EL OTRO ESTADOS UNIDOS

EL OTRO ESTADOS UNIDOS

2008-M. Rosúa

Eran USA

Eran USA

Estreno. En la pantalla, los malos son grises, están lívidos y tienen un aire que recuerda vagamente a los agresivos extraterrestres de los primeros tiempos de la ciencia-ficción. Van vestidos de negro y su expresión es amargada y tensa incluso en el gozo de la victoria. El plano de fondo, con banderas, presenta el escasamente eufórico diseño de una esquela. Sus antagonistas, los buenos, son guapos, altos e impecables, están dotados de los mejores sentimientos, respiran optimismo y salud, se mueven entre luces y objetos de brillante colorido, viven grandes amores e inquebrantables amistades y, pese a que la acción transcurre en los años cuarenta, no fuman.

No estamos en la China de la Revolución Cultural. Aunque podría ser, salvando detalles, una de las óperas revolucionarias maoístas, se trata del estreno mundial, sincronizado con la fiesta nacional de Estados Unidos y el aniversario del evento, de Pearl Harbor, USA 2001. La película rezuma dólares y anemia intelectual en iguales dosis. Es una pretenciosa mezcla de novela rosa y pirotecnia, con generosas explosiones en cadena, japoneses verdosos y muchachitas de pasarela impecablemente vestidas y maquilladas que se enamoran del galán primero, del galán segundo y, menos verosímilmente, del endeble tartaja. Es inevitable el contraste con Tora!, Tora!, Tora!, 1970; el mismo tema pero un abismo de calidad y materia gris entre ambas. Tora! es excelente en ritmo, actuación, diálogos, tomas. Algo ha ocurrido entre una y otra. La recién horneada y supermillonaria producción concentra un periodo peligrosamente largo de estulticia vencedora; es el producto de tres décadas de riego programado de grandes superficies a base de márketing, efectos especiales y público serie B. El fenómeno no es casual, sino símbolo y norma de un brutal descenso de la inteligencia, sometida a la censura del producto de masas políticamente correcto. Estados Unidos, el país que razona su superioridad en toneladas de producción de frutas, piensos e idearios singularmente homogéneos, no es ya el que alumbraba obras memorables en el cine y la literatura. Puede que en ello hayan tenido cierta incidencia el hábito de la impunidad asumida como privilegio natural, la generalizada ausencia de conciencia de precio. Nadie, ni en la Federación de barras y estrellas ni en el resto del planeta, espera que el Gobierno de Washington deba algún día responder de las bombas atómicas lanzadas conscientemente sobre una población civil, hombres, mujeres, ancianos y niños incinerados con la misma lógica con la que Mao o Stalin justificaban, a base de la teoría preventiva, el mañana luminoso, la economía de bajas futuras y el mal menor, cualquier exterminación masiva. No habrá Nuremberg para Hiroshima y Nagasaki; tampoco para una Camboya primitiva, neutral, diminuta e indefensa a la que plancharon con bombas los B 52, sin duda con la loable intención de cerrar el paso a una dictadura comunista pero desde luego con la más crasa y torpe ignorancia del medio, con criminal desdén por sus habitantes y con eficacia nula. Han sido muchos años de virtualidad y lejanía. Algo, lo real, ha quedado anulado. No tienen hoy cabida en sus pantallas ni en las páginas de sus best sellers hombres como Steinbeck, Hammett o Bogart (¿dónde fumarían?). La hipertrofia de la Libertad se ha comido las libertades y la estatua ya no lleva una antorcha, sino una denuncia, porque el deporte nacional consiste en acechar la menor ocasión de sacar dinero al vecino, al proveedor, al que acaba de fregar el suelo y a la empresa que fabrica los cigarrillos que, en pleno ejercicio de su albedrío y facultades mentales, compraba un pariente. El espacio aéreo está cubierto de bandadas de abogados que se ofrecen para compartir los beneficios de las indemnizaciones, el terrestre de letreros que, cada cien pasos, subrayan prohibiciones, advertencias y llamadas impositivas al orden y a la ley, de forma que la exaltación continua de los derechos individuales ha reducido a mínimos el territorio real de éstos, que entra fatalmente en contradicción con el espacio percibible, respirable, audible y transitable del prójimo. La densidad de Don’ts!, con punto de admiración, por metro cuadrado hace sin duda salivar de placer al legalista más obseso. Los alimentos, plagados de sucedáneos de la grasa, el azúcar y de cuantos peligros la Naturaleza produjo torpe y espontáneamente, se apresuran a advertir, en largas columnas minuciosas, de composición y efectos. No se trata de caritativa solicitud sino de múltiples escudos de prevención y defensa. La antorcha de la estatua alumbra una nación de justicia cortada a la medida del prestigio de gabinetes legales y de la sanidad más cara del mundo, de forma que, tras la aparente embriaguez del ilimitado espacio del paisaje de los grandes horizontes, acecha la posibilidad de hallarse, por enfermedad, infracción o accidente, hundido en un proceso legal cuyos costes hipotequen al sujeto el resto de su vida.

