El martirio en efigie de José María Calatrava
(Sobre la presentación del libro La desventura de la libertad, de Pedro J. Ramírez)
El 8 de mayo de 2014 tuvo lugar en el Ateneo de Madrid una sesión de tortura en efigie. Lo más penoso era la indefensión completa del reo, encerrado en un retrato oficial que se exhibía, a modo de túmulo, enmarcado por los pliegues de una pieza de tela oro viejo y subido a un podio tras el cual se encontraban el autor de La desventura de la libertad y los presentadores de la mesa. Frente al protagonista del libro, José María Calatrava, se sentaban, en un número de butacas con reserva desproporcionado respecto al aforo del local, los notables y detrás, en lo poco que las muchas autoridades y celebridades dejaban libre, el público asistente.
El pobre difunto, honrado ministro y presidente del efímero periodo liberal español del siglo XIX, defensor de la ley y del Estado de Derecho, pedía a gritos, desde el estrado al que, por conveniencias del marketing editorial, se le encadenaba, una mano amiga que le ayudara a descender, a huir de los que por ambos lados le acosaban y, con el estilo educado y discreto que siempre le caracterizó, a librarse de la compañía a la que se le había sometido y que le producía terrible sonrojo. Hubiera atravesado la sala sin gritos ni improperios, no dirigiría insulto alguno a los que le obligan a tan indeseable convivencia, pero tampoco les estrecharía la mano. Mira con compasión al autor de su biografía novelada, director expulsado de su periódico y de su libertad. Le inspira incluso agradecimiento y cierta lástima por saberlo aherrojado, como lo fue él mismo, con los grilletes de la amenaza y la persecución a él y a los suyos que la opacidad del mueble esconde. Don José María si pudiera, si le fuera permitido separar las manos de los brazos del sillón rojo y gualda de la pintura, tal vez cogiera las de Pedro José, el esforzado investigador y escribiente, y le llevaría a un espacio fuera de la sala, al final de la cuesta de la calle del Prado, donde se divisa un edificio con dos leones que pretendió ser de todos y que sirve como despacho de nóminas y firmas de contratos y cargos.
Pero no puede. Durante largas horas y discursos la Inquisición disfrazada de homenaje fuerza a su imagen triste y apresada en el sillón oficial a ver frente por frente los ojos claros de un individuo que utilizó con inalterable y angélica sonrisa una matanza masiva de ciudadanos para manipular la opinión popular y llegar al poder. A Calatrava le es imposible desviar la vista, cambiar de postura. Nadie le socorre y mueve, aunque sea un poquito, el ángulo en el que está situado su retrato. Él no medró ni manipuló a base de muertos jamás, y no se explica cómo le han colocado a dos metros a un ex presidente que holgará de por vida a costa del erario tras haber causado la ruina del país.
