WU HSING-KUO, O LA SOLEDAD Y LAS PASIONES UNIVERSALES
Sobre el King Lear, de Shakespeare, representado en ópera china por el Contemporary Legend Theatre, de Taiwán
Por Wu Hsing-Kuo, director, dramaturgo y actor en solitario, Con su equipo y músicos. (Teatros del Canal, 27 de mayo de 2016. Madrid)-
M. Rosúa
Wu aparece en el centro del escenario, rodeado por grandes figuras grises cuyas formas participan de las rocas y de perfiles vagamente humanos, decidido a construir un puente, el que enlaza su propio pasado, el de su tierra de origen y el de un Oriente tradicional pero abierto al futuro con un Occidente al que para la gran mayoría el teatro chino sólo es accesible con el lenguaje de sonidos, colores y gestos. Y el actor aúna, en su persona que se transfigura mediante ropajes superpuestos, tejidos que ondean bajo distintos e intensos tonos de luz, tocados, cabellos blancos, maquillajes y piel desnuda, no ya la obra de Shakespeare y los diez personajes que sucesivamente encarna, sino la raíz honda del indefenso ser humano, de su perplejidad ante lo voluble del destino y la única certidumbre de la muerte y su anhelo de aferrarse a la aparente solidez de los afectos.
Construye Wu Hsing-Kuo en principio el puente con belleza, con agilidad sorprendente y con dominio del cuerpo y del espacio. Y con una gran dosis de pasión vital acompañada, mano a mano, de pasión filosófica, de las sempiternas interrogaciones sobre el yo, la utilidad o futilidad de los actos, el valor de la propia existencia. El espectador queda subyugado, prácticamente hipnotizado, por la figura solitaria que evoluciona en el escenario en un cono de violenta y cambiante luz, que produce mutaciones de identidad con el simple cambio de los pliegues de su ropa, el gesto, la modulación entre quejosa y salvaje de la voz. El encantamiento se completa con la simultánea eficacia de los tiempos y ritmos musicales, basados en la instrumentación tradicional y sincronizados con cada gesto, cambio de foco, oscuridad, destellos y recitado.
Es una ópera china, con todos los ingredientes de la tradición, pero concentrada y abreviada respecto a las largas representaciones habituales, centrada en cuanto a la obra inglesa objeto de su inspiración en escenas de especial intensidad que se presentan adoptando distinto orden cronológico, apoyada, como los pasos y gestos del artista, en párrafos de Shakespeare cuidadosamente escogidos, contados pero suficientes para, junto con la mímica, captar el argumento en sus partes primera y segunda, sustituyendo luego el desenlace de la tragedia original por la tragedia existencial y filosófica, por los viejos interrogantes entre el yo y el universo, por la duda respecto al camino que se ha escogido para construir, braceando en el tiempo, lo que se define como yo.
La trama de la obra de Shakespeare es, en principio, extremadamente simple, basada en un relato pueril propio de los planteamientos de los cuentos infantiles mezclado con ferocidad altomedieval. Esto cuadraría a un público oriental al que le son familiares las historias de señores de la guerra, shoguns, samurais, mujeres devotas y ancianidades sagradas o ultrajadas. El genio de Shakespeare está en la grandeza y riqueza del lenguaje, en la fuerza de las pasiones y en la fusión de éstas con la profundidad del pensamiento. En el rey Lear de Wu, cubierto por su pelo y barba blancos bajo la tempestad, el frío y la lluvia, hay, para sociedades en las que se ha hecho frecuente el antes inusitado abandono de los familiares ancianos, una lectura inquietante, una forma nueva de traición a lo que tradicionalmente se había tratado con respeto y que ahora vive tiempos inseguros.
La sustancia de la obra, en la versión de Wu como en Shakespeare, es, ante todo, la de una gran soledad. Más allá del tema de la ingratitud de una hijas y del amor filial de otra, el Rey descubre al tiempo la soledad social, cuando renuncia a poder y cargo, la de los afectos cuando es rechazado por sus dos hijas, y a continuación la de la vejez y la de la proximidad de la muerte, cuando ya no se es aceptado como personaje en obra alguna.