Dejar en el vestuario

Dejar en el vestuario

Una vida física que conviene dé al sistema los menos problemas posibles y deje al maquillador de difuntos o a la ciencia un cadáver en buen estado. Para ello están la Religión de la Vida Sana, que llena el hueco de otras transcendencias, y el integrismo ecologista. Ambos convierten al infractor en especie singularmente desprotegida que pasea su existencia culpable, su café, copa, puro y escasa apetencia de alpinismo y maratones dedicados a una buena causa, por un planeta en el que la presencia de la especie humana ha sido un error irreparable y constituye un delito sangrante contra los derechos de rocas, animales y plantas. Curiosamente, en este Templo gigantesco de la Vida Sana y los alimentos biológicos, orgánicos y exentos de intoxicantes se da la gama más extrema, abundante y completa de gordos, un porcentaje de obesidad que debería hacer escorar el eje planetario con la avidez de bollos, dulces y pastas (nunca prohibidos aunque es probable que ocasionen más infartos que toda la cosecha tabaquera de Virginia) que rellenan el vacío de cocina local. La confusión es continua entre dimensiones y calidades, entre la extensión de ganadería y cultivos y la curiosa semejanza de la oferta. Por los supermercados se extienden atractivas pilas de frutas y verduras que se distinguen por la homogeneidad absoluta de las variantes: Cada manzana, melocotón, tomate y zanahoria tienen exactamente el mismo tamaño, color y forma, y, bajo su perfecta apariencia, carecen en buena medida de sabor y de perfume. Son clones, producidos por frutales que, hasta el confín del horizonte, crecen los metros justos exigidos por la recolectora y se alternan con praderas igualmente vastas puntilladas de vacas de solomillo especializado. La élite, los muy ricos, que sí saben lo que es la buena vida, será de degustadores de la cata añeja, el soufflé, la caza, el erotismo aureolado con el perfume de lo pecaminoso y el humo del veguero. Mientras, la masa consumirá pan negro y brotes de soja, hará sus libaciones diarias de macrobiótica, correrá jadeante las diez millas dominicales de rigor y, según la gráfica y terapéutica expresión inglesa, tendrá sexo (have sex) con el perfeccionismo de quien se cepilla concienzudamente los dientes. Porque es particularmente grande la diferencia entre el to have y el have not.