Tampoco lo que oye a su espalda le procura consuelo. Está lanzando improperios chistosos y muy celebrados por la sala otro político amasado con victimismo y ficción opositora, un populista de figón y manicura que ha resumido su larga trayectoria en exhibirse, acumular bienes, coger su parte y repartir lo sobrante entre el clan que deberá actuar a la recíproca. Calatrava no acumuló sino sinsabores y un tenaz amor a su patria, hubo de huir a Londres, vivió de su trabajo como zapatero remendón, y he ahí que tiene que escuchar al político insigne, el cual ha participado provechosamente de todos los desastres provocados por sus cofrades, lanzar una catilinaria contra los males a los que debe el cargo en el que reposa y el patrimonio que posee. Bajo la hopalanda oficial que le cubre, don José María, muerto y todo, se remueve. Acaba de oír a los sentados a la mesa denunciar escandalizados la disgregación de España, mal contra el que ellos no lucharon, y ve el virtuoso rechazo, el mohín de disgusto en el rostro beatífico del ex presidente bien pagado que animó a romperla a sus enemigos. Calatrava sí le es fiel y la ama. Él creyó en aquellos inocentes ideales de una nación de ciudadanos iguales y libres, se reprocha sus excesivas pretensiones de la isla ilustrada, moderna, feliz, que no existió sino en pluma y pensamiento; pero pagaron sus errores, él y sus compañeros. Los que en el siglo XXI oye y ve han hecho el camino inverso: Empiezan cobrando alquileres por la isla y repartiéndola por lotes y desiguales dividendos. De todos los presentes, ninguno le parece más nocivo que este cordero henchido de la peligrosa soberbia del príncipe de los humildes y el apóstol de la bondad. Hay algo en él, en la suavidad afable que derrocha, que resulta al biografiado extrañamente familiar. Y se le ocurre que tal vez es porque el hombre sentado en frente de su retrato es la antítesis, semejante y opuesta, de él mismo. El instinto le dice que ese José también se esfuerza por ser educado y correcto, mantenerse en un tono menor. Mientras, exactamente al contrario que Calatrava, persigue defender e instalar el imperio de los peores. Procura entonces el señor del XIX desviar la mirada, y se tropieza con el nuevo director del periódico del que han echado al autor de su biografía, aquél que en horas 24 se avino a publicar una rectificación inexplicable e inexplicada respecto al más oscuro, sangriento y sórdido atentado de la historia de España. Don José María se hunde en su asiento. Hubiera querido librarse del paño dorado y desaparecer bajo sus ropajes negros de ceremonia. Oye al coro clamar por la tolerancia y el diálogo con los colegas en el reparto del botín. La solidaridad le impulsa a no huir solo. Si pudiera salvar al escritor….Ahí detrás está, confinado en la burbuja histórica del mil ochocientos so pena de desaparición de su antiguo diario, y de los puestos de trabajo de sus compañeros, incluido el director actual, si vuelve a las andadas. El coro habla de ideales. Él arriesgó por ellos libertad, vida y hacienda y ellos cobran dietas por figurar en la clientela innumerable de las víctimas de utopías que no defendieron noble y desinteresadamente jamás.
Calatrava, pese a la solera del local del Ateneo de Madrid, se siente en territorio desconocido. Advierte que una ficción dual parece haberse instalado como regla y que de ella se amamantan clanes sin otro mérito que hacer profesiones de fe y situarse en el supuesto bando del Bien, según el próspero negocio del chantaje izquierdas/derechas y el populismo de ínfima estofa que ha proporcionado, por ejemplo, al chistoso invitado corceles, inmuebles y notoriedad. Allí se encuentran quienes han renunciado al esclarecimiento de flagrantes crímenes de Estado, y quienes pretenden continuar con el mito de las dos Españas, creando además una tercera y las que hagan falta, porque necesitan vivir de él. A Calatrava un color se le va y otro se le viene ante la abundancia entre los presentes de personajes invariablemente unidos por el común denominador de mantenerse en rango, prebendas y sueldos sin méritos personales, intelectuales ni morales que lo justifiquen ni haber corrido riesgo alguno para habérselos ganado. Calatrava les diría, si la pintura no le sellara los labios, que la ficción alimenticia que se han creado no tiene nada que ver con su mundo, que él votaba a unos o a otros, según lo que creía justo y favorable para el país, que conservadores y liberales estaban en su tiempo lejos de ser tribus herméticas y categorías absolutas apoyadas por un formidable y continuo aparato de propaganda.
A su izquierda, al otro lado del estrado, campea en gran formato la portada del grueso libro que se ha escrito sobre él. Que se desengañe el historiador Ramírez: La libertad se fue a pique cuando se abolieron la responsabilidad, los hechos concretos y los concretos individuos para sustituirlos por los mitos duales de total falsedad y jugosa rentabilidad malos/buenos, franquistas/antifranquistas -¡qué bien se ha vivido y vive de ello!, se dice don José María melancólico-, derechas/izquierdas, progresistas/reaccionarios. El biografiado compadece al biógrafo aunque le haya obligado a figurar de mascarón de proa. Tal vez lo hizo en aras de la difusión necesaria, y, además, Calatrava cree que, aunque vivo, también él está prisionero y sufre, puesto que se halla secuestrado tras la mesa que oculta al público las cadenas. Un oportuno y doloroso tirón en el tobillo recuerda al escritor de cuando en cuando que no debe salir de la burbuja del siglo XIX, que símiles y metáforas se mantendrán en el vago y elegante ámbito de las licencias literarias y que no rozará la carne viva de los personajes actuales, ni el doble fondo que tapiza, con su censura de conveniencia y buen tono, la estructurada manipulación en que reposa el régimen actual.
