TRANSIBERIANAS. TAL VEZ TRANSEURASIA- Nuevo libro. Junio 2022
ÍNDICE
1-Con el diario en las manos.
2-El discurso del siglo XXI.
3-Consignas para un motín.
4-El salón de los ritos excitantes.
5-Oda rátida al episodio del buque correo.
6-La entrega de llaves.
7-El reparto del cofre.
8-El enviado de Piratas Irredentos.
9-Reparto de cargos.
10-Los Mercenarios Light.
11-Noticias internacionales.
12-La rampa viscosa.
13-Rueda de prensa.
14-Diktátor.
15-Gal
16-El Galeón de los Ritos Oscuros.
17-El cofre sin tesoro.
18-Camino de la Cala de los Malditos.
19-La Gabarra de los Lisiados.
20-Asamblea en la Sala Místico-Planetaria.
21-El dúo de la solución final.
22-La cruzada sexual.
23-Y en superficie…
24-La flota imperial.
25-El Congreso.
26-Himno del PIL
27-Confidencias.
28-Cónclave.
29-Las armas del Imperio.
30-Offing agente secreto.
31-El Hallazgo.
32-Traición y rapto.
33-Dulcita y el Imperio de la Felicidad.
34-Reparto de papeles.
35-Tercer grado.
36-El Foso de las Medusas Venenosas.
37-Duelos en Diktátor.
38-Hazañas Bélicas.
39-Asuntos de familia.
40-Santabárbara bendita.
41-De entre los muertos.
42-Lepóridos versus Mustélidos.
43-De Profundis
44-El final del imperio.
45-Testigos peligrosos.
46-Agitprop.
47-Desconcierto.
48- ¡Exclusiva! ¡Exclusiva!
49-El arma infantil.
50-Currículum.
51-La bandera engañosa.
52-Cuerpo a cuerpo-
53-Siempre nos quedará Diktátor.
54-Descubrimiento de la altura.
55- ¡Largad lastre! ¡Royendo amarras!
56-El mar era una fiesta.
57-El Club de la Eterna Venganza.
58-Gente’s News.
59-Migración
60-El Atolón de la Perfecta Igualdad.
61- Faros.
62-Los náufragos felices.
DIARIO DE A BORDO
1
Con el diario en las manos
Queridas ratas:
Estáis saltando del barco. Hasta ahí todo es normal. La diferencia es que en el barco que, al fin, se hunde la tripulación estaba compuesta exclusivamente por ratas. Y, por muy náufragos que seáis, no puedo compadecerme de ninguna de vosotras.
Pero sí escribir vuestra historia.
Hay multitud de galeotes todavía remando en la flota que habéis, si no aprovisionado, sí dirigido mientras roíais hasta la sombra del tocino y el último grano de las bodegas bien provistas cuando os hicisteis con el mando.
En este mar no existen fronteras, ni recuerdos, ni calendarios. Los galeotes acaban amando sus cadenas porque son lo único firme que recuerdan, y les habéis repetido tantas veces los nombres y la orientación que, sin esa referencia, babor, estribor, a mi izquierda, a mi derecha, se sentirían terriblemente perdidos. Por eso alzan a veces la vista sin detenerse en formas intermedias: el cuenco mermado y escaso, el remo cansino y el cómitre sentado sobre un queso enorme. Miran directamente el Mito Negro que ondea en lo alto, el mito inverso, como el cliché de una fotografía, tejido exactamente con lo opuesto al valor, el tesón, la originalidad, el humor, la inteligencia, la libertad, el genio, la belleza. La tripulación de la nave capitana, ésa que ahora se disputa los mejores puestos en el barco de emergencia, eligió cuidadosamente su símbolo, que campea en lo alto del mástil y es una versión rencorosa de las filas de estrellas utilizadas al otro lado del océano. Optó por un estampado de múltiples cabecitas rátidas sin mancha de león alguno.
Comprendo, ratas, cuán duro ha debido resultaros coexistir con quienes os superaban (o a poco que hicieran podían superaros) por estudios, trabajo, esfuerzo, dotes, honradez, mérito. Era esencial que los galeotes no mirasen hacia arriba, que amasen el grillete porque los colocaba a todos en los mismos bancos y les prometía un mundo tan plano como la cubierta. Para vosotras, que ahora sois un festón negro pespunteando cada superficie, bote salvavidas, camarote, soga, jarcia, claraboya, y que cubrís incluso el casco en vuestro afán de huida del naufragio, la total igualdad era una cuestión de supervivencia, porque ¿cómo si no hubierais logrado destacar de alguna forma, tomar el mando, someter a la antigua población cuando eran todavía ciudadanos de un país?
Quiero cantar para la posteridad el relato de vuestras tácticas, porque tal vez pronto no quede, de lo que creíais dominio indefinido, más que los huecos dejados por la voracidad de vuestros incisivos en cuanto era susceptible de roerse. Utilizasteis, de segunda mano o de nuevo cuño, la creación de múltiples clientelas, la dispersión de vileza asumida, la potenciación del viejo recurso a la ceguera voluntaria, la sacralización de la cobardía, la promesa de quesos inagotables y del imperio de sectas cortadas a la medida de vuestro tamaño, alimentadas por quienes no tendrían más horizonte que la superficie que les mostrabais, ni otros recuerdos que los difundidos, con leves variantes, por los diversos altavoces.
De Euralia habéis seleccionado, en su apéndice oeste, el No País, la pieza más fácil para vuestra cacería, ese último animal lacerado por mordeduras aún recientes que los chacales escogen como presa. Ninguna se ajustaba mejor al Mito Negro del que ibais a presentaros como los salvadores. Los materiales de una conciencia histórica renqueante, amedrentada, confusa estaban ahí; sólo faltaba ensamblarlos, imponerlos como patrón continuo y podar enormes trozos de memoria. Vuestra talla, la envergadura de vuestros bigotes, crecían según seccionabais del pasado, del presente, de las aspiraciones y vivencias de los habitantes cuanto era grande. Sin anclas ya en sitio alguno, fraccionada la superficie del país en apriscos y cada uno de sus hatos de ganado convencido de su condición de víctima y anhelante del pienso, sólo quedaba zarpar para hacerse con el barco. Fue sencillo separar del continente la península, desligarla de la estrechez de la cadena montañosa como quien se suelta un cinturón. Y disfrutar, sin más contactos ni referencias que los que juzgabais oportunos, en exclusiva del botín.
Ratas, sois numerosas, peligrosas, intercambiables, miméticas con el gris de una mediocridad interminable que solíais disfrazar de afán igualitario y devoción por los humildes. No soportáis a otras especies, que existan animales de dos patas, que difieran sus goces y sus hábitos, que gusten a veces de la soledad, que prefieran la altura al agujero y que rechacen, con la porción de tocino, la alegría complacida del cerdo. Os habéis, sin embargo, apoderado del timón, la bodega y la santabárbara, y habéis hecho la ley durante una muy larga travesía hasta que llegó la hora de saltar. Pero yo tengo vuestro diario de a bordo.
2
El discurso del siglo XXI
El barco cabeceaba suavemente y el Alto Mando Rátida había escogido aquella ocasión de mar estable y apenas brisa para convocar asamblea informativa en el salón principal. En el público hervía la expectación. No se esperaban novedades pero había, desde hacía tiempo, una clara tensión en el ambiente, rumores, vagas alusiones a correos del extranjero e incluso, lo que era más preocupante, los galeotes descuidaban sus obligaciones, aunque desde luego eran inmediatamente llamados al orden, sancionados o hechos desaparecer rumbo a naves de castigo o lugares de no retorno en la temida Costa de las Brumas.
El tema base a exponer, según costaba en la convocatoria, para información y sin derecho a preguntas dada la amplitud de los asuntos a tratar, consistía en una recapitulación general del presente, de los proyectos futuros y de un pasado que no era conocido suficientemente bien por la población y al cual debían, sin embargo, su bonanza actual.
Hubo cerrada salva de aplausos a la aparición de los dirigentes, que no solían prodigar su presencia conjunta. Ahí estaba, en el centro, Rata Primera, que respondía asimismo a los títulos de Igualísima y Rata Máxima entre otros. A su lado, pero sin rozarla y a un nivel levemente inferior, Rata Segunda, conocida como Eminencia Gris, y alrededor lo más granado de la Junta, Rata Ecónoma, Rata Parda, Rata Mayor, Rata Pedagoga y algunas más que no se presentaban habitualmente en público.
Rata Máxima, que resplandecía de una blancura escogida para la ocasión, tras agradecer los aplausos y dar, con un gesto, por iniciado el acto, dejó graciosamente la exposición a Rata Segunda:
“Compañeras, nunca se nos ofrecerá mejor oportunidad en terreno más propicio. Y, lo mejor, estamos en el siglo XXI, y cuanto creíamos obsoleto revive con nuevos bríos gracias al aliado informático. Vivan la comunicación infinita, la omnisciencia a pie de tecla y la ubicuidad sin esfuerzo. Nada de reflexión, búsqueda y contraste. Los galeotes ignorarán todo y creerán saberlo todo desde la infancia. Su aprendizaje consistirá, de la guardería a las aulas universitarias, en fragmentos dispersos suministrados de forma aleatoria, escogidos según el sistema del mínimo común denominador preceptivo y las prioridades coyunturales de nuestra tropa. En vez del Yo sé que no sé nada, estarán convencidos del Ningún saber vale más que otro. Compañeras, creced y multiplicaos. El campo es nuestro hasta extremos que nunca hubiéramos soñado. Arriba la democracia instantánea y mudable.”
“La era, si manejamos adecuadamente los rasgos que la caracterizan al nivel ras de tierra que nos corresponde, en el cual es imprescindible mantener al público que nos sigue, nos es propicia. Porque, gracias a la telemática, nunca la dependencia de la gente en su vida diaria respecto a algo que no puede controlar había sido tan absoluta. Jamás la sensación de omnipotencia había estado tan íntimamente asociada a la completa indefensión ante una pantalla muda, un bloqueo, la interrupción de un suministro.”
“Acostumbrados al mecanismo sin esfuerzo de la nueva magia, a la devoción por el ruido, a la multitudinaria, instantánea compañía que depende tan sólo de la presión de su dedo, ya aspiran casi más a ser sometidos que nosotras a su conquista.”
“Nuestro reino será asambleario o no será, y ruidoso, vistoso, abrumador, festivo, indiscutible. Olvidad los caminos hacia la dictadura igualitaria que soñaron, llevados por el ideal de mejorar nuestra condición, respetables abuelas. Se abren ante nosotras atajos gloriosos. Dictaduras ecológica, informática e indigenista même combat. Tribus unidas nunca serán saciadas ni vencidas.”
“Y ahora, os ruego que, además de los nuevos mapas y organigramas de las sectas y la recopilación de indispensables jaculatorias, admiréis esta galería de retratos:”
“He aquí los Viejos de la Montaña, indispensables para nuestra tarea (lamentablemente no hemos podido localizar Viejas de igual altura). No sé si recordáis a inspirados profetas de dunas, grutas y caseríos, a abades y prelados de masías y monasterios imbuidos de las esencias del terruño, al noble anciano que asesora hoy con su indignada visión anticapitalista y su pureza ecoloplanetaria a la generosa juventud. Ocupan un merecido lugar en la serie de mascarones de proa. Porque, por detrás, su cuerpo no puede estar formado sino por millones de los nuestros.”
“Ni por un instante olvidéis el código, las respuestas y consignas que, al ser idénticas por diferente que sea la situación de cada una de vosotras, constituyen nuestra fuerza. Nadie, y antes que nadie los galeotes, debe ni por un solo instante pensar que el universo se divide en más de las dos partes desde tiempo inmemorial establecidas: babor y estribor, ni podrá caber la menor duda de que los justos líderes están situados, y los conducen, hacia la parte buena.”
“Resumamos, compañeras, resumamos: Nosotras comeremos, comeremos gratis, comeremos todo. Dispondremos como nuestro de cuanto produzca el país, dejando a sus habitantes lo calculado para su reproducción y mantenimiento. Debéis recordar, siempre, con las jaculatorias adecuadas, el Mal con el que vosotras solas os habríais enfrentado, al Viejo Dictador erigido en icono negativo imprescindible, al Enemigo, el que es desigual, activo, brillante, laborioso, del que nosotras defendemos a la masa, prometedoramente informe, de los ciudadanos.”
“Ratas asistentes y ratas del orbe, tened presente en todo momento que ninguna debe sobresalir, distinguirse, haberse ganado el pan y el mérito con su esfuerzo. Y, para que no quepa discrepancia, vuestros chillidos ocuparán las ondas, la repetición rítmica de los términos loables o reprobables llenará el espacio. Debéis chillar sin reposo, sin descanso de un día ni una hora, porque ahí está la clave de nuestro éxito, manutención, proliferación y gloria”.
“Rechazaremos y perseguiremos cuanto nos sobrepasa: arte, catedrales, museos, buenos cuadros, grandes obras literarias, belleza de un rostro, escritura límpida, pensamientos altos, reflexiones profundas, seres excepcionales. Y, a ser posible, lo haremos cada hora y cada día, en cada fotograma y cada columna de prensa, en cada escaño de los órganos de Gobierno y cada sillón de magistrados y jueces.”
“Veo llegar el día, compañeras,….:”
(En este punto, el rostro de Rata Primera, la más igual de las iguales, se iluminó desde el hocico a las orejas, al tiempo que el orador, Rata Segunda, se erguía en postura bípeda y brillaban, mientras entrechocaba mandíbulas y dientes, sus ojuelos ávidos. El auditorio, al unísono, lanzó el hurra de un chillido coral.)
“…veo llegar el día en el que nada ni nadie sobrepasará nuestra altura, degustará manjares distintos de las ralladuras de queso, percibirá algo fuera del alcance de nuestros bigotes. Las vestiduras y colores serán eliminados de los gustos, y se impondrá entre cuantos habitantes posee esta tierra el gris de nuestra especie. Veo…Pero quizás el entusiasmo ante el futuro radiante, ya alcanzado en numerosos aspectos desde que ganamos la batalla del Atentado Oportuno, me ha llevado a extenderme en demasía. Dejo la palabra a nuestro máximo representante electo.”
Y, saludada por una ovación atronadora, Rata Primera, la Más Igual de los Iguales, se dirigió, con su modestia acostumbrada, a la asamblea resumiendo, en breves palabras, lo ya expuesto, garantizando el bienestar y prosperidad crecientes, la globalización de su victoria y su propia fidelidad inquebrantable a servirlas a ellas y a la causa.
Igualísima no gustaba de prodigarse. Además, cuantas más declaraciones más posibles contradicciones posteriores, fácilmente justificadas pero molestas. Lo importante era mantener, y exhibir, los atributos del cargo y reforzar los lazos de fidelidad y dependencia. Así pues el final de su breve intervención de clausura fue una grande y afable sonrisa mirando a las asistentes a los ojos de manera que el mensaje se sintiera como personal.
Aunque no se había previsto coloquio alguno y la guardia ya se ocupaba de canalizar al público hacia las salidas, una joven rata de las de las últimas filas que anhelaba explicar al líder su plan trabajosamente elaborado para reforzar el control sobre los galeotes logró llegar hasta Rata Máxima, le tendió los esquemas y balbuceó emocionada minuciosas explicaciones. El documento mereció una breve ojeada de Igualísima, que lo pasó a una asistente; luego posó su pata unos instantes en el hombro de la autora y le dijo:
– Excelente. Estamos en contacto.
La joven de la audaz iniciativa palideció visiblemente y su hocico rezumó esa viscosidad que en su especie equivale a las lágrimas. Había oído la frase fatal, Estamos en contacto, la que indefectiblemente, pronunciada por alguien de importancia, equivalía a no volveremos a hablarnos nunca más. Como así fue.
Y la Junta Suprema salió de la sala.
3
Consignas para un motín
En las bodegas de bajeles secundarios, donde unos galeotes se hacinaban y sorbían las raciones de rancho y otros simplemente vegetaban y se distraían con videojuegos de experiencias virtuales, había empezado a circular un peligroso documento en cuyo encabezamiento se leía: Consignas para un motín.”
El contenido era tan insólito y violento que al principio los lectores palidecieron y experimentaron el vertiginoso terror a lo desconocido. Pero luego pudo en ellos la pequeña llama, no totalmente extinta, de la curiosidad; y continuaron leyendo.
“1-Rechazar, por la fuerza si es preciso, el uso de los términos babor, estribor excepto en el caso de situación física en el buque. Desconfiar de cualquiera que los emplee.
“2-Rechazar a cualquiera que se valga, como medida de valor, de una categoría, ajena a las propias de rasgos individuales”.
“3-Desconfiar de inmediato, y negar subvención y privilegio alguno, a quien se integre explícitamente en el rango de víctima genérica o histórica.”
“4-Negar los agravios ancestrales. Desposeer, acto seguido, de bienes y prebendas a cuantos se valen de ello como medio de vida.”
“5-Renunciar a los planteamientos duales buenos, malos, y marcar como objeto de escarnio a cuantos los usen para ejercer el parasitismo en todas sus formas.”
“6-Acosar, con mofa, befa y denuncia pública, al que medra a costa de dictadores muertos, batallas en las que nunca participó y riesgos que no corrió jamás.”
“7-Establecer salidas regulares de pateras dirección única norte-sur, en las que serán condenados a embarcarse cuantos obtienen beneficios pecuniarios y sociales de la loa de los usos del Oriente Feliz. El pasaje incluirá un bono para la escolarización obligatoria de las hijas de los viajeros en los países de destino. Durante el trayecto, se rifarán puestos de trabajo doméstico en la Casa Real Saudí.”
“8-Cualquiera que se dirija a los galeotes con las expresiones galeotes y galeotas, estudios transversales sobre la Mar Oceana, ideólogos de la pedagogía marítima, oprimidos vitalicios, veteranos eternamente retribuidos o salvadores de la gente será inmediatamente encadenado al banco de remo penoso.
“9-Quien, tras revisión pormenorizada de sus calificaciones, trabajo y obras, no haya vivido sino de las apariencias será condenado a fregar la cubierta, zurcir el velamen y pulir los mástiles.”
“10-Cualquiera que se haya aprovechado del atentado del Buque Correo para lograr poder, dinero y puestos será pasado inmediatamente por la quilla.”
Los galeotes descifraban con dificultad el escrito. Todos habían superado con éxito los cursos de formación inversa destinados a mantenerlos en una incultura, no ya absoluta, sino retrospectiva en cuanto al punto cero, caracterizada por la extrema simplicidad y los contados personajes y sucesos que debían colocarse a babor o a estribor.
De hecho, en el silencio de la navegación nocturna, llegaban hasta las naves de la flota situadas más lejos los sonidos del barco-escuela y del bajel universitario. En uno y otro los alevines de galeotes repetían sus lecciones, que consistían sustancialmente en tres premisas:
“Yo soy un amante de la paz.”
“Salvemos el planeta.”
“Viva, mejor que ninguno, mi pueblo.”
Resonaban alegremente las fichas de trabajos manuales con las que, según sus colores rojos o azules, se reproducían perfiles, no exactamente de países pasados o actuales ni de accidentes geográficos, sino de la adecuada clasificación sociopolítica del orbe. En la universidad se elaboraban cuadros mayores que incluían el futuro glorioso de la igualdad completa.
Con mal disimulado orgullo, los diseñadores pedagógicos contemplaban el progreso del alumnado. Las preguntas no eran respondidas erróneamente jamás desde que se inventó la réplica uniforme:
“- ¿Cuántos continentes tiene el mundo?”
“-Babor bueno. Estribor malo.”
“- ¿Qué son los estados de la materia?”
“-Babor bueno. Estribor malo.”
“- ¿Cuándo empieza la Historia?”
“-Babor bueno. Estribor malo.”
La sensación de seguridad y contento se mantenía, entre el alumnado, de curso en curso, sin que la empañaran las cuestiones matemáticas:
“- ¿Cuántas son dos y dos?”
“-Lo que babor diga.”
Existían todavía, empero, algunas preguntas más complejas que requerían respuestas elaboradas:
“- ¿Si de veinte empresarios se eliminan diez cuántos quedan?”
“-Demasiados.”
Las Consignas para un motín eran leídas a los más jóvenes por aquéllos que habían superado la edad de alfabetización. Ésta fue, en su momento, objeto de largas discusiones porque, por muy tarde que se empezara el aprendizaje de lectura y escritura, siempre había quienes superaban rápidamente a los otros y pasaban, sin permiso, de la cartilla a los libros contraviniendo el deseable ideal de total igualdad. Primero se establecieron los cinco, luego los siete, a continuación los diez y los quince años como edad para aprender a leer. Los más avanzados pedagogos incluso propugnaban lo que se llamó analfabetismo de consenso como medida idónea, idea revolucionaria y del babor más puro
Ahora corrían malos tiempos, escaseaba la pólvora para cañones y salvas. Las ratas aseguraban que no había crisis alguna, pero se habían sustituido los fuegos artificiales por bengalas y los faroles de proa por velas de cumpleaños que, según premisa de la campaña económico-saludable, para menor contaminación de la brisa y mayor aprovechamiento, había que encender sólo las noches sin luna. Ese año no habría, quizás, los acostumbrados festejos y celebraciones. Al menos era el rumor que se había extendido desde que alguien preguntó tímidamente a los jefes de la nave capitana dónde estaban las reservas. Las ratas al mando respondieron drásticamente, mientras iban cargando de provisiones sus botes salvavidas, que no había el menor problema y la situación estaba controlada y era la prevista.
4
El salón de los ritos excitantes
En la Alegre Galera de la Revolución Gratuita (que, en su momento, debería extenderse al orbe y resplandecer desde el empobrecido extremo de Euralia hasta, como mínimo, las lunas de Júpiter) reinaba el jolgorio. Alguna rata había reparado en que estaban chapoteando en el agua, pero eso añadía lustre a su pelaje. Rata Primera, la Igualísima entre los representantes de todas las ratas del país, animaba, si no con su presencia física –porque estaba ocupada en la supervisión de la puesta a punto de su yate de emergencia-, sí con la multiplicación de su imagen, el evento. La sonrisa inalterable y el gesto siempre pacificador de sus manos brillaban en paredes, solapas, bitácoras, astrolabios y brújula, que señalaba permanentemente a babor. Su vate preferido había tomado la guitarra. Agrupados por sectores según las diversas pancartas, los asistentes se balanceaban al ritmo de las estrofas equitativamente alusivas: Vivimos como ricos sin palas y sin picos. La Enseñanza al hoyo y a repartirse el bollo. Los antis a la lucha. Todo para la hucha. El diploma está mal; peor el capital. Abajo oposiciones, vivan las subvenciones. Los yates ocupados; todos gastos pagados. Es eso, es eso, birlarles todo el queso.
A altas horas de la noche, cuando la cuajada embriagadora había producido su efecto, era tiempo de descender hasta el salón de la bodega destinado a los excitantes ritos de los Heroicos Luchadores Contra Estribor. Todas se disputaban el hueco para morder representaciones del Mal Antiguo, del Dios de la Desigualdad, horrendo hasta en el nombre. Todas brincaban y danzaban, al ritmo de la guitarra del vate, orinaban y azotaban con sus colas a las momias de los seres altos y distintos. Luego, en el salón contiguo, las esperaba siempre el gratuito y abundante refrigerio compuesto de sabrosas pilas de papeles. Diplomas, títulos y certificados ya inservibles desde que el reparto automático produjo la deseada igualdad absoluta. Algunas recordaban la primera etapa, anterior a la abolición de los saberes. Fue hermoso anular lo que antes se entendía por educación especializada en temas, edades de los alumnos, asignaturas, categorías profesionales; fue bello perseguir, fragmentar, eliminar a los más calificados; para, acto seguido, simplemente repartir las horas de clase diaria entre los fieles, que llenarían espacios y cobrarían haciendo cualquier cosa con alumnos de cualquier nivel. Mientras, los más calificados del profesorado antiguo eran destinados a la limpieza de retretes.
La siguiente etapa produjo la espléndida cosecha de papeles para todos de tal forma multiplicada que, actualmente, los comensales de la bodega elegían antes de roer, con prurito gastronómico, los pliegos más apetecibles:
-Yo devoro la Física.
– ¿Y eso qué es?
-Algo que impusieron los Antiguos a la clase entera antes de que nuestro Comité Igualitario lo sustituyera por cinco horas en Peluquería, dos en prácticas de Gastronomía Local, tres en Reciclaje de Libros de Literatura y Ciencias en Pro del Bosque Amazónico y diez en diversos refuerzos, permanentes.
-Sé que fue una gran victoria de la que, aunque muchos lo ignoren, proviene nuestro acceso y toma del poder- dijo una rata culta que había ya despachado media tesis doctoral de Filosofía.
-Nunca se agradecerá bastante al Comité su labor, indispensable para invadir los territorios de la antigualla llamada Educación, sustituirla por el A. A., el Adoctrinamiento Adecuado, expulsar o degradar a sus docentes y colocar a los que nada o menos sabían. ¡Ah, el gulag, las purgas de intelectuales! No podíamos llegar físicamente a ello, no disponíamos de medios para la eliminación y el confinamiento. Pero lo hicimos mejor.
– ¿Mejor todavía? – La representante del Gremio Ni Un Día Sin Consigna se atragantó con las migajas de la Antología de Lengua, tosió y luego juzgó de buen tono eructar para dejar patente su inquebrantable igualitarismo social.
-. Mucho mejor. Simplemente nadie podía reaccionar en contra; bueno, hubo individuos aislados, a los que fue fácil injuriar, sobornar o condenar al ostracismo.
– ¡Recuerdo! ¡Recuerdo! –la rata de la tesis filosófica volvió a atragantarse, pero era el momento de citar el papel del Movimiento de Todos a mi Altura, sección del Gremio al que pertenecía. – ¿Para qué estudiar si puedes aprobar?, El puesto será tuyo y el cátedra al trullo., Primaria Universal. Saber más está mal. Éste es el paraíso, sin trabajar y fijo. Con la tribu y con el clan pan y vino que nos dan. No a la discriminación: todos pasta y botellón.
Alguien del fondo, que se aburría por lo conocido de las consignas y estaba ahíto de su legajo, gritó:
¡Compañeras, recordemos el ideal que nos une: ¡Rátidas unidas nunca serán vencidas!
Y el conjunto lo repitió tres veces con entusiasmo.
-Nada tendríamos sin la sagaz estrategia planteada y llevada a cabo con éxito hace décadas. Muchas de vosotras no lo recordáis, pero había ratas flacas. -terció una rata oronda que se deleitaba con las ilustraciones de la reproducción de un códice miniado. –Aunque debo reconocer que en realidad fue mucho más sencillo de lo que esperábamos. No teníamos enemigo. Bastó con hacer a la mayoría, a diversos niveles, mercenarios, y con asustarlos con la continua amenaza de encasillar al que disintiera con Eres de Estribor. Dominamos los cables, ya sabéis que, desde tiempo secular, roerlos es lo nuestro. Simplemente aprendimos a mordisquearlos hasta ciertos límites, de forma que la gran mayoría de la comunicación pública, y, en apariencia, privada pasase por nuestros hocicos.
-A veces hubo que dar un empujoncito. –quien había intervenido, dejando de lado el fajo de hemeroteca, pertenecía a las muy discretas pero siempre presentes Fuerzas de Choque, y tenía una cola singularmente larga y afilada que utilizaba en artes marciales. –Como el Gran Salto Adelante. Ya sabéis, la casual y oportuna explosión, y hundimiento, del Buque Correo.
Hubo un coro de risas sofocadas y chillidos de puro gozo en el que se mezclaban apostillas diversas:
-Sí, sí. El que se atribuyó a un ataque terrorista de Piratas Irredentos. Los que están ahora colocados en la red de Autonomías Sublimes y celebran regularmente concursos de levantamiento de sacas de billetes, explosiones controladas y Juntas Gastronómicas a las que, como miembros de la sección “Amigos del Caviar Beluga”, nos hemos unido en algunas ocasiones.
-El episodio lo sabemos pero, ¡es tan bonito! ¡Cuéntanoslo otra vez! ¡Cuéntanos la peli! -parte de los presentes se había vuelto hacia un ejemplar menudo, de pulidas uñas, especializado en la dieta de grabaciones de filmografía.
Y, reforzando la petición, entonaron juguetonas:
– ¡Euros mil en el cofre del Muerto! ¡Ha, ha, ha, la botella de ron!
-Acompáñame, Rata Cantora.
La interpelada sacó su instrumento y comenzó a pulsar delicadamente las cuerdas, ora con el rabo ora con la fina garra. El barco se balanceaba y el subir y bajar del mar aumentaba el efecto del ritmo de los párrafos y creaba un ambiente hipnótico en cuya penumbra tomaba cuerpo visible el relato.
5
Oda rátida al episodio del Buque Correo
Reinó el silencio en la sala, anexa a la de juntas, donde se desarrollaba el acto informativo. En la oscuridad, las superficies parecían tapizadas por la afelpada cubierta de ratas y salpicadas por el brillo de centenares de ojos. Toda la atención se concentraba en las imágenes, el recitado y las explicaciones añadidas por las responsables de revivir la memoria histórica. Los grandes episodios que marcaron su ascenso al poder tomaron cuerpo ante el auditorio.
Las más jóvenes seguían, fascinadas, la proyección, levemente brumosa, del episodio de la explosión del buque correo, acompañado por los versos y la música de fondo.
Había una vez un tesoro
de más quilates que el oro,
un botín de mucho peso.
¡Era un país como un queso!
La incertidumbre reinaba entonces en el reino de las ratas. Antes habían vivido, se habían reproducido durante largos años en el país de la seguridad y la abundancia, eran las reinas destronadas de reinos que habían inventado, y, por ello, había que mantenerlas, rendirles pleitesía y cantar con regularidad, sus alabanzas. Los súbditos trabajaban, se sometían en silencio, dejaban entre sus patas regularmente ricas porciones de quesitos y palidecían cada vez que eran amenazados con la invasión de Estribor. Pero la inseguridad y la gula se apoderaron, con justo motivo, del corazón de los roedores. A sus hocicos llegaba el olor al cambio de los tiempos, el final del periodo dorado durante el que su superioridad, la del Babor Salvador, no era por nadie discutida. Algunos súbditos se habían habituado a alzar la cabeza y descubrían que había múltiples direcciones, y no sólo dos, en la amplia superficie del mar, comprobaban que incluso se podía mirar arriba y abajo. Musitaban que tal vez el relato de las dos fuerzas primordiales de Estribor Oscuro y Babor Benéfico no era sino un mito. Y entonces ¿por qué servirles a ellas queso, proporcionarles confortables cubiles, instalarlas de por vida en despachos, distribuirles diplomas, pasear a sus representantes por los actos públicos, premiar sus obras?
A la inquietud se sumaba la glotonería. El Pobre No País ya no era pobre, su cofre se había ido llenando y rebosaba de los más apetecibles bienes: nombramientos, sueldos, promociones, dietas, homenajes, palmarés, divisas de todos los colores, doradas tarjetas de crédito, premios cinematográficos, ediciones en papel satinado, estrados, micrófonos, cámaras, coros exclusivamente dedicados a repetir sus palabras y denigrar a sus tímidos adversarios. El todo envuelto en un aroma a tocino sin tasa que afilaba los ansiosos hocicos. El inimaginable peligro había llegado; la masa anónima, medrosa, desconcertada, podía optar porque se mantuvieran al mando los que habían llenado el cofre y que refutaban el derecho de las ratas al eterno y gratuito queso.
En ese momento crucial la unidad las salvó. ¡Ah la vieja consigna, la máxima que no había que olvidar jamás!: ¡Rátidas unidas nunca serán vencidas!
Vino la oportunidad
en víspera de elecciones.
Por todos los galeones
se difundió la consigna
porque así el pueblo se indigna
contra el monstruo de Estribor:
¡Muertos a más y mejor!
El ya lejano episodio del Buque Correo revivía en la pantalla brumosa de la evocación. Avanzaba el bajel un día cualquiera, con el viento a favor de las primicias primaverales, confiado en la rutina de su derrotero, animados sus ocupantes por el desayuno reciente y por el afán laborioso de mejorar, mediante el trabajo, su suerte y, quizás, vencer a las ratas en las que, de forma todavía confusa, comenzaba a percibirse, más que a un salvador, a una carga y a un enemigo.
En los periódicos del día, preparados para su reparto en la bodega, se leían las noticias habituales sobre ataques de Piratas Irredentos al grito de ¡Terror is beautiful! ¡Que los unos maten a los otros! Entre los Piratas Irredentos había un grupo de especial peligrosidad porque servía al Dios del Aburrimiento Sumo y, por lo tanto, precisaba compensarlo con mortíferos brotes de excitación. La aleatoriedad de sus ataques los hacía particularmente útiles para las ratas, ya que todo podía achacárseles. Los piratas extendían a sus refugios y puertos francos la estricta disciplina que reinaba en sus bajeles, en los cuales estaban abolidos canciones e instrumentos musicales, ropajes y adornos vistosos, danzas y juegos de azar y, por supuesto, lecturas otras que las de sus peculiares ordenanzas y salmodias. En las islas consideradas su hogar y en aquéllas en las que atracaban y se reponían las mujeres eran sustituidas, a todos los efectos, por mamíferos hembra que caminaban, con ronzal y correa, rienda o cadena, detrás de sus dueños. Para la reproducción se las reemplazaba temporalmente por hembras humanas sin que la diferencia se advirtiera, dado que iban convenientemente cubiertas por espesas túnicas de pelo de cabra. Los ritos, abundantes, regulares y de estricto cumplimiento, encauzaban su energía y su fervor. Debían mostrar su entrega a la Divinidad tirándose al suelo y dando tres vueltas sobre él diez veces al día y cinco en el transcurso de la noche, al tiempo que gritaban con toda la fuerza de sus pulmones ¡Sí, sí, Él está aquí! Sólo durante los periodos de abordaje, asalto, exterminio y reparto estaban exentos de tales obligaciones, y esto influía positivamente en su eficacia.
-Y entonces se presentó la oportunidad de hacernos con el cofre- La rata del Taller de Historia cuidaba los tiempos, dejó crecer la expectativa del auditorio, dio unos pasos atrás:
-Había habido varias acciones de los Adoradores del Dios del Aburrimiento Sumo, con el resultado de una gran sensación de inseguridad y numerosas víctimas en las poblaciones de los Desiguales, los humanos, que nos despreciaban y pretendían, ¡imaginad!, que estudiáramos, trabajáramos y que nos comiésemos solamente el queso ganado por nosotras mismas. Tras la última, espectacular e imprevista en la que, por cierto, disfrutamos viendo reducirse altas torres a unas cenizas y escombros entre las que nos encontrábamos en nuestro ambiente, los Desiguales decidieron unirse en una gran coalición para presentar batalla a Piratas Irredentos. ¿Qué mejores oportunidad y lugar para tomar el poder que la provocación a los santos guerreros?
– ¿Por qué no en Camemberia, el vecino? Los quesos son mejores. – preguntó alguien del público.
-Porque no hubiera resultado. Tened en cuenta que en el pobre No País hay numerosos adoradores pasivos de la igualación, cuanto más baja mejor porque así menos sujetos sufren viendo que otros los sobrepasan. En cualquiera de los demás sitios los ataques tenían el efecto de unir a la gente con los que los representaban. Sólo en el No País, cuyas tramas habíamos roído sin obstáculos, se nos presentaban grandes posibilidades de éxito. Y lo tuvimos.
En el brumoso plasma de la bodega se materializó el Buque Correo que avanzaba tranquilo con su carga mañanera sobre las ondas hasta que un inesperado despliegue de truenos, llamas, humo, vidrios, metal y cuerpos proyectados atrajo la atención de la flota, de la población entera y de los siete mares.
De inmediato las ratas se hicieron con una situación para la que se habían preparado desde hacía meses, entrenadas en la canalización del miedo, la indignación y la sumisión. Sólo podía haber para la opinión pública un culpable, el habitual de los diversos atentados anteriores. Pero el auténtico, y cercano, responsable no sería el brutal, incontrolable e inasible jefe de Piratas Irredentos sino el Gobierno del No País, que había provocado la ira de los Adoradores del Dios del Aburrimiento Sumo.
-Y esto a tres días de la ceremonia de Entrega de las Llaves del Cofre. – apostilló la Rata del Taller de Historia.
– ¡Qué cálculo! ¡Qué precisión! -llovieron los comentarios admirativos.
La oradora prosiguió:
que nos fueron entregadas por decisión popular.
El barco hundimos después
con extrema rapidez.
Por pruebas no comprobables
quedan nombrados culpables
unos piratas de Fez.
A los tres días está
la hazaña finalizada.
La masa aclama a Babor,
por temor y con fervor,
se expulsa al vil Estribor
y aquí no ha pasado nada.
Los restos del Buque Correo descienden lentamente bajo las aguas. Pero el pecio no se ha destruido de forma tan completa como se quisiera. Quedan grandes fragmentos que flotan al albur de las olas. Distraídos los galeotes por urgentes menesteres, nadie repara en las curiosas maniobras de la armada de barquichuelas y roedores; especialmente porque desde largos meses atrás ya se estaba produciendo un ajetreo febril, una continua reiteración de alarmas sobre el peligro de excitar la furia de Piratas Irredentos con la belicosa alianza contra sus Acciones de Igualación. Por ello pocos se extrañan cuando, apenas apagado el fragor de las explosiones, las calles se llenan de gritos, reproches e improperios no dirigidos contra los autores del hundimiento del buque y de la muerte del pasaje, sino contra los dirigentes del No País que gestionan, según las leyes en vigor, y creen poder seguir gestionando, el contenido del cofre.
La noche misma del trágico evento la superficie se llena de diminutos puntos luminosos en los que nadie de los grandes barcos repara. Son los ojillos de escuadrones de ratas que navegan entre los pecios y los golpean y lastran para que se hundan. De cuando en cuando examinan alguno con más detenimiento a la luz de un farol medio cubierto.
-Esto podría ser un resto de la dinamita.
– ¡Húndelo, húndelo bien! ¡Ponlo en un saco con piedras!
El mar parecía casi fosforescente a causa de la abundancia y rápidos movimientos de las ratas, porque en la espesa oscuridad sólo se distinguían ojos y dientes. Habían llegado refuerzos con órdenes drásticas y precisas, y golpeaban con las palas de los remos, no ya los trozos de madera y enseres, sino también a los malheridos náufragos que aún se aferraban a ellos.
– ¡A la cabeza! ¡En los nudillos! ¡Que no quede ni uno!
Y el cuerpo baja desmadejado, y con cara de asombro, rodeado de cartas procedentes de las destripadas sacas de correo.
En el fondo del océano reposan los restos del barco. Poco antes de rayar el día el escuadrón de ratas artificiosas despliega con sumo cuidado banderas de Piratas Irredentos y las coloca sobre algunas tablas de forma que puedan ser halladas a las pocas horas con toda facilidad.
6
La entrega de llaves
Sólo faltaban tres días hasta la Ceremonia de Entrega de Llaves. No se desperdició ninguno. Crecía como la espuma el clamor popular para que entregaran a las ratas el cofre. Los todavía sus depositarios legales eran cubiertos de inmundicias cada que vez que osaban salir al exterior.
-El cofre nos lo abrirá
-hoy el pueblo soberano
-para que metamos mano,
-y nada les quedará
-al cabo de algunos años
-sino las deudas y engaños,
-miseria y precariedad.
-Porque nuevos amos somos
-de la nueva situación
-y no habrá sublevación
que tengamos ni temamos
-ni queja, juicio o rencor.
-Todo les va a dar igual
-pues los salvamos del mal
-de la perversa Estribor.
Tras la ceremonia de la entrega de llaves, que los representantes del amedrentado pueblo presentaron de rodillas para estar a la altura de las ratas, y antes incluso de introducir éstas en la cerradura, Rata Máxima anunció cuáles serían las líneas maestras de su gobierno:
El cofre les había sido entregado por voluntad popular. Su queso nunca ya sería incierto, ni se les exigiría contrapartida alguna por los excelentes cubiles, la dieta refinada de tocino de bellota y los honores garantizados para ellas y su prole.
Las ratas sabían que su largo esfuerzo había sido recompensado. Habían ganado.
-Ganamos. Y, presurosos,
-por la labor de las ratas
-apaciguando piratas,
-los ciudadanos dichosos
-mucho nos felicitaron.
-Las llaves nos entregaron
-con el cofre y la despensa
-por el miedo del que piensa
– “Hay que estar bien avenido
-con los grandes criminales”.
-En la gesta me recreo.
-Que figure en los anales.
-Es de lo más divertido
-el éxito que ha tenido
-el naufragio del Correo.
7
El reparto del cofre
– ¿A cuántas botellas de ron tocamos?
– ¿Nos garantizan el derecho al ron vitalicio?
– ¡Todo el garrafón para el pueblo!
– ¡Quesitos para todas!
– ¡Todo el poder a las ratas!
En la espaciosa sala, donde reinaba la euforia, cada grupo pedía y aclamaba. Recibían con aplausos los objetos que, como botón de muestra, el Comité de Administración y Reparto les mostraba. Era una parte ínfima del tesoro que contenía el cofre porque aquella gran caja que parecía inagotable tenía la peculiaridad de reproducirse y mantenerse mientras fuese nutrida por el fluido laboral de los individuos ajenos al pueblo de las ratas. La caja maravillosa fabricaba por sí misma papel moneda, nóminas, rentas vitalicias, gratificaciones, contratos, dones, premios, asignaciones, dietas, mercedes. De común acuerdo la asamblea convino, a efectos contables, en denominar al variado conjunto del que esperaban vivir lujosamente numerosos años El Botimagno, y, con un comprensible prurito de orgullo, se propusieron exhibirlo ante los homólogos del mundo entero. Porque ¿qué asalto de buque correo, qué joyas de la corona, qué desfalco, rescate de hijo de millonario, partida de cocaína, comisiones astronómicas, rentas de mal obtenido capital, fructuoso tráfico de armas podía compararse a la posesión sine die de cuanto contenía y podría en el futuro ofrecer un país de talla media?
De hecho, como la memoria de las ratas es corta, se veían a sí mismas como las únicas propietarias, pasadas, presentes y futuras, del Cofre Nacional. Sus pequeñas patas delanteras se hundían en él sin alcanzar ni por asomo el fondo, sus hocicos lo olfateaban en todas direcciones y, corriendo por su superficie, creían hallarse ante un paisaje que ellas habitaban en exclusiva. Imaginaban la envidia de Piratas Irredentos porque ningún botín de los ataques de aquellos sanguinarios bucaneros podía ni lejanamente compararse con el suyo. ¡Todo un país, allí, a su disposición, con lo acumulado por el malvado Estribor y por los que pronto serían galeotes o, como mucho, mercenarios de categorías diversas!
-Ha llegado la hora de las recompensas. Cuantas estáis aquí presentes habéis participado, en grados diversos, en el suceso que nos ha llevado al poder. Procedamos, con orden, al reparto actual de nuestros territorios. Es indispensable verificar, compañeras, que se reúnen las dotes necesarias, que se posee el adecuado programa político y la recta visión social. Ocupad vuestros asientos y mostrad los tocados propios de cada sector- dijo la coordinadora de la mesa.
Siguiendo las directivas de Igualísima para evitar el peligro de que alguien se erigiera en jefe, la asamblea, obediente y ansiosa de recibir su parte del botín, se distribuyó en sectores claramente distinguibles por los gorros que lucían. Los había rojos, picudos y con forma de hucha. Eran las Insaciables del Rincón Este, parientes de las norteñas Servidoras de Aitor, que se tocaban con un adoquín negro en cuyo centro llevaban clavado el escudo nobiliario: la manzana de Adán, que reivindicaban como robada de su huerto, y el hacha de sílex, con la que acostumbraban sacrificar a sus víctimas y sembrar el terror entre los ex-ciudadanos del No País. Su presencia solía inspirar una mezcla de temor, por su presteza en morder a las ratas poco colaboradoras, y avidez gástrica dadas sus dotes culinarias en la preparación del tocino poco hecho y con rico tufillo sanguinolento. El sector Afectados por Discriminaciones se veía obligado, dado su gran número, a enviar representantes de las tres ramas, Ancestrales, del Sistema y Diversas, y se subdividía en delegaciones que mostraban visiblemente los símbolos de sus quejas estampados en tocados con la forma de una gran lágrima. La Cofradía de Danzas, Pelis y Coros insistía en su papel crucial en la preparación de un ambiente favorable al odio hacia los anteriores administradores del Cofre, y agitaba sus vistosos sombreros, triplemente reversibles, que producían un zumbido musical mezcla de La Cósmica Laboral, Verde que te quiero verde y de la conocida tonadilla ¡Viva mi dueño!
– ¡Orden! ¡Igualdad! ¡Orden! –se pedía desde el estrado. Pero la euforia era excesiva y la contención difícil. Hubo de recurrirse a la intervención inesperada de Igualísima, que se lanzó en un vuelo rasante sobre el público, planeó limpiamente con la membrana lechosa que unía al cuerpo sus extremidades y volvió a posarse para recibir con humildad la atronadora ovación. (Hay que decir que en el Diario de a bordo el nombre de Igualísima es el único en escribirse con floreadas letras de oro).
-Compañeras, todas servís para hacer lo que yo hago. Soy cada una de vosotras. -proclamó desde el estrado. Sus ojos, más límpidos que los del resto, brillaban empañados por la más ejemplar modestia. Abrió los brazos. En uno de ellos se posó un loro convenientemente teñido de blanco paloma al que sólo se le permitía repetir ¡Paz, paz, paz infinita!
– ¡Paz! –dijeron al unísono Igualísima y sus adláteres.
El grito fue coreado por la asamblea con un corolario:
– ¡Paz, paz, paz…y la botella de ron!
Igualísima acarició el albo plumaje del loro, que miraba, inquieto, los ramitos de olivo con los que habían decorado su percha. Rata Segunda se inclinó, esquivando al ave, para susurrar en la oreja de su compañera entre risitas contenidas:
-Habrá que ocuparse de los galeotes.
– ¿Para qué? Todavía están desfilando con carteles de ¡Rendición sin discriminación! Se los ve encantado de habernos entregado las llaves. Los organizaremos como previsto. –Y, dirigiéndose a la sala, – ¡Tomemos, troceemos y disfrutemos!
– ¡He aquí los principios de base! -Rata Máxima, por otro título la Víctima entre las Víctimas, se preparó para anunciar el programa en vigor a partir de aquella jornada histórica, pero antes precisaba asegurarse, con un somero examen, de que los asistentes dominaban los conocimientos y aptitudes imprescindibles. El método, rápido y debidamente colectivo, consistía en ir exhibiendo ante la audiencia palabras que expresaban conceptos-clave para el buen funcionamiento del que esperaban su largo reino. La reacción de cada rata del público debía expresarse de forma inmediata y perfectamente audible, y todo miembro de la vasta asamblea tenía la obligación de escuchar además lo que respondían sus compañeras de alrededor, y, en caso de discordancia, denunciarla al punto.
El test oral fue tan vertiginoso como satisfactoria la catarata de respuestas:
– ¿Héroes?
– ¡Jamás!
– ¿Grandes?
– ¡Nunca!
– ¿Mediocres?
– ¡Viva!
– ¿Individuos?
– ¡Colectivo!
– ¿Belleza o asco?
– ¡Asco, asco, asco por igual!
– ¿Monumentos?
– ¡Alcantarillas!
– ¿Cultura?
– ¡No, nunca, ninguna!
– ¿Habéis estudiado?
– ¡Nooo!
– ¿Tenéis alguna un diploma?
– ¡Nooo! –Pero hubo una incidencia. Al fondo se levantaron chillidos acusadores – ¡Ésta, ésta se calla! ¡Tiene uno!
La mesa rectora se dirigió con severidad a la interpelada, que intentaba en vano ocultarse en un hueco. – ¿Es cierto?
-Yo, yo…Residí en la fiambrera de un galeote en el tiempo de los estudios primarios. Daba paseos por el aula. Me aficioné al sabor de la tiza…Hace muchos años de aquello, ya no recuerdo nada. Soy igual a las compañeras.
-Te cortarás a ras los bigotes y con ellos barrerás la sala. –sentenciaron en la mesa.
Se reanudó la prueba:
– ¿Nación?
Se produjo un revuelo indignado porque, no contentos con pronunciar aquellas palabras, Rata Máxima y Rata Segunda habían exhibido el nombre propio, e incluso la bandera, que habían caracterizado en tiempos al No País en el que se hallaban.
– ¡Nación fuera! ¡País fuera! ¡Sólo tribus! ¡Nuestras tribus!, ¡Clan! ¡Nuestro clan! ¡Hato! ¡Hatajo!
Satisfechas por la reacción, las dirigentes arrojaron al público, desde el estrado, la bandera única e ignominiosa que hasta la entrega del cofre había simbolizado al No País. Abajo todas las ratas se precipitaron sobre ella, comenzaron a roer la tela ávidamente, y ésta pronto quedó reducida a hilachas desperdigadas. En su lugar se había desplegado sobre el escenario la enseña multicolor, rematada con una cenefa de rosa-tocino y estampada de cabecitas rátidas.
Continuaron:
– ¿Trabajo?
– ¡Jamás!
– ¿Lucha?
– ¡En ningún caso! -El auditorio recitó sabiamente la consigna: – Rendición, mano tendida, cola bajada, tocino a discreción y soborno.
– ¿Justicia, crímenes, robos?
– ¡Amor y paz para todos!
Hubo aquí un silencio. La asamblea hizo corro en torno a cinco asistentes. La acusación contra ellas brotó de varios puntos y su tono agudo llegó hasta la mesa:
– ¡Son las que no gritan amor y paz con la fuerza debida!
– ¡Sabotean la asamblea!
– ¡Ya lo han hecho otras veces!
Desde el estrado, Igualísima clavó en las culpables la tranquila dulzura de sus ojos verdes. Sonrió. Alzó las garras suaves para imponer silencio y dijo:
-No deberían tener la oportunidad de hacerlo otra vez.
-Ya habéis oído. Proceded-ordenó Rata Segunda sin sonrisa alguna. Por el contrario, se habían erizado sus bigotes y enseñaba los colmillos.
Las cinco acusadas intentaron rectificar, pero era demasiado tarde. Las rodeaban, estrechándose hacia ellas, filas concéntricas que repetían ¡Paz! ¡Amor! frotándose las uñas. Dada su avidez y gran número, formaron pronto una pila cambiante en la que sólo resaltaban, según el movimiento de los individuos, la blancura de los colmillos y los jirones de carne con sangre a que habían quedado prestamente reducidas las condenadas. ¡Paz! ¡Amor! también surgía del montón entre chillidos de competencia y gruñidos satisfechos.
– ¡Brigada de limpieza! –ordenó el comité auxiliar.
De inmediato se dispersó la masa ejecutora y el escuadrón gris oscuro encargado normalmente de tales menesteres lamió el pavimento hasta eliminar pelos, piltrafas y manchas.
Prosiguió la sesión.
– ¿Quiénes son nuestros enemigos?
– ¡Aquéllos a los que no ganamos, a los que no robamos, con los que no nos colocamos!
La unanimidad era ejemplar.
– ¿Qué contestaréis a cualquier pregunta?
– ¡Viva babor! ¡Sólo babor! ¡Somos babor!
8
El enviado de Piratas Irredentos
-Alguien quiere hablar contigo, bueno, con un representante ejecutivo de la asamblea –musitó a su compañero una de las ratas de la mesa, la cual preguntó en el mismo tono apenas audible:
– ¿Son…ellos? Sabíamos que vendrían a por su parte.
-Es una muy pequeña parte. Realmente sólo han servido…digamos que para un derecho de uso.
-Pero no quieren quedarse fuera. Y algo se les debe. Aunque sea para que no se inmiscuyan.
En otra habitación esperaba el enviado de Piratas Irredentos, y, mientras lo hacía, observaba con curiosidad las fotos y relatos de la explosión y hundimiento del Buque Correo.
Las ratas dialogantes entraron con grandes sonrisas y estrecharon efusivamente su mano al tiempo que aparentaban sorpresa:
– ¡Vosotros aquí! Os creíamos preparando alguna explosión en la plaza de San Pedro.
-Pues lleváis usando nuestra franquicia bastante tiempo. Lo de la bandera fue descarado.
-Elemental estrategia que en nada os perjudica y no hace sino aumentar vuestro prestigio y el terror que inspiráis.
-Aunque esperamos que ninguno de los galeotes os ha visto entrar.
-No. Estaban muy ocupados pidiendo amor y paz. No hablaremos con nadie del tema. Nos contentaremos con nuestra parte.
-Al fin y al cabo, todos nos enfrentamos al malvado Estribor, ¿no es cierto? -afirmó la rata más locuaz.
El enviado de Piratas Irredentos recibió su porción del botín, la guardó en la bolsa de la que se había provisto y, con cierta ironía, dijo antes de salir:
-Afuera tenéis una larga fila de colaboradores esperando.
Y así era. Tan abundantes como los granos de trigo desperdigados al romperse un saco.
Eran los subgrupos de toda clase y especie que habían visto su oportunidad, desde hacía ya tiempo, en la serie de maniobras que culminaron en la explosión del Buque Correo, los focos de sublevaciones que ardieron acto seguido como la yesca y la entrega forzada de las llaves del Cofre. Esperaban gozosos su recompensa, como activos o pasivos colaboradores, los clanes y tribus criados o engordados a efectos de cobro. También las más variopintas asociaciones: Analfabetos Vocacionales, Analfabetos Funcionales, Mujeres Desdeñadas, Hombres Fofos, Bizcos Discriminados (con un gran cartel ¡Bizco is beautiful ¡), Bajitos Segregados (con pancarta ¡Espejos de los lavabos a nuestra altura ya!), Adoradores del Planeta, Feos Irremediables, Orgullosos de la Ignorancia, Prehistoria Ya, Por el Derecho a Roncar, Nadie Sin Doctorado, La Guerra Me Aterra.
9
Reparto de cargos
Afortunadamente lo mejor del cofre no era tanto las riquezas que encerraba sino las que generaría, en años venideros, continuamente. Hasta tocar un fondo que a las alegres ratas les parecía tan inalcanzable como el silencioso pecio del Buque Correo, que reposaba, junto con los restos y los testigos lastrados por piedras, en el fondo del mar.
En el salón de actos se continuaba con los puntos previstos:
– ¡Reparto de Ministerios!
– ¿Por qué deberíamos continuar con el sistema antiguo y caduco, que insulta a la igualdad y reproduce el sistema de los galeotes? A este paso volverán a tener un País en vez de El No País que hemos logrado con esfuerzo, tirando y royendo por todas sus junturas. -se objetó.
-Compañeras, compañeras, el mañana es nuestro, y también el presente desde hoy, pero no debemos olvidar que nos hallamos en una fase de transición. Es importante que mantengamos a los galeotes en los estrictos límites que requiere el establecimiento del paraíso de nuestras congéneres. Por ello habrá Ministerios, y la entrada en ellos se llevará a cabo bajo severas normas.
-Comenzaré por lo esencial
– ¿Economía?
-No. Ministerio de Educación: Vosotros, los de la Comisión por la Enseñanza Simple y vosotros, los de la Unión de Simple Enseñanza, organizaréis, dispondréis, amenazaréis, colocaréis y expulsaréis. ¿Quiénes forman el grueso de vuestros simpatizantes?
-Los maestros de A A. de Adoctrinamiento Adecuado.
-Se les otorgarán de inmediato diplomas de profesor, doctor, catedrático.
– ¿Y los que antes tenían diplomas y enseñaban a jóvenes y adolescentes?
-Pasarán a las clases de básica mínima, los catedráticos cuidarán la higiene de las letrinas y los doctores enseñarán manicura y vigilarán los pasillos.
– ¿Y El programa de estudios? Es difícil mantener siempre al alumnado en la etapa infantil.
– ¡Aunque lo conseguiremos! –se alzó una voz entusiasta al fondo entre el público.
-Por lo pronto, de las seis horas diarias, se dedicarán cuatro a lo propio de nuestros seguidores de primaria: generalidades, manualidades, sumas simples, alfabetización somera, talleres de cultivo en latas, de fabricación de cestos, peluquería….
– ¿Y las otras dos horas?
-Tras los segmentos de ocio, habrá No Historia y No Geografía. Se votará democráticamente si la Tierra es o no plana, cuántos son los continentes, quién gira alrededor de quién entre los planetas, la conveniencia de contar sólo hasta donde alcancen los dedos, la existencia de esos extraños personajes –César, Cristo, Platón, Colón, Miguel Ángel- cuyos nombres olvidarán en breve y que serán declarados ficticios.
– ¡Maravilloso!
– ¡Genial!
-Nuestros seguidores y simpatizantes nos otorgarán, y os otorgarán, su incondicional apoyo.
El orador se inclinó. Una de sus compañeras de estrado tomó la palabra para resaltar el mérito de la planificación y del planificador.
-Quiero haceros notar, aunque ya lo sabéis sin duda, que los programas de todos nuestros Ministerios responden al giro revolucionario: Sus premisas se resumen en ofrecer los puestos a los nuestros. El contenido es un punto meramente secundario. ¿Que el gremio de Cortadores de Setos apoya a nuestros ayudantes, síndicos y uniones? Entonces de las seis horas de clase dos irán a teoría y práctica del seto recortado y a nociones de pedagogía sobre el seto y sus afines respectivamente, y ahí se colocarán los que nos votan. ¿Qué los Maestros de Nivel Mínimo nos secundan? Los alumnos tendrán por decreto nivel mínimo hasta los veinte años y los puestos de enseñanza serán para nuestra gente.
-Es forzoso que también hablemos de la Universidad.
– ¡Fuera, fuera! Doctorado para todas y se acabó.
-Estamos en ello. Algunas de nuestras compañeras, aquí presentes vienen de la antigua zona universitaria, en la cual habitan. Es ya difícil distinguirla porque la cubre un grueso estrato de cascos de botellas, panfletos, latas, plásticos, bocatas semiconsumidos y demás detritus. La Ley del Botellón Obligatorio y Gratuito, en la que tanto hemos insistido, ha dado sus frutos.
– ¿Y Cultura? ¿Y Propaganda?
-Magníficas fuentes de empleo. En esta fase precisamos de Ministerios innumerables: de Reflexión Igualitaria, de Vigilancia Doméstica, de Fraternidad Cósmica, de Climatología Universal, de Nueva Historia, de Nueva Geografía. Sin olvidar las Direcciones Generales de Eventos Diversos: la de leyes de acuerdos dialogados, que permitirá la satisfacción y paz más completas, y la de Indiferenciación Absoluta, que consagre lo que entre nosotras es una realidad: la igualdad física.
Las ratas se vanagloriaban de la inexistencia entre ellas de signos excesivamente aparentes que atentaran contra la homogeneidad sexual. Eran ratas, exclusivamente ratas, de la primera a la última, sin asomo, por lo tanto, de discriminación alguna.
-Y más, compañeras. Tenemos puestos para todas. Ministerios de la Alegría y de Distracciones y Ocio. Aquí tratamos un punto esencial. Las masas, como la mayonesa, se cortan si no se agitan, de forma superficial, continuamente. Nos hallamos, además, ante una mesa de infinitos manjares ofrecida a los nuestros y a sus instintivas habilidades. El dinero correrá, para estos fines, sin control. Concursos, visitas intempestivas a los lugares más inesperados como el antiguo salón del trono, los lavabos del Congreso, circuitos de madrugada y a tientas por las grandes bibliotecas –mientras éstas aún existan -, carreras en patinete por las salas, que serán kilométricas, de los museos de arte moderno, escalada nocturna de esculturas y fachadas de centros públicos, submarinismo en fuentes, carreras urbanas, a pie y en bicicleta, arrollando a cuantos se opongan a tan sano impulso, Noche del Decibelio Sin Medida, Noche de Loquillas al Poder, Noche del Tanga Obligatorio, Concurso de Basuras, Conciertos de Toses, Día del Gorrón Exigente, Maratones Sin Fronteras (cualquier día, a cualquier hora, con participantes de uno a unos miles, los corredores tendrán preferencia a cualquier otra actividad civil, excepto las de Bicicletas Sin Descanso).
Hubo risitas porque muchos recordaban el chistoso evento de la señora que había osado intentar atravesar una calle y a la que le habían pasado por encima los ciclistas de la última carrera urbana, decretada ésta por una dirigente de la capital siempre ansiosa de atraerse la simpatía de las ratas.
-Je, je. Se lo mereció. ¿Pues no dijo que prefería los coches?
-Y también, justo antes de que la arrollaran, que estaba harta de que no hubiera autobuses y se paralizara por fuerza el tráfico.
-Lo mejor fue aquel padre que iba con sus hijos, en pequeñas bicicletas, y sujetó el manillar de la de su niña para que no se cayera al tropezar con el cuerpo y pasara por encima sin impresionarse.
-He ahí alguien que sabe educar en la vida sana.
-Antes de cruzar la señora había gritado, a los de televisión, que se empeñaban en entrevistar a la gente para que expresara su satisfacción por el Enésimo Día Peatonal, que en la ciudad no aguantaban a ese alcalde que los freía a impuestos.
-Lo del alcalde por supuesto lo borraron en las noticias. Y subrayaron la fanática incomprensión, propia de Estribor, del solaz y sano esparcimiento de las masas. Y su típica hostilidad hacia el planeta verde.
El alcalde citado gozaba de grandes simpatías entre las ratas. No en vano les había construido, en mármol, una red subterránea de autopistas enlazando las rutas del alcantarillado.
-Estuvo bien, pero aún quedó más lucido el Día del Orgullo Calvo.
La Mesa llamó al orden:
-Venga, venga. A lo que estamos. Ministerio de Política Exterior….
-Eh, eh. Que hay que tratar primero lo más importante. –terció la Rata Adjunta de Proyección de las Administraciones Territoriales. –Aquí tengo –y desplegó listas de nombres para cuya confección había utilizado numerosos rollos de papel higiénico. –a los que tenemos que colocar. Por lo tanto, al efecto, hará falta el número de embajadas, consulados, secretarías, direcciones generales, representaciones y cargos que garantice un puesto muy bien remunerado para cada una de las ratas que aquí cito, las cuales llevarán su correspondiente corte auxiliar y serán tratadas con rango principesco: Equipos Gubernoautónomos de Tufillos del Rey, de Barrilete Alto, de Barrilete Bajo, de Pancetoak, de Panceta y Peseta, de Salazones Divinas, de Mordisquillos, de…
-Basta, basta. Lo pasarás por Registro. Continuamos. Como os decía, compañeras, Ministerio de Política Exterior, con especial atención a la Subdirección de Imagen en el Extranjero y a la de Concordia Universal. Como sabéis, la tarea está casi hecha. Es lo que hemos venido promoviendo, con notable éxito, desde hace no pocos años, aunque de forma irregular según las circunstancias. No siempre hemos tenido acceso a una parte substancial del Cofre.
-Pero siempre hemos dominado el chantaje y las técnicas para paralizar de miedo a Estribor. –reivindicó con legítimo orgullo una de las presentes.
-Cierto. Repasemos el programa. Toda inversión es poca para mantener en el exterior la imagen que nos interesa. Somos para los extranjeros la reserva de lo que les parece, a conveniente distancia, ideal y divino, pero que de manera alguna querrían tener en sus casas donde, desde luego, no vivirían, aunque aquí se pasen estupendas vacaciones. En el No País reina la libertad múltiple de las más variadas y coloridas tribus, luchan, matan y vencen valerosos guerrilleros montaraces, enfrentados al antiguo rey perverso y a sus sucesores. Aquí reparte flores, leche y sonrisas el nominal Ejército, no hay delincuente reprobable ni ley que no se adapte a sujetos y conveniencias, es inminente el advenimiento de la socialización ideal, de la comunidad perfecta y de la abolición de competencia, laboriosidad y esfuerzo. Los peligrosos y temibles Piratas Irredentos nos miran con benevolencia. Los violentos y brutales asesinos pactan con nosotros indefinidas treguas a cambio de honores, dietas y lujosas pensiones vitalicias. ¿Quién no canta, allende fronteras, nuestras alabanzas?
-Nuestro dinero nos cuesta. Es decir, el de los galeotes. –refunfuñó la Rata Ecónoma.
-Pero está muy bien empleado. Repartimos ejemplares innumerables, en varias lenguas, de “Aquí sol, tribus felices y jauja social”, hacemos llegar el periódico oficioso El No País Avanzado hasta el último quiosco de la aldea más lejana de Europa, lo reciben, de forma gratuita, todas las embajadas, miles de organismos. Invitamos a observadores y agasajamos a periodistas, paseándolos por los lugares oportunos y haciéndoles valorar nuestra continua y difícil lucha contra la malvada Estribor, que no ceja en su empeño por resucitar edades pasadas y dictadores y prácticas despóticos. Competimos, lamentablemente sin ganar, en festivales donde cantantes, actores y cineastas glosan y alaban nuestra gesta secular contra el Eterno Enemigo.
Por otra parte, la Subdirección de Cordialidad Universal no puede sino ser alabada por la población, ya que le garantiza, sin el menor gasto –sobornos aparte- y esfuerzo, la existencia más despreocupada. Los ciudadanos del No País gozan por doquier de cierta benevolencia y, aunque no se les respeta e incluso son objeto de extrañeza y risa por su afán de denigrar lo propio, sí son tolerados como nosotras, a quienes ya se parecen en extremo. A ambos se nos mira como a aquéllos que, por su insignificancia y medrosidad, no constituyen adversario ni competencia alguna y carecen de talla, valor, obras que tener en cuenta y capacidad de respuesta cuando se les aparta o se les pisa.
Se escucharon algunas protestas:
– ¿Pisarnos? De eso nada.
-Pisarlos a ellos quise decir. Nosotras no nos dejamos
Pese a la extensión del discurso, el auditorio escuchaba embebido. Tal vez ellas no hubieran crecido un ápice, ni fueran a hacerlo, pero los antiguos propietarios del Cofre menguaban a ojos vistas y estaban a su merced.
10
Los Mercenarios Light
– ¡Hemos encontrado un infiltrado! Estaba aquí, en uno de los barriles del ron de la Victoria, el que distribuimos tras el hundimiento del Buque Correo.
Hubo enorme revuelo entre las ratas.
¡Ah!, ¡Ah!, ¡Ah! ¿Qué es? ¿Quién es?
Se encontraron, desconcertadas, conque no era fácil saberlo. Por supuesto un galeote, pero con tantos rasgos semejantes a los de ellas mismas que parecía un gran peluche de rata. Era gris y suave, los ojos brillantes y casi sin pestañeo, los dedos encorvados y finos y sienes y orejas cubiertas de una fina cabellera que se prolongaba en el belfo. Advirtieron que no iba solo; un murmullo bajo los toneles de cecina del fondo delató a lo que parecía su guardia, seres semejantes a él, pero toscos y de tamaño intermedio. Llevaban pegatinas que los relacionaban con tribus urbanas que habían sido extraordinariamente activas en los meses que precedieron y en los días siguientes a la explosión del barco correo. Estaban Alienados en lucha, Kasas y koches okupados, Profesores al paredón, Mandar, cobrar y beber y una delegación de Amantes del Planeta, sector delta del Ebro y selvas amazónicas. Se mantenían silenciosos y acurrucados, simple telón de fondo de de su líder, que se adelantó unos pasos, identificándose como Rata Aspirante.
Éste se dirigió directamente a la Mesa con sorprendente familiaridad:
-Vengo para ahorraros trabajo. –dijo.
– ¿Por qué aquí y hoy? Hasta ahora nos hemos entendido con discreción. ¿Qué propones que necesite público? -inquirió Rata Segunda.
-Habéis elaborado un plan de transición sabio y extenso; incluso habláis de Ministerios, programas y política. Lo que habéis dicho se resume, sin embargo, en premisas muy simples que hace tiempo gozan de nuestra aprobación: Cuanto se disponga tendrá como fin primero colocar a vuestra gente para que roa a placer sin aportar sino sus uñas y colmillos. Nosotros os imitaremos y recibiremos lo que nos proporcionéis por nuestra fidelidad y servicios. Lo que acostumbraba a denominarse ideas, teorías, proyectos, propuestas, normas, leyes, no es sino el decorado de la premisa anterior y servirá exclusivamente a ese fin.
-O sea, que vosotros os encargaréis de las tareas de mantenimiento, repetición, distribución, aislamiento o eliminación de galeotes molestos…
-Naturalmente. Tal y como llevamos haciéndolo desde mucho antes de…preparar el ambiente para la entrega de las llaves del Cofre.
– ¿Sois suficientes?
-Nos crecemos gracias a vuestra generosidad. Con la inestimable ayuda de estos compañeros Síndicos de los Gremios A y B, que me han acompañado para tener el honor de saludaros. Y también contamos con el apoyo de las amplias masas de base, los ML.
Procedentes del grupo agazapado en el fondo, avanzaron dos colegas de Rata Aspirante que se distinguían por llevar sendas gorritas idénticas en colores y forma, pero con la visera en un caso a cuadros y en el otro a rayas. Los asistentes recordaron que ya habían reparado en ellos. Resultaban algo molestos por su costumbre de tocar el silbato cada pocos minutos y ejercer estiramientos de brazos. Los dos dijeron a coro:
-Dispuestos estamos a coger lo que pactamos: El barril de tocino, las galletas y el vino.
Y, a un gesto de Rata Segunda, cargaron con las vituallas y se encaminaron, sin dar la espalda, hacia la puerta con grandes reverencias.
– ¿Quiénes son los ML? –preguntó una rata del público.
-Los Mercenarios Light. –le respondió otra dos filas más atrás.
Rata Tercera, especialista en tareas de contabilidad y aprovisionamientos, aclaró:
-Las recompensas, primas y sueldos de mantenimiento pueden ser de varios tipos. Por ejemplo, los síndicos y capataces, como los que habéis visto, obtienen beneficios directos a cambio de elegir a nuestros representantes, asentir a nuestras propuestas y llevar a cabo nuestras iniciativas. Son los Mercenarios, e indispensables hoy por hoy. Sin embargo nuestro imperio reposa sobre un pedestal sólido y extenso constituido por los muchos que, sin obtener un pago, se consideran pertenecientes, y por ello mejores, a la Tribu Babor, la nuestra, que, con mensajes cotidianos incontables, es la Buena y Perfecta en oposición a la Estribor Malvada. Los Mercenarios Light desconocen su categoría, se conforman con los títulos de Amigo de los Igualísimos o piden puestecillos de poca monta, migajas, retazos; incluso algún que otro gesto de condescendiente familiaridad les basta.
-Salen baratos. ¿Nunca exigen?
-No, porque han participado en nuestras empresas, se han embarcado en nuestros buques y ayudado ellos mismos a mantener a los demás en las calas inferiores.
– ¿Siempre podremos utilizarlos?
La mayoría se rascó la tripa, que es la forma que tienen las ratas de encogerse de hombros. Las preguntas sobre el futuro a largo plazo no tenían sentido cuando se nadaba en la victoria y la abundancia.
Rata Tercera echó una mirada a sus libros de cuentas y otra al Cofre.
-Qué importa. Es nuestro imperio, el reparto inagotable, las abundantes migajas. Ellos están encantados, se miran en nuestro espejo con envidia, evitan pensar en el Buque Correo, temen siquiera mencionar el tema. Simplemente ruegan en sus plegarias que nada excite de nuevo la ira de Piratas Irredentos. Aunque no hay prueba alguna de que ellos planearan la explosión.
– ¿Y la bandera?
– ¿La que apareció flotando entre los restos, mucho después? –Hubo un guiño de entendimiento entre orador y sala. Simultáneamente los focos se centraron en el goloso contenido del Cofre, en el variado amasijo de cuanto contenía y podía ofrecer el No País. Montañeses Sangrientos, especie de ratas de las alcantarillas más al norte que solían reclamar, y obtener, los mejores bocados de las víctimas, soltaron la carcajada. Y, sin decir palabra, los miembros de la Mesa comenzaron a aplaudir al auditorio, el auditorio a ellos, y todos durante largo rato se dieron una prolongada ovación al éxito del plan y a sí mismos.
– ¡La rueda de prensa, la rueda de prensa! –recordó Rata Parda, encargada de Comunicación-Propaganda. –La prensa extranjera ya ha amarrado sus botes a nuestro costado y espera en la cubierta de recepciones. –Se inclinó con deferencia. –Por favor, Rata Máxima….:
Igualísimo, con los mesurados gestos que lo caracterizaban pero revelando cierto nerviosismo en la voz, ordenó sobre los hombros los pliegues de su membrana planeadora, se atusó bigote y cejas con la lengua y ordenó:
-Vamos.
11
Noticias internacionales
Aunque en apariencia descuidadas e incluso caóticas, las ratas tenían un plan preciso. El Alto Mando daba gran importancia a la imagen en el extranjero, así que el trato a la prensa había sido estudiado con detalle y programado en etapas en las que el grado de seducción iría de menor a mayor: Información escueta primero, en un decorado sobrio, con aparición, sin prodigarse, de los líderes y quizás irreprimible éxtasis de Rata Primera. Refrigerio inicial sin escatimar la bebida. Distribución de documento. A continuación segunda, e inesperada, fase.
Los representantes de Albinia News y Le Monde c’est moi, en primera fila, aparentaban, como sus colegas, no sentirse sorprendidos por el aspecto, zoomorfo, pequeño y gris de sus interlocutores. Eran, a fin de cuentas, reporteros duchos en el oficio y que tenían a gala mostrar su soltura en el contacto con diversas civilizaciones y en su carencia de prejuicio alguno sobre rasgos físicos diferenciales. A todos les resultaba simpático el No País precisamente por serlo, por el trato sencillo y campechano con los múltiples contactos deseosos de abrumarles con información e invitaciones a espectáculos, viajes, copas y cenas. Les encantaba no verse obligados a investigar sobre la explosión y rápido hundimiento, con cientos de víctimas, del Buque Correo y por haber recibido con tal presteza, y prácticamente en correos sucesivos, la instantánea seguridad de que los autores de la carnicería eran, una vez más, Piratas Irredentos en una de sus muchas ramas de acción rápida e imprevisible. Con los cadáveres aún flotando dulcemente camino de la gabarra-morgue y los restos del buque desaparecidos, hasta el último clavo, en el fondo, pasaban, en la misma página del bloc de notas, del tema del naufragio al veloz cambio de Gobierno tras la inesperada entrega de llaves del Cofre.
-Observo, tras el cambio de poderes, la impecable limpieza de las calles. –apuntó el periodista alemán.
-Si. –abundó otro colega- Llegaron unas fotos de vías públicas ocupadas por una multitud que tiraba barro y excrementos a los anteriores guardianes de las llaves del Cofre. Las paredes estaban cubiertas de improperios, y también de excusas y súplicas de clemencia a los piratas.
-Infundios. –se apresuró a puntualizar Rata Parda. –Simples infundios de los enemigos de la igualdad, que envidian nuestro sistema y abrumadora victoria.
– ¿Cuánto tiempo os haréis cargo del Cofre?
Rata Máxima se colocó en primer plano con esa discreción que le permitía emerger con el más apacible de los gestos entre los suyos. Y respondió:
-Cuanto tiempo sea necesario para garantizar las completas paz, igualdad y felicidad en el conjunto de la flota.
Pausa. Su actitud se hizo más íntima, su voz baja y dulce. Anunció:
-Les comunicaré una primicia.
Mantuvo durante unos instantes la expectativa. Sus acompañantes se frotaron las garras y emitieron chillidos de reprimido gozo y excitación.
-Ya hemos emprendido negociaciones con Piratas Irredentos. Sus actitudes violentas, nacidas de la injusticia social y la secular opresión, pasarán a la historia. ¡Diálogo! ¡Fraternidad! ¡Paz infinita!
– ¡Diálogo! ¡Fraternidad! ¡Paz infinita! –repitió al completo el grupo dirigente. La frase, según las consignas emitidas, fue coreada de barco en barco. La prensa, impresionada por el eco y el griterío, la apuntó y subrayó en sus cuadernos de notas. Poco más tarde aparecería en los diarios de sus países, un recuadro en páginas interiores porque el origen no merecería más ni despertaba otra curiosidad que la de lo anecdótico, ligeramente aureolado de exotismo por la distancia y el atraso. No dejaba de resultar llamativa la regresión del No País, que, por perder, había perdido hasta nombre, fronteras, insignias y territorio.
– ¿Cómo ven ustedes el futuro? ¿Cuáles son sus planes, una vez asentados en el poder? –preguntó el enviado de Babuinolandia.
Rata Segunda comenzó a recitar la larga lista de propósitos bien aprendidos, pero se produjo una interrupción. Igualísima había entrado en trance. Sus claros ojos giraban en las órbitas color de rosa, hasta que se detuvieron clavados en un punto del horizonte. Temblorosa, babeante el lustroso belfo y tersa la piel del tono del pulido metal, clamó ante el auditorio:
– ¡He tenido un sueño! La noche pasada tuve un sueño que responde a todas sus preguntas. Soñé que cuanto gobernamos, y gobernaremos, era un pan, una hogaza enorme llena de rica miga blanca. Su superficie, cuadriculada, dura, la mantenía aislada de los deseos de las masas; una red de represión, órdenes y reglamentos convertían en coraza su dorada superficie. Hasta que llegamos nosotras, todas mis compañeras, a las que represento, de las que soy, no ya sólo parte, sino porción intercambiable con cada una de ellas. Entonces, mientras los galeotes cantaban nuestras alabanzas, empujamos, deslizamos la hogaza hasta un charco igualmente enorme. Y esperamos sentadas en la orilla. El agua, turbia y profunda, iba convirtiendo en blanda sustancia la dorada corteza. Esperamos, y… ¡Oh! ¡Qué momento! ¡Inmensas cantidades de miga! ¡El más equitativo reparto! Nada dejamos. –Igualísima brincaba por el escenario, subía y bajaba, llevada por la euforia, por mesas, sillas y cortinas. Repetía
– ¡He tenido un sueño! ¡Gris, gris; gris todo el pan, que ya no es pan, que es migas, infinitas migas! ¡Gris, gris! El pan desaparece, lo hacemos desaparecer. ¡Migas iguales, migas idénticas, grisáceas, húmedas, a nuestra medida! ¡Tuve un sueño! ¡Tuve un sueño!
– ¿Será el suyo un gobierno tripartito? –preguntó la enviada de Cosmopueblo News– Se lo digo porque hemos visto al venir, al pairo a pocas millas de aquí, una galera de Piratas Irredentos y uno de los pesqueros de la temible facción Montaraces Boinapétrea.
– ¿Ah? ¡Oh! –La pregunta intempestiva pareció desconcertar a Igualísima, sacarla bruscamente del éxtasis aéreo, hasta tal punto que se soltó de la cortina, descendió arañando el tejido sin conseguir aferrarse y aterrizó por fortuna en los brazos extendidos de Rata Tercera y Rada Segunda. Inmediatamente éstas la colocaron en un segundo plano y anularon posteriores intervenciones, mientras ambas afirmaban a coro.
-Nada tienen que ver esas naves en nuestras decisiones y proyectos. Ni hay ni ha habido ni habrá acuerdos con sus capitanías. Sin duda esperan el mejor momento para rendirse. Sabemos de fuentes solventes que si no lo han hecho antes ha sido por retrasos en la entrega del pedido de banderas blancas.
-Vimos… -la voz de la periodista fue ahogada por la entrada, en aquel preciso momento, de numerosos portadores de botellas, copas y bandejas de riquísimos canapés. El evento había sido sincronizado con los acordes, a todo volumen, del Himno. Y así se dieron por acabadas las preguntas. Simultáneamente se distribuyó a cada uno de los asistentes el opúsculo Mi Singladura, En él se exponía el ambicioso ideario que diseñaría, desde ese mismo instante, el mundo futuro. Algunos, mientras daban cuenta del refrigerio, se pusieron a hojearlo. Era breve y comenzaba con un Mi miniado, metáfora del sujeto colectivo, que ocupaba todo el ancho y alto de la página. En la mayúscula trepaban, jugueteaban y se mordían ratas en todas las posiciones, para girar luego en una esfera terrestre que era el punto de la i. Acto seguido se exponía, con un sencillo gráfico, la parte medular de la teoría. A=Pasado. B=Futuro. A=Era injusta. B=Paraíso Nova Rata. La zona intermedia entre B y A no podía, pues, sino consistir en el diseño, imposición y utilización de la Nova Memoria, de seres injustamente tratados y despojados, mientras que, cara al futuro, no cabía sino la eliminación, física u operativa, de los maléficos seres antiguos, los cuales, sea dejarían paso, sea serían transformados en Seres Novos propios del Paraíso reciente. En un arranque irreprimible de inspiración y entusiasmo, se habían dedicado algunos párrafos a explayarse sobre la teoría de la Rata Primigenia, modelo de la especie, subyugada y mantenida en servidumbre, desprecio y sombra por cuantos poderosos en el mundo han sido y rescatada, al fin, por sus congéneres.
La rueda de prensa se había enmarcado en un ambiente austero y con poca luz. Los dirigentes parecían haberse esfumado, como si el acto hubiese terminado bruscamente. Sin embargo lo mejor estaba por llegar.
12
La rampa viscosa
Y vino la sorpresa. Grande, fastuosa, inesperada por el conjunto de la prensa (excepto por el grupo comunicativo oficioso El No País Avanzado), por algunas de las ratas y por la totalidad –ratas peluche exceptuados- de los galeotes. Vigías y altavoces habían anunciado de barco a barco la inminencia de la buena nueva, dispuesto la presencia en proa de la orquestina, que ya ensayaba sus violines, solicitado que las embarcaciones se situaran en círculos concéntricos en torno a la nave capitana.
La prensa extranjera se dedicaba ya con fruición a los exquisitos canapés y bebidas que habían sido prestamente dispuestos para el evento. El tiempo ayudaba porque la superficie del mar era una balsa de aceite, tal y como si los implicados en el evento hubieran sabido con notable anticipación el parte meteorológico. Los periodistas locales explicaban a sus compañeros foráneos la naturaleza y calidad de los manjares y la graduación y añada de los espirituosos, de forma que en el lapso previo al evento ya reinaba un clima de cálida y difusa euforia.
Las ratas presentaban un aspecto espléndido. No habían crecido, pero sí dominaban la forma de trepar y mantenerse unas sobre otras, de manera que la altura les permitía vestir diversos uniformes, pisar fuerte con las botas que anteriormente hubieran roído y agitar sombreros de ceremonia que se balanceaban sobre las enhiestas orejas.
Sincronizadamente, sonaron las sirenas.
Las naves hicieron pasillo. Surgida de las brumas de la media tarde, avanzaba una galera de un blanco impoluto, empavesada de pequeñas, múltiples banderas en las que doradas ratas rampantes sonreían en un fondo azul marino.
El mascarón de proa era un ave de brillo metálico y gran tamaño, híbrida de paloma y mítico grifo, que cobijaba bajo sus alas a sendas ratas, se posaba en un grupo de sonrientes galeotes y sostenía en el enorme pico junto con una rama de olivo la parte central de la amplia banderola desplegada de proa a popa con el lema PAZ ETERNA. Éste se repetía en banderines de todos los tamaños acompañado de un pie, artísticamente trazado y coloreado en los siete tonos del arco iris, en el que se leía RENDICIÓN IS BEAUTIFUL.
El albo navío se situó, todas sus velas desplegadas, en el centro del círculo. Sonó la música suavísima de los violines, y entonces surgió una plancha que conectó su cabina de mando con la de la nave capitana.
-Acompañadme. –dijo Rata Máxima. Y compañeras y periodistas la siguieron por la empinada rampa, que estaba cubierta de una substancia resbaladiza y viscosa porque el barco había atravesado un banco de calamares.
13
Rueda de prensa
-Apreciamos profundamente vuestro esfuerzo e interés por informar a la opinión internacional y os rogamos aceptéis esta modesta prueba de nuestra gratitud, destinada a contribuir a los gastos del desplazamiento.
La rata-chambelán, seguida de miembros del cuerpo diplomático provistos de cestas y bandejas, había recibido con estas cordiales palabras a los representantes de la prensa y ahora hacía llover sobre ellos y llenaba sus manos de vales diversos: Hotel Dos mil y dos noches, fin de semana en Isla Mulatas Divinas, citas de trabajo con barra libre en El Rey de los Cócteles, boletos para una rifa del puesto, excelentemente remunerado, de consejero…
Desde el techo, se desplegó súbitamente una enorme pieza de tela.
– ¡Ooohhh! – exclamó sorprendido el auditorio.
-Permitidnos, antes de que comience el espectáculo, presentaros la que será nuestra enseña nacional- anunciaron a coro las ratas dirigentes- ¡Igualdad es diversidad!
La bandera, que cubría todo el ancho y alto de la estancia, reunía los motivos que, en pequeño formato, adornaban la galera. Consistía en filas de diminutas cabezas de rata cada una con un tocado diferente. Había conos rojos con forma de hucha, rectángulos con aspecto y color de adoquín, turbantes sembrados de hortalizas, gatos disecados a los que atravesaba con su lanza un rátida victorioso, manos de fieltro en posición de aplauso, enormes claveles en la oreja, pañuelos empapados de lágrimas que goteaban sobre el portador gracias a un ingenioso dispositivo…Quedaba en la bandera un espacio libre en el que el globo terrestre, sub specie de caja de quesitos, aparecía rodeado de roedores que unían sus colas y alzaban brazos y hocicos.
La enseña se plegó para que comenzara el espectáculo.
El cantor Pasta Supina afinaba su arpa. El comité central de las Rátidas, conscientes de su valía, le habían preparado un sitial, modesto porque se trataba de un vate que tenía a gala ser popular en extremo, pero imponente en el decorado de su rampa de acceso, que simbolizaba el colectivo esfuerzo y universal valía de su nación. No se habían regateado mármoles, chapados de oro, cristales de roca y alfombra oriental.
Vestía el vate con cuidada sencillez: Chaqueta de seda salvaje imitación pana, camiseta firmada por pintor célebre y bordada a mano con el rostro de un líder selvático muerto por una alta causa, pantalón negro con cinturón de calaveras de brillantes marca Chic Paris, alpargatas de diseño florentino y, al alcance de la mano, sin darle mayor importancia, el Stradivarius que había requisado Rata Ecónoma de los antaño fondos artísticos nacionales. En el gozo del reparto, se había propuesto utilizar para añadido de los bigotes las cuerdas, pero finalmente se pospuso la moción en espera de medidas de tipo más general.
El vate templó instrumento y atacó, sin más preámbulos la Oda Rátida, que efectuaba, según se explicó, tendido en el suelo para ponerse a la altura de los más modestos entre las masas y acercar su voz a los desfavorecidos. Porque el acto era el anuncio al resto del planeta del vigor, proyectos y radiante futuro del Nuevo Sistema.
Hubo un problema: su voz, pese a los amplificadores y debido en gran parte a ellos, consistía mayormente en los agudos chillidos propios del idioma de la especie, y resultaba difícilmente audible, penosa e indescifrable para el auditorio extranjero. Sin embargo éstos siguieron, acompañaron y despidieron al vate con aplausos. El desconcierto inicial desapareció en cuanto algunos manifestaron en frases que cundieron por la sala:
– ¡Distinto!, ¡Rompedor!, ¡Nuevo!
– ¡Es una cultura diferente!
– ¡Pasó el arpegio! ¡Viva el chillido!
– ¡Recibimos las primicias!
– ¿Por qué no aplaudes? ¡Nunca más la marginación cultural!
-Vate, tú eres el instrumento.
Y en verdad lo era, porque tañía las cuerdas con la punta de la cola y lograba efectos de percusión mordiendo rítmicamente el estrado.
Contribuyó a la euforia la generosa distribución de viandas y caldos de añada y la promesa de cruceros gratuitos y dádivas sin cuento. Los periodistas sintieron una cálida ola de simpatía por las Ratas. Quien recordaba el hámster que había alegrado su niñez, quien los cuentos sobre ratones sabios, quien la militancia en grupos para la defensa del derecho al voto de los animales, sector mamíferos, quien los pliegos de firmas para habilitación del centro urbano para solípedos. Lo cierto es que, según la noche y el festejo avanzaban, el Sistema Nuevo gozaba de más partidarios dispuestos a defender, de vuelta a sus países, la noble causa de masas oprimidas diminutas que al fin estaban logrando el ideal antiguo de la perfecta igualdad. Todos los periodistas, agradecidos por las invitaciones prometidas, recordaban pasadas luchas juveniles de ellos y de sus lectores, desteñidas luego por el tiempo y por el ingrato y crudo principio de realidad. Por ello ahora se proyectaban en el mundo gris y anónimo de las ratas múltiples utopías, envidias, rencores e ideales que ya no eran decepciones, errores, callados fracasos, sino valientes iniciativas de futuro. Tanto más gratas cuanto, finalmente, más ajenas en distancia, circunstancia y raza, y, por ello, perfectas para la ovación y el sueño.
El volumen creciente del sonido, y de la graduación de las bebidas, no había permitido percibir con detalle la proyección que se desplegaba en el escenario. Las ratas exhibían el cortometraje de su proyecto, mezclado con paisajes planetarios, del sistema solar y luego del planeta azul al que había que salvar a toda costa de los desmanes cometidos por la civilización humana. Se precisaba la vuelta a lo diminuto, el troceado de los siempre agresivos países, asociaciones y naciones, para llegar a los millones de comunidades, cada una en su agujero, nutridas por el generoso botín procedente de la organización y el trabajo de seres humanos, diferenciados, agresivos, exigentes y defensores de formas incompatibles con la homogeneidad perfecta. ¡Había tanto para repartir!
En la pantalla, ahora en forma de película de dibujos mezclada con paisajes del planeta azul, las ratas desplegaban, con el título El Queso Global, las etapas de su proyecto. Comenzarían royendo en el norte la cadena montañosa fronteriza. Separado el No País del Continente de las Abominaciones Individuales, aquél bogaría entre galeras, juntándose, por natural afinidad, con las secciones del Feliz Sur Tribal. Al tiempo, y desde diversos ángulos, se derramaba desde paredes y techo un espectáculo de luz y sonido. La luz no cubría todo el espectro del arco iris.
-Se diría que faltan…-insinuó Rata Cuarta en la mesa directiva.
– ¿Cómo que falta? Nuestra Líder, junto con sus asesores y secretarias, le dio su visto bueno. Perfecto para un plan perfecto que ilumina la senda de la felicidad universal.
-Ya, ya los distingo, los siete. Al principio el amarillo y el violeta me parecieron….
Rata Cuarta se deshizo en excusas, mientras la mesa de la directiva se dirigía al entregado público:
– ¿Acaso no los veis?
– ¡Los vemos, vemos los siete! ¡Oh el brillante dorado y el tierno malva! – afirmaron los invitados apuntando a los inexistentes colores que las ratas, a causa de su peculiar órgano de visión, no habían logrado proyectar.
El detalle se hundió en el olvido, excepto para Rata Cuarta, que recibió bajo la mesa un aviso de cita para remar en la galera XXVI desde el amanecer del día siguiente.
La rata de relaciones públicas consultó sus notas y tuvo la impresión de que había olvidado un punto que solía figurar en las reuniones con los medios:
– ¿Hay alguna pregunta?
Se trataba de una interrogación retórica, sin embargo, un enviado abstemio y comedido dijo, después de comprobar lo que figuraba en su cuaderno:
– ¿No fue cerca de estas aguas donde se hundió el Buque Correo?
-Una gran catástrofe. Un atentado.
-Muchos muertos.
Añadieron algunas voces.
– ¿Correo? ¿Buque? – La portavoz de la Junta Rátida, y luego la Junta en pleno, no supieron durante unos instantes disimular su desconcierto. – ¿Atentado? ¿Atentado?
-Lo publicó toda la prensa. Por muy poco tiempo. Curioso. No se habló más. Está clasificado en la t, terrorismo. Nos distribuyeron la ficha. Zanjado. ¿No fue poco antes de las elecciones? – Voces diversas se alzaron en la sala.
Las ratas se recuperaron con prontitud, fueron respondiendo:
-Ah, el terrible atentado.
-Pasó hace mucho tiempo.
-Nadie se acuerda.
-Fue una plaga mundial.
-Como la peste.
– ¿Y los culpables? – se interesó Jean-Claude, columnista de Le peuple c’est moi.
-Piratas Irredentos, por supuesto. – le respondieron al unísono –Un abominable acto terrorista.
-Pero nunca se encontraron a los planificadores, ni se analizaron pruebas- insistió Jean-Claude.
-Los culpables, en realidad, fueron….¡los culpables del hambre, los culpables de la opresión de tribus indefensas, de jeques abocados a la más negra desesperación, de clanes benéficos frustrados en sus legítimas aspiraciones, los eternos enemigos de la desigualdad que combatimos y que erradicaremos en el próximo y radiante futuro!-Las ratas de las fuerzas especiales de momentos críticos habían tomado oportunamente la iniciativa y acompañadas por los acordes del vate Pasta Supina, habían ofrecido al auditorio una explicación apasionada que selló el tema. Además, prácticamente ninguno de los extranjeros recordaba sino muy vagamente el suceso, del que la publicidad había sido mínima una vez zanjado oficialmente por el nuevo gobierno rátida, con el que la mayoría consideraban conveniente congraciarse.
– ¡Que siga la fiesta! -pidió la mayoría.
Una catarata de luces y de lo que parecían serpentinas y confeti descendió del techo. Se trataba de largos cheques al portador y de brillantes y valiosas monedas doradas y diminutas. El cantor repitió estrofas escogidas de sus anteriores actuaciones y derrochó energía y cabriolas en el escenario. Se proyectó un vuelo tridimensional de palomas provistas de ramos de olivo y una música dulcísima acompañó a la invocación, a los presentes, para que se cogieran de las manos y rodearan un mechero gigante en cuya llama aparecía y desaparecía un globo del mundo verde y sonriente y diversas constelaciones del zodiaco rátida.
Llevado por la necesidad de expresar su gratitud hacia los espléndidos anfitriones y su simpatía por el vasto programa desplegado, cada cual comenzó a reclamar la presencia del autor del espectáculo y la de Rata Primerísima, que se mantenía en la sombra. La presentadora dio unos brincos hasta el borde del escenario y resumió:
-Éste es el futuro: Bondad, Comunidades, Tradición, Esencias, Iguales, Idénticos, Felices, Paz, Paz, Mucha Paz, Paz Infinita.
– ¡Viva, viva, hijo de Siva! – gritó un periodista indostánico, y, como iba achispado, tarareó el himno de su grupo Pro Culturas Ancestrales:
Las viudas se queman alegremente
con vítores y aplausos de la gente.
A la pira con empeño
porque tradición es
que abolió el malvado inglés.
Del fondo de la sala, un reportero de “Enfriemos el norte antes de que sea demasiado tarde” expresó también sus sentimientos:
-Las ciudades y los coches
asco profundo me dan.
Me vuelvo al vikingo clan.
– ¡Small is beautiful! – Apuntó, para no ser menos, el enviado del “Saxon News”.
14
Diktátor
Grandes eran el gozo, la euforia, los aplausos y el buen ambiente a cuya muelle sensación parecía contribuir el suave balanceo del barco. Por ello ninguno de los asistentes se esperaba el brusco, pero bien planeado cambio. En cuestión de segundos se extinguieron alegres colores, cantos, conversaciones, porque una espesa sombra que parecía casi sólida y rezumaba del techo y paredes laterales de la parte delantera de la enorme sala descendía, se agazapaba y se diría dispuesta a avanzar hacia el auditorio.
– ¡Diktátor! ¡Diktátor! – clamó el agudo timbre de algunas ratas.
Y hubo desconcierto, que rayó en el pánico.
-¡Dictator! ¡The King of Estribor! ¡The Evil, the Evil!
-¡The Mother of all Evil!
De un extremo a otro de la sala se elevaba un clamor que parecía querer oponerse a la negra, inesperada presencia del Mal.
-No puede ser. Diktátor murió hace muchos años. -aventuró un periodista.
-En efecto. El terrorífico, pavoroso, letal tirano pertenece al pasado. Pero nosotras somos las únicas que se interponen entre el hoy feliz y su resurrección-
La respuesta venía de lo que en ese momento iluminaban los focos. Las ratas habían formado, las unas sobre las otras, una barrera de pelo gris y ojos brillantes que, con un sabio efecto visual, se levantaba entre la negra sombra del ancestral enemigo y el intimidado público. La ola negra se plegó, se redujo a ojos vistas y acabó siendo triunfalmente pisoteada por la Junta Rátida Directiva.
– ¡Pero a partir de ahora somos fuertes! ¡El Bien cuenta con vuestra ayuda! – dijo Rata Segunda desde el ápice de la pirámide de relucientes cuerpos y hocicos sonrientes color de rosa. Igualísima, con su acostumbrada modestia, había quedado en un segundo plano. Rata Segunda extendió los brazos hacia los representantes de la prensa
¡Venceremos al Mal como lo hicieron vuestros padres, vigilaremos sus brotes negros, denunciaremos y denunciaréis las múltiples manifestaciones de Estribor!
Sin solución de continuidad, cambió el escenario. Lo ocupaban ahora las Ratas del Conjunto, que danzaban alegremente y hacían llover sobre los asistentes paquetes-regalo, sobres-sorpresa y condecoraciones a título prematuro. Los periodistas comentaban en grupos excitados, halagados, optimistas y febriles hazañas bélicas de ellos y de sus antepasados en las fuerzas contra Estribor, acosos gloriosos a parlamentarios estribonitas, apoyos incondicionales al lejano líder oriental Kim El Radiante, que desde hacía ya tres generaciones estaba empeñado en la noble causa de la Igualdad Suma, sin reparar en medios ni en que la población hubiera mermado más de un cincuenta por ciento. Kim El Radiante, ¡ay!, estaba lejos, pero el No País ofrecía, ya durante su Guerra Civil y ahora con el advenimiento Rátida, la oportunidad de excitantes batallas lidiadas, a conveniente distancia, en tierra ajena. Y gratis total.
– ¿Quién es Diktátor? – preguntó tímidamente Offing, un periodista de Albinia joven, flaco y rubio.
Su compañero, entrado ampliamente en la madurez, inclinó la cabeza, guardó grabadora y notas y se acomodó en el asiento del fondo donde, en la penumbra y separados de los numerosos corrillos, tenía lugar la charla.
-Diktátor….Claro, ellos lo dan por sabido, pero no es cierto. Es verdad que basta con citarlo para sembrar el pánico. Algunos de nuestros abuelos lucharon en la cruenta guerra civil que hubo en estas latitudes.
– ¿Te refieres a la epopeya de Babor contra Estribor?
-A uno de sus capítulos, porque como sabes, Offing, se trata de una batalla ancestral, el Mal y el Bien, aunque en estos tiempos revueltos ya las cosas se confundan y no haya dos frentes con la claridad de antaño.
-Creía que eran ya una especie de sagas del pasado, relatos que cambian. Fíjate, en mis islas antes los vikingos eran piratas que mataban, robaban y quemaban. Ahora son fundadores de nuevos reinos, audaces pobladores de lejanas tierras.
-La historia ha sido distinta en estos mares. Aquí venció la Maldad, Estribor, en la batalla. Y su jefe, Diktátor, reinó como líder supremo durante décadas.
– ¡Y su pueblo huyó, se rebeló en masa, mendigó el pan y la sal de los que se apropiaban los servidores del tirano! Los caminos estaban sembrados sin duda, en las fiestas conmemorativas, de ajusticiados de Babor. ¡Debo escribir algo sobre esto! – Offing se estaba entusiasmando ante la crónica retrospectiva de los terribles sucesos, más trágicos por lo repetidos durante años innumerables y, sin embargo, extrañamente sepultados por el polvo del olvido.
-Tranquilo- le dijo su compañero, que se llamaba Metáforos y procedía de un pueblo costero del sur. -No fue así…exactamente. Al menos eso creo. No, los habitantes no huyeron en tropel, ni se batieron, tras la victoria de las huestes de Estribor, hasta la última gota de su sangre.
-Sin duda les separaba de la libertad el alto muro construido por el terrible régimen, vigilado por mastines rabiosos y armas automáticas.
-Pues no, Offing. No hubo, no ahí, muro. Salían, entraban y salían. Ya sabes que la gente olvida, se acomoda. Los padres de un colega mío estuvieron en el No País antes de serlo, de vacaciones. No les iba tan mal.
-Pero acabaron asesinando al tirano horrendo.
-Efectivamente murió.
– ¡Ah! ¡Lo sabía! Justicia, merecida justicia.
-Diktátor murió de vejez. -apuntó Metáforos, más apesadumbrado por la decepción de su compañero que por el final de la historia.
-Estribor fue aplastado por Babor sin duda.
-Los últimos años han sido confusos. El No País aún no lo era, cada vez se distinguía menos de los demás países. Y con Babor y Estribor pasaba lo mismo. Hasta que Igualísima y los suyos comenzaron a imponerse y a establecer la cadena de Monumentos Defensivos….
– ¿Contra quién? – Offing seguía el relato con dificultad.
-Contra Diktátor, sus manifestaciones, sus encarnaciones. Todo Estribor, cada fragmento de Estribor es, puede ser él.
Offing consultó sus notas. Propuso lleno de entusiasmo:
– ¡Investiguemos! La oportunidad es excelente, primera invitación oficial del alto mando rátida. Buena parte de la flotilla está desplegada alrededor. No hemos visto ni a uno solo de los galeotes. A mí no me convence…
-Baja la voz- Metáforos miró a su alrededor con inquietud. Su joven compañero estaba menos afectado que el resto por el generoso servicio de espirituosos, la larga e intensa jornada y el viaje previo. Offing había heredado de sus antepasados vikingos la resistencia al alcohol. Vibraba de curiosidad y energía.
-Subamos a cubierta- propuso Metáforos.
15
Gal
Su idea era continuar la conversación en un ambiente más discreto. Nadie vigilaba las escaleras porque los encargados de hacerlo yacían embriagados por el generoso reparto de esencia de tocino rancio de la cosecha del siglo pasado.
-La cecina ciega mis ojos….- tarareaba uno de ellos. Otro, que en tiempos había trabajado de enlace en el sindicato Galeotes Sin Fronteras, repetía con insistencia etílica fragmentos de una de las canciones de Pasta Supina: -Me pagan por eso….Me pagan por eso….-
Afuera reinaba el silencio. Demasiado silencio. Se acodaron en la borda.
Una sombra recorría el barco, un susurro metálico rozó la escalerilla, una mano introdujo un papel arrugado en el bloc de notas de Offing, que sobresalía del bolsillo de su chaqueta.
Metáforos había oído algo y se volvió hacia cubierta. La sombra se escabulló rápidamente, pero no lo bastante como para que ambos no distinguieran a alguien de pequeña talla que desaparecía por una escotilla.
-Parece un niño. Pero la población del anterior sistema no está en este barco-comentó a Offing.
Los dos periodistas olfatearon oportunidad, misterio y noticia. Sabían que las ratas eran pueblo celoso de sus asuntos internos, que no comunicaban sino lo acordado y anunciado con pompa y preparaciones, pero aquella noche la tripulación de la lujosa galera de recepciones y grandes eventos se había entregado a la confianza y la ebriedad, al reposo que sucede a conquista, puesto que consideraban afianzado su régimen y abierto el camino al mundial reconocimiento y a los grandes proyectos de expansión. Paralelamente, Juventudes Rátidas y Rátidas Primera Regional disfrutaban mascando diminutos trozos de la bandera, en tiempos anteriores a la gesta del Hundimiento del Buque Correo, del No País, la cual se habían divertido desgarrando y apostando a ver quién lograba separar el trozo más pequeño.
Ambos periodistas dudaron.
-Vamos.
Y descendieron ambos por la escotilla.
Todo estaba húmedo, ligeramente viscoso y sombrío. Oyeron cerrarse puertas excepto una mal encajada. En el interior no había sino oscuridad y moho, un espacio pequeño con viejas cuerdas y algunos barriles. Repentinamente de un tablón desprendido muy cercano, surgió un brazo que atenazó el de Offing. Era un galeote, un tipo grande, ciertamente no el que habían entrevisto arriba. Sus ojos brillaban en la oscuridad. El encuentro fue tan breve que apenas intercambiaron algunas palabras. Dijo:
– ¿La habéis visto? A la sirena, ¿verdad?
– ¿Sirena? Había alguien pequeño….
-Es ella, la que huye, aparece y desaparece. Sabemos que va de barco en barco. Es de los nuestros. La persiguen. Se escapó un día y se escapa siempre.
Alguien que parecía también surgido de la pared apoyó familiarmente la mano en el hombro de Metáforos. Entonces pudieron verlos: Dos tipos con el cabello largo y costroso de sal, de hombros anchos que les hacían parecer más altos de lo que eran.
– ¿Qué queréis? ¿Quiénes sois?
-Huidos. Prófugos. Proscritos. Éste es, era, el Remo número 32, nombre actual Orky, y yo el Remo número 24, Kraky.
-Es que hemos elegido, llamarnos como grandes animales asesinos, Kraken y Orca; pero sin exagerar. -puntualizó Orky-, nombres que den un poco de miedo.
– ¡Prófugos! ¿De un sistema donde reinan la felicidad y, sobre todo, la igualdad, según nos dijeron? ¿Verdad, Offing? -Metáforos se volvió hacia su compañero, quien, tras la sorpresa inicial, había sacado su bloc de notas y comenzaba a escribir.
-Bueno…-respondió éste- Lo de la felicidad y la igualdad absolutas….En el País de la Reina Eterna somos muy pragmáticos, algo desconfiados, no lo tenemos claro. Había que investigar. Es una prioridad asegurar el comercio marítimo.
-Ni la medusa más tonta se lo hubiera creído-Había no poca ironía en la voz de Kraky.
-Sin embargo era mucho peor, muchísimo peor, en la época de Diktátor.
-La era de la Dictadura Horrenda.
Los dos periodistas habían hablado casi a coro porque hasta en los más elementales libros de historia existían un antes y un después que explicaban, antes, ahora y para siempre, cuanto ocurrió, ocurría o podría ocurrir en el No País y la flota rátida. Hemerotecas, diarios, textos escolares, medios sonoros y publicaciones diversas se nutrían del regular flujo informativo que llegaba desde la flota. Hasta la Reina Eterna del país de Offing, entre sorbo y sorbo de licor de la juventud imperecedera mezclado con su té, lo leía en el boletín por las tardes.
-Sois felices-insistió Metáforos-; y es hermoso saber que hay un lugar así y que os apoyamos, y navegamos por vuestros cálidos mares disfrutando del mejor marisco. ¡Es bello que haya paraísos!
-Siempre y cuando estén a cierta distancia….-Offing era un tipo reticente. – ¿Y la sirena?
-Ella…Nosotros os enseñaremos muchas cosas. Si os atrevéis. -dijo el ex Remo número 24-Hablad. Escribid. Podéis hacerlo. ¡Cuidado!
Las ratas de guardia chillaban arriba; se habían despejado lo suficiente como dar un breve paseo de reconocimiento. De un tirón brusco hacia dentro, los dos visitantes se encontraron en un pasillo estrecho mientras el tablón se ajustaba al resto ocultando la entrada. El hombre – ¿era un galeote? Y si no lo era, ¿quién? – corría delante. Iban dejando atrás pasillos laterales y huecos que al principio intentaron contar para luego volver sobre sus pasos, pero desecharon la tarea por imposible.
-Bajad. -les dijo.
Eran escalones, no las escalerillas habituales. Algo se cerró sobre sus cabezas. Hubo un chapoteo. Gentes que no distinguían trajeron una luz. Había agua en el charco de la esquina, y sentada en su orilla se encontraba una figura menuda, vestida de gris excepto la parte inferior del cuerpo, de un verde brillante y embutida en algo tubular.
– ¡La sirena!
-O tritón.
– ¡Qué reportaje!
Metáforos se acercó y se presentó educadamente. Su familiaridad con los mitos grecolatinos le permitía considerar con notable amplitud de criterio la existencia de seres especiales, mixtos y diversos.
-Corresponsal del Odiseo Incansable y del semanal Club Pericles.
– ¿Del Viejo Continente? ¿Del mundo externo? -la voz era femenina y no tenía nada de infantil. Se expresaba con tono cristalino y un leve burbujeo de fondo.
Offing alargó a su vez la mano en saludo:
-Escribo para el News from the Continent y para la gaceta de la Reina Eterna. La Reina de mi país lo es; eso da mucha estabilidad a las instituciones.
-Soy Gal, y era galeote antes.
La mano que estrechó no estaba fría ni resbaladiza.
– ¿Era galeota?
Gal azotó la superficie del charco con la extremidad verde y pareció encolerizada. Subió el tono:
– ¡Qué galeota ni qué nada! ¿También os ha aquejado en vuestro lejano país la peste de la vocal final que usaron las ratas como consigna? ¿los ballenos y las ballenas, los delfines y las delfinas? Mi nombre era Galerna, en vez de ser galeota, pero escogí Gal.
Offing observó que nada tenía de niña. Se sentó cerca, bloc en mano.
Comenzó una larga y un tanto frenética conversación. Gal quería explicarles todo, enseñarles todo, y el tiempo apremiaba.
– ¿Conocéis la cámara acorazada de los almacenes de memoria?, ¿la gabarra de los lisiados?, la santabárbara para dinamitar embalses y carreteras de la época de Diktátor?, ¿la central M.O.P.I., Ministerio de Obras Públicas Inútiles?, ¿las salas ocultas donde está la máquina de fabricar tribus?, ¿los planos para hacer todos los ríos circulares, con su virrey en el medio? ¿Y la reproductora gigante de agravios ancestrales? Mira el mapa que te di de cuanto transporta la flota.
Offing sacó el papel arrugado de su cuaderno. Era mucho más minucioso y cuidadoso en su dibujo de lo que en principio hubiera podido creer. Él y su compañero anotaban febrilmente. Gal usaba un vocabulario amplio, de inusitada riqueza. Parecía que no iba a terminar la enumeración nunca.
En el fervor de la conversación, Gal echó la cabeza hacia atrás y la capucha gris se deslizó sobre sus hombros. Su cabeza estaba muy cerca de la de Offing y él vio que los ojos parecían contener los reflejos cambiantes del agua, y que su pelo era de tres colores diferentes y ondeaba en una corta melena de bucles amplios que recordaban a la rizada superficie del mar.
A él se le cayó el bloc de notas, y Gal observó mientras se inclinaba para recogerlo que aquel extranjero tenía cráneo y barbilla cubiertos de fino cabello rubio, sin pizca de salitre, que la piel parecía de gran suavidad y que sin embargo sus manos y brazos daban sensación de valor e incluso de atrevimiento. Algo que no comprendía la impulsó a coger, al tiempo que Offing, el cuaderno y rozar sus dedos. El rostro de él cambió, sorprendentemente, de color como ocurre con las medusas cuando pasan del azulado al rosáceo. Las cejas también eran rubias, los ojos oscuros del tono de la madera de navío, y estables como ésta.
– ¿Eres….eres realmente una sirena?
– ¿Ya te dijeron que soy la sirena fantasma?
-Las sirenas matan, embrujan y matan-terció Metáforos, y añadió en un susurro:
– ¿Y si es una espía de los antiguos partidarios de Diktátor? Se cuenta que existen. Terribles, temibles, estriboritas extremos.
No hubo tiempo para respuestas. Se encontraron rodeados por el sonido de artilugios de dos ruedas que golpeaban pasillos y escaleras en su avance
– ¡Persecución, persecución! No saben dónde estamos pero sospechan, y las Ratas han enviado a las fuerzas de búsqueda de disidentes en varios destacamentos.
– ¡Qué ruido infernal! -Offing se tapó los oídos.
-Es una de sus armas. Son los Rataciclos.
Entonces se sumergieron en el charco, bucearon brevemente y emergieron en recónditas dependencias. Allí, mientras algunos exgaleotes discutían el plan de fuga, otros les explicaron en qué consistían las Fuerzas Represivas Rátidas. Cuando introdujeron el rataciclo aseguraron que era para mejorar la salud física y mental de las tripulaciones. Pronto se reveló su siniestra función, su agresividad arrolladora. Ninguna cabina, pasillo, cubierta, estaba libre a hora alguna de su ataque. En cualquier instante un rataciclo conducido con febril y prepotente pedaleo por vigorosas ratas aferradas con dientes y rabo al manillar podía arrollar al humano, machacar al menos rápido y más débil, privarle de transporte y comida, someterlo a tratos degradantes y a insultos por oponerse a la salud y al progreso, hacer pasar sobre él a toda la manada triunfal que le escupiría además desde la altura de las dos ruedas. Su llegada era anunciada por la bocina de timbre desgarrador, la parálisis general del público y el altavoz que denunciaba los vergonzosos medios de transporte, de cuatro ruedas, del tiempo pasado, devoradores de la energía de la bondadosa Madre Naturaleza. Cualquier galeote debía, cuando se aproximaban, detenerse y permanecer, sonriente, en posición de saludo. A continuación, solía llegar el carromato de retirada de víctimas: lisiados, ancianos, torpes peatones, gentes variadas de mediana edad todavía reticentes ante las bondades del nuevo y sano régimen. Los cuerpos desaparecían rumbo a un trillado del que no se solía volver.
La tropa entonó el largo himno del Destacamento Rataciclo. Los ecos de sus voces agudas multiplicados por el eco de los pasillos y por el estruendo de su paso producían pavor.
No hay nada igual
al pedal, al pedal.
Arrollemos con desdén.
Al peatón que le den,
que le den su merecido
y que sea escarnecido.
Cuatro ruedas es senil,
enemigo, torpe y vil.
Nuestra es la superficie.
Combatamos la molicie.
Las especies inferiores
tiemblan ante los señores
del manillar poderoso.
El pedaleo, ¡qué hermoso!
¡Rataciclos sin fronteras
ocupando las aceras!
Elimínese el transporte.
Todo el mundo a hacer deporte.
Desde la proa a la quilla
impere la zapatilla.
Sométete o te reciclo.
¡Viva, viva el Rataciclo!
– ¡Qué memoria tienen! -se dijo Metáforos recordando a los aedos de antaño. Pero, al aguzar el oído, se dio cuenta de que había solistas y coro, de forma que los fragmentos del himno se repartían al cantar y finalizaban todos luego, a modo de estribillo, con la alabanza al pedal, la amenaza de reciclaje y los vivas al Rataciclo.
-Hay que salir de aquí. Las ratas tienen olfato. – ¡Rápido!
Kraky había cogido del brazo a Metáforos mientras Gal hacía lo propio con su compañero. Era tiempo, porque el estruendo se aproximaba. Los agentes se detenían de cuando en cuando y golpeaban las paredes para verificar posibles escondites.
Comenzó entonces una carrera desaforada que desde cubierta los dos periodistas nunca hubieran creído posible. Las bodegas parecían abrigar incontables espacios comunicantes. Offing advirtió que los dedos de Gal se clavaban en la palma de su mano y que las uñas tenían un tono azulado. Ella se desplazaba como deslizándose por todas las superficies. No sabía si la joven, suponiendo que lo fuese, le inspiraba atracción o repulsión.
– ¿Eres una sirena? -acertó a preguntar de nuevo sin detenerse en la huida.
-No. -respondió en un tono bastante seco.
Ahora estaban en una especie de almacén de géneros apilados en montones grises cubiertos de lonas. Sin que mediaran explicaciones, a toda velocidad, los galeotes disidentes se enfundaron prendas que llamaron “de camuflaje”. El cuerpo de Gal ya no se prolongaba en el tubo verde brillante sino en anchos pantalones de algas.
-Las ratas tienen buen oído y buen olfato, pero no tan buena vista-explicaron.
-No eres una sirena…-Offing sentía una mezcla de alivio y de decepción.
Por primera vez Gal esbozó algo que se parecía a una sonrisa:
-Pero estuve a punto de serlo-respondió-. Cuando tenemos alguna enfermedad en las piernas nos reciclan para adaptarnos exclusivamente al remo y utilizarnos de la cintura para arriba. La etapa siguiente es la escotilla de desechos, la Cueva del Lastre o la Cala de los Malditos para los que se fugan y consiguen llegar a ella. Ahí estuve yo.
– ¿Qué nos ponemos nosotros? -preguntó Metáforos.
-Nada. Os enseñaremos el camino de vuelta. La patrulla va en dirección contraria. Es importante que lleguéis a aquí- Gal señaló un punto en el arrugado pero legible mapa de la flota.
-Asegurémonos de que todos han pasado.
Miraron por una rendija. Había aún ratas rezagadas, que cruzaban tarareando el himno y agitando la banderita diminuta, con dos largas orejas enlazadas, que distinguía a la policía. Llevaban camisetas con la imagen de una sonriente y paternal Rata Primera y una Rata Segunda que lucía la banda del Pedal de Oro Honorífico. Pasó el último, que compensaba su escasa velocidad cantando el himno con pasión.
– ¡Ahora! -dijeron a los periodistas.
– ¿Cuándo nos veremos? -preguntaron ellos.
-Pronto. ¡Seguid a Orky antes de que vuelvan!
Nueva zambullida. Emergieron en estancias oscuras que no tenían apenas tiempo de mirar. Pasillos iluminados por un leve resplandor. Offing observó que la huella de las uñas azules de Gal había quedado marcada en la palma de su mano. Orky iba muy deprisa y les señalaba huecos y pasadizos con un ademán.
De repente su guía desapareció, los ruidos cesaron, palparon una escalerilla próxima.
Metáforos y Offing se encontraron con sorpresa de nuevo en la cubierta de la galera, con un cielo encapotado bajo el que se adivinaban los bultos de la numerosa flota. De uno de ellos, apenas perceptible, se filtraba por las claraboyas una curiosa luz azul.
La observaron con fijeza, apoyados en la borda. Y, al bajar la vista, vieron la chalupa amarrada al costado. Miraron el arrugado mapa cuya tinta, calamar de primera calidad, no parecía haber sufrido por el contacto con el agua.
El mar era una balsa de aceite.
– ¿Y si…? – Offing comenzó a buscar una escala de cuerda.
-Nos cogerán. Nos quitarán el permiso. Nos…tal vez nos morderán. – Metáforos negaba con el antiguo gesto de su pueblo de origen, hincando la barbilla en el pecho, pero al tiempo sus gestos lo traicionaban y, acostumbrado al medio marinero, encontró pronto la escala.
Bajaron.
16
El Galeón de los Ritos Oscuros
La galera, que parecía próxima, estaba lejos y la navegación se les hizo larga. Procuraban hundir los remos sin hacer el menor ruido. De todas formas el griterío e iluminación de la nave de las grandes recepciones ahogaba cualquier otra señal cercana.
-Hemos bajado, sin pensar, por el lado de estribor -susurró Metáforos temeroso- ¡El lado del Mal!
Alzaron los remos. El regreso, a plena luz según se acercaran, de los focos multicolores de la fiesta, era arriesgado. Convenía esperar a que, como los guardianes, se durmieran casi todos. No podían permanecer, estúpidamente, al pairo mientras la noticia, el posible reportaje, se escondía en alguno de aquellos bultos negros que se balanceaban en la zona prohibida. Más tarde subirían, sin riesgos, por la borda reglamentaria. Continuaron. Sólo cuando estaban ya muy cerca de la luz espectral, tenue, un tanto metálica se dieron cuenta de algo que les erizó el cabello. No estaban solos. Su bote no era el único, pero sí el menor. Flotando tranquilamente había otros, al parecer vacíos, como si hubieran depositado y esperaran de nuevo a sus pasajeros.
Llegaron a la nave, se deslizaron a su alrededor y miraron por las claraboyas. De las inferiores venía la luz, que parecía proceder de multitud de pequeños objetos. Éstos se desplazaban a veces.
Offing estaba fascinado por el silencio misterioso y el riesgo, pero Metáforos tomó la iniciativa:
-Subamos.
Era grande el silencio, nadie en cubierta. Lo opuesto del jolgorio en la galera de recepciones. Ni siquiera vigilantes, y escasa la iluminación de los faroles en proa, popa y el mástil principal. Como si existiera la completa seguridad de que nadie podía querer ir allí. Los dos humanos se movieron por la cubierta, a distintos niveles, de un compartimento a otro. No era un barco usual hecho para que lo habitaran tripulaciones. De cuando en cuando encontraban un dibujo, signos extraños, indicaciones en las que se repetía una garra gris con una uña larga que apuntaba hacia el esquema de un pedestal y una especie de medalla de oro. Los siguieron. Pronto les llegó otro indicio: el olor a humo, un humo especial, cargado del fuerte olor de la grasa de las ofrendas. Habían oído hablar de nuevos ritos imitados de los antiguos usos por los rátidas. Entonces supieron que la nave era, toda ella, un templo.
No se sabía que hubiese religiones en la nación rátida. Más aún: sus dirigentes abominaban de aquellas creencias opresoras a las que antes se entregaban los humanos. Rata Máxima concentraba, en toda su pureza, los ideales, era la Víctima entre las víctimas, la Igualísima entre los iguales, la Etérea Defensora de la Paz Planetaria, la Humildísima Servidora de los Sufrientes. Llegados a estado tan benéfico, no podía haber otros dioses. Y, sobre todo, ella, junto con Rata Primera, Rata Segunda, Rata Ecónoma, Rata Mayor, Ratas Insaciables de la Montaña Este, Ratas Purasangre de la Montaña Norte y Rata Parda de Propaganda Multicultural, habían luchado y vencido a Diktátor, el abominable tirano muerto hacía décadas pero en el que se encarnó todo el Mal, la esencia estriborita. Los galeotes, el antiguo No-País, Euralia y el mundo entero habían así contraído una deuda impagable con la nación Rátida y nadie se atrevía a discutir detalles.
La pasada experiencia les había servido para manejarse en el interior de aquellos curiosos laberintos flotantes. Guiados por el olor y por un lejano murmullo mezcla de siseos y chillidos, despacio y con gran prudencia, sin seguir las indicaciones de manera directa, ascendieron por una escalerilla, luego se arrastraron por rampas tras las que se abrían en la pared respiraderos en forma de claraboyas, pequeños, en círculos de cinco en cinco., todo a lo largo en una vasta extensión. Miraron, y les recorrió un escalofrío.
Abajo, como un estanque lodoso, se situaban ondulantes filas de ratas en una formación sin gran orden, rota por movimientos, gestos, palmas una contra otra de las patas. Parecían excitadas, atentas y felices. A su felicidad contribuían la embriaguez del humo espeso, las bandejas de vituallas –con quesos mucho más variados que los del festejo a la prensa y además exóticos embutidos foráneos- y los cuencos de líquidos que lamían chupándose luego los bigotes.
-Son pocas-susurró a su compañero Metáforos.
-Con demasiados dientes. No creo que nos acogieran con entusiasmo. -respondió él.
Bajaron por otra rampa para, sin perder perspectiva, verlas más de cerca. Entonces advirtieron que no eran ratas ordinarias sino de especial categoría, con insignias de diversos cargos y títulos, colgados del cuello, de delegadas de los departamentos de información, educación, difusión y elaboración histórica. Repentinamente se hizo un silencio expectante, las filas se apretaron dejando paso a los dirigentes que saludaban y enseñaban a manera de sonrisa la blancura de sus colmillos. Eran las Ratas Máximas, los conocidos líderes de la Nación Rátida. Se situaron, en un pequeño grupo, en cabeza, al pie de algo que parecía un gran monumento cubierto por gruesas telas. Brillaron lámparas que sustituían a los pequeños faroles de luz azul. Se cerraron herméticamente, con un largo rechinar, todas las entradas.
– ¿Tendremos, hacia atrás, salida, Offing?
-No vamos a irnos ahora.
– ¿Tú no tienes miedo?
-Miedo no. Estoy aterrado, Metáforos. Pero me quedo. Además, luego podremos guiarnos con el mapa.
-Calla. Empiezan.
Escucharon. Y se dieron cuenta con sorpresa de que les favorecía el escaso nivel de ruido y la sonoridad de la sala que, con su forma oval, parecía recoger, devolver las voces, de manera que, aunque se hablaba en tono menor, como quien no desea ser oído en el exterior y además mantiene una actitud reverencial, podían seguir el discurso. Comenzaron a fotografiar y tomar notas febrilmente.
-Compañeras, escogidas compañeras del Ministerio de la Devoción Secreta, nos hemos reunido, como acostumbramos en fechas importantes, para rendir el merecido tributo de agradecimiento y homenaje al ser sin el cual nunca gozaríamos del poder del que disfrutamos.
Los líderes rátidas hablaban de pie frente al auditorio, sin pódium pero cuidando muy mucho el presentarse a la misma altura, por lo que calzaban suelas de distinto grosor en pro de la imagen igualitaria. A su espalda la superficie velada se iluminaba lentamente y las gruesas telas comenzaban a ondular.
-Compañeras, entonemos nuestra acción de gracias:
Sin abandonar el medido tono de voz, el breve himno se elevó acompañado por la vibración de algunos instrumentos, que eran en realidad el fino rabo de las encargadas de la música de cámara:
Luz de nuestra especie, ser providencial
que siempre nos haces Buenos frente al Mal,
gracias a tu guerra, gracias a tu historia,
estamos y estaremos en la gloria.
Como una sola rata tus pies beso.
A ti debemos voz, poder y queso.
Y comenzó una danza lenta. Los reunidos avanzaban y retrocedían, tras lamer el pavimento sobre el que reposaba el borde del enorme telón. Pronto el suelo adquirió un húmedo brillo.
-Permitamos que también los representantes de las antiguas, desiguales y atrasadas naciones se aproximen para presentar sus respetos. -dijo la rata que parecía hacer las veces de maestra de ceremonias.
Desde el fondo, con paso tímido, comenzaron a aproximarse algunos galeotes, muy distintos de los pocos que los dos periodistas habían tenido ocasión de ver. Ni su cabello tenía costras de sal ni su ropa estaba descuidada. Vestían austeras pero limpias túnicas grises con un pequeño remo amarillo cosido a la manga. Llegados al frente, entonaron:
¡Todo el amor a Babor!
¡Odiemos siempre a Estribor!
– ¿A quién te recuerda el de la izquierda, en la segunda fila?
Metáforos reflexionó. En principio a nadie, pero luego dijo:
-A Orky, se parece a Orky, pero más joven.
Offing le pasó una nota escrita en el reverso de la hoja del mapa que le había dado Gal en la que se leía “Cuidado con las juventudes de galeotes aspirantes a rátidas. Son los más peligrosos”.
Eran, desde luego, los más ardientes porque aquél y otro joven galeote habían avanzado unos pasos y, en un breve discurso lleno de emoción y cortado por los sollozos, agradecían a las ratas dirigentes la confianza que les habían demostrado al permitirles compartir el gran secreto y participar en la periódica acción de gracias. Renegaban de sus turbios orígenes desiguales, de su retrógrada e insolidaria especie, y recordaban, una vez más, que a las legiones salvadoras de la nación rátida y a sus líderes, democráticamente elegidos entre aclamaciones tras el episodio del criminal hundimiento del Buque Correo y el acoso a los instigadores de la catástrofe, debían y deberían todos un futuro luminoso y una próspera e igualitaria existencia.
-No entiendo. ¿Qué es lo que agradecen? -Offing estaba desconcertado. Aunque las noticias eran a veces confusas, se sabía que el gobierno rátida había sido mayoritariamente elegido y que a ello había contribuido no poco su persecución implacable de los causantes del episodio del Buque Correo y su inmaculada defensa del Bien, de los principios baboritas, frente al estriborismo, desde hacía ya más de medio siglo representado por el fenecido pero siempre temido y abominable símbolo del Mal Sumo.
Sus preguntas se transformaron en un interrogante aún mayor porque en el escenario, despejado para la ocasión, comenzaba la parte principal del evento. Los galeotes colaboradores, sin cesar de mostrar con gestos su agradecimiento y emoción, se habían retirado a una esquina y estaban de rodillas, los líderes imponían respetuoso silencio al auditorio y varias ratas se habían lanzado sobre el telón y lo empujaban hacia abajo con los dientes. Se abrió la tela, y una figura enorme, de rasgos humanoides pero mezclados con incisivos y garras de tipo claramente depredador y provista de símbolos de mando con aire militar fue apareciendo despacio entre los pliegues.
– ¡De esto nos salvasteis! ¡De esto! -sollozaron los galeotes colaboradores, mientras del auditorio rátida se elevaba, como una oración, un solo nombre:
– ¡Diktátor!, ¡Diktátor!, ¡Diktátor!
17
El cofre sin tesoro
¿Diktátor?…Imposible. Era imposible, absurdo, increíble e impensable. Diktátor era el gran enemigo desaparecido hacía décadas, pero al que las crónicas citaban como ejemplo de todos los males, concentrado de tiranías, símbolo de una época que no se citaba siquiera en los libros de Historia y se sustituía por negros iconos de la perversidad. No había, o no se conocían testigos, de tan nefasto pasado. Sin embargo sirvió para que se alzara como salvadora la nación rátida frente los tímidos y humanos, luego galeotes, a los que bastaba con amenazar con el tratamiento de simpatizantes retrospectivos de Diktátor (¡diktatofista!, ¡retrofista! silbaban las ratas) para que entraran en un estado de pánico, parálisis social y disposición para la servidumbre.
– ¡No puede ser! -exclamaron a la vez, por lo bajo pero horrorizados, los dos periodistas.
Y se asomaron aún más sin advertir que la hoja del mapa, que estaba colocada bajo el cuaderno de notas, se deslizaba hacia fuera. Había en el piso alto cierta corriente de aire marino. Antes de que pudieran impedirlo, vieron como el papel descendía planeando lentamente sobre el auditorio rátida. Una rata levantó la vista, advirtió a una segunda, siguieron la trayectoria, vieron desde donde parecía haber caído. Se levantó un clamor:
– ¡Espías entre nosotras!
– ¡Corramos! -dijeron los periodistas.
Pero la madera era ruidosa y ahora carecían del mapa que les señalizaba el camino de regreso. Huyeron en una dirección, luego en otra. El estruendo se oía cada vez más cerca. Entonces vieron el cofre, en una esquina donde había viejas velas de chalupas. Era enorme, sorprendentemente alto y ancho, y en un escrito apenas legible clavado en la parte de atrás se leía “Pagos hundimiento Buque Correo” y debajo, en letra más pequeña, “Propinas a Piratas Irredentos”. Se cerraba con una llave imponente y herrumbrosa, parecía una antigua caja fuerte que podría haber contenido en sus buenos tiempos el tesoro de varios piratas. Estaba vacío, la llave giraba pero la madera de abajo se desmenuzaba carcomida y su fondo había sido roído y parcialmente devorado por las antepasadas, hambrientas, repudiadas y oprimidas, de la nación rátida.
-Tengo una idea. No nos buscarán en un cofre cerrado por fuera.
Metáforos era hombre de recursos. Se aseguraron de dar varias vueltas a la llave, se introdujeron en el arcón poniéndolo de lado y cuidándose de colocar alrededor telas viejas en las que también ellos se envolvieron, lo pusieron de nuevo de pie y contuvieron la respiración.
Las ratas llegaron, algunas de ellas. Husmearon en todos los sentidos, pero la humedad, el moho y la herrumbre de viejos objetos de metal cubrían otros olores. La reunión había sido secreta, y por ello no estaban presentes en la nave de los ritos oscuros más que pequeños y escogidos cuerpos de guardia. No se oía el estruendo de los rataciclos ni de los escuadrones entrenados en la persecución, por el olor, de posibles disidentes, en cuya detección y caza se habían especializado. La eficacia rátida en la creación de tales cuerpos policiales había traspasado las fronteras. Se trataba de los temibles Hermafroditas Radicales, de los Ecologistas Implacables y, los peores, de los miembros del Corpus Nígrum, que se hacían llamar a sí mismos asesores pedagógicos y sometían a sus prisioneros a audiciones innumerables de los principios igualitarios y de los discursos de Rata Máxima.
Los dos hombres contenían la respiración. Las oyeron alejarse, pero no se atrevieron a dejar su escondite. Cuando, tímidamente, comenzaban a levantar el cofre escucharon pasos diferentes. Por las voces supieron que esta vez se trataba de los galeotes colaboradores. Uno de ellos, precisamente el de las Juventudes Aspirantes a Rátida que tenía manifiesto parecido con Orky, se quedó rezagado. Estaba de espaldas. Había sacado de entre sus ropas algo comestible, escamoteado del festín previo al acto ritual, y aprovechaba para hacerlo desaparecer, en solitario, a grandes bocados.
-Necesitamos un guía-se dijeron los periodistas.
Y, a la desesperada, con una madera aguzada y clavos de los que habían hecho armas provisionales, se lanzaron sobre él, le taparon la boca y le aseguraron que si hacía el menor ruido era galeote muerto.
– ¡Vas a guiarnos hasta la borda menos vigilada!
Él negó con la cabeza y susurró:
– ¡Me enviarán a la Cala de los Malditos! O, peor, a la gruta de las medusas venenosas.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Metáforos.
-Remosumiso 14.
– ¡Tu nombre verdadero, el anterior!
-Óskar, Óskar Brey.
-Pues nosotros te enviaremos más cerca, al baúl de los cangrejos hambrientos.
Offing hizo a su compañero un signo de absoluta ignorancia y desconcierto. No existía tal cosa, y además él era, o había sido hasta hacia pocos minutos, un pacifista militante. Metáforos le hizo señas tranquilizadoras imitando a los inexistentes cangrejos con la mano y haciéndole ver que procedían de su imaginación. Luego, en tono de amenaza terrible, apremió, señalando un rincón sombrío:
– ¡Decídete!
-Os guiaré.
Lo maniataron con jirones de la vieja lona.
Óskar se había teñido parte del pelo en gris plomo y se dejaba crecer las uñas. Hacía cuanto podía para asemejarse a las ratas, pero desde luego no lo conseguía. Tenía los ojos de un azul cándido y cierta impresión de inseguridad y alerta que en nada concordaba con quien está del lado de los vencedores.
– ¿Así que eres el hermano de Orky y estás sirviendo en la policía rátida? -En la voz de Metáforos no había un ápice de complacencia y una de sus manos jugueteaba con un palo del montón de desechos.
-Yo…no tenía opción. Me aseguraron que mi hermano formaba parte del peligroso comando terrorista, afín a Piratas Irredentos, que hundió el Buque Correo. Eso justificó que, respaldadas por nuestro juramento de fidelidad, las ratas se llevasen las Llaves de Mando y todo el tesoro.
-Por lo pronto sácanos de aquí. Ya hablaremos.
Pero no era tan fácil. Una vahada de olor entre rancio y corrompido les anunció un nuevo peligro. Además de a los Rataciclos, el enemigo recurría al armamento químico y había enviado en su busca, como les explicó Óskar, al comando de los Naturalistas Fétidos.
Los tres se introdujeron en una celdilla abandonada, se cubrieron de restos de bacalao para anular su propio olor y Offing, que tomaba febrilmente notas, inquirió:
– ¿Quiénes son los Naturalistas Fétidos?
-Galeotes de la rama Adaptados y Adoptados como ratas honorarias. Jamás usan desodorante, persiguen a cuantos no llevan la vida natural, aquéllos que no procuran asimilarse a las nobles bestias que antes de la aparición, artificial y depredadora, del poder homínido, señoreaban la Tierra.
– ¡Ah! -respondieron los dos periodistas a coro.
El hedor se aproximaba.
– ¡Huyamos! Hay que descolgarse-Óskar parecía aterrorizado-El castigo de un traidor es terrible. ¡Por esta claraboya!
El agua espejeaba tranquila, el barco apenas se mecía y era fácil avanzar por el reborde que sobresalía en el casco. Todo transcurrió muy deprisa; huyeron en un bote tras cortar las amarras de los demás para dificultar la persecución. A tiempo, porque se movían faroles y escuchaban chillidos y voces que delataban la composición mixta, humano-rátida, de los perseguidores. Les llegó un fuerte olor a pachulí que los extranjeros creyeron técnica de camuflaje de Naturalistas Fétidos.
Pero no lo eran.
-Se trata de Hermafroditas Radicales -Óskar había palidecido y parecía aún más aterrado que ante la proximidad del comando anterior. Sin embargo, como si el miedo tuviese sobre él un efecto propulsor, el muchacho se había revelado un guía estimable. Continuó en voz baja y temblorosa:
-Están movilizando a sus mejores efectivos. No quieren que estas noticias transciendan hasta la opinión planetaria. Su plan, que presentarán como benéfico e ilustrado, es geoglobal.
– ¿Quiénes son Hermafroditas Radicales? ¿Ratas? ¿Galeotes?
-Galeotes adoptados, fuerzas de choque, encargados de la acción directa vía rápida para el Paraíso Igualitario. Si nos apresan se asegurarán de que nuestros….atributos sexuales -la palidez de Óskar se tiñó levemente con un rubor de doncella -tienen estrictamente la misma dimensión -Imitó con los dedos el movimiento de unas tijeras.
Los fugitivos maniobraron con desesperación, pero ésta no bastaba para otorgarles la habilidad náutica de la que carecían.
-Yo pensaba que los de Megas Musakia eran un pueblo de marineros-dijo Offing sardónico.
– ¡Y a mí me suena lo de “¡Rule, Britannia! Britannia rule the waves!”. Además, no todos somos Ulises-respondió Metáforos.
La noche era tan oscura que sólo distinguieron al enemigo cuando una garra gris se clavó en la borda.
18
Camino de la Cala de los Malditos
Estaban perdidos. En efecto, las ratas habían planeado la operación de forma silenciosa para que no llegara el escándalo hasta los demás corresponsales extranjeros, los cuales, por cierto, dormían apaciblemente con el pesado sueño producido por las bebidas espirituosas, los abundantes canapés y la deliciosa perspectiva de viajes a paradisíacos parques temáticos de Paz, Bondad y Amor gracias a los cheques-regalo distribuidos.
Los tres, incluso Óskar, decidieron vender cara su vida, y su integridad física. La primera rata cayó al agua con un chillido, la garra atravesada por el bolígrafo de Offing. Un Hermafrodita Radical lanzó un quejido lastimero cuando Metáforos le golpeó con el remo. El medroso Óskar parecía estar sacando fuerzas de flaqueza y, sea insultaba hábilmente en su peculiar jerga de la policía acción violenta a los adoptados, sea les hacía confundirle en la oscuridad con uno de los suyos.
Pero estaban perdidos. Una mezcla tibia de pachulí, sudor y piel de rata los cubrió.
Entonces se produjo el abordaje salvador. Algo estaba haciendo volcar los botes de la flotilla rátida desde el agua. En ella se movían formas amigas y humanas, espaldas poderosas empujaban las quillas y hacían zozobrar las embarcaciones.
Las ratas no eran diestras en la natación. Estaban acostumbradas a la escasa profundidad de las alcantarillas, a la seguridad del grupo y a la variedad de residuos flotantes que les servían de apoyo y, en tiempos pasados, de alimento. Por su parte los galeotes adoptados que formaban los cuerpos especiales no habían recibido el entrenamiento conveniente porque buena parte de sus horas de formación se había dedicado al aprendizaje de consignas, a sesiones de corrección genérica y a identificación de individualidades adversas.
Offing, que se debatía con el valor de las causas perdidas, notó disminuir la presión enemiga, como si el aire marino soplara de nuevo entre su cuerpo y el tejido de pieles y sonidos. Ellos retrocedían, Orky y Metáforos le devolvieron, sudorosos, el gesto de alivio. Miró al agua.
Y allí vio, como si la encontrara por vez primera, el cuerpo de Gal marcado por las prendas mojadas que la cubrían, su rostro que flotaba con el cabello esparcido. Ella también lo vio, y sonrió. En aquel mismo instante, como un silencio instantáneo en el tumulto, el periodista de Albinia supo que había encontrado su propio continente.
Con el que tomó contacto de forma brusca porque la perentoria orden ¡Saltad todos ya! y el empujón habían sido casi simultáneos y, aunque sabía nadar, se encontró con el brazo firme de ella que lo sujetaba impulsándolo lejos, hacia donde los cubrían la acogedora oscuridad y la bruma. A su lado vio a Metáforos y a Óskar, que no parecían necesitar ayuda alguna.
– ¿Qué hacéis? ¿Por qué hemos dejado los botes? A los rátidas les será más fácil encontrarnos, pescarnos…-preguntó.
-No. Tranquilo. Ya vienen en nuestra ayuda. -reconoció la voz de uno de los galeotes prófugos que había encontrado anteriormente.
– ¿Ayuda? Ellas tienen barcos, tienen lanchas, faroles. Irán rápido.
-También nosotros. -le respondieron.
En efecto. De la nada, como si hubiera surgido del fondo, aunque en realidad había bogado silenciosamente, apareció una extensa mancha negra sobre la que se movían figuras humanas que les hacían señas y les tiraban escalas de cuerda.
La consigna era no delatar su ruta con sonido alguno ni moverse por cubierta hasta que llegaran a su destino final, al refugio. Los extranjeros, acostumbrados a suelos inmóviles, debían permanecer tumbados y aferrados a las tablas mientras aumentaba la velocidad y en el mar, antes tranquilo, se levantaban rizos de espuma.
Metáforos, incapaz en ninguna circunstancia de total silencio, intercambiaba gestos y monosílabos con los exgaleotes más próximos. Así supieron que se encontraban en la Gabarra de los Lisiados, camino de La Cala de los Malditos.
19
La Gabarra de los Lisiados
-Tranquilos. Somos, aquí donde nos veis, los desechados por los Rátidas de Aprovechamiento de Recursos Humanos.
– ¿Quiénes? -Metáforos estaba desconcertado y empezaba a creer que cuanto les ocurría era fruto de su imaginación, un delirio provocado por el stress, la fatiga acumulada y las resacas del cóctel de bienvenida. Su interlocutor era un galeote sorprendentemente frágil, delgado, con pelo largo recogido en dos trenzas, ojuelos vivos y cierto aire que hubiera podido llamarse intelectual.
-Me llamo Segis.
Y le tendió la mano izquierda, que él y Offing estrecharon, advirtiendo entonces que la derecha tenía los dedos atrofiados.
-Su nombre me suena- dijo el periodista albinio, aficionado a historias y libros antiguos. Su país se caracterizaba por tener los mayores mercadillos de segunda mano del planeta y él rebuscaba en las pilas de publicaciones.
-Primero fui Segis, de Segismundo; y oficialmente Remo 72. Lo escogí por incordiar. Las referencias tradicionales o se desconocen o molestan. Nada odia más la Nación Rátida que el que alguien sepa más que otro. Firmo las comunicaciones de resistencia galeote con él. Pero ahora no es momento de más explicaciones. Esperad a que nos hayamos alejado suficientemente.
La gabarra era grande, mucho más de lo esperado, y extraordinariamente rápida. Aunque no había luna se movía como si patinara sobre el agua y conociera con exactitud su camino, guiada al parecer en parte por el sonido lejano de invisibles arrecifes. Algo la impulsaba, no sólo el remo. Había mucha gente en cubierta, y otros en una especie de cabina central. Acostumbrada ya la vista a la oscuridad, los rescatados distinguieron a personas de ambos sexos y advirtieron que muchos tenían deficiencias físicas: A aquél le faltaba un pie sustituido por una prótesis mezcla de aleta y rueda, otro se desplazaba con torpeza, varios tenían vendas o se cubrían ojo, nariz u orejas con parches.
Entonces Offing reparó en que Gal, ocupada en explicar algo a un pequeño grupo, no manejaba con soltura sus extremidades inferiores.
-Sirena al fin-se dijo, a sabiendas de que nunca lo había sido. Es más, no sintió disminuir por ello el atractivo extraño que hacia ella había experimentado desde que la vio en el agua, y que ahora lo llevaba a buscar su rostro, que encontraba con frecuencia vuelto hacia él. Gal, como a ráfagas, lo repelía, le inspiraba cierto temor. “Seguro que sabe a anguila” se dijo. Aunque su brazo era cálido cuando le ayudó a subir a la Gabarra de los Lisiados.
– ¿Los Lisiados? -preguntaba muy bajito a Óskar Metáforos.
-Sí -respondió-Ya los ves. Las ratas van desechando material cuando encuentran que no les conviene y les sale gravoso. Lo hacen con extrema discreción, como si nos enviaran a centros de reposo, pero lo sabemos. Hay una trampilla y allá van, después de que una amable acogida y explicación pedagógica sobre las ventajas de la adaptación y el diálogo en el Taller de Aprovechamiento de Recursos Humanos. Sin embargo los prófugos se las arreglaron para….
-Eso se les explicará cuando hayamos llegado. No ahora. -Segis cortó la conversación.
Se aproximaba el ruido de arrecifes, formas que los extranjeros apenas alcanzaban a distinguir. Pronto se encontraron en lo que parecía ser un laberinto de pasadizos y cuevas. La gabarra ancló en una pequeña cala y desde allí caminaron hasta el fondo, siguieron corredores de roca, comenzaron a oír voces, avistar a lo lejos una luz. Y finalmente se encontraron en un espacio amplio, bien acondicionado, al que parecían tener acceso, como si de un vasto salón de entrada se tratara, numerosas viviendas.
Se rompió el silencio. A los recién llegados y a los que ya se encontraban en la sala se fueron uniendo personajes diversos, que resultaban tanto más llamativos cuanto que nada tenían que ver con la uniformidad gris de las ratas. A los periodistas les llamó particularmente la atención un alegre grupo con gorras de colores, barbas y camisetas negras en las que la calavera y dos tibias había sido tachada y a su lado se leía ¡De muerte nada! ¡Vivan los P.I.L.!
– ¿Quiénes son éstos? ¿Quiénes son todos? ¿Dónde estamos? ¿Qué…
Gal se acercó, con aquella sonrisa que Offing veía por vez primera. Le puso la mano en el hombro y él observó que no olía a anguila. Explicó:
-Estáis a salvo. Mañana se os explicará todo. Ahora tenéis que dormir. Os encontráis en La Cala de los Malditos.
Y durmieron, el pesado sueño del cansancio y tensión acumulados, del que no los despertó la juerga que se había organizado en el salón.
19
La Gabarra de los Lisiados
-Tranquilos. Somos, aquí donde nos veis, los desechados por los Rátidas de Aprovechamiento de Recursos Humanos.
– ¿Quiénes? -Metáforos estaba desconcertado y empezaba a creer que cuanto les ocurría era fruto de su imaginación, un delirio provocado por el stress, la fatiga acumulada y las resacas del cóctel de bienvenida. Su interlocutor era un galeote sorprendentemente frágil, delgado, con pelo largo recogido en dos trenzas, ojuelos vivos y cierto aire que hubiera podido llamarse intelectual.
-Me llamo Segis.
Y le tendió la mano izquierda, que él y Offing estrecharon, advirtiendo entonces que la derecha tenía los dedos atrofiados.
-Su nombre me suena- dijo el periodista albinio, aficionado a historias y libros antiguos. Su país se caracterizaba por tener los mayores mercadillos de segunda mano del planeta y él rebuscaba en las pilas de publicaciones.
-Primero fui Segis, de Segismundo; y oficialmente Remo 72. Lo escogí por incordiar. Las referencias tradicionales o se desconocen o molestan. Nada odia más la Nación Rátida que el que alguien sepa más que otro. Firmo las comunicaciones de resistencia galeote con él. Pero ahora no es momento de más explicaciones. Esperad a que nos hayamos alejado suficientemente.
La gabarra era grande, mucho más de lo esperado, y extraordinariamente rápida. Aunque no había luna se movía como si patinara sobre el agua y conociera con exactitud su camino, guiada al parecer en parte por el sonido lejano de invisibles arrecifes. Algo la impulsaba, no sólo el remo. Había mucha gente en cubierta, y otros en una especie de cabina central. Acostumbrada ya la vista a la oscuridad, los rescatados distinguieron a personas de ambos sexos y advirtieron que muchos tenían deficiencias físicas: A aquél le faltaba un pie sustituido por una prótesis mezcla de aleta y rueda, otro se desplazaba con torpeza, varios tenían vendas o se cubrían ojo, nariz u orejas con parches.
Entonces Offing reparó en que Gal, ocupada en explicar algo a un pequeño grupo, no manejaba con soltura sus extremidades inferiores.
-Sirena al fin-se dijo, a sabiendas de que nunca lo había sido. Es más, no sintió disminuir por ello el atractivo extraño que hacia ella había experimentado desde que la vio en el agua, y que ahora lo llevaba a buscar su rostro, que encontraba con frecuencia vuelto hacia él. Gal, como a ráfagas, lo repelía, le inspiraba cierto temor. “Seguro que sabe a anguila” se dijo. Aunque su brazo era cálido cuando le ayudó a subir a la Gabarra de los Lisiados.
– ¿Los Lisiados? -preguntaba muy bajito a Óskar Metáforos.
-Sí -respondió-Ya los ves. Las ratas van desechando material cuando encuentran que no les conviene y les sale gravoso. Lo hacen con extrema discreción, como si nos enviaran a centros de reposo, pero lo sabemos. Hay una trampilla y allá van, después de que una amable acogida y explicación pedagógica sobre las ventajas de la adaptación y el diálogo en el Taller de Aprovechamiento de Recursos Humanos. Sin embargo los prófugos se las arreglaron para….
-Eso se les explicará cuando hayamos llegado. No ahora. -Segis cortó la conversación.
Se aproximaba el ruido de arrecifes, formas que los extranjeros apenas alcanzaban a distinguir. Pronto se encontraron en lo que parecía ser un laberinto de pasadizos y cuevas. La gabarra ancló en una pequeña cala y desde allí caminaron hasta el fondo, siguieron corredores de roca, comenzaron a oír voces, avistar a lo lejos una luz. Y finalmente se encontraron en un espacio amplio, bien acondicionado, al que parecían tener acceso, como si de un vasto salón de entrada se tratara, numerosas viviendas.
Se rompió el silencio. A los recién llegados y a los que ya se encontraban en la sala se fueron uniendo personajes diversos, que resultaban tanto más llamativos cuanto que nada tenían que ver con la uniformidad gris de las ratas. A los periodistas les llamó particularmente la atención un alegre grupo con gorras de colores, barbas y camisetas negras en las que la calavera y dos tibias había sido tachada y a su lado se leía ¡De muerte nada! ¡Vivan los P.I.L.!
– ¿Quiénes son éstos? ¿Quiénes son todos? ¿Dónde estamos? ¿Qué…
Gal se acercó, con aquella sonrisa que Offing veía por vez primera. Le puso la mano en el hombro y él observó que no olía a anguila. Explicó:
-Estáis a salvo. Mañana se os explicará todo. Ahora tenéis que dormir. Os encontráis en La Cala de los Malditos.
Y durmieron, el pesado sueño del cansancio y tensión acumulados, del que no los despertó la juerga que se había organizado en el salón.
20
Asamblea en la Sala Místico-Planetaria
Entre las ratas reinaba gran inquietud. Habían aparentado indiferencia para mantener ante propios y foráneos la imagen de tranquilo dominio y felicidad generalizada que pretendían transmitir al exterior, pero, tras la fallida expedición naval sin los prisioneros que esperaban, eran de suma urgencia medidas excepcionales. Precisaban de una estrategia que blindara sus planes y su poder y garantizara la desaparición de molestos testigos. Habían olfateado por vez primera la amplitud de los grupos de resistencia, la posibilidad de que la mención de Diktátor y de la culpabilidad del anterior gobierno en la matanza del episodio del Buque Correo estuvieran perdiendo su eficacia en otorgarles el control del No-País. Tal vez su número y su gloriosa oferta de completa igualdad no bastasen. Necesitaban consejo.
Se habían reunido, en el Galeón de los Ritos Oscuros, en la estancia a la que sólo se tenía acceso por pasos hábilmente roídos, vecinos al altar de Diktátor, pero disimulados por el fleco dorado del sagrado paño, y estaban el colectivo dirigente en pleno y lo más escogido de la tropa. Animaban la austeridad monacal del recinto algunos carteles de campañas pasadas: Termiteros Sin dinero. Rátidas au visage humain. Cómitres for ever. ¡Larga vida a los ecologistas implacables! La planète c’est nous. Apoyemos a la Policía Pedagógica. La propiedad de conocimientos es un robo. La memoria es un crimen. ¡Cubiles con despensa ya! El regimiento de los Mustélidos, siempre fieles mientras los alimentaran con los manjares que su dieta carnívora pedía, montaba vigilancia en previsión del avistamiento de enemigos externos y reforzaban su celo por si fuera preciso eliminar a algún elemento indeseable de los rátidas.
