÉGICA
Bajo la arena, los faraones y sus sacerdotes-magos habían dejado un arma, un arma estratégica.
Las momias, andando el tiempo, serían despedazadas y robadas, sus joyas y amuletos vendidos y esparcidas las vendas y objetos de culto. Pero quedaba un sistema de escritura, no ideado para la comunicación de los hombres, que lleva siglos ejerciendo sobre los que a él se aproximan el mayor de los embrujos.
Al participar de la elegancia estética, de la belleza plástica de línea y colorido, de la evocación simbólica y las referencias a referentes múltiples, su contemplación y el intento de descifrarla atrapan fatalmente al sujeto aterrizado ante ella desde un mundo extraño de milenios después. Cogido en la red de la belleza, a ésta se añaden los hilos del misterio, la evocación sucesiva de elementos de la historia, de perdidos y primitivos dioses que comparten en todas las épocas con el receptor la oscuridad del inconsciente, los abanicos de la pluralidad de lecturas, la incertidumbre, el respeto por quienes sacrificaban a un ideal tras la muerte el tiempo de sus vidas.
Todo hubiese podido terminar ahí, en la apreciación de un cuadro. Pero ellos habían logrado más: aunar el placer intelectual al estético, sentir removerse en el cerebro esas zonas limítrofes, de densidad trabajosa, que efectúan su labor con los conceptos y los números y sitúan en el superior y áspero terreno de la abstracción pura. La escritura jeroglífica activa simultáneamente muy diversas funciones, obliga a internarse por un camino sutil y en realidad riguroso, aunque su imaginería evoque lo contrario. Su rigor tiene el sello del absurdo porque está destinado a cartografiar el mapa de la nada, a guiar al que no va a guiar al guía sino quizás en una muy lejana y vicaria supervivencia, hacia un pálido reflejo de las estrellas, hogar del elegido.
Como la aventura, hace hoy cuarenta años, de la llegada del hombre a la Luna.
LA PASIÓN EGIPCIA
Entre los fenómenos que rodean al Antiguo Egipto no es el menor la fascinación, dedicación, entrega intelectual que su contacto provoca. Como a veces la honestidad de las referencias sólo puede apoyarse en la experiencia propia, aquí quien esto escribe afirma que de los centenares de veces en los que, sea ha impartido clase, sea la ha recibido, no ha hallado jamás un nivel de atención y dedicación en profesorado y en alumnado tan alto como en lo que a Egiptología y jeroglíficos se refiere. El fenómeno puede parecer banal, sin embargo los que en el aprendizaje y en la enseñanza se mueven saben que nada es menos cierto, que lo habitual es variantes y altibajos en el seguimiento, la explicación, las reflexiones, las preguntas.
El filtro funciona a todos los niveles, con personas de diferentes edades, condición, profesión y sexo. Sus efectos llegan hasta el olvido de las servidumbres físicas, de las limitaciones del cuerpo y las inherentes al paso de los años y suscita a veces el temor propio de la entrega de las pasiones.
Porque es una dedicación exigente a la que, a despecho de problemas personales, vida y hacienda, se entregan los entregados a su estudio, precisan la proximidad, buscan su contacto. Y algunos encuentran, como Champollion, la piedra de Rosetta como acceso y como finalmente lápida. La Egiptología está sembrada de enfrentamientos de violencia sorprendente y extrema entre los que a ella se dedican, de casos en los que se aprecia un alejamiento de la realidad para situarse en batallas, ataques, banderías y botines que el campo de la historia ofrece. La inmersión es tan completa, el reflejo defensivo tan evidente, que únicamente lo explica la existencia habitual en un medio duro, en el que son pan cotidiano los encuentros hostiles y las luchas por un lugar al sol del las instituciones culturales establecidas.
El señor al que se sirve garantiza el sudor bajo el sol, raciones de polvo y quizás arrancar, de vez en cuando, un fragmento del conjunto soñado. Alguna mención, citas; no mucho más. Pero la pasión y lo que la provocó están ahí, existen, siempre esperan.
Sólo un arte creado para la muerte, en granito, sellado en un desierto, podría haber llegado, tras tiempo tan largo, hasta el siglo XXI. Cargado, no de claves esotéricas, sino de la belleza, el arte y el sutil hálito de perfección de los que no fueron conscientes sus autores, pero que pertenecen a cuantos viven y lo miran.
EGIPTO È VICINO
La civilización del Egipto Antiguo ofrece a la de hoy una ocasión rara, lejana en el tiempo pero no excesivamente en el espacio, de analizar, como en una probeta, el comienzo, desarrollo y ocaso de una cultura bien delimitada, la cual, al fin y al cabo humana, ofrece episodios susceptibles de despejar interrogantes modernos.