El desdichado Calatrava desde su silla del tormento intenta al menos evadirse de la compañía inmediata alzando la vista. Sus ojos cansados recorren paredes con retratos oficiales que podrían ser de colegas suyos y muestran una indumentaria y apariencia familiares. Se halla, pues, en un centro histórico de la inteligencia y el intercambio de pareceres. Aguza el oído. En efecto, los retratos le cuentan cosas, la decoración misma habla de influencia y de época, los miembros veteranos del Ateneo, vivos y en sus asientos, hacen comentarios. La desazón de don José María sin embargo aumenta. Por privilegio de la especial entidad que posee, oye el silencio, el silencio inexplicable sobre lo más grave que ha ocurrido poco ha en el país al que intentó servir. Advierte un fenómeno sorprendente: En ese Ateneo gloria y prez de la sabiduría y la inquietud patrias, ni las paredes ni las pinturas recuerdan que se hayan dado debates sobre lo sucedido en Madrid el 11, 12, 13 de marzo de 2004, sobre las pruebas prestamente destruidas y el reguero de pistas falsas. No ha habido en sus salas ardorosas proclamas para el esclarecimiento de los hechos y averiguación de los culpables. En una entidad impregnada de consignas contra poderosos y prepotentes no han resonado discursos de condena ni denuncias indignadas de la manipulación de la matanza en víspera de elecciones. Tampoco parecen importar gran cosa -eso le recuerda a sus tiempos- los asesinados por terroristas en nombre de alguna consigna. Por el contrario, sólo los retratos de la galería repiten, en un susurro, lo ocurrido en jornadas enterradas bajo paletadas del silencio más tenaz.
De ahí la incomodidad extraña que Calatrava siente en un espacio que, al menos, debería percibir como afín a su hogar. La casa ha sido usurpada, el marco le aprieta, el ropaje talar fija su cuerpo a la tierra, espesa el aire una masa de cobardía y oportunismo.
_ ¿Y nosotros? ¿Crees que estamos mejor que tú?
Sorprendido, mira hacia arriba. Los retratos de hombres ilustres, de miembros distinguidos del Ateneo, le están dirigiendo, en un tono inaudible para los congregados, amargos reproches. Reivindican reconocimiento de sus valores, de sus estudios, escritos, discursos, del periplo solitario que recorrió cada cual sin más ayuda que la afinidad amistosa, sin otro apoyo económico que el fruto de su cabeza y sus manos.
_Ya no puedes ser fulanito de tal. Ahora si no perteneces a un grupo de víctimas, de discriminados, a un club por origen, pueblo, sexo, habla, secta, no eres nadie.
_ ¡Y mira cómo estamos de polvo!
_No nos limpian porque no entra en el convenio.
_Y si te quejas, te ponen contra la pared.
_Y te escupen tratándote de burgués.
_Y de reaccionario.
_ ¡Lo que nosotros habremos oído…!
José María Calatrava cierra los ojos, Sueña. Fuera atardece y el país es amplio. Baja del túmulo, cruza el salón y, planeando limpiamente sobre el público, se dirige a la salida. De la mano, el historiador Ramírez va con él imaginando otro libro. Quedan atrás el marco vacío de un retrato y el acogedor cetáceo como animal de compañía. Porque, como el gran Epicuro hubiera dicho, libertad, vida y ventura.
Mercedes Rosúa