Los Mustélidos eran un regimiento particularmente feroz. Consideraban que habían sido ancestralmente agraviados por la raza de mamíferos primates homo que, en el musteliceno, habían ocupado sus territorios y les habían arrebatado el puesto egregio que por sus méritos les correspondía. Vivían, pues, en un perpetuo estado de agravio nacional y amargura por sus fueros prehistóricos perdidos y el teórico dominio que hubiera debido corresponderles en el Continente. Compartían los ideales de desguace, desmigajamiento y reparto de las ratas, y degustaban, no sólo con buen apetito sino con fruición gastronómica, los trozos de galeotes no aprovechables que les proporcionaban sus jefes. Eran muy apreciados como mercenarios por las Insaciables del Rincón Este y por las Ratas Purasangre de la Montaña Norte, que hallaban deliciosas las generosas raciones llamadas de compensación del agravio que el Comité Central Rátida les asignaba.
El Comité se sentía, pues, seguro y estaba preparado para recurrir a la más alta instancia. La sala no era muy grande, bastaba para albergar a los escogidos frente a los cuales, en la oscuridad, había un cubo de notables proporciones en el cual, mecido por el líquido que contenía, se iba perfilando un ser que no era rátida, que no parecía de este mundo.
Sólo en las grandes ocasiones, en las especiales emergencias, se recurría al Gran Calamar Inteligente. Las ratas no lo eran, pero sí listas y avispadas en la imitación y el aprendizaje. En especial Rata Segunda, la eminencia gris plomo, y Rata Parda, encargada de la propaganda multicultural. Sabían que los galeotes estuvieron convencidos, durante décadas, de que la especie humana era un deleznable subproducto evolutivo, vergüenza de las otras formas de vida que poblaban el universo. Muchos de los ahora galeotes practicaron la adoración platónica de reptiles, infusorios gigantes y amasijos variados de células caracterizados todos por venir del espacio exterior y poseer un grado de sabiduría, progreso y bondad cósmica de calidad óptima en comparación con el bestial atraso, abominables tendencias y civilización nefasta de los humanos. Nada más natural, así pues, que la sumisión a los consejos del Gran Calamar Inteligente, ser de origen incierto, probablemente extraterrestre, pero que en cualquier caso había aprendido a superar los dos años de esperanza de vida propios de los habitantes de su especie en los mares conocidos y que, por lo tanto, poseía el más refinado lenguaje tentacular y una exquisita capacidad de discernimiento.
– ¡Ilumínanos! ¡Aclara nuestras mentes! ¡Guía nuestros pasos, oh criatura de superioridad infinita! -Rogó Rata Segunda.
– ¡Que la sibila traduzca sus mensajes! -Añadió Rata Parda.
Y la sibila se mostró a ellas.
– ¡Gorgony! ¡Gor-go-ny!. ¡Gor-go-ny! -Corearon todas.
El alboroto cesó súbitamente y fue sustituido por un siseo mitad admirativo mitad temeroso. Porque la figura que había aparecido y se deslizaba alrededor del cubo parecía rodeada de un halo fosforescente, un resplandor variable que correspondía con sus destellos a los de la criatura que se adivinaba al otro lado de la pared transparente y en aquel lenguaje sin sonido se comunicaba con ella.
Gorgony se movía con oscilaciones que despertaban en el auditorio un placer visiblemente sensual que se mezclaba con el miedo. Tenía una figura indeterminada, difícil de adivinar en la penumbra, con los rasgos flexibles de una grande y esbelta rata y al tiempo las extremidades y el rostro de una galeote hembra lampiña. La cubría un tejido de color semejante al del líquido del cubo, surcado por los reflejos que a veces se concentraban en el terrible brillo de los ojos.
– ¡Háblanos! -suplicó Rata Primera, consciente de su obligación como Líder. A su súplica se unió Rata Segunda y tras ella la totalidad del cuerpo de miembros políticos dirigentes.
La figura dio una vuelta completa. Hubo un silencio expectante, un intercambio de reflejos que sólo podía interpretarse como transmisión a la sibila del Gran Calamar Inteligente. Y Gorgony habló:
La tinta y el desconcierto
son armas de la victoria.
Quien las use con acierto
logrará fortuna y gloria.
El Secretariado Rátida tomaba notas afanosamente. Todos callaron en espera de explicaciones:
Dice el sabio Calamar,
Dios del espacio estelar,
que el humano miserable
es especie indeseable.
Borrad pues del Universo
un animal tan perverso.
La igualdad es imposible
con esa bestia terrible.
Salvemos pues al planeta
de la destrucción completa.
Fuera manos. Sólo patas.
¡Todo el poder a las ratas!
Hubo vítores entusiastas. Luego humildemente se rogó a la sibila que obtuviese del Gran Calamar Inteligente algunas puntualizaciones para llevar a cabo la tarea. Verdad era que la Nación Rátida había hasta entonces obrado tímidamente, por etapas, se sentía insegura. Ahora comprendía que había llegado el momento de pasar a la gran etapa final: Un mundo sin humanos de gran igualdad rátida.
– ¡Oh, Gorgony!, ¿cómo haremos? Debemos evitar ser atacados por el resto de países a la vez. Hasta ahora hemos llevado una sagaz política de propaganda basada en el culto a la Igualdad Suprema, la Alianza de Paz y Amor baborita, el Respeto Multiforme y la victoriosa lucha ancestral contra el horrible Diktátor.
La respuesta se materializó en una nube de tinta expulsada por el Gran Calamar. Estaba claro: Había que repetir cuantas veces fuera necesario acciones de choque diversas, algunas de gran calado, como el Hundimiento del Buque Correo, otras menores pero reiterativas, continuas y numerosas.
– ¡Mojad uñas y rabo en la tinta! ¡Comenzad a propagar directivas! ¡Afirmad incansables vuestro eterno papel de luchadoras contra todo diktátor pasado, presente y futuro! Ése es el mensaje. -Gorgony se erguía ahora categórica, cercana, símbolo de los suyos. La miraron con adoración.
– ¿Qué es la tinta? ¿Para qué sirve? -preguntó una voz indecisa.
Se oyó una risa mezclada con burbujas y gorgoteo. Y la voz de la sibila, con un tono más alto, festivo y diferente:
-La tinta os muestra las mil formas de enturbiar la visión del enemigo, de dividir hasta el infinito su fuerza como en gotas un tintero. La tinta son los mensajes contrarios, incesantes, halagadores, que enviaréis al resto del planeta, tan abundantes que ya no habrá transparencia en el agua. Habéis utilizado, aprovechado sabiamente a los adversarios, os habéis apropiado de su queso. Llegó el momento de confundirlos y enfrentarlos primero y exterminarlos después. ¡Al trabajo!
Comenzaba el tiempo de las deliberaciones y de las estrategias. El cubo y su ocupante se fueron hundiendo hacia atrás en la oscuridad, pero las ratas habían comprendido. La tinta les mostraba el camino. Sonó una música casi festiva a la que eran muy aficionadas las ratas, que, relajada la tensión y gozosas ante la perspectiva, habían pasado a actuar con febril energía. Se abrió la puerta, pasado el tiempo del alto secreto, a numerosos miembros del grupo que habían permanecido en el exterior, se movieron muebles hasta formar corros que dialogaban y trazaban esquemas con el rabo y uñas mojados en tinta. Rata Primera, Igualísima, se mantenía en un silencio satisfecho, fiel a au papel de líder ideológico que encarnaba la suprema bondad del Reino Futuro cuyo advenimiento era inminente. Las directivas más importantes del plan corrían a cargo de Rata Segunda y su cuerpo escogido de Baboritas Sumas. El resumen de cada directiva y su esquema de puesta en práctica se pasaba acto seguido a los diversos responsables de aplicaciones prácticas, que a su vez los resumían y distribuían a la tropa.
-Atención, compañeras-dijo Rata Segunda, y fue atentamente escuchada. Nadie dudaba de su autoridad, por supuesto inferior en rango a la alta categoría ideológica de Primera, pero en la práctica era el hocico visible y la garra palpable de la Nación Rátida. Tenía todas las cualidades: rápida, astuta, eficaz y también implacable cuando apuntaba la menor disidencia. La aplaudieron antes de que comenzara a hablar. Con la modestia que acostumbraba, ella aceptó las inquebrantables muestras de adhesión que siempre precedían y seguían a sus propuestas, y las enunció lentamente para que nadie alegara ignorancia. Los detalles eran esenciales:
-Los galeotes nunca se habrán sentido más mimados-Rata Segunda sonreía con todos los dientes al resumir los puntos esenciales del plan, acogido con chillidos de satisfacción.
-Ofreceremos dones y beneficios distintos y especiales, mejores en cada caso que los de las demás, a cada galera de la flota. A la tripulación de cada una le diremos que su superioridad respecto al resto obedece, sin mayores merecimientos, a su ubicación marítima según latitud y longitud y al origen, que se ha investigado, de sus tatarabuelos, grandes remeros (hubiera o no litoral, río o puerto) dotados, como ellos, por herencia, de un material sanguíneo de especial densidad y capaces de silbar en una docena de tonos.
-Cuidaremos, mucho más de lo que hasta ahora lo hemos hecho, de las relaciones extranjeras. El equipo de propaganda se está ya empleando a fondo y sigue un régimen energético de hígado de bacalao en vez del tocino habitual. Ofreceremos fructuosos intercambios comerciales y apertura de mercados marinos y nuestra buena voluntad se manifestará en el reparto, junto con la nuestra propia, de banderas de diversos tamaños y diseños que correspondan a cuantos grupos potenciales o imaginarios podamos crear o localizar. Esta maniobra será paralela a un reparto similar a los galeotes.
Hubo un murmullo de desconcierto, e incluso asomos de crítica:
– ¿Su propia bandera? Nos llevó tiempo buscar y desmenuzar la que tenían, difundir la inexistencia del No-País. ¿Y vamos a apoyar, además, las del exterior, dificultando nuestro posterior avance?
-No entendéis-aclaró Rata Segunda, condescendiente -Es el paso, la “tinta” de nuestra posterior etapa. Imaginada en qué van a emplear su energía, qué va a ocupar la mayor parte de sus conversaciones, de su tiempo. En realidad, ellos no han asimilado el ideal de la igualdad completa, suspiran por que su remo sea mejor que el del vecino, o que al menos la cadena del vecino brille menos que la suya. De nada sirve con ellos la tinta de los halagos si no se acompaña de reparaciones inacabables unidas a la afirmación de que cuando a uno lo supera otro individuo de su especie sólo es siempre por manifiesta injusticia.
– ¿Y los países extranjeros? El mundo es grande, nuestro dominio aún reducido.
La Rata del Ministerio de Superficies Exteriores intervino:
-No estamos solas, compañeras. El hecho de que seamos poco visibles esconde nuestro poder, basado en el número, la oportunidad y la prudencia. Hemos establecido fructuosos contactos con los gobiernos rátidas en la sombra, quienes, desde las alcantarillas más lejanas, nos aseguran su apoyo y adhesión a nuestra causa. Por lo pronto, como prueba de fidelidad, han comenzado a erosionar las zonas estrechas que separan algunas naciones (las anchas ya se andará) siguiendo nuestra táctica, en realización muy avanzada, de roer montes con el noble fin de dejar el No-País definitivamente aislado, no ya de Camemberia, sino de Euralia. Pronto nuestra flota bogará alrededor de lo que fue la tierra firme origen de las tripulaciones que ahora nos sirven y para la que tenemos, cuando flote a gran distancia y esté convenientemente remojada y apta para el troceo, grandes proyectos de uso para la producción de queso y otras delicias, porque nuestra gastronomía omnívora ha variado y mejorado notablemente. Tarea por supuesto a cargo de la mano de obra que seleccionemos al efecto.
Rata Primera intervino, brevemente:
-Soy, como sabéis, no sólo la que veis aquí sino la concentración misma del pueblo rátida. La única voluntad es la vuestra, y no la de delegación ni institución alguna. Por ello, y como prueba del ideal de igualdad y unanimidad baborita que nos caracteriza, votad a cola alzada, las que estén a favor de cuanto se ha propuesto.
Como un único cuerpo gris erizado de apéndices, se alzó la unánime y afirmativa respuesta. Igualísima agradeció la confianza y el Secretariado pareció tomar nota.
Continuaron durante algún tiempo y, una vez el trabajo distribuido y las siguientes citas fijadas, se disolvió la asamblea en un ambiente casi de euforia. Lo acompañó la alegre música a cuyos sones se abandonó el recinto. A las ratas les gustaban especialmente los solos de flauta. Tras una cortés reverencia dirigida a la mesa de notables y, con inclinación más profunda, al oscuro fondo tras el que habían desaparecido Calamar Gigante Inteligente y su sibila, salieron siguiendo el sonido que se desplazaba hacia el pasillo contiguo y luego continuaron, tras él, por los restantes pasadizos.
El grupo dirigente se aseguró de que sus miembros eran los únicos que quedaban en el salón y que se había cerrado por dentro el acceso. Entonces entró por el agujero de ventilación situado al fondo el jefe de los Mustélidos.
-Hay un trabajo urgente por terminar. -le dijo la Secretaria.
-Nosotros no fallamos, tenéis pruebas-aseguró el vigoroso carnívoro.
-Para eso os pagamos, espléndidamente por cierto. Os lleváis los mejores bocados. Estás engordando.
Mustélido One no se dignó responder, pero se relamió los bigotes.
-Los dos periodistas deben desaparecer; sin rastros. Ni un pelo ni una uña. Y queremos a la chica viva; ella nos llevará a los otros. -continuó la Secretaria, y procedió a concretar estrategia, datos y recompensa.
Con la agilidad y discreción que le eran propias, el mustélido deslizó por la abertura su flexible cuerpo.
– ¿Podemos confiar en él? -preguntó Rata Tercera.
-Podemos, porque podemos pagarle. Con nadie hubieran engordado tanto.
– ¿No hubiera sido mejor recurrir a Piratas Irredentos? Al menos, que sean culpables oficiales caso de problemas. Como en lo de la explosión del Buque Correo, cuando….
– ¡Calla! Ese episodio ni lo nombres. Olvidado, enterrado, cubierto para siempre por el agua. Atente a la versión oficial. Malvados terroristas.
-Providenciales diría yo. Los galeotes, y su queso, se echaron en nuestros brazos.
-Piratas Irredentos pueden valer como mano de obra asociada, en trabajos concretos, pero son simples sin estabilidad alguna. Excepto los PIL, los Piratas Irredentos Libres, la rama disidente, y peligrosa.
-Muchos Irredentos están incorporándose a los PIF, Piratas Irredentos Fundamentalistas. Con ellos, para exterminaciones urgentes, se puede contar.
-Por lo pronto, nos atendremos a los Mustélidos, y ya veremos si el asunto se complica.
El mar, hasta entonces tranquilo, respondió a la suave brisa meciendo la embarcación. Los dirigentes rátidas agotaron algunas botellas de bebidas espirituosas acompañadas de tocino de la mejor calidad y se entregaron al plácido sueño de un merecido descanso.
21
El dúo de la solución final
Pero Rata Segunda no descansaba. Esperaba en un discreto reservado amueblado con comodidad, al estilo de las antiguas viviendas del No-País, que ella conocía bien porque su trabajo como Censora Principal le daba acceso a documentos prohibidos por afines al Estriborismo y propios de la época nefanda de Diktátor. El mobiliario de épocas periclitadas, infame muestra, como cuadros, libros y vestidos, de la destrucción del Sagrado Planeta y sus vastas selvas, había ido alimentando hornos de cocinas y salas de máquinas.
Rata Segunda tenía una cita. Pasado el tiempo prudencial para asegurarse de que sus compañeras estaban en un profundo sueño, la que esperaba apareció sin hacer el menor ruido, con su acostumbrada eficacia y puntualidad en los encuentros, imprescindibles para el intercambio de información. Esta vez eran más importantes que nunca. De esa noche tenía que surgir un minucioso plan respecto al que la matanza del Buque Coreo no dejaba de ser una ínfima, aunque excelente, muestra y entrenamiento para la gestión de acciones futuras.
Gorgony parecía otra sin serlo. Era un ser flexible, fosforescente, dúctil y verdoso que se cubría con manto y capucha, de forma que era difícil clasificarla según la lista de entes rátidas puros, colaboradores, adaptados, mimetizados o provenientes, quizás, de una rama especial evolucionada en tiempos remotos a partir de los calamares inteligentes –siempre infinitamente más inteligentes que cualquier humano- venidos del espacio exterior. Gorgony se echó hacia atrás la capucha y dejó deslizarse la capa, que se diría ondeaba por sí misma. La Adjunta a Igualísima, pues tal era el rango del interlocutor, observó sus ojos chispeantes, la pequeña cabeza siempre alerta y las dos figurillas de rata, forjadas en eléctrum, que adornaban ambos hombros y cuyos rabos se prolongaban hacia arriba, en una fina cadena, enlazando con los colgantes del mismo brillante material que adornaban sus orejas con ratas diminutas. Ella sacó una mano en cuyos delgados apéndices no se advertía el comienzo y final de las uñas, aunque terminaban en una punta aguda, y acarició levemente de arriba abajo, empezando por las orejas, a Rata Segunda, que se dejaba hacer llevado por su poder de seducción.
-Debemos establecer prioridades, trazar cuidadosamente nuestros planes, asegurar nuestras fuerzas-mientras hablaba, jugaba con los pendientes de Gorgony y con el eslabón dorado que los unía a la ratita de su hombro.
-Habéis subestimado al enemigo- aseguró ella.
-Tal vez, pero no parecían ya representar peligro alguno. La población estaba tan contenta de que la salváramos de los que habían hecho explotar el Buque Correo, los galeotes tan satisfechos de que garantizáramos su seguridad y su igualdad…Incluso se ofrecen con entusiasmo para participar en la demolición de las ciudades, calles, carreteras, centros urbanos, casas de mayor altura que los habitáculos preceptivos, de los muchos restos que, desgraciadamente, aún persisten y se llamaban anteriormente Educación y Cultura.
Gorgony la animó:
-Los Elegidos siempre van a contracorriente. Y los demás acaban siguiendo, y eliminando a los odiosos, los individuos, los que no comprenden el gran futuro selvático que a la Tierra aguarda, cubierto, como por un manto de pelo, y quizás plumas, -hay que ser amplios de criterio- por animalidades tan sanas como la nuestra.
Los finos dientes de Gorgony y los incisivos de Rata Segunda entrechocaron, se alejaron y volvieron a encontrarse, varias veces, en un itinerario que consistía en recorrer con sus puntas afiladas los recovecos y superficies de una y otra.
No por ello descuidaban su tarea, cuyos planes iban trazando en diversas superficies.
Con pausas. Y caricias.
22
La Cruzada Sexual
El pueblo rátida era de una sexualidad difusa, separada de su frecuente y prolífica reproducción, centrada aquélla en olores, sabores, sonidos rítmicos y tacto. Para la especie antiguamente en el Gobierno admitían el coito como fuente, controlada, de nueva mano de obra y, sabedoras del poder que los atractivos pasionales podían ejercer, habían hallado la fórmula para erosionar, como quien roe un muro hasta hacerlo caer, la peligrosa dimensión de individualidad que las diferencias de sexo y consiguientes derivados podía favorecer en los galeotes, creando incluso zonas impermeables a la igualdad que escaparían a su control. Previsores, los departamentos rátidas de Orden y Propaganda, asistidos por los HLCE (Heroicos Luchadores Contra Estribor) habían puesto en marcha la Cruzada Sexual: Bajo el lema sexo obligatorio igual para todos (y todas/es), estaban logrando, con sesiones incansables de adoctrinamiento masivo, crear en los galeotes epidemias de frigidez cuya gravedad y extensión aumentaban en proporción al hastío, aburrimiento y rechazo fruto de la Cruzada. Las lecciones sexopedagógicas eran abundantes, largas y por supuesto obligatorias. El control de actividades sexuales igualitariamente polimorfas semanal y preceptivo, de manera que si no se demostraba haber fichado sucesivamente en prácticas homo, hetero, bi, pluri, animal, vegetal y solitarias, con el atrezzo correspondiente en cada caso, no se obtenían bonos de comida ni descansos laborales. Aunque no pocos galeotes se disfrazaban de travestis falsos para aparentar que habían cumplido las cuotas, las protestas en general eran menores y centradas en enfermedades imaginarias. Cualquier excusa que permitiese escapar a las implacables normas enumeradas en los manuales de sexualidad sanamente pluridisciplinar era bienvenida. Se recordaban con melancolía vocablos como erotismo, pasión, deseo, amor y se acariciaban con fruición las imágenes de algunos calendarios clandestinos que se pasaban de mano en mano y respondían a los títulos El camionero feliz o Bomberos de Madrid.
Las lecciones de aprendizaje y práctica genital comenzaban en la más temprana infancia y ocupaban lo que otrora se llamó estudios de asignaturas de base, con la diferencia de que, si en la Oscura e Insolidaria Época Prerrátida no había que repetir curso cuando se suspendían Matemáticas, Literatura o Lengua, en la actualidad era imprescindible aprobar Orgullo Hermafrodita, Promiscuidad Igualitaria: Teoría y Práctica o Kamasutra aplicado a Fauna y Flora para obtener el pase. El destacamento de Genitopedagogos defendía con singular fiereza sus territorios laborales, en continua expansión hemanada con SS (Sanidad Suma) y PC (Pureza Ciclista). Los galeotes, tanto machos como hembras, consideraban Promiscuidad Igualitaria la materia más dura porque el criterio era que la pareja poseyera las menores cotas de atractivo posibles.
Con Gorgony y Rata Segunda no era el caso. Las punzadas de uñas y dientecillos se traducían en delicioso cosquilleo que alimentaba en ambos la materialización de su plan y nada era tiempo ni energía perdidos. Anotaban en sus cuadernos, pegaban en las paredes consignas inspiradoras, volvían al sofá aún más excitados ante la perspectiva de la Solución Final y del paisaje, ya trazado en esquemas, de un mundo de alcantarillas, confortables cubiles calentados por la putrefacción y piscinas de aguas estancadas con deliciosos residuos flotantes. Arriba, una vez ultimado el trabajo roedor, habría sólo espacios troceados fácilmente controlables, patrullados por rataciclos que se deslizarían por la red de carriles que cubrirían por completo los territorios donde otrora se alzaron edificios, carreteras, vehículos y viandantes y los individuos, carentes de conciencia igualitaria, habían circulado según su libre albedrío. Los Agentes Rataciclo, que estaban adquiriendo por momentos nuevas cotas de poder, tendrían ante sí una gran misión: Señalar a los elementos prescindibles que no colaborasen con entusiasmo en el Proyecto Planetario Rátida, en espera de su definitiva eliminación.
23
Y en superficie….
Offing se había despertado con la presencia de Gal, pero sin oír su voz. Ella estaba de pie, junto a la entrada, con una timidez que no le era propia y que cambió en gestos decididos cuando él abrió los ojos.
-Pensé que estarías despierto.
-No. Sí. Gracias.
Y ella se aproximaba, tras dejar algo sobre la repisa.
-Tendrás hambre.
-Sí.
Pasado el tiempo, bastante tiempo, cada uno intentó recordar con detalle cómo transcurrió aquel primer encuentro real, sin urgencias ni compañía.
Gal no era una sirena, de ninguna de las maneras, se había dicho Offing. Descubrió una piel pálida y brillante bajo la tela que llevaba, tersa, sí, pero sin asomo de escamas.
Ésos eran los hombres exteriores, pensó ella de Offing, muy distintos unos de otros por cierto, bastaba con ver a Metáforos, que aún dormía bajo los efectos de las bebidas de la noche anterior. La falsa sirena y miembro del RG (Resistencia Galeote) y del comando GP (Galeotes Prófugos) le tendió ropa seca.
-No hay sal, es estupendo-observó Offing al cogerla y dar las gracias- ¿Cómo os arregláis para el agua dulce?
-Tenemos toda la que queremos. Hay, cerca, la desembocadura de un río. Además disponemos de almacenes con lo que hemos ido consiguiendo. También nos gusta vestirnos, ¿sabes?
Y, mucho después, recordaron que, cuando se rozaron, algo como el paso de una anguila chispeó entre uno y otra.
Por un hueco se filtraba luz, y al periodista de Albinia le pareció sorprendente porque se creía en el fondo de cavernas, en el subsuelo. Puso la mano en la hendidura, por donde llegaba aire y el rumor del mar.
– ¿No estábamos escondidos en el fondo?
-Es un laberinto de acantilados que hemos acondicionado un poco. Te enseñaré cuando comas y te vistas.
Le llevó de la mano, y la electricidad seguía ahí. – “¿Y si es de otra especie?”-pensaron ambos. Desde los tiempos de la Gran Confusión y ruptura de las comunicaciones existía una extensa ignorancia de la situación y características de otros países. Las ratas habían roído, astutamente, cables y conductores de forma selectiva, procurando siempre que la responsabilidad recayera sobre Piratas Irredentos o fenómenos atmosféricos. Caminaron por pasillos unos amplios, otros estrechos con entradas cuya altura le obligaba a él a agacharse. Y al salir de uno de ellos la luz le deslumbró.
Sólo entonces advirtió el mucho tiempo que llevaba, junto con Metáforos y los otros, en la penumbra, parcial o casi completa, en espacios cerrados, bajo cielos cubiertos y sobre aguas oscuras como la tinta. Ella, entregada a su existencia vertiginosa habitual, cambiando con frecuencia de lugar y reuniéndose en rincones secretos, también pareció darse cuenta del final de la noche, del despliegue de los lentos colores del día sobre las olas, en la altura y hasta en los recovecos de los arrecifes. Nunca se había sentido así. Avanzaron descalzos hacia la orilla.
–Like as the waves make towards the pebbled shore,
So do our minutes hasten to their end;[1]–
Offing parecía dirigir sus extrañas palabras al mar. Gal le miró desconcertada.
– ¿Qué dices? ¿Qué es?
-Algo antiguo, sobre las olas y las piedras.
Dieron unos pasos. La temperatura del agua era gélida.
– ¡Qué mar tan frío! -dijo Offing-Ven. Mejor nos sentamos.
La llevó hasta una roca y al bajar la vista observó que no era tan acuática como esperaba: tenía los pies enrojecidos y, además, sobre los cantos y algas no caminaba tan segura como de una luchadora clandestina él hubiera esperado. Le calentó los pies frotándolos entre sus manos. A ella la fascinaba el pelo de Offing, ahora inclinado. Parecía suave plumón de un tono amarillo rojizo peinado ahora por la brisa y las gotas de espuma. No resistió la tentación de tocarlo.
No resistieron ninguna tentación.
Había pasado un tiempo indefinido durante el que les parecía que hubiese enmudecido hasta el mar. Entonces les sacudió un espectáculo de gestos y gritos. Corriendo por la playa se aproximaba Metáforos, que hacía honor a su nombre saltando con agilidad envidiable sobre rocas y piedras. No le seguía el enemigo, sino gente que estaba en la cueva durante la fiesta de la noche anterior. Offing se levantó sacudiéndose restos de algas y acogió a su compañero jadeante, que respondió a las preguntas antes de que se las plantearan:
– ¡Están impacientes por poner en práctica la atención a las diversidades! Tenían cursos obligatorios, les habían hecho practicar con especies de flora y fauna de varios tipos, edad y condición, incluida una tal Medusa Bondadosa Venenosa que, al parecer, es de lo más temible. Fue uno de los motivos de su desesperada huida. Ahora parece que nuestra llegada les ha abierto nuevas perspectivas. Yo, anoche….bebimos bastante. ¡Qué bodegas hay en los naufragios!. Por lo visto dije, expliqué, ofrecí cosas…Y hoy no estoy por la labor.
Los prófugos de diversos sexos habían ido llegando. No parecían agresivos, simplemente desconcertados y víctimas, como Metáforos, de la resaca. Offing les propuso a todos ellos una refrescante y breve inmersión en las gélidas olas, tras la que era precisa una gran reunión. Se había sabido que las ratas estaban planeando su ataque final, la completa toma de poder en nombre de la armonía ecoplanetaria. Acudían representantes y miembros de a pie del PIL, la facción de Piratas Irredentos que se habían proclamado Libres, los cuales, abandonando su imprecisa posición de vago anarquismo, deseaban explicar lo que los llevaba a escindirse de sus antiguos compañeros y sus propuestas ante la inminencia del peligro.
-Son de fiar-susurró Gal al oído de Offing- Saben que si no actúan acabarán en la Galera de Aprovechamiento de Recursos Humanos.
– ¿De qué?
-Enseguida vamos-dijo Gal a los otros. Y a él-Ahora te explico.
Le llevó hasta una zona, al pie de las rocas, donde había unos metros de arena lisa, y se puso a dibujar con un tallo de alga seca, marcando con piedras las naves de una flota. El periodista observó que tenía buen conocimiento de cartografía marítima, maquetas de barcos, distancias y estrategia. Se explicó que tuviera un puesto directivo en la resistencia galeote.
24
La flota imperial
Hasta entonces los periodistas, y en general los países de los que procedían, habían mirado con curiosidad no exenta de simpatía los sucesos ocurridos en el que, desde hacía unas décadas, se hacía llamar PNP (Pobre No País). Al parecer allí estaban más cerca que nadie de lograr lo que, tras las últimas lluvias de mensajes, se había convertido en meta ideal: El diálogo constante, la igualdad completa y la fusión entre especies en una gran alianza de paz, colaboración y amor. Precisamente Euralia bullía en controversias sobre los medios más rápidos para lograr un sistema de felicidad gratuita, instantánea y duradera. Desde Albinia a Bosquimania pasando por Litoralia y Camemberia las manifestaciones sobrepasaban las horas del reloj y los días del calendario, de forma que en los lugares de población más numerosa habían debido habilitarse carriles viarios de doble dirección al efecto. A tal efervescencia no le faltaban contestatarios, aunque se trataba de minorías miradas con recelo por los defensores del supremo y nuevo bien para cuyo advenimiento era forzoso pagar grandes peajes. Offing y Metáforos no habían viajado juntos casualmente al acto de presentación internacional del Imperio Rátida. Ambos se conocían, aunque a distancia, por artículos de disidencia y manifiestos de rebeldía ciudadana. Offing se había negado a incorporar a su ajuar la alarma detectora de la soledad, que comunicaba de inmediato a la Central de Auxilios Psicosociales si alguien se encontraba desconectado de los habituales medios comunicativos y sin presencia muy cercana de seres de la misma especie. Pese a haber manifestado en numerosas ocasiones su negativa, no se sentía ya cómodo en lo que sabía que era un predelito; de ahí su torpeza y desconcierto en las primeras horas con Gal.
A Metáforos poco le había faltado para acabar en una prisión tradicional (los modestos medios de su país, Megas Musakia, no habían todavía permitido reemplazar los tradicionales centros penitenciarios por los modernos Recintos de Esparcimiento y Libertad Relativa Dosificada). Se había negado, con contumacia y reincidencia, a firmar el manifiesto de amor eterno a todos y todas, sin distinción, y había llegado en su osadía a suprimir de sus artículos las imprescindibles distinciones de género y la oda final a la diversidad benéfica, lo cual constituía delito de leso odio.
Ahora descubría, mientras las ágiles manos de Gal manejaban piedras y marcaban distancias sobre la húmeda arena de la playa, que la nación rátida sabía perfectamente qué hacer y a dónde ir, y que su plan, bien trazado, era incompatible con el gran bien general basado en el amoroso coloquio, consigna clave diariamente repetida en Euralia.
– ¿Y esto? – señaló dos cantos oscuros, grandes y de igual tamaño, que ella había rodeado de una cohorte de piedras más pequeñas, de tamaños diversos, dispuestas en formación.
-Son el Buque Nodriza y los Almacenes de Memoria.
Aparecían, ambas naves, unidas por largos filamentos de algas.
-Se comunican continuamente y trabajan en conjunto-continuó Gal.
– ¿Los conoces?
-Los Almacenes no. Están perfectamente vigilados. Lo dirige el mejor cuerpo de asesores rátidas y al frente está Heston, temible, poderoso.
– ¿Una rata tremenda, supongo?
-No. Un exgaleote que también preside el directorio colaborador.
-Pero sí has estado en el Buque Nodriza.
-Cuando era pequeña. Tuvimos allí tratamientos intensivos. Y los más viejos nos contaron sus salidas pedagógicas. Fundamentalmente había que ignorar y despreciar, en vistas a su aniquilación, lo que llaman Queso Rancio, Venenosa Cultura Opresora, y para ello había que demostrar indiferencia y repulsión a la vista de edificios y objetos, algunos grandes, con torres, que llaman palacios, castillos, templos, catedrales. Otros de menor tamaño, inútiles, frágiles, absurdos. Todos molestos estorbos que impiden la expansión de la Naturaleza.
– ¿Y lo creías?
-Repitieron siempre esto, y la relación de grandes héroes del pasado.
-Que eran…
-Hace tiempo, no recuerdo bien. Algunos se llamaban Atila, Nerón, Hitler, Stalin, Lenin, Chacal, Drácula, Ben o Bin algo. Yo ya no creo nada de eso, me escapé muy pronto.
– ¿Cómo?
-A mí me salvó que me despreciaran, por problemas físicos. Las ratas me marcaron para pasar a la Gabarra de los Lisiados y acabar en la Galera de Aprovechamiento de Recursos Humanos. Lo supe enseguida, hice contactos, conseguimos otra embarcación, ya lo has visto. Llegamos a los arrecifes.
Apartada del diseño general de la flota, y con trozos de roca negra, Gal había esbozado el plano del lado oscuro de la Nación Rátida, las naves que separaban, trataban y hacían desaparecer a los galeotes peligrosos o inservibles. Entre ellas también se encontraba el Galeón de Castigo, al que servía de enlace con el resto la flotilla Lamentábilis.
– ¿Por qué La-men-ta-bi-lis? -Offing terminó de deletrear el nombre escrito en la arena.
Gal sonreía raramente, pero esta vez una chispa de burla brilló en sus ojos.
-Oh, las ratas no son siempre buenas en cuestión de cálculo. Primero quisieron algo pomposo, muy grande, con mascarón de proa de Gran Rata rampante y Sémper Víctor en letras doradas en el costado, según unos planos que habían encontrado. Demasiado tarde comprobaron que, en el Régimen Anterior, ese barco se había hundido nada más botarlo. Estaban sin embargo empeñadas en que la idea, de Rata Máxima asesorada por el Líder Cósmico, era excelente. Entraba agua por todas partes y la tripulación debía turnarse para achicarla. Salvaron justo algunos trozos del pecio, que sirvieron para construir la pequeña flotilla Lamentábilis.
A lo lejos, en una de las calas, resonó un ruido extraño, respondido por otros sólo en parte semejantes. Gal se sumó al concierto escogiendo y soplando con rapidez en tres caracolas.
-Nos llaman-dijo-A todos. Es la reunión para decidir la estrategia de ataque.
Sin embargo ninguno de los dos tenía grandes deseos de volver. Les parecía llevar muy poco tiempo solos. Solucionada la duda sobre las escamas, el periodista de Albinia se preguntaba si habría en alguna parcela insuficientemente explorada del cuerpo de ella algo peculiar.
-Antes de ir quiero enseñarte algo. Me lo hice yo. Las cosas del mar tienen varios usos.
Gal le llevó hasta una oquedad de la entrada, levantó una piedra, apartó la arena y allí, protegido su tesoro por dos grandes valvas, estaban sus joyas, un collar de diminutos caracoles del azul pálido al violeta oscuro en el que se intercalaba el nácar de las conchas y del que pendía un trozo de vidrio común. Se lo puso.
-Así empezaron los palacios, templos y catedrales que te dijeron que había que eliminar porque estorbaban. Tampoco esto es Naturaleza. -dijo Offing.
Les sobrevino un tiempo sin tiempo, del que les sacó el sobresalto de una voz muy cercana:
-Vaya, haciendo planos y discutiendo estrategias…-Segis había hablado prácticamente a su lado, tras aproximarse sin hacer el menor ruido.
Le saludaron. Él observaba el dibujo en la arena y la disposición de las piedras. En su tono y en su mirada había suspicacia. El extranjero podía ser un espía, un vendido a la nación rátida que estaba sonsacando información a Gal.
Sin embargo la breve charla que siguió a su llegada, los antecedentes de la fuga y la disposición de ambos periodistas a arriesgarse por la liberación galeote y la derrota rátida acabaron convenciéndole. Segis daba gran importancia a la información sobre su causa a la opinión pública mundial. Había llegado el momento de presentar batalla, en todos los frentes.
-Vamos. La reunión es la más importante que hemos tenido.
Y dejaron a sus espaldas el bronco ruido del mar.
25
El Congreso
Metáforos observaba con interés la gran variedad de caracolas y sus diferentes sonidos y formas de emplearlas. Unas, grandes y de color violeta, se utilizaban para reclamar la atención de los presentes, otras, estriadas de rosa y gris, anunciaban la llegada de nuevos asistentes, y las de tono más agudo, pequeñas y rojizas, se distribuían para pedir la palabra. El ambiente era formal, sobre todo en comparación con el de la noche anterior, pero ruidoso. En mesas laterales se habían dispuesto cuencos y vasijas con bebidas, entre las que no faltaban botellas de origen y añada diversos. Más allá, separados puesto que se destinaban a la pausa y el final, los que se adivinaban como alimentos aunque estaban cubiertos de un tejido.
Metáforos hablaba animadamente con Kraky y Orky, que ya le parecían viejos conocidos dado el aceleradísimo transcurso del tiempo.
– ¿Y tu hermano, Óskar, el que antes estuvo en la policía rátida y ahora parece que se ha reconvertido? -preguntó a Orky, antes remo 32.
-La verdad es que no lo sé. Creo que vendrá. Le necesitamos y lo sabe. Los conoce desde dentro.
-Seguro que llega a la pausa alimenticia. A eso no falta nadie. -aseguró Kraky- Los mariscadores llevan haciendo un muy buen trabajo con los pecios, sin contar con el mercado negro pirata y las incursiones en la Galera de los Manjares Prohibidos.
– ¿Los manjares prohibidos?
-Lo mejorcito, claro, y las ratas lo saben.
Segis, que recorría los grupos dando y recibiendo información y tomaba notas cuidadosamente, terció para ofrecer un análisis político del tema.
-El baborismo siempre ha dado gran importancia al control cotidiano, los detalles de la vida de todos los días que pueden parecer triviales pero ocupan la mayor parte del tiempo y de la atención. Insistieron en la saludable costumbre de roer, mucho más solidaria que morder grandes bocados, que ellas sí dan cuando se reúnen en sus banquetes a puerta cerrada.
– ¿Qué tiene eso que ver con la Galera de los Manjares?
-La consigna de mantener el cuerpo libre de materias pesadas e impuras, y por lo tanto rentable, consumible y aprovechable, se repite sin cesar desde la infancia. Hay desfiles, conferencias y loas a la vida sana, y ceremonias de abominación de antiguos productos en los que se basaba buena parte de la dieta del Pobre No País. La consigna final era delatar a los degenerados que sueñan con pan francés, carne, vino, café, copa y cigarrillo, en vez de con las hamburguesas de lentejas, el zumo de algas y el pan negro elaborado con la madre de todas las masas. -Mira -Segis sacó de la gran bolsa que llevaba hojas con unas imágenes de tiempos pasados -Algunos de los nuestros lograron infiltrarse y nos informaron sobre las comidas y bebidas que estuvieron al uso y con las que se nutrían las gentes y disfrutaban, y se reunían al hacerlo.
Melancolía y saliva se unieron en un mismo sabor en la boca de Metáforos.
-Y ésta es la lista de alimentos de vida longeva y sana -continuó Segis-, que las ratas, por cierto, comen cada vez menos porque, una vez terminada la publicidad y el discurso, se retiran a sus reductos aprovisionados con cuanto les place. Hay ahí alguien que os lo explicará mejor. ¡Eh, Pesofijo, acércate, por favor!
Y aclaró a su auditorio:
-Pesofijo era hasta hace poco Remo 45. Se fugó justo cuando su óptimo estado corporal le había colocado entre los primeros del siguiente lote de Aprovechamiento de Recursos Humanos.
Pesofijo se aproximó. Metáforos, que gozaba del instinto de asociaciones poéticas, pensó que tenía aspecto de alga triste. Era un joven filiforme, que se desplazaba incluso a cortas distancias dando saltitos y manteniendo una especie de lenta carrera. Explicó con un hilo de voz que se había alimentado, bajo la estrecha vigilancia de las ratas para las que realizaba tareas administrativas y contables y que practicaban con él al cien por cien sus consignas, con materias vegetales de origen diverso, algunas huevas de erizo en días señalados y raspaduras de queso, regado todo ello con agua reciclada o desalinizada. Nada más escaparse y llegar al refugio de los galeotes prófugos se había ofrecido como voluntario para acciones suicidas, que le aseguraron allí no existían, porque le obsesionaba el panorama de longevidad que, según las ratas, le garantizaba su dieta. Veía con dificultad y tropezaba con frecuencia porque los preceptos de la existencia natural prohibían aditamentos artificiales como lentes o dientes postizos. Le había correspondido atender a la organización de grandes recepciones rátidas con visitas de otros buques de importancia y observó que ellas llevaban una vida en extremo malsana, sin privarse de transporte, chapuzones en agua dulce tibia y alimentos cuyo color, origen y textura nada tenían que ver con sus pastosas raciones cotidianas. No veía, por tan repetida transgresión de los sagrados principios de la vida saludable, a las ratas morir en breve, y, agotada su paciencia, decidió utilizar para la fuga el contenedor de basuras.
Ahora a Pesofijo, en su categoría de último de los fugados, se le escuchaba con atención, alguien le había acercado una bebida, espirituosa, le explicaron, por su alto valor moral, y algunas de las vituallas reservadas para mucho más tarde, que él mascaba con la lentitud de la pérdida del hábito. Sin embargo aquellas atenciones parecieron cambiarle a ojos vistas, como si el vino comenzara a fluir por su sangre pálida y fría y el rosa fuera subiendo hasta las pupilas vítreas con transparencia de pescado. Por fin contaba su historia y descubría que tenía una, y que incluso podía prolongarse por algún tiempo y cambiar de forma imprevisible pero influida por su participación en las actividades que se avecinaban.
-Me siento otro-dijo. Y lo era.
La asamblea tenía poco de la seriedad que se esperaba de ocasión semejante. Al menos eso pensó Offing, acostumbrado por su trabajo a frecuentar las células sociopolíticas de amplio pero siempre extremo espectro, caracterizadas por la dureza diamantina de sus tomas de posición, la división dual implacable entre ellos y el Enemigo y el ritual de excomuniones y purgas periódicas. Los concienciados militantes albinianos de Cambio Radical, Antisistema Sistemático, Rebelión con Subvención y la más de moda Desarrollo Físico y Belleza Igualitarios hubieran mirado con desdén el ambiente de la gran sala-cueva, en el que reinaba cierta sana acracia.
Segis quería imponer el orden y le dijo, con tono de disculpa, al pasar:
-Espero que no tendrás una mala imagen de nuestra causa. Desde luego esto no pasa en las asambleas rátidas. Aquí al fin la gente es gente, y se relaja.
-Tranquilo. Lo entiendo. Y lo entenderé mejor si me pasas una cerveza. ¡Benditos naufragios!.
Estaba encantado de su inesperado papel de reportero de guerra. Su especialidad periodística le había llevado a que se le asignara cubrir el reportaje sobre el Caso Rátida. Se dudaba aún sobre cómo denominar la última revolución, y las ratas mismas, temerosas de atraer hostilidad inicial, preferían Nación Rátida a Imperio e insistían en que la palabra rátida misma sólo era el común denominador de individuos solidariamente hermanados en sus ideales.
De repente un silencio expectante y tenso se hizo en la amplia cueva que servía de sala. Había corrido anteriormente el rumor, pero muchos aún optaron por no creerlo: Iba a llegar una delegación, prófuga a su vez pero de la terrible y temible organización central de Piratas Irredentos. Increíble, sobre todo desde que se habían convertido en aliados fácticos de las ratas y además sembraban con sus ataques suicidas, bajo la dirección y el credo de líderes iluminados, el terror en los mares.
Y sin embargo allí estaban, entrando por la puerta y saludando con cierta cordialidad. Hubo en los asistentes una ola de retroceso instintivo. Eran cuatro, con el atuendo que les era propio pero cuidado para la ocasión. Se colocaron en lugar alto y visible para tomar la palabra y, antes de que hablasen, para sorpresa de la concurrencia, Segis y otros les estrecharon la mano y luego explicaron:
-No hay de qué temer; al contrario. Vienen para que seamos más fuertes. Su combate ahora se asemeja al nuestro. Son el P.I.L., Piratas Irredentos Libres, y rechazan al P.I.F., Piratas Irredentos Fundamentalistas. Van a explicároslo.
Entonces tres de los piratas sacaron sus instrumentos, acordeón, armónica y guitarra mientras que el cuarto, que se había mantenido en segundo plano, en la sombra, se colocó al frente y un murmullo mezcla de miedo y desconcierto recorrió la sala. Era el temible Muerte Súbita, conocido por su pericia en el manejo de las armas y su elegancia en el vestir. Aquel día había elegido del cofre la camisa de rayas azules y rojas hecha a la medida por un sastre chino, pantalones con estampado de pata de palo, sombrero negro de ala ancha con falsos agujeros de bala estéticamente repartidos y pañuelo de encaje con sus iniciales primorosamente bordadas por una condesa del Caribe. Calzaba zapatos gris plomo con hebilla de oro macizo. Comenzó la presentación:
-Nos alegra estar con vosotros, galeotes prófugos, exiliados del No-País, observadores extranjeros. Es tiempo de grandes cambios, para todos. También queremos vencer al imperio rátida y tenemos planes importantes para emprender, en todos los sentidos de la palabra, otros derroteros. Pero antes de entrar en detalles de estrategia mis compañeros van a ofreceros, con música, un resumen de nuestros planteamientos.
El trío avanzó, afinó instrumentos y anunció
-Himno del P.I.L.
Y comenzó la actuación. Cada estrofa la interpretaba uno de ellos como solista y los tres cantaban a coro el estribillo.
26
Himno del PIL
Somos valientes piratas.
No servimos a las ratas
ni nos va la calavera
que figura en la bandera.
Se acabó la prohibición.
¡Queremos ron! ¡Queremos ron!
Nos ha impuesto su conquista
la ley fundamentalista:
austeridad sin placeres,
vino, música o mujeres.
Se acabó la prohibición.
¡Queremos ron! ¡Queremos ron!
Basta de sexualidad
en la negra oscuridad
y evitar derroche vil
de la energía viril.
Se acabó la prohibición.
¡Queremos ron! ¡Queremos ron!
Estoy hasta la bandera
de la leche de palmera.
Aburre hasta a las ovejas
la salida sin parejas.
Se acabó la prohibición.
¡Queremos ron! ¡Queremos ron!
Es norma dura y amarga
ir limpiando con la barba
las tablas de la cubierta.
Tal uso nos desconcierta.
Se acabó la prohibición.
¡Queremos ron! ¡Queremos ron!
La plaga de santidad
gusta una barbaridad
al pirata millonario
harto de caviar diario
Se acabó la prohibición.
¡Queremos ron! ¡Queremos ron!
Nos dicen que las sirenas
nos esperan por docenas
si nos tiramos de un salto
del precipicio más alto.
Es un plan agotador.
Mejor playa con amor.
Se acabó la prohibición.
¡Queremos ron! ¡Queremos ron!
Un día con emoción
descubrimos el jamón
pero nos dijo el gurú
que no estaba en el menú.
Se acabó la prohibición.
¡Queremos ron! ¡Queremos ron!
El paraíso y la muerte
no son nuestro plato fuerte.
Mucho mejor que estar muerto
una novia en cada puerto.
Se acabó la prohibición.
¡Queremos ron! ¡Queremos ron!
Ni salvador ni opresión.
Triunfará la rebelión.
A la insoportable horda
tiraremos por la borda.
Se acabó la prohibición.
¡Queremos ron! ¡Queremos ron!
Nos gusta el mar y la tierra.
Hartos estamos de guerra.
Sobre el barco que transita
que salte y se estrelle Rita.
Se acabó la prohibición.
¡Queremos ron! ¡Queremos ron!
La libertad por delante,
ya no hay rata que me espante
ni galeote traidor
de babor o de estribor.
Se acabó la prohibición.
¡Queremos ron! ¡Queremos ron!
Aquí estamos, compañeros,
los hermanos marineros
unidos a vuestra lucha,
que la recompensa es mucha.
¡Viva la temeridad!
¡Goce, risa y libertad!
Se acabó la prohibición.
¡Queremos ron! ¡Queremos ron!
Y la sala se deshizo en aplausos.
27
Confidencias
Alguien levantó la mano:
– ¿No erais vosotros los que habíais cometido el atentado contra el Buque Correo?
El ambiente cambió de forma radical, como el paso de una corriente de agua cálida a otra fría.
Una voz había planteado la incómoda pregunta, y ésta parecía flotar sobre las cabezas sin materializarse en palabras. El reflejo adquirido era integrado, profundo y simple. Sin mirarse, la mayor parte de los asistentes supieron que temían la aparición de la Policía del Silencio. Cada vez que se había aludido, tras la catástrofe, el suceso del BC (siempre reducido a siglas y alusiones y raramente al siniestro y víctimas reales) simplemente había sido borrado de expresión ni difusión alguna. Las Ratas del Silencio, un destacamento suave y afelpado, del mismo gris que el entorno, aparecían, como surgidas de la nada, e iban borrando, absorbiendo y eliminando cualquier alusión a las explosiones y hundimiento. No había violencia explícita, sino en algunos casos en los que arrastraban a elementos ruidosos o tenaces fuera de la sala. Bastaba con su eficaz labor de borrado de alusiones, difusión, conversaciones incluso que enmudecían cuando las agentes clavaban en alguno su mirada gélida.
Esperaron verlas aparecer incluso allí, en la seguridad relativa de la Cueva de los Prófugos, y los exgaleotes se miraron luego con desconfianza porque les parecía que hasta las ratas podían adoptar la apariencia de uno de ellos.
Y finalmente a la primera pregunta siguieron otras:
-Hubo cientos de víctimas. De mi familia entre ellos.
-Y un amigo.
-Fue horrible. Se hundió entre explosiones.
-Nadie pudo salvarse.
-No quedaron testigos.
-Ni pruebas. Se hundió todo.
-El Destacamento de Seguridad, que llevaban eficaces funcionarios rátidas, nos aseguró que no pudo recuperarse ni un solo bote salvavidas.
Algunos que hasta entonces habían permanecido callados decidieron intervenir:
-Nos dijeron que era culpa del Gobierno, que os había irritado sin motivo, una lógica y legítima represalia.
-Aseguraron que nunca hubiese ocurrido de estar Babor al mando.
-Que los baboritas nos salvarían y habría siempre paz y amor por doquier.
-Y entonces la población, irritada. atemorizada, y confusa, les dio las llaves del Cofre del Tesoro y del poder y gobierno.
-Nos acordamos, sí, nos acordamos.
Segis miró con inquietud, de soslayo, a Muerte Súbita, pero ni él ni sus compañeros parecían incómodos por la situación. Por el contrario, simplemente levantaron la mano para solicitar silencio, Muerte Súbita se quitó el sombrero y, a guisa de respuesta, interpretaron con sus instrumentos una breve y triste melodía terminada por largos y profundos acordes. Luego dijeron:
-Os vamos a explicar lo que ocurrió, o al menos lo que de ello sabemos, en aquella funesta ocasión. Preguntad cuanto queráis. Nosotros nada tuvimos que ver con aquel suceso, pero ignoramos si una facción pirata lo aprovechó para cobrar como mercenarios. Supimos que el mando rátida nos presentaba como culpables para difundir el terror porque somos imprevisibles. El P.I.F. pensó que nos beneficiaba, pero se mantuvo distante del asunto. Ya entonces el P.I.L. manifestó su disconformidad. No era nuestro estilo, teníamos proyectos de vivir de otra manera, cada vez lo pasábamos peor. La Dirección Irredenta impuso el juramento público varias veces al día todos reunidos en cubierta y siempre con la cabeza cubierta por el gorro negro con borlas de calaveras. Luego nos os obligó a hacer prácticas de fidelidad kamikaze tirándonos de una tabla cada vez más alta en bajíos de escasa profundidad.
– ¿Y no os rebelabais? -preguntó el público.
-Las rebeliones, parece que no, pero llevan su tiempo. Y el tiempo llegó cuando el Comité de Pureza Extrema pasó a la etapa de completo dominio y exterminio.
-Ah, la de los vuelos divinos-recordó alguien.
-En efecto. Para acabar con barcos y tripulantes enemigos, que lo eran todos menos nosotros, los piratas agraciados con la posibilidad de muerte heroica debían tirarse desde los acantilados cuando las naves pasaban por debajo, de manera que, si calculaban correctamente, perforaran la cubierta e incluso el casco y eliminaran a cuantos navegantes fuese posible por el impacto de su cuerpo transformado en proyectil.
-Brillante idea-dijo uno.
-Economiza pólvora-añadió otro.
– ¿Y a cambio?
-Nos matábamos. Y entonces íbamos al paraíso verde marino donde nos esperaban, a cada uno, ochenta y dos sirenas purísimas pero libidinosas.
El auditorio, desconcertado, apuntó:
-Pues no valía mucho la pena.
-Vaya plan.
-Y eso para los elegidos.
-Imagínate el infierno entonces.
-Vamos a lo esencial: Si vosotros no fuisteis responsables de lo del Buque Correo, ¿quién lo fue?.
-Se ignora- Muerte Súbita se cubrió de nuevo la cabeza. Los tres guardaron sus instrumentos y Segis dijo:
-Visto. Cambiemos de tema. Ahora lo que importa es la elaboración del plan.
Comenzó una actividad febril. El gran golpe debía ser definitivo, radical y simultáneo. La fuerza de las ratas estaba en su número, en su reproducción vertiginosa y en la sagaz política de difusión y división que llevaban a cabo entre propios y extraños, de manera que nadie estaba seguro de la fidelidad de nadie y, por sectores compartimentados, agrupaciones, destacamentos de apoyo y galeras, se repartían, simultáneamente pero guardando formas de información confidencial y privilegiada, incentivos de participación en cofres del tesoro, promesas de perfecta igualdad y mascarones de proa personalizados.
Hacía falta unir a los galeotes, estar seguros de su apoyo. Y esto no era nada fácil. Por lo pronto las Chicas de la Técnica, que había sido galeotes en salas de máquinas y compartimentos de calderas, estaban calculando efectivos de flotación suplementaria que serían liberados en el momento preciso. Y la Sección de Comunicaciones se enfrentaba a la tarea, esencial, de obtener respuestas fiables de los galeotes, sin olvidar los llamados mutantes, que en realidad no eran sino aspirantes, por semejanza y asimilación, a unirse a la nación rátida. A ellos había pertenecido el hermano de Orky, Óskar, al que se buscó para que los orientara sobre la organización policial interna.
-No lo encuentro-dijo Orky.
-Ni yo. Y eso que durmió conmigo-añadió Glamy, la joven que la noche anterior había compartido hasta altas horas copas y canciones con él.
– ¿Cuándo se separó de ti?
-Al despertarnos con la llamada comentó que todavía tenía mucho sueño, sólo habíamos dormido dos horas. Dijo que iba a bañarse en un rincón tranquilo para ver si así se despejaba, que desayunara yo sin él.
-Probablemente está aún durmiendo la borrachera en alguna playa.
La noche anterior Glamy y los demás habían formado parte del más ruidoso y alegre grupo, al que se había unido con entusiasmo la delegación de Piratas Irredentos Libres al grito de ¡Queremos vino y mujeres! ¡Comida, comida y música! Hubo brotes de encendidas protestas por algunas feministas, pero se disolvieron pronto en el jolgorio general y los piratas hallaron incluso una acogida particularmente cálida. Algunos contaron historias que conmovieron y asombraron a su auditorio. Los exgaleotes estaban sorprendidos de que aquellos tipos, que bogaban por los siete mares gozando de la libertad que ellos no habían tenido, tuviesen tristes experiencias de opresión.
– ¿Cómo pudo ocurrir?
Pero ellos se mostraron reacios a dar pormenores hasta que a la mañana siguiente explicara a la asamblea los principios básicos P I L. su delegado, y los demás prefirieron no ahondar en la herida. Sólo finalmente, y al calor de numerosas copas, con voz aguardentosa uno de ellos se puso a rememorar, como quien murmura a sí mismo, algún episodio de su triste pasado:
-Pasó varios días en el extremo del palo mayor….Lo oíamos hablar muy fuerte…Al cielo…Alzaba la mano para tocarlo… ¿Días? Sí, no sé cuántos….¿Comida?…Tal vez se llevó comida y agua….Cuando bajó no tenía mal aspecto pero entonces ya era Iluminado Magnífico, así había que llamarle…Tenía su grupo…Se propagó cuanto decía.
-También daban bastante miedo sus guardias…los controladores de la pureza y la fidelidad, el Clero Tinta Negra, apodados Los Chipirones.
Desde la silla vecina, echado completamente borracho sobre la mesa, otro de los piratas quiso intervenir en un brote de apasionada insistencia.
-Sí, los Chipirones…Los llamábamos así por las túnicas y las capuchas grandes….Me dieron un palo, aquí, aquí.
Señaló la zona afectada y luego volvió a dormirse sin conseguir alcanzar la botella más próxima.
El primer pirata continuó su relato:
-La gente estaba muy aburrida con la calma chicha…Comíamos poco…de mujeres nada…Mucho sol…muchas visiones…Ya no seríamos piratas vulgares…Todos creerían en nosotros, o trabajarían para nosotros, o los aplastaríamos nosotros…Las sirenas….las ochenta y dos sirenas…No queríamos tantas sirenas….¡No, no, no!
Se echó a llorar con lágrimas etílicas, pero los demás lo consolaron.
-Tranquilo, compañero. Nada de eso va a ocurrir.
La voz pausada y llena de autoridad pareció ejercer un efecto de instantáneo apaciguamiento en la sala. Muerte Súbita no había hablado apenas anteriormente y ahora mostraba un aspecto y atuendo particularmente impecables por contraste con el de los demás. El representante de los PIL se dirigía al auditorio desde una mesa de poca altura en un lateral, pero todas las miradas se volvieron hacia él. Que no estaba solo. Lo. acompañaba una figura que, sin esperar presentaciones, avanzó unos pasos y se despojó de sombrero y capa. Hizo una reverencia:
-Os presento a Pirata Prófuga-dijo él.
-Me llamo Angelina-añadió ella- ¡Se acabaron las no-mujeres! ¡No más banderas ambulantes!
– ¡Bien dicho! – animó desde debajo de la mesa donde yacía el borracho, que se despertaba de cuando en cuando para lanzar consignas de apoyo:
– ¡Programa, programa, programa! ¡Vino, jamón, mujeres simpáticas y guitarras para todos! – y volvió a sumirse en profundo sueño.
El auditorio no entendía, comenzó a comprender cuando entre los asistentes otros piratas se despojaron igualmente de sombreros y mantos color arena y de los parches que en vez de un ojo les tapaban la boca y se declararon también prófugas.
-Los de Fundamentalistas Puros decidieron hace tiempo que era muy práctico utilizar a las hembras como banderas, de forma que los extraños a la causa pudieran a simple vista, todos los días, a cualquier hora y en cualquier ocasión, en mar y en tierra, comprobar la fuerza y existencia de los de Iluminado Máximo. -aclaró Muerte Súbita.
– ¡Estabais también en los barcos! -dijeron algunos piratas asombrados.
-Y en todas partes, En mar y en tierra. -afirmó Angelina- Hemos sido la propaganda más eficaz para infundir miedo porque no hay bandera tan numerosa. Nuestra ausencia o nuestra presencia como un bulto extraño, una sombra, era el mejor signo de poder del tronco originario PIF. Hubo variantes, pero sin que pudiese faltar jamás la estrella parda cosida a la ropa desde la infancia.
– ¿Nadie de los extranjeros lo descubrió?
-Estaba descubierto desde siempre, era tan evidente como la luz del día, pero había mucho miedo y las quintas columnas de atemorizados, muy numerosas, defendían la estética del bozal, el respeto a los usos tradicionales y la comodidad del manto arenoso, según aquello de reivindicar las raíces étnicas que obligaron a los habitantes de las dunas, según el mito de la Opresión Ancestral, a echarse al mar.-explicó la oradora prófuga.
– ¡Programa, rebelión, programa! -gritó el borracho antes de dormirse de nuevo.
– ¡Ahora se acabó la bandera gratuita! Vamos a ir a por ellos. -Y Angelina selló su discurso con un apasionado beso que desveló a la concurrencia su relación con Muerte Súbita.
Hubo ovación, aplauso general y no pocas imitaciones.
28
Cónclave
Las fuerzas rátidas no estaban ociosas y celebraban también en esos momentos una reunión general en la que se proponían sopesar alianzas y calibrar fuerzas. Los aliados y asimilados, entre los que se encontraban los jefes de Mustélidos y de Mercenarios Light, esperaban órdenes. Los Galeotes Colaboradores, se sorprendieron al encontrar una faceta nueva en alguien muy conocido entre los dirigentes rátidas. Para la ocasión todos ellos lucían sus condecoraciones, y Rata Máxima, que se sentaba modestamente a la misma altura y junto a Rata Segunda como si gozase de similar categoría, llevaba el pecho cubierto de ellas. En su fuero interno, echaba de menos la que se prendería en el futuro, tras la victoria indiscutible: Un barco cargado de sobres que desaparecía entre las olas. Rata Igualísima, antes Rata Tonta, había sido seleccionada en principio como miembro dirigente por su escasez de luces entre una camada de crías particularmente torpes y afanosas. Instalada y alimentada durante largo tiempo en cubículo aparte, Rata Tonta fue presentada en sociedad en el momento oportuno. Había sido declarada imagen ideal, creía con firmeza poseer las dotes y estar predestinada a cumplir los fines para los que se la había investido. Era gris perla, a veces marfileña según las circunstancias, angelical, inocente, rebosante de fe en el paraíso de paz universal y tribus armónicas al que había sido llamada a llevar a los suyos. Jamás podría ser enemigo; atraería, como el canto de los ruiseñores y las placas solares, la simpatía general. El tono de su pelaje fue aclarándose hasta el blanco más cándido. Primero fue para el público Rata Etérea. Luego se prefirió el título, más comprometido con los cambios sociales que se avecinaban, de Igualísima. Mi corazón es un copo de nieve sin más ley que la del agua pura. Mi mente es un estanque donde reposan las aves peregrinas. Mi aliento es aire que se une al del eterno sufridor de la injusticia anunció en la primera proclama. Y todos aplaudieron su programa de gobierno.
Ahora buscaban en ella esa sublime comprensión, superior, global, de los sucesos. Rata Segunda era hábil, expeditiva, ordenada, inapelable una vez daba directivas y marcaba pautas y estrategia. Pero la voz de Igualísima transcendía al ruido y la atropellada sucesión de los acontecimientos, les protegía como las nubes porque nada importaban los actos concretos, las realidades ni las bajas si se observaban desde su altura, como simples y pasajeras espumas del oleaje que en nada serían capaces de cambiar la masa del poder rátida y la convicción de su victoria en todos los frentes.
-Somos las gotas del mar, somos la clase innumerable semejante a las algas, somos lo que siempre flota, como las hojas, como los fragmentos de madera, como….
Rata Segunda consideró oportuno dar paso a las preguntas y cortar la enumeración de símiles en la que se había embarcado en pleno éxtasis Rata Primera, con las acolchadas patas delanteras cruzadas sobre el pecho y las garras hundidas en su largo y claro pelaje.
-Decid, decid, compañeras.
– ¿Hay realmente peligro? Los galeotes están controlados, están incluso convencidos de que la igualdad que les ofrecemos merece cualquier precio; y, sobre todo, están divididos.
La Rata Portavoz del Secretariado expresaba las dudas de gran parte de las reunidas. Estaban sorprendidas por la brusquedad de formas de la convocatoria, por la repentina alarma ante un peligro que les parecía imaginario, por el colofón abrupto de la agradable embriaguez de la reciente fiesta. Acababan de recibir pruebas de la inminencia de su reconocimiento como nación por parte de la comunidad mundial. Y he aquí que, en lugar de las luminarias del festejo, se encendían las luces rojas de emergencia.
-Lo hay. Y debemos prevenirlo. Pero somos muchas más que el lamentable, desunido, desigual elemento humano.
Rata Segunda se expresaba con voz tranquila. Se expuso el plan, que no debía reflejarse en documento alguno y que sólo se comunicaría a los aliados de manera fragmentaria. Los puntos de base de la autocrítica eran corregir los errores cometidos en la cadena Escuela-Propaganda-Selección-Aprovechamiento de Recursos Humanos. La etapa final, altamente ecológica, ergonómica, económica y nutritiva, no se había llevado a cabo con discreción, rapidez y eficacia suficientes. Muchos eran los prófugos, elementos indeseables, caducos, defectuosos, de escasa o nula rentabilidad previsible, dados a actividades de placer personal, lúdicas, que incluían aspirar el humo de hierbas, ingerir manjares del Antiguo Régimen y recordar viejas libertades.
-No puede haber tantos prófugos. Los aprovechamos. -protestó Rata Ecónoma.
-Vaya si los aprovechamos-afirmó al fondo alguna, mientras se relamía el hocico.
-Por lo pronto, respecto a estos elementos peligrosos…-la estratega bajó la voz para comentarles la lista de nombres y el plan.
La sesión fue muy larga. Y sólo cuando tripulaciones, tareas, armamento y tácticas sucesivas se definieron el cónclave rátida decidió pasar a la etapa de comunicación y coordinación con sus aliados.
-Que entren.
La delegación de Piratas Irredentos apareció con su nuevo jefe a la cabeza, Muertesana, estaba exultante. Había logrado su sueño, desbancar al odioso y popular Muerte Súbita, hacerse con la confianza de Iluminado Magnífico y servir de enlace al temible Clero Tinta Negra. Ahora llevaba la calavera honorífica cosida al jubón de terciopelo y rodeada, bordado en oro, del lema “Sólo quedarán los nuestros”, al que se había añadido apresuradamente en punto de cruz “Y los hermanos rátidas, claro”.
-Mi barco, el más veloz y silencioso, está a vuestra disposición. -dijo.
– ¿Cuánto? -preguntó Rata Ecónoma.
-Oh, menos de lo acostumbrado. Luchamos contra el mismo enemigo, somos hermanos…o casi.
Desde el fondo, avanzó un grupo recién llegado que quería hacerse oír. Algunas ratas los miraron perplejas y pidieron explicaciones con la mirada al Secretariado.
-Tranquilas. Aunque no parezcan de los nuestros trabajarán para nosotros-se les dijo.
Eran un vistoso y curioso conjunto, amalgama más bien de grupos diversos, con una miríada de tocados, banderines y pancartas entre las cuales una mucho más grande parecía ser el lema común, lo que no impedía que disputaran entre sí sobre el lugar que en las filas les correspondía. Ésta rezaba “¡Contra el centralismo invasor!” y más abajo en caracteres pequeños “Apoyemos la diversidad rátida. Même combat”.
Se trataba de las nanotribus de galeotes colaboradores, y comenzaron a ofrecer sus servicios y fidelidades de una forma algo atropellada.
– ¿Deseáis algo a cambio o es pura generosidad y convencimiento? -preguntó, con cierto deje irónico, la Rata Escribiente.
En lugar de contestar directamente, algunos que vestían tocados diversos se adelantaron y, tras anunciar
-Primero cumplamos nuestros ritos.
se pusieron a efectuar una especie de danzas, diferentes según origen. Unos daban en solitario grandes saltos, amagaban golpearse con largos bastones y amenazaban al aire, al techo y a los asistentes dando patadas al vacío. Otros, a cierta distancia y tomados de la mano, se hacían continuas reverencias, escenificaban, desplazándose circularmente de rodillas, la adoración del suelo indígena y besaban, por último, el centro, que llamaban ónfalos euralio.
El secretariado rátida los observaba con estupor. Cuando acabaron, los dirigentes de las nanotribus avanzaron y dijeron:
-Comprendemos, y compartimos, la opresión del imperialismo centrista humano que vosotras habéis sufrido. Nos embarga la satisfacción ante la perspectiva de la lucha contra el enemigo común.
Rata Máxima, hasta entonces silenciosa, pidió:
-Que se adelanten las principales víctimas.
Estalló un tumulto considerable porque los colaboradores de las nanotribus se atropellaban unos a otros. En su fuero interno Rata Máxima sintió que su superioridad sobre los galeotes estaba plenamente justificada.
Entre los miembros de aquel grupo algunos habían hallado la compensación a su escasa estatura y dominaban la técnica de construir pirámides humanas. Lo hicieron con rapidez y, desde esa altura, imponiéndose al resto, anunciaron:
-Nuestros precios son modestos y, como siempre, negociables. Seremos vuestros intermediarios en la adquisición de los mejores quesos. Por una módica tarifa.
– ¿Cómo os llamáis? -preguntó Rata Escribiente.
-Nuestro lugar se llama Butifalia. También se nos conoce como Los Insaciables del Rincón Este.
Manejando diestramente el hacha de deforestación que solían utilizar como navaja multiusos y dando de nuevo grandes y desconcertantes saltos, intervino otro jefe nanotribal:
-Despreciamos las mezquinas recompensas. Aceptaremos simplemente la cesión eterna de colinas, mares y ríos ancestrales que desde los albores de la creación nos corresponden. Con sus minas, pepitas auríferas y manzanos descendientes de la fruta bíblica cuyo árbol, naturalmente, se encontraba en uno de nuestros valles. Guardado por la famosa serpiente cuya progenie no ha cesado de multiplicarse en nuestras idílicas tierras. Somos los BIPS.
– ¿Quiénes?
-Los Brincadores Incesantes Pura Sangre-aclaró el representante de la nanotribu de la Montaña Norte.
Rata Ecónoma, que apuntaba costes, interrogó respetuosamente, pero con inquietud, a los directivos:
– ¿Hacen falta realmente? Son muchos gastos. Puede que baste con prevenir sin más. Quizás si tienen miedo…Un buen susto….Los galeotes nos verían de nuevo como a sus salvadores, rechazarían a sus jefes, delatarían a los prófugos. Algo como lo del Buque Correo….
Las orejas y bigotes de Rata Máxima se habían tensado y sus dulces ojos verdes estaban inyectados en sangre. Cortó la palabra a Rata Ecónoma:
-No hay que citar jamás aquel desgraciado incidente, el lamentable acto terrorista, de origen desconocido y obra de elementos incontrolables, Piratas Irredentos y asociados…Nosotras trajimos la paz.
-Ah, no. Mi jefatura no admite mezclas con aquel asunto-protestó Muertesana.
-Pues en su momento os vino muy bien la atribución. Poder, gloria y recompensas. ¿Quién no os teme? ¿Olvidas la rendición preventiva, el derecho de peaje secreto que el Gobierno os acordó en todos los estrechos de los siete mares? -se le respondió.
-Atendamos al presente.
Gorgony, hasta entonces silenciosa y alerta, y Rata Segunda casi hablaron a coro y desplegaron los planos que asignaban a cada uno su tarea. La estrategia era tan minuciosa que todos quedaron impresionados. No se limitaba a un enfrentamiento. La dirección rátida aprovechaba la ocasión para eliminar toda disidencia, extenderse por el mundo y aumentar su fuerza y su prestigio de forma que en breve serían imperio dominante.
29
Las armas del Imperio
La relación del armamento dejó a los congregados estupefactos. Ni las ratas ni sus aliados habían pensado seriamente que pudieran ser algún día tan poderosas. Las nanotribus decidieron tomar notas y añadir sus símbolos a la previsible y victoriosa insignia imperial. La exaltación llegó al máximo cuando Rata Segunda anunció:
-Además del nuevo armamento, de reciente diseño, hace tiempo que hemos establecido secretas y poderosas alianzas. Kimyrata III del Norte nos apoya con entusiasmo. En su reducto del Lejano Oriente han hecho grandes progresos en unidad homogénea perfecta. Su doctrina se encierra en los quinientos mil volúmenes de sus obras ideológicas que, recubiertas de resistente metal, son disparadas con regularidad hacia otras naciones. En cuanto a las armas, hemos recurrido a las biológicas.
Varias ayudantes procedieron a repartir copias del nuevo diseño armamentístico. En unos modelos se mostraban, bajo el nombre de “Rata peluche”, amorosos muñecos ratoniles con mochilitas cargadas de peste bubónica. En otros figuraba una simple bola de pequeño tamaño envuelta en brillante y atractivo papel rojo.
-Es un bombón-dijo alguien, y lo olfateó-Huele a chocolate.
Gorgony sonrió y lo puso en la palma de su mano.
-Está todavía en etapa experimental, pero casi listo. Lo debemos a la inspiración de Gran Calamar Inteligente. Los fabricaremos por millares. Contienen huevas de la especie más letal de calamar feroz, una raza extrasolar con un gran futuro en nuestra galaxia
Llovieron los elogios.
-Tiene todo el aspecto de un bombón de licor con cereza.
-Está muy conseguido.
– ¿Y si nos muerde?
Gorgony los tranquilizó:
-Éste es sólo un prototipo inofensivo.
Eran armas sofisticadas que entretuvieron largo rato a la concurrencia. Hasta que aparecieron, transportados por varios porteadores, gruesos fajos de papel que recordaban a las antiguas ediciones diarias de prensa.
– ¡Mirad! No nos hemos dedicado exclusivamente a la logística ocasional ni hemos esperado a que el peligro y la inminencia de la batalla llamase a nuestras puertas. Llevamos más tiempo del que creéis preparando el terreno. ¡Miedo! ¡Temor! ¡Amenaza! ¡Salvación! -proclamó la Directiva en pleno con legítimo orgullo por su trabajo.
La sala había quedado cubierta de hojas de todos los tamaños. No correspondían a los habituales carteles, folletos y avisos que se distribuían en abundancia, por diversos medios y con regularidad entre los galeotes, y en los que solía leerse, con diversas variantes.
Diktátor puede volver
si no hay ratas al poder.
Estribor es el horror.
¡Vivan la paz y el amor!
Estriborita es lo mismo
que el crimen del elitismo.
Sólo hay un gran criminal:
El sistema desigual.
Tened siempre en la memoria
los agravios de la Historia.
Las ratas nos han salvado
de aquel Gobierno malvado.
Las encargadas de transmisión cultural e histórica explicaron:
-Hemos variado nuestras técnicas al ritmo de los tiempos. El lenguaje puede ser un instrumento útil, previa reducción y elaboración, pero no deja de ser un estorbo. Impera la….¡imagen!
-Efectivamente-añadió una de sus compañeras- Querámoslo o no, la época de la tiranía de Diktátor, su figura y existencia mismas, el episodio del Buque Correo, el pánico y ola de movilizaciones públicas de entonces se van desdibujando en la memoria colectiva. No sabemos por cuánto tiempo los galeotes responderán aún a las palabras clave, las consignas de rechazo, los conjuros contra el Mal, los resortes de incondicional adhesión. No tienen suficiente miedo. Les han llegado noticias de otras referencias.
-No tienen suficiente miedo localizado, pero tienen muchos más miedos de menor tamaño- terció Rata Segunda-, cosas que pueden perder, que no saben bien cómo nombrar, confusión respecto a los enemigos, desorientación temporal…No hicimos suficientemente bien nuestro trabajo pedagógico.
– ¡Textos, textos! Farragoso, aburrido. Aunque hayamos eliminado ya buena parte del vocabulario del antiguo sistema- la encargada de transmisión cultural defendió con entusiasmo su obra. – ¡Época de claridad, sin medias tintas! ¿No hemos adaptado la labor física y ecológica, de gran valor formativo, de los galeotes y al tiempo la mecanización de nuestros barcos? ¡Imágenes, sólo imágenes! Mirad.
Y señaló lo que el auditorio tenía entre sus manos. Efectivamente, de forma instantánea se percibían en las ilustraciones mensajes de sentido inequívoco, la figura amenazadora y voraz de Diktátor alzándose sobre un paisaje de ciudades en ruinas, ciudadanos esqueléticos y familias crucificadas, con un primer plano en vivos colores de ratas y galeotes salvadores que se preparaban para hacerle frente, islas paradisiacas hacia las que bogaban engalanadas carabelas, piratas irredentos que se hundían en las olas gracias a la oportuna intervención de los cómitres de Mercenarios Light, países, penínsulas y gigantescos cuerpos y rostros compuestos, si se miraban con cierta atención, por miles de puntos que eran sonrientes cabezas de rata cubiertas a veces por tocados diversos como gorras, boinas chatas, boinas puntiagudas, boinas enormes, boinas con extremo de arco iris, boinas peludas, boinas negras y rojas reversibles, sombreros de copa plegables en versión boina. Incluso había, además de material en papel, grandes colchas y tapices en tejido que reproducía los mismos motivos, de manera que los fieles se sintieran arropados por los millares que compartían sus sentimientos.
-Tenemos, además, otra arma. Pero para utilizarla hará falta un golpe de mano. -dijo Gorgony.
Hubo expectación. Rata Máxima dijo:
-El salto al reconocimiento internacional nos es ahora imprescindible, y para ello, como con el manejo de la imagen, debemos filtrar las noticias, tanto la información de consumo externo como la proyectada hacia el exterior. Nada debe transcender hasta la victoria. Sabemos que hay elementos foráneos incontrolados. Pero también sabemos cómo hacerles entrar en razón; y que transmitan lo que nos conviene. Gorgony se encarga del asunto.
Le dio a ella la palabra. Gorgony rezumaba seducción, y nadie era ajeno a ello. Menos que nadie Rata Segunda y no pocos del comité directivo. Contribuía a esto su naturaleza ambigua, las mutaciones lábiles de su aspecto, el brillo cambiante de su piel, la fijeza de sus ojos, la vida propia que parecía tener su cabellera y la agilidad de las manos, a veces en un reposo cálido sobre el brazo o el hombro de algún asistente, otras dispuestas a saltar como si tomara impulso con sus largas uñas.
Gorgony les descubrió que el enemigo disponía de más información de la que pensaban.
-…Una mujer…una galeote prófuga. Capaz de trazar los planos esenciales de nuestra flota. Podía parecer inofensiva, pero la hemos subestimado, como a otros. Casi estaba entre los desechos, debería haber sido eliminada, aprovechada en Recursos Humanos en el momento adecuado. Pero no se hizo, huyó, con los conocimientos que poseía. Nuestro espía nos informa de que está confabulándose con los elementos foráneos.
La inquietud recorrió, como una ola, la gran sala.
Con un ademán casi maternal, los directivos y Gorgony apaciguaron sus temores.
-Tranquilos. Sabemos perfectamente cómo hacer.
30
Offing agente secreto.
En la playa reinaba la calma del final del atardecer. Offing caminaba solo camino de la pequeña cala, algo alejada, que ya conocía y que podía resultar desapercibida entre dos entrantes de rocas. Junto a la pared casi vertical de uno de los extremos se había hundido el lecho marino y el agua era honda y formaba una corriente que, tras chocar con las elevaciones laterales, refluía de nuevo hacia el mar y se adentraba en él en un rápido río visible por la inclinación de las algas.
Offing conocía ahora, instruido por algunos piratas y galeotes, por Metáforos y por sus propias dotes como nativo de un país de larga tradición naval y hombre acostumbrado a largos viajes, las corrientes de la zona. Le interesaba una en concreto, la del Golfillo, que sabía llegaba, en aquella época del año, a las costas de Albinia. Había preferido no compartir su idea con nadie para no despertar las burlas de sus compañeros ni mezclar a Gal en algo que, inexplicablemente, le unía, por su misma carencia de seguridad ni lógica, a ella. Cuando no estaban juntos la veía en todas partes, era consciente de que Gal observaba las olas, el cielo, el perfil oscuro de las rocas y la aparición de la luna al tiempo que él, lo mismo que él, en algún momento, y le parecía tocarla en cada superficie por donde pasaba la mano. Nunca le había ocurrido nada semejante. Naturalmente había estado con chicas, e incluso practicado, como buen inglés, vicios inocuos de categoría menor, como hacerles vestirse de colegialas con uniformes escolares comprados en M&Smith, pero aquello era tan distinto…
Su plan privado de transmisión de mensajes era su reducto de meditación, soledad y de aquella nueva libertad que consistía en estar libre de sentirse apegado a alguien y de dedicarse a tareas sin probable futuro ni fundamento.
Aunque, ¿quién sabía? Aquello podía funcionar. La comunicación con Albinia, con las naciones exteriores, era difícil, podía ser interceptada, la corriente de Golfillo era rápida, segura y discurría lejos del territorio rátida. En la Cala de los Malditos se apilaban innumerables botellas rescatadas de bodegas de naufragios y repescadas, y consumidas por los prófugos. Offing introdujo sus mensajes explicando la situación, fecha, latitud y longitud y finalizando con un toque de alarma y de premura ante el peligro que representaba en realidad la dulce, pacífica e igualitaria nación rátida. Añadía peticiones de auxilio y su identificación como periodista. Una vez bien sellada la botella la confiaba a la rápida corriente, una tras otra, con mensajes semejantes. Alguna hallaría su destinatario.
A la vuelta, ya en la oscuridad, corrió hacia él una figura que reconoció desde lejos por la forma de andar y porque, en un intento de coquetería, Gal se había puesto últimamente un chal, encontrado en el almacén de restos de naufragios, de fino encaje que ondeaba al viento.
– ¿Dónde estabas? Éstos son momentos importantes. Hay mucho que decidir. Se está planeando la primera ofensiva, algo rápido que les prive de un elemento esencial.
Offing la besó primero y luego le pidió que continuara con sus explicaciones. Había reunión general. Se elegiría a los miembros del comando y la forma de ataque. El resultado dependía de la coordinación y de la rapidez. Además Muerte Súbita y Angelina les habían anunciado que pensaban darles una sorpresa, una prueba contra las ratas con la que no contaba nadie.
Se apresuraron, entraron en la sala y avanzaron, no sin trabajo porque la masa era casi compacta, hasta colocarse al lado de Metáforos. Reinaba un atento fervor que contrastaba con la anterior frivolidad del ambiente festivo. Habían llegado noticias precisas, con documentación incluida, sobre la galera de Aprovechamiento de Recursos Humanos. Desde hacía largo tiempo se comentaba la insistencia rátida, aliada con un Gobierno humano temeroso y oportunista, en imponer absolutamente a todos la obtención de un cuerpo ejemplar e impecablemente sano, avezado en la continua marcha a pie, a ser posible con alguna carga como bolsas, maletas y artilugios rodantes. Se impusieron además el consumo de algas, los productos superbióticos de huertos urbanos y la ingestión del rocío de prados municipales. Las leyes de protección y recuperación del agro y de abominación de los agresivos transportes introducidos desde el siglo XIX habían ido produciendo ya la silenciosa fosilización de algunas ciudades, por cuyos espacios sin transporte deambulaban escasos y fatigados viandantes que se refugiaban en los portales cuando anunciaban su paso los escuadrones rataciclo. El plan rátida, discreto, insistente y de largo alcance, daba sus frutos; Civilización, libertad y autonomía individual se iban desvaneciendo con la lenta muerte de las ciudades. El programa de regreso al neolítico y culto a la Madre Naturaleza hizo su efecto: Empezaron a desaparecer gente de edad, disidentes y en general cualquiera que no deseara, quisiera o pudiera desplazarse a pie por el desierto pavimentado en el que se convertían las otrora animadas vías, cines, bares, restaurantes y comercios. Los humanos deportivos, prepotentes y mimados por donaciones y propaganda, desfilaban con frecuencia en maratones cotidianos que privaban del poco espacio aún disponible al ciudadano habitual.
-No entendemos. ¿Las ratas pudieron hacer esto solas, someter a todo el mundo a condiciones cada vez peores? ¿Sin protestas? -preguntaron varios.
-Protestas hubo, pero pocas, tímidas, silenciosas, rápidamente acalladas por un diluvio de improperios como ¡Estriboritas!, ¡Diktatoristas!, ¡Enemigos de las ballenas!, ¡Corruptores del éter! –se les respondió.
-Además las ratas no estaban solas. -Segis había tomado a su cargo la exposición pormenorizada- Durante largo tiempo el camino fue allanado por sus colaboradores humanos con cuartel general en la Dirección Urbana de la capital del No-País. Había allí un grupo singularmente eficaz identificado por completo, incluso físicamente en su líder femenina, con los principios de Rata Máxima. Esperaban llegar a altos y confortables destinos una vez conseguidos el igualitarismo total y la completa destrucción de cuanto antes hubiese destacado. Tras su victoria por aclamación popular después del episodio del Buque Correo, las ratas dieron el siguiente paso, justificado con las consignas de regreso completo al estado primigenio. Su teoría era que la sociedad no podía permitirse el desperdicio de elementos aprovechables y que el cuerpo era un cultivo como cualquier otro que debía contemplarse en función de su beneficio social. Por lo tanto el lema “cadáveres impecables” se impuso, así como el escarnio, la persecución y la denuncia de cuantos se resistieran al ideal del sano primate neolítico, de vida breve pero adecuada a su utilidad para el planeta Tierra y a cuyas virtudes de respeto al medio sólo faltaba el dominio de la bicicleta.
Lo que eran rumores, y se había tachado de propaganda antirrátida, se veía ahora confirmado por datos y testimonios sobre el significado final de “Aprovechamiento” y el destino que esperaba a los habitantes del mundo. Los concurrentes supieron, sin embargo, dominar su indignación para, como se impuso en consigna, transformar aquella energía en estrategia que devolviese a ciudades y ciudadanos la vida que se les robaba.
No convenía perder tiempo en denuestos, demostraciones de horror, gritos y llantos. Se procedió a distribuir en grupos de acción a los asistentes. Iba a atacarse en primer lugar a los puntos donde las ratas menos lo esperaban, al Galeón de los Almacenes de Memoria, al Buque-Escuela, para poner a los niños a salvo en lugar seguro, y al Galeón de Castigo y su conexión con Aprovechamiento de Recursos Humanos. Era importante, antes de destruirlos, obtener material que sirviera como prueba contra los opresores, que se habían mostrado siempre sumamente hábiles en proyección de imagen y propaganda.
-Será difícil atraer a nuestra causa a la mayoría. Muchos creen que pueden obtener beneficios, pese a todo, de la situación simplemente dejando ocupar a las ratas amplios territorios y sirviéndoles gratuito y abundante queso. -opinaron varios con aire mortecino.
Los asistentes se dividieron. La exaltación indignada y la euforia habían dado paso, como las crestas de una ola, al agua baja que arrastraba el oscuro lodo del fondo.
-La seguridad no es la que era-dijo Segis, y Gal, Offing y Metáforos asintieron, pero sin dejarse llevar y convencidos de que sería fugaz el pesimismo.
– ¿Qué dice el PIL? ¿Dónde están los representantes de Piratas Irredentos Libres? – la pregunta recorrió la sala.
Y encontró respuesta en la entrada, por donde avanzaban Muerte Súbita y Angelina, diciendo:
-Estoy aquí. Y os traemos algo.
31
El Hallazgo
Cumpliendo lo prometido, el jefe pirata disidente se dirigía hacia el centro de la asamblea llevando en la mano un objeto cuidadosamente envuelto.
-Os prometí un arma. No lo es exactamente, pero puede ser mucho más eficaz que los cañones.
Cundió la expectación. Las filas se apretaron alrededor de Muerte Súbita. Angelina intervino:
-El uso del arma requiere una explicación. En sí os parecerá poca cosa, pero fue mucho lo que comenzó con ella, marcó la época del gran cambio, la entrega de las llaves del Cofre a la nación rátida y la sumisión del No-País. Mirad:
Desplegó un antiguo mapa en el cual estaban marcadas las aguas territoriales y los litorales del anterior régimen.
– ¿Recordáis dónde se hundió, bueno, hundieron con aquella explosión asesina el Buque Correo?
-Aproximadamente ahí- señalaron varios.
-Nunca se hallaron los restos, ni hubo expediciones investigadoras, ¿verdad? – continuó Muerte Súbita.
-No. Se aceptó enseguida la denuncia popular contra el Gobierno de entonces, apoyada ésta por las ratas, que prometieron seguridad y condena de los culpables. Lástima que los pocos detenidos murieran tan rápidamente. – Los de más edad llevaban el peso del relato mientras que los jóvenes escuchaban con curiosidad una historia que les era o desconocida o dada por zanjada y caduca.
-Pues bien, nosotros hemos encontrado esto.
Desenvolvió el paquete y hubo un rumor de decepción. Sobre la mesa no había sino un trozo de madera viejo, astillado y ennegrecido, con algunos signos.
– ¡No es un arma! -exclamaron.
-Pero sí una prueba. Se trata de un trozo del Buque Correo. Examinadlo.
Se lo fueron pasando. Efectivamente, en él, visible, aunque cubierto de una capa ennegrecida, se distinguía el logotipo característico. Y la marca de algo que no eran dedos humanos, sino uñas de roedores.
-Bien. Y ¿qué hacemos con eso? Las marcas nada prueban, en los barcos siempre ha habido ratas. Sabemos que hubo una explosión y es normal que esté ennegrecido. -dijo un escéptico al que se sumaron numerosas voces críticas.
Angelina señaló un punto en el mapa:
-Lo encontramos aquí. Conocemos las profundidades, mareas y corrientes. Hemos estudiado el asunto. Son fuertes y cambian según la época del año. Creemos que ahora se puede encontrar, y examinar, gran parte del pecio. ¿No tiene eso importancia?
La tenía. Todos asintieron en ello. Porque significaba rescatar de la espesa capa de agua y olvido un decisivo evento que había marcado el devenir, no ya sólo del No-País, sino también de los limítrofes y cambiado radicalmente el reparto de poderes. Había, además, no poca curiosidad precisamente porque aquel episodio trágico parecía no haber existido según los relatos oficiales rátidas y su simple mención resultaba llamativa, inquietante y provocadora.
El pecio, según lo que Muerte Súbita denominó Plan Arquímedes, aparecería dónde conviniese y cuándo llegara el momento, para observación general y confirmación de datos que, por entonces, se mantenían en secreto. El reflote requeriría un trabajo de ingeniería minucioso, el conocimiento de los fondos marinos y sobre todo preparación estratégica y el esfuerzo de todos, prófugos y no prófugos, piratas libres y extranjeros unidos a la causa.
-Aquí está el gran problema -explicó Segis- Los galeotes se encuentran muy divididos en grupos de signo contrario. Unos se arriesgarían a cualquier cosa, para otros lo más conveniente es el diálogo, la colaboración y el reparto con las ratas. Muchos se han acostumbrado a la seguridad de la galera, la memoria prefabricada y las directivas del cómitre y prácticamente han olvidado el No-País. Cada cual, además, no responde de sí mismo sino que delega su responsabilidad en algún jefe y colectivo.
-Nos queda la llamada individual-dijeron Kraky, Orky y Metáforos.
El abucheo fue general. ¿Una gran campaña sin coordinación, estrategia, mandos ni planes de batalla? ¿Sirviendo en bandeja al enemigo las formas y fechas de ataque puesto que habría con toda seguridad filtraciones, traidores y desertores? Se había propuesto el caos, el absurdo, no ya la derrota anticipada sino la aniquilación de la resistencia prófuga.
– ¡Estáis borrachos! – gritaron.
No lo estaban. Había que ofrecer a los galeotes algo tan nuevo, especial y excitante como la libertad personal, la posibilidad de un acto, un mismo acto, en un momento preciso, sin el apoyo previo de explicaciones y consignas, sin normas marcadas por el jefe del grupo ni la seguridad de la participación del resto de sus compañeros. Cada galeote recibiría secretamente, bien enumeradas y especificadas respecto a lugar y tiempo, las acciones que debería llevar a cabo, y la explicación de la importancia de guardar silencio hasta la hora precisa y, llegada ésta, actuar sin vacilación fuera o no seguido por otros. Pesofijo y algunos compañeros se habían ofrecido para deslizarse en las naves y hacer llegar a las manos de cada uno el mensaje crucial. Actuarían pronto, en tres etapas. Harían falta fuerza y destreza, conocimiento del interior de la flota, de la zona marítima en la que debía producirse la exhibición de la prueba final contra la nación rátida y, finalmente, rapidez para exterminar a las ratas y salvar las vidas de los galeotes. La apuesta era arriesgada, pero factible.
El plan, los sucesivos planes, se discutieron en voz baja en el centro de la sala, donde se habían desplegado mapas y se dibujaba la disposición interior de las principales galeras así como el litoral y el lecho marino. Fueron horas de trabajo febril, pero el entusiasmo por la empresa iba ganando a los asistentes. Apenas se interrumpían para comer y beber y sólo advirtieron la llegada de la noche por la necesidad de alumbrarse.
El margen de incertidumbre se volvió uno de los incentivos, la reacción de los galeotes no prófugos ante esta inesperada, e inusitada, opción de libertad, llena de soledad y riesgo, presentaba para los resistentes un particular atractivo. Sin confesárselo abiertamente, no confiaban en sus compañeros de las galeras, sentían profunda reticencia a asociarse con ellos en una lucha en la que, de vencer, tal vez se hicieran con los mejores frutos e incluso buscaran pactos con elementos asimilados a las ratas. Obligarlos a saltar en solitario, a renunciar a las concesiones y temores de su vida pasada permitiría a los prófugos confiar en ellos, compartir aquello que, si triunfaban, esperaban obtener, recuperar, reconstruir y disfrutar de cuanto se les había arrebatado hasta el punto del olvido.
-No va a ser fácil. – Pesofijo era de tendencia más bien pesimista por aquello del optimista bien informado. Sin embargo tanto él como los compañeros reunidos a su alrededor y que compartían pasado y fines semejantes estaban dispuestos a ir hasta el final.
-Pero ¿podréis hacerlo? – le preguntaron- ¿Llegará la consigna, y las instrucciones, a cada galeote?
-La tendrán en la mano en el momento oportuno. Y cada cual deberá decidir; por su cuenta.
Intervino Gal, que, buena conocedora de cartografía y del organigrama y estructura interna de la flota rátida, se aseguró de que no habría en el comando ni errores ni pérdidas de tiempo.
-Tened bien presentes las tres etapas: Cambio en la dirección y agrupación. Acción desde diversos puntos desde el mar y difusión de la evidencia. Sabotaje y abandono.
Todos asintieron, excepto el borracho habitual, que pidió varias veces que le fuera repetido el plan.
Entonces llegó la excelente noticia del éxito en el ataque a los Almacenes de Memoria y el Buque-Escuela. El alborozo fue general.
Lo hubiera sido menos de haber sabido que las fuerzas aliadas pro rátidas eran más numerosas de lo que pensaban y que, además, precisamente entonces iba a llevarse a cabo, con éxito, un golpe de mano del enemigo.
32
Traición y rapto.
Tras las tensión y concentración vividas, prófugos, PIL y extranjeros, integrados ya éstos últimos perfectamente al grupo y su lucha, decidieron que había que celebrar su primer éxito. Se distribuyeron vituallas y bebidas y alguien sacó su guitarra e improvisó coplillas sobre las sesiones rátidas de adoctrinamiento para llevar una existencia ecovirtuosa y dejar un cadáver impecable.
Van mis coplas en honor
del cerdo benefactor
y canto con sentimiento
a esa fuente de sustento.
de la Humanidad sostén.
Y a las ratas que les den.
Siempre de ti me acuerdo
bendito cerdo.
Nos tenían sometidos,
sin los manjares prohibidos
y con sus sanos consejos
nos volvíamos conejos.
Ni huertecillos ni nada.
Algas a la mar salada.
Si te muerdo resucito,
cerdo bendito.
Y me privan tus andares
por los prados y encinares
mientras mascas las bellotas.
Por eso, con estas notas
de mi guitarra proclamo
que te estimo, alabo y amo.
Y a las ratas huerto urbano.
¡Qué lamentable!
¡Qué lamentable
que la vida de rata
no es tolerable!
¡Qué triste es eso!
¡Qué triste es eso
el que las ratas quieran
darnos con queso!
Un compañero le cogió la guitarra y, tras inclinarse ante la concurrencia, entonó, con mucho sentimiento:
Sincero,
te digo que soy sincero.
Las chuletas de cordero
también las quiero,
las quiero.
Que yo no rechazo nada
de tierra o de mar salada.
El cantor acabó su improvisación con grandes aplausos. Offing estaba entusiasmo y achispado por la tercera ronda procedente de las bodegas de un carguero portugués. Se inclinó para besar a Gal y compartir con ella su alborozo. Y no la encontró.
– ¿Dónde está Gal?
Ni Metáforos ni los otros la habían visto hacía rato. Pasado cierto tiempo comenzaron a inquietarse, a preguntar y a mirar en las estancias interiores. Ella no estaba pero sí todas sus pertenencias.
Algo desconocido y angustioso se había instalado en el pecho de Offing y la opresión crecía a cada minuto. Entonces Orky recordó un detalle que le había parecido sin importancia:
-Óskar, mi hermano, le dijo que quería enseñarle algo curioso que había depositado el mar en la playa.
– ¿De noche? – La oscuridad ya era total y no había luna. – ¿Sólo se lo dijo a ella?
-No parecía importante. Simplemente salir un momento.
– ¿Dónde está él?
Le buscaron en vano en la sala y luego salieron al exterior, Offing el primero, y la llamaron.
Las voces se perdían en el ruido bronco del mar, que estaba agitado, con viento que soplaba hacia tierra y formaba pálidas líneas de espuma sobre la negrura de su superficie. Trajeron faroles. En el interior, cerca del acantilado, había huellas, aún frescas, no tocadas por la marea, los pies pequeños de Gal, que produjeron en Offing una dolorosa punzada de ternura, y los de Óskar probablemente. Se alejaban bastante de la entrada de la cueva. En un recodo encontraron el chal de Gal y prendido en él un mensaje:
Se dirigía al periodista de Albinia, pero también al resto, y se trataba de un rapto y de un chantaje.
Comprendieron que Gal había sido secuestrada gracias a la complicidad de Óskar, que no era un ex policía rátida arrepentido sino que había optado por continuar colaborando activamente con las ratas, hacerse espía y agente doble y vender a sus compañeros.
– ¿Tú también, hermano mío? – Exclamó Orky desolado. Había habido otros, pero aquel era el caso más inesperado, grave y que le era cruelmente cercano. El traidor había escondido una lancha, llevado hasta ella a Gal con engaños y, una vez en alta mar, se la había entregado a ratas venidas al encuentro antes de que ella, en la oscuridad, hubiera podido apercibirse de la trampa.
En el mensaje se explicaba claramente la situación: La prisionera moriría en la fosa de las medusas venenosas, tras ser sometida a interrogatorio, si no se paralizaban de inmediato los planes de los disidentes y se entregaban sus jefes y los extranjeros, que debían comprometerse a llevar a sus países y defender ante la opinión mundial la bondad universal del proyecto rátida.
El comité de emergencia sabía que las ratas no querían arriesgarse a un ataque en tierra, en terreno desconocido, y que, por lo tanto, era altamente improbable una invasión de La Cala de los Malditos. Tampoco contaban con las informaciones de Óskar porque el agente llevaba muy poco tiempo allí y carecía de conocimientos sobre los refugios. Instalaron sin embargo numerosos puestos de vigilancia. No iban a ceder al chantaje, continuarían con el plan, pero con mayor rapidez y en secreto. Mientras, un comando se lanzaría al rescate de Gal, para el que, sin esperar más, ya se estaba preparando Offing y hubo que convencerle para que aguardase a que se trazara la estrategia y se repartieran las tareas.
Incapaz de contenerse y llevado por una premura angustiosa, Offing se fue a la orilla y, adentrándose unos pasos en el agua, golpeó con los puños la superficie, con la furia inútil con la que un rey de la antigüedad lejana había azotado el mar, que obraba contra sus deseos.
Millas más allá, mientras Gal forcejeaba en el fondo de la lancha que la conducía a su fatal destino, en un mar color de tinta la galera capitana rátida acogía a una visita singular.
33
Dulcita y el Imperio de la Felicidad
La fatiga estaba produciendo sus efectos en Rata Primera, y Rata Segunda conocía bien que a las grandes euforias, sucedía el sueño. Igualísima solía caer en una agradable somnolencia al final de cada ambicioso discurso. En esa ocasión, y dirigiéndose al escogido Comité Directivo, la gran Líder les había reiterado sus planes universales. Las presentes circunstancias, el enemigo potencial al que apenas consideraba digno de atención y que sería sometido con mayor facilidad aún que en el pasado, eran detalles deleznables.
-No debemos reducir nuestro horizonte a las conquistas inmediatas. La igualdad, la verdadera, la única igualdad, la igualdad rátida se impondrá en toda la superficie del planeta, de éste y de aquéllos que se conquisten. Tengo un maravilloso sueño. Nuestro ideal, en parte realizado, se halla tan sólo en sus comienzos. Hay que ser audaces, compañeras. Algunas de las nuestras parecen temer, dudar de nuestro destino.
Los miembros del Comité Directivo se habían mirado con cierta inquietud. Las divergencias de opinión no siempre eran bien aceptadas por Igualísima y algunas desapariciones daban fe de ello. Corrían, en el mayor secreto, relatos sobre ratas de alto rango a las que se había invitado a un paseo por la borda para discutir estrategias y que parecían haberse evaporado sin dejar más rastro que el ruido apagado de un breve chapoteo.
Habían convencido a Rata Máxima para que se tomara un merecido descanso y se prepara así para las duras pruebas que las esperaban y la Líder dormía apaciblemente, mecida por las olas y por la certidumbre de su victoria, no ya sobre unos rebeldes de poca monta, sino en todo el orbe.
Ahora las que estaban más cerca de ella entre los miembros del Secretariado podían hablar. Rata Segunda y Rata Parda sabían que el hermoso ideal del universo rátida, de la Nación Igualitaria, que englobaría a los receptivos países actuales era indiscutible en la teoría pero que en la práctica había que proponerse metas más asequibles y cercanas. Actualmente no tenían posibilidad de extenderse y fundar rápidamente su imperio por doquier luchando solas. Su porvenir, por lo pronto, estaba en ocupar zonas de dominio de extensión razonable y compartir el planeta con no-rátidas de semejantes visión y ambición. Había para todos. Las diferencias entre los grupos con los que habían tomado contacto eran salvables y la alianza provechosa. Esa misma noche esperaban mucho de una inminente visita. Que les fue anunciada por los guardias.
Dulcita entró en la sala. Era humana. De pequeña le pusieron Dulce María del Escapulario, trauma que luchó por superar toda su vida, así que se llamaba Dulcita, aunque también era conocida como Rata Gorda por el curioso efecto circular que producía: Llenaba la estancia, se movía ondeando los ropajes que la cubrían, en los que se alternaban dibujos infantiles y el blanco y el negro. Siempre lucía algunas florecitas en el pelo y un broche con un iceberg en vías de desaparición roído por el cambio climático.
La acompañaba un reducido séquito, en el que llevaba la voz cantante su joven y probable sucesora, Kimy, a la que unas apodaron Ratafina y otras Pijirrata. Ambas se complementaban notablemente. Dulcita se expresaba con aparente moderación y consideración hacia sus adversarios y solía interrumpir su discurso con llamadas a la paz, la fraternidad y el amor que desconcertaban a sus oyentes. Entonces Kimy tomaba la palabra y, en un tono cantarín en el que se transparentaba su conmiseración por la ignorancia del oponente, cubría de improperios y denuncias a cuantos no pertenecían a su movimiento de la Felicidad y la Bondad Completas.
-Al fin hemos llegado. No ha sido un viaje fácil, pero el afecto, el entendimiento, el gran ideal que nos une acorta las distancias. -Dulcita se había lanzado efusivamente a abrazar a las dirigentes rátidas, que, no acostumbradas a tales demostraciones físicas de afecto, imitaban torpemente sus gestos.
Kimy se mantuvo más distante y se limitó a estrecharles las patas, eso sí, con gran energía, y a dirigirles un breve saludo durante el que, por unos instantes, se detuvo desconcertada. Dudaba respecto al tratamiento a emplear. Acostumbrada, con una férrea disciplina, a decir todos los nombres y adjetivos -tenía un ambicioso plan lingüístico para modificar asimismo adverbios y verbos- por partida doble haciéndolos terminar en -a y en -o, en la presente circunstancia advertía la dificultad de hacerlo con la palabra rata. Tal vez el muy apreciadas y apreciados ratas hembras y ratas macho no fuese del agrado de sus interlocutores e incluso la acusaran de innecesaria discriminación de género, desigualdad ya superada en la nación rátida. Se limitó a un ¿Qué tal? y a una sonrisa.
Dulcita, expansiva y segura de sí, se lanzó enseguida al punto principal: La configuración futura del mundo, o buena parte de él, tras su alianza.
El reparto se basaría en las zonas de ocupación y/o decisiva influencia.
– ¿Igualísima descansa? -se interesó por la salud de la Líder- Oh, sí, que esté en la mejor forma posible. Su presencia y la fuerza de sus ideales son y serán nuestras mejores armas. Vosotras, queridas compañeras, ofrecéis la igualdad suma. Bien, bien. Pero mi partido, mi numeroso grupo, tiene como primer y principal punto la Felicidad Completa, noche y día, para todos y cada uno de los seres. Y la programamos con todo rigor.
– ¿Qué acciones habéis desarrollado últimamente? – Rata Tercera apuntaba con aplicación.
-Nuestro mayor éxito ha sido la fundación, extensión e implantación urbi et orbi del Club de Víctimas, en muchos aspectos autónomo de nuestro partido. Trabajamos de manera incansable para crear, avivar y promover la conciencia del ancestral, radical y ubicuo agravio. Nos llueven los militantes, sin oposición alguna por parte de los sistemas establecidos porque ¿quién se atrevería a declararse contrario a la bondad de nuestro propósito, a la popularidad de nuestras reivindicaciones, a la lluvia de resarcimientos en prestigio, titulaciones, cargos, al reparto a los agraviados de oro y bienes?
– ¿Cómo haréis para entregar tantos dones a las masas que se vayan sumando? Porque, si hemos comprendido bien, la balanza entre víctimas y los que las resarcen con pagos se irá desequilibrando. -Rata Ecónoma solía ser lógica y precisa.
Kimy Ratafina intervino oportunamente porque Dulcita parecía proclive a dudas y vaguedades y estaba murmurando algo sobre el amor planetario.
-Trabajamos para el FUTURO -subrayó la palabra para que se entendiera que era con mayúsculas, como la escribían en sus documentos- El futuro es nuestro, lo será rápidamente. Las masas no pueden verlo, todavía están formadas por componentes individuales, carecen de la luz de Rata Máxima, de la Igualdad Suma. Por eso nuestra alianza será magnífica. Ya vais conociendo algunos de nuestros logros.
-Sabemos, por crónicas que nos envían nuestras compañeras de las alcantarillas, que donde mandáis van desapareciendo las ciudades, la red viaria, los medios de comunicación, y que están en marcha grandes proyectos de recuperar la jungla primitiva donde hoy se alzan lamentables centros comerciales y lugares de vicio individual malsano.
Kimy sonrió con modestia y dio un paso atrás señalando a su compañera.
-Gracias a ella -dijo
– ¿Y lo del reparto de queso y demás bienes? -insistió Rata Ecónoma.
Dulcita se había recuperado de la confusión beatífica en la que a veces se sumía y respondió con firmeza, echando de vez en cuando un vistazo al discurso que había traído escrito y que pensaba repartir, finalizado el encuentro.
-Llegados a esa etapa del futuro, que nos pertenece, haremos cuentas precisas. Los hábitos habrán cambiado gracias a la completa supervisión de los hábitos cotidianos y a la fragmentación y control de los núcleos de las diversas poblaciones que, además, se vigilarán y denunciarán unas a otras a la menor sospecha de ataque a la completa igualdad de civilizaciones y culturas, lo que probablemente reducirá su número, minimizará sus demandas y hará desaparecer reclamaciones y protestas. Ya hemos convencido a buena parte de la población indostánica para que recuperen prácticas desterradas por presiones foráneas, como la quema de las viudas en la pira de sus maridos, y prosperan gracias a nuestro apoyo mediático las alegres lapidaciones de los viernes en Oriente Medio. Nuestra ambición va más allá, porque el vasto pasado nos ofrece inagotables reservas de víctimas, populares usos aborígenes erradicados por fuerzas opresoras, artísticas infibulaciones africanas. Por ejemplo, defendemos el sano canibalismo; también en los actuales descendientes de la nación fenicia el sacro rito del sacrificio de los recién nacidos primogénitos. O no primogénitos; hay que tener criterios amplios. El futuro…
Asustadas por su elocuencia, las ratas la interrumpieron para recordarle que más tarde continuarían la apasionante relación pero que, por lo pronto, debían regresar a sus tareas de planteamiento estratégico.
-Vuestra lucha es la nuestra -dijeron a coro Kimy y Dulcita- Permitid que os entreguemos el presente de amor y buena voluntad que os hemos traído
Depositaron en la mesa una bandeja y Kimy explicó a las ratas, golosas pero suspicaces:
-Es una escogida muestra de las Magdalenas de la Felicidad, obra de las propias manos de nuestra Líder, la gran Bienhechora.
Dulcita recibió los plácemes con modestia y añadió:
-Esperamos que os complazcan. En el luminoso e inminente porvenir que nos aguarda se fabricarán por millones y serán ingeridas cada mañana, sin falta, por cada ciudadano. Nuestros planes incluyen, en atención a nuestras fieles aliadas, variantes con queso.
La Directiva rátida se puso en pie, para asegurarse de que las visitantes habían comprendido que era el momento de la despedida y para corresponder al presente, y dijeron:
-Continuaremos esta conversación en momentos de mayor disponibilidad. Rogamos a la Líder que acepte el nombramiento de Rata de Honor.
Visiblemente conmovida, Dulcita se inclinó y agradeció la deferencia. Además Rata Segunda, atenta a los detalles y a las posibles sucesoras, no quiso dejar partir a Kimy sin algún presente significativo y puso en sus blancas y finas manos una historiada y bella caja de cerillas en la que se leía Incendiemos el pasado abominable y el presente detestable.
-El futuro es para los jóvenes- le dijo.
La joven promesa del Imperio de la Felicidad aceptó el regalo con manifestó placer y cierta sorpresa de que las ratas hubieran leído sus pensamientos.
Entraron algunos guardias:
-La embarcación de regreso está lista.
Y, tras efusivos adioses, las representantes del nuevo orden sano y dichoso, según rezaba su programa sociopolítico, salieron.
Las ratas intercambiaron algunos comentarios:
-Por ahora, nos convienen como aliados.
-Pero ¡qué poca precisión! – Ecónoma revisó sus notas- No habrá población suficiente para abonar tantas indemnizaciones y para mantener, gratuitamente y con privilegios, a las innumerables víctimas.
-Creo que llevan algún tipo de pequeñas gafas. -añadió otra. – No ven a nadie concreto, ni el presente. Sólo eso que llaman “Futuro” con mayúsculas. Es curioso.
-Nosotras a lo nuestro, compañeras.
-No son de fiar.
Y, por si acaso, tiraron las Magdalenas de la Felicidad por la borda.
34
Reparto de papeles
Pesofijo y los suyos se deslizaban por todos los entresijos de los buques, que conocían muy bien. Trabajaban día y noche. En principio el plan había sido aprovechar las sombras, pero el tiempo apremiaba y la zona donde debía librarse el combate y sacar a la luz el arma estratégica estaba aún lejos.
Desde el palo de mesana a las bodegas, por cada uno de los pasadizos a los que daban acceso tablas marcadas y hasta en las bocas de los mascarones de proa se habían trazado simples mensajes, indicaciones elementales que proporcionarían escasa información a las ratas si eran descubiertos. Lo esencial era que en el momento acordado cada galeote estrechara en su mano la nota que le indicaba, de forma individual, su oportunidad de opción y de acción, en tiempo y lugares muy precisos. Nada les respaldaba, no existían interpretaciones previas ni el abrigo de los líderes. Sólo una apuesta y el riesgo.
Reinaba una atmósfera de tensión y pocas palabras. El premio, vago e improbable, era solamente una libertad desacostumbrada e incierta en la que cada cual se hallaría de repente librado a sí mismo, a lo que valiera y obtuviera. Claro, habría que encargarse de los más débiles e indefensos, de aquéllos que habían ido siendo borrados poco a poco de la visión pública por las ratas de forma que no se dispensaran en ellos recursos y que no se plantearan interrogantes molestos. A los galeotes no les gustaban las ratas, pero se habían acostumbrado a ellas y a su propia situación, por la seguridad que éstas proporcionaban y porque la falta de competencia y de oportunidades de distinguirse, avanzar y cambiar había prácticamente erradicado entre ellos el sentimiento de la envidia. Sin que, por ello, no existiesen pequeños privilegios, expectativas y dones ocasionales que las ratas, que manejaban con no poca astucia esos resortes, destinaban a grupos escogidos. A mayor escala, la directiva rátida apoyaba y promocionaba el trato específico a cada galera, de forma que los galeotes se sintieran a la vez superiores y agraviados por los de los demás buques, en especial por los más cercanos y de mayor tamaño, y se había llegado a simultanear las consignas de perfecta igualdad con alabanzas y distinciones diversas que incluían la posibilidad de banderas propias y de mascarones, de pequeño tamaño y situados en la popa, adornados con retratos de imaginarios antepasados heroicos.
Estaban además los galeotes ayunos de referencias. En su mayor parte ni sabían ni recordaban más pasado que el que se les había explicado en el Barco-Escuela y suministrado desde los Almacenes de Memoria. Y éste era un pasado confortable que les prometía continua asistencia presente y futura, puesto que habían sido salvados en su momento, y tras un salvaje ataque al Buque Correo, del lamentable, nefasto, traidor, falaz y codicioso grupo que los gobernaba y que se componía en realidad de discípulos y descendientes del abominable Diktátor, en el que se concentraron todos los males y cuya sola mención, si no iba acompañada de rituales de odio y rechazo, implicaba la condena inmediata.
Las naves bogaban en la oscuridad pobladas de susurros, preguntas que no requerían respuesta, manos que apretaban y luego releían la particular tarea a cada uno encomendada. Nadie se explicaba que fuera personal e intransferible, pero se guardaba el secreto no tanto por obediencia como por curiosidad y por cierto temor a que sus vecinos recibieran, si cumplían adecuadamente, premios que a quien no lo hiciese le estarían negados.
Esa noche, que había sido elegida por la falta de luna y favorecida por la ligera niebla, los barcos cambiaron de rumbo, tras un habilidoso manejo de los planos e instrumentos de orientación. Las tripulaciones empezaron a encontrar en las aguas a las que se aproximaban algo familiar, incluso los más jóvenes habían oído relatos. Se situaron formando un amplio círculo. Jugaban con las directivas mismas de las ratas, que por su parte, habían escogido esa formación estratégica para la previsible batalla, dejando tres pasillos para facilitar el cambio de movimientos.
Las ratas, por su parte, estaban absortas en el plan que iba a representarles un gran ahorro de energía. Incluso con esfuerzo, no podían tomar demasiado en serio a los prófugos ni a sus colegas galeotes. Los habían visto, en su época de ciudadanos, rendirse apresurada y anticipadamente con tal de que se les garantizara salvación de atentados masivos, abominación colectiva de la era de Diktátor y paz tan completa como la quietud en aquel momento de las aguas del océano. Rata Máxima había insistido en el derroche de fuerzas que significaba presentar batalla ellas mismas a aquellos fugados, que eran en buena parte fruto de la miseria física y la confusión intelectual. En eso el resto del grupo directivo estuvo de acuerdo porque ninguna experimentaba el menor deseo de capitanear abordajes, aceptar el almirantazgo o ver peligrar sus reservas de queso. Así pues se había decidido recurrir a los Mercenarios Light, a los Mustélidos y a los PIF, la facción de Piratas Irredentos Fundamentalistas, útiles por su desprecio a la vida, muy comprensible teniendo en cuenta la que llevaban pero incómodos por lo impredecibles.
El principal ataque debía llevarse a cabo desde dentro, privando a los Prófugos de jefes, documentación y estrategas y debilitando la voluntad de los más notorios, entre los que se encontraban unos personajes en apariencia débiles e inocuos pero que representaban el peligroso enlace con el exterior y el riesgo de cambiar la opinión, hasta entonces muy favorable, que se tenía internacionalmente de la nación rátida.
-Ya tenemos aquí al arma de la que habíamos hablado. Y se ha transmitido el mensaje del precio del rescate. – Gorgony era extraordinariamente persuasiva y además, pensó Rata Segunda, en ese momento estaba arrebatadora, con su fino vestido talar que parecía prometer en cada curva un placer y pedir un roce.
– ¿Y cuándo llegue el rescate? -le preguntaron.
Gorgony los miró con cierta conmiseración por su inocencia y sonrió mostrando los agudos colmillos que llevaba, por solidaridad, al estilo de las ratas.
-Lo del rescate es pura fórmula. Nos quedaremos con los planos, documentos y con cuanto hemos solicitado, que no es poco, y además, por supuesto, con los emisarios y con aquéllos que pedimos como rehenes. Ninguno volverá.
-Bien, pero ¿nos bastará para anular el movimiento, para vencer completa y duraderamente?
-Por supuesto. Al enemigo le pierde la importancia que da a los individuos. Carece de los firmes principios encarnados por Igualísima.
– ¿Nos bastará con la información que nos traigan?
-Claro que no. Pero sí con la que nos proporcionará la prisionera.
35
Tercer grado
La travesía, maniatada y tendida en el fondo de la lancha, no había sido cómoda. Un preludio de lo que la esperaba, y Gal lo tomó como tal, controló su tensión y se fijó, más que en su propio cuerpo, en las circunstancias y personajes, tanto conocidos e incluso inmediatos como en aquéllos a los que previsiblemente iba a enfrentarse. Estaba avezada en la supervivencia pero aquella vez no se trataba sólo de la suya sino de la del conjunto de los prófugos y, más allá, de la de las previsibles víctimas de la expansión rátida.
Sumida en la oscuridad y en el ruido del motor, procuró reflexionar sobre el horizonte más allá del suyo: La expansión rátida, su toma de poder, no era una cuestión local ni banal, como se la había querido representar en un principio. Ni siquiera su peligro principal era el físico ni las bajas, las víctimas tradicionales en los golpes de Estado y las guerras. Muchos desaparecerían pero a los más los necesitaban como rebaño. El programa de Igualísima era claro, y en él no había lugar para la gente como ella excepto como sirvientes, productores y colaboradores silenciosos. Y, finalmente, como materia reciclada en Aprovechamiento de Recursos Humanos. En el proyecto, de aparente homogeneidad y al tiempo necesariamente fragmentado en infinitos mosaicos de intereses, ningún espacio habría para individuos y libertades, para cuanto era mejor y sobresalía. Y Gal quería ser libre, pero no sola.
La sal le había resecado los labios. Se pasó la lengua por ellos y aún tenía el sabor de los de Offing.
Llegados al barco, los que la llevaban la levantaron, la alzaron a cubierta y la arrastraron entre dos hasta la bien guardada sala de reuniones. Mentalmente Gal repasó sus conocimientos de los planos y de la flota. Como medida estratégica, no existía una sola nave capitana, aunque muchas se disputaban el título, sobre todo en actos oficiales y comunicaciones cara al público. La peculiaridad de aquella armada singular residía sobre todo en la disposición secreta de sus fondos, por debajo de la línea de flotación y diseñados con un sofisticado y minucioso cálculo de equilibrio. Un mundo submarino duplicaba el volumen del barco, se extendía en un laberinto de niveles de vías de comunicación vigiladas.
Le habían vendado los ojos, y se sintió descender llevada prácticamente en volandas por sus raptoras. El olor a aire salado del mar se transformó en vaho de humedad, viejo salitre, aceites, sebo, hierbas, humo, agua dulce mezclada con otras materias y, finalmente, nada apenas excepto la impresión de ausencia de corriente en un espacio cerrado. Cuando le quitaron la venda ante sí vio a Gorgony, y las ratas del gran consejo detrás de ella.
-Ya hemos enviado las condiciones para liberarte, con entrega de relación detallada de planos, listas y cuanta información habéis sustraído, además de otros datos que precisamos y de presentación aquí de informadores extranjeros que actúan como espías subversivos. – le dijeron de entrada. No parecían querer andarse con preámbulos.
-Ahora nos contarás cuanto sabes y responderás a lo que te preguntemos-añadió una asistente mientras Rata Ecónoma y sus adjuntas se disponían a tomar notas cuidadosas.
Terciaron, casi a coro, Rata Máxima y Rata Segunda:
-Es de gran importancia que la facción que nos es fiel y afín de Piratas Irredentos proporcione un documento, que se hará público, sobre el gran peligro que planea sobre nuestra sociedad, humanos incluidos, si, como en el pasado, ocurren mortíferos atentados, de los cuales sólo nosotras hemos demostrado que podemos protegerla.
Gal habló, escuetamente, por primera vez:
-Nada que decir.
-Oh, ya lo creo que lo harás. Podemos ser muy persuasivas. – Gorgony dedicó a la prisionera una extraña y gran sonrisa que le llegaba casi hasta los adornos de ratas doradas que llevaba en los hombros.
A Gal le era imposible calcular el tiempo. Estaba en una de las partes más profundas del barco, atada a la silla de interrogatorios. Se mantenía tenaz en su silencio. Entonces comenzó la tortura. Y fue lingüística.
El equipo de tratamiento de reos pertinaces estaba orgulloso de su especialidad: La tortura acústica. Habían estudiado sus efectos psicosomáticos, experimentado su eficacia con cobayas y con galeotes destinados a Aprovechamiento de Recursos Humanos y habían defendido ante quienes hubiesen preferido métodos más tradicionales la limpieza de aquel tratamiento, su bajo coste y su aplicación fácilmente dosificable que, llegados al tercer grado, llevaba al reo al desenlace fatal.[2]
Primero los altavoces transmitieron agudos chillidos pertenecientes al código comunicativo de las ratas pero extremadamente incompatibles con el oído humano. La prisionera resistió. A continuación invadió la sombría estancia un lied teutón en versión japonesa adaptada. Se repitió varias veces y fue duro incluso para la brigada rátida, pero no dio el fruto esperado por los verdugos. Finalmente, tras consultar con la mirada a Gorgony y la dirección, se decidió recurrir al tercer grado. Se aseguraron primero de la solidez de las ligaduras que ataban a Gal al asiento y de que sus propias orejas estaban bien protegidas y pusieron en marcha el reproductor. Consciente de lo que la esperaba, Gal respiró profundamente y se propuso afrontar con valor su destino.
El tercer grado acústico era una tortura extraordinaria prevista para casos especiales. Se basaba en la reiterada audición de discursos, diálogos y poemas en la lengua butifalana, desde diversos ángulos y con variaciones en el volumen. El butifalano se hallaba en cabeza del ranking de las lenguas más feas del universo conocido y se consideraba el medio comunicativo más cacofónico de los utilizados por especies desarrolladas Por ello sólo lo empleaban, allende las fronteras del territorio originario castigado por el destino con tales fonemas, aquéllos sobre los que se ejercían presiones, terribles amenazas o a los que se ofrecía a cambio grandes sumas de dinero. Incluso sus hablantes nativos se sometían, en cuanto se lo permitían sus medios, a tratamientos de estética lingüística, disimulaban su terrible acento y renegaban de su utilización. El respaldo financiero y maniobras diversas habían, sin embargo, logrado en foros internacionales que el butifalano fuese declarado “Lingua Pulchérrima” como título oficial y “Lengua Bellísima” como epíteto constante, de forma que nadie la citara sin añadirlo y sin exaltar su singular hermosura, y de manera que cualquier alusión se acompañara de loas y ditirambos directamente proporcionales a su extraordinaria e incuestionable fealdad real.
Su comité de promoción lingüística, generosísimamente retribuido, había incluso creado un panegírico que debía repetirse, puesto en boca de los mejores tenores, en actos oficiales. Éste, llamado “Oda a la Lengua Butifalana”, era:
¡Butifalana, la más hermosa!
Dice la plebe que es horrorosa
pero nosotros por cada hablante
pagamos oro rico y sonante.
Butifalana, lengua genial,
de nuestro pueblo marca ancestral.
Butifalano el acento es
del Dios que hablaba con Moisés.
Butifalana, la señorial,
tan armoniosa, tan musical,
plena de ritmo, plena de gracia,
propia de gente de aristocracia.
Si la plebe, en su bajeza,
no admite nuestra belleza
nos deben pagar la estética
por la nobleza genética.
Los políticos nefastos
subvencionan nuestros gastos.
La propaganda al final
nos sale gratis total.
Sea o no agradable el son,
el doblón es el doblón
y los doblones ajenos
suenan el doble de buenos.
Butifalana tenía un curioso origen onomástico. Butifalia era un epónimo. Se contaba desde antiguo que venía del nombre de una doncella llamada Butifalina, tan poco agraciada como ricos e influyentes eran sus padres. En aquellos tiempos lejanos era uso proveer a las hijas casaderas de dote en vistas al mercado matrimonial. La tarea con ella no fue fácil. Incluso los jóvenes más acuciados por sus deudas, su ambición o sus padres la rechazaban. En Butifalina eran directamente proporcionales las joyas y riquezas con las que sus progenitores la cubrían a la extraordinaria fealdad de la hija y lo desagradable de su trato, que sólo sus padres, por el lógico amor, eran incapaces de percibir. Es más, éstos se empeñaban en repetir a cuantos les escucharan las alabanzas a su retoño y, por ende, a ellos mismos y a su estirpe, cuyos orígenes hacían remontar al Arca de Noé. Incluso se hizo nacer por entonces el romántico mito de que la musicalidad de su idioma procedía del trino de los ruiseñores del Jardín del Edén. Así pues quedó Butifalina como el prototipo de la imposibilidad de velar con dinero la desagradable evidencia, y el nombre pasó, del grupo y el lugar, a calificar a la región y a su lengua en sí.
Fieles sin embargo a la tenaz ceguera que a sus antepasados había caracterizado, los butifalanos continuaron en el empeño de reivindicar el epíteto bellísima en menciones sociales y oficiales, lo impusieron sin reparar en métodos ni gastos, que cargaban hábilmente a cuentas ajenas, y contrataron y distribuyeron a agentes que, en días, horas, latitudes y países distintos, dijeran en voz alta ante testigos alguna frase en butifalano para así reivindicar la extensión mundial de su lengua. Aquélla que estaba siendo muy útil como instrumento para los torturadores de Gal.
-Y ahora estos versos-el verdugo pulsó el botón con una sonrisa perversa.
Una lluvia insufrible de sonidos velares y palatales se derramó desde los altavoces. La galeote de la resistencia se retorció mordiéndose los labios hasta sangrar. Gruesas gotas de sudor perlaban su frente. Pero no pidió piedad.
– ¡Continuad! Pasad al fragmento de teatro clásico adaptado y con acompañamiento instrumental. – y dirigiéndose a la prisionera- Aún puedes salvarte. Los documentos que debes firmar están preparados, y en cuanto tengamos lo que pedimos serás libre.
Ella negó con la cabeza, sin fuerzas para expresarse de otro modo. Un gemido sofocado fue su única respuesta ante la terrible tortura.
-Pasemos pues al tercer grado- ordenó la rata dirigente.
La ópera en butifalano sobre las bellezas de la región llenó las ondas con una cacofonía de nasales difícilmente soportable incluso para las ratas provistas de acolchadas orejeras. Gal perdió el conocimiento.
El grupo rátida comenzaba a dar signos de fatiga.
-No conseguiremos nada con ella.
-Pasemos a la solución final. Reanimadla.
36
El Foso de las Medusas Venenosas
Las dos galeras se habían situado juntas, unidas por pasarelas. Eran el corazón secreto de la flota rátida y la Directiva opinaba que era bueno animar a la tropa con cierto ritual y, de paso, hacer ver a los galeotes la suerte que esperaba a los tibios y desertores. El Galeón de los Ritos Oscuros cabeceaba junto a la Galera Místico-Planetaria.
-La escenografía nunca viene mal. – afirmó Rata Máxima.
De nada servía acabar rápidamente con la prisionera. Había que rentabilizar su muerte, y el inútil tiempo de tortura en ella empleado. El departamento científico de la nación rátida estaba experimentando con poderosas armas biológicas, que el océano les suplía en abundancia, y, aunque no habían llegado todavía al concentrado letal, disponían de los sucesivos estanques experimentales que actuaban como filtro selectivo. Con manipulaciones diversas de numerosos tipos de medusas, en especial de las australes, habían logrado concentraciones importantes de ponzoña, no ya instantánea, sino capaz de causar plagas, alterar conductas, inducir al suicidio y a la aplicación de la eutanasia para todos los públicos, inspirar deseos irresistibles de correr en todos los maratones y eliminar de los sujetos el deseo de libertad individual.
El mar, antes en calma, había comenzado a agitarse en rizos de superficie ligeros pero que, al chocar con el casco de los buques, producían ruidos diversos. Que no permitieron a las ratas percibir los que produjeron las lanchas de prófugos. En principio Offing había decidido partir solo, Metáforos se le unió casi a la fuerza, cuando ya estaba en el agua, y le convenció de que el rescate de Gal era de enorme importancia, no ya por ella misma, sino también porque de la información que poseía podía depender el desenlace de la guerra. Por ello otros los siguieron, aunque a distancia por la ventaja que les llevaban.
– ¡No llegaremos a tiempo! -decía Offing.
-Sí- aseguró Metáforos- Tranquilo. No la van a eliminar rápidamente, no les interesa en absoluto.
De haber visto lo que ocurría en el Galeón de los Ritos Oscuros se hubieran sentido más inquietos. Se había organizado una ceremonia de terror en la que la directiva rátida mostraba a los jefes de grupo de los galeotes a una Gal amordazada, a la que se presentaba como una perversa estriborita que, junto con otros prófugos peligrosos, pretendía continuar la dinastía de Diktátor y sojuzgar, con su insufrible dictadura, a los humanos como ya había hecho en tiempos pasados el tirano infame en el que todos los males se resumían.
– ¡Os estamos salvando de nuevo! Como ya hicimos tras el episodio del Buque Correo. – gritaba Rata Segunda- ¿O preferís esto?
Y, con un gesto teatral, descubrió la imagen de Diktátor. Hubo un retroceso espantado en el público. Realmente pocos sabían algo concreto de la época del Mal Terrible y de su encarnación y representante, pero la fabricación del relato histórico y la labor pedagógica de los Almacenes de Memoria habían hecho su efecto y las ratas aparecían como benévolas garantes de la seguridad en el tibio reducto de las bodegas donde podía contarse con la pitanza diaria.
Rata Segunda aprovechó la ola de temor fácil de transformar en indignación y venganza:
– ¿Qué merece? – preguntó señalando a la prisionera.
– ¡La muerte!, ¡La muerte!
-Hay otros como ella, que quisieran resucitar al…Innombrable- señaló la estatua que se erguía su espalda. – ¿Estaréis dispuestos a luchar contra los traidores, agresores, apoyados por oscuras potencias del exterior?
Se situó junto a Máxima y los demás. Convenía dar una imagen de unidad. Esperaban una sonora y múltiple adhesión, pero ésta no fue ni tan intensa ni tan unánime como habían previsto. Las ratas, desde luego, apoyaron a la Directiva con fervor, pero los galeotes, agrupados en los extremos, no parecían demasiado entusiastas e incluso se observaban en algunos sectores sospechosos silencios. En el colmo del atrevimiento, se oyeron algunas voces, cuyos autores no pudieron ser identificados:
– ¡Que hable la prisionera!
-Todavía puedes salvarte- susurró a Gal Gorgony en el oído. Se había aproximado estrechamente a ella y enroscado en sus largos dedos puntiagudos el pelo de las sienes de la prófuga jugueteando con él. Gal se apartó los centímetros que la presión de los guardias que la sujetaban le permitían. Gorgony le inspiraba mucho más temor que las ratas, de ella emanaba un olor y una sensación extraños, un mensaje implícito, dirigido a la cautiva, de proximidad particularmente peligrosa, una avidez fría.
Gorgony, a su vez, también pareció percibir el rechazo con ira. Dijo en voz alta:
– ¡Confiesa! Y si no, mira lo que te espera.
Suavemente una parte del suelo, en la zona frontal, se había ido deslizando, entre los pies de la imagen de Diktátor. Revelaba un reducto largo, de aguas oscuras, en las que se adivinaban diversas formas, vivas y flotantes.
Todos conocían que se trataba del Foso de las Medusas Venenosas y que no sólo era la muerte sino la peor de las muertes. Se extendía, por un complicado sistema de esclusas, a gran profundidad y extensión, con diversos compartimentos que recordaban a una gran cueva submarina, iluminados por las descargas fosforescentes de las formas gelatinosas que lo habitaban. En la superficie, entre burbujas que venían del fondo, a veces sobrenadaba un tentáculo erizado de púas y ventosas, un pico ganchudo semejante al de las aves, una corola hambrienta compuesta por varios círculos de filamentos que se agitaban sin cesar pidiendo presa.
Pero Gorgony no los temía, incluso parecía hallarse en su medio cuando se inclinó sobre el borde y acarició, con la misma mano con la que había jugueteado con los rizos de la prisionera, la superficie globular translúcida de una gran medusa, de un verde ácido estriado de líneas irregulares que cambiaban sus tonos del fucsia al carmesí.
El silencio en la sala era total. Gal había palidecido e instintivamente sus pies se negaban a avanzar. Los guardias la empujaron.
-Es tu última oportunidad. Háblales, que lo transmitan a los otros galeotes.
Rata Máxima decidió poner también algo de su parte y hacer pesar su prestigio, que siempre la mantenía, por razones de estrategia, distante. Colocó en el centro del improvisado escenario su cuerpo que en esos momentos irradiaba blancura y dio a su voz los tonos de excelsa bondad:
– ¿Qué no haríamos por vuestro bien, por la felicísima sociedad y maravilloso futuro que os ofrecemos? Incluso nos resignamos a acudir a estos métodos para evitar sabotajes y males futuros. Sabemos, incluso mejor que vosotros todos, puesto que ratas y humanos compartimos el mismo ideal, vuestra aspiración suprema, y nuestro enemigo común, que es la desigualdad abominable. El paraíso está próximo, pero no sin lucha. ¡Seréis todos igualísimos, como yo! Nos envidia el resto del orbe, donde la injusticia en sus enormes variantes hace estragos. ¿Existe acaso superioridad alguna, en bienes, en prestigio, en forma de existencia, que no se deba al robo? ¡A la lucha, compañeras! Y compañeros. Sed igualísimas, como yo.
-Y tú, agente miserable de los comunes enemigos, confiesa- Una rata de cierta jerarquía en el Secretariado, deseosa de hacer méritos y convencida de la oportunidad del momento, arrancó la mordaza del rostro de Gal. No esperaba la rapidez con la que la exgaleote se lanzó sobre Gorgony, la mordió y sin soltar la presa de los dientes dio con ella en el suelo, muy cerca del borde del foso.
Todo sucedió entonces de forma vertiginosa, una serie de acontecimientos inesperados y prácticamente simultáneos que distrajeron la atención de los guardias, que no sabían dónde acudir. Por una parte de las filas del fondo, entre los galeotes, surgió una voz:
– ¡No queremos ser iguales!,
Y a ella siguieron otras. Rata Segunda advirtió la urgencia de su intervención. Por carismática que pudiera resultar Líder Suprema, en aquel preciso momento lo que hacía falta eran las dotes de ideólogo y de propagandista de la Jefe, que ella era, del Secretariado. Desplazó del primer plano, con una brusquedad disimulada pero perceptible, a Rata Máxima, y planteó a la audiencia:
– ¿No queréis ser todas, y todos, víctimas y, por lo tanto, vivir perpetuamente de manera gratuita, mimadas y nutridas por las compensaciones que estarán obligados a otorgaros los ancestrales culpables?
Del inquieto grupo de los galeotes surgieron esta vez más voces:
– ¡No! ¡No queremos ser víctimas!
Casi al tiempo, como si se tratara de actos coordinados aunque era puro azar, se abrió con un gran golpe de viga a modo de ariete la gran puerta y aparecieron Offing y Metáforos. No solos. Enseguida los tripulantes de otras embarcaciones, que habían logrado darles alcance, irrumpieron por los respiraderos comunicados por túneles con la cubierta. Se generalizaron la lucha y el desorden, para gran desesperación de Offing que no alcanzaba a ver lo que sucedía en el suelo, al otro lado de la sala.
Mientras, del exterior, en esos instantes particularmente oscuros que marcan el final de la noche, llegaban ruidos extraños.
37
Duelos en Diktátor
Offing avanzaba braceando en una maraña de ratas. Había logrado distinguir a Gal y gritó su nombre. Ella lo vio y respondió pero en aquel momento luchaba por su vida. Las iras del comandante de los guardias se habían dirigido hacia la rata que había quitado a Gal la mordaza y no se molestó en maniatarla como ordenado. Los usos rátidas eran expeditivos y la culpable fue precipitada, de un violento empujón, en las turbias aguas del foso. Sus habitantes se dedicaron a aquella presa pronto cubierta por las medusas venenosas, lo que hizo que Gorgony reparara en la proximidad de Offing y se zafase de Gal. Tenía un nuevo enemigo, que le resultaba más apetecible. En lugar de ataques convencionales se lanzó sobre él con una terrible sonrisa, se pegó literalmente al cuerpo del periodista y buscó su boca con el afán de una inteligente jalea verdosa al tiempo que lo mantenía abrazado con sus largas extremidades y puntiagudos dedos.
Desde el rincón donde se había retirado la Junta Directiva, Rata Segunda observaba la escena con evidentes muestras de desagrado. El pálido rostro de Gal había enrojecido de ira y, armada del primer objeto que encontró a mano, avanzó hacia el lugar donde se desarrollaba aquella mezcla de agresión e intento de seducción. Pero, ante ella, otros contendientes y Metáforos se alzaban ahora en una confusa marea de enfrentamientos y de ratas. Además estaba claro que éstas habían recibido órdenes secretas de proteger a los miembros principales de la Directiva y un cuerpo selecto formaba, con la técnica del muro dental, una barrera, unas sobre otras, entre la batalla que se había desencadenado y la parte frontal de la sala por la que estaba claro que habían huido los dirigentes. Offing liberó su cara del terrible abrazo y gritó:
– ¡Gal! ¡Cuidado, Gal!
– ¡Estúpido! – le espetó Gorgony. – Yo valgo mucho más que ese ejemplar vulgar de tu especie. Soy lo que te conviene, la adaptación, el nuevo régimen. Tengo amigos, soy el futuro. -Con sus largos, fuertes y flexibles brazos empujó los hombros de Offing para que tuviera suficiente distancia como para contemplar su rostro, terso y brillante como una pieza de jade- ¿Vas a compararme con…eso, con ese espécimen defectuoso humano? -Proyectó en dirección a Gal un filamento de espesa saliva- -Es casi vieja, será vieja. ¿Has visto mi tersura? Cambié de piel hace dos semanas. Lo haré tantas veces como me parezca necesario.
Durante unos instantes Offing se sintió apresado por su fuerza, por la sensación múltiple de contacto que era como un lenguaje expresado a través de la piel verdosa, en algunas zonas nacarada. La sumisión fue sólo momentánea. Aprovechando la distancia gritó a Metáforos que ayudara a Gal, que no la dejara acercarse, y empujó a su contrincante diciéndole:
– ¿Ella será vieja? ¡Y yo también!
Habían caído ambos al suelo. Él se revolvió, empujó el largo brazo hacia los pies de Diktátor. Un fino tentáculo surgió entonces, emergido del Foso de las Medusas Venenosas, y se acopló, como si pertenecieran a la misma especie, a la mano de Gorgony, hincó en ella sus ventosas y avanzó hacia el hombro, atrayéndola hacia sí. Parecía una delgada extremidad pero era duro como el acero. Gorgony raspó las tablas con la otra mano, los pies y los dientes, hubo de abandonar a su presa humana, pero no por ello venció a la fuerza abisal que la atraía. Finalmente las aguas se abrieron ante ella. La rata anterior no había sido presa suficiente.
Otros tentáculos avanzaban por las tablas del pavimento con la esperanza de conseguir mayor botín. Pero Metáforos y Gal habían llegado hasta Offing, que yacía aturdido víctima de la sutil pócima que transmitía, con sabia dosificación, Gorgony por la piel. Él hubiese podido rodar, en uno de los vaivenes del barco, hasta el foso. Le arrastraron hacia una zona segura. Uno de los galeotes activó el mecanismo que lo cerraba.
– ¿Y la Junta Directiva? ¿Dónde está el Gobierno Rátida? – La pregunta se multiplicó sin encontrar respuesta. Todos se habían esfumado, jefes y súbditas.
Recordaron entonces las tablas que, a modo de pasadizo sobre las olas, unían el Galeón de los Ritos Oscuros con la Galera Místico-Planetaria. Y advirtieron que, independientemente del balanceo del barco, el suelo se iba inclinando cada vez más. Las ratas consideraron necesario, antes de huir, hacer desaparecer la enorme imagen de Diktátor. Ésta se iba hundiendo por su propio peso desnivelando el armazón entero.
Salieron a cubierta. A la primera luz incierta del comienzo del amanecer pudieron observar un espectáculo de amplitud inesperada: En primer plano, en la proa de la Galera vecina, dos ágiles figuras luchaban a muerte. Eran Muertesana y Muerte Súbita. En el mar, a gran velocidad, la lancha del Gobierno rátida se dirigía hacia el lugar donde su flota había decidido reunir fuerzas. Dispersos pero claramente indecisos flotaban botes de formas y tamaños diversos, los que habían sido sustraídos a las grandes naves por los galeotes según la consigna por cada uno recibida. Ellos no entendían el plan ni cuál iba a ser su función pero el rechazo al proyecto rátida que se les presentaba y la llamada al riesgo y a la intervención individual habían tenido inesperado éxito. Finalmente, en el horizonte, cada vez más clara según la salida del sol se aproximaba, podía distinguirse la línea de numerosas naves que no pertenecían a la flota rátida.
Catalejo en mano, uno de los galeotes con aspiraciones a desertor barrió el campo de observación. No había que dejarse engañar por la huida de los principales miembros del Gobierno Rátida. Tenían una estrategia. Y aliados.
38
Hazañas Bélicas
Las naves rátidas se habían situado, según lo previsto, formando un círculo perfecto que no era, como pretendían hacer creer a sus contrincantes, sólo defensivo. Debía, por el contrario, ser el centro de la trampa que encerraría en espacios concéntricos al enemigo. De manera inesperada éste se vería atacado por una ofensiva de otras fuerzas que, desde puntos lejanos y de forma imprevista, por varios ángulos, irían aproximándose, rompiendo formaciones y destruyendo las desordenadas flotillas de los Galeotes Libres. El beneficio obtenido con la victoria era, por demás, a largo plazo porque permitiría consagrar durante siglos el Orden Rátida, ya que ese enfrentamiento actuaría como filtro y purga de disidencias, fidelidades y aliados y como referencia histórica para destruir de raíz futuras oposiciones. Ésa era la razón por la que la Directiva no había puesto inicialmente gran empeño en perseguir y aniquilar a resistentes y prófugos. Tras la victoria, quedaría claro para los galeotes supervivientes y para la opinión internacional que las ratas garantizaban la seguridad y la permanencia, y para humanos, tanto súbditos como foráneos, que no existía en realidad apreciable diferencia entre las ratas y aquéllos como se habría mostrado por la sumisión y colaboración galeote y la intensiva asimilación, gracias a generosas prebendas, de los aliados.
En el centro de operaciones de la Galera Capitana se brindaba pues por el triunfo que se creía seguro, aunque algunos de los miembros del comité operativo mostraban reticencias ante un excesivo optimismo. Se había perdido demasiado, en su opinión, en la etapa inicial. Se hundía la nave que albergó a Diktátor y que había servido, durante largos años, de punto de reunión, comunión y éxtasis cuando mostraban, en el mayor secreto respecto al grueso de la población y los habitantes del antiguo No-País, su rendido agradecimiento al símbolo del Mal, al dictador terrible cuya invocación les había permitido afianzarse eternamente como antítesis, abanderados del Bien y salvadores. Ahora la inmensa estatua de Diktátor, liberada por el movimiento de las aguas de los ganchos que la mantenían erguida y adosada al muro, se mecía en la superficie y desaparecía muy lentamente, hasta que sólo una mano y el mentón afloraron entre la espuma.
Rata Máxima y Rata Segunda opinaban, por el contrario, que el gran icono podía ser sacrificado, si lo exigían las circunstancias, e incluso que albergarse continuamente bajo la evocación de Diktátor, aunque fuese como salvadoras de él, restaba brillo a sus propios méritos y grandeza. El referente maléfico había sido extremadamente útil para mantener la intimidación continua cara al público y cortar de raíz el menor asomo de contestación del Gobierno Rátida, primero en la sombra gracias al dominio de la propaganda y luego en el poder tras el episodio del Buque Correo.
Los antiguos galeotes habían atravesado las pasarelas y tomado la Galera Místico-Planetaria. Para su sorpresa, la hallaron prácticamente desierta. La creían el corazón del enemigo, la sede de sus reuniones secretas, de la consulta a la fuente de consejos y augurios. Y ahora resultaba ser una cáscara vacía. Descendieron a la parte más profunda, echaron abajo la gran puerta, y allí sus miradas se encontraron con los ojos del Gran Calamar Inteligente, el cual, falto de la intérprete de sus mensajes que había sido Gorgony, se mostraba singularmente lacónico y flotaba como a desgana en su espacio vítreo.
– ¡Que hable! ¡Que haga algo! ¡Que se atreva!
El ser no reaccionaba. Hubo un asomo de eyección de tinta que se resolvió en una leve sombra pronto diluida en la sustancia verdosa. Observado más de cerca y con mayor atención, no era en realidad tan grande como hubieran supuesto. Lo parecía desde fuera por el grosor abombado del panel transparente y por el líquido que lo rodeaba. Los asaltantes tenían prisa. Alguien le tiró un taburete, otro una silla, y pronto cuantos objetos había en la sala volaron hacia la pared de cristal que se agrietaba con rapidez.
– ¡Cuidado! – gritó alguien
Se apresuraron a retirarse a zonas más alejadas y más altas. Pronto los galeotes se encontraron chapoteando en la mezcla de agua, algas y gelatina en la que se había disuelto, sin lucha alguna, el Gran Calamar. Toda una decepción respecto a la batalla homérica, el enfrentamiento con el misterio y el furioso ataque que muchos esperaban.
Unos golpes en cubierta les hicieron volver a la realidad. Los jefes de Piratas Irredentos Libres y Piratas Irredentos Fundamentalistas se enfrentaban.
– ¡Dejadnos! – La voz de mando de Muerte Súbita no admitía dudas ni discusiones. -Coged los dos botes laterales y uníos a los demás. La gran batalla ha comenzado. Os necesitan.
-No debemos intervenir. Haremos lo que dice. ¡Suerte, amigo! – Los prófugos asintieron. No había tiempo que perder. Ya era casi de día y la luz de un cielo despejado bañaba el horizonte y un mar en el que se dibujaban con nitidez las fuerzas en presencia, que se movían según tomaban posiciones y en muchos casos no parecían tener clara la estrategia a seguir. Su número era variable porque, mientras se hacía más compacto el núcleo rátida del centro, nuevas naves de fidelidades imprecisas se incorporaban a los círculos externos y a la difusa línea del horizonte.
En la galera ahora abandonada cuyo mascarón de proa representaba el rostro de un ser indefinible compuesto de ratas innumerables los dos adversarios continuaban su lucha.
Muertesana siempre había soñado con acabar con su rival. Detestaba su popularidad con las tripulaciones, su desenvoltura en tierra, sus formas de organizar fiestas y elegir aquellos atuendos vistosos de una desenfada elegancia. Odiaba sus bromas, que le rieran los chistes y no le regatearan ninguna parte en las recompensas. Y que tuviese manifiestos deseos de sobrevivir y de vivir lo mejor posible. No era un tipo de fiar, nunca sería incondicional de la muerte y la calavera. Incluso no le perdonaba que se arriesgase en el salvamento de otros sin darle mayor importancia ni reivindicar fines transcendentes, que tuviera proyectos de navegar por mares ignotos y recorrer lejanos países. Sobre todo no le perdonaba los favores que Muerte Súbita le había hecho a él, y que los hiciese sin invocar juramento ni principio alguno.
Muerte Súbita nunca había tomado al Iluminado en serio. Tampoco a sus huestes. Hasta que los chipirones, el Clero Tinta Negra, había comenzado la represión de toda disidencia y la eliminación espectacular, por los más crueles procedimientos, de los que no compartían el credo de Iluminado Máximo. Muerte Súbita y sus compañeros tenían la certeza de que podían pasárselo razonablemente bien en esta vida perecedera y habían ya imaginado deseables futuros, cambios de actividad que no precisaban de eliminación ni masiva ni individual alguna. Y justamente por ello subestimaron la fuerza de sus adversarios. Los Piratas Irredentos Libres descubrieron demasiado tarde que había una embriaguez más poderosa que la del vino, más atractiva que los cantos, las tabernas de puertos y las partidas de cartas. Uniformados de negro, provistos de brillantes alfanjes y tocados con una banda en la que se leía “Orgullosos de ser un PIF” y un pectoral con el juramento de fidelidad a Iluminado Magnífico, sus antiguos compañeros les mostraron con la afilada punta de su acero el cielo, los placeres innumerables que a los Fundamentalistas, y sólo a ellos, estaban reservados, y el suelo, es decir, el barro o la espuma inmundos en los que desaparecerían cuantos no jurasen fidelidad a la empresa.
Los PIL leyeron en los ojos de los que habían sido sus compañeros un desprecio insólito y jamás visto hacia el resto de la tropa, un brillo de posesión exclusiva y extremo orgullo que nunca observaron en mirada alguna, ni en mar ni en tierra. Muerte Súbita comprendió quizás el primero que a aquéllos se les había ofrecido un tesoro nuevo de atracción irresistible: La superioridad absoluta, la certidumbre completa de haber sido transmutados en émulos de los Grandes Jefes de antaño, en escogidos por el poder supremo que residía en lo alto, mucho más allá que el palo mayor. Era el mejor botín.
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Asuntos de familia
Se desafiaban pero a un lento ritmo. Muerte Súbita no ardía precisamente en deseos de matar a su rival. No veía atractivos en mostrar su conocida pericia con un segundón frenético y claramente poseído por un odio que él no acababa de explicarse. Prefería interrogarle, saciar su propia curiosidad, obligarle a desnudar un pasado que ambos conocían.
-Y a todo esto, ¿qué tal le va a tu papá con el uranio? – le dijo desde el balcón al que se había encaramado.
–¡Deja en paz a mi padre! Mi familia ¿qué importa? – Muertesana calculaba cómo subir y herirle por sorpresa.
-Aunque sólo sea por el número importa mucho. Me ganas veinte a cinco en hermanos con diferencia. Las hembras ni las cuento.
– ¡No ofendas a mi honor citando a las mujeres! ¡Lucha!
Muerte Súbita cambió de lugar y prosiguió:
-La verdad es que contigo no me apetece. Si te empeñas…
– ¡Muerte! ¡Muerte al renegado! ¡Todos moriréis, todos!
-Qué va. Viviremos lo mejor posible. Aunque no tanto como vivías tú, y los tuyos. Espero que no ha bajado la cotización de los elementos raros y metales preciosos.
– ¡Calla! El Iluminado me escogió; nada tengo que ver con aquello. Los PIL sois basura, perros ignorantes de la extrema pureza y los ideales que nosotros, escogidos desde lo alto por El Más Alto, impondremos en el mundo entero. Tú ni siquiera podrás refugiarte entre los siervos. Eres un impuro, te has exhibido con una hembra..
-Angelina. Se llama Angelina- le interrumpió su rival.
-…una hembra, a tu lado, a tu altura, junto a ti, como tú. ¡Una hembra!
-Angelina- insistió el otro con voz paciente, sin dejar de cambiar de posición.