La prensa dedica primeras páginas a la euforia que arrasa la opinión: todo abierto, bienes y servicios, veinticuatro horas al día siete días a la semana. Apoteosis de la libertad, acceso inmediato, satisfacción instantánea, golf a las tres de la madrugada y excursión a la droguería a las cuatro. Compras, en cualquier momento, ganancia creciente, esas compras que sustituyen a la vida social, el ocio, el paseo y el contacto urbano como el aparcamiento, la gasolinera y el centro comercial reemplazan la existencia de ciudades y pueblos. Algo que, en su exaltación del consumo, tiene un eco de explosión de puro vacío y entra en la imperiosa y visible dinámica de la necesidad de gastar. Se multiplican las disneylandias para adultos, de las que Las Vegas es un buen ejemplo. El circuito se nutre de la adquisición de productos innecesarios, funciona con la avidez imparable de la máquina de monedas, en la que el usuario necesita verter las ganancias y adquirir piezas de nuevo para meterlas en la ranura. La última moda es la reivindicación de la kids attitude, del comportamiento infantil en personas de pelo en pecho. So pretexto de compartir actvidades con sus hijos, acuden a restaurantes de reciente creación en los que se mezcla la decoración y personajes de la Guerra de las Galaxias, Venecia, París o la Atlántida con juegos interactivos, abducciones por una nave espacial, encuentros con el capitán Nemo y comida adaptada a las circunstancias. Se ha ido muchos grados más allá de la moda años sesenta de ser colegas de sus hijos y de la sumisión a los omnipotentes caprichos del niño para que no tenga frustraciones. Ahora no se trata de mantener a los jóvenes en una infancia prolongada, sino de la regresión hacia ella de los adultos; lo cual naturalmente implica el rechazo de la responsabilidad, el riesgo y el esfuerzo intelectual. Pronto habrá asociaciones defendiendo los derechos del ciudadano que pretende continuar siendo niño. Hasta que, falta de fondos que la nutran, la rueda se rompa y se pare. Las tendencias observadas en Educación se ven así ejemplificadas, no como fenómenos de un campo específico, sino en cuanto metonimias y metáforas de la totalidad del sistema y del conjunto de la población. El modelo americano ofrece victimismo, infantilización, ausencia-curiosamente coexistente con la aspereza financiera de la jungla-del sentido de la proporción y del precio, guardería generalizada y adiestramiento en la puerilidad de cuarentones y sesentones que buscan una moral y una existencia tan inocuas como los sucedáneos de helados y licores y los alimentos carentes de glucosa, lactosa, hidratos, proteínas y grasas.

En tránsito

En tránsito

La riqueza del país es cierta, circulan grandes cantidades de dinero para adquirir y usar objetos de grandes dimensiones: coches, motos, sombreros, helados, yates. Esto incluye la defensa a ultranza del billete, un dólar que, mucho más allá de su utilidad monetaria, es todo un símbolo y se reviste de cierta sacralidad. Las amplias tierras de Norteamérica recibieron desde el dieciocho la crema, por fuerza, edad y espíritu emprendedor, de la población activa de una Europa en plena rampa de la Revolución Industrial, un capital humano de potencial y energía considerables, gente dispuesta y obligada a tirar hacia adelante, en la flor de la juventud, la necesidad y las expectativas, buscadores, roturadores, exploradores y colonos esforzados y ambiciosos. De ahí la aspereza de leyes que castigan el robo al máximo y no perdonan ni olvidan el menor delito, los chicos de trece y de catorce años condenados como adultos, el general apoyo a la pena de muerte, el padre orgulloso de la buena puntería de su hijo adolescente. Es un país creado por autónomos, con el conservadurismo feroz, las virtudes y defectos del trabajador individual que no tolera merma en sus ingresos. Tierra del dólar, tierra del mito, del orgullo de una divisa fuerte, de pobladores con ojos tan sólo para el futuro y la inversión. Por ello la importancia religiosa de la propiedad y del dinero. La pena de muerte, la posesión de armas, son variantes, apenas pulidas por el paso del escaso tiempo, de la Ley de Lynch y la del Talión. Más allá del puñado de villas cosmopolitas no hay ciudades, se desconocen el ágora, la plaza. Lo que tiene el nombre de pueblo es el cruce de caminos, el alto en la gasolinera, el supermercado y sus aledaños de talleres, cafetería y algunos servicios. Desde el coche, y con el coche, se come, se compra y se hace el amor. No se trata de villas sino de una floración comercial, un relevo en un paisaje de ranchos, lejos de la orla escasa de capitales de la costa, asentamientos distantes entre sí, próximos de la belleza, algo inhumana en su extensión, de cañones, sierras, desiertos y fondos volcánicos de erosión y geología reciente.