Es, en este sentido, particularmente nefasto el empeño en hacer de él un fenómeno ajeno a cuanto se conoce, enquistado en su perfección hierática y regido por normas atemporales. Por el contrario, además del hermoso esqueleto arqueológico y los reiterativos relatos, ofrece, en positivo y en negativo, importantes enseñanzas. Funcionó bien en algunas ocasiones, en otras buscó su propia ruina. Entre sus mejores facetas están la capacidad organizativa, el transporte y la distribución de recursos, el establecimiento de una Administración centralizada, puramente estatal y blindada a las corrupciones de la herencia y los pequeños feudos locales. Esto es ciertamente una enseñanza de plena actualidad en un país como la España del siglo XXI, que se desguaza y somete al reparto por clanes y señores y que parcela y monopoliza los diversos tramos de sus ríos.
Supo también ofrecer seguridad y contratos al comercio, fiabilidad, en sus buenos momentos, a los países limítrofes. Fue perfectamente consciente de la importancia de las zonas que proporcionaban materias primas y garantizó su suministro del oro del sur y los minerales del Sinaí. Sabia postura a imitar para la desastrosa política energética de países sin petróleo y que ponen su futuro en la subvención a energías ruinosas y en las manos de dictaduras que controlan el paso del gas al otro lado del Estrecho.
A efecto negativo, si se es capaz de sortear la tentación adoradora y la distorsión de la sola perspectiva faraónica, ahí están quienes, en palabras de Manuel Machado, todo lo ganaron y todo lo perdieron (en el caso egipcio referido a los pocos que sí poseían). Y no por catástrofes naturales ni enemigos externos, sino por la profunda, aunque fascinante, naturaleza de la estructura inmutable a cuya eternidad y personalismo pretendieron, destinada desde su interior de podredumbre a pulverizarse, como las momias, en contacto con el aire exterior. De manera incomparablemente mayor que en los demás imperios antiguos, es un ejemplo protototalitario que merece más detenido análisis que el global, medroso y piadoso del que con frecuencia es objeto.
Pasados los tiempos del oro, de los monumentos y las estatuas de dimensiones imposibles y de los grandes ejércitos perdidos en el desierto hasta el último hombre, mudos los oráculos y difícilmente reconocible el país de hace unos miles de años a causa de multitud de El Cairo y el embalse de Asuán, detenidas las cataratas y reducida la lengua a un vago eco en las plegarias de los coptos, mucho queda sin embargo, por explorar y expresar. Más allá de muertos y objetos de los muertos. Sobre la pasión que enciende y la vida que tenazmente aún encierra.
Ahí, y no en la blanca ni la negra, está la magia del Antiguo Egipto y su merecida porción de eternidad.
Mercedes Rosúa
Madrid, 20-VII-2009
BIBLIOGRAFÍA PERSONAL
Los compañeros en el descubrimiento del interés por Egipto han sido, amén del país mismo en diversos viajes, los siguientes:
Heródoto de Halicarnaso, en el libro II de su Historia
El relato de Plutarco.
El excelente catálogo-libro de la exposición de La Caixa sobre Los reinos del Nilo en Sudán.
El no menos excelente, de las mismas características que el anterior, Nofret la Bella.
Las evocadoras litografías de David Roberts.
El exquisito L’Égypte, une description, exposition du 2 Avril au 31 Août 1998 Musée Fresh. Ajaccio.
Las introducciones, explicaciones y descripciones, normalmente bien documentadas, de las guías, en inglés, de Lonely Planet, sobre Sudán, Etiopía y Egipto, con la especial atención dedicada, como ejemplos negativos, de lo que no hay que creer, a párrafos en los que sus autores pagan consciente o inconsciente tributo a la corrección sociopolítica. Estos fallos pueden resultar tan cómicos como útiles para el lector.
La escritora egipcia moderna Nawal El Saadawi, que transmite maravillosamente en su novela Dios muere a orillas del Nilo una opresión milenaria que, precisamente por serlo, no debería durar ni un día más.
Etiopía, el país, gentes, libros sobre ella y relatos de refugiados.
Otros muchos lugares, personas y documentos.
El viaje por los oasis y Luxor y las explicaciones de los profesores Teresa Bedman y Francisco Martín Valentín, sin cuya ayuda nunca hubiera podido visitar aquella parte de Egipto.
Y el material sobre jeroglíficos y la inapreciable ayuda para estudiarlos que el Dr. Francisco Martín-Valentín, director del IEAE (Instituto de Estudios del Antiguo Egipto), me proporcionó.
(El título está escogido en alusión a una película, La Cina è vicina).