A Muertesana la alusión a su pasado le había golpeado en la zona débil que siempre creyó bien protegida. Su padre disponía de las enormes riquezas que le proporcionaban las Dunas de Uranio, y reinaba, en convivencia y connivencia con sus pares de la Península del Subsuelo Feliz, antiguamente llamada La Madre de la Sed, sobre una tribu extensa unida por lazos consanguíneos y monetarios. Muertesana, que anteriormente se llamó Buitre Reticente, había recibido educación esmerada en grandes ciudades de occidente y gozado de placeres innumerables en casa de su padre y fuera de ella, Perfumes, sabores y jóvenes habían pasado por su piel, y por su lecho. Los territorios intelectuales no le atrajeron en especial, con la excepción de relatos mitológicos, con pretensiones de historia auténtica, que los señores de las Dunas de Uranio, Wolframio, Platino y Rodio habían ordenado componer y difundir y que demostraban el origen divino-estelar de los fundadores de las tribus. Buitre Reticente, que había cambiado su nombre por Azor Espléndido, deseaba acción. La halló en los barcos de Piratas Irredentos, la compaginó con las generosas subvenciones que, en forma de bolsitas de diamantes, le hacía llegar su familia, y continuó disfrutando, en todos los puertos, de exquisitos placeres. Pero llegó un momento en el que se sintió estragado por aquellos goces. Entonces halló uno virgen para sus sentidos, el placer hasta entonces ignorado de la extrema verdad, de la gran pureza. Iluminado Máximo se lo ofrecía, y fue el supremo deleite, el gran lujo del ascetismo y la austeridad.
No lograba sin embargo incluir a Muerte Súbita en el desprecio y repugnancia que le inspiraban el resto de los seres, tan sólo dignos de la servidumbre o la muerte. De jóvenes se habían conocido, cuando ninguno eran piratas. Su trato había estado limitado por la enorme diferencia de rango socioeconómico, ya que éste procedía de una familia de trabajadores emigrados de los muchos que trabajaban para los Reyes de las Dunas, había conseguido apoyo financiero de una organización internacional y gracias a ello estudiado en una ciudad del norte de Euralia. Se vieron en fiestas, a las chicas les gustaba aquel muchacho que contaba chistes y cocinaba platos exóticos. Muertesana por su parte tenía a su disposición las mujeres más atractivas y mejor cotizadas, a las que disfrutaba teniendo encerradas y cubiertas para poseerlas como quien coge y descorcha de su bodega botellas de gran añada. Pero el placer empezó a resultarle cansino y cuando coincidía con su rival le indignaba lo mucho que él parecía divertirse y adaptarse a la concurrencia. Perdieron el contacto que, de todas formas, nunca había sido seguido ni profundo. Se extrañaron el uno y el otro de encontrarse ambos en la flota de Piratas Irredentos. Y allí, con horizontes limitados por la borda y los compañeros, Muertesana sintió desperezarse y alcanzar grandes dimensiones en él toda la animadversión que en múltiples ocasiones había acumulado contra Muerte Súbita. No sabía cómo encauzar su pasión, hasta que el Iluminado lo elevó sobre Muerte Súbita y el resto, escogiéndolo para difundir e imponer su mensaje y eliminar a los incrédulos, y mostrándole al fin la sencillez excelsa en la que se aunaban la sumisión y modestia más completas con la certidumbre de la total superioridad propia.
– ¡Fenece pues, traidor a tus orígenes, imitador de nuestros enemigos, lector de estúpidas páginas irreverentes! – Muertesana había llegado a la altura de las botas de su contrincante y tiró de improviso para hacerle caer y tenerlo a la merced de sus armas.
Muerte Súbita sin embargo se rehízo, la daga dirigida a su pecho se clavó inútilmente en la madera y en cambio cayeron sobre el atacante un rollo de cuerdas y un bote de brea. Tras lanzarlos, Muerte Súbita, en lugar de rematar a su oponente, subió por la escala y observó el panorama.
No pocos buques de Piratas Irredentos flotaban a media distancia, pero era imposible saber la facción a la que pertenecían, Libres o Fundamentalistas. Algunos habían sin duda divisado lo que ocurría en su galera y pusieron proa hacia ella, para rescatar a su jefe, se dijo Muerte Súbita. ¿O quizás no? Una nave se interpuso en su camino. Otras fueron llegando y se enfrentaron entre sí. Del interior de las que estaban situadas más cerca comenzaron a surgir extrañas formas cubiertas de una especie de sarga marrón y provistas de las más variadas armas, que correspondían al botín apresado por los piratas en convoyes militares y almacenado en grutas que sólo unos pocos conocían bien. Angelina y él entre ellos.
– ¡Ríndete! Acabemos de una vez para todas- conminó Muerte Súbita.
– ¿Rendirme? Vas a morir, con cuantos suban a este barco a apoyarte. – Muertesana parecía disfrutar extraordinariamente con una visión del inmediato futuro. – La santabárbara estallará según lo previsto.
– ¡También morirán muchos de los tuyos!
-Eso carece de la menor importancia y es un bien. Como nos explicó el Iluminado, nuestra eterna dicha se multiplicará por el número de enemigos al que hayamos dado muerte. Sus cadáveres son los escalones por los que ascenderemos al paraíso.
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Santabárbara bendita
Muertesana había llegado a la proa, se mantenía erguido sobre el mascarón y había comenzado una especie de rezo en un lenguaje incomprensible que había impuesto Iluminado asegurando que era el primigenio de la tribu elegida, hablado desde los tiempos de la piedra tallada.
Los piratas de ambos bandos escalaban ya el casco y luchaban en cubierta. Algunos, pocos, se habían ceñido el tocado del martirio, una banda adornada con una ancha greca de tibias enlazadas y la leyenda “El futuro es nuestro”. No ignoraban sin duda el proyecto de voladura de la santabárbara, que les había sido presentado como excepcional ocasión de alcanzar, sin retrasos ni impedimentos, el delicioso jardín celeste que les esperaba.
La primera intención de Muerte Súbita fue abandonar el duelo y bajar al depósito de explosivos, pero se encontró la entrada sólidamente cerrada e infranqueable, no ya con las puertas, semejantes a una caja fuerte, sino también con cadenas y tablones clavados dispuestos al efecto. Él conocía la estructura de aquel tipo de barco. No había otros accesos, excepto una claraboya a media altura que no permitía el paso de un hombre.
– ¡Vas a morir, tú, que te lo pasas tan bien en esta vida! – gritó el jefe de los PIF.
Muertesana reía en un extraño tono de histeria que tal vez era resultado de su intento de convencerse de la belleza del sacrificio mezclado con la dicha real, avasalladora que experimentaba al ver condenado a su enemigo, y esa dicha era mucho más fuerte que la consideración de su propio final. No veía, como se suele decir, toda su vida pasada concentrada en los instantes del final definitivo; veía la de su adversario, de cuanto éste había disfrutado mientras él era incapaz de hacerlo, y sentía en su interior la alegría brutal de que ni Muerte Súbita ni otros tendrían la agradable existencia a la que aspiraban. Eso le producía la euforia de haber alcanzado una meta. Era la igualdad al fin y al cabo.
Pero ninguno de ambos iba a morir en la explosión porque no contaban con el imprevisible factor Pesofijo. El comando, dirigido por el prófugo tan hábil como flaco e insignificante y que conocía a la perfección cada resquicio de la flota, también estaba al corriente del proyecto de voladura. Eran pocos pero ágiles, se habían situado a la altura de la claraboya de la santabárbara y por ella deslizó Pesofijo su dúctil y filiforme persona. Y abortó la explosión.
Hubo una pausa expectante en cubierta. Nada ocurría. A ella siguió el desconcierto, mayormente de los aspirantes al fastuoso y sonoro atajo al martirio. Mientras tanto la batalla no se estaba resolviendo con la rapidez y los resultados que esperaban. Las ratas mantenían su formación circular defensiva y se protegían con alineaciones de flotas paralelas de propios y de aliados, situado todo ello a una distancia considerable que dejaba a la facción pirata pro rátida entregada a su suerte. Los rebeldes lo habían advertido y concentraban sus esfuerzos en desembarazarse de ellos antes de presentar batalla a la galera capitana y los suyos.
El comando Angelina, por su parte, estaba llevando a cabo desde un ángulo de la retaguardia enemiga dos operaciones de desactivación de los atacantes aliados, tanto PIF como galeotes conversos y grupúsculos oportunistas de diverso origen atraídos por las perspectivas de posible botín y posteriores acuerdos comerciales con las ratas. En rápidos acercamientos, las angelinas catapultaban sobre el adversario cantidades ingentes de los sacos de color terroso con los que anteriormente se habían visto obligadas a vestirse muchas de ellas. Dirigidos éstos con extrema puntería, pronto los individuos de las tripulaciones se vieron envueltos en la cárcel ambulante de las prendas y al tiempo percibieron el olor a humo porque les habían prendido fuego a la nave, de forma que hubieron, además, que cubrirse con las telas para defenderse de las llamas al tiempo que intentaban, con agua y con ellas, apagarlas. La tarea se reveló como imposible por los numerosos incendios que continuamente surgían y la lluvia ardiente que no les daba tregua.
La segunda arma del comando Angelina se sumó al desconcierto e impidió que se transmitieran y coordinaran órdenes: Otra de sus ágiles y maniobreras naves avanzaba transmitiendo música a tal volumen que se imponía a los gritos y al fragor de las olas. Llevaba pequeñas y alegres banderas en todas las cuales se leía “¡Venid!, ¡Rendíos!”. Habían habilitado en cubierta puestos de comidas apetitosas de las que, por estrategia antirrátida, se había excluido el queso. De la proa surgía un olor irresistible a bocadillos de jamón cortado a cuchillo y a asado de cordero. Y no eran los únicos atractivos del bajel, porque en su bien aprovechado interior se hallaban apetecibles libros de lectura que prometían grato descanso y reflexión al guerrero. La batería de armas psicosomáticas se completaba con una lluvia de panfletos en los que se leía:
Sabemos que es admirable
la vida en el Más Allá
y que la del Más Acá
es mísera y deleznable.
Sin embargo defendemos
como el pájaro cantor
lo que en la de Acá tenemos,
que tal vez no es lo mejor.
Somos modestos testigos
de paraísos modestos
y, solos o con amigos,
nos conformamos con éstos.
De nuestra dicha y dolor
poco sabe un Ser Supremo
pues siempre fue lo mejor
enemigo de lo bueno.
Entonces comenzó la desbandada. Los PIF se habían escindido entre los puros y fieles y los francamente desertores de la gran causa que se reconocían por la consigna “No te fíes del Sublime”. Los primeros, refugiados en las partes más altas de la nave, invocaron una de las promesas de Iluminado Máximo, según se citaba en un viejo libro y garantizaba el Iluminador indiscutible: Rezaba la antigua historia que ante ellos se abrirían las aguas del mar. Por lo tanto los irredentos fundamentalistas y ocasionales aliados rátidas, tras lanzar todos el mismo grito de fidelidad a Iluminado, saltaron.
– ¡Que se abran las aguas! – gritó Muertesana antes de tirarse, y los demás lo imitaron. Pero, pese a lo que decía el viejo libro, las aguas del mar no se abrieron al llegar ellos, ni se les ofreció al fondo el ancho camino por el que llegar a pie enjuto hasta la costa más próxima. Todavía francamente sorprendidos, chocaron con las frías olas y bracearon desesperadamente porque los sacos marrones empapados les impedían nadar y acababan hundiéndoles entre sus pliegues.
Olvidado de la satisfacción de la matanza general, mientras luchaba por mantenerse en la superficie Muertesana se dijo que no había que fiarse de los viejos libros por muy sagrados que fueran. Recordó que el que les servía de referencia también había fallado en la recomendación, como prueba de fidelidad, del sacrificio de los primogénitos, que no debía consumarse cuando el patriarca estuviera a punto de hacerlo porque un poder superior detendría su mano. Algunas familias se habían visto diezmadas de sus hijos sin que fuerza alguna les impidiera hundir el cuchillo en la víctima. Claro que, como luego se les explicó a manera de magro consuelo, era importante conservar las tradiciones ancestrales y los rasgos culturales autóctonos, sobre todo cuando se integraban en usos tan sacralizados por su antigüedad como los sacrificios humanos, que cohesionaban a la tribu y marcaban respecto al exterior su hecho diferencial.
La inicial victoria no era, sin embargo, significativa. Por razón de número, el resultado de la contienda estaba inclinándose en favor de las ratas.
41
De entre los muertos
-Es cuestión de horas. Vamos a estrangularlos. – Rata Segunda irradiaba satisfacción como quien tiene el triunfo en sus manos. Habían divisado a lo lejos la catástrofe de la piratería cómplice, pero gran parte de los galeotes, según la información que les transmitían sus agentes infiltrados (nada más fácil que infiltrarse para las ratas), no juzgaban posible imponerse a las fuerzas rátidas y a sus aliados que ya cubrían con su línea de naves parte del horizonte.
-Me preocupan los tránsfugas, los posibles prófugos. ¿Y si aquéllos a los que actualmente gobernamos se unen a la rebelión? – terció Rata Parda.
-No contamos con su apoyo explícito pero tampoco se atreverán a declararse en lucha abierta contra nosotras. – aseguró tranquilizadora Rata Segunda.
-Sin embargo…-Igualísima movía con energía el rabo, mostrando su desasosiego. Era una conducta inquietante por lo inusual en ella. Ya no resplandecía de blancura como cuando apelaba al amor y la paz. Ahora su hocico, orejas y la punta de sus garras habían tomado un color rojizo y eso preocupaba a la Junta Directiva porque únicamente solía ocurrir cuando se presagiaban radicales purgas en el Gobierno. De forma discreta y hábil, Rata Máxima acostumbraba a señalar con la punta de su cola a los condenados por delitos de opinión, ineficacia o lealtad insuficiente, y lo hacía con tal habilidad que a veces en nada cambiaban su expresión ni su tono. La guardia interpretaba a la perfección la sutileza de sus movimientos, detenía a la rata designada y la hacía desaparecer como si nunca hubiese existido. Ahora Rata Máxima mostraba una peligrosa inseguridad respecto al resultado del enfrentamiento, que contrastaba con el triunfalismo de sus compañeras. El gris del hocico de Rata Segunda se acentuó como solía ocurrir cuando olfateaba el peligro. Hubo un silencio. Que rompió una aparición inesperada.
Gorgony se había unido a ellos. Con la silenciosa agilidad que la caracterizaba. Su húmeda piel relucía más que nunca, cubierta por una fina capa de gelatina, y sus ojos de grandes pupilas dominaban el panorama como alguien conocedor de las profundidades abisales.
-No estoy muerta, en absoluto. – aseguró con ironía.
Rata Segunda y las demás la saludaron con admiración.
-Sabíamos que te escaparías, pero no que podrías llegar tan pronto.
– ¿Por qué no? Para mí el Foso de las Medusas Venenosas es sólo un atajo, una manera de desconcertar más tarde al enemigo.
-Ahora lo principal es consolidar la sumisión de la masa galeote- le dijeron.
-Ningún problema-respondió ella- Los hemos educado bien y se difundió de manera intensiva, en previsión de lo que está ocurriendo, la certidumbre de que sois sus salvadoras, las que han mantenido la seguridad y el orden después de la matanza del Buque Correo, y también las que les garantizan la suprema igualdad y la imposibilidad del regreso de otro Diktátor.
-Vamos a los números. – Rata Tercera desplegó sobre la mesa las cifras y cálculos de fuerzas en presencia.
Ganaban ciertamente, y al alborozo que tal evidencia les produjo se unieron las buenas nuevas que les hacían llegar los espías. En el horizonte, lentos en su avance pero seguros, se perfilaban los barcos de los mercenarios (Igualísima prefería el título de aliados). No quedaba sino aplastar, en la batalla final, a los rebeldes entre el grueso de la flota rátida, que se mantendría sólidamente anclada en el punto escogido, y la armada de los aliados.
Rata Segunda había logrado deslizarse junto a Gorgony y aspiraba el tacto viscoso y el olor sutil de su piel. Su admiración por ella crecía por instantes. La sentía como igual en ambición y estrategia. Tenía con ella sueños de futuro. Rata Máxima no viviría siempre, incluso era posible que feneciera o desapareciese en el fragor y desconcierto de la lucha, y entonces….Ambos inaugurarían el glorioso comienzo de una nueva especie, ornada de los mejores atributos rátidas mezclados y mejorados con las excepcionales dotes de Gorgony y su conocimiento y dominio de especies que hasta entonces se habían mantenido en la oscuridad. Ella, que parecía leer su pensamiento, le dedicó una leve sonrisa mostrando la blancura de sus caninos.
Ahora la discusión se centraba sólo en dos opciones, que llevaban igualmente al triunfo con mayor o menor brevedad: Dejar de lado la estrategia pasiva y atacar, sin más dilación, a las fuerzas rebeldes o esperar a que el cepo marino estuviera bien apretado de manera que nadie escapase.
-Hay una sola forma, sin dilaciones-aseguraba Gorgony, siempre expeditiva- Eliminarlos, eliminarlos a todos excepto a los que nos sean necesarios para manejar nuestros barcos, trabajar y llevar a cabo el gran proyecto del Mañana Mundial. Navegaremos…
Se iba exaltando según avanzaba en su discurso y hasta Rata Máxima había enmudecido de admiración.
-…por su sangre, vieja sangre de tiempos pasados, hasta llegar a las aguas límpidas del Mar Nuevo, de la Nueva Era.
Rata Segunda y parte de los directivos eran de su opinión, pero nunca la hubieran expresado con tal rudeza. Tenían a gala su propio manejo de la astucia política, que les sería indispensable en la conquista de las naciones todavía ajenas, excepto por el sector Alcantarillas Unidas, a su influencia. Por lo pronto la gran alianza de Rátidas Sin Fronteras era débil, una simple pero segura promesa del glorioso porvenir. En la clandestinidad habían ya conseguido numerosos logros en su especialidad de acciones nocturnas. En su haber se apuntaba el derrumbe de no pocos monumentos roídos, estatuas desfiguradas, cuadros de valor incalculable reducidos a jirones, códices e incunables irreconocibles por el orín y las dentelladas. Sin embargo los servicios de Inteligencia Rátida eran de la opinión de que convenía dosificar la alarma y miedo sociales producidos entre los que, más tarde o más temprano, serían sus enemigos y en la actualidad se limitaban a intentar comprender y explicar a la opinión pública de sus países la situación e incluso a defender la inocencia rátida, como fruto de su natural instinto y de las persecuciones humanas que habían sufrido.
– ¡El porvenir es nuestro! – declaró Igualísima, algo incómoda por el protagonismo de Gorgony y la exposición de posturas radicales cuya presentación pública reservaba, llegado el momento, para sí.
Y brindaron.
42
Lepóridos versus Mustélidos
Entonces, cuando no se planteaba como tema táctico sino la rapidez y forma de obtener la ineludible victoria, hubo un cambio en el ambiente. Comenzaron a aparecer espías llegados de diversos puntos, todos con el mismo mensaje: En muchos barcos habían desaparecido los botes salvavidas, y también buena parte de la tripulación. No faltaban, sin embargo, la división y el desconcierto entre los galeotes. Como el Gobierno rátida había previsto, muchos de ellos veían aún en las ratas los dirigentes que aparecieron como salvadores del País (ahora No-País) tras el desastre del Buque Correo y eran capaces de proporcionar igualdad, paz y orden, y se mantenían en una tensa espera de acontecimientos sin pasar francamente a la oposición. Las naves bogaban o se detenían sin aparente lógica ni estrategia, que reflejaba los cambios sucesivos en la corriente de opinión imperante. Los partidarios de la igualdad a toda costa y de la promoción segura de los grupos fieles y diestros en el recitado de la consigna coral eran los más reticentes a cambio alguno, puesto que implicaba riesgo y muy probable pérdida del rancho suplementario que recibían sin otro esfuerzo que proclamar su pertenencia platónica al sector agraviado durante la era Prerrátida.
Algunos incluso no aspiraban a beneficio alguno. Se les hacía simplemente insoportable la idea de que la rebelión implicara reconocer en otro galeote algún tipo de superioridad.
De forma casi simultánea, se observaban a lo lejos movimientos irregulares de la flota aliada. Pronto les llegaron noticias de que los mercenarios Mustélidos estaban inquietos respecto a la recompensa que se les había prometido y además temían que los Lepóridos, que no profesaban la menor simpatía ni aspiraban a asomo de alianza con la nación rátida, los atacaran por la retaguardia a la primera oportunidad. Los Mustélidos tenían a su favor los agresivos hábitos carnívoros que los hacían muy apreciados como sicarios. Martas, hurones y comadrejas poseían una rapidez, agilidad y ferocidad inigualables. Los Lepóridos parecían despreciables rivales a su lado, pero eran capaces de desconcertar como nadie al enemigo, abrumarlo con su número, con sus carreras imprevistas y la variedad de sus refugios y artimañas. Además, los movía un afán superior a la recompensa ofrecida a sus mercenarios por las ratas: Ellos luchaban por su supervivencia, que con los humanos podía compaginarse, aunque con pérdidas frecuentes de individuos, pero bajo un gobierno rátida uniforme sabían que serían ofrecidos como sabroso botín a la voracidad de los Mustélidos. Había, pues, tensión y disensión entre los aliados de las ratas y sectores que anteriormente se habían mantenido al margen del conflicto pero que en ese momento crucial tomaban conciencia de lo que estaba en juego y luchaban por su futuro.
– ¿A qué venís aquí? Vosotros no sois sino la vulgar y baja clase, la plebe que subsiste de las hierbas de los campos, incapaces de hazaña alguna, cobardes natos, tan numerosos como despreciables y promiscuos. – gritaban los Mustélidos desde cubierta a los Lepóridos.
Pero éstos no se amilanaban. Habían vivido largo tiempo acomplejados por las pretensiones de superioridad racial mustélida, por las continuas alusiones de éstos últimos a su pertenencia al pueblo elegido, a la aristocracia carnívora, y, lejos de amilanarse, respondieron por altavoces de cubierta a cubierta:
-Gritad, gritad. Nunca supisteis hacer otra cosa sino dar miedo, exigir sumisión y dejar rastros de cadáveres a vuestro paso. Incluso establecisteis un impuesto de superioridad histórico-étnica según el cual debíamos suministraros gazapos, hierbas medicinales y ensaladas. Con los humanos, aunque a veces nos consuman, tenemos muchas oportunidades. Hemos incluso prosperado. Vosotros, aristocracia carnívora, seréis finalmente exterminados en el mundo dominado por las ratas.
Los mustélidos hervían de indignación. Firmemente convencidos de la excelencia innata de los suyos, de los inmemoriales derechos y lógicos privilegios de la aristocracia a la que pertenecían, la osadía de gente de categoría tan vil como los Lepóridos les parecía difícil de ser tomada siquiera en consideración. Simplemente no podían creer que aquella plebe de llanura, monte bajo, sembrados y agujeros pusiera en tela de juicio su natural y especial status.
Y sin embargo lo hacían. Los Lepóridos habían situado sus naves cerrando el paso a las de los Mustélidos y a una distancia que permitía el abordaje.
– ¡No se atreverán! – dijeron. ¿Cómo podían soñar siquiera unas tímidas criaturas, hechas para doblegarse ante ellos, ofrecerles cuanto pidiesen y mantenerse a distancia sin rozarles siquiera, erguirse de igual a igual en su camino? Unos pocos muertos y unas dentelladas serían más que suficientes para ponerlos en fuga.
Ágiles e imprevisibles, los Lepóridos habían ya entablado algunos cuerpo a cuerpo bastante peculiares puesto que consistían en saltos, carreras y regates que agotaban al enemigo. La nave capitana mustélida desplegaba la enseña de su árbol sacrosanto de cuyas ramas caían nueces de oro y filetes. Los lepóridas, decididos a no ser menos, hicieron ondear la suya, repleta de zanahorias en compacta formación. Se generalizó el desconcierto hasta el punto de que no pocos mustélidos prefirieron dar prioridad al vertiginoso desarrollo del nuevo conflicto en detrimento del compromiso que su tropa había acordado con el Gobierno rátida.
– ¡Alto! – ordenó el jefe mustélido- Es absurdo que gastemos neciamente nuestra energía, que debemos reservar para la subsistencia diaria. Esto vale para nosotros y vosotros. Parlamentemos. – Y señaló una zona despejada en la lancha auxiliar.
-Parlamentemos pues- El jefe lepórido ordenó el cese de las hostilidades y se colocó a su lado. Llevaba el mustélido bien cepillado el brillante pelaje, los caninos especialmente largos y en el agudo hocico, artísticamente colocado, el huesecillo de una de sus presas. Su homólogo resultaba más discreto pero se mantenía digno y firme. Había sido elegido por sus pares, según es costumbre, por la longitud de sus orejas y la blancura impoluta de su pecho.
Casi con cordialidad, el mustélido le dio una palmadita en el lomo mientras con aire entendido le anunciaba;
-No habéis reparado en un importantísimo detalle. Ha llegado el momento de que se os otorguen las inmensas compensaciones que, como víctimas, os corresponden. Tras la victoria en esta batalla, los humanos deberán saldar con vosotros, entre otras muchas especies, su ancestral deuda histórica.
– ¿Víctimas? ¿Deuda? – El lepórido no acababa de comprender.
-Sí, claro. Gran parte de los lugares que ellos ahora ocupan serán vuestros cuando se produzca el nuevo, justo, gran reparto. Han sido siglos, milenios de dominio.
-Pero nosotros no queremos…-
La falta de sana indignación, toma de conciencia y ardor guerrero exasperaba al líder mustélido.
– ¿Cómo que no? ¡Es el gran cambio! ¡El futuro, el mundo serán nuestros! ¡Reivindiquemos la superioridad mustélida!…Y también la lepórida, claro. -se apresuró a añadir, aunque pensó “pero bastante menos”.
El jefe Lepórido se acomodó sobre un banco y sugirió a su compañero que hiciese lo propio y que se calmase. Comenzó a mesarse lentamente las orejas, que era en su raza signo de reflexión y sabiduría, y planteó con sosiego su punto de vista:
-Los Lepóridos somos razonables, Los míos ni han hecho ni pueden ni quieren hacer lo que los humanos. No tenemos intención, ni fuerza, ni ganas de dar la vuelta al mundo, escribir miles de volúmenes, elevar altos edificios. Se está tan ricamente en nuestros cálidos agujeros.
-Cuando os sintáis liberados de la secular opresión querréis hacer eso y mucho más. Se os conocerá de uno a otro polo, resonará por doquier vuestra lengua, ingresaréis en la gran Asociación de Víctimas, que os aguarda y acoge.…-insistió el mustélido.
El lepórido movió resueltamente en signo de negación las orejas y el hocico y se mantuvo en su posición.
-Lo siento; te equivocas. El plan ni es lo nuestro ni nos gusta. Un simple ejemplo: Por mucha promoción y zanahorias que le echemos, nuestro lenguaje de chillidos nunca resultará atractivo para los habitantes del globo terráqueo. Además, imagina: ¿Has intentado correr con dos patas? ¡Qué noticia para nuestros perseguidores!
E, incomprensiblemente para los mustélidos, los Lepóridos rechazaron integrarse en la ventajosa y prometedora Asociación de Oprimidos Incontables.
La antes nítida línea de apoyo mercenario se había fragmentado. El grueso de las fuerzas dispuestas a aplastar a los rebeldes continuaba, sin embargo, siendo superior. El sol avanzaba hacia su cénit e incluso la atmósfera pareció espesarse y el viento detenerse en expectativa de la resolución de la gran batalla. En cualquier momento uno de los adversarios, probablemente el rátida, se abalanzaría sobre el otro. Algo iba a ocurrir.
Y algo ocurrió, pero no lo esperado.
43
De Profundis
En el amplio espacio que separaba a ambas flotas comenzaron a aparecer pequeñas embarcaciones que parecían coordinadas en extrañas maniobras. En efecto, las guiaba una consigna, un mensaje multiplicado y enviado a cada galeote. Era el arriesgado plan de Muerte Súbita, de Offing, Metáforos, Gal y unos cuantos rebeldes, que se basaba en impulsar acciones y decisiones tomadas individualmente pero destinadas, si había éxito, a llevarse a cabo al tiempo y con un único fin. Se trata del arma secreta a la que en principio había aludido el antiguo jefe pirata, inspirado por el pecio que hallara y por su conocimiento de los fondos y corrientes marinos.
El lugar al que se había atraído a los barcos rátidas era el indicado, la hora, la marea y el día los marcados como idóneos por la profundidad relativamente escasa de las aguas, las maniobras previas habían sido difíciles pero no imposibles para gentes acostumbradas a la destreza en lanzar el ancla y a la inmersión.
Los botes se habían desplegado bogando en abanico. Cada uno tiraba de una gruesa cuerda y eran sorprendentemente numerosos. La movilización era un éxito inesperado incluso para los autores del proyecto, que observaban la escena desde la nave prófuga donde se habían reunido los humanos tras abordar y hundir, entre otros, el Galeón de los Ritos oscuros y la Galera Místico-Planetaria.
– ¡Tu plan ha funcionado! Nunca lo hubiese creído- Metáforos palmeó efusivamente la espalda de Muerte Súbita.
-Todavía no- respondió éste, y, tras mirar a lo alto y observar el horizonte y la vertical del sol, que se hallaba en el centro, dio la señal- ¡Los altavoces! ¡El aviso!
Y resonó por doquier, el mensaje que llegó a oídos de los indecisos galeotes de toda la flota rátida:
– ¡Ar-quí-me-des! ¡Ar- quí-me-des! ¡Ar-quí-me-des!
Muerte Súbita proclamaba a los cuatro vientos el nombre del arriesgado plan que sin embargo parecía materializarse, tomar forma. A su voz se unieron otras que añadían:
– ¡De éstos habéis tenido miedo! ¡A éstos servíais!
– ¡Mirad, mirad quiénes os han gobernado y gracias a qué! ¡Mirad a quiénes disteis el poder!
En el preciso instante cenital la coordinada tracción de los botes, cuya velocidad había disminuido por la resistencia de lo que aún se escondía bajo las aguas, comenzó a dar visible fruto. Algo, grande, oscuro, se movía, ascendía con lentitud. Era una extraña pesca, con cientos de pescadores que recordaban más bien a lanchas balleneras en el empeño de izar hasta la superficie al animal herido que se había refugiado en el fondo.
Eso pensaron las ratas, y la Junta Directiva comentó:
-Una maniobra de distracción.
-No, simplemente huyen y arrastran sus pertenencias o intentan conseguir alimento para su travesía.
Rata Segunda estaba inquieta. De todas, era quien tenía mejor memoria y estudiaba, a escondidas para no ser tachada de intelectual repulsiva y reo del pecado de desigualdad si se producía una inesperada purga. Rata Máxima era celosa, admitía colaboradores necesarios pero que se guardaran muy bien de hacerle sombra. Rata Segunda leía las crónicas, los diarios de a bordo, incluso antiguos libros de historia, y conocía bien el período anterior a la toma, almacenamiento y reforma de los Almacenes de Memoria. Dominaba las técnicas de selección, tratamiento y utilización del discurso, y de algo todavía más importante: Del silencio, oportunamente mantenido, difundido, impuesto. Pensaba que esto podía ser de gran importancia para hacerse, un día, con el poder, que sabía aún mejor que el queso. El dominio del relato, el hábil manejo de especiales y afortunadas circunstancias había servido a los rátidas para obtener el Gobierno del ahora No-País gracias al apoyo popular y había relegado a los galeotes a la sumisión bajo promesa de paz, seguridad y protección eternas. Rata Segunda se estaba apercibiendo de que el lugar en el que se encontraban no le era del todo desconocido. En la fiebre y preparación de la estrategia bélica y la inminencia de la lucha, encerradas en la sala de reuniones, habían descuidado la vigilancia de la ruta en la monótona superficie del mar, puesto que las apremiaban problemas inmediatos y no les urgía dirigirse a sitio alguno antes de acabar con el conato de rebelión. La flota había seguido, sin que ellas lo advirtieran, cierto rumbo hacia un lugar siniestramente familiar. No podían identificarlo claramente. Con el paso de los años habían cambiado los fondos, los bajíos, en aquella latitud de fuertes corrientes estacionales y frecuentes movimientos sísmicos. Existía una zona de arrecifes cercana que se elevaba sorprendentemente lejos de la costa y luego una fosa, honda, sí. Pero el mar era movible, caprichoso.
-Huyen. Seguro que huyen. Nuestra superioridad es evidente. -Igualísima sonrió satisfecha de sí misma. Las demás aplaudieron a la Líder.
-No los necesitamos. La mayoría de los galeotes son gente temerosa y nos obedecen. ¿Quién les daría más paz? Además en su huida se encontrarán con nuestros mercenarios mustélidos, que tendrán así alimento fresco y nosotras nos ahorraremos pagarles con el producto de la Galera de Recursos Humanos. – añadió Rata Ecónoma, con asentimiento general.
En la nave prófuga, a la que se había unido la ligera goleta de Angelina, se seguía la múltiple maniobra con la máxima expectación. Gal había hecho nuevos cálculos, Muerte Súbita revisado sus mapas de navegación. Pesofijo parecía haber cambiado incluso de peso y de talla sin que ello fuera cierto. Simplemente sentía ahora un aprecio por su labor y una seguridad en sí mismo que le hacían crecerse y ofrecer a los demás valiosas observaciones y tranquilo ánimo. Offing y Metáforos planeaban ya, con optimismo, las siguientes etapas y Angelina aleccionaba a los desertores en las tareas de su nueva vida. Heston ordenaba el material obtenido en los Almacenes de Memoria e insultaba profusamente a todo el linaje rátida y a sus colaboradores a cada uno de los innumerables casos de falseamiento de la realidad que descubría. Segis estaba tenso y pálido, consideraba su deber la asesoría cultural de la sociedad futura y vivía ya su responsabilidad en la gestión del cambio, las controversias y las tensiones.
Gal hizo saber el resultado de sus cálculos:
-En este punto- dijo. Y todos callaron y miraron hacia el mar.
Los botes de recientes desertores, que habían seguido la consigna personal recibida -y asumido el gran riesgo que conllevaba, puesto que cada uno ignoraba los apoyos con los que contaría- se habían multiplicado, pero aún eran más numerosos los galeotes que permanecían en sus puestos en los barcos del bando rátida y observaban, indecisos, el devenir de la situación. Había inquietud en el grupo de Gal, pero Muerte Súbita mostraba una contagiosa y grande satisfacción y musitó, acodado en la borda:
-Lo han intentado. Sin recompensa, sin certidumbre. Las ratas jamás lo hubieran hecho. Por eso ganaremos.
Gal asintió:
-Ellas nunca hacen algo que no sea en beneficio propio seguro. Su divisa es lo mío, los míos, solamente, ahora, pronto.
Segis observó, dubitativo:
-Así no se ganan batallas. Quizás alguna vez.
Metáforos parecía tranquilo. Sentado en un rollo de cuerdas, citó algunas frases en griego en las que se distinguió la palabra “Eleuzería” [3]y luego señaló a los antes galeotes que ahora bogaban muy lentamente y añadió:
-Ésos ya han ganado algo.
– ¿Un tesoro? – apuntó alguien.
-No exactamente. Según como se mire.
Offing miraba fijamente la forma que ya se adivinaba bajo la superficie del mar. Era periodista, consultaba hemerotecas, había trabajado en efemérides de sucesos misteriosos, turbios y sangrientos. Tenía además la formación clásica propia de Albinia.
–De profundis. -dijo.
Las cuerdas de las que tiraban los botes y que, como en un inmenso abanico, convergían en aquel punto del océano, estaban haciendo aflorar un objeto en principio irreconocible, una especie de islote de limo, moluscos y algas en el que el oleaje estaba eliminando una parte de la capa que lo cubría hasta descubrir lo que fue una gran nave, ahora reducida a pecio en el que se observaban los enormes boquetes y efectos de una violenta explosión. El casco se mantenía y vaciaba de agua por el efecto de la tensión múltiple de las cuerdas, que impedían que se hundiese de nuevo. Inmediatamente, según el punto marcado en las instrucciones y los cálculos previos, los galeotes prófugos se dividieron entre los encargados de sostener la nave a flote y los que se dirigieron hacia ella y comenzaron a limpiarla someramente para que fuese reconocible. Hubo un momentáneo silencio. El bando rátida parecía desconcertado por la situación. Los rebeldes intuían, sin saber todavía muy bien lo que esperaban. Los prófugos estaban ahora unos raspando las zonas que correspondían al nombre del barco, otros se afanaban en llenar unas cajas con materiales que iban encontrando en bodega, sentina y cubierta.
El silencio se rompió con un atronador anuncio dirigido especialmente a los atónitos galeotes que permanecían en la flota rátida:
– ¡Mirad! ¡Recordad! ¡Es el Buque Correo! De su explosión, de la matanza de humanos, se culpó entonces al antiguo Gobierno del que era País. Así consiguieron las ratas que se les entregara la llave del Cofre. Tuvieron todo, tesoro, gobierno y queso.
En el flanco del buque se leían en efecto el nombre que lo identificaba y las marcas de su función postal.
El episodio, que las ratas habían procurado activamente borrar de la memoria colectiva, afloraba, lo mismo que el pecio, a la conciencia de los galeotes y a la de sus simpatizantes, como una boya que se hubiese mantenido en el oscuro fondo y que, soltada de repente, resaltase con singular brillo en el gris del olvido inducido.
– ¡Tenemos pruebas de que se provocó la explosión! Nunca se estudiaron los restos, las ratas los lastraron y hundieron apresuradamente, sabotearon, utilizaron la matanza, el temor, el desconcierto. – desde diversos puntos los altavoces rebeldes transmitían el desarrollo de los acontecimientos.
Las ratas se decidieron a intervenir y gritaron igualmente:
– ¡Eso no prueba nada en contra nuestra! Nos dieron, nos disteis, el Gobierno por propia voluntad, nos entregaron gustosos las llaves del cofre. Ofrecimos inocencia, paz, amor universal incluso. Los culpables del atentando del Buque Correo fueron grupos violentos incontrolables que desaparecieron luego. Parte, según informe policial, fueron engullidos por las dunas en Caucasia, parte pertenecían a Piratas Irredentos…
– ¡No es cierto! -Muerte Súbita respondía desde la proa- No debéis creerlas. Utilizaron el nombre, la franquicia de los PI, y los sobornaron, compraron su silencio. El atentado ni siquiera fue obra de los Fundamentalistas. Ellos nunca hubieran tenido interés por permanecer en el anonimato, hubiesen explotado la hazaña. Se alimentan del miedo y la propaganda; consiguen bastante oro por otros medios.
– ¿Queríais pruebas? ¡Mirad, mirad! -Los que se ocupaban de explorar el pecio abrieron de forma que todos lo viesen las muchas cajas llenas ahora de un material oscuro que cubría numerosas zonas del buque.
Estaban llenas de pelos de rata.
Recovecos, camarotes, pasillos, cabina de mando y todo espacio resguardado contenía rastros abundantes, que habían permanecido amalgamados entre los sacos de correo, la brea y los aceites y combustibles. La intervención rátida podía seguirse como en un libro en el que la tinta invisible se hace evidente con el tratamiento adecuado.
Y en un diario de a bordo encerrado en varias envolturas impermeables de hule era posible leer, aunque con dificultad y de manera fragmentaria, líneas apresuradas sobre la inesperada, nocturna y repentina invasión rátida, cómo se había encerrado a tripulación y pasajeros, provocado la explosión, esparcido falsas pistas y preparado el buque para que después de ésta sus restos fueran irrecuperables.
Un gran clamor comenzó a surgir desde las naves de la flota rátida. Entre los galeotes corría como la pólvora la indignación, el deseo de respuestas, la presión desatada de antiguas y silenciadas preguntas, el rechazo de la consigna Paz con la que se había mantenido paralizada una parte de sí mismos. Miraban hacia arriba, a los lejos, como si por primera vez lo hicieran, calculaban el paso del tiempo, los hechos transcurridos. Sentían una gran ansia de porvenir y paralela curiosidad respecto a nuevos descubrimientos y a la forma que podrían tomar sus propias vidas. Añoraban la tierra, recordaban o imaginaban paisajes. No era la seguridad pero sí se parecía a la felicidad.
Que tendrían que ganarse. Y podría no ser duradera.
44
El final del imperio
Las ratas cambiaron de táctica y pasaron al ataque, por todos los puntos, con un frenesí y dispersión de los que sus antagonistas no las creían capaces. Ellas, tan coordinadas y gregarias, tan compactas y similares en sus movimientos, ahora reaccionaban con una ferocidad y violencia que hacían difícil predecir sus zonas de combate y estrategia, si es que la había.
Y es que entre la nación rátida se había extendido la consigna que era a la vez grito de alarma y urgencia de combate:
– ¡Que nos quedamos sin queso!
Avanzaban compitiendo en su número con la espuma de las olas a las que, en un curioso efecto, parecían cubrir, vistas desde la distancia, con una capa gris que desconcertaba a los bajeles dispuestos a hacerles frente. Y era así porque habían ocurrido súbitamente dos fenómenos. Por una parte los galeotes reticentes a la rebelión estaban desertando en masa. La visión del pecio del Buque Correo y la evidencia de quiénes eran los verdaderos culpables de aquella gran matanza, de la ola de pánico subsiguiente y de cómo las ratas habían logrado, excitando la indignación popular, las llaves del Cofre y del Gobierno había corrido como la pólvora. Las tripulaciones huían por todas partes, en los botes de salvamento, en embarcaciones improvisadas.
– ¡A por ellas! ¡Tomad los puentes de mando si podéis y si no venid hacia nosotros! Os recogeremos.
Desde los buques de los rebeldes se los exhortaba a grandes voces, se tiraban cuerdas, flotadores y escalas. La batalla se había concentrado en un pequeño espacio que hervía de contendientes.
Por su parte las ratas, poseídas por un ansia febril de supervivencia y poco amigas de las profundidades marinas, estaban royendo sus propias naves y habilitando como lanchas cualquier conjunto de tablas. El pecio del Buque Correo, que se balanceaba sombrío, parecía ejercer sobre ellas una acción repelente, como si un pasado culpable que muchas de ellas desconocían, pero tenían noticia de que había existido, se hubiera encendido y las bañara de una insoportable luz. La cadena de mando parecía rota, las estrategias olvidadas y, en su febril actividad, se atacaban entre sí por la pura necesidad de hundir en algo vivo sus colmillos.
45
Testigos peligrosos
Podían ganar, todavía podían ganar. La Resistencia Galeote evolucionaba sin orden, se entretenían recogiendo compañeros, botando chalupas. El Secretariado Rátida, que se había retirado discretamente a una zona algo apartada del campo de batalla, se dedicó firmemente a la tarea de levantar la moral a Rata Máxima. Era cierto que los mercenarios mustélidos no parecían decididos a cumplir sus compromisos. Pero también lo era que, si los expertos sicarios advertían que finalmente podían conseguir una recompensa sustanciosa, pasarían al ataque. Por otra parte, no todos los galeotes se habían unido a la rebelión. Las ratas sabían de buena tinta que muchos de ellos temían perder la seguridad garantizada y la existencia previsible de habían llevado. Acostumbrados como estaban a la homogeneidad rátida, un panorama humano impredecible, de elecciones, incertidumbres, leyes y exigencias, les producía profunda angustia.
-No estábamos tan mal…A saber con éstos…A saber luego…-se decían.
Los de Resistencia Galeote, por su parte, tampoco se habían dejado llevar por la embriaguez de una rápida victoria, lograda en buena parte gracias al efecto del descubrimiento de los que habían, junto con sus aliados, ideado, solos o en compañía de otros, y manejado el hundimiento del Buque Correo. Ya les habían llegado noticias sobre la actitud indecisa de no pocos, y la incredulidad, la tibieza e incluso la indiferencia se extendían como manchas de tinta. En realidad, el colectivo sojuzgado por las ratas se negaba a creer que los de su misma especie hubieran podido aceptar, sumisos, el cambio de Gobierno y el repudio del anterior sin mayores trámites ni interrogantes. Era imposible que humanos como ellos se hubieran sometido con tal facilidad, que, pasada la efervescencia, el pánico y el dolor por las víctimas, se hubiese impuesto el silencio y aceptado como incuestionable el nuevo poder. El hundimiento del Buque Correo era un viejo mito, historia de un pasado remoto, incómodo y turbulento que debía permanecer, como lo había estado hasta entonces el pecio, en las profundidades del olvido. Aceptar, de nuevo, su existencia era aceptar también la de escombros depositados en el interior de cuantos se habían acomodado desde entonces al imperio rátida. En el centro de operaciones de la Resistencia se sabía que hasta que el último galeón enemigo y sus tripulantes fueran derrotados, hasta que las ratas carecieran de alimento gratuito alguno, no habría seguridad ni podría comenzar la reconstrucción y resurgir de los que fueron sus países y sus vidas.
-Creíamos que con el reflote del Buque Correo y el descubrimiento de la conjura rátida la batalla estaría resuelta…-Por primera vez la voz de Muerte Súbita tenía una inflexión de descorazonamiento y tristeza. Había trabajado mucho, y con ilusión, en la operación, que creía definitiva una vez se proclamara a ojos vistas la evidencia.
Entonces llegó la noticia: Se acercaba naves que no pertenecían a ninguno de los grupos en presencia o asociados a los contendientes. Offing fue el primero en recibir comunicación, enviada por un colega de su oficio, de que las embarcaciones procedían de diversos, más que países, puertos, de litorales situados a veces muy lejos, otras desde Euralia.
-Mira-
Offing tendió a Gal un objeto de vidrio. Estaba trabajado primorosamente. Su forma recordaba a la de una botella pero su interior estaba lleno de estructuras transparentes y la abertura superior era doble con acabados distintos en cada una de las partes.
– ¿Y esto? – ella lo examinaba cuidadosamente.
-Con esto he recibido noticias de Albinia, y de otras partes. Ellos tienen lo que llamamos detectores de botellas con mensaje. Y mandé muchas.
A él le conmovió ver su cabeza, con el pelo de extraños colores, inclinada sobre el objeto, atenta a sus explicaciones. Y al final añadió rozándole con los labios los bucles cuyo sabor empezaba a serle familiar:
-Cuando todo termine y tengamos nuestra casa lo guardaremos como recuerdo.
Gal reflexionó unos segundos, y dijo:
-Nuestra casa…Nosotros….Sí.
La mención a “casa” en otra parte, fuera del imperio rátida, fuera de aquella situación, de la cubierta movible del barco y de la superficie del mar suspendió durante unos instantes la atención de los que allí trataban graves asuntos estratégicos. Había una chispa de alarma en los ojos de Muerte Súbita, en los de Segis, e incluso en los de Angelina, mezclada con un punto de complacencia y temor al mismo tiempo. Habría que enfrentarse, en algún momento, a un enemigo sin espadas ni cañones, sin los colmillos ni la sinuosa perversidad adornada de bondades y lluvia de dones gratuitos, de las ratas: Esperaba el imprevisible futuro, con otras trampas, engaños y adversarios, y, sobre todo, simplemente con la inercia de la sucesión de los días.
-Pues tampoco vamos a tener miedo a eso. -exclamó Angelina, poniendo voz a la interrogante que había flotado unos segundos en el ambiente. Y muchos, Muerte Súbita entre ellos, respiraron aliviados porque ella les ofrecía la certidumbre de otras victorias en personales y solitarios enfrentamientos.
-La casa en una ría que conozco, con fácil salida al mar y buenas comunicaciones. – apuntó Muerte Súbita.
Los más jóvenes se agitaron en un conato de rebeldía. Llovieron reproches de Orky, Kraky y Pesofijo, a los que pronto se unió, reflexivo y serio como siempre, Segis:
– ¿Será posible que os pongáis a hablar ahora de menudencias personales?
– ¡Estamos en guerra, luchando! ¡Pueden matarnos y vencernos!
-Por otro orden. Tendrán que vencernos primero. -puntualizó Segis.
-Sólo falta que discutáis sobre dónde poner la botella, si en el dormitorio o en el salón- terció Metáforos.
– ¡Llegan, llegan! – El vigía irrumpió en la habitación- Son embarcaciones de muchos lugares, extranjeros.
– ¿Están aquí?
Comenzaron a llover noticias. No, no estaban allí. Ni era una flota organizada en escuadrones militares y provista de armas. Se habían quedado al pairo a escasa distancia, la suficiente para hacer llegar sus mensajes y calibrar la situación. ¿Qué querían exactamente los contendientes, quiénes eran, cuáles eran sus intenciones respecto a la política exterior? Hasta entonces las noticias sobre la situación del No-País, su evolución a partir del atentado del Buque Correo, los planes de sus dirigentes actuales, no estaban claros. Y el Imperio Rátida estaba rodeado de misterio por la dificultad de las comunicaciones y las confusas visiones que daban de él tanto las asociaciones mundiales de Alcantarillas Unidas como los escasos prófugos.
Empezaron a llegar peticiones sobre el tema a ambos contendientes. Por todas las vías de comunicación posibles, altavoces incluidos.
El Gobierno Rátida sabía la importancia de la imagen exterior perfectamente. Y vio su oportunidad.
46
Agitprop
El mar estaba tranquilo, demasiado tranquilo, como si también él esperase algo. Y, en efecto, ese algo ocurrió.
Era el momento de seguir los consejos de los asesores, de Rata Segunda, Rata Parda (experta en comunicación y difusión multiespecies), del Corpus Nígrum de Ratas Pedagogas, que ya estaban preparando, además, su arma especial definitiva, e incluso del cantautor Pasta Supina. Se dejaban de lado, por el momento, las cuestiones puramente militares. El aire se llenó de los sones de una desconcertante fanfarria. Los extranjeros se miraron asombrados. Todavía mediaba entre ellos y las embarcaciones rátidas una distancia que no les permitía distinguir en detalle los acontecimientos, pero sí las voces ininteligibles y las grandes maniobras. En esa etapa el Gobierno Rátida se dirigía principalmente a los suyos y a los galeotes indecisos. Importaba levantar la moral. No ignoraba que desde lejos serían percibidos por los foráneos como una amable especie dedicada a pacíficas demostraciones sin más finalidad que afirmar su identidad cultural.
– ¿Qué hacen? ¿Se rinden? ¿Han dejado de luchar? – se preguntaban los jefes de Resistencia Galeote?
– No. Cuidado. No os confiéis. Son listas. Saben el poder de la imagen exterior. Si atacamos ahora aparecerán como inocentes víctimas. -advirtió Offing.
No podían sino esperar.
– ¡Que nuestro himno resuene por doquier! – Las consignas de los dirigentes rátidas para enardecer a sus huestes se difundieron con rapidez. Los grupos grises evolucionaban siguiendo el ritmo que marcaba Pasta Supina. El himno se interpretaba al son de flautín acompañado de danzas en corro con movimientos repetitivos que, de haberse prolongado y ser menor el volumen del acompañamiento, hubieran inspirado un agradable sopor. Éste se evitaba con los pequeños saltos coordinados y la emisión de notas más agudas, que impedían que se perdiera el ímpetu bélico sin por ello dejar de marcar la diferencia, como deseaban sus creadores, entre las que se querían elegantes evoluciones de la danza rátida y los torpes y sucios bailes de los humanos, contaminados por roces, improvisaciones y alusiones sexuales.
El himno rátida resonó de proa a popa:
“Royendo.
Me paso el día royendo
con apetito tremendo.
Nada es demasiado duro.
Nuestro triunfo es seguro.
La comida los humanos
nos la darán con sus manos.
El futuro es estupendo,
sin trabajar y royendo.”
Los observadores tomaban nota, comentaban y transmitían. Habían esperado encontrarse con un sangriento enfrentamiento, con humanos esclavizados, heridos y muertos, y lo que veían y oían era la vistosa demostración folklórica de una nación emergente.
Sin pérdida de tiempo, el Gobierno rátida pasó a la segunda etapa del plan: Una nave pequeña, adornada con todos los símbolos de la Paz, el Amor y el Diálogo Fraternal, se separó del centro de operaciones y comenzó a acercarse a la flotilla variopinta de embarcaciones visitantes. En ella iban emisarios, ayudantes y, al fondo, nada menos que Rata Mayor.
– ¡Uníos a nuestra alegre naumaquia! ¡Escuchad nuestra oferta para la paz mundial! ¡Os han engañado con falsas informaciones provenientes de los partidarios de la violencia, la desigualdad, la crispación y la intolerancia!
Los portavoces de las ratas exponían animadamente su discurso a los pasajeros, ya muy próximos, de las embarcaciones visitantes. Éstos escuchaban con atención y los representantes de la prensa y los diversos medios se disputaban la oportunidad de entrevistarlos. Algunos fueron invitados a bajar a la pequeña nave y hacerlo.
El Secretariado Superior Rátida había provisto a sus enviados de un convincente discurso:
-Habéis sido manipulados por los enemigos habituales, los perversos Estriboritas, los herederos de Diktátor, del cual nosotras liberamos a un país.
-Aquello pasó hace tiempo. ¿Cuál es vuestro proyecto ahora? – preguntó el entrevistador.
-Nosotras somos el futuro, somos ya el esplendoroso presente. En nuestras naves reina la igualdad más absoluta, la seguridad y armonía completas.
-Se dice que hay humanos que trabajan gratis para vosotras, que domináis el No-País y dirigís desde la galera capitana a grupos extensos. Ha habido, incluso, relatos de disidentes…
Entre las entrevistadas hubo risas que indicaban hasta qué punto tales infundios eran indignos de consideración alguna, y la portavoz respondió:
-Ya habéis tenido ocasión de observar el alborozo con el que recibimos vuestra llegada, el buen ambiente que reina y, por otra parte, la envidia de los enemigos extranjeros que pretenden, no ya acabar con nuestro proyecto, sino también con nuestra especie.
Y, con repentina seriedad, Rata Mayor, delegada de Rata Máxima, se alzó en la proa, tomó la palabra y preguntó al representante de la prensa extranjera:
– ¿Os dais cuenta de que os encontráis ante un caso de posible genocidio?
Los entrevistadores tomaban afanosamente notas. Rata Mayor prosiguió:
-Si se produce un exterminio de las ratas se romperá el equilibro ecológico mundial.
Hubo in instante de silencio bajo el efecto de la impresión. Luego otro corresponsal apuntó con cierta timidez:
-Se ha hablado de que simplemente los humanos querían seguir organizándose y viviendo solos. Ahora habéis establecido la Nación Rátida, poco conocida en los detalles pero al parecer ya con fuertes lazos comerciales a través de la red subterránea…
–Lazos de los cuales ignoráis el alcance- le interrumpió otra de las representantes del Secretariado instruida por Rata Ecónoma. -El Ratéxit, si se nos obligara a desplazarnos a remotos confines, podría tener consecuencias imprevisibles en el sistema mundial-.
Sus compañeras añadieron en tono más afable:
-Llevad nuestro mensaje de amor, paz y convivencia. Ofrecemos al mundo una experiencia nueva, un nuevo futuro de coordinada armonía en el que, como dice uno de vuestros libros, reposará tranquilo el león junto al cordero.
Las demás miraron a la autora de esas palabras, admiradas por su erudición, aunque no acababan de comprender la inapetencia del león.
La representante de Rata Máxima cerró la entrevista con el mensaje final:
-Somos el mañana luminoso y os traemos, al fin, la oportunidad de vivir los grandes ideales, la igualdad perfecta. Id y llevad la buena nueva.
47
Desconcierto
La buena nueva no era en absoluto desconocida en el extranjero. Había sido difundida en los diversos continentes por numerosos grupos de apoyo rátida e incluso era objeto de debates, estudios y tesis doctorales en algunos medios universitarios, aunque todavía no gozaba de perspectivas de éxito ni de adhesión popular. Era, sin embargo, tópico de moda en círculos selectos y los intelectuales no se atrevían a rebatirlo por temor a ser tachados de incapaces de adaptarse a épocas de cambio y aceptación de hechos diferenciales.
El discurso de Rata Mayor dio pie a una discusión entre los corresponsales:
-Efectivamente, se trata de un experimento social apasionante.
-Los argumentos son irrebatibles.
-A mí no me gustan ellas.
– ¿Acaso no tienen derecho a la diferencia?
– ¿De qué viven?
– En mi ciudad se está organizando un Día del Orgullo por cada una de las especies perseguidas.
– Y ¿cómo se las arreglan? Porque la lista es larga.
– Por orden alfabético. Vamos por la B desde hace un año.
– Algo hicimos también en Nevonia. De hecho, en la capital se ha creado un ministerio que está en ello, pero es muy complicado el trema burocrático.
– Sobre todo porque sus representantes exigen que se les reconozca y recompense por el agravio histórico y las indemnizaciones sumarían una barbaridad.
– Y, además, pero esto no aparece en las noticias por disposiciones del Departamento de Sana Autocensura, sus afiliados y seguidores han agujereado canalizaciones y hecho desaparecer el sistema eléctrico.
-Es el Gran Proyecto de la Peatonalización Universal y de las Microunidades Habitables, donde estarán los humanos de las reservas, sin libertad individual de desplazamiento excepto el regulado por normativa rátida.
El reportero de Albinia Oceánica, que había guardado hasta entonces silencio y parecía sumido en honda preocupación, intervino: Todos lo escucharon atentamente. Nadie ignoraba que su país poseía gran avance tecnológico y esto concernía también a los temas que se discutían.
– Respecto a las reivindicaciones multiespecies, como sabéis hace tiempo que se están recreando en laboratorio las extinguidas. Una labor exhaustiva y de muy largo alcance temporal teniendo en cuenta las desapariciones masivas proto y prehistóricas. En Albinia Oceánica, aunque el tema no se hace público, es notorio que ya hay zonas pobladas por grandes lagartos carnívoros, hasta ahora acotadas pero con un saldo de víctimas humanas considerable. El control de rapaces aéreas de hace millones de años recuperadas recientemente es mucho más difícil. Por no hablar del proyecto Noé Plus, los megainsectos y la siembra marina de las medusas espinoletales que llenaban los mares en épocas pretéritas.
Hizo una pausa y miró gravemente a su auditorio.
– No puede prosperar. Es absurdo- dijo un nativo de Euralia al que impulsaban simplemente la curiosidad y el asombro por lo que acababa de oír. No pertenecía a medio de difusión alguno ni sus ocupaciones le permitían dedicar mucho tiempo a la lluvia de noticias diaria.
– Es así-afirmó el oceánico-, se considera de mal tono criticarlo e incluso hablar de ello. Si te ponen en la lista de intolerantes y enemigos de la pluralidad y el diálogo no encuentras trabajo en ninguna parte.
Y, como una respuesta por extraña transmisión de lo que allí se trataba, algo más lejos, en la nave rátida se desplegó una gran pancarta:
Lo pequeño es lo grande.
En las embarcaciones visitantes reinaba gran confusión. Habían llegado a salvar a los buenos de una película y lo que se les proyectaba era una historia completamente distinta. Los representantes de los medios estaban impacientes por enviar artículos y dar a los reportajes un claro sentido que, por una parte, se atuviera a la verdad según relatos que consideraban fidedignos, evidencias observables y deducciones lógicas. Al tiempo, empero, temían perder audiencia, las críticas de jefes y colegas y las reacciones y presiones de la confusa maraña de tribus urbanas que había proliferado al abrigo de cuantos las regaban con fondos públicos y cosechaban sus votos.
– ¡Con nosotras la igualdad de género está asegurada! ¿Acaso podéis distinguirnos? se leía en otra enorme pancarta de la nave rátida más cercana.
– ¡Ah, no! ¡Eso no! – el apasionado grito de protesta surgió de un hombre que hasta entonces se había mantenido silencioso y con gesto de temor y ahora parecía haber entrado en un rapto de agitación frenética. Vestía con un traje barato que le quedaba grande como si hubiera pertenecido a otra persona y con zapatos de punteras gastadas que destacaban respecto a las elegantes zapatillas deportivas de sus colegas, pero llevaba una muy cuidada barba de tono castaño rojizo.
– ¿Qué le pasa al Exiliado? – Por ese apodo se le conocía.
Intentaron calmarlo.
– Tranquilo, hombre. Es simple propaganda.
Pero él se debatía frenético:
– ¡No me quitaré la barba! ¡No me quitarán la barba!
– ¿Quién es? -preguntaron algunos de la resistencia galeote.
– Huyó del Pequeño Ducado de Mariburgo, en Centro Euralia. Allí se ha establecido la sede de experimentos-probeta, dirigidos por el Comité de Felices Sociedades y vigilados por las células callejeras de Mariposinas y Mariposones, y se ha llevado al límite la Ordenanza de Igualdad de Género. Por ejemplo, está prohibida la abominable discriminación que impide a las mujeres dejarse barba. Ningún hombre puede tenerla excepto en reuniones privadas en las que los melancólicos se colocan unas postizas.
El Exiliado, con el apoyo de algunos de los presentes, se iba recuperando del ataque de pánico que el vocablo género le había suscitado.
Los navegantes, llegados por iniciativa propia incluso en embarcaciones de fortuna con la idea de salvar a humanos en peligro y participar en una batalla histórica, discutían con no menor ardor pero con menos argumentos ideológicos. No les gustaban las ratas, ni pertenecer o aliarse con su imperio, y, aunque las condiciones de trabajo de los galeotes fueran todas iguales, no les parecía una situación envidiable ni estupenda. Muchos recordaban el pasado del entonces No-País, el súbito cambio de Gobierno tras el hundimiento del Buque Correo y la ola de manifestaciones, no contra los asesinos sino contra el gobierno legal de entonces, propiciada por comandos rátidas. Tampoco veían claras las recurrentes alusiones a la maldad del antiguo tirano, Diktátor, cuyo peligro de resurrección continuaba siendo utilizado por el Secretariado Rátida como argumento de máximo peso para justificar su propio poder. Los voluntarios, enardecidos por la travesía, el aire del mar y la decisión de enfrentamiento, no se ponían, sin embargo, de acuerdo para emprender ninguna acción.
Había otros oyentes muy interesados por las conversaciones, pero ignorados a causa de su tamaño. El resultado de la contienda y del imperio rátida les concernía. Eran pequeñas especies afiliadas al sindicato Quejosos´s Power, en el que se encontraban Termiteros Sin Dinero y Polillas Unidas. Estaba previsto que, tras la victoria total rátida, se ocuparían del troceo, en menudas porciones, del territorio, previa garantía de obtener reductos autónomos, que serían surtidos, mensual y gratuitamente, de signos identitarios por la plana mayor Rátida. Polillas y Termitas siempre habían soñado con tener, respectivamente, su propio guardarropa y muebles. Habían asistido a algunas asambleas del Gobierno e Igualísima les garantizó que uno de los puntales de su programa político consistía en la multiplicación de microtribus subvencionadas. A partir de entonces Termitas y Polillas hicieron suyo con orgullo el lema Small is beautiful, que también campeaba en la galera.
La confusión era considerable.
– ¿Atacan o no? ¿Habéis venido a ayudar o a discutir? -preguntaron los rebeldes por altavoces a los recién llegados.
Las ratas, dispuestas a no perder audiencia, respondieron subiendo el tono de su música y enviando a los visitantes un mensaje:
– Además de nuestro idílico programa de validez mundial, vamos a ofreceros, como distracción, relajamiento y prueba del ambiente que aquí reina, unas canciones folklóricas.
Los corros que habían continuado sus monótonas danzas pasito a pasito cogidos por las patas anteriores se tocaron con las vistosas gorras del tocado regional y entonaron suaves cantos con el más dulce de los tonos. Nada comprendían los oyentes de su lenguaje y los chillidos sofocados les parecían molestos, pero escuchaban educadamente puesto que se trataba de una manifestación cultural étnica.
De haber comprendido el significado su obligado interés se hubiera transformado en inquietud. Porque la letra de aquellas canciones traducida venía a decir:
Cuellos cortemos,
gaznates rebañemos.
Los humanos insolentes
serán comida o sirvientes.
Somos, fuimos y seremos
señoras de cuanto vemos,
aristócratas de sangre,
colmillo, garra y pelambre.
Nuestra raza es superior.
¡Muerte para el opresor!
Y muchos reporteros, para no ser acusados de falta de sensibilidad hacia lo distinto, alababan la que creían llamada a la convivencia y el peculiar valor lírico que sin duda encerraban aquellos cantos.
48
¡Exclusiva!, ¡Exclusiva!
– ¡Contraataque, contraataque!
El grito surgió de los galeotes rebeldes, de Kraky, Orky, Pesofijo, Gal y cuantos les seguían, y sacudió como una ola de fondo a los insurrectos. No soportaban la inacción, que se dejara el campo libre a la campaña manipuladora de las ratas. Les indignaba que los visitantes las escucharan con tal atención y que incluso pareciesen tomarse en serio sus argumentos e ignoraran el peligro que tanto los humanos invadidos como los que aún no lo habían sido corrían.
El grupo dirigente de los rebeldes sintió la sacudida. Se habían dejado llevar por cierto estupor. Ignoraban la implantación externa de la propaganda rátida, la pericia de sus enemigas para cambiar de apariencia y aprovechar las flaquezas y desconciertos del adversario, al que pretendían nada menos que transformar en aliado unido al proyecto mundial rátida.
Gal los miraba con indignación e incluso sacudió a Offing por los hombros.
– ¿Luchamos o no? ¿Vais a dejar que sigan?
– Por supuesto que no. – Muerte Súbita preparó todas sus armas y revisó las de sus compañeros.
Offing consultó su detector de botellas con mensaje.
– ¡La segunda remesa ha llegado a destinatarios! De poco va a valerles la propaganda. ¿Dónde está Metáforos? Lo necesitamos.
Metáforos, en ese momento crucial, no aparecía. Hubo rumores de falta de valor, que Offing intentó desmentir. Entonces apareció y relató su odisea: Venía de una batalla, peculiar pero tan agotadora como los enfrentamientos bélicos. Ocurría que, desde la fiesta en la Cala de los Malditos, las exgaleotes habían demostrado harto interés por aquel varón mediterráneo que irrumpía en su cerrado y repetitivo ambiente. Sus contactos con el otro sexo habían sido grises y monótonos, condicionados luego por exigencias de la clandestinidad, la disciplina y la militancia. Metáforos produjo, sin proponérselo, un gran efecto y despertó múltiples expectativas, sobre todo en las que no se habían ya emparejado con piratas irredentos libres. La batalla enardeció el ambiente y corrió como la pólvora la consigna de que, por si se moría en combate, se aprovechara el tiempo que restaba. Metáforos se había visto asediado en una incursión a la bodega, donde los sacos ofrecían muelle comodidad afín a la del lecho.
– Pero ¿qué pasa? – había preguntado él, sorprendido por su repentina capacidad de despertar pasiones.
– Es que…-le respondió una de las exgaleotes- en el sistema rátida hubimos de seguir los cursos de teoría y práctica de la sexología, sin discriminación de número, especie ni género y con severos exámenes y regulares ejercicios prácticos. Y era tan aburrido como la dieta programada y el cuarto de hora de devoción al líder o la revisión cotidiana, para denuncia pública, de las actitudes de sexismo diferencial.
– Tú eras diferente- añadió otra- Nos mirabas, nos decías cosas…
– A mí me recogió algo que se me había caído al suelo…-apuntó una tercera, arrobada por el recuerdo.
Y otra consiguió un aparte y le susurró:
-Me sacaste a bailar. Tomamos aquel vino de Chipre que encontraste en la bodega. Y me dijiste…- Solina, que tenía largos cabellos rizados y un perfil que recordaba a las ánforas de los museos, en la patria de origen de Metáforos, recordaba mejor que él, todos los detalles.
– Ellas siempre recuerdan- se dijo él
Sobrepasado por el número y las expectativas, Metáforos se decantó por una retirada honrosa asegurando que había oído toque de arrebato. Se presentó pues ante sus compañeros sudoroso pero aliviado por el éxito de la fuga.
Mientras, sucedía otra escena, con muy distintos actores, en un cubículo que se encontraba cerca de la sentina pero sobreelevado y próximo a la proa, en la galera de mando. Rata Segunda había recibido un mensaje que mantenía en el mayor secreto. Cubrió su ausencia explicando que precisaba examinar cálculos estratégicos que, en su momento, había hecho en previsión de emergencias como aquella. Sólo ella conocía la existencia de un sistema de túneles y compuertas que, desde allí, daba paso al exterior. En el cubículo la esperaba Gorgony, precedida por su olor agudo y extraño pero difícilmente resistible, al menos para Rata Segunda, brillante la piel, cubierta la cabeza por ondas espumosas de un vago tono rosado, las agudas y finas uñas que parecían una prolongación de los dedos teñidas del mismo color.
-Cambias continuamente. – dijo la Eminencia Gris rátida.
Gorgony se aproximó para que comprobará al tacto su nuevo aspecto, y respondió:
– Naturalmente. Tengo variados orígenes. Soy capaz de adaptarme mucho, como tú. Y ahí está nuestra fuerza.
– Podremos hacer grandes cosas juntos.
-Igualdad y felicidad bajo nuestro mando. Dirigiremos tú y yo, ratita mía. Imagina, cuanto tienen los humanos a nuestra disposición, más lo que ya tenemos. La razón es indiscutible: Somos la nueva era, la modernidad, el futuro. Y si algunos de tus congéneres no progresan adecuadamente en esta mutación revolucionaria….
– Tal vez esta batalla sirva para hacer una limpia de elementos inútiles – Rata Segunda sabía que eso era lo que Gorgony estaba pensando.
– Por supuesto.
Niveles más arriba, el alto mando, que no echaba de menos a Gorgony porque ésta acostumbraba a aparecer y desaparecer con la sutileza de un anfibio, esperaba a Rata Segunda y discutía.
La calma del mar comenzaba a parecer excesiva, y era un reflejo de la superficie rasa, pero de un uniforme tono gris, de los cielos.
A poca distancia más allá los antiguos galeotes y sus amigos y aliados hacían lo propio. Aunque fatigados doblemente, porque ya habían luchado y dado la victoria por segura, los resistentes al Imperio Rátida se aprestaron al nuevo enfrentamiento, que se presentaba como mucho más complicado que el primero pues debían cuidar de dos frentes: El de sus enemigos directos y el de la opinión mundial.
La atención de todos se desvió repentinamente hacia el rincón donde Offing había establecido un precario centro de comunicaciones. En secreto, para no alimentar falsas expectativas, el albinio procuraba por diversos medios mantener contacto con sus colegas. Así supo interpretar la repentina lluvia de mensajes que con el título de ¡Exclusiva! ¡Exclusiva! estaban siendo enviados por diversos medios, y con la colaboración de los navegantes, por doquier. Offing, Metáforos y simpatizantes habían logrado que se difundiera en varios idiomas el descubrimiento de la trama del hundimiento del Buque Correo. El silencio que rodeaba desde años al hecho misterioso y a sus consecuencias se había roto como un cristal. Y, pese a que algunos entrevistadores quisieron preguntar a las ratas, éstas se encerraron en completo mutismo y todo lo más alegaron que era asunto viejo y zanjado que sólo interesaba remover a los aprovechadores de los escándalos y a los amigos de la crispación y el estriborismo belicista.
Lo cierto es que el ambiente había cambiado, en detrimento de la imagen rátida idílica. A ello se unieron otros sucesos: También se hicieron públicas las declaraciones de un grupo de corresponsales extranjeros, ahora liberados, que habían sido secuestrados por un comando del PIL (Piratas Irredentos Libres) liderado por Angelina para que visitaran la Cala de los Malditos y la Gabarra de los Lisiados, hicieran entrevistas y dieran testimonio. Lo que describían estaba siendo escuchado con avidez. La oferta rátida de paz mundial era ya acogida con tibieza, levantaba desconfianza y ésta se tornó en franca hostilidad cuando se produjeron las filtraciones sobre su plan global de apoderarse de todo el queso, de vacas y ovejas de cuyo cuidado y ordeñe se encargarían, bajo su dirección, trabajadores terrestres homólogos de la marina galeote. Ello según esquema táctico de troceado sistemático, una vez finalizado el del No-País, de Euralia, de las Oceanias y, tras tomarse un reposo, del resto del Globo, según informaran las delegadas y servicios de inteligencia rátida de la situación en zonas insumisas y hostiles al Gran Proyecto de Felicidad Planetaria.
49
El arma infantil
– ¿De qué armamento disponemos todavía?
La preocupación había cambiado el color de las ratas de la Junta Directiva. La luminosa blancura de Igualísima estaba tomando rápidamente una tonalidad verdosa con zonas fosforescentes en hocico, orejas, garras y rabo. En Rata Segunda el verde se concentraba en caninos, cabeza y cuello, mientras que en el resto de las del Secretariado el gris se oscurecía por momentos y se alternaba con franjas del rojo oscuro de la sangre coagulada.
-Tenemos el arma de difusión pedagógica, la conmovedora legión infantil. Dejad un amplio espacio libre frente a la flotilla de visitantes, advertid por los altavoces que se pongan en primera fila y estén atentos corresponsales y representantes del mundo exterior.
– ¿Quieres decir cuantos no son de los nuestros? – preguntó con cierta timidez una rata auxiliar.
– ¡Quiero decir lo obvio! – respondió con evidente enfado Rata Parda, que velaba por la propaganda y la propiedad lingüística. – Por supuesto se trata de todos aquéllos que aún viven en regiones del Globo sumidas en las sombras de la Era Pre-Revolucionaria.
En su remodelación de la Historia, el Alto Mando Rátida denominaba así a cuantos territorios y humanos no estaban bajo su poder.
-Organizadlo, dad órdenes y todos a sus puestos.
Funcionó el factor sorpresa. Se esperaban ataques, pactos, treguas, sobornos, provocaciones, engaños, la aparición de aliados inesperados en el horizonte, la retirada en masa del enemigo, el impacto de una andanada letal, pero no aquello.
Mansa, dulcemente, del corazón del Alto Mando Rátida se había desgajado una embarcación de extraños color y estructura. Parecía una gabarra de mercancías y la superficie del mar, sin una ola, favorecía su avance. Era blanca, con franjas en suaves tonos pastel, a modo de mascarón de proa lucía un busto ratonil gigantesco con un remedo de sonrisa y su nombre en una especie de collar, Miky Raty. La acompañaba una música tenue más propia de la relajación que de la contienda. Y sus ocupantes no eran ratas, sino niños.
Los exgaleotes no ignoraban que las ratas iban apropiándose, para su formación decían, de un número indeterminado de crías humanas, pero muchos desconocían el proceso educativo. Estaban apiñados en la cubierta, pero manteniendo una correcta formación, y al frente de cada uno de los destacamentos se situaban sus cuidadores y maestros, que tampoco eran ratas pero que sí pertenecían a Colaboradores y Asimilados Pedagógicos, sumaban fuerzas, cuando era preciso, con los Mercenarios Light y, en tanto que servicios de inteligencia, echaban una mano a Mustélidos y a Piratas Fundamentalistas.
– ¿Por qué queréis destruir nuestro hogar, nuestra maravillosa nación, que es, con mucho, superior al No-País, a Euralia y a los corruptos dictadores? – gritaban niños y maestros entre sollozos.
– Somos felices, somos pacíficos, somos la prueba del bienestar que procura el Imperio Rátida.
– Estamos aprendiendo su lengua, rica en sonidos armoniosos.
– Dominamos la geografía de las redes de alcantarillas mundiales,
– Nos han salvado de Diktátor y de sus semejantes.
– Vivimos con la libertad de alabar al Líder Máximo.
– A Igualísimo. Y a todos los dirigentes.
– Seremos semejantes a ellas. Tan iguales como ellas.
– Iguales en género, número y caso.
El tutor jefe se adelantó unos pasos y, con voz clara y potente, proclamó:
– Antes de que planteéis las preguntas básicas os responderé: Los que veis aquí, porque estaban impacientes por venir a saludaros y desmentir las falsedades que se difunden sobre el Gobierno Rátida, viven en cómodos y espaciosos alojamientos, practican deportes y juegos en sus segmentos de ocio, gozan de continua formación gracias a los desvelos del Secretariado Pedagógico y no han sido vistos anteriormente, a petición propia, para que el retrógrado ambiente de los que los procrearon no turbe la visión perfecta que tienen de su futuro.
Pasado el primer momento de sorpresa, entre los corresponsables bullía el deseo de hacer preguntas, y ya la distancia lo permitía. Éstas comenzaron a llover:
– ¿Cuántos sois?
– ¿Estáis contentos?
– ¿Dónde pasáis las vacaciones?
– ¿Tenéis familia?
– ¿Estudiáis en un colegio?
– ¿Cuál es vuestro nivel, con qué diplomas?
– ¿Os gustan más el queso, los chuches o la sopa?
– ¿Quién os examina?
– ¿Quién descubrió América?
– ¿Son dos y dos cuatro?
– ¿Son iguales los niños y las niñas?
Y de cada formación se destacaba alguno, al que acompañaba, para ayudarle en caso necesario, uno de los tutores, que lucía el pin king size de los Asesores Rátidas Pedagógicos. A las respuestas acompañaba un coro que, en la parte de atrás, se esforzaba por entonar dulces melodías.
El personaje infantil, en pie junto a la proa, era la viva imagen de la inocencia, y ponía en la articulación de las respuestas claro empeño, pero resultaba apenas comprensible:
– ¿Qué dices, niño, o niña? No entendemos todas tus palabras. Ni es fácil distinguiros por vestimenta y apariencia.
Hubo un movimiento de indignación en los entrevistados:
– ¡Niño! ¡Niña! ¿Todavía utilizáis ese lenguaje estriborita? Grande es vuestro atraso, negro vuestro futuro. ¡Miraos en el espejo de la igualdad rátida, como desde la cuna hemos aprendido!
Los tutores los animaban a repetir las consignas pro integración del género en el epiceno y se afanaban en escoger a los que se expresaban de la forma más comprensible, pero ni así lograban claridad en las respuestas. Sin embargo los niños habían sido cuidadosamente seleccionados. Eran los supervivientes de las numerosas trillas mediante las cuales la Policía Pedagógica habían ido eliminando a las crías non gratas de la especie humana para reservar a los que ya daban señales esperanzadoras de asimilación completa o de franca mutación. Los desechados se destinaban a bajos menesteres o a un final inconfesable. En los almacenes de futura mano de obra se apiñaban aquéllos a los que se había sorprendido con preferencias, en juguetes y colores, feminoides o viriloides, los que no habían olvidado con la suficiente rapidez los relatos de sus padres, aquéllos que, ya crecidos y durante las prácticas de la brigada rataciclo, se negaban a atropellar a los galeotes que no se apartaban respetuosamente a su paso, los que desentonaban en el recitado de consignas y en la escenificación de los grandes hitos históricos que habían llevado al poder a las ratas, como el Hundimiento del Buque Correo. De hecho, la gesta de la Toma del Cofre de todo el Queso Gubernamental había desplazado hacía tiempo, por su categoría en la Revolución Rátida, a rancias evocaciones como la primera vuelta al mundo, la aparición de personajes filosóficos y religiosos o el descubrimiento de la energía eléctrica.
Los corresponsables y visitantes no comprendían sino algunas palabras de los ocupantes de la embarcación infantil, y ello con gran dificultad. El tutor dijo:
– Estos niños, magníficos ejemplos de nuestros logros presentes y futuros, son educados, naturalmente, en el noble lenguaje rátida, con inevitables recursos al humano pero en la clara conciencia de cuál va a ser, por señorío, calidad y milenario abolengo, el idioma mundial. Por lo pronto aún mezclan, y no alcanzan nuestra pericia en silbidos, guturales, nasales y chillidos, pero un dominio exclusivo, generalizado y completo es sólo cuestión de tiempo, puesto que su futro va en ello, y no hay otra opción.
Se adelantó otro que podía ser niña, pero cuyo sexo se ocultaba cuidadosamente con una distribución minuciosa y equitativa de lazos rosas y azul celeste sobre fondo amarillo neutro, y transmitió a su auditorio.
– Decid en vuestros lugares de origen, oh visitantes, que somos felices, estamos sanos, tenemos amor y prometemos repartirlo.
– ¿Sois todos iguales?
– Queremos ser igualísimos, como nuestros mayores al mando de la flota. Pero, naturalmente, también tenemos diferentes tipos de igualdad, y las ratas, que son las únicas que deciden en qué debemos ser iguales, nos premian según los méritos, – e inesperadamente, concluyó con un – ¡Viva 1º B! proclamado con un volumen y pasión que sobresaltó a los que le escuchaban. Gritos similares se alzaron entre sus compañeros:
– ¡Viva 2º A!
– ¡Viva Primaria!
– ¡Viva 3º H!
Habían surgido voces desde todos los grupos, cada cual alabando aquél al que pertenecía. Inspiradas por la organización tribal de algunas tribus oceánicas, las ratas procuraban favorecer, con la ayuda de colaboradores de Butifalia y de BIPS (Brincadores Incesantes Pura Sangre de la Montaña Norte), la aparición y desarrollo de clanes convencidos de su congénita superioridad sobre los galeotes, y les distribuían recompensas en forma de raciones extra de alimentos, chuches, vistosas gorras y mullidos lechos. Sabían que era la mejor forma de lograr fidelidades mediante el convencimiento de méritos ancestrales nunca antes reconocidos.
50
Currículum
Un profesor que se encontraba entre los visitantes se empeñaba en plantear cuestiones sobre temas de cultura general, temarios, asignaturas, conocimientos, diplomas. Alguien que parecía un niño mayor se adelantó:
– No entendemos tus preguntas, quizás porque eres viejo y hablas del pasado. Somos, como se nos ha dicho, de una tierra, o mar, superior llamado Porvenir, y si hablas, cuando dices eso de “Historia”, de Eras Primigenias, éstas comenzaron con las ratas, que estaban primero hace millones de años y que, naturalmente, como algunas especies subyugadas con las que nos aliaremos, tienen prioridad respecto a los humanos, tardíos, nocivos y voraces ocupantes del planeta, sólo aceptables como elemento servil o tras intensivo reciclaje.
Aquí terció diplomáticamente uno de los tutores, Había que evitar las ofensas directas, todavía.
– Por supuesto, esta inocente criatura interpreta a su manera las primeras lecciones de Protohistoria. Los humanos serán en el Porvenir, ya lo son, nuestros aliados y amigos. Él se refería a un bello poema mítico que comienza con En un principio fue la rata. Simple metáfora destinada a paliar agravios originados en la noche de los tiempos.
En la cubierta ocupada por la directiva de exgaleotes y compañía, reinaba el estupor, excepto en el caso de algunos prófugos como Óskar, Kraky, Pesofijo y Gal, que se esforzaban por explicar la situación al resto.
– ¿Sabíais que había niños y que eran como éstos? – les preguntaron.
– Sabíamos que las ratas daban gran importancia a lo que llamaban La Siembra, la formación intensiva en la Galera Pedagógica. Algunos hemos pasado por ella, y conseguimos huir o despistar o nos asignaron, como alumnos poco satisfactorios, tareas de mantenimiento y servicio.
– O creyeron habernos eliminado por inútiles, malsanos y desechables. – terció Gal. -A los seleccionados se les sitúa en el nivel superior. Naturalmente no hay conocimientos culturales propiamente dichos, sino eliminación de cuanto concierne a épocas anteriores al Gobierno Rátida. La cultura es a contrario, por sucesiva eliminación de referencias, datos, recuerdos, preferencias personales. Las diferencias entre uno y otro y la jerarquía de los grupos entre sí únicamente son las definidas como tales por disposición rátida y comportan grandes ventajas, pues el resto debe privarse de parte de sus raciones para dárselas. No existen diplomas, exámenes ni pruebas, pero sí continuos controles del nivel de fidelidad, del de miedo al advenimiento de un nuevo Diktátor y de la capacidad de reiteración de consignas.
Como sí, desde la nave del Arma Infantil los hubieran escuchado, llegó hasta ellos la vocecilla aguda de una niña que, apoyada en una de las orejas de Miky Raty, respondía a las preguntas que se empeñaba en enviar el tenaz profesor desde la borda de una nave visitante. Trataba del temario de sucesos que sustituía, al parecer, en la formación de aquellos niños a la antiguamente llamada historia y que en la formación rátida se definía según el Proyecto Porvenir.
– ¡Porvenir, Porvenir! Nuestro proyecto. – corearon sus compañeros.
Porvenir era la versión infantil y pedagógica del Proyecto Neolítico Mejorado en el que las ratas trabajaban desde hacía largo tiempo, mucho antes de su toma de poder y con el apoyo de simpatizantes, fascinados por lo que sería el nuevo Edén en la maltratada Tierra. Su plan cara al público, revestido por sabia propaganda, había hallado amplio eco en numerosos grupos de colaboradores convencidos de que buena parte de la especie humana seguía conductas equivocadas e insostenibles y debía, por lo tanto, someterse al Código de la Vida Sana y el regreso al Neolítico. La difusión de estas ideas favorecía a las ratas doblemente: Creaba un blindaje de sumisión ante cualquier crítica dada la nobleza multiespecie de su propuesta y proporcionaba cobertura al lado oscuro del gran ideal. Era agente en extremo eficaz de su proyecto de eliminar a buena parte de la indeseable raza de los humanos.
– No entiendo- protestó Offing, en cuyo país el tema de la salvación planetaria gozaba de gran predicamento y él mismo la había defendido con ardor en numerosas ocasiones. – ¿Qué mejor que salvar a los árboles, el cielo límpido, los pajaritos y que tengamos cuerpos saludables?
Sin decir palabra, Pesofijo le pasó un manual que había sustraído de los documentos secretos de la Galera de Aprovechamiento de Recursos Humanos. Era una relación rápida y expeditiva de las diversas técnicas, publicidad y ordenanzas para la progresiva eliminación de población indeseable. En cuanto al resto, necesario a efectos de sustento rátida, bastaría con el control, difuso e incesante, producido por la interiorización del miedo a situarse fuera de las normas y por la introducción de éstas en todos los aspectos de la vida cotidiana. En tal ambiente la selección a la inversa produciría seres cada vez peor dotados y más dependientes e indefensos bajo la corteza, en los supervivientes a la selección, de la necesidad imperiosa de adecuada apariencia física.
– Por eso, entre otras razones, me hice pirata. – dijo uno de los PIL. – El plan de sana vida asquerosa, ir a pie a todos sitios hasta caer agotados y luego recitar los Ecomandamientos, la muerte inducida, durmiendo a los desechables, las ordenanzas sobre cómo caminar por las calles, la obligación del footing, se quisiera o no, cargados a veces con grandes pesos, la reclusión de conocidos que en tiempos usaban vehículos con ruedas y ahora sólo podían esperar la Furgoneta de Recogida de No Colaboradores con la Causa, las proclamas contra el uso de materiales sintéticos, vinos, licores, ricas comidas marcadas en el Índice de Reprobables…
Segis terció, para resumir:
– La presión de la propaganda respecto a cuanto no entraba en el marco del Ideal Neolítico Remozado se estaba volviendo, no ya insufrible, sino muy peligrosa. Los humanos disminuían visiblemente y los restantes, faltos de motivación, libertad individual, placer y proteínas, no sabían ni podían reaccionar.
Otro exgaleote mostró su mano, que era casi un muñón con sólo tres dedos:
– Esto me ocurrió en el curso obligatorio de recuperación de las destrezas y habilidades en la fabricación de utensilios de piedra tallada. No pasé al grado de pulimentada.
– ¿Qué ganaba el Gobierno Rátida con ello? – preguntó Metáforos perplejo.
Una de las Chicas de la Técnica, las exgaleotes que, por su trabajo en mantenimiento, habían tenido acceso a documentos reservados, les tendió un puñado de folios que procedían del Diario de A Bordo[4]
Eran un esbozo, trazado apresuradamente y con vistas a alguna reunión del Alto Mando, sobre la existencia paradisiaca fruto de las medidas tomadas y el sistema proyectado y ya en avanzado curso.
Estaba incompleto. Era parte sin duda de un discurso dirigido a los inmediatos colegas. Comenzó a leer la primera hoja:
-…no hay mayor gozo, no hay felicidad comparable, queridas compañeras, a la de disfrutar de aquellos placeres que están negados a la mayoría, en los que ellos no pueden ni pensar porque han aprendido, han repetido y oído tantas veces que son malos que ya no se plantean preguntas al respecto. Nos rascaremos la barriga, nos untaremos el hocico con licor y tocino, cómodamente tendidas en nuestra mansión residencial. Charlaremos animadamente en nuestro coto campestre sobre nuestras bondadosas intenciones y sabremos que los humanos están dando vueltas y sudando en incontables maratones y carreras, que las antiguas vías y vehículos que les daban acceso a todo se cubren de malas hierbas y de óxido, que se ha vuelto a la limpia energía del músculo y la ocasional fogata. Disfrutaremos sin medida en bellos paisajes que a ellos les estarán vedados por imposibilidad de llegar a ellos y moverse a su capricho como antaño. En nuestros hermosos y ociosos atardeceres recibiremos a nuestros colaboradores humanos del Comité de Salvación del Planeta, que, acompañados por los Pequeños Guardias Carmináceos, nos relatarán, con grandes sonrisas, la demolición de monumentos testigos de épocas históricas todas funestas, puesto que todavía no gobernábamos, agradecerán nuestras mercedes, alabarán la amorosa dedicación de su líder Dulcita, a la que hemos otorgado el título de Rata de Honor. Los veremos emprender el regreso a pie, cargados, exhaustos, chupando una galleta sin azúcar, mantequilla ni gluten, brindaremos con esas botellas que cogimos de bodegas que ya no existen. Y mientras se alejan los oiremos cantar nuestras alabanzas y……
– ¡No sigas!
– ¡Guárdalo para publicarlo en su momento!
– ¡A por ellas ya!
Los niños de la Gabarra Infantil cantaban más fuerte que eran felices y que lo serían todavía más.
La inocencia infantil no parecía estar ejerciendo en el público visitante el efecto positivo esperado por los estrategas rátidas. Flotaba cierta incómoda perplejidad en el ambiente y el cansancio de la ya larga jornada cuyo final se alargaba de forma indefinida.
Entonces ocurrieron varios sucesos casi simultáneos: La Gabarra Infantil había recibido órdenes de retirarse y, cuando comenzaba a hacerlo, uno de los niños saltó tomando impulso desde el hocico de Miky Raty. Nadaba vigorosamente y los que tripulaban la nave, ocupados en la maniobra de puesta en marcha para el regreso, no habían reparado en un principio en lo ocurrido, lo que permitió al joven desertor ganar tiempo y distancia. Algunos visitantes reaccionaron para ir a su encuentro y sacarlo del agua. Hubo un confuso vocerío mezcla de cólera y estupor en la zona rátida, pero lo ahogó la ovación espontánea de los humanos al pequeño héroe. Llovieron las preguntas, que todos se disputaban en hacerle, pero el niño se negó a responder absolutamente a nada, con tal firmeza que optaron por bañarlo en agua dulce, proporcionarle ropa seca y dejarlo descansar.
Sólo contestó a una pregunta:
– ¿Cómo te llamas?
– Me llamo Dos Mil.
Y ahí quedó todo, sin aclaración alguna. A todos les extrañó la tirantez y seriedad de su rostro, que expresaba franca determinación y cansancio. Incluso se llegó a hablar de que fuese un espía, aunque la idea fue desechada por su edad.
Alguien citó rumores de raptos de niños por las ratas, inspirados en las prácticas de Kimyrata III del Norte, su aliado asiático.
– ¿De dónde procedes? ¿Has nacido en el barco?
Imposible obtener respuesta.
Sin embargo la cara del niño se iluminó con una gran sonrisa cuando le dieron un bocadillo de jamón y una reluciente espada de juguete.
Dos Mil estaba llamado en el futuro a llevar a cabo hazañas que nadie hubiera podido sospechar.
51
La bandera engañosa.
– ¡Izad, izad la bandera del Orgullo Rátida con todos los banderines blancos símbolos de paz y amor!
El Alto Comité Para Emergencias habló como una sola rata porque la ocasión lo requería. Todos sus informadores, que habían llegado mojados, asustados y jadeantes tras introducirse en las naves contrarias, coincidían en el cambio de opinión de los extranjeros. No creían las proclamas de la flota opuesta, daban crédito a las informaciones llegadas por diversos medios y todas coincidentes en la estrategia final de Igualísimo y los suyos, se habían difundido las entrevistas y declaraciones de los corresponsales que visitaron la Cala de los Malditos y la Gabarra de los Lisiados y que entrevistaron a los prófugos. Y no querían, por muy igual que éste fuese, vivir en un sistema mundial rátida y contemplar los fragmentos de lo que fueron sus países bogando a la deriva en archipiélagos visitados periódicamente por los recolectores rátidas de bienes, alimentos y mano de obra.
La fuga de Dos Mil había colmado el vaso y convencido a los más tibios,
– ¿De qué nos sirve la maniobra que proponéis? – preguntaron los círculos asesores del alto comité rátida- Ya hemos empleado estrategias parecidas sin éxito?
-Pero ahora tenemos que salvarnos, huir y organizarnos. Lo que se les anuncia es que cesan las hostilidades, nos aproximamos para parlamentar y acordar, no ya la tregua, sino la paz total tras el diálogo. Y después… ¡Sacad la bandera blanca gigante!
Desde las naves opuestas se observó la maniobra. Los visitantes le dieron crédito.
– Hay que dejarlas aproximarse. ¿Cómo negarnos al intercambio de opiniones?
– ¡El diálogo es sagrado!
– ¡Es el signo de los tiempos!
– ¿Qué dirían si no las generaciones e historiadores venideros?
Y los más filosóficos añadieron:
– A fin de cuentas, ellas defienden una diferenciación vital, unos derechos de ocupación y usufructo anteriores quizás a los primates. Los antropólogos no se ponen de acuerdo pero…
– ¡Nuestra lucha debe ser planetaria! -en la conversación irrumpió de forma vehemente un joven investigador que procedía de la Universidad Costa Oeste, en Dolaria. -Defendemos la existencia, en todas sus formas, la primigenia multiplicidad terrestre, la sabiduría infalible de la Naturaleza. En su momento, podréis leer mi memoria final de carrera.
– ¿Cuál es el tema? -inquirieron los que le escuchaban.
– Mi tesis, como reza en el título, es sobre el Derecho a la Vida de las Huevas de Pescado. Son incontables los genocidios que se producen, cada día, en el Planeta.
Mientras se discutía, exgaleotes y aliados, con pocas dudas sobre las intenciones del enemigo, cerraron su formación.
La principal galera rátida, con una bandera blanca tan grande que actuaba como vela de empuje supletorio, se aproximaba con rapidez y ya se distinguían claramente los gritos coreados en la cubierta:
– ¡Di-á-lo-go! ¡Di-á-lo-go! ¡Di-á-lo-go!
Y se podían leer algunos de los carteles desplegados: – Entendimiento fraternal. Alianza de Especies.
La confusión se extendía en el bando opuesto. Se añadía a esto el gris homogéneo que parecía haber ascendido desde el quieto mar para juntarse con el semejante del opresivo cielo y fundirse con el del pelaje de las ratas, que se cuidaban, de no mostrar al gritar el blanco de sus colmillos.
– ¡Manteneos a distancia! – gritaron los exgaleotes. – Os oímos perfectamente desde ahí.
Pero la galera adversaria que iba en cabeza aceleró su curso, proclamando al mismo tiempo posibilidades de acuerdo, tregua, quizás rendición. Ayudada por el gran lienzo blanco que habían enarbolado, ganó velocidad, llegó a unos metros, y no embistió a la primera nave de la flota opuesta gracias a una hábil maniobra de los Piratas Libres de su tripulación, más hábiles que los rebeldes con los que se habían aliado y nada dispuestos a someterse a nuevas dictaduras.
Sin factor sorpresa, destrucción inicial ni rápida eliminación de importantes adversarios y toma de algunos rehenes, las ratas perdieron confianza en su plan. Dieron órdenes a parte de sus huestes de lanzarse al abordaje aprovechando la proximidad, calcularon un pasillo de huida y Rata Segunda se aseguró de que, como estaba previsto, una vez su galera hubiera pasado, se lanzase la última arma psicológica.
52
Cuerpo a cuerpo.
El gran problema rátida fue la confusión. Mientras hubo la seguridad del reparto de inagotables existencias de queso y de gratificantes reuniones nocturnas en las que, al calor del número y de la homogeneidad de las consignas, se les aseguraba su superioridad, preeminencia e ineluctable victoria sobre sus desunidos, volubles y reticentes enemigos no les fue difícil imponerse. Eran, colectivamente, siempre, las heroínas de todas las historias, reconocidas incluso como supervivientes valerosas por sus adversarios mismos. Ahora las desconcertaban las variadas reacciones de sus contendientes, la forma en que se ayudaban entre ellos, la visible tibieza o franca hostilidad de los que creían sus aliados.
Llevadas por un reflejo irresistible, todas se fueron agrupando en un puñado de galeras. La consigna era de ninguna forma abandonar el barco, pero no especificaba a cuál se refería, así que, en vez de un cuerpo a cuerpo con el enemigo humano, éste se producía entre ellas.
Segis demostraba una sorprendente agilidad física que, más que en la fuerza, radicaba en la pasión. Quería encontrar a toda costa a la Jefatura Rátida y, desdeñando otro tipo de enfrentamientos, se lanzó a interrogar y a rebuscar escalerillas abajo. Agotadas por el peso del botín, halló a Rata Ecónoma, a la Secretaria principal, a varios miembros de la guardia y a no pocos rataciclos que habían desmontado sus vehículos para utilizar los manillares como alfanjes.
– ¡A ti quería encontrarte! – El brillo de sus ojos, la agudeza puntiaguda de sus uñas y la forma que tenía de escalar plataformas en cubierta pisando sobre sus compañeras delataban a Rata Segunda. La persecución no fue muy larga. Segis la acorraló pese a la agilidad con la que Eminencia Gris manejaba el rabo y aprovechaba la menor ocasión para tirarle dentelladas. Ya en el mar, y en una mullida balsa importada en secreto de una famosa empresa de Teutonia, Gorgony esperó durante cierto tiempo al que había sido su compañero en las tareas de espionaje y gobierno, pero luego, segura de sus facultades de adaptación a todos los medios, acuático y terrestre, lo abandonó.
Las informaciones de Rata Segunda sobre luchas marinas no procedían de estudios, de los que en general sus congéneres carecían, sino de imágenes. Y recordaba que los enfrentamientos ascendían siempre hasta acabar en la punta del palo mayor. Ahí ella tenía ventaja por la provisión de genes del equilibrio propia de su especie. Su adversario era, en comparación, físicamente torpe, raza al fin inferior la de los humanos. Se sorprendió al observar que Segis no seguía el guión esperado sino que la empujaba con toda clase de fintas hacia abajo, a zonas desde donde emanaba un delicioso olor a queso.
Hacia abajo, hacia abajo. Al fin y al cabo ¿por qué ir hacia arriba? Cuando más abajo más iguales, esa era una de las premisas básicas del código rátida, y en ella convergían, en su sabiduría profunda, estrategias, normas, imposiciones y explicaciones. Ahí, abajo, estaban, además del perfume irresistible del queso y de los cofres llenos y pesados, alcantarillas y agujeros, seguros refugios sombríos donde en nada se distinguían unas de otras y tampoco entre sí los humanos. Escalón a escalón, cubierta a cubierta, Segis la llevó hacia la entrada que daba acceso a la parte inferior del buque. La oscuridad amiga y el agua encharcada daban confianza a Rata Segunda. Su adversario mordería la derrota en aquel medio que él odiaba porque los humanos tenían una viciosa querencia por ir hacia arriba y por la luz.
En el tercer nivel comenzó a sentirse menos segura. Estaba sola, alejada de sus iguales de las cuales le llegaba el ruido apagado, chillidos, arañazos y carreras sobre la madera de la cubierta. La nave se estaba escorando hacia la izquierda, y no por los movimientos del mar sino porque había llegado, pensaban que del Alto Mando, la consigna del Partido Incondicional Baborita, al que todas pertenecían, y por lo tanto debían situarse a babor. La masa gris y compacta formaba un tapiz vivo en la cubierta desnivelada y, en ondas sucesivas, comenzaba a caer al agua, no sin antes aferrarse con las pequeñas y agudas garras a la borda.
Rata Segunda intuyó la catástrofe y decidió pactar:
-Puedo proponerte un trato- dijo a Segis- Nada se nos resistirá con una adecuada alianza. Nuestros argumentos son irrebatibles, hace tiempo que los repiten en no pocos reinos de tu especie.
Decía todo mientras se escurría hábilmente entre los muchos materiales amontonados. Segis no respondía y se afanaba en darle caza intentando cerrarle el paso hacia posibles salidas y evitar, al mismo tiempo, sus mortales dentelladas.
Llegaron finalmente a una bodega que Segis, pese a lo que creía su oponente, sí conocía bien. Se apilaban allí cantidades ingentes de objetos que procedían de los Almacenes de Memoria y se destinaban a la gran fogata depuradora que el Gobierno Rátida tenía proyectada cuando, marcando definitivamente el Año Cero de su reino, celebrasen la Fiesta de la Verdad Histórica Definitiva.
Las enormes pilas de libros, ilustraciones, maquetas, figuras y fotografías exhalaban un olor mohoso similar al del queso.
Rata Segunda se apoyó firmemente en la pila de rimeros que se elevaba hasta el techo para así atacar con mayor impulso. Ignoraba que los libros, además de ser comestibles y combustibles, podían tener un gran peso. Y se desmoronaron sobre ella. Al mismo tiempo que la mano de su enemigo.
Cuando finalmente éste le asestó el golpe final, las últimas palabras de Rata Segunda a Segis fueron:
– Hubiéramos podido hacer juntos grandes cosas.
53
Siempre nos quedará Diktátor
– ¡Soltad la última arma! ¡Todavía podemos atemorizarlos! Nunca nos ha fallado.
Rata Máxima y su grupo de fieles escogidos habían visto que, sorprendentemente, no iban a vencer como pensaban por la simple superioridad del número. El abordaje se decantaba por los rebeldes, la homogeneidad y fidelidad rátidas resultaban ser menos eficaces y fiables que el ardor y variaciones tácticas de los exgaleotes y afines, los aliados se replanteaban las alianzas, el horizonte se había ido pespunteando con embarcaciones de todo tipo, tripulaciones de humanos que procedían, más que de países, de puertos, y desde luego no eran amistosas ni partidarias de los ideales de Igualísima. Las llamadas a oponerse a los malvados estriboritas no hacían el efecto esperado. Las ratas, sobre todo las del departamento de Propaganda, aún estaban convencidas de que bastaba con recordar que el Mal era, desde la más remota antigüedad, Estribor, Diktátor y sus descendientes para que, con fidelidad automática y en cualquier lugar del Globo, se atacase a los acusados de pertenecer al grupo infame. Reinaba el desconcierto porque al variado frente de sus enemigos no parecía preocuparle en absoluto la calificación Mal/Bien que ellas le ofrecían y, por supuesto, tampoco reconocía los méritos de la Nación Rátida, sus logros igualitarios y glorioso futuro de defensa planetaria de las especies y usos tradicionales.
– ¡Retrocederán! ¡Se convencerán! – afirmaron las más fieles.
– Tendrán miedo, como siempre- aseguró la líder de Propaganda.
El pelaje de Rata Máxima había pasado de la blancura etérea a un color rojizo que se acentuaba en hocico y patas y la hacía más similar a sus compañeras del grupo supremo, ahora apiñadas a su alrededor y que iban mostrando las mismas características. Así era en Rata Secretaria, Rata Ecónoma, Rata Pedagoga, las líderes del Comando Rataciclo, las de la Guardia de Seguridad Personal, la Portavoz y la Escribiente, pero no en la Directora de los Servicios de Propaganda e Inteligencia, que siempre se había caracterizado por ser mimética y había adquirido el tono pardo de las paredes y muebles de la estancia.
Curiosamente, no parecía echarse demasiado de menos a Eminencia Gris, Rata Segunda. Incluso en algunos sectores se advertía cierto alivio y, en los de alto rango, disimulada alegría por la desaparición de un elemento peligroso y por el previsible ascenso en el escalafón.
– ¡Botadlo ya! -la orden de Máxima se subrayó golpeando repetidamente la mesa con el rabo. El contraste era grande respecto a sus anteriores apariciones públicas, etérea y cándida representante de ideales de afable dulzura. Ahora, con los cambios de tono y ademanes, resultaba casi indistinguible de Rata Mayor en sus momentos de mayor vehemencia, cuando se presentaba como humilde delegada de ciudadanos y ciudadanas del mundo dispuesta a imponer la felicidad a cualquier precio.
Primero se aseguraron de atraer la atención con una fanfarria, y lo consiguieron. La batalla pareció congelarse y, como en un tapiz bélico, se fijaron con nitidez las naves semihundidas, las vencidas, las que se habían dado a la fuga y las victoriosas. Los chicos de la prensa aprovechaban para tomar notas y hacer esbozos que luego les servirían para desarrollar la noticia. Algo hacía presagiar el momento final, e incluso el mar y el cielo tenían un uniforme color grisáceo, de tormenta que no acaba de arrancar y calma engañosa.
La nave donde se refugiaba el Alto Mando hizo maniobra y, flotando sobre la superficie tranquila, apareció con lentitud una enorme imagen del temido rostro del Mal, el muy antiguo pero persistente en la memoria Diktátor. Las ratas siempre se habían vanagloriado de defender de sus posibles partidarios al No País y a cualquiera amenazado por los insidiosos Estriboritas.
No era la estatua gigantesca del Galeón de los Ritos oscuros, sino un simple simulacro en materias blandas que, además, con el vaivén y la proximidad de casco y aparejos, resultó de poca resistencia.
La imagen de Diktátor no cumplió las expectativas. No se produjo un movimiento de temor ante el terrible pasado, la tiranía mítica que, sabiamente utilizada, había permitido a las ratas hacerse con el cofre y el poder. No se despertó en indecisos, rebeldes y simpatizantes una ola de agradecimiento a los salvadores rátidas que eran el Bien enfrentado a la negrura de cuanto a Diktátor y su resurrección se refiriera. No dieron media vuelta las naves recién llegadas ni se rindieron arrepentidos los galeotes, ni huyeron, para engrosar las filas del sucesor de Iluminado Magnífico los piratas irredentos libres. Simplemente, al tiempo que la faz de Diktátor se deshacía lentamente en el agua por fatiga de materiales y apresuramiento en la botadura, los adversarios observaron con curiosidad el hecho, hicieron comentarios jocosos de la progresiva disolución de una imagen que poco o nada les decía y decidieron, luego, reanudar la lucha.
– ¡No todo está perdido! ¡No todo está perdido! – exclamó la representante de las Ratas de la Guardia, que normalmente, al haber una por cada galeote, constituían una tropa numerosa pero que ahora habían quedado reducidas a un escaso grupo y luchaban por la propia supervivencia del Cuerpo al menos tanto como por la defensa del Alto Mando. – ¡Mirad! Todavía hay quienes no se han unido a la sublevación.
Señaló un punto a media distancia y, en efecto, allí flotaban en clara expectativa algunas naves con galeotes en cubierta.
– ¡Tenemos los repuestos! ¡Saquemos los repuestos!
– ¡Difundamos, además, los horribles crímenes de los antiguos dirigentes del No País, que nunca deben ser olvidados! ¡Sus atentados a la salud del bosque cuando talaron árboles para una fogata festiva, su sabotaje del primer proyecto de generalización ciclista y erradicación de las cuatro ruedas! ¡Su corrupción cuando aceptaron regalos navideños!
Las miradas se centraron acusadoras en Rata Parda, Jefe del Departamento de Comunicación y Propaganda, que no se había ocupado con la debida diligencia de la difusión de imagen cara al exterior.
Rata Parda se defendió, con el aplomo que la caracterizaba. No pocos la temían especialmente cuando, con expresión tranquila y casi afable, reprochaba a alguien su postura, fruto del error y de la falta de diálogo y comprensión de las benéficas directivas de los responsables. En esos casos no era raro que el acusado de tendencias estriboritas apareciera flotando con la barriga hinchada en la sentina de desechos.
– La propaganda directa no es necesaria. -dijo- Ellos nos la hacen. No son pocos los que nos apoyan entre los humanos, defendiendo nuestras premisas, exponiendo, con ardientes discursos, la conveniencia de demoler castillos y catedrales, obras de arte, monumentos y cuanto les diferencia de nosotras y del igualitarismo total. ¿Para qué esforzarnos?
Y añadió en voz más baja:
– Y recordad que no nos conviene. Todos los informes de nuestras filiales y franquicias coinciden en que, actualmente, nuestros simpatizantes no rátidas reciben generosas aportaciones oficiales, que nutren luego nuestros fondos de actuación, difusión y sustento.
No hubo, pues, objeciones ni tenían tiempo de hacerlas Era tarde para reparar el fallo. Se tomaría nota para el futuro. No había un momento que perder para pasar al plan B tras la desaparición en las aguas de la impresionante y cuidadosamente elaborada imagen de abominable Diktátor.
– ¡Botad los repuestos! Su número y tamaño recordarán a quienes nos observan que todos y cada uno de nuestros adversarios puede llevar en su interior el germen del estriborismo. Sólo nosotras garantizamos la vigilancia diaria de la perfecta igualdad y la ratidad sostenible. – ¡Botadlos ya!
Por las escotillas previstas al efecto comenzaron a brotar, uno tras otro, decenas de pequeños diktátor hinchables, que se balanceaban suavemente y hubieran podido confundirse con inofensivos patitos flotadores de no ser por la expresión de codicia y maldad que se había querido, bastante torpemente, imprimir en ellos dotándolos de colmillos sangrientos que mordían cuerpos humanos desventurados mientras simulacros de oro y joyas rebosaban de la bolsa que les colgaba del cuello.
Lejos de cundir entre los adversarios el arrepentimiento y el pánico, comenzó a propagarse entre ellos una especie de ataque de hilaridad general que se manifestaba de diversas formas: Los piratas irredentos libres avanzaron a toda velocidad interpretando, con los instrumentos musicales de que disponían, y a los que eran bastante aficionados, canciones tradicionales con letras nada halagadoras alusivas a la época rátida, a su gobierno y hechos. Los rebeldes comenzaron una competición de tiro al blanco con premios y aplausos para quienes acertaban en los diktátor flotantes, que se iban hundiendo según el aire silbaba al escaparse de su interior. Los ocupantes de las naves llegadas de puertos lejanos se esforzaban en conseguir, para llevárselos como recuerdo, uno de ellos. El ambiente se volvió casi festivo, y eso, junto con el cambio de tiempo, fue para la Nación Rátida fatal.
54
Descubrimiento de la altura.
El cielo, hasta entonces tan gris y plano como el agua, según avanzaba el atardecer estaba cambiando. Se habían acumulado nubes que parecían amontonarse unas sobre otras. El mar no se encrespaba con altas olas pero tampoco era ya la extraña balsa que, como si también esperase el final de la batalla, parecía mantenerse a la expectativa. Las ratas supervivientes, abandonada toda esperanza de triunfo inmediato, se aprestaron a la huida sin mayores dilaciones. Las ratas nunca miraban a la altura.
Pero los galeotes entonces sí. Largo tiempo sometidos a los espacios limitados, los ocios dirigidos y las tareas impuestas, observaron, con una atención nueva, el horizonte, que se había llenado de resplandores. De la masa nubosa surgían relámpagos y truenos y, éstos, mezclados con las luces del ocaso, hacían que se desplegase un inmenso abanico de tonos y sonidos. El mar había adquirido un color violeta veteado de espuma. El viento, sin ser huracanado, llevaba un sabor nuevo mezclado con la sal.
Los rebeldes y los aún indecisos miraban hacia lo alto como quien descubre islas con el alimento necesario. La extraña tempestad fue breve. No por ello apartaron la vista porque a continuación empezó a aparecer otro espectáculo: La amplitud del cielo nocturno, que observaban como si nunca lo hubiesen visto o lo descubrieran tras un largo sueño en una habitación sin ventanas.
Los visitantes que habían llegado en sus propias embarcaciones no comprendían cuanto estaba sucediendo a los antiguos galeotes pero se sentían conmovidos por el ambiente de intensa admiración. Los corresponsales aventuraban hipótesis: La nación rátida había acostumbrado de tal manera y durante tanto tiempo a su propia dimensión a los que sometía que de repente la mezcla de cambio, distinta época y percepción de la deslumbrante amplitud había producido una especie de extraña borrachera. Las ratas huían, confundidas con las primeras sombras, pero habían dejado de importar, pertenecían al pasado, a un episodio mezquino, superado, y eran las que siempre habían sido, sin mayores dimensión ni mérito.
– ¡Mira, Offing, mira! – Gal le obligó a apartar la vista del cuaderno de notas y, el brazo por los hombros, le hizo inclinarse sobre la borda.
El periodista de Albinia venía de aguas frías, de costas de luz boreal durante los escasos meses de verano y de luego largos inviernos. Metáforos se había apartado unos metros para dejar sola a la pareja. La oscuridad se había hecho profunda tras la deslumbrante exhibición de descargas eléctricas de nube a nube que no se había resuelto, como cabía esperar, en una gran tempestad. Los barcos eran zarandeados por un viento que, sin llegar a ser huracán, separarlos y obligarlos a hacer maniobras, postergaba el cambio de rumbo y los mantenía en una pausa de movimientos circulares. Era el momento, para cada cual y cada barco, de replantear y definirse, vibraba en el ambiente la excitación de los comienzos y de los descubrimientos.
Para los recién llegados, el enfrentamiento contra los rátidas, la visión real de su existencia y de su organización, finalidades y significado también cambiaba sustancialmente sus personales derroteros. Lo que antes eran utópicos y lejanos relatos sobre comunidades distintas que aspiraban a ideales de felicidad global y se escuchaban con curiosidad y cierta simpatía de buen tono tenían, desde entonces, efectos y rostros. Al tiempo que la sensación de estar envueltos por la altura y la profundidad, añoraron y apreciaron lo que les era caro en la vida de cada día de sus países de origen, y la carencia de límites que los rodeaba añadió fuerza al deseo de defender su libertad de enemigos concretos.
Offing observó lo que Gal señalaba. El agua se había llenado de puntos fosforescentes y relucía, sobre todo a cada roce con las proas y cascos, formaba aureolas en torno a los botes más pequeños, se cortaba en estelas y surtidores de luz cuando se agitaba. Era todo un espectáculo marino de fuegos artificiales. Gal y él se apretaron, estrechamente, el uno contra el otro. Parecían, y se sentían, uno solo.
– No sé si me gustará una casa que no se mueva- dijo Gal.
– Bueno…Hay caravanas estupendas- propuso Offing, que le había descrito anteriormente las bellezas de los adosados en poblaciones costeras.
– Se puede probar- admitió ella, dubitativa.
55
¡Largad lastre! ¡Royendo amarras!
Los galeones rátidas se habían hundido uno a uno, el primero el del queso por su peso. El cofre del tesoro, como se había previsto en el Plan B, los dirigentes se lo llevaban en la nave especial de emergencia. Ya no había botes salvavidas. En cualquier caso la tropa obedecía la consigna de no abandonar jamás el barco, con la oscura esperanza de que siempre quedaría algo que trocear y roer. Sus adversarios, ya victoriosos, no se atrevían a abordar las naves completamente cubiertas en todas sus superficies, tejidos, metales y sogas por la espesa capa de ratas grises y peludas, que ondulaba y se devoraba en la lucha por superponerse, llevadas algunas incluso por la aspiración a constituirse en élite.
La consigna en las altas esferas gubernamentales era aligerar, largar lastre y roer amarras para alejarse a la mayor velocidad posible. Los supervivientes de los cuerpos policiales rátidas se dedicaban, sin mayores miramientos, a lanzar por la borda a sus congéneres, cuyos cuerpos hinchados flotaban y formaban bancos que entorpecían el avance.
– ¡Acercad la nave de emergencia! –
La plana mayor rátida, seguida por defensores escogidos, había conseguido distanciarse y esperaba en la oscuridad sobre una gabarra construida al efecto y pintada de negro, de manera que no se distinguiese. Llegó la embarcación salvadora. Era el yate personal del Gobierno, denominado Yate del Pueblo, pequeño pero confortable, veloz y dotado de excelente maquinaria e instalaciones. Normalmente permanecía camuflado aunque Máxima era de la opinión de que en absoluto existía contradicción alguna entre la lujosa nave y los ideales de igualdad rátida porque precisamente eran necesarios algunos faros de excelencia, gestionados por el alto Comisariado, para mostrar a congéneres y simpatizantes los placeres de que gozarían todos y cada uno de ellos en el mañana prometido. En virtud de ese razonamiento los afines a la Líder disfrutaban de camarotes tipo suite y cubiles de diseño.
El Yate del Pueblo tenía una capacidad muy limitada. Aunque se había alejado bastante del centro de operaciones, había aún ratas náufragas que se esforzaban por trepar y eran rechazadas sin miramientos por el comando de la guardia especial. Rata Primera no pudo resistirse, pese a la premura de la maniobra, a decir unas palabras que la Secretaria y el Cantor Pasta Supina fijarían para la posteridad:
– Esto no es un adiós, compañeras. El estriborismo ha recibido un golpe mortal, un terrible desgaste. Sois, son vuestras descendientes y colegas, la avanzadilla de la Felicidad Suprema. Vuestros cuerpos abonan y fertilizan el edén ya próximo de alcantarillas artesanales, urbes sin ruedas que nos amenacen, alimentos que se nos proporcionarán gratuitamente a diario, con una variedad y abundancia nunca soñadas; tanto más sabrosos cuanto que procederán de la perquisición implacable de los bienes de sus perversos dueños actuales. Hundíos gozosas, queridas compañeras. El Gobierno envidia vuestro glorioso final y no se suma a él por responsabilidad de su cargo.
Las ratas, que chapoteaban e iban descendiendo a las profundidades marinas, no podían apreciar debidamente el discurso, pero ese detalle carecía de importancia mientras se cuidaran de inmortalizarlo las encargadas de ello.
El Yate del Pueblo se alejó a toda máquina.
56
El mar era una fiesta.
En el mar reinaba un gozoso desconcierto, como si cada ola hubiera decidido tomar distinta dirección, lo cual hubiera ocasionado insólitos problemas y navegación imposible.
Pero sólo era una apariencia. Se estaba levantando un viento favorable y para tomar decisiones y zarpar se esperaba al amanecer. Simplemente había un intenso trasiego de barco a barco, se hablaba a voces, había música, intercambio de mapas y portulanos y bailes regados por diversos caldos aportados por los propietarios de embarcaciones visitantes.
En la celebración y degustación tomaban parte importante los prófugos de Piratas Irredentos que habían sufrido largo tiempo el vigilante yugo de los fundamentalistas. Hartos del largo tiempo en el que el esparcimiento consistía en mascar espesos bolos de una desagradable droga amasada con mejillones y ciertas algas, de escuchar las alabanzas a Iluminadísimo y de recitar los pareados de cuyo aprendizaje memorístico dependía su ascenso en el escalafón, sorbían con deleite el extracto de viñas acompañado de bocadillos que preparaba el destacamento gastronómico de Angelina.
Todo hervía de proyectos, propuestas, relatos, invitaciones.
– Igual me compro una casa en el pueblo que tú dices. ¿Es verdad que está lejos de la costa y hay cerca unos picos muy altos? Porque ya está bien de trabajar en cubierta. El mar no quiero ni verlo.
– Ciudad grande, grande, grande. Así la quiero Como la que me describieron los antiguos de mi barco. Imagina…Te paseas por donde te place, haces lo que se te antoja y no te conoce nadie
– ¿Le parece que podré trabajar en su periódico, Metáforos? Tengo dos reportajes pensados, sobre las redes secretas de desviación de fondos estatales para alimentar franquicias rátidas.
Metáforos consideró la propuesta del joven reportero de Nevonia.
– También yo he barajado la idea, e incluso antes de venir estuve recopilando filtraciones de confidentes. La financiación indirecta rátida es un tema apasionante.
– ¿Entonces un trabajo conjunto?
Metáforos jugueteó con una jarra vacía y observó mirando su fondo:
– Me han dicho que en Nevonia la cerveza es excelente.
– ¡Oh, sí! Tenemos una receta de nuestros antepasados, los grandes navegantes del norte. Por cierto, he traído algo. Un instante.
El joven regresó cargado con una caja.
– Embarqué algunas botellas conmigo. En previsión de que la travesía fuera larga.
El vacío y triste interior de la jarra rebosó en breve de líquido dorado y espuma.
Tras el brindis, el periodista de Nevonia propuso:
– Su experiencia sería valorada como corresponde. En el acuerdo de nuestro trabajo conjunto se incluiría un compromiso de suministro gratuito de este producto típico de mi país.
Metáforos se limpió la espuma y asintió con la sobriedad que le caracterizaba:
– Su proyecto me parece digno de consideración.
En popa, donde la luz era más tenue, había un animado coloquio, en voz baja entre uno de los visitantes y una pirata prófuga. Procuraban no atraer la atención porque ella se había despojado de cuanta ropa llevaba encima como si le resultara insufrible el peso de la tela y no llevaba sino dos piezas someras.
– ¿No tienes frío, prenda? -preguntó él haciendo ademán de cubrirla con su chaqueta.
– No hace frío. Algo de brisa.
Y agradeció la oferta sonriente. A continuación se soltó el broche que le sujetaba el cabello y movió la cabeza a un lado y otro para recibir, con placer evidente, el soplo del viento.
Él temió que continuara desvistiéndose y se arrancara, que es lo que parecía hacer más que despojarse normalmente de una prenda, lo poco que todavía llevaba encima. Procuró distraerla de lo que parecían tristes meditaciones.
– ¿Es verdad que os hacían llevar siempre un manto color arena con una estrella parda? ¿Y en la cabeza agujeros para los ojos?
La pirata prófuga asintió y abrió de par en par los brazos para recibir brisa y salpicaduras de espuma. Luego se volvió hacia él, recompensó su solicitud con un rápido abrazo y le tranquilizó.
– No te preocupes que no continúo. Incluso voy a vestirme un poco. Tú no sabes lo que es no sentir nunca en la piel el aire y el sol. Pero nos vengamos, vaya si nos vengamos de los PIF. Muchos están en el fondo, envueltos en el sudario que nosotras llevábamos.
Para espantar los malos recuerdos del pasado él le hizo observar la estela de chispas que dejaba en el mar tropical la quilla del barco y le explicó que eran como diminutas gaviotas acuáticas provistas de su propia luz que subían de noche hasta la superficie.
– Ponte cómoda en este rincón que hay lonas. Voy a traer algo de bebida para que nos la tomemos los dos.
Un pequeño bote desvencijado, fuera del área del farol que cabeceaba, les ofrecía cobijo, e incluso, al estar volcado y por la rotura astillada de su casco, una visión del cielo estrellado que cuadraba bien con las circunstancias.
– Nena, si te quieres quitar el resto, por mí no te preocupes.
No eran los únicos que buscaban rincones discretos. Numerosos galeotes incorporados hacía poco a la armada rebelde descubrían, con parejas recientes, posibilidades insospechadas y llenas de dulce sabor. El sexo, reglamentado y objeto de pedagogía e igualitarismo bajo el gobierno rátida, había arrasado en ellos con el erotismo y los incentivos más elementales, amén de extirpar a golpe de consigna toda actitud sentimental y romántica y producirles, cuando no rechazo, un aburrimiento feroz. Ahora descubrían que, como el sabio dicho francés reza, el mejor momento del amor es cuando se sube la escalera.
Otros estaban, y se sentían, extrañamente solos entre el jolgorio. Acodado en la borda, Segis adivinaba, más que observaba, el horizonte. Orky y Kraky se le acercaron. Pese a ser hombres de acción avezados en peligros y duras empresas, percibían en el antiguo Remo 72, su jefe de la Resistencia, la tristeza que, como la bajamar, sigue a la exaltación de la victoria. Segis compartía, por supuesto, el gozo generalizado ante la derrota del enemigo, pero, precisamente por su liderazgo y tenacidad en el largo combate, por su conciencia del peligro que representaba el Gobierno Rátida, vivía momentos de especial vacío y soledad.
– No las hemos perseguido. -dijo.
– Han quedado muy pocas. La gente está cansada, el mar oscuro. La mayoría no sabrían orientarse. -le respondieron.
Hubo una pausa. Luego Segis sonrió. La sensación de alivio animó a sus compañeros.
– El plato frío de la venganza ha sido reemplazado por un buffet libre.
Orky y Kraky asintieron. Y apostillaron:
-Así es. Vamos abajo a tomar algo.
Y dejaron la cubierta.
57
El Club de la Eterna Venganza.
Según descendían, Segis y sus compañeros, se encontraron con un espectáculo insólito. De sala en sala y de cubierta a cubierta desfilaba un grupo pequeño pero cuyo número parecía abrumador por lo ruidoso, recitando consignas, coreando una especie de sutras, exhibiendo pancartas y arengando al parecer a los presentes, que lo observaban creyendo que se trataba de un conjunto musical por el acompañamiento de instrumentos que algunos tañían. De cuando en cuando se detenían, anunciaban ¡Hemos decidido abandonar la clandestinidad! y repartían panfletos. Los tres se detuvieron a escuchar el discurso y Segis se sintió rápidamente atraído por la palabra venganza, a la que él mismo acababa de aludir y que, en varios idiomas, parecía figurar como reivindicación de base.
– ¿Quiénes sois?
Encantados de la atención que despertaban en el trío de rebeldes victoriosos, los manifestantes no deseaban escatimar explicaciones, pero tampoco querían restarse a sí mismos importancia ofreciendo información individual y desordenada.
– Y tú ¿quién eres? -espetaron a Segis, a quien suponían el líder.
– Somos miembros de la resistencia que ha derrotado a las ratas, y él es uno de los mejores. -respondieron los otros dos.
– Pues no creáis que con la excusa de esta batalla y lo de la lamentable deriva autoritaria rátida en el marco de un Estado ya antes, y siempre, opresor vais a derrotarnos a nosotros, a hacernos desaparecer, a eliminar nuestra imparable lucha por la igualdad, contra el sistema abominable y sus víctimas.
– ¡La lucha continúa! ¡La lucha continúa! ¡La lucha continúa!
El grupo, que se había formado en una fila compacta detrás de su portavoz, repitió con buen ritmo la consigna. Ante el gesto perplejo de su reducido auditorio, el portavoz fue sustituido por una portavoz, que se apresuró a anunciar:
– Practicamos la igualdad completa de género. Yo os responderé ahora.
Segis, siempre observador, advirtió que el orden en la fila no era casual. La portavoz leyó su mirada y aclaró:
– Nuestros compañeros forman, según el orden establecido por nuestros principios básicos, de cuatro en cuatro: Género femenino, masculino, neutro y no sabe-no contesta.
– Pero ¿quiénes sois? -insistió Orky.
– Nuestra plataforma es inmensamente plural; sin embargo nos cobijamos bajo un fin común: Somos el Club de la Eterna Venganza.
– ¡Hasta el final sin final! ¡Lucha eterna contra el mal! -recitó el coro.
Segis y sus compañeros empezaron a comprender que estaban ante una especie de delegación de los Antiforever, que se alzaban en diversos países contra cualquier institución, credo o ley establecidos, incluida la Ley de la Gravedad. Les alarmaba ahora verse eclipsados ante la opinión pública por la difusión de la realidad del Estado Rátida, la rebelión, el enfrentamiento y la victoria. Los intelectuales de nómina del movimiento temían que sus consignas perdieran lustre por la evidente semejanza de éstas con las normas aplicadas por el Gobierno opresor, derrotado y en fuga. Así pues habían enviado un destacamento de difusión, propaganda y contraataque a la nave donde el mando exgaleote y los suyos celebraban la recobrada libertad.
Se sentían, sin embargo, en desventaja, anegados por la euforia del momento y el clima reinante donde cada cual parecía festejar a su manera y hacer proyectos sin coordinación superior alguna. Opinaron que más les valía no enfrascarse en discusiones con los tres rebeldes y que lo mejor era remitirles al estudio de una de sus obras de cabecera.
– ¿Qué es el Club de la Eterna Venganza? -insistió Segis.
Uno que, al parecer, lideraba una facción del grupo les interrumpió:
– Podemos tener mejor auditorio en otra sala.
– -Vamos entonces. -la portavoz y otro miembro del Club responsable de los movimientos del conjunto, aprobaron el desplazamiento y llamaron a alguien:
-Tú, Luis Fernando, que eres del BUM, quédate a explicarles quiénes somos y el ideario y labor de nuestra plataforma.
Luis Fernando era joven, ilusionado e inspirado. De él rebosaban, como de una fuente, de forma casi visible, junto con un caudal de consignas, la generosidad y necesidad de dedicarse a una gran causa. Rápidamente extrajo documentos de una mochila que había dejado apoyada en la pared y se quedó mientras los demás salían agitando banderolas y carteles.
– Podéis llamarme L F – dijo.
Se aclaró la voz, enronquecida por los recitados de consignas anteriores, y prosiguió:
– Yo pertenezco al BUM. Estamos integrados con muchos otros en el Club porque nos unen los mismos ideales y perseguimos idéntico fin.
– ¿Qué es el BUM?
– Es BUM, con B. Bíctimas Unidas Mundial. La B fue exigencia del sector de Víctimas de la Ortografía, de los reprimidos, excluidos y represaliados por ignorar la corrección ortográfica. Defendemos a las víctimas, a todas las víctimas, siempre
– ¿Cuáles? ¿De qué? ¿Dónde?
L F se había lanzado a su discurso como quien se zambulle con la idea de hacer varios largos, y ahora, sin dejar espacio para preguntas o interrupciones, describía el amplio, ilimitado, perdurable campo de actuación de su grupo. Era tan vasto que Segis optó por ir resumiendo, para mejor comprensión de sus compañeros, menos eruditos que él. La Plataforma Mundial de Víctimas o V/BUM se integraba, naturalmente, en el Club de la Eterna Venganza, que había optado por la frívola denominación de Club precisamente para despistar a sus enemigos, que eran los no militantes. Se inspiraron en un principio en ciertos sectores religiosos, en algunos gurús y, muy especialmente a causa de sus operaciones de acción directa y su negativa radical a cualquier compromiso, en Piratas Irredentos Fundamentalistas, pero rechazaban cualquier credo, profeta o divinidad. De hecho, Iluminado Magnífico y el Clero Tinta Negra habían declarado en diversas ocasiones su afinidad con Eterna Venganza, cuyas premisas cuadraban a la perfección con su propia lucha sin límites contra los infieles. La venganza infinita, acompañada del rencor inextinguible y la deuda milenaria, era la clave ideológica, puesto que se vivía, se había vivido y se viviría en un mundo dividido en Víctimas y Culpables, lo que justificaba la continúa lucha, la marginalidad y hostilidad indispensables y cualquier tipo de acciones. El joven movimiento aún carecía de héroes de prestigio. Sus comandos rayacoches, rompelunas y arrancarretrovisores no gozaban de popularidad y la masa ignorante no comprendía la nobleza de su ideal antisistema.
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Gente’s News
L F extrajo de su mochila el periódico “Gente’s News”, algunos manuales y el libro de cabecera del movimiento, en el que se incluía la lista de ilustres eternos vengadores, entre los que figuraban, además de Iluminado, innumerables jefes de comunidades, selváticas, rurales, lingüísticas, dialectales y vecinales. En volumen aparte se inscribían los que aspiraban a ser resarcidos por la discriminación de la que habían sido objeto durante siglos, y milenios, a causa de su talla, peso, volumen, color, forma de la nariz, tono de la voz, desdén o incapacidad para el estudio, escaso atractivo sexual, cortedad intelectual, desagradable apariencia, inutilidad profesional notoria…La lista se quería exhaustiva y hubieron de rogar a L F que no continuara.
El miembro del BUM, que disfrutaba con la lectura, se mostró algo decepcionado pero pareció comprender:
– Son varios volúmenes. Quedaremos con más tiempo. Tenemos todavía problemas de organización.
Se ruborizó modestamente:
-La verdad es que no esperábamos tener tanto éxito. Acuden aspirantes de todas partes. Sorprendentemente, partidos políticos bien establecidos en el corazón mismo del sistema también se interesan por nosotros. Se ha corrido la voz de que podemos obtener, mientras se materializa la eterna venganza, sustanciosas compensaciones de los Gobiernos.
Como si quisiera corroborar sus palabras, se había ido formando junto a ellos un auditorio creciente de curiosos, del que comenzaron a destacarse algunos que les planteaban preguntas directas y estaban seguros de identificarse con los requisitos del victimario oficial:
Un joven ya poco joven, pero vestido de veinteañero, proclamaba el agravio del que era objeto:
– ¡Me exigen que apruebe alguna asignatura! ¡Que pague matrículas! ¡Que trabaje incluso! No me dan el alojamiento, ni la comida, ni siquiera lo necesario para mis salidas nocturnas. ¡Y sólo llevo quince años en la universidad, en la que desempeño un inestimable trabajo de líder de las Fuerzas de Choque de Repetidores y asesor de Innovación y Crítica Pedagógicas!
– ¡Soy víctima de discriminación residencial! -dijo otro- Nuestro líder nos ha enseñado el camino y se ha sacrificado él mismo mostrándonos, con su ejemplo, la vivienda que debía habérsenos proporcionado. ¡Mirad! Hele aquí ¡Cómo disimula su sufrimiento! Se palpa su angustia por estar separado del pueblo.
Y mostraba una foto de prensa con el líder de Igualdad Residencial, que posaba, con gesto de resignación, teniendo como fondo el jardín, garaje, piscina y la entrada al primero de los edificios de su finca, que incluía una modesta cabaña, en materiales nobles, propia para la meditación sobre altos ideales y la felicidad del pueblo.
– Compañero, estamos en la misma barricada. -le aseguró otra de las presentes- Esos verdugos rechazan mi derecho a instalarme, cuanto tiempo juzgue conveniente, en el piso en el que me he introducido en ausencia del propietario, con el aplauso de mis homólogos. E incluso se niegan a reconocer la labor cultural gratuita que ofrezco celebrando sesiones poéticas. ¡Qué saben esos míseros ahorradores, deudores de hipotecas, adoradores vulgares de la propiedad individual, de la belleza de la lírica!
– ¡Igualdad estética y sexual! Eso es lo que reclamo. Nadie parece advertir la belleza de mi alma, el atractivo de mis ocultas cualidades. – exigía otro de fealdad a la que no acompañaban gracia, frescura, proporción ni encanto alguno.
Banderas, de diversos colores, al viento, dos pequeños grupos avanzaron impetuosos y se situaron en primera fila. Eran, según declararon, víctimas históricas, agraviadas entre sí por ser sus pueblos vecinos y conjuntamente por el opresor Estado del país del que provenían:
– Nosotros somos lugareños, con entidad diferencial ilustre, de Conejillas del Duque, descendientes del famoso noble Lanzaflorida.
– Y nosotros somos de Conejillos, a quienes el Duque otorgó incontables fueros.
– Y a nosotros más.
– Claro. ¿Por qué creéis que Conejillas se llama así?
La hostilidad crecía entre ambos por momentos.
– Los fueros de Conejillos eran por los chavales de nuestro pueblo, que el Duque mandaba allí a estudiar y criarse.
El auditorio evitó que llegasen a las manos.
L F parecía sobrepasado por las circunstancias y repetía, procurando que el tono de su voz se impusiera a la barahúnda:
– Tenemos lista de espera, tranquilizaos. Apuntaré vuestros nombres y los propondré en la primera reunión de nuestro Comité.
Los tres exgaleotes decidieron optar por la retirada, pero antes Segis, siempre cauteloso, planteó al miembro del BUM un tema que le inquietaba:
– Gracias por la información. Una pregunta: ¿Tenéis relación con el Gobierno Rátida?
– No. Las víctimas de diferentes especies formarían un colectivo demasiado numeroso. Hoy por hoy nos sobrepasa nuestra actividad actual, las desigualdades genéricas, los agravios históricos, las ofensas lingüísticas, las venganzas que nos esperan….. -suspiró profundamente- No sé si viviré para ver los primeros frutos.
– ¿Y quién pagará, eternamente, con la venganza, las indemnizaciones? -planteó un curioso.
– Oh, el enfrentamiento es inacabable, como repiten nuestros líderes. -L F pareció un poco desconcertado tanto por la inmensidad del espacio temporal vengativo como por la del número de sujetos. Buceó en el material de su mochila y sacó un folleto. -Aquí se expone clara y brevemente. -Leyó: –Desde los albores hasta el fin de los tiempos la dinámica humana es la lucha de ofensores y agraviados. – Levantó la vista. -Es incontestable, de una sencillez deslumbradora.
– Tendrá que haber quiénes vayan pagando tantos agravios. ¿Y si no quieren? -insistió el curioso.
L F buscó en el folleto otra página y leyó de nuevo: –Reinará nuestro decálogo / tras el fraternal diálogo. / Para media humanidad / amor y fraternidad. / Para la media restante / venganza ejemplarizante.
– Pues va a resolverse el problema de aumento demográfico. El planeta está salvado. -dijo con tono irónico el curioso impertinente.
L F decidió no leer nada más. Por sus ojos pareció cruzar una sombra de duda, aunque no perdió la bondadosa sonrisa de quien ha visto la luz y va a llevar a ella al auditorio. Claro que los métodos y etapas no estaban tan definidos como debieran… Incluso quizás habría que discutirlos con mayor profundidad. Sin que eso representase, por supuesto, poner en tela de juicio los altos ideales. Se inclinó para colocar en el fondo de su mochila, cubrirlo y ocultarlo a la vista desde el exterior un folleto sobre material de acción directa y violencia vengadora legítima.
Los tres de la resistencia se alejaron, la preocupación en el semblante.
– Parece que no nos va a durar mucho el descanso cuando estemos en tierra.
– ¿Y si acaban aliándose con las rátidas?
– O ellas los engañan. Son hábiles para eso.
El jolgorio en el ambiente despejó sus pensamientos como el aire había ahuyentado las nubes en el cielo plomizo. Ahora en cubierta se bailaba y cantaba bajo las estrellas.
– Olvídalo, Segis. Vamos a tomar algo.
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Migración
El plan B, que sólo conocía el alto mando rátida, incluía un mapa minucioso de rutas marinas y zonas de interés. Las suaves patas de Rata Mayor, que siempre había aspirado al liderazgo, recorrían, con las garras recogidas como siempre era aconsejable cuando no se precisaban, las líneas de la derrota. No era un camino fácil, pero sí practicable para una flota reducida, y ese factor siempre se había tenido en cuenta al pergeñar el proyecto. Las numerosísimas bajas se contabilizaban a beneficio de inventario, previsibles, inevitables y elogiadas en la posteridad por su sacrificio y lucha heroicos. Todas serían en la victoria futura homenajeadas en un monumento con el lema Las ratas nunca abandonan el barco.
– Aquí -Rata Máxima señaló un punto- nos atrincheraremos, ocultaremos, repondremos y organizaremos de nuevo nuestro Comité. Cuando seamos fuertes….
– ¿Encerrarnos? ¿Reducirnos a una zona tan limitada? ¿Dar por hecho a la opinión nuestro fracaso? Ésa no puede, no debe ser en absoluto nuestra estrategia. Al contrario, es lo que nos ha perdido, el punto débil de nuestra temporal pérdida del poder. Y ahora se convertirá en nuestra plataforma para el futuro.
Las demás, en primer lugar Rata Máxima, cuyas garras habían empezado a raspar la mesa y el blanco hocico a teñirse de rojo, quedaron sorprendidas y faltas de discurso. Igualísima se dio cuenta de que se esperaba más la continuación del proyecto de Rata Mayor que las objeciones que ella pudiera poner o el ejercicio de su autoridad. Lo cierto era que el mando había comenzado a oscilar, a diluirse y distribuirse de forma distinta, aunque por lo pronto la urgencia de alejarse del escenario de la batalla y la posibilidad de que les persiguiese el enemigo reducían los enfrentamientos al terreno verbal.
– ¿Qué propones? -preguntaron varias a Rata Mayor.
– Propongo el contraataque por medio de la difusión de contactos, alianzas. Es hora de planes comunes del más amplio espectro, de propaganda y coordinación planetarias. El R.I.P., la Rátida Internacional Pluralista, a la que pertenezco, la A.R.M., Alianza Rátida Mundial, la A.U., Alcantarillas Unidas. El R.S.I., Rátidas Sin Fronteras, y, en fin, todos los movimientos dispersos pero guiados por el ideal común deben trabajar estrechamente unidos. ¡Viva la Internacional Mundial Pluralista!
No hubo una acogida entusiasta, pero tampoco rechazo, por prudencia. Estaba claro que Rata Mayor gozaba de apoyos, especialmente entre el sector de guardia y policial, que habían salvado sus vidas en pequeñas pero resistentes lanchas previstas al efecto y que eran fieles a su Jefa inmediata.
– Hasta la victoria, ¿o no’ -Rata Mayor dirigió una fría mirada a su auditorio, como si examinara su fidelidad uno a uno. Alguien en el comando policial aplaudió, los demás siguieron su ejemplo, y finalmente el Alto Mando en pleno, Igualísima incluida, se adhirió a la propuesta.
Rata Mayor tenía ya cierta edad, que le había valido para ir asegurándose apoyos y para dar una imagen de sabias experiencia y comprensión.
-Por lo pronto, naveguemos. – dijeron varias de las presentes.
La atención era precisa porque el éxito de la huida y llegada a destino radicaba en sortear extensas e irregulares zonas de corales. Precisamente por ello se habían escogido aquellas aguas, que la navegación normal evitaba y figuraban en los mapas bajo vagos apelativos como “Territorio de Delfines” (lo cual no era cierto), “Caladeros de Medusas” (cierto en parte) o “Laberinto Coralino” (que sí correspondía a la realidad).
El Yate del Pueblo, donde iba el Alto Mando, se mantenía en retaguardia de la reducida flotilla hasta ver por dónde pasaban los de primera línea. Un pequeño y maltratado buque se destacó en la empresa. Lo dirigía una rata entusiasta y completamente devota de la causa, que había escogido como nombre de guerra Medialuna Esplendorosa, inspirada por la forma y color del astro nocturno, que recordaba a una magnífica porción de queso. Medialuna vio en aquella ocasión llegada su hora de gloria, al tiempo que de destacarse en la profesión pública de fe en la Líder. Junto con el Cantor Pasta Supina había compuesto un himno, inspirado en el que se entonaba en el reino democrático de Kimyrata III del Norte, su aliado asiático.
– ¡Yo os guío! -anunció desde lo más alto de la proa- La sabiduría del Alto Mando, la fuerza que nos proporcionan sus ideas, el porvenir luminoso que se nos ofrece en el horizonte no pueden fallarnos. ¡Seguridad, seguridad en nuestro avance!
Medialuna rebosaba entusiasmo pero carecía de conocimientos náuticos. El bajel se dirigió a toda velocidad hacia lo que sin duda era ancho paso entre los corales. Estaba lejos de serlo. La proa chocó con tal violencia contra la afilada y larga prominencia rocosa, apenas cubierta por el agua, que se elevó varios metros, dejó al descubierto buena parte de la quilla desfondada y la nave se rajó casi por entero por la mitad a lo largo. Todavía con una expresión de incredulidad y asombro en el semblante, Medialuna se encontró en las olas que, al chocar contra la negra pared erizada de aristas y sin lugar al que asirse, la empujaban a una muerte segura. Las peticiones de auxilio fueron desoídas por la nave capitana, que anotaba sabiamente las zonas que era necesario evitar, aunque también se tuvo en cuenta una propuesta de añadir a Medialuna Esplendorosa y sus compañeras al monumento a las rátidas heroicas fenecidas en acto de servicio. Incluso, aunque no se hizo maniobra de salvar a ninguna, el alto mando ordenó, una vez superada la zona peligrosa, que se guardase un minuto de silencio.
En el horizonte, por fin, apareció el anillo de espuma que marcaba la meta de su viaje, el refugio salvador.
Por un pasillo marino de profundidad segura y ancho suficiente, las ratas entraron en lo que iba a ser su reino provisional, hasta que los planes de expansión hallasen momento favorable. El atolón emergía formando un círculo casi perfecto que dejaba en su centro un espacio vasto en el cual las rocas emergían al albur de las mareas. La cinta arenosa no carecía de alguna vegetación, de palmeras, pequeña fauna y nidos de pájaros, todo lo cual iba siendo anotado por Rata Ecónoma como fuente de suministros. La cosecha de mariscos, huevas y peces muertos no era tampoco despreciable.
– Haz un mapa de las zonas según la cantidad de alimentos. -ordenó Rata Máxima.
– En ello estamos. -dijeron Rata Mayor y los suyos.
Por encima de la mesa donde se trazaba el primer esbozo del nuevo reino ambos grupos se miraron.
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El Atolón de la Perfecta Igualdad.
Desde el racimo de rocas que se elevaba, casi con exactitud geométrica, en el centro del vasto círculo de aguas tranquilas, Rata Máxima se preparó a pronunciar su discurso. Era también una proclama fundacional destinada a subrayar, por una parte, las características que hacían del lugar una especie de maqueta de lo que en el futuro sería el Imperio Rátida. Por otra parte, era importante asentar su propio prestigio y papel como líder, la encarnación del destino, del Igualismo que debía presidir, en el fondo y en la forma, en la manifestación física y en los principios, proyectos, obras y actos.
No disponía del tiempo que hubiera deseado porque la marea, insensible al sublime valor de las ideas y tenaz en su horario, cubría con regularidad el improvisado atril. Sus asesores habían contado con ello y ajustado los temas a exponer.
– ¡Observad -dijo en voz muy alta porque el lejano estruendo del arrecife protector obligaba a alzar el tono y a gesticular más de lo que debiera- la magnífica sede que hemos encontrado y que se conocerá durante los siglos, y milenios, venideros, como Atolón de la Perfecta Igualdad! ¿Qué mejor que el círculo, su orla fértil circundante, el podio que la naturaleza nos ofrece como apropiado punto divulgador de las comunes directivas enunciadas por el presente Gobierno, cuya función es simplemente representaros, resumir vuestras aspiraciones, conduciros al máximo bienestar?
Las ratas se habían distribuido, según indicaciones previas, por las playas y costas circundantes y escuchaban con atención, aunque con cierta fatiga a causa de lo accidentado del viaje y la pasada derrota.
– ¡Nuestra existencia será en todo igualitaria, como el círculo en el que residimos, semejante a la redondez solar y lunar que los astros muestran!
Rata Mayor, ataviada para la ocasión con un curioso tocado de algas oscuras, había intervenido de forma inesperada. El Alto Mando que apoyaba a Máxima la miró con recelo pero nadie se atrevió a interrumpirla porque la imagen inicial de unidad era imprescindible. Además Rata Mayor, con experiencia en gestión municipal del queso, se había creado una sólida trama de fidelidades cuya lealtad afianzaba con actividades periódicas lúdico-musicales de alabanza a la paz, la bondad y la reconquista de los sanos usos rurales.
– ¿Cómo repartiremos la parte emergida del atolón? Porque, aunque sea circular, no hay por todos sitios las mismas cosas. –La voz de alguien del público llegó, inoportuna, amplificada por su altavoz fabricado con una hoja de palmera.
– Con equidad e igualdad ejemplares. -se apresuró a afirmar Máxima.
– Sí, pero ¿cómo.
El público era insistente.
Rata Mayor decidió cambiar de tema:
– ¿Os he hablado de mi proyecto de huertos marinos y de la abundancia que nos depararán?
Llevada por la inspiración, se lanzó a exponer con detalle el rosario de nutritivos paraísos que aumentarían, todavía más si cabe, la prometida felicidad.
– ¡Tenemos poco tiempo! ¡Tenemos poco tiempo! -exclamaron varias asesoras.
Rata Máxima y sus partidarias se esforzaban en interrumpir el que se prometía largo discurso, porque, tras la descripción de los huertos marinos, la en tiempos encargada de asuntos de municipalidad e intendencia se había descubierto una vocación de bondadoso, pero indiscutible, líder y era tan difícil quitarle la palabra como arrebatar a sus fieles las raciones suplementarias de trozos de queso.
Hubo, en un toma y daca por situarse en el centro del podio, conatos de enfrentamiento, que la población rátida observaba a distancia sin intervenir, más atentas a las divisiones que habían visto trazadas en la arena según las cuales los segmentos de tierra firme del círculo eran geométricamente distribuidos.
Pero los recursos no eran los mismos.
La Guardia se encargó de calmar el amago de tumulto fruto del inicial desconcierto.
-Oíd el comunicado: Todo se repartirá equitablemente en breves fechas.
– ¿Cuáles? ¿Por qué calendario nos guiaremos? Aquí el tiempo parece que no cambia.
Así era. Se encontraban en una latitud sin estaciones ni puntos de referencia. Pero el Alto Mando había contado con esa ventaja:
– Comenzamos una nueva era, la del Birratismo. En este podio fundador se alternarán dos grandes líderes en las que se funden y confunden las aspiraciones de todas vosotras, como los pólipos edifican bajo vuestros ojos los fondos del mar. No hay igualdad mayor que aquélla con la que nosotras os representaremos.
La maniobra era en verdad inteligente. Rata Mayor y Rata Máxima se sonrieron y enlazaron sus colas entre los aplausos de la concurrencia.
El calendario de la Nueva Era se regiría, como no podía ser menos, por el ritmo de las mareas, que marcarían la alternancia en el uso del improvisado atril. El paso de los días, agrupados luego en unidades temporales oportunas, se adaptaría a las necesidades y dictámenes acordados por el Consejo Temporal Rector, libre al fin de la influencia de los viejos esquemas, nomenclatura y mitos de especies inferiores y de los estriboritas abominables.
Había que celebrarlo. Y para ello hubo un festival de cocos, cangrejos, fauna menuda, raíces y frutas variadas. El manjar más exquisito, los huevos de pájaros, cumplía reservarlo para aquéllos que encarnaban el bienestar, proyectos y esperanzas de la nueva nación.
Pasaron los días, semejantes en la ausencia y presencia del sol pero diferentes en la de la luna.
La igualdad geométrica no funcionaba como se hubiera esperado, al menos no en experiencia de las que habitaban los segmentos más inhóspitos del atolón. En espera de los prometidos huertos marinos, las cuotas de población rátida asignadas en algunos lugares no se sentían satisfechas con el escueto menú de cangrejos y algas, y eso que periódicamente algunas supervivientes del Corpus Nígrum, de Ratas Pedagogas, las aleccionaban sobre las ventajas de los nutritivos alimentos econaturales los beneficios que a sus cuerpos proporcionaba el saludable ejercicio de correr tras los cangrejos isleños, singularmente rápidos, y sumergirse en las aguas, que, exceptuando las de las alcantarillas, nunca habían sido medio que ellas prefirieran.
Los grupos de otros segmentos igualitarios se lamentaban igualmente por la ausencia de cocos, frutos, pájaros o tubérculos en su parcela. No era tampoco igual el acceso a pozas. El agua de lluvia se hallaba a muy diferente profundidad según las zonas y requería hozar bajo el fuerte sol, empapar esponjas o llenar cáscaras y llevar parte al Gobierno.
Empezaron las escaramuzas, entre marea y marea.
Las líderes respetaban la alternancia en el podio y sus calendarios. La recogida y entrega de huevos les llegaba con regularidad, habían descubierto nidos accesibles con los que podían darse un festín de polluelos y planeaban, mediante balsas de juncos que llegaban arrastradas por las corrientes, el camino que las conduciría hasta la dorada meta final: La expansión del imperio, truncada momentáneamente por adversas circunstancias pero nunca olvidada.
– Parece que no les ilusionan nuestras propuestas. No comprendo. Viven en el medio originario, primitivo, de cuyas bondades tanto les hemos hablado….
Igualísima reflexionaba en voz alta. La falta de respuestas de su rival, Rata Mayor, le agradaba. Fue Rata Parda, en tiempos responsable de Comunicación y Propaganda, la que apuntó una de las probables causas de la crisis:
– No quieren la vida natural. Han sido corrompidas por los humanos. Les gustan las preparaciones con tocino, las dulces bebidas, los veloces artilugios que las llevaban sin esfuerzo, las orgías con agua fermentada de coco, los…
– ¡Calla! -Las demás le impusieron silencio. Y miraron con melancolía el esquema perfectamente igualitario que estaba desplegado ante ellas. Con algunas manchas de huevo.