Como las cumbres de aristas todavía no suavizadas por el viento y los estanques de lodo en estado de ebullición, Estados Unidos es también una amalgama de suturas todavía frescas y de continuos y nuevos injertos de los muchos que continúan llegando para trabajar y ser pagados con la moneda más fuerte del mundo. De manera adyacente, penden arracimadas enormes ramas de individuos que coinciden en numerosos casos con la población negra y se han decantado-como una parte significativa de la joven generación del Reino Unido-por la marginalidad y la delincuencia, en una mezcla letal de victimismo e ira. Mientras, Chinatown bulle de una actividad que no tolera la clásica estampa del vagabundo tendido en la acera.

Sobre esta sociedad diferenciada, emulsión sin apenas mezclas, se extiende la censura que ya se ha hecho habitual también en Europa: Es preciso ocultar la evidencia, exponer en las galerías de arte cuadros de indios envueltos en la bandera americana (ellos, cuyas casas de las reservas se abstienen, comprensiblemente, de lucir la enseña nacional), es necesario colmar de eufemismos; todo menos exponerse a la acusación de racista y xenófobo. Se impone la solidaridad enlatada, la discriminación positiva con todas sus aberrantes variaciones, de forma que, una vez más, el individuo desaparece; ya no vale por sus aptitudes y su trabajo, por la voluntad y el esfuerzo: le engullen la abstracción y la tribu, el color de la piel que al tiempo le socorre y le margina, que consagra una diferencia cultural, querida o no, respecto a la cual todos los elogios son pocos pero a la que los hechos cargan de una artificialidad acrónica e impuesta.

Los vagabundos rodean el corazón de la ciudad como la espuma sucia de la limpieza de la city. La urbe costera y de clima sureño es su meca; les permite dormir al raso y reciben además una importante subvención mensual que se supone destinada a anestesiar los conatos de criminalidad. El trabajador se queja del destino de sus tasas. Se trata de una de las grandes interrogantes de los experimentos del siglo XX: un sistema de asistencia es imprescindible, pero éste crea y mantiene el parasitismo, el victimismo y la creciente degradación de personas que, sin la premura de la necesidad insoslayable y el incentivo de la competencia, se van hundiendo en una espiral vegetativa a cuya inercia se suman las drogas y el alcohol. El país arrastra una bolsa de asistidos a la que los republicanos se esfuerzan por cerrar el grifo de las provisiones. Esto es recibido con alegría por los asalariados que pagan los impuestos de los que las subvenciones proceden, pero significa el abandono de enfermos e impedidos y un aumento de la criminalidad cuando los marginales, voluntarios o forzosos, se hallan sin ingresos. Los demócratas acumulan votos de los sectores más pobres y apoyan los programas sociales a base de tasas a la población productiva. El ciclo continúa. En el otro polo del espectro se encuentran los experimentos socialistas y comunistas, la exigencia de trabajo como deuda social, la penalización del vagabundeo; pero su solidaridad obligatoria, la oficialización burocrática, han anulado el espíritu de iniciativa, la producción de riqueza, el progreso y la libertad personal.

Dos experimentos que distan de ser un éxito aunque su comparación no implique simetría: El comunismo se reveló un fracaso. La jungla de un capitalismo salvaje dejado a las leyes del más fuerte resulta invivible; los programas diseñados por el Estado de Bienestar se ven incapaces de hallar el esquivo punto de equilibrio entre la necesaria asistencia a personas improductivas y la desvitalización del cuerpo social.