La radical soledad del ser humano ante sí mismo y ante sus decisiones es, finalmente, el tema de fondo en el que se dan la mano culturas y civilizaciones, donde el individuo asume su parentesco con otros de muy distintas latitudes gracias al genio de la literatura y del arte. En la obra, el rey Lear se abre paso entre las tinieblas tras el manto rojo de las pompas de este mundo, en una magistral escenografía en la que el color se constituye en lenguaje. Es una estética del exceso, de esplendor visual y al tiempo de reflexión sobre la fugacidad de los estados terrenales. Nada falta respecto a la ópera china tradicional: Acrobacia, contorsionismo, danza, mimo, canto, movimiento de manos y ojos, modulación de tonos, gorjeos de pájaros, gesticulación, simbolismo. Los personajes son siempre prototipos reconocibles, semejantes a la commedia dell’arte, que rayan en la caricatura (mujer, malvado, mendigo, bufón-loco-gracioso, perro), pero con ellos, en una travesía en busca de su propia identidad y la de su país, la presente y la futura, en la que sin duda el artista se ha enfrentado al riesgo, la angustia y la soledad, Wu Hsing-Kuo ha logrado cruzar el puente. Y no va solo. Con él llega a un entregado público occidental, que le aplaudía sin descanso, el arte de un Extremo Oriente cuyas fronteras se difuminan y cuyo salto al siglo XXI está lejos de ser solamente económico o de reducirse en la escena o la pantalla a las artes marciales.
El artista expresa verbalmente y en cada gesto, no sólo su problema personal identitario, sino el de su patria chica, Taiwán, tan china y al mismo tiempo, en su reducido pero muy variado espacio, tan singular, tan prodigiosamente adaptada al mundo moderno pero muy celosa de la conservación de sus rasgos culturales, de su patrimonio artístico. Taiwán la discreta, mal conocida y sorprendente para el visitante por la calidad y cordialidad de sus habitantes, ella, que es consciente del valor de la libertad y de las libertades cotidianas y tiene un fuerte y justificado sentido de la diferencia, al cual probablemente no es ajena la reflexión sobre la identidad que se plantea el taiwanés Wu. Su puente está concluido y nuevos caminos se abren tras él. No se trata de ya de salvaguardar el arte clásico de la antigua ópera, sino de dar a ésta savia nueva. Y lo ha logrado.
Su Rey Lear no es sólo ruido color y furia, ni el actor se limita a entregarse a una catarsis envuelta en el virtuosismo profesional y los efectos visuales. Hay en su intento una veracidad perceptible, la de quien, en un momento de reflexión crítica, cerró el grupo de teatro que había fundado, intentó nuevas vías, sufrió el rechazo de teatros, críticos y compañeros y entró en un periodo de búsqueda y redescubrimiento final de sus raíces, su horizonte y su arte. Tras unos años de travesía del desierto, recuperó el CLT, Contemporary Legend Theatre, y su soledad se abrió a la compañía, la de sus propios colaboradores, la de la cálida acogida del público chino todo y, más allá, la del asiático en general y la de un Occidente cuyo canon se caracteriza cada vez más por el gusto por la síntesis y por la avidez del choque estético.
En el tercer acto de la representación el problema de la identidad pasa al primer plano. En la identidad propia laten también, concéntricas, las nacional y artística. El actor se presenta cargado con las ropas que le han otorgado, como ocurre en la existencia real, personalidades ficticias. Despojado de oropeles, observa las mudanzas de las situaciones y de la luna, que se compadecen tan mal con la necesidad de sentirse uno mismo. Habla de sí, reivindica, de una manera nada budista, su yo, a pesar de los pesares, a pesar de esa cadena de fallos y desaciertos que son las opciones de la vida, pese a los sucesivos engaños y apariencias. Es el rey Lear, es Wu Hsing-Kuo y es Don Quijote, Cervantes, Quevedo y Calderón de la Barca. Representa, sin advertirlo, La Vida es Sueño, El Gran Teatro del Mundo, las Coplas de Jorge Manrique. Y a los espectadores, porque sus preguntas son las nuestras y cada uno tiene siempre un yo que salvar.