Habían pasado muchas mareas. Las ratas, agrupadas en tribus de autonomía variable según recursos y agravios, se desplazaban, enfrentaban, atacaban y aliaban sin prestar mayor atención a las divisiones geométricas primeras. La Guardia seguía garantizando el suministro de huevos y sus propios suministros, pero ni Rata parda ni miembro alguno del Alto Mando ni del Secretariado se molestaban ya en propagar consignas ni hacer largos discursos; se habían hecho refugios de difícil acceso en la zona de pollos y nidos. Como limados por las mareas, los recuerdos del anterior Gobierno Rátida, de su imponente flota, victoria y derrota se difuminaban en sus mentes, más atentas ahora al día a día. Con la disminución de los recursos y la obligación de buscarse duramente el sustento sus fuerzas menguaron, en primer lugar en los segmentos de tierra firme menos favorecidos, y enseguida en la población entera, disminuida y enfrentada.
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Faros
– Estamos cerca de las costas. -dijo Glamy, que todavía conservaba en la mirada un resto de melancolía cuando emergía el recuerdo del traidor Óskar.
– Vida nueva, chico nuevo. -procuró animarla Orky, ex remo número 32. También él tenía pésimos recuerdos de su hermano. En una visita que le había hecho cuando ya estaba preso en la bodega, Óskar le había confiado sus esperanzas de convertirse, en el primer país conflictivo en el que desembarcasen, en agente doble.
– ¿Qué planes tienes? -preguntó a la chica más que nada para sacarla de sus meditaciones.
– Creo que me gustaría estudiar algo, y trabajar al tiempo, en un acuario. Tengo experiencia.
De proa a popa, en todas las naves surgían las mismas conversaciones, cada cual engañaba su inquietud oyendo la del otro.
Algunos tenían pocas dudas sobre el inmediato futuro siempre y cuando éste se viviera juntos. Offing y Gal no se separaban, como si todavía temiesen a fantasmas rátidas que escalasen hasta la borda y les mostraran sus ojos amarillos. Era un temor absurdo, como se decían, pero no más que la experiencia que acababan de pasar y no mucho menos increíble que situaciones que el periodista de Albinia recordaba en su tierra natal.
-Vamos hacia una caja de sorpresas. -le dijo ella. Y añadió después con una sonrisa. – ¡Estupendo!
Angelina y Muerte Súbita discutían por una cuestión de onomástica:
– No te puedes llamar así. Tienes que elegir otro nombre antes de que lleguemos. -insistía la ex pirata prófuga.
-No querrás que me llame Manolo Bueno, o Angel Smith. Nadie se lo creería. -protestaba él, reticente.
– Si no cambias, no entrarás en ninguna parte. Y yo tampoco.
– Angelina, sin ti no entro en ningún sitio. Pero ¿por qué no puedo decir que tengo un nombre indio, de las tribus de Dolaria? ¿Algo como Bisonte Soñador o Coyote Famélico?
– Te dejarían entrar, pero se reirían de ti toda la vida. Y de tus hijos
– ¿Nuestros hijos…? No me digas que…
– Claro que sí.
Muerte Súbita se dirigió a la bodega en busca de una botella para celebrarlo.
Pesofijo, ex remo 45, no tenía problemas de esa clase. Su apariencia física había mejorado notablemente, ya no hubiera podido deslizarse por todas las claraboyas. Charlaba alegremente con las chicas de reparaciones, que ahora estaban dispuestas a hacer valer sus conocimientos de maquinaria y mantenimiento. En los barcos visitantes les habían asegurado que no tendrían el menor problema en encontrar trabajo en especialidades como las suyas y Pesofijo participaba de su optimismo y de la seguridad que sus conocimientos técnicos le garantizaban. Se complacía, tumbado en cubierta, en ensoñaciones de erotismo gastroerótico que consistían en imaginar cenas y comidas abundantes y elaboradas, variadísimas, con platos servidos ordenadamente con entrada, primero, segundo y postre, que se irían depositando en un mantel de auténtico tejido, mientras el agua, cerveza o vino hallaban acomodo en copas y vasos transparentes. Veía la cantidad exacta de café mezclado luego con leche, y la temperatura ideal de ésta, calentada de forma que el café no se enfriara, y jugueteaba con la forma y textura del pan, tierno y blanco, y el toque final de un dedo de licor rosa o ambarino.
Las prófugas del PIF, de los Piratas Irredentos Fundamentalistas, tenían planes para ofrecer espectáculos a clubes nocturnos, en los que podía resultar irresistible una combinación de desfile cubiertas con sacos terreros tachonados de estrellas pardas y una exhibición muy lenta y progresiva de sus encantos combinada con movimientos de la tarima sobre la que danzarían a imitación del oleaje. Era una de sus numerosas ideas conjuntas. Los proyectos diurnos se esbozaban según la imaginación y querencia individuales. Ya tenían ofertas de conferencias, cursillos y redacción de libros. Incluso les iban llegando mensajes con preguntas y sugerencias procedentes de las naves que acompañaban a las suyas desde la gran batalla o que se iban uniendo a la improvisada flota. Muchas de las notas les producían risa e indignación:
¿Optaron libremente por no mostrar su cuerpo ni su rostro?
¿Consideran las normas del fundamentalismo discutibles en su trato a las mujeres?
¿Desean que les preparemos sacos que las cubran por completo cuando lleguen a puerto?
¿Pasearán solas por las calles o deberán ir precedidas de hombres que caminen, sin mirarlas, varios pasos por delante?
¿Exige su cultura que no les rocemos la mano ni las miremos?
¿Deberá pagar la ablación de clítoris la seguridad social?
Se reían, se indignaban, y a continuación aprovechaban los rayos de sol para tomarlo con la menor ropa posible sobre cubierta.
Metáforos estaba ocupado con la estrategia de lo que llamaba “el largo camino a casa”. No era fácil esquivar a las curiosas y ansiosas exgaleotes que emergían, como de una prisión, de la sexualidad compulsiva e inspecciones de igualdad de genérica que el departamento rátida de formación y propaganda había impuesto como método más seguro de eliminar, en breve plazo, cualquier asomo de atractivo en las relaciones entre los sexos. Una flor, una cita de algún poema, leves caricias que dejaban a la imaginación ancho espacio desencadenaban huracanes pasionales, vibraciones eróticas hasta entonces desconocidas. Metáforos había considerado que las rendiciones deben ser lo más tempranas posible y que la victoria se hallaba en otra parte. Por ello había llegado a un pacto secreto con una de las lanchas visitantes y, tras relatar a Offing sus planes y planear un futuro encuentro tras el que ambos publicarían la primicia exclusiva del relato de los hechos, se preparaba para alcanzar, protegido por la oscuridad, la pronto cercana costa.
A media mañana se encontraron en cubierta de la nave principal los responsables de la ruta a seguir. Segis observó los mapas que se desplegaban sobre la mesa. Todavía los puertos de destino no estaban claros. Se les había asegurado que eran esperados con impaciencia e incluso alborozo en los países de tierra firme y que su lucha era agradecida y sería recompensada, pero a esas muestras de afecto había sucedido el silencio. Otearon el horizonte. Buena parte de las naves visitantes, tras dar por concluida la batalla y despedirse con efusión, habían desaparecido. El espacio marino parecía singularmente vacío, circular e inabarcable, como si de repente el globo terráqueo no fuera más que agua en la que bogara, solos, sin dirección ni referencia, un puñado de barcos. El sol había desaparecido detrás de bandas de bruma, ni cielo ni tierra ofrecían puntos que destacaran, y todos sintieron que tampoco ellos estaban seguros de ser bien acogidos ni de dónde dirigirse. A esa hora y con la atmósfera turbia, ni siquiera las sombras marcaban líneas que les orientaran.
– Estamos cerca. ¡Adelante!
– Llegaremos a cualquier costa.
– Nos esperan, seguro. En muchos sitios.
– Y puede haber ratas. Nosotros sabemos cómo hacerles frente.
– Ayer hizo muy buen día.
– La visibilidad mejora.
Surgían por doquier exclamaciones de ánimo y expectativa, que no todos coreaban pero sí esperaban. La ilusión simplemente había pasado de la hoguera a las brasas, que se convertirían fácilmente de nuevo en llamas.
– ¡Mirad! ¡Alguien se acerca!
El mensajero, en su pequeña pero rápida y maniobrera embarcación, acostó, subió a bordo por la escala y tendió sobre la mesa nuevos mapas. Era un portulano diferente a los en uso, un mapa de faros, con indicaciones minuciosas. A los faros ya existentes se habían añadido otros de nuevo diseño, que podían utilizarse para diversos fines e incluso alquilarse o adquirirse en propiedad. En numerosos lugares se esperaba a los navegantes, habría transportes y, si alguno deseaba reflexionar sobre su lugar definitivo de estancia, aquellas torres erguidas sobre el mar pero con pasos hacia tierra habían sido habilitadas para larga estancia, durante la cual se recibirían a cuantos enviados, conocidos y visitantes se considerase oportuno.
Los faros marcaban su presencia en horario diurno, con proyecciones de luces de colores vivos y avisos sonoros.
Ya no estaban solos en la vasta superficie sobre la que se habían sentido como una brizna que flota en el hueco entre dos olas.
Algunos de los piratas irredentos libres vieron en la oferta su ocasión. Habían discutido largamente sobre proyectos viables y rentables cuando llegaran a tierra.
– ¡El comercio! Haremos una red de comercio. Tenemos experiencia, conocemos rutas y mercados, sabemos de mercancías. Intercambiaremos. Es lo nuestro. Hoy en alta mar, mañana en los mercados de Albinia, Megas Musakia, Dolaria incluso. ¡Es lo nuestro!
Parecían ilusionados y aliviados. La incertidumbre de su adaptación a vidas sedentarias les había perseguido, como una oscura angustia, desde el mismo momento de la victoria. Ahora respiraban como si ya estuvieran en lo alto de un cómodo faro que, al tiempo, era una puerta en dos direcciones: al mundo de las calles, las casas y las superficies que no se movían y al amplio espacio exterior.
Los piratas amigos del comercio estaban felices. No eran los únicos. Gal y Offing consideraban también el alquiler ocasional de aquel primer hogar perfectamente compatible con sus posteriores planes. Harían falta, además, vigías que atendieran de cuando en cuando a una improbable y peligrosa aparición, no ya de supervivientes de los rátidas porque sabían sus escasas posibilidades de reorganizarse, sino de mercenarios, rátidas light como se denominaba a los galeotes colaboradores, mustélidos o terroristas del PIF, los piratas irredentos fundamentalistas, aunque el número de éstos últimos afortunadamente se había visto muy mermado, amén de por la derrota, por la práctica adictiva del suicidio. Prácticamente todos los que aplaudieron la idea de los faros se mostraron dispuestos a dedicar una parte de su tiempo a la vigilancia.
Descendía el atardecer, y la superficie, antes igual en todas direcciones, deshabitada y sin más trazo que la línea del horizonte, comenzaba a tomar forma, como si en ella se dibujara un mapa inexplorado. No lo era; simplemente los acontecimientos habían enturbiado el recuerdo de perfiles sobradamente conocidos y, en el caso de los antiguos galeotes, las ratas se habían esforzado tanto en borrar la evidencia, en aparentar que ellas estaban creando un mundo completamente nuevo y que cualquier referencia que contradijera tal idea era reprobable y objeto de persecución y denuncia, que ahora era y sería difícil reconocer lo que vieran sus ojos. Los catalejos iban pasando de mano en mano. Para los exgaleotes jóvenes, sin más formación que la doctrina rátida del Corpus Nígrum Pedagógico, era increíble y casi traumático cuanto divisaban. No podían existir casas, ríos montes, calles, diferencias, humanos que deambulaban libremente en variadas direcciones llevados algunos en cómodos vehículos de cuatro ruedas. No se atrevían a nombrarlos. Todavía les quedaba un reflejo de miedo a la denuncia, un enfado nacido del desconcierto, una forma de mirar por encima del hombro para ver si alguna Rata de Cloaca del Escuadrón de Policía Política Municipal para la Protección Ideológica de la Juventud estaba espiando sus reacciones. Luego, con el ardor propio de su edad, pasaban de la hostilidad a la curiosidad y el entusiasmo e imaginaban espectáculos y música.
Un mapa de haces de luz de distintos colores se hizo más visible según caían las primeras sombras. Los antiguos faros y los nuevos, cuidadosamente situados éstos últimos para reforzar la función de seguridad marinera al tiempo que orientaban, formaban un brillante archipiélago, una especie de cordillera de distintas alturas provista de claras indicaciones de las rutas a seguir. Al fondo desfilaban ante la vista acantilados, playas y puertos en los que había gente y bullicio.
Los navegantes sintieron que, por el momento, habían llegado a casa.
62
Los náufragos felices
Metáforos disfrutaba al tiempo de la incertidumbre y de la soledad. Sólo si tenía las dos a un tiempo, como quien sostiene el tiro de una pareja de caballos, podía sentirse capaz de continuar su viaje, de hacer nuevos planes y de ir sopesando posibilidades como quien abre frutos cuyo contenido desconoce.
– El mar está estupendo hoy. -dijo animadamente a sí mismo
Y era cierto. A esas horas centrales del día cuanto divisaba, la calma superficie y la altura rozada por una brisa ligera y pequeñas nubes sin asomos tormentosos, era como una página en blanco en la que trazar, durante el lapso que se había fijado antes de reencontrarse con Offing, el mapa personal que proyectaba, el significado de su propio recorrido, la opción por vagos e inciertos apeaderos que ni siquiera eran diques o puertos, el avistamiento de regiones que no recorrería jamás, la elección cuidadosa de otras en las que su parada sería fugaz, justo renovar provisiones porque era hombre práctico.
Entonó una alegre canción de despedida de las chicas que pedían atención, dulzura y cariño, silbó aires populares de su país e incluso tarareó el himno de su equipo favorito mientras izaba una pequeña bandera de Megas Musakia. Cuando se disponía a hacerlo, no puedo evitar el reflejo de mirar con temor, por encima del hombro, por si alguien lo observaba. La soledad y la imposibilidad de testigos no podían ser más completas en la vacía inmensidad del océano. Sin embargo Metáforos venía de un medio del que, con aparente total libertad, habían ido desapareciendo numerosas libertades, como un territorio en cuyo suelo crecieran y se multiplicaran las minas de forma que cada mañana había que mirar con mayor cuidado dónde se ponía el pie y las zonas transitables se volvían más escasas. Si sus colegas, que pertenecían, en número apreciable, al Sindicato Contra Símbolos Nacionales y a la Cofradía Todos Sin Patria, le hubiesen visto, su clasificación en el nivel de mínimo coeficiente intelectual estaba asegurada y las ceremonias de denigración pública, el ostracismo social y rechazo laboral garantizados. El barco siempre tenía la ventaja de que se podía izar algo que no fuese la enseña de alguna tribu pagada para serlo, la de algún tribuno de la plebe que prometía doctorados para todos o los colores genéricos de exhibición obligatoria en las fachadas de edificios oficiales.
La embarcación respondía perfectamente, la corriente lo impulsaba según sus cálculos, el subir y bajar de la proa parecía adecuarse a los ritmos de un verso clásico. Entre sus provisiones reposaba una de las obras milenarias, y aún de cabecera, no ya de su tierra natal sino de Euralia y de ese mundo que ahora le parecía a la vez de dimensión menor y más ancho.
– Es curioso -se dijo de nuevo- Tan grande y sin embargo…
Recordó un objeto que requería especial cuidado. En el habitáculo, diminuto pero bien protegido, que hacía las veces de bodega reposaba el envoltorio protegido por capas de tela encerada y de hule y sujeto con cuerdas a una estantería.
– Qué poca cosa pareces. Pero si las ratas te hubiesen cogido….-le dijo, continuando con sus monólogos que lo eran parcialmente. Cada objeto evocaba la forma de seres asociados a él. No se sentía solo.
Por ello al oír que alguien daba voces se creyó víctima de una alucinación aunque el sol calentaba muy moderadamente y no le faltaban alimentos ni agua.
– ¡Eh!, ¡Para, para! ¡Estoy aquí! ¡Déjame subir!
La alucinación repitió sus gritos, incluso, con desigual acierto, en diversos idiomas, de forma que Metáforos se aseguró de que no lo era y oteó desde la borda. Al principio no lo creía. Un náufrago, éste no como él bien provisto, feliz y voluntario. El visitante se hallaba en una embarcación mucho más pequeña que la suya y, a primera vista, sin apenas medios de subsistencia y desplazamiento. Lanzó la escala, no sin advertirle que amarrase primero su bote a la popa. No tenía la menor intención de llevar al huésped más allá del primer punto donde pudiera desembarcarlo.
Era un muchacho bastante joven al que la fatiga y la indignación impedían hacer un discurso coherente.
– Tengo la impresión de haberte visto en otra parte, en nuestro barco quizás. -observó Metáforos mientras el recién rescatado se reponía. Hizo memoria. -Claro. Tú formabas parte de un grupo visitante, de unos que llevaban pancartas y daban discursos. ¿Cómo te llamas?
– Luis Fernando, conocido como L F. En efecto, yo estaba allí, en vuestro barco principal.
– Y el grupo que iba repartiendo propaganda se llamaba algo como la Eterna Venganza, las Víctimas Unidas.
– Yo soy, bueno, fui hasta hace poco del BUM, Víctimas Unidas Mundial, con B por solidaridad con las víctimas de la ortografía. ¡Y me han echado, me han echado por disentir democráticamente!
– ¿Al mar? ¿Te echaron al mar?
– No exactamente. Es largo de explicar. -Luis Fernando miró a Metáforos como dudando de su capacidad de comprensión. -Desconozco tu formación política.
– Tal vez lo entienda, no te preocupes. Explícame qué ocurrió.
– La organización se basaba en ideas excelentes, trabajábamos por las víctimas presentes, pasadas, futuras. El campo de acción era inmenso.
– Imagino que os lloverían los afiliados.
– Teníamos un gran porvenir. Di toda mi energía a la causa. Cuando me pasaron un resumen de la teoría del líder se hizo en mí la luz. ¡Las dos fuerzas, opresores y oprimidos, verdugos y víctimas, buenos y malos! Evidente. Consideré al ideólogo como mi padre espiritual.
Pausa. L F continuó en un tono abatido:
– Por eso me ves en esta situación.
– La caída ha sido proporcional a la altura. -dijo Metáforos. Y luego, conciliador:
– Bueno, chico, no te lo tomes así. Se aprende a base de decepciones. Pero eso no explica que estuvieras perdido en el mar.
– Ocurrió cuando el crecimiento del grupo empezó a no aumentar como lo esperado. En las zonas más prósperas cundió la indiferencia hacia nuestras promesas y nuestra lucha. No llovían las solicitudes del carnet de víctimas y nos veíamos abocados a crear tribus rurales y urbanas y asegurar a sus miembros, con la concesión del status victimario, grandes privilegios. La adhesión, sin embargo, seguía menguando. Después de lo de tu barco tuvimos una gran reunión con el líder en su finca de Igualdad Residencial, donde sólo viven él, su familia y los íntimos en chalets adyacentes. Se nos ordenó pasar a la acción. Yo no estuve de acuerdo.
– ¿En qué? ¿Para qué acción? ¿Cómo?
Luis Fernando se había detenido y ahora la indignación febril había dado paso a una especie de rubor. La descripción le había hecho enfrentarse con su propia inocencia. Le costaba seguir, balbuceaba, buscaba las palabras.
Metáforos se dio cuenta de que, desde el día que acababa de relatarle, L F había intentado, sin éxito, construirse un relato en el que su lucha y su energía invertidas en una causa tuvieran noble significado. Hasta advertir que no era así, que la realidad se oponía frontalmente al cristalino edificio de sus creencias. Tendió a su inesperado huésped un vaso del vino que nunca faltaba en sus provisiones y se movió por cubierta mientras él bebía para facilitarle que se recuperara.
– Te cuento. -dijo al fin Luis Fernando. -Había que pasar a la acción, la acción violenta, crear víctimas, vigilar, reprimir, dar miedo a los tibios, denunciar colaboradores. Me designaron para un grupo de choque. Víctimas, víctimas, víctimas, cuantas más mejor, agresiones impunes, miedo, injusticias. Su furor y su rencor eran nuestro combustible sin los cuales nos paralizábamos. ¡La causa pedía un salto hacia delante! ¡Al menos la mitad de la población, mejor dos tercios, debían ser verdugos!
Se había exaltado de nuevo, quizás por efecto del vino. Metáforos no llenó de nuevo su vaso porque quería la sobria relación de las circunstancias. Le dio agua y él continuó con menos bríos pero sí con un tono de tristeza e incluso sentido del humor en el que ya apuntaba cierta madurez:
– Yo no quería perjudicar a nadie, ni que me llevaran con las brigadas de choque, exaltación de la ira popular y propaganda. Quería justicia, estar mejor, que la gente estuviese mejor, estupideces, ya sabes.
– De estupideces nada. -rebatió Metáforos- Continúa. ¿Qué pasó entre la finca y el bote?
– Te cuento. Pero, hablando de justicia, lléname otra vez el vaso de vino.
Dio un trago y continuó:
– Dije democráticamente lo que me parecía aquello y que yo me retiraba. Me insistieron en que los apoyara al menos, dada mi reciente experiencia, en una acción de propaganda marinera. En realidad querían detectar a prófugos de los movimientos contra la civilización y por la imposición subvencionada de la vida tribal. Muchos, que en principio se declararon luchadores étnicos dispuestos a instalarse en comunidades selváticas, habían desertado al descubrir que como dentista sólo podían recurrir al brujo local. Asentí a este último servicio de apoyo a los antiguos compañeros, y….
– Te encontraste un buen día flotando en el bote donde te habían depositado sumido en pesado sueño. -concluyó Metáforos. – ¡Pues sí que eras inocente!
– Y que lo digas- -L F hizo un gesto con la mano y luego añadió, ya en tono de burla y sin acritud:
– Imagina que incluso me fui de la finca de la Igualdad Residencial sin cenar. ¡Y la comida era un catering de primera!
Con el transcurso de los días la obligada convivencia no dio origen, como hubiera sido de esperar, a continuos enfrentamientos y malhumor, sino a cierto intercambio de historias, como si se hubiera producido un trasvase recíproco de los años de uno hacia el otro. Quien quería aislamiento y soledad se bajaba un rato al bote amarrado a la popa. O, si el tiempo era tranquilo, se zambullía en el silencio y soledad garantizados por la profundidad del azul.
– Lástima que hay que respirar. -decían luego al emerger.
L F se sumía a veces en un volumen grueso, de apretada tipografía, que era de los pocos objetos que había llevado consigo y salvado en el fondo de su mochila. Se trataba de un libro que se había vuelto icono de culto entre círculos intelectuales de archivanguardia y gozaba de un respeto reverencial, quintaesencia de la rebelión continua y de la deleznable falsedad de todas las instituciones y pretensiones de excelencia. Su autor, un alemán, lo había titulado Desprecio del aprecio. Consistía en un recorrido por los clásicos de las artes, letras y pensamiento subrayando las obvias deficiencias y el abismo entre los excelsos ideales y aspiraciones y el mediocre resultado, aplaudido por la mayoría pero siempre a un nivel lejos de la perfección. Ilustres personajes antiguos y modernos contribuían a la estúpida embriaguez de la torpe y explotada masa, que así consumía ficciones de acercamiento a las grandes verdades y se dejaba pastorear hasta el redil. Con ejemplar modestia, el autor reconocía la bajeza acomodaticia de su propia condición, pero él y su compañero de diálogo poseían el don de la conciencia de su mísero estado y mantenían, bajo la apariencia de una confortable vida burguesa, la noble chispa de la rebelión, la aniquilación, el odio y la hoguera.
Naturalmente la obra rechazaba, en su forma, los manidos usos del vulgo escritor y obedecía al desafío tipográfico: De la primera a la última página las líneas formaban el bloque compacto de un ejército, sin concesión a puntos y aparte y menos aún a capítulos ni índices. Nadie de mediana categoría se hubiera atrevido a criticar aquel tótum de libre fluir reflexivo y narrativo, desde su misma forma desafío social. El bloque compacto reflejaba la meditación de seres de categoría tan excepcional que habían alcanzado pleno conocimiento de su propia naturaleza humana basurienta y de la falacia de filosofía, literatura y arte. Por ello, el escenario de Desprecio del aprecio solía situarse en el palco donde el narrador se reunía con el pensador profundo para escuchar ambos incansablemente la misma pieza musical que hacían tocar para ellos dos buena parte de los días del año. Allí pasaban, en los entreactos, revista a los clásicos antiguos y modernos y enumeraban con conmiseración las atractivas mentiras que impedían a la humanidad el salto hacia cambios radicales. Cambiaban a veces el objeto de su meditación tumbándose varias horas al día en el centro del salón de un palacete cuyos techos eran obra de un famoso pintor veneciano.
L F se entregaba apasionado a lo que él llamaba manual de deconstrucción y subrayaba con deleite los nombres conocidos y comúnmente venerados que iban apareciendo. En su interior, experimentaba las delicias de la iconoclastia, de sus pedestales caían a pedradas los clásicos, los nombres ilustres que ya no lo eran tanto. El autor de la obra había sido premiado, mimado por la crítica, temido por sus escasos detractores y venerado por un público reducido pero exquisito y dispuesto, mentalmente, a la revolución mundial.
Metáforos había hojeado el libro de culto en algunas ocasiones y se guardó de confesar a L F, para no desmerecer ante él, que le fue imposible ingerir más de algunas páginas. Sintió cierto complejo, pero su autoestima mejoró al observar que el joven hacía esfuerzos por volver sobre lo supuestamente leído, como si de una tela de Penélope el libro se tratara, y que daba claras señales de invencible aburrimiento. Hasta que un día, mientras el periodista se afanaba en ordenar unos aparejos de pesca, Luis Fernando fue hasta el otro extremo de la embarcación con el gesto tenso de las grandes y solitarias decisiones. Su compañero fingió no verlo pero lo miró por encima del hombro. El frustrado fan del escritor alemán de élite se dio impulso con el brazo y tiró el libro al mar. El denso volumen no flotó unos instantes sino que, desafiando a las leyes de la física, se hundió rápidamente.
Metáforos no hizo comentario alguno.
El mar a veces estaba concurrido, con naves de paso con las que hacían intercambios y con la proximidad de litorales y de islas. Al aproximarse a una de ellas con intención de atracar para aprovisionarse una lancha rápida vino a su encuentro y, tras detenerse a su altura, dos personajes vestidos más como funcionarios que como agentes de la marina, tras asegurarse de cuántos eran y consultar sus cuadernos de notas, les anunciaron:
– Sois dos. Según las disposiciones de nuestra nación, sólo podéis poner pie y desplazaros según la cuadrícula distributiva que os entregaremos, que es y debe ser obedecida por todo el país: La suprema ley acordada en el Gran Consejo Democrático.
– ¿Qué ley?
– La S S S, Salvemos el Sistema Solar. Leed:
Les tendieron un extenso folleto, en varias lenguas, titulado Programa para la defensa del equilibrio gravitatorio de los cuerpos celestes de nuestro sistema, sin discriminación de los planetas enanos.
Gestos de incomprensión de los recién llegados. Los funcionarios ampliaron explicaciones:
-Nuestro Gobierno aspira a situarse en la vanguardia de la vanguardia de la preocupación ambiental. La población humana, numerosa en exceso, se ha asentado caprichosamente en las tierras emergidas y se mueve y desplaza de manera incontrolada. La Tierra gira en torno al Sol en una órbita determinada ciertamente por su volumen y peso, y éste último es irregular y caprichoso según la cantidad de habitantes, lo que sin lugar a dudas exige un control estricto del número de seres humanos en cada zona so pena de cambios orbitales. Por ello el movimiento Salvemos el Sistema Solar ha dictado leyes para equilibrar la distribución, de manera que el Globo recorra su órbita adecuadamente. Hay estricta asignación de destino y control. Individuos y colectivos reciben las directivas sobre sus asentamientos, que son temporales y siempre decididos por el Consejo según el inapelable criterio del bienestar planetario extenso, que, en un futuro prometedor, abarcará la galaxia que nos acoge.
– Bueno; por lo pronto atracamos de forma provisional, estamos unos días y reparamos fuerzas y provisiones. -respondió Metáforos. -No seremos una molestia.
– Nos tememos que no habéis comprendido. -respondió uno de los funcionarios mientras el otro sacaba un artilugio de una bolsa y lo depositaba en el suelo. -Por favor, subid, con espacios de cinco minutos, uno tras otro.
El otro se disponía a anotar.
– ¿Qué es?
– Una báscula.
La operación no parecía peligrosa e incluso sí cómica. Los dos burócratas anotaron los respectivos pesos, consultaron notas y dijeron:
– Vuestra entrada y estancia en el país es imposible si no aceptáis previamente el traslado, al que se procedería en cuanto tomaseis tierra, a los puntos de equilibrio que os serán asignados. Debo advertiros además que no podréis estar juntos, las normas de distribución de pesos y volúmenes no lo permiten.
Los dos navegantes comenzaron a temer que eran objetos de una alucinación y habían sido afectados por el sol. Tocaron la báscula, que parecía sólida.
L F tiró de la manga a Metáforos y le susurró:
– Vámonos, vámonos lo antes posible. Conozco esto. Luego te explico.
Metáforos rechazó la cuadrícula, el impreso para rellenar que ya le tendían y el grueso folleto de Salvemos el Sistema Solar y explicó que, según nuevos cálculos, preferían continuar su navegación. Los dos funcionarios tacharon unas casillas en los formularios que llevaban, se despidieron y se alejaron.
Ya en alta mar, Luis Fernando le aclaró:
– En mi grupo político tuvimos que expulsar a los que ahora, al parecer, se han establecido aquí. Propugnaban el mayor control conocido sobre la vida diaria, el más minucioso. Y sin discusión ni recurso posibles, porque en cualquier momento pueden condenar a cualquiera por atentado al bienestar planetario. En mi movimiento no queríamos tantas víctimas. Algunos de los nuestros, los más radicales, los siguieron, pero regresaron con graves trastornos psíquicos y están siendo tratados de delirio persecutorio. Nada puede ser tan inapelable como el Planeta, el Sistema, el Futuro. Es muchísimo peor que las otras dictaduras. Es como esos dioses de la mitología de tu país. Contra ellos no había nada que decir. Pero yo….
Se detuvo dubitativo.
– …Yo no me conformo. Quiero algo distinto. ¡Yo quiero justicia!
L F miraba sucesivamente el horizonte y cada centímetro del mapa como buscando una respuesta.
Metáforos había visto muchos puertos y no pocas leyes. Se limitó a apostillar:
– Espero que cuando vuelva a mi ciudad, en Megas Musakia, no me la encuentre medio vacía y con la gente del barrio trasladada al extremo austral. La prefiero como estaba. Qué se va a hacer si la trayectoria del Globo se desequilibra un poco. Lo que siento es que no hemos comprado reservas de vino, pero aún tenemos.
Entre puerto y puerto, había no poco en que ocuparse. Se tomaban notas, se hacían observaciones, se atendía al estado impecable de la embarcación y a los silencios personales, que eran como diarios y mapas de ruta escritos hacia dentro.
Y eran la libertad.
La oscuridad de las noches, cuando apenas si se distinguían los rostros, era propicia para las confidencias. En una de ellas Metáforos dijo:
– Voy a enseñarte algo.
– ¿Es valioso? – y L F se apresuró a añadir: — No creas que me importa un tesoro. Lo que quiero ahora es saber, saber muchas cosas.
– Valioso no creo. Es interesante. Ahí está lo que ocurrió mucho antes de que llegarais a aquel barco después de la batalla.
Bajaron a la bodega y Metáforos enfocó el pequeño haz de luz hacia el bulto protegido por envolturas impermeables.
– ¿Qué es? -preguntó Luis Fernando.
– Es el diario de a bordo.
NOMENCLATURA
—BABOR: Bien por antonomasia. Para los rátidas baborita es sinónimo de bueno.
—ESTRIBOR: Mal por antonomasia. Para los rátidas estriborita es sinónimo de malo.
RATAS:
—RATA PRIMERA, MÁXIMA, IGUALÍSIMA.
—RATA SEGUNDA: Eminencia Gris.
—RATA TERCERA: Ecónoma. Contabilidad, aprovisionamientos.
—RATA SECRETARIA.
—RATA PARDA: Propaganda, comunicación.
—RATA MAYOR: Asuntos municipales y administrativos. Delegada, a veces representante de Rata Máxima.
—RATAS DE LA GUARDIA: Una por galeote.
—COMANDO RATACICLO.
—CANTORA PASTA SUPINA.
—RATA PEDAGOGA: Directora del CORPUS NÍGRUM, formado por ratas pedagogas.
—MEDIALUNA ESPLENDOROSA. Seguidora incondicional y entusiasta.
—RATAS ARMA BIOLÓGICA: Apariencia dulce, peluche y mochilitas con peste bubónica.
—RATA PORTAVOZ DEL SECRETARIADO.
—RATA ESCRIBIENTE.
—RATAS DE CLOACA: Policía política.
—RATAS DEL SILENCIO.
—POLICÍA DEL SILENCIO.
RÁTIDAS: REFERENCIAS, ASIMILADOS, ALIADOS Y/O ASPIRANTES A RÁTIDAS.
—DIKTÁTOR: Referencia temible continua. Antiguo dictador. Encarnación del Mal.
—GRAN CALAMAR INTELIGENTE: Espacial, líder cósmico. Juramento sagrado: ¡Por el Gran Calamar!
—GORGONY: Sexy, sibila, ser ambiguo.
—MEDUSA BONDADOSA VENENOSA: Especie temible usada para torturar galeotes.
—DULCITA: Antes Dulce María del Escapulario. Nombrada Rata de Honor. Humana pero muy asimilada. Directora del Imperio de la Felicidad.
—KIMY: También denominada Ratafina y Pijirrata. Ayudante y joven sucesora de Dulcita. Humana pero colaboradora.
—KIM EL RADIANTE: Líder oriental, también llamado KIMYRATA III DEL NORTE.
—ASPIRANTES A RATAS.
COLECTIVOS RÁTIDAS Y COLABORADORES.
—A. U: ALCANTARILLAS UNIDAS.
—RSI: RÁTIDAS SIN FRONTERAS
—ARM: ALIANZA RÁTIDA MUNDIAL.
—ML: MERCENARIOS LIGHT: Galeotes colaboradores ya muy asimilados, Mustélidos y PIF (Piratas Irredentos Fundamentalistas).
—MUSTÉLIDOS: Sicarios. Comadrejas, marta, hurón. Mercenarias, carnívoras.
—HLCE; HEROICOS LUCHADORES CONTRA ESTRIBOR. Partido de Ratas y Colaboradores.
—RIP: RÁTIDA INTERNACIONAL PLURALISTA.
—ARM: ALIANZA RÁTIDA MUNDIAL.
—TERMITEROS SIN DINERO.
—POLILLAS UNIDAS.
—PEQUEÑOS GUARDIAS CARMINÁCEOS.
PIRATAS
—PI: PIRATAS IRREDENTOS. Se dividen en:
—ILUMINADO MAGNÍFICO: Jefe y líder político-religioso de los PIF.
—DIOS DEL ABURRIMIENTO SUMO: Adorado por los piratas irredentos fundamentalistas.
—CLERO TINTA NEGRA; Familiarmente llamado Del Chipirón. Temibles, policías religiosos del pirata Iluminado Magnífico.
—MUERTESANA: Antes llamado primero Buitre Reticente, luego Azor Espléndido. Caudillo de Iluminado y de los piratas PIF. Colaborador de las ratas. Hijo de papá rico de Dunas de Uranio. Antagonista de Muerte Súbita, al que envidia. Sueña con el paraíso VIP.
—MUERTE SÚBITA: Jefe PIL. Se une a la rebelión galeote. Pareja de Angelina, pirata prófuga.
—ANGELINA: Pirata prófuga unida a los PIL. Pareja de Muerte Súbita.
GALEOTES, ALIADOS, AFINES E INDEPENDIENTES.
—GALEOTES.
—RESISTENCIA GALEOTE: Prófugos, rebeldes.
—KRAKY: Antes Remo N.º 24
—ORKY: Antes Remo N.º 32
—ÓSKAR: Hermano de Orky. Antes Remosumiso N.º 14. Colaborador con las ratas, policía, prófugo y luego traidor.
—OFFING: Periodista de Albinia.
—METÁFOROS: Periodista de Megas Musakia.
—GAL (GALERNA): Antes galeote. Resistente. Pareja de Offing.
—ANGELINA: Ex pirata, prófuga. Pareja de Muerte Súbita.
—MUERTE SÚBITA: Jefe PIL (Piratas Irredentos Libres).
—PESOFIJO: Antes Remo N.º 45.
—GLAMY: Chica de Óskar.
—SEGIS: Antes Remo N.º 72. Intelectual.
—CHICAS DE LA TÉCNICA: Antes galeotes en la sala de máquinas.
—HESTON: Antiguo encargado de los Almacenes de Memoria.
—LEPÓRIDOS.
—EXTRANJEROS DIVERSOS, NAVEGANTES, PERIODISTAS.
—L F. LUIS FERNANDO: Joven idealista antes miembro del BUM (Víctimas Unidas Mundial, B en vez de V por solidaridad con Víctimas de la Ortografía).
—EL EXILIADO: Huido de la opresión de género del Ducado de Mariburgo.
PAÍSES
—EURALIA: También llamado Continente de las Abominaciones Individuales.
—PNP: Pobre No País.
—ALBINIA.
—CAMEMBERIA.
—MEGAS MUSAKIA.
—NEVONIA.
—DUCADO DE MARIBURGO.
—OCEANIAS.
—ALBINIA OCEÁNICA.
—DOLARIA.
—TEUTONIA.
—DUNAS DE URANIO: Reino de Oriente Medio.
TOPÓNIMOS, HABITANTES Y LENGUAS.
—BUTIFALIA: Insaciables del Rincón Este.
—BUTIFALANA: Lengua hablada en Butifalia.
—BIPS: BRINCADORES INCESANTES PURASANGRE, también llamados Purasangre de la Montaña Norte y Montaraces Boinapétrea.
—PENÍNSULA DEL SUBSUELO FELIZ: Antes llamada Madre de la Sed.
—CUEVA DEL LASTRE.
—CALA DE LOS MALDITOS.
—ATOLÓN DE LA PERFECTA IGUALDAD.
—COSTA DE LAS BRUMAS.
—CUEVA DE LOS PRÓFUGOS.
—CONEJILLAS DEL DUQUE: Pueblo vasallo del Duque Lanzaflorida.
—CONEJILLOS DEL DUQUE: Pueblo vasallo del Duque Lanzaflorida.
COLECTIVOS
—BABORITAS: Los buenos por definición, utilizados como referencia del Bien por los Rátidas.
—ESTRIBORITAS: Los malos por definición, utilizados como referencia del Mal por los rátidas.
—BUM: VÍCTIMAS UNIDAS MUNDIAL. V cambiada en B por solidaridad con Bíctimas de la Ortografía.
—CLUB DE LA ETERNA VENGANZA.
—CLUB DE VÍCTIMAS.
—LOS ANTIFOREVER.
—IGUALDAD RESIDENCIAL.
—SSS: SALVEMOS EL SISTEMA SOLAR.
—HERMAFRODITAS RADICALES.
—ECOLOGISTAS IMPLACABLES.
—NATURALISTAS FÉTIDOS.
—ASOCIACIÓN DE OPRIMIDOS INCONTABLES.
—QUEJOSOS’ POWER.
NAVES
—GALEÓN DE LOS RITOS OSCUROS
—GALERA MÍSTICO-PLANETARIA.
—GALERA DE APROVECHAMIENTO DE RECURSOS HUMANOS.
—GALEÓN DE CASTIGO.
—ALMACENES DE MEMORIA.
—BUQUE CORREO.
—YATE DEL PUEBLO.
—ALEGRE GALERA DE LA RERVOLUCIÓN GRATUITA.
—GABARRA INJFANTIL MIKY RATY.
—FLOTILLA LAMENTÁBILIS
—BUQUE-ESCUELA.
—-GABARRA DE LOS LISIADOS.
—VARIADA FLOTA EXTRANJERA.
—EMBARCACIÓN DE LOS NÁUFRAGOS FELICES.
[1] William Shakespeare. Soneto LX Como las olas se dirigen hacia la pedregosa orilla,
así también nuestros minutos van apresurados hacia su final.
[2] Rendido homenaje de la autora a Douglas Adams, autor de “Guía del Autoestopista Galáctico”.
[3] Eleuzería: palabra griega que significa libertad.
[4] Se refiere al Diario de A Bordo, origen de este libro.
Permite (¿hay alguien ahí a quien invocar?) que vuelva al pasado tiempo, que gane con tu ayuda todas mis batallas, que rescate a los muertos y les dé tibia, piadosa sepultura. Deja que, con tu auxilio y con tu mano, pase, por fin, las puertas, respire altura sobre las murallas, vea a la vez las pavesas y sus fuegos; haz que termine unas palabras que quedaron cortadas, que destilan, todavía, gota a gota, el líquido suave del insomnio. Necesito tu luz y tu regazo, tu mirada, tu fuerza y tus pasiones, los sabores de juventud e ira, el dorso de un caballo brillante de esperanza. Necesito horizonte, largos días, noches de sueños hondos y el futuro que nunca tuve, que ya se desvanece hasta en la idea. Vuelve. Camina adoptando la forma engañosa que llamamos memoria, ondulando en tu ser los muchos seres que el tiempo frunce y aprieta en su costura. Contigo, a quien ofrezco cuanto escribo, es posible el regreso y la conquista.
Porque tienes mi rostro y eres lo que fui, o creí ser, y por eso eres lo único a que puedo cantar.
Más fuerte que el odio: monólogo infantil sobre un mito.
El jinete cabalga por el desierto con la muchacha entre sus brazos. Es el final feliz de un tenso idilio que ha comenzado y florecido bajo el signo del odio y la venganza. Pero la larga serie de aventuras, el juego de la atracción inconfesada y la amenaza brutal cara al público, a los compañeros del aduar, a la misma joven raptada que le mira con terror, mantiene su orgullo y se halla a su merced, van a resolverse en una dulzura proporcional a la angustia y al tiempo de enfrentamiento transcurrido, en un éxtasis que compensa, con su promesa de felicidad infinita, todos los sinsabores. Los de ellos y los de los oyentes, que sintonizan cada tarde la emisora y siguen con religioso fervor y labores de aguja o punto cada movimiento y palabra de los protagonistas.
Cabalgan por las cortinas de la habitación, por las paredes y el techo en los que se reproduce la sesión diurna de las sombras del mundo inverso de la calle filtradas por la abertura de los batientes, los árboles, avenida, juegos y gruesas manchas que son vehículos. Por la noche, cuando el telón haya descendido y la luz eléctrica no proyecte en el dormitorio imagen alguna del mundo exterior, entonces vendrá quizás la madre de R. se tenderá a su lado y le contará películas que ha visto en el cine de sesión continua. Ella también, que es tan joven, habrá recibido de la pantalla, sazonada de patatas fritas, ozonopino y bombón helado, el regalo de las sensaciones, el don de una historia. Su madre y la chacha Vicky oyen, junto a ella, el serial de media tarde. Los hay de cierto realismo social, donde una muchacha pobre, bella y virtuosa y un señorito rico, redimido de su frivolidad por el amor que mueve los planetas, se acaban instalando en un arrabal junto al cielo en el que reciben, como prueba del agradecimiento de sus nuevos y humildes convecinos, la construcción en el hogar de un aseo para uso exclusivo de los recién casados. Los hay de espías, de padres sacrificados y de hijos traidores que se arrepienten. Entre unos y otros, esa misma radio anuncia, con tono y palabras semejantes, la muerte del Jefe de Rusia, llamado Stalin, digno sucesor de aquel Iván el Terrible que había mandado sacar los ojos a su propio hijo.
Pero R. prefiere sobre todos Más fuerte que el odio, porque el jinete lleva más lejos y mueve en las entrañas fibras situadas a profundidad misteriosa, zonas cuyo esbozo y madurez intuye en el precoz desarrollo del espíritu y el tardío del cuerpo al que la condena la inmovilidad del lecho. Esa chica que imagina rubia, de ojos azules y cándidos cegados por la arena del desierto, es firmemente sujetada por los fuertes brazos del joven, de perfil implacable y ojos como dagas, que la estrecha contra su túnica polvorienta en la exhalación de la huida. La acción transcurre probablemente en una Argelia de luchas y rencores en la que un jeque se venga del padre francés, militar, raptando a la hija y haciendo planear, tarde tras tarde, la posibilidad de devolverla muerta.
Las letras, mientras, esperan. Los cuentos reposan sobre la colcha y son consumidos luego con avidez, con más avidez que objeto alguno, con el deleite de las historias que prometen las tapas y la desazón de que fatalmente se acaben, una vez comenzados, porque en toda primera página hay la certeza de una página final.
En los cuentos hay también velos orientales, siempre transparentes, sobre rostros de gran belleza y complicadas joyas, mujeres dotadas de un embrujo sólo posible por la insinuación y la lejanía. Y sarracenos temibles entre cuya grey torva destaca aún más la arrogante apostura de un príncipe. Frente a los personajes de historias más próximas, aquéllos tienen el embrujo insuperable de un distanciamiento imposible y mayor. De las dunas se elevaban palacios de una fragilidad solamente superada por su esplendor. En las viviendas, tras la corteza rugosa de ventanas estrechas y altos muros, se desplegaban alfombras, reposaban pebeteros, faroles tallados enviaban la geometría de su cristal. Donde aquí había grises allí había colores, donde aquí casas allí espacio, donde pan y guisos allí esencias.
De alguna parte, en algún momento, R. recibió la visita sorprendente de metáforas insólitas, un aluvión de rosas y valles de carne, de colinas de perfume, de pájaros esquivos y temblorosos bajo los dedos de un minucioso cazador. Mil y Una Noches. Ya sólo el título. Sherezade, la inteligente y valerosa Sherezade, que cada amanecer esquivaba la muerte, que, pese a sus dones, debía, al final comprar su vida exhibiendo los hijos habidos con el sultán. Pero las páginas no se elevaban sólo con el humo de la lámpara maravillosa y las olas de Simbad el Marino; también eran mecidas por la respiración de los amantes y las descripciones de cuerpos semejantes a la fruta y a los dibujos de un tapiz.
Había, pues, territorios sin más limitación que la ley brutal de la cimitarra. Sorteada ésta, esquivado el guardián y la amenaza, nada impedía el disfrute de lo que se hallaba tras el velo. Bajo la cúpula, en la cripta de la montaña, defendidos por los celos de un genio o la fiereza de un gigantesco negro guardián, podían hallarse la gentil princesa o el divino adolescente de quince años. Poco importaba el sexo a su visitante; contaban únicamente, como en los frutos, la sazón, la belleza y la tersura.
El último capítulo del serial ha llegado a un consenso. Por fin le ha dicho que la ama. Está rota la vasija de la venganza. También ella ha rendido orgullo y diferencias a la pasión que mezcla al viento los mechones claros y los cetrinos de ambos cabellos. La conduce a la tienda familiar donde se celebrarán los ritos de la boda. Pero antes, comprensivo, el jeque le asegura que pasarán por la ermita de un misionero cristiano para que bendiga a la manera de la novia su unión. Luego cabalgarán hacia el paraíso, el reino escondido que les espera en un oasis que es el jardín de Alá.
Introducción
“Más fuerte que el odio”: monólogo infantil sobre un mito.
Jazmín: Túnez
Túnez, 1966
Diáspora: París 1968-69
De oasis y de islas: Túnez 1969-70
Argelia: la nada y el cuchillo.
Segunda diáspora: Bélgica 1970-73
Epílogo: Diez años después.
Libia-Túnez 2008
II
Más allá del Mar Caspio
La S de Samarcanda
Llegada: Tashkent
Khorezm
¡Ashgabad, Ashgabad!
El grado cero del homo sapiens
El camino de Bujara
Siempre Babel
El camino al este
Fronteras
III
Oriana: la voz y los silencios
Oficio de necrólogos
Crónica de una guerra perdida
La cara oculta de la media luna
La vita è bella
La España de Oriana Fallaci
Los nombres sin nombre: La invasión de los ultracuerpos
Libia y más allá. El hombre que quiso ser Mao.
V
Homenaje a Sherezade, la Indestructible.
Bajo la mirada de una mujer sentada en su azotea, de un hombre cuyo perfil enmarca la ventana, de un grupo que descansa en esteras y hace confundir el horizonte con el humo de la pipa, revolotean palomas en el violeta más absoluto. También tiene el cielo bandas de diversos azules, que se reflejan, con el malva, en lagos poblados de flamencos. Una mano roza con las yemas de los dedos finos la jaula donde bebe un pájaro. Es fruto del trabajo de un orfebre que ha hecho famosas estas viviendas de las aves; los alambres tejen filigranas, se esmaltan en celeste y blanco, se curvan con la forma de las ventanas andaluzas. Hay interiores, telas, mujeres que engalanan a una muchacha, pintan sus manos, mezclan adornos con su cabello. Las figuras flotan en neblinas grises, rojizas o doradas, reposan sobre baldosas frescas y brillantes, caminan en un paisaje plano al que los ojos de almendra, el terso rostro, el cuerpo esbelto parecen indiferentes. El atardecer se deshace en rosas. En la lejanía, domina la ciudad el perfil de una montaña con dos senos. El mar limita un paisaje de tejados, huertos, cúpulas, acantilados o playas. Es recurrente el vendedor de jazmín, que pasa con su cesta, sus ramilletes y sus guirnaldas y lleva babuchas, camisa clara y una chaquetilla con fino bordado. El pintor local ha reproducido la exquisita dulzura de todos los sentidos y del instante en cuadros, cuyos motivos se ven luego multiplicados en lienzo, papel, cartulina y pañuelos de seda.
Piensa, y escribe, que la idea que los extranjeros tenían de Tunicia al arribar al puerto era completamente falsa: África, árabes, camellos, desierto, hombres muy morenos, mujeres de rostro tapado, harenes, mercados llenos de color, ladrones y suciedad, calles estrechas, calor. No, Túnez no era así. La pequeña república frente a las costas de Italia era distinta e infinitamente más refinada y cosmopolita que cualquiera de sus vecinas, por ejemplo Argelia. Había que tener presente su historia, sus civilizaciones, más antiguas que las de la vieja Península Ibérica, su situación estratégica de tierra de paso y nudo de comunicaciones. El clima era mediterráneo, las regiones cercanas a la costa en todo parecidas a Andalucía y Levante, el interior recordaba a Castilla. En cuanto a la gente, explicaba en sus cartas, no desentonarían en una España acostumbrada a las mezclas: rubios, morenos, castaños, y un color de piel, bien cetrino, como nuestros compatriotas del sur, bien tan claro como los norteños. El velo blanco cubría a las mujeres apenas la barbilla y la boca, que se destapaban cuando querían, podían votar, estaba abolida la poligamia y la ley les otorgaba una igualdad de derechos todavía lejos de ser llevada en todos los lugares a la práctica, pero real. Se trataba de un país como otro, moderno, limpio, con capital moderna, espléndidos paisajes y playas, con un futuro. El clima, suavizado por el mar, no resultaba sofocante. Había aldeas miserables con casas de tierra y ricas villas pesqueras. Las personas eran, por una parte, similares a las de cualquier lugar, por otra podían manifestar inexplicables, paradójicas reacciones en las que afloraba la veta sentimental, imaginativa, filosófica, burlona y hospitalaria. Sí; ella sentía en Túnez algo especial, justamente por la mezcla de imprevisible y conocido, y también un deje evangélico, quizás por la semejanza con los cromos de Historia Sagrada, con las figuras del Belén, unido a la inocencia de los que se apresuran para entrar en la nueva era.
Porque, al mismo tiempo, era el Tercer Mundo, con experimentos socialistas y reciente descolonización; estaba, como Celtiberia, en el umbral del cambio, apostaba por el turismo, poseía rasgos de Mallorca salvaje, lavaba de un extremo a otro las casas y las pintaba de azul y blanco como quien ofrece un vaso de agua. Los visitantes echaban de menos la sensación de África, los monos, lianas, tormentas tropicales y mosquiteros de tul. Luego iban cayendo en la cuenta de la inmensidad del continente en el que se hallaban y la menudez de aquel pico septentrional, entre Libia y Argelia, muy cerca de Sicilia. Con cierta melancolía, imaginaban el paisaje, al cabo de pocos años, cubierto de hoteles, kioskos de salchichas con mostaza y night clubs. Les habían dicho que la socialización era una fuente de prosperidad y lo creían. R. había anotado en Hergla que, asomado a la playa, todo el pueblo se enriquecía uniformemente con el sistema moderno de cooperativas, que sustituían al monopolio y al capitalismo. Los franceses se habían ido abandonando industrias y latifundios. El esplendor sería evidente cuando, en breve, el turismo aportara las divisas necesarias para levantar industria y agricultura. Por lo pronto la enseñanza era gratuita, y fuerte la impresión de que el país iba hacia adelante.
La hospitalidad los abrumó pero se adaptaron a ella con la facilidad de quien a su manera la practica. Hubo desde el comienzo un ingrediente especial, sólo cumplidamente expresado mucho después, en el tiempo de la ruptura consumada y de las cartas. El muchacho tunecino, que se había acercado con un amigo a charlar con los estudiantes extranjeros, descubrió la belleza misma en el rostro de la que estaba sentada en el exterior, mirando el cielo, tuvo esa percepción fugaz del esplendor que a veces se encuentra y nadie-excepto el interesado-advierte. Y se embarcó, desde ese momento, antes de cumplir los veinte años, en un amor que quemaría todas las hojas de su juventud.
Es el hijo mayor de una familia de doce hermanos. Conduce a los cuatro españoles a su casa, de la que serán visitantes habituales. La villa está en el barrio alto. De camino, se apresura a explicar que sus padres, que vivían en una pequeña aldea de las islas Kerkennah, se casaron por amor, cosa insólita y extraordinaria hacía veinte años. A ella, como de costumbre, la destinaba su padre a un primo, pero en casa de alguien conoció a su marido de hoy, se enamoraron, el padre de él estaba navegando en el extranjero, la familia de ella no permitía de ningún modo aquel matrimonio. Entonces se fugaron-ella dieciséis, él diecisiete-, se fueron a la policía y oficializaron una unión que hubo que aceptar, aunque ello no impidió que la chica pasara años duros, puesto que tuvo que vivir en casa de él y adaptarse a la aspereza de una suegra acostumbrada al solitario matriarcado de las mujeres de los marinos. El abuelo contaría a R. más tarde sus recuerdos, a la vuelta del barco, de aquella muchachita, su nuera, intimidada y temerosa, que habían llevado a su presencia y no osaba pronunciar palabra ni levantar los ojos del suelo. Él quería haber enviado a su hijo a completar estudios al extranjero, pero éste rehusó y, pese a las dificultades que, en la época colonial, se presentaban para un tunecino, consiguió entrar en una empresa francesa y pasar de guardián a empleado. Pudo traer a su ya numerosa familia y comprar a un empresario judío aquel chalet. La pareja es aún hermosa, también sus hijos, y es patente que los dos se quieren. Él es un tipo con buen aspecto, sentido del humor y gusto por la vida. Ella es aún hermosa de cara y joven, madre de doce hijos, su piel tiene la blancura de la leche. El físico difiere, dentro del clan, de forma notable: Los dos hijos mayores tienen la típica frente y entradas del lanoso pelo bereber y la piel atezada de forma discreta, las hijas, en diversos grados, la palidez de su madre, también algunos de los muchachos, de cabello y ojos castaño claro. Los rasgos son en general finos, así como la nariz y los labios, y la talla mediana. La pareja de románticos orígenes y vida dura hasta que se abrieron paso en la ciudad ha dicho a sus hijos, también a las muchachas, que podrán casarse con quien quieran. La mayor, Fayrús, es una joven belleza, elegante en la dulzura y en el porte y al parecer dispuesta a buscarse profesionalmente un futuro. La siguiente, Bashida, carece del esplendor de su hermana, es tímida, amable y lucha con los complejos y el acné de la adolescencia. El benjamín es un niño de tres años cuyo rostro hubiera envidiado el más angelical de los querubines de Murillo. Todos-excepto la madre, que carece de estudios pero no de una gran viveza natural-hablan fluidamente francés. Ni ellos ni el entorno y los vecinos dan la menor impresión exótica ni irremediablemente ajena; hay mucho de la tribu mediterránea común apenas distanciada por detalles de decoración o forma. Los cuatro españoles creen sumarse a la docena de vástagos, les invitan a comer, a reposar, a quedarse, si quieren, a dormir. La hospitalidad es palabra tan confortable como una mesa bien asentada o un sillón mullido. El proverbial está usted en su casa se utiliza de forma literal, ellos ponen al alcance de los huéspedes cuanto éstos desean, les muestran las habitaciones, sonríen y hacen su vida normal.
Son las seis y media de la tarde y el grupo toma café en la terraza de la villa familiar, sentados sobre pieles de cordero. Un transistor ofrece melodías árabes. Se beben la infusión hecha a la manera turca, taza por taza, dos cucharadas de azúcar, una de polvo y gotas de azahar. Muy lentamente, a pequeños sorbos, se mezcla el líquido pastoso con algunas volutas de humo, aplastándolo con la lengua contra el paladar. El tiempo es algo flexible, inmedible e inmedido, los árabes viven sumergidos en él como en el aire, sin hacer caso de su presencia. La tarde cae sobre el jardín fresco y lleno de flores que rodea la casa, todos están callados, masticando ese café espeso, y surgen de la radio las variadas series de sonidos jota y de lamentos. Hay rondas de perfume de limón, pasando el frasco de mano en mano. Dentro, tres niños morenos, medio desnudos, juegan en la cama a ras del suelo, entre las sábanas blancas. Al son de la radio, y con una percusión improvisada, las dos hijas se levantan, ciñen un chal a las caderas y bailan con los brazos extendidos, los pies desnudos, ágiles, y el cuerpo que gira en un lento remolino sobre su centro, al ritmo de las ráfagas de brisa, del humo. Su danza posee el mayor erotismo que existe: la mezcla de inalcanzable soledad en la que se mueve la muchacha, de sensualidad y esplendor codiciable del cuerpo y de inocencia.
Este hogar resulta, sin embargo, a los visitantes mucho más familiar que exótico en ritmo de vida, muebles, loza, cuarto de baño, ropa,. Apenas referencias religiosas excepto un pequeño tapiz con paisaje de la Meca. Los jóvenes subrayan su laicidad, aunque afirman que sus padres sí rezan. Se trata de una clase media con apuros de fin de mes, hijos-chicos y chicas-estudiando y un perfecto desenfado de expresión cuando hablan de gobierno y líderes. El padre muestra la libertad de criterio de una generación con referencias distintas y del individuo que se ha hecho despegando su vida del clan; cuenta anécdotas, se ríe de los tópicos al uso, define el socialismo como miseria para todos y no tiene el menor empacho en opinar que Túnez funcionaba mejor con los franceses. R. piensa que ese país y esa gente tienen futuro, que siguen un impulso de modernización tan natural como el que ha arrinconado en otros lugares la tabla de lavar, el carro de bueyes y los trajes típicos. El hijo mayor, Rida, pone especial empeño en distanciarse, y distanciar a sus huéspedes, de los moros que tal vez esperaban encontrar. Es, en cualquier caso, evidente en él y en su medio un afán de progreso que mira sin disimulo hacia el vecino occidental y no parece sentirse acomplejado por rechazo colonial alguno. Optan simplemente por la independencia personal, el horizonte de posibilidades abierto y por la calidad de vida. El amigo de Rida es rubio, de ojos claros, callado y tranquilo. En su grupo se habla de viajes, universidades, estancias en París. Rida mismo debería haber partido ese verano con unos amigos a España y Francia, pero el proyecto se vio truncado por problemas en la obtención del pasaporte (por el que sin duda no pagó en cantidad satisfactoria el soborno oficializado que aceita toda la Administración). Rara es la familia que no tiene parientes trabajando o estudiando en Europa, de la que los separa un trozo de mar.
También se pertenece al mar desde antes. Es un país de puertos, de radas fenicias y horizonte de galeras y veleros. El abuelo paterno, un personaje, pese a la ancianidad, aún impresionante, con sus ojos azules casi ciegos, fue marinero largos años, regresaba fugazmente a las islas y volvía a partir. Es hombre dado a los largos silencios, sentado con su bastón al sol, las pupilas nubosas perdidas en la sal y la marejada.
Son las nueve de la noche, y mientras pasean por el centro de la capital con sus dos amigos tunecinos, se cruzan con un coche que va tocando la bocina sin interrupción. Un accidente. piensan los españoles. No. Son los novios. Se han sustituido el lazo blanco, las flores, por el claxon. Otros vehículos van detrás. Todos son invitados a la fiesta. El día de su boda es quizás el único de gloria para las mujeres musulmanas. Ese día no sólo la desposada sino todas las presentes reinan. Ellas ocupan el salón en el que se celebra el festejo y los hombres son desplazados al patio desde donde verán como puedan el espectáculo. El novio mismo se separa para estar con sus amigos. También los chicos españoles deben quedarse a la entrada. Las dos extranjeras son cordialmente acogidas y se sientan. La novia ha sido colocada como un jarrón en una especie de trono del que no podrá moverse desde las diez de la noche hasta las dos de la madrugada. A los lados, en sillones más bajos, las damas, la hermana del novio y la de la novia. Cala en R. una percepción repentina del concepto del amor y la belleza árabe, su sensualidad y sexualidad, tan fuertes y picantes como sus guisos. En la boda todo es claro y se exacerba. Según entran, las mujeres se van quitando sus velos blancos y los doblan. Sorprende ver lo que bajo prendas tan púdicas esconden. Acostumbran a mostrar y enorgullecerse de dos partes de su cuerpo: la comprendida entre la cintura y el arranque del seno y el escote; así los vestidos típicos de gala son de dos piezas, un corpiño y una falda hasta los pies, entre las dos a veces un tul transparente. Como la mayoría engordan con la edad por la cocina pródiga en aceite y la vida sedentaria (es una boda de gente acomodada), la carne, sin la sujeción de la tela, forma un cinturón ancho que sobresale. Los escotes son enormes, ovalados. Los senos se aprietan en ellos como dos palomas juntas. Sienten orgullo con razón, porque, aunque muy abundante, tienen un pecho bonito. La visitante comprende el ideal de belleza que representan; hace falta ver primero una tierra seca, un cielo desértico, la adoración por el agua, la piel requemada por el sol en los campesinos, la vida difícil que anteriormente hubo de ser mucho peor. Hay el deseo de niños, de sucesión, la abundancia de flores con corolas aterciopeladas, abiertas, grandes como platos de postre y el gineceo de largos y pegajosos carpelos prominentes, tendidos al aire que huele a jazmín, a fritos, a hierba, que siempre huele a algo. Por esas gargantas pasa el picante sin hacer mella, sobre esos cuerpos confluyen las incitaciones más claras. Recuerdo de Las Mil y Una Noches, metáforas, para una occidental insólitas, de los rincones femeninos más íntimos, leídas con una mezcla de vergüenza, turbación y placer estético. Y sin embargo no es pornográfico; probablemente sus autores se hubiesen escandalizado ante muchos frutos de la novelística occidental. Es hermoso. Posee una sensibilidad oriental difícilmente comprensible por lo explícita, exenta del menor romanticismo y quizás sólo explicable por su urgencia epidérmica y expeditiva. Donde otro escritor se para o se ensucia, esta fina pluma penetra.
La extranjera piensa asimismo en el clima, las casas blanqueadas, los pulcros patios encerrados tras paredes mugrientas, y luego ve a las mujeres con sus trajes de fiesta y comprende, las ve con su carne abundante, suave, hasta el extremo femenina, las caras pintadas como un cuadro, los cabellos brillantes negros o teñidos con espléndidos reflejos rojos de la henna, las mejillas coloreadas, algunas-muy pocas porque se trata de una familia acomodada y moderna-con tatuajes azules en pequeños dibujos simétricos en nariz, mejillas, barbilla y frente; otros más grandes cubren brazos y piernas. Las invitadas todas se han teñido de granate con alheña las plantas de los pies, las uñas, dejando una media luna, y las palmas de las manos. También utilizan, alternándolo, el negro. La planta de henna crece en el jardín de cada casa. Reducida a un polvo verde y mezclada con agua, colorea el cabello y la piel y deja un olor inconfundible, ácido y fresco. También puede obtenerse, de una piedra incompatible con la alheña, tinte color ala de cuervo, y de otras lajas pardas llamadas tefal champú. Para la fiesta las mujeres han puesto especial cuidado en maquillarse los ojos, que generalmente merecen su fama y resaltan grandes, profundos, engarzados en el negro espeso de las pestañas; son elocuentes, llenos de ardor, líquidos y brillantes como tazas de café. Los de las invitadas chispean, ríen. Los de la novia tienen una fijeza inmensa, mezcla de solemnidad y miedo, dos animales veloces e impasibles.
Son, en conjunto y en su mayoría, muy guapas de cara las tunecinas, pero escasamente de cuerpo; tras el matrimonio no es raro que engorden hasta alcanzar, en algunos casos, proporciones monstruosas. Aun antes de casarse sus caderas resultan excesivamente anchas para el gusto europeo y se prolongan en piernas cortas y gruesas. Hay en la sala bastantes muchachas esbeltas aunque ampulosas, con su escote que muestra los senos ya plenos y prietos el uno contra el otro. Esta mujer ideal árabe, blanca, suave, inmensamente femenina, prometedora como una planta llena de semillas, parece la antítesis del tipo en boga en Europa, la chica delgada, casi viril, estilo muchacho de diecisiete años, de caderas angostas, huesos prominentes y pecho casi plano. Se añora el justo medio entre la hembra grasienta y floja y la androide dura y seca como una vara. La sala de festejos es una gran bandeja de mujeres, dulces, hechas para multiplicarse, como los moldes de una pastelería.
Este es un pueblo colorista e intenso en todo. Las extranjeras no se cansan de mirar los atuendos. Hay el mayor cóctel imaginable: raídos jerseys y faldas de todos los días, pelos tiesos que llevan siglos sin ver un peluquero, atuendos de un mal gusto que conmueve, mezclas horripilantes de suéter y traje de noche, de blusa y vestido. La gran mayoría lleva telas magníficas, suntuosas, tejidos gruesos bordados en dorado y plata, en realce, rojos, blancos, negros, verdes. Son los adamasquinados; se abren como una flor en el escote y bajan en forma acampanada formando pliegues metálicos. Para coronarlo, el pelo bien dispuesto, el delicioso e inevitable jazmín en collares, en el cabello. Llevan muchas joyas, oro y piedras. Desprecian la plata. Precisamente frente a R. hay una mujer como una montaña de oro, enormemente gruesa, de las mangas de su traje bordado en el resplandeciente metal salen los brazos inmensos, blandos, fofa la carne. Luce un muestrario de pulseras y anillos de oro y brillantes, cuello y orejas metalizados a tono. El pelo está teñido de rubio y los labios pintados en un rojo chillón. Parece recién salida del cuerno de la abundancia.
¿Y la novia?. Han pasado horas y mientras las invitadas ríen, charlan, aplauden a los músicos, comen dulces, ella permanece impasible allá en su pedestal, sin volver la cabeza para ver el espectáculo. Tan sólo se abanica lentamente. Una de sus acompañantes sube de vez en cuando para secarle las lágrimas con la punta de un pañuelo si llora. Nada más. Hasta las dos de la madrugada estará ahí esperando el momento de su vida. El novio la mirará desde fuera, mientras cambia impresiones en el patio con sus amigos. Es una llamada al coito imperiosa y profunda, que zarandea a la observadora por su ferocidad, por su adoración ciega y total a la llave de la vida. Hasta el más mínimo detalle ha sido preparado para exacerbar el deseo de la unión. Ambos, el novio, más bien pequeño, delgado, con un estrecho bigote, que va de grupo en grupo de amigos, y la novia son un símbolo. Es la generación bien a las claras. Ella en su trono, tras el que se ha puesto una especie de retablo del gusto más horrible que pueda imaginarse, con la luna navegando lánguidamente entre nubes azules y un primer plano espeluznante de rosas, margaritas, claveles, gladiolos, flores de grandes corolas amarillas, rojas, blancas, entre hojas verde menta, luchando por quitarse el sitio en franca rivalidad los colores de una con los de la otra. Delante ella, alumbrada por las bombillas colgadas a ambos lados, como para una fotografía muy larga, ella, de formas marcadas, ojos negros de cristal asustado, boca apretada. Aparece adornada con lujo, extendida la amplia falda del traje al estilo europeo. Blanca, quieta y circular como un gran óvulo que espera ser fecundado. Alguien sube a arreglar los pliegues de su velo, otra mujer seca una gota de sudor en las sienes. Debe estar perfecta, completamente dispuesta y tentadora para el gran momento de injertar una nueva rama en el árbol. Y el novio, pequeño, nervioso, deslizándose de corrillo en corrillo, la mira de cuando en cuando, allí preparada, quieta y aún intacta, adornada y deseable como una tarta recién salida de manos del pastelero.
Para completar el ambiente, además de los invitados, están los músicos y las atracciones; los movimientos de las danzarinas, los gestos de las cantantes, sus chistes, sus insinuaciones sin pudor. Todo es incitar al novio, todo alabar a la novia, con una sexualidad franca, entre risas, aplausos, vasos de café y dulces. Al entrar en la sala se viene encima una catarata de sonidos. El grito ululante con el que comienza la fiesta, de lejano parecido a un canto tirolés; se produce parte con la glotis, parte haciendo vibrar la lengua. La música árabe, la auténtica, tiene la calidad del verdadero flamenco y un ritmo mayor. Nada que ver con la serie monótona de quejidos de radio Marruecos. En los cafés de la playa, también al aire libre o en locales de espectáculos, hay a veces sesiones de maluf, clásico, bello, monótono, de cierta tristeza propia del cante jondo, con las ondulaciones de las rejas de Córdoba y Sevilla. Porque en Túnez hay un barrio de andaluces, de moriscos expulsados que llegaron con la añoranza española, amigos de lacerías, rosas de metal y alegres fachadas que se abren sobre arcos de herradura en las umbrías calles de la zona antigua. Para la sala de bodas se precisa otro ritmo. Tras el grito inicial, la orquesta comienza briosamente a cantar y tocar instrumentos. El público les acompaña con palmas. Golpean la darbuca, un tambor pequeño de gran sonoridad, pulsan las cuerdas del laúd, chico y redondo, especie de guitarra jovencita. Aparece en el escenario una muchacha, exactamente como aquellas bailarinas orientales que soñaban los niños europeos, alta, esbelta, delgada. Un dos piezas cubierto de lentejuelas deja ver casi todo el cuerpo tostado, dúctil. Tras la piel morena tersa se puede seguir el juego de los huesos. El pelo, brillante y negrísimo, está recogido en un rodete sobre la cabeza del que desciende en cola de caballo hasta más abajo de la cintura. Esto permite examinar bien el rostro, afilado, pronunciados pómulos, bellos ojos negros y boca y nariz finas, cejas altas y arqueadas; distribuidas entre la madeja del moño flores blancas de jazmín, pulseras en brazos y tobillos. Ella baila largo rato al ritmo de la darbuca y el laúd, en tiempos acompasado o vertiginoso. Es la bailarina de los cuentos. Ondula los brazos desde los hombros hasta la punta de los largos dedos. Pero sobre todo el movimiento se localiza en el arco que rodea las caderas, rítmico, rapidísimo, imposible de imitar: la danza del vientre. Es un placer ver a esta hermosa, delgada criatura, seguir el compás con cada músculo, tirar de cada nervio, ver la vibración infatigable de sus caderas y el pelo negro flotando a cada vuelta del baile.
Hay otras clases de bodas, les explican sus amigos tunecinos; pero se apresuran a indicar que usos como la costumbre del pañuelo, en extinción, son propios de aldeas apartadas. Donde no hay coches se pasea a la novia por todo el pueblo subida en un camello, dentro de una pequeña y basculante tienda instalada a lomos del animal. En el cortejo van los invitados y cada uno lleva en las manos uno de los regalos que forman el ajuar, éste una manta, aquél toallas, el otro-previsor-una cuna de madera. La charanga marcha tocando entre los invitados. La novia, tras su incómodo paseo, baja del palanquín, pálida por el mareo y la emoción. En algunos lugares su papel no es el estático de la boda que han visto, sino que ella ha de mezclarse, charlar y reír con sus invitados. Ahí entra, en ciertos lugares, el rito primitivo del pañuelo. La cosa reproductora y placentera que es la muchacha debe ser entregada por los suyos en perfectas condiciones. Así pues el día de la boda las dos familias se reúnen, los novios entran en la alcoba nupcial, las mujeres han preparado el lecho y bajo la colcha, sobre la sábana, hay un lienzo blanco. Pasado el tiempo necesario, la madre del novio entra en el cuarto, sale y muestra a todos los reunidos en la puerta el pañuelo que debe estar manchado con la sangre prueba de la virginidad de la desposada. No es difícil imaginar la escena de tías, nueras, cuñadas, abuelas, estirando el cuello como si olfatearan, examinando el testimonio rojo, en el lienzo que alza la suegra, de que la muchacha ha sido entregada intacta. Si no es así, si las manchas no aparecen, entonces los parientes del marido reclaman (los novios, allá dentro, no cuentan). Puede ir a más, se empieza por protestar, se pasa a los insultos, salen a relucir los cuchillos y con frecuencia se acaba en una guerra entre ambos clanes.
Pensando en este rito, en su significado, en la muchacha, difícilmente se puede encontrar un caso más perfecto de menosprecio a la dignidad de la persona. Al grupo de españoles no les resulta la costumbre insólita; han oído que la practican algunas tribus de África y también ciertos gitanos.
Quizás, además de por imperativo de los sentimientos, por afán de distanciarse de lo que siente como barbarie y mostrar a sus huéspedes el rechazo que de tales usos le separa, Rida-y sus hermanas-delimita a confines que le son ajenos la sumisión de las mujeres. Él pasea con la extranjera y, en la soledad de la medianoche, la conduce por donde hay más luz, le evita situaciones equívocas, la lleva como un copo de nieve en la palma de la mano. Y ella absorbe la devoción y la ternura que se extienden sobre crueldades de su adolescencia, ve en él caminos comunes, zonas compartidas; pero también ve territorios de pensamiento que sólo a ella pertenecen y que, distintos a la interior geografía del muchacho, rechazan la primacía continua de las pasiones, la promoción de éstas y el instinto a los puestos de mando de su vida. Ella le corresponde, pero posee la tranquila certidumbre de su libertad.
Delenda est Karthago! ¡Cartago debe ser destruida¡ reclamaba Catón. Y le hicieron caso, tan bien que en las ciudades arrasadas sembraron sal. Roma, con su eficacia de siempre, remató al reino derrotado y agonizante, incapaz ya para siempre de volver a enfrentarse a los habitantes del Lacio. Catón debió de quedar satisfecho: sólo restan de la primitiva civilización cartaginesa algunos sepulcros púnicos y el santuario de Baal Hammon y Tanit, en la playa de Salambó.
Pero a cambio Roma, desde los tiempos de Augusto, se dedicó a hacer turismo en una Cartago a la que probablemente los patricios encontraban tan hermosa como en la actualidad., de forma que Tunicia se ha llamado, y con razón, museo al aire libre. Sus destructores, al ser destruidos a su vez, la dejaron sembrada de foros, teatros, quintas, templos. Ahí están, en la playa de Cartago-Aníbal, las termas de Antonino, separadas del agua por una estrecha franja de arena. A la salida del baño es posible tenderse en la base de una columna, sobre la piedra tersa y caliente. Sometido a la brisa del mar, a la lima tenaz de las arenas que levanta el aire, resta de los monumentos el esqueleto desmoronado, como si alguien se hubiera divertido empujando con el dedo cada bloque. Sin embargo los huesos, la anatomía romana, continúan siendo bellos, como los de una mujer hermosa y fuerte. Los capiteles apoyan en la tierra su encaje corintio de hojas de acanto, los fustes han rodado hasta encontrar un muro carcomido que los detuviese. Ellos hablan de lo que fue el cuerpo hace dos mil años, cuando aún no corría la sangre verde del musgo por las resquebrajaduras. Quedan supervivientes, esbeltos testigos, como las cuatro columnas y el frontón de Dugga. Sobre la sal, una siembra.
En el Museo del Bardo saludó a los visitantes la mejor colección de mosaicos romanos del mundo. Desde un ángulo les observaban los ojos melancólicos del poeta de Mantua, y reconocieron conmovidos al Virgilio y las musas de todos sus libros de arte. El recinto era inmenso: escenas de caza, mar, mitológicas, en crema, ocre, rojo, negro. Rodeaba la sala un corro de estatuas que luego montaban guardia en los rincones, se disponían en filas por los pasillos. Ahí estaba el retrato por excelencia, emperadores y sabios con sus rictus, sus calvas y sus bocios. También máscaras, documentos, estelas, lápidas, tapices, instrumentos musicales; y las hechiceras joyas femeninas, la magia de las piedras preciosas, del metal trabajado y noble. El edificio, una villa a las afueras, albergó en tiempos una colección distinta, fue residencia de los sultanes hafsidas y de los beys muraditas y husseinitas. Sus dependencias fueron el harem.
Tras el Museo de El Bardo, recorren su vía lacrimarum, un camino regado de lágrimas, frías y con sabor a té inglesas, pesadas lágrimas alemanas, cuidadas lágrimas francesas, vehementes lágrimas españolas. Es el camino retorcido y múltiple que atraviesa los zocos, en la kashba. Ningún círculo de Dante puede compararse en intensidad de tormentos a esta peregrinación de turistas arruinadas, estudiantes que ya no se permiten el lujo de tomar el autobús y miran con nostalgia los helados, por la ruta a través de las mil cuevas de Alí Babá (con sus ladrones). Ni siquiera cabe el consuelo de precios exorbitantes porque la vida en Túnez es barata y lo que el zoco ofrece en Europa costaría el triple. O no se hallaría en sitio alguno, como esos trajes de ceremonia, falda larga y corpiño bordados con dorado y plata, ropas y telas que iluminan las tiendas y harían resplandecer a la mujer más insignificante. Hay también vestidos más sencillos, femeninos y sueltos, tan deseables como los de gala, velos blancos, antes de hilo, entonces la mayoría de nylon, camisas beduinas, de tela fuerte, cuello subido, pecho cubierto de apliques de colores naif, chales cruzados por cuatro hebras de plata, con flecos blancos hechos para acariciar unos hombros desnudos cuando, a la puesta del sol, la temperatura desciende bruscamente y se echa encima la humedad del mar. La plata es tan abundante que las mujeres del país la desprecian y no la usan apenas; sus joyas son de oro. Los escaparates de las viejas tiendas son un imán irresistible: pulseras, brazaletes, ajorcas, broches, en plata oscura y pesada o en plata blanca tallada tan fina como encaje, anillos con una frase, la mano de Fátima, dijes y fíbulas beduinos, aros macizos para muñecas y tobillos. Los chicos, que aguardan desesperados al otro lado del cristal, entran a sacar a sus compañeras de las joyerías y las arrastran gimiendo en tétrica procesión por las calles estrechas cuajadas de cosas maravillosas.
Souvenirs, souvenirs….Zapatillas de piel de camello, alfarería, juegos de café y té en metal tallado (el perfumador largo, de cuello esbelto, para el azahar, el pocillo con mango para preparar taza por taza el café turco), platos grabados, bolsos; tiendas que sus brocados iluminan por sí solos.
¡De qué manera rebosa vida Túnez a las diez de la mañana!. Desde su cuarto ve R. la corteza apretada de cúpulas-suaves, blancas como senos de mujeres-y techos enjalbegados; armazones y polleras de hierro rodeando edificios en construcción. En primer plano Bab el Khadra, la Puerta Verde, , aunque reconstruida, oriental y antigua en todos sus ladrillos, entrada que fue a la ciudad. Hay un adorno geométrico y la piedra acaba dentada en almenas. Es asimétrica, a su lado se alza una sencilla y elegante torre semejante a las de las mezquitas. Torre y puerta, algo femenino en una y algo masculino en la otra, ambas unidas e independientes, la horizontal abierta al mundo y la vertical que, desligada como una plataforma de la oración y la vigilia, se eleva solitaria hacia el cielo. Luz blanca oprimida sobre la corteza de techos, cielo limpio, casas blancas, blancas, blancas, ventanas azules. Salpicados en el conjunto, los rectángulos rojos de las banderas, pues son días de fiesta nacional. Muchos de los estudiantes extranjeros quisieran quedarse porque, aun con su cara inevitable de defectos y miseria, es un país magnífico. El contacto con Francia lo ha europeizado lo suficiente para que no les resulte demasiado extraño, por otra parte conserva su encanto oriental. Nunca han visto gente tan hospitalaria como ésa; a los españoles les tienen simpatía, cuando revelan su nacionalidad en las tiendas, en los cafés, la gente se abre en sonrisas. Han oído que vivieron entre árabes mucho tiempo, que son una mezcla de éstos y de romanos y judíos, que la teoría de la superioridad y pureza de las razas les suena a idioma desconocido. Después, cuando empiezan a hablar, salen a flote cada dos por tres palabras comunes, idénticas o que apenas cambian una letra: jazmín, caldero, azafrán, seguro, adelfa, aceite.
Curiosamente, la reacción de la gente común y la de algunos sectores es, respecto a los becarios españoles, muy diversa. El director y algunos profesores del Instituto Bourguiba no disimulan su antipatía, menudean las trabas burocráticas y, además, en contraste con la generosidad espontánea, cuanto implica subvención oficial, como comida y transporte, es de una gran mezquindad. Anglosajones y franceses gozan de mayor consideración.
Los zocos parecen una copia de la España medieval de los gremios: La calle de los zapateros, la de los joyeros, la del cuero, la calle de los sastres. Series de pequeñas tiendas semejantes a habitaciones a las que se hubiera arrancado el tabique exterior, con hombres que cosen a máquina, cortan, miden. Van en camiseta y zaragüelles y charlan a la puerta mientras trabajan. Los visitantes no encuentran en el mercado la suciedad que esperaban sino vías perfectamente limpias, locales frescos oliendo a especias y a sombra, de losas recién fregadas y estantes con tarros de cristal, conservas, salazones, pimientos rojos y verdes, platos con salsas de la infinita variedad de picantes con que los indígenas se cauterizan la garganta. Sin embargo el panorama cambia en el zoco de los carniceros, por el que conviene pasar con la mayor rapidez. Tal vez las manos que espantan las moscas estén escrupulosamente limpias, es probable que la res haya sido sacrificada esa misma mañana, pero el olor de la carne y del pescado se mezclan y se condensan en la estrechez y la oscuridad. Un carnicero duerme tumbado todo a lo largo del mostrador. Otro mueve rítmicamente, sin gran convicción, la escobilla destinada a ahuyentar los insectos.
Un arco devuelve a los visitantes a la luz en la encrucijada de dos calles por las que corre encauzado el sol. Una lleva, entre comercios de cacharros y cafés sin mujeres, únicamente hombres que juegan a las cartas, hasta la mezquita de la Aceituna. Allí R. se sentará al pie de una columna hasta que viene el guardián a decirle que no puede quedarse así, pensando. La misión de un turista es pasearse y ver, no meditar. A la puerta recogerán sus zapatos. No se admite la entrada con las piernas desnudas, por lo que algunos caballeros han debido ponerse como una minifalda el pañuelo de sus esposas en torno a los muslos. Avanzan por el patio a pasos de geisha conteniendo, ellos y sus mujeres, la risa con la mano en la boca. En la puerta el vigilante de la moralidad los observa sonriendo irónicamente. Alguien protesta porque cree que R. ha encendido el cigarrillo cuando todavía estaba dentro del recinto. No es verdad.
Dejando el zoco atrás, se llega a una plaza arenosa, especie de Rastro más miserable y menos pintoresco que el madrileño, una fila de tenderetes sobre el suelo polvoriento. Los visitantes se acercan a oír a un charlatán; es un hombre de mediana edad que explica algo, con voz sonora y acompasada, por medio de láminas puestas a sus pies. Son historias del Corán, es un predicador. Hay otro corrillo seis pasos más allá en el que alguien habla: muy cerca del defensor de la fe otro orador se ríe de él, rebate sus argumentos, y es más fogoso, más activo que el creyente este ardiente predicador del ateísmo.
Beber rosas….Había el jazmín, el espeso café turco, los vasos helados de limonada pura en la que se mojaban trozos de bollo, té con piñones o menta mientras se fumaba la chibcha de un braserillo que pasaba por el grupo de parroquianos. Pariente quizás lejanísima del opio o la marihuana, producía una especie de borrachera tranquila y suave, un relajamiento general. A la viajera le gustaban los platos de la gastronomía diaria, el primero el general, el de resistencia, la gran fuente de sémola de trigo duro, con sus hortalizas bien dispuestas-rojas, verdes, anaranjadas, contra el blanco del cus-cus-, que la madre de familia repartía como golosinas, la poca carne, el tomate omnipresente, los pimientos cargados de fuego, el brik nutritivo y asequible, repleto de huevo y verdura. Tuvo también ocasión de odiar al villano culinario, al ser oscuro que, en marcadas ocasiones, impregnaba la casa con el aura revulsiva de su olor: la melujía, una hierba macerada y cocida durante horas en agua y aceite, reducida a un puré de negrura viscosa y sabor tan repugnante que toda la cortesía del mundo no impidió a los invitados europeos escupirla.
Un día les ofrecieron rosas. Se trataba de una bebida fresca, transparente, carmesí, hecha con las flores estrujadas cuyo aceite oloroso se mezclaba con azúcar y agua.
Los visitantes observan y absorben con la completa permeabilidad del papel poroso, pero también con la premura de hallar moldes semejantes en el abanico de experiencias que ya poseen. El bilingüismo parece general, como la atracción y la diferencia respecto a Francia. Es alentador ver andar a las mujeres, aparentemente libres, de un lado a otro, solas o acompañadas de una camada de niños morenos que apenas se llevan el tiempo justo entre sí. Van ellas envueltas de la cabeza hasta media pierna en un velo blanco, se tapan una pequeña parte del rostro, boca y barbilla, sujetándoselo con la mano o con los dientes. Debajo se visten a la europea. No se maquillan excepto el contorno de ojos, magníficos, con el negro polvo de khol; las solteras jamás usan lápiz de labios. La vieja ola se cubre además toda la cara con un tul negro, más fino en la parte de arriba para permitir la visión, compacto y espeso de la nariz a la garganta, que produce, enmarcado por el blanco, un horrendo aspecto fantasmal. La ola novísima ha dejado los velos en casa, las muchachas taconean y lucen sus vestidos de amplio escote. Al parecer en los últimos diez años se ha producido en los países árabes el extraordinario acontecimiento de que las mujeres puedan salir a la calle y hablar con los hombres, pero la relativa libertad no significa ni mucho menos que su situación sea ideal; todavía a algunas las casan como antaño. Hasta hacía no mucho tiempo la norma era, a partir de la pubertad, a los doce años, apartarlas del exterior y confinarlas en la casa. Alguien oía hablar de la muchacha, y de su dote, iba a ver al padre y venía a decirle: “Sé que tienes una hija que me conviene. ¿Cuánto quieres por ella?. Me comprometo a mantenerla y darte nietos.”. Si al padre le parecía bien, comenzaban a discutirse los detalles específicos, las cualidades de la mercancía, los brazaletes de oro, los de plata, los pendientes, las piezas de tela. Completado el balance del ajuar, se dispone la ceremonia. Ella puede tener trece o catorce años y, preparada únicamente para ese fin, con la facilidad nacida del hábito cree amar a ese hombre que es el primero y único que va a tratar de cerca durante su vida. Antiguamente no conocían al marido hasta el día de su boda, años más tarde se permitió que se vieran a veces en casa de sus futuros suegros, en los años sesenta hay parejas de novios por las calles. Sin embargo las hembras siguen estando en Túnez bien sujetas y, aunque su cuerpo se desarrolle con gran rapidez, todavía habrá muchísimas niñas que parirán otros niños. El Presidente Bourguiba, además de la poligamia, abolió los divorcios pedidos sin causa justificada (aunque él rompió la norma) y se exige el mutuo acuerdo, la mujer tunecina tiene igualdad de derechos ante la ley, puede votar, seguir unos estudios.
Los viajeros desean intensamente comprender. Charlan con jóvenes preocupados por el aggiornamento religioso. Hay un nuevo islam por lo visto. Alá es Dios. No hay más Dios que Alá y Mahoma es su Profeta. El credo básico es esencialmente de fe. Paralelo al esfuerzo de la Iglesia Católica por ponerse al día para no perecer parece el del islamismo, y por el mismo motivo, con la diferencia de que en el catolicismo son los padres de la Iglesia los que se reúnen para dictaminar los dogmas necesarios para la salvación, mientras que entre los mahometanos son los eruditos, los sabios que han meditado largo tiempo sobre el Corán y los tiempos modernos, los encargados de renovar su religión de acuerdo con la época. El grupo de españoles acostumbrado a la imagen que en la infancia les pintaran de crueles partidarios de guerras santas, fanáticos, retrógrados y exterminadores, se sorprende cuando el joven intelectual musulmán con el que conversan largo rato les presenta la versión fresca, flexible y renovada de su credo religioso. Hay cinco puntos: Decir con fe “Yo creo en Dios y en Mahoma su Profeta” es el primero y fundamental, con el que, por sí solo, es posible salvarse pero pasando por el Purgatorio. Se debe orar cinco veces al día, cumplir el ayuno del Ramadán, que consiste en no comer ni beber durante ese mes de la salida a la puesta del sol, hacer, si es posible, una vez en la vida el viaje a la Meca, y dar, si se puede, el diez por ciento de las ganancias anuales. El creyente que pecó, robó, mintió, podrá, tras una purificación, ir al Paraíso; si descuidó las plegarias y el ayuno, también purgará sus faltas, pero la fe siempre salva. El infierno sería mucho más angosto que el cristiano, a la Gehenna irán sólo los ateos y los adoradores de ídolos; ni cristianos, ni judíos ni pecador alguno merece una eternidad de sufrimiento. En esto-dice el joven-aventajamos al catolicismo. E incluso así, a muchos sabios se les hace cuesta arriba creer en una interminable pena para el hombre al que una serie de razones ha llevado a no creer en Dios. De hecho, la mayoría desechan la expresión “eternidad” del castigo lo mismo que se rechazaría la de rencor de Dios. Muchos de ellos se ven asaltados, en este proceso, por problemas morales y grandes dudas. Su interlocutor les cuenta que uno de sus profesores, hablando del Infierno eterno para los ateos, les aseguraba: Si Marx no entra en el cielo, tampoco querré entrar yo.
En el mundo árabe se estaría operando una revolución por ponerse al día y adaptarse a las exigencias del momento. En Túnez el Presidente había comenzado a compaginar el cumplimiento de los ritos con las necesidades el país, pese a la oposición de sus fanáticos vecinos Argelia y Egipto. La precaria economía tunecina no podía permitirse una paralización del país durante el Ramadán, ni los gastos extraordinarios derivados de éste. La voluntad primera de Dios es que el país y sus habitantes tengan lo necesario, por lo que había que modificar el cumplimiento del periodo de ayuno. Otro ejemplo es la Fiesta del Cordero, basada en una tradición, el sacrificio de Isaac, bien conocida por musulmanes, cristianos y judíos, puesto que los libros sagrados del Pentateuco son los mismos. Hacia marzo, cada familia compra, sacrifica y come un animal, con cuya sangre se pinta la puerta. Los visitantes se imaginan la escena, el líquido rojo corriendo por las calles mal empedradas, y esperan que la versión tunecina tenga un aire más civilizado.
Siempre en aras de la adaptación a los nuevos tiempos y a las necesidades prioritarias del desarrollo, les explican que el gasto nacional no soporta semejantes dispendios por muy tradicionales que sean. Por las mismas razones se procura controlar severamente la salida de divisas. En la peregrinación a la Meca se invierte una séptima parte del capital total anual del país, cuyo presupuesto no da para tales lujos; hay en el interior pueblos miserables, una agricultura entera por desarrollar, y por encima de todo se precisa industria, puesto que su carestía les obliga a importar a altos precios hasta los artículos más nimios manufacturados. De ahí la abismal diferencia entre la relativa baratura de alimentación y alojamiento y el elevado coste de los demás bienes de consumo. Esto lleva al imperativo de ahorro e inversiones al que hay que adaptar tradiciones y ritos.
El panorama que describe el representante de la nueva ola islámica parece en extremo razonable, aunque el enfoque, por su misma naturaleza, dedica poco o ningún espacio al Estado laico, la trama plural de partidos y la activa igualdad de la mujer. Su tolerancia es la del que considera cuanto escapa a su esquema mal menor, quizás soslayable o eliminable en el futuro. La Guerra Santa, dice, no es tal: Según el Corán, Dios ordenó a Mahoma que convenciera por todos los medios a los descreídos de que su religión era la verdadera, pero esto no iba contra cristianos ni judíos, puesto que ambos aceptaban, con variantes, el Antiguo Testamento. No podía atacarse a los que creían en Cristo, el Jesús que para los musulmanes es uno de los profetas mayores, el cual, como Moisés y Noé, preparó la venida de Mahoma. Admiten que Cristo nació de una virgen, pero no que resucitara, sino que Dios le arrebató, antes de morir, poniendo a otro en su lugar. En el Corán se dice que los musulmanes no deben atacar los primeros, aunque luego prometa una y mil veces el Paraíso a los muertos en la lucha. La guerra santa iba dirigida contra los politeístas y los adoradores de estatuas y piedras, lo que explica la repugnancia ante la imaginería católica.
Naturalmente la sola frase Cristo, Hijo de Dios, la idea de una familia divina que rompa la unidad indivisible, alta, admirable e imposible de representar que es el Dios en el que todos los adjetivos se ennoblecen (El Grande, El Bueno, El Misericordioso, El Sabio), la simple alusión a una Trinidad les repugna. Su desprecio, soberano, hacia las imágenes cristianas no puede ser mayor. Huyendo precisamente de la representación de lo irrepresentable (al ser Dios espíritu, ¿no es mentira y sacrilegio darle una forma caprichosa?), se han volcado en la geometría, en las estilizadas letras árabes, quizás la más bella escritura que la Historia ha conocido, las estrellas, los círculos, las líneas quebradas, la poesía lírica exacta y bien medida que es un trozo de pared labrada, el encaje matemático que encierra el espacio, siempre lo más lejos posible de las formas vivas.
Este nuevo islamismo de los años sesenta sólo es, visiblemente, una parte del tejido social del adolescente-por la edad media de su población tanto o más que por la fecha de plena autonomía-país. Rida, que ha estudiado en un liceo francés, y sus amigos no parecen dedicar atención a los problemas religiosos y su comportamiento es de clara voluntad laica. En política, las opiniones son diversas y en el ambiente no reina el temor a la expresión censurada. A la pregunta ¿qué hicieron los franceses? responden que construyeron casas, industrias, iglesias y escuelas, en gran parte para su propio uso. Sí, había becas, pero éstas, como los puestos en la Administración, eran de muy difícil acceso para los tunecinos durante la época colonial. Luego vino la guerra, con mártires de la independencia (muestran a los visitantes los nombres de algunas calles, como Habib Thameur, que recuerdan a asesinados por su militancia). Pero el trabajo esencial se hizo en Francia misma, por abogados tunecinos. Es el caso del Presidente, al que consideran necesario como político. Se trata además de un héroe de guerra y un hombre inteligente. Hay algo en él que ha desagradado al pueblo: su divorcio, tras veinte años de matrimonio, de su mujer francesa, que había combatido con él por la independencia, para casarse con su esposa actual. Muchos no se lo han perdonado. La primera vive sola y el hijo que dio a Burguiba es primer ministro. El pueblo no ama a la segunda familia del Presidente.
En los retratos oficiales se advierte que la actual esposa es aproximadamente de la misma edad que la repudiada, lo que para los jóvenes becarios hace pensar más en intereses que en una pasión irresistible. El rostro presidencial campea en comercios, cafés, tiendas de comestibles, escaparates de tejidos. No hay local que deje de contener un retrato o más de ese hombre de innegable personalidad, ojos claros, pelo blanco, la sonrisa deslumbradora de los jefes de Estado. También hay otro tipo de fotografía, de pie, envarado, con una mano en la mesa de despacho, cargado de bandas y medallas, serio y un poco verdoso. Luego otra sonriendo, sentado en su coche durante una fiesta, con un gran ramillete especial de jazmín en la mano, junto a su esposa en fotografías de matrimonio, y por último su rostro en el cuerpo de un dibujo con traje de minero, mecánico o campesino.
Tras el ser real, el héroe, el pacifista declarado, el estratega inteligente y el político popular existe una numerosa camarilla que sostiene y promociona al icono y a su culto, el de la personalidad. Él se deja llevar en un empachoso torbellino de retratos, sonrisas, bustos, estatuas, topónimos. Hay un ritmo paralelo común a los países orientales en esta forma de totalitarismo en política y en religión. En ambos terrenos Túnez es una moderada excepción sin embargo, un Estado árabe cuyo Jefe no se confiesa musulmán. Con todo, el día de su cumpleaños, en agosto, es más festivo que el aniversario de la República. Hay recepción en Monastir y los periodistas fotografían la cuna del Primer Hombre de Túnez. El país, aunque con una historia que no tiene que envidiar en antigüedad y abundancia a la de los europeos, como políticamente autónomo es aún muy joven. El Presidente, cuyos familiares ocupan todos los puestos en el Gobierno, es reelegible, ha de someterse a las votaciones, pero no existe un verdadero partido de la oposición. El Primer Ministro, un hombre muy culto, es el único en oponerse a veces a su padre. Cuando éste desaparezca se cree que su línea política continuará con pocas variaciones. El nepotismo parece una variedad casi endémica de los que poseen el poder.
No se respira, sin embargo, un ambiente de opresión, temores y silencios. Se adivina cierta pretensión de absolutismo ilustrado, de paternalismo provisional. El Presidente lo mismo trata una cuestión de fronteras, salarios o cooperativas que lanza un discurso contra las minifaldas y la tendencia de la flor y nata de la sociedad tunecina a imitar, corregida y aumentada, la moda de París; o exhorta a los hombres a casarse, sobre todo si han cumplido ya los treinta años, con muchachas del país, dado el crecido número de solteras, o considera que debe intervenir en un problema de divorcio que ha alcanzado transcendencia pública. Su trabajo diplomático fue excelente y refleja al jurista. Burguiba demostró una prudencia maestra en el mantenimiento de relaciones plenamente amistosas con Francia, virtud, junto con el pacifismo, indispensable en un país pequeño rodeado de vecinos ambiciosos-Argelia, Libia, Egipto-. Se halla enemistado con el jefe del Gobierno egipcio respecto a la cuestión palestina y mantiene una posición en contra del reconocimiento de Israel, pero es difícil imaginarlo comprometiéndose en acciones militares; resulta más probable que intente marcar distancias respecto a esa Madre obligatoria, la Umma, la comunidad musulmana, que la geografía le ha impuesto. Habib Burguiba ha tenido la personalidad y los méritos que se necesitaban, aunque por un tiempo forzosamente limitado.
Parece ser que éste es el país árabe que mejores relaciones mantiene con los judíos. En la calle principal, la Avenida de París, ahora de la Libertad, los visitantes han visto multitud de comercios hebreos, muchas carnicerías con los signos de casher y una de las mejores sinagogas, grande, blanca, con la estrella de David y los duros caracteres esculpidos. Entran un día a los oficios. Es amplia, maciza, en un pequeño cuarto al fondo, a la izquierda, tras una cortina cuelgan de las paredes pesadas lámparas portátiles de plata, candelabros y lápidas pequeñas recuerdan a los miembros de la comunidad fallecidos. En una mesa están los libros. Durante el oficio todos repiten y cantan los versículos señalados, leen, acompañando y respondiendo al oficiante, y efectúan los movimientos rituales. Los hombres deben llevar cubierta la coronilla con un gorro redondo minúsculo. Al final llega el momento solemne en que se abren las puertas del Sancta Sanctorum y ocurre algo que parece a los extranjeros extraordinariamente curioso: se subasta entre los asistentes el honor de pasear el Arca sobre sus hombros. Antes les habían contado anécdotas sobre la avaricia hebrea y se dicen ¡Judíos tenían que ser!, pero después recuerdan que en algunos pueblos de España se puja por el privilegio de sacar en andas a la Virgen.
Mientras se consuma la parte más solemne del culto, las mujeres comienzan a gritar todas a una, un sonido agudo y vibrante. A la salida se pasa la mano por la estrella de David grabada en el muro, junto a la puerta. Los jóvenes tienen la misma impaciencia por verse fuera y empezar a hablar, la gente el mismo aburrimiento, que en los oficios religiosos (sermón, misa, oración) de todas las partes del mundo.
La gran mezquita de Kairuán estaba llena de pájaros, de golondrinas. Andando sobre las alfombras de enea era fácil darse cuenta de cómo se puede vivir horas y años sentado entre esas columnas, sumergido en el mundo sin tiempo de los árabes. Sobre el mihrab restaurado está el nuevo. Hay un rincón separado por tabiques de madera donde hacía sus plegarias, aislado, el califa asesino. Existían dos columnas con un estrecho espacio entre ellas; quien pasara por allí se decía que iba al Paraíso. Se ordenó tapiarlo tras el último percance ocurrido a una voluminosa turista que casi logró el feliz tránsito dejándose la piel.
Es la mezquita más antigua, con olor a polvo, a caballos y a conquista, anterior a la invasión de España, vieja como el pueblo de Kairuán, restaurada más tarde, vuelta modernamente a restaurar. Entre los capiteles corintios y romanos pasan volando los pájaros a ras del techo. Las esterillas refrescan las plantas de los pies descalzos. Estar una hora, una tarde, sentado al pie de una de las columnas de la Gran Mezquita, a oscuras, en la corriente de aire, oyendo de vez en cuando piar sobre las cabezas, mientras fuera el patio se abrasa al sol…Rezar si se quiere al dios de todos, o pensar en lo que se ama, o recordar, o permitirse el lujo de no pensar en nada. Tal vez ahí sea posible. A la entrada hay una tinaja de barro con agua y un cuenco para sacar y beberla.
Están limpiando las losas en el mausoleo a un compañero del Profeta; empujadas por las mangueras, llegan hasta los pies olas bajas llenas de polvo. No se permite a los extranjeros ni siquiera pisar las esterillas puestas ante la puerta de la habitación del santuario. Se ven a distancia los dibujos, tapices, inscripciones, y en el centro el catafalco con una tela bordada en plata como el manto de una Virgen española. En un rincón, un viejo hermoso, delgado, con la cabeza envuelta en un turbante blanco, musita sin cesar y sorbe agua de un cacharro.
El anfiteatro del Djem, desde la distancia, clavado frente a la mezquita lejana en un desafío de kilómetros, centra los caminos de la desierta llanura. Monumento civil, mausoleo a la voluntad y a las artes de ingeniería romanas. Hay algo en él que marca con su cuño a la extranjera que lo divisa porque remueve una certidumbre de pertenencia ahogada por la embriaguez de descubrimiento y aromas, porque algo se identifica en ella con ese orgullo que no recurre a dios alguno. Es Europa y es Roma, es solidez y lógica. Las incursiones místicas de R. son extremadamente breves y están, incluso ellas, marcadas por la exploración y regidas por la evidencia. La Gran Mezquita en medio del desierto era un baluarte al exclusivismo de una fe. El anfiteatro es murallas abiertas a la tierra de los hombres, un edificio elevado para hacer más placentera la existencia de todos los días.
En Hergla, junto al mar, se fabrican alfombras de esparto fresco, cuyo perfume se suma, en el aire, al de la limonada, el café y el jazmín. Mientras al otro lado de una tapia se sucede la uniforme eternidad del mar, ante a los viajeros se extienden centenares de esteras redondas como bollos o tortitas, con su agujero en el centro. Los largos tallos se mojan para darles flexibilidad, después se tejen. El esparto verde se seca al sol y sobre el suelo del patio se va poniendo amarillo. El recibimiento-los estudiantes van en una excursión en grupo-es en extremo cordial. Se les explica por el responsable el funcionamiento de la cooperativa, el reparto de gastos, tareas y beneficios, el encargado les enseña la fábrica, un señor de grave bigote negro teje y le regala, una pequeña alfombrilla, el dueño del café les explica el secreto de la exquisita infusión que les ofrece y les muestra el diploma que honra su establecimiento.
El grupo de becarios remonta la costa. El sol arranca chispas al verde de los árboles y al de las olas vecinas. La zona parece extraordinariamente feraz, un suelo lleno de sembrados separados por vallas de chumberas. Acantilados, agua más transparente que el aire, apenas azul, en la que se puede contar, desde la carretera, el ir y venir de los peces. Cap Bon posee los atributos del paraíso. En un recodo, una pequeña floración de cúpulas blancas: Korbus. Kelibia: arena finísima, rocas y el mar más translúcido que pueda imaginarse. Nabeul: rico en alfarería; y la hermosa Hammamet.
El camino hacia las ruinas de Utica es una Castilla, kilómetros de llanuras y lomas que anulan el tiempo y el espacio y sobrecogen con sus planos lisos, inacabables. Trozos de sembrado que, por el contrario, dejan sabor de ternura porque recuerdan al hombre, limitados, trabajados, ubicados en ese infinito horizontal y amarillo. Ruinas romanas y tumbas en Utica. Espléndidos restos de mosaicos con dibujos perfectos en gamas de gris oscuro, blanco, amarillo, rosa. Se están destruyendo por momentos sin ninguna protección, las teselas pisadas se van arrancando una a una. El pueblo, al lado, es miserable. Casas de barro como hornos con la puerta y una abertura para la ventilación. En los alrededores encuentran salpicados grupos de jaimas y rebaños de ovejas. Los visitantes no han caído bien. El perro blanquecino, con cara de resentido social, les ladra. Una gallina loca pretende atacarles. Un español intenta fotografiar a una beduina que viene por el camino. Ella se agacha y coge una piedra; el gesto es suficientemente expresivo, está en su derecho, no son animales de zoo. La vida es dura; aquí no hay sitio para pétalos de flores, sonrisas y gestos hospitalarios, no han lugar los regalos de bienvenida, como en la cooperativa de Hergla; se han agostado, con el viento reseco y la fatiga, dulzuras y suavidades. Parece, incluso, imposible que lleguen, hasta estos pueblos del interior, atardeceres violeta, amaneceres rosa. Cuanto ocurre arriba sólo podría ser reflejo inmisericorde de la piedra rocosa o desmenuzada a la que abajo se aferran los que malviven.
Un fallo en el socialismo de Burguiba, comentan los becarios según se van alejando, y, callados, piensan en su confortable residencia de la capital, en que les llevan de excursión a playas idílicas y ricos pueblos de pescadores, y se preguntan si las aldeas como aquélla estarían aún peor con los franceses.
Bizerta les resulta algo insípida. Preguntan por el cementerio inglés de la II Guerra Mundial; se encuentra demasiado lejos. Visitan el viejo puerto y matan el tiempo viendo en el jardín de la playa a un corro de niños que, dirigidos por otro muchacho mayor, cantan, o pasean en fila, de dos en dos, cogidos de la mano.
Las mujeres de Bizerta son un macabro espectáculo. La costumbre ha sido salvaje y las ha cubierto totalmente. Llevan echado sobre la cabeza, tapando toda la cara hasta el cuello, un pañuelo de gasa negro. Las más atrevidas se hacen dos agujeros para los ojos y las recatadas otean a través del velo. Sobre ese trapo extienden, como las demás, el tradicional manto blanco. Son fantasmas, sus rostros velados tienen algo espeluznante, recuerdan a las historias de leprosos, esas pobres caras escondidas tras el sudario.
La Marsa de la muerte.
Desde la playa, a la vuelta, antes de ponerse el sol, aún con el pelo húmedo y los músculos cansados de nadar, el amigo tunecino de R. la lleva un momento al pequeño cementerio de La Marsa, sobre un promontorio.
No está más lejos de las olas que un bañista rezagado. Han dejado atrás el gozo del mar para ir a ese recinto silencioso. Y ella, que jamás ha entrado de grado en los cementerios de su patria, se encuentra bien en éste. Aquéllos la amedrentaban con sus ángeles de piedra, alas abiertas, manos juntas. Los mausoleos, las construcciones grandes y pesadas que se alzan varios metros sobre el suelo, los orantes, la llenaban de tristeza y miedo. Ése es un lugar agradable, lo define una frase que su amigo y ella han repetido a partir de entonces: Una sola piedra y un poco de agua para los pájaros. Cruzan entre tumbas sencillas, una lápida, lo más dos con los datos del difunto, algunas talladas en un bello trabajo geométrico. No hay flores; se marchitan y su perfume se acaba; pero queda una última forma de hospitalidad más allá de la muerte para unos seres humildes: En muchas de las tumbas hay un hueco destinado a contener algo de agua para los pájaros. Nada más. La tapia levanta poco del suelo y en la otra parte delimita el cementerio un terraplén bajo el cual se abre la costa y llegan los gritos de los bañistas. Toda una eternidad descansando cara al mar, bañado por el sol, una simple piedra, nada más. Ella quisiera morir en ese lugar. Es cierto que, a fin de cuentas, bajo la delgada capa de tierra cubierta de musgo están, como en los cementerios cristianos, la fealdad y el horror de la muerte, la carne descompuesta, los huesos gelatinosos, pero aquí no es tan horrible, el disfraz es más sencillo y el amargo camino de vuelta al polvo puede recorrerse con más tranquilidad.
A los lados hay árboles, uno de ellos cubre a medias una losa y las flores amarillas caen lentamente sobre las letras grabadas.
Entran en el patio de la vivienda de los guardianes del cementerio porque tienen sed. Es un matrimonio de ochenta y tantos años. La vieja se moviliza trabajosamente hacia un cántaro, tiene el cuerpo torcido como un árbol y camina agarrándose a las tumbas, ya muy cerca de ellas. Dice palabras en árabe. No se queja. Cuenta algo sobre tres enterramientos: Un accidente. Les muestra el cántaro y una vasija redonda de las tan usadas en el país. Nada da tal sensación de limpieza como un recipiente de barro conteniendo agua fresca. La saca y se la da. Al coger el cacharro los jóvenes ven que ha caído en él una flor de jazmín que flota boca abajo sobre la superficie como una estrella abierta, los cinco pétalos blancos extendidos. Ella bebe primero. Su amigo árabe después. El jazmín se balancea cerca de sus ojos en el líquido perfectamente claro.
El matrimonio los despide sentados en los escalones de la puerta, delgados, renegridos, enormemente viejos. El sol, que aún no se ha acercado a la línea del horizonte, brilla con toda su fuerza planeando sobre el cementerio de La Marsa.
La Marsa de la vida.
El país celebra el aniversario de la República. Por la noche se encienden hileras de bombillas con los colores nacionales: rojo y blanco. El famoso café de Saf-Saf está completamente lleno. Es un vasto recinto, una casa entera con su patio, espejos en los rincones donde las parroquianas se miran al pasar, el suelo mojado y un camello en el centro. La gente, aquí y en otras latitudes, en el fondo es siempre igual, y más los domingos: Los padres de familia cazan mesas, las mujeres se sientan y dejan caer el velo sobre los hombros, los camareros piden paso con bandejas llenas de refrescos, café y té con piñones; los vendedores de jazmín sortean las mesas cargados de collares y paquetes formados por hojas grandes mojadas y cerradas por una aguja de junco que contienen los ramilletes de las flores. Todos hablan, y fuerte. Los niños se suben al respaldo de las sillas y andan a gatas debajo de las mesas. Los padres cruzan las piernas desnudas, con la yuba, la chilaba de tela fina blanca, recogida sobre las rodillas, y beben despacio quitándose de vez en cuando el jazmín de la oreja para olerlo. Las parejas de novios son también similares a las de cualquier lugar. Al guirigay festivo se une la noria, que chirría al girar. En torno a ella saca agua un camello, la gran mascota del Saf-Saf. Los días de diario el animal tiene color normal, especie de naranja polvoriento, pero el camello de los domingos es blanco; cabe que sea el de siempre bien lavado, aunque los visitantes no lo creen: se le ve más fino, más esbelto, aristocrático y orgulloso de su blancura. Con las orejeras puestas, da vueltas imperturbable. Cuando acaba de pasar se acerca uno a la noria y bebe el agua que continuamente va sacando, luego esquiva al camello y vuelve. En espera de un espectáculo en la plaza mayor que finalmente no llega, los visitantes y sus amigos comen cascrut, el bocadillo de tomate, pescado, zanahoria, pepinillo, salsa, los inevitables pimientos y el picante fatal. Los puestos de casse–croûtes (escrito en francés) se alinean en la acera.
Antes de ir a La Marsa el pequeño grupo hispano-tunecino ha estado en Sidi Bou Said, cuyo café es el preferido de su corazón. El paisaje es inmejorable, el más famoso de las cercanías de la capital. Las calles del pueblo son muy empinadas y todas las viviendas están pintadas de blanco y azul. Según se sube hay tiendas de recuerdos, puestos de fritura y pequeñas boutiques con fantasías orientales y europeas. La población es snob por excelencia: adolescentes de ambos sexos vestidos con todos los colores y formas de la extravagancia, residentes exquisitos, veraneantes que, desde la pina cuesta de las calles, parecen mirar al resto con desdén. Aunque dan al lugar cierto colorido también dejan en los observadores un sabor artificial, de cosa desligada de la vida y estéril. Sin embargo la atmósfera del Café Moro, donde van siempre, es invariablemente grata y ellos paladean cada detalle junto con la infusión hecha en una cocina de ladrillos. El interior es agradable y fresco, como si se estuviera en la panza de una tinaja. Hay paredes encaladas que la sombra hace grises, ventanas enrejadas y a través de ellas, abajo, se ve la multitud que alfombra la escalinata, arriba el cielo teñido en el rosa de los atardeceres inolvidables de Túnez, con una luna pálida y redonda, al fondo el mar, la línea del horizonte que comienza a perder nitidez, palmeras, pinos, olivos, acantilados de tierra roja típicos de esa zona.
En el Café Moro la gente se sienta sobre plataformas cubiertas con esteras de paja. Antes de subir se quitan los zapatos y luego todo es tenderse en una indolencia perfecta, acercar de vez en cuando la taza a los labios, hablar bajo con el vecino, guardar silencio. Para beber agua se va hasta un cántaro con una espita. Es buena y fría. Hay jaulas con canarios suspendidas sobre sus cabezas. Hasta aquí no entran los vendedores de jazmín.
La vuelta de Sidi Bou Said a La Marsa, ya de noche, la han hecho a pie. Túnez es pequeño y sus poblaciones, sobre todo en las cercanías de la capital, siguiendo la línea de la costa, se tocan unas a otras. Solamente hay dos kilómetros cuesta abajo, con una temperatura ideal, aire suave, fresco sin llegar a frío. Pocas cosas tan inolvidables como aquel camino. La cinta negra de la carretera, el cielo mediterráneo pleno de estrellas. Andaban por una pasarela sobre el infinito. Las cosas cercanas en esa oscuridad apenas eran; a los lados, filas lejanas de luces y el mar amplio abrazándolo, un mar que no era real, mucho menos real que el cielo, un trozo de Caos olvidado desde antes de hacerse el mundo, la línea del horizonte alzándose muy alta a la derecha de los caminantes, una porción de eternidad. El cielo estrellado existía, el camino más o menos existía bajo sus pies, los árboles eran recuerdos de algo conocido; pero esa cosa gris que llenaba hasta la mitad el panorama era extraña, inmensa y sin forma.
Allá abajo, al final de la cuesta, apareció La Marsa con su puerto, iluminado y en fiestas, en difícil equilibrio sobre la masa de sombra, metida a pico en el mar.
Acaba la cuesta, hay chalets, comienza el pueblo, la gente grita; se desemboca en la plaza mayor, frente al Café de Saf-Saf.
Para la posteridad, a su regreso a la residencia R. glosa la paella que otra española y ella han ofrecido a la familia tunecina con la que han hecho amistad. Es la primera que han cocinado en su vida y se ha elaborado en condiciones extrañas. La primera parte se hizo por simple y milagrosa intuición. Solucionado el transcendental problema del refrito, distribuida la sal y el colorante, llegó el momento cumbre de echar a puñados el arroz sobre el caldo que hervía en una fuente de metal fregada con tierra y colocada en el patio sobre una hoguera improvisada con piedras y leña. ¡Oh, milagro, sabía bien!.
Las rodeaba la familia-doce hijos-, niños innumerables, abuelos, vecinos, jardinero y simpatizantes. Vestidas con largas ropas que les habían dejado para no mancharse, daban vueltas como sacerdotisas en torno al fuego sagrado distribuyendo cazos de agua, pescado, guisantes, atún de lata. El arroz se doraba como un sueco en la playa, el humo hacía llorar a catadores y oficiantes. La toma de Constantinopla, el desembarco de Normandía, el descubrimiento de América no podían compararse con aquella gesta: la paella primeriza, para veintidós personas, cocinada en el suelo del patio y en una bandeja. Allí estaba, en su punto, un trozo de España sobre el suelo tunecino, una excepción en su geografía, efímera pero bella, el arroz, antes blanco y anémico, había tomado color gracias al empleo de todo el azafrán de la casa, los guisantes formaban un filtiré verde, las rajas de pescado sonreían entremedias. Si hubiesen encontrado los ingredientes restantes, ¿qué maravilla no hubiera resultado?.
Se limpiaron las lágrimas, el tizne y el delantal y llevaron su obra a la mesa. Esperaron a que la probaran como una madre al primer hijo. Había salido bien, imposible saber cómo pero había salido bien. Los comensales repitieron. El corazón de las becarias se llenó de gozo al verles meter la cuchara en la paella. Era tan decorativa sobre la mesa como un ramo de flores. Esperaban, después de que el padre se sirvió el segundo plato, una petición de mano en regla del tipo ¿Quieres hacerme paella toda la vida?, romántico y oriental.
Ma’ Salama. Adiós.
La despedida fue como el jazmín, que, marchito, tiene un olor triste. Última peregrinación por las playas, los escalones de Sidi Bou Said, el Café Moro, las luces que comenzaban a encenderse y colgaban, en la distancia, como perlas. Una franja de ocaso rojo bordeaba las montañas, al frente se extendía el campo, a izquierda y derecha de la ruta el añil del mar, el cielo en dos colores, casas blancas teñidas sus paredes de lila y gris, cada cual con su luz azulada titilando, un primer plano de árboles y chumberas verde espeso. No, no podía ser; era demasiado aquel regalo de despedida, era casi belleza pura.
Después estuvieron largo tiempo mirando transparentarse cada vez más estrellas, en una playa salvaje, rocosa y magnífica. Alguien paseó desde la cima del acantilado una linterna sobre las seis figuras inmóviles tendidas, no como el curioso esperaba una sobre otra, sino una junto a otra, en la arena; luego se fue. Siguieron cara al cielo, oyendo, y como viendo al oírlo, el mar. A continuación La Marsa, siempre alegre, con su Café de Saf-Saf, ese día cerrado porque había sesión de maluf. Las cosas tenían el sabor de las últimas cosas. Y ellos se despedían pidiendo volver.
Diásporas
Primera diáspora
París, 1968-69
La sangre ha goteado durante la noche, traspasado el colchón y formado un charco bajo la cama. Hace tanto frío en París que la nariz le sangra, un mal crónico al que nutren la ropa inadecuada y la falta de dinero para comprarse unas botas. R. siempre duerme boca abajo, en la cama de muelles metálicos instalada en casa de la mujer que le alquila ese espacio del salón. Es la periferia de la Ciudad de la Luz, construcciones antiguas, pequeñas, obreras, con letrina en el exterior y algunas huerto, enlazadas con el corazón espléndido, clásico, de grandes edificios y avenidas impecables, por el metro de Mairie des Lilas.
Rida está al otro lado de varias estaciones, en la habitación donde se apiñan cinco tunecinos. Ellos dos viven su primer año en tierras extranjeras, en la Meca de la emigración para ambos.
El primer día después de su llegada, tras el viaje Madrid-París en auto-stop con una amiga a escondidas de los padres, para no inquietarlos, y la instalación como au pair en el hogar de una familia cuya sordidez iguala al intenso catolicismo que dicen profesar, R. sube las escaleras del metro de Opéra. Arriba, enmarcado por el espléndido edificio, sus estatuas y sus cúpulas, está Rida, con ojos llenos de amor y un abrigo gris que ha conseguido en una institución de caridad llamada Los Amigos del Hombre. Se abrazan y caminan por una ciudad cuyos refugios son el café caliente, sus fiestas un cuscus en el restaurante de Bebert, su sueño una cena con velas.
El mundo del subsuelo, en el que transcurre parte de los días, no corresponde a la altivez de los edificios, al trazado amplio de las avenidas y el encuentro solemne de las calles en plazas a veces rematadas por un monumento, un arco, una fuente. Bajo la línea de la superficie se extienden vagones y túneles en los que es frecuente ver ratas que pasean con tranquilidad de inquilino; mientras, los paneles publicitarios ofrecen variedades de queso y de toda clase de productos siempre recubiertos de un brillo de golosina, en manos de gentes de ojos voraces. Hay en cada parada y en cada salida a los andenes parejas que se besan y se separan, como dejan a sus novias los marineros para partir hacia distantes puertos. El espejo inverso de la ciudad subterránea es sombrío, usado y gris, se estira como un cuerpo con todos los atributos de la vejez, sus miembros acaban en lejanas estaciones que conviene evitar a últimas horas de la noche. Pero teniendo su cierre muy en cuenta, porque más allá del final del servicio la ciudad es otra, inalcanzable, surcada sólo por caros vehículos y blindada por la inmensidad y el frío.
Españoles y árabes confluyen, sin mezclarse, en la madre de todas las luces, en el nombre que para unos y para otros es sinónimo de puerta y de futuro. Los tunecinos han incorporado Parisi a sus canciones populares, y en baladas entre irónicas y nostálgicas narran su búsqueda en pos de la fortuna, de los ahorros que les permitirán comprar esposa y casa, del coche abarrotado de mercancías con el que se presentarán en el pueblo de origen. Los españoles ponen negocios, prosperan, adquieren restaurantes, talleres, apartamentos, mantienen durante años su fuerte acento y su francés escaso prendido sobre un español escaso igualmente en lectura y dominio lingüístico. Rida y R. bogan en una corriente marginal que no es la de los grandes ríos de unos y de otros ni sobrevuela la atractiva capa donde se cuece diariamente la cultura. Hace falta dinero para la bohemia, y los franceses son muy amigos del internacionalismo y los representantes de rincones exóticos, pero separan netamente la retórica y la bolsa. Para R., que avanza en el conocimiento de la vida no por premisas preelaboradas sino por experiencia directa y en quien de manera natural se fusionan las ideas y los actos, resulta fascinante esa dualidad tan conseguida, según la cual existe un yo ataviado con la audacia elegante del revolucionario pensamiento el cual se pliega cuidadosamente y guarda en el armario, para vestir luego, en el cálido cuarto de estar, el pijama rayado de la más estricta adhesión a la propiedad privada. La lancha en la que ellos dos bogan es solitaria, ni grupo ni partido ni obediencias ni sindicatos; tampoco religiones, que ninguno posee, ni otra meta que los estudios, un incierto futuro y cambios, vagos horizontes por venir en los que un seísmo alzará de las profundidades a toda la gente del metro y les proporcionará raciones tan justas como generosas de felicidad, comida, sol. R. prepara los exámenes finales de su licenciatura, huye de la piadosa familia y su vivienda lúgubre en cuanto encuentra un trabajo en la enseñanza, completa su pitanza con el trabajo por horas en un taller de velas en el que el patrón manosea el trasero de la más complaciente de las empleadas. Los colorantes se respiran, depositan en la garganta y tiñen durante el resto del día su pañuelo. La parafina pasa con gran rapidez del calor incandescente a la solidez opaca y el jefe no ahorra insultos a la torpeza de la española, torpeza que multiplica el desconocimiento del idioma. El francés primerizo de R. ha experimentado un curioso retroceso, se ha enquistado en un balbuceo defensivo, una cápsula hostil al país en el que se mueve. Tal vez también ella, dentro de unos años, señale con el dedo los productos del mercado y malpronuncie sus nombres, como ve que siguen haciendo españoles residentes desde antiguo.
La bolsa de trabajo universitaria le proporciona también algún que otro baby sitter que la situará bruscamente, como si hubiera subido por una pared vertical hasta cimas normalmente inalcanzables, en lugares suaves, perfectos, fríos, despectivos, en los que oye mencionar como Ces bêtes-là a los vecinos extranjeros del inmueble, gente de escasa limpieza que atrae parásitos. Piensa que esas bestias podrían ser Rida y ella. Tras algunas indicaciones sobre el piso, que a R. le parece enorme y, sobre todo, extraordinariamente ajeno, ellos se marchan, la pareja bien vestida, rubia ella, alta, con su marido y el amigo que luego llevará en el coche a la canguro a su domicilio, que ya es una buhardilla de Invalides. Una vez sola en la elegante vivienda, R. se encuentra con un bebé diminuto al que ignora cómo preparar el biberón (lo hace siguiendo instrucciones de alguien por teléfono) y respecto al que no experimenta ternura alguna, al que mira con la extraña frialdad, la distancia egocéntrica que sólo se halla a veces en los adolescentes.
La convivencia, en escasos metros cuadrados, con cuatro compatriotas ha disminuido un tanto el optimismo esencial de Rida, su certidumbre de que posee tantos amigos con los que puede contar como pelos en la cabeza. El número se ha ido, vagamente, reduciendo. El horizonte, indeciso, se limita a ganar de qué vivir de forma inmediata y a la constatación de que su novia, pese al desconocimiento inicial de la lengua, se va desenvolviendo, echa a andar desde otro punto de partida. Rida deambula de continuo, y en creciente progresión, entre la imagen de sí que ofrece al exterior, a R. y a sí mismo y la inexistencia de esfuerzos, proyectos y estudios reales. Entre él y sus cuatro compañeros de paredes y de lecho hay una notable diferencia de formación, de dominio del francés-que él redacta con maestría literaria-y de finura en el manejo de ideas que, sin embargo, se funden en la irrealidad del ensueño, la sencillez primigenia del supuesto rincón idílico, la felicidad debida y secuestrada por la vaga estirpe de los ricos. El todo bañado por la llama del grande y primer amor.
Los compañeros de piso son algo mayores que él. Farid es alto, rubio, con ojos azules, fornido, de gran éxito con las mujeres. Según Rida relata, suele contar minuciosamente a los cuitados oyentes sus hazañas y técnicas sexuales. Es, además, un muchacho de cierta seriedad y empaque, lo que no es el caso de los otros, como uno menudo y moreno al que apodan el Chino, que presume de novia francesa de larga melena negra y, cuando la presenta, resulta ser a ojos vistas una prostituta de baja categoría. Los problemas de Mashid resultan menos románticos: se trata de un tipo enorme y rudo que se ha visto obligado a acudir al médico por congestión de sus órganos genitales dado que, ni por situación ni por dinero, encuentra mujer para desahogo. Muy diferente de sus compañeros de cuarto, Khalid es fino de cuerpo y de mente, lo cual facilita las cosas cuando los cinco se tienden a dormir en el suelo exactamente como las sardinas en su lata. Khalid aspira a un brillante futuro en Túnez, semejante quizás a la carrera del abogado y luego Presidente Habib Burguiba. Por lo pronto se lanza cada día a la tarea equilibrista de saltar de los medios de audiencia y de posible influencia a la penuria más total.
A veces se presentan lejanos parientes a los que hay que atender pese a todo. De España a R. no le llega nada ni nadie excepto las cartas. La partida hacia Francia ha sido por decisión propia, por el deseo y la necesidad de otro aire, en el extranjero más cercano (aunque ella hubiera querido Londres, que se sitúa en un especial recoveco de sus querencias; pero es París, ha sucedido, entre la decisión y el acto, el verano con beca en Túnez, y luego la reunión con Rida, que a su vez buscaba salir. R. ni siquiera imagina que su familia, con dos empleos el padre y bien limitados recursos, debería enviarle nada, y les describe con alegre e impreciso optimismo su situación. Desde que enfiló la carretera, larga y lluviosa, que llevaría a una amiga y a ella hasta la capital de Francia, da por lógico y supuesto que nadie debe pagar por sus decisiones. Ellas dos llegaron en auto stop para más economía, habían planeado su primer contacto con tierras extranjeras por la vía, que parecía única, del servicio doméstico. La amiga se volvió a los dos meses. Llegó Rida, con una maleta vacía porque buena parte de su contenido era los libros utilizados en el Liceo Francés de Túnez, a los que atribuía, en el nuevo medio, propiedades inexistentes y que tiró a la cuneta. Se ha inscrito a algo por correspondencia, pero no estudia. Ella prepara las asignaturas de quinto de carrera, a cuyos exámenes se presentará en su facultad de Madrid, en mayo. Para ambos todo es horizonte, indefinido, lejano; nada existe entre ese territorio del presente arduo, ajeno y de paso y el país del futuro para el cual, por ahora, no tienen más bagaje que la libertad.
El calor, precioso, del café en las pequeñas tazas lo sustituyen a veces, pocas, por un té en los salones de la Gran Mezquita, donde reina la calma y las luces son tibias. El extremo opuesto se sitúa en las orlas de Montmartre, en su rosario de figones baratos con comida rápida semejante a la de Túnez. No frecuentan sin embargo círculo alguno. La distinta formación y carácter de Rida, y de ella, los colocan-a ambos y al parecer también a más tunecinos que conoce-en una zona que ciertamente no es la de los taciturnos, vagamente hostiles, grupos masculinos de los cafés del barrio árabe. Los rehúyen, pese al cuscús barato y al estrépito de una música que contrasta con la aspereza del ambiente. Es la sequedad de las zonas sin mujeres y del hambre, de ellas y de una soltura en el disfrute de la vida que parece en esos hombres maniatada en su origen mismo.
Pero todo aquello es externo y lejano, sin relación alguna con lo único que cuenta: ellos dos, y algunos otros muy concretos, con nombres y apellidos, de nacionalidad y origen indiferentes, sin prejuicios y ataduras, dispuestos a dar al porvenir con cada gesto y cada palabra el trazado vigoroso de las ciudades nuevas.
-Ah, ¿él es árabe?
-Los árabes siempre dicen que…
-Cuidado. Ese chico árabe con el que está me parece hipócrita; no me gusta en absoluto. Se lo digo porque está usted aquí sola, sin familia.
-Los árabes…
Lo dicen otros de ellos, y ellos de ellos mismos. Siempre produce a R. el efecto de una de esas, abundantes, cárceles verbales en las que se intenta aprisionar a los jóvenes cuerpos de su generación. En su caso son dos seres solitarios que buscan, en algún lugar más allá del oscuro presente, envolverse en el brillo de un ideal que va adquiriendo la vaga forma de dirigentes de rebeliones, de sistemas implantados en lejanos países y del efímero y cercano calor de grupo que proporcionan compañeros de apariencia solidaria que se cruzan en su ruta.
Pero ni Rida ni ella rozan siquiera proyectos de violencia, batallas ni muerte; ni añoran, encuentran o escuchan a líderes o repiten o creen consignas. Quizás uno de los pocos puntos comunes a ambos sea la ausencia del mecanismo y la necesidad de Iglesia, la carencia de ritos y de fe.
Los árabes…
El apelativo en realidad es un fantasma. Sobre los dulces ojos y la frente con arrugas muy precoces de Rida crece el pelo en el típico triángulo y entradas en las sienes de los bereberes. El tejado de su casa cubría desde los ojos azules del abuelo y los bucles rubios del benjamín a la piel de leche de la madre, el oscuro y lanoso cabello de algunos de los hijos y el perfil brutal, cutis atezado y ancha osamenta de esos primos de La Marsa que se presentaban en la casa de Túnez de cuando en cuando con el aire de quien dispone por fuero del aduar y de la superioridad sobre el gineceo. Esos árabes, sumergidos en un nombre y una escritura y distribuidos en las tierras al norte del Mediterráneo, no son tales, como no lo son tampoco sus vecinos, ni sus lejanos homónimos de África y Asia. De no ser por la lengua que hablan, veteada con frecuencia de vocablos del francés, y por referencias a la familia, las calles y los guisos, el grupo de conocidos de Rida podría perfectamente pasar por español, o de otros lugares de Europa. Quizás reivindican, con el gentilicio falso de una península que en tiempos los sometiera, la aspiración a situarse en la antigua aristocracia de los jefes y guerreros y no hallan, fuera de la apariencia y el asidero del pasado, lugar del que reclamarse.
Han venido sin sus chicas. Todos los que ve han venido sin sus chicas. Ellas, alguna tunecina que va encontrando, estudian, trabajan en empleos ocasionales, como la fábrica de velas, y rehúyen las confidencias. Ninguno muestra el menor empeño en marcar fronteras, relatar orígenes. Da la impresión de que si un día se levantaran hablando otra lengua, cualquier lengua, y desprovistos del vago sentido de pertenencia irremediable a la marca del Islam sentirían un gran alivio y se zambullirían sin mayores trabas en las aguas del ancho mundo.
Los franceses sí les recuerdan a veces que él, ella con él, son “otra cosa”.
-¿Les hará falta a los señores una cama?-dice, mientras pasa sin necesidad el trapo por la mesa el camarero.
-No, gracias. Así vale-responde Rida.
La pregunta, y la mirada, son hostiles y sin proporción con la circunstancia, porque sobre ese asiento del café la pareja se ha limitado a enlazarse y a demostraciones de cariño ciertamente autorizadas para todos los públicos. Hay un brillo raro en los ojos del camarero, una acidez que no llega a ser odio, sino solamente reflejo de lejanos odios, o tal vez de cierta atávica repugnancia a la mezcla. Y se tropieza con la sorpresa, el nada fingido candor de Rida y de ella, que no poseen ni muestran otra cosa que el cariño y guardan aún una distancia despectiva respecto al generalizado, vulgarizado y vagamente preceptivo juego carnal.
-¡Ésos andan por las nubes!-los policías se ríen porque, abrazados estrechamente mientras andan, Rida y ella han perdido el equilibrio, han intentado vanamente sujetar el uno al otro, y han caído finalmente, anudaos y cuan largos son, ambos al suelo.
Se abrazan en el frío como náufragos, se abrazan siempre excepto en el temporal alejamiento de las riñas, y luego vuelven a abrazarse. Entonces el fin de semana recomienza. Una noche llueve sobre Porte des Lilas, una lluvia malva que arrastra sin limpiarla la grisura de las casas obreras, del monoprix donde las vendedoras son bruscas, de las hojas de pequeños huertos sin flor alguna. Rida la ha acompañado, la hora, siempre fatal, del último metro se aproxima y ella no se aviene a dejarlo porque esa noche a él no le han dado llave, ignora cuándo volverán sus compañeros y tal vez duerma al raso. Decide volver con él, en ese último metro, a la habitación lejana en la que finalmente acaba pasando la noche con los cinco, sin quitarse siquiera la gabardina, tendida entre Rida y la pared.
Luego un conocido español al que mantiene una mujer mayor les proporciona la dirección, preciosa, de una buhardilla disponible. Ella la alquila y allí se alojan ambos. Ya R. ha plantado los trabajos de limpieza en casa de una piadosa familia católica cuyos hijos le dejaban para hacer hasta sus propias camas y tiene un sueldo, de auxiliar de latín y griego en el colegio español. Los estudios de Rida se sitúan siempre en el territorio vago de la utopía, le toman y le despiden de algún trabajo en el que no muestra asiduidad, recibe cartas en las que le aseguran en su lugar de origen préstamos y apoyos importantes. Tras la mudanza, no han vuelto a ver a los compañeros de la habitación antigua, que no disimulaban su hostilidad hacia el compatriota que sienten ajeno y hacia su chica, despegada y sin la menor intención de agradarles.
Llaman por la mañana temprano a la puerta de la habitación-porque a ella se reduce su alojamiento, con lavabo y hornillo en una esquina y letrina en el exterior-y R. oye a Rida excusarse, no sólo por no haber acudido a donde trabaja, sino por tener él la llave y haber dejado a los demás en la calle. Habla de enfermedad. R. se refugia bajo las sábanas huyendo de una intensa impresión de vergüenza ajena. Ahí sus países difieren, los invisibles, los que cuentan, ciertas fronteras de palabra dada y coherencia en los actos, de importancia de compromisos. Desde la oscuridad que le procuran las ropas de la cama ve por los ojos del hombre que está en el exterior y ha tenido que desplazarse en búsqueda del volátil contratado, observa con él el interior angosto sin más claridad que la que se filtra por las junturas de la ventana. Por esa ventana, que da al patio y está rodeada de los andamios de reparación de la fachada, entrarán una mañana en su ausencia los obreros y les robarán la escasa cantidad de dinero que tenían en el armario.
De la explanada de Invalides, barrida por el viento glacial, a los edificios señoriales, de los ordenados jardines hasta las vastas cúpulas de la rîve droite, nada obtiene eco en el interior de esa cápsula de la subsistencia a la que ahora R. y Rida pertenecen y en la que flotan como hierbas desprovistas de raíces. París despliega su geometría y sus luces, las lejanas, inmensas avenidas, la almendra perfecta de la isla de San Luis y la sucesión de balcones jamás abiertos, siempre sin flores y coronados por sombreros de pizarra negra de notario. Es belleza, pero discurre en un mundo paralelo; quizás se deposita en R. blandamente y un día formará, sin saberlo, parte de su sustancia. Y anudará los cabos de formas y recuerdos con otros antiguos códigos, historias, referencias, signos compartidos con París desde la infancia misma.
Al otro lado del puente de Alma van, cuando pueden permitírselo, para ofrecerse el lujo del petit-crème en un café que se abre a la rotonda. Sobre sus cabezas, una reproducción de los Impresionistas muestra la tristeza, el frío agudo de una estación de tren en la que el farol, colgado en el frente de la máquina como una gran cereza, perfora apenas la neblina de vapor y humo. Pequeños, desdibujados y flotantes, los pocos ocupantes del andén se aproximan a una locomotora y vagones de metal negro, mojado y brillante. El paisaje alrededor se desvanece, el tren avanza, en los ojos de quienes lo miran, con el solo impulso de su luz roja e intensa.
Y vuelta luego al espacio exterior, a su majestad y distancias siderales entre acera y acera, fachadas y cúpula, al trazado rectilíneo de calles que son cauce del viento, pasarelas desguarnecidas entre las salidas del suburbano y las habitaciones de servicio reconvertidas en habitáculos de alquiler. Porte des Lilas, al otro extremo del continente urbano, ya se sitúa muy lejos en el recuerdo porque las pocas semanas transcurridas desde la mudanza a la buhardilla están tan henchidas de apretadas sensaciones, de imperativos y esperanzas, que no dejan divisar más tiempo que el inmediato.
-¿Les hará falta a los señores una cama?-la mirada del camarero había estado cargada de desprecio y bronca hacia la pareja de europea y pied noir. Y sin embargo ni él ni el francés del restaurante universitario que, para divertir a sus compañeros, espeta a la española despistada: ¿Con quién se acuesta usted esta noche?, ni los españoles del café, que rezuman agresividad y predican que copular es como beberse un vaso de agua (¿Marx dixit?) ni la propietaria de la buhardilla, que viene a recordar a la pareja que el alquiler era para una persona, saben que, a contracorriente de todo y quizás en parte por ello, R. y Rida viven un amor del más puro estilo caballeresco, aún en la etapa de intensidad romántica, asociado al respeto, diluido en ternura, exigente en su delicadeza y en su espera, desconfiado, distante y desdeñoso del sexo exhibicionista y obligatorio que parece a su alrededor impuesto por unas convenciones que chocan curiosamente con la libertad.
Rida y ella navegan, en el pequeño barco de dos cuerpos muy juntos, por entre tenderos que estafan a las muchachas recién llegadas pidiéndoles, cuando no hay nadie más en la tienda, por cada huevo un franco, costean comedores universitarios en los que acceder a la carne casi cruda y a la pasta de harina de pescado exige esquivar el control de sus dudosas tarjetas de estudiante, escuchan en silencio las arengas, en voz muy alta, de los españoles, que comentan el presente y el futuro políticos y no toleran la menor disidencia ni siquiera en forma de tímidas observaciones de detalle, o se unen brevemente a algún grupo de conocidos de Rida y sorben un té. Se habla de enemigos y de agravios. Leen libros que hablan de víctimas, como ellos.
La libertad…Sentada a veces frente al único petit crème de la tarde, al otro lado de la mesa del café de Mabillon que sirve de centro de tertulia a media docena de españoles, R. no alcanza a sentirse reprimida, ni oprimida, ni víctima, ni con Franco ni sin él, puesto que ha hecho lo que ha querido, ha tomado sus decisiones, estudiado, viajado con su pasaporte, leído y escrito, siempre, desde siempre. Tampoco se siente pobre, porque trabaja y dio por sentado, ni siquiera supuso, que le debían algo gratuito, que alguien hubiera de pagar su vida. De hecho, ha transformado desde muy pronto la frase de un líder de que la revolución era la electricidad más los soviets en otra máxima, para ella incuestionable: que la libertad consiste, antes y muy por encima del sexo, en pagarse una misma el gas, alquiler y electricidad, y a esa consigna se atienen su ley y sus profetas. Pero advierte que en realidad aquello la sitúa en un territorio nada afín al de las mujeres que conoce, a las amigas, a las compañeras de universidad. Siente, pero de una forma vaga, que alguien está vendiendo algo imposible, parcelas de libertad sin precios, refugios y dádivas de engañosa baratura que les serían debidos simplemente por el azar de pertenecer a categorías que no han sido elegidas ni obtenidas por mérito individual, carnets de huida de un país con dictadura, de mujer, de asalariada precaria. Rida tampoco se une a los que le ofrecen salvación y quizás modesto paraíso por ser norteafricano, moreno e inmigrante. Está absorto en su idilio, la crudeza de la vida cotidiana y el recuerdo del único aceptable paraíso que ha conocido: la casa adquirida con gran trabajo por su padre.
Primavera. R. ha vuelto a Madrid para examinarse y terminar así la carrera. Por la televisión y por cartas muy largas, escasas y tardías, porque a veces Rida no tiene para sellos, ella sigue las luchas de mayo del 68, en las que él le dice que participa visitando heridos en los hospitales. El enemigo es difuso, como el amigo, que debería ser esos parisinos altivos, sapientes y muy bien alimentados que siguen resultándoles irremediablemente ajenos. La clase política francesa les inspira profunda indiferencia.
De nuevo se reúnen en Túnez.
De oasis y de islas
Túnez, 1969-70
Trepan lentamente por una duna para sorprender en la playa, al otro lado, a los pájaros que esperan que el sol entibie el aire. La luz es de un dorado intenso, la soledad casi completa y el mundo de total inocencia. Ellos, los amigos (un belga, una francesa) más allá; compacto y observador pero distante, el clan. Detrás de cada loma, pasada cada curva de la carretera, puede comenzar todo, descubrirse el comienzo de un futuro que les acoge a bordo y lanza amarras, en el que ofrecerán cuanto tienen y hallarán la felicidad a cambio.
Desde Túnez los dos han bajado por la costa. El paisaje es de frutales y casas de labor. En el estilo propio de los que ajustan la acción a las ideas, que ni siquiera imaginan que deberían ser mantenidos por nada ni por nadie y que habitan aún el simple territorio de los actos, la pareja ha iniciado en auto-stop su viaje de bodas. La madre de Rida preguntó si debía instalar un trono para la novia, pero no habrá nada de tal, ni invitados ni festejo. Sólo la alcaldía, los testigos, el café a la salida y el descanso en el apartamento vecino al de los padres. Las leyes españolas, que no admiten el divorcio, son rechazadas de plano por R., que encuentra mucho más civilizadas las tunecinas, en las que nadie osa obligar a uniones para la eternidad. La Embajada de España, para cuyo centro cultural ella trabaja, a la que se ha comunicado el matrimonio de uno de sus ciudadanos, ejerce sólo, al principio, una discreta presión que no pone en peligro su empleo, y esto pese a que R. declara francamente su rechazo moral del tipo de matrimonio que ofrece su país. La burocracia queda atrás cuando descienden hacia Sfax. No hay-nunca habrá-ni hostilidad ni excesiva extrañeza en los familiares y amigos de Rida en cuyas casas se van alojando. La conciencia de la libertad que implica el origen de la extranjera parece tan clara en ellos como en su portadora misma, y permanecerá durante todo el periodo de su estancia, en claro contraste con la sumisión y dependencia que se espera de las esposas autóctonas. Incluso hay un sentimiento de promoción social respecto a los que se casan con francesas. La familia de Rida, afín en la sencilla aceptación y en la buena voluntad a la de R., ofrecerán invariablemente afecto y recurrirán a ella como a un referente fiable. El matrimonio se disolverá por motivos que nada tenían que ver con el prototipo de intolerancia y violencia que parecía, desde Europa, inevitable en semejantes uniones una vez afloraban los usos del país. Los territorios intelectuales no eran los mismos, ni un horizonte que en ella los sentimientos no podían colmar.
La han prevenido de que es un pariente muy tradicional el que habita en la casa de los naranjales, lo que se traduce en guardar distancias respecto a su marido. El hombre es, en efecto, adusto; la conversación se mantiene entre él y Rida. Tiene una hija que escucha, sentada, en silencio. Parece aislada, con su juventud, en medio de los campos, pero al parecer es bien conocido que está ahí por los dispuestos a pedir su mano. Tanto en el caso de esta muchacha como en el de la pariente de Sfax, el marido de R. hace alusión a esbozos de juegos sexuales durante las vacaciones, de niño. Porque en un ambiente tan segregado respecto a los sexos mucho ocurre en el interior del extenso clan, en imitaciones del gallo y la gallina, en los variados escarceos que costean y picotean los muy físicos bordes del tabú.
El viaje en auto-stop nupcial continúa. Los recoge un latifundista naranjero que les explica los extensos límites de su propiedad y recibe con una sonrisa irónica y manifiesta falta de inquietud la pregunta de la extranjera sobre si no teme que socialice sus campos el sistema de cooperativas.
La que fue compañera de juegos sexuales, en cuya casa se alojan en Sfax, es una matrona de gran circunferencia, extensa prole y la tez y trenza hermosas que sobrenadan, como el extremo del mástil, los embates crecientes de la vida dura. La ciudad es un puerto con recuerdos de esponjas y presente de aceite pesado, tráfico y barcos. En uno toman pasaje para la tierra natal de la familia de Rida, las olvidadas y extrañas islas Kerkennah. De allí salió el abuelo de ojos azul celeste para dar, como marinero, la vuelta al mundo. Allí quedó la abuela, una pelirroja de blanca tez. Casas de adobe y techos de palma, agua, sol y viento. Todo está limpio y sigue un ritmo pretérito, de cielo y de cosechas. Los alojan con lo mejor que tienen. El trato es una mezcla de familiaridad consanguínea y distancia. A veces pasan por la habitación grandes insectos y R. se acurruca en la plataforma, al fondo del cuarto y junto al muro, sobre la que han colocado la cama. Le han ofrecido trozos de cordero adobado conservados en aceite en un jarro, también cus-cus de centeno con pulpo, y la ebriedad ligera del vino de palma.
Las islas Kerkennah no se encuentran en ningún itinerario excepto en el de los relatos de familia y en las investigaciones de un fraile erudito de las que los investigados se sienten orgullosos, porque los sitúa en un lugar especial y un origen distinto al común de la población del país. La vida es levemente matriarcal, la de los lugares de donde los hombres emigran para buscar trabajo y ellas dirigen un mundo con aspiraciones a reino pero que en realidad no pasa de las cercas del recinto doméstico. Las mujeres de Kerkennah se visten, jóvenes y viejas, a lo beduino. Los hombres son muy distintos, atezados, vestidos a medias a la europea, con aire de estar de paso, vivir en grupo y acudir a actos y celebraciones que requieren su presencia. Son corteses con la extranjera., aunque en las matronas aflora a veces disimulada, burlona hostilidad, y afirman frente a ella sus superiores dotes en el cuidado del ajuar y de la casa. Sonidos e imágenes llegan hasta R., la atraviesan como ocurre con la mirada cristalina de la infancia, son recibidos con una curiosidad sin recovecos, penetran en su integridad y, como las piedras del fondo del agua transparente de las playas, permanecen, suscitan certidumbres de sumisión, deseos de cambio, pero no se enturbian con renuncias temerosas a la percepción y a la razón. Nada exige creer. El futuro puede ser cualquiera. El presente cabe en una maleta y un cuaderno, en las líneas azules de escritura difícilmente legible que forman desde los comienzos la única constante real que enhebra, desde la época más temprana, la existencia de R.
Hay ritos y magias para evitar a un recién casado el mal de ojo de sus enemigos; los amigos del novio montan guardia mientras él orina, porque, si alguien clavase en el sitio donde lo ha hecho un clavo, durante la noche de bodas le sería imposible la erección. La mañana ha tenido otro signo, de música, tambores, de una casada de ojos vivos y sonrisa alegre que responde con gracia al estribillo de los cantores.
Una mujer de muy buena planta, miembro del clan, destaca por los rasgos y el porte. Está casada con un sordomudo que derrocha expresiones guturales y gestos. Les cuentan la historia de la pareja: Llegada a la-muy temprana-edad del matrimonio, ella se vio en la obligación de declarar a sus pretendientes que no era virgen. Quedó el recurso del sordomudo y una deficiencia natural valió otra imperdonable. Se casaron, procrearon y todos sus hijos hablan. El clan observa, sin comentarios, deambular a R. en sus ligeras prendas de verano que son para ellos ropa interior. Es, en principio, la mujer de uno de los suyos, pero está claro que no le pertenece. Entre las aldeas y la costa se extienden playas solitarias, abundantes en aves marinas e interrumpidas tan sólo por la cúpula encalada de un marabú, un santuario que les sirve a veces de refugio en sus excursiones aunque, por la abundancia de escorpiones, prefieren dormir sobre la limpia superficie del techo que circunda la bóveda.
El santón reposa rodeado de una devoción relativa: no hay en la aldea llamadas ruidosas a la oración, ni posternaciones visibles. El mínimo mausoleo es a la vez albergue y centro ocasional de romería. Todo transcurre en un tono menor y tiene el especial deje del aislamiento isleño, grupos de emigrados sobre los que, al parecer, se han hecho estudios etnológicos. No hay idílico reducto, ni olvido del tiempo. Simplemente éste lame, con sus preocupaciones, transcurso y objetos, las orlas, penetra en ciertos cambios, en algunos individuos que un día cogen con el petate el barco, que van y vienen a visitar familiares en las ciudades cercanas. De puertas adentro el mundo es otro, como lo es la costa tunecina respecto al interior y el país entero respecto a África. El panorama que abarca la vista resulta, en Kerkennah, grato, alegrado por la vestimenta de las mujeres, que consiste en paños de colores vivos (con niños agarrados a sus bordes), grandes dijes, ajorcas, tocados de monedas y cabellos fulgurantes de henna a la luz del sol. No se velan el rostro. A veces intercambian, con risas, observaciones sobre la escueta indumentaria de la extranjera cuyas intenciones están tan lejos del escándalo como del disfraz de nativa. Ella sabe que no hay paraísos, que, como las cabezas de los pájaros, las pequeñas comunidades pierden, vistas muy de cerca, la dulzura inofensiva y la gracia para volverse ferocidad, agresión e instinto.
En las amplias playas dejadas a la soledad y al viento R. apenas percibe la naturaleza. Porque hay una edad en la que la presión expectante de la vida impide el paso del mundo exterior.
La médico francesa que ha venido a atender a una de las mujeres de la casa se muestra extrañada al ver en la vivienda a una mujer joven, sin hijos, embarazo ni la menor intención de procrear. Luego advierte que ésta no es del país, ese país blanco y azul que se está, sutilmente, quedando pequeño, cubriéndose su superficie de fisuras como la red de finísimas grietas que se observa en una porcelana. Ha habido tragedia en el vecindario, sorprendieron con su primo a la hermana pequeña del chalet colindante, y estar a solas es en sí seguro pecado. Golpes, gritos, histeria.
-¡La pobre pequeña….! Iba su padre, con un palo….