Sobre el vacío de las utopías planea una nueva especie, conversos que han volcado su antiguo fervor comunista en un neoliberalismo particularmente agresivo que utiliza en todo momento como referencia patrístrica los usos y leyes de los Estados Unidos de América. El anticomunismo, históricamente justificable, les sirve en este caso para exigir como general panacea la práctica desaparición del sector público, y para ver un ruinoso enemigo en cada intento y defensa del mantenimiento de servicios estatales y financiación de entidades que no producen directamente riqueza. Su ideal, de un brusco retroceso decimonónico, separaría tajantemente un reducto destinado a la caridad y la limosna y vería en cada privatización una batalla ganada en la lucha por la libertad. El ataque en toda regla al sector público goza del impulso ofrecido por la bancarrota comunista y por el deplorable ejemplo, en el seno de los sistemas democráticos, de las mafias oficiosas de corte estatal. Los rapsodas que, desde la orilla este del Atlántico, glosan las odas de Wall Street, ignoran el polvo acumulado en las esquinas y el envés de las alfombras y el sutil, decadente aroma en una nación enfangada en el imposible acoplamiento de un supuesto y multipluralísimo concierto social y una realidad que oscila entre las añoranzas puritanas, la caridad abstemia, la ignorancia del mundo extramuros y la lógica aspiración, una vez descubierta, a la buena vida. El converso al liberalismo a ultranza admite que la calidad de existencia cotidiana de sus paisanos europeos es, con diferencia, superior a la de Norteamérica por mucho que Oregón produzca el setenta por ciento de pastos del planeta y aunque las toneladas de cereales y piensos se midan en guarismos abrumadores. Sabe que el ambiente de continua competición e inseguridad permanente, el panorama de una semana de vacaciones anual (tres o cuatro, con un poco de suerte, a los veinte años en la empresa), la alimentación a base de fast food y la reducción de componentes habituales de la existencia diaria-como el vino, la mesa adecuadamente dispuesta, la calidez de las relaciones personales, el ocio y las salidas y espectáculos-a artículos de lujo y ocasiones fastas no es precisamente un modelo seductor para gentes de Italia, España, Francia, larga y profundamente duchas en el saber vivir y asentadas todavía, pese a los embates de la ignorancia y la nueva barbarie a la que tan meritoriamente ha contribuido la reforma educativa española, en el humanismo. Pero, en su deseo de nuevos dioses a los que orar o en su negativa a advertir el envejecimiento de los que admirara, cuya fresca sonrisa y sinceros ideales han sido sometidos a infinitos estiramientos de piel, el converso filtra y separa la América de todos los derechos y libertades de la poco tentadora vivencia concreta de su sistema y omite en el análisis la comparación europea con esa sustancia horneada de antiguo que constituye en buena parte la simple felicidad de la existencia y no se calcula en cifras, pero que puede destruirse con la aplicación insistente de un rasero único. Europa optó por el individuo, por una densidad de variaciones que resulta, en otras magnitudes y latitudes, difícilmente comprensible y de la que la calidad es producto directo. La apuesta individual de Europa sigue siendo necesaria y valiosa. Ninguna tarea es hoy en ella más perentoria que la recuperación del ejercicio del pensamiento. En este sentido, pasadas las épocas de las grandes fugas de cerebros y energía, el Viejo Continente puede estar tomando incluso una lenta ventaja en creatividad y en ciencia.

Con pasión semejante al antiamericanismo de antaño, el converso sólo ve en las democracias occidentales enemigos en forma de parásitos, burocracia, intervencionismo e impuestos, y probablemente en el fragor de la lucha no repara en que civilización va unida a servicios públicos, a la trabajosa construcción-como muy bien saben los países del Tercer Mundo-de un Estado, a los transportes en horas e itinerarios que nunca serán rentables, al correo que llega y a los médicos que no permitirán la muerte en la calle de una persona sin seguro, a la enseñanza que ofrezca un buen producto al común de la población, al derecho garantizado, no por el gabinete de abogados que el adinerado puede costearse, sino por la asesoría legal abierta al ciudadano.

Un lugar en el sol

Un lugar en el sol

Quizás, finalmente, los extremos se tocan y el capitalismo más liberal se encuentra en la vecindad peligrosa del totalitarismo de antiguo cuño y banderas rojas, y es posible que de ahí venga la sensación de libertad vigilada que, en contraste con la auténtica que se respira en la vieja Inglaterra, hoy se experimenta en Estados Unidos, la impresión de potenciales y múltiples infracciones y riesgos, la conciencia de vulnerabilidad a falta de dinero o de armas, que trenza un extraño puente entre países gigantes a uno y otro lado del Pacífico.