Fayrús narra la historia con la suavidad que la caracteriza y los hermosos ojos velados de compasión. Ella, la hermana mayor, la segunda en edad después de Rida, no tiene que temer. Es difícil imaginar iras semejantes en su padre porque Basid es un hombre tranquilo, irónico y familiar, dotado de sólido realismo y satisfecho de esa pensión de la compañía de petróleos francesa para la que ha trabajado en Túnez buena parte de su vida y con la que llegan, mal que bien, casi a fin de mes. A las alusiones, en periódicos o radio, a las supuestas socializaciones del Destour, el partido en el Gobierno, y a las noticias del exterior responde con un encogimiento de hombros:
-Socialismo: miseria para todos.
O critica sin ningún empacho, y aún menos prurito nacionalista, la eficacia oficial:
-No saben trabajar. Estábamos mejor con los franceses.
Y cuenta a la extranjera, con quien le gusta mantener largas charlas, su historia de emigración y asentamiento en la capital, los años mozos, el amigo parisino, André, que le narraba sus escarceos con una judía:
-Anselme me decía Menos entrarle, he hecho de todo con ella, Basid, ¡de todo!. Nos lo pasábamos bien. Salíamos. Detrás de unas cajas, en el garaje de la empresa, escondíamos las botellas.
Pone cara de pícaro, la expresión risueña de quien ha disfrutado en la vida.
-Luego compré la casa; es la que está en mejor sitio. Me lo aconsejó el vendedor, un judío. Nos conocíamos bastante, le decía cuando regateábamos ¡Condenado judío! y él contestaba ¡Sucio árabe!.
Guiña los pequeños ojos azules y se le forman hoyuelos alrededor de la boca golosa, y arrugas poco profundas en el arranque de un cabello ensortijado y gris.
Basid parece bastante feliz, rodeado de una prole en general guapa como sus padres.
Mientras charlan Mafida, la madre, se sienta, escucha, no entiende pero se está esforzando tanto en aprender francés para hablar con la extranjera que hace cada día visibles progresos. Las piernas pesadas y el cuerpo grueso no bastan para esconder aún cierta juventud que aflora hasta su piel blanca como la leche, a sus ojos amables y muy oscuros y a la viveza de pies y manos hechos al continuo afán de las cosas de la casa. A veces cuenta (con una hija al lado que hace de traductora, aunque cada vez son menos las lagunas y R. la comprende) que los tiempos antiguos fueron ásperos, que el afable Basid era duro, como Rida (y esto produce sorpresa en su nueva hija política) y que habrá que aguantar esas durezas propias de los hombres (sabe que R. no lo hará). Se remonta a su primera juventud, a las islas Kerkennah, y explica que la que ahora es una menuda abuelita, la madre de Basid, que pasa temporadas en la casa, fue en tiempos una terrible suegra que ejercía todo su poder sobre la tímida muchacha que había osado escaparse con su hijo haciendo así imposible el matrimonio concertado. El abuelo Aziz cuenta también alguna vez (él es de muy pocas palabras) su presentación de la nuera cuando volvió, tras uno de sus viajes, a la isla, cómo llevaron hasta él a una casi niña que no osaba levantar los ojos del suelo.
Vienen y van huéspedes ocasionales, granos de racimos familiares dispersos por la geografía alargada y costera. Un día se ha presentado, desde la playa de La Marsa, un primo grande, anguloso y pasablemente estólido, junto con su madre, a pedir la mano de Fayrús sin el menor éxito. El rechazo será compensado por el galán, en una discusión posterior, dándole una bofetada a su prima.
Ella, que aspira a un empleo público y que domina, como todos menos la madre, perfectamente la lengua francesa, enumera sus pretendientes, como el riquísimo que unos tíos le tenían apalabrado en Marruecos donde residen. Los mismos que se presentaron de visita con la aparatosa exhibición de joyas y ropas y un niño que, con su ceremonioso traje de monito de feria, hace todavía resaltar más el encanto de Zahir, el benjamín de tres años, medio desnudo, risueño y con la belleza de un querubín caído descuidadamente de algún fresco barroco.
Fayrús es alta, de cuello y talle finos, ancha de caderas, breve de muñecas y tobillos, largo pelo oscuro, ojos y cejas bien delineados, sonrisa de dulzura proverbial y óvalo de cara perfecto. Ninguna de las amigas o parientes la iguala. Tiene proyectos de carrera, de entrar en una empresa. Posee la calma de quien se ve apoyado por su entorno y por su imagen, y expresa a R. confidencias sin angustia, historias de vecindario, en el tono sin premura de quien tiene ante sí las posibilidades intactas que ofrece la adolescencia.
Todas ellas, las hermanas de Rida y las jóvenes y menos jóvenes de los alrededores, viven con un pie en lo que querría ser la vida de París y el otro en la gloria del día de su boda, han estudiado, quieren trabajar o ya trabajan, marcan distancias respecto a tradiciones que muy poco parecen concernirlas, su aspecto y atuendo no difieren de los de sus coetáneos europeos. Ellos y ellas muestran a la extranjera, a los demás y a sí mismos una imagen desligada de las viejas ataduras de sus mayores la cual, en su modernidad y perfección, se halla en equilibrio precario con los condicionamientos de su entorno y difiere, a veces profundamente, de formas de comportamiento ancladas en una irracionalidad que la extranjera oscuramente percibe y teme. El empeño en ofrecer la mejor imagen de sí mismo se salda en ellos con gastos desmesurados, ofrecimientos engañosos y una gran servidumbre respecto a la opinión del medio circundante.
Flus, flus, flus Dinero, dinero, dinero en el habla local. Se repite la palabra continuamente, más que por avaricia por imprevisión, por su valor de conjuro, por el hábito del día a día y la incertidumbre, por el ambiente en el que todo se espera de relaciones y arreglos mucho más que de sí mismo y tras el que subyace cierta mullida confianza, para el bien y para el mal, en la inevitabilidad de las cosas y en el blando tejido de la red del clan.
Safir Ali viste como en su despacho del banco, respira cargo de importancia, es un hombre elegante, de cabello gris impecable y ojos tranquilos de intenso azul. Le ha correspondido, tras acuerdo familiar, desvelar a la extranjera lo que Rida no se atreve a confesarle:
-Me piden que le comunique que él no le dijo la verdad cuando aseguró que a la vuelta disponía de mil dinares.
-¿Mintió?
Safir Ali, portavoz responsable y pausado, asiente.
Rida, que se vanagloriaba de tener amigos infinitos y de poder contar con substanciosas cantidades de dinero en préstamo, se halla, a la hora de la verdad, en la mayor indigencia respecto a sus planes de boda. Poco ésta a R. le importa, pero sí el engaño. En el zoco compra ella misma a un platero su alianza, busca trabajo en el Centro Cultural de la Embajada, de nadie pretende recibir seguridades.
Alguien, Said, ha comentado, viendo la exasperación de ella ante la inutilidad perezosa de la burocracia local No aguantará aquí. R. no lo sabe. Tal vez lo que para otros basta para ella no baste.
-¿Los llevo en mi coche?-el funcionario de la embajada de España, normalmente seco y severo, se ha ablandado ante la visión, en el aeropuerto, de la joven pareja que se abraza. Declinan el ofrecimiento porque los conducirá hasta la capital Said, el amigo de la familia, que tiene negocios en París y hermanas en Argelia; el que duda de que la estancia de R. en el país se prolongue.
En la ciudad, las calles son un damero de aire tórrido y aire fresco, según se pasa frente a los portales o se camina a lo largo de los muros que irradian calor. El azul se ha ido coagulando en el cielo duro y lejano, el blanco adquiere la calidad pétrea de los tonos puros. R. no pertenece a la colonia extranjera, ni a la tunecina, ni al hombre para el que se compró ella misma el anillo, ni a nadie. Observa.
Días de playa con Fayrús, la hermana mayor. Ha salido de casa, no ya sin velo-ninguna de las muchachas del entorno lo usa-, sino con un vestido de muselina que vela apenas el círculo de los pezones. La madre se lo hace notar, a ella y a la cuñada extranjera, que se ve obligada a actuar a la vez como referente del mundo de las libertades y acompañante utilitaria y se siente desconcertada por el juego continuo de los que la rodean, que saltan de la apariencia ideal y moderna a comportamientos en perfecta contradicción con la personalidad que pretenden asumir. Fayrús se baña en compañía de su amigo palestino. La dulzura de su sonrisa inalterable y la seguridad de su propia belleza sobrenadan las olas y las manos, ávidas pero temerosas, del tipo alto y muy velludo. Cuando sale del agua hace a R. confidencias:
-Papá no quiere ni verlo. Dice que mejor incluso un francés que un palestino.
Los palestinos no gozan de grandes simpatías. Han llegado, se han instalado en Túnez con su status flotante de exiliados sostenidos por las palmas, generosas pero reticentes, de la comunidad árabe, nutridos por la lejana y poderosa corriente de los inagotables fondos internacionales, protegidos por tratados políticos y acuerdos. Son ricos marineros que bogan por las arenas de Oriente Medio y, con su buen vivir, parecen muy lejos de los lejanos habitantes de los campos de refugiados. La desconfianza de Basid es reflejo de la de sus convecinos.
-¿Y si yo no fuera virgen?-pregunta coqueta al robusto palestino, que roza con el brazo velludo el arco de sus caderas y la grupa ya bien marcada.
Más adelante le cuenta los toqueteos, de los que ella huye. de éste y del otro, a veces de respetables padres de familia amigos de los suyos.. Y el supuesto horizonte profesional no se aclara en el horizonte.
Respecto a R., la percepción es otra, netamente, es distinta, como se es esquimal o asiático, como se habla una lengua u otra, independientemente de su estado civil. Y, cuando se comenta algún suceso, le dicen:
-Ya sabemos que es usted libre.
Lo que automáticamente la coloca en posición avanzada y solitaria, contra un friso, en segundo plano, compuesto por todas las demás.
El amor, el joven amor, henchido de ternura y suavidades, ocupa una zona, pero nunca será todo su mundo. Su cuidado por evitar el embarazo, cuya simple posibilidad oscila como una gran argolla de metal una vez forjado indestructible, es extremo. La gran mesa del comedor familiar es una balsa donde se boga en generaciones sucesivas hacia la indefinida reproducción de los miembros, en la seguridad cálida de las fuentes de comida, pasta de sémola, salsa, algún trocito de carne, verduras, y la entera superficie, con mantel y vajilla, se inclina hacia el mismo punto, sin moverse jamás del puerto de las paredes de la casa.
El “No se quedará” que dictaminó Said en el aeropuerto se percibe todavía con su alargado eco. Said es el amigo rico, y con coche, de la familia. Les lleva a algunas excursiones. En una de ellas, frente a la entrada de las ruinas romanas, algo golpea el capot. Descienden. Un gran pájaro de intenso azul agoniza en la carretera. R. lo coge y en ese preciso momento la vida del animal se le escapa entre los dedos, perceptible, como una brisa. Siente quedarse inanimado el bulto de pluma, reducido a algo que parece, de repente, mucho más pequeño y opaco. Continúan.
Rida detesta la crueldad y le gustan los animales. Ha heredado la bondad familiar que es un rasgo en ellos como el olor peculiar de su cocina y la benignidad de su trato. Su reverso es el espíritu acomodaticio, la sumisión a las apariencias y a la imposición de los fuertes. Un día Rida se presenta en el apartamento, el que ha alquilado con R. a pocos metros de la casa de los padres, con un gato pequeño al que un coche ha dejado paralítico de las patas traseras y al que se divertían martirizando unos chiquillos. El gato tiene con ellos una vida breve pero mimada. La fatalidad que habría permitido las torturas al gato protege la impunidad de la que gozan plagas e insectos. Desoyendo las advertencias sobre su presencia inevitable, R. entabla una lucha sin cuartel contra ellos, demuestra que son erradicables y de puertas adentro de su hogar los elimina. Con la misma confianza en el poder de los actos y de la evidencia, plantea a la Embajada española su negativa a someterse a leyes matrimoniales, como la española, que no aceptan el divorcio. Nunca tendrá problemas en su trabajo respecto a esto por parte de la representación de la España aún franquista; se ha licenciado ya, tiene muy buen expediente, francés fluido, nociones de árabe, algunos escritos. R. continuará prestando sus servicios de clases y conferencias, se le reprochará, eso sí, su visión crítica del status de la mujer española vertida en charlas públicas, y guardará toda su vida un excelente recuerdo del erudito, bondadoso y paternal embajador que fue Alfonso de la Serna. En la primera entrevista él mira con piedad a esta chica sola y tan joven que se ha embarcado en establecerse en un país extranjero, y no puede reprimirse en aconsejarle que se ponga un calzado de vestir en importantes entrevistas. Por primera vez advierte R. la incongruencia, sobre las alfombras de la Embajada, de sus sandalias con flores azules de plástico. Padre de familia numerosa, el señor de la Serna ofrece a la nueva empleada del Centro Cultural, siempre que la ocasión se presta, una actitud atenta y protectora y la promesa de apoyar sus iniciativas de estudios del país. Pero R. no es una erudita. Sólo escribe, siempre escribe.
Mientras, Rida asegura que va a terminar sus estudios, interrumpidos en el Liceo Francés, preparar el examen de educación a distancia, obtener el buen empleo que le ofrecerá sin duda un amigo de la familia ventajosamente instalado en el Destour, el partido por antonomasia. R. navega difícilmente por este diario edificio de apariencias, de fabulaciones, de bienintencionadas historias que esmaltan una realidad que ella preferiría palpar en toda su crudeza. Imposible. No hay aristas, no hay perfiles, calendarios, cifras ni sucesos. Existe un blando espacio modelable en el que, con sonrisas sin exigencias, es relativamente fácil encontrar un hueco.
Túnez, el país, es un festón de ciudades costeras, de poblaciones de ojos azules y de otras de tez y ojos endrinos, un lugar que se agarra por el este a un mar de cercanía a Italia, de prosperidad y comercio, y que por el oeste se diluye en aduares, aldeas, tribus nómadas, impronta romana de urbes y de carreteras y recuerdos de la influencia turca y la administración francesa. Hay un sentimiento de retazos, de algo construido como los abundantes, y hermosos, restos de mosaicos, y de una población instruida que puja por dejar a su espalda el África del medievo y tira como puede hacia delante, ajena, aunque lo disimule, a la violencia tribal de sus forzosos vecinos en los que la riqueza de recursos no corre pareja con el desarrollo. Hay algo conmovedor en el Presidente que, como el líder de Turquía, establece por decreto el progreso, calca sin rebozo constituciones como la suiza o francesa, elimina la poligamia, se sitúa con los suyos, sin mirar atrás, en el siglo XX. Le observan con desdén los jeques del petróleo y los emires, comendadores y representantes de los creyentes.
Sin lugar a dudas, el país va hacia adelante, todo va a hacia delante, y ni pasa por la cabeza de R. la posibilidad de un retroceso, o de un asalto de ese mundo cerrado en sus conchas de arena o rocas, celoso de oasis y naranjales, con grandes llanuras al sur y en el norte altas, boscosas montañas.
De ellas llegó Masira. R. la encontró instalada desde hacía ya un año en la villa familiar. Se la trajeron como criadita y procede de una de esas aldeas lejanas y pobres donde se puede morir de frío. Masira tiene ojos verde claro y casi siempre una sonrisa, se afana en la casa, frota las piernas cansadas de la señora, tiende la ropa. Ha tenido suerte porque nadie la maltrata y su situación es muy semejante a la de los hijos. Tiene buen aspecto físico y gesto apacible. Durante el rito patriarcal del reparto de la comida, en la que reina la gran fuente de cuscús junto a la que reposan las verduras-pimientos, calabaza, patatas, nabos-como joyas, se distribuyen equitativas porciones con una sabia selección de hasta el más pequeño trozo a cargo de la matrona.
Masira viene algunos días a hacer en el apartamento del hijo mayor trabajos de asistenta, y R., reacia a verse servida, no sabe cómo compensarlo y le paga más de la cuenta, de forma que hay quejas amargas entre el resto de elementos femeninos de la casa sobre lo dispuestas que estarían a realizar esas tareas por tal precio. Cuando está en casa de la extranjera, Masira tiene terror a que contenga bebidas alcohólicas el vaso que le ofrecen y precisa de mil seguridades y exámenes. La suya parece también, sin embargo, una religión no menos laxa que la del resto. Ni a ella ni a los demás los ve R. tirarse al suelo para oraciones. Los jóvenes profesan una irreligiosidad absoluta, y Rida se ha apresurado, en sus visitas a España, a aficionarse al jamón, que siempre considerará desde entonces un gran descubrimiento. R. expone, sin que sea rebatida, su teoría de que una oportuna lluvia aérea de lonchas de ibérico en los territorios árabes más puritanos produciría benéficos efectos. Siguen siendo, él y ella, Adán y Eva que avanzan por desconocidos territorios, que ponen nombre a los animales y moldean a la semejanza de sus ideales el horizonte y los objetos.
-¡Qué me importa a mí la geografía de Canadá!
A ella sí le importaba.
Finalmente, no serían hábitos, amor, razas, lenguas, pasión o ambiciones lo fundamental en el transcurso de los acontecimientos. Sería la importancia del simple conocimiento de cosas, como la geografía de Canadá, de sus montes y sus ríos, independientemente de que nunca se llegaran a ver, de que para nada sirviesen concretamente a su persona. Eso sería lo importante.
Todavía se tienden en las hamacas del café al aire libre, y sorben té con piñones mientras sube, desde el regazo hasta el rostro, el perfume del jazmín, y los pasteles chorrean miel o concentran en su masa el sabor del centeno y de los dátiles. Ellos dos se quieren físicamente con torpeza porque detrás del uno y de la otra hay un pasado de temprano rechazo, de esos recuerdos que generan desencanto precoz, sentimiento de diferencia y puesta en guardia. Ella ha guardado de la adolescencia dura una fiereza montaraz, un puñado de orgullo reservado como capital único, una rebelión que surge tanto de su permanente certidumbre de libertad personal como del inconformismo contra la sexualidad preceptiva de moda en la época y el no menos preceptivo planto por una opresión que R. no ha sentido jamás. Él recuerda la visita al barrio de los burdeles, acompañando a un primo mayor, los piropos de las mujeres al muchachito que Rida era, que se alejó y esperó en la calle, el relato del primo de aquella vagina que parecía no tener fondo y en la que su pene se perdía.
No. La moral interiorizada no existe. Sólo la apariencia, los compromisos, y una especie de corriente cálida (como la mesa de las comidas, como la hospitalidad asegurada y la suavidad de agraciadas facciones, colores, olores) en la que todos flotan. En la que flota un país que apenas parece serlo, que, mirado de cerca, es un recuerdo sólidamente marcado, incrustado bajo el polvo de siglos, de vías, villas y anfiteatros; es también una somnolienta provincia turca, un zaguán de tribus nómadas ancladas en aguadas y en oasis, de otras afincadas en tierras de labor, y es sobre todo un puerto y gentes que van, vienen y ligan su futuro al de la Europa meridional. Sobre la joven Tunicia bulle una nación invisible de emigraciones y regresos, de maletas, barcos, dinero, compras de un lado a otro del estrecho mar. Los tunecinos han adquirido el hábito de considerar en buena parte propia la lejana urbe del norte, el París del que proceden gran parte de los ahorros, al que se peregrina, se insulta, se admira, donde se estudia, se discute y se añora.
Argelia: la nada y el cuchillo
El coche de Said enfila la carretera hacia el oeste. Es grande y repleto de adultos, más dos niños. Nada hay en las orillas de esta vía solitaria, sólo los puntos de descanso para repostar hombres y máquinas. Van hacia Argelia. Al norte se adivina la bronca superficie del mar. La aduana escudriña con minuciosidad bultos y juguetes. La mujer de Said, y madre de los niños, tiene grandes ojos oscuros y dolientes, el rostro alargado, como los brazos y los dedos, y es una sirena varada a la que hay que sacar, meter en el coche, llevar al servicio. Está paralítica de cintura para abajo.
-Un accidente en Francia-cuenta a R. Rida.-Conducía Said; había bebido.
La mujer apenas habla, nunca se queja, y su marido le dedica una atención muy escasa.
Es invierno, y sin embargo en las horas centrales del día el sol desciende sin tropiezo alguno de humedad desde el cielo seco, e impone a los viajeros una ley sin respiro.
La fonda del camino está sucia, como lo están en cualquier sitio del Magreb todos los lugares públicos excepto los hoteles de categoría y las mezquitas. En su empeño por aplicar al análisis de las circunstancias los contados utensilios de que dispone, R. ha dicho a una cooperante alemana a quien conoce y que despotricaba de la repulsiva mugre de los lavabos de Túnez que la falta de conciencia del bien público era sin duda debida al colonialismo.
-¡Qué colonialismo! Es que no limpian.
Ha respondido Greta, que es mujer trabajadora, de firmes principios socio-religiosos y nada sospechosa de tendencia neocolonial.
Ahora ya no culpa al pasado histórico de las chinches que trepan por las paredes del dormitorio, ni de la indigencia que impide desinfectar convenientemente. Culpa al mesonero, calvo y taciturno, que pasea su camisa cubierta de manchas de grasa y su mano tendida para que le paguen prontamente.
Pasan alguna ciudad grande y sin belleza alguna. Sin embargo hay más coches, mejores casas que en Túnez. Se palpa, en la desolada sequedad del territorio, la existencia de riqueza, petróleo, gas; surgen chimeneas e instalaciones industriales. Quedan atrás, muy atrás, pese a la poca distancia recorrida, los modestos atractivos del país vecino que tanto espera del turismo, del mar y de Europa, la suavidad de su vida y de la forma de sus huertos y sus costas, el aroma de plantas que perfuman el te, las comidas y la piel. Argelia, enorme, tallada ayer con la escuadra y el cartabón que marcan las fronteras de tantos países de África, carece de la delgada fragilidad de Tunicia, es una mano callosa cuyos dedos se hunden en el Mediterráneo, que se prolonga al sur en tierras de nadie que lo fueron hace diez mil años de tribus que pintaron las paredes de sus grutas y cazaron en verdes praderas jirafas, hipopótamos y ciervos.
Pero la dura franja que ahora el grupo atraviesa no tiene nada que se preste a los apasionados amores que inspira el desierto; es una costra africana ayer pirata y en la actualidad paso indispensable de energía. Mucho más al sur, la cuña arbitraria del trazado del territorio lame la orla de un mundo distinto, los preludios de ríos y de selvas, el tradicional coto de caza de marfil y de hombres negros que ha dejado, milenios antes de que el primer barco negrero europeo zarpara de Senegal, todo oriente tachonado de esclavos traficados por los árabes.
Las mujeres de la familia argelina se ocupan de bañar y acomodar a la inválida.
-Vamos a organizar llevarla en coche para que vea….-sugiere R., en respuesta a una insinuación de la paralítica.
-Su marido no quiere-le responden. En todas las circunstancias, lo que con ella se hace se supedita explícitamente a la autoridad y deseos de él.
El clan es numeroso y próspero; en general la gente del barrio parece rica y retirada en sus grandes villas. Se va a todo en coche. En él los conduce Said, a R., a Rida y a un familiar, para aprovisionarse de cervezas. Esto se lleva a cabo en la trastienda del comercio, con un ocultamiento formal que es la norma. El alcohol se compra a escondidas y se consume en grandes cantidades, con una hipocresía integrada en el ritmo cotidiano y que casa perfectamente con la inexistencia de moral individual interna en lo sexual que ya R. había constatado. La extranjera no goza aquí de especial benevolencia alguna, eso se percibe. La familia cumple con las reglas de la invitación y la acogida, pero sin un adarme de cordialidad. Por lo demás, no hay turistas, ni movimiento callejero de paseantes, cafés, música y tiendas. Las mujeres son raras en la calle y los hombres se unen en grupos de jóvenes o van rápidos y hoscos a sus asuntos.
-Es un país socialista.
Le ha dicho Rida. Y añade:
-Los argelinos son muy duros.
El régimen político, lejos de dejar a la pareja indiferente, es para ambos un motivo esencial de curiosidad e interés. Porque el socialismo, que no existe en Túnez (aunque hable de él el partido del Destour en el Gobierno) ni en España ni en Francia, en Argelia es joven y real, como el país, y ello significa nada menos que el ensayo de un mundo nuevo en el que injusticias y pobreza pasarían a formar parte de los escombros de la Historia.
Sin embargo el paseo solos por las calles, la observación cotidiana, no les dejan satisfechos. Hay tensión, comportamientos esquivos, y, pese a la prosperidad, diferencias profundas entre los islotes urbanos, los viandantes, los clanes.
Buscan un transporte que les lleve a la casa, porque han dejado sitio en el coche de Said a las botellas para lanzarse al descubrimiento personal de la ciudad. Anochece; en la parada del autobús a la que se aproximan se halla una mujer sola, sin el menor aspecto particularmente provocativo, y alrededor de ella se está formando una noria de vehículos que pasan, la observan, acortan distancias. No se detienen ni descienden ni parecen hacer comentarios; simplemente otean la pieza, quien procura conservar cierta impasibilidad. Se palpan la agresividad y la avidez en el aire. Esto tiene muy poco de la idea que se hacían Rida y R. de la merecida liberación, tras su lucha durante de guerra de independencia, de la mujer argelina, y no cuadra nada con la película de Pontecorvo.[1]
Por eso al día siguiente, con el método directo que a su forma de descubrimiento del mundo caracteriza, la joven pareja se va a un organismo oficial en el que se ocupan de cultura y sociedad, buscan a alguien a quien plantear sus preguntas y, tras vagas respuestas sobre ausencia de responsables, son introducidos al fin en un despacho.
Sale una señora rubia, bien arreglada, sonriente, que procura ser amable y que da muestras de evidente desconcierto cuando se encuentra en la tesitura de explicar a estas personas extranjeras, que no representan sino a sí mismas, el socialismo argelino. Ha emprendido la tarea sin embargo con una buena voluntad y ánimo evidentes. Pero sus frases quedan cortadas por una explicación más radical, que resume con inigualable eficacia páginas sobre el tema y que responde a las preguntas: En ese momento entra en la habitación un hombre alto y adusto, evidentemente su superior, y el miedo que se refleja en los ojos de la señora y se derrama por sus balbuceos y su expresión es tan intenso, genuino y clasificable como para quedar grabado en aquello que una vez percibido no se olvida. Es el miedo al comisario, y está lejos, extraña e infinitamente lejos, de esa libertad que para R. al menos tendría que ir aparejada al socialismo. La mujer rubia se excusa ante el hombre alto como puede, se retira, sin darle la espalda, hacia la puerta, él zanja con unas frases muy de manual el tema, en cuyos apartados figura la independencia femenina, y los dos investigadores bisoños abandonan el edificio.
A la vuelta, R. se encuentra embarcada en un inesperado conflicto médico. El padre de familia le trae, para que lo atienda, a un niño con la zona del pene ensangrentada y cubierta de café molido, que le han echado para contener la hemorragia. Ha sido, por lo visto, un accidente de bicicleta. A la extranjera, por el simple hecho de serlo, se le suponen especiales capacidades. Desconcertada y asustada por si es grave y se lo ha seccionado, ella procura retirar el emplasto, ve, en efecto, una profunda herida, se pregunta si hay infección, pide el botiquín, descubre que, en esta casa de gente rica con varios niños, no hay un termómetro, faltan previsión y eficacia elementales, y es curioso como ese rasgo se repite por encima del dinero, la posición social e incluso de los caracteres individuales. Finalmente le aclaran que al niño le habían hecho hacía poco la circuncisión y que, con la caída de la bici, la herida se le ha abierto.
-Quiero irme a Túnez. Tengo cosas que hacer de mi trabajo. No es un problema; volveré perfectamente sola.
La decisión de R. despierta una marea de hostilidad. Para ellos significa obligar a los demás, que quieren alargar la estancia, a que regresen.
-¡Quiere usted impedirnos estar con nuestra familia!-se indigna a coro el elemento femenino. Y les resulta imposible admitir que ella pueda desplazarse a Túnez por su cuenta.
La atmósfera, que nunca fue agradable, adquiere ese tinte claustrofóbico que a R. ya empieza a serle familiar. Una y otra vez su condición la sitúa entre paredes y puertas que la mantienen en su perímetro, que delimitan zonas cerradas y dejan siempre para otros y fuera de su alcance el espacio externo, el cielo , la luz.
La calle no es un lugar grato. Por primera vez, intensamente, R. toma conciencia de algo que en Túnez se difuminaba de una manera turbia, no gozaba ni mucho menos de tan omnipotente presencia: La masa de agresividad, de sordas brutalidad y frustración que, mezclada con vagos rencores y codicia, late en el aire, que rodea como el agua en una pecera a los viandantes y se deposita en cada recoveco de las calles, de los mortecinos jardines, de restaurantes y cafés y de las contadas salas de espectáculo. Y siente que sus fuentes, más allá de eventos históricos y de culpables que admiten descripciones y nombres, están en hábitos de vida, en la separación minuciosa, implícita aunque a veces se disimule, de los sexos. Hay algo como baba oscura que rezuma de los lugares de reunión, de los corrillos e incluso de la apariencia apacible, pero excluyente, de las mezquitas.
Ahora resulta que el sistema político de Túnez, de evidente capitalismo real, comercio afanoso y amiguismo descarado, que se apoya en los grandes de Norteamérica y de Europa y aspira, en su rincón sin guerras ni petróleo, a que le dejen prosperar, es, evidentemente, más vivible que el seco entramado de la gran vecina socialista con su partido único y ese dogma marxista confuso, pero perceptible en el comportamiento, desmigajado entre una población que ejercita de maravilla el arte del disimulo y la desconfianza. Quizás finalmente no sean tan buenos los reinos preceptivos de los ideales. O quizás éstos simplemente vistan realidades e intereses en los que no figuran el placer de la vida y de su libertad. R. comienza a ver bajo una luz mucho más benévola la corrupción y la ineficaz burocracia del país de Rida, sus chismorreos y escándalos cotidianos, el ejercicio habitual de la chapuza y el chalaneo. Todo ello forma parte de un tejido multicolor salpicado de manchas, zurcidos, añadidos y parches, recompuesto cada día y fruto de la improvisación y del empeño en extraer de este mundo sabrosas porciones. El Presidente de ojos claros se quería un Ataturk, miraba hacia el horizonte de la constitución francesa e impuso unas leyes de corte europeo que, por ejemplo, en clara excepción con las naciones árabes de su entorno, prohibían la poligamia. Burguiba envejece rodeado de las intrigas de su corte, pero tiene una cara, y una historia trufada de conflictos familiares, no inspira terror ni es un peligro. En cambio hay temor contenido en Argelia, un rostro anónimo inapelable que podría ser cualquiera, vestido de uniforme y provisto de secretos pactos con el lejano asesor de la URSS. En Túnez se escuchan protestas callejeras, chistes contra el gobierno y no pocas críticas aderezadas de fatalismo y ligereza. En Argelia podría haber muertos, gente que desaparece de un día para otro y que ya no puede decir nada.
Durante su estancia, apenas hacen excursiones lejos de la casa ni ven monumento alguno.
Los conocidos tienen fiesta. Se trata de una circuncisión. Están todos invitados, en una gran casa donde los hombres se agrupan en algunas de las estancias mientras las mujeres ocupan otras. R. sale de cuando en cuando para verse, en la tierra de nadie del pasillo, con Rida. Vuelve al salón. Han ido pasando el tiempo, las bandejas de dulces, los refrescos, los saludos, las confidencias. Se ha espesado el ambiente. Comienza un canto, una música, repetitiva, de percusión. Y ellas empiezan a bailar. No es una danza alegre. Cantan, tocan palmas en salmodia. Muchas visten una especie de camisones de gala y llevan la cabeza descubierta. Tintinean las joyas con sus movimientos. No hay lugar para R. en este coro. Mezclarse está descartado. El movimiento ni es espontáneo ni individual ni divertido. Es serio, hay en él algo que recuerda a la tensión percibida en la calle, algo de la burbuja que se hincha y finalmente estalla, de la presión que busca su salida. La canción nada tiene de sentimental. Parecen versículos. Podría ser un himno o un conjuro. Se va formando un corro, continúa el batir de palmas, sube el tono. Comienzan a llevar el ritmo con movimientos a uno y otro lado de brazos y cabeza. Finalmente una de las mujeres, con túnica clara, se distingue por la brusquedad de sus movimientos. Gira y gira en el centro. Las demás se han detenido, simplemente corean y la observan. Ella no canta, echa adelante y atrás la cabeza y roza con su largo pelo el suelo, se retuercen sus miembros, se la diría devorada por un estado animal o la locura, babea, el cuello parece que va a tronchársele, pone los ojos en blanco. Transcurridos algunos minutos, las matronas intervienen, intentan sujetarla, se resiste. Una de ellas hace por frotarle las sienes con colonia, y entonces la poseída le arrebata la botella de agua de olor, se pone el gollete en la boca y da un largo trago. Por la garganta de R. se desliza una infinita, duradera repugnancia hacia esa apoteosis, hacia el proceso que la acompaña, las miradas turbias que juegan a la locura y a la bestia. En el pasillo no hay nadie, y al otro lado de la casa los hombres consumen, mortecinos, té y refrescos en un aire denso del humo de los cigarrillos.
De vuelta hacia Túnez, van quedando atrás las ciudades, ocres, anónimas, los hombres de ojos duros y la aspereza del cambio del frío al calor. En la frontera, los argelinos los han tratado con ese velado desdén de los militares hacia los civiles y quizás con el que les inspiran sus vecinos de poca monta. Continúan. Súbitamente, en el raso horizonte de la carretera se configura un muro que avanza lentamente y se vuelve por arriba un techo opaco y gris: La tormenta, la tormenta del desierto, con avanzadilla de ráfagas, pequeños remolinos en danza semejante a la mujer de la fiesta. Urge protegerse, buscar refugio. El coche se detiene y todos se apiñan bajo las mantas. Los niños están silenciosos como animalitos prudentes. No es una tempestad grande, se fragmenta pronto en bandas claras y oscuras, en lluvia de polvo entre la que, al clarear, descubren a otros viajeros como ellos. Finalmente todos continúan viaje.
-Sabía que no te quedarías en ese mundo blanco y azul.
Le había dicho a R. la amiga francesa conocida desde hacía años.
Efectivamente, la marea que siempre acaba su movimiento en las costas de Europa les lleva ahora, a ella y a Rida, hacia las tierras frías en los grandes barcos de emigrantes donde se cargan fardos y cajones, y el baúl de latón verde donde se encierra el ajuar de la casa y las cortinas envuelven objetos de loza y manteles de rafia que en algunos casos durarán más que los proyectos de sus dueños. El último recuerdo no es el jazmín, ácido y marchito, de las últimas veladas sino la pasarela por la que un cargador gigantesco arrastra, con una banda en la frente y tensos los músculos del enorme cuello, el cofre verde de sus pertenencias. Van a estudiar y a trabajar en Francia, en Bélgica, no saben bien qué, no saben cómo, En el barco que, por el movido mar de invierno, los lleva a Marsella.
Segunda diáspora
Bélgica, 1970-1973
Sylvie instala el día de mercado por la mañana, en la plaza central del barrio español de Bruselas, el tenderete contra la guerra de Vietnam. Es rubia, grande y expansiva. La acompañan su hija-réplica adolescente de la madre, profusa en carne rosa y con largo cabello-, amigos y perros. Rida y R., que buscan trabajo y alojamiento mejor que la primera habitación mugrienta en la que han recalado, se mueven por la zona, charlan con ella, son invitados a visitarla en su chalet grande y desordenado donde las sábanas se apilan en el suelo y la comida perece en la nevera.
Sylvie tiene una intensa actividad política y vive de los dividendos de fondos bancarios y de la renta de sus apartamentos. Pronto muestra un gran interés por Rida, que representa, como otros jóvenes de similar procedencia, el Tercer Mundo. Su amiga Francine está especialmente implicada en la causa palestina y mantiene una tormentosa relación (que incluye alguna bofetada de él que ella intenta explicar con una racionalización minuciosa sobre el desahogo de la opresión secular) con un muchacho de ese origen.
La pareja continúa siendo ajena a las políticas locales. Tampoco ingresan en partidos o grupos de credo preciso, aunque la marginalidad de su vida precaria actúa como un filtro que les trilla de manera que, como tantos otros, se precipiten hacia el fondo y formen capas errantes, carentes de color y de belleza, que aspiran a la lejana superficie de otra existencia. Bélgica no tiene glamour pero es barata; la han elegido por las posibilidades de estudio, comida y alquileres. Bruselas se compone de bloques modernos de funcionarios, que le dan la general apariencia de un gran ministerio, y de tristes casas de gente pobre orladas o veteadas por chalets. No hay paseo que desemboque en la elegancia de un París, el bullicio de Londres. El día apresurado transcurre por empedrados irregulares bajo un chato cielo que ni se observa. No existen a sus ojos museos, espectáculos ni arte, no especialmente para Rida, para quien cuanto no es recuerdo, placer o provecho es indiferencia. Para ella sí, pero en ocasiones que forman un paréntesis, una exploración y un reencuentro y que sacian, sin advertirlo, el hambre de antiguas referencias.
Bruselas tiene un corazón de humo, mezclado el de la fábrica de chocolate con el de los trenes y las chimeneas de carbón. Al principio su geografía es la de las letrinas del bar que Rida limpia para que ambos subsistan. Con el primer sueldo sustancioso de R., una larga traducción, salen del agujero y se instalan en un lugar decente: cama plegable, bañera, aseo. Para hallarlo han batido la ciudad con la ayuda de Kosty y Bernard. Ella proviene de un país del Este, tiene dos hijos crecidos y un bebé de su segundo matrimonio, con Bernard; es dura, enjuta, de pelo rubio y corto, marcados pómulos y marcadas ideas que asoman, angulosas, en cada uno de sus actos y en el tono cortante de las palabras. Bernard es joven, tiene ojos dulces y barba de color de miel. Son del Socorro Rojo, adoptan a estos representantes del tercer mundo y las clases oprimidas que son Rida y R. y pintan, denunciando su racismo, letreros rojos en las fachadas de los que no alquilan sus pisos a la pareja extranjera de tez morena y acento del sur. Los cuatro se hacen amigos. Bernard y Kosty llevan minuciosamente sus ideales a la práctica, acogen a una familia árabe de cinco personas en la que el padre es un delincuente estafador que se apresura a abusar de su hospitalidad; abominan del capitalismo, la técnica, deshumanización y grandes empresas, creen, con convicción angélica, que se volverá a arar la tierra con yuntas. Un día desaparecen de Bruselas, quizás para fundar, como pensaban, una comunidad de cría de cabras en un lugar montañoso y lejano.
Les han ayudado. Pero son un hilo en el vasto mapa de la ciudad que recorren, la que se compone de largas venas de estrechas calles, flanqueadas de bares mortecinos, tenduchas y burdeles, por las que fluye sangre urbana y grisácea hasta la Gâre du Midi, a donde R. durante una larga etapa acude para coger casi de madrugada el tren que, tras más de una hora de recorrido, la lleva al trabajo, la estación en cuya puerta un tipo alto, sin razón aparente, quizás porque le estorbaba el paso, la ha zarandeado cogiéndola por las solapas de su abrigo de pañol azul marino; y el agresor se va, sin que ninguno de los que observan mueva un dedo para defenderla pese a que ella les insulta mientras busca por el suelo los botones que han saltado. Bruselas es, como mucho, el museo de pintura donde reina el escalofrío surrealista de Magritte, la llama de una vela en la mesa del restaurante italiano y el sabor perenne de las fresas de bosque en la cena del cumpleaños de Bernard en un restaurante de la hermosa Gran Plaza. El aire, el horizonte y el futuro se hallan en las aulas de la Universidad a la que R. acude. Él no estudia, pero ¿acaso no es la cultura un simple azar-se dicen-, sin más valor que el lugar en el que fortuitamente les ha correspondido nacer ni otro mérito que la coyuntura?
Rida y R. precisan de un salto sobre cuanto conocen, sin detenerse en etapas cansinas trilladas por otros. Desdeñan el orden hasta entonces conocido. Además, sólo la renuncia a las raíces y a la apreciación de los valores establecidos puede proporcionarles la sensación, ficticia, de igualdad cultural, sólo la idea de nuevo territorio y separación de lo antiguo, venal y caduco puede alimentar su estima, ofrecerles un puente sobre las diferencias de formación, afición y expectativas que ya perforan con sus aristas la capa tibia del amor. La adscripción a la vaga entidad “Tercer Mundo” proporciona a Rida una patria de adopción y casi un título honorífico, aunque en verdad no siente por el club de los parias de la Tierra gran entusiasmo, y más bien se atiene, en el fondo, a la irónica opinión de su padre sobre el socialismo como miseria para todos. La pareja conoce, incluso alberga cuando ella encuentra un empleo y alquilan apartamento, a impacientes partidarios de la modernización, sin corrupciones, del Magreb, y también a españoles aspirantes a guerrillero urbano. Frecuentan gente del Partido Comunista Español cuyos mítines recuerdan terriblemente a R. a la devoción incondicional de las parroquias. En ellos, con sorprendente ausencia de críticas, el líder propugna la alianza con los diversos sectores que se oponen a Franco y, tras valerse de ellos, hacerse con el poder. Dos de los miembros del partido advierten lealmente a R., a la que saben no militante, de que la policía franquista ficha a los que van al centro Federico García Lorca.
Por su parte los tunecinos conocidos de Rida se han emparejado con muchachas belgas que apoyan con fervor cuanto ellos dicen. Se trata de chicos jóvenes que no añaden a sus declaraciones marxistas sentimiento nacional o religioso alguno y que muestran, incluso a los ojos-siempre crédulos hasta que se demuestra lo contrario-de R., una conmovedora adhesión incondicional a los dogmas del socialismo. Sueñan con un paraíso previo a la acumulación de bienes, y hablan de la prehistoria como de un pacífico escenario compuesto de tribus idílicas en las que no existían lo tuyo ni lo mío, y donde la propiedad privada no había aún inoculado a los hombres su veneno. Creen como artículos de fe las frases de manuales de Marx y Lenin y rechazan la menor objeción al respecto. Otros, como Fuad, viven de forma independiente, estudian, trabajan y se esfuerzan por acabar sus carreras. A veces, cuando Fuad viene a su apartamento, mientras toman té, unas cervezas o café preparado a la manera árabe al que se añaden unas gotas de agua de azahar y la música, con toda la sensualidad de Um Kalthoum, asciende en lentos giros en el aire, entonces R. pone algo a freír en la cocina, y el visitante lanza una exclamación de gozo:
-¡Es como en Túnez!
Cuando el aceite de oliva se une a los demás perfumes y se diluye en la calma de la tarde.
Rida ha ido sustituyendo el grande y lejano regazo de origen, cuajado de amigos, conocidos y de una familia cuyos flecos parecen interminables, por una pequeña red de compañeros de precaria fortuna, defensores de otro orden social, situados frente a la Europa ajena, los grandes y cerrados edificios. Y así, de denuncia de Vietnam a opresiones-¿por qué no?-ancestrales, ellos dos frecuentan, sin figurar en sus nóminas, a gente de Amistades Belgo-Chinas, compran hermosos carteles con campesinos felices y con una cara, tocada de gorra, formada por los puntos rojos de centenares de chinos minúsculos y que es la del Presidente Mao, también impresa en una colcha que no adquieren, aunque poco se faltó para que cobijase los sueños de la pareja.
Pero ni por un instante el proletariado, que se encarna en los inmigrantes españoles del barrio y, escalones más abajo, por norteafricanos, adquiere para R. la menor aura de nobleza, rango o atractivo. El origen modesto, la familia sometida a las carencias de la pequeña clase media con grandes apuros de fin de mes, la han vacunado tempranamente contra la mística obrera que halla en los libros o que observaba en sus compañeros de universidad. Ni ella ni Rida ven la menor virtud en la pobreza o el trabajo manual; ambas cosas pertenecen a aquello de lo que hay que salir, de lo que se huye y, como de un hoyo, se va uno alejando con tesón, trabajo, estudios. R. vive donde los inmigrantes españoles, habla con unos y con otros, acude a casa de la mujer del panadero, y la oye asumir y expresar con toda naturalidad el mediocre mundo de las trampas y la dependencia femenina, el relato de cómo se quedó embarazada para incitarle al matrimonio y cómo el futuro marido esperó a ver si el hijo nacía vivo o muerto antes de casarse. Su mundo parece a R. tan lejano como el de cualquier grupo indígena de las tierras al otro lado del Mediterráneo. En dos ocasiones va con Rida y sus amigos a una sesión de cine árabe, y el regusto es similar: Primero se trata de una película egipcia esmaltada de canciones, almíbar, sumisión completa de la dama al galán (que le propina un correctivo entre el alborozo de la sala) y lágrimas sin cuento. En la otra sesión cambia el registro: se trata de cortometrajes de jóvenes artistas tunecinos y el plato fuerte consiste en una interminable escena en la que una muchacha rubia gesticula, incita y se ríe del compañero magrebí. La moraleja, le dicen, consiste en escenificar los complejos del exiliado en Europa. R. encuentra que la obra los justifica.
Sin embargo la pareja continúa sintiéndose al margen de unos y de otros, aunque por razones distintas. Su panorama es un paisaje que se desdobla de manera acelerada en dos horizontes diferentes, pero cuando R. está sola en casa hunde a veces la cara en el abrigo gris de Rida, el que le regalaron los Amigos del Hombre y cuelga del perchero, lo abraza y aspira su olor.
Han trabado amistad con Kosty y Bernard, pero a veces a R. le resulta un tanto trabajoso evitar el papel de sometida mujer del sur en el que Kosty la enmarca, o seguir sus bromas sobre el sexo y el placer que, a falta de cosa mejor, proporciona un támpax.
-Tú eres muy dulce; demasiado dulce-le asegura.
Y R., que sabe que la dulzura no está, ciertamente, entre sus virtudes, recibe con desconcierto éstas y otras denuncias de la imagen que Kosty superpone a la suya propia. La ruptura de su matrimonio con el chico árabe parece en la determinada polaca una idea de indiscutible y benéfica claridad. El ansia de salvar y mostrarse solidaria ha prendido en Kosty, en la cerilla de su cuerpo menudo y duro rostro. Es difícil defenderse de ser salvado. Ocurre que R. no se siente víctima; hace, ve, comprueba, lucha.
Sylvie se muestra solícita con Rida, pero hostil respecto a R., cuyos amigos, gustos y formación cultural son tachados de “burgueses”. La señora belga tiene un joven compañero de manifestaciones y de lecho, un italiano al que exige amor, fidelidad y compañía, en nombre de la nueva sociedad antiimperialista sin prejuicios y la hermandad ideológica. Paolino intenta huir y suele ser atrapado, desarmado de argumentos y envuelto, una vez en el nido, en minuciosos análisis sociopolíticos que convierten en traición burguesa su rechazo de Sylvie, de la que le separan veinte años y quince kilos. En la vasta casa de ella hay largas comidas y cenas (que R. rehúye) entre perros y nevera de contenido desperdiciado y caótico. Una noche, de vuelta al apartamento, Rida le confiesa:
-Sylvie había bebido, empezó a acariciarme. Le dije que se fuese a la cama y salí.
Busca celos en los ojos de R., pero no ve sino indiferencia y la leve repugnancia que Sylvie le inspira. R. sabe que Rida gusta a las mujeres, y él le dice, para su sorpresa tras una adolescencia ingrata y absorta en búsquedas, que ella también a los hombres. Nada importa. El sentido de la libertad es tal en R. que siente los celos como absurdos, impensables el disimulo, las componendas, los tapujos, las trampas. No. Su mundo es simple: Los actos no engañan, los intereses delatan, la realidad es, fatalmente, cristalina. Nadie tiene a nadie si el otro no quiere. La libertad es darse a sí mismo de comer. Nada más lejos de ella que engañar. no por moral ni por la firma en un papel al que no otorga sobre su persona el menor poder. La fidelidad le es tan natural como la adecuación entre lo que hace y lo que comprueba como cierto y acepta como justo. La relación durará el tiempo que medie hasta el descubrimiento de la finitud, del juego de los compromisos por el que R. experimenta profundo rechazo. El mismo que la llevará finalmente, saltando sobre credos, organizaciones y espacios conocidos, a volar hacia el más lejano y enorme experimento político del mundo.
Epílogo
Túnez, diez años después
Nunca debería volverse. Pero siempre, de una u otra forma, se vuelve.
Durante una década larga R. ha recibido muy cariñosas cartas de la familia de Rida según las cuales ella continúa siendo su hija y ocupa el lugar de antaño en sus afectos. La hermana mayor se complace en hacer un retrato del segundo matrimonio muy subido en color sentimental y con escenografía semejante a la de los folletines árabes: La nueva mujer viviría consumida por los celos de la antigua y no es apreciada por el clan marital. Fayrús incluso visita unos días a R. en Madrid, de paso para ver a sus hermanos que trabajan en los alrededores de París. En Navidades, llegan puntualmente desde Túnez las felicitaciones correspondientes.
Desde la separación, en 1973, en la que él se mostró como la viva imagen del dolor, y la posterior e inesperada marcha de ella a la República Popular China, Rida habitó algunos meses en el apartamento de Bruselas, donde, excepto un puñado de efectos personales, ella le había dejado cuanto poseían. Luego falsificó la firma de R. y sacó de su cuenta la pequeña cantidad de ahorro personal que ésta depositara. Él querría creer en otro hombre y en el engaño, pero sabía que R. se quedaba sola y que, antes de ser reclamada para un trabajo en Xian, sin perspectiva de otro amor, apoyo ni compañía, R. había roto con él por la recién adquirida certidumbre de la mutabilidad de las pasiones y la necesidad de búsqueda. Porque en nada cree sino en lo que ella misma comprueba; no hay barcos sin pagar pasaje, y todos son exclusivamente de ida.
Aquel verano del 73 Rida volvió a Túnez, y dio por terminada la expedición europea. Hubo algunas cartas de quejas por la ruptura y el abandono del que se consideraba objeto. A los escasos meses R. supo que se había casado con una amiga de Fayrús, quien fue describiendo a R., en largo y sentido correo, la situación. Esa vez sí se efectuó el matrimonio según las reglas tradicionales: joyas de oro y regalos entregados a la novia, muebles, gran fiesta y rápido embarazo. Amigos y familia no han escatimado préstamos, endeudamientos y esfuerzos. Ella no trabaja, la pareja se asienta satisfactoriamente en su vida matrimonial dentro de unos cánones que incluyen celos de la primera mujer extranjera, promesas, escenas y alguna que otra bofetada del marido. Todo bien, todo en orden.
Y, como le han insistido tanto en su fidelidad y afecto, un buen día, durante su mes de vacaciones, R. se presenta en Túnez, invitada a la casa de Fayrús.
La desbandada familiar es fulminante. Los padres de Rida, la hermana segunda, Bashida, aparecen en saludo vertiginoso porque deben hacer todos viajes urgentes que les retendrán fuera de la capital. Basid y Mafida se han convertido, tras su peregrinación a La Meca, en blancos fantasmas cuyas ropas anuncian el estado de santidad, el título de hadj que les otorga la peregrinación. No por ello, con gran sentido práctico, deja Mafida-cuyo pelo antes descubierto estará ya tapado siempre-de criticar el gran negocio del lugar sagrado y el abusivo precio de las botellas de agua que les vendían en Arabia Saudita. La visita es breve y sirve al matrimonio para excusar su ausencia en los días venideros a causa de un viaje inaplazable.
Fayrús cumple sus deberes de anfitriona con escaso apoyo de su marido. Única representante del otrora numeroso clan, que parece haberse esfumado en migración súbita, acompaña a la antigua cuñada y le comenta sin rebozo, tal y como ha venido haciendo en sus cartas y durante la estancia en Madrid, sus intimidades de pareja.
-Era tiempo de casarme. Mis hermanos ya me llamaban solterona.
-¿Y tus estudios? ¿Y los proyectos de trabajo que tenías?
-¡Todos los jefes, todos los amigos de mi padre querían tirárseme! ¡Todos procuraban meterme mano! ¡Hasta en el salón de nuestra casa!
-Y a Latif, ¿dónde lo conociste?
-En la biblioteca. Él estudiaba inglés. Siempre estaba detrás de mí, insistía, insistía; quería que nos casáramos. Y me casé.
No es el príncipe azul; ni los ricos que se disputaban su mano. Tampoco el arrebato pasional. Latif estuvo en el momento y lugar oportunos. En la fotografía de boda que enviara por correo y que R. observa ahora ampliada sobre el mueble del comedor, Fayrús reina, con brillante collar y belleza tranquila tocada por el pelo peinado en dos bandas y teñido del rojo profundo de la henna. Surge, como de un pedestal, del escote de un vestido con muchos vuelos, color marfil. Él, a su lado, es un muchacho delgado, de corbata granate grande que baila un poco en el cuello de la camisa, y de rasgos huidizos e inseguros, poco agraciado, que dirige al fotógrafo una mirada esquiva. Como fondo, un ramo enorme, enhiesto, en forma de concha, en el que predominan el rojo y rosa sangrientos junto con algunos gladiolos blancos.
Latif no se molesta en fingir respecto a la visitante un calor de bienvenida que está muy lejos de sentir, y le da la mano con reticencia.
-¿Te va bien con él?
Con la cándida y perfecta inmoralidad que ya llamara en tiempos pasados la atención de R., Fayrús responde:
-Oh, es débil, ¿sabes? Hacer el amor le cansa enseguida, al pobre. Él ya se imagina que tengo relaciones con otros, cuando, en mi trabajo, nos mandan fuera en misión. Los funcionarios tenemos muchos desplazamientos. Me pregunta qué tal me lo he pasado.
-¿Y te lo pasas bien con ellos?
-Sí.
-¿De quién es la niña?
-La niña es suya. Cuando me quedé embarazada, por casualidad, de otro, insistí para que el médico me hiciera abortar; le dije que no podíamos permitirnos tener al bebé.
Es aquella muy material, muy externa normativa de una moral árabe que sólo se ocupa de la posesión y la apariencia, en la que no existen conciencia ni responsabilidad individuales. Fayrús se expresa en el tono más normal del mundo. La hija que tienen es cuidada con minuciosidad por Latif, que procura no sacarla a plena luz bien vestida por temor al mal de ojo, en el que, como en maldiciones y conjuros, cree de una forma curiosamente revuelta, sin mezclarse, a las apariencias de modernidad.
El embarazo ha cambiado el cuerpo de Fayrús de una forma extraña, ha dilatado monstruosa y definitivamente su vientre, dado al cuerpo forma de gran odre del que emergen aún la belleza de su cara y la finura de cuello, brazos y piernas.
Latif habla con admirativo respeto de los Hermanos Musulmanes, los seguidores de la nueva ola islámica.
-Son gente muy seria.-repite como gran argumento.
Nunca cita las propuestas concretas en las que reside la seriedad de su programa político.
Es hombre sin sentido del humor y escasa veta festiva, proclive a las supersticiones. Adopta como indiscutible toda crítica occidental, especialmente antinorteamericana, que circule por los mentideros.
-Hay un túnel desde el palacio del Presidente a la Embajada de Estados Unidos. Por ahí va a recibir órdenes.
No vale argumentarle lo innecesario de la forma de contacto.
Túnez ha cambiado: el turismo es a ojos vistas la gran fuente de ingresos, pero la población femenina se ha cubierto en buen parte con velos, incluso las muchachas. Fayrús no lo lleva.
Su hermana Bashida se ha casado muy joven con un taxista. La familia de éste insistió en la ceremonia tradicional de exhibición de la sábana con manchas de sangre como prueba de la virginidad de la desposada.
Un buen día se presentan de improviso, en casa de Fayrús, Rida y su mujer. Ella dice a R.
-Me han comentado que usted opina que esto parece una mala película egipcia.
Hay té en la casa de Latif, y luego en la de Rida, incluso jazmín; intercambio de preguntas sobre amigos comunes, conocidos, trabajo. Él está algo más grueso. Su mujer, que lleva algunas joyas de oro, se esponja cuando R. asegura que, con el salario de su trabajo de profesora, le llega sólo para vivir sin lujos, y pasa a tratar a la ex esposa con afable condescendencia.
En una bandeja, traen vasos y licoreras. Toman whisky y cerveza sentados en la veranda.
-¿Qué tal la situación en Túnez?-pregunta R.
Rida se encoge de hombros. Resume:
-Los ricos cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.
La pareja tiene dos niños. Viven muy cerca de la casa de los suegros, en un adosado del que le enseñan algunas habitaciones antes de que la breve, y única, velada con ellos termine.
Acaba el mes de vacaciones. Latif sonríe como nunca lo ha hecho cuando amanece el día de la partida de la extranjera. Ésta, consciente de lo superfluo de su presencia, ha comprendido ahora que, en realidad, ha sido utilizada durante estos años por la familia de Rida para, indirectamente, hacer objeto a la actual esposa de oscuras animosidades, como elemento de un juego de rencillas familiares que ella ignora. Confrontados con su presencia física, se han visto obligados a abandonar el mito, útil mientras distante, a enterrar el folletín egipcio y a mostrar fidelidad al clan local, a la familia de Rida próxima y real.
La tradicional hospitalidad árabe brilla por su ausencia el día del regreso. Nadie acompaña a R. al aeropuerto. El taxista intentará hasta el último momento timarla. Por la ventanilla del avión que despega ve el lago salobre, las dos cimas gemelas del Bukornine y la ciudad, que crece como una persona.
Libia-Túnez 2008
Como las tapas de un libro, bajo el avión se cierra un panorama nocturno de electricidad dispersa a excepción de un fragmento de vena, un coágulo urbano, un puerto. Es la Jamahiriya Libia, el Estado de las Masas, revolucionario, socialista e islámico. En cambio se despliega al poco el manto de luces de la modesta Túnez, constitucional, laica y abierta, deseosa a trancas y barrancas, de leyes y de guardar distancias respecto a imanes y jeques iluminados, conservadora de su herencia bilingüe francesa, amiga de la dulzura de vivir y del otro lado del Mediterráneo. Ahí está, diminuta y sin petróleo, pero prueba viviente de que, pese al racismo tradicionalista que impera en las progresías europeas, los árabes no están en su totalidad fatal y genéticamente abocados a la servidumbre, la plegaria, la consigna, el oscurantismo y el atraso.
A la mañana siguiente, en las horas que preceden al vuelo de enlace, es tiempo de caminar por la página blanca de la ciudad afanada y presurosa, llena de edificios diversos y de viandantes, pasablemente reparadas sus calles y sus casas. Y a R. se le alegra el corazón ante la inmensa diferencia entre el país que ve y el que acaba de dejar, porque es patente que Túnez, carente de recursos naturales, tiene el mejor combustible: un sistema moderno, que se quiere occidental y civil, junto al que resalta de manera llamativa el agresivo autismo de las proclamas antiimperialistas y el Libro Verde de su vecina Libia. Nada reemplaza al contacto, por breve que éste sea, con la piel de l realidad, el olor, los sonidos, las formas de un lugar preciso, su blanda dulzura y blandas y fragmentadas corrupción y benevolencia. Uno tras otro, se suceden los cafés, restaurantes, tiendas y chiringuitos diversos, los altos edificios nuevos y las casas cuyas fachadas pagan tributo a la estética del blanco y las ventanas azules. Y hay mujeres, mujeres, de todo tipo y atuendo, sin velo alguno, el pelo al aire, que se cruzan con otras con pañuelo que tal vez-aquí sí-han elegido-o no-llevarlo. Libia y los tristes fardos negros de su población femenina, las inmensas fotografías del Líder, las casas sin belleza y los espacios desolados cubiertos de bolsas de plástico parecen inmensamente lejanos. Los tunecinos atienden a sus múltiples asuntos, compran en Monoprix, se toman los buñuelos y el bocadillo tradicionales. Frente a un edificio oficial grupos de hombres protestan por problemas laborales. No se advierte ni omnipresencia ni celo en la policía. La gente se mueve sin agobios pero con rapidez y da muestras de una energía desconocida en las calles de las somnolientas poblaciones líbicas.
Ha habido de nuevo un cambio. Pese al cáncer fundamentalista, a la ola de integrismo que se extendió hacía años como una sombra, pese a la regresión que rezuma de Irán y de Arabia Saudita, Túnez va para arriba, y su economía parece un hervidero de iniciativas, obras, reparaciones, inmuebles vetustos pero acogedores, tráfico desordenado pero con semáforos a los que se otorga cierto margen de respeto, aceptable limpieza viaria, variedad social, mientras sobre las aguas salobres del lago en otros tiempos fétido se perfilan las cumbres gemelas del Bukornine, y pasa el tren, con nuevos vagones, que recorre la línea de la costa por La Goulette, Salambó, Carthage, Sidi Bou Said, La Marsa.
En el mapa, Tunicia parece tener la conmovedora levedad de una hoja, entre las dos enormes pinzas de desierto de Libia y de Argelia. Podría haber sido aplastada en cualquier momento por sus hoscos, beligerantes vecinos, dotados de todas las armas del nuevo rico y ansiosos de mostrar su desafío del imperialismo, su odio a Occidente y al progreso, su deseo de erigirse, como pretendió con insistencia Kadafi, en gran jefe del África musulmana unificada. Y probablemente Túnez hubiera podido ser laminada por estos dos grandes dedos de no haber contado con el apoyo y respaldo de Europa y sobre todo del muy odiado amigo de América. Ahí está. No se preocupa. Va para arriba.
El tercer reencuentro ha sido fortuito, una pincelada breve, pero satisfactoria; el Túnez de unas horas, encajonado por el azar entre la visita al desierto, con diadema grecorromana, de Kadafi, el Hombre Que Quiso Ser Mao, y el vuelo hacia Madrid.. El fundamentalismo, esa pendiente inclinada hacia el más sombrío medioevo, que también amenazó a Túnez, ha remitido, no canta victoria. Pasó, como también las desdichas de la vida pasan, como las nubes de la mañana de viento, claros y lluvia. El ayer ha sido llevado como se llevan las cosas sin raíces, absorbido por la rapidez de una corriente que apenas permite hoy su recuerdo.
II
MÁS ALLÁ DEL MAR CASPIO
Deslizarse por un nombre, por las curvas vertiginosas de su inicial hasta la a del asombro de los grandes arcos ojivales que surgen entre las arenas del olvido y se hunden en un horizonte de suaves montículos, prolongarse en el eco sonoro que se pierde en una inmensidad a la que son artificiales las fronteras, cerrar el espejismo de las evocaciones. El anhelado Oriente: Samarcanda. Que es sólo quizás un sueño, un conjuro, como tantos, contra la irremisible mediocridad a la que se ajusta como norma la generalidad de la vida.
El viajero defiende su sueño desde que llega, desde mucho antes de situarse ante el cuadrilátero del Registán majestuoso, bañado de azul, cubierto por la dura y seca bóveda celeste de estas latitudes salpicada, en la noche, de las grandes estrellas que un rey astrónomo intentó reproducir en los mosaicos. El viajero sabe, porque ha visto antiguas fotografías, que la restauración cuidadosa de arquitectos soviéticos del siglo XX ha dado nueva vida a una belleza que se diría inmemorial pero que hace unas décadas yacía en buena parte despedazada por las agresiones de los hombres y las del tiempo y de los terremotos. Lo sabe, pero no quiere saberlo porque desea vivir el hechizo e incluso lamer hasta el último reflejo dorado del espectáculo de luz y sonido que recorre fachadas y minaretes. Quien aquí llega se aferra a su sueño, pero luego-y ya antes, y después, y al mismo tiempo, siempre agazapado en el rincón final de la conciencia-emerge el deseo de saber, y el de expresar sin censuras; una tarea que ha vuelto imposible la presión del código del Buen Observador Occidental. Sobre él gravitan milibares de pluralidad étnica bienpensante, toneladas de relativismo preceptivo que filtran desde el origen su pensamiento y lo conducen, sin romperlo ni mancharlo, por el parque temático oriental, árabe, polinesio, africano. En el viaje se invierte dinero, es el fructífero negocio del que viven agencias que irían a la bancarrota si desaparecieran las narices perforadas, los platos soperos incrustados en los labios, los densos velos femeninos, las tareas agrícolas realizadas con herramientas prehistóricas. Los labios ungidos de filtro solar están sellados a la sumisión despótica al poder y a la fuerza que resultaría indignante en sus más mínimas manifestaciones en el país desarrollado de origen, pero es fascinante en este circuito por recovecos medievales del tiempo no hollados por el Derecho de Roma, la caridad cristiana hacia el semejante, el impulso liberador de la Razón, bajo los cuales desean vivir, también aquí, en estas latitudes muchas más personas de las que se cree.
Los mapas revelan fronteras recientes trazadas a escuadra y cartabón, en Asia Central como en África, en mapas diseñados durante el final de las colonizaciones, líneas sin conflictos fronterizos porque atravesaban la indiferente extensión de los desiertos o chocaban con los acantilados del Tien Shan, las Montañas del Cielo que forman al este la gran muralla natural de China, con el macizo de Pamir y con el Kopet Dag, que marca la frontera iraní, con las secas y minerales elevaciones del Indu Kush, que separan por el sur estas tierras de Afganistán, tan duras e inhóspitas que no parece en la distancia que pudieran producir otra cosa que cuevas rellenas de fanáticos. Del norte, de las montañas del Altai, desbordaron, precipitadas desde las mesetas de Mongolia, oleadas de jinetes ansiosos de botín y dominio. Los grandes cuencos de arena de los desiertos de Karakum y Kyzylkum ven rota su estéril geografía por la floración de oasis y ríos de variables curso y existencia; discurren lentamente el Amu Darya y el Syr Darya, se deseca el Mar de Aral, nutren lagos las rigurosas alturas del este, de manera que éstos son países de archipiélago, vergeles jugosos, floraciones aferradas al comercio y al agua en un mar de arena, veranos tórridos y pasos impracticables por la altura y la nieve. Así se anudó la Ruta de la Seda, que ha acunado en su nombre los largos sueños del sedentario y mecido imágenes de lentitud, brocados, peligro y fantasía. El hilo se cortó, se fue hundiendo en las dunas sin desaparecer nunca del todo, revelador, en su actividad de zocos e intercambios, del incansable poder del espíritu emprendedor, de la fuerza de la iniciativa personal y del comercio que se manifiesta hasta en las más adversas circunstancias para desesperación de puritanos y controladores. El cambio del mundo, con el Renacimiento, las rutas americanas, la definitiva conciencia de la redondez, y accesibilidad del planeta y el fermento de Prometeo en los espíritus, dejó sumidos en su inacabable y alta edad media a sultanes de oasis y gabelas, a khanes que cimentaron hasta el siglo XIX su riqueza en centros de venta de esclavos, a corredores de mercancías y a villas de tratantes prósperos. Los edificios de poblaciones que con frecuencia fueron arrasadas hasta los cimientos por el conquistador de turno, las viejas civilizaciones anteriores al siglo VIII que borró, con sus obras de arte y bibliotecas, la expansión del Islam, resucitan, en una escogida minoría, sólo con los trabajos arqueológicos del siglo XX y a veces en el conmovido relato de algún viajero que describe la majestad de las ruinas melancólicas, de una orgullosa frente de adobe que desafía a sus enterradores y sobrenada la llanura.
Los khanatos siempre fueron, a través de los siglos, reinos mudables, que pasaban de una mano a otra al ritmo de la invasión y el poder de un ejército que, cuando se saciaba de botín y de sangre, podía tener jefes que se asentaban, afirmaban, construían y cobraban tributos. Su movimiento encrespado de superficie esconde el inmovilismo de desarrollo cívico, hasta que también ahí llegó, en el siglo XIX, la gran expansión mundial consecuencia de la Revolución Técnica. Es buen lugar para el estudio de espejismos. Aquí aprende, quien no tuviera ya adquirido tal convencimiento, que moral y justicia, compasión y bien no son sino ficciones con las que el ser humano pretende dar sentido al mundo, consuelos frente a la arbitrariedad atroz del breve e impredecible curso de la existencia. Sobre estos oasis agrícolas, emporios de agua y de mercaderes, han caído, como la langosta, gentes repletas de proteínas y músculo, bandadas de jinetes expertos en la velocidad, el arco, el terror y los caballos. Con un credo tan simple como el de su emperador, que afirmaba que no hay placer como habitar los palacios del enemigo, acostarse con sus mujeres y montar sus caballos. Se han elaborado, posteriormente, explicaciones para la justificación de voraces clientelas que, en realidad, no son (desde el poder por derecho divino a la lucha de clases) sino alambicadas formas de legitimar la apropiación de lo ajeno. Gengis era directo. El primer gran khan de los mongoles, experto en alianzas y repartos, registró la patente de una metodología guerrera perdurable y eficaz: Utilizó sistemática, sabia y profusamente el terror erigiéndose así en adalid de una táctica llamada a un porvenir glorioso. Las poblaciones pasadas a cuchillo, la destrucción hasta los cimientos de ciudades producían (no siempre) un beneficioso efecto de rendición preventiva y desmoralización segura en una Eurasia sobre la que se extendió imparable la crecida de la que sería más tarde, con Batu Khan, la Horda de Oro. No faltó el terrorismo psicológico: Desde el mimbar de la gran mezquita de Bujara, mientras los caballos pateaban libros sagrados y los soldados degollaban, violaban y saqueaban, Gengis se autoproclamó Castigo de Dios, enviado divino para que la comunidad (de sumisión, como su nombre, “islámica”, reza,) pagara por sus pecados. Desde luego tales destrucciones son perfectamente coherentes con la palabra Paz, la paz de la claudicación ante el terror llamada en el siglo XXI a gozar de grandes éxitos, porque, en efecto, tanto las tácticas pedagógicas de Gengis Khan como más tarde las torres y murallas de cráneos de Timur (el Tamerlán o“Timur Lang”,el Cojo, de la embajada, en 1404, del enviado de Enrique III de Castilla, Ruy González de Clavijo) y su forma de amenizar las fiestas con ahorcamientos a los postres fueron determinantes para la extensión del pacifismo entre los súbditos. El Emperador cuyas campañas costaron la muerte a más de un millón de seres humanos murió, anciano, respetado y temido por sus pares, en la cama. Se habla de la “Pax Mongólica” y hoy, en esas naciones tan recientemente inventadas por Stalin, lo adoptan como símbolo patrio y le erigen estatuas. Los núcleos más civilizados de Asia Central quedaron, tras la bajamar de la caballería mongola, al margen, durante seis siglos, hasta el forzoso contacto con Rusia, de la evolución de la historia.
A la pura fuerza y avidez de los jinetes de la estepa, que anteriormente fueron hunos y descendieron con Atila en el siglo V hasta las puertas de la misma Roma, al vigor de los Turcos Azules, llegados quizás de la lejana Siberia y aliados de los Sasánidas, no los vencieron las oraciones ni el convencimiento, sino la técnica, el desarrollo y las armas de fuego, que acabaron en la Edad Moderna con el predominio que ejercían sobre agricultores y civilizaciones urbanas el caballo, el arco y la resistencia física. Ya antes, el impulso de la expansión ilimitada, los atractivos de la vida sedentaria, el imperativo de servirse de la cultura conquistada y la disgregación feudal rompieron, revolvieron, cambiaron lo que fueron reinos con ambición de continentes. Quedaron los Mogol (mongoles) que desde Babur ocuparían hasta el siglo XIX el trono de Delhi, la dinastía Yuan. fundada por un nieto de Gengis, en China, la cada vez más importante Rusia, el antiguo imperio de los persas, y, en el vasto centro de Asia, una constelación de tribus y sultanes enfrentados y unidos por el hilo discontinuo de caravanas y de guerras, encarcelados por la lejanía del mar, el conservadurismo feroz de las sociedades pequeñas y la extensión mineral y hostil de inacabables planicies, mezclados por las grandes deportaciones dispuestas por el Padrecito soviético durante la Segunda Guerra Mundial. Se trata de una navegación por secos portulanos. Gobi, Takla Makán, Muyunkum, Karakum; las ciudades son excepciones en la vastedad de tales desiertos. Hoy el viajero busca barcos varados en la arena, el cono emergido de civilizaciones muy antiguas, sepultadas por la invasión posterior y lentamente roídas por el viento. Como ellas, ya en el siglo XX, los tiempos modernos impulsan inesperada, bruscamente, espolones urbanos, zonas de desarrollo brotadas con la rapidez de las plantas en el desierto tras la lluvia, vanguardias de una sincera voluntad de progreso o simples conjuntos monumentales consagrados a la vanidad de un sátrapa.
En el centro de Tashkent, aquejado del gigantismo urbano y la oficialidad intocable propios de la era soviética y de la generalidad del comunismo, la viajera observa un hotel reflejo del de sus recuerdos, con la misma enorme araña de cristal, las mismas superficies brillantes y sillones oscuros, el pavimento kilométrico y pulido, los ascensores de vieja película, la cafetería inhóspita de puro inmaculada, los pasillos y tiendas silentes, el todo punteado por algunos empleados, algún huésped, escalinatas, oficina de cambio que rechaza los billetes de dólar con la más mínima mancha o roce. Es un túnel vertical del tiempo, podría ser la China de los Hoteles de la Amistad de treinta, cuarenta, de más años atrás. Fuera están los grandes espacios supuestamente populares y ciertamente tan controlados como lo han sido, invariablemente, todas las “repúblicas democráticas”. Son paisajes que, quizás sólo para quien conoce a sus homólogos desde antiguo pero ciertamente no para la inmensa tribu de la ceguera bienpensante, destilan cierta angustia mezcla de agorafobia, totalitarismo evidente y nepotismo de partido único plasmado en la arquitectura, y tras cuyo clasicismo yace la incógnita de este próximo y conflictivo Oriente del gas y del petróleo, del control de los oleoductos y de las fronteras próximas con Irán y Afganistán bajo la impredecible, atenta mirada de los colosos de Rusia y de China (quizás también de la India). Con sano juicio, los uzbecos quieren volverse hacia Occidente, aunque los corteje el fundamentalismo millonario de Arabia Saudita o Teherán, que envían fondos para alimentar islamismo y viveros terroristas, y la Rusia del reconvertido KGB, y, cuantas más noticias tienen del mundo que los rodea, más quieren ser libres de la forma que a otros ven serlo.
Por lo pronto, lo que se presenta como la capital de Uzbekistán es una inmensa, deslavazada, plana ciudad, nueva tras el terremoto de 7,6 escala Ritcher, de 1966. Sin, a diferencia de China, bicicletas, ni mucho más de otros vehículos. En cada una de las estaciones del metro, diseñadas en el espíritu soviético de “palacios del pueblo” aunque concebidas al principio como refugios nucleares, la viajera espera hallar una momia-Lenin, Stalin-que estaría perfectamente acompañada por las columnas, lámparas, bronces, mármoles, todos ellos solemnes y aquejados de cierta semipenumbra.
El túnel del tiempo ha abierto de par en par sus puertas a la llegada al aeropuerto internacional. El alba tiene el gris turbio de un mal café con leche. Funcionarios, garitas, impresos, ventanillas, todo conserva el perezoso aspecto de la burocracia socialista, la indiferente lentitud de las policías acostumbradas a la arbitrariedad y al soborno, la confusa ineficacia y el desdén por lo extranjero y por el ciudadano llano propios del país con un pie en el subdesarrollo. Las ansiosas expectativas de los nuevos descubridores de Asia Central se estrellan contra tres horas de espera, inútiles trámites, aglomeraciones caóticas, escasas ventanillas, pagos y gestiones que acabarán, a precios harto elevados, por cubrir de papeles y sellos una parte sustancial de sus pasaportes. El euro nuevo rico, poderoso y altivo es implacablemente desdeñado en pro del dólar, rey indiscutible siempre y cuando los billetes se atengan a la estética del papel impecable y la hornada reciente. Toda una metáfora de lo que vale en geopolítica una Europa que cree poder refugiarse en la sola barricada del dinero. El entusiasmo del descubrimiento de lejanas culturas con el que palpitan los solicitantes de visados no decae pero se entibia. Y sin embargo esas culturas comienzan exactamente aquí, y no en el gorro de piel, los minaretes y la yurta, empiezan en estos ordenadores vetustos, incongruentes dado el marco que los rodea, y en los rostros de los policías-una gama del chino al turco, del eslavo al semita-que da fe por sí sola del baile de mezclas raciales.
Tashkent es un rápido desfile de núcleo monumental y restos de ciudad vieja. En el mercado vecino, con mujeres de dientes de oro y aire años cincuenta, hay puestos de mercancías sin interés en buena parte de origen chino, vasos de licor de cerezas y grandes hogazas del extraordinario pan local, redondas, rubias y fragantes, rematadas por un borde estriado que encierra en el centro decoraciones de hojas y de flores. Se apilan en cerrada formación hasta la altura de la cabeza de las vendedoras, que se dejan enfocar pese a las reticencias de compatriotas malhumorados que intentan poner la mano ante la cámara. Sobre una tienda de ultramarinos se ha colocado, a modo de dintel, una composición fotográfica que actúa como publicidad: ocupan el primer plano dos niñas tocadas con el ceñido velo blanco de las peregrinas y situadas sobre el fondo luminoso de La Meca. Una de ella sostiene el Corán, la otra une en oración las manos abiertas, ambas elevan devotamente los ojos al cielo y a las dos reconforta la botella de coca-cola vecina integrada al sacro paisaje. La clientela femenina que sale, entra y deambula por los puestos no lleva con frecuencia la cabeza cubierta, luce blusas de manga corta y distintos escotes. Los rostros reproducen multiplicada la mezcolanza racial del aeropuerto, y la juventud, la sensación indefinible de los países que empiezan, la misma que, sin agradar estéticamente, conmueve en la pretensión de memoriales y parques, en el desafortunado y plateado ave fénix y el empeño en dorados, escalinatas y plazas que siempre parecen querer emular a las superficies parameras de Tien An-Men y de la Plaza Roja. En Tashkent se ha ido acampando, repoblando, haciendo resurgir tras un terremoto de destrucción completa, y es invivible sin un medio de transporte, sin el caballo mecánico (la bicicleta es despreciada, sorprendentemente, en esta llanura aún más propicia que la de Pekín, que en otros tiempos rebosó de ellas) que enfile hacia el inacabable horizonte.
El velo del cansancio, tras el largo vuelo y la noche insomne, conserva aún su trama cuando se toma otro avión para, desde Urgench, llegar por tierra a Khiva; con alrededores donde el calor de agosto alcanza las más altas cotas, con cifras que parecen simplemente engañosas por lo inusitadas (cincuenta, o más, grados). El sol es un enemigo, al que nada oculta, que está siempre ahí, que, hasta el último minuto, ya muy bajo en el horizonte, no se resigna a morir sin víctimas, las busca y las aplasta mientras ellas resguardan la humedad de sus cuerpos en los raros lugares con sombra. Mojarse la cabeza, mojarse una y otra vez la cabeza, cubrirse, bendecir el paraguas-sombrilla regalo de los mejores amigos, interrogarse sobre la tenacidad de la vida, las guerras del agua, la estrategia de los ríos desviados, como el Amu Darya, el lento desmenuzarse y volver a sus orígenes de las paredes amasadas con la tierra.
Es la región de Khorezm, y con ella la viajera comienza a deshojar al revés grandes bloques de calendario, a descender esos escalones de la historia que no conducen a grandes tesoros sino simplemente a algo más valioso, al silencioso archivo del tiempo (¿para cuándo el monumento al arqueólogo anónimo?) que ha sido penosamente recuperado ladrillo a ladrillo y teja a teja bajo la indiferente bóveda de un cielo que jamás protege. El Islam va siendo fenómeno reciente, arrasador, deslumbrante porque es lo que queda. Debajo, hacia atrás, privadas del color y en parte de la forma, están las huellas de ciudades-reinas, de afanosos acueductos, de los que en persa se llamaban karawan saray y pasaron como caravanserail, caravanserrallos o caravasares a Occidente, donde intercambiaron productos y reposaron mercaderes de la Ruta de la Seda. De la seda y de tantas cosas representadas por palabras-amuleto (marfil, perfumes, especias, vino, cristal, gemas, porcelana, papel, té, laca, hierbas, jade, plumas, angora, oro) que sirven de trampolín y de envoltorio al material infatigable de los sueños. Desde Xian, en el corazón de China, hasta las primeras playas europeas se recorrió la Ruta durante mil años, se olvidó y se recobra hoy para uso y disfrute de los buscadores del choque estético y de la bondad ancestral de la hospitalidad nómada.
Pero antes de la era del ladrillo cocido y las tejas coloreadas y mucho antes de las bóvedas como pozos de un verde profundo en medio de la sequedad, hubo esos milenios de indoeuropeos y semitas, de tribus arias cuyos sucesores hablan hoy el tadzhik y el persa, de satrapías aqueménidas y vasallos mal avenidos; el único escenario a la medida de un Alejandro Magno cuya idea política era, pese a la noche de embriaguez, destrucción y asesinato de su amigo Cleito en Samarcanda, la antítesis de la barbarie predadora de las grandes hordas y el mero despotismo de los khanatos. Quedan, apenas, ahora los qalat, villas fortificadas, paneles de murallas y de torres elevados en colinas y a veces decorados con esculturas y frescos que sólo el azar, en algunos fragmentos, ha salvado del concienzudo empeño iconoclasta.
También se viaja por viajeros. Ellos no son, contra lo que creen y para lo que han pagado, un movible puesto de observación que se desplaza al ritmo de la degustación y de la cámara. Pertenecen a corrientes, obedecen a códigos y afinidades tribales que harán de ellos una sorprendente orquesta coral y que impulsarán a sus miembros a proyectar tensiones y fatigas en el ocasional hereje. Los asentimientos a barbaridades objetivas, la ruptura de las caras rutinas de la existencia cotidiana cristalizarán en la violencia y el ataque (más o menos satinado de manierismo de salón) contra el occidental disidente que no ha hecho juramento de loa incondicional y eufemismo de buen tono. El Turismo de las Culturas, inconscientes sus miembros de la propia homogeneidad cuando de repetir las premisas que salpican medios de comunicación y discurso en boga se trata, es la élite dentro del business de la inversión viajera rentable. Tanto que, a su lado, el infeliz estivalero, el denigrado turista de autocar y grupo numeroso e incluso el pretencioso protestador profesional para el que todas las estrellas de los hoteles son pocas resultan de conmovedora inocencia en su modesto afán de vacaciones en tierra extraña, en su irreprimido deseo de jolgorio y sus cándidas exclamaciones de extrañeza, admiración, repugnancia y fraternidad dicharachera. Porque sobre ese turismo calificado con el mayor desdén como de masas, y que tanto ha hecho por el desarrollo, enriquecimiento y liberalización de las costumbres en numerosos países, sobre esa horda de gordos y de flacos, de gentes con frecuencia de más que mediana edad y sin el menor prurito atlético, vestidas de dominguero serrano, planea el escogido clan del viajero nuevo, un opus dei sin dei alguno, misioneros del pluralismo bienpensante y la alianza de civilizaciones, reconocibles por la perfecta obediencia a un decálogo que también se refleja, como en diversos espejos, en las páginas culturales de guías de viaje por otra parte bien documentadas, en los trabajos televisivos y periodísticos y en el tenor de los comentarios. El lema podría quizás resumirse en la consigna de no intervención, ni siquiera intelectual, ante los fenómenos (en el sentido etimológico del término) de un mundo captable a través del exclusivo ángulo del relativismo. De no haber abolido los ingleses en la India el sati o inmolación de las viudas en la pira de sus maridos, el grupo angélico-ecológico observaría el rito parpadeando levemente (a causa del humo) y defendería en la sobremesa el sagrado derecho de los pueblos a la defensa de sus tradiciones y el método dialogante y educativo como única vía, la cual hubiese permitido a las viudas torrefactarse durante unos cuantos siglos o milenios más.
Las páginas introductorias del eficaz volumen anglosajón que se ha convertido en biblia de descubridores del ancho mundo permiten abrir boca en la visión, consideración y adecuado disfrute de la universal red de parques temáticos amenazados por la globalización. Son guías redactadas por vigorosos y con frecuencia jóvenes viajeros para los que la sebosa presencia y torpes observaciones y ademanes del visitante medio son un triste lunar en la salvaje belleza del paisaje y el atractivo primigenio de los ancestrales ritos de la tribu. El redactor (como el político y el periodista) protege además, con el puritano ardor propio de las actuales derivas criptorreligiosas, las simpatías que le permitirán viajes futuros. El principio del Bien invariablemente reside en una entidad abstracta e intemporal llamada “pueblo”, normalmente dotada de un sentido de la hospitalidad extraordinario, y amenazada sucesivamente en su esencia y su pureza por potencias foráneas que carecen de escala de valores, de moral y de principio alguno y que son entre sí equiparables por su codicia y bajeza. El fundamentalismo islámico, lejos de ser real fuente de terror, se describe como simple y útil espantajo que justifica injerencias y presiones. Textualmente se lee, en Lonely Planet, que a los aliados occidentales se debe el descenso, en las repúblicas centroasiáticas, de la presión internacional para mejorar el nivel democrático y de derechos humanos, lo que viene a exculpar a los usos medievales autóctonos, a los islámicos y a los actos de los indígenas. El viajero anglosajón se aplica, con el celo del converso, a remachar los tópicos contra el colonialismo, imperialismo, y, por supuesto, España, si se trata de América Latina, y, en el resto, de Gran Bretaña y Estados Unidos. En el tiempo, se comulga con la imagen del Pueblo Autóctono invariablemente agredido por conquistadores moralmente en todo semejantes y, de ser occidentales, abominables. Así, mientras Tamerlán y Gengis se limitaban a arrollar y reinar, que era lo suyo, al griego Alejandro Magno no le guiaba sino el haber tomado, repentinamente, gusto a invadir y (pese a Aristóteles y a los científicos de los que se rodeó en el camino a la India) carecía de idea alguna, era un generalísimo (sic) megalómano que, de no ser por el rechazo de sus compañeros, se hubiera transformado en déspota oriental. La abismal diferencia ética entre la actitud, y el número de víctimas, del griego y las de los mongoles o los khanes turcos es detalle insignificante para el comentarista europeo o norteamericano, sumiso a la servidumbre de la corrección política y al mito. Por lo demás, la guía es libro práctico y rentable, se rige por el razonable sentido común que asegura la inutilidad de alterar tal ecosistema y permite el máximo aprovechamiento del entorno con el mínimo riesgo de interferencias molestas, todo al sano ritmo del trekking, las melodías folklóricas y la meditación sufí. Estamos a años luz del viajero comprometido de los sesenta y setenta, de la indignación genuina e ingenua, del ansia torpe por ver mejoras y contribuir a ellas, del deseo de comunicación y de acción tan erróneo con frecuencia como generoso y franco, de cierta conciencia profunda, y no impostada, de la universalidad y del progreso humano. Es ahora época de deambular según las reglas marcadas por la ciencia-ficción a los viajeros del tiempo: bajo prohibición de cambiar un pasado que hoy se muestra por parcelas en todas sus eras de forma simultánea con un mero desplazamiento espacial. Porque, sin necesidad de H. G. Wells, las rutas del aire permiten el paseo por la Edad Media, el fin de semana en el Romanticismo y las excursiones por la Prehistoria.
La viajera adopta el discreto perfil ausente de quien sabe habrá de hacerse perdonar su diferencia y será, temprano o tarde, blanco de esas vagas agresividades segregadas durante la forzada cohabitación de los desplazamientos, jirones de reproche que buscan, como nubes de polvo, posarse sobre el ser distinto, independiente, solitario y obviamente experimentado en el recorrido de mundos y de lenguas. Las mujeres son particularmente feroces en el ataque contra alguien que se mantiene en igualdad de intereses y nivel intelectual con los hombres, que posee, por mucho que guarde silencio, una experiencia que escapa por completo a sus vidas, que pone con breve e insoportable contundencia en tela de juicio la modosa discreción de las observaciones, la erradicación minuciosa y sonriente de los juicios de valor, el acolchado reducto que les recubre durante su desplazamiento pluricultural. Las cónyuges ejercen a fondo como tales, en un lote que incluye la orgullosa e incondicional defensa de las afirmaciones de sus hombres y la agresiva desconfianza ancestral respecto a la hembra sola que osa refutarlos, discute en su propio terreno y que además, ¡oh infamia!, habla idiomas más y mejor que ellos, se entiende con indígenas y guías y no muestra el menor interés por las conversaciones sobre los impuestos hispánicos y su repercusión en la economía catalana, por el folklore local y por las compras. La viajera busca refugio, como siempre, en el alivio del cielo y la distancia, en las dimensiones del mundo, que instantáneamente minimizan la bulla febril de los humanos. Bajo el avión, el oasis despliega cuadrículas e hileras de arbustos que tienen el verde tierno de la seda.
Khiva. Las murallas son en rampa, macizas, con pocos huecos y durante siglos está claro que limitaron prácticamente con la nada, que cercaron inusitados y jugosos racimos de vida y que las hogueras en la cima de los minaretes guiaron en su recorrido nocturno a las caravanas que capeaban el océano mineral. El ocaso delinea con tinta de sombra el dentado de sus almenas, los puestos de defensa y vigilancia que marcan simetría y vuelven más rojizo su material. Hay en la sencillez de los espesos muros cierto alivio respecto a la profusión de decorados, la masa de azulejos, conos, cenefas, ojivas que se aprieta en el recinto de la ciudad antigua. Cubiertas a placer de dibujos, las torres cónicas compiten en altura, en bandas de repetidos turquesa, añil, blanco, celeste, verde, y contrastan con paramentos horizontales y fachadas hendidas por arcos de puntas ambiciosas. Hubo los yacimientos de cobalto, la resistencia del ladrillo, la arquitectura de Persia, de Grecia y de Bizancio, pero sobre todo hubo el genio de la creación del conjunto, de la síntesis de geometría, azul, verticalidad y amplios planos sobre un fondo. Todo es religioso, y lo que no, como los zaquizamíes de los comerciantes, resulta simple apéndice de templos y madrasas, adherencias de la gran escuela central. Es una fábrica de fe erizada de chimeneas que exhalan dogmas y llamadas a la oración por las elevaciones tubulares revestidas de azulejos, un bello conjunto que fue centro teológico del Asia Central. Y sin embargo las madrasas no siempre se dedicaron a Dios solo; junto a ellas pensó en el siglo IX los logaritmos y el álgebra Al Khorezmi, afirmó en el XI Al Biruni que la Tierra giraba en torno al Sol, escribió su coetáneo Ibn Sina, el Avicena de los cristianos, el más famoso canon de medicina de la Edad Media además de interpretar a Aristóteles y buscar la curación del alma. Compartían época con Firdusi, el gran poeta épico persa, que compone el “Shah Nama”, el Libro de los Reyes de lo que entonces era el extenso imperio iraní con el que sin duda sueñan los líderes de la actual teocracia, y con Omar Khayam, que cantó en el “Rubaiyat” el gozo de vivir y las delicias del vino y hubiera sido ciertamente carne de condena de los ayatollahs. La estatua melancólica del matemático medita ante una de las puertas y se inclina sobre dos niños bien vivos que comen fruta y se orinan en el lateral. Las hermosas figuras de bronce remiten a otro tiempo, se elevan solitarias sobre un mar de mil años de, no ya estancamiento, sino retroceso a la moral, hecha Estado, de feroces representantes del dios único en la tierra. Son huellas de un amanecer fallido, que se redujo a juegos de corte y a floraciones, como la andaluza, al socaire de la lejanía y del contacto europeo. Bajo las estatuas de estos hombres reflexivos se extiende el mar de sumisiones que comienzan por el comportamiento visible y ritual de los individuos y el control minucioso de la vida privada. Pero aquí los afables dioses de viajeros y comercio hablan de otras cosas, de una era de intercambio y tolerancia, de curiosidad y trueque de ideas y de objetos. Aunque sólo queden incógnitas de futuro y monumentos, como Khiva, cuya preservación se debe a la laboriosa reconstrucción soviética, que ha dado nuevo esplendor a este rompecabezas de rombos y triángulos. Se siente ante él el inevitable impacto admirativo del volumen y la línea, pero la viajera desconfía del dios geométrico, de su pureza a la que asquea la evocación de la figura humana, y se refugia en las escasas curvas y diminutas flores que escapan, en su modestia, a la prohibición artística de representar seres vivos.
El éxtasis es sencillo: Basta con situarse frente a una de estas superficies azules, estilizadas, infinitas en la prolijidad de su laberinto, para sentirse ante alguna de las entradas al paraíso, hundirse en el fondo refrescante de la pura belleza, olvidar el ardor y el barro que quedan atrás y entrar por el mihrab seductor que, bajo las sencillas invocaciones, baña en seguridad, frescura y sombra, acaricia los ojos resecos, asegura el acceso al edén. Un café cercano, un atrio recoleto, con varias columnas adelgazadas en su base y reposando, de puntillas, sobre un pie blanco labrado con svásticas, un apacible zócalo propio para sentarse palpando la suavidad de los chales que recuerdan en su trama a la de los azulejos, ofrecen edenes más cercanos, desgranan la rutina tranquila de la vida simple y despiertan la inevitable querencia de un retiro hecho de placeres inmediatos y sumisión, gozoso como un pájaro en la amplitud de su jaula de estilizados pilares que imitan los troncos de palmeras y las columnas multicolores. Y próxima, abierta a todos los azules, la puerta del Jardín.
Pero la viajera sabe que es otro espejismo, aquél, tan grato, que identificaría Bondad y Belleza. “Estoy en la tierra de la inocente, pero ilimitada, crueldad, entre los sufíes y la decisión del poder que sólo se justifica por sí mismo, entre la mística etérea y los ojos arrancados, sin término medio, sin apelación a la justicia de los hombres, sin recurso a la bondad mezclada de indignación y organizada en rebelión más tarde. Estoy en territorios donde no sólo se arrasaron edificios y quemaron libros sino que se extirpó de raíz derecho civil, ética, individualismo, filosofía.” Lo supo con Tamerlán y Gengis. Lo había comprobado mucho antes pero de forma ocasional, limitada. Aquí, en esta zona del mundo y de la historia, se encuentra, tras el mundo azul y la armonía, las sabias disposiciones y el refinamiento de los que encargaron y los que dispusieron edificios y azulejos, con una crueldad persistente, secular, erigida en norma y mandamiento, como aquellos reinos diabólicos dignos de las ficciones de Borges y las de Lovecraft, que se hubieran creado y gestionaran, con una eficacia notable en el discurrir de la vida cotidiana, bajo la égida de un ser maligno. En esta isla con su acantilado de murallas, erizada de faros en medio del pedregoso oleaje del más tórrido de los desiertos, el Karakum, se vivió hasta ayer, hasta el siglo XX, del mercado de esclavos, y en ella imperaron khanes e imanes del fanatismo más sombrío y el despotismo más atroz. Hay, respecto a otros lugares, una llamativa diferencia de duración, extensión y grado. Esa diferencia (tan cara al partidario de unificar cronológica y espacialmente las manifestaciones del mal y por lo tanto no condenar ni combatir ninguna excepto las occidentales) lo es todo. Inquisiciones, degollinas, arbitrariedad, sometimiento, sadismo no son excepciones ni fenómenos propios de ciertas épocas sino que conforman la materia fundamental y permanente del edificio. Vlad Tepes el Empalador, vulgo Drácula, y Elizabeth Bathory se difuminarían, en estas latitudes, en el anonimato reiterativo de la secular rutina. Los hermosos minaretes que marcan hoy un espacio aséptico de puro nítido y monumental se emplearon para lanzar gente al vacío. Los pilares del gobierno consistían en la tortura y las ejecuciones sumarias. Las mujeres que habían osado hablar con un hombre que no era su marido eran enterradas hasta el torso y aplastadas a golpes. Las crónicas ofrecen ejemplos edificantes, como el del khan que, para castigar a los que incumplían su prohibición del alcohol y el tabaco, hacia rajar la boca hasta las orejas, obteniendo una permanente sonrisa que podría atraer hoy quizás el interés metodológico de algunos de nuestros gobernantes europeos, incansables en la beatitud garantizada, el estiramiento labial y la imposición de la vida saludable. El gran visir Islom Huja, que intentó introducir escuelas, teléfonos y luz eléctrica, es una patética excepción y, naturalmente, fue asesinado por el khan y el clero, que se oponían ferozmente a cambio alguno y que, de vivir un siglo más tarde, hubieran contado con el apoyo de amplios sectores europeos deseosos de denunciar el imperialismo cultural y las abominaciones del colonialismo. Aquí relata el viajero húngaro Vambéry cómo, en 1863, el verdugo iba sacando los ojos a ocho ancianos y limpiando cada vez el cuchillo en sus barbas, y el capitán Muraviev, enviado para intentar liberar a los esclavos rusos, narra cómo el empalamiento era para el khan la forma de matar preferida, de manera que se disfrutara de las largas agonías de los condenados, que podían durar vivos, ensartados en el palo, más de cuarenta y ocho horas. Al tiempo, se elevaban hermosos edificios cubiertos de tejas resplandecientes y de alabanzas a la misericordia de Alá y de su regia sombra, el khan, en la tierra. Desde hace siglos, con sólo excepciones que confirman la regla, no ha habido sociedad civil, ha ido en progresiva disminución su tejido en las zonas del Islam, nada existe entre las surahs que cubren los muros y el despotismo de los comendadores de los creyentes, la plaza pública no tiene cabida en tales urbanismos, no hay espacio sino para el dédalo de callejas y el palacio, la mezquita y el zoco.
Es el horror de Conrad, pero tan estético…Tan blindado por el temor de un Occidente que se anticipa al chantaje del miedo y esconde, deforma, calla la historia y ofrece continuos tributos de autoflagelación y sometimiento. Nadie habla en Europa sino de Dakar, del tráfico de negros obra del hombre blanco. Nada se cuenta de que Khiva era el mayor mercado de esclavos de Asia Central, que en eso, más que en el frágil y vaporoso material de la seda, estuvo fundada su riqueza, y que defendió el negocio, con ropajes de independencia, por todos los medios de la traición y de la fuerza. En ella se apiñaban para su venta millares de persas, rusos, kurdos, africanos, mongoles, caucásicos. Si por la opinión actual europea fuera, quizá todavía estarían ahí, el uso en vigor, para disfrute de cámaras y botín visual de regreso a esos países civilizados donde se ha borrado de los libros de historia y de los textos escolares la magnitud de tal comercio
Un turista español de un pequeño grupo al que, irremisiblemente, la sucesión de sellos en el pasaporte no logra hacer cosmopolita colecciona países. Lleva ya ciento setenta y dos, y los recorre con la metódica pericia del que domina el modo de empleo y ha paseado por todos ellos el impecable atuendo del discreto explorador y las maneras ecuménicas de quien precisa reunir, en la misma mesa, al grupo durante comidas de aire bondadosamente evangélico. La media docena comulga en la eucaristía de la nueva secta viajera de la aceptación impasible de los usos y los ritos, en la sacralización del apelativo costumbre que veta al observador (so pena de racismo, centralismo, imperialismo y otras excomuniones) el libre ejercicio del criterio individual, el uso de la expresión espontánea, el empleo de la percepción directa, su derecho al ejercicio del raciocinio y a la precisión de los vocablos, la afirmación de juicios de valor, el simple recurso, sin censuras, a la constatación objetiva y a la inteligencia. El vademécum del viajero profesional, del usuario del desplazamiento rentable, halla en la bondad indiferenciada de todas las costumbres, en la tibieza de buen tono y el programado y selectivo entusiasmo una fuente segura de satisfacciones que rentabilizan su desplazamiento, aseguran ricas cosechas visuales y se coronan con gastronomía, sedas, orfebrería y alfombras. Es habitual que tan exquisito respeto étnico alterne con la crítica acerba del aspecto físico de los ejemplares de la estirpe europea (obesidad, vestimenta, vejez, torpeza, glotonería) y la reiteración de la perversidad, fuente de todos los males, de los usos occidentales y, por encima de todo, de la del imperialismo norteamericano. La secta es feroz con los que empañan la tersa superficie de la preceptiva alabanza, con los disidentes foramontanos y hechos a las largas rutas, aquéllos que ven opresión, sordidez, violencia o atraso en el envés del colorido tapiz. Entonces el nuevo clero laico organiza sesiones de crítica, destila desaprobación litúrgica, e incluso, en sus miembros de fenotipo energúmeno-violento y adicto al terrorismo verbal, recurre a los mantras de imperialista, reaccionario, fascista y nazi. La viajera está familiarizada con el cliché, cuya fotocopia, en colores más apagados, ha encontrado incluso en la Antártida, donde la majestad del paisaje no impidieron a un sujeto del clan cubrirla de paralelos improperios (falangista, franquista) por haber rechazado su afirmación, expresada sin venir a cuento y en alta voz ante los témpanos, de que era sabido que José María Aznar había intentado en marzo del 2004 dar un golpe de estado. Hay en esta difusa-y rentable-tribu una necesidad de fichaje que lleva indefectiblemente, y por extemporáneo que resulte, a funcionar por mecanismos de repetición automática.
En este caso, el espécimen típico de matón de la secta politically correct (como diría la nunca bastante llorada, por lo necesaria e insustituible, Oriana Fallaci) forma tándem con una pareja que ríe las gracias del diario oficioso del terrorismo vasco Gara y exhibe, conjuntada en atuendo y en ideas, brillantes y llamativas prendas desde luego no pensadas para fundirse con las amplias masas, pero sí fieles al preceptivo uniforme de inconformista revolucionario y provocador. Los nativos objeto de la visita para degustación de las diferentes culturas miran de soslayo educadamente (los nativos suelen por doquier haber conservado la educación que han declarado superflua los hijos de la abundancia asistida) y sin duda se deleitan con la visión de camisetas que aspiran a semáforo y muestran a las sufridas musulmanas ombligo, pecho y hombros. Completan el disfraz la aspiración a melena leonina y el empleo vociferante de la agresión acústica, que se traduce en cubrir de insultos e improperios a la viajera, la cual ha cometido las herejías imperdonables de alabar a Winston Churchill y al papel de Estados Unidos y Gran Bretaña en la II Guerra Mundial, decir que el desarrollo de la economía española y el progreso de la clase media comenzó en los años sesenta, mencionar que el español es la tercera lengua mundial y afirmar que los sistemas comunistas han sido, por su duración y extensión, la mayor causa de ruina y muertes del siglo XX. En las veladas (de las que ella escapa apenas acabado el postre) las conversaciones giran, no en torno a la excitación de lo descubierto sino sobre la trastienda de la cocina política española, las exenciones e impuestos autonómicos, la gastronomía y el anecdotario de personajes sin lustre. De diversas formas, los comensales pertenecen a la acomodada clase del nuevo régimen, les unen la defensa a ultranza de la liturgia escénica progresista y del parasitismo social e integran en su discurso, como una segunda naturaleza, la provechosa mecánica del pensamiento inocuo.
La luz quieta, intemporal, del cielo sin la menor nube marca los blancos y azules, naranja y oro de la mezquita junto al palacio, cerca de la cárcel en la que se exhiben ingeniosas torturas, como encerrar al condenado en un saco de gatos salvajes; junto a la antigua ceca, donde se muestran billetes impresos en seda. Y, de nuevo, nada hay, hubo entre la suavidad, el brillo y el color de las materias y el amasijo de vidas polvorientas, entre las agasajadas y cubiertas de oro, las inclinadas sobre la húmeda tierra del oasis, reducidas a ritos de sumisión y buena suerte e imbuidas de la omnipotencia del dios único cuyas órdenes concisas multiplican los muros de los edificios.
La viajera quisiera pisar ese espacio civil intermedio, ahora sin duda existente, frágil, leve, irregular, pero existente, y quisiera ver a muchos andando por él.
De nuevo la ruta, y el bucle del tiempo, que cicatriza las heridas sin sanarlas proporcionando una sensación evanescente de transitoriedad de las cosas, de parpadeo entre dos inexistencias, mientras el Amu Darya busca, sin apenas ya encontrarlo, el desecado Mar de Aral, y la historia se mide en miles de años de poblaciones pasajeras, de asentamientos neolíticos y restos de fortalezas al lado de los cuales cuanto hoy vemos carece de pátina, es el capricho de recién llegados. Khorezm fue alguna vez el reino del delta, controló las aguas, hizo frente con verdor al inmediato desierto, a ese sol que persigue al viajero hasta morir bajo el horizonte, cuya ascua se quisiera apagar echándole agua con un cubo. Se habla de un pozo descubierto por uno de los hijos de Noé, de asentamientos de hace seis mil años. Y quedan, bruscamente, la frente orgullosa sobre la arena, grandes murallas y viviendas excavadas en la roca, y en ellas, a veces, como un milagro, la belleza frágil de restos de frescos y esculturas que hablan de cuanto destruyeron, no el desierto ni el tiempo, sino las invasiones y los hombres.
¡Ashgabad, Ashgabad!
Abrazados por el desierto, por el calor, por el olvido, han quedado al margen de las rutas y de la rudimentaria carretera los pocos edificios supervivientes de la antaño orgullosa Konye Urgench. Sólo un puñado de grandes, hermosas calaveras de mausoleos, con fachada rectangular y arco en forma de manos unidas. Sin duda, en las noches de viento, se habla de lamentos fantasmagóricos, de los miles de habitantes, masacrados por Gengis Khan en el siglo XIII, cuyos huesos ahora forman parte de montículos y dunas, de la sombra de una ciudad que, para rendirla, precisó que el caudillo mongol la inundara desviando el curso de un río. De tanto estrago sobrevive a veces, por su altura, la complicada ecuación multicolor del mosaico de una cúpula, el minarete con pretensiones de eternidad, la vieja aspiración de Babel a la torre más elevada aquí tan insistente, la superstición en forma de montículo de ladrillos contra el cual se frotan las desposadas para obtener fertilidad.
Ahora hemos retrocedido mucho más que en el anterior país, desde el que bajamos por el sur hacia tierras turcomenas. Es la China de los cincuenta, y de antes, el atraso intemporal, idéntico del uno al otro confín del planeta en los sistemas socialistas. Soldados, penuria, cortes de electricidad que sin duda dejan durante horas sin energía por igual a los ordenadores (¿los hay realmente o son carcasas) de las oficinas de emigración y a los hospitales. Ahí están todos los aditamentos: el Presidente, la consigna, la carencia más absoluta, el total desdén burocrático, las letrinas infectas, los uzbecos que hacen pequeño comercio en vituallas y aguardan sentados al sol, las mujeres con sus pañuelos, camisones y batas. Aquí están los militares prepotentes, bien trajeados y bien nutridos, la desconfianza y las prohibiciones que convierten la cámara de fotos en objeto de alto riesgo. Tres horas en la frontera de Turkmenistán. Más allá se supone que se extiende un país tipo Corea del Norte, de partido único, culto a la personalidad, y rapacidad sin límites por parte del clan del Líder, que acumula fondos en bancos europeos mientras su gente languidece en un vago y raído limbo. Más acá los turistas para quienes tales factores son simplemente fruto, no del sistema, de la herencia histórica y de sus ladrones concretos, sino del malvado capitalismo foráneo, que permite el blanqueo de fondos. De esta forma se niegan post mortem el efecto soviético y el despotismo autóctono.
La guía, joven, dulce y amable, enseña la foto de sus dos hijas, de seis y ocho años, cuenta cómo su marido la abandonó porque no le daba varones, explica sus ilusiones de salir del país para estudiar inglés, y volver, puesto que los hijos se quedarían con sus padres, los cuales siempre la apoyaron. El repudio es típicamente islámico pero la indumentaria que viste no refleja represión. Las mujeres más mayores, ambos lados de la carretera, lucen pañoletas y cierta pesadez de ropa en serie y telas espesas. Las carreteras son, serán, una red tan pobre como jalonada de vigilancia, esperas y exigencias burocráticas. Se suceden detenciones, formularios, prohibición de fotografías. Todo es estratégico excepto los monumentos históricos. Especialmente sacra e intocable es la imagen, sin embargo ubicuamente reproducida, del Líder, quien gusta de ser llamado Turkmenbashi, es decir, Líder de los Turcomenos.
En Turkmenistán se han juntado cuatro letales ingredientes: comunismo soviético, despotismo oriental, feudalismos medievales y religión islámica. Difícilmente se podría encontrar peor cóctel. La pobreza y sordidez supera incluso las expectativas, pero nada comparable al contraste entre la vaciedad del territorio circundante y el oasis artificial, resplandeciente, encastrado entre “Las Arenas Negras”, que eso significa Karakum, y las secas montañas de Kopet. La capital es de un horror que sobrepasa cuanto razonablemente se espera, porque se sitúa más allá del dictador bananero y el capricho estalinista. Es la maqueta del nuevo Berlín de Hitler, la Metrópolis de Fritz Lang, fascismo en estado puro, mármol y alicatado hasta el techo. ¡Ashgabat! Un espejismo brutal rodeado de la nada, de llanuras y montañas minerales sin rastro de verdor ni de gracia, circundada por los algodonales herencia de la planificación soviética y por rutas paupérrimas que unen poblaciones de aspecto igualmente mortecino. ¡Pero Ashgabat! Su nombre está en perfecta correspondencia con el contenido. Viene del árabe “Ciudad del amor” y, nada más saber la traducción, la viajera se pregunta de cuántas ejecuciones públicas habrá sido escenario. Pertenece sin lugar a dudas a esa topografía orwelliana marcada por el Ministerio de la Paz, el de la Belleza y la Ginebra de la Victoria. Frente al balcón del hotel gira con lentitud, en el más alto pináculo de la ciudad, una estatua de oro macizo, del Líder Máximo, de manera que siempre se sitúe de cara al sol. Corona un oasis de mármoles y jardines, de estanques, jaspes, bóvedas resplandecientes y doradas cúpulas que se elevan sobre torres, columnas, avenidas regias, fachadas monumentales, hoteles que reproducen, desdibujados por la desmesura del empeño, modelos clásicos. La capital toda es el extenso palacio del Presidente. Al fondo, el Sendero de la Salud, la escalinata tallada en los flancos de la montaña para el rito anual en el que funcionarios y ministros efectúan la larga, obligatoria y saludable marcha, de varios kilómetros, hasta la cima, donde son recibidos por el Líder, que ha sido trasladado allí en helicóptero (Las dictaduras suelen generalmente sentir gran entusiasmo por la reglamentación de la salud de sus súbditos, y esto no se detiene en la física; se complementa con el Rukhnama o Libro Del Alma, recopilación de las reflexiones de Turkmenbashi sobre historia, cultura y espiritualidad). Más allá del espejismo urbano, en todas direcciones suciedad, carencia de los servicios más elementales. El gas y el petróleo, descubiertos en los años sesenta, pagan con creces este lujo megalómano y sobra para acumular en bancos extranjeros. Hay el futuro oleoducto bajo el Mar Caspio. Las mafias rusas son cercanos y muy interesados clientes, así como Irán, pero muy poco fiables socios.
Desde su decorado irreal con menos aspecto de ciudad que de fastuoso mausoleo el clan presidencial acumula, sopesa, delira y reina sobre su abrasado reino de cinco millones de habitantes. Llegada la noche, las luces-iguales, blancas, vainilla, todas derramándose sobre superficies de perfecta blancura-ahuyentan la belleza intangible de las estrellas. No se apagan, perfilan las laderas vecinas, y sugieren una navidad extraña. La veleta de la imagen del Líder sigue dando vueltas y las figuras humanas son sólo puntos sobre una maqueta de rectángulos, cilindros, triángulos y semiesferas. La noche oculta, piadosa, los tapices, carteles, mosaicos, murales, frescos que reproducen a la familia del Presidente, a su gloriosa madre con la pesada medalla de oro (del tamaño de un plato sopero) con la imagen del Hijo colgada del pecho. No existen, en las horas nocturnas, las mujeres envueltas en trapos de pies a cabeza, que barren absurdamente los bordes de la autopista que lleva hasta el aeropuerto.
Lo que parece esta noche árbol navideño plantado en un secarral vio pasar a los medos y a los partos, a los generales de Alejandro, más a un enjambre de tribus nómadas y hambrientas de dominio que caían como la langosta sobre los cultivadores de los oasis y los sometían a leyes de esclavitud y hierro. Fueron mongoles, uzbecos, árabes, turcos. Aquí se cruzaron comerciantes y piratas del mar de tierra, floreció la trata de esclavos, y hoy existe un dictador que, ¡todavía!, es observado con irónica condescendencia por cuantos, según el credo del moderno zoroastrismo, profesan que no hay sino un principio del Mal, representado por Estados Unidos y la vaga nación de “los poderosos”, y un Bien en tiempos encarnado en el comunismo, ahora en los “Pueblos y Clases Oprimidos” y que espera a su Mahdi. Mientras, se practican la gastronomía y el turismo.
Sale el sol, al que siguen en su curso los ojos tallados en oro, como el resto, de la estatua del Turkmenbashi. Otras reproducciones de sus avatares adornan plazas y avenidas, en metal semejante y, según se desciende, en materiales semipreciosos, que se reducirán a los banales bronce, ladrillo y yeso cuando se deje la capital. Quizás la más significativa sea la que le muestra infante, también dorado, sobre un toro negro: un monumento conmemorativo de su milagrosa supervivencia, para bien de la posteridad y de sus súbditos, al terremoto de la bíblica dimensión de 9 en la escala Richter que, en 1948, sepultó a su madre y hermanos, y acabó con dos tercios de la población. Niyazov, que así se llama el modelo de tan infinitas reproducciones, vive la soledad del líder y, para la eternidad, el idilio con su madre muerta. Su esposa, rusa, reside en Israel con su hija, y el hijo en Estados Unidos, desde donde viene a veces a ver a papá. El Presidente, huérfano de padre desde niño, criado en un orfanato y en la Unión Soviética, resultó el burócrata adecuado para gestionar una de las artificiales repúblicas centroasiáticas y después uno de los no menos artificiales países a que dio lugar la desaparición de la URSS y el acceso, en 1991, a una independencia acogida con muy escaso entusiasmo.
Sí, es de nuevo China, las grandes superficies, las avenidas con tráfico escaso, coches perdidos entre los márgenes de lejanas aceras. La imitación maoísta tiene mucho de ocasional e improvisado al albur de las conveniencias. Ya no se enseña el ruso, pero éste es aún indispensable lingua franca cuyo dominio selecciona estratos de población, status y empleos. Se añade una hora de alemán a la semana, y dos de inglés. La Revolución Cultural ha sido también imitada en el pequeño formato propio de las circunstancias, a causa de la distancia sideral entre este esbozo, apenas cuajado, de país y la densidad temporal y espacial de la civilización que sirvió de gigantesca probeta a Mao. Aquí la literatura que existía ha sido prestamente destruida y han desaparecido la mayor parte de los espectáculos, puesto que cine, ballet, teatro y música se consideraban impregnados de contaminación extranjera contraria a los valores nacionales turcomanos. Las obras completas del Presidente son la lectura general, y el temario preceptivo de escuela, universidad y funcionariado. En todo caso ésta sería una China temperada por la pequeñez y las ambiciones modernistas de la maqueta, en la que se suceden palacios de funcionarios y de empresas, presididos por el Versalles fastuoso del Ministerio del Petróleo y la Energía. El lujo de Ashgabat, la acumulación de ángulos, aristas, frontones, capiteles, piedras semipreciosas importadas de Italia y pórticos inmensos tachonados de águilas no ha generado belleza. Quizás sólo los egipcios consiguieron unir la monumentalidad a la proporción y a la gracia. Estas formas inspiran temor, el de los espacios de Piranesi, propicios a aplastar a las minúsculas figuras que pasean su desazón por escalinatas sin salida. La belleza del fascismo, la del estalinismo (son la misma), es inexistente, sólo puede engañar al torpe, a aquél cuya ignorancia conformista le predispone a ser engañado, a encontrar forzosamente (para justificar el desplazamiento y la alta idea que sobre la apreciación de culturas tiene de sí mismo) hermosura en la cantidad, el precio y el peso. La fealdad de Ashgabad es de un especial orden, casi metafísica, equidistante de la opresión y del miedo. En el Museo de Historia resulta gigantesca y extrema. Columnas de granito rojo se elevan hasta vertiginosas alturas. Las palabras Paz y Neutralidad, sobre todo esta última, alcanzan su mayor grado de prostitución. La arquitectura también refleja a los actuales amigos, y mecenas, del régimen. Son, a escasos kilómetros de la capital, el fundamentalista Irán, el peor y más cercano de los socios posibles, con quien se comercia y busca apoyo, y la teocracia saudí. El museo exhibe primero grandes salas dedicadas en exclusiva al Presidente, su familia, pasado, libros, condecoraciones, medallas y votos de apoyo del noventa y nueve por ciento de la población. Luego, es posible examinar lo que el desierto ha ido dejando de sus naufragios, muestras de civilizaciones perdidas, puñados de extraños objetos, como los ritones de marfil, las vasijas en forma de cuerno usadas por los seguidores de Zoroastro, quien implantara en el siglo VII a. de C. aquella religión de justicia y de llamas, de elementos puros y divinidad inasequible. Un culto extenso y al tiempo secreto, sumergido bajo profetas e invasiones pero aún vivo en comunidades y lugares apartados.
A la viajera la fascina Zoroastro, el rostro remoto que se dibuja a la imprecisa luz del alba del pensamiento como preludio de las grandes religiones. También fueron estas tierras, desde Afganistán y desde Irán, suyas, y en un lejano lugar de Turkmenistán oriental, Gonur, un infatigable arqueólogo greco-ruso, Sarianidi, excava lo que podría ser la capital de una civilización tan antigua como grande que se distinguió como sede del zoroastrismo, y devuelve a la luz los templos y las vasijas en las que se preparaban drogas rituales. El que en persa llamaron Zaratustra atrae como los ecos de un pasado remoto y siempre turbiamente percibido, resuena con los acordes de Richard Strauss dedicados a su nombre, retiene en el Avesta, semejante a las nieblas persistentes de una montaña lejana, la fuerza neta de su credo, el poder de un Bien y un Mal en lucha constante en un universo donde, al fin, triunfará la Luz y Ahura Mazda reinará, con sus ahuras, sobre los hombres y Ahriman se hundirá, con sus espíritus perversos, los devas, en las tinieblas definitivas. Poco queda de los adoradores del fuego, de Nissa, la capital de los partos, rival en otro tiempo de los romanos y arrasada hasta los cimientos por los mongoles: Los muros reconstruidos, la planta adivinada desde una altura, y la imaginación.
Y, al lado de estas esquirlas de eternidad, el simulacro. En reñida competencia con el Sumo Hacedor, el Presidente ha elevado una mezquita gigante, que se observa a lo lejos como un gran complejo petroquímico de tubos y domos. En el camino, un donativo de Arabia Saudí, que coloca, a cambio de influencia y concesiones, sus fondos en forma de orfanatos-escuela desde los que se vierte sobre los alumnos una más que probable ración de fundamentalismo desde el minarete cercano. La mezquita desea, y logra, ser la más grande aunque con cuidado de que no alcance la altura de la dorada estatua presidencial. Está destinada a mausoleo, y en la cripta ya reposan, en sarcófagos de rica piedra tallada, los progenitores de Turkmenbashi, y le espera el que ha de albergar sus restos y proclamar su memoria.[2] Allí están sus obras literarias (lectura oficial casi única del país) y los relatos y grabados que transmitirán su gloria a las generaciones futuras. Cada metro de suelo y paredes es repasado y pulido de manera que el conjunto tenga esa inhóspita asepsia ajena a la humanidad y el tiempo.
El Museo de Tapices, que parece una universidad de alfombras mágicas, es más humano. No por la arquitectura, sino por la blanda modestia de los materiales, aunque las haya inmensas o de sedas preciosas. Su naturaleza dúctil, sin embargo, las libra de los horrores del oro y del mármol, de forma que, salvados los inevitables tejidos dedicados a reproducir rostros y efemérides de Turkmenbashi y su clan, se entra en un sabio mundo de colores e hilos que expresan las almas de artífices y poseedores y hablan el lenguaje de los nómadas, la desconocida historia de las manos que, centímetro a centímetro, daban a luz insospechados rectángulos de realidad. Como un cuadro, se podría adorar perdidamente uno de aquellos tapices, compartir con él las horas, acariciarlo y unirlo a la propia existencia de la que es reflejo, crónica y prolongación.
Los viajeros aman el desierto como se ama el mar, como se ama la muerte en su pureza, en su vacío; aman su orgullo y su peligro, la convicción de que nadie los posee porque nada ofrecen y, por lo tanto, la libertad en ellos es infinita, la soledad garantizada. Caravanas, oasis, ruinas son aditamentos externos a la esencia de tales lugares, sólo influidos por el tiempo geológico y su inconcebible lentitud. Tras el mármol de Ashgabad existe lo que constituye el noventa por ciento de Turkmenistán, la sustancia básica de éstos que no son países, que crearon ayer nombres y banderas, pero que se reducen en su historia a cabalgadas, puntos de agua, expansiones y, de repente, bajo la arena, gas y petróleo, y un torbellino de riquezas que, como los genios, les transporta a finales de un siglo XX del que quieren las delicias pero rechazan pagar el precio. Turkmenistán es medio millón de kilómetros cuadrados, un puñado de millones de habitantes y un khan empeñado en gozar de público y construirse monumentos a sí mismo.
No ha sido el único. Sólo su mezcla de estalinismo y gigantomaquia islamizada lo es. Pero él pertenece a una larga serie de dirigentes que quisieron ser Alejandro, que supieron desde muy antaño de la grandeza de su estela, y envidiaron perdidamente la gloria del héroe muerto en la plenitud del mito y de la juventud. De un siglo a otro planea el gran recuerdo. Pero sólo alcanzaban a imitar la forma, retazos de conquistas, obtención de servidumbres, edificios fastuosos mas dispersos, sin otra finalidad que cantar la gloria de su dios y de su dueño. Les faltó la sustancia, el alimento intelectual que a él había nutrido, la idea libremente compartida por los hombres que seguían al macedonio. Luego aquellos jefes fueron embarcados en el Gran Juego, el de Gran Bretaña y Rusia, que buscaban seguridad, comercio y fronteras, se dieron de bruces con el siglo XX cuando el Ejército Rojo llegó hasta lo que era el confín extremo de su avance, giraron vertiginosamente en la ruleta en la que ha transformado el petróleo a Asia Central, llamada a ser casino de un segundo Gran Juego del que es imposible evadirse. Los jefes locales no eran, nunca fueron, inocentes. Mientras pudieron, mataron e hicieron esclavos. Después adoraron la fuerza, establecieron comercio, firmaron pactos. Las poblaciones fueron desplazadas como peones y reasentadas en sitos alejados e inverosímiles, mientras cubrían los campos extensiones interminables de cultivo del algodón, que aún sitúa al país entre los primeros exportadores, y se desecaban con las sangrías los ríos y el Mar de Aral. En alguna parte del desierto, en cierto lugar llamado Darvaza, se levantan las yurtas de los nómadas, a las que ilumina por las noches el incansable cráter de fuego de los yacimientos de gas hallados por los soviéticos, una antorcha vigilante y estéril que aguarda el fin del Gran Juego, mientras en la yurta y en algún despacho de la ciudad se sueña en el cambio que transformará la zona en algo como un lugar llamado Kuwait.
La burocracia necesita justificar su existencia, establecer controles de carretera infinitos, disponer permisos, formularios y pases que transformen el territorio semivacío en una red de sellos, firmas y extorsiones legales. Tal es la naturaleza del sistema y sus semejantes. Con la opresión se convive como con las enfermedades crónicas, y no hay dictadura que no pueda ser aceptada por la blanda masa humana en la que se incrusta. Los sistemas socialistas y sus adláteres son siempre partidos deseosos de crear ministerios, monumentos y centros de estudio, a ser posible de la Neutralidad, la Paz, la Igualdad y el Entendimiento Universal. Son viveros de sociedades anónimas, de equipos que confiscan, con las muchas manos de un cuerpo sin cabeza, el fruto de las clases productoras y reparten algunos diezmos entre la clientela estéril que les conviene les sea fiel. Practican la religión de los nombres abstractos, en la que se incluye un panteón de virtudes que les permite imponer su culto y sus ritos y abrumar de prohibiciones y culpabilidades a los súbditos que no muestran el suficiente entusiasmo en practicarlas. Por paradójico que parezca, este presidente de Turkmenistán que es como una gran careta sobre el reciente invento del lugar como país no carece de homólogos en las lejanas democracias, pequeños aspirantes al pódium de la bondad evangélica y la afabilidad cósmica, presidentes ocasionales que sueñan con minorías agradecidas, redimidos criminales y apoteosis final en la que, como en los retablos religiosos, la grandeza de su alma sea reconocida por las miríadas de oprimidos que yacían, antes de su advenimiento, olvidados por la Historia. Son líderes que ciertamente envidian esos grandes edificios que producen en cadena Civismo, Gozo, Salud y Amor. Con la perspectiva que dan unos miles de kilómetros, la viajera no tiene la menor dificultad en evocar, a través de estas grandes carátulas, a la pequeña del presidente de su propio país, empeñado en establecer la Felicidad compulsiva a base de empinarse sobre la piña de tribus codiciosas que son su único sustento. Le imagina sin esfuerzo soñando con la biografía de Niyazov, al que sin duda desconoce por completo, y envidiando esa dimensión intermedia entre el Gran Oriente, Lenin y la Diosa Razón desde la que se divisan El Hombre Nuevo y la Nueva Sociedad, ambos con superficies tan blancas y lisas como la del mármol.
Desde la distancia que va poniendo el vehículo entre los mármoles y las ruinas al este, en el desierto, Ashgabat-Metrópolis pierde algo de su horror primero, aunque adquiere una crueldad multiplicada por cada seca hectárea que se cruza. Sapamurat Niyazov ofrece ahora un perfil más propicio al desdén y a la sonrisa que al espanto, su afán excita conmiseración, que no compasión, en la viajera porque, pese a la vistosidad arquitectónica de sus pretensiones, no hay en él ni una décima de la peligrosidad aguda y real de los anteriores y presentes dictadores en los que se inspira y a los que envidia. Ciertamente ha eliminado y aprisionado a sus enemigos, borrado del mapa la menor libertad, diseñado a su capricho la rica satrapía que el destino le ha otorgado por azares de la suerte, robado a los cinco millones de habitantes la prosperidad y dejado tras de sí la ruina; pero no fosas comunes, amenazas nucleares y museos de torturas. No existe común medida entre él y los millones de muertos que alfombran las carreras de Mao Tse-tung, Stalin, Hitler o los khmer rojos, su peligrosidad en nada es comparable a la de la sacra dictadura iraní, la barbarie fundamentalista o el recurso al genocidio. La megalomanía de Niyazov, con todos sus oros y sus jaspes, no pasa de la caricatura e incluso sirve para desviar la atención de monstruos más resbaladizos y miméticos; pertenece a la pretensión del nuevo rico y el exhibicionismo de la prima donna. Debió sin duda de parecerle providencial el terremoto que le dejaba solo sobre el panorama laminado de una capital donde todo estaba por rehacer. Era el ideal de Nerón y el de los profetas políticos, rencorosos de cuanto otros han construido y ansiosos de la general limpia y el comienzo a partir de la nada. Cuando llega su momento, Niyazov es inefable. Cambia los nombres de los meses: enero, para no pecar de modestia, se llamará Turkmenbashi; febrero De La Bandera; abril Ine, el de su madre; septiembre Rukhname, su libro; octubre Independencia; diciembre Neutralidad. También se bautizan los días de la semana: lunes El Principal; martes De Los Jóvenes; miércoles Favorable; jueves Bendito; viernes Anna (se conserva el antiguo); sábado De La Espiritualidad; domingo De Descanso. Su afán, muy socialista, de disponer sobre la salud y la moral de sus súbditos, situó fuera de la ley las radios de los automóviles porque, como el ballet, la música grabada y el teatro, difunde negativas influencias externas. Su revolución cultural, fiel al Mao que prohibió Mozart, extrema la profilaxis en los jóvenes, a los que no se permiten barbas ni melena y a quienes se ceba con doctrina sociopolítica en el estilo inconfundible practicado en Occidente por cualquiera, dentro de lo que le permiten sus márgenes, de los aprendices de brujo del dirigismo ciudadano. El sátrapa comulga, con sus pares en pequeño formato, en el gusto por la mezcla de soberbia y angélica humildad, jaleada por el clan de ministros en cada reunión de Gobierno. A ninguno de sus proyectos le falta el aplauso, y éstos están a la altura de las circunstancias, porque ¿qué más adecuado que construir un palacio del hielo y un gigantesco acuario en el desierto circundante? ¿Acaso no posee Turkestán las mayores reservas de gas natural del mundo y no se han pagado los emiratos del Golfo Pérsico edenes de aire acondicionado y lujo que reposan entre la esterilidad de las dunas y la salobre extensión del mar?.
Incluso los oasis parecen tristes cuando se sigue la ruta hacia el este, donde se suceden desierto y algodonales de un tono gris que cubren grandes superficies. Merv, visitada con un calor que podría rondar los cincuenta grados, evoca lo que quizás pudo haber sido esta parte de Asia. Figura entre los lugares nombrados por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad pero en realidad es una vastísima extensión patrimonio del desconsuelo, un cofre de arena que guarda el trazado de ciudades completas, de casas, calles y templos reflejados en la superficie tan sólo por los farallones brutales de lo que fue palacio o fortaleza. Era Margiana cuando llegó Alejandro, y una urbe cosmopolita y vibrante en la que, bajo el poder de los persas, discutían y convivían cristianos, zoroastrianos y budistas. En la Alta Edad Media iban, venían y se detenían siempre en ella las caravanas de la Ruta de la Seda y era llamada Reina del Mundo. Todo acabó con la rapidez propia aquí de las catástrofes, en una fecha precisa, 1221, a manos de Tolui, hijo de Gengis Khan. Con eficacia sorprendente dados los métodos artesanales, el príncipe se esmeró en la matanza; a cada soldado le correspondía un cupo de varios cientos de ciudadanos que pasar a cuchillo y la empresa se realizó en dos etapas, de forma que en la segunda se fuese rematando a los supervivientes que salían de sus escondites. Los mongoles asesinaron quizás a un millón de personas; apreciable hito incluso para la Horda Dorada. Finalizada la tarea, se completó el trabajo con la destrucción sistemática de la ciudad. Ahora se levantan las ruinas de los qalat, los castillos, sobre las rojizas colinas, y los restos de una stupa marcan el punto más occidental de la expansión del budismo, que se dice incluso adoptaron los mongoles por influencia de los grandes lamas eruditos Sakya Pandhita y Pagpa, preceptores respectivamente del hijo de Gengis y de su nieto Kubilai, como si al dominio del todo faltara siempre el lujo espiritual de la renunciación y de la nada. Los muros de algunas de éstas construcciones tienen algo estremecedor, insólito e inhumano por su espesor y altura y por la forma vertical de la acumulación de materia que se diría modelada por dedos de titanes, sin que ofrezca apenas aberturas hacia el exterior. Podría ser una de las terribles ciudades de Borges, habitada por seres ajenos al común linaje de los hombres. Y son el monumento de los constructores a su propia muerte.
Esa terrible impresión de imperios rotos, de civilizaciones que, como el curso de un gran río, en cierto momento cambiaron de cauce, fluyeron en la mala dirección o se hundieron en la tierra…Ver, con los adobes, desmoronarse ante los ojos el mito del Progreso y saber que las hay en el sentido luminoso y en el oscuro, como quizás previeron los seguidores de Zoroastro, civilizaciones diabólicas que aceptaron como norma la crueldad y se embarcaron en la regresión hacia épocas de fuerza, sometimiento y miedo. Que hubo otros grupos de gentes que intentaron vidas mejores. Y que, dentro de todas ellas, como en un fractal matemático, están los individuos, ensayando caminos, opciones que conforman luego un siniestro o un avanzado sistema.
Llega un instante en el que se huye de Merv y de Gonur, de las apacibles tertulias de arqueólogos, visitantes y estudiosos, un momento en el que es preciso dar la espalda al pasado cuando éste impone su realidad y planea como una marea de sangre que la viajera distingue, en una extraña doblez del tiempo. Al otro lado, en los nuevos barrios y bajo una nomenclatura y formas que durarán tan poco como el reparto del oro de las estatuas, se quiere vivir a lo moderno. Las fachadas de Ashgabat, inmuebles de apartamentos, están erizadas de orejas parabólicas, cada balcón exhibe la suya, en todos los pisos y alturas, en un espectáculo jamás visto en urbe alguna, con la avidez de pólipos que desde la cueva de coral-en este caso mármol-persiguen las moléculas comunicativas arrastradas por el aire. El fenómeno es casi tan llamativo como la iconografía del Presidente que también se adhiere a los paneles laterales de los edificios. Hay algo ahí fuera, con múltiples escuchas aquí dentro, tantas como súbditos del último califa de los creyentes producto de religiones laicas que son fruto de la época y alimento de su peculiar clero. La Ruta Negra, la de las oscuras venas del petróleo, no tendrá nunca el aura romántica de la Ruta de la Seda, pero es su versión actual y de ella depende el trazado de los próximos mapas. En el pedregoso mar de soledades, los oleoductos que se lanzan finalmente en el mar Caspio son puentes entre un puñado de ciudades y sus extremos engarzan pintorescas satrapías, lugares llamados, por su juventud y por el ansia deseosa de cambio que irregularmente muestran, a integrarse en el mundo moderno.
Por las pocas carreteras, circulan, como por una delicada balanza, los camiones que elegirán como destino, sea Irán, sea los países del noroeste.
Las mujeres de los museos son tristes. Tras el cristal de las vitrinas, su tristeza va más allá de la apesadumbrada e impasible expresión habitual del rostro de los maniquíes. La viajera recuerda, no ha olvidado nunca a pesar de los años transcurridos, la aflicción-desoladora, desolada-marcada en los rostros de las grandes muñecas que servían, en el museo de una pequeña ciudad turca, para exhibir ropas regionales. Allí todavía tenían rostro. Aquí vestidos y alhajas han sido dispuestos sobre el aire o sobre un relleno invisible, porque los diversos objetos acaban recubriendo cada centímetro del ser cuya superficie se supone ejerce de soporte. Las explicaciones, breves, anecdóticas, son seguidas con tibia atención por el grupo visitante, y se pasa a la sala siguiente, que exhibe piezas atractivas, escudos, espadas y flechas. Se ha repetido-se repite siempre-el fenómeno: Hay algo espantoso, que a nadie importa, que goza de la mejor impunidad: la de lo cotidiano.
En el Museo de Historia de Mary una planta está dedicada a la antropología local. El edificio es de fealdad gigantesca y extrema, sus columnas de granito rojo se elevan hasta cimas vertiginosas y las palabras paz y neutralidad, ubicuamente repetidas, alcanzan su más alto grado de prostitución. Primero se extienden vastas salas dedicadas en exclusiva al Presidente, su familia, pasado, libros, condecoraciones, votos de apoyo del noventa y nueve por ciento de la población. Luego, cualquier espectador aún dotado de la capacidad del asombro primigenio y de la sana franqueza de la inocencia hubiera debido prorrumpir en gritos de indignación y extrañeza ante los objetos que ilustran los usos y costumbres a través de la vestidura de las mujeres, pero no hay conmoción alguna, sino la educada mirada aséptica con la que suele el gastrónomo del variado folklore mundial observar la infamia. Llegados a estas vitrinas, que llegan a su vez, en plena vigencia, al siglo XXI y exhiben, sin saberlo, el grado cero de lo que por persona se entiende, se dan explicaciones sobre vestiduras y muy pesadas y prolijas joyas que delimitan lo que, en el interior, podría adivinarse como un ser humano. Pero no hay tal, encierran la oscuridad y el vacío, reflejan la situación social de unos entes que no existen sino en función de las tareas que en cada etapa de sus vidas se les asignan, que viven privados de la luz, el aire, la visión y la comunicación con sus semejantes desde la adolescencia hasta la tumba, a los que se cubre con estos ajuares que en realidad nunca les pertenecen, sino que marcan el haber de los dueños, la cantidad de descendientes y las señas de pertenencia del que los porta, y de los que se los despoja cuando han dejado de ser útiles y productivos. Son las mujeres, y no hay en el mundo seres más despreciados, animalizados y envilecidos que las de esta vasta región que va de los territorios turcos hasta Arabia y sus aledaños. No existe, ni puede haber existido, raza de esclavos reducida a condición tan miserable como la de estos millones de hembras privadas del sol, del viento y de la voz. En el museo la ironía alcanza notables cotas cuando se explica que la pesada joyería recuerda a las piezas de la armadura y a su pasado de amazonas. Abrumadas de metales y de telas, sin poder dirigir la palabra sino a su marido ni observar el mundo extramuros excepto, en ocasiones, por la ranura que velos y redecillas dejan, su entidad es adivinada desde el exterior por el número, colores y formas de lo que en cada etapa lucen: el rojo de las jóvenes, el amarillo de la madurez fértil y, por último, la blanca túnica de la vejez, carente de adornos y sin las joyas, que ya se le han retirado para reincorporarlas al patrimonio familiar, de manera que sirvan para cubrir a la joven hembra siguiente en las ocasiones en que el prestigio del clan exige que se la exhiba con las gualdrapas de paseo.
Son simple soporte, máquina de utilidades precisas, sin la menor concesión, por breve que esta sea, al deseo, la iniciativa, la satisfacción personales. Aquí (Afganistán, Pakistán, las tribus, los emiratos) ella no existe como entidad propia. Su naturaleza, si se separa de la voluntad y el dominio de los varones y del clan en el que se halla, es el vacío, acertadamente representado dentro de las fronteras de la indumentaria que en la vitrina se muestra. La Mujer es Nadie como Ulises, pero la antítesis del Ulises dotado de la libre disponibilidad del mar y de los derroteros de su exilio. Ella es ceguera y silencio. Tanto en la representación como en el vivo tejido social se alcanza la expresión cumplida de un grado de inhumanidad sin parangón en otras latitudes, pero tácitamente aceptado en éstas por indígenas y por foráneos. Se trata de una bestialidad alhajada, de corteza de brocados, metal y joyas que nada encierra y, por ello, muestra la peor de las aberraciones: El grado cero del homo sapiens, la negación completa a una clase de personas de la condición humana, de forma permanente, secular y tan preservada de denuncias como las catástrofes naturales. Porque no hay asombro, ni rechazo, sino la simple constatación del entomólogo sobre los hábitos de las hormigas o la morfología-¿de género?-del escarabajo.
En el pequeño grupo de extranjeros que se desliza de panel en panel y sala en sala no se dan, jamás muestras, ni siquiera en la intimidad de tertulias a salvo de oídos extraños, de la reflexión o de la sana ironía que hoy parecen cielos perdidos. En cambio son intelectualmente, bienvenidas toda evocación a mundos secretos de sensualidad, insinuación erótica, dominio intramuros en el que esos seres sin rostro ni nombre serían reinas de un reino cuyos misterios apenas pueden ser supuestos por la tosquedad del occidental y son, en cualquier caso, de imposible comprensión por la lejanía de su origen y su profunda riqueza. La viajera sin embargo no cree en fronteras que impidan el vuelo del pensamiento ni admite traiciones a la escueta e insobornable desnudez de los datos y la evidencia. Pero sabe que el más leve juicio crítico despertará oleajes de animosidad en la tersa superficie bienpensante de la tranquila observación preceptiva. Sin embargo jamás renuncia al tenaz apego a la verdad de las cosas. Observa, una vez más, que el Islam ha producido la más asfixiante, humillante e impune segregación que se conoce sobre millones de seres de la especie, constata hasta el hastío que sus fronteras son, infaliblemente, las de la ignorancia y la agresión y que éstas sólo disminuyen cuando aquéllas se ven penetradas por fuerzas externas que (no fue precisamente el caso de los mongoles) implantan valores de igualdad y de progreso. Entre los que la rodean nada de esto importa ni se dice.
Es curioso, curioso simplemente. Frente a las vitrinas, y a veces frente a los seres vivos que éstas reproducen, nunca hay comentarios. Sólo una leve curiosidad zoológica, potenciada por las modas que prescriben educada aceptación de cualquier diferencia. Si se tapizara la estancia de orejas cortadas al servicio doméstico porque tal fuera el uso de la zona, o, por la misma razón, de cabezas de recién nacidos primogénitos en reivindicación de las raíces culturales fenicias, la reacción sería igualmente nula, tal vez un discreto desagrado. Coleccionistas de fronteras, impermeables e insensibles al espanto, siguen desfilando, como lo hicieran otrora por la Unión Soviética de gulags y miedo, frente a una realidad de la que se trilla estrictamente lo favorable al bagaje propio y a las exigencias de la fotografía. Con una diferencia respecto a sus predecesores: la virulencia en la defensa de una tribu, de cuyas consignas reciben la gratificante seguridad del sentimiento de pertenencia al clan, que no viene a ser actualmente en realidad sino el gran parásito generado por las sociedades desarrolladas. El pequeño grupo de españoles al que observa la viajera ofrecen un impecable espécimen de muestreo: Del franco energúmeno pura caricatura de sí mismo a los catalanes que se aseguran del máximo aprovechamiento de los hitos del programa pasando por el coro femenino de apoyo a los líderes y uso invariable de los clichés de la secta que impregna en España mayoritariamente el mundo de la comunicación, en todos ellos se da el interesante espectáculo de la muelle componenda con aberraciones, la ceguera selectiva frente a la crudeza de la realidad y, sin embargo, el uso de las tácticas de aislamiento y rechazo y el recurso al terrorismo verbal contra el elemento disidente.
Esto proporciona cierta materia de reflexión complementaria, pero la preocupación de la viajera es otra. Se sitúa en el campo que se extiende en torno a las vitrinas, desborda los museos y anega las montañas y los campos. Porque a esos invasores rusos que ocasionaron catástrofes, descoyuntaron la tradicional agricultura y desplazaron poblaciones como ovejas se debe también el hecho, insólito y sin parangón en estas latitudes, de que en las antiguas repúblicas soviéticas el índice de alfabetización alcance el noventa y siete por ciento, también en las mujeres, antes mantenidas al margen de cualquier tipo de educación. Sumado el dato a la instalación de sanidad, carreteras y códigos legales igualitarios, se llega a la vieja reflexión de que lo mejor es enemigo de lo bueno y de que, en lugares de tales y tan lamentables condiciones, el invasor puede ser preferible a la situación preexistente. La Tribu Benéfica que, a manera de Sanedrín, marca opinión, dogmas y normas para las nuevas iglesias de Occidente querría dejar al tiempo geológico la evolución de la biosfera y observar, desde sus márgenes, como quien dedica el paseo dominical al avistamiento de ciervos en el protegido bosque cercano, la curiosa reiteración de ajenos hábitos.
No transcurre todo esto en esferas de inocencia etérea y de pura especulación intelectual. Simplemente nada conviene más a quien quiere hacer negocios rápidos, disfrutar de situaciones, asegurarse contratas y evitarse problemas que alabar al sátrapa, ignorar discretamente las cotidianas y concretas tropelías y adscribirse a vagos, pero incuestionables, idearios que se aplican a lindes espacio-temporales remotas y ocultan, con grandes decorados de Paz, Solidaridad y Amor universales, la concreta realidad circundante. Es el credo y la metodología de una casta de nuevos beneficiarios de la fortuna que se apoyan por igual en los fáciles entendimientos, sobornos y negocios con dictaduras y, por otra parte, en la base de clientes que se han creado, a los que proporcionan bienes gratuitos esquilmados del trabajo de otros y de los que exigen profesión de fidelidad y apoyo al vago credo de la nueva religión laica. La República Popular China, nombre orwelliano donde los haya, es, en esto, maestra y va cubriendo afanosamente África de una red de implantaciones comerciales por completo ajena a ninguna consideración moral y tan sólo atenta a procurarse de los con frecuencia caóticos y siempre autocráticos países un suministro abundante de petróleo. África es su Oriente Medio, del que están firmemente dispuestos a bombear energía barata en una política semejante a la que durante el maoísmo se llevó a cabo con la idea de crear, contra Europa y Norteamérica, una Tricontinental. Cara al siglo XXI, el vasto clan de millonarios que constituye hoy por hoy la clase dirigente del Partido Comunista Chino dispone de ventajas imbatibles por su perfecta falta de escrúpulos y la descarnada y exclusiva consideración de sólo los propios intereses; una ventaja que se agranda por días ante la debilidad europea y su incapacidad de defender valores y de ofrecer fiabilidad a quien todavía se presta a defenderlos, que son en la práctica únicamente Gran Bretaña, Estados Unidos y, por su pasado reciente, que no todavía por sus recursos, los antiguos Países del Este.
Es perceptible que estas naciones son tan artificiales como las africanas, pero se hallan en el centro de comunicaciones de la energía. Sin la formación de gobiernos fiables, que no vasallos, en este nuevo Oriente Medio, se encontrarán Europa toda, y los habitantes mismos del lugar que tienen más aspiraciones a civilizada clase media, con una constelación de dictaduras despóticas aderezadas de verbología comunista y nacionalista, imitadoras del reino nuclear con sede en Teherán. Si el Viejo Continente no se sacude el blando sopor de la rendición indefinida, va a su pérdida, estará asediado, dependiente y esclavo de estados sin la menor idea ni intención de serlo de Derecho, sistemas feroces, ajenos al respeto a los individuos y a los tratados, al ejercicio de la razón y a las constituciones democráticas.
Levantar la vista, encontrarse en el camino, que ofrece la gran liberación del puro movimiento, y no divisar sino distancia. Ésta es la recompensa y el viático del viajero, degustar el pan de la incertidumbre con el alivio intenso de que no se le exige meta ni compañía. La ruta se dirige hacia la frontera de Uzbekistán. El territorio es semidesértico, sin cultivo aparente y de extrema pobreza, con rebaños de vacas, camellos y cabras. Se trata, sin embargo, del sudeste, donde el comercio con Irán circula. Por la nueva carretera construida al efecto pasan camiones, escasos; también hay depósitos de combustible, unos pocos complejos industriales e innumerables puestos de control. Los retratos del Líder son abundantes, como las estatuas, aunque aquí sólo con una capa de pintura mezclada con purpurina o imitación bronce.
Se entra en el desierto de Karakum, tras alejarse de la bifurcación de Mary, en la cual hay una mala carretera y otra buena, hecha con este fin hace cinco años, para uso de los trailers que van a Irán. Aparece un poblado de kazakos con rebaños y casas, no yurtas. El paso de fronteras, concretamente dejar Turkmenistán, supone horas, una decena de requerimientos de enseñar el pasaporte y largas caminatas a pleno sol, amén de una espera indefinida (es tiempo del almuerzo de los guardias) a la sombra escasa de los camiones. El lugar, frente a la verja, es de absoluta desolación e inexistencia de paredes, colinas o árboles que ofrezcan mínimo dosel a la verticalidad del mediodía. La viajera se ha decidido por el estrecho abrigo que procura la proyección de la cabina. Van sentándose a su alrededor, en cuclillas, varios chóferes. La pulcra señora suiza que en principio también se había instalado en el mismo sitio, considera la indignidad de situación y compañía y se reúne con el grupo que espera al sol. La viajera permanece, escucha, habla con los camioneros en inglés y a veces incluso chapurreo de árabe. La evidente codicia con la que mira sus piernas y su escote uno de ellos, muy flaco y kurdo, le recuerda, por una parte, que aún es una mujer, y por otra que turcos y árabes no se distinguen por la exigencia respecto a sus objetos sexuales y vierten libido incluso sobre hembras de edades provectas. Naturalmente el chófer escuálido, reducido a puro espermatozoide, le pregunta con los ojos brillantes si va sola y por su marido e hijos. Pero luego la conversación se generaliza porque, mientras que los camioneros turcos afirman la democracia del sistema de su país frente a dictaduras como Irán y otras de la zona, el kurdo considera que no hay tal en el este de Turquía en lo que a sus compatriotas respecta. A la viajera no le disgusta esta gente. Como los marineros, tienen el aire libre de las grandes travesías, ofrecen solidaridad e intercambian relatos, van con su albergue, hablan con la sinceridad del que sólo cuenta consigo mismo y se mueven, como ella, con la franca entrega de quien hace su puerto de cada parada del camino.
La prepotencia militar es proporcional a la precariedad de las instalaciones, y existe un indudable placer por parte de los señores del registro y el sello en impedir que los vehículos transporten equipajes por la ancha y calcinada franja de tierra de nadie, en la que coches particulares se entregan a un activo mercado negro de divisas. Naturalmente el celo burocrático es paralelo a la activísima corrupción y la abrumadora ineficacia. Los viajeros se encuentran confrontados, con sus bultos, a una extensión de sendero arenoso carente del menor refugio contra la furia solar. Al final está la otra frontera, hacia la que se dirige, arrastrando cuerpo y equipaje, como un camello torpe y sin grandes posibilidades al que falta incluso la solidaridad de la manada. Uzbekistán parece sorprendentemente avanzado y liberal en contraste con el Gran Hermano y la ciudad de monolitos de mármol que se deja atrás. Es un alivio no ver retratos del Presidente. Incluso es otra la expresión de las caras, y más cortas las faldas de las féminas.
Aquí, en medio de la Ruta de la Seda, sobre esta plataforma de Asia Central, se distribuían, a un lado y a otro, cristal de colores, plumas de avestruz, oro, plata, vino, fruta, especias, gasas. En el silencio podría oírse el oleaje de sonidos, la confluencia de las lenguas como grandes ríos que, desde diversos orígenes, en los Urales, en el Cáucaso, en las montañas de Altai, en las tribus semitas y en las indoeuropeas, chocan y se arremolinan en este duro corazón que, limitado por cordilleras, extiende su cuenco entre Europa y el Extremo Oriente. Se planea por lo que al comienzo del primer milenio fue un mercado enorme, movible, sinuoso, cuyos extremos se sustentaban en ciudades que en otro tiempo rebosaron bullicio y prosperidad. Merv, Samarcanda, Bujara pertenecen a ese triángulo del reposo y del trueque en circunstancias en las que el dinero no tenía sentido, y se clavan como el fiel de una balanza entre Siria y China. Pero no hubo sólo objetos. Bajo la tierra y la violencia, las ruinas son, además de piedras y de adobes, fragmentos del insólito y feraz mosaico a que dieron lugar el viaje, la curiosidad, el interés, la fe y el comercio. Chamanes y taoístas, judíos y cristianos, seguidores de Buda y de Zoroastro habitaron aquí pared con pared, leyeron y escribieron en diversas lenguas, trabajaron, cantaron, pintaron y construyeron con tonos, técnicas y formas que podían venir de los griegos, de los tibetanos y de los hindúes. Y desaparecieron con el credo de Arabia y los mongoles, dejando en los labios la sensación de que otro mundo pudo, pudo ser posible. Tras desvanecerse ellos como el agua tragada por la arena, el irredento impulso de no renunciar a paraísos quiere ver en la red actual de carreteras y conductos de petróleo un resurgir de la vía mítica, y quizás incluso algunos albergan en el más profundo reducto de sus corazones una esperanza de que la vitalidad de la población joven y el afable dios del comercio se impongan a los nuevos sátrapas y vayan diluyendo barbarie y fanatismo hasta permitir que afloren cauces y convivencias perdidos. Pero también existe en los últimos recovecos del espíritu una muy razonable desconfianza, y el temor a que la nueva Ruta se marque un día con fuego y no con seda.
Parece hoy como si ese Islam, superpuesto e impuesto sobre poblaciones en nada árabes pero llevadas por la identificación con el más fuerte, estallara por las costuras, como si turcos, eslavos y asiáticos pugnaran por vivir otras vidas. Sin saber exactamente todavía hacia dónde volver, en su búsqueda de modelos, el rostro. ¿Y si…..? ¿Si la amenaza, la virulencia del terrorismo, el estrago y la plaga de las bombas, el culto a la muerte, el chantaje a la civilización y los suicidas no fueran sino los estertores, letales, provistos de dinero y carne de cañón juvenil, de la bancarrota de la Umma, la Gran Madre Islámica, la mitología del Imperio Musulmán y del Mahdi? ¿Si todo fuera, no el comienzo, sino el fin agónico de una aristocracia árabe que, instalada en su origen por la fuerza, exhibida ante la multitud de grupos dispersos y de poblaciones asentadas como modelo y casta superior, provista de su libro sagrado y de su Meca, apuntala ferozmente sus muros contra el embate de la modernidad, la razón y las libertades?
El coro del grupo turístico entona, sin voz que desafine, el mantra de la tranquila transición que, respetuosa de los usos y costumbres autóctonos, prescribe para la población de las regiones visitadas códigos semejantes a los del avistamiento a respetuosa distancia de los patos salvajes, y ora, junto con agencias turísticas y estudiosos de la etnología, para que ningún elemento exógeno influya en la película tridimensional que transcurre ante sus ojos. Lejos de sentirse herida, la sensibilidad de la viajera sin embargo se complace con las chispas de rebelión cotidianas como en su día se regocijó de la disidencia respecto al paraíso socialista de muchos de sus forzados habitantes. Está segura de que todas las evidencias desmienten la temerosa prudencia de los que descartan rápidos cambios a mejor de estas sociedades y defienden procesos de geológica lentitud educativa. La historia reciente muestra, por el contrario, que las mutaciones se producen con rapidez o en absoluto, y que la generalización del proceso va a un ritmo vertiginoso no exento de riesgos regresivos. Ritmo que finalmente depende de la protección que el Gobierno y el Derecho ofrecen, o no, a los más indefensos ante el imperio desnudo de la agresión y de la fuerza.
E juebes, que fueron veinte días del dicho mes de noviembre, llegaron a una grand ciudat que ha nombre Bohar, la cual ciudat está en un llano, e era cercada de una cerca de tapias de tierra, e avía unas cavas muy fondas, llenas de agua; e al un cabo d’ella avía un castillo que era otrosí de tapia de tierra. E en aquella tierra no ay piedras para que puedan fazer cerca ni muro. E junto al castillo, pasava un río.…..cuyas aguas, de diversas formas, siempre diferentes y las mismas, continúan alimentando el oasis de Zeravshan donde se asienta Bujara, la Bohar rica en pan, vino y carne sobre la que cayó mucha nieve cuando el embajador ante Tamorlán de Enrique III de Castilla, Ruy González de Clavijo, pasó por ella recién comenzado el siglo XV.
Bujara. Madrasas y mezquitas, cúpulas y fachadas, todo bañado en el azul sufí. Delicadeza y, sin embargo, extrema crueldad de los khanes, reyezuelos que inventaban torturas caprichosas y almacenaban en sus palacios niños como juguetes sexuales. Es la misma incógnita de siempre: la coexistencia entre la sensibilidad estética y musical (véase los nazis alemanes degustadores de Bach y creadores de orquestas en los campos de concentración) y la inhumanidad, la primorosa barbarie de un Nerón con los ojos arrasados de lágrimas por una rima y el paladar estragado por el olor a carne quemada de la gente de Roma. Es un pasado reciente. Nadie lo diría; ni hay voz discordante que lo mencione. Ahora lo contempla un vasto club de degustadores de países y platos regionales, de rostros y de zocos en los que adquirir barato, barato, innumerables alfombras y cerámicas. Nada puede ni debe turbar su disfrute, el despliegue de manjares que el mundo les ofrece, el mosaico, cuanto más variado mejor, con el que esperan distraerse, servirse, en donde regalan caramelos a los niños y muestran su perfecta comprensión absteniéndose de observaciones negativas.
Aquí se repiten las mismas viejas escenas del mundo árabe, el hambre atrasada de los grupos de hombres cuando miran, tenga la edad que tenga, a una mujer sola, la ambivalencia del deseo de formas de vida libres y prósperas y la hostilidad contra cambios que implican una tensión, un riesgo, una soledad y una independencia que este apartheid es incapaz de asumir, la ola imparable del ansia de vivir. Los niños se suben, y posan mientras les hacen fotografías, a la estatua de Nasruddin, el chistoso sufí que aparece en cuentos innumerables. Las niñas, tocadas desde la infancia con el pañuelo contemplan en silencio el puesto de los helados. Por la noche, propios y extraños se reúnen alrededor del estanque, de sus viejas moreras centenarias y de sus jóvenes árboles verdes. Rodean el rectángulo de agua las espléndidas fachadas, siempre albergue de arcos que unen las puntas de sus dedos en la altura y a los que la curva de las cúpulas y el cuerpo cilíndrico de los minaretes ofrece su contraste y da el contrapunto de la verticalidad. En el agua se reflejan las mesas de bebidas y las luces, los dorados panes y la brevedad de los atardeceres. Otro lateral limita con las callejuelas del barrio antiguo, en las que se esconde todavía una sinagoga y se ofrecen como alojamiento turístico casas cuyos muros son una filigrana de nichos de yeso y gráciles pinturas decorativas, moradas que conservan poderosas vigas marcadas con fechas y frases, que fueron hogar de judíos emigrados hace algunos años. Son estancias hechas para y vividas por generaciones, en las que perdura un sentimiento de continuidad y linaje allende perdido para siempre. Poco, nada queda de la mítica judería, de los extraños hebreos de Bujara que no hablaban hebreo A pocos metros de este corazón de la villa la ciudad se diluye en soportales y sombras, en pasillos del vacío zoco y escalinatas que dan acceso a nuevos paisajes cúbicos y desembocan en el gigantesco alminar que parece abrirse paso, con su porte de faro, hasta las estrellas. Es el mundo de la geometría. Impera el azul del paraíso, el añil, el índigo, el celeste y el turquesa. Y todo se olvida, incluso que la restauración del casco antiguo termina donde el haz de los focos, como un vasto decorado, y que más allá hay tinieblas, estrechez, arena y callejones inciertos por los que luces de linternas pasan como un susurro. Se olvida; para tenderse en el zócalo, palpar la piedra lisa y deslizar los ojos sobre la superficie impoluta de la gran plaza, limitada tan sólo por los edificios de soberbia arquitectura y por una bóveda nocturna que reproducen, en la configuración de sus astros, los dibujos, las fachadas. La belleza triunfa, de la historia, de sus hacedores, de la muerte.
Amanece sobre un país joven y afanoso, de comerciantes que se han lanzado con entusiasmo a organizar nuevas caravanas. En la zona hay oro, y uranio, que se procesa en Rusia, y se ha emprendido desde 1995 una política de turismo y apertura que, al parecer, comienza a dar frutos: Aumento de visitantes, pasarelas de moda, judíos que partieron a Israel y ahora regresan. Hay un fluir en Uzbekistán de dirección todavía indecisa, pero que es el de la vida.
Las murallas del casco antiguo albergan una almendra de edificios conservados y renovados con una minuciosidad escrupulosa, alternancias de huecos frescos, espesos muros, verticalidad, conos, vanos y ángulos. La cárcel-museo de los horrores ilustra sobre las diferentes formas de tortura y ajusticiamiento y exhibe el agujero colmado de alimañas donde se mantuvo durante tres años a los desdichados emisarios británicos Stoddart y Conolly hasta que el capricho del emir dispuso que cavaran sus propias tumbas y fueran decapitados. En el Ark, la fortaleza, existe un pequeño museo histórico que plasma, en sus presencias y ausencias, la imagen que los dirigentes esperan ver cada vez en el espejo. El nacionalismo es siempre un amante celoso, roído por la certidumbre de lo mucho que debe a presencias foráneas y empeñado en la interminable tarea de trillar y borrar el pasado. Han desaparecido de las salas las imágenes de las mujeres que, bajo la promesa de liberación de los soviéticos, se reunieron para quemar en la plaza pública sus velos. No bastaba la consigna ni sirve la buena intención para proteger al débil del fuerte: Al día siguiente fueron degolladas por padres, hermanos y maridos. Habían contemplado, durante un fugaz instante, el mundo exterior sin el marco de la rejilla y la tela, sin la penumbra de la gasa. Tuvieron sólo un día.
La cárcel, en el interior de las murallas, se continúa en su exterior con el lugar de ejecuciones, la plaza arenosa, que es lo que su nombre, Registán, significa, donde Stoddart y Conolly fueron ajusticiados tras esperar en vano, en una mazmorra llena de insectos, que la patria, que los había enviado los rescatara. Pero para Gran Bretaña la ofensa, sus torturas y sus vidas no entraban en la estrategia del Gran Juego. Los dejó morir, y al sátrapa impune.
De no ser por la invasión bolchevique, se extendería en los flancos de la fortaleza una sucesión de depósitos de agua malsanos que provocaban hace cien años plagas endémicas y eran en buena parte responsables de una cortísima esperanza de vida. A los rusos se debe su purificación y drenaje, así como los sistemas de sanidad, educación y comunicaciones, palabras entonces abominables todas ellas para la satrapía local.
La hermosa casa-museo de un antiguo mercader de astracán alberga una de las fotografías más tristes del mundo: Desde los grises, blancos y negros en los que se adivina una tensión congelada, observa a los visitantes un pequeño grupo familiar de la primera mitad del siglo XX. Los allegados rodean al hombre, todavía joven, que ha sido condenado a muerte y al que el implacable paternalismo de los procesos políticos ha arrancado primero una confesión, después la aceptación de la condena, y a quien luego ha otorgado graciosamente el permiso para esta foto casi póstuma. Su historia se ramifica en miles de otras semejantes, de ilusión y de derrota, del maridaje trágico de los ideales y de las inevitables manos sucias con las que se intenta cambiar la indiferente masa de la realidad. Los rostros, serios, crispados, algunos femeninos, posan junto al que va a ser ajusticiado muy en breve. Su condena no procede esta vez del sátrapa local sino del de Moscú. Khujayev fue fusilado por Stalin en una de esas purgas tan regulares como la siega del trigo. En lo que fue la hermosa casa de su padre se exhiben sus escritos, objetos personales y recuerdos. Había estudiado en la URSS, ayudó a derrocar al emir Alim Khan, un viejo déspota aferrado al inmovilismo como dogma y al tradicionalismo cerril. Alim había impulsado a sus gentes a asesinar a todos los integrantes de una delegación rusa acogida antes con engaños. Finalmente el equivalente a los Jóvenes Turcos de la zona, aliados con los bolcheviques, derrocó al emir y Khujayev fue nombrado Presidente de la joven República. Se adivina en sus ojos la sorpresa que le esperaba cuando, al contemplar su país desde el Más Allá, se encontrara a sí mismo convertido, según rezan los escritos de algunos comentaristas occidentales, en un traidor al nacionalismo, a las esencias autóctonas representadas por el Khan enemigo de modernizaciones. Khujayev habita en el limbo de los que oscilan, según el consumidor, entre el Cielo de los defensores del progreso y el Infierno de los vendepatrias, en compañía de los afrancesados que preferían la abolición de la Inquisición y las ventajas de las Luces y se tropezaron con la rapaz crueldad de los ejércitos napoleónicos y el desdén de los guerrilleros aferrados a los valores del terruño. Es el limbo de quienes ni mataron lo suficiente para obtener la gloria de Gengis ni se envolvieron en las banderas de la religión y de las tribus.
Al otro extremo del tiempo, en un lugar hundido apartado, anterior a los azulejos y colores, se alza un edificio antiguo, del color uniforme del barro y la madera, alhajado sólo por la marquetería y las líneas de estrellas que se prolongan en triángulos interminables. Rezuma, a través de las reconstrucciones, una sensación de remoto pasado, de reciente aderezo bajo el cual se hunden sucesivos vestigios remotos hasta las raíces de la tierra. La fachada es un decorado de reconstrucciones, pero luego, ahondando en sus entrañas, se hallan otros templos, irreconocibles, aplastados, destruidos, santuarios de Zoroastro y de Buda, aras donde los judíos celebraron el sábado, cegadas criptas, todo ello cubierto por un culto a Mahoma que parece ahí una devoción en extremo joven y pretenciosa, con su despliegue de tapices que contrastan con el ocre uniforme de los muros.
El guía los ha llevado a visitar la parte más lujosa del cementerio. En el panorama extendido bajo sus flancos, los minaretes compiten en altura hasta alcanzar la que dejara al mismo Gengis Khan estupefacto. Pero sus dimensiones no significan necesariamente belleza y, tras el sentimiento abrumador que la masa produce, existe cierta reacción del intelecto que rechaza asimilar forzosamente logro estético con desmesura. El repetitivo uso de estas formas cónicas no deja de evocar chimeneas erigidas para esparcir el humo de la fe, mástiles de un único mensaje caracterizado por su monotonía. El guía, que lo es bueno, introduce con ritmo y precisión cronométrica las cuñas sociopolíticas de rigor. El desarrollo, y conclusión, de su discurso, una vez comenzado, son tan previsibles como el tránsito solar y corresponden a las normas del buen repetidor de consignas: Islam bueno, nada que ver con terroristas malos. Dios único para todos. Ideario de un místico que vivió en los siglos XI y XII cuya tumba está en el cementerio que se visita esa mañana. Coexistencia. Paz. En cuanto a la mujer, dada su debilidad, la poligamia se instauró con el fin de protegerla y porque morían muchos hombres en las guerras. Progreso (sin mentar de quién se compra, a quién se vende o con quién se alía uno). La visita al cementerio, de gente acaudalada e importante, incluye unos instantes de recogimiento y oración del conductor del grupo junto a la tumba del místico tolerante. En el rostro del guía, un hombre atractivo de mediana edad, se superponen, como en la historia, la astucia, la oportunidad, la inteligencia, los conocimientos y la percepción adaptable y sucesiva de los hechos. Es un mediterráneo de estos mares, un resultado de corrientes, despejado y pulido por las olas de distinto origen y decidido a llevar hacia delante el barco de su vida personal en el más grande que el Estado representa.
El palacio del emir Alim Khan, al que a continuación conduce a su grupo de turistas, es el perfecto contrapunto frente a ese ideal que gravita, como un modelo platónico, sobre los musulmanes ansiosos de mitología, de califato perfecto y luminoso suspendido en los siglos dorados y que algún día debería volver. El edificio, en los alrededores de Bujara, es un kitsch construido por arquitectos rusos, empastelado por artesanos locales y convertido en museo. En la presunción, entre San Petersburgo y las Mil y Una Noches, se desfoga el horror vacui, y entonces se cubren los techos de un decorado espeso, opresivo, con volutas, flores, frutos y plantas. Allí se encendió la primera luz eléctrica del país, para iluminar muros que se caen por el peso de sus adornos y a los que sólo salva la presencia, en el jardín, del respiro del estanque cercano. Gran parte del recinto consiste en la cárcel de lujo que son los harenes-se habla de cuatrocientas esposas y concubinas-y el conjunto de cámaras privadas del khan, que, aquí como en la modesta casa campesina, separan los lugares de acceso del elemento masculino de los destinados al marido.
Las mujeres…Ellas seguían a quien les daba de comer y tenía la fuerza. Según sus amos se enriquecieron guardaron mejor el rebaño femenino. Dicen que en el siglo XIV les impusieron el velo espantoso, total, que cubre de gasa negra el rostro. Y a ellas sólo les quedó la sed de oro, para ser algo, para darse a sí mismas, a sus vidas, algún sentido y exhibir la dignidad reducida al peso del metal amarillo. Las viejas no son nada, y claramente se las trata como objetos ya despreciables. La viajera ha visto en la fortaleza como una de ellas, con sus gruesas gafas y su bastón, era ignorada por sus compañeros de grupo que visitaban el Ark. Los hombres ni la miraban, las mujeres apenas. Tanteaba, por la pendiente resbaladiza sin hallar el punto más bajo del escalón por el que corría riesgo de caer. La ayudó a descender. Los visitantes españoles, también presentes, se guardaron de hacer un gesto, porque la consigna es no interferir con los usos de la población local excepto para alabar, cuando la ocasión se presenta, los de la religión del país.
Indiferentes a su propia simbología, al cuadro de interior que ofrecen, dos guardan una de las estancias de la que fuera residencia del emir. Una, mayor, está sentada en la penumbra. La otra, joven se refleja en el alto espejo de los que tanto gustaban al dueño de la casa y mira el reloj con el gesto universal de los guardianes de los museos. Su compañera no mira nada. Ambas visten holgadas batas con manga hasta el codo y llevan el pelo recogido con un pañuelo de esa forma aséptica, anudada en la nuca, que simplemente lo elimina del roce de la vista y del aire. Es una habitación de paso, libre de kitsch, llena de la luz tamizada por las cortinas amarillas que descienden hasta un alfeizar en el apoya el codo la muchacha que observa la hora. Hay dos libros, que no se leen, junto al espejo, y un paso de los minutos y los días tan perceptible como el itinerario transcurrido y por transcurrir de ambas guardianas, el estático panorama de la vieja y el de la joven en su marco de cristal, muy cerca de la ventana, del espacio externo anunciado por la luz y diluido en los altos techos. En ninguna existe romanticismo ni especial belleza. Pero las dos están reunidas en un doblez especial del tiempo.
Ajenas a las estables féminas del país, surgen a veces gitanas rubias y nómadas, esbeltas, de ojos claros, el bebé en un brazo y en el otro un sahumerio que es su forma de ofrecer, con el humo de hierbas y bendiciones, compensación a quien les da limosna. El guía pone en guardia contra sus frecuentes robos y el turista español que ejerce de representante de la Bondad, el Socialismo y el Progreso se apresura a enunciar la irremediable consigna de que, aquí él no sabe, pero en España la delincuencia de estas gentes es fruto de la tradicional opresión que han sufrido. No deja, por ello, de palparse el bolso y la cámara. La gitana tiene el hermoso rostro de las adolescentes centroeuropeas que pasean sus telas de colores, sus pañuelos y manos tendidas por las calles de Madrid. En las ciudades de Uzbekistán otras, también de cabello pajizo, mayores, con distinto hábito y el triste aspecto del último peldaño de la escala que es la mujer vieja y pobre, se deslizan ofreciendo objetos de ínfima calidad entre las mesas de los restaurantes al aire libre. Los turistas de paso las ignoran con elegancia.
El palacio se prolonga en arriates, kioskos, pabellones, vallas que no eliminan, aunque temperan, la impresión de unas manos de atauriques y dorados pastosos rodeándote la garganta. Pero fuera, en la ciudad, están la pureza de las puertas y del atardecer rápido y oscuro, de los grandes muros en los que ahora ni siquiera el desaparecido color viene a interferir, con su frescura, con su irresistible azul y su intempestiva belleza, en la ambiciosa aspiración al absoluto, en el sueño de grandeza quemado por el sol y la monotonía, propagado por el fácil cauce de la unicidad y de la sumisión absolutas; un sueño de velocidad y viento. Ayer, en la noche, minarete dirigiendo con su alta luz a distantes caravanas del extenso desierto. Muralla, castillo, puerta en su marco rectangular de azulejos. Ayer la noche en la plaza, entre la madrasa y la mezquita, abstracciones que reflejan la substancia, hace tiempo desaparecida del fugaz, mejor momento del Islam, su sueño místico de llegar en un vuelo a las estrellas, de escapar a cualquier contingencia de la semejanza y la forma y ser línea, segmento, punto, triángulo, color encerrado en un espacio de fragmentos infinitos. Ninguna civilización apostó tan fuerte por el dios de la nada, por la anulación de historia y sugerencias para fundirse, sin paliativos, con el gran ser que exige la completa aniquilación individual, el total sometimiento. Nada hay en él, es incluso antagónico, del budismo compasivo ante el dolor y las frágiles pretensiones y apariencias que jalonan el camino a la liberación. Lo que vemos son las conchas de desaparecidos habitantes, de los pocos que, más allá de la ignorancia y de la sangre, quizás soñaron sueños nobles, tuvieron amplios pensamientos, y, como Firdusi, Avicena y su epílogo Ulug Bek, fueron aplastados por la ambición de una horda que no invocaba sino al Jefe. Y que necesitaba divisar sobre la arena colores del verdor y del agua, gajos de bóvedas abiertos y ofrecidos en su dureza de inmarcesible fruta, lento llanto de mocárabes derramado sobre las miserias de este mundo.
La viajera evoca de nuevo allá, en el recinto histórico, los logros de épocas anteriores, pero no encuentra en ellos reposo, e incluso la paz que prometen y pregonan de forma tan impositiva estos edificios se le hace angustioso e inquietante objeto de desconfianza. Son las hermosas conchas de un pasado de opresión y tiranía. La belleza gráfica ha hecho olvidar que los portales decorados están orlados de consignas que imponen noche y día su mandato. El tiempo y la graciosa, esbelta caligrafía ennoblecen lo que ha sido, multiplicado por cientos de muros de cientos de madrasas, un temprano fenómeno totalitario con todos los rasgos de tal: exigencia de ritos continuos (cinco oraciones diarias), profesiones de fe, anulación del otro (la yihad, guerra santa) inexistencia de sociedad civil, de sujetos de derecho. En un grado infinitamente más abrumador y reiterativo que el que registra la Historia en parte alguna. Sólo quizás semejante a los cultos laicos de las iglesias comunistas, como lo fue en su tiempo el de Mao y ahora, fragmentado pero existente, como el de las sectas de la Paz y el Progresismo compulsivos.
La noche cubre, engañosa como toda pureza, esta perfección de la arquitectura. Tan bellas madrasas en las que, sin embargo, no se hizo durante siglos sino copiar y glosar. Los libros que se muestran, de los siglos XIX y XX, son copias fidedignas de antiguos volúmenes, o ejemplares modernos de geometría y matemáticas. Aquí no hubo la fiebre del saber amplio, no se ven en las vitrinas ni bibliotecas traducciones de Galileo, Spinoza o Newton. Los occidentales new age miran arrobados la multiplicación artística de plegarias, escuchan con inmenso respeto los rezos funerarios. Por supuesto, cualquier rito cristiano en sus países de origen les parecería digno de escarnio. De forma tan estricta como paralela, las feministas europeas se encrespan ante cuanto no corresponde al evangelio laico, pero callan ante la forma más abyecta de la segregación femenina. Y a la vuelta a sus casas hablan de esos, tan necesarios, paraísos perdidos.
E otro día, viernes, levaron a los dichos embaxadores a ver unos grandes palacios qu’el Señor mandara fazer, que dezían que avía veinte años que labraran en ellos cada día; e aún oy en día labran en ellos muchos maestros.
E estos palazios avían una entrada luenga e una portada muy alta; e luego a la entrada, en la mano derecha, estavan arcos de ladrillo, eso mesmo a la mano siniestra, cubiertos de azulejos, fechos a muchos lazos.(…) por cuanto estas armas del sol e del león que estaba metido en el sol, son del señor de Samaricante. E las qu’el Tamurbeque tiene son tres letras redondas, así como oes,, fechos d’esta guisa: oes, que quiere decir que significava que era señor de las tres partes del mundo.[3]
Y no queda en Shakhrisabz, próxima ya de Samarcanda, sino las ruinas de un edificio desmesurado que debía ser más alto que ninguno, y que se derrumbó víctima de su propio éxito. Pero sí perduran las páginas en que Clavijo, fiel en todo, a su rey don Enrique de Castilla y a las más mínimas descripciones, pinta la gloria de estancias doradas y azules, cubiertas de alisares (azulejos), de metales preciosos y piedras nobles, maravillas que le merecen la admiración, pero no la embriaguez, propia de un austero castellano. El cual no sabía que estaba construyendo, con el frágil material del papel y de su pluma, monumentos menos perecederos que los que a su alrededor observaba.
Eran los albores del siglo XV, y de esta ciudad cuya plaza presencia un desfile inacabable de recién casados que vienen a hacerse la foto procedía la estirpe de Timur, el que llegó a los pies del Cáucaso, desbordó, en la agonía, hacia la India, asoló Oriente Medio y erigió capital, alhajada como una favorita y escaparate de su fasto, a la ciudad de Samarcanda. Se vio, y pretendió imponerse, como descendiente de Gengis, pero ya Clavijo oteó en él al jefe de un pequeño clan turco al que hicieron popular y fuerte sus robos y repartos. Hoy su estatua reina en el centro de esta ciudad moderna, bien plantada por los rusos, y a sus pies se fotografían sin descanso hombres de rasgos orientales que nos recuerdan que estamos en Asia y pasamos, insensiblemente, la línea de un continente a otro. Como hay que buscarse héroes y reivindicar raíces cuando de crear la historia de un nuevo país se trata, aquí, en esta resbaladiza confluencia de tártaros, mongoles y turcos, se echa mano con fruición de lo que hay, se olvida que el pedestal de Amir Timur sobre el que la figura reposa podría más propiamente reproducir los muros de cráneos de adversarios que él gustaba de erigir, y se le proclama padre de la patria. Ruy González de Clavijo fue menos proclive al deslumbramiento y, tras describir la imponente talla y lujoso decorado de los edificios, expone el currículum de Tamerlán, quien habría roto sus primeras lanzas robando junto con sus amigos vacas, despojando mercaderes y saqueando caravanas. Del contraataque de los propietarios de un hato de carneros le vendrían la cojera y diversas heridas. La cuadrilla y la fidelidad al líder crecieron a base de botines y bien planeados repartos y la carrera de alianzas y conquistas fue luego imparable. En ella parece destacar, no sólo la violencia, sino la capacidad de Timur de configurar alianzas y asegurarse el apego de sus gentes. El retrato de nuestro embajador medieval no está lejos de versiones actuales, que pintan al Khan como un hábil tirano de tiranos que, surgido del magma de tribus turcas, logró, en un fulgurante ascenso de nueve años, adueñarse de un enorme territorio y reivindicar como suyos el imperio mongol y la genealogía de Gengis.
Y éstas, Fabio, que ves ahora…” y sirven como fondo megalítico a la figura de bronce y a los trajes de fiesta de los cortejos nupciales que fluyen desde la alcaldía cercana no son ruinas hermosas, carecen del hálito de Abu Simbel y de Persépolis y sólo hablan del empeño de hacer un arco más alto que ninguno, tanto que, irremediablemente, se derrumbaba. Otro emir, el de Bujara, intentó por estupidez y celos completar, en el siglo XVI, la ruina. Aquí queda lo que se concibió como mausoleos de la familia de Tamerlán, criptas de mayor o menor melancolía, tumbas de su joven hijo favorito, de su preceptor espiritual, de su padre. Otras ruinas, de mucha mayor antigüedad, se extienden en el camino hacia Samarcanda. Otras probablemente reposan bajo el cauce de hoy secos ríos y en las colinas de lo que no siempre fue desierto.
Uno viene a Samarcanda para ver un sueño. Por eso rehuye las viejas fotos de finales del XIX y principios del XX, hechas antes de la laboriosa reconstrucción de los soviéticos, en las que las edificaciones timúridas eran un maltratado cuerpo, desmochado y privado de su espléndido revestimiento, de sus azules y sus oros, de la apretada red de recuadros pintados y mocárabes que tapiza, como un cofrecillo de tesoros, los interiores. Los rusos han hecho una magnífica labor cuyo mérito (a diferencia del país, España, del que la viajera viene y en el que clanes ansiosos de botín y de legitimación exclusiva, se aplican a borrar la historia) aquí se reconoce. Hay placas dedicadas a restauradores, científicos, planificadores y arquitectos de la antigua potencia dominante de la que se aceptó la no poco forzosa independencia. Porque, mal que pese al partidario del aislamiento zoológico de los pueblos y el automatismo de las consignas anticoloniales, el monumento sería en buena parte la ruina que reflejan las fotos de época de no ser por ellos. Vacunados sin duda por pasadas dosis de discurso estalinista contra el lenguaje políticamente correcto, los uzbecos han sabido ser más sabios respecto al pasado que España. En vez de justificar su actual existencia con una cruzada contra los nombres y estatuas del régimen anterior, o contra extranjeros enviados por reyes imperialistas, les muestran su agradecimiento. Tampoco olvidan a Clavijo, que goza de una calle y de una placa junto a uno de los recintos más hermosos. El viajero queda prendado de la majestuosa disposición de la plaza del Registán, el “lugar de arena”, de sus tres edificios en los que la sencillez de arcos, cubos, domos y conos se ve contrapesada por el desbordamiento de colores marinos. Los yacimientos de cobalto han derramado añiles, porcelanas, turquesas sobre esta voluntad de paraíso en la Tierra, han bañado en los tonos del cielo y del agua las enormes cúpulas (lisas las mejores; bulbosas, pasteleras y bizantinas otras). Campean los tigres, y el rostro solar enseña del Khan, el Señor, como dice Clavijo, y las tres oes, también símbolo suyo. El espacio está enteramente cubierto con caligrafías de alisares y mosaico, inscripciones, suras, machaconas repeticiones del nombre de Dios y geometría simple que sacia en el observador la sed de sencilla ausencia de símbolos. El amarillo pone un toque floral.. El rojo está casi ausente, pero no los marrones y pardos que quizás evocan el terroso lecho de las plantas.
Es todo una cuestión de número áureo, del misterioso hallazgo de proporciones presente en los grandes y dispersos monumentos que siguen atrayendo como un imán y que recuerdan que la belleza no es tan relativa como dicen y que cierto mecanismo interior responde a su vista con una oleada de éxtasis del que los contempla. El Registán devana en la noche los Mil y Un Cuentos del relato y recibe en el día el homenaje inconfundible de silencio, el suspiro del ¡Al fin te veo! de Blasco Ibáñez en Egipto, las entrecortadas exclamaciones y el instintivo homenaje del que se detiene por saberse llegado a uno de los centros a los que peregrina y en el cual sus constructores, que quizás no aspiraron sino al cumplimiento fiel de sus tareas, obtuvieron el reflejo fugaz de la perfección.
Por dentro lujo, techos tratados con atención minuciosa, yeserías, mihrabs cuajados de oro y añil que sirve de lecho a la más bella de las caligrafías, superficies invadidas por triángulo, línea, mocárabe y estrella. Excepto en el interior de la escuela del emperador-astrónomo y matemático Ulug Bek, al que asesinaron, en una conspiración dirigida por su propio hijo, clérigos que apoyaban a los carniceros pero no a los espíritus grandes y civilizados. De Ulug restan sus maltratados mausoleo y astrolabio; la clerigalla arrasó el observatorio y los libros de matemáticas, geometría, geografía. Él llevó al frontispicio de su gran escuela a los planetas y ofreció dentro aulas con el reposo de paredes lisas, de vigas simples de color celeste y rincones de estudio en los que un libro abierto, pluma, tinta, cojín y mesa de marquetería recuerdan los útiles de los alumnos.
Mirza Ulug Bek brilla, entre una serie de reyes que aunaron a veces al puro imperio de la crueldad y la fuerza el instinto de organización y gobierno junto con la ambición estética que les hizo erigir hermosos conjuntos monumentales y reunir grandes arquitectos. Él fue el intelectual de amplio espíritu cuya iniciativa, ahogada en sangre, señala quizás la abortada inflexión histórica hacia el mundo moderno. Fue un liberal y un científico volcado en el ejercicio de la razón, y esto era incompatible con la ignorancia, brutalidad y avaricia de imanes y caciques. Este nieto de Timur, en vez de hacer de su reinado una serie de invasiones, batallas, masacres, rapiñas y repartos de botín jalonada de hitos conmemorativos e inacabables y gigantescas inscripciones laudatorias a un Alá del que el emperador era la sombra en la tierra, minimizó las expediciones bélicas, intentó gestionar pacíficamente el gobierno, asumió los proyectos de construcción en Samarcanda, Bujara, Shahrisabz y Ghijduvan y defendió la búsqueda personal de la verdad que sólo podía alcanzarse por medio del rigor intelectual, la libertad de pensamiento y el sentido de la grandeza universal de las ciencias. Erigió madrasas, donde impartió clases él mismo, en las que se aprendía y enseñaba con notable ausencia de discriminación y censura, reprodujo en sus mosaicos los cielos y las constelaciones; construyó en el siglo XV un complejo que le permitió obtener resultados astronómicos de gran precisión matemática, y colocó sobre una de las puertas la inscripción La aspiración al conocimiento es obligación de todo hombre y mujer musulmanes.
El matemático, geómetra, filósofo y, sobre todo, astrónomo, cuyas investigaciones y tablas tienen validez hasta el día de hoy y cuya figura se representa junto Galileo y Copérnico, resultaba insufrible para la espesa masa de partidarios del fanatismo, la codicia y la fuerza, aquéllos a los que el reino de la libertad, el pensamiento y las certidumbres científicas resulta totalmente ajeno. Su hijo Abdullatif, junto con el clero y los sectores más conservadores de la corte, urdió una conspiración contra él, aparentó dejarlo ir a peregrinar y le hizo cortar una cabeza de la que sin duda él y los suyos odiaban la inteligencia. Pocos meses más tarde Abdullatif, que gobernaba como un odioso tirano, fue asesinado de un flechazo por la espalda. Su cabeza se exhibió en una pica en la madrasa de Ulug Bek con el letrero Asesino de su padre.
El observatorio de Ulug, en Samarcanda, fue un hermoso edificio, arrasado hasta los cimientos con una saña que sólo se da en los que no soportan cuanto por su envergadura los sobrepasa. Algunas ilustraciones que quizás aúnan la fantasía a antiguos recuerdos de grabados reproducen una construcción circular multicolor, como un gigantesco caleidoscopio simétricamente alhajado de azules, rojos, blancos, amarillos, un grácil cono, pese a su solidez y diámetro, que apuntaba hacia el espacio tan caro a las tribus de cielos rasos y caldendarios lunares. El observatorio recogía la tradición astrológica de Zoroastro y de la Edad Media, pero enriquecida con estudios amplios y minuciosos sobre la evolución de los cuerpos celestes. Los publicaron en Oxford en el siglo XVII Grivs y Hide. El monarca supo reunir junto a sí a un amplio equipo de científicos e intercambiar información con gentes de lejanos países. Bajo tierra se ha preservado la fábrica original del que fuera el mayor instrumento astronómico de su tiempo: un cuadrante vertical, perfectamente orientado según el meridiano sur-norte, para observar el Sol, la Luna y demás planetas y estrellas. Ulug Bek, el científico de un Islam que pudo ser y que perdió su oportunidad de serlo, persiste hasta hoy en la memoria con el mismo brillo tranquilo de los astros que estudiaba.
Tras el rectángulo del Registán, de sus bronces que reproducen caravanas, hay cúpulas que amenazan derrumbamiento inminente, frontispicios desvaídos, un museo que en el resto precario de pinturas murales exquisitas evoca lo que fueron antiguas civilizaciones, en un tiempo asentadas en lo que es hoy masa mineral y huellas de destrucciones innumerables. Porque hay una larga historia, ya antigua cuando la Marakanda griega extasió a Alejandro y era capital del imperio de Sogdiana, el gran nudo entre la India, China y Persia, la forzada amante de turcos, árabes y mongoles, hasta ser completamente arrasada por Gengis Khan en 1220. Para resurgir luego por la simple voluntad de Timur, que la nombró capital, espejo de su gloria y centro de artes y letras. Luego, entre pillajes, olvido y terremotos, se convirtió en un triste fantasma, y fue resucitada por los rusos y la línea ferroviaria del Mar Caspio. Por entonces, antes de la forzada modernización que, con sus brutalidades y sus logros, la empujó hasta el XX, las fotografías ocres de principios de siglo revelan maltratados edificios que parecen más gigantescos a causa de la absoluta carencia a su alrededor de arquitectura civil; el armazón, sin apenas azulejos, de torres y de cúpulas se alza entre desmontes, basuras y gente medianamente desarrapada, en cuclillas a la escasa sombra de un muro semicubierto por pilas de desechos y con un panorama de chamizos y animales de carga. Muy intensivamente hubo de trabajarse entre el establecimiento de la República Socialista Soviética en 1925 y la poco deseada independencia de 1991. Ésta se apresuró a buscar raíces y héroes.
En la población de hace menos de un siglo se camina entre mausoleos, catequesis, tumbas y templos. Aquí yace Seyid Berke, quien, llegado de Arabia y jeque de la Meca, o de Medina, negoció el vakf o patente territorial de ciudades sagradas, obtuvo reconocimiento del Emperador tanto material como de guía espiritual y no fue sin duda ajeno a la inscripción que une la genealogía de aquél y de Gengis a una santa, Alankuva, que, pura y casta, concibe a su hijo de un personaje luminoso llegado de los Cielos, por lo que la casa real emparenta no menos que con Alí, el sobrino del Profeta Mahoma. La legitimidad del poder por vía de herencia física estrechamente mezclada al prestigio espiritual conforma la historia islámica de forma mucho más profunda que en los papados y monarquías cristianos, precisamente por la estructuración, en el ámbito musulmán, de la Iglesia, la cual, lejos de no existir, reina invisible y penetra todos los estamentos con un tipo de control de las formas externas que garantiza, escalonadamente y en cualquier orden, la sumisión cotidiana.
Timur, el nacido bajo la propicia constelación de dos estrellas, que eligió como capital a Samarcanda y la dotó de las galas oportunas, es aquí la estatua de un hombre de avanzada edad que observa, sentado en su trono, el éxito de su obra. La historia autóctona lo describe hoy con una visión poliédrica: Amir Timur, Tamerlán, fue para los pueblos de Asia Central un gran hombre de estado capaz de crear y sostener un imperio; para Irán, Irak, la India, Oriente Medio y las gentes del Cáucaso un conquistador despiadado que sembró su paso de cadáveres; para Europa un oportuno guerrero que, al enfrentarse a los turcos otomanos, retrasó cincuenta años la caída de Constantinopla y que, al aplastar a la Horda Dorada, alivió a Rusia y al este del Viejo Continente de la presión de mongoles y tártaros. En él se ve el pilar de un renacimiento islámico favorable a las ciencias y a las artes, que se habría prolongado hasta los Grandes Mogoles que, durante los siglos XVI y XVII, reinaron en la India, los descendientes de rey poeta Babur, de la casa de los timúridas.
Es difícil, sobrevolar con el pensamiento la fiesta de formas y vivos tonos de los monumentos para advertir que, en realidad, se trata en la mayor parte de los casos de sucesiones de tumbas, que las hermosas imágenes que campeaban hasta ayer en medio de poco menos que la nada urbana constituyen un vasto cementerio, conmemorativo, asociado al comercio y a las enseñanzas sacras. Como don Juan Tenorio, pero en dimensiones de incomparable envergadura, los vivos proveían a muertos en cuya defunción habían con frecuencia tomado activa parte con buenas sepulturas. Nada son las luchas dinásticas de familias occidentales monogámicas, incluso si se añaden al lote algunos bastardos, en comparación con la inmensa y complicada rebatiña de esposas de un solo señor, hijos, hermanos y allegados. Los hilos se mezclan en un tejido que incluye lazos de sangre, reivindicaciones genealógicas, componendas con feudos y tribus y legitimaciones espirituales. El cementerio es un calmo espacio de recreo que envidian los vivos, especialmente si no proliferan los lugares públicos. Las inscripciones de las lápidas son a veces en persa, sus evocaciones las del jardín del Edén y las rosas del paraíso, sus máximas recuerdan que el señor siguió las enseñanzas de un santo ilustre o se entregó a la mística sufí, la cual permite una separación en suma bastante utilitaria entre las prácticas materiales de gobierno y las altas consideraciones metafísicas en las que la moral no tiene por qué implicarse en el ejercicio concreto de la ética y de la razón. Hay relatos de milagros. Kussam-ibn-Abbas, primo del Profeta y patrón de Samarcanda, hizo gala de una proeza común a las hagiografías, que es, una vez decapitado, marcharse con la cabeza bajo el brazo. Los mausoleos tienen en la necrópolis trazado urbano, hilo histórico e inscripciones que envían un mensaje a veces menos confesional que filosófico y que incluso permite una lectura ecologista, como La tierra es una carga para las personas y las personas son una carga para la tierra. Alguna, como la de Shirin Bika Aka, la hermana más joven de Sohibkiran, reproduce frases de Sócrates, reflejando así las inquietudes de una clase ilustrada. Pero en la madrasa cercana se lee la consigna de uno de los más influyentes líderes, Khodya Akhrar: Para llevar a cabo nuestra misión espiritual en el mundo es necesario utilizar la autoridad política. A esa misión no escapa recinto alguno porque en realidad todos constituyen la orla social de las mezquitas. Y los remata el cielo, o unos techos sea de mocárabes sea de madera cuidadosamente pintada cuya contemplación se suponía formativa incluso para el bebe echado en su cuna.
Uno de estos monumentos, la mezquita catedralicia de Bibi Khanum, ya era gran ruina al poco ser construida. En Bibi, la decana de sus muchas esposas, honraba el Khan la poderosa alianza con los Chagatai. La pretensión de Emir Timur, una vez más, era Babel: En la construcción confluyeron artesanos de todos los países conquistados, materiales raros y preciosos y elefantes traídos de la India. Quería el Rey la puerta más alta del mundo, mandó matar a los arquitectos porque no satisfacían sus deseos, obtuvo un edificio perecedero que tiene algo de decorado tras el cual muy poco existe y en el que la desmesura ha desterrado la belleza Y simbolizó la fe con un inmenso Corán de mármol.
Lejos del brillo de azulejos y colores, no hay sino muñones pardos, cimientos de ciudades desvanecidas. Son el austero pero sólido relato de cómo llegaron a estos valles del Amu Daria y del Syr los indoeuropeos de dos milenios antes de nuestra Era, de su afincamiento en el valle de Zerafshan, del posterior y ya sólido imperio de las tribus iraníes, de los sermones de Zoroastro y la redacción del Avesta, del Altar del Fuego trasladado a Samarcanda y las leyendas épicas del rey Afrasiab. Hace dos mil años la rica Sogdiana brillaba en la confederación de principados, comerciaba con China, imponía en la Ruta de la Seda el uso de su lengua y su alfabeto, una escritura basada en el arameo que fue adoptada luego por los uigures y utilizaron budistas, cristianos y maniqueos para traducir sus sagrados textos. Palacios y arte parecen ser anegados en el ochocientos por la conquista árabe, que redujo el zoroastrismo a una curiosa religión de iniciados y no le han desposeído por completo de esa aura de misterio que sedujo a Roma, de la reminiscencia de aquellos cultos de Mitra y de Anahita, la diosa lunar, que prometían la resurrección y dejaban a la voracidad de las aves el entierro de los muertos. La geometría reina en los fragmentos que van saliendo a la luz: svásticas, símbolos solares, astrales, mandalas, flores cuyos ocho pétalos encerrados en un círculo y un cuadrado describen la armonía universal y subrayan el empeño en fundir el pasado con el gusto de los conquistadores.
Quien, atento tan sólo a la arqueología de los ecos, cerrase los ojos podría oír aquí un tumulto de voces: eslavas de ese ruso que ha sido y aún es lingua franca, persas desgajadas en farsi, tayik y pashto; kazaj y kirghiz, venidas ambas del turco que, como los mongoles, llegó desde las montañas de Altai. Mareas y corrientes sonoras que se superponen, mezclan y dibujan el movible y más acertado mapa sin fronteras. Lenguas que cambiaban de escrituras como de dueños, en las que la palabra árabe corresponde, como en tantos otros países en los que se habla de la unidad musulmana de la Umma, a una asimilación con los que dominaban, una capa de prestigio y de fidelidad al khan, el califa, el representante visible del dios del Poder en la tierra. Los alfabetos cirílico y latino se suceden y alternan con las formas del libro inalterable de Mahoma, y la fina red de trazos encierra, bajo el ficticio pero reconfortante marco islámico, torbellinos complejos, fisuras que ya van separando placas en la superficie de esta larga edad media hilvanada por un rosario de caravanas y poblados. Hay un crujido tectónico, el de los vigorosos países con futuro, y hay, al tiempo, huidas hacia un pasado mítico bajo el liderazgo de representantes de Alá. Las grietas son imparablemente rellenadas por cemento y carreteras, por puentes, petróleo y formas de vida. Quien con atención escucha, es posible que oiga, tras el viento, el rumor de la Umma que se convierte en polvo y se deposita en montículos de arena.
En la ciudad, por entre este mundo que tiene mucho de Piranesi, con sus edificios demasiado altos, demasiado cónicos, que emborrachan con sus azules hasta esconder a una población en fotografías no tan lejanas mísera y diminuta, sale a borbotones gente del mercado, se cruzan peatones, coches, viajeros, guardias, burócratas, empleados de los más diversos oficios, animales de carga y minibuses, mercancías que se regatean y ofrecen en la larga calle del bazar. Parece que se escapan de entre la trama de un antiguo tejido, y buscan con ansia el espacio exterior en el que las dimensiones son otras y las fotografías ya no serán nunca las de un montón de turbantes y harapos con fondo de grandes, pero ruinosas, estructuras de ladrillo complementadas por las tumbas en las que yace un santo cuyo cadáver a veces, como el de Khodya-Daniyar, no cesa de crecer. En el bazar, alrededor del bazar, las mujeres en grupos vivaces, pañuelos de colores vivos y sonrisa llena de dientes de oro, abruman con sus ofrecimientos de chales que tienen la consistencia de la espuma. Hay una actividad imparable. Se diría que hoy los monumentos son algo más pequeños y las gentes más grandes, que se abren puertas sin pretensiones de vértigo ni eternidad. Y se piensa en un Renacimiento que todavía está por hacer.
Paralelos al Amu Darya, grandes gaseoductos coronados de llamas y extensiones mortecinas de monocultivo. Los complejos fabriles brotan en la nada de territorios de acampada y espacio, pero ya los cruzan carreteras y se percibe, como en las venas el pulso, un ritmo que es imparable.
El valle de Fergana tiene el significado y la forma de un corazón, resguardado por las montañas tan lejanas como inmensas que marcan al norte la frontera con China, y por el Pamir Alay en el sur. Es la palma extensa, acogedora, de una mano repleta de abundancia y tierra fértil, con millones de uzbecos agolpados en su gran extensión que fue remanso de la Ruta de la Seda y que los soviéticos, de manera mucho más prosaica, se empeñaron en cubrir exclusivamente de algodonales que ceden hoy el paso a la variedad y la industrialización, pero que aún imponen su verde triste, alegrado por frutales y viñas. El clima se ha vuelto ligeramente otoñal, un soplo de frescura, un fiel reflejo del paso del quince de agosto tras el que comienza a inclinar la frente la feroz incidencia de la luz. El sol ya no es lo que en plena canícula era. Ahora el movimiento en las calles, la música, los cláxones y las voces recuerdan a Egipto, al caótico y vitalista Cairo y al magma irresoluto y expectante del mundo árabe.
Con empeño ciertamente digno de mejor causa, los apóstoles del purismo cultural, del mimetismo y estricta obediencia a la vestimenta que marca la sumisión de la mujer, los nuevos testigos de Jehová de las guías viajeras, exquisitos en el mimo de las sensibilidades locales, han fatigado páginas con sus consejos de no “herir” a los nativos con la exhibición, por modesta que sea, de parcelas o formas del cuerpo de la visitante hembra. Además de vituallas, el rico valle de Fergana también produjo fundamentalismo, dispersado en sus grupos más radicales, por el gobierno. La “generación de la mirada” europea, tan celosa de conservar ese halo de lejanía y represiones como ansiosos estuvieron sus antepasados de favorecer cualquier cambio que implicara una liberación, lee, repite y anota. La viajera sabe que es, de todas formas, común en lugares diversos hallar, en núcleos de población florecientes pero durante largo tiempo aislados y acosados por nómadas, una peculiar y rapaz ocultación del gineceo, un capitalismo sui generis aplicado a un sexo que aquí nunca ha sido segundo sino algo mucho más abajo, situado en categorías ajenas a la normal humanidad. Como en los parques naturales, los visitantes no deben dejar sino huellas de leve impronta, e incluso éstas serán reprobables si de imprimirlas en la moral se trata.
Fergana. Ni oasis ni perfume de algo remoto. Rusia en el aspecto, con su numerosa población rubia y blanca. También morena pero, afortunadamente, sin el celo del Islam por cubrir cuerpos. Radical desmentido a las puestas en guardia de la guía (Lonely Planet) sobre el agresivo puritanismo de la zona. Hay multitud de escotes y minifaldas, y ningún exotismo en las casas de construcción reciente, enormes avenidas, tiendas y frondosos árboles. La estructura tiene mucho de las ciudades del lejano oeste, de los centros de repoblación y rápido desarrollo. La viajera no está decepcionada. Respira.
Es la llanura una vasta almendra verde, entre el Tien Shan y las montañas del macizo de Pamir, que anuncian sus crestas irregulares con alguna pincelada de nieve. Se trata de sierras que preludian los pedregosos cauces, los ríos de opacas aguas color turquesa y las peladas y minerales elevaciones del Himalaya. Los bordes de este gran óvalo se difuminan en la niebla del humo de fábricas. Laten motores y tráfico. Y no hay vuelta atrás.
En el hotel, eslavos de enorme talla se chapuzan en el agua gélida de la piscina, mientras bellísimas eslavas de largas cabelleras rubias o negras pasean su palmito adolescente y hacen difícilmente creíble su filiación genética con las grandes matronas de las que ellas, con su frágil cintura y vaqueros pitillo, se dirían crisálidas.
La viajera charla de sobremesa con media docena de españolas de vuelta de Kirguistán. Pertenecen al fenotipo jarrai-senior (camiseta con graffiti, corte de pelo paramilitar, aire montaraz); vinieron del País Vasco para hacer senderismo en las montañas, y cuentan, sin perdonar cliché de devoción indigenista, cómo se alojaron en la yurta de una viuda que, entre simpatía arrolladora y risas, les contó su matrimonio tradicional: El sistema consiste en el rapto, sin que la muchacha conozca al chico ni intervenga para nada su voluntad, o el parecer de su familia, en el proceso. Un grupo de amigos ayuda al interesado a raptar a la chica escogida; así fue con esta viuda a la salida de su trabajo en el hospital. Se apoderaron de ella once hombres, se la llevó a casa uno de ellos y a la mañana siguiente “estaban casados”. El suceso fue comunicado a la familia de ella días después. Tuvo cuatro hijos. Nunca se hubiera atrevido a decir al marido que él no le gustaba o que hubiera preferido a otro que ya conocía. Tampoco hubiera sido aceptada por su familia de volver a casa. Las jarrai señior se desconciertan cuando la viajera dice que en español el tal uso cultural tiene un nombre muy claro: violación, precedida por ataque colectivo y secuestro. El desconcierto de estas respetuosas partidarias de los “diferentes usos culturales”, feministas en su ciudad de origen, ante la disidencia es el de quien se ve confrontado de manera inesperada con la herejía. El credo es férreo en los de su especie, un clan pro conservadurismo zoológico de las variantes de la especie humana para el que violaciones, asesinatos, dictaduras, segregación, malos tratos, pedofilia, robo pasan a ser “costumbres”, loable resistencia a la globalización nefasta y el imperialismo invasor. Y las costumbres son intocables, inopinables, merecedoras tan sólo de benevolentes sonrisas y deferente actitud. Idénticos son durante la cena la reacción y los silencios del grupo laico-eclesial al que los imperativos del desplazamiento han obligado a unirse a la viajera. Su líder, untuoso y siempre amigo del refrigerio comunitario, esquiva juicios de valor y conflictos y contabiliza como sellos países visitados. El decálogo de unos y de otras es preciso y se resume en tres preceptos: 1-Todas las gentes se agrupan en tribus y etnias de mayor o menor carácter nacional. 2-Todo debe ser alabado. Nada se considerará explícitamente horrible, reprochable, nefasto, negativo o feo. 3-Se mostrará un gran interés por las condiciones de vida de los indígenas, sin mezcla de crítica alguna y siempre y cuando prime el grupo sobre el individuo, la tradición sobre la libre voluntad, el uso ancestral sobre la modernización, la reiteración sobre las innovaciones. Las Iglesias de este credo varían, aunque sólo en la epifanía de sus papas: Aquí y ahora, el chamán es el energúmeno especializado en el terrorismo verbal derechas/izquierdas, el chantaje inquisitorial y la fantasmada profusa. El Preste Juan procedente de Cataluña practica, por su parte, una liturgia ecuménica en las colaciones comunitarias, juntando mesas sin venir a cuento; tiene maneras de Última Cena y las observaciones comprensivas, acompañadas de eterna y vaga sonrisa, propias de la meditación en el desierto y la indulgencia respecto a las almas descarriadas. El clan al que, con leves variantes, pertenecen tiene un botín y un proyecto: El botín es un gran cofre que guarda secuestradas las palabras, de manera que paz, igualdad, condescendencia y bien no correspondan sino al servilismo de sus fines. El proyecto incluye una organizada tarea de mediocridad impositiva.
En la fábrica de seda de Fergana la viajera reencuentra exactamente la misma sensación que experimentara, hace décadas, en las visitas-todas ejemplares-a comunas, industrias y barrios de China. Y asimismo he aquí, de nuevo, a occidentales para los que, hoy como entonces, el mundo es un vasto self-service de objetos, fotografías, asombros, costumbres; un parque temático-que hay que conservar intacto cueste lo que cueste-de aquellos tiempos felices previos a la industrialización, con instalaciones arcaicas, obreras indolentes, sonrisas y opresiones tan naturales como los tintes. Hay niñas que bordan en bastidores grandes, y jóvenes y menos jóvenes en los telares. Ninguna lleva gafas. Todas exhiben su arte en un estilo idéntico al de las que incluían siempre en el circuito los líderes del Partido. Y, como otrora, en el capítulo final de paso por la tienda, los extranjeros fervientes defensores del multiculturalismo enriquecedor demuestran su fe abalanzándose sobre las estanterías. Durante una hora regatean, escogen, apilan prendas; la pareja de afiliados a la revolución de nómina envuelve sus llamativas camisetas en no menos brillantes estampados, mientras que el apóstol de la exploración sistemática y la universal benevolencia escoge, con la lentitud del experto, piezas valiosas. Igual que en la China del socialismo, la seda y el jade.
Incluso en la distancia, las montañas de Afganistán producen una inquietante impresión de hostilidad y dureza. El material que forma los acantilados entre los que se abre paso la carretera, las cimas perfiladas primero en pardo y luego en gris, exhiben la sequedad más absoluta, la completa ausencia de verdor, la certidumbre de que en sus vericuetos de desconocidos senderos, cortadas impracticables y desfiladeros ajenos al rumor del agua se esconden cuevas y guaridas que no serán descubiertas jamás y enviarán al exterior imágenes, siempre masculinas, de temibles profetas envueltos en albas vestiduras y con instrumentos de muerte en la mano.
El terreno se compone de minerales que se fraccionan con regularidad cúbica y alfombran el suelo con bloques marrones y verdosos. Sin apenas tierra, que, como el río, está allá abajo, en alguna parte. En un ensanche hay coches parados, gentes con cámaras, pero a los extranjeros no se le permite sacar fotos. El guía, que lo ha sido en Uzbekistán todo el tiempo, va perdiendo de forma acelerada sus iniciales disponibilidad y simpatía según se acerca el fin del viaje. Ha hecho sus cálculos, concentrado en los adecuados sujetos sus favores, previsto su próxima estancia en España, en la que ya ha residido como becario, y ha sido seleccionado por la pareja de representantes oficiosos de las fuerzas del Bien y del Progreso para introducirle, cuando llegue a Madrid, en los adecuados círculos. Amir, que es una joven promesa de la escuela uzbeka de turismo, habla un español excelente y muestra fervor por el libro y el personaje de Clavijo. Tiene hermanas, casadas muy jóvenes y de dudoso o nulo porvenir profesional. Él prepara el suyo, y narra sus experiencias de España con el tono entusiasta de quien ha disfrutado de la mayor libertad en usos, contactos y comidas. En el trayecto de vuelta hacia la capital y su aeropuerto, algo en él se retrae al reducto primigenio de sus expectativas y su carácter, retira la imagen cosmopolita, espera nuevas becas, se apoya en el amplio nido de los suyos, comienza a borrar las inútiles imágenes de los turistas que aún acompaña.
Ahora el viaje se acelera, como todos los viajes cuando se entra en la pendiente de su final y llega la confluencia de recuerdos, la inútil aspiración a poseer el raudo fluido de las cosas. Pero también el deseo de escapar, escapar de la inacabable S de Samarcanda.
Tashkent parece enorme, una travesía interminable de avenidas salpicadas de edificaciones bajas. Es domingo. El avión saldrá de madrugada y, hasta entonces, la exploración de las calles se impone. La viajera emprende un periplo nocturno por la barriada cercana, en la que la calma de patios y puertas se alterna con alguna que otra tienda de ultramarinos. Entra en un café-restaurante, el “Caravan”, que reproduce la exquisitez de una miniatura persa en la que no faltan estanques con pétalos de rosa, instrumentos musicales y prendas de los más ligeros de los tejidos. Sale. Los restos de la ciudad antigua y la parte monumental y administrativa están lejos, pero aquí se extienden, al otro lado de la carretera, parques, y más allá el largo canal de Ankhor. Cruza.
Y allí, de repente, el Paraíso, ese paraíso sin grandes pretensiones al que aspira. Con tantos y tan gozosos bienaventurados que hay que repartirlos en círculos diversos, lo que concuerda a la perfección con sus distintos estados y apetencias: Se suceden bajo los árboles establecimientos de recreo, carpas, terrazas y kioskos, cafés recoletos donde leer o intercambiar confidencias, restaurantes con humo de barbacoas, helados, refrescos, bocadillos, cervezas, discotecas con espectáculo y lucecitas, juegos para niños, entretenimientos para adultos. Entra en uno de estos lugares en los que está franco el paso, y se encuentra con una gran extensión de mesas y sillas, tarima y espacio central para baile. Los conjuntos musicales, tradicionales, modernos y mixtos se suceden. Los camareros se cruzan con el ir venir de gente que sale a la pista desde las mesas y vuelve a ellas para continuar su consumo de platos numerosos, ricas tapas, raciones bebidas de todas clases. No hay lujo; sí ambiente abierto y dominguero, empapado de goce de la vida y tan activo como el flujo de personas. Bailan parejas unidas, parejas separadas, grupos, niños, hombres con hombres, mujeres solas, mujeres con mujeres, jóvenes y viejos, y ellas visten con completa variedad, lucen escotes, brazos, cabezas y piernas, y se ríen bajo la música sincopada del conjunto y el parpadeo de las bombillas que refleja el líquido rubio u oscuro de las botellas.
Aquí no hay huríes a las que se descorcha interminablemente la virginidad, ni ríos de miel pringosos o ensoñaciones de leche y de camellos. Hay gente, muchísima gente, que es feliz, que disfruta, con un espacio para las apetencias de cada cual y un lugar de encuentro.
A no tanta distancia, las lejanas montañas limitan con universos terribles en los que sólo resuena cinco veces al día el griterío múltiple, ni siquiera sincronizado, de la plegaria; hay páramos sin más población visible que la masculina ni diversiones otras que afilar el rencor de frustraciones viejas. Y no hay término medio entre tales fronteras, entre uno u otro paraíso.
III
ORIANA: LA VOZ Y LOS SILENCIOS
Sin saberlo, Oriana escribió tras su muerte, con las líneas de temor, prevenciones y silencio de sus necrólogos, la perfecta glosa al desafío, el valor y los valores que determinaron su vida.
Los obituarios en torno a la muerte de la periodista y escritora Oriana Fallaci, acaecida el 15 de septiembre de 2006, oscilaron entre el reconocimiento de sus méritos profesionales tiempo ha y el alivio por la definitiva mudez a que la obligó (sólo ésta hubiera podido hacerlo) una muerte que le desearon con tanto fervor los que fueron objeto de sus denuncias, unido esto al distanciamiento estratégico, ético o estético, o el franco reproche de chicos de la prensa, políticos e intelectuales en lo que concernía a sus posiciones de los últimos años, expresadas en la trilogía La rabia y el orgullo, La fuerza de la razón y Oriana se entrevista a sí misma. El Apocalipsis. Oriana habría sido la gran reportera y referencia periodística desde los años sesenta hasta los ochenta, alcanzado la cima en la época en que los grandes de este mundo se disputaban el prestigio de ser objeto de una entrevista suya, habría intelectualmente existido hasta los años noventa y, tras la decadencia del cáncer y el silencioso retiro para el que optó por los Estados Unidos, se habría entregado en sus años postreros a la obsesión delirante y la incontinencia verbal centrada en la alerta sobre una supuesta invasión musulmana.
A ella le hubiera encantado leer los artículos sobre su persona y su obra con los que, expeditiva y cautelosamente, se la borraba de la nómina de los transmisores de opinión. Con gran rapidez, como en los entierros urgentes, aparecieron en prensa el día siguiente al óbito comentarios y necrológicas, en parte ya previstas, y desapareció a continuación su nombre con igual presteza. Formó esta floración efímera de literatura póstuma el adecuado epílogo a sus obras completas, la prueba involuntaria del cuidadoso filtro que, desde el origen mismo del discurso mediático, caracteriza a nuestra época. Tras su muerte, se apresuraron a ponerla en una hornacina porque era la mejor forma de colocarla fuera de juego y de contacto. Se imponía desglosar en dos a la difunta: cantar los elogios a la luchadora antifascista, contra las dictaduras y por la libertad, y recubrir la incomodísima última etapa de su persona con la hojarasca del reprobable exceso. Quedaba como la gran escritora italiana, la mujer valiente que indefectiblemente se situaba en el vórtice mismo de la historia, la entrevistadora tenaz e infatigable, la maestra de reporteros y modelo de periodistas. Había sido única. Y ya no sería nada, ni ella ni sus ideas, jamás. ¿Qué descalificación más fácil, qué mejor sudario de olvido que el trenzado con la pasión e invectivas de un carácter que sentía el mayor desprecio hacia el lenguaje políticamente correcto? Cumplidos los trámites de admiración hacia su figura pasada, los comentaristas no podían menos de concluirlos con la respetuosa caricatura de la mujer visceral empeñada en una cruzada contra el Islam, y no faltó el recurso benevolente a la disculpa de su enfermedad, la excusa preventiva, una vez enunciados los elogios, de la irracionalidad, irresponsabilidad y desequilibrio apasionados fruto de su edad y estado terminales. Quien más y quien menos, la generalidad de los usuarios de la onda y de la pluma ejecutaron un ballet de distanciamiento y enviaron por todos los medios posibles un mensaje: No crean que yo comparto sus ideas. Como si apartasen de sus cuellos una mano potencial que quizás pudiera un día amenazarlos con segarles la garganta.
Una simple ojeada a la prensa del día dieciséis de septiembre revelaba la homogeneidad en la estructura de los comentarios fúnebres: Editoriales y columnas de opinión se refugiaron, tras la cuota más o menos generosa de las alabanzas de rigor, en los tópicos preventivos (catastrofista, racista, víctima de su propia leyenda, excesiva, pronorteamericana). De forma harto patética, el uno le negaba la condición de intelectual dejando así la puerta abierta a la limitación emocional y el restringido crédito del simple cronista de sucesos. Otro, tras describir el precio que en extremo riesgo personal la reportera había pagado por hallarse en los campos de batalla y tras distanciarse de Vietnam y demás arriesgados escenarios porque en la época él (el redactor) tenía otro tipo de fantasías, redujo la columna vertebral de la denuncia de Oriana, el peligro en Europa por la estrategia y la amenaza islámicas, a una anécdota florentina, trató a la escritora de neocon y finalizó lamentando la involución de la que fue gran periodista, luego sujeto de catarsis caprichosas y que había acabado degenerando en predicadora. Fiel al esquema, otro columnista que nunca corrió más riesgos que épater les bourgeois, los escarceos con las ninfas y la exigencia en televisión de que se hablara de su libro para obtener dinero con las ventas, aderezaba la obligada necrológica arrebañando un lejano recuerdo con guarnición de puta, jodido y hostia, que es el obligado peaje de la tribu de los progresistas de nómina, y, en un análisis final en el que originalidad y profundidad no se disputaban el primer puesto, denunciaba que, con la cercanía de la Casa Blanca, la gran mujer se había vuelto derechista y burguesa. Más explícita, una de las máscaras de proa del progresismo oficial, lógicamente galardonadas con el Nobel, se apresuraba a expresar su profundo desacuerdo con la concepción del mundo y las ideas de la señora Fallaci; ni qué decir tiene que no entraba en el análisis de detalle de la una ni de las otras. Algunos simplemente perdonaron a la italiana, por ser vos quien sois, la vida y cubrieron una página de periódico de reproches a sus supuestos excesos, errores e insultos. La acusaban de haber simplificado y generalizado hasta la náusea, hacer una lectura textual del Corán, ignorar las atrocidades de las Cruzadas, citar fuera de contexto, admirar a Kissinger y a Indira Ghandi y contemporizar con el Shah de Persia.
Describían sus libros como simple rosario de exabruptos contra el Islam en los que se advierte la influencia judía. Un articulista redujo sus últimas obras a una catarata de insultos contra un nosotros en el que él se veía incluido y vejado, que abarcaba izquierda, centro, derecha, Iglesia, marxistas, democristianos, socialistas, periodistas e intelectuales. Situó su retrato del personaje teniendo como fondo un auditorio norteamericano al que Oriana augura, pesimista y obsesionada por la muerte, que lo peor está todavía por venir. Y concluía el necrólogo añorando otras épocas en las que la escritora aún no había perdido la razón. Quien sólo leyera esto reconocería mal a la que, en sus libros, y hasta el último instante, proclamó su amor a la vida, la inteligencia y la lucidez y cuya biografía revelaba un conocimiento real, tan intelectual como vivo, de países, líderes, pueblos, historia, cultura y literatura, incomparablemente superior al de sus comentaristas póstumos.
Producía cierta congoja ver sumarse al tibio cortejo del descrédito a periodistas de mayor fuste que, desde el parapeto del sujeto indeterminado, afirmaban que algunos la acusaban (quizás con fundamento) de manipular…..Se decía que era incapaz de modificar ..( que).sus textos reflejaban ese dogmatismo….¿quién sabe hasta qué punto la enfermedad que padecía lo impulsó (dar bruscos bandazos)?,….cuando se convirtió en la San Jorge del integrismo occidental. Para el decálogo al uso de sus comentadores, ella nunca hubiera debido reconocer al Shah de Persia el más mínimo rasgo positivo, aunque en sus disposiciones los hubiera, ni era admisible que, por el contrario, abominara de manera absoluta de mullahs, imanes y ayatollahs iraníes y afganos, aunque se basara en la pura evidencia de sus actos. Convenía embalsamarla en los años setenta, en olor de la partisana antifascista de su primerísima juventud y de la antifranquista ferviente que olfateaba en la España de 1975 la sangre reciente de los vascos fusilados (pero no otras sangres), ponía flores en sus tumbas y no veía sino bondadosa inteligencia en el líder de Partido Comunista Español. Y anular intelectualmente los años posteriores, tarea tanto más fácil cuanto que la crudeza de su expresión y sus denuncias, la soledad insobornable de su postura, se prestaban sin esfuerzo a convertirla en caricatura, reducirla a puro fenómeno de ruido y de furia, aparatosa forma de un contenido indigno de reflexión. Quedaba bien-siempre quedará bien-integrarla en la condena indiscriminada de la crueldad de la guerra y las crisis de los movimientos contestatarios, citar sus textos de primera línea sobre los cuerpos destrozados en Vietnam y emplear mucho los términos universal, poderosos y naciones, de manera que todo se resumiese al preceptivo segundo de tristeza por la maldad de la condición humana; y después a cobrar el artículo, la conferencia o la subvención y a otra cosa.
Oriana es aprovechable para la denuncia abstracta, la triste reflexión, que a nada compromete y a nadie implica, pero se vuelve intratable e incomodísima cuando hay una guerra real, de nuevo tipo, difuminada como un cáncer en comandos y organizaciones civiles que se valen de todas las debilidades y cobardías de los estados de derecho. Entonces hay que marcar distancias y evitarla como la peste, porque el adversario está aquí y ahora, y es tan concreto que puede desde degollar al periodista hasta quitar y poner gobiernos simplemente regulando el miedo de los ciudadanos y el suministro de petróleo. El enemigo actual además puede, como lo demuestra en millones de ejemplos cada día, condicionar, facilitar o impedir la consecución de trabajos, publicación de artículos, protagonismo social, acuerdos financieros, tiradas de prensa, número de votantes y acuerdos tácitos para cargar a los contribuyentes el precio de los sobornos.
Es significativa la manera, freudianamente fatal, cómo asoma en las ilustres plumas de comentadores que sin duda se creen exentos de pecado tal el pelo de la dehesa machista. La tentación de reducir la vehemente escritora a erinia vociferante, a esa repelente antítesis de la mujer atractiva que es la intelectual desafiante, respondona, certera y entrada en años. Difícilmente se hubieran mezclado, en el obituario de un hombre, junto con el currículum profesional, apreciaciones sobre su cuota de atractivo físico. Con Oriana sin embargo el columnista se permitía el lujo del tuteo (que la señora Fallaci practicaba muy escasamente) y le dedicaba, por el simple placer de la paronomasia, unos párrafos reprochando a la difunta que se hubiese hecho de derechas y que, al conocerla, le pareciera baja, vieja y bruja. No es ni mucho menos el único que considera idóneo añadir unas gotas de desdén sexual a la descripción de un ser humano de sexo femenino y notable inteligencia; se trata casi un acto reflejo, al que no es ajeno Kissinger, quien, quizás para desfogar la irritación que al parecer le produjo la entrevista, hizo hincapié en la decepción que sintió al encontrarse con aquel patito feo en vez de con la hermosa mujer que esperaba. Hay aún mejor, excelentes ejemplos en los que a la rijosidad potenciada por los años se añade el oportunismo que se provee, como escudo protector y peaje de sus tibias críticas al activismo islámico, de ardientes alabanzas a los extraordinarios valores espirituales del Corán, fuente de paz, tolerancia y concordia. Es perfectamente imaginable el soberano desprecio con el que deben leer-si es que alguno lo hace-los fundamentalistas musulmanes de pro, que llaman al pan pan, al vino (con perdón) vino, a las mujeres seres de segunda (como en el libro sagrado se escribe) y a la yihad yihad, estas contribuciones al tributo de las cien doncellas del asustado infiel. El fenómeno, que se empeña en reducir a una pandilla de violentos e indocumentados a los defensores del terrorismo, recuerda a los que afirmaban que los desfiles de millones de personas agitando el libro rojo y retratos gigantes de Mao no eran demostraciones de culto a la personalidad, que en el país vasco no hay sino marginales ejemplos de violencia y que donde pone guerra, pegar e infiel hay que leer exposición de diversas opiniones, reprimenda y extranjero.
No carece de interés observar cómo los detractores de Oriana cayeron en el mismo tono de extremismo simplista y virulencia que a ella le reprochan. Los pilares de tal discurso son tratarla de racista y exaltada, poseída por un odio patológico contra la totalidad de un colectivo que comprende cientos de millones de personas que profesan una de las religiones más extendidas en el planeta. Es alarmante que incluso publicaciones solventes, como The Economist, despacharan, ya antes de su muerte, la mención a la periodista italiana con una columna que resumía el comentario a la palabra odio y parecía mucho más dictada por la ansiedad de marcar distancias que por el análisis objetivo.
Ocurre que la escritora no dirige en ningún momento sus críticas y diatribas contra raza alguna; éstas van, indefectible y explícitamente, contra el fundamentalismo islámico, no contra los árabes, culpa a actos, realidades. actitudes y estadísticas, no a colores de piel o rasgos físicos, subraya las obvias coincidencia y connivencia entre obediencia musulmana y terrorismo, atraso y opresión. Su admiración hacia el periodista saudí Abdel Rahman al-Rashed, que publicó en su diario Asharq al-Awsat una amarga, y excepcional en el mundo árabe, autocrítica (Es un hecho que no todos los musulmanes son terroristas, pero también lo es que todos los terroristas son musulmanes…Somos una sociedad enferma), es inmensa, su compasión e indignación por las víctimas universal. En ella, acostumbrada a moverse en múltiples sociedades, viajera incansable por Oriente Medio, antigua y profunda resistente antinazi, no hay un átomo del racismo del que sin embargo sí hacen gala, consciente o inconscientemente, los que se empeñan en Europa en seguir el juego a imanes y jeques feudales e identifican musulmán y árabe. Porque, siguiendo el razonamiento de sus supuestos defensores, habría entonces que deducir que los árabes están genéticamente determinados, por una fatal disposición de su rama semítica, a ser fanáticos, reaccionarios, obtusos y maltratadores de sus hembras. Por lo que conviene utilizar su mano de obra sin inmiscuirse en los usos de su rebaño, garantizarse con adulaciones y silencio los beneficiosos contratos con los dirigentes que los pastorean y exhibir hacia el ganado, arisco pero aprovechable, el interés que se tiene por el parque temático de especies lejanas en las que, por supuesto, el concepto e imposición del respeto a los derechos humanos e individuales, a la libertad, el laicismo, la igualdad de sexos y el acatamiento a las leyes y constituciones de los países europeos están fuera de lugar.
El otro pilar en que se apoyó la descalificación global de la señora Fallaci es su precario estado físico, la edad pero sobre todo el cáncer, del que se mofaban las manifestaciones callejeras de islamistas y simpatizantes exhibiendo monigotes con su efigie y la cabeza calva por el tratamiento. Sin embargo, como la escritora afirmaba y demuestran hechos, visitantes y testigos, su cerebro funcionó hasta el final con sorprendente lucidez, atrincherado contra el que ella llamaba alien, que devoraba el resto de su cuerpo, y pagó muy cara la redacción de los últimos libros de su trilogía porque, inmersa en el sentido de urgencia y deber de escribirlos, no acudió a las revisiones médicas ni siguió los tratamientos que debía y, cuando lo hizo, le dijeron que ya era demasiado tarde para operar.
Los mensajes de condolencia, biografías, exposiciones y análisis con ocasión de la muerte de Oriana se difuminaban, respecto a la década final, en vaguedades que no entraban, sino para breves citas, perífrasis o expresiones de rechazo, en el contenido de sus tres últimos libros y apenas tocaban los precedentes de una actitud que sin embargo podía ya rastrearse en obras anteriores. Falta por abordar la pregunta omitida y sorteada por sus cronistas. “Gran escritora, gran periodista, valiente….” Sí, pero ¿tenía razón en sus tesis? ¿Las apoyaba con hechos concretos? ¿Son éstos comprobables y convincentes? ¿O se reducen, en efecto, los escritos de la última parte de su vida a una tórrida elucubración? Algunos le conceden, como mucho, la autoría de análisis que han resultado en parte ciertos, visión premonitoria de males que ahora aquejan a Europa, pero ahí se detiene la incursión en el espinoso y temido territorio de su antiislamismo. No existen descripción pormenorizada de sus relatos, cumplida refutación de sus argumentos, invalidación de los abundantes datos, tomados directamente, sea de los escenarios reales, donde estuvo, sea de medios de difusión accesibles y comprobables, de los que ella se sirvió para ilustrar su discurso y razonar su postura.
En el prólogo de La rabia y el orgullo, dirigido al lector, Oriana explica por qué ha roto su silencio, el que se impuso, junto con el autoexilio, hacía muchos años, cuando, decepcionada de Italia y de Europa, que habían traicionado los valores que ella defendió desde su juventud, éstas se rendían, un día tras otro, blandamente, a los que soñaban con destruir su cultura. Vagó por el mundo hasta que decidió instalarse en Nueva York, al que denomina Refugium Peccatorum por habérselo ofrecido a tantos expatriados forzosos y voluntarios, desde los nacionalistas del XIX a los antifascistas del XX. El 11 de Septiembre de 2001 echa abajo todas las compuertas de ese viejo lobo desdeñoso dispuesto a morir, mientras escribe su última novela, en su cubil. Y le impone la obligación moral, el desafío, el deber cívico de recuperar la voz y hacerla pública, en hojas escritas, como en trance, una tras otra, primero para un periódico, luego en forma de libro. Aquel día caen las Torres Gemelas y queda mezclada con los cascotes la sustancia pastosa de tres mil personas desintegradas, las televisiones repiten imágenes de turbas regocijadas que celebran el atentado, y no son sólo palestinos, ni de países árabes; no faltan italianos, europeos, que se mofan del suceso y se regocijan de que la desgracia se abata sobre los norteamericanos. Éste es el revulsivo que la obliga a redactar, cuidadosamente, un largo proceso de denuncia comenzado veinte años atrás y transformado en texto torrencial pero dotado de coherencia interna, exento de la menor censura ni temor. Ella es perfectamente consciente, siempre lo ha sido, de la importancia de las palabras, de las proclamas, las declaraciones y los libros, del sometimiento al estilo, el rigor y la cadencia. Nunca se ha vendido. Ha vivido siempre de su trabajo pero muy pronto, hacia los diecinueve años, fue despedida de su primer empleo en un diario de Florencia por negarse a escribir falsedades sobre el mitin del célebre líder comunista Togliatti, aunque ni siquiera firmara el artículo. Resulta insólita, y hoy difícilmente creíble, su declaración de que nunca aceptó escribir ni una línea por dinero, lo que le impidió, por falta de recursos, acabar sus estudios de Medicina. Cincuenta años más tarde rechazará la elevada remuneración que por su artículo se le ofrece. En Nueva York, durante dos semanas de ininterrumpido parto, desdeña la enfermedad, los alimentos y el sueño y se nutre de la aguda conciencia de su deber como escritora y de la indignación que le proporciona combustible, un inmenso volumen de vergüenza ajena ante la pasividad, la tibieza, connivencia, chaqueterismo o franco placer por el atentado. Los aviones-bomba han venido a rubricar un proceso que denunció hacía largo tiempo: el progresivo desarrollo de enemigos antes nazis y luego, de forma mucho más extensa, subrepticia y peligrosa, agrupados bajo las banderas del Islam en diversas franquicias terroristas, con la ayuda eficaz de una quinta columna europea presta a todas las rendiciones y componendas.
Oriana se remite a las declaraciones del más célebre de los Padres Fundadores de la Yihad moderna, heredero de los Hermanos Musulmanes y de Jomeini: Ben Laden proclama, sin ambigüedad alguna, que el mundo de infieles y libertades debe ser conquistado y sometido al Islam, en el proceso de una guerra de religión, la santa Yihad en la que están obligados a participar todos los musulmanes y de la que es enemigo, sin excepción, cualquiera que no acepta a Mohamed como profeta y el Corán como única fuente de fe y de forma de vida. Con igual claridad aquél afirma que la gran mayoría de los musulmanes, según muestran los sondeos, está encantada con el atentado del 11 S; la incómoda evidencia corrobora la exactitud de sus declaraciones. Por consoladora que resulte, la creencia de que el terrorismo islámico es fenómeno de minorías se derrumba ante los testimonios e imágenes de multitudes que expresan, por millones, desde Marruecos a Indonesia, el odio y deseos de agredir a Occidente, que queman sus banderas y las efigies de sus presidentes y toman como guías a iconos del tipo Ben Laden o Jomeini, por otra parte prescindibles puesto que no son sino el visible rostro de un movimiento sociorreligioso del más puro cariz integrista, ajeno a la civilización definida por democracia y progreso y anclado en un alto medievo de teocracia puritana incapaz de ceder el paso a una sociedad moderna, laica y plural, una estructura incompatible, por su propia esencia y por el aval de la experiencia histórica, con los derechos individuales propios de las sociedades desarrolladas. Analfabetismo, atraso, feudalismo y miseria coinciden geográficamente con el perímetro de las zonas islámicas y contrastan con la riqueza de sus oligarquías gobernantes. Es un especial sistema de totalitarismo que precisa de chivos expiatorios con los que compensar la frustración y la envidia del pueblo respecto al nivel de bienestar de Occidente y el lujo de sus propios gobernantes. El paso de los años ha demostrado que puede haber regresión, tras aparentes modernizaciones, y que la multinacional del terrorismo se expande sin forzosa relación con los frentes bélicos de Estados Unidos, lo que ilustra el hecho de que ninguno de los diecinueve kamikazes de Nueva York fuera afgano. Los intereses y aprovechamientos económicos de los diversos clanes no impiden que, a diferencia de épocas pasadas, el actual conflicto sea sustancialmente ideológico, carente de fronteras. Ajenas a los parámetros de las guerras convencionales, llevan décadas extendiéndose las milicias islámicas y los campos de entrenamiento de terroristas, en un mapa de operaciones cambiante y fluido para el que no existen fronteras. Se difumina voluntariamente la división combatientes/civiles, los vagos fines siempre justifican la inhibición de los espectadores y los métodos de los asesinos. La situación escapa a las acostumbradas estrategias porque el enfrentamiento no es nacional ni militar. Se trata de una guerra nueva, de tropas que aumentan con rapidez exponencial y multiplican apoyos y cabezas de puente en el territorio conquistable, una guerra de nuevo cuño, cultural y religiosa, los agentes de cuyo nazismo esta vez se sitúan tanto en las regiones de origen como, sin camisas negras, azules ni pardas, en las ciudades europeas, y hallan sin esfuerzo refugio, subvenciones y apoyo. El antiamericanismo multiuso sustituye a los fervores de la adhesión religiosa y, amasado con el buenismo y la ignorancia acomodaticia de paz y subvención, es, para mafias y autócratas herramienta inapreciable.
Es difícil negar la relación, investigada por la policía de diversos países, entre tales instituciones sociorreligiosas y las redes de Al Qaeda, sus arsenales y la formación de activistas. Sólo en Italia habrían sido epicentros del terrorismo islámico Milán, Turín, Roma, Nápoles y Bolonia y existido células en múltiples poblaciones. Sin que ni en ése ni en otros países se hablara de ello, ni de un sistema de circulación filoterrorista que discurre por establecimientos como carnicerías halal (de animales sacrificados como el uso musulmán ordena), locutorios, internet y asociaciones de apariencia inocua que sientan doctrina, vigilan conductas, forman a los jóvenes y se mueven como pez en el agua en zonas urbanas que han adquirido para los ciudadanos de origen el hosco aspecto de territorio hostil. En las grandes mezquitas como en las modestas madrasas de barrio marcan la línea ideológica y la actitud de los fieles los sermones de los imanes, en quienes reside indiferenciada la autoridad religiosa, civil, pública, privada y moral, reforzada por la que las autoridades autóctonas les otorgan gustosas para que, al uso medieval, controlen y sirvan de mediadores con sus parroquianos. Ellas se evitan molestias, el estado de derecho se debilita, se pierde la conciencia de la igualdad ciudadana ante la ley y los sectores más progresistas de la población inmigrada se ven forzosamente sumergidos en el control tribal y patriarcal que reproduce la opresión de su teocracia de origen. Tras el 11 S, resultaron singularmente llamativas las declaraciones de algunos imanes, como el de Bolonia, que culpaba de la matanza a la derecha y a Israel y aseguraba que el peligro no era Ben Laden, sino América.
Pero, más que a las armas químicas o biológicas, lo que a la periodista infunde profundo temor son olas sucesivas de integrismo puritano que lleguen a destruir irreemplazables obras de arte, esculturas, pinturas, bibliotecas y edificios que constituyen la médula y el alma de la cultura europea, de manera similar a los planes de Hitler para incendiar París o la voladura, durante la II Guerra Mundial, del Puente de la Santa Trinidad, en Florencia. El recuerdo de su ciudad natal, de catedral, iglesias y monumentos profanados y sucios por la basura y deyecciones de una larga acampada de inmigrados somalíes a la que no se atrevieron a controlar y oponerse las autoridades, el desprecio insultante de aquella turba hacia las mujeres, incluso las de su edad, y la permisividad oficial respecto a esos invasores que nada más entrar exigían derechos y atropellaban el lugar de acogida es para ella continuo acicate. Y envía una solitaria declaración de guerra a aquéllos en cuya violencia, ideario y fanatismo ve el mayor de los peligros del siglo XXI. La vida de la escritora, con la proximidad del final, forma una curva y reencuentra, bajo apariencia distinta, el fascismo nazi que desde niña, junto a sus padres, combatió. No rechaza el calificativo de sermón para su artículo porque considera su principal deber la difusión urbi et orbi de la advertencia. Y desdeña a quienes atribuyen su valentía a la proximidad de la muerte, porque su trayectoria vital prueba que en todo momento ha sido alguien capaz de pagar con grave riesgo propio el alto precio de la libertad de expresión.
El periódico donde apareció el primer artículo agotó el millón de ejemplares, y las adhesiones, fotocopias y correos electrónicos mostraron que servía de voz a innumerables personas a las que se obligaba a la mudez de la censura. Mientras, pacifistas y repentinos admiradores del mundo islámico, ex comunistas y socialistas platónicos a los que había dejado a la intemperie la caída del Muro de Berlín la declaraban hereje, ignorante y exhibicionista. Escrito en estado de extrema tensión y, tras publicar parte en la prensa, no por ello deja de reivindicar la señora Fallaci, en un libro que es a la vez recopilación, arenga y manifiesto, su celo por la forma lingüística, la propiedad, el ritmo, la eufonía y la corrección sintáctica, aunque se sitúen en aguas de fondo tan movido y convulso como la época y los hechos que relata, y pese a que los improperios atraviesen continuamente sus líneas como un fogonazo tanto exclamativo, tanto interrogativo retórico. Utiliza el estilo directo, un alter ego exigente con el cual dialoga de una forma que inconscientemente recuerda a la epopeya clásica, las invocaciones de Homero y de Virgilio a la Musa, el auditorio, los héroes y los dioses. Desde el primer título, rabia y orgullo, pone en guardia al lector sobre el contenido emocional, pero no por ello redacta un simple panfleto; hay un tono de veracidad indudable, un serio fondo de conocimientos, un raro espesor vital, los cuales a veces parecen enmascarados por la espontaneidad de su forma literaria de manera que la repulsión y la ira no excluyen razón y lucidez.
En esta época de medias tintas y tibiezas es llamativo su afán unívoco. Así, por ejemplo, cuando se asegura de que no existe riesgo de que se mezcle, en sus improperios hacia los que admiran, comprenden o se solidarizan con Ben Laden, los kamikazes y sus seguidores, ni un átomo de respeto, piedad o reserva. Pasa rápidamente revista a los supuestos mártires, a su patrón Arafat, a los homólogos japoneses, y ella, que, como en Blade Runner, cuanto más se le va la vida más la ama, siente el profundo desprecio de los que han sabido gozarla hacia estos exhibicionistas de la muerte. Las imágenes de los terroristas suicidas, con planchado y peluquero recientes, aparecen también en su novela de años antes, Insciallah (1990), que comenzaba con los centenares de muertos del atentado de las bases americana y francesa en Beirut. El 11 S las víctimas son miles, son un puré orgánico de cadáveres de los que nunca se sabrá el número. El héroe de la jornada, el jefe del comando, Mohammed Atta, especificó en su testamento En mis funerales no quiero seres impuros. Es decir, animales y mujeres.(…)..Ni siquiera cerca de mi tumba quiero seres impuros. Sobre todo los más impuros de todos: las mujeres embarazadas. Los héroes de la periodista son otros: los pasajeros de los aviones secuestrados para convertirlos en bombas, los cientos de bomberos y los policías que murieron para intentar salvar a los atrapados.
Oriana se adentra en el análisis de la irremediable vulnerabilidad, frente a las dictaduras, de las sociedades abiertas, de la vieja alianza entre aquéllas y los grupos terroristas, de la envidia a Estados Unidos y de la naturaleza de la confianza, pluralidad y fuerza de éstos, de sus veinticuatro millones de musulmanes y de la ingenuidad norteamericana, que abre a cualquiera, como a los pilotos que se incrustaron en las Torres Gemelas, puertas y aulas y pone a su disposición la ciencia y la tecnología que les servirán para borrar los símbolos de la modernidad y de la nación. Fue el caso de Ben Laden, multimillonario en buena parte gracias a sus empresas, ¡oh ironía!, de demoliciones. Es al único al que Oriana hubiera querido entrevistar. Porque en la tranquila crueldad evangélica de su sonrisa, en la suavidad ingrávida de sus movimientos, en la fascinación de sus ojos que guardan tras la bondad el cuchillo y en el ejercicio de completa soberbia de Rey de la humildad y los marginados, ella ve el Mal, como se percibe a la entrada de Auschwitz o en la escuela de Beslan, coagulado, materializado, frío y dispuesto a llevar adelante su plan. Oriana cree conocerlo, haberlo visto en el salón de un hotel del Beirut de los años ochenta, una figura alta, de un blanco inmaculado, los ojos del rostro muy joven dotados de oscura fijeza. Ben Laden, el más dulce, a decir de su prolífico padre, de los cincuenta y cuatro hermanos, el muchacho rico que, desde las chicas rubias y las fiestas, se pasó al sumo deleite de la Gran Pureza, la austera santidad y la embriaguez del arcángel venido a más que se sueña segundo de Dios y reina en su trono de desnuda roca. Tras él, una Arabia Saudí que nutre de dinero a los terroristas y de petróleo a buena parte del planeta, aliada de Estados Unidos y al tiempo el régimen más puritano, inquisitorial y feudal, también quizás el más hipócrita, en un palmarés que resulta reñido cuando se habla de los países árabes, enquistado en la invulnerabilidad de quien a diario bombea la negra sangre que hace latir los motores de occidente. Uno de sus príncipes, Al Walid, ofreció a Nueva York, tras el desastre, un cheque de diez millones de dólares, que el alcalde Giuliani rechazo con dignidad. Era el dinero de los mismos que comparten entramado financiero con Ben Laden y que desde los ochenta alimentaron las arcas de un Arafat que se entrenaba en llevar la guerra al suelo europeo y comenzaba la gloriosa carrera de alentar a los muchachos suicidas. Ryad es también generoso con los occidentales que se convierten al islam, con la adquisición de terrenos y la construcción de madrasas y de mezquitas cuyos minaretes aspiran a mirar desdeñosamente, desde su superior altura, a las casas, iglesias y monumentos de Italia, España, Alemania, Francia.
Pero a los entusiastas valedores de la matanza de las Torres Gemelas la periodista quiere enviarles un mensaje: Han fracasado en su principal objetivo, el miedo. No sembraron en Norteamérica humillación y pánico; por el contrario, brilló un sentimiento de unidad, solidaridad, patriotismo y eficacia. Ahí se halla para Oriana la raíz misma de la libertad, en rehusar vivir atemorizado por la violencia, el chantaje, el mal aliado a la fuerza. Y, junto con el tributo de rendida admiración a tal conducta, la inevitable constatación del contraste con la debilidad europea, con su desunión y amedrentamiento que la hacen presa fácil de cualquier enemigo. Donde los ciudadanos ofrecen, en Estados Unidos, la determinación de la unidad necesaria ante los males y el general sentimiento patriótico, en Europa se observa un hervidero de tribus y de clanes atentos sólo al pastel estatal y a la exhibición del desdén de buen tono respecto a patria, cultura, civilización o bandera. La gente de la América admirada por Tocqueville, prendada de la independencia de los individuos y surgida trece años antes que la Revolución Francesa, escogida y construida por emigrantes que apostaban por el futuro y dirigida en sus comienzos por personajes, los Padres Fundadores, de excepcional categoría, alcanza una general dignidad ciudadana que está exactamente en las antípodas de la imposición del hombre-masa propia del marxismo y del populismo de los demagogos. Con la claridad de la vejez, la escritora, que siempre rechazó la nacionalidad estadounidense, abomina, en nombre del justo recuerdo y del elemental reconocimiento, de cuantos se han complacido en forjar con la sigla USA un icono en el que verter celos y envidia, donde personificar todos los males y congraciarse, denigrándolo, a dictadores y fanáticos. Oriana vuelve a ser la niña que, bajo el apodo de Emilia, ya trabajaba con su padre en la Resistencia con el movimiento “Giustizia e Libertà”, a la que él contó las torturas a las que en prisión los fascistas lo habían sometido. Ella ve con la nitidez de lo ocurrido ayer quiénes son los que la liberaron de Hitler y Mussolini, de Stalin y del pozo de la postguerra. Y además vive, con la intensidad de una cultura que permite la integración del pasado, los ideales de la Italia del Risorgimento, la generosa lucha de grandes hombres por una bandera que representaba su noble ideal y que ahora no se exhibe sino en los estadios. Y la conmueve el himno nacional, la belleza de la lengua de Alighieri, y no se avergüenza del simple amor a su patria, que le parece tan distante de la Italia mezquina, torpe, amedrentada y vulgar en la que, como el resto de Europa, su país se ha convertido. Las italias oportunistas y de visión corta se alzan como antítesis de la que ama. Nacieron durante la postguerra, las componen, por ejemplo, los ex comunistas que ya en los años cincuenta se ensañaban con sus artículos y desplegaban contra quien no fuera ellos todas las tácticas del terrorismo intelectual. Se ha pasado la vida enfrentándose a las distintas iglesias, de prosoviéticos y postsoviéticos, de pacifistas, buenistas, ecologistas, izquierdistas de diverso pelaje bien afincados en puestos públicos y siempre prestos al ritual totalitario de eliminar al discrepante bajo andanadas de ¡reaccionario!, ¡fascista!, ¡racista!.
Desde el otro lado del Atlántico, alejada de la tierra que siempre sentirá como suya durante años de decepción y de autoexilio, Oriana se sitúa en una muy especial perspectiva. Lo que para ella es evidente y posee la irreductible claridad de los hechos es objeto en Europa, cuando no de villanías del tipo “los americanos se lo tienen bien merecido”, de todo tipo de componendas, dejaciones, claudicaciones y cegueras, en una inversión perceptiva sin más lógica que la cobardía ni otro ideario que la comodidad cotidiana y la garantía del consumo a corto plazo. Los asesinos son mártires u oprimidos sedientos de comprensión, las feministas defienden el peor apartheid, el de las musulmanas, que ha conocido el planeta y llaman diferencias culturales a la opresión, humillación y régimen carcelario en que esos millones de personas viven, las autoridades pactan con dinero y privilegios la apariencia de control de los invasores, un gran caballo de Troya se instala sin el menor esfuerzo en el corazón de las ciudades del Viejo Continente, obliga a borrar o silenciar las señas de identidad de la civilización antigua e impone la propia, dotada de todas los rasgos del atraso y el sometimiento, alza con dinero de reyes lejanos sus torres, ofrece al agresor desagravios y tributos. En Europa se ignoran los vastos cementerios de soldados americanos que murieron por salvarla, los planes económicos que propiciaron su desarrollo, la potencia estadounidense que la permitió vivir a su costa en gastos de Defensa y poder así disfrutar, con lo que otros gastaban para garantizar la seguridad del mundo libre, de generosidades sociales y estados de bienestar. Desde la distancia, en el espacio y en el tiempo, desde la proximidad inmediata del Nueva York del 11 S, la periodista quiere despertar a su tierra de ese extraño letargo, del largo y lento suicidio en el que se hunde. Ninguna de las instituciones le merece crédito. Al Papa, afanoso por presentar disculpas al Islam en nombre de la Iglesia, le pregunta qué disculpas el Islam ha presentado por sus robos, masacres, violaciones y asaltos en las costas de Italia, por el activo tráfico de esclavos del que fueron pioneros y al que se aferraron hasta que se lo impidieron las potencias occidentales, bien avanzado el siglo XX, por la invasión y ocupación de territorios mucho antes de las Cruzadas. No halla más explicación, en el pueblo llano, que la miopía del miedo, el peso colosal de la autocensura que gravita sobre gentes fuertemente condicionadas por la exigencia del mínimo riesgo, incapaces de la elemental e inicial resistencia que consiste en llamar por su propio nombre al enemigo, identificar la guerra y el ataque que en este caso es la Yihad, la Guerra Santa, empeñada en sojuzgar la libertad, la cultura y el bienestar, tan trabajosamente conseguidos, de las sociedades libres, con una violencia difundida sin esfuerzo entre los muchos millones de musulmanes afincados en Europa a los que precisamente el control de los líderes religiosos, la vigilancia y manipulación de los individuos ejercidas por las comunidades inmigradas mismas, la impotencia ante agradables sistemas de vida de los que sus propios preceptos y tabúes les impiden disfrutar, les empuja al fundamentalismo, la agresión y la envidiosa hostilidad.
Como periodista, hace décadas que tiene ese discurso de los hechos, que denunció la mansedumbre occidental ante los inquisidores, la conspiración del silencio ante la connivencia con la barbarie. Ya entonces los grupos que, bajo el título de marxistas, progresistas, socialistas o simplemente izquierda pretenden monopolizar el sujeto ético, ser los Buenos de una historia dual, levantaron contra Oriana sucesivos autos de fe. Desde 1980 ella había constatado la evidencia, sin prejuicio ni consigna, y eso era simplemente imperdonable. Defendía la cultura de Occidente por su extensión, abundancia y calidad frente al puñado de nombres, objetos y edificios de una basada en la agresión, el tabú, la intolerancia. Ella fue de los únicos que se horrorizaron ante las tácticas de los talibanes, a los que armaban, como a Ben Laden, en Afganistán los Estados Unidos y apoyaban las izquierdas; los primeros por contrapesar a los soviéticos, los segundos en pro de un tercermundismo nacionalista capaz de avalar todas las aberraciones con tal de que las perpetren gente y cultura autóctonas. Oriana puso ante la conciencia occidental la práctica afgana de, mientras invocaban continuamente a Alá misericordioso, cortar los brazos y piernas de los prisioneros rusos, como ya lo habían hecho anteriormente con cristianos, judíos y británicos, con cuyas cabezas jugaban al polo en el siglo XIX en Kabul, y asegura que, con invasión y todo, los soviéticos son preferibles a los talibanes y Europa debe estarles agradecida por defenderla. La consigna ¡Fuera los rusos de Afganistán!, repetida con entusiasmo por Osama y sus muchachos, era, mientras, coreada por las multitudes bienpensantes de la cultura occidental. Con el éxito revelado por el tiempo.
Poco tardó en recogerse la cosecha: El fortalecimiento, en su ambición, de gentes rapaces y peligrosas que, con la perfecta carencia de escrúpulos que proporcionan el fundamentalismo religioso, la frustración social, sexual y civil de su vida cotidiana y la prepotencia de los fáciles ingresos del petróleo, desarrollan estrategias de ocupación progresiva y organizan sus ataques contra enemigos tanto más despreciables cuanto más medrosos, venales y contemporizadores. En lo cual no hacen sino aspirar a la repetición in extenso de las formas de vida con las que sus líderes (excepto el puñado ilustrado que intentó imponer reformas de corte netamente occidental) llevan catorce siglos oprimiendo a su propia población, con un fenómeno añadido, el apartheid femenino, reivindicado como precepto islámico, que no tiene parangón en la historia social del planeta y al lado del cual palidece la segregación de negros o de judíos. Como periodista, la señora Fallaci se atiene a los actos, a la manifestación material y concreta de las personas, los grupos y los países. Y halla que quien ha pagado y continúa pagando la póliza de seguros y de hogar de Europa son los denigrados estadounidenses, en fondos, esfuerzo y vidas. Cuando dice que Nueva York somos nosotros, ese nosotros son los países europeos, que aún confían en la distancia y sin embargo viven en un frente en cuya negación se empeñan y donde pueden irse sustituyendo, como en un dominó, las fichas blancas de una vida próspera, libre y razonablemente feliz por las fichas negras de esas mujeres reducidas a bultos que caminan unos pasos detrás de los hombres, esos cafés de público exclusivamente masculino, esa perceptible tensión, sordidez y degradación de las sociedades reprimidas que se extiende como una mancha por sectores de las ciudades del Viejo Continente. Mientras, las nuevas inquisiciones prodigan las llamadas, cada vez más imperiosas, a la autocensura, el veto, la sumisión a las teocracias y al imperio del miedo y de la fuerza y la abominación de la civilización propia, de las bases del derecho y de los sistemas liberales. Por lo tanto la escritora italiana asume en su manifiesto el orgullo de serlo, de pertenecer a la cepa de Platón, Galileo, El Greco, Bach, Leonardo, Einstein y Newton, de los transplantes de corazón y de los viajes espaciales. Y al lado de esto rechaza colocar, en plano de equivalencia, al credo de adversarios cuyos instrumentos son el terror y la muerte y cuyo único argumento es la apelación a un libro divino.
Resalta el patético empeño de los dirigentes occidentales, presionados por sus poblaciones musulmanas (quince millones en Europa), por alabar el Corán y ver en él un catecismo de paz, fraternidad y justicia. Hace falta, realmente, para ello un complicado ejercicio de exégesis selectiva y creativa, aquél que permite leer cualquier cosa, interpretar de la manera más conveniente cualquier libro sagrado. En el caso del Corán se precisa, en verdad, mucha imaginación y otro tanto oportunismo para ignorar sus innumerables llamadas a matar infieles y machacar apóstatas, su taxativa clasificación de la mujer entre los seres naturalmente impuros y siempre inferiores al hombre. Cierto es que los alumnos del Profeta le han superado, y se han superado a sí mismos, en la práctica, única piedra de toque que define a las sociedades y a los individuos: lapidaciones de adúlteras, invalidación del testimonio legal de las hembras de no ratificarlo testigos varones, manos cortadas de ladrones o los dedos de aquéllas que se habían pintado las uñas, pena de muerte, aplicada en público, para consumidores de bebidas alcohólicas, homosexuales, heterodoxos, afianzamiento de la poligamia…La lista es amplia y mudable, porque, al no existir separación entre autoridad religiosa y sociedad civil, gravita sobre todos la situación potencial de pecado y de castigo, la vigilancia múltiple, la hipocresía preceptiva y el temor a la élite puritana que marca la norma y elige el castigo.
La entrevista de Oriana al ayatollah Jomeini, quien le explicó la prohibición de la música (excepto, quizás, himnos militares) porque proporcionaba placer, es un relato antológico, que debería, desde luego, figurar en los textos de “Educación en valores” y en la que se arriesgó a ser fusilada por intentar ponerse el chador obligatorio en una habitación donde estaba a solas con el intérprete. Para no acabar ambos ante el pelotón, se le propuso que firmara un matrimonio temporal con aquél. Menos chusco es su reportaje, en Dacca, de la ejecución pública a bayonetazos de doce jóvenes acusados de impureza, y, a patadas en el cráneo, del joven hermano de uno de ellos, que intentaba impedirlo, en un estadio a cuyo campo descendieron luego los miles de asistentes, mujeres incluidas, y pisotearon ordenadamente los cadáveres mientras gritaban Alá es grande. Es, también, no poco ilustrativa la entrevista con el presidente de Pakistán, Alí Bhutto, durante la cual él le contó cómo se le había casado a los trece años con una señora mayor, prometiendo al niño, si consumaba el matrimonio, un par de patines. Ni siquiera así lo logró, ni fue nunca capaz, con aquella infeliz señora, de llegar al coito. Se marchó a estudiar a Inglaterra, se casó por amor y, a la vuelta visitó a aquella primera y nominal esposa, que vivía en la mayor soledad y nunca podría tocar a un hombre sin ser decapitada o lapidada por adulterio. Bhutto declaró que se avergonzaba de sí mismo, de la poligamia y de su religión. No es ni mucho menos el único, en estos países, que lo hace, pero no salen en la prensa jamás. El desprecio a las hembras, la repugnancia hacia esa oscura, húmeda impureza que contamina la rectitud del hombre y a la que sin embargo hay que acercarse para la procreación y para el placer, tiene en el islam fuerza de ley. En 1973 durante un bombardeo israelí, los fedayines palestinos encerraron, en Jordania, en un depósito lleno de explosivos a Oriana mientras ellos se refugiaban riendo en un sólido búnker. Una periodista angloafgana pudo rodar, en tiempo de los talibanes, un documental sobre la ejecución de tres mujeres en la plaza central de Kabul, tres fardos tratados con desprecio por el barbudo ejecutor de turno, arrodilladas de un empujón, liquidadas sin más ceremonia con el tiro en la cabeza y retiradas luego de la escena como sangrantes bolsas de basura. Su delito podría haber sido ir a la peluquería (clandestina), descubrirse la cara, quizás reírse (también para ellas prohibido). La rabia se mezcla en Oriana con la impotencia de la razón cuando intenta conciliar estos datos con la actitud filoislámica de feministas y homosexuales en Occidente, los que la cubrieron a ella de insultos por no atenerse al discurso de moda, por reivindicar el amor heterosexual, la maternidad, la feminidad.
En sus recuerdos, no ve sólo caer cuerpos vivos; también obras de arte, irreemplazables, los magníficos budas de Bamiyán de los siglos III y IV, dinamitados por los talibanes en 2001 y que evocan por analogía el genocidio cultural cometido por una religión no por atea menos feroz ni totalitaria, el de los maoístas en el Tíbet. Y entonces acude a la memoria de la periodista la conmovedora dulzura del Dalai Lama, cuya personalidad la marcó. Un hombre con tal sentido del humor y tan poco pagado de su importancia y de su imagen que se puso una camiseta de Popeye que había comprado en un mercado indio porque pensó que a la occidental le gustaría. Contra la técnica pactista de intentar meter en el mismo saco a todas las religiones, la escritora aprecia la abismal diferencia entre el budismo y el rastro de destrucción que tras de sí, desde el siglo VIII, el islam deja. Evoca el rosario de invasiones muy anteriores a las Cruzadas, recuerda Beirut, la suiza de Oriente Medio despedazada por sirios, palestinos, sunníes y chiitas, ocupada y sojuzgada por aquéllos a los que había acogido en su seno.
En Europa llueven las rendiciones y los tributos, en forma de pasaportes, permisos, servicios gratuitos pagados por el esquilmado trabajador autóctono, subvenciones, edificios, prioridades, exenciones, dinero a gentes de países en los que no existe tolerancia alguna para religiones distintas a la musulmana, ni autorizaciones para construir iglesias, centros budistas, sinagogas ni escuelas, y sí hay, por el contrario, persecuciones, asaltos, discriminación, ataques, protección a las mafias del nuevo esclavismo y de la droga. Las mismas que dirigen hacia las riberas del Viejo Mundo a una tropa de arrogantes huéspedes que exigen con la tranquila impunidad de quien se sabe protegido por una legislación que deja inermes a los ciudadanos y les prohibe incluso defenderse. Para la señora Fallaci Italia se ha convertido en rompeolas de una invasión masiva que nada tiene que ver con la emigración hacia América del XIX y del XX y a la que no es ajena la financiación fundamentalista, el dinero saudí y la blanda molicie de europeos a los que repugna tanto el trabajo como engendrar hijos. Las hembras islámicas sirven, en este proceso, para la reproducción intensiva, encerradas en su conejera de trapos, sumisión e ignorancia. Las olas migratorias se vierten, a diferencia de la en su tiempo despoblada América, sobre el tejido, espeso en población y cultura, de una Europa milenaria y formada a la que, pese a su pasado inquisitorial, del que la periodista atea abomina, la Iglesia Católica ha sembrado de obras de arte y el Cristianismo embebido de valores que, junto con el Derecho Romano y la filosofía griega, forman una identidad cada día desangrada por quienes no la ven sino como parcela y botín.
Su Italia, la que ahora no reconoce en la sociedad amorfa, estulta y pasiva de aspirantes a la anomía cultural y los derechos sin obligación alguna, la de los universitarios y diputados que ignoran historia, gramática y ortografía, es tan semejante a España que podría reemplazarse el nombre de la una por el de la otra, herederas de las exigencias del todo gratis y ahora de la generación del 68 y amantes de vestirse de guerrillera en tiempos de democracia. Más que del enemigo invasor y del asesino terrorista, Oriana abomina de la que llama jet psedointelectual de izquierdas, una clase social de especial cuño y marchamo postmoderno que vive, de manera en buena parte parásita y muelle, a costa de imponer la doctrina del pacifismo políticamente correcto y por medio de una demagogia a la que otorga poder infinito la sociedad de la comunicación a base de negar individuo, calidad, riesgo, esfuerzo y mérito en pro de la igualdad del mediocre y la inoperancia del cobarde. Este credo de la no intervención y el universal relativismo se envuelve en la tergiversación del lenguaje. Tal cosa resulta particularmente útil a la hora de englobar en culturas distintas y civilizaciones diferentes a prácticas execrables. Buen ejemplo de ello son las discusiones bizantinas sobre ablación e infibulación (de uso generalizado en varios países musulmanes: Consiste en cortar a las niñas el clítoris y/o coserles los labios mayores para que no sientan placer sexual). Los residentes en Europa no sólo pretendían hacerlas legales, sino que pagara la mutilación de esas infelices la seguridad social. Las acusaciones de racismo integran, junto con reaccionario y derechista, la batería de chantajes verbales con los que se amordazan opinión y ciudadano medio. La palabra paz se lleva la palma en el uso populista y pervertido, que la transforma en la exigencia, sin alternativas, de incondicional asentimiento a cuanto convenga al pactista de turno y que destierra del panorama vital y cívico las percepciones mismas de libertad, dignidad y categoría de los valores. La decepción de la periodista se extiende a la Unión Europea y a la ONU, grandes esperanzas de los tiempos de su juventud cuyas estructuras han ido ocupando las termitas de una glotona burocracia, en buena parte de dictaduras del tercer mundo, que tiene como finalidad ella misma y como metodología la huida y los pactos con el invasor, mientras agita sin descanso la bandera blanca y se dispone mansamente al suicidio.
Las perífrasis, metáforas y epítetos (hijos de Alá por musulmanes, berridos por llamadas del muecín a la oración, cretinos, barbudos, cigarras, cerdos machistas con sotana y turbante a los verdugos de mujeres, etc, etc) son abundantes en los libros de la señora Fallaci y reproducen, de manera casi magnetofónica, un lenguaje coloquial que ahuyenta a cualquiera con aspiraciones diplomáticas y, sin embargo, ayuda a comprender el éxito y alcance de su discurso, los millones de ejemplares vendidos, la correspondencia y correos electrónicos. Ocurre que, en fondo y en forma, ella expresa lo que sienten y experimentan, sin poder decirlo, las personas del común, a las que se ha privado de voz y de defensa porque, si osan abrir la boca y quejarse de lo que sin empacho la periodista afirma, se encuentran tocadas con las corozas de racista y reaccionario, aisladas en un mar de fatalismo conformista, ahogadas por la dictadura de la corrección sociopolítica y el imperio de las mafias que acaparan los medios de comunicación e incluso disponen sobre la existencia o no existencia de los hechos. Se ha forzado de tal manera a la gente a negar la evidencia, a callar cuando el emperador estaba desnudo, se les está obligando de tal forma todos los días a costear de sus ingresos y ahorros, de las estructuras fruto del trabajo de generaciones, a exigentes hornadas de parásitos y a tropas que, lejos de aportar integración, afecto y lealtad al país de acogida, se comportan como en terreno conquistado, que la denuncia de la señora Fallaci, su inconfundible aroma de veracidad y honestidad, su dicción directa, brutal, semejante a la del hombre de la calle, son un refugio y un inmenso respiro en un panorama en el que la censura tácita apenas permite alzar la voz. Por primera vez se grita que el traje del emperador no existe, que la transformación de algunos barrios en sórdidos arrabales marroquíes, de las mujeres en población marcada, de forma similar a la estrella amarilla pero mucho más incómoda, por un pañuelo hasta las cejas, de los bares y cafés en recintos de exclusiva clientela masculina, de la atmósfera distendida y libre en la tensión de zonas patrulladas por grupos con aspecto más ruidoso y desafiante que cordial e integrado, todo eso resulta inquietante y penoso y no tiene nada que ver con la sana pluralidad de gentes de origen diverso que respetan las leyes del país de acogida y se ganan honestamente la vida. El hombre de a pie, el trabajador que se ve postergado cuando precisa de servicios sociales para los que él y los suyos han cotizado toda la vida, el ciudadano que sinceramente cree en la igualdad y en los derechos que la Constitución enumera se siente vendido a un adversario inatacable, por parte de esos representantes políticos cuya casta vive lejos y a salvo de la degradación cotidiana. Le hablan de guerras; no ve sino enfrentamientos lejanos. Le aseguran paces tan simples como un apretón de manos, le tranquilizan con explicaciones del complejo mundo que remiten los conflictos a la paciencia y distribución de sonrisas y analgésicos. Pero ese hombre común sabe que no le miente el instinto, que la guerra es otra, sin ejércitos pero con sicarios, mafias y estraperlistas, y sabe que le están malbaratando, a él, a su cultura y a su tierra, y cobrando por ello. Aquéllos que agitan los ismos que permiten a su clan seguir nutriéndose de los dividendos de la utopía.
Denunciar a todos es una guerra perdida, Razón de más, según Oriana, para presentar batalla hasta el final.
La voz de la escritora es también la de voces al otro lado del último Muro, el de tejido espeso y jaculatorias que bordea los países islámicos. Desde allí le llegaron a Oriana Fallaci mensajes de personas que comprensiblemente ocultaban sus nombres, mujeres muchas de ellas, pero no todas, ni forzosamente musulmanas. Porque lo que se presenta a la opinión occidental como espacio religioso prácticamente monocolor es en realidad un magma, de oprimidos y opresores, de cristianos, budistas o judíos en franco peligro y rotunda discriminación y agnósticos, ateos y conversos condenados a muerte. Incluso en los casos de apariencia más desarrollada, como Turquía, laica en la forma pero diseñada para fundir la fidelidad al islam con la incondicional lealtad al Estado, lo que de hecho constituye, desde hace siglos y en países muy diversos, una forma de estructura totalitaria sui generis, por cuanto, al no existir Iglesia como tal, lejos de dar lugar este factor a sistemas más libres y laicos, tiene el efecto contrario: Todo es Iglesia, todos los jeques, con el imán que es su alter ego, son pontífices, comendadores de los creyentes que rigen a su grey con autoridad doble indistinta. Incluso, cuando de forma reciente se intentaron, y en algunos casos instauraron, gobiernos modernos, hubo derivas hacia la oligarquía autoritaria que reproduce en esencia y métodos la teocracia estatal, de manera muy semejante a las religiones laicas de un comunismo que goza allá de gran predicamento. La eficacia de este totalitarismo es tanta que, por ejemplo, de los millones de cristianos que residían en Turquía a principios del siglo XX no quedan sino un par de cientos de miles, iglesias, capillas y monasterios han sido profanados o convertidos en cuarteles y mezquitas, los lugares de culto están sometidos a una semiclandestinidad y los pocos fieles que restan son una precaria minoría en continua disminución. Mientras, llueven sobre las autoridades europeas civiles y religiosas las exigencias de líderes e inmigrantes musulmanes para que levanten madrasas y mezquitas.
Dedicada a los muertos del Madrid del 11 M, La fuerza de la razón despliega, con minuciosidad y lucidez, datos, argumentos y descripción de las reacciones y respuestas provocadas por su anterior libro. Mucho más que los intelectuales y personajes conocidos, que se guardan muy bien de significarse, envían su apoyo por cientos de miles (procedentes de los más variados y lejanos lugares y no pocos de países musulmanes) gentes anónimas, se crean en la red páginas como thankyouoriana, que firman sobre todo mujeres que viven en países sometidos a la Sharia, se amontonan en casa de la señora Fallaci las sacas de correspondencia, se la compara con las admoniciones de Churchill a una Gran Bretaña pasiva ante la escalada de Hitler y Mussolini. Por otra parte pacifistas, grupos de extrema izquierda y representantes islámicos coinciden en atacar a la escritora sin economizar bajezas ni medios: Amenazas de muerte, en y sin el nombre del Corán, injurias y obscenidades contra ella y contra sus parientes y amigos fallecidos, pintadas y carteles, propuestas de recluirla en un psiquiátrico para demencias seniles, burlas respecto a su enfermedad, el cáncer, acoso, pintadas, presiones para que se la rechazara y se organizase una quema de sus libros…Todo esto hecho en buena parte bajo las banderas con el arco iris, en nombre del vocablo paz, que Oriana-y no es la única-considera la palabra más violada y traicionada del mundo. Por supuesto se han presentado contra ella acusaciones de antisemitismo, racismo, etc, etc, instruido procesos y animado a los fieles creyentes, sin duda en nombre del Dios misericordioso, a acabar con su vida.
Página tras página, la escritora denuncia, con nombres, lugares y fechas, el continuo e impune quebrantamiento de la ley y el uso del fraude y el chantaje por parte de individuos que se presentan a la vez como víctimas, no de sus actos, sino de persecuciones antiislámicas, y que, por otra parte se consideran merecedores de una especial consideración que les eximiría de atenerse a las normas del país de acogida. Éste, sea Suiza, España, Italia o Francia, se inhibe e incluso se apresura a condenar a multas y penas de prisión a los que se atreven a criticar agresiones de los musulmanes. Ellos sin embargo, y cualquier occidental (de hecho, está tan de moda que es elemento indispensable de filmografía y prensa), pueden insultar hasta el aburrimiento a Papa, Cristo, Evangelio y a cualquier símbolo o personaje religioso. Excepto en el caso de Mahoma, el Corán y sus preceptos, a los que protege la más férrea censura so pena de proceso, escándalo y muerte. La generalizada rendición y abandono de valores han llegado a tales extremos que, en la ONU, los países islámicos se niegan a suscribir la Declaración Universal de Derechos Humanos y proclaman que no se atienen sino a la que han elaborado como “Declaración de los Derechos Humanos en el Islam”, en la que todo se somete a la Sharia como única fuente de legitimidad. En Gran Bretaña se funda un “Parlamento Musulmán” que prohibe a los inmigrados festejar la Navidad y les recuerda su primordial sumisión al poder religioso. Esto acompañado en Europa de seminarios, grupos de trabajo y defensores de un relativismo cultural de gran ayuda para, por ejemplo, la persistencia del esclavismo en África, y que incita a sustituir en Occidente los textos de los libros de Historia por otros acordes con un Islam mítico modelo de virtudes y a establecer una especie de comisariado en lo que viene a ser, y de ello hay ya suficientes muestras, una Revolución Cultural de nuevo cuño, un maoísmo coránico fundamentalista al que todo se permite y al que se viene facilitando el trabajo con la erradicación, como en muchos países de la UE está ocurriendo, de las referencias a valores cristianos, civilización y tradiciones. Vaciada de su sustancia desde en la expresión del pensamiento hasta en la iconografía navideña, Europa pasa a ser una ciudad tomada por el caballo de Troya al que han facilitado la entrada y con el que esperan colaborar antes, ahora y siempre las diversas mafias sociopolíticas que se aprovechan del débil flanco de los sistemas democráticos, el que permite la dictadura de minorías y, en nombre de la protección de éstas, acaba sojuzgando a la gran mayoría de los ciudadanos.
Realmente, y pese al tono apocalíptico, la invasión que denuncia Oriana, y cuyo origen ella hace retroceder al siglo VIII, no se trata de una trama ancestral, maquiavélica (en esos medios la intelectualidad no da para tanto) y urdida por un linaje de conspiradores que, en secreto contubernio, pasa las consignas de generación a generación. Aunque son ciertos los antecedentes históricos, tiene en el muy cercano siglo XX sus visibles preliminares, que la periodista tuvo ocasión de comprobar cuando, en 1966 entrevistó a Cassius Clay, boxeador convertido al islamismo con el nombre de Mohammed Ali y que figura (y no por su inteligencia) entre los iconos del movimiento “Renacimiento del Islam” y la secta de las Panteras Negras, que, desdeñosa del movimiento pacifista de Martín Luther King contra la segregación racial, defendía en Estados Unidos un rabioso racismo antiblanco y una no menos virulenta animosidad respecto a religión cristiana y civilización occidental. Con excepción de Adolfo Hitler, alabado por ellos en virtud del exterminio de los judíos. Fue una entrevista memorable, por los eructos y autoalabanzas de Cassius y porque la vida de Oriana corrió serio peligro, dada la extrema agresividad de los musulmanes negros. El ritmo de conversión al islam es, entre la población norteamericana de color, vertiginoso y su ideario, como el de otros grupos de corte fundamentalista y étnico, de un fascismo simplista sin paliativos. Empero, la atención mundial estaba por entonces centrada en Guerra Fría, Vietnam, comunismo y socialismo. El fenómeno pasó desapercibido hasta el primer atentado terrorista islámico, cuando en 1969 se secuestró e hizo explotar un avión procedente de Italia. Fue el comienzo de una estrategia caracterizada por la matanza indiscriminada de civiles y la utilización de kamikazes como bombas humanas. Pocas lecturas hoy tan apasionantes como Entrevista con la Historia, en la que, con una introducción aguda pero palpitante como un puñado fresco de entrañas, Oriana Fallaci reproduce las entrevistas, realizadas entre 1969 y 1976, a veintiséis personajes clave, como Kissinger, Golda Meir, Hussein de Jordania, Indira Gandhi, Willy Brandt, Reza Pahlevi, Soares, Cunhal, Carrillo, el arzobispo Makarios, Pietro Nenni, Nguyen Van Thieu. Con la perspectiva de los treinta años transcurridos, ahí está, la percepción del planeta de los que hacían, o pretendían hacer, su historia, y ahí se encuentran la fuerza y debilidad de cada uno de los individuos, la tensión ambiente, la lucidez de la entrevistadora y el voluntarioso engaño en el que podía caer incluso ella, llevada por su pasión de lucha en pro de un mundo mejor. En su rabia de años posteriores hay probablemente no poco enfado consigo misma, porque, como ocurrió sobradamente en su generación, una persona inteligente no se perdona haber cedido a veces a la ceguera irracional y la miopía selectiva.
En esas páginas, en las entrevistas a Yasser Arafat y a George Habash (aquel misionero laico, el caritativo pediatra cristiano ortodoxo convertido súbitamente al negro dios del terrorismo puro), recogió la declaración de intenciones de la revolución panárabe que se proponía sembrar Europa y América de cuantos Vietnam fueran precisos. Luego dio fe, con sus reportajes, en los años setenta, sobre la crisis del petróleo y las declaraciones del jeque Yamani, de la ofensiva ya perfectamente desplegada. A las democracias occidentales se les presentaban por entonces dos opciones. Una ardua: mantener sus principios y valores como premisa para quien pretendiese disfrutar de sus ventajas y establecerse en sus territorios. La otra era la pactista entre las ricas oligarquías árabes feudales y sus homólogas europeas, de cariz diverso pero unidas por la avidez del beneficio rápido, la adulación y entendimiento con teocracias y dictaduras y la indiferencia respecto a los usos y costumbres de la mano de obra barata. Se optó por la segunda opción, por el abandono de las gentes que, en países árabes y afines, pretendían vivir en sistemas modernos, progresistas y civilizados, se apoyó a la escoria del fanatismo totalitario, como los talibanes, Jomeini y la casa real saudí, y, por diversas vías, a los nuevos multimillonarios (sin trabajo ni méritos propios) del petróleo, disfrazados de musulmanes light cuando se desplazan a Occidente para pecar sin cortapisas. Se traicionó y abandonó, tanto en los países de origen como entre las comunidades inmigradas, a árabes y no árabes que aspiraban al laicismo, la libertad y la democracia, y se favoreció una regresión que ha sido evidente y en la que el velo, por ejemplo, lejos de reducirse a un detalle cultural, es la piedra de toque de la posición a favor o en contra de igualdad y el derecho ciudadano, de ahí el empeño en negar su relevancia, reducirlo a opción personal, moda o capricho, y desligar su uso del Corán. Aunque la terca realidad muestre de cuando en cuando, por miles de imágenes, lo contrario. El dinero fluía generoso desde Oriente Medio, se compraban en Europa bienes, armas, contratos de montaje de complejos nucleares, como el de Irak, franjas costeras, grandes almacenes. Cara al público se utilizó a los palestinos como una mina inagotable de justificación, victimismo y adquisición con donativos de buena conciencia, que permitiría a Arafat y los suyos figurar entre las grandes fortunas del planeta. Los años ochenta vieron, al tiempo que la continuación del terrorismo, la erección por toda Europa de grandes mezquitas y madrasas, generosamente subvencionadas, entre otros, por Arabia Saudí, los emiratos del Golfo, Libia, Kuwait, Bahrein, Oman, Turquía. Y no menos asociaciones y publicaciones, como la revista Eurabia, aparecida ya en 1975 y de la que toma Oriana el nombre para bautizar la maniobra expansiva, objeto de sus escritos y de su alarma, por la semejanza con la blanda reacción europea en los años 30 ante la subida del fascismo.
La ola de censura y manipulación es estadísticamente obvia y delata los fondos en ella invertidos para servir los intereses de las clientelas de este ideario. Basta con observar la persistente lluvia, en todos los medios comunicativos y culturales, de vituperios, imágenes negativas y caricaturas burlonas de cuanto tiene relación con el cristianismo y, por el contrario, el modoso silencio o las descaradas y sistemáticas alabanzas a historia, personajes, usos y obras del Islam. En películas de generosísimo presupuesto como El Reino de los Cielos o El caballero número XIII el gran público disfruta de las ejemplares nobleza, sabiduría y tolerancia de Saladino y demás sarracenos comparadas con la codicia, fanatismo y corrupción de los cruzados de occidente, y tiene ocasión de extasiarse ante la generosa valentía del caballero árabe, que brilla como un dechado de civismo entre la barbarie de los guerreros nórdicos. La ubicua propaganda según la cual el mundo islámico sería la flor y esencia de la cultura y todos los inventos tendrían en él su origen raya hoy en lo grotesco. Naturalmente se silencia la encarnizada persecución en el ámbito musulmán del puñado de hombres preclaros y de espíritu abierto. De cuando en cuando surge en Europa a contracorriente alguna voz de sinceridad discordante, condenada de inmediato al ostracismo. Fue el caso del parlamentario noruego Hallgrim Berg, que denunció en la Asamblea de Estrasburgo supuestos Diálogos Euroárabes que no eran sino monólogos políticos al servicio del Islam donde el pensamiento liberal y la amplitud intelectual no tenían lugar alguno. La regresión se ha multiplicado a ojos vistas en los últimos años. En Alemania, que cuenta con tres millones de turcos y donde se alzan dos mil mezquitas, se observa un abrumador aumento de mujeres cubiertas de negro, de recaudación de impuestos revolucionarios y, no por azar, de redes fundamentalistas entre las que se encuentra la de los terroristas que pusieron la bomba en el vuelo de Pan American que se desplomó sobre Lockerbie, matando 270 personas, o la escuela donde se formó el líder del 11 S Mohammed Atta. En Europa se está tolerando la poligamia de hecho mientras se denuncia, con éxito, la presencia de crucifijos incluso en propiedades privadas, se expurgan según qué libros de las librerías, se inyectan sumas millonarias en películas y documentos que, bajo la lujosa apariencia, son pura propaganda de un islam idílico y se eliminan del espacio público a las voces disidentes.
La táctica troyana, la construcción de un Estado dentro del Estado, incluye proyectos, como el italiano de erigir una completa ciudad islámica, la exigencia de dispensar a las mujeres de descubrirse el rostro, ni siquiera para documentos de identidad, la proliferación de publicaciones exaltando a los mártires, la presión para el reconocimiento de la poligamia, la separación de sexos en servicios públicos y la preeminencia de la autoridad patriarcal. Todo esto subvencionado, garantizado y blindado por los países de acogida. La estrategia consiste invariablemente en aprovecharse de la protección a minorías y creencias que ofrecen los sistemas democráticos, forzar a una falsa homologación con sectores que no presentan problema alguno, como budistas, evangélicos o judíos, e imponer la no integración, la desobediencia y desprecio a las leyes y civilización del país como un derecho. La metodología pactista viene de lejos, fue practicada en los años treinta por el fascismo en su alianza de Hitler con el Gran Mufti y los representantes de un islam siempre bien dispuesto respecto a los que veía como sus homólogos. Semejante ha sido el caso de los partidos comunistas, expertos en monopolizar la imagen del luchador contra dictaduras, y en eliminar a la competencia. De forma más burda, en Oriente los grupos musulmanes se han encargado de, primero ocupar, y de destruir luego países prósperos y avanzados, como el Líbano. Previamente, es curioso que se hable en un 99% de las veces del mapa histórico medieval como si comenzara con la agresión cristiana de las Cruzadas contra un pacífico y civilizado imperio, y se silencien los siglos previos al XI. Porque la historia del Islam lo es fundamentalmente de invasión, su credo el de un jefe cuyo reino es muy de este mundo y que predica por encima de todo la unidad en la conquista, y sus métodos, como repite el libro sagrado hasta la saciedad, la eliminación o sometimiento del adversario. Muy poco después de la muerte de Mahoma ya se habían invadido zonas entonces cristianas, como Palestina y Siria, tomada Jerusalén en el 668 y a continuación Persia, Armenia, lo que ahora es Irak, Egipto, Túnez, Argelia y Marruecos, la Península Ibérica el 711 y parte de Francia, hasta que fueron derrotados por Carlos Martel en la batalla de Poitiers. De estos territorios, sólo España lograría librarse de los invasores y no convertirse en una extensión del Magreb. Por el sur hubo un acoso continuo de las riberas mediterráneas, con rapiña, matanzas y esclavización de poblaciones. Las torres que bordean los litorales no son puntos de recepción de los afables visitantes magrebí es sino puestos de defensa y vigilancia. La Edad Media es una sucesión de ataques, masacres, destrucciones y saqueos por parte de piratas y expediciones musulmanes que sufrieron Italia entera, Suiza, Portugal, que en Oriente se extendieron hasta China y la India y hacia el sur destruyeron las prósperas comunidades cristianas de África. Desde el siglo XIV los turcos avanzaron hacia el centro de Europa hasta hacerse con la que es Estambul y fue Constantinopla, en uno de los baños de crueldad y sangre más espectaculares que la Historia registra. A ella siguió Atenas, donde se convirtieron en mezquitas todos los edificios antiguos y más tarde las autoridades turcas, al haberlo transformado en polvorín, harían saltar el Partenón. Mientras, el rey de Francia pactaba con la Sublime Puerta para embolsarse tranquilo los frutos del comercio con Oriente, España, junto con Venecia y los Estados Pontificios, fue la única que frenó en Lepanto, en 1571, el poder turco en una arriesgadísima empresa sin la cual serían otros, y ciertamente no mejores como muestra la evidencia, el mapa y la historia de Europa. La invasión-porque la expansión del islam fue todo menos dulce y pacífica-constituyó sin embargo un éxito porque comprende hoy, sin contar Extremo Oriente, desde el Atlántico a los Urales, unos cincuenta y tres millones de personas y se apoya en una práctica directamente ligada con el mantenimiento de la inferioridad femenina: La procreación intensiva, que hace del musulmán el grupo más prolífico del mundo, con una tasa de fertilidad y un aumento demográfico que podrían anegar en pocas décadas los países europeos. De hecho el discurso de numerosos líderes religiosos incluye el precepto para las mujeres, de parir al menos cinco hijos y está estrechamente ligado con la reivindicación de la poligamia y la aceptación, incompatible con las leyes europeas sobre la igualdad de sexos, del matrimonio islámico, que, en sus dos variantes, la permanente y la provisional, considera a la hembra (a la que se mantiene separada del novio durante el rito) objeto de venta, inferior, sometido y fácilmente repudiable. A la que por cierto el Corán dice explícitamente que hay que golpear si desobedece. La estrategia se completa con el plan de crear una serie de repúblicas semejantes a Irán que se extenderían de norte a sur por el centro de Asia, cortarían a placer los suministros energéticos e instaurarían un reino de la servidumbre que dejaría pálidos los planes del nazismo. Las precarias situaciones de Afganistán y de Irak no lo son por la intervención norteamericana sino por la dejadez europea, de cuya inhibición temerosa tienen clara percepción, en esos países, fundamentalistas y oligarcas, para los que la libertad y democracia significan tan poco como las vidas de sus propios ciudadanos.
Sobre España, la opinión de la periodista, avalada ésta con abundantes datos, es tan escueta como drástica: es parangón de una invasión islámica sin cortapisas, en territorio, inversiones, edificios, instituciones, permisividad y normativa. Respecto a su Presidente, se le dedica un breve y despectivo epíteto constante, el insoportable Zapatero, y se subraya su peligroso y cínico populismo.
Todo se realiza, en las sociedades europeas, bajo la supervisión del estrecho matrimonio de censura y miedo, el mismo que impide que se muestren expuestos los libros de Oriana Fallaci, el que hace que se multipliquen las amenazas contra su vida y que se asesine y coaccione a cineastas, escritores, intelectuales y políticos mientras los demás, la inmensa mayoría, callan y contemporizan. Pero también hay importantes alicientes para los que colaboren en la instalación, dentro de los estados de Derecho, de enemigos de los sistemas libres cuya voluntad de no integración figura explícitamente en su credo: Se ofrece dinero rápido y abundante enviado por los emires de los creyentes, sea en forma de petrodólares, sea canalizado y envasado en subvenciones, comisiones y gratificaciones diversas; y golosas bolsas de votantes a los partidos que defiendan el voto rápido para los inmigrados. En estos partidos y organizaciones hay quien es perfectamente consciente de la gravedad del trueque, sin embargo la prioridad de tocar poder prima sobre los escrúpulos, pero también existen no pocos que creen hacer justicia al pobre trabajador emigrado concediéndole un derecho que servirá a éste para imponer al común de los ciudadanos del país prácticas anticonstitucionales y reaccionarias, El multiculturalismo se estrenaría paralizando todo tipo de actividad laboral para tirarse durante el día cinco veces al suelo en las horas de plegaria, no acudiendo al trabajo el viernes y multiplicando los días feriados a los que habría que añadir la peregrinación a la Meca, todo ello a cargo del contribuyente de a pie. Éste último se transforma, y lo transforman, en un colaborador manso y pasablemente intimidado, flotan en su interior asesinos y amenazas, vive en el país de una ETA extensa, poco importa si tocada de capucha o de turbante. Es tiempo de pagar chantajes.
La lista de víctimas de los atentados terroristas islámicos es mucho más amplia que la enmarcada por el gran pórtico de las Torres Gemelas; a ella se dedica con minuciosidad Oriana en sus dos últimos volúmenes. Recorre desde la actualidad a los años ochenta y pasa por aviones, discotecas, restaurantes, mercados, calles, templos, sedes diplomáticas y escuelas infantiles. Enumera, por primera vez con nombres y apellidos, a decenas de muertos, a centenares de personas de todas las razas, edades y naciones, apenas citadas por la misma prensa que ha silenciado púdicamente sus torturas y su martirio y sí ha ejercido un racismo antiamericano oportunista al que la escritora es ajena. Ella da fe de vídeos con el degüello de secuestrados, que se venden a centenares y se contemplan con fruición en Oriente Medio, y recuerda asesinatos en plena Europa, como en Ámsterdam el del cineasta Theo van Gogh, que había denunciado la situación de las musulmanas, acosos con amenazas de muerte, como los casos de la parlamentaria holandesa de origen somalí Ayyan Hirsi Alì y de Salman Rusdhie, y a muchos niños, los de la escuela de Beslán, los palestinos adiestrados en los campos del Líbano o Jordania, los iraníes enviados por delante de las tropas de Jomeini para hacer saltar las minas. Entre el silencio atronador de los que, en los medios occidentales, prefieren mirar hacia otra parte y dedicar sus energías a la crítica a Estados Unidos. Porque el auténtico ideal de las clientelas del bienestar gratuito y los derechos sin esfuerzo es que otros sigan poniendo el dinero y las vidas.
Y sin embargo las últimas obras de Oriana son un canto a la vida, una brusca llamada a alejarse de la muerte, a despreciar la enorme capacidad de los catalizadores de odio, su mundo siniestro de opresión y represión, de calles sin mujeres, de mujeres sin rostro, de gritos sin individuos e individuos sin voz, de la infinita frustración, complejos y tedio transformados en tensión y agresividad que se palpan en aquellos ambientes. La cristiana atea, la revolucionaria impenitente que Oriana Fallaci se declara defiende, hasta el umbral de la Nada, la alegría de vivir, el placer de su cigarrillo, su música y su copa, frente a la sombría y aburrida hueste de quienes sólo hallan distracción en el regusto de poder que proporciona el ejercicio del mal. Hasta el final ella quiere a la vida, que se le escapa, por quien cada día lucha frente a un enemigo extraño, el cáncer, que avanza por su cuerpo como por una ciudad tomada pero contra el que su parte más humana, refugiada en el cerebro, resiste; un alien del que abomina, en una rebelión llena de grandeza contra el absurdo desperdicio, escrito en las leyes de la Naturaleza, que ordena el fin de toda existencia y que la vida se alimente de cadáveres.
Entonces, para que esa vida irremediablemente limitada, finita, valga la pena, hay que vivirla con el sabor de la libertad en los labios, con la incomparable plenitud del pensamiento, la belleza, el amor y la inteligencia. Jamás se somete Oriana Fallaci a la muerte. Por el contrario, su pluma se nutre de la repugnancia que sus adoradores le inspiran, de la indignación hacia cuantos se nutren de sus sobornos, de la urgencia de presentar batalla a la vasta grey que dobla la cerviz y escucha con tibieza a los fieles del negro dios de la aniquilación, la envidia y el evangelio rencoroso. Hasta el final ella recordará al hombre que amó, gustará los bienes de la tierra, verá la luminosa armonía de Florencia, las pirámides de cristal y acero, la ciencia que hará accesible el vuelo hasta las estrellas. Y habrá dejado tras de sí vida, y no muerte, independencia, bravura y un apasionado amor, que no odio, al planeta que recorrió y que tan bien supo reflejar.
La España de Oriana Fallaci
La cronología ha dispuesto que los últimos libros de Oriana, escritos en un especial estado de pasión, indignación, voluntad de raciocinio y grito de alarma ante el pasivo entreguismo de Europa, hayan coincidido con un periodo crítico para la historia de España, centrado en 2004 pero enmarcado en un contexto geopolítico intensamente determinado por el atentado del 11 S y desarrollado en un inacabado rosario de desastrosos epílogos.
Lo que comenzó como un largo artículo, redactado sin descanso durante quince días y alumbrado por la conmoción, vivida personalmente en Nueva York, de la matanza de septiembre, se transformó en tres libros, el segundo de los cuales se cierra con unas breves líneas de la autora: La fuerza de la razón se imprimía veinticuatro horas después de lo que la escritora define como enésimo ataque del terrorismo islámico contra Occidente, la masacre del 11 de marzo en Madrid, y a esos muertos lo dedica. Las ediciones se suceden; ella afirma haber controlado palabra por palabra la versión española (traducción, por cierto, que deja mucho que desear). En el otoño del mismo año, 2004, aparece el tercer volumen de la trilogía (la cual no es sino un continuum) titulado Oriana Fallaci se entrevista a sí misma. El Apocalipsis. La periodista hace honor a las afirmaciones de que su cerebro la mantenía viva y lúcida por encima del cáncer, impulsado por la fuerza de voluntad y el imperativo del testimonio. Morirá en septiembre de 2006.
España adquiere en sus páginas una dimensión peculiar. Le cabe el dudoso honor de situarse en cabeza de la lograda estrategia de penetración fundamentalista, en primera línea del antiamericanismo, y de haberse transformado con extraordinaria rapidez en un ejemplo de manual del populismo buenista. El capítulo segundo de La fuerza de la razón, redactado antes del once de marzo de 2004, se dedica a la demostración, por vía de los hechos, de que los países europeos son objeto de una ocupación islámica subrepticia que aspira a establecer estados dentro de los estados y se vale, para imponer sus usos por encima y contra las leyes del país de acogida, de la censura, el miedo y la presión de los sectores afines. Utiliza para ello a una población musulmana inmigrada, no sólo ajena a los conceptos de democracia y de libertad individual, sino manifiestamente opuesta a la integración en la nación donde se ha establecido y controlada, en connivencia con las autoridades locales, por imanes cuyas enseñanzas son incompatibles con la separación de poderes y las premisas básicas de un sistema moderno. Sus apoyos son múltiples, desde los medios de comunicación y los políticos que venden una mezcla de pacifismo pluricultural y bienestar gratuito a los intelectuales de nómina, con una base amplísima de beneficiarios de subvenciones, comisiones, contratas y petrodólares cuyo origen se sitúa, finalmente, en jeques, emires y dirigentes de verbo revolucionario y saneada fortuna.
Tras pasar revista a la situación en Inglaterra, Alemania, Dinamarca y Holanda, la señora Fallaci afirma que ningún caso es tan grave como el español. En la Península, visitada antes de ir a Miami por el piloto del 11 S Mohamed Atta para entrevistarse, en la cárcel de Tarragona, con un colega experto en explosivos, campan por sus respetos los terroristas mejor adiestrados del continente y han adquirido los príncipes saudíes, el riquísimo clan marroquí y los multimillonarios del Golfo multitud de inmuebles y los mejores territorios de la costa. Éstos y aquéllos financian en España la propaganda islamista, premian las conversiones y gratifican con seis mil dólares a la conversa que da a luz a un varón y con generosas recompensas a las mujeres que se avienen a cubrirse con el velo. Aquí se encuentran los que creen en el mito del paraíso perdido del reino andalusí y aquí existe un movimiento político llamado Asociación para el Regreso de Andalucía al Islam. En el histórico barrio del Albaicín se inaugura la Gran Mezquita de Granada, con un Centro Islámico anejo. El proyecto se efectuó apelando al acuerdo firmado por Felipe González en 1992 de garantizar a los musulmanes el pleno reconocimiento jurídico. Está materializado y nutrido por el flujo de millones llegado desde Libia, Malasia, Arabia Saudita, Brunei y el sultanato de Sharjah, cuyo príncipe presidió la apertura y aseguró que se sentía volver a su propia patria, a lo que los conversos españoles, por entonces dos mil solamente en Granada, respondieron que se trataba de recobrar sus raíces. La Asociación Para el Regreso de Andalucía al Islam nació en Córdoba hace más de treinta años, y sus fundadores no fueron musulmanes de origen, sino españoles que cambiaron las profecías de Marx y la religión del proletariado por los preceptos de Mahoma y la devoción al Corán. Naturalmente su iniciativa fue acogida con todo entusiasmo por la jet de Marruecos, Arabia y el Golfo. Llovieron dólares y asociados.
Los conversos acudían, no sólo de diversas provincias españolas, sino del resto de Europa, animados además por el hecho de que con la apostasía del cristianismo no arriesgaban la vida, cosa que sí hubiera ocurrido de, a la inversa, abjurar de Mahoma. No hubo reacciones oficiales ni de la Iglesia católica ni de las autoridades. Por el contrario, en 1979, en nombre del ecumenismo, el obispo de Córdoba les permitió celebrar la Fiesta del Sacrificio, durante la cual se degüellan corderos, en el interior de la catedral. Para ello fue preciso cubrir o retirar vírgenes, santos y crucifijos y limpiar luego los restos de animales sacrificados. Visto lo visto, el año siguiente el prelado optó por enviar a los nuevos y entusiastas musulmanes a celebrar el sacrificio a Sevilla (justo es recordar, como hace la escritora, que la Semana Santa sevillana no carece de parafernalia morbosa y sangrienta), pero hubo enfrentamientos. Se los transfirió, pues, a Granada, donde se instalaron, y permanecen, en el Albaicín. Allí han creado un miniestado que obedece a sus propias leyes y posee sus propios hospital, cementerio, matadero, periódico (La Hora del Islam), tiendas, mercados, oficinas, bancos, editoriales, bibliotecas y escuelas, que son madrasas dedicadas a la enseñanza del Corán; y allí han puesto en circulación su propia moneda, de oro y plata, acuñada sobre el modelo del dirham de tiempos de Boabdil. El Estado de Derecho, la Constitución y la igualdad entre todos los ciudadanos se inhiben, como ocurre, por ejemplo, también en Italia cuando los escolares musulmanes rechazan escuchar a la profesora porque es mujer y consiguen que les envíen un sustituto varón, cuando los empleados de tal credo se valen de su religión para amenazar al empresario con denuncias de racismo si les reprocha su ineficacia laboral, cuando se pretende por imposición musulmana desterrar obras de arte, canciones, iconografía, fiestas y usos tradicionales del país de acogida, y se transmiten por los medios de comunicación europeos las alabanzas de los inmigrantes al terrorismo y a los asesinatos de Ben Laden. Las autoridades españolas colaboran activamente con los que financian la construcción, no ya de oratorios, sino de enormes mezquitas, cuya altura supere, como es política usual de sus patrocinadores, a los edificios del entorno con minaretes que demuestren el dominio sobre el infiel, obras que sean los hitos del orden nuevo, de lo que llama la escritora la mayor conjura de la historia moderna, un proyecto totalitario que se eleva en Europa sobre las ruinas ideológicas de credos fracasados, el clientelismo parásito y los señuelos populistas, con la ayuda inestimable de organizaciones que van desde la Unión Europea hasta los grupos pacifistas pasando por los cristianos ecuménicos y los intelectuales ayunos de catecismo sociopolítico. No es casual que éstos últimos saltaran con tanta destreza de las alabanzas a Stalin al silencio respecto al goulag y del fervor antisistema al apoyo al discurso más reaccionario, el de las teocracias árabes, que existe hoy por hoy en el planeta.
Los borradores de Proyectos de Acuerdo que se están elaborando, con secretismo estratégico y ocultación parlamentaria, en varios países de Europa entre representantes islámicos y entidades oficiales y financieras significan el reconocimiento de un status especial para colectivos dentro del propio territorio, receptores legales de todas las ventajas pero eximidos de las obligaciones a que la generalidad de los ciudadanos se halla sujeta, en un esquema por demás muy parecido al que en economía reivindican las supuestas nacionalidades históricas y cuantos han descubierto las ventajas de adscribirse al victimismo de un grupo para el que minoría es sinónimo de trato preferencial e imposición a la mayoría. El caso musulmán, aunque utilice el argumento del respeto religioso, no tiene parangón con otras confesiones, que viven con normalidad su vida ciudadana. Su conflictividad, y la violencia que contra las estructuras de los sistemas europeos ejerce, reside en su radical incompatibilidad con libertad, democracia y derechos humanos y civiles. La confusión que se establece al unificar islam con árabes y con la totalidad de la comunidad inmigrada es una voluntaria maniobra para anular a individuos y Estado democrático y dejar a los más progresistas y laicos inermes en manos de la teocracia de origen y la red religiosa de control civil. Lejos de representar un avance en la tolerancia y el respeto a las diferencias, tales iniciativas son un apoyo directo a la opresión ejercida por el más rico, influyente, fuerte y poderoso, sea el padre el jeque, el imán el rey, el varón del clan patriarcal o el director de la escuela del barrio. Naturalmente la renuncia del Estado de Derecho a defender la igualdad de todos los ciudadanos y a proteger, por encima de raza, religión, sexo y cultura, a la persona tiene como víctimas directas a los más débiles: niños, mujeres, disidentes, represaliados, pobres ignorantes e ignorantes pobres. La segregación y subordinación femenina es tan clara en los preceptos coránicos y en la sharia que está a prueba de exégesis y maquillajes. Los consejos dados por el imán Mohamed Kamal Mustafá, de la Federación Española de Entidades Religiosas Islámicas, sobre cómo pegar a las mujeres son de la más estricta ortodoxia y fueron justamente aprobados por el imán de Valencia, Abdul Majad Rejab. Imán M. K. Mustafá: Usar un bastón fino y ligero, útil para golpearla aunque esté lejos. Golpearla con precisión en el cuerpo, las manos, los pies. Nunca en la cara porque ahí se ven las cicatrices y los hematomas. Tener en cuenta que los golpes deben hacer sufrir no sólo física, sino también psicológicamente. Imán A. M. Rejab: El imán Mustafá es islámicamente correcto. Golpear a la mujer es un recurso. A lo que añade el imán de Barcelona, Abdelaziz Hazan: El imán Mustafá se limita a referirse a lo que está escrito en el Corán. Si no lo hiciera, sería un hereje.
Las raíces de este afianzamiento de situaciones contra derecho se hallan también en las declaraciones hechas durante la Asamblea Parlamentaria de la Unión Europea celebrada en París en mayo de 1991. El Consejo de Europa, a propuesta de la Fundación Occidental de la Cultura Islámica, en la estela del Diálogo Euroárabe de Madrid, dio a luz una serie de ponencias centradas en La contribución de la civilización islámica a la cultura europea. El resultado fue un documento final de ciento ochenta y cinco páginas en el que los diversos delegados occidentales rivalizaban en la apología de un Islam sin tacha que sería la fuente de toda virtud, sabiduría, ciencia y cultura. Raro era el invento que, de escuchar a los congresistas, carecía de precedentes en territorios musulmanes. Oriana cuenta cómo, con el ardor de una conversa, Margarita López Gómez, de la Fundación Occidental de la Cultura Islámica sita en Madrid, les atribuía la invención de los helados, del papel (que no a los chinos), el primer estudio de la circulación de la sangre y el establecimiento de ciudades de corte moderno. A lo que se añadiría el cultivo del algodón, la inspiración de las escuelas poéticas medievales del Dolce Stil Novo por el afortunado contacto de los cruzados con el culto a la dama propio de los sarracenos (¿), la Ilustración gracias a Al-Nabulusi quien, en 1730, expresaría en Damasco ideas luego enunciadas por Voltaire, y las bases de la economía moderna, dado que Adam Smith se habría inspirado en las normas expresadas por Mahoma. Tras esto, no cabe sino agradecer y esperar, con la lógica impaciencia, una segunda invasión que civilice, al fin, el Viejo Continente. Mientras tanto, los actos se clausuraron con todo tipo de exhortaciones, recomendaciones e iniciativas para crear universidades euroárabes, publicar libros islámicos y ofrecer en prensa, radio y televisión programas relacionados con el tema. De ello es ejemplo el artículo sobre la inauguración de la mezquita de Granada, en el que la redactora entonaba una loa a la gloria andalusí, celebraba el pronto regreso a la ciudad de la voz del muecín que llamaría a la plegaria y esperaba que, con ello, se reparara en algo la ignominia cometida por Isabel de Castilla, quien en 1492 había sido la causante de dos desdichados sucesos: la expulsión de los árabes de España y el descubrimiento de América. El artículo se cerraba con el lógico lamento: Y vivimos ahora en un mundo que todavía sufre a causa del éxito de aquellas dos empresas.
La Historia concede también a España, en el tema que a Oriana Fallaci interesa, un papel muy especial a causa de la temprana invasión islámica, los siete siglos de ocupación (aunque parcial y en franco retroceso desde la baja Edad Media) y el hecho de ser el único país en haber expulsado, finalmente, a los musulmanes de su suelo. Desde luego la periodista no suscribe la teoría de la pacífica convivencia de culturas, que califica de mito colaboracionista, y remite a los lectores a las crónicas de monasterios y conventos quemados, iglesias profanadas, religiosas violadas, cristianas y hebreas raptadas para ser recluidas en harenes, crucifixiones en Córdoba, ahorcamientos en Granada y decapitaciones en Toledo, Barcelona y Zamora. La población hispanovisigótica estaba obligada a ocultar los símbolos cristianos, inclinarse al paso de los musulmanes y mostrar sumisión, y no se le exigía convertirse porque ello les hubiera eximido de pagar tributos al califa. Las invasiones procedentes del norte de África, el desembarco de ejércitos tan ávidos de botín y territorio como impregnados de fundamentalismo purista y que contaban en la Península con grupos que actuaban de quinta columna, fue una constante, como lo fue el hostigamiento de las poblaciones mediterráneas por los piratas berberiscos. En el siglo XVI los turcos, tras haberse hecho dueños en 1453 de Constantinopla con un baño de sangre, avanzaban por Centroeuropa, la ocupaban, sitiaban Viena y anunciaban claramente su propósito de englobar el Continente entero en el Gran Islam que reivindica el fundamentalismo actual y que la hubiera reducido a algo semejante a lo que son hoy los países del Magreb. En 1571 el general turco Lala Mustafá se apoderó de Chipre, hizo mutilar, y desollar en público al patricio veneciano Marcantonio Bragadino, gobernador de la isla, que intentaba negociar con él la paz, y ordenó, una vez que éste hubo muerto bajo la tortura, que le fabricasen un monigote con su piel. Mientras el rey de Francia se aliaba con la Sublime Puerta España, unida a Venecia, el Vaticano, los ducados italianos y Malta, se enfrentó en Lepanto a la flota turca y logró con esa victoria frenar el avance del imperio otomano y cambiar lo que parecía extensión imparable, que hubiese significado un mapa de Europa muy distinto del actual.
España es objeto de la atención de la señora Fallaci en otro especial momento histórico: 1975. Franco agoniza. Se perfila la transición democrática que en realidad llevaba años gestándose. En su entrevista con el Secretario General del Partido Comunista Español, y en la introducción previa, la periodista expresa, no sólo su percepción de Santiago Carrillo, sino las expectativas de una Europa que observaba el último acto de una larga y anacrónica dictadura y aguardaba expectante la reacción posterior del país. Oriana es por entonces una mujer de cuarenta y seis años, en la plena madurez de una destreza profesional a la que se unen pasión y energía. Con el instinto del periodista y la vehemencia del compromiso, refleja y concentra en su persona lo que eran sentimientos comunes de la opinión pública: la querencia de utopías y el reconocimiento de realidades insoslayables. Existe en Occidente, junto con el rechazo de las dictaduras, un grave conflicto identitario. Sectores importantes de intelectuales y de ciudadanos habían apostado, de una forma más platónica que otra cosa, primero por el comunismo revolucionario; luego, según los desastrosos efectos de éste se hacían más obvios, por un vago socialismo que sabría conciliar teorías marxistas con democracia y libertad. Oriana abomina del estalinismo y sus seguidores, ha reflejado impecablemente el fundamentalismo marxista de Alvaro Cunhal, la franca honestidad del presidente Mario Soares (quien denuncia que Cunhal y los suyos se han hecho con todos los medios de comunicación de Portugal) y las contradicciones de otros líderes; recuerda el desprecio de su padre por la castración colectiva del albedrío de los individuos que los sistemas comunistas producen. Ya entonces, 1975, advierte la trampa del chantaje dual “Derechas/Izquierdas”: Ay de no ser tenido por persona de izquierdas, o lo bastante izquierdista. Equivalía a ser calificado de reaccionario, de contrarrevolucionario, de fascista. Al que no era comunista se le llamaba fascista. Pero ella se aferra al amor a la independencia y necesita, como tantos otros de su época, saber que las esperanzas e ideales revolucionarios no han existido en vano. En Santiago Carrillo encuentra al comunista perfecto, imprescindible, el Hombre Nuevo del futuro en quien se alían inteligencia y bondad, el dirigente de un partido marxista que opta, ¡al fin!, por la tercera vía, que ha descubierto y que promete ese “socialismo en libertad” que es la piedra filosofal de los alquimistas políticos. Carrillo, que cuenta sesenta años, es un hombre delicioso, distinto de todos los demás, encantador, enemigo de la violencia, dispuesto a aceptar alianzas con todos los partidos, a someterse al veredicto de las urnas, alguien que considera desfasada la pretensión de dictadura del proletariado e injusta la invasión soviética de Checoslovaquia. Oriana muestra hacia él una admiración rendida, difícilmente observable respecto a otros sujetos de sus reportajes. Si todos los comunistas fueran como Santiago Carrillo, el mundo sería más inteligente y más feliz. No hay apenas preguntas sobre la Guerra Civil ni aparecen temas espinosos.
Entrevista con la Historia, ese volumen en el que se publican las que Oriana Fallaci realizó entre 1969 y 1975, es un libro fascinante en el que los personajes que hace tres décadas tejían, o creían tejer, la Historia juzgan el destino del planeta, el pasado, el futuro y a sí mismos. Se trata de un documento que resulta hoy inapreciable por la comparación de aquella visión del mundo con el posterior desarrollo de la realidad. La periodista ha llegado a España dispuesta a poner flores sobre las tumbas de los últimos ajusticiados por el franquismo, a denunciar los crímenes finales del dictador. Se identifica con la lucha contra la opresión que juzga ser la de ETA. Huele por todos sitios la sangre de las víctimas del régimen que se extingue y ve en Carrillo alzarse frente a ella a un hombre que había dedicado su vida a luchar por el cambio pacífico. Sobre toda la entrevista planeará el olor de la sangre de los cinco fusilados, a los que siempre se califica de criaturas por su juventud. (No se percibe el olor de ninguna otra sangre ni se cita que a éstos chicos de entre veintiuno y veintisiete años se los acusaba de tres asesinatos, asalto y atraco). Criaturas se repite cuando habla Carrillo de las generaciones sacrificadas por el General, contra cuyas infamias él ofrece una paciencia y deseo de reconciliación nacional angélicos. Su personal pasado estalinista parece al militante español de absoluta lógica teñida, incluso durante su estancia en la URSS, de ingenuidad. Nada advirtió, en sus seis meses de residencia en Moscú: yo no puedo decir que guarde un mal recuerdo de Stalin porque en aquella época no sabía que Stalin fuese Stalin. No se veía en nada (sic). Y lo explica diciendo que él nunca aprendió ruso, y además gozaba de total libertad y podía decir a los soviéticos (recuerde el lector que se está hablando del periodo de purgas, depuraciones, asesinatos y deportaciones) lo que se le antojara. Tampoco se enteró de mucho en Nueva York, donde residió otros seis meses, a causa de su desconocimiento del idioma. Una impermeabilidad al aprendizaje de lengua extranjera difícilmente creíble en alguien de veintipocos años. La entrevista se cierra con las seguridades que el líder comunista ofrece a la periodista de que, tras el asesinato de aquellas cinco criaturas, la larga noche franquista está por acabar.
Treinta años después, ni la noche ni el día son ya lo que eran. Oriana observa con desconfianza y tristeza a una España en la que la blanda rendición ante la agresividad de las nuevas invasiones, la incapacidad de defender valores e identidad propios, la cobardía oportunista y el sectarismo tribal son, como en Italia, rasgos dominantes. España forma parte del coro de la izquierda caviar especializado en himnos al pacifismo incondicional, el antiamericanismo venenoso, el filoislamismo entusiasta y el antioccidentalismo masoquista. La pronta retirada de las tropas españolas de Irak por el gobierno llegado al poder tras el atentado de Madrid del 11 de marzo le produce desprecio, y su juicio sobre el presidente José Luis Rodríguez Zapatero se resume en calificarlo de insoportable, populista cínico y pícaro deleznable que no vale un comino. Ve, sobre todo, claro peligro en la perversión del lenguaje y en la avidez con la que grupos parásitos explotan el gran negocio del victimismo e imponen la dictadura de las minorías. La repele la rentable y agresiva petulancia de homosexuales, ecologistas, antisistema y de cuantos, en nombre de “Paz”, “Pueblo” y “Naturaleza”, adoran la moda islámica y sirven a los enemigos de la libertad. Hace alusión al brindis al sol de Zapatero legalizando, sin que nadie le tratase al menos de cretino (sic), el matrimonio y la adopción para las parejas homosexuales, y utilizando, a falta de cosa mejor, el exhibicionismo de esos grupos para procurarse él notoriedad y clientelas. Esto mientras juega a desdeñar a una Norteamérica que es para Europa el único baluarte de la libertad, que envió por miles a sus soldados a defenderla en las dos Guerras Mundiales y que constituye el más claro exponente democrático y el único defensor real que a Occidente le queda. Oriana no reconoce-está bien acompañada en ese sentimiento- a su Italia en el país actual, acomodaticio y de dirigentes sin categoría. La suya es una patria valiente, digna, laica, defensora de su cultura y de sus principios, que no se deja intimidar. La escritora jamás renuncia a su ideal de revolucionaria impenitente enemiga del miedo y de la sangre, segura del poder de la inteligencia, la razón, la paciencia, la belleza, y se rebelará hasta el final contra esa Europa sin alma que se somete a los terroristas. Recuerda que los estadounidenses respondieron con bravura a la pública exhortación de Ben Laden antes de las elecciones. Él les dijo que no debían votar a Bush para así evitar otro Manhattan. Os hablo para deciros que seguir con la misma política conducirá a la repetición del incidente (sic; incidente figura en el discurso televisivo de Ben Laden) acaecido el 11 de Septiembre. Ellos, los estadounidenses, sí se negaron a practicar la rendición preventiva.
IV
LOS NOMBRES SIN NOMBRE: LA INVASIÓN DE LOS ULTRACUERPOS
Libia y más allá: El hombre que quiso ser Mao.
Pasa una mujer. No es nadie, es un fardo al que, como mucho, se ha permitido, descubrir un ojo para que no tropiece con las piedras. Hay, en el pueblo, muchos fardos como ella. Ninguna otra existencia en este lugar se les permite. Hay cientos, miles, hay millones de fardos similares, de seres sin nombre, perros carentes de la libertad del perro, esparcidos por el mundo de la media luna, que cobija la segregación más feroz que jamás la Historia ha conocido, al lado de la cual la estrella amarilla y el blacks only son pura anécdota.
Hay (parecía difícil) otra categoría que supera la del fardo: la del robo de persona y rostro: Se trata de la de la neta desaparición de esa mitad impura de la población, el nombre de cuyo habitáculo, harem, es en su raíz sinónimo en árabe de pecado. En Ghadames y en los pueblos del desierto del sur de Libia, las paredes, de luminosidad engañosa, parecen haber absorbido limpiamente, como un filtro, la húmeda y pecaminosa excrecencia del linaje, próximo al demonio (como algunos paisanos sabiamente explican) con el que Dios, cercano al varón, ha cargado obligatoriamente a la Tierra. Han desaparecido las mujeres.
-¿? ¡!-R apenas puede pronunciar la frase (que, en su versión menos académica, equivale a están de puta pena) porque recibe una andanada de improperios procedente de uno de los miembros del grupo, empeñado éste en que nada, ni una gota de reticencia en el dulce mar de leche objeto de su cámara digital, enturbie el viaje, la vistosa pluralidad de culturas, la sacralidad de las tradiciones locales y la colaboración, pasiva, a la alianza de civilizaciones.
-¡! ¡!-Le ha respondido, con ninguna pretensión de diálogo, José Pérez .No. Ellas así están perfectamente. ¿Qué sabe R. de su vida? ¿Por qué se inmiscuye? ¿A qué viene la crítica en un país tan agradable, de beduinos hospitalarios y altivos indígenas que desafían al extranjero invasor? Entre disparo y disparo de su excelente equipo fotográfico, Pérez desgrana, con el énfasis de quien expone ideas de cosecha propia, los clichés del vademécum del multiculturalista respetuoso.
José Pérez encarna, sin saberlo, el inevitable fenotipo del terrorista verbal: Recurre siempre a las mismas técnicas de monopolio, dualidad maniquea e intimidación; alza la voz, es grosero, se hace temer por el resto, a quien no placen sobresaltos en el disfrute, enuncia las vaciedades al uso como opciones personales, está acostumbrado al brillo en corrales pequeños, consigue las mejores habitaciones, tajadas y asientos y está muy atento al aprovechamiento de su inversión en el precio del viaje.
La ofensiva aérea deberá tener un planteamiento estratégico. Para objetivos de mayor dificultad e importancia se utilizará jamón ibérico, e incluso, en núcleos muy concretos, bellota, mientras que, para grandes extensiones de tibia y dispersa población y barrios de escasa ortodoxia, pueden emplearse, en pases alternados, la mortadela e incluso el chopped.
Pese a su diseño elaborado, la propuesta de R. para cambiar en horas veinticuatro la generalizada servidumbre por la gozosa floración de libertades no recibe una amable acogida. Por el contrario, despierta en Pérez, fiel a su fenotipo, la irritación que la ironía, si no es la propia, siempre le produce, cierto enojo afín a la denuncia herética y a la defensa cerrada de la butaca preferente.
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-¡No te metas a arreglarles la vida!
Muelle silencio general.
Los términos se han invertido. La dinámica nada tiene del natural rechazo al cenizo, al pretencioso que se complace en protestar de comida, alojamiento y clima del país. El Club de la Adaptación y la Alabanza no tolera la observación disonante que produce una fisura en la superficie idílica, que ignora el dogma de la bondad primigenia de las civilizaciones visitadas y su derecho a la evolución según milenarios ritmos geológicos. La barbarie y su presencia cotidiana bajo múltiples rostros es de imposible, no ya denuncia, sino constatación verbal. La represión no responde a ese nombre, sino que se bautiza, en las páginas de las guías como en boca de los guiados, con una guirnalda de floridos epítetos. La ley sequísima y las reuniones men only son llamadas fiestas virtuosas a base de castidad, té y separación de sexos; se aprecia la ausencia de toda distracción que no sea echarse al suelo cinco veces al día empujado por el perentorio alarido del muecín. Al turista le complace saltar fuera del tiempo, sumergirse en un relato que, como las películas, siempre se justifica a sí mismo y produce la refrescante sensación de la inmersión fugaz en lo distinto, para así duplicar el placer confortable del regreso a autonomía, seguridad y técnica. Importa ignorar geografía, evolución, siglo XIX, siglo XX. Como en los viajes a través del tiempo, en nada hay que inmiscuirse, so pena de atropellar, con occidental soberbia, la normal evolución de esas especies tan alejadas del bípedo europeo como los reptiles amazónicos. Se impone atravesar dictaduras ecológicas, degustar la vasta red de parques temáticos que aviones, agencias y divisas ponen a disposición del occidental, seleccionar tomas y satisfacer la novedosa filatelia de visados.
La ética recibe su cuota cuando, en la sobremesa, algún viajero plantea el reparo moral que le hace excluir a Israel de sus destinos. Hay comprensivas adhesiones, se habla del genocidio, del holocausto que el gobierno judío, y Norteamérica, llevan a cabo contra los palestinos.
-Genocidio y holocausto son otra cosa. No se puede banalizar así las palabras. Es falso, y peligroso…-apunta R.
José Pérez salta como un resorte ante la observación.
-¡De ninguna manera puedes defender a esos genocidas que están arrasando hogares palestinos!
-No es genocidio, no es comparable a meter en vagones de ganado a millones de personas y gasearlos. Los datos…-
Pero no hay datos que valgan. Hamas, que lleva lustros saboteando todo acuerdo pacífico, que es el peor enemigo de los palestinos y de un sistema civil de derecho, sus milicias, cuyas armas tradicionales son la utilización de granadas humanas y de vecinos, colegios, y hogares de la zona como escudos y camuflaje, no existen, ni importa en realidad quién ha causado más muertos y es el peor enemigo real. Nada de esto se ve, ni siquiera puede ser citado, tal es la ferocidad de la censura y la extensión y profundidad del silencio que la rodea, quizás tejido con el encono de la lluvia fina, el tono único desde la mayor parte de los medios de comunicación, en la mayor parte de los mensajes, la mayor parte del tiempo. Pérez vocifera y excomulga. Sólo el pensamiento dual es permisible en un escenario futbolístico donde imperialistas norteamericanos y similares lucen eternamente la camiseta de los Malos. R. se aferra a hechos, memoria y cifras; recuerda que el fundamentalismo islámico y su logística del miedo vieron hace sólo escasas décadas su comienzo; que, tras el kamikaze, el cultivo y multiplicación y modo de empleo del terrorista suicida, ese hombre-bomba que se diría es el único aporte famoso del Islam a la Historia Contemporánea, hay mentores, organizadores, mecenas, clientelas, padres con nombres y apellidos. También recuerda que en esos mismos países árabes existió un mundo mejor que el que ahora pisan, al que aspiraron gentes con pretensiones de modernidad, personas infinitamente traicionadas por sus propios sátrapas y por los pontífices europeos del tapiz inmutable de tribus y creencias, pobres gentes que o son invisibles o ya no existen.
Nadie objeta los datos, pero tampoco interesan a nadie. Como no interesan y resbalan por las pupilas durante este viaje por Libia el bulto negro, las iglesias destruidas, los cientos de pasajeros de los aviones en los que, los años ochenta, pusieron sus bombas los agentes libios, cuando el Gran Líder hacía del desierto un campo de entrenamiento para todos los grupos terroristas (ETA le debe no poco en logística y puntería). El tiro al blanco se practicaba igualmente en la eliminación, en las calles de Europa, de los disidentes del régimen, y la guerra contra el abominable imperialismo se manifestaba en atentados en aeropuertos-Roma, Viena-o la discoteca de Berlín, donde se logró un victorioso saldo de doscientas víctimas. Hoy la casa de Gadafi, bombardeada por los Estados Unidos con un misil de tan alta precisión y exquisitos miramientos que el jefe salió sano y salvo, es, desde lejos, un monumento turístico que produce en el europeo un regustillo de satisfacción por el golpe fallido del gringo avasallador. Pero las dictaduras antioccidentales no son cómodas. Por mucho petróleo y gas que se tengan, poco valen si no se puede disfrutarlos. En 2003 el Líder anuncia que va a ser bueno, ha cometido errores, pero ya no construirá armas químicas, nucleares y biológicas. La ONU se apresura a acogerle en su seno y (cuando uno tiene tanto petróleo se le perdona mucho) las grandes compañías a proponer sus servicios, Libia ofrece a las familias de las doscientas setenta víctimas del atentado de Lockerbie compensaciones millonarias (tal vez algunas no se sientan muy felices, pese al cheque, de la impunidad del asesino múltiple) y expulsa a terroristas notorios. Las guías de viajes califican los años anteriores bajo el benévolo epígrafe de los del gobierno gamberro.
En el café, la televisión transmite interminablemente la visita a Kampala de Gadafi. Baño de multitud y dignatarios. Ahí están todos, pronunciando largos discursos, ninguno superable al del albo Comandante del Estado de las Masas. La oración los une en comunión religiosa de Alá y el Continente, las manos extendidas, las mismas manos con las que el hombre que quiso ser cabeza del África Musulmana, impulsó eficazmente el genocidio de Uganda surtiendo de armas al gobierno del caníbal Idi Amín. Es transparente su sueño de fundar un imperio ideológico, de coger la antorcha de Mao y encabezar la nueva Tricontinental de África, Oriente Medio y simpatizantes. El paralelo con Turkmenistán es obvio: Súbita fuente mineral de riqueza, escasos millones de habitantes, territorio semidesértico en el que es fácil improvisar fronteras e historia desde la grande y única urbe de la capital. La probeta es perfecta.
Él jefe libio se prodiga mucho menos, justo es decirlo, que el Gran Timonel del Imperio del Medio. Los paneles con su imagen son recurrentes y suelen medirse por metros, pero carecen de la regularidad del presidente chino. Es Líder Máximo y Mínimo, puesto que se supone que son las masas las que poseen el poder, sin el atraso de intermediarios como los partidos políticos. El icono no es por ello menos recurrente: solitario sobre un fondo de entusiastas multitudes, tocado con telas beduinas y atuendo, sea de túnica, sea militar. Gusta de levantar mucho la barbilla-quizás para estirar las arrugas que le hacen aparentar bastante más que sus sesenta y cinco años-y señalar el horizonte. A veces sonríe deslumbrante. Tiene el aspecto de alguien que lucha contra el tiempo y la necesidad de estar a la altura de su leyenda. Ésta incluye, naturalmente, la potencia sexual: Al decir de los nativos, dos esposas oficiales, innumerables accesorias y una mítica guardia pretoriana, escogida entre jóvenes negras a causa de su proverbial ardor. Estas, dudosas, vírgenes objeto de comentarios y de libros le rodean, protegen, admiran y han dado lugar a una escenografía propia de las películas de James Bond. Frenado solamente por la fuerza de Estados Unidos cuando enviaba tropas al Chad, presionaba a la pequeña Tunicia a una unión forzada y aseguraba que borraría del mapa a Israel con armas de todo tipo, artífice fronteras adentro de una década de revolución experimental en la que se abolió todo comercio privado y se sometió a la población entera a la arbitrariedad, la represión y las más angustiosas carencias, hoy sin embargo el Líder se resarce de los tiempos de aislamiento paseando, como una aparición mariana, blancura, panarabismo y jaima por los foros y capitales europeos.
Es tiempo de negocios. Satrapías del mundo, uníos. Las tribus de occidente se reparten, con tijeras pequeñas, lo que fueron ideales sin fronteras, erizados de riesgos pero con el hálito de las superiores aspiraciones. Tras las guerras y las democracias del siglo XX, lo que se lleva es un sutil asalto a los Parlamentos, que conservan su cáscara aunque hayan sido secuestrados por el trío ricos caciques regionales-mafias más o menos oficializadas-monopolios de comunicación. Todos funcionan de maravilla con la ausencia de principios universales. Es más, precisan de su abolición y su denuncia, de sustituirlos por variedades innumerables, y blindadas por el derecho a la diferencia, de comportamientos de la especie humana. Su mapa, comercial y próspero, es un mosaico de parques temáticos en el que las formas de opresión y de vileza son bienvenidas si se atienen al conservadurismo ecológico y al inmovilismo étnico de las poblaciones, todo ello bajo esas leyes de la jungla con las que se consiguen tan buenos contratos. Las satrapías del norte del Mediterráneo pueden permitirse, en el alegre bullicio de cabezas de ratón, distribuir subvenciones y sueldos, garantizar sopas bobas y moral de parecida sustancia; y difundir de cuando en cuando sobre sus poblaciones, como un gas, la inclusión en el índice de cuanto tenga un asomo de riesgo, desafío y grandeza.
En el grupo la uniformidad en el mutismo es absoluta: No hay, por ejemplo, dos que asientan, otro que niegue, algunos que callen y uno que exprese satisfacción o disgusto.
-¿Quiénes sois?-R los mira. Tal vez fueron en algún momento habitados por seres que absorbieron su sustancia.
-¿Quiénes sois?-Nadie dice nada, nadie ve lo que ve ella, para nadie parecen existir las incómodas evidencias del mundo.
Tampoco en el Madrid nativo existen, desde hace ya cuatro años, los trenes destrozados por las bombas y su millar de muertos, ni el otro millar que permite pagar menos impuestos y vivir de forma privilegiada al feudo nacionalista vasco. El país se ha hecho a sortear el recuerdo de pilas de cadáveres, a caminar sin verlos ni reclamar a sus asesinos; se ha apuntado-y no es el único-al carpe diem más barato, menos clásico, a ir pagando sin advertirlo sobornos y coimas, sonrisas y silencios, para que los matones de la tribu no se molesten y continúe el diario acomodo.
-Sois…¿quiénes?
Sois el misterio, la perplejidad del previsible coro, el fenómeno idéntico y repetido, como la misma planta que crece en territorios infinitos. Habéis descendido como un manto sobre los viajeros de esta época y los habéis penetrado, de manera que todos y cada uno de ellos callen, asientan, acepten, apoyen, sostengan y se inhiban con la aceitada precisión de un engranaje, y miren con idénticos reprobación y disgusto al que ocasionalmente difiere e introduce un desagradable chirrido en la armonía de esferas de viaje, degustación cultural, acopio de fotos y acumulación de artesanía. Venís del gran continente de las Cegueras Voluntarias que planea, como el visitado por Gulliver, sobre nuestras cabezas; os dividisteis en batallones, sectores y escuadras y habéis tomado silenciosa posesión de mis conciudadanos. Antes, contemplasteis, revisasteis e ignorasteis, una tras otra, las feroces, divertidas y fascinantes utopías, los ismos totalitarios, tan de moda, que saciaban envidia, rencores y sueños, e incluso permitían cobrar un sueldecito, afiliarse al club de los únicos buenos de la película y presumir el sábado noche de mano de Fátima, leones, santería, comuna rural, vistas desde todas las cimas y estancia en Cuba. Habéis conseguido marchar a pie firme sobre blandas capas de víctimas sin dedicarles una sola mirada, con el mismo gesto displicente con el que orilláis hasta el día de hoy cadáveres españoles mucho más próximos, y habéis extraído una confortable existencia de los terrenos donde aquéllos perdieron sus pequeñas, irrecuperables vidas. Votasteis y apoyasteis, en todos los casos, la inexistencia perceptiva, y preceptiva, de cuanto podía incomodaros, empañar el disfrute, sustraer unos céntimos de la inversión en la agencia, los servicios, el paquete turístico.
Los viajeros, sin embargo, no ha tanto tiempo que fueron otros, y otros los horizontes, en los que, al menos, se perfilaba una ingenua pero sincera creencia en la deseable universalidad de los derechos y la dignidad de las personas, una identificación con la libertad y la igualdad luminosas que, de un extremo a otro del planeta, subsistían, debían subsistir, manifestarse, imponerse sobre las inacabables variantes de las apariencias y los usos. Los viajeros rehusaban, reprochaban, ejercitaban ese último, y el más humano, derecho a la indignación y la denuncia y, sin saberlo, rescataban al individuo, su semejante, de la raza y la horda, de la servidumbre del clan y de la cadena de las supersticiones, las tradiciones y los ritos.
Ahora se lleva otro consumo. El mundo se aplana y convierte en la gran mesa donde los aviones permiten a cualquiera la agradable degustación geocultural, la colección de estampas, bordados y sabores que decoran vacaciones, paredes, amigos y alfombra.
-No sé quiénes sois.
No habría que resistirse al Edén. Las flores se disputan el terreno en la pestaña verde de Cirenaica, limitan con rocas, columnas y con la línea del mar, son amarillas y azules, pero luego se ven desplazadas por grandes cantidades de amapolas blanco y rosa pálido. Hay a veces caballos, camellos luego, con aspecto de campar por cuenta propia; también gentes amables, que ofrecen té y cuecen con brasas en la tierra tortas de pan que impregnan todo con su olor. Dejadas atrás las ciudades de la costa, el desierto pedregoso toma posesión del paisaje que atraviesa la carretera. En contraste brutal con los hermosos esqueletos grecorromanos, a veces afloran cubos ocres, sin la menor belleza, gracia ni carácter. Las aldeas parecen en un estado de semiabandono, la basura se esparce sin recato, el polvo cubre por igual objetos e individuos de paso lento, aspecto errabundo e indumentaria mixta de sayas y alguna prenda occidental. Todos son hombres. La impresión es de algo que, sin ser miseria, resulta sin embargo pobre, desangelado, mortecino. No hay casa hermosa. Las canciones son de un aburrimiento feroz y hasta el zoco de Bengasi y sus productos parecen toscos, llamativos y feos. Las joyas de oro son gruesas, aparentes y sin la menor delicadeza ni arte; igual les ocurre a vestidos, muebles y telas, que brillan con la ostentosidad del nuevo rico y ni siquiera poseen el atractivo del lujo bárbaro. Trípoli misma, excepto las contadas calles restauradas de su medina, el museo y sus alrededores y los bien definidos islotes y plataformas de dinero y modernidad recientes, es algo sucio, desordenado, dispar, una acampada de la que trabajosamente emergen restos del naufragio, pecios de civilización, burbujas inmobiliarias plantadas en un páramo sin servicios públicos. Las piedras maltratadas del arco de Adriano, en la medina de Trípoli, las columnas encastradas en esquinas y edificios, las desdibujadas figuras que aún sobrenadan las injurias del tiempo y la iconoclastia valen cada una lo que el repetitivo y polvoriento aduar todo entero. Del casco antiguo sólo se salvan, en agrado a la vista y mérito, las construcciones dejadas por británicos, italianos, franceses, aprovechando en ocasiones un palacio o una cárcel turca. Incluso la fortaleza que alberga el Museo fue castillo de los españoles y de los Caballeros de San Juan.
No habría que resistirse al Edén, sobre todo si ocupa, en calendario y presupuesto, una franja asequible y precisa antes y tras la cual se encuentra, inviolada, la tibieza del propio territorio. A fin de cuentas, la realidad, el presente y el futuro, es una población en la que predominan niños y jóvenes, para los que se ha fabricado ya una memoria de la que las alternativas se excluyen y con la que resulta adecuado, simpático y conveniente coincidir. Sobre todo cuando Lo Positivo, en todas las latitudes, es lo que se lleva. Lo demás es museo al aire libre y un velo de mármol y olvido entre el que las raíces tejen sin duda un presente prometedor.
La grieta, sin embargo, no puede evitarse. Zigzaguea por las teselas que cada día arrancan zapatos, pezuñas y cascos, se introduce en abandonadas estancias, mide ausencias. Algo mejor puede y pudo ser; no con ese mejor que es enemigo de lo bueno sino con la superior calidad que a todos beneficia. El edén se visita por itinerarios, pero, a poco que uno penetre en los laterales de la escena la puerta que se abre es otra, llegan las inscripciones borradas, las paredes desnudas, los sarcófagos repetidamente violados, los altares desaparecidos y esa pequeña nave lateral donde, en lo que fue una de las muchas iglesias bizantinas, se apilan losas, fustes y capiteles rotos.
La grieta es insidiosa, porque concierne al presente. Las formas de Piranesi entre las que pasean humanos diminutos no son sino un lenguaje que transmite lo que tuvo la oportunidad de ser y no pudo, la cultura de ciudades, libertades y belleza que se perdió en la ribera sur del Mediterráneo, la civilización molesta en la pronunciación misma de su nombre, en la evidencia de sus huesos. En el pensamiento, la grieta surge lastrada por la autocensura y la censura, se abre camino, emerge con trabajo, sigue la línea clara de la evidencia. Y sabe que, siempre, hallará en contra, extendiéndose con todo su peso, el reino de los intereses de las taifas.
Pero no habría que resistirse al Edén. Además es un Paraíso concurrido y rentable. Por él se pasean, desde la gente razonable que no ve por qué habría que escarbar buscando problemas en vez de apreciar simplemente lo que existe, hasta sociólogos y arabistas que no pueden menos de admirar en el Líder la paternidad de una nueva y orgullosa nación surgida del Corán y de la nada, pasando por una multitud sencilla y bienintencionada de amigos del Tercer Mundo (siempre y cuando ni ellos ni sus hijos tengan que vivir en las condiciones de los nativos) y de solidarios de plantilla. Las excursiones al País del Día de la Marmota, en el que tribus, etnias y patriarcas repiten incansables las tradiciones ancestrales, tanto ha desaparecidas en los pueblos de Zamora o Soria, son fuente de inversión, placer y entretenimiento, vasta cantera de posibilidades en la oferta de ocio alternativo e inocente esparcimiento pedagógico. Desde que, en un momento de lucidez genial, alguien desenmascaró el egocentrismo basado en los valores de Occidente, ha habido un inmenso suspiro de alivio en las amplias masas que se sienten liberadas de los enojosos compromiso y defensa de éstos en cualquier parte del planeta. Ya se puede aplaudir, pactar, presenciar, alabar, traficar y aprovechar sin traba alguna, con el plus añadido de la adhesión, por activa o por pasiva, a la buena causa de la tolerancia infinita.
El Museo Nacional tiene una ultima planta enteramente dedicada (excepto los pocos metros que, con generosidad sin igual, se han dejado a un auténtico luchador libio por la independencia, Omar Al Mokhtar, al que ahorcaron, cuando contaba setenta años, los italianos) al gran Líder: Fotografías, objetos de uso y de prestigio, regalos recibidos, y un entoldado de frases de su Libro Verde. Hay una curiosa mezcla de maoísmo al islámico modo, fundamentalismo musulmán con aire moderno directamente nutrido del petróleo y unas puesta en escena y estructura muy similares a las de los bajaes actuales de Turkmenistán o similares. Ya se abre boca en la planta baja con la exhibición del cochecito en el que se desplazaba Gadafi en los comienzos de su carrera, un volkswagen de los sesenta con las cuatro ruedas plantadas en la inmortalidad.
El Líder, por supuesto, no se limita a la última planta; destila doctrina desde las primeras salas a la entrada, con la “libianización” de un pasado en la que la nación actual se inventa y se sitúa en cabeza de su entorno desde el Neolítico: Los fenicios y sus inventos agrícolas pasan sin apenas dejar huella, el emperador romano Severo no es de familia púnica sino puramente libia, las distintas tribus forman un conjunto civilizador y homogéneo, el fascismo italiano entronca tranquilamente con quinientos años de fascismo turco, de manera que, desde la aurora de los tiempos hasta la fecha, lo que hay es un pueblo (singularmente paciente) siempre víctima de forzadas y opresoras circunstancias, liberado, al fin, por una iniciativa providencial. La palabra fascismo se usa aquí tan alegremente como entre los occidentales progresistas de cuota. Es (como el holocausto y el genocidio de los Josés Pérez) un amuleto que define la pertenencia al clan adecuado, un conjuro que garantiza la acogedora aquiescencia. Por supuesto en esta pura creación del pasado nacional no se mencionan fundamentales datos socioeconómicos. Por ejemplo, que, cuando llegaron las potencias europeas a África durante las guerras mundiales, los territorios árabes perdieron, a causa de la prohibición occidental, el fructífero, intensivo y secular comercio de esclavos que era uno de los pilares de su economía (desde luego, formaba parte de las tan defendidas tradición y cultura, no menos que en los fenicios el, lamentablemente, desaparecido rito típico del sacrificio de los bebés primogénitos). Tampoco se habla de las simpatías hitlerianas de líderes del Islam, que avistaron una fructífera partición del mapa totalitario sin molestas interferencias morales. Algo parecido a lo que el gobierno chino, de manera más práctica y en un mundo mucho más complejo, ofrece.
Todas las presiones ideológicas no bastan, empero, para velar la belleza del puñado de restos grecorromanos, la envergadura de su resplandor junto al cual los objetos de la era islámica no pasan de ser sino repetitivas sucesiones arquitectónicas e inacabables transcripciones del Corán. La exhibición étnica abunda en esa impresión de intemporalidad que sólo espera el Gran Proyecto (como el río artificial que sorbería todos los acuíferos) para alabar a su creador. Hay, en el piso intermedio, un ensamblaje de restos tribales empujados por las dunas, como la orla que dejan las olas, hasta las poblaciones de la costa
El histórico coche del Líder proporciona, sin embargo, otros datos y resume el mensaje: El volkswagen azul representa, como señala el catálogo del museo, el rostro final de la historia de la raza humana, en su incansable lucha para hallar la libertad y para evitar el dominio de la democracia moderna (sic).
En el camino al sur, la hermosura y grandeza del desierto se mezclan con la claustrofobia de los lugares de los que no hay escapatoria porque los rodea la nada. La carretera renueva, en horizontal, esa impresión de salas que se despliegan, de las ondas de las tribus que chocan, en un salto de cinco siglos, con el XIX, el XXI, el XX. Están los esforzados, y semiarruinados, supervivientes de establecimientos europeos, los cementerios de guerra, y luego los frutos dispersos del oro fósil que brotó del suelo en los años cincuenta: grandes hoteles, proyectos gigantescos, centros oficiales, calles modernas, viviendas de lujo. Pero son simples muestras; los dividendos de la gran y súbita riqueza brillan por su ausencia y reposan ciertamente en cajas de seguridad del odiado mundo imperialista, donde los ha depositado la familia del mismo líder que eliminó de los textos explicativos del museo y de los letreros públicos cualquier lengua que no sea la árabe.
Pero ¿dónde está el petróleo? ¿Por dónde corre el maná enmascarado tras una edad media polvorienta, espesa y propia de los almohades? El surtidor aparentemente inagotable, que comenzara a manar hace ya más de medio siglo y constituye un noventa y cinco por ciento de los ingresos nacionales, no riega con desarrollo y dinamismo las tristes y abandonadas regiones, los aduares dispersos que las carreteras atraviesan, las mujeres apenas visibles, las gentes de apariencia tan dejada y pasiva como las capas de desechos de plástico que el viento agita en una u otra dirección. Lo que se ve en el país son migajas, subsistencia, apertura desde hace poco al comercio privado y un proyecto acuático de megalomanía sospechosa. La jugosa y espesa corriente de divisas lleva décadas yéndose a bancos extranjeros. ¿Es, tal vez, la maldición del petróleo? El genio concedió sus deseos a los que quería perder, les dio, de repente y sin esfuerzo propio alguno, cuantas riquezas reflejaran los espejismos del desierto, multiplicó por millones los efectos de la dependencia absoluta de la exportación de recursos naturales, redujo éstos a uno solo, y aseguró así a los tiranos beneficiarios, corrupción, ineficacia, mal gobierno, regresión ideológica e indispensable recurso a la permanente situación de guerra. El genio les mostró el atajo, por un camino de oro, hasta la cueva repleta de cuantos bienes otros ya tenían, sin pasar por lo que aquéllos hubieron de hacer para alcanzarlos, sin considerar el trabajoso sendero que ineluctablemente atraviesa cambios de comportamientos, la ley. Y en el fondo de la lámpara quedó el poso del rencor respecto a algo que el petróleo no podía comprar.
El pueblo se refugia en una colmena troglodita, en un dédalo de pasillos, bifurcaciones, niveles, desniveles, alturas y descensos que preservan, tras las paredes blancas, del calor como del frío. Recodo tras recodo, surgen calles estrechas, techadas, entoldadas, iluminadas por el resplandor calizo que emana de la corriente filtrada del sol.
En este pueblo del sur, anclado como otros a pozos, oasis, a una fortaleza, una ruta estratégica o un desfiladero, ocurre un fenómeno ante el cual nadie se extraña: La mitad de la población ha desaparecido, se ha desvanecido, y nadie, ninguno de los fotógrafos de la blancura y celajes de los muros, ni los autores de las guías turísticas, ni tampoco la inmensa mayoría de los visitantes extranjeros muestran alarma ni extrañeza. Pasa, fugaz, y se esfuma junto a la muralla un bulto negro, sirven en el restaurante cuscús y té algunos muchachos, escasean los chiquillos, ninguna niña. Las hembras han sido borradas del mapa. R. comprueba, una vez más, aquí, en Libia como en otros lugares, cuán inoportuno es para los occidentales que alguien lo haga notar y conceda a la clamorosa y tremenda existencia del fenómeno el reconocimiento mínimo de la palabra.
La medina, cúbica, umbría y alba, es un hermoso campo de concentración en el que las mujeres, como pájaros en alcándaras, viven la entera existencia sobre los techos, sin cruzarse jamás con los hombres excepto con el marido a la hora de ayuntarse, servirle y criar a sus hijos. El viernes, ellos, en grupos, vuelven de la mezquita evitando rozar, con su masculina integridad, a las turistas. Sobre los toldos y terrazas de palma saltan ellas, las de alas cortadas, excluidas del mundo de las calles, de cualquier porción del mundo en la que podrían cruzarse con hombres. A veces, en reproducciones a uso turístico de una vivienda local, se las representa con maniquíes que se reducen a un fardo de trapos en el que ni los ojos se adivinan o, en ocasiones, ofrecen al visitante el brillo de una sola pupila hundida en los sucesivos velos que tensa por dentro la mano cuidadosa.
El pueblo, bien encalado, conservado, protegido, tiene el atractivo letal de la pureza, de la indefinida reiteración de un puñado de jaculatorias y signos religiosos, ninguno que no lo sea, siempre los mismos, sobre la gruesa cáscara de muros que no ofrecen el menor escape y tras los que se adivina una mitad de la población que nace, vive y muere excluida hasta del aire, de la caricia del viento y de las calles.
Las medinas del sur no son las únicas. El vehículo de los visitantes extranjeros atraviesa, en la penumbra del atardecer, pueblos en los que no se ve mujer alguna ni en calles ni en tiendas; los turistas se detienen a comer en restaurantes de carretera que tienen sala aparte para el elemento femenino local. La Meca decora, con su cubo negro y fieles minúsculos, buena parte de las paredes; a veces es sustituida por el Megalíder y multitudes igualmente pigmeas y anónimas, sin más intermedios que, en ocasiones, un puñado de prototipos estilo obreros, campesinos y soldados de la trimurti maoísta. No hay arte, excepto mezquitas mil veces repetidas en las que la escasa altura de los minaretes delata la ausencia de financiación de Arabia Saudita para erigirlas y la prudencia local en competir con el Representante del Estado de las Masas. Las casas son feas y ocres, en espera de un revocado piadoso. La diadema grecorromana costera, con sus diosas desnudas, sus termas y sus figuras sentadas que mantienen un diálogo infinito, el orgullo de columnas del mejor mármol milagrosamente enhiestas, los grabados de filósofos, actores, césares, cruces y vides, el esplendor inacabable de los mosaicos, parece alejada por distancias y eones infinitos, pertenece a la civilización que pudo ser, que tuvo la oportunidad de extenderse, paralela a la norte, por la franja sur mediterránea, y que aventaron y sepultaron la brutalidad, la desdicha y las arenas del desierto.
Por la escena del gran teatro excelentemente conservado pasan dos familias, ellas enfundadas en sayos grises y varios pasos por detrás de los hombres. Del mismo modo camina una muchacha risueña, con falda larga y blusa, el agraciado rostro y el cabello ceñidos por la pañoleta negra. Su acompañante, con quien mantiene una incómoda conversación dada la postura, va delante. En el arco de una de las puertas, que mira al mar, se perfilan los paños volanderos de una madre a cuya túnica se agarran tres niños. Otro bulto negro, más negro que los anteriores, se cruza con el grupo de visitantes.
-¿Y tú qué sabes de si ella no está contenta de ir así? ¡Déjalos en paz! ¿A qué te tienes que meter en arreglarles la vida?
Además de José Pérez, no falta, nunca falta, el sector apacible y comprensivo que compara, como si de igualdad de status se tratase, los velos que la esconden con las tocas de de las monjas; el resto dirige la vista hacia distintos y suaves paisajes, sazonados de admirables restos arqueológicos, cubiertos de plumón primaveral y balizados por guías solícitos. Aquí no ha habido Adán y Eva. Eva hubiese caminado muchos pasos por detrás de Adán, no tendría rostro y apenas nombre y se confundiría con un informe, y reemplazable, grupo de hembras cuya existencia sólo se conocería por sus productos reproductivos y caseros. En lo más profundo de la oscura edad media europea la representación de la paridad en el núcleo era necesaria, en el laberinto de discriminaciones públicas de las mujeres en todos los terrenos no figuraba sin embargo un veto general, absoluto, de fondo, hincado como un cáncer en supersticiosos tabúes biológicos elevados a precepto sociorreligioso, en un magma de imposible escapatoria donde se amalgaman temor, hábito, sumisión y una estructura que distribuye por capilares infinitos una forma única de totalitarismo civil. La diferencia en cuanto a posibilidades de una evolución positiva, liberadora como la que se ha dado en Occidente y se está dando en Asia y la situación que aqueja al área del fenómeno musulmán no es de tiempo ni de grado: Es de calidad, segrega cada día violencia como un gran parásito alimentado por millones de individuos, y está en esta mujer que camina, siempre detrás.
La fina red de agujeros negros entre los que fluye, inalterada y tranquila, la rutina de los días se extiende por territorios amplios. De hecho, cubre cuanto ocupa la vida. Por este paisaje, que será otro mañana, se deambula de maneras diversas. Es, en realidad, el paisaje del Paraíso, que tan sólo consiste en formas de evitar ciertos terrenos, en maneras de ignorar su existencia y de ni siquiera percibirlos. Ése es el Edén, excepto para aquéllos a los que los ángeles del cuerpo de seguridad bloquean la puerta y señalan con insistencia molesta los fríos escollos del espacio exterior. Todo es cuestión de desvíos, de cegueras oportunas, de amnesias selectivas.
(En un lugar de Europa, el País Vasco, la gente de un pueblo en fiestas pisa el serrín que se ha echado para absorber, y esconder, la sangre de una mujer, Yoyes, asesinada ante su hijo pequeño; y la fiesta continúa, y la degustación de las tapas de la gastronomía local. Nada tiene que ver con aguerridas contiendas seculares, no hay dos bandos sino uno sólo que mata y otro, grande y esponjoso, que se reparte los beneficios; pero los corresponsales extranjeros lo presentan como un caso similar al IRA. En una capital de Europa, Madrid, nadie habla de la pila de cientos de víctimas de bombas en los trenes; y no se mencionan culpables ni gusta recordar el preludio y el aprovechamiento de aquellas muertes. El mapa de España lo es de grandes rodeos, de zonas de percepción perfectamente balizadas que garantizan, con su volumen e insistencia, el discurrir general por rutas que ignoran los agujeros negros. Nadie ha sido asesinado, nadie ha utilizado los asesinatos jamás. El mapa tiene un complicado dibujo de itinerarios. También incluye el bulto de esta mujer que pasa.)
En la mañana tranquila, soleada, la calle principal encauza a los viandantes hacia la Plaza Verde, la del Museo, donde todos los turistas van y donde se reúne y hace fotos la gente de Trípoli. La paz de niños, desayunos y brillo primaveral del aire es completa. Sin embargo R. tiene la clara percepción del peligro que, tras la fachada, siempre se esconde en los sistemas totalitarios. Es, sin duda, una impostura del pensamiento, un brote de anormalidad obsesiva en la superficie tersa por la que todo el mundo se desliza. El Edén existe por mayoría simple.
Tras el telón risueño, las amabilidades, las facilidades que pasaporte y dinero más consigna reciente de atraer al turismo proporcionan, ocurre que en cualquier momento se podría, por un giro del azar, ser detenido, cambiar por un coche, una comisaría, cuatro paredes de un lugar ignorado, el decorado apacible. Y se acabaron las sonrisas.
Éstas se desvanecen, como lo hicieron las ciudades de un tiempo ido bajo las aguas y la arena. No las preservaron la voluntad ni los usos de los hombres que acudieron a la subasta del imperio romano; tuvieron un final más piadoso bajo los terremotos y el generalizado hundimiento del litoral, las amortajó el polvo traído del interior solitario y profundo, sus blandas capas sobre las duras piedras que sobresalen mientras a unos metros yace por todo el norte de África un rosario de poblaciones sumergidas, y lo que queda persiste y se presenta gracias a gentes venidas desde donde hace dos mil años llegaron los que las construyeron. En ningún momento se habla, ni siquiera como dato marginal o anécdota, de la historia real, pero nada halagüeña, de las olas iconoclastas que arrasaron, con las formas, las ideas que subyacían en lo que se había construido; en ocasión alguna se cita la actuación de los ejércitos de Arabia, ni de las olas bereberes de almohades y almorávides cuyos únicos monumentos, mezquitas, se levantan sobre una pila de ruinas. No se ignoran las luchas y destrozos de las primeras sectas cristianas, ni el paso de vándalos sólo especializados en la barbarie y la rapiña, pero ni las unas ni los otros explican una destrucción tan completa, una regresión tan brutal a la arena, la piratería y el desierto.
Superpuesta a estos territorios e integrada a Europa existe una acolchada duna de silencio y imprescindibles tópicos que configuran la única versión que es lícito creer y repetir, la que dan desde los guías de museos y exposiciones hasta prensa diaria y artículos de divulgación: Las devastaciones hay que achacarlas, siempre, a cristianos, desde las esfinges decapitadas hasta los edificios civiles. Conviene asimismo ignorar testimonios y dibujos de viajeros de los siglos XVIII y XIX, que reproducen objetos, colores y formas preservados hasta entonces simplemente por el polvo de milenios y rápidamente troceados y vendidos. Ahora es preciso, con un auténtico esfuerzo de voluntad para no salirse del redil de la corrección política, ignorar la extensión de iglesias arrasadas y troceadas de una a otra punta del norte de África, los mosaicos que se desmenuzan, el aire que sin impedimento corre donde se alzaron foros, imágenes y torres. Cumple estar a bien con el jefe que controla desde la manguera del petróleo hasta el visado para visitar el país exótico y los permisos para continuar trabajos de arqueología y firmar contratos. Hay que repetir, con los pies hundidos en las ruinas y la mirada en una especialmente oscura edad media con aditamentos del siglo XXI, el mantra de la tolerancia inherente al Islam y el faro de progreso que supuso su avance. Y no ver nada más.
El edén es dulce y Gadafi ignora que ha logrado con creces su sueño, que reina sobre un imperio mucho más grande que el que jamás pudiera soñar, que se ajusta al icono respetado, temido, ensalzado al otro lado del Mediterráneo. Porque, a fin de cuentas, su nombre puede, perfectamente, ser uno de los pseudónimos del dios del nuevo credo, el que entre los infieles ha alumbrado una sociedad de tribus sabias en la dosificación del soma y muy bien dispuestas a vender a su parroquia bienestar indefinido y a adherirse al riesgo cero y a la garantía de la paz, el octano, la subvención y la sonrisa. Sólo es necesario, en cualquier latitud, profesar como credo la exculpación, comprensión y exclusión simple del espacio verbal y cognitivo del hecho concreto del crimen. No hay tiros en la nuca, piratas, secuestros, matanzas en aviones y en restaurantes, desapariciones, bombas en supermercados; no hay terroristas ni pistoleros, ni robos ni chantajes. Sólo existe un vago estado de Guerra (inmemorial, indefinida, justa) cuyo enunciado excluye análisis, combate y daños y únicamente permite la sumisión, el trueque, la resignación y el pago del diezmo, el reconocimiento conmovido, y breve, del estatuto de Víctima a los que, en puro principio de la realidad, serían delincuentes y ahora hay que considerar simples actores de un enfrentamiento intemporal, ubicuo, metafísico, contra fuerzas (Injusticia, Opresión, Pobreza) tan extensas como el aire y, como él, carentes de frontera, fecha y forma. Por lo tanto, según tan buena nueva, no ha lugar la defensa de principios, la lucha contra los malos y los males y ni siquiera el reconocimiento de su existencia. No hay, para la clientela de clanes bien cebados al otro lado del brazo de mar gibraltareño, gastos, inquietudes ni tomas de postura; puede venderse regularmente al público votante-bañado a diario por una lluvia fina de mensajes orientados en ángulo fijo-el bienestar perdurable de las urbanizaciones protegidas.
El altar de la Guerra y la Opresión vitalicias amuebla un templo de singular comodidad para los fieles: anula la existencia misma de criminales y sólo trata con rescates, sobornos, silencios, acuerdos y pactos. Ya no hay delitos. El Gran Líder de Libia ocupa en el santoral de este evangelio lugar preferente. Sólo la edad y la inexistencia de martirio le han impedido el acceso (disfrutado por otros Comandantes cuyo poder absoluto hubiera envidiado, ciertamente, el Generalísimo Franco) a la camiseta y el póster.
De un plumazo, el mundo se despliega como una mullida alfombra sin más complicaciones que los trabajados patrones de sus dibujos y el rizo denso de su superficie. No hay personas; hay tapices diversos que garantizan el silencio de los pasos, la distancia, fina e infranqueable, que separa al cronista, al mercader y al viandante del suelo irregular, oscuro y siempre oculto. Los nombres árabes cubren a nombres y gentes que no los tienen, se van transformando, insensiblemente, en todos los nombres, topónimos de un mapa caracterizado, a un lado y otro del Mediterráneo, por un ramillete de consignas muy semejantes que sobrenadan la gran marea del retroceso hacia piratas y taifas, enmascarada por la técnica y el inevitable, y envidioso, mimetismo respecto a Estados Unidos. Es una curiosa estructura de ciudades, no estado, sino feudo; un nuevo tipo de colonialismo del entorno en el que los jefes de las tribus se sientan a la mesa para esquilmar los territorios de lo que antes eran naciones, constituciones y ciudadanos libres e iguales. Los bajaes-poco importan origen y signo-pactan, se entienden y prohiben toda referencia a marcos más grandes, a valores de universal alcance, a civilización y sistemas de Derecho que constituyeron hasta hace muy poco el ideal de vida digna y próspera. El antinacionalismo estatal se ha convertido en el último refugio de los canallas, en el tópico, cansino y repetido con la terquedad de la jaculatoria y el apremio de quien precisa que le sellen el abono al rentable club social. España constituye un excelente ejemplo.
Hacia arriba del estrecho de Gibraltar se ofrece un interesante espectáculo que ilustra con exactitud la versión europea de una nueva Edad Media y es complementario de los deseos, aspiraciones, inversiones y propaganda de las satrapías en el poder en los nombres árabes. Al norte de las Columnas de Hércules lo que era una nación moderna se apresura a desmenuzarse, pactar, alabar y facilitar asentamiento y entrada a los representantes políticos y religiosos del florilegio musulmán de dictaduras. Éstas son el interlocutor ideal para las autóctonas. Así se va cerrando por derribo, a indígenas y extranjeros, cuanto garantizaba una existencia democrática en su sentido propio. Desaparece por implosión la más meridional de las naciones europeas mientras, con la terquedad de la economía y de los hechos, siguen llegando en una sola dirección pateras para aprovechar, mientras dure y se mantenga la posibilidad de compra futurible de sus votos, una prosperidad y un progreso condenados en sus cimientos pero que aún tienen ante sí años y botín apetecibles. En el que fue país constitucional se vive ya, sin rebozos, una apoteosis de desguace, una Noche de Cristales Rotos de cualquier emblema de identidad común en la que la Inquisición Cultural y la ideología mediática monocorde han alcanzado un poder, por lo absoluto e inatacable, inédito, y mucho más blindado y temible que la nitidez de las dictaduras.
El código es estricto: En pantallas, tribunas y escenarios se exige ridiculizar bandera del país (nunca de la tribu), clérigos cristianos (musulmanes jamás), partido opuesto al nominalmente socialista y cualquier asomo de defensa de persona y principios frente a la fuerza. El rito, del que España constituye, por lo pedagógico, un magnífico ejemplo y que lleva décadas oficiándose, tiene mucho de patético por la ansiedad con la que supuestos representantes de la cultura pagan su óbolo de clichés, de adhesiones de obligado cumplimiento a los exorcismos de rigor, a la satanización y risión partidista y partidaria de los adversarios del Presidente, el Príncipe de la Paz que actúa como pontífice del nuevo credo y como hermano ecónomo de la parroquia. Con los nombres y los símbolos que garantizaban la igualdad de derechos de los ciudadanos y la primacía de su individualidad desaparece el sistema de los ideales universales para hacer sitio a las utopías parásitas y utilitarias, que resultan muy útiles para el buen y provechoso entendimiento con los clanes, los imanes y sus tribus. De la cinematografía a los teatros, de las veladas a los festejos, nada escapa a la norma que esconde en suave guante multicolor mano de hierro.
Es un país distinto a sus vecinos, vergonzante (excepto cuando se hincha, con alivio y euforia sintomáticos de la carencia,, la burbuja efímera del campeonato de fútbol), sin nombre, sin signos, historia ni bandera. Un país sin ni siquiera lengua, puesto que va siendo prohibida en zonas cada vez más amplias de lo que ya sólo es en letra muerta superficie nacional. Un extraño lugar en cuya diferencia los extranjeros se siguen complaciendo en ver el parque temático de quimeras (la Revolución, la Guerra Idealista, los guerrilleros románticos, los bravíos defensores del terruño, el Socialismo, la comuna anarquista) que no querrían en territorio propio. La idea, la distribuida hacia el exterior de forma abrumadoramente mayoritaria por el mismo grupo de comunicación que, en pleno siglo XXI, ejerce el casi monopolio de ésta de fronteras adentro, sigue correspondiendo al simpático perfil de tribus luchadoras y líderes de bondad tan conmovedora como su irrelevancia. Nadie ve otros nombres, los pobres territorios, para los que se planea un futuro colonial en beneficio de oligarquías nada proclives al franco, y oneroso, federalismo. Bastaría a los corresponsales cegados por la facilidad y el tópico un paseo somero por la “espaciosa y triste España”, por esas mesetas, riscos, vados y llanuras en los que se observan los efectos de una secular succión de hombres y recursos hacia las zonas mimadas que se presentan como víctimas, bastaría con un sucinto repaso de hechos reales que constituyen la historia para simplemente constatar la falsedad del andamiaje publicitario y del mito.
Se trata de un país donde en 2004 se mató para cambiar el Gobierno y construir, con las manos totalmente libres, una política de alianzas y dependencias de jeques y de mercaderes mucho más próximos, una economía uncida exclusivamente al gas y al petróleo del hondo sur, una nación que ya no lo es, donde se había intentado virar el timón hacia el Atlántico y las democracias de Europa y América, pero en la que, gracias a la oportunidad de las bombas y a una sabia campaña de agitación posterior y previa, se encadenó la proa hacia el desguace tribal y los negocios con una maleable y vistosa red de sultanes.
Bajo los nombres árabes hay otros que no son nombrados jamás.
El edén consiste en sortear recuerdos molestos y deducciones inquietantes, hasta que la reiteración convierte el ejercicio en un hábito, se sonríe, se olvida, se ama el apacible gesto del Líder, y ya no existe sino la permanente y tersa superficie de la paz.
V
Homenaje a Sherezade, la indestructible.
No la salvó su belleza, ni sus artes sexuales, ni sus danzas.
En el curso, resplandeciente y perfumado, de Las Mil y Una Noches se olvidan la noche primera y la noche última, las que cierran como el broche de un collar las cuentas oscuras que engarzaba la claridad del alba.
El cuento de los cuentos, en sus orígenes, es la más terrible historia de anti-amor que jamás se ha relatado, la más infame epopeya y la descripción más tranquilamente impune de un asesinato múltiple. Es una metáfora en la que espejea el reflejo de una realidad estremecedora. E inigualada incluso en el vasto reino de la fantasía. Aunque embriague como el jazmín y se recubra de los terciopelos, colores y sedas que sólo pueden hallarse en el Oriente
Las Mil y Una Noches tienen, dentro del relato, su origen y su causa en las historias paralelas de dos reyes hermanos que residían en Sassan, islas de los lejanos y míticos territorios de la India y de China (esos lugares que representaban simplemente, en siglos pasados, el lugar inalcanzable de los cuentos). El menor, Schahzamán, sale de viaje para visitar al primogénito y superior, a quien en todo obedece, pero vuelve a medianoche a palacio para recoger un objeto que ha olvidado y se encuentra a su esposa en el lecho abrazada a un hombre que, para mayor indignidad, es un esclavo negro. Tras matar con su alfanje a ambos, reanuda rápidamente viaje y llega a la corte de su hermano, Schahriar, rey de Samarcanda Al-Ajam. Nada comenta de lo sucedido ni responde a preguntas sobre su inapetencia y tristeza. Hasta que se organiza una partida de caza a la que, excepto él, los demás acuden. Esto le permite observar por una ventana a la esposa del rey, quien, acompañada de veinte esclavos y esclavas, llega a un estanque. Todos se desnudan y mezclan; ella llama a Massaud, un robusto esclavo negro, yace con él, los otros siguen su ejemplo, y así continúan hasta el amanecer.
Visto tamaño mal, mucho mayor, la melancolía de Schahzamán desaparece. Recobra súbitamente el color y el apetito, lo cual despierta la curiosidad de su hermano. Apremiado por éste, acaba confesándole todo. Para comprobarlo, organizan una ficticia partida de caza y ambos presencian de nuevo, escondidos, el mismo espectáculo. Dan un paseo para despejarse, ven, asustados, una columna de humo y se esconden en la copa de un árbol, desde donde observan surgir de las profundidades marinas a un terrible efrit, un genio que lleva un arca con una bellísima doncella a la que raptó el día de su boda. El monstruo se duerme al pie del árbol con la cabeza en el regazo de la bella. Ella ve a los dos reyes escondidos en la copa del árbol y los obliga, bajo amenaza mortal de despertar al efrit, a traspasarla ambos con sus lanzas, es decir, a penetrarla. Luego les pide sus anillos y los añade a quinientos setenta que ya poseía, cada uno de un hombre con quien había copulado para vengarse del genio y demostrar que, por muchas cadenas que se le pongan, nada puede oponerse a los deseos de una mujer. La doncella recita una serie de versos populares que son un decálogo de la perfidia femenina: Es consustancial a la hembra el furor uterino, la maldad, la traición, la irresponsabilidad, el engaño y la perdición de cualquiera que la crea; ella hizo expulsar a Adán del Paraíso y difamó a José.
Tras el encuentro con el efrit, cuyos cuernos insensibles (sic) superan a los suyos, ambos reyes se calman y vuelven a palacio. Allí el rey Schahriar degüella a esposa, esclavos y esclavas y, a continuación, adopta un método drástico para seguir vengándose del género femenino e impedir que ninguna mujer le engañe: Cada noche se desposa con una virgen y a la mañana siguiente ordena que le den muerte. Esto ocurre durante tres años, entre lamentos y voces de horror, pero no protestas ni rebeliones. Los crímenes se suceden entre las alabanzas y jaculatorias, típicas de la prosa árabe, a Allah, el Justo, el Sabio, el Misericordioso. No hay ni la más leve alusión a la injusticia, ni el roce más ligero con el mundo moral. Lo único que incomoda al rey-y a su hermano, que hace lo propio-es el goce perdido, la desazón del engaño; en absoluto la pila de cadáveres que nunca impiden que ambos sean considerados como grandes soberanos por sus súbditos. Dios es un personaje también presente aunque metafísico, un hilo conductor cuyas regulares y abundantes apelaciones amalgaman y conectan los bloques de masa narrativa y avivan la atención del coro de oyentes, al que es fácil imaginar junto al fuego en una aldea o un desierto carente de muestra alguna de las dulzuras de la vida, excitable, en su indigencia, con las más mínimas alusiones al disfrute del reino de los sentidos (Las Noches…son en buena parte el sueño de Carpanta, de camelleros hambrientos de todo). El Dios abstracto es omnipresente como el aire y muy dado a las malas compañías: sus invocaciones son perfectamente compatibles con desafueros de la peor ralea y con sujetos, no sólo seguros de su impunidad, sino exentos de cualquier freno ético. Se trata, en realidad, de una consagración del reino de la fuerza en el que desde luego al débil-en este caso mujeres, negros y esclavas-le corresponde la peor suerte.
Sólo la inteligencia y valor de la hija del visir, Sherezade, detienen la matanza. La joven insiste en ser desposada a Schahriar y, después de que él hace con ella “su cosa acostumbrada” (somera descripción del coito), logra despertar la curiosidad regia dejando en suspenso el final del relato que está contando a su hermana, Doniazada, (la cual yace en una cama contigua). Cada mañana su padre, el visir, se presenta al consejo, desolado, con el sudario para su hija bajo el brazo, y cada mañana se vuelve con el sudario y asombrado de que la joven continúe viva. La escena se repite un año tras otro porque la hábil narradora domina, como en los romances, la técnica de saber callar a tiempo. Mil y una noches después, Sherezade presenta al rey los hijos engendrados y habidos durante ese tiempo, un niño y dos gemelos, y ruega en nombre de ellos por su vida. El rey es feliz, la tranquiliza, ensalza y enaltece. Hay fiesta y regocijo en la familia, la corte y el reino.
Es llamado el hermano pequeño, que acude para compartir la felicidad del primogénito y decide continuar imitándole, esta vez en el matrimonio. El rey Schahzamán explica que esos tres últimos años lo había pasado muy mal, sin gustar realmente del amor porque, siguiendo el ejemplo, también desposaba cada noche a una virgen que hacía matar al día siguiente para hacer expiar a la raza de las mujeres la calamidad que nos había alcanzado a ambos. Allí mismo se casa con Doniazada, la hermana menor de Sherezade, y todos viven juntos y dichosos. La descripción de la preparación para el tálamo de la novia, de las abluciones, sahumerios y aspersiones de las más aromáticas fragancias, la percepción del tacto de las telas, del juego de los bordados y gasas que la cubren, de la variación de los tonos y de las transparencias tienen el sabor y la intensidad frutal, el crescendo y la tensión dolorosa del deseo que quizás sólo pueden darse en un auditorio singularmente desprovisto de contacto femenino.
Pero antes de la embriaguez hay la fábula, la más sangrienta que en la cuentística se recuerda. Existe la matanza, sistemática e impune, de más de tres mil muchachas. Desde luego ni los personajes históricos ni los mitológicos son rival para estos reyes. Barba Azul era un principiante, Enrique VIII un simple partidario del divorcio expeditivo, los ogros unos amigos de la dieta variada, Jack el Destripador un diletante. No hay, en el reino de la fantasía, asesino de mujeres que pueda ni lejanamente compararse. Ni siquiera los grandes exterminadores,, terroristas y partidarios de la matanza industrial son competencia, porque les falta ese sabroso toque de genocidio de género y de impunidad, mansedumbre y casi aplauso por parte del auditorio. Aunque mantenido por la trama de la historia en un muy segundo plano, el rey Schahzamán, desprovisto de una Sherezade, superaría a su hermano en la contabilidad de muchachas sacrificadas, puesto que, a los tres años en que ambos habían ejercido simultánea y cotidianamente el remedio drástico contra la infidelidad, se supone que habría que sumar, en su caso (aunque el final no deja claras al respecto las cuentas del vistoso holocausto) las aburridas mil y una noches sin cuentista.
Las matemáticas y el marco de referencia inicial tienen gran importancia en el conjunto y constituyen, en la ardiente fantasía de los relatos, un curioso contrapunto lógico. El razonamiento entra en escena sólo si se considera oportuno; la cadena de muertes y su motivo son indiscutibles y aceptables. Cuando, al final, Sherezade muestra a sus hijos y ruega por su propia vida la contabilidad se afina en aras de una verosimilitud mínima. La joven explica la simultaneidad de presencia nocturna y alumbramientos porque dijo que estaba indispuesta veinte días, entre la noche seiscientas setenta y nueve y la setecientas, que corresponden al parto de los gemelos, mientras que con el otro niño no hubo problemas y pudo, en un extremo de eficacia afinada por el deseo de supervivencia y la prioridad de complacer al rey (que no reparaba en embarazos), mostrar su comportamiento habitual.
La fábula no es gratuita. Existe en el mundo islámico el matrimonio de una noche y se ha practicado (y probablemente practica) en el Irán de los ayatollahs con mujeres a las que, puesto que la sharia veta matar a vírgenes, sus verdugos desposan, violan y luego ajustician. También aparece en algunos relatos el tipo de muchacha sabia, la prima o esclava que a la belleza suma el conocimiento de artes que procuran riquezas, prestigio y bienestar a su marido o a su dueño. Esta Perfecta Casada tiene bien poca afinidad con el prototipo de latitudes septentrionales; también es considerada en función de los beneficios que al hombre ofrece, pero no como la señora de su casa, sino como encarnación ocasional y aprovechable de perfección llevada al extremo y presentada con la atemporalidad de los mitos. La sufridora por excelencia de la cuentística occidental, la pastora Griselda, especie de santo Job a la que su marido hace pasar durante décadas por todos los sufrimientos y humillaciones posibles para probar su paciencia y amor, es de una tibieza insulsa y se alza en las leyendas europeas como un caso excepcional. Nada que ver con el torrente de prodigios, cuellos cortados, terror, apetito sexual, placeres y sangre que despliegan los cuentos orientales, ninguna relación con ese mundo arbitrario en el que, precisamente por lo abstracto y despersonalizado de su Dios, no existe freno para aquéllos a quienes llaman, como a Schahriar y sus homólogos, reyes del tiempo. Cumplidas las postraciones, ayunos, limosnas y ritos reglamentarios, todo ello externo y social, no hay aberración que no pueda ser engarzada entre dos jaculatorias a un ser divino del que el califa es representante.
Resplandece aquí una figura llamada, hasta la actualidad, a tener una brillante carrera: El Malvado Inocente. Cualesquiera que sean las atrocidades cometidas, su posición política y moral le avala y excluye de castigos posteriores. Sus actos se explican por la fatalidad de las pasiones y la presión de un código moral del que él no hace sino seguir la lógica y que es el reflejo de las enseñanzas divinas. Más tarde, en plano igualmente metafísico, lo será de las doctrinas políticas totalitarias y del fin justifica los medios; todo se queda entre teocracias, lo que explica las amplias simpatías de que disfrutaron en Oriente Medio comunistas y nazis y la recíproca actual de la moda filoislámica. En Las Mil y Una Noches basta al malvado inocente con hallarse en una situación de superioridad, gozar del apoyo popular (en ningún momento se rebelan los súbditos) y evocar al dios de rigor para situarse más allá de bienes y males y disfrutar finalmente, a la vez, de las delicias del prometedor futuro y del discreto arrepentimiento.
Las historias que introduce en sus cuentos Sherezade, y dice sacar de las crónicas, sobre las vidas de algunos emires de los creyentes, son en verdad edificantes en cuanto ejemplo de despotismo en estado puro pero mezclado con una casuística que se quiere legal aunque nada tiene de sistema de Derecho. Se trata más bien de una curiosa y ritual hipocresía que determina el valor de los comportamientos por su ajuste exclusivo a la apariencia social y que se inscribe, sin otras trabas, en el simple reino de la fuerza y del temor, al que sirven las referencias continuas-una cada pocas líneas-al Dios Único. Despojada de sus ropajes de alabanzas (los actos de los reyes no precisan de justificaciones), se desvela la evidencia de que no existió la época ideal de los califas perfectos. El legendario esplendor que recogen y amplifican los cuentos corresponde a una época de expansión y dominio, inundada luego de alabanzas a unas bondad y justicia que nada tienen que ver con los hechos ni con el establecimiento de principios cívicos. La narrativa transcurre con frecuencia en la alta edad media de los siglos VIII y IX, muy próximos al comienzo de la Hégira y, por su lejanía y por el eco de las riquezas de Bagdad, transformados en época dorada. El periodo es proyectado en el imaginario colectivo como un tiempo de benevolencia y justicia. Lejos de tal, nada tiene, además, que ver con la habitual cuota de corrupción, asesinatos familiares y palaciegos del mundo grecorromano, florentino o visigótico. La diferencia respecto a éstos reside en que en ese ambiente oriental no hay apenas marco exterior, no existe conciencia de crimen ni referencia otra que el capricho y voluntad regias; la masa que a su alrededor se extiende es de figurantes y los sucesos brotan, como las burbujas de un estanque, de manera intemporal, semejantes los monarcas a Allah mismo, que a nadie debe rendir cuentas.
Resalta entre los personajes tejidos de crónicas y de leyendas el de Harún Al-Rashid., de la casa de los abasidas. El sucesor de El-Mahdi, Al-Hadi, sueña que su hermano Harún ha tomado su lugar en el trono de Bagdad y en los brazos de su esclava favorita, y de inmediato envía al verdugo para que, sin más dilación, le corte la cabeza. No lo hace gracias a la intervención de la madre, pero Al-Hadi muere de un tumor y, efectivamente, su hermano le sucede. Con él ascienden como visires sus amigos, los barmakidas El-Fadl y Giafar, compañeros de su infancia, cuyo padre había apoyado al nuevo rey en las épocas peligrosas en las que siempre se sentía amenazado por los celos de su hermano. La confianza se ve recompensada por fidelidad a toda prueba y una excelente administración del reino. El visir y camarada, para el que el rey se hace confeccionar incluso un manto doble en el que se envuelvan ambos como si fuesen el mismo hombre, es, además de generoso y popular, misericordioso, compasivo y tolerante con gentes de otras religiones o acusadas de faltar a la ortodoxia del Islam abasida. El favor y amor regios continúan, hasta que, de vuelta de la peregrinación a La Meca y en estado, por tanto, de santidad, Harún manifiesta súbita hostilidad respecto al que hasta entonces era su íntimo amigo y, sin mayor aviso ni trámite, envía al verdugo para que le traiga su cabeza. Se la llevan, aún con la expresión de sorpresa en el rostro del muerto, y el Califa escupe sobre ella, ordena que se exhiban y dispersen los trozos del cuerpo, que luego se quemen con estiércol y se arrojen a las letrinas y que su familia y clan, por supuesto mujeres y niños incluidos, sean presos, torturados y hechos desaparecer y confiscados todos sus bienes. Nadie, no ya les ayuda, sino que les mira siquiera.
Entre los relatos tejidos para explicar el cambio de humor califal, Sherezade cuenta uno que ilustra de manera extraordinaria la relación de la hipocresía con el simulacro legal y los usos sexuales: Harún adora a su hermana Abbassah y desea disfrutar simultáneamente de su conversación y compañía y de la del visir Giafar. Pero las santas leyes islámicas prohiben que hombre y mujer que no son parientes cercanos se vean. Por ello el califa ordena que se les una en un matrimonio blanco que permita que estén ambos a la vez en su presencia, sin verse nunca los dos a solas ni tener la pareja ninguna relación física. Los esposos nominales sin embargo se enamoran, la princesa insiste con la madre de Giafar para que sustituya la joven esclava virgen que aquélla regalaba todos los viernes a su hijo por ella misma. Así es introducida en la habitación de su esposo, ambos satisfacen su pasión y Abbassah da a luz a un hijo, al que envía a La Meca sin éxito: Ella y el bebé serán enterrados vivos por orden del Comendador de los Creyentes.
Los últimos años de Harún Al-Rashid transcurren en un mundo sombrío, de insomnio y añoranza en el que por primera vez hace irrupción el arrepentimiento, pero, de nuevo, no como reconocimiento de infracción moral y daño causado sino como tristeza por agradables compañías perdidas. Hay un punto cómico, teniendo en cuenta el currículum del monarca, en que el Califa se queje y parezca extrañarse de estar rodeado de gentes que no le aprecian, incluidos sus propios hijos, y que desean que acabe su vida. El fin de sus días llega, en efecto, en la ciudad de Tus a los cuarenta y siete años de edad, y la narradora ruega a Allah que le sean perdonados sus errores porque era un califa ortodoxo. Todo se les perdona, aunque cortasen más cabezas que la reina de Alicia, a los Comendadores de los Creyentes, en virtud de su ortodoxia, de la legitimidad por derecho divino remachada por-vengan o no al caso-invocaciones continuas al Ser Supremo.
Las Mil y Una Noches está recorrida por una inquietante sombra: La del negro traído en recuas de esclavos por los árabes en un tráfico milenario que cubre desde edades remotas al siglo XX. Él es necesario, ínfimo eslabón de la especie pero dotado de una potencia mítica y temible y de una carencia de prejuicios fruto de su misma extrema marginalidad. El tono más o menos claro de la tez es marca que gradúa jerarquía y orígenes respecto a la aristocracia de Arabia y hasta el día de hoy se advierte en estos países. Como en la América del Ku Klux Klan, la mezcla racial (que se ejercía profusamente en los harenes entre amo y sirvientas) revuelve, si el blanco es la hembra, el poso más hondo del rechazo. En las mansiones de Las Mil y Una Noches el enemigo está en casa, calienta el agua del baño, limpia los caballos, acarrea la leña y la comida. La consideración de la mujer como un ser intermedio, posesión, animal y mascota, sitúa al hombre en estado de inseguridad permanente, puesto que, pese a muros y velos, el instinto puede llevar hacia los niveles más bajos a las hembras que posee. Una y otra vez se proyecta en las paredes de los palacios el despreciado y muy temido perfil del esclavo negro, con el que ellas cometen adulterios especialmente repugnantes por la ínfima posición social del objeto de sus deseos. Se palpan y leen entre líneas llenas de indignación y estupor la inquietud y el miedo a la superior virilidad de la vigorosa bestia vagamente humana traída de lo profundo de África, el temor al impulso y a la libertad irracional y primitiva que éste posee. En el cuento del joven encantado y de los peces, una vez más se repite la escena, con acumulación de rasgos abominables. La esposa, una bruja, corre al encuentro de su amante un negro muy negro. Este negro era horrible, tenía el labio superior como la tapadera de una marmita, y el inferior como la marmita misma, ambos tan colgantes, que podían escoger los guijarros entre la arena. Estaba podrido de enfermedades y tendido sobre un montón de caña de azúcar. Luego, como ella se ha retrasado y echa la culpa a su detestado marido y le suplica que la perdone, él, enfadado, responde “¡Mientes, infame! Juro por el honor y por las cualidades viriles de los negros, y por nuestra infinita superioridad sobre los blancos, que como vuelvas a retrasarte otra vez, a partir de ese día, repudiaré tu trato y no pondré mi cuerpo encima del tuyo. ¡Oh pérfida traidora! De seguro que te has retrasado para saciar en otra parte tus deseos de hembra. ¡Qué basura! ¡Eres la más despreciable de las mujeres blancas!”. El entorno es descrito asimismo con los tintes más repulsivos: lecho de paja, manta de harapos infectos, guiso de huesos de ratones. Cada vez hay en estos casos un varón, un marido, normalmente de numerosas concubinas, que observa con asombro la bajeza en la que se enfanga su esposa. En su estupor existe no poco miedo al oscuro ser, quizás mejor armado para el combate sexual.
No salen mejor parados los dueños y señores del trono y del harén en otros combates. Los califas de Las Mil y Una Noches están lejos de ser un dechado de valor. Manejan sicarios, ordenan matanzas, tienen verdugos, en el sentido literal de la palabra, de cabecera, pero en situaciones de enfrentamiento y peligro se refugian detrás del servidor más cercano o se ocultan a la vista del enemigo. Su medrosidad hace destacar aún más el desnudo coraje de Sherezade, las solitarias generosidad y bravura con las que, única entre los habitantes del país, desarrolla un plan a largo plazo, siempre en el filo de la muerte. Por el contrario, los grandes hombres, señores de vidas y haciendas y comendadores nada menos que de Dios, son ejemplos de cobardía: Schahriar y su hermano permanecen espantados en la copa de un árbol, procurando no despertar al efrit que duerme al pie, copulan con la muchacha por puro pánico de que, si se niegan ésta despierte al genio, y ni por un instante ofrecen a la joven raptada su ayuda y alfanjes, que sin embargo emplean profusamente degollando mujeres y esclavos. Tampoco el califa de Bagdad es de un arrojo espectacular: Harún Al-Raschid gusta de disfrazarse de mercader y emprender correrías nocturnas por la ciudad, bien acompañado de su visir y de su verdugo. En el cuento del Mandadero y Las Tres Doncellas, ellos tres son excelentemente acogidos en la lujosa casa de las muchachas, donde también acaban de pedir hospitalidad tres extranjeros tuertos y en la que está disfrutando el mandadero la mejor velada de su vida. El vino corre a discreción, aunque en esta ocasión el califa lo rechaza por su condición de hadj o peregrino de La Meca. En general, el vino y la dulce embriaguez manan con profusión de un extremo a otro de Las Mil y Una Noches. En este cuento los huéspedes de las tres hermanas, pese a que han jurado a las dueñas de la casa no hacerles preguntas, son vencidos por la curiosidad y se dicen en voz baja Somos siete hombres, y ellas sólo son tres mujeres. Preguntemos la explicación de lo ocurrido, y si no quieren contestarnos de grado, que lo hagan a la fuerza. Únicamente el visir manifiesta oposición al abuso, quebrantamiento del juramento e ingratitud respecto a la hospitalidad recibida. Los demás no muestran el menor escrúpulo ante la escasa gallardía de la propuesta y la llevan a cabo. Entonces las jóvenes llaman a siete negros con sus alfanjes que inmovilizan a los malos huéspedes, y es de ver cómo el califa se atemoriza y resguarda detrás de sus servidores.
Tampoco las luchas sexuales se distinguen por su arte. Cuanto más alta es la jerarquía más se limita el hombre a hacer un alarde de potencia, resumida en los términos cabalgar, asaltos, traspasar, y a enumerar las penetraciones, que suman, por ejemplo, cuarenta en una noche en el relato de uno de los personajes de la historia del mandadero y las tres doncellas. Las Mil y Una Noches no es el Kama Sutra; si se exceptúan los mordiscos y pellizcos, carece de interés por el juego del deseo y de descripciones diversas de sus aspectos y posibilidades. Es un libro de erotismo rudimentario, intercalado con abundantes dosis de placer de otros sentidos y sujeto a la férrea consideración de las mujeres como objetos de posesión. Las otras dotes de éstas son aditamentos del plato apetecible, y ese plato se sirve siempre a un nivel por debajo del del hombre, con la consiguiente limitación del juego sexual y su circunscripción a ejercicios de hípica acompañados del aplauso del corcel. Ni siquiera en los relatos de incesto (en los que se explicita la reprobación y los amantes son carbonizados por la ira divina) hay un componente afectivo otro que la pasión irresistible. Más sensualidad y afecto quizás existen en las relaciones homosexuales, normalmente de pederastia y nunca explícitas. Los protagonistas suelen ser un hombre maduro y un bello adolescente. La igualdad en el sexo de ambos les permite disfrutar del trato, los manjares y la intimidad compartida, y el velo de la inconveniencia esconde el coito propiamente dicho. En la noche número quince, el tercer saaluk (de la cofradía de los mendicantes) narra su encuentro en un lujoso refugio subterráneo con un joven hermosísimo, moldeado realmente en el molde de la perfección, rama tierna y flexible, cuyo aspecto hubo de cautivar mi corazón y conmover la pulpa de mi cara.(…) Después de haber comido, pude comprobar nuevamente cuán subyugado estaba mi corazón por sus encantos, y después nos tendimos y dormimos juntos toda la noche. Cuarenta días permanece el protagonista con el adorable príncipe, que está a punto de cumplir los quince años, y en ellos le agasaja con masajes, baños, perfumes, bocados exquisitos y toda prueba de amorosa amistad. Hasta que el destino fatal se cumple y el homicidio fortuito les separa. El amor lesbiano es descrito con extrañeza pero sin ira, se dice que es uno de los misterios de la pasión y las dos protagonistas de la historia del sultán Baibars y de los capitanes disfrutan finalmente de él en un apartado refugio a las orillas del Nilo. Los pecados son sociales, de simple derecho de propiedad transgredido. Por lo demás, sensualidad y placer son justificación suficiente, en absoluto reñida con virginidades, pudores e inocencia. Así, en el cuento 940, la hija del cadí, de catorce años y medio, resuelve alegremente la adivinanza que ha sido propuesta a su padre y le tiene perplejo: Es sencillo como el curso del agua corriente. En efecto, la solución está clara, y se reduce a esto: por el vigor, la dureza y la resistencia, el zib (pene) del hombre de quince a treinta y cinco años es comparable a un hueso; de treinta y cinco a sesenta, a un nervio; y después de los sesenta, no es más que una piltrafa de carne sin propiedad alguna. En realidad Las Mil y Una Noches está dominada de un extremo a otro por las voces femeninas, sabias, astutas, poseedoras de conocimientos ajenos al, en comparación, tosco mundo de los hombres. Y hay en ella un potencial de libertad, y de felicidad, inmenso y digno de ser disfrutados por doquier.
Sin embargo esta aparente superioridad de las mujeres es, como ocurre por lo general en las exhibiciones de matriarcado, de puertas adentro y en territorios perfectamente restringidos. Geografía y acción, instituciones y relaciones sociales son tan ajenas a la grey femenina como al inframundo de los esclavos, por lo que se forma una cadena de cuyo peso no está excluido el que la forja. El reino de las hembras está delimitado por la dependencia respecto a ellas que son capaces de suscitar en sus dueños. Ofrecen-además de sus cuerpos y servicios de masajistas, cantoras, tañedoras, perfumistas y cocineras-jóvenes esclavas a sus hijos y maridos, descendencia y, en ocasiones, prestigio, sin dejar nunca de reconocer el lugar inferior, y escondido a cuantos no sean su padre, marido o hermanos, que les corresponde. Nada existe de la paridad, ni siquiera desigual u ocasional, que se entiende en una compañera. Hay respecto a ellas la relación con el ser de otra especie, impura y peligrosa pero precisa, y la reivindicación de la disciplina que debe serles aplicada: el Profeta bendito (con Él la plegaria y la paz) ha dicho, hablando de ellas (las mujeres): “¡Oh creyentes, tenéis enemigos en vuestras esposas y en vuestras hijas! Son defectuosas en cuanto afecta a la razón y a la religión. Han nacido torcidas. Las reprenderéis, y a las que os desobedezcan las pegaréis.”dice el rey Akbar a su hija en el último cuento, “La tierna historia del príncipe Jazmín”. Las palizas no son anécdota sino norma y categoría: novias, amantes, hijas y esposas son golpeadas con profusión en muchas de las historias, sin asomo de remordimiento o excusa, sino con la tranquilidad de quien administra debidamente sus asuntos. Aquí a los Infantes de Carrión (total, lo que hicieron fue azotar a sus esposas hasta dejarlas por muertas en el Robledo de Corpes) los hubieran felicitado. Naturalmente esto se sitúa en un contexto en el que la generalidad de los individuos no obtiene respeto sino en función de sus riquezas o jerarquía. En tal reino de lo arbitrario, a ellas corresponde el último puesto del escalafón, donde establecen alianzas con estamentos desdeñados y marginales.
Lejos de solamente situarse en un plano inferior al masculino, las féminas constituyen en el Islam, y por causa de él, un caso extraordinario y aberrante (no menos aberrante porque se aplique a millones de personas) de trato profiláctico, de impureza que se teme, se confina y que se maneja recurriendo a la fuerza. No se trata de discriminación, ni siquiera de apartheid aunque participe de ambos comportamientos. Es un tipo de segregación imbuida de grandes dosis de peculiar racismo, un cóctel de animosidad, violencia y miedo que carece de parangón y es incompatible con el progreso de individuos y de países. La posibilidad de suave evolución es un mito en apariencia piadoso, en realidad de efectos nefastos por cuanto paraliza la acción terapéutica. Se apela a la apetecible quimera de la mutación gradual sin costes, desmentida por las furibundas regresiones de que han sido testigos las últimas décadas. Sólo los cambios drásticos, generales y coactivos (de hecho intentados por algunos líderes desesperados por romper cadenas y entrar en el mundo moderno) que impongan sistemas laicos de Derecho tienen alguna posibilidad de éxito frente a un fenómeno de características tan peligrosas y extensas.
La ardorosa fantasía de cada relato no destruye la urdimbre repleta de información verídica y de interés, sino que teje sobre ella sus filigranas y su tela. El ropaje fastuoso de los cuentos envuelve largas hambres de cuanto la hipérbole proyecta a dimensiones abrumadoras, en el sexo como en los manjares, olores, sabores, vista y tacto. Cae de sus páginas una cascada de membrillos, melocotones, jazmines, nenúfares, limones, mirto, alheña, anémonas, violetas, granado, narciso, almendras, confituras, pastelillos hechos con manteca, miel y leche, aguas perfumadas de azahar y rosas, almizcle, incienso, áloe, ámbar gris, velas de Alejandría. Cada historia proyecta un raudal de desnudeces, rostros divinos, cuerpos de ensueño y platos de abundancia sólo comparable a su exquisitez. Entre ellos, el vino corre como el agua, arremansada ésta en bebidas refrescadas con hielo y aromatizadas con miel y con rosas. Los cuerpos son un manjar más, cremoso, rosa y blanco, afín al terciopelo y las almendras y deseoso de hallar en la tierra, mejor que en el cielo, el prometido paraíso. Todo ello se derrama sobre el encandilado auditorio de hombres enjutos, mientras narraciones semejantes se susurran en tiendas y habitaciones apartadas donde las mujeres hablan de una sexualidad para ellas racionada según la estricta voluntad del hombre.
Las lecturas del libro son numerosas, y sus enseñanzas múltiples. Pero ninguna de ellas permite que sople exclusivamente sobre él el aliento helado de la razón, la seca y precisa exigencia de la historia, la pedagogía moral. Es una gran obra literaria, en la que nada debe cambiarse. Es, también, un espacio adaptable a la lectura de los niños, a los que ofrece la magia en estado puro, aún no contaminada por moralejas, referencias ni aplicaciones prácticas. Cierto que Las Mil y Una Noches han sido en Occidente objeto de una traición infantil porque, al conformarlas para tal público, se ha privado a la gran mayoría de los adultos de su verdadera dimensión. A cuantos no son niños se debe el corpus íntegro y fielmente traducido, perfecto en su crudeza, en su completa amoralidad, que aporta al menguado y reseco mundo del puritanismo judeocristiano occidental el soplo fresco del erotismo, de la prohibición por opresión descarada pero no por pudores, de la potencia sexual y del deseo en toda su gloria. Cuán conmovedora es la advertencia del Sr. Tapia, responsable de la versión española, cuando, en el prólogo a la edición de 1957, tras presentar al autor de la traducción, J. C. Mardruz, confía a su público Este libro no es para niños y mujeres. La moral de los árabes es distinta de la nuestra: sus costumbres son otras. Su carácter primitivo les hace ver como cosas naturales lo que para otros pueblos es motivo de escándalo El amor lo cubren de pocos velos y su vida social está basada en la poligamia.
Y excluye a las mujeres de su lectura.
La vida del traductor, J. C. Madrus, se asemeja también a una de las noches. Fue la de un sirio árabe de nacimiento y francés de nacionalidad, cuya familia se trasladó del Cáucaso a Egipto, la de un viajero que recuerda una infancia mecida por los cuentos de las criadas de El Cairo, la de un médico que viaja como tal por los mares Pérsico e Índico y que decide dedicar su vida a recoger por escrito la epopeya fantástica que flota dispersa en Damasco, Arabia, Asia Menor, el Yemen, Persia, la Península Indostánica, en los desiertos y en las ciudades arracimadas en oasis y en cuencas de ríos. La suya fue una peregrinación fascinada y volcada en cosechas del más diverso origen, recopiladas en escritos y recitadas por los improvisados homeros de una epopeya tan variada y vistosa como los hilos de un tapiz.
Las Mil y Una Noches es una extensa noche sedosa y repleta de los más escogidos de los sabores, de la apoteosis de la belleza de los cuerpos y de la consumación del placer, de largos viajes sedentarios, de veloces travesías por el aire y las aguas a hombros de genios o en obedientes alfombras. Es una de esas noches donde puede ocurrir todo, y la libertad reina suprema sobre las ataduras de preceptos y leyes y sobre las servidumbres y frenos materiales de la humana condición. Se trata en realidad de una larga noche, que abarca varios siglos, probablemente el IX y X en su inicial modelo persa, para extenderse luego substancialmente hasta el XVI, aunque, después y antes, en ella se encuentren desde los ecos de narraciones mitológicas muy anteriores hasta historiografía novelada posterior. Ha habido que llegar al siglo XX para que una versión literal, completa y minuciosa se difunda entre el gran público. Existían las traducciones integrales al inglés de Payne y de Burton, pero en ediciones restringidas de unos cientos de ejemplares. El resto vino, desde el XVIII, cargado de purgas, puritanismo y deformaciones que pretendían adaptarse al gusto europeo. Como ejemplos de censuras, amputaciones y tergiversaciones de los textos originales, destaca Daniel Tapia la edición de París de Galland, que se diría un diálogo versallesco en la corte de Luis XIV, y la de los Padres Jesuitas de Beirut, abrumada de pudibundez y reparos. Por el contrario, igual que los protagonistas de las historias, Mardruz vive y hace vivir su largo viaje físico y literario por Oriente sin menoscabo de la original frescura de los relatos, de la especie de inocencia cruel y animal que es inseparable de su belleza. No se trata de novelas ni de personajes dotados de carácter, perfil y evolución vital. Es un aluvión de imágenes intercambiables, de epítetos, frases y situaciones que se repiten de una a otra historia con los recursos propios de las narrativas orales. Los oyentes esperan y anticipan descripciones y respuestas que se acomodan al molde habitual, a la imaginería fantástica y a la tradición y ritmo poéticos. Los cuentos siguen, como Mardruz, un ritmo muy marino, sus protagonistas tan pronto están en la cresta de la ola como en su seno, pasan de la zozobra al goce con extrema rapidez, y alcanzan, como su cronista, los confines del Oriente, las riberas del Índico y los lejanos reinos descritos por caravanas y navegantes. No viven novelas; transmiten prototipos y acciones.
Sherezade, sin embargo, es otra cosa. Actúa, piensa, recuerda. Ella es la que, según al principio del libro se dice, había leído los libros, los anales, las leyendas de los reyes antiguos y las historias de los pueblos pasados. Dicen que poseía también mil libros de crónicas referentes a los pueblos de las edades remotas, a los reyes de la antigüedad y sus poetas. Y era muy elocuente y daba gusto oírla. La última noche ella ha concluido el más delicado de los cuentos, el más irreal y amoroso, cuando la bella Almendra, aprovechándose al instante de la soledad en que la habían dejado en aquella habitación donde iba a penetrar su primo, salió sin ruido con sus vestiduras de oro y emprendió el vuelo hacia Jazmín el bienaventurado. Y aquellos dos amantes benditos se cogieron de la mano, y más ligeros que el céfiro rosado, desaparecieron y se desvanecieron como el alcanfor.
Y desde entonces nadie pudo encontrar sus huellas y nadie oyó hablar de ellos ni del lugar de su retiro. Porque, en la tierra, solamente algunos entre los hijos de los hombres son dignos de dicha, de seguir el camino que lleva a la dicha y de acercarse a la casa en que se esconde la dicha.
Gloria por siempre y loores múltiples al Retribuidor, Dueño de la alegría, de la inteligencia y de la dicha. ¡Amén!
Han quedado atrás innumerables episodios de rapacidad y sangre, de infortunios fatales y goces fortuitos, de pasiones y venganzas; a la brutalidad y el asalto sucede un cuadro propio de apsaras y ángeles budistas. El Dios con el que cierra sus Mil y Una Noches Sherezade no es el del rigor y la muerte sino el de la vida. Atrás quedan fuerza, castigo, destino, omnipotencia, para dejar paso a las grandes ganadoras de la partida: la inteligencia, la dicha, la alegría. Hacia ellas ha llevado al Califa durante tantas noches, insensiblemente pero con un rumbo calculado y seguro, espoleado él al principio por al curiosidad, aguijoneado por la sed de nuevas maravillas, para desembocar en la ternura y la plácida extensión de un dichoso horizonte. Schahriar ha redescubierto el goce de vivir, confiesa que los relatos han cambiado su alma y exclama ¡gloria a quien te ha concedido tantos dones selectos, oh bendita hija de mi visir, ha perfumado tu boca y ha puesto la elocuencia en tu lengua y la inteligencia detrás de tu frente! La presentación de los tres hijos habidos de su esposa se suma a la emoción de la escena, donde se mezclan los sollozos y arrepentimiento del rey, quien a duras penas logra decir a Sherezade ¡ por el Señor de la piedad y de la misericordia, que ya estabas en mi corazón antes del advenimiento de nuestros hijos! Porque supiste conquistarme con las cualidades de que te ha adornado tu Creador; y te he amado en mi espíritu porque encontré en ti una mujer pura, piadosa, casta, dulce, indemne de toda trapisonda, intacta en todos los sentidos, ingenua, sutil, elocuente, discreta, sonriente y prudente.
Sherezade es ciertamente distinta de las protagonistas fugaces de múltiples aventuras, de las novias que, en repetida fórmula, aseguran al amado que son su esclava y su cosa, de las mujeres voluptuosas y divinas que esmaltan los cuentos. Ella sí posee personalidad, substancia, y se eleva a una altura que la sitúa en neto contraste con héroes que lo son más por azar que por sus méritos, viajeros, comerciantes, guerreros y príncipes que no suelen distinguirse por su valor ni por su inteligencia. Hay en los relatos sherezades menores, figuras de mujer compasivas y sabias. Son las que desafían, engañan o se enfrentan a los efrits, mientras los demás contemplan horrorizados el desigual combate con el genio. Pese a que los huéspedes a los que habían socorrido abusaron de la hospitalidad y se confabularon para atacar a las que creían tres mujeres desvalidas, la mayor de las hermanas de la historia del mandadero les perdona la vida, y lo hace además por una razón muy especial e inusitada en un libro donde la fuerza es ley: si tengo tanta paciencia-dice-, es porque sois gente humilde, que si fueseis de los notables, o de los grandes de vuestra tribu, o si fueseis de los que gobiernan, ya os habría castigado. Nada hay semejante, en el comportamiento caprichoso, vengativo, bárbaro y despótico de jerarcas, esposos y príncipes. Sherezade se alza, con la sola arma de su voz, en cabeza visible de un mundo abigarrado y oculto de gentes indefensas, y a ellas ofrece discurso y forma. Con la inteligencia como alfanje y en el limitado recinto de sus posibilidades, a través de ella se evocan una extensión, unas vidas y unos pueblos que no son el credo y la dominación impuestos por los jinetes de Arabia, la alta edad media forzosa y prolongada mantenida como justificación originaria por la aristocracia árabe en un tiempo guerrera, luego reconvertida en una red tejida de opresión político-religiosa inseparable de los que capitalizan el dios único, su modo de empleo y sus rentables lugares sagrados.
Bajo la sofocante capa de la Umma (la Gran Madre Patria Islámica) que sirvió y sirve para anular derechos individuales y mantener satrapías, bullen, y afloran, con todo el ímpetu de la variedad de existencias los esclavos negros, los castrados eunucos, el beduino ignorante, sucio y pobre, el porteador, el pescador, el hortelano, las esclavas que se venden y se compran, las muchachas golpeadas y repudiadas, los artesanos, comerciantes, zapateros, barberos, jueces y mendigos, los súbditos sumisos que sólo se muestran, como en una coreografía, cuando hay golpe de estado y cambio de tirano, la tenaz lucha por sobrevivir y la reivindicación del placer, las sirvientas, los vendedores del mercado y los audaces viajeros y navegantes que todo lo exponen en su ruta hacia lejanas tierras, los emigrados, de grado o por fuerza, desde lugares remotos, los extranjeros del más diverso origen, los siervos, los vagabundos y el poeta que no posee sino sus versos. Se trata de un cuerpo vivo encerrado en la armadura de una élite premedieval, amordazado por una unidad ficticia y unos usos religiosos cuyo ritual de control y apariencias le excluyen de la modernidad, un cuerpo que rebosa por las costuras de esa ficción del Gran Islam mantenida para mayor gloria y lucro de sus emires y sus taifas. No son, ni mucho menos, los habitantes de esta extensión todos árabes, pero la lengua de hermosa caligrafía y las jaculatorias incesantes cubren una superficie rica en razas, colores, aspiraciones e historia cuyo futuro yace aherrojado por el mito de la Umma. Éste puede romperse, reducirse a los justos límites de leyes, países, individuos y opciones religiosas personales, y surgirán entonces, como de un glaciar que se disuelve, los muchos individuos que no necesitan dueños, padres, umma ni profetas, con cuyas vidas no juega ningún comendador de los creyentes y a los que por fin pertenece su futuro.
Sherezade emerge con lo más seductor y deslumbrante que en tal extensión se halla, pero, para quien quiera verlo, también ofrece en sus relatos ventanas innumerables que se abren a otras perspectivas, hacia el magma de millares de seres distintos que sólo son libres, como sus protagonistas, por azar, unas horas, unos días, pero que lo son durante ese tiempo, con la intensidad de la certidumbre de la fatal vuelta a las cadenas. Sherezade se sitúa entre ambos mundos, pero muestra claramente, por boca de la compasiva hermana del cuento de la undécima noche, hacia dónde van sus preferencias. Jugándose la propia vida, rescata el valor de la alegría, la civilización esencial de la amplitud y los saberes. La joven narradora es, por mucho que pague el peaje de incontables jaculatorias y actos de fe, lo contrario a cuanto marca como prototipo el Islam, está cargada de razón, de bondad generosa y de buen juicio. Vive reducida al espacio que limitan preceptos injustos, guardias y la bronca torpeza de cuantos, creyéndose superiores, pagan con la propia desgracia de la existencia tediosa y la sociedad estrecha y mísera su defensa del más opresivo de los mitos. Por eso la narradora señala al final, como único espacio de felicidad posible, el del horizonte luminoso en el que clarean la libertad y la dicha y hacia el que se fuga, en un vuelo irreal que les arranca a sociedad, preceptos, país y familia, la pareja bienaventurada del último cuento.
Y, como tras unos nombres siempre están todos, acuden ahora los de lugares envueltos en el sonido de sus evocaciones, preñados de sucesos y de gentes, repletos de las semillas y de las cortezas antiguas con las que han ido rodando por el tiempo. En la excavación, surgen, unos bajo los otros, objetos donde menos se esperaba, repletos de claves, de un perfume tan agudo que ya no hay presente sin él, firmemente agarrados a las telas del corazón.
Está el Yemen o el descubrimiento del miedo y del pecado.
Está Etiopía, el país del Arca varada.
Y Egipto, donde Cleopatra viaja en coche de línea.
Están Indonesia y un Islam del Extremo Oriente que lame los pies de los Budas, al que se intentó dinamitar en Bamiyán.
Está, en el corazón de Occidente, la rendición largamente anunciada de los fundamentalistas vicarios, y Centroeuropa, el hogar dividido.
Están los nombres de Samuel y de Omar, de Sara y de la familia palestina que, en Jerusalén, metió a R., para salvarla del tiroteo, en su casa.
Y el África manumitida, y Turquía: la frontera.
Está Jordania, la pequeña y valiente, cortada ella misma hacia el incierto futuro como el sendero del Siq al amanecer.
Está el Líbano, el país al que le arrancaron el corazón,
Y Siria, la madre de todos los puertos.
Están Israel y Palestina: el País de los Ciegos.
Está Sudán, el de los prodigios bajo la arena y las puertas hacia las áfricas; el del relato de una Navidad extraña.
Pero eso es otra historia.
[1] La batalla de Argel, (1966), del director italiano Gillo Pontecorvo.
[2] Inesperadamente, el Líder falleció en diciembre de 2006 de un infarto fulminante. Los ministros solían desearle que viviese hasta los ciento cincuenta años al menos, para bien del país.
[3] Ruy González de Clavijo: Embajada a Tamorlán.
DIARIO DE CHINA
Mercedes Rosúa
PRÓLOGO (Y EPÍLOGO)
Sentada frente a mí, la persona que escribió el Diario de China. Libro I: Sian y el Diario de China. Libro II: Los náufragos de la utopía (1979) me observa con mirada severa. Nada podré cambiar en su texto, ninguna rectificación será admisible en un tejido que se hunde e impregna en su época, que forma cuerpo con el paisaje, con la piel y con la mano que lo creó. Sus páginas se abren a un lugar que ya no me pertenece y en el que incluso la entrada furtiva se efectúa con el rubor de las situaciones embarazosas. No me asisten derechos sobre esa persona y su obra, no más que sobre la de alguien completamente ajeno. La máxima licencia consistirá en los acicalamientos leves de quien quita una mota de polvo, sopla una pelusa, repara un error evidente de los que salpimientan ediciones baratas. La autora tuvo su vida, puso palabras; cada trazo le pertenece.
Me aproximo hoy a estos escritos, de los que algunos vieron la luz de la impresión y otros no, con la cautela del recorrido por territorio extraño cuya integridad defiende el perfil joven y lejano de lo que yo misma en otro tiempo fui.
Madrid, 2003
Introducción
Hay ocasiones en las que, por un giro de los acontecimientos, lo que era pasado próximo se convierte bruscamente en Historia. En la China en la que me tocó vivir durante el curso 1973-74, no sólo se gestaba, sino que ya estaba en marcha el sorprendente cambio pro-norteamérica y pro-occidente actual. La trama se iba, empero, anudando en las profundidades de la superestructura. Los habitantes, nacionales y foráneos, del país, navegábamos todavía por un universo de cromos y hagiografía marxo-maoísta que aún no se había considerado oportuno renovar. Esta obra se sitúa en la conjunción del canto del cisne del maoísmo y del tremendo giro, arropado de motivantes nacionalistas, hacia la China de los IBM. Encuadrando uno y otro movimientos, permanece una similar estructura de control que, por su poder y su eficacia, carece de parangón histórico.
China Popular dejó en el expectante, ávido espectador que yo era una huella, un molde que ha impreso carácter. De los abundantes escritos correspondientes a mi estancia, primero en el interior –prácticamente virgen de extranjeros en la época-, y luego en Pekín, resultó el “Diario de China”, del que “Sian” es probablemente la parte más emocional y menos sociopolítica, mientras que “Pekín” ahonda en la entraña del sistema y su funcionamiento, en los desplazamientos por el país –Kueilín, Kwanchow, Cantón, Tientsin, Shanghai-, y en ese fenómeno clerical y patológico de los maoístas occidentales, que, como toda iglesia, pasan de la estulticia folklórica pasiva a la opresión activa y morbosa en cuanto se les da la más mínima parcela de control, de poder.
Como en el “Diario de Pekín” se narra, buena parte de mis anotaciones personales me fueron sustraídas; ello explica las imprecisiones en datos y fechas.
No es ni más ni menos que las impresiones de un ser humano concreto en unas circunstancias, un lugar y una época. Conviene que el lector se atenga a los pros y contras que esto supone.
De forma inconsciente entonces, consciente ahora, y real siempre, estas páginas van hacia el común de las gentes de China, los que han pedido, aspirado a gozar de modestos y palpables derechos humanos. Estas páginas son también un recuerdo del penoso desencanto de los jóvenes que vivieron la Revolución Cultural, en 1966-67, esos ex-guardias rojos y esos intelectuales reeducados que fueron mis alumnos y mis colegas, de los que hablé en mi anterior librito “La generación del Gran Recuerdo”.
Y son una larga mirada absorta sobre el mundo, materializado, que George Orwell nos anticipó en su “1984”.
CAPÍTULO I
SALA DE ESPERA
Bruselas, 22 de agosto, 1973
A las 7 de la tarde cojo el avión para París, y allí, mañana a las 17 horas, el de China; el viernes estaré en Pekín y a primeros de septiembre enseñaré en el interior, en Sian. Es increíble, una rara suerte que me envidian algunos preguntándose por qué oscuras influencias políticas pude conseguirlo. Del “Si no es indiscreción, ¿cómo…?” hasta bruscos “¡Pues si que debes de ser alguien importante en el Partido Comunista para que te hayan mandado!”. Y repito: “Estaba en Bélgica. Trabajé y estudié tres años y medio en Bruselas. Frecuentaba, sin ser miembro, el centro de Amistades Belgo-Chinas, cuando podía ayudar pasando cosas a máquina, traduciendo, etc., lo hacía. Ellos me ayudaron también en una mala racha pagándome por aquellos trabajitos. Me interesaba ir A China. En un viaje a Pekín que hizo el secretario de la Asociación, llevó mi currículum de profesora. Tras nueve meses de silencio total, el parto: llamada de la embajada de China en Bruselas”.
Ningún bienaventurado pisó los Campos Elíseos en mayor éxtasis que yo a la salida de la embajada, andando, flotando césped arriba del boulevard que lleva a la Universidad. La entrevista revistió las características que he podido advertir luego en otras embajadas chinas, en Grecia, en Madrid… Cigarrillos, una bebida, las mínimas precisiones sobre mi asunto personal, y una larguísima serie de preguntas sobre el ambiente, la vida del país y de la ciudad en la cual nos encontrábamos, como si aquellos diplomáticos vivieran en una redoma o acabaran de aterrizar, cuando llevaban más de un año en Bélgica.
– Usted quiere ir a China como profesora… Bien. Nos comunican de Pekín que la esperan en el Instituto de Lenguas de Sian.
– ¿Cuándo?
– Lo antes posible. Necesitamos su pasaporte para hacerle el visado, y sacar el billete de avión.
Me quedé sin aliento.
– Necesito al menos un mes para arreglar las cosas, despedirme de mi familia… (irse a China es lo más parecido a morirse, al menos en los preparativos) y, ¿cómo será mi trabajo?
– Usted es profesora, ¿verdad? ¿Fue a la Universidad? Aquí pone que estudió en Madrid y en París.
Miraba mi currículum vitae sin prestarle gran atención.
– Nosotros no podemos darle precisiones; en Pekín le explicarán todo y fijarán su sueldo. Nosotros nos encargamos solamente de facilitarle el viaje. Pero, por lo que sabemos del sueldo de los expertos extranjeros, cobrará usted tanto como el Presidente Mao.
Era concluyente. De todas formas hubiera ido igual sin cobrar ni cinco. No dejaba sin embargo de ser curiosa la manera de contratar sin contrato, salario fijo, deberes ni derechos. Claro, que yo arrastraba los prejuicios de un sistema en el cual, por valer bien poco la palabra dada, había que asegurar siempre por escrito.
– No voy a China por dinero. Me interesa muchísimo. Voy para aprender, es muy necesario que lo que allá ocurre sea útil a otros pueblos como el mío.
– Sabemos que los expertos extranjeros van a nuestro país para construir el socialismo.
– ¿Cómo es el lugar en el que voy a trabajar, Sian?
– Sian es una ciudad muy antigua, fue capital de varias dinastías. Se ha desarrollado mucho después de la Liberación. Usted estará allí con los demás expertos extranjeros. La verdad es que nosotros no conocemos mucho sobre Sian.
(Tras oír hablar de Sian por primera vez, me había precipitado sobre la geografía de bolsillo: Sian: antiguamente llamada Chang An, en el fértil valle del río Wei, afluente del Huang Ho. Grande, dos millones de habitantes, al interior de China central. Industrializada: textil y otras fábricas. Universidad. Trigo, mijo, algodón, maíz. Un lugar con posibilidades. Aquello prometía).
– ¿Hay vacaciones? Me gustaría conocer algunas ciudades…
– Claro. Los profesores tienen vacaciones y podrá usted viajar. Ya le explicarán allí. ¿Cuándo quiere irse pues?
– Creo que lo mejor para mí es la semana del 20 al 27. ¿Qué les parece?
– Bien. Sacaremos pues su billete de avión, por Air France, desde París. Conviene que esté aquí una semana antes para que hagamos el visado.
– Y ¿es seguro? Quiero decir, ¿no habrá cambios?
– Seguro. Le daremos su pasaje a la vuelta de España.
Pero yo no conseguía tenerlas todas conmigo. Puse conferencias durante mis vacaciones para saber si todo iba bien, y, ya en Bruselas de nuevo, sólo cuando se me dio el billete de Air France azul zafiro, comenzó a calarme la realidad de mi viaje.
Salvo algunas frases sobre el exceso de peso (la embajada me pagó 10 kg. a más de los 20 permitidos por pasajero) y la salud y posición de mis padres, todo el resto de la mañana se les pasó preguntándome sobre la vida en Bélgica, ¿cómo vivían los estudiantes?, ¿dónde?, ¿qué costaban los alquileres?, ¿y los tranvías?. La embajada se encontraba situada por tanto en las inmediaciones de la Universidad Libre de Bruselas. Se les hubiera creído a 10.000 km. Ni alusión a mis ideas políticas. Mis “lo que ocurre en China es interesantísimo para todos, camaradas”, “Lo que me importa es serles útil y aprender, camaradas”, “etc, camaradas”; dichas con fresco entusiasmo, eran escuchadas discretamente por los camaradas, que, a continuación me preguntaban la edad de mi padre y su estado de salud.
Aquel año terminaba yo en la Universidad Libre de Bruselas mi Licenciatura en Ciencias del Trabajo. Tuve que precipitar la presentación de la Memoria, que defendí ante un benévolo tribunal de profesores reunidos a toda prisa. Luego llegaron las últimas voluntades con reparto de bienes excepto un puñado que mandé a casa de mis padres. La noticia de mi viaje no les traumatizó excesivamente. Hacía ya tiempo, desde que estudiaba en la universidad de Madrid, que me fui a París en auto-stop. Tras dos inviernos en París y acabar simultáneamente la licenciatura de letras en Madrid, estuve año y medio en Túnez, tres y medio en Bruselas. China sería mi quinto país.
Los comentarios fueron para todos los gustos, desde los rosa subido de Amistades Belgo-Chinas “Sian es la ciudad más hermosa de China” (que resultó ser entera y perfectamente falso), “Sólo debes tener confianza en los camaradas. Será maravilloso, ya verás”; hasta “¿Crees que te dejarán salir?”, “¡Cómo! ¿Sin billete de vuelta, sin contrato…? ¡Qué locura! ¡Y sola!”, “¿No tiene usted miedo de que la tomen como rehén?” (éste último un profesor de universidad). Se sucedieron así bautizos y extremaunciones, sin producirme más mella unos que otros. Quería ir a China Popular. Era una gran suerte poderlo hacer. Tenía confianza, ganas de ayudar, una inmensa curiosidad, tanta como admiración hacia los esfuerzos de aquel pueblo pobre, digno, tenaz; y necesitaba sobre todo saber, ver y saber, lo más posible, del fenómeno humano sin precedentes que allí tenía lugar. Ver, anotar, intentar comprender, intentar transmitir, con todas mis limitaciones, escribir como siempre había escrito, pero esta vez con mayor razón.
Me ayudaba la falta de intereses personales, y no por especial generosidad mía sino porque mi viaje a China había surgido en un momento crítico. Si las circunstancias hubieran sido otras también habría ido, pero ese año 1973 mi lastre era mínimo y máximas mis posibilidades de concentrarme en lo que me interesaba.
Terrible año, seguramente el peor, aquel 1972-73. El verano, recorriendo Yugoslavia e Italia, me había echado un poco de arena soleada a los ojos, pero en septiembre entré en mi apartamento, tan vacío tras el fin de matrimonio la primavera anterior. Estuve mucho tiempo sin trabajo. Sólo ya muy avanzado el curso conseguí un puesto de profesora de español en Tournai, a 86 km. De Bruselas. El Servicio Social Universitario me ayudó a pagar la matrícula, en la Bolsa de Trabajo me dieron alguna cosa eventual. En fin, que todo se juntó ese año y por nada del mundo pensaba quedarme de manera vitalicia en Bélgica –siniestra y anodina fábrica de patatas fritas jalonada de tiestos con horribles sansevierias puntiagudas-. Así transcurrió un mes, y otro. Despertador a las cinco y media, primer tranvía, tren que partía como un rompehielos en la noche congelada, vuelta, universidad, a veces clases de español vespertinas hasta las nueve, tranvías tardos, la soledad planeando como un buitre, y la lluvia que caía sobre el jardín interior al que daba mi casa, sobre su césped verde vivo de cementerio, cansancio, las últimas convulsiones de mi matrimonio –él venía a veces-, la agonía suya, que era terrible presenciar, la agonía mía. El destino, para variar, no hizo mal las cosas: cuando me estaba dedicando a preparar mi marcha a América Latina llegó la noticia de Pekín.
“A las siete cojo el avión. Se dirían extrañados los conocidos por mi tranquilidad. ¿Cómo no tenerla después de este año, de este terrible año, de aquella hambre insaciada? El peso de mi ser sin peso, que un día creyó haber encontrado otro, me es vano. Y así miro, como un preso recién liberado, y así espero con mi equipaje listo frente a la puerta abierta de mi prisión belga, con sus largas calles grises como corredores de administración, enfiladas por tranvías jadeantes. Hay sin embargo en este país una pequeña belleza, una angosta y melancólica dulzura –como sus viejas ciudades flamencas- que quise gozar. La espera con toda la carne tensa… Al lado de ese dolor ¿cómo no tener tranquilidad? Sin sexo, sin consistencia, vagué entre seres de otra dimensión, casi atravesándolos, medio invisible, sin casillero en su ajedrez. En China tal vez podré tener la dimensión de mi utilidad, tener una forma, un volumen, y no volver la cabeza jamás, jamás para no ver a aquellos desamparados en un recodo del camino”.
Es lástima que buena parte de mis notas del otoño del 73 desaparecieran, y no precisamente de muerte natural. Hoy las páginas de entonces alternan con recuerdos que, aunque grabados hasta el hueso y perfectamente vivos, han sufrido sin embargo el inevitable proceso de selección. El 22 de agosto por la tarde me despidieron en el aeropuerto de Bruselas el secretario de Amistades Belgo-Chinas y su mujer (“No te preocupes. Todo será maravilloso. Sólo tienes que tener confianza en los camaradas”), el secretario de la embajada de China Popular en Bélgica y su esposa (“Está todo preparado? ¿Lleva usted el pasaporte?”), una pareja amiga (“A conquistar China. Suerte”). Llevaba ya en el cuerpo una noche de despedida bien regada de tinto, al alba de la cual, el español que me despedía no estaba seguro de quién de los dos se marchaba. En París empalmo con la noche de los adioses ofrecida por Monique, que me lleva al mejor restaurante francés que he pisado jamás, junto a Notre Dame, y descorcha luego, en su apartamento, una botella de champán. El París de las últimas compras matinales se reviste de una dulzura desacostumbrada.
Orly. Decía un francés que el momento más hermoso del amor es cuando se va subiendo la escalera. Aquel despegue tensó al máximo las cuerdas. Algo completamente nuevo comenzaba, el aparato me iba arrancando de la viscosidad del pasado y de sus nieblas, me llevaba hacia lo que, por virgen, encerraba todas las posibilidades. Pasó la capa de nubes. Llegó a los diez mil metros. El fuselaje enrojecía con el sol de la tarde. Pese a mis muchos viajes, he guardado cada vez la ilusión enervante que me producen, un romanticismo infantil del que no me avergüenzo, amor por los aviones, por sus subidas y descensos, por el hueco de los baches de aire, curiosidad hacia mis vecinos, exploración de todas las posibilidades de la carlinga, de la colonia de los lavabos a los impresos con la ruta de vuelo. Esa misma excitación me impedía normalmente dormir. Los adioses me habían ya almacenado su buena dosis de insomnio y convenía llegar en forma. Monique me había provisto de somníferos. Termina la película e ingiero uno dispuesta a dormir. Anocheció hace poco. El sueño va llegando, llegando… pero clarea ¡ya! Volamos hacia el este; los ojos, que no se habían cerrado del todo, se abren con un parpadeo desorientado. Sí, realmente amanece, y descendemos sobre Pakistán para la primera escala: Karachi. El avión toma tierra en una llanura desolada y cubierta de nubes. Todavía hace gris. Hombres muy delgados, con ojos enormes, serios, se afanan en torno al avión mientras pasamos a las salas del aeropuerto. Hay un vaho caliente agotador en la atmósfera, pero sobre todo lo más chocante es el olor que golpea nada más abrirse la portezuela, un olor dulzón, agrio, tenue pero insistente, perfectamente desconocido, que me revuelve. Va amaneciendo y es peor: nos cocemos lentamente en una cacerola bien tapada por las nubes; entonces se pone a llover y la lluvia está caliente y se evapora al llegar al suelo. La escala se prolonga durante horas. Increíble alivio el de elevarse de nuevo. La escala siguiente es Rangún. Sobrevolamos largo tiempo el apretado bosque birmano, la selva de Indochina.
El aparato de Air France entra en la República Popular China.
CAPÍTULO II
¡BIENVENIDA, BIENVENIDA!
¡CALUROSA BIENVENIDA!
25 de agosto
China se aproximaba dando bandazos en la oscuridad. El día 25, en plena noche, se posa el avión en Shanghai. Pocas luces. No se distingue la masa encristalada de un Orly. Sólo un edificio mediano en cuya fachada relucen caracteres de neón rojo: citas de Mao, Marx, Engels. Banderas rojas. Bajamos. En el aeropuerto, conmovedora y amiga, suena la Internacional. A través de la neblina de dos noches sin sueño pasamos por la aduana. Registro minucioso e implacable, larga verificación de documentos. Un inglés, a mi lado, paga las tasas de su botella de whisky. La atmósfera es caliente pero menos pesada que en Pakistán y Birmania. Se ven estrellas. En el interior del aeropuerto hay un enorme retrato de Mao y paneles faraónicos con sus citas. Pocos objetos en venta, escasos viajeros. Empleados y empleadas visten blusas y pantalones holgados, antiestéticos, y ellas van con la carita lavada y trenzas.
Un chino extremadamente delgado me aborda en español. Ha venido a buscarme, enviado para facilitar mi escala en Shanghai. Él se encarga de los trámites para mi gran alivio y me acompaña en la cena del aeropuerto con cuyo menú inauguro la que será ininterrumpida serie de tés sin azúcar y sopas hervidas a los postres. Pongo en hora local mi reloj, desconcertado por tantos cambios de horario. Mientras aguardo el avión de Pekín, charlo con mi acompañante. Es intérprete. Me pregunta qué se dice de China en el extranjero. Me cuenta su vida antes de la Liberación. No aparenta más de treintaitantos.
– Pero usted era por entonces muy pequeño.
– Tengo cuarenta y cinco años y tres hijos.
Es el tipo de sorpresa que me voy a llevar regularmente.
De nuevo en avión, uno de las líneas chinas. Carlinga escueta, sin refinamientos, con aire antiguo. La holgada blusa blanca, a lo hospital, el pantalón, y las trencitas cortas y rígidas no se puede decir que aumenten los encantos de las azafatas.
– No gastan mucho en arreglarse- Comenta, sardónico, mi compañero de asiento, un francés.
Una voz da instrucciones: Se prohíbe sacar fotos. Se reparten nuevos formularios para rellenar, té y cigarrillos. Charlamos y fumamos, pero de repente caigo en una poza de cansancio. El francés me retira el cigarrillo encendido de entre los dedos; he sentido confusamente el gesto con esa sensibilidad que desarrolla la soledad física. Abro los ojos a los pocos minutos. Las azafatas reparten caramelos y fruta. Hace algo de frío. Pekín.
Un grupo de colegialas con faldas hasta media pantorrilla y arcos y flores de papel cantan “¡Bienvenida, bienvenida! ¡Calurosa bienvenida!”, a los equipos de tenis de mesa de Senegal y Argelia, que se esfuerzan por pasar gallardamente revista pese a lo avanzado de la hora. Es madrugada. Nada más alcanzar la terraza, tres personas me abordan. Una mujer me explica que han venido a esperarme. Son el responsable de la Oficina de Extranjeros de Sian, un profesor de inglés del instituto donde voy a enseñar, y una intérprete del hotel en el que me alojaré en Pekín. Impecablemente, me encuentro deslizada en el engranaje. Mis maletas –la divina maleta celeste comprada para este viaje, y la verde trotamundos heredada de mi abuela-, se reúnen conmigo.
Entramos en un coche de lujo anacrónico, los cristales con cortinillas. Va a empezar a amanecer. Llego con cinco horas de retraso. Despertamos al chófer. Le ofrezco un cigarrillo, que se pone en la oreja para después –está prohibido fumar conduciendo-. La primera impresión física, siempre a través de un sueño cada minuto más total, es la de estos rostros, sus rasgos desacostumbrados. Uno es alto, regular, hermoso. El responsable de Sian tiene una simpática malicia. Ante la mujer, que es la primera que vi al llegar, mi reacción fue de sorpresa por la fealdad de la carita menuda y fino bigote. Posteriormente he visto con frecuencia a esta mujer, Sui, y he encontrado irrazonada aquella primera impresión de fealdad. También debió entrarme entonces en pleno por los ojos sin sueño, dilatados por la vela y la expectación, la lividez, el pelo sin gracia, y la chaqueta gris. Pasamos a la garita y el soldado del control y entramos en el recinto del hotel.
El Hotel de la Amistad (Yui Pin Wan) es el lugar donde vivían todos (con rarísimas excepciones) los cooperantes extranjeros en Pekín.
Se encuentra muy lejos de la ciudad, a sus buenos 10 km. del centro, y consiste en un conjunto de grandes edificios cúbicos de estilo ruso, en piedra gris, alegrados por una orla superior y un sombrero chino de tejas verdes. Adolece del gigantismo agudo propio de la arquitectura china moderna: Escalinatas columnas, frontones… y un muy hermoso jardín.
Sueño con dormir, pero, a mi gran asombro, me llevan al desierto comedor, encienden las luces, despiertan al camarero. En el programa estaba previsto ofrecerme un banquete de bienvenida (los chinos llaman banquete a cualquier comida oficial, único festejo posible a falta de reuniones, fiestas o baile), y, aunque sean las cinco de la madrugada y mi avión llevara un enorme retraso, si la cena está en el programa, pues se cena. Me enfrento, palillos en mano con extraños manjares que engullo sin discusión por el aquél de la amistad de los pueblos, y brindo. Ahora represento al “pueblo español”. Así, con la bravura reconocida de mis compatriotas, trago muy a duras penas uno de los más apreciados platos: los “huevos de mil años”, huevos negros, con la clara verde, conservados en cal. Una sopa con cierta planta marina que sabe a gafas me tortura a continuación. Pero lo demás está bueno aunque apenas puedo darme cuenta de nada. Me tiende el responsable un fajo de billetes como anticipo. Acostumbrada a desembarcar con cuatro cuartos en la dura Europa, a buscar trabajo y pasarlas negras, de entrada es un cambio notable. Pido café al final.
Diciéndome que aún estaré tres días en Pekín, me llevan a mi habitación y se despiden, no sin haberme preguntado:
– Mañana por la mañana, ¿visitamos el Palacio de Verano?
– No, no. Quisiera dormir, camaradas. Ya lo visitaremos por la tarde.
Me quedo sola. Es un apartamento grande, con dos habitaciones, cocina, cuarto de baño y pasillo. Saco lo indispensable de las maletas y me ducho. Amanece. Las ventanas, cubiertas con tela metálica, no revelan sino un muro y un edificio similar al mío por un lado, una verja y una entrada guardada por una garita con un soldado por el otro. Cierro puertas y visillos y, con el placer sibarita de dos noches de sueño atrasado, me introduzco desnuda entre las sábanas, limpias con una delicia extrema. Son las seis del 25 de agosto de 1973, primer día en la República Popular China.
La habitación del hotel –como el coche, como el aeropuerto- lleva veinte años atrás; pesados sofás y sillones con tapetitos de ganchillo, cómodas de madera achocolatada… y el cuarto de baño sobre todo, con su bañera y sus grifos como los de casa de mi abuela. El débil voltaje de las bombillas contribuye a crear el efecto. Y sin embargo este cuarto de baño y estos radiadores de calefacción tan poco aerodinámicos son lujo extraordinario en el país. Encima del mantelito de plástico floreado, un altar doméstico que no falta en rincón alguno de la vasta China: la bandeja con tazas y el termo lleno de agua caliente. El agua no sólo se toma siempre hervida, sino humeante. Cuando digo que en occidente la tomamos fría se extrañan de que no enfermemos.
Los ojos libres de sueño y llenos de curiosidad, observo por la ventana el trasiego de ciclistas y el centinela. Los que me recibieron en el aeropuerto vienen a buscarme. En un coche (los coches son siempre del Estado, excepto algunos pertenecientes a diplomáticos extranjeros) que toca el claxon sin parar me conducen a visitar la Ciudad Prohibida, el Palacio Imperial. Pekín es una ciudad tan extendida como mantequilla en una buena lonja de pan. Casas de uno o dos pisos, cuatro en las afueras. No cabe duda de que no hay problemas de especulación del suelo. Pekín a primera vista más parece una serie de pueblos que una capital, con sus patios, su aspecto rural. Escasos coches y muchas bicicletas, triciclos camiones. Gigantismo. Inmensa plaza de Tien An-men, inmensas columnas del Museo de Historia y las de la Asamblea Nacional. En el centro de la plaza, el monumento a los héroes del pueblo (un obelisco con frases de Mao Tse-Tung y una base cuadrangular con frisos) escapa algo a las desmesuradas dimensiones y los relieves tienen expresión. Enfrente, la muralla roja de la antigua ciudad imperial: la Ciudad Prohibida, hoy parte de ella abierta, con sus pabellones y tesoros, al continuo público, parte afectada como residencia a los miembros del Gobierno, bien aislada. Tomando como fondo estos monumentos nacionales, la gente hace cola para fotografiarse en posición de firmes.
26 de agosto
Apenas recuerdo nada de aquellas visitas. Posteriormente, sola y tranquila, he disfrutado de las grullas metálicas y de los exquisitos puentes de mármol labrado. Por entonces se cumplía la formalidad de mi visita. Tao, el responsable de la Oficina de Extranjeros de Sian, evidentemente miembro del Partido, corría y fumaba como una locomotora y no llevaba tras él sin aliento. Era un hombre de cuarenta y tantos, no hablaba lenguas extranjeras –lástima-, cara campesina cruzada por maliciosas arrugas, más salado que las pesetas. El profesor de inglés venido con él tenía una tersa e inocente expresión. En cuanto a la intérprete del hotel, Sui, pese a ser menuda y aparentar mucho menos de sus cuarenta y siete años, el bigote fosco infundía respeto y el pelo cortado a lo tazón y apuntalado con horquillas no arreglaba las cosas. Me enteré con asombro de que tenía una hija.
Por la noche, siempre con mi escolta, presencié la apertura del Torneo del Tercer Mundo de tenis de mesa. Allí una voz truena, en castellano, en mi dirección, varias gradas más abajo:
– ¡Así que hay una española y nadie me dice nada! ¡Ven acá!
Voy, y conozco a Ruiz. Ruiz tiene sesenta años, una humanidad adiposa y robusta, es gallego y tan español como sólo saben serlo los españoles exiliados. Me cuenta, a abrumadores borbotones, su historia. Este es su décimo año en China. Le falla el corazón. Enseña español. Con voz retumbante, cargada de saliva, me da la bienvenida en compatriota.
– ¡Este cabrón sabía que estabas aquí y no me ha dicho nada!
Se refiere a Ho, intérprete de español del Hotel de la Amistad que le acompaña. Ho es muy delgado, jesuítico, con calvicie precoz, cosa rara en los chinos, que suelen tener espesas cabelleras que sólo encanecen a edades muy avanzadas.
Ruiz anida, como todos, en el Hotel, pero su gruta es más personal. Cocina y come en su casa. Se ha ganado un apodo de alacrán del que se siente feliz y se pavonea de su fama de hombre solitario, sometido a crisis de melancolía, ternura, ostracismo y cólera. Ha reñido con todo el mundo excepto con un pequeño número variable de extranjeros que le permiten gozar de auditorio para criticar al resto.
– ¡Hola, maricón de playa!- grita en dirección a Alberto.
– ¡Hola, hombre! ¿Ya encontraste a la españolita?
Alberto es un centroamericano que me abordó ayer en el club. El club es una especie de casino semidesértico, con dos mesas de ping-pong, sillones, mesitas, alguien sorbe su cerveza, dos juegan a las cartas. He aterrizado en un sofá, sola y sin escolta. Entonces se acercó Alberto. No ha tardado en exponer su triste situación, separado de su adorada esposa y tres hijos (lo que no le impide capitalizar cuanta mujer se presenta a tiro); tiene ojos aterciopelados y bigote chorreando miel. Llora acompañándose de una guitarra. Será mi compañero asiduo durante esos días en Pekín y me telefoneará a todas horas. Alberto es uno de esos pocos que Ruiz recibe. Ellos dos me abruman de recomendaciones, protección, consejos.
De todas maneras, hay pocos extranjeros en Yui Pin Wan. Durante la Revolución Cultural (los chinos dicen siempre “la Gran Revolución Cultural Proletaria”) la atmósfera se les puso a los occidentales lo bastante insoportable como para que tuvieran que irse la mayoría. Algunos, que habían tenido relación con grupos más tarde calificados de ultraizquierdistas, estuvieron presos durante años. Se prohibió luego a los extranjeros que participaran en la política y se cortó la entrada de especialistas. De todas formas los centros de enseñanza estaban paralizados; o se discutía o los profesores estaban reeducándose en el campo o en las fábricas. La mayor parte de los cooperantes llegaron hace cosa de diez meses. Las inmensas instalaciones del Hotel de la Amistad, su gran comedor, son desproporcionadas para el puñado de personas que las habita. El bar en la terraza –metros cuadrados de sillas y mesas vacías sólo accesibles por la noche a fin de que no se pueda ver nada desde arriba- es simplemente fantasmal. El club –en el que apenas se vende otra cosa que naranjada y cerveza y donde la Revolución Cultural anatematizó el baile- es un velatorio. En la inmensa sala de proyección una docena de personas mira un documental deportivo.
Voy trabando conversación con un matrimonio francés, unos peruanos…
– ¿Dónde trabajas?
– Me marcho a Sian.
– ¡A Sian! ¿Qué has hecho para que te manden allí?
– Paul, ¿sabes de alguien que enseñe en Sian?
– No hay ni un extranjero. Luc se fue cuando la Revolución Cultural. Desde entonces no ha ido nadie.
– Pero hay otros que van contigo; mira, los que están en aquella mesa del fondo. Vienen de Sri-Lanka.
Miro. La intérprete me habló de ellos. Son ya mayores, entre cincuenta y cinco y sesenta y tantos. Él tiene un aspecto patriarcal y fatigado a causa del asma, es corpulento, pelo blanco, piel oscura. Ella, una inglesa, fue ciertamente muy bella; el pelo casi blanco en moño tirante despeja un perfil aquilino perfecto y los ojos, vivos y duros.
– ¡Oh, no la asustéis! En Sian habrá seguramente mejor atmósfera que en este hotel, y, además, podrás aprender chino, cosa que no hemos conseguido ninguno de nosotros.
– Quiero vivir con los chinos.
Hay intercambio de miradas y sobreentendidos.
– Vivirás, como aquí, en el hotel en que te pongan.
Ruiz rezonga mientras saca vasos y el licor de las ocasiones. Sentados en la alfombra, Alberto y yo le escuchamos.
– ¿Cómo se les ocurre mandarte ahí? ¿Quién te dijo que Sian estaba bien?
– El secretario de Amistades Belgo-Chinas.
– Pues es un hijo de puta. ¡Qué barbaridad! Mandarte sola a aquel desierto…
– Pero es una ciudad grande. Tendré amigos chinos…
– ¡Amigos chinos…! Te voy a explicar el plan. Conozco Sian y el instituto al que vas a ir. Estarás en un apartamento del hotel, que es inmenso y prácticamente para ti sola. Te llevarán y te traerán al instituto en coche, y de paseítos nada. Los extranjeros son rarísimos en Sian y siempre en vehículo. Todo alrededor es terreno militar, vas andando por una calle y te dicen que no puedes pasar. Luego intentas otro hasta que te dicen lo mismo. De todas maneras la ciudad es horrible y todas las calles se parecen.
– ¡Con razón te tenían los chinos en Pekín tan copada y apartadita, para que no hablaras con nadie! –tercia Alberto.
– Aquello podría convenir a un matrimonio dispuesto a ahorrar o a alguien mayor, ¡pero una persona joven! Es la neurosis segura, enterrada en vida.
– Pero no puedo decirle que no.
– Tú haz lo que quieras. No dirás que no te aviso. Yo he cumplido con una compatriota. Si tienes vocación de Santa Teresa o de anacoreta, vete. ¡Si me conoceré yo esto llevando aquí diez años!
– Pero ¿qué hago?
– Ponte enferma. Pide ir al hospital. A nada tienen más miedo que a que le ocurra algo a un extranjero.
– Que te busquen un puesto en Pekín. Seguro que hay institutos en los que les hace falta gente. Además yo estoy pidiendo irme con mi familia hace meses y no quiero que me lo alarguen más de Navidad. Podrías enseñar en mi escuela- propone Alberto.
– Ruiz, ¿conocías tú a un francés que enseñó en Sian hace unos años?- le preguntó.
– ¿A Luc? Claro que le conocía. En cada vacación que podía se venía a Pekín y se echaba en la alfombra, ahí donde tú estás. Contaba cómo era aquello. Me pedía que le pusiera música, lloraba…
– Y ¿por fin se fue?
– Por supuesto. Se volvió loco.
Interesante panorama.
Tengo pues que plantear el problema mañana temprano. Si no lo hago ahora, una vez que me encuentre en el avión no habrá nada que hacer.
Y yo, que aún veo humear mis naves tras de mí, que he cerrado la puerta del apartamento al salir –donde va a entrar el que fue mi marido- dejando hasta el último cuchillo en el cajón de los cubiertos, las sábanas en el armario, las agujas en el alfiletero, mi ropa repartida, mi trabajo cancelado; ahora, dentro de ocho espesas horas, voy a enfrentarme con toda esa organización. Me zumba el cerebro entre tanto dato desconocido, tanta situación inesperada.
Son las dos de la mañana y acabo de acostarme. Por la ventana veo la garita del soldado que guarda nuestras valiosas vidas por el aquél de la lucha de clases. Es otoño. Vivo las horas tan intensamente que me parece mentira el poco tiempo transcurrido desde que entré en China.
Me llaga, como humedad, el clima del Hotel. Gente obligada a convivir, murmuraciones, rencorcillos, y el problema sexual aunque la gran mayoría sean matrimonios con críos. Las relaciones con chinos o chinas están excluidas y entre ellos mismos hay un puritanismo de “magna cum laude”. De los extranjeros, hay maoístas teológicos, escépticos y vividores.
Los chinos son extremadamente correctos y la medida de su comprensión voy a tenerla claramente cuando les vea afrontar mi problema. Ni el contacto ni la vida aquí serán fáciles, pero es necesario e indispensable intentar ahondar.
Estas páginas me sirven para llenar los minutos, hinchados de angustia, de esta noche de insomnio. Es sencillamente asombroso por mi parte escribir algo parecido a las cuarenta y ocho horas de llegar, cuando nada más cierto que, al bajar del avión, me hubiera encaminado alegremente, no ya a Sian, sino al último rincón de Manchuria o de Singkiang, y eso agradeciendo mi suerte. China no es un paréntesis turístico, una “aventura”, una “experiencia” tras la cual me reintegraré a mi lugar y mi mundo. Ni el tal lugar ni el tal mundo existen. Hubiera quemado mis naves bien quemadas y me hubiese marchado entera y toda hacia delante, y, ¿heme quejándome porque en Sian no hay extranjeros?
Tras la primera entrevista, se me pidió, dejando en suspenso el problema, que tomara unos días de descanso y reflexión en Pekín. Mi negativa a marchar a Sian, en un país en el que cada individuo pertenece estrechamente a su unidad de trabajo y es imposible cambiar de lugar motu proprio, resultaba inimaginable. En días sucesivos recibí la visita de importantes responsables del Buró de Extranjeros de Hotel. De nuevo las innumerables tazas de agua caliente,, los visitantes sentados en semicírculo preguntándome afablemente por mi salud y por mis impresiones de las bellezas de Pekín para, sólo al final, abordar el problema.
Llegamos a un acuerdo. Yo iría a Sian, pero únicamente hasta enero, fecha en la cual Alberto dejaría disponible su plaza en un instituto de Pekín.
– Has hecho bien, no tenías otra salida- me asegura Ruiz- Si te han dado su palabra, la cumplirán. Les has desconcertado. Es la primera vez que alguien rehúsa ir a su punto de destino. Para su burocracia es una papeleta. Llévate esta radio. Es un modelo de 1945 pero funciona. Podrás captar emisoras extranjeras. Te será de gran ayuda. ¡Qué meteduras de pata tienen a veces estos chinos! Claro, yo lo que tenía que hacer es callarme y no meterme en camisa de once varas; si te mandan a Sian como si no. Pero, digan lo que digan del viejo Ruiz, echo una mano, y más a una compatriota. Te mandaré boletines de noticias y te tendré al tanto de cómo van las cosas.
– Gracias.
– ¡Qué gracias ni qué cojones! Como repitas eso sales a patadas.. Yo soy así, para que luego vaya murmurando de mí esta gentuza del Hotel…
– Conmigo te has portado muy bien. No se me olvidará.
Ruiz se pone incandescente de satisfacción.
– ¡Ánimo, españolita! Te escribiremos- dice Alberto, con el bigote rezumando miel- ¡Tan linda y tan solita…! Si yo no hubiese tenido mi familia…
Cuánta dulzura y que curiosa se reveló con el tiempo la fermentación de esta azúcar.
28 de agosto
Ha lloviznado. Hace casi fresco cuando entro en mi habitación después de cenar. El sueño llega pronto en Pekín, excepto cuando las veladas en casa de Ruiz se prolongan hasta más de la una.
Ruido, ruido insólito de zambombazos, de motores. Telefoneo a Alberto.
– ¿Oyes?
– Se siente uno como en su país, con los golpecitos de estado.
– Aquí lo dudo.
Por el callejón veo pasar camiones en hilera sobre los cuales grupos tocan tambores y platillos.
Se trata de la celebración de la clausura del X Congreso Nacional del Partido Comunista Chino. En la plaza Tien An-men se irán reuniendo grupos enviados en representación de todas las entidades, que aclamarán, al son de gongs, címbalos, platillos, tambores, la feliz conclusión de los trabajos de los delegados, ante edificios enguirlandados de bombillas. Ambiente pues de kermess política, de jubileo, tras el secreto y cerrado congreso, que no ha durado sino del 24 al 28 de agosto.
CAPÍTULO III
SIAN
30 de agosto
Hacía buena mañana cuando despegamos en un aparato de servicio interior pequeño. En la carlinga, bastante escueta, se tenía frío y silbaban los oídos. Nos dieron frutas, té y caramelos. Tras Pekín, una gran mancha gris, volamos sobre kilómetros de llanura. Luego crestas de montañas bajas, y, a continuación, una definitiva meseta de arcilla ocre horadada, como un cuchillo caliente sobre mantequilla, por sus ríos, lamida por las lenguas gigantes de un rebaño que partió hace millares de años. Es una extensión de barro cocido al sol y al viento, ondulado, resquebrajado en bloques y hondonadas.
Llegamos a Sian una hermosa mañanita de otoño diríase madrileño (de los tiempos en que Madrid existía), antes de transformarse en estercolero de humos). Ya se me había indicado que el clima de Sian tiene fama de ser el mejor de China. Sin duda es de los mejores, y recordaba al alto y seco de Castilla, con la pureza impecable del cielo azul, sin las tormentas de viento y polvo que azotan regularmente Pekín.
Al descender, esperaban los dirigentes del instituto. Me presentaron a diversos responsables. “Responsable” o cuadro, es el elemento imprescindible de frases, relaciones, presentaciones, etc, y había grandes cantidades, un responsable para cada cosa y ninguna sin su responsable. Por coincidencias de la vida, los responsables resultaban ser siempre luego miembros del Partido. Frecuentemente no me era fácil saber el cargo que ocupaba una persona pero, a poco que se observara, era evidente que la que tenía poder de aprobación y decisión era miembro del Partido.
El paisaje de Sian, con sus espesas filas de álamos tan verdes contra el cielo, alegraba la llegada. Se me introdujo en la sala de espera para que descansara. A cada momento, tras la más pequeña actividad, el ritual para extranjeros dispone un “siu si” (descanso) en la sala de visitas preparada al efecto, salas idénticas que en invierno son auténticas neveras. La disposición de todas ellas era exactamente la misma, en Pekín y en Shanghai, en Cantón y en Sian: tresillo cubierto con fundas de tela para preservarlo, sillas, mesa rectangular, ceniceros, cigarrillos, cerillas y tazas para el té. A veces mantelitos de ganchillo. Y en las paredes, inevitable, la “Penteidad”: Marx, Engels, Lenin, Stalin, alineados frente al retrato de Mao.
Entre los responsables, hay una mujer ya mayor, afable, de salud delicada. Preocupada por mis piernas desnudas (llevo un vestido de verano) me toca las rodillas y no consigo convencerla de que no tengo frío. Pese al cálido otoño, los chinos llevan ya todos sus dos pantalones –interior y exterior- si no tres. El chino protege y conserva celosamente su calor corporal. Durante buena parte del año se viste con innumerables prendas, unas sobre otras: camiseta, camisa, tres, cuatro y hasta cinco jerseys, un pantalón interior de algodón espeso, otro de lana y otro exterior de tela. Cuando empieza el frío a todo esto se añade una chaqueta enguatada protegida por otra de tela oscura, en colores sufridos –añil, gris- que les da ese aspecto monótono de ir en guardapolvos nacional. Además de la funcionalidad, hay ciertamente la presión de la moda del perfecto proletario que hará vestirse a un oficinista como un torero. La calefacción es tardía, rara e insuficiente, lo que explica el perenne enguatamiento. Añádase el factor de la economía en las compras y el racionamiento de telas.
No era cuestión de escandalizar con mis faldas, que, sin ser mini, allí lo eran. Pensaba encargarme rápidamente un traje tan chino como el que más. Entretanto consulté con mi intérprete, que me aseguró vivamente que debía vestirme como mejor me pareciera, y, dado el desconocimiento de los extranjeros y la sorpresa que inevitablemente producíamos, yo estaba segura de que podía salir con una piel de tigre sin mayor efecto que el de costumbre. Continué con vestidos hasta mi primer pantalón chino y la primera lluvia de Sian.
Septiembre
Voy conociendo a las autoridades del instituto. El subdirector, Shi, es un septuagenario que va y viene en bicicleta a la escuela. Pequeño, cráneo delicado, amplia frente, ojos vivos, todo denuncia al erudito. El director es ahora otro, algo más joven y al que se ve raramente por la escuela. El señor Shi era director antes de la Revolución Cultural –se me explica- pero fue criticado durante ésta. Hoy el camarada Chang, del comité revolucionario del instituto, ocupa el puesto de director.
– Y ¿cómo es que el camarada Shi continua de todas formas en la dirección si ha sido criticado?- pregunto.
Todos ríen. El interesado responde, afable y jovial:
– Hice mi autocrítica y fui reintegrado.
– Ahora usted descansará unos días- me dicen.
– Pero si no estoy cansada en absoluto.
– Y visitará algunos lugares. Los dirigentes del comité revolucionario de la ciudad y los del instituto le ofrecerán hoy un banquete. (La palabra “banquete” ha dejado ya de sugerirme boato y candelabros. He asimilado que es toda invitación oficial a una comida).
La persona que me ha sido asignada como intérprete, acompañante y amiga oficial es Mei, una mujer de cuarenta años, bastante atractiva y que representa menos, aunque, mirándola muy de cerca, le recubre la cara una red de arrugas finísimas, como hilos de seda. Mei dirige, junto con un hombre llamado Hao, la sección de español del instituto. Ella y él son miembros del Partido. Mei y un auxiliar de Tao me acompañan al que será mi alojamiento en Sian.
El coche –siempre con cortinillas que aparto febrilmente- atraviesa la ciudad con gran aparato de claxon, tuerce, bordea un muro, frena ante la verja, pasa frente a la garita de los soldados centinelas, se detiene ante un edificio cuya inmensidad me es difícil abarcar de una ojeada. Es el “Renmin Ta Sha” (Gran Hotel del Pueblo), un monolito de cemento gris tras el cual hay otro edificio más o menos gemelo, formando ambos, junto con algunos árboles, parterres, fuentes, consignas y su buen muro todo alrededor, el hotel. Asimismo existe anexa una pequeña tienda y una oficina de correos. El monolito es un rectángulo de 45 ventanas de largo, 6 pisos de altura, el centro, más elevado, está cubierto por una bóveda, y a ambos lados se continúa con dos cubos de cuatro pisos. Una estrella roja es la guinda que remata este pastel soviético. Entre la entrada, con su escalinata y columnas, y la verja negra y amarilla sólo falta el puente levadizo. Todo a lo largo de la terraza se lee en grandes caracteres rojos: “¡Firme apoyo a la lucha revolucionaria de todos los pueblos del mundo!”, “¡Manteniendo en alto la gran bandera roja del pensamiento maotsetung marchamos adelante valientemente!”. Citas de Mao flanquean la puerta y las fuentes.
Un enjambre de encantadoras camareras y Mei me muestran el que será mi hogar, en el primer piso. El verde oscuro de las paredes come bastante luz. Como en Pekín, muebles y bañera me transportan al pasado. Hay un salón y un gran dormitorio con camas dobles, de las que me ofrecen, si me molesta, quitar una. Apunto que me gustaría que otra profesora, si le viene bien, durmiera en ella. Mei me mira como si le estuviera tomando el pelo.
– Naturalmente nadie más va a dormir aquí- dice.
(No, y en cuanto a Romeos, me está pareciendo que…)
– Haced como queráis con la otra cama. Mucho me temo que, en efecto, no se va a usar.
Como en los cuentos, camareros y camareras muy jóvenes y muy desocupados se interesan por mis menores deseos. Froto la lámpara y varios genios se me aparecen con bebidas, pasteles, ropa limpia. El apartamento frente por frente con el mío es el reservado al personal de la Oficina para Extranjeros. Cuatro puertas más allá se encuentra el matrimonio ceilanés. Los pasillos alfombrados se prolongan en tubos sombríos, puertas cerradas, habitaciones sin sonido.
– Mei, no voy a quedarme en un hotel en permanencia. He venido a china para vivir con los chinos y como los chinos.
– Los amigos extranjeros siempre viven en hoteles. Nuestras casas no tienen comodidades.
– ¿No habría manera de conseguir un pequeño apartamento, alquilar…?
– Las casas son propiedad del Estado. Nuestro país es diferente; todo está ordenado.
Miro el salón, el dormitorio, los antiguos muebles castaño, los altos techos, las paredes oliva.
– Quizá a alguna profesora que tenga familia fuera le interesaría vivir también aquí conmigo. Es muy grande.
– No creo que nadie quiera venir. Voy a acompañarla al comedor y me marcho. Descanse luego. Vendremos a buscarla para el banquete esta tarde.
El comedor está en el entresuelo. El techo, en artesonado pintado de negro con dibujos, se come parte de la luz, débil de por sí. Mesas vacías, sillas vacías, biombos prestos para ser desplegados, camareros expectantes, con las manos vacías, un cubierto dispuesto.
– Es su mesa.
Molecular, ínfima, tomo posesión de este universo deshabitado. Al fondo, una parte de la sala está dividida por una separación de madera y tras ella se adivina gente que come.
– Son chinos. Este es el comedor de extranjeros. Bueno, me voy para allá.
Digo a Mei que me acompañe, que yo pago la diferencia o pedimos el menú de al lado. Ella duda, pero se queda. El camarero es un muchachito muy vivo, que estudia inglés en sus ratos libres y los practica con los clientes. El ambiente me impide apreciar los ricos y abundantes platos. El cocinero se acerca para ver si me gustó y pedirme que solicite cada día los platos que prefiera.
– Es raro que no haya nadie.
– Vienen turistas extranjeros a Sian, pero se alojan en el otro edificio y comen en el restaurante del tercer piso. Este es para los expertos extranjeros.
Ya. En este hotel semidesértico, cuyos ocupantes cabrían en un puñado de habitaciones, se ha colocado a los cooperantes –tres- en uno de los edificios (por él también pasan de cuando en cuando, proa a alguna de las múltiples reuniones, autoridades autóctonas y chinos de ultramar de gira) y a los turistas en el otro, y a este fin se mantienen ambas construcciones en uso (calefacción, servicio, limpieza, etc). Separación, compartimentación. Separación, compartimentación. Que su mano izquierda no sepa lo que hace la derecha, para lo cual ponemos un biombo entre las dos. Una vasta red de esclusas que desembocan en recuadros determinados, a su vez incomunicados con los demás recuadros, que se abren en momentos determinados llevando consignas determinadas a personas determinadas; el panel ante las puertas impidiendo la visión directa del interior, antes para desorientar a los malos espíritus, que se desplazan en línea recta; hoy velando el patio y las habitaciones de la casa al transeúnte. “¿Quiénes son esas personas?” –pregunto-. “No sé, no son de nuestro grupo”. –“¿Qué pasa allá?”- “Lo ignoro. Vamos. La esperan en el hotel”- Orden. Orden. Todas las entidades están rodeadas de un muro. Las casas típicas de Pekín son también un muro rectangular de ladrillo gris dentro del cual transcurre la vida, en habitaciones que se abren al patio interior. “Por aquí. Por allá no; por allá van los otros”. No mezclarse. Unir lo preparado a ser unido, a ser comunicado. “¡Si no, sería el desorden!”. El Desorden es el Mal. Una fina red de entidades, unidas, con sus canales y sus apartados, esto en vista horizontal desde arriba. Pero si colocamos el sistema en vertical, es idéntico el panorama: células pero no en contacto directo, sino comunicadas por ciertos canales por los que fluye de arriba abajo el líquido predigerido. Panal inmenso con sus esclusas abriéndose y cerrándose en orden. Comité, comités, Comité Central. Biombos, ropa superpuesta, botones, candados. –“¿Esa habitación…?”- -“No. Es por aquí la ruta de visita”-. Cortinillas. Salas reservadas en los restaurantes. Carretera y campo cuadriculados. Y alguna que otra inmensidad oficial en vertical o en horizontal –plaza, avenida, monumento- bordeada por la fina red de cuadrículas.
Con la extranjera que soy se ejerce una tolerancia total respecto a mis costumbres y, si algo llega a chocar, se disimula perfectamente. En realidad, el que una mujer joven como yo fumara, bebiera, etc, era un detalle ínfimo que se perdía en el escándalo radical de mi persona como tal, por el físico, por los gestos, por el caminar, por la voz, por la presencia. Extranjera fui en Francia, en Bélgica, en Túnez, en Italia y Yugoslavia, en Gracia, Holanda, Argelia, pero nada es comparable a la extranjereidad en China, no ser ni hombre ni mujer, ni joven ni vieja, sino un ser exterior, un ser de otro planeta. Desgraciadamente, tras la capa física (apariencia, gestos, expresiones) que en todo país es posible con coraje y paciencia atravesar, se encuentra en China la firme voluntad aislacionista del sistema de relegar al extranjero a su reserva, de impedir contactos individuales, espontáneos. Esa extranjereidad es algo creado, mantenido, favorecido por el poder de forma perfectamente consciente.
Se me lleva a hacer algunas visitas durante los días de agasajos preliminares, antes de mi estrada en funciones. En coche –milagrosamente no precedido de motoristas- me conduce mi escolta a visitar la Torre de la Campana, en el centro geométrico de la Sian moderna. Este campanario fue centro de la ciudad imperial en tiempos de los Tang (618-907 d. de Cristo). En su base cuadrada se abres cuatro grandes puertas y en el primero de los tres pisos hay una hermosa campana de hierro del siglo XV. Como de costumbre, la joven guía explica la historia del monumento, la preocupación del gobierno por su restauración, mientras se bebe el té ritual. Desde las ventanas miro hacia abajo y trago saliva: una multitud espesa se ha congregado en torno al coche y a la torre, observan las ventanas a su vez. La escolta me abre paso hasta la portezuela. Cuando entro los rostros se aplastan contra los cristales de las ventanillas. De ninguna manera debo perder la paciencia. Sonrisa y sangre fría; esto es al principio. Los espectáculos escasean, no van a perderse uno gratuito. Para más anonimato, el coche toca continuamente el claxon.
– Mei, quiero hacerme un traje chino.
– Pero usted puede vestirse como quiera.
– Quiero un traje chino, lo más chino posible. Y el pelo… al fin y al cabo soy morena.
– ¡Morena! No; es rubia.
– ¿Rubia yo? Tengo algunos reflejos rojizos; se me aclara con el sol. Pero rubia, no.
– Me pondré una gorra.
¿Y la cara? Una bufanda. El gran problema es la nariz. A los niños se les escapa de cuando en cuando un “ta pidza” (nariz grande) cuando pasa un extranjero. El caballete nasal de los chinos es bajo y achatado. Esa nariz delatora… Subirme la bufanda… En cuanto a los ojos, demasiado grandes, ya pensaré. El intérprete de Pekín me aseguró que en Sian, si me vestía con pantalones, no me mirarían mucho.
Las visitas de rigor continúan –claxon, multitud, explicaciones, té, multitud, claxon, claxon, claxon…
– Vamos a pie; está muy cerca. Vamos a pie; está muy cerca. Vamos a pie.
– Los amigos extranjeros van en coche.
– Me gusta andar, y en coche llamamos más la atención.
– Saldremos otro día a dar un paseo por el parque. Lo organizaremos para el domingo.
Tao y los demás hacían evidentemente todo lo posible para agasajarme, y con la mejor voluntad. Paciencia, un poco más aún de honores ministeriales, cumplir el expediente, y luego vivir realmente con los chinos, vivir en China.
“Esto sólo va a ser el principio… Desde luego el instituto está muy lejos para ir andando pero me compraré una bicicleta, una de ocasión. Aprenderé en el patio de deportes, a la hora de la siesta, que no hay nadie… Los trajes chinos, tengo que ir a comprar la tela y llevarla al sastre. Mei dice que el domingo vamos, pero eso de estropearle a ella el día, en vez de estar con su familia. Pobre mujer. Qué lata le ha caído conmigo, y lo peor es cuando me contesta que acompañarme es parte de su trabajo; entonces si que me parte por la mitad. Amigos por fuerza. Penoso. ¡Qué no daría yo porque viniera alguien conmigo porque sí, porque le gusta estar conmigo, porque le agrado como personal. Pero con el traje chino, en bicicleta, voy a pasear sola, ir a restaurantes, y, según vaya aprendiendo a hablar, charlaré con la gente. Siempre me llevo mejor con la gente rasa que con los cuadros, ¿por qué no con esta? Ya tengo mi horario de clase hecho, me enseñarán Pei jua (la lengua de la capital) Chung y Fan, que parece ser tienen el acento modelo, el de Pekín. Hablar con ellos, con la gente del pueblo, aprender… Seguramente, tanto como se recalca el internacionalismo, les gustará que les hable de otros países, me preguntarán; también me contarán cosas. Sin embargo es raro que hasta ahora nadie me pregunte nada en realidad sobre Occidente. Me pidieron que les de una conferencia semanal sobre España y América Latina. La graban, la escuchan luego para ejercitarse en la lengua, pero ¿dónde está la curiosidad real por otras gentes, por otros lugares, el interés por otros sistemas? Y no se puede decir que callan porque ya saben. En conocimientos del exterior están a un nivel bajísimo: masas haciendo la revolución repartidas por lotes y continentes, minorías explotadoras, las guerras mundiales y algunas otras, como la civil española… y eso sin elementos concretos, a base de juicios ya dados por sus monitores.
Miran , y, en cuanto me paro, aprietan alrededor. Mirar a mi vez a los ojos es un buen método para abrirme paso, no tienen costumbre.
Los niños son preciosos. Siempre me gustaron los críos sin pasión; ni más ni menos que los adultos, pero hay que reconocer que estos niños chinos son de escaparate de juguetes, las cabezas redonditas, apenas nariz. Me aplauden. Me muero de ganas de tocarlos, pero cuando me acerco se les va el aplauso y la sonrisa y echan pie atrás. Debo parecerles muy diferente, claro que muchos de ellos es posible que no hayan encontrado jamás extranjero alguno, puesto que los últimos se marcharon durante la Revolución Cultural, en el 67, y han pasado 5 años.
Se acostumbrarán a verme. No importa, Mei, no importa; no te preocupes, no les digas nada. Me han visto hoy unos cincuenta. Ya son cincuenta menos, que no se asombrarán mañana. Tengo que salir… Tengo que salir”.
– He oído que quiere usted salir sola.
Wei, el ayudante de Tao, se hace traducir por Mei, en mi despacho, la misión oficial para la que se le ha enviado.
– Naturalmente que pienso salir sola. ¿Qué hay de especial en ello?
– Es que, como sabe, tenemos la responsabilidad de los amigos extranjeros, una gran responsabilidad. Les preparamos visitas y espectáculos y siempre se les acompaña.
– Pero, camarada, yo no soy una turista de paso. Vivo y trabajo aquí. Debo hacer una vida normal para integrarme pronto; eso es vital para mi trabajo, para ustedes y para mí, de modo que yo aprenda lo más posible y además me sienta a gusto.
– Claro, usted puede pasear, pero con alguno de nosotros. Tenemos la responsabilidad de facilitar su estancia.
– A veces iré con alguien, pero a veces iré normalmente, sola, como en cualquier lugar.
– Eso no es posible. Es peligroso.
– Vamos…
– Sí, hay hombres malos.
(¡Dios aprieta pero no ahoga!, pienso con goce diabólico)
– No creo que haya más ni más malos que en cualquier país de los que he habitado, al contrario; menos aquí. Todo el mundo sabe que en China hay muy poca criminalidad.
Wei mueve la cabeza con disgusto y luego, como quien transmite un secreto.
– En nuestro país aún hay lucha de clases, ladrones, etc, la atacarían quizá para dejar mal a nuestro gobierno.
– ¡Qué no es para tanto! En todos…
– Sí, sí- interviene Mei directamente con calor –Hay hombres malos, malísimos.
– Ya, y entonces tengo siempre que ir con una escolta. Pues no. Para condiciones tan especiales hay que avisar antes. Describes China como si estuviera en guerra y estado de excepción –para extranjeros-. Y, como aun y cuando haya lucha de clases –como en todos los sitios- no hay guerra, yo no voy a vivir sin ninguna libertad. Lo siento, pero necesito indispensablemente pasear sola y tranquila.
Gran consternación.
– Por supuesto, usted tiene libertad de ir donde quiera, pero debemos velar por su seguridad.
– Mis compañeros de Pekín van solos por todos sitios y no voy a ser menos.
– En Pekín los servicios de seguridad están organizados mucho mejor que en Sian.
– También hay, como en todas las capitales, más proporción de criminales. No puedo vivir sin libertad alguna de movimientos. Comprendo que queráis correr los mínimos riesgos pero no podéis tenerme como un pájaro en la jaula para estar más tranquilos.
Siguiendo la lógica de su razonamiento debería ir al Instituto en tanque y moverme con dos soldados ametralladora en mano, a cada lado.
– Ya hablaremos.
Wei se levanta, aliviado de concluir este tipo de entrevistas que son muy poco de su gusto. “Yo he cumplido. Ahora que el jefe se arregle con ella” se lee en su semblante.
En efecto, la vez siguiente es Tao, el eterno fumador, quien toma en mano el asunto. Tras los preliminares acostumbrados interesándose por mi salud y la marcha de mi trabajo, vuelve a la carga como si jamás se le hubiera expuesto el caso, y de nuevo repito yo con fatiga los mismos argumentos. Saldré como salen los de Pekín.
– Pero de noche no debe ir por callejones ni sitios solitarios.
– Tendré cuidado, claro. No quiero buscaros problemas.
Como al final de las conversaciones sobre mi viaje a Sian en Pekín, quedo exprimida. El tipo de discusión chino es terriblemente agotador; desde varios ángulos los interlocutores van limando por la base la determinación de la persona a la que exponen algo o quieren convencer, hasta que ésta ve caer su decisión, minada suavemente. Siempre transcurre todo según el mismo ritual: Puntualidad, cortesía, té, fórmulas ajenas al asunto, salud, trabajo; luego el “Hemos oído que…” y planteamiento del problema como si fuera enteramente nuevo.
Temía, temo, a estos tipos de discusión chinos con la presentación de intercambio de opiniones, etc. No son diálogos en realidad; su estructura psicológica es la de monólogos diversos, vectores apuntando todos en la misma dirección con el fin preciso de acomodar la voluntad contraria a lo decidido por anticipado. Por mucho que la persona que se opone hable, discurra, exponga, muestre, al atento y cortés auditorio, se encuentra con que éste al volver a tomar la palabra lo hace con los mismos términos y, sobre todo, por el mismo cauce lógico primeramente trenzado. Había algo descorazonador y terriblemente fatigoso en estas conversaciones “oficiales”. Su sola espera, sus preámbulos, sus conocidas pausas, el orden presentido e inexorable de las respuestas, tenían un efecto cierto sobre la tensión nerviosa del oponente.
– He oído que quiere usted ir en bicicleta al instituto.
– Pues sí. Aprenderé. Como los otros profesores.
– Usted tiene el coche del instituto a su disposición. Es muy peligroso ir en bicicleta. Aquí no es como en Pekín; la circulación no está bien regulada.
Empecé el aprendizaje en la bicicleta de Mei, que era de mujer, sin barra. Nunca tuve equilibrio ni agilidad y era necesario apuntalarme sobre la marcha. Yo sudaba, pero los tres profesores que sostenían y empujaban sudaban mucho más. Vinieron alumnos en su ayuda. No, entrenarse no era fácil, con los discretos vistazos de los alumnos en el horizonte. Nunca el campo de deportes estaba lo bastante solitario y, o la bicicleta o los profesores no estaban disponibles. Es necesario comprarme una de ocasión, pero las de mujer y pequeñas escaseaban.
Los chinos son expertos y desesperantes ciclistas. Hacen todo tipo de filigranas sobre sus dos ruedas, bajan y suben en marcha, ingrávidos, no utilizan para detenerse los frenos sino el pie. Zigzaguean, se entrecruzan, procedentes de un sendero lateral atraviesan fulgurantes la carretera, sin mirar a derecha ni izquierda. Los conductores de coche frenan a un centímetro de estos ciclistas, que les dirigen un vistazo de indiferencia y continúan, sin reglas de circulación, sin prudencia, y, por la noche, sin faros.
Nunca mis compañeros encontraban momento para acompañarme a comprar una bicicleta de ocasión, nunca sabían de alguna sin barra en venta. Y así, con tantos clavos pequeños pero bien puestos, mi esperanza ciclista se fue desinflando como un neumático.
No pedaleé pero cogí el autobús. Inmediatamente el profesor que me acompañaba y el revisor me pusieron en un asiento desocupado al efecto.
– Que no. Que se siente la persona que estaba ahí.
Pero nadie se sienta, todos miran, y no me queda más remedio que ocuparlo.
En los transportes públicos hay que dejar asiento libre al extranjero. En Pekín es regla bien conocida que el revisor se encarga de señalar un espontáneo para el acto de cortesía si nadie se levanta. Por muy cortés y delicada que fuera esta práctica, para el extranjero representaba una barrera y una distancia más. Para los chinos marcaba una posición de privilegio del extranjero. Un uso pues tan deferente como nocivo. Era penoso para cualquiera ver a una mujer mayor, a un hombre de edad, a un chino normal, ser alzados de su asiento para que el extranjero lo ocupara (a esto la lógica china hubiera respondido con seguridad: “Claro, si el extranjero fuese en coche como debe no habría problema”). Recuerdo con placer un hombre que, al indicarle el revisor que cediera su asiento, respondió que no le daba la gana y siguió bien sentado y denostando unos minutos. Fue un caso único.
En Sian ocurría que ningún extranjero había montado seguramente en autobús desde tiempo inmemorial. La gente no estaba preparada para tal eventualidad y ni se les ocurría dejarme el asiento. Miraban de reojo con asombro, hasta que mi acompañante secundado por el cobrador desalojaba a alguno. Enérgicas protestas mías. Al final opté por quedarme siempre de pie, estuviera el asiento vacío todo el viaje o no.
En Sian, como en Pekín, se practica el deporte nacional de la toma del autobús. No hay colas. El vehículo llega – antiguo, falto de algunos cristales, veterano de mil batallas -, ¡al asalto! ¡Todos a una! Pisoteo general, embotellamiento febril en la puerta, los de atrás empujan con las manos con toda su alma la masa delantera, las avanzadillas cubren a la carrera las primeras posiciones de asientos. Decía un latinoamericano que esos empujones y demás oprobios en su país hubieran costado muertes. Allí no había riñas. Que el autobús viniera lleno o vacío, que esperasen tres o treinta personas, nada influía en el ataque, en el rugby de los transportes.
“Se acostumbrarán a verme”. No, no podían acostumbrarse. Eran dos millones, otros muchos de paso como evidenciaban los numerosos hoteles pequeños, gente venida para sus asuntos a la capital de distrito. ¿Cuánto tiempo hubiera sido matemáticamente necesario para que dos millones me vieran? Me forzaba a salir, me forzaba a creer que yo me acostumbraba, que no me importaban las miradas, los gestos, pero éstos se me agarraban a la nuca, la curiosidad corría tras mis pies, mis pies que andaban deprisa, sin poder detenerse un segundo so pena de ser alcanzados por la ola. Ninguna tela se interponía bastante entre mí y esa extrañeza que era más que extrañeza: observación zoológica, molesta. Mi lugar estaba en el hotel como el del avestruz en el zoológico.
Quedaba una posibilidad: la sombra. Desde la ventana del «Renmin Tasha» miraba caer la tarde, medía el espesor del añil y, cuando lo juzgaba suficientemente oscuro, salía, enfundada en la chaqueta gris. Había que cruzar primero el inmenso patio cimentado, pasar bajo el foco cegador de la garita de los guardias. Bordeaba la verja por fuera y andaba. El otoño era cálido y la gente comía y vivía por la noche en la acera, junto a su casa, cenaban sentados en los minúsculos taburetes, en una mano el tazón, en otra los palillos. La entrada de las casitas daba directamente a la calle y sólo estaba cubierta por una cortina que la luz débil de una bombilla en el interior hacía transparente, así podía yo ver, como un diablo Cojuelo, retazos de sus viviendas y de sus vidas cotidianas. Eran habitacioncitas muy pequeñas en las que parecían transcurrir todas las actividades: se veía vajilla, camas (es decir, al estilo chino: una plancha con una estera o colcha encima) con sus mantas de algodón enguatado dobladas en un rincón, de forma que servían de asientos, los braseros de carbón para guisar, que muchos sacaban al exterior, todo ordenado en aquel pobre espacio, entristecido por el gris de las paredes, animado por la vida familiar, las cenas, los niños. Un intérprete del hotel me había dicho que esas casas eran las más pobres de la ciudad, antiguas viviendas de inmigrantes procedentes de otras provincias. Afortunadamente el alumbrado eléctrico nocturno estaba muy restringido. Andaba pues adaptándome a las zonas de oscuridad, por la avenida ancha, separándome de tiendas y portales con demasiados kilovatios, evitando los fatales charcos de luz de los largos faroles. La gente distraída por las compras de última hora y la vuelta a casa, sólo me advertía cuando estaba muy cerca, algún chiquillo me seguía discretamente. Había lugares en que pasaba casi ignorada entre la multitud de peatones. En una de estas ocasiones un chico que venía en dirección contraria me vio la cara justo al llegar frente a frente. Dio un respingo de asombro y una exclamación. En otras los muchachos que paseaban en grupitos me miraban y hacían comentarios burlones.
Como en todos los lugares donde hay separación sexual acentuada de las chicas caminaban juntas, cogidas de la mano, del brazo o por los hombros, y los chicos iban por su parte también apoyándose afectuosamente uno en otro. Puede que los europeos les choque ese tipo de amorosos gestos entre amigos. He vivido en países árabes y me he familiarizado con esta compensación afectiva típica de las sociedades en las que reina una estricta separación sexual, y en China, si el plano de la productividad y la educación son mixtos, en costumbre y moral en absoluto.
Recorrí así noche tras noche las dos avenidas que se cruzan en la Torre de la Campana. Entraba también en los grandes Almacenes, husmeaba en cada mostrador unos segundos, lo justo para cambiar de lugar antes de que el público se amontonara. Al verme, las dependientas abandonaban de inmediato al cliente de turno para venir hacia mí todas sonrisas. Compraba de vez en cuando pasteles redondos de harina blanca con un carácter chino en azúcar roja, o frutas, que solían ser peras. Las manzanas eran caras. Se iban terminando las últimas sandías de la estación. Las tiendas bullían siempre de clientes, de la mano de cada uno colgaba una bolsita de red con verduras y algunas frutas (la fruta se toma en China como golosina, no como postre, y es relativamente cara). Sian era a no dudar la capital de una región próspera.
Por la calle el cincuenta por ciento de los transeúntes chupaba polos, compré uno, color chocolate, que resultó ser de soja. Había en una tienda polos de leche, caros y ricos. Para pagar mis menudas compras abría el billetero, la vendedora se servía y me daba escrupulosamente la vuelta.
Los restaurantes cerraban temprano. Había muchos, del figón al superior, tan frecuentados como las tiendas. Los parroquianos pagaban primero los platos escogidos y daban los cupones de racionamiento de cereales, se sentaban, entregaban el vale a la camarera, esperaban y comían, regando el contenido del tazón con salsa de soja y vinagre. Aun en los buenos establecimientos faltaba la intimidad y el agrado de la decoración y el ambiente, que me han atraído hacia los restaurantes chinos en Europa tanto como su comida; eran salas enormes sin apenas más, quizá algún cuadro. Para los extranjeros y los ilustres había reservado especiales, muy reservados, a los que se me llevaba en volandas. Los genios de la lámpara me servían solícitos, depositaban fuentes y servilletas calientes húmedas sobre la mesa redonda, siempre enorme para mí y el intérprete de turno. El «Restaurante Occidental» justificaba su nombre con un curioso menú cuya entrada consistía en pilas de pan de molde, mantequilla y mermelada, sopa a los postres, café ruso y muy azucarado, cubiertos en vez de palillos. Los restaurantes eran evidentemente el único lugar posible al que ir y a ellos iba con frecuencia acompañada por Mei, Chung, Jui. Por fuerza para ninguno de ellos era plato de gusto ser el centro de la atención. Los modestos figones me gustaban más que nada y tenían, precisamente por su pobreza, la virtud de carecer de salas de invitados extranjeros, pero a mis compañeros no les agradaba ni la escasa limpieza, la comida de ellos, ni la gente o su curiosidad hacia mí. Tampoco era cuestión de hacer sufrir a los bolsillos tales gastos ni ponerles en el compromiso de aceptar que yo pagara el total.
Pero había que ver lo que significaba, terminadas las clases, recluirse en el inmenso y kafkiano Renmin Ta Sha, sus pasillos sin más ser vivo que algún camarero soñoliento, por los que se paseaban sin duda a medianoche los fantasmas de los expertos rusos. En los años cincuenta aquella polvorienta concha de cemento había estado rellena de tovarichs; yo la recorría hoy como un caracol minúsculo perdido en las espirales.
– Subiré a la terraza, al sol y al aire. Con un buen cielo ancho encima todo se soporta.
Llamadas al intérprete del hotel, repito varias veces la petición.
– Las camareras dicen que la terraza está cerrada – me traduce.
– Pero pueden abrir.
Nuevas y largas traducciones.
– No, no se sabe quien tiene la llave.
Ya me voy acostumbrando a las transparentes mentiras. Aparte de tomar al extranjero por débil mental, las mentiras, como otros giros, reemplazan a las prohibiciones y negativas claramente expresadas. Cada vez que pregunto en lo sucesivo por la llave nadie parece comprender de qué se trata. No subiré a la terraza ni correré el riesgo de ver, a demasiados kilómetros de distancia, las zonas prohibidas.
– No voy a comer en el restaurante del hotel sino en la cantina del Instituto, como todos los profesores.
– Es que todo está preparado para que ustedes coman en el hotel.
– A los que les guste me parece muy bien. Yo vine aquí para estar con los chinos, no para vivir como un turista de lujo.
– Nuestra cantina no reúne condiciones para ustedes los extranjeros, y la comida es distinta.
– He comido en todos los países y todo me gusta, me acostumbro sin dificultad. Podéis tener por seguro que mis últimos problemas en China serán el clima y el estómago.
– Los extranjeros…
– ¡Por favor, no metas más a todos los extranjeros en el mismo saco! ¿Qué tengo yo de más común en género de vida con un alemán que con un chino?
– Sí; ustedes son distintos.
– Puede que haya diferencias más o menos grandes, pero depende de los casos individuales, no es razón para someter a cualquier extranjero por el hecho de serlo a un género de vida que no desea, sin ocuparse de su opinión.
– Nosotros debemos facilitar su vida…
– Pues lo mejor para eso es preguntarnos, explicar, consultar entre todos. Análisis concreto de situaciones concretas, que dijo Lenin.
He repetido infinitas veces lo de «análisis concreto…» sin que Lenin tuviera más éxito que yo.
Esperando encontrar un poco de compañía entre los turistas de paso, voy al otro edificio, subo al comedor, me siento, pido un té. Me dicen algo que no comprendo. Llega al intérprete.
– Aquí no pueden servirla. Está reservado a los turistas. Usted tiene precios especiales en el otro restaurante.
– Pagaré el precio normal; sólo quiero estar un poco con gente, no hay nadie en el otro comedor.
Nuevas y largas discusiones. Al fin me traen un té que bebo sin encontrarle sabor, estoy incómoda, me acabo yendo.
El coche me deposita en el hotel a las cinco de la tarde y nos lleva por la mañana a las 8 al Instituto. Se supone pues que he de estar 14 horas encerrada diariamente. Mis salidas nocturnas, azuzada por la imposibilidad de pararme y la tensión que representa cada movimiento, no duran más de una hora como máximo.
Escribo febrilmente, recuerdo con nostalgia la hospitalidad humana, inmediata, simple, de los paisajes árabes, de mi propio país. Si me quedo en China, ¿viviré hasta edad lo bastante avanzada como para que me inviten a ir a sus casas? Sueño despierta, sueño infinitamente caminando por el jardín, voy sonámbula de manos y de simples gestos, del tibio calor de cuerpos próximos, del olor de una casa.
A cada lado del pórtico de entrada, junto a los paneles de citas de Mao, había sendas fuentes en loto de piedra y estanque circular rodeado por un borde ancho plano. Sobre él me tendía en la oscuridad. Las hojas descendían elegantemente desde el grupo de álamos cercano, con ondas parecidas a las de los peces rojos y negros del estanque, tan encerrados como yo. Oír el surtidor. Pensar.
¿Tan mezquina vas a ser de anteponer circunstancias materiales a la oportunidad de estar en este país, de observar el más impresionante fenómeno psicológico que has imaginado jamás? ¿Tan alicorto es tu interés intelectual? Aguanta. Es el principio.
Entonces daba la hora de encender los reflectores que iluminaban las citas de Mao y a mí de rechazo. Con automatismo de vampiro bien acostumbrado huía pues e la luz, naufragaba, por el tapiz granate del pasillo, en mi habitación verde oscuro. Organizaba banquetes nocturnos de leche en polvo o vino dulce, hurgaba las ondas con la histórica radio de Ruiz, cuyo transformador se estropeaba constantemente, pescando en el río revuelto de parásitos palabras de la BBC, Australia, las emisiones rusas en lenguas extranjeras. Me entretenía oyendo el ruso por la belleza del idioma y su similitud tonal con el español. Radio Pekín transmitía dos o tres veces el día creo en español, como en otras lenguas, pero su monotonía absoluta y ditirámbica sólo era superada por radio Corea del Norte en francés.
Habían pasado ya más de 8 años desde que dejé mi casa y me puse a hacer auto-stop de Madrid a París. Habité tres países. Pero jamás sentí de manera tan aguda, tan elemental, tan física, la falta de familia, amigos, casa, lugares conocidos. Al dormirme tenía sueños en los que me encontraba en tal sitio, con tales personas, sueños de fuerza y realidad insólitas, despertares bruscos, transida por la impresión de una amputación psicológica brutal. Oía entonces ruido en el jardín, a altas horas de la noche; iba hasta la ventana: El ojo amarillo del reflector de la entrada, estrellas, y una fila de soldados, los del hotel, en la ronda nocturna, en fila india y silenciosos zapatos acolchados, con la luna aceitando, blanca, sus bayonetas.
La dama inglesa, con estampa de galgo seleccionado, suplía en locuacidad a su silencioso marido ceilanés.
– ¡Estoy segura de que será usted muy feliz aquí!
Me había dicho con radiante sonrisa y tono sin réplica cuando llegué.
– Tenemos en Sri Lanka una casa muy hermosa y muchos animales, tres perros, gatos, caballos… Me encantan.
– Y ¿quién los cuida ahora?
– Los criados. También hay un jardín alrededor que…
Si a alguien podían convenir las condiciones de vida de Sian era a ellos: Iban del coche al hotel o al instituto, degustaban las exquisitas comidas y no salían jamás sino, aureolados de sus cabellos blancos y su estatuto honorable, a algunas visitas organizadas. Era un tibio retiro bien pagado. Al día siguiente de una e aquellas visitas, durante la cena, la dama me dijo:
– Rosúa, ayer iba usted vestida de manera inadecuada.
– ¿…?
– Esto es una provincia. Debe usted darse cuenta de que ellos no han visto jamás nada así.
– Siempre pregunto a Mei, mi intérprete, y ella insiste en que debo ponerme lo que tengo costumbre, que para ellos es normal en los extranjeros. Mi vestido, al fin y al cabo, no es mini.
– ¡Es cortísimo! Cuando nos sentamos en el salón para tomar el té el pobre Wei no sabía a donde mirar.
Haciendo memoria, no recordaba la turbación de Wei. Las miradas más insistentes hacia mis piernas eran las de la dama inglesa.
– … yo estaba avergonzada; estamos en provincias, usted comprende. Debe usted vestirse de otra forma.
Y, los duros ojos clavados en mis rodillas, parecía a punto de lanzarse a olfatear con la nariz aquilina entre mis muslos.
Durante las sesiones de traducción de documentos, llamadas de participación política de los extranjeros en China, el matrimonio oía, callaba, asentía, elogiaba. Yo tomaba notas, preguntaba, pedía aclaraciones. Los chinos respondían, si no de forma convincente, sí con perfecta cortesía.
– Ayer dijo usted, Rosúa, una frase totalmente inconveniente sobre mentalidad de esclavos -observó la dama.
– Me temo que el intérprete de inglés les tradujo mal. Hablé con el camarada Tao sobre la necesidad de crítica; lo contrario es de mentalidades serviles. Él mismo acordó en ello.
– Hay que tener prudencia en las reuniones, sus preguntas pueden ser impropias. Me parece mejor advertirla, ¿no crees, querido?
El marido asentía, como siempre.
– Si son impropias, los chinos me lo dirán. Hasta ahora son ellos los que insisten en que pregunte cuanto quiera. Hagan pues ustedes lo que les parezca mejor y dejen que los camaradas chinos me digan a mí directamente lo que no les guste.
– Nosotros se lo decimos por su bien, naturalmente.
Pocos días después, terminada la cena, la dama:
– Tengo la impresión de que escribe usted bastante en las visitas y en las reuniones.
– Sí, como la mayoría de los extranjeros. Estar aquí es importante y hay que aprovecharlo.
– Por supuesto pero… tenga cuidado. Los chinos pueden parecer muy blandos, dóciles, pero son implacables.
– No he hecho nada ilegal. Me atengo a las reglas…
– A los chinos no les gusta la gente que toma apuntes y pregunta demasiado. Querido, ¿recuerdas lo que le pasó a Mary?
Él asiente con solemnidad.
– Mary era una profesora inglesa joven que trabajaba con nosotros, en Kwanchow. Se le indicó que no debía de hacer fotografías en unas visitas, pero ella las hizo. Durante meses nadie le habló de ello pero cuando quiso marcharse, en la frontera, la detuvieron y estuvo tres meses arrestada en lugar ignorado por todos, también por su familia, escribiendo su autocrítica.
– ¿Ni su familia ni nadie sabía de ella?
– Se lo advierto; parecen suaves pero son implacables.
Salí del comedor sumida en mil pensamientos. ¿Era posible que Mei, Tao, Hao, cordiales y solícitos, pudieran transformarse de la noche a la mañana en seres inflexibles, reemplazar las sonrisas por colmillos? Una mutación parecida tenía algo de terrorífico. En el enfrentamiento con los cuerpos represivos, con las «fuerzas del orden», en un estado capitalista burgués hay una distinción clara de campos, de leyes, entre los miembros del servicio y el individuo medio. Pero reglamentos sin reglamento, que se pueden abrir como una zanja al paso, vigilancia sin vigilantes, reclusiones sin cárcel, eso es infinitamente peor. No fuera que por simple corrección, estaba decidida a respetar los reglamentos del país, jamás fotografiaba o tomaba notas si se me indicaba lo contrario, implacables…
– Mei, ¿tú eres un poco amiga mía?
– Claro, somos amigas.
– Yo… yo no conozco bien las costumbres, los reglamentos. Si hay algo que no debo hacer me avisarás, ¿verdad? Fotos, cosas por el estilo…
– Nosotros debemos advertirla, naturalmente. No se preocupe.
En el instituto, aprovecho unos minutos a solas con Chung, que viene con frecuencia a plantearme dudas.
– Oye, si alguien dice algo que resulta que no gusta a las autoridades, ¿le pueden encerrar sin que nadie se entere?
– No comprendo.
– Pues sí. Verás, me contaron el caso de un extranjero…
– Oh, no. A un extranjero no creo.
(Caramba, ¿y a los naturales si?)
– ¿Por qué pregunta esto? ¿Quién se lo contó?
– No importa, pero estaba preocupada. Tengo la malacostumbre de decir siempre lo que pienso. Nada, que me veo en las minas de sal.
– ¿Qué? ¿Las minas? Eso es para los contrarrevolucionarios; y menos todavía con extranjeros. ¡Qué cosas dices!
Respiro hondo. Chung me mira con ese ardor que, con la inteligencia y una especie de romanticismo ingenuo, le es propio. En otro país casi hubiera pensado en una atracción sentimental, pero, por supuesto, en China está descartado este plano. Las relaciones sexuales con extranjeros no existen, están borradas del mapa. Los escasos matrimonios mixtos que viven en Pekín son productos de épocas remotas. Tras las infinitas trincheras profilácticas trazadas por el sistema entre chinos y occidentales, un contacto tan íntimo como el hombre-mujer es impensable. Se narraba en el Hotel de la Amistad la hazaña mítica de un argelino que había seducido a una intérprete china antes de la Revolución Cultural. Las occidentales, no fuera más que por curiosidad y desafío, hubieran puesto su mejor voluntad en la obtención de estas relaciones sin encontrar más que gélida indiferencia.
Y, como al tiempo, hay esa cordialidad a veces en los gestos, para la occidental es posible despistarse y tomarlo por atenciones sentimentales. No. Las miradas ardientes de Chung, sus visitas a mi despacho, e incluso la proximidad con que se sentaba, eran gestos sin más carga sexual que los de un gato hacia una gallina. Ya el experimentado Ruiz me había advertido:
– Como no manden allí a otro extranjero, estás condenada a castidad.
– Ya será menos. Al fin y al cabo son hombres como todos.
– No, ese es tu error, amiguita, no son hombre como todos. Esto es otro planeta, date cuenta, es distinto, lo más distinto que existe en el globo. Yo, en diez años que llevo aquí, con chinas nada.
– ¡Deja, viejo!- terciaba Alberto – Sienten como las demás, pero si se les escapa un gesto, las hacen mierda los otros camaradas.
Quedaba el discutible consuelo de que la repulsión a los extranjeros no era sino uno de los aspectos de la represión sexual china.
– Pues sí. Verás, me contaron el caso de un extranjero…
– Oh, no. A un extranjero no creo,.
(Caramba, ¿y a los naturales sí?)
– ¿Por qué pregunta esto?. ¿Quién se lo contó?
– No importa, pero estaba preocupada. Tengo la mala costumbre de decir siempre lo que pienso. Nada, que me veo en las minas de sal.
-¿Qué? ¿Las minas? Eso es para los contrarrevolucionarios; y menos todavía con extranjeros. ¡Qué cosas dices!.
Respiro hondo. Chung me mira con ese ardor que, con la inteligencia y una especie de romanticismo ingenuo, le es propio. En otro país casi hubiera pensado en una atracción sentimental, pero, por supuesto, en China está descartado este plano. Las relaciones sexuales con extranjeros no existen, están borradas del mapa. Los escasos matrimonios mixtos que viven en Pekín son productos de épocas remotas. Tras las infinitas trincheras profilácticas trazadas por el sistema entre chinos y occidentales, un contacto tan íntimo como el hombre-mujer es impensable. Se narraba en el Hotel de la Amistad la hazaña mítica de un argelino que había seducido a una intérprete china antes de la Revolución Cultural. Las occidentales, no fuera más que por curiosidad y desafío, hubieran puesto su mejor voluntad en la obtención de estas relaciones sin encontrar más que gélida indiferencia.
Y, como al tiempo, hay esa cordialidad a veces en los gestos, para la occidental es posible despistarse y tomarlo por atenciones sentimentales. No, las miradas ardientes de Chung, sus visitas a mi despacho, e incluso la proximidad con que se sentaba, eran gestos sin más carga sexual que los de un gato hacia una gallina. Ya el experimentado Ruiz me había advertido:
– Como me manden allí a otro extranjero, estás condenada a la castidad.
– Ya será, menos. Al fin y al cabo son hombres como todos.
– No ese es tu error, amiguita, no son hombres como todos. Esto es otro planeta, data cuenta, es distinto, lo más distinto que existe en el globo. Yo, en diez años que llevo aquí, con chinas nada.
– ¡Deja, viejo! -terciaba Alberto- Sienten como las demás, pero si se les escapa un gesto, las hacen mierda los otros camaradas.
Quedaba el discutible consuelo de que la repulsión a los extranjeros no era sino uno de los aspectos de la represión sexual china, la más generalizada y conseguida que he visto, insuperable y quizá ni siquiera superada por el cristianismo. En las ciudades y entre los estudiantes, siguiendo al Partido, matrimonio las mujeres a partir de los 25, los hombres a los 28. No más de dos hijos. Castas relaciones prematrimoniales de 6,8años, que me recordaban a os interminables noviazgos españoles.
– Una vez, hace años, en el instituto, se sorprendió a un chico y a una chica haciendo cosas muy malas, -Me dice, con voz grave y secreta, de catástrofe, Hao.
– ¡Qué malas!. Buenísimas.
Hao mueve la cabeza.
– Malas, malas.
– ¿Qué pasó con ellos?.
– Se les mandó a cada uno a un lugar. No sé después.
– Y, ¿no ha habido más casos? ¿entre tantos jóvenes?.
– No, claro que no. Son estudiantes. Su principal preocupación debe ser los estudios.
Mei corrobora. Aunque en el instituto haya parejas, no salen juntos, ni se casarán hasta terminar los estudios, según directivas del Partido.
-¿Y si simplemente salen juntos porque les gusta, pero no para casarse?.
– Eso no está bien. Hay que llevar una vida ordenada.
-¿Y la libertad de gustarse, de relacionarse a su manera?.
– Hay toda la libertad, puesto que las parejas se forman libremente y no por los padres.
– Pero en la vida se cambia. Pueden quererse y dejarse de querer.
– Si se han aceptado libremente y conociéndose, no hay razón para que esto ocurra.
– ¿no hay divorcios?.
– Es posible pero hay muy pocos. Está mal visto. Se evita.
– Entonces al fin y al cabo son libres de casarse a los 25 años ellas, 28 ellos, y tener hijos y es todo.
¿Para qué más?.
– Para ello, para cada uno, no sé.
– En los países occidentales mujeres y hombres pueden vivir juntos sin casarse. Aquí no está permitido. Además, es preciso un control de la natalidad. Si se casan jóvenes, tendrán más hijos.
– Precisamente el control de la natalidad hace hoy posible tener hijos cuando se quiere, con y sin casarse.
– Aquí no hay hijos sin casarse.
– ¿Nunca?.
– Yo no conozco ningún caso.
Mis alumnos son encantadores. Voy consiguiendo que no se levanten cuando entro. Si lo hacen, vuelvo a salir y repito la entrada hasta que se quedan sentados. Es difícil vencer su timidez, la van sin embargo perdiendo. Vienen de la provincia de Hopei.
– ¿Conocéis Pekín?.
– Estuvimos durante la Gran Revolución Cultural Proletaria. ¡Hemos sido todos Guardias Rojos!-
– ¡Y vimos al Presidente Mao! ¡Nos emocionamos tanto…!-
– ¡Todos llorábamos!.
– ¿Llorabais?. Pero bueno ¿cómo es eso?-
Con las gafas húmedas de emoción, vibrante de recuerdo hasta la punta de las trenzas, Lo me asegura:
– ¡Es que queremos mucho al Presidente Mao!-
– Sí – secunda un muchacho- Gracias a él podemos estudiar y llevar una vida feliz.
– ¿También los chicos llorabais?-
– Algunos…
– ¿Y después de aquello?-
Después hicimos, a pie, el camino hasta Yenán, como en la Larga Marcha.
– Y más tarde estuvimos en el campo.
Suena el timbre. Minutos después juegan al tenis, al ping-pong, el balón volea, al baloncesto.
-¡Venga jugar con nosotros!.
– Gracias. Lo hago demasiado mal.
Prefiero caminar por la parte trasera del instituto. Aún hay flores. Junto a bandeas de papel con las citas de Mao: «Cavar profundos túneles, hacer reservas de cereales y nunca pretender la hegemonía». «Preparar al pueblo contra la guerra y las calamidades naturales», continúan los obras del túnel al Instituto. El edificio en mejor estado es el de oficinas y biblioteca, en cuyo interior paredes y puertas han sido repintadas. Camino entre las hileras de casas de una planta, para personal. Las mujeres guisan sobre sus hornillos de carbón sacados al exterior. Sobre esteras de paja seca el grano. Ristras de guindillas decoran una ventana pintada de azul celeste. Sillitas y taburetes minúsculos, ce casa de muñecas. Frente al comedor, sobre la pileta de cemento, los tazones de metal esmaltado esperan, al sol, la hora del almuerzo. Una camada de cerdos negros retoza junto a la puerta o rebuscan en la tina para desperdicios. Al final, un huerto de frutales, el muro del instituto, una cabaña para aperos frente a cuya entrada se yergue una espléndida mata de margaritas moradas.
Las habitaciones del personal son escuetamente limpias y tristes. El carbón utilizado como combustible ha dejado en los pasillos una generosa capa negra sobrepuesta al gris desconchado de paredes y escalera. En el suelo se forman pequeños charcos con el goteo de los termos que los inquilinos van y vienen a llenar de agua caliente. Ni hay baños – excepto las duchas públicas una vez por semana- ni calefacción sino braseros de carbón. Hace mucho frío. Mei alegra su cuarto con limpieza escrupulosa, flores de plástico, tapetitos, un retrato de Lu Sin y un rostro de Mao bordado a punto de cruz por una sobrina. Los servicios del instituto están realmente inmundos. Son, como todos, de tipo turco, con una papelera y papeles manchados de excrementos y sangre dentro y fuera de ella. Durante las reglas las mujeres usan papel grueso, en raros casos algodón. Las puertas de los servicios, además de manchadas, no cierran y me contorsiono malamente para mantenerme en cuclillas y sujetar la puerta, siempre con la espada de Damocles de una terrible pérdida de equilibrio hacia la negra sima. No hay «graffiti»; por supuesto tampoco frívolos espejos. Cada vez que entro, mis alumnas, que hacen sus menesteres con la puerta abierta, me saludan alegremente, como
si estuvieran bordando. Si el erotismo se aceptara en China como la escatología, mejor irían las cosas. Defecar u orinar son actividades corporales sin secreto para personas del mismo sexo, actos que producen, en este país de agricultores, una materia preciosa: el abono orgánico. Como decía un argentino. «La bolsa baja, muchachos. ¡Comprad mierda, eso es un valor estable!».
– ¿Qué tal es la comida del hotel? – me pregunta Hao.
– Muy buena.
– ¿Qué comió ayer?-
– Fruta, y un café, en mi habitación-
– ¿Solamente?. Pero eso no puede ser. Debe alimentarse. ¿Por qué no toma otra cosa?.
Ya sabéis que no pienso comer en el restaurante del hotel. O como con mis camaradas chinos en la cantina o no como-
Sobre las once y media Mei viene a preguntarme:
– ¿Quieres volver en el coche con los profesores de inglés al hotel o va a comer aquí?.
– Como aquí.
(¡Al fin!).
Un cuarto de hora más tarde llaman a la puerta de mi despacho. Aparecen Mei y … el camarero, Chi, con una bandeja.
– Las autoridades del instituto quieren preparar la cantina antes de que tú vayas.
– No hay nada que preparar. Quiero comer como todo el mundo-.
– Escucha. Comerás en la cantina próximamente. Come hoy aquí-.
– Sólo hoy.
Chi deposita sonriente la bandeja – loza fina, platos selectos- en mi mesa y echa agua en la palangana. Chi es el camarero personal que se me ha asignado en el instituto, un muchacho espigado, siempre sonriente y en las nubes. Afortunadamente Dios no le ha llamado por el camino de trabajo y nadie parece forzarle a convertirse en un trabajador infatigable, así que me siento servida lo menos posible.
Esa misma tarde compro dos tazones, palillos y una cuchara de latón.
– ¿Quieres hoy comer en la cantina?- me preguntan, como si jamás lo hubiera planteado.
– Por supuesto-
– Bien. Vamos. Primero te acompañaré a comprar tickets-.
La comida se compone de pan o arroz como base indispensable y un acompañamiento de verduras o queso de soja en salsa. Alguno días se encuentran pedacitos de tocino o chuleta picada desorientados entre el repollo. Una vez a la semana hay pescado. El huevo, hace, como la carne, tímidas apariciones. Ni se toma postre ni se bebe con la comida. Entramos en la estación de los boniatos; se venden asados enteros y se comen al final, como la fruta. El postre real es lo que los chinos llaman «sopa», una económica receta que consiste en, una vez vaciado el tazón, echar agua caliente en él, revolverla y bebérselo, con lo que se aprovechan los restos y se limpia el tazón. En el noroeste de China el alimento por excelencia no es el arroz, sino el trigo o el mijo, y el maíz. En el instituto se consumen grandes cantidades de «maanto» (panecillos blancos cocidos al vapor), tortas de trigo, mijo, spaghettis con una salsa espesa y oscura.
Las mesas y bancos de madera son insuficientes. Muchos comen pues de pie, otros salen fuera y vacían rápidamente su tazón sentados en cuclillas. Los alumnos no tienen asientos en absoluto. Terminada la comida, cada cual sale al exterior, a la pileta de agua fría; si queda algo en el tazón, lo echa primero en la tina de los puercos y después lo enjuaga frotándolo con la mano. He visto las cocinas, de carbón, enormes cazuelas de hierro de fondo oval, el arroz y los panes recién cocidos, rezumando vapor, sobre las telas de saco, los cocineros sonrientes en cuclillas, picando menudo absolutamente todo con sus pesadas hachuelas. La comida del instituto es regular, ni escasa ni buena; precisamente los profesores y los alumnos han protestado por la falta de calidad de los menús.
Me presento pues en la cantina de profesores, con mis tazones. La lucha ha sido larga, pero he aplicado las tácticas de la guerra prolongada, de Mao. Empiezo a vivir con la gente normal; al fin ruido de voces, al fin una entre otros, al fin.
– Allí.
Mei me señala en el rincón de la izquierda una mesa retirado, con cristal y un mantel verde y … separada del resto de la sala por un biombo.
Tuve una premonición: Vi con toda claridad un biombo derribado de una patada y luego un ataque de nervios. No sé cuál fue mi expresión pero Mei (ya nos íbamos conociendo) se apresuró a decir:
– Vamos a quitarlo, vamos a quitarlo, ya verás.
– Mei, no supondrá nadie que voy a comer en este plan.
– Es para que no te moleste la gente, hay mucha…
– Mei…
El biombo desapareció. Con el tiempo también el mantel, y fui acercando a empujones la mesa a las demás.
Me dirigí a la cola, pero ya Chi, surgido de la cocina, me traía la bandeja fatídica con los platos preparados especialmente para mí: huevos, carne. Un lujo.
El cocinero se acerca, ansioso por comprobar si el menú de la profesora extranjera había tenido éxito.
– Exquisito, pero no preparen nunca más comida especial ni bandejas. Tengo mis tazones y adoro la comida china normal.
La guerra de los platos especiales fue dificultosa. La bandeja desapareció de la circulación, también las finas lozas. Pero nada me libraba de los huevos, las albóndigas (excelentes por cierto), etc. Como se repartía todo luengo en mi mesa en paz y gloria, yo no sufría demasiado. Mi comida era muy bien acogida por los profesores de mi sección y la sufrida Mei, mi compañía oficial. Acabé comiendo como todos, con algún plato extra de cuando en cuando alegremente repartido. Mis compañeros por su parte me separaban ciertos bocados, ponían en mi tazón grandes pedazos de pan de maíz, me abrumaban con patatas dulces. Para no obligarles a hablar español, callaba durante las comidas. A petición de Mei, unas veces era Chou, otras Fan, otras Jen, o Chung, quienes se sentaban a mi mesa. Era penoso y triste saber que la mayor parte de las veces si venían era por indicación expresa de Mei. En cuanto los demás, dejando aparte las sonrisas de cortesía, no parecía haber la más mínima posibilidad de acercamiento. La separación entre los grupos, según las secciones, era grande. Nada tenían que hacer conmigo los de otros departamentos lingüísticos.
Era sin embargo ya algo importante estar entre personas. Desde luego, para mis colegas europeos aquel comedor de profesores hubiera sido difícilmente aceptable. Todo el mundo comía a dos carrillos y hablaba con la boca llena, se escupía a profusión, cada cual depositaba sobre la mesa, en montoncitos, los huesos, las espinas, mondaduras de patata, tronchos de verdura. Sonreía imaginando a mis buenos profesores belgas limpiando al agua fría y con los dedos sus cubiertos en la pileta mientras el vecino se gargarizaba violentamente y escupía con furia en el fondo y los cerdos negros iban y venían de su tina maloliente de desperdicios ala puerta del comedor.
La siesta era sagrada y les llenaba de alarma el que yo no lo hiciera y la pasase tomando un té con azúcar en mi despacho mientras escribía o preparaba algo.
– Lenin dice que para trabajar bien hay que descansar bien. No descansas lo suficiente.
– Nunca me gustó dormir de día. Estoy acostumbrada a este ritmo. No preocupados.
Mei me invitaba entonces a ir a su habitación a tomar té.
– Yo tampoco duermo después de comer. Hago punto.
Mei tiene lindos chalecos verde menta, blusas con flores, jerseys a rayas, se está haciendo unos resplandecientes pantalones de lana roja, pero todo queda oculto por la ropa exterior gris.
– ¿Por qué no te lo pones por fuera?.
– Soy muy vieja para llevar colores. ¡Cuarenta años y un hijo de quince!.
– ¡Qué tontería!. Mira mi madre con su vestido de flores sin mangas. Pues tiene cincuenta años – le enseño la foto-.
– No. Aquí no se hace.
– ¿Entonces yo tengo que ponerme de oscuro?.
– No, tú eres joven, y bonita.
– ¡Qué va!. Tengo treinta años. Y de bonita nada.
– Eres joven. Pareces menos. Hay también chinas que a tu edad aún no están casadas. Una profesora de inglés del instituto.
– ¿Todo el mundo se casa?.
– Todos. Se busca pareja por medio de amigos, o los responsables de la entidad donde trabaja -aquí, la dirección del instituto-, buscan para ella. Les presentan. Ellos salen, van al restaurante. Si se gustan, se casan. ¿En Europa los amigos no buscan?.
– No. No tienen esos detalles. ¿Nadie se queda soltero en China entonces?.
– Es rarísimo. Prácticamente todo el mundo se casa cuando llega la edad.
– ¿Están casados los profesores de nuestra sección?.
– Hao el único. Los otros tienen novia todos. La de Chou vive en Sian. Se van a casar pronto, en la Fiesta de Primavera próxima.
– Pues Chou es el más joven; tiene 25 años. ¿Y los otros?.
– Sus novios están fuera. La de Jen en Hopei, la de Chung en Pekín.
– ¿Y cuándo se ven?.
– En las vacaciones anuales; pero se escriben. Las profesoras están casadas todas. El marido de Wu está en Pekín destinado. Ella tiene aquí los niños, con su madre anciana. Fan se casó hace tres meses; cuando nos enteramos le hicimos un regalo. Es muy vergonzosa y no quería decirlo.
– ¿Y su marido?.
– Viven en Pekín.
– ¿Y Hui, la pequeñita que está enferma del corazón?.
– Dio a luz su segundo hijo, una niña, hace dos meses. La dejó, con el otro niño, con su madre y su marido, en Sanghai.
– Pero estar así, separados, es una situación terrible.
– El trabajo es importante. De todas formas el Partido hace lo posible por ir solucionando esto. Por ejemplo, puede que Hui se vaya pronto con su familia.
– ¿Cuánto tiempo hace que está separada de ellos?.
– Ocho años.
– Nosotros siempre pensamos que el marido y la mujer deben estar juntos.
– Es mejor, claro, pero las necesidades del trabajo son más importantes-
– Eso también es importante.
– Para los extranjeros sí. Nosotros estamos acostumbrados- (Este «para los extranjeros sí», «ya sabemos que para ustedes esto es imprescindible», etc., voy a oírlo en numerosas ocasiones en labios de los chinos que, obviamente, lo apoyaban en una base mental del tipo: «Claro, las gentes del exterior están más sometidas, como las especies animales, al sexo y al instinto. Es natural en estas razas bruscas, ruidosas, descorteses, que no se recatan de mostrar sus deseos, su cuerpo sudoroso y velludo, sus ropas de colorines. Nosotros, los chinos, no somos esclavos de los instintos»). En fin, ni más ni menos que, de nuevo, la negación de la existencia de lo que «no debe de ser», y en realidad, como en todo puritanismo, una tristísima denigración de la muy humana y muy admirable relación que entre dos seres produce el sexo, el sentimiento y el placer dado y recibido, para reducirlo al simple impulso ocasional del bruto.
Recuerdo la conversación recogida por Edgar Snow, periodista americano gran amigo y gran conocedor de China, en su libro «El otro lado del río». Snow visitó, en 1960, entre otros lugares, una comuna popular. «Sierra Amarilla», cerca de Pekín. Paseando entre los nuevos hogares de ladrillo, cuyos ocupantes se encontraban en su mayoría en el campo, vio a una señora de unos 65 años que trabajaba en su jardincito y le invitó a tomar té. La conversación (Snow hablaba chino y además le acompañaba el intérprete) versó sobre la vida cotidiana con ella, su hijo, nuera y nietos. Snow preguntó:
-«¿Se hizo alguna vez un intento aquí de que su hijo y su nuera vivieran separados, en barracas distintas, algún intento de separar a hombres y mujeres?»-
«Tuvimos que repetirle mi pregunta y el intérprete hubo de explicársela. La anciana me miró sorprendida. Por supuesto que no. ¿Sería esto «humano»?. Quería saber si eso se practicaba en mi país. (1)
25 de septiembre
Recuerdo ahora el pasado con esa extraordinaria nitidez con que se rememora la felicidad perdida, aquella corta felicidad sin pretensiones a la que yo me esforzaba por dar una raíz. Ahora la lluvia martillea sobre el loess amarillo y pastoso, el fértil barro de China central. Los ruidos y los olores de mi instituto de Bachillerato se han transplantado a China pero sobre mi carnet de profesora hay esta vez: edad 30 años.
Bendigo al frío y a la lluvia que impedirá a la gente apresurada pararse a verme y me permitirá cubrir está insólita cabeza mía- pelo castaño que el sol aclara con reflejos rubios y rojizos, gran nariz occidental, grandes ojos rectos, tez clara- con una bufanda piadosa. De todas formas, aun cubierta de pies a cabeza, mi paso y mi aire me delatarán, pero es consolador el gris de la lluvia.
Mucho había huido de escribir sobre mí misma. Heme aquí haciéndolo; es más fuerte, siempre fue más fuerte que yo.
Respirando la lluvia contemplo fotografías: Es Rida, es París, Rida, que ha envejecido tanto en tan pocos años; es el Sena. Hoy es la lluvia, son kilómetros, es una alianza en una cajita de plata que rueda en el fondo de mi bolsillo. Hoy es inapelable pasado.
Septiembre
Hay frente al hotel una fuente redonda, en cuyo centro impone respeto un loto pétreo de triple corola. Los picos de las hojas dobladas gotean sobre el agua verde espeso. Calma. El sol reflejado, transparente como una luna a través de las nubes, no se mueve apenas. Los peces rojos y pardos, sacados de su siesta por las bolas de pan que les voy echando, las hacen rodar por el agua a hocicadas ansiosas. Parejas de libélulas se ayuntan largamente en el aire y vuelan sobre e agua, engarzados los dos cuerpos, con un frenético batir de alas. A veces rompen la superficie con la punta afilada del cuerpo naranja. Las larvas practican el esquí acuático a toda velocidad sobre sus largas patas. Los insectos giran con el encono de finales de otoño.
Hasta los peces y las libélulas, desde que estoy acodada en el borde, se han ido reuniendo frente a mí, hasta los grandes responsables han emergido del fondo y tratan en vano de poner orden. Hay ahora peces rojos, jaspeados de rojo y blanco, negros, amarillos, otros con alguna mancha roja y el resto sin color, pura transparencia de carne e intestinos.
China es el único país que conozco hasta ahora en donde el primer choque que siente intensamente el extranjero es el de la ideología. En otros lugares se resbala primero largamente por capas de exotismo y folklores, por sabores, sonidos, formas. Aquí son los comportamientos, las maneras de comunicación y de expresión las que llaman la atención: Militarismo, uniformidad, desidia o fealdad manifiesta en la estética cotidiana, gigantismo, repetición de los mass media, todo esto acude irremisiblemente a labios del viajero (junto con otros puntos positivos), pero, como viene, vuelve a tragárselo porque el que decide ir a China Popular no es el turista en busca de playas doradas sin más, sino el sociólogo, si no socialista o comunista, que busca la realización de una sociedad más justa, en avanzada hacia un mundo nuevo. Por ello el shock inicial le plantea un conflicto extremadamente agudo, que no puede resolver con los juicios y análisis acostumbrados, desconfía de las apariencias, desconfía del significado y de las tintas del vocabulario que trae consigo en su equipaje formativo: «militarismo», «estética», ¿tiene derecho a usar esas palabras occidentales?. ¿Y el riesgo de evocar con ellas realidades erróneas en un auditorio burgués?. Además, el visitante sabe que la China es vieja, grande y complicada, que ha dado soluciones extremas a problemas extremos. Y así entonces se produce en su interior el proceso inevitable de rechazo y culpabilización, se niega a haber percibido cosas fuertemente negativas, es inaceptable, y por lo tanto no es. Pero de hecho el choque ha tenido lugar, de ahí el sentimiento de culpabilidad, de ser traidor a sus ideales, infiel a sus convicciones. Varios factores concurren en su estado de ánimo: el principal él es el sentimiento de que todo lo negativo que se diga sobre China es dar parto al sistema capitalista para combatir el socialismo: «El que no está con vosotros, contra vosotros está».
Hay luego el dilema personal del viajero decidido a admirar encarnizadamente cuanto sus ojos vean, y también una serie de intereses creados: su venida no ha sido cosa fácil y se debe a la mediación de amistades. A partir de su llegada se encuentra rodeado de atenciones minuciosas, comodidades, las deferencias respetuosas debidas al «especialista extranjero». Sus sentimientos de desagrado, sus juicios de madurez política y conciencia socialista, sino también de ingratitud. Cristaliza pues todo ello en un sentimiento de culpabilidad (la culpa, no encontrando salida hacia el objeto exterior que la motiva, se vuelve contra el sujeto) y en su sistema de defensa-adaptación que consiste en aprobación general, salvo pequeñas críticas de detalle justo para aprobar aún más el conjunto.
El deseo y la necesidad de creer, de asentir, es tal que todo es explicado o como bueno, o como lo mejor dadas las circunstancias, o como lo que aún es perfecto pero va necesariamente a serlo; nunca algo es juzgado netamente de nocivo o erróneo.
No es posible dejarme en el hotel todos los días doce horas, ni aparcarme en mi habitación el sábado a mediodía para recogerme el domingo si hay visita. Me agarro como a un clavo ardiendo a toda oportunidad de contacto, pero no ignoro que Mei distribuye la labor de acompañarme, de la que la dirección del instituto es responsable, entre mis colegas. Voy con el que le corresponde al restaurante o de paseo, procuro olvidar el carácter de obligación y juego a que es una salida normal entre amigos, pero, pese a la cordialidad que se va tejiendo entre nosotros, siempre su trato respecto a mí estará empalado vivo por las reglas, Recuerdo una horrenda tarde dominical en la que le cupo a Chou, el joven silencioso y hosco, arrastrarme. Me esperaba junto al coche con una pequeña sonrisa tirante.
– Voy a dar un paseo por la vieja muralla, Chou. Ya dije muchas veces que no me gusta ir en choche por la ciudad, no hace falta. Quiero andar.
– Yo creo que sí hace falta. El coche es mejor para usted. Me parece que sé lo que es mejor para mí, en realidad, ¿para quién es mejor, para mí o para ti?.
– Para los dos.
Dejé el choche al llegar a la muralla. Chou se niega a decirme por dónde se sube, aunque estoy segura de haber visto gente paseando por ella. Rígido, silencioso, marcha a mi lado cumpliendo su penoso deber. Vamos por la calle que desemboca en la estación. Los grupos sentados en cuclillas para hacer tiempo hasta la salida de sus trenes, vuelven la cabeza para mirarme con asombro. Chou traga saliva y se apresura a grandes zancadas. Yo me agarro, me agarro a cuanto puedo antes de verme encerrada de nuevo en el hotel, me agarro a los escaparates, hago un movimiento hacia una callecita pequeña más tranquila pero Chou rehúsa que vayamos por ella.
– Me gustaría tomar un té- pido.
– No se vende té. Sólo hay restaurantes. En el hotel lo tomará.
Marcho con toda la humillación de esta compañía forzada. Es la mitad luminosa de la tarde de otoño, como una naranja desgajada en dos, cuando Chou me deja en la puerta del hotel.
– ¿Quiere que la acompañe hasta dentro?.
– No, no, no. Gracias. Adiós.
El cielo azul brilla, impecable, sobre una ciudad repleta de seres humanos que pasean, reman en los parques, se visitan y meriendan en las casas. Nadie me ha dicho, nadie me dirá jamás «Ahora que estamos de pasada por este barrio, ven conmigo a casa de estos primos, y, cuando anochezca, podemos salir a comprar unos bollos y fruta y comerlos paseando por las afueras». Parada en la puerta del hotel, frente a la verja, siento ya pesarme en la nuca las miradas convergentes de los ocupantes de la garita de guardia.
El sol oblicuo barre la avenida, blanquea el gigantesco patio de acceso al hotel por el que acabo al fin entrando, como el animal que empieza a someterse a la doma. Espejismos de olores, a frito, a colada, a casa, a una casa, entrar ahora en una casa, con gente viva y normal dentro, con objetos sin preparativos, ay, husmearía creo hasta las sábanas, la verdura que sobró del mediodía, los lápices de los niños, los tazones húmedos, la carbonera; me arrimaría a ellos, iría recogiendo el calor dejado por sus sombras en las paredes. El hotel crece mientras tanto, sus columnas no tienen fin y el conjunto presenta la fealdad sobrecogedora de una cara muerta gigante, con su diadema, su epitafio de caracteres, y la oquedad verde y marrón de los apartamentos.
La ciudad de Sian, repetitiva y extensa, da la impresión de ser muy reducida, quizá porque, como la misma Pekín y tantas otras no corresponde a lo que nosotros llamamos «una ciudad», a calles y avenidas salpicadas de comercios, oficinas, espectáculos… . Los centros de población chinos se reagrupan, cuadrangulamente, en bloques de habitación y unidades de trabajo, cada uno de ellos con su restaurante, y su cooperativa, su sastre y su barbero, en locales idénticos a los de la unidad siguiente. Y en el centro, en el que se cruzan las dos o cuatro grandes rutas, los Grandes almacenes de tres o cuatro pisos, algunos restaurantes y tiendas, y se acabó el centro. Mis paseos eran forzosamente limitadísimos, mi presencia allende las grandes arterias hubiera cuadruplicado la curiosidad. Nunca había echado más de menos la capa que vuelve invisible. A falta de ella, me encargué dos trajes chinos, pana negra, dril azul oscuro, blusas de algodón blanca y gris.
– ¿Por qué en colores oscuros?. Tú eres joven, puedes llevar colores claros, o dibujos – me había regañado Mei.
– Nada, nada; el uniforme, y lo más uniforme posible. ¿Sabes que en las cárceles de occidente llevan uno así?.
– ¿Cómo en la cárcel?. Bueno, ya te voy conociendo, siempre estás de broma. Con otra tela estarás más bonita.
En la sastrería nos dan té y muestran figurines. Así pues, tras la aparente monotonía, hay moda, detalles case imperceptibles de bolsillos, corte de la chaqueta, forma del cuello. Las blusas femeninas llevan en el cosido de la manga al puño un menudísimo fruncido. Consignas y educación han impuesto un uniforme proletario -que también justifican el frío de interiores mal acondicionados, el racionamiento de la tela de algodón y la economía- pero bajo la similitud se manifiestan, como en todos sitios, preocupaciones de estética, lo mismo que en mi colegio inventábamos cada alumna mil y una formas de personalizar nuestro uniforme. En China las elegancias, llevadas con el máximo disimulo, van a residir en la calidad de un tejido, en la finura del acabado; la coquetería se desahoga en los detalles: calcetines femeninos finísimos, en nylon a punto de media, con bordados, los pañuelos de bolsillo, los pañuelos de cabeza en roja y turquesa vivos, la blusa invisible bajo los estratos de ropa.
– Es la moda cebolla -les digo-, a capas.
Y en las mujeres, al final, camiseta de manga larga y debajo un terrible sostén de castidad, grande y aplastado. Coquetería y erotismo se centran en esa zona neurálgica que son el escote y los senos; de ahí los altos cuellos a los que sólo en la canícula se desabrocha el primer botón, los cuellecitos camiseros que asoman siempre modosamente sobre los suéteres. La estética, como la sexualidad, se ignoran al parecer de cintura para abajo. Los anchos pantalones estrechados a partir de la rodilla sentaban realmente tan al que hasta a las occidentales prochinas más incondicionales les faltó valor para usarlos.
Nada tan confortable como la seda, la maravillosa seda china, ligera, cálida en invierno, insensible en verano. En el fondo de las tiendas, colgadas de las paredes, relucían las chaquetas de seda enguatada en el esplendor de su rosa salmón, verde brillante, melocotón.
Terminadas las prendas, fui guardando, entre grandes cantidades de naftalina, las faldas, a las que había sacado todos los bajos. Mi equipaje, reducido y seleccionado, era, aún así, inútil. Aparecí desde entonces con el uniforme pero nunca tuve valor para apresarme el pelo en dos coletitas. Iba con el traje chino, pero me miraban de todas formas:
– ¿Y si me vendo la nariz, como las mujeres antes los pies?.
Seguramente ni así.
Cuando llego a mi sección, de estreno, hay comentarios:
– Pues no parece muy uniforme -dice Chou.
– Le está muy bien -Hao.
– Ese tipo de chaqueta es de hombre, las mujeres nunca lo llevan con cuatro bolsillo -Fan.
– Me gustaría hacerme una chaqueta clásica, abrochada a un lado -digo.
– ¿Cómo las viejas?. ¿Una extranjera?. ¡Qué ridículo! -Chou siempre con ese tacto…
– ¿Por qué ha escogido colores tan oscuros? -me pregunta disgustado Chung.
– Para que se me vea lo menos posible.
– Usted es una mujer joven, ¿por qué no se pone telas de flores?.
– Tú sabes que aquí no soy una mujer. Soy un animalito extraño. Estoy quitando público al oso panda del zoológico. No soy una persona realmente.
– No diga eso; no es verdad. Es una mujer, y muy bonita.
– ¡Bonita!. Debo parecerles monstruosa, con mi nariz enorme, mi pelo, mi forma de cara. Para vosotros somos horribles los extranjeros.
– No. Sabemos distinguir.
En otra ocasión Mei me condujo al cine, lo mismo que en el teatro, una multitud se agolpaba a las puertas.
– Siempre es difícil conseguir entradas -me dijo- La sala es grande, pero hay tanta gente…
Hace años, en uno de los tímidos intentos de introducir cine de humor, se filmó una película sobre las vicisitudes de unos hinchas para hacerse con entradas de fútbol; la película y su género fueron excomulgados y fulminados por las altas iras, y, con ella, todo intento de llevar a las pantallas o escenarios personajes medios, es decir, no heroicos. Para cualquier espectáculo, en Sian como en Pekín, hay siempre grandes cantidades de aspirantes a espectador, generalmente son las unidades de trabajo las que gestionan la obtención de localidades. El espectáculo es enormemente repetitivo y estereotipado, pero, por ausencia de competencia y abundancia de público, encuentra buena acogida.
En la pantalla, orlada de citas, se proyecta una película muy antigua en blanco y negro, sobre la guerra antijaponesa. Lo mejor era la esperpéntica caracterización de los invasores, monstruosos, jorobados, pequeños, encogidos, miopes, violentos, estúpidos. El pequeño héroe guerrillero los burla o resiste impávido sus golpes brutales. Mei llora a torrentes, los temas sentimentales se le suben tan rápido a la cabeza como el alcohol.
Algunos occidentales se asombrarían ante la facilidad con que los chinos, reputados de impasibles, lloran. Lo he visto con harta frecuencia, cuando la radio, la imagen o el discurso reproduce, como es de uso, las tristezas de alguien bajo la antigua sociedad, la invasión japonesa, los traidores del Kuomingtang, entonces la reacción sentimental no se hace espera y en menos que se cuenta ya se tiene a las tres cuartas partes del público femenino bañado en llanto. Pero, como la sonrisa, las lágrimas parecen también corresponder a otros estímulos y a otra finalidad que en Occidente, noto que aparecen y desaparecen con rapidez y unanimidad, como cierta convención social o un reflejo ante estímulos muy generalizados y muy fijos.
Otra tarde, después de la siesta sagrada, algunos de mi sección me acompañan a dar un paseo en el camino de vuelta a la ciudad. No muy lejos del instituto se encuentra, desviándose a la izquierda de la carretera por un sendero de arena, un pequeño parque. Fue un templo, encierra pabellones de una planta, césped, setos, flores, dos torrecitas, animales de piedra caídos de sus pedestales, columpios y juegos para niños. Los edificios conservan la gracia de líneas de sus aleros curvados y celosías de madera. En este jardín pequeño, sin lago para remar que atraiga gente, es posible hallar una casi apacible soledad. Algunos pabellones están siendo reparados, se repintan de nuevo las paredes de rojo, se coloca en pie, sobre el caparazón de una tortuga, una estela que yacía por tierra, y, en cada muro lateral de ladrillo, hay aplicado un gran panel con citas de Mao. Los tejados debieron ser en tiempos deslumbrantes, cubiertos de tejas turquesa; hoy sólo algunas rosas azules esmaltadas relucen en las cornisas. Son los rubios días de otoño. En un puesto junto a la carretera, se liquidan las últimas sandías, tan abundantes y exquisitas en la región.
Volvemos hacia la parada del autobús. Pegada a un poste hay una hoja grande con caracteres.
– Es el pregón sobre la condena de varios criminales, enemigos de clase -me explican, contestando a mi pregunta.
– ¿Ponen sus nombres?.
– Naturalmente; para que todo el mundo se entere de lo que han hecho y del castigo a sus delitos.
– Pobre gente…
– ¿Cómo pobre gente?. De ninguna manera hay que compadecer a los enemigos de clase.
(«enemigos de clase» son del ratero vulgar al criminal político, y aun este criminal político, teniendo en cuenta la situación, dudo mucho que pase de criminal político platónico).
– Es que no me gusta eso de publicarlo; no creo en el efecto de esas ejemplaridades, y, sin embargo, destruyen toda posibilidad de recuperación.
– No. Con los enemigos hay que ser inflexible. Tú eres una humanista. Vivimos en continua lucha de clases, sin cuartel.
– Pseh, lo seré, qué se le va a hacer.
Fáciles, abundantes lágrimas por un lado, y por otro estricta sequedad y sana cólera revolucionaria. Voy entreviendo algo como un acondicionamiento en blanco y negro, una polarización de reflejos y actitudes sorprendente; y eficaz. Pero sin duda yo soy una mezquina humanista, no puedo encauzar cuanto veo en el solo plano de la eficacia inmediata, con todas sus raíces, sus razones, su planificación futura; gestos y hechos son ahora, en personas y momentos determinados, y es ahora que modifican sus vidas limitadas. Ayudar sí, cuanto pueda; esforzarme por comprender por supuesto; pero no abdicar de la observación de la meditación sobre gestos, comportamientos, actos. No puedo arrendar estos «ahora», estos yos vivos, por el Ayer y el Mañana, por las grandes mayúsculas de los grandes Destinos, de las grandes Premisas y Paraísos, que deberán ser nutridos para el futuro con siglos y multitudes. Observo, observo.
También aprendo lentamente la paciencia de clausura, la autodisciplina que debe llenar mis horas, y escribo.
– Al lado vuestro, debo de parecer muy violenta, muy mal educada; perdonad -les digo-. Además, en mi país somos más impulsivos que los europeos del norte.
En su ambiente comedido, respetuoso, ¡qué brusquedad no deben tener mis reacciones, mis patinazos. Es, en el plano del carácter, como si me paseara ante ellos desnuda, chocantemente desnuda. Esa libertad es el único privilegio que me otorga mi condición de animal extraordinario.
– No debe enjuiciar precipitadamente, sin esperar, ver, tener paciencia -me reprende con delicadeza Chung-. La gente dirá que no vale la pena mostrarle algo, que no espera.
– Tienes razón, pero, de todas formas, soy un elemento tan extraño… ¡A quién le importa lo que digan de alguien como yo…! -digo.
– Me importa a mí -responde él con calor.
Chung y Fan son mis profesores de chino, se alternan cuatro días por semana, habiendo obtenido para ello previamente la autorización de Mei. Chung es un profesor excelente y un erudito en el que se reconoce rápidamente al licenciado de la universidad de Pekín. Viene de una familia de profesores. Tras la Revolución Cultural trabajó tres años en el campo, luego se le destinó a Sian,. Aunque «está contento con Sian porque trabaja para el socialismo chino», sueña con Pekín, al que vuelve una vez al año en vacaciones. Sufre violentos dolores de estómago y fuma incesantemente. Tiene una maravillosa caligrafía. La primera vez que me escribió unas frases en el cuaderno no pude menos de exclamar, pese a mi total ignorancia:
– ¡Qué bien escribes!. ¡Es precioso!.
– ¡Oh no!. No digas eso. -se excusa, enrojeciendo de placer.
Ataco el chino puramente conversacional, que transcribo fonéticamente. Lo más urgente es hablar y entender. Luego, mucho más tarde, vendrán los caracteres. Chung y Fan pronuncian con lentitud, repiten, a veces grabo las lecciones, Me gusta la lengua. Las camareras del hotel se divierten con mis balbuceos y también me enseñan.
A la hora de la siesta me quedo en mi despacho. Sobre el sofá han dejado una manta y un almohadón que no uso. Leo, escribo. Paso a máquina. Todos duermen, siguiendo a Lenin. En esto se abre la puerta y entran cinco niñas de once a seis años. Vienen, en expedición furtiva, a explorar el despacho de la profesora extranjera. Entran al principio con timidez, que se les pasa pronto, miran los muebles, la máquina de escribir, prueban el sofá y los sillones, me muestran las labores de ganchillo que están haciendo; intento usar mis cuatro frases de chino y ellas se convierten rápidamente en profesoras, repiten los nombres de los colores, señalando a su ropa, los escriben en la pizarra, las imito, me corrigen. Las muchachitas se convierten visitantes asiduas, suben de puntillas hasta el segundo piso, se deslizan hasta mi puerta, entran con grandes sonrisas. Trazan caracteres en la pizarra, pronuncian, repito; y, cuando lo hago bien, una de ellas se mete la mano en el bolsillo y me da un caramelo.
El buen ambiente y la extraordinaria valía de Chung como profesor llevaban mi chino sobre ruedas.
– ¡Nunca he visto a un extranjero aprender tan rápido! -exclamaba Chung. Había sin duda dado clase a muy pocos extranjeros, pero la verdad es que iba asimilando y comprendiendo a ojos vistas, era la puerta esencial para no quedar reducida para siempre al círculo de los intérpretes y profesores de español, la puerta hacia la gente llana; eso pensaba yo al menos.
Domingo. Nada en el programa oficial de visitas. Mei y Chung han venido a buscarme para dar un paseo matinal. La gente se apiña en las tiendas, que están todas abiertas. En muy buena lógica, en China se piensa que es necesario que los trabajadores encuentren los comercios disponibles en su día libre, máxime en un país en el que no existen más vacaciones que media docena de fiestas repartidas en el año y en el que la semana laboral es de seis días.
Unos pasos delante de mí, una anciana se bambolea sobre los muñones de los pies, dos pezuñas enfundadas en terciopelo negro. Si en el resto del mundo la mujer ha sido (y es aún en gran parte) el proletariado del hombre, en la China antigua ni siquiera debió de ser el animal doméstico.
– Mei, y si no hubiera habido la Revolución, seguirían hoy así… Es horrible -digo.
Mei no soporta mi mirada, de extranjera horrorizada, fija en esos pies. Responde con viveza y, por vez primera, sin atribuir exclusivamente al Partido todo progreso:
– No. De todas formas, no seguirían así. Ya cuando yo era niña las cosas habían cambiado. En el campo se hacía esto pero no en las ciudades, entre la gente con algo de educación.
La práctica de atrofiar los pies es de por sí elocuente sobre la situación tradicional de la mujer china y se pasa de comentarios, tanto más si se considera que no ha sido moda de un año, sino costumbre adoptada desde el siglo VIII d.C. hasta 1911, y practicada, no sólo por la aristocracia refinada, sino por todas las clases sociales, incluidas los campesinos pobres, especialmente en el norte.
Al parecer la idea se debe al preciosista emperador Nan T’ang. Puesto que tanto se alababa el pie menudo en la mujer, ¿por qué no reducirlo artificialmente?. Y no faltaron desde entonces hombres poetas para alabar esos muñones, hombres doctos para escribir tratados sobre la forma de vendar los pies, hombres de gusto depurado y exigente para enumerar las cualidades de la perfecta pezuña carnosa. Los cuerpos femeninos desnudos y lisos de los grabados eróticos antiguos se terminan en dos botines redondeados de terciopelo. En el juego del amor este calzado rojo, negro, debía -como las botas en Occidente- añadir un excitante mórbido. El pie era vendado fuertemente de niña, de forma que el empeine se curvara, y causaba la operación grandes dolores durante meses.
La costumbre fue prohibida en 1911 por la República, pero continuó practicándose hasta mucho más tarde. Tanto en Pekín como en otras partes se halla gran número de ancianas con los pies vendados.
Los chinos hoy reaccionan con extrema sensibilidad ante lo que aún testimonia en vivo de esa costumbre atroz. Está prohibido en el teatro que aparezcan mujeres con pies vendados, las fotografías que de ellas puedan hacer extranjeros les es a los chinos particularmente irritante. Otros caracteres de la China tradicional pueden borrarse, apartarse, velarse. Dentro de diez, veinte, treinta años, también éste reposará en la discreta penumbra de los libros de Historia; pero hoy por hoy no se pueden cortar las extremidades como la coleta. Hay razones para creer que para los chinos el espectáculo de los pies atrofiados es particularmente punzante.
Los niños que veo pasar son realmente deliciosos, y los chinos los visten con todos los colores, brillos, adornos, de que ellos se abstienen, los transforman en pelotitas enguatadas rojas, les ponen gorros fantásticos, de conejo, de búho; al menor soplo de viento les envuelven en nylon , como a un confite en celofán. Estos niños de peluche corren con las manos pringosas de caramelo o polo, en medio de su trote me distinguen, y se quedan parados, el dulce a medio camino de la boca, los ojos absortos. Todos y todas se llaman «Siao tal», «Siao cual» («siao» es pequeño en chino). Muchos van rapados a la manera campesina, con una tonsura que sólo deja un poquito de pelo oscuro en círculo o hacia la frente. Luego se recobran de la sorpresa que les ha producido y se apresuran a tirar de la manga a papá o a la abuela, contarles lo que han visto, señalarlo.
En los Grandes almacenes las escaleras están llenas de los que suben y bajan, en los descansillos se sientan mujeres con sus bultos y sus críos alrededor. Hay varios pisos y se vende de todo, desde pastelería y medicinas tradicionales en el entresuelo hasta instrumentos musicales en el último. El ritmo de compras confirma la impresión de prosperidad de la región y de la villa. En tarros grandes de cristal y en botes pequeños de lata, se venden, en la sección de perfumería, cremas de belleza de apetitosos colores: amarillo yema, fresa, menta, nata. Inesperada frivolidad.
– Son para que no se seque la piel en invierno, con el viento y el frío. -aclara Mei.
El almacén de impresión sobre todo de abundancia, más que de variedad, en el sentido de que hay bastantes artículos pero dentro de cada artículo muy pocos modelos y variaciones. El departamento de telas es deslumbrante, en especial en sus sedas y rasos. Los sintéticos se venden bien, máxime no estando, como el algodón, racionados. ¿Dónde van a parar estos colores, estos dibujos?.
– Es para los niños -me dice Mei-. También nos gusta poner tonos vivos y estampados en las cortinas, las colchas.
– ¿Y para blusas, para faldas?.
– ¿No tienes faldas tú?.
– ¡Yo ya soy vieja!. Eso es para las muchachas en verano.
El modelo de falda, que he llegado aún a tiempo de ver en Pekín, a veces era estampada, pero casi siempre era el ejemplo más conseguido del uniforme de colegio de monjas hace veinte años: una campana negra de grandes pliegues irregulares cuyo borde casi se encontraba con el calcetín, que no deja de usarse en verano, mientras que ni la media ni el vestido existen, como tampoco los tacones. El calzado de cuero es caro y escasea, se ve normalmente en las mujeres zapatos planos de pana negra con una hebilla, y, en verano, sandalias de plástico.
Voy de mueble en mueble, deteniéndome lo justo para que no de tiempo a rodearme. Admiro una vez más ese tipo de sostenes cuasi ortopédicos y las dimensiones inauditas de las bragas. Busco loza tradicional pero sólo encuentro más o menos fina, de fábrica, y pirámides de termos decorados con rosas y osos pandas.
Al descender la escalera más de uno se chafa contra el que va en sentido contrario por irme mirando. Yo en cambio estoy ocupadísima en el difícil deporte de no pisar lo innumerables escupitajos. Había leído que en China se había acabado con la costumbre de escupir; tal vez vuelve a estar de moda estos años. Lo cierto es que en Pekín se escupía por la calle y se hace con un acompañamiento sonoro de estero por demás llamativo; el que avisa no es traidor y en Sian se escupe por todas partes, incluido en clase, en el instituto.
– Es muy sucio -me dice Mei, pulcramente indignada-. En Pekín no pasa.
Desde luego siempre sorprende que el interlocutor carraspee de improviso ferozmente y expulse un sonoro gargajo. ¿Por qué este afán de eliminación de saliva superflua?. ¿Quizá por la climatología, con frecuencia ventosa y polvorienta?.
– Esta tarde podemos ir al parque- me dice Mei.
– Mei, esta tarde tú te vas con tu marido y tu hijo. Ya está bien de estropearte domingos.
Mei defiende lo de no es molestia, etc., con poco vigor, y cede. Iré con Chung.
Los días continúan siendo hermosos. Aún no me había hecho mis trajes chinos, y, cuando Chung viene, estoy preparada para salir con falda. El insinúa:
– Tal vez sería mejor que se pusiera un pantalón, La gente en el parque tiene poca costumbre…
Me cambio y salimos.
– Hay un lago muy grande y barcas.
– Entonces remaremos, ¿verdad?.
– Sí, ¿por qué no?.
– Pero como todo el mundo, Chung, sin atenciones oficiales.
A la entrada justo nos recibe la encargada del parque, que me va dando una charla sobre el jardín, su historia, plantas, utilidad y conservación. Luego viene el té.
– ¿Vamos a remar?. Si no, no tendremos tiempo.
En el embarcadero la gentil guía nos indica una gran barcaza techada, historiada y pintada, lista para las visitas honorables.
– Pero yo quería remar, Chung.
Mi tímido acompañante sonríe, impotente. Se nos mete en la barcaza, que su conductor hace avanzar clavando una pica en el fondo, y damos una vuelta por el lago entre la expectación general de los ocupantes de las barquitas.
De vuelta a la ciudad vamos a cenar. Los restaurantes cierran muy temprano en Sian.
– Tomemos un autobús.
Pero es la hora punta y en las batallas campales por entrar por la portezuela nadie para mientes en mí, para gran desesperación de Chung, que musita:
– Hay un amigo extranjero, un amigo extranjero.
Dejamos pasar dos autobús; como se entra y sale por todas las puertas a la vez hay una lucha simultánea entre los que bregan por descender y los que trepan. Un hombre se encuentra al fin en la acera, sudoroso; desde la puerta del autobús que acaba de abandonar una de las pasajeras grita:
– ¡Tonshe (camarada), eh tonshe!.
Y le tiende su cartera, que había dejado caer en las apreturas.
Vamos pues andando y Chung me introduce, ¡oh desesperación!, en la sala especial de un restaurante especial, uno de esos reservados frígidos y clásicos. El restaurante está en lo que debió de ser una casa elegante, con graciosos patios interiores decorados con plantas, a los que se abren pabelloncitos de celosías de madera. En la pared del reservado hay una magnífica reproducción caligráfica. T’ang, esos antiguos caracteres chinos aún jeroglíficos, figurativos. Es un placer para Chung explicar y para mí oír las transformaciones del esquema del pez al signo que hoy le representa.
– Me gustaría tener uno de estos dibujos caligráficos.
– Cuando vayas a Pekín los encontrarás fácilmente, y más variedad.
– Es cierto que iré a Pekín, lo advertí desde antes de venir.
– Par ti es mejor, pero lo lamentaremos.
– ¿Y crees que yo no?. Me gusta mucho el instituto, vosotros, mi trabajo; pero ya ves, me es imposible moverme una sola vez normalmente, todo en mí llama la atención -me llevo maquinalmente la mano a la cabeza, comparo el cabello recio y cetrino de Chung con el mío ligero, cobrizo bajo la lámpara.
– Mei me ha hablado de un producto para teñir de negro el cabello, tengo ganas de hacerlo, créeme, para no parecerles tan horrible.
– No -responde Chung, mirando el cuenco que tiene delante-. A mí me gusta su pelo rojo.
Hay un silencio. Despacio observo y considero esa delicadeza de las cosas que se disponen frente a mí, los tazones semitransparentes, los platitos y las cucharas de porcelana diminutamente decorados, los palillos de calidad superior, de ahí los ojos van a la ventana, a sus cortinas de hilo bordado, a sus celosías de madera, luego paso a los respaldos de los sillones, miro de nuevo las caligrafías. En todo el mismo motivo, una curva trenzada sobre sí misma, los meandros de un milenario río, una línea sinuosa, génitrix, preciosista, vuelta hacia sí y otra vez hacia sí, su espiral quebrada en la madera de las celosías, recortada en los caracteres T’ang, serpenteante en los muebles.
Cuando llega la nota empieza la fatigosa lucha de costumbre: por mi eterno estatuto de huésped honorable se me introduce cada vez en caros reservados y se me dan caros menús, pese a todas mis protestas de igualdad. De ello resulta la incómoda situación con la persona que me acompaña, que, yo bien lo sé, no puede permitirse, sin descabalar su presupuesto mensual, tales excesos. Insisto en pagar.
– Déjame. Es normal, cobro mucho más.
– Si te gusta, paga lo tuyo, pero no todo.
Mi sueldo, flaco al cambio europeo, es enorme si se compara con el de un chino. Los profesores del instituto cobran entre cincuenta y sesenta yuanes al mes, según la antigüedad. A mí se me ha asignado como salario definitivo 460 yuanes mensuales (1 yuan = 30 pts), de los que puedo mandar o reservar el 50% en divisas, y se me ha dado una cantidad equivalente en concepto de gastos de instalación. Normalmente el sueldo se fija a los dos meses de trabajo, en Sian me han asignado bastante pronto una suma que me parece elevada y a la cual no presto gran atención; realmente en China mi última preocupación es el dinero y además estos yuanes, contando con alojamiento gratuito y en esas condiciones de vida, suponen una situación de rey Midas. Nunca el dinero me fue más inútil, más ficticio, podía acumular sedas hasta el techo de mi habitación, ¿y qué más?, ¿botellas de vino rojo dulce?. Se hacía lo que se podía sin llegar al delirium tremens. A primeros volvía de clase con el bolso lleno de inútiles billetes y los remordimientos de comparar mis ingresos con los de los camaradas. ¿Hasta qué punto eran ellos realmente indiferentes a esa disparidad, ellos, tan sensibilizados por la propaganda contra las desigualdades, la vida burguesa de lo intelectuales, las pretendidas superioridades de los y lo occidental?. Y sin embargo, mientras el aislamiento y status social del cooperante fuera tal, sin remisión, lógicos, y en realidad, bajos en términos de cambio, eran sus sueldos, aunque resultaran principescos a ojos chinos.
Las gentiles camareras me introdujeron en la habitación uno de los tiestos de crisantemos que adornaban la entrada del hotel; les dí las gracias aunque el efecto se me hacía funerario. Por entonces recibí una compañía inesperada. El domingo por la mañana, al abrir los ojos, oí un ruido de papeles en el mueble colocado junto a la pared opuesta; allí había dejado algunos bollos secos de harina y aceite. Sin moverme, volví la cabeza, y vi un ratón pequeño, gris claro, hurgando en el paquete, luego desapareció a toda velocidad.
– ¡Un ratón!. ¡Hay un ratón en mi cuarto!- me apresuré a anunciar la buena nueva a Hao y a los demás. Por la tarde dos camareros conducidos por Mei aparecieron con un siniestro aparato inquisitorial, una ratonera de hierro.
– ¡Ratonera! ¡pobrecito!. No, Mei, estoy contentísima de que haya al fin alguien. De ratonera nada.
– Humanista animalista -me acusó Chung.
Pero yo cuidaba mi ratón, este intrépido ratón chino venido a visitarme espontáneamente, como los presos cuentan que amaestran los suyos; le dejaba diariamente trozos de bollo cada vez más en el centro de la habitación, más cerca del mueble donde yo escribía. El animal corría ante mis ojos sin reparo. Cuando, por la noche, yo trabajaba a la a luz de la lámpara le veía por el rabillo del ojo ganar la zona iluminada en la que había colocado el trozo de bollo, husmearlo y llevárselo hacia un rincón.
– Iré y mataré ese ratón, Rosúa -me decía siempre Hao con tono amenazador.
– Te guardarás muy bien.
Una noche que Hao estaba en mi habitación el ratón atravesó como un rayo.
– ¿Qué es eso? -saltó Hao -Lo voy a matar- y se puso a buscar bajo el tresillo.
El ratón y yo continuamos en una simbiosis apacible. Posteriormente me mudaron de apartamento y me pregunto qué fue de él.
Mi «animalismo» resulta tanto más chocante cuanto que en China los animales sólo son apreciados estrictamente en función de su utilidad económica o estética. En las casas se encuentran con frecuencia, en pequeños acuarios, peces rojos, pero jamás perros ni gatos (excepto en el campo). El reducido espacio de las viviendas y lo mal que sería visto desperdiciar comida en alimentarlos excluye a los animales domésticos. Las bestias de carga, que abundan ya que hay muy poca motorización, tienen aire apaleado y huesudo. La «operación antigorrión», acusados estos volátiles de comer demasiado grano, los exterminó por millares hace años. Hoy reanudan sus revoloteos sin que se les preste atención. El movimiento antimosca, por el contrario, sigue en vigor. En 1952 se lanzó, en el marco de la salud pública, el movimiento de las «cinco exterminaciones»: moscas, mosquitos, pulgas, piojos y ratas. En 1959 fueron muertos un millón de gorriones, millón y medio de ratones, cien mil toneladas de moscas y once mil de mosquitos (1). Ahora hay pocas moscas y mosquitos, pero, naturalmente, existen. No comprendo como muchos autores dicen no haber visto un mosquito en todo su viaje por China. El odio a la mosca es bastante para que, por importante y oficial que sea una discusión, si aparece una, los responsables chinos palmeen el aire con energía, den manotazos, acudan al matamoscas, hasta eliminarla completa y cabalmente. Recuerdo haber visto en un manual de español hecho por profesores chinos una frase como ejemplo de uso del sustantivo «emulación»: «…cazaron moscas con emulación socialista. Hubo quien mató dos mil moscas diarias. Al cabo de cierto tiempo empezaron a escasear las moscas».
Todos hemos estudiado que en Asia Central se encuentran grandes mesetas cubiertas de un limo fértil llamado loes. Es la región de Sian, es, entre otras, la provincia de Chensí. Este barrillo fecundo fue también mortífero; sus aluviones rellenaban la cuenca del río Amarillo y provocaban los fatales desbordamientos. La región muestra hoy un riquísimo paisaje verde, cultivado en terrazas hasta el último ápice. Lomas y terrazas abundan más según se aproxima la montuosa Yenán, que, como capital de los soviets chinos, sede del Ejército Rojo durante la larga guerra, final de la Gran Marcha, cuartel de Mao y los suyos, es hoy Tierra Santa de China Popular y centro de peregrinaciones.
Cuando estudié en mi instituto madrileño la fertilidad del loes de Asia Central no imaginaba que lo iba a conocer a conciencia. Uno de mis primeros domingos en Sian me habían proyectado una visita a la tumba de la princesa Yung Tae, de los T’ang, muerta a los 17 años y sepultada junto a su esposo. Era sobrina de la legendaria, y perfectamente histórica, emperatriz Wu Tsu-Tien. Recluida Wu Tsu-tien en un monasterio budista tras haber sido concubina del emperador fallecido, el hijo sucesor, Chen Kao-tsung, la hizo traer a la corte de nuevo para compartir su lecho. Años más tarde, desde el 660, aquello mujer bella, muy inteligente, terrible, había eliminado a todos sus posibles competidores, era dueña del poder, y así reinó hasta el 705 como emperatriz de China, manteniendo con mano férrea la unidad del país, desembarazándose prestamente de quien no le convenía, y ordenando construir impresionantes conjuntos de estatuas búdicas.
Tsu-tien era budista ferviente, y su amante un joven monje al que hizo después abad. Ella subvencionó el conjunto escultórico de fama mundial: los gigantescos Budas de Loyang, esculpidos en los riscos y grutas de Lung-men.
La zona que se me llevaba a visitar era el «Valle de los Reyes» de los T’ang. La tumba de Yung Tae parecía ser la única abierta al público, pero más allá se alzaban majestuosos las, más que falsas colinas, falsas montañas que albergaban los sepulcros imperiales. El sendero hasta el montículo estaba todo él guardado por dos filas de estatuas impresionantes: guerreros y notables cuyas manos descansaban en el pomo de la espada, que sostenían vertical, hincada entre los pies, larguísimas mangas flotantes, peinado recogido en moño alto, caballos alados y caballos terrestres y ensillados con el caballero a su lado, una pareja de los feroces y familiares leones, todo fauces, bucles y garras; en filas ordenadas, un grupo de reyes bajo vasallaje T’ang se cogían las manos sin espada en el interior de las mangas. A todos ello -como a los caballeros desmontados de más abajo- les faltaban las cabezas y sus filas decapitadas tenían algo de Santa Compaña gallega. Una estela enorme y otras más pequeñas, todas de época, estaban cubiertas de inscripciones, a las que se añadían en otras placas las modernas sobre el lugar.
La visita comenzó por la tumba de la princesa, una obrita maestra. Se descendía por una rampa subterránea hasta donde se hallaba la pesada sepultura, en piedra negra cubierta de grabados que reproducían la vivienda y la vida cotidiana. Todo a lo largo el pasillo estaba decorado con frescos, algunos restaurados, en otros era posible ver los originales y, en vitrinas incrustadas en el muro e iluminadas, se exhibían los objetos del ajuar funerario, estatuillas de unos 20 ó 30 centímetros, de expresionismo admirable y reproduciendo todo un mundo: guerreros, caballos, sirvientes, doncellas, damas de la corte, dromedarios, bufones, etc. Las losas de las puertas -losas enmarcadas, al parecer, antes de la violación de la tumba, en madera y oro-, relataban en sus caracteres sobre el mármol negro la vida y posesiones de Yung Tae y de su esposo.
En la cámara funeraria llamaba la atención al entrar una pintura mural de varias mujeres en procesión. Eran figuras que recordaban a la Venus de Botticelli, tan exquisitamente femenina ésta en su desnudez como aquéllas en los pliegues de un ropaje que dejaba ampliamente al descubierto el escote. La sonrisa de una de ellas, iluminada por la vela que llevaba en la mano, se me ha quedado grabada como una de las obras de arte en la que se ha plasmado más profundamente el encanto femenino. La desaparición de mis notas de la época ha revuelto en una corriente vaga, ora subterránea, ora a flor de memoria, mis recuerdos, llevándose los datos, las medidas, la disposición exacta, la leyenda de las inscripciones, el emplazamiento seguro de los objetos y las pinturas; pero esa mujer persiste diáfana, iluminada por su vela.
El nublado de cuando entramos en la timba de Yung Tae se ha convertido en lluvia abundante a la salida. Almorzamos las comidas preparadas en el hotel en cajas de cartón: sandwichs y huevos duros. El coche espera para conducirnos, según el plan previsto, a las tumbas de los emperadores T’ang. Pero la desviación de la ruta principal que allá conduce es una carretera de tierra que, si bien normalmente permite circulación rodada, hoy se ha vuelto, con la lluvia continua, intransitable para coches. La elección se presenta pues entre andar varios kilómetros por el barro o renunciar a la visita, al sendero real con sus estatuas guardianas y estelas bajo las que reposa Wu-Tsu-tien. No es mi intención arrastrar por el fango a Hao, Mei y Jen, los acompañantes de hoy a más del guía responsable de la zona artística, pero, tras los quince mil km. Recorridos para llegar a China, no voy a detenerme por algunos más en mal estado para ver las colinas de los emperadores. No confío en absoluto -y la experiencia me dará la razón en China como en otros lugares- en el «será en otra ocasión». Allá vamos pues. El guía es un hombre más bien joven, simpático. Nos presta un paraguas. El va sólidamente pertrechado con impermeable y botas de hule y un ancho sombrero chino, excelente para la lluvia como para el sol.
El coche nos deja en la bifurcación y emprendemos la marcha. Son realmente varios kilómetros y no deja un instante de llover, atravesamos una aldea. Enfilamos finalmente el camino real. El guía, bien protegido, nos muestra estatuas y estelas. Chapoteo tras él y Hao tras de mí, empeñado en cubrirme con el paraguas, que rechazo, y que el viento además vuelve inútil.
– El guía dice que no ha visto nunca a un extranjero venir así, a pie.
– Dile que los españoles… -aprovecho la ocasión para clavar mi pica en Flandes.
La bajada es inenarrable. El barro de Chensí, el célebre loes, no se parece a ningún otro. Bajo la lluvia todo se licúa como un paisaje de chocolate puesto al sol, es bregar en una tina de alfarero; la pasta amarillenta atrapa los pies, ni el menor apoyo duro para las pisadas, hay que caminar de vuelta por una cuesta pronunciada varios kilómetros sobre un tobogán de limo movediza. Es materialmente imposible no caer. Mei, Hao y Jen se cogen los tres protegiéndose con el paraguas -que insisto en que no quiero, realmente detesto los paraguas y estoy ya tan empapada como es posible estarlo- y comienzan el descenso; Hao lanza imprecaciones a los cielos en su español barroco, Jen va tanteando, completamente ciego por la lluvia que cubre sus gruesas gafas, todo dientes y un cepillo de pelo negro cuajado de gotitas.
El guía me presta firmemente su brazo, al que me cojo con desesperación, y su sombrero. Allá vamos. Jovial, encantado de su papel protector de extranjera desvalida, me lleva casi en volandas agarrándome firme. Es un hombre alto y sólido, en pocas zancadas adelanta al lamentable trío de mis colegas, que caen una y otra vez. Sonríe con humor.
-«¡Esos intelectuales…!» -debe de pensar- «¡qué razón tiene el Presidente Mao!».
En la aldea la gente se ha retirado a sus casas, desde las que contempla el aguacero. Los niños juegan en el umbral. Ese día yo llevaba todavía una falda y una gabardina ligera, medias y mocasines. Piernas al aire, chorreante, dos bolas de barro en los pies y rematado el todo por un sombrero chino, tengo razones para pensar que fui, en esa pequeña aldea china por la que los extranjeros solían cruzar en coche, el espectáculo más curioso desde hacía largos años. Mi aparición, del bracete del guía, que era sin duda bien conocido por los vecinos, suscitó una explosión de risa incontrolable en los niños, tan bien educaditos y acostumbrados a aplaudir a los honorables huéspedes, explosión comprensible ante la ridiculez de la visión. (Luego me tradujeron algunos de los comentarios).
Una anciana preguntó, sardónica, al guía: -¿Vas de boda?.
El respondía a unos, saludaba a otros, y así atravesamos el pueblo. Desde luego, de no ser por él, me hubiese caído infinitas veces. De cuando en cuando aflojaba un poco la marcha para desclavarme literalmente los pies del barro. Sonrientes y orgullosos de la distancia ganada a los demás tomamos la recta final y desembocamos en la carretera, donde el chofer nos fue proporcionando instrumentos para eliminar la costra de barro antes de entrar en el coche. De vuelta al edificio de la recepción, dos muchachitas nos condujeron a Mei y a mí a la vivienda del guía para lavarnos y cambiarnos, trajeron agua caliente y toallas y me prestaron ropa seca. Era la primera vez que estaba en una auténtica vivienda- la habitación de Mei en el instituto sólo daba la impresión de alojamiento temporal y adocenado. Aquello era una casa, un cuarto amplio, pocos y sencillos muebles, esteras, fotos como de costumbre entre la tabla y el cristal, y en el fondo el k’ang (lugar sobreelevado, de ladrillo, en el que se enciende fuego por dentro. Sirve de cama por la noche y de día de sitio de descanso) con la colcha enguatada que reemplaza a nuestros juegos de cama, plegada a los pies. La luz difusa de la tarde y la débil de la lámpara añadían intimidad. Volví al salón flotando en los pantalones. Tomamos té caliente, se charló. La accidentada excursión había establecido entre el guía y yo una complicidad divertida que saltaba sobre la ignorancia del idioma. Cada cual hacía sus comentarios y, buena señal, se olvidaban de mí, que cruzaba de vez en cuando con el guía miradas de sorna; como si la lluvia hubiera disuelto el acartonado barniz oficial. En las raras ocasiones en que esto ocurre es posible distinguir la bondad cordial y sencilla, la débil dosis de agresividad (tan alta por el contrario en los occidentales) que quizá ha permitido el abuso milenario, despiadado, del que han sido víctimas. Tras los terribles leones de metal, los golpes y gestos mortíferos, espantables, de los luchadores de box chino, las actitudes de inflexible dureza, los adjetivos altisonantes, el estruendo ensordecedor de gongs y tambores, tras los invencibles Juan Sin Miedo del teatro, los puños alzados como mazas, los ojos coléricos en los carteles, tras ello hay una masa sufrida, ni extraordinaria ni guerrera, pacífica y afanosa, inclinada sin duda en ocasiones a los estallidos imprevisibles del reprimido, del tímido, del sojuzgado durante siglos y durante siglos aplastado por las minorías que entre ellos supieron criar colmillos, pero con muy poca violencia fundamental que, entremezclada a la debilidad física de las hambres, explica en parte una historia tan larga de esclavitud. Es esta bondad simple y este esfuerzo lo que, cuando llega a se percibido por el occidental, produce en él una estima honda.
No había despejado cuando otro día me llevaron a ver Lin-tung. Es un lugar ya escogido desde antiguo por los emperadores como sitio de recreo, con fuentes termales y un bien dibujado paisaje verde. Dos personas muy distintas habían dado fama a Lin-tung: Yang Kuei-fei y Chiang Kai-shek. Cuentan que el emperador T’ang Hsüang Tsung había hecho construir allá un delicioso retiro para él y su hermosa concubina, Yang Kuei-fei. Absorto en sus placeres, descuidó totalmente los asuntos de estado y perdió el trono y la vida. El lugar ha sido revalorizado por una historia más moderna y más en el estilo revolucionario que el decadente relato de la bella cortesana. Aquí fue hecho prisionero en 1936 Chiang Kai-shek por su propio comandante Chang Hsueh-liang. El guía se complace pintando al asustado Chiang con un ridículo caricatural que recuerda a los «malos cobardes» del teatro. En el punto donde el generalísimo fue apresado se ha erigido uno de los monumentos propios de los lugares sagrados revolucionarios: un templete neoclásico perfectamente horrendo, con su frontón, sus columnas y la inscripción.
El exjardín de Yang Kuei-fei es un parque que reproduce el prototipo que hemos visto en Europa en grabados: canales, puentes, pabellones, torrecillas, plantas. Hay una serie de instalaciones de baños públicos y deseo probar esta agua termal. Entro con Mei, que no se baña pero me ofrece su compañía. Sí, que venga, que me vea desnuda y compruebe que este cuerpo de extranjera es como el de cualquier otra mujer. Pasamos a una de las cabinas -no especial para extranjeros por esta vez– Es un lugar muy bien acondicionado: entrada con mesilla, percha, toallas, jabón, sandalias de goma y cómoda hamaca de bambú para reposar tras el baño. Se pasa de ahí a la otra habitación en la que, a nivel del suelo, está la piscina de baldosín blanco. Al quitar el gran tapón, el agua caliente fluye a borbotones. Me baño largo rato, casi nadando en el agua humeante y deliciosa. La bebo; según Mei, es buena para el hígado y las enfermedades de la piel. No hay acumulación de vapor por la altura de los techos y el tragaluz arriba, en la entrada.
Disfruto doblemente de la piscina por el baño en sí porque, en la escasez de posibilidades, es a l fin y al cabo una distracción Mei viene a enjabonarme la espalda. Comentamos que las europeas tienen más pilosidad corporal que las chinas. Los hombres desde luego está claro que no son de pelo en pecho. Las mujeres tienen una piel lampiña y lisa que encantaba a algunos extranjeros, mientras que a otros, como a Alberto , les daba grima.
Salgo del agua, En pie en el umbral entre los dos cuartos Mei me ayuda a secarme. En esto alzo la vista y veo la cabeza rapada de un muchacho de unos diez o doce años asomada al tragaluz, El crío desaparece tan rápido como parte de mi exclamación. Cuando Mei mira no hay sino el eco de los pasos.
– ¿Qué es? -pregunta.
– No. Nada. Me pareció ver a alguien.
¿Para qué apurarla?
Al día siguiente, lunes, comento con Chung, a propósito de si soy o no animalito curioso en este país, el suceso:
– ¿Lo sabe Mei? -pregunta Chung con acento tormentoso.
– No, hombre. ¿para qué?.No tiene importancia. Un crío…
– Está mal -insiste, con el enfado que yo no tengo.
El Primero de Octubre es la fiesta nacional y se suelen dar tres días de vacaciones. Expresé deseos de ir a pasarlos a Pekín. El subdirector, Tao y Mei me comunicaron que «el instituto deseaba que pasara las fiestas en Sian. Había festejos especiales para los expertos extranjeros». «Deseaba» había que traducirlo en buen romance como que no se me permitía viajar. Decididamente de poco me servían los fajos de yuanes. Les dí la razón en este caso porque me pareció discordante insistir en irme. La víspera el instituto ofreció a sus profesores extranjeros un «banquete», es decir, una comida a mediodía en la cantina acondicionada al efecto, con dos mesas: en una los profesores de Sri Lanka, sus intérpretes y algunos dirigentes del instituto y de la célula del Partido; en la otra también responsables, mi interprete y yo. Hao estaba confuso cuando le dijeron que me acompañara; su vieja chaqueta tenía un desgarrón en la espalda, pero el subdirector le aseguró que no tenía importancia. Hao siempre daba la impresión de haberse vestido apresuradamente con ropas dejadas por otro; sus chaquetas y pantalones eran los más usados de la sección, con bolsas en codos y rodillas. Siempre se le veía afanoso y afligido por su poco dominio del español.
– Sin ti, estamos perdidos- me decía con frecuencia-. Nuestro nivel es muy bajo, sobre todo el mío.
Y su tono compungido, la expresión contrita de sus grandes manos y cabeza, despertaban la hilaridad de todos.
– Trabaja como un buey -me decían los demás-. Es el que más voluntad tiene.
Y como un buey se le veía rumiar páginas, sentado en su habitación del instituto donde permanecía durante la semana, para ir a su hogar -tenía mujer, maestra de escuela, y dos hijos pequeños- los sábados.
Hao tenía un físico extraño para un chino; quizá sus antepasados venían de alguna minoría nacional de la frontera norte.
– Los alumnos dicen que parece un europeo -me aseguraron.
No era tampoco esto sin embargo. Ciertamente su nariz, más grande, y el pelo, en mechones finos, contribuían a darle aspecto occidental, pero se trataba más que nada de rasgos originales, acusados y como a medio tallar en madera. El estaba firmemente convencido de su fealdad.
– Tu niño debe de ser muy lindo -le había dicho yo una vez.
– No; es feo como su padre.
– No le haga caso -terció Fan, que era buena amiga suya-; es un niño muy bonito.
– ¿Cómo es tu mujer? -le pregunté en otra ocasión.
Hao gesticulaba de forma especial, con muy serias expresiones que, sin embargo, eran para todos infinitamente cómicas; alzaba manos y ojos al cielo ante su propia limitación lingüística, permanecía apartado, compraba el almuerzo en la cantina y lo comía en su habitación. Leía, leía, machacaba, pasaba por los libros como quien ara tierra dura. Y era el único que parecía milagrosamente libre de formalismo y disimulo, que respondía a todas mis preguntas sin clichés, sin citas de Mao. A él llegaba yo con mis choques, con mis incomprensiones, con mi oculto temor:
– Hao, el texto de Chile que había abreviado de una revista española no puedo usarlo en la clase de profesores. Mei dice que no está permitido tratar de ese tema porque China tiene relaciones con la Junta. ¿Cómo es posible que ni siquiera podáis discutir, informaros, dar opiniones?.
– Pero sí. ¿Le dijo Mei que no podíamos discutir?. Eso no es cierto. Yo soy comunista, sin embargo muchas veces no comprendo, no estoy de acuerdo, pregunta hasta que entiendo.
– Hao, francamente esas obras de teatro no me parecen nada bonitas.
– Muchas no lo son, pero en esto sucede como en un matrimonio de terratenientes que tienen una hija bonita y otro de campesinos que tienen una hija fea. Para los campesinos, su hija es más bonita porque es suya.
En el instituto, con las lluvias empezó a hacer frío en el interior. La calefacción no se daba hasta noviembre o diciembre (imperdonable en un país con tales reservas de carbón). Los colegas se espantaban de verme con un solo suéter y sin pantalón interior, y aguardaban mi derrumbamiento de una momento a otro en una ataque de tos. Hao aparecía con una chaqueta suya de lana gris que me hacía poner manu militari. Mei me tejió unos calcetines de lana roja. Los de Sri Lanka tiritaban como una pareja de aves tropicales transplantadas. Chung, flaco y delicado, se enfundó desde los primero fríos en el abrigo enguatado. Wu se ausentaba con violentas jaquecas, el joven Chou padecía del estómago, Hui jadeaba con su insuficiencia cardiaca. Mei y yo éramos los más resistentes de la sección de español. Los catarros me descubrieron que no usaban pañuelos para sonarse sino papeles o la simple ley de gravedad, precedida de musicales carraspeos.
La víspera del Primero e Octubre hacía gris pero no frío; me puse mi traje típico, es decir, suéter y falda, que allí era tan típico como un vestido de gitana con lunares y volantes. Cada brindis -por la amistad de los pueblos, por el trabajo conjunto, por el socialismo, por la salud, por el amor (añadía yo), por la familia mía, etc.- se acompaña de un «¡Kampei!», que quiere decir «hasta el fondo», brindaba el secretario, el subsecretario, el responsable de tal, el de cual, y yo tenía que brindar por todo y con todos; por no quedar mal, obedecía al «¡Kampei!». Recuerdo hasta siete brindis, los siguientes son confusos. Hao estaba sentado a mi lado. Le expliqué alegremente en voz baja:
– Hao, hasta la puerta no llego de ninguna de las maneras.
– ¿No?.
– Qué va. Hao, cuando nos levantemos, ¿qué hago?.
– Después de comer descansarás en tu despacho, en el sofá.
– ¿Y para llegar a la puerta?, Hao ¿qué hago para llegar a la puerta? -repetía yo con insistencia etílica.
– No te preocupes, yo te llevaré. Estamos en la misma línea, ya sabes.
Por aquella fórmula «estamos en la misma línea» Hao me había expresado ya en algunas ocasiones su forma de colocarme al otro lado de su barrera personal. Siempre estuvimos ya «en la misma línea» y la frase encerraba un significado más profundo de lo que yo creí.
Finalizada la buena comida, intercambiamos los saludos de rigor. Descubrí que el subsecretario de la célula del Partido estaba mucho pero que yo; durante sus buenos cinco minutos me estrechó la mano una y otra vez repitiendo «¡Muchas gracias, muchas gracias!» (¿de qué?), y yo «De nada, de nada», y él «¡Muchas gracias, muchas gracias!». Acerté a salir con más fortuna y prestancia de lo que esperaba. Mientras íbamos hacia el edificio Hao comentaba:
– ¿Viste la que llevaba el subsecretario?.
En mi despacho me alargué en el sofá y me echó una manta. Yo estaba alegre y dicharachera, preguntando cantidad de cosas; entonces Hao, que me observaba en silencio, preguntó:
– Dime, Rosúa, la camarada Mei ¿se porta bien contigo?. ¿Se ocupa de ti?.
Hao tenía en ese momento una expresión que no he olvidado nunca, nueva, suspicaz. Su mirada y su tono habían cambiado. ¿Se estaban acumulando cargos para preparar una sesión de crítica y autocrítica a la camarada Mei?. Un camarada del Partido investigaba sobre la otra camarada del Partido de mi sección. Hao había confiado demasiado en mi embriaguez, en mis movimientos inseguros y alegres frases deshilvanadas: lo cierto es que el alcohol puede atacarme al equilibrio, a la coordinación de movimientos, me baja también la censura, pero siempre hay una parte de mí que resta perfectamente lúcida y así la expresión de Hao y la frase que la acompañó encendieron rápidamente la luz roja de precaución, y respondí muy convencida:
– Sí, claro, Mei se porta muy bien conmigo; la pobre siempre la tengo ocupada y siento que esto le quite tiempo de estar con su marido y su hijo. Se ocupa mucho de mí.
Lo cual, a decir verdad, no era cierto. Mis relaciones con Mei eran buenas pero ella se mantenía en los límites de las obligaciones que se le habían encomendado y era bien parca en gestos gratuitos, más humanos. Durante bastantes días se quedó a dormir en la habitación de responsables de extranjeros, la de enfrente de la mía. Al preguntarle la razón y suplicar que no lo hiciera por acompañarme, me dijo que su marido había sido enviado un mes en misión fuera y que estar allí, en el hotel, le venía bien para estudiar. Estaba claro que no era cierto -lo de su marido sí-, que se le había dicho de dormir allí exclusivamente para acompañarme, pero en realidad no me acompañaba más de si estuviese en el instituto. Hacía punto en su cuarto sin jamás entrar al mío. No deseaba imponerle mi presencia, pero a veces iba por el calor de una charlita y con la excusa de una pregunta, sin que Mei me diera pie para quedarme.
Por mucha intimidad que me pareciese tener con alguien, por cordiales que fuesen mis relaciones con los colegas, al fin y al cabo me encontraba inevitablemente con mi yo de marioneta en medio de una representación cuyo argumento y actos ignoraba. Se me manejaba con un cuidado paternal, se me hacía creer que yo también era una actor más de la representación, pero en una de las vueltas me encontraba inevitablemente frente al espejo en el que se reflejaban los hilos, y, tras de ellos, los bastidores.
1 de octubre
El Primero de Octubre el astro del día siguió sin dignarse a aparecer, lo que era imperdonable en un país que practicaba en gran escala el mayor culto solar de memoria de planeta -culto a un sol rojo, levante, revolucionario y maostsetunizado-. El efecto espectacular de las celebraciones -flores de papel, colegialas ataviadas en vivos colores, globos- perdía no poco en la atmósfera gris.
El hotel y los grandes edificios fueron iluminados por la noche bordeándose los aleros y los contornos de hileras de bombillas amarillas, rojas. Con su gran estrella roja, brillante, recordaba el conjunto a una Navidad marxista. Por la mañana vinieron a buscarnos temprano los responsables y partimos en los coches. Para las fiestas se organizan en los parque, a los que la entrada es limitada, representaciones diversas de teatro, danza, etc. Hay barracas de feria, multitud de barquitas engalanadas sobre el lago, puestos de comidas y bebidas. A los extranjeros nos estaba reservado, claro está, un día de festejos con itinerario estrictamente previsto. Cuando bajamos de los coches para entrar en el parque descubrí con sorpresa que de otros vehículos descendían bastantes extranjeros, y no turistas de paso. Mei me dijo que se trataba de personas que trabajaban en la región. Eran unos quince africanos en aprendizaje en una fábrica, una docena de rumanos asesores de empleo de maquinaria, una matrimonio joven de habla francesa. Imagino que todos ellos deseaban, como yo, que charlásemos un poco y recibían con agradecida sorpresa aquella oportunidad de contacto tras nuestra aislada vida, y no dudé de que los chicos habrían previsto un cóctel en el que también nosotros «cambiaríamos impresiones» (puesto que los chinos alaban sin cesar el «intercambio de experiencias»). Nos dirigimos miradas y sonrisas, pero sin tiempo de más porque ya los responsables e intérpretes que nos acompañaban a cada uno nos conducían a la entrada. Desde entonces caminamos a buen paso, siempre guiados, por senderos bordeados de escolares en perfecta formación que efectuaban danzas gimnásticas con flores y arcos de papel, cantando en nuestro honor:
– ¡Bienvenida, bienvenida; calurosa bienvenida a los amigos extranjeros!.
Ellos y los visitantes chinos aplaudían; nosotros también. Tras un paseo por el lago, se nos llevó a visitar los puestos de feria. A todo esto, los africanos me echaban largas y hambrientas miradas, los rumanos sonreían y hacían gestos, pero el ritmo del festejo imposibilitaba una conversación. La apoteósica bienvenida tenía algo de San Fermín de expertos extranjeros. Los rumanos estaban en la misma barca que yo y uno de ellos, pelo gris y atuendo cuidado, consiguió hablar un poco conmigo en malísimo francés, entremezclando algún «jolie femme». Al desembarcar me hizo saber que estaban en una fábrica de montaje de aparatos y que se los llevaban otra vez al día siguiente por la mañana. En el puesto de tiro al blanco me dio su nombre y le dije el mío y mi trabajo. En el curso de una representación al aire libre de canto e instrumentos apuntó el número de mi habitación y prometió venir a verme. Esto sobre la marcha, y deshaciéndonos por un instante del encuadramiento oficial. Tras unos minutos en un espectáculo, levantarnos a indicación de nuestro guías para pasar al siguiente, ver y cambiar de nuevo, comimos y brindamos en la terraza -en mesas separadas todos- y fuimos conducidos de nuevo al hotel. Vinieron a buscarnos luego para la cena, y el «cóctel de fraternidad», por supuesto pensé.
La cena fue exquisita. Ocupaba la mesa contigua un grupo de norcoreanos. Yo les había visto entrar y salir del hotel, donde residían, en un microbús, jugar al tenis en el patio y comprar en el mostrador objetos típicos. Desde el primer momento me llamaron la atención por u uniformidad absoluta, al lado de la cual la indumentaria china es variada como los peces en el mar. Del corte de pelo a los cordones de los zapatos, pasando por la corbata y la insignia de Kim Il Sung, todo es idéntico, y la expresión hierática y los gestos militares no mejoran en conjunto.
Durante el banquete, el que debe ser jefe del grupo de norcoreanos se levanta, como es costumbre, para brindar por las victorias de China, por la excelente situación interior y exterior, y lo hace con tan tétrica seriedad que es difícil imaginar el rostro que reserva para el entierro de sus seres queridos.
Tras la cena, se nos llevó al ¿cóctel?. No, a la sala de espectáculos en el hotel mismo; se proyectaron documentales sobre el aumento de la producción. Y terminaron los festejos del Día Nacional.
De vuelta a mi habitación, pregunto:
– Mei, ¿Cómo es que no ha previsto ninguna reunioncita de los extranjeros que trabajamos en la región para que nos conociéramos, para que charlásemos?.
Me miró con extrañeza.
– Pero ustedes trabajan en entidades diferentes, sin intereses de trabajo comunes; ¿para qué van a hablar?.
Tardo unos instantes en recuperarme y responder:
– Es natural. Se conoce gente, se hacen amigos, se discute… Como en todas partes.
– Nosotros frecuentamos la gente con la que trabajamos en nuestra entidad y amigos que ya tenemos por trabajo o por nuestra familia. ¿Qué finalidad tiene hablar con otra gente?.
– La… Ninguna, ninguna…
Reflexiono, sentada en el sofá, en el cuarto más verde y más oscuro que nunca. Ya he notado que la «repartición por parcelas» humana y el hermetismo de éstas, pese a lo de intercambiar experiencias, es notable; y dentro de una misma entidad de trabajo. Mis colegas de español parecen desconocer todo y todos los de la sección de francés, dos puertas más allá; y si bien se mira, aun en un medio tan igualitario, con su cantina común y habitaciones contiguas, hay una fortísima tendencia al aislacionismo en pequeños núcleos, lo mismo que no se disuelve una cucharada de granos de trigo revueltos en un vaso de agua.
Me meto en la bañera. Los extranjeros en China, por la ley de las compensaciones, buscamos en el contacto prolongado con el agua caliente; en las visitas al peluquero y al barbero, en los pasteles y en las sopas, las voluptuosidades asequibles. Recuerdo a un colombiano que conocí en la piscina del Hotel de la Amistad que me decía «Yo me paso la vida en el peluquero dándome masajes en el cuero cabelludo. Es la única sensación que se puede encontrar».
Seguramente la duración de los baños y la temperatura del agua está en estrecha relación con la frialdad humana de la vida. También recuerdo a un francés que, buscando sensaciones fuertes, se metió en el agua casi hirviendo y pagó el capricho con congestión y vómitos. Por otra parte, todos los solitarios conocen el papel agrandado de las sensaciones epidérmicas.
Pienso. Ya pasó el Primero de Octubre, y con él una semana más, un mes en el que todo se ha ido marcando como en cera caliente y me abruma con su presión interior, recuerdos tan exactos, tan filmados a su propio ritmo. No se debe recordar así, es demasiado recordar, hay límites, hay normas para el recuerdo, que corra por su cauce pero sin que el caudal sobrepase la medida, porque, de lo contrario, es la inundación sobre los márgenes de lo consciente, sobre el presente todo. Quisiera ir perdiendo lastre de estos recuerdos, dejar hundirse al menos algunos rasgos de aquellas caras, algunos objetos, palabras. El lunes les decía a los profesores:
– Si vais a mi país desde luego no iréis al hotel, iréis a mi casa.
– ¿Y la molestia?.
– ¡Qué molestia!. Tengo costumbre; después de haber viajado tanto he estado albergada por gente que apenas me conocía o que sólo conocía a conocidos míos. Y también me ha pasado que llame a la puerta gene que no conocía de nada, y allá duerman.
– ¿Cómo es posible?. ¿Y si es un espía la persona?.
– Bueno, es una posibilidad pequeña y no vale la pena rehusar a todo el mundo la hospitalidad por si hay uno que es un espía.
– No. Aquí no hacemos así, ir a casa de cualquiera desconocido. Vamos a un hotel.
– También allá, pero no siempre. En África del Norte son todavía más hospitalarios, máxime en el campo.
Una tarde, en la habitación de Hao, Fan me muestra la antigua inclinación de las mujeres chinas, con las manos cogidas y apretadas sobre la cadera izquierda, como en un súbito dolor de costado, flexionando al mismo tiempo las rodillas. Con el sombrero chino de Hao imito a mi vez las grandes reverencias estilo caballeresco siglo XVIII; y nos reímos hasta las lágrimas.
Golpean la puerta. Salgo del agua y de mis rememoraciones. Me pongo un albornoz, abro, y encuentro al rumano con su traje impecable rodeado por Mei y media docena de camareras.
– Estuvo preguntando por un profesora española. Los camareros no le entendían y me llamaron a mí, que duermo en la habitación de al lado -explica Mei.
El rumano se disculpa, abrumado por el poco discreto acompañamiento. Nos explicamos ambos ante los sonrientes camareros, tarea doblemente difícil por conocer él sólo unas palabras de francés.
– Lo siento, ahora no puedo. Ya ve, mi intérprete está enfrente. Y todos éstos -digo.
– ¿Cuándo?.
– No sé.
Ante la confusión del encuentro, el rumano se despide cortésmente y se va. Lo cierto es que no he sabido qué hacer con este hombre porque lo único que cabía que hiciéramos es el amor y así, antes nada, la cama, después nada. Creo que no puedo y me ha cogido demasiado de improvisto. Lo siento por su decepción; debe de haber visto el cielo abierto tras meses de abstinencia.
Es sencillamente odiosa la atmósfera de separación sexual, sentimental, en la que se nos hace vivir, como si estos cuerpos, sangre, que tenemos no existieran sino para algo, para objetivos; como si sólo «sirvieran», no «fueran». Y ver encima santificar la represión sexual descarada como «honesto orden» en nombre del socialismo y de Marx, que son jalones en la lucha por la liberación del hombre como ser completo. Tengo rabia por esas fases intercambiadas a salto de mata durante la mañana, por tantos brindes calurosos, por tantas cordiales bienvenidas, por tanto calor abstracto y tanta sangre de pez, por los africanos de miradas ávidas y por el cortejo del rumano reducido por las circunstancias a un celo apresurado, rabia y tristeza por esa obligada rapidez animal, y también por Fan, separada de su marido a los dos meses de casarse y que no le verá sino en las vacaciones de verano, como Hui, que lleva ocho años en esa situación y que se vino de las últimas vacaciones dejando a su madre y a su esposo, junto con el niño mayor, un bebé de un mes, y por los muchos otros, y por mí. Por las noches y los cuerpos perdidos de forma irreparable, por el goce que no está en las estadísticas y cuya única razón de ser es el goce mismo; rabia sobre todo por la hipocresía que habla en nombre del control de la natalidad cuando bien sabe los muchos medios de controlarla, la hipocresía tras cuyos razonamientos clarea el Culto al Orden, y sorber hasta el tuétano del Poder.
8 de octubre
No se les ha escapado la fecha de mi cumpleaños; 30, cifra simbólica, estratégica, fatídica, que ya figuraba en mi carnet de miembro del Instituto de Lenguas Extranjeras de Sian, pues los chinos no se contentan con preguntar a las primeras de cambio: «¿Cuántos años tiene?», sino que los cuentan añadiendo el año en curso. Este domingo por la tarde vienen a la habitación del hotel, a celebrarlo. He comprado dulces y vino. Desde mi ventana les veo esperarse unos a otros y luego atravesar juntos, pequeña procesión con el paquete redondo de una tarta, el patio del hotel: Mei, Chung, Hao, Chou, Wu… Les miro, ahora que aún no me ven con un agradecimiento conmovido que ellos no imaginan y con un remordimiento de no haber quizás estado a la altura de lo que necesitaban y esperaban de mí, por no poder vivir dos años en esta amable libertad condicionada, en la jaula dorada para extranjeros, por no querer aceptar ni la normalidad ni el fundamento de esta situación. Avanzan en el decorado inmenso y formalista para un acto cortés y deferente, pero yo les conozco y me conocen , ahora lo voy sabiendo, ni ellos son tan modestos elementos como creen ni yo soy ni muchos menos un importante especialista (como les he repetido mi valor reside ni más ni menos que en el hecho de mi rareza aquí, en este momento, y lo que ha costado traerme, por lo que conviene que me aprovechen al máximo, no es valor intrínseco sino contingente) pero sus personas y mi persona, al otro lado del formalismo y los tópicos, se van tocando como las raíces en la oscuridad común de la tierra, de la tierra de todos nosotros.
Los presentes caros son desusados en China; los regalitos, menudos entre amigos; así de recibo un pañuelo con flores de cerezo de Chung, una agenda, dulces… La tarta es grande, de bizcocho, con un paisaje florido de azúcar coloreada rematado por una gran rosa. Se ponen cómodos, miran mi colección de fotos los que aún no has han visto. Las fotos les encantan, y las mías son en color, mientras que en China no se venden carretes sino en blanco y negro. Las fotos en color chinas son en realidad la mayor parte pintadas, de ahí su impresión escénica. Una mamá extranjera contaba en Pekín que, habiendo llevado a su niñito, moreno de pelo y ojos, a fotografiarse, al ir a recoger las fotos se encontró con que tenía su niño los ojos azules, que era, según idea del fotógrafo, el color tipo de unos ojos de extranjero.
Unas copitas ablandaron no poco el ambiente, máxime con su falta de costumbre de tomar alcohol, que dosificaban con gran cuidado y en el que ellas a duras penas mojaban los labios. En cuanto al baile de parejas, había sido colocado fuera de la ley durante la Revolución Cultural. Antes de 1966 sin embargo los chinos practicaban y gustaban no poco de los bailes occidentales -fox, twist, slow, etc.-, escuelas y universidades celebraban su baile semanal, y los bailes de salón eran enseñados en la Escuela de Danza, junto con el ballet clásico.
A partir de 1966, la Revolución Cultural atacó, entre otras cosas, la abominable corrupción burguesa del baile de parejas, su execrable origen extranjero y lógica inmoralidad. Y desapareció como si jamás hubiera existido.
Mis compañeros me piden que les baile yo algo típico. Me niego mientras no hagan lo mismo. No se animan; sólo Chung, confortado por el vino dulce, se lanza a unos pasos de danza rusa.
– Ahora el café.
Les sirvo. Los chinos, o no lo toman, o lo han probado alguna vez al estilo ruso, con mucha leche y azúcar.
– ¡Esto es muy malo! – Hao se ha tomado sin esperar a más un sorbo puro y gime dolorosamente-. ¡Es muy amargo!.
Los otros ríen y, convenientemente mezclado y endulzado, lo sorben con más curiosidad y cortesía que fruición.
El pequeño reproductor de casetes Phillis me está prestando servicios inestimables. Les pongo música. No es fácil encontrar piezas que les agraden. No puedo fiarme de mi propio gusto. ¿Los clásicos?; lejanos. ¿Los Beatles, los Pink Floyds?; seguramente cacofónicos. ¿Flamenco?; estruendoso. ¿Las canciones de amor?; incomprensibles, Y todo anatema, por supuesto.
– Por favor, ponnos otra vez esta canción.
¿Cómo?. ¿He acertado por casualidad?. Precisamente había puesto una casette grabada para mí por Ruiz en la que, entre flamenco y saetas, que me gustan, hay también tonadas de Conchita Piquer, de Lecuona y del Trío de los Panchos, que no me llaman gran cosa la atención.
– ¿Cuál decís?.
– La última.
Y es «Siboney, yo te quiero, yo me muero por tu amor».
– Es muy bonita. Otra vez -y habla el joven hosco, Chou.
Sorpresa. Oyen con atento deleite este ritmo melodioso, lento, sensual, suave; lo oyen dos, cuatro, seis, más veces seguidas. Están enamorados de «Siboney», no lo hubiera supuesto. Lo pongo y lo escuchan sin cansancio, su romántica queja de amor, cadenciosa.
Octubre
– El responsable Tao va a venir al hotel a hacerte una visita hoy, por la tarde -me anuncian.
Tao viene de misión oficial, es evidente. La conversación comienza con los largos preámbulos acostumbrados, té, saco el trozo de tarta de cumpleaños que aún resta. Sobre un mueble hay fotos. Tao mira una mía de verano, y comenta preocupado:
– Estabas con mucho mejor aspecto… Debo hacerte una crítica. Trabajas mucho, estás haciendo gran labor para el instituto, pero no sabes descansar. Lenin dijo que el que no descansa bien no trabaja bien. Debes cuidarte; y nosotros tenemos que hacer todo lo posible para mejorar tu vida diaria . Dinos lo que necesitas.
Me agarro al tren en marcha:
– Pues necesito salir, andar. Quisiera pasear por el campo, hacer largas excursiones, No simplemente ir a visitar un sitio, llegar, entrar, verlo y meterme de nuevo en el coche. En Europa tenía costumbre de andar mucho por el campo, A veces dormíamos allá, hacíamos una hoguera…
Mei me saca de mis sueños bucólicos:
– Pero hay peligros, hay lobos, hay enemigos de clase.
– Ya serán menos lobos. Lo importante es andar, ir sin que me escolten.
Consternación suya, consternación mía. Impotencia mutua. Por que nunca se sienten más desconcertados que cuando se les presentan las cosas desde un ángulo distinto al que se les ha mostrado de costumbre, nunca están más perdidos que cuando se introducen elementos, planteamientos, situaciones que no están comprendidos en su temario oficial. Porque han adquirido la, si no saludable, sí explicable costumbre de actuar psíquicamente como si lo no iluminado por su preceptiva y sus finalidades sencillamente no existiera. He aquí que una persona extranjera, y por serlo, reglamentada, encuadrada y limitada en todos y cada uno de sus pasos, pide sencillamente caminar y los modestos goces de la existencia corriente.
Me pesa el problema de mi persona respecto a ellos, pero es absolutamente necesario que alguien se lo plantee, no ya por mí, sino por los demás extranjeros que irán viniendo, por las futuras y necesaria s convivencias, por desescayolarles el ángulo del pensamiento.
Cierto que la salud de los extranjeros, de la que son responsables, no facilita las cosas. La mía ha encajado como ha podido un choque psico-social, un desarraigo, serios. Esta máquina de carne y huesos responde bien, como probó en otros climas y en condiciones sociales tan diferentes como duras. Lo mismo que en el norte de África, en el de Europa o en España, mi estómago es una mansa e inestimable herramienta omnívora, me adapto al clima sin un mal catarro. Pero tengo dolores de cabeza y nuca, vértigo y escalofríos que son malos de ocultar en el instituto si estoy dando clase, y que me contraataco con tazas de té caliente azucarado o endulzado en m i habitación con miel. Cuando llegué a Pekín, nada más empezar la menstruación se me cortó coincidiendo con las discusiones sobre Sian. Desde entonces no he vuelto a tener sino pequeñas hemorragias, repentinas e irregulares que se cortan al comenzar:; consumo cantidades industriales de aspirinas del dispensario del instituto. En mi laboriosidad y energía en el trabajo, que tanto alaban, hay motivaciones menos desinteresadas de lo que parece. Me zambullo en mi despacho y en mis tareas y estoy en el instituto de las ocho de la mañana a la s seis de la tarde, impulsada no sólo por la bella conciencia socialista, sino por egoísta horror a meterme en el hotel. Cierto que el horario de clases y consultas que se me marcó al principio pasó rápidamente a tener un valor simbólico, pero el instituto era mi ración exclusiva de relaciones humanas.
A la vuelta quedaba la espera de cartas, cartas escasas y tardas, alarmadas porque las mías también se retrasaban, cartas revestidas por la distancia de poder y eco, capaces de levantar en segundos una tempestad interna, de golpear secamente la garganta. El secretario de Amistades Belgo-Chinos me envió una que se dirigía en realidad clarísimamente a los chinos de la censura. Ruiz me mandaba los folletos de noticias de agencias de prensa extranjera en Pekín, y cuando me escribía lo hacía, también con vistas al público, empleando un argot castizosarcástico a prueba de chinos compaginado con doctas descripciones y sabios consejos perfectamente ortodoxos. Por supuesto algunos conocidos, al saber que me encontraba en China Popular, se sintieron abrasados de súbito y amistoso amor y me pidieron descripciones del país y de mi vida. Alberto, perezoso, espolvoreaba de azúcar de cuando en cuando mi correo en su letra redondilla. Las primeras cartas llegaban, naturalmente, primero al Hotel de Pekín, y luego eran desviadas a Sian. En general, no tenía correo. En la habitación, la música que me había alimentado ya pacientemente durante el invierno belga.
– Chung, ¿podrías darme clases esta sábado o te molesta?.
– Por mi gusto me pasaría todo el día contigo, pero es Mei quien dispone en la sección. Pregúntale tú a ella.
¿Fórmulas de cortesía oriental?. Chung me habla con una expresión y un tono serio y veraz, siempre con esa llama en los ojos, muy bellos y raros en china, grandes y oscuros. Las frases con significado personal que de él recuerdo son pocas, pero pronto, muy pronto noté algo extraño, su forma de acercarse a mí, de buscar un roce momentáneo.
Durante la siesta, como de costumbre, no duermo. Leo en mi despacho. Hace calor y sol. He encontrado un libro de arte antiguo chino. Acomodada sobre el sofá, los pies desnudos, miro lentamente los objetos.
– ¿Con permiso?.
Chung entra. Se aproxima y mira por encima de mi hombro.
– Siempre leyendo -dice.
– Mira -le voy mostrando.
Mientras hablamos, inclinado él sobre el brazo del sofá y sobre mí, me llega perfectamente a través de la blusa el calor de su brazo, y su pelo se mezcla con el mío, su serio, recio pelo negro con mi ligero, escandaloso pelo con reflejos rojizos.
Sus movimientos buscaban cada vez la tangente en la que me encontrarían, me rozarían, la posición que permitiría un furtivo contacto. Lo buscaba con extrema timidez, como algo autónomo, separado de sí, y lo buscaba incluso cuando les daba clase a todos los profesores juntos: sentada en el sofá, él a un lado, Mei al otro, sentí su pierna pegándose a mi muslo, se apretaba hacia mí, yo me corría disimuladamente, pálida de miedo ajeno, del que tenía de que los demás lo descubriesen y le diseccionaran de críticas, autocríticas y atentado a la moral con agravante extremo de extranjereidad. Estaba espantada por él y algo enfadada por ese tipo de contacto que no podía sino recordarme a los mediocres abusos anónimos del metro o en cine, aunque en Chung eran indudablemente roces ocasionales, indistintos, tan ávidos como breves. Decidí mantenerme en esta do de virtud ofendida, es decir, evitarle y mostrarle, si estábamos a solas, que las occidentales también teníamos nuestra susceptibilidad, atajando las observaciones que sus compañeros fatalmente acabarían por hacer.
Y por tanto, Chung, era una actitud estúpida la mía, la sombra de enfado por la que intenté serte seria. Luego comprendí. Expresabas algo inexistente, porque en esa sociedad lo que «no debe ser» no existe. ¿Cómo lo hubieras formulado con palabras?., ¿cómo hubieses seguido el ritual ni de occidente, ni de oriente, ni de parte alguna?. Aquello no sólo no existía, sino que no existiría, carecía de objetivo en el futuro, carecía de futuro que es doblemente no existir, que es la nada social, y, por tanto, simplemente la nada total en tu sistema. Obedecías pues al método que parece regir entre vosotros la vida interna: ortodoxia social en tus parcas palabras y en tus actividades, y paralelamente, en una oscuridad en la que la falta de nombre y concisión evitaban la condena, sentimiento y sexo «inexistentes» germinaban, vivían. Chung, era patético tu lenguaje obligado de gestos, ese desdoblamiento necesario y tácito ante una realidad socialmente, oficialmente, inadmisible. Tu yo expreso actuaba y hablaba por un lado, y tus gestos, tus pobres gestos ciegos a los que yo pedía, en mi ignorancia, el ritual acostumbrado, proyectaban tu persona honda y tu deseo con el atrevimiento de la inocencia.
En cierta ocasión, examinábamos las diapositivas disponibles, con el fin de redactar frases apropiadas para su uso en audiovisual; te acompañé a buscar los proyectores, y, en el rincón de los mapas, sobre un aparato prehistórico, cubierto de polvo, cogiste mi mano al tiempo que el instrumento. Tampoco supe qué hacer y creo -ya ves, no te acomplejes por timidez- que enrojecí y bajé los ojos.
También yo entré pues obligatoriamente, sin palabras, en el sistema, ¿cómo si no?. He temido por ti desde entonces. Pero entré con rabia y rebeldía contra lo que nos sometía a aquel mudo diálogo en la nada. Yo no volvería al cabo de unos meses a Pekín. Tú te casarías, como todos, al cabo de unos años con la novia con la que te escribías; pero sobre todo yo era una extranjera, un ser de otro mundo de flexibles fronteras.
– ¡Tú eres una libertad pura!, pero nosotros no podemos ser así -habías exclamado, dolido ante mis críticas generales.
Al menos, si sufriste y arriesgaste, no te cupieron, como a mí, los remordimientos, Porque yo sabía que jugaba a ganar, que me había presentado con los tristes ases de mi exotismo, mi pelo libre y suelto y mis ojos atrevidos, con el perfume de la distancia, de los libros, de los viajes, en un universo femenino de apretadas trenzas y apretadas posibilidades. Cuando, explicando da los alumnos el significado de la palabra «firma» en español, tracé la mí en el encerado, tú, que presenciabas con frecuencia mis clases, exclamaste en voz baja y rendida.
– ¡Es como fuego!.
Te recordaba al carácter chino que lo representa. Tu acento de aquella ocasión se unió a la angustia que ya gravitaba sobre mí.
Y no por ello me alejé; hubiera sido pedir imposibles. Desde entonces esperé tu mano, que fue viniendo en cada ocasión más segura, más familiar, más abierta, y entre cuyos dedos, bien cerrados sobre la mía, quedaba la angustia. Si nos hubiera sido dado hablar, te hubiera dicho que, en las condiciones sociales en que yo vivía y teniendo en cuenta las mías propias, hambrienta de afecto, ¿qué mano no hubiese cogido?. Pero también es cierto que tus ojos, tus propios ojos llenos de tu delicado e inteligente espíritu, eran, Chung, irremplazables.
En China, como en occidente, los fines de semana atraen irremisiblemente a la lluvia, que nos acompaña cuando vamos un domingo a visitar el templo de la Enseñanza Floreciente, a 40 km. de Sian.
El santuario budista se halla en una altura, rodeado de su muro. El sacerdote nos recibe a la entrada y nos conduce a la sala en la que nos hará la presentación. El conjunto es extremadamente bello: Jardín y grandes árboles ennoblecidos por el otoño, pabellones de regulares dimensiones tocados de tejados curvos rematados por campanillas, puertas semicirculares que dan acceso al segundo jardín en el que se alza una torrecita de cinco pisos y deliciosas proporciones.
El sacerdote es un hombre robusto, macizo, alto, mirada y sonrisa tranquilas y perspicaces. Debe de aparentar mucha menos edad de la que realmente cuenta. Tiene el cráneo rapado y la piel dorada y va confortablemente enguatado en chaqueta y pantalones negros.
En esta visita me aventaja la impecable traducción de Chung:
– «El templo de la Enseñanza Resplandeciente, o Floreciente, (Zing Tiao-tse) se fundó el siglo XII d.C. para enterrar los restos de Hsuang Tsang, una de las personalidades religiosas más significativas de toda la historia china. Hsuang Tsang era originario de Loyang. Se hizo monje en el año 612 d.C. Viendo las erratas de las biblias budistas, se propuso obtener una biblia perfecta y para ello se puso en marcha hacia la India en el 629, con lo que también aportó a este país la cultura china. Su viaje duró diecisiete años y recorrió más de 50.000 km. Viajó durante quince años por la India y se hizo famoso allí por su renovación del budismo, del que dio clases a los hindúes. Volvió a Sian llevando 659 biblias budistas. Al principio se instaló para traducirlas en un templo al oeste de Sian; luego en la torre de la Gran Oca, y después en Fu-Sien. Durante 19 años tradujo en 19 tomos de biblias budistas incluyendo más de tres mil trescientos capítulos y diez mil millones de caracteres. Escribió también un libro, «Sobre el centro de Asia y la dinastía T’ang», de historia y geografía. Murió en el 669.
Primeramente fue enterrado en un parque. Después el emperador T’ang Kao Sung, marido de la célebre Wu Tzu-tien, lo hizo trasladar a este lugar, mandó construir un templo y le dio el nombre de «Enseñanza Resplandeciente».
Voy viendo en la sala un retrato, dos citas y un poema de Mao. Entre las dos citas de Mao, en caracteres rojos, se encuentran los paneles con citas del monje en caracteres verdes; es l teoría fundamental del budismo.
La explicación concluye con las maldades cometidas por el Kuomintang en el templo, las bondades del gobierno actual:
– «… actualmente hay tres monjes. Cultivan su trozo de tierra y obtienen nueces, manzanas y cereales, de forma que pueden vender parte de su cosecha. Algunas veces van a la ciudad. Por la mañana recitan las biblias budistas, no comen carne, huevos ni pescado; pueden fumar, siguiendo la regla, son célibes. Los fieles que aún acuden son ancianos».
El monje ha hecho su presentación habitual lentamente, con cierta expresión de calma y tristeza. Su nombre budista es «Luz Permanente. Pido a Chung que le traduzca que, aunque ignorante al respecto, he leído sin embargo los libros búdicos, pues me intereso por la historia de las religiones, y le ruego que hablemos sobre la doctrina de Buda. Los ojos del monje se iluminan y parece feliz de explicar. El ayudante de Tao, que, por ciento se está aburriendo soberanamente con la explicación, añade que la doctrina búdica es, en realidad, una forma de materialismo: el marxista transforma el mundo objetivo; el budista a sí mismo. Mientras, nos traen té caliente y arrojan, con el garbo acostumbrado, el frío de las tazas al suelo.
El monje, con un sonrisa condescendiente, continúa su exposición: Lo esencial es llegar al estado «Fa», de armonía de la naturaleza por medio de la aplicación del conjunto de la leyes budistas. Los grados de perfección son: Buda (los más conscientes); Pusha (los que tienen un grado de conciencia por debajo de Buda); Faashi (los maestros budistas, estudiantes de budismo, etc.).
Subimos al piso de los documentos. Hay una copia de la biblia budista que se imprimió en tiempo de los Song: Se precisaron 138 años para imprimirla. Se divide en 49 partes, 1532 capítulos y 6222 párrafos. Existe otra biblia budista de tamaño reducido, de origen japonés. El templo cuenta con una estatua birmana de Buda en jade blanco. El monje señala que muchas de las biblias fueron impresas en Japón, país en el que se introdujo el budismo durante la dinastía china T’ang. Un pedestal formado de mil budas sostiene un Buda solemne de bronce de la época Ming. El pabellón en el que se encuentra la sala de celebración del culto y la habitación del monje es una estancia agradable, cálida, casera, con su altar, sus estatuas, una de ellas relacionada con las palabras de Buda sobre la existencia de otro buda en occidente, muy lejos, a diez millones de millones de mundos. De las dos estatuas de Buda de la sala, una tiene en el pecho un grabado consistente en dos cortos trazos verticales y dos horizontales, encerrados en un cuadrado. La otra estatua tiene ya claramente la svástica, de la que la primera es una versión quizá más esquemática. El significado de la svástica se me explica como emparentado al carácter chino «wansui» (larga vida). La svástica aparece en el buda cuando éste ha llevado a cabo diez mil contribuciones meritorias («larga vida» se expresa en chino literalmente por «vivir diez mil años»).
Hay otra estatua de Buda, doméstica y chiquita, en pie, de la dinastía Ming, a la que se ofrecen agua, manzanas, perfumes, incienso. Cuadros y estatuillas representan diversos momentos de la vida búdica y de las etapas de iluminación, así como a los dieciocho alumnos y las citas del Maestro.
Reparo en un sombrero con una pequeña pagoda, así como en tambores y campanas de procesión. También la capillita contiene jarrones y representaciones de Kwan Yin, divinidad bondadosa, a veces con figura de mujer, a veces de hombre.
El cuarto del monje es cómodo y espacioso, paredes limpias y buena luz que entra por la ventana del fondo. En la pared hay grabados anatómicos, los puntos y meridianos acupunturales. El monje es médico tradicional y goza, al parecer, de gran reputación, en la comarca. En estanterías se alinean, ordenados y limpios, vasijas y objetos de cristal de diferentes formas, agujas, frascos con plantas y cortezas. Sobre un mueble, una fantástica pagoda de plata, al lado una rama de coral blanco. Tanto la sala de cultos como la vivienda del monje, me producen una agradable impresión de personalización. No son los interiores de costumbre, ni el aséptico y repetitivo decorado que ya comienza a superponerse en mi retina a fuerza de similitud. Ahora se trata de algo diferente, de espacios, colores y cosas que modelan la peculiaridad de una vida, de una persona; quizá incluso mi impresión de confort superior sea falsa o al menos exagerada y todo lo que hay de realmente especial se reduzca al tibio toque de lo personal. También en esa esfera cobriza de la cabeza del monje, tersa y coloreada la piel, brillantes los ojos, llenas las mejillas, encuentro una expresión distinta, una sonrisa leve y permanente sin rastro de mueca.
A continuación nos conduce a la pagoda de cinco pisos que, franqueada por otras dos pequeñas, guarda los restos de Hsuang Tsang. La pagoda tiene mil trescientos años. El suelo está cubierto de caracteres y hay una losa con el retrato de Hsuang Tsang llevando los rollos búdicos a la espalda.
Tras la comida, en plena charla de sobremesa, el ayudante de Tao se nos queda dormido. Me escurro entonces discretamente, voy al jardín, doy la vuelta al pabellón. Por la parte de atrás hay tierra sembrada, manzanos y nogales, un repecho terroso al fondo y una cueva tapada con tablas, habitaciones traseras que parecen ser ocupadas por los otros monjes y que, a juzgar por lo que me dejan ver las puertas abiertas, son estrechas, oscuras y muy por debajo de la del monje presentador. Me introduzco en la pagado funeraria, recorro con el tacto los hermosos caracteres grabados en la losa. Salgo. Me siento en el reborde de piedra. Tanto la mampostería del interior de los edificios como los árboles están llenos de pájaros y hay un trasiego continuo de los aleros a las ramas, de las ramas a los aleros, un sobresalto de batir de plumas sobre nuestras cabezas. Los pinos mantienen su verde, impasible como la sonrisa del monje; los demás árboles amarillean, se descarnan y guardan algunas hojas del rojo más vivo. Es una paz sin sabor a muerte ni apenas a olvido. Aquí viven los monjes, los campesinos pasan a veces, las habitaciones tienen un olor tibio a incienso y a existencia, una acumulación doméstica de objetos que calienta, tras la desnudez de las salas de recepción, y una fina capa de vida. En el retrato de Mao se diría encarnar el último buda, terrestre, con sonrisa menos beatífica y más satisfecha, ojos muy vivos, después del viaje a Nirvanas marxistas; ni las citas ni su poema desentonan con las tablas búdicas.
Chung se acerca:
– ¡Rosuita!. Te he estado llamando, ¿dónde estabas?.
¡Rosuita!. Este hombre… Emplea unas expresiones tiernas y unos diminutivos que emparentan directamente con los tapetitos y los calendarios de rosas. El otro día Mei recibió una carta de su marido que le trajo alguien mientras estábamos comiendo en la cantina. «Dulce carta» me comentó Chung. Hace uso de una especie de lirismo romántico, adaptado al español, que debe de parecerle lo más apropiado. Mientras que los demás no se den cuenta, vamos bien.
– ¿Quieres subir a la colina? -me propone.
– Claro.
La cuesta embarrada es ocasión ideal para cogernos. El paisaje de Chensí es peculiar: Una llanura absolutamente plana se extiende ahora, cuadriculada de cultivos, y, bruscamente, cerrando el horizonte todo a lo largo, una aurora boreal de picos, la sierra de Chung Nang, con crestas agudas y elevadas, como si acabase ce crear. Entre la sierra y el montículo del templo, un gran milagro, no búdico precisamente: el cultivo minucioso, sin un palmo de tierra desperdiciado, el milagro del agua que sube hoy hasta donde nos encontramos, lugar en otro tiempo seco, por un sistema de depósitos terminado el año pasado.
Chung habla con un campesino que estaba por uno de los sembrados y me va traduciendo, oye y me dice con verdadero entusiasmo – ¡Escucha lo que cuenta!. Aunque el depósito se comenzó a construir en 1958, los comuneros no pudieron finalizarlo, por problemas, hasta 1972. Cuando el agua corriente llegó, los ancianos subieron al montículo apoyados en sus nietos para contemplar el milagro y los ciegos descendieron y hundieron sus manos en el canal.
Las pequeñas mentiras que esmaltan nuestro cuidado entorno de extranjeros son difíciles de soportar. Por ejemplo, los profesores que aseguran, mientras se dedican a un repentina y frenética limpieza general, que la única razón de este vigoroso trotado es la necesidad de higiene, mientras que todo el instituto sabe que vienen mañana unos equipos alemanes de televisión para filmar una escuela de china. Sian y su entorno, el instituto, pertenecen a una de esas áreas modelo fotografiables y enseñables, ¿qué habrá más allá?.
Esta visita de los alemanes se nos ha ocultado a los expertos extranjeros. La escuela en pleno, del decano al último alumno, rascan paredes y limpian cristales. Es una situación particularmente penosa como extranjera la bolsa de aislamiento que, se ha juzgado, no nos concierne, y, como asunto interior, se queda en familia. En la corriente de afán y comentarios, el papel marginal, ni siquiera de espectador, no es en absoluto envidiable. Una bolsa de aislamiento así, llevada al último extremo, debieron de encontrarse los extranjeros durante la Revolución Cultural. Difícilmente se haría nadie cargo, desde fuera, de la amargura y la lucha interna, con escapadas de cólera externa, del internacionalista que vino alegremente dispuesto a ayudar, igual entre iguales, antes estas exclusivas diferencias, ante lo que para él son faltas de delicadeza. La llegada del equipo alemán de TV es también un acontecimiento para nosotros, los extranjeros en el aislamiento que vivimos, acontecimiento en el que somos ignorados y del que se nos mantiene en la ignorancia.
Una tarde, al llegar al instituto a las dos, me anunciaron -como de costumbre, cinco minutos antes- que mi clase se suspendía porque profesores y alumnos debían escuchar en el patio una alocución del director dirigida a todo el personal. Ya se estaban colocando los altavoces.
– Bien. Vamos allá entonces. Por favor, que venga un intérprete.
– Es sobre asuntos internos del instituto. No para ustedes.
– ¿Cómo?. ¿Es que yo trabajo fuera?. ¿No formo parte también del personal?.
– Lo sentimos.
Protesté. Pedí que se planteara a los dirigentes. Vino el subdecano:
– Esta reunión es únicamente para alumnos y profesores chinos. Nosotros respetamos su opinión. Usted debe respetar la nuestra. Inapelable. Salí de mi oficina, bajé las escaleras del edificio, que se había vaciado. Los vi a todos, con sus sillas, agrupados frente al altavoz. Me alejé con mi halo de elemento aparte, deambulé por el jardín, me senté en la tapia del huerto, fumando, lejos, sin saber dónde meterme, tragando el humo y el ostracismo, echando miradas penosas al grupo de árboles tras el cual se oía el altavoz.
Había rumores de que el director daría instrucciones sobre la forma de tratar a los extranjeros, ¿a cuáles sino a nosotros que éramos los únicos?. Los señores de Sri Lanka no habían ido aquella tarde, se habían ahorrado pues hacerme compañía sobre la tapia. ¿Qué podía ser?. Palabras ininteligibles, que trataban quizá de cosas importantes e incluso de mí misma, resonaban en el jardín, apagadas y avivadas por los caprichos del viento.
Duró más de dos horas.
Aquella noche Hao debía venir a seguir explicándome documentos sobre la Revolución Educacional. Afortunadamente. El gran Hao, el Hao salvador de tantas angustias mías, con sus explicaciones directas y su naturalidad.
– Hao -ataco nada más entrar- ¿qué dijo el subdirector hoy?.
(¿Llegará su amistad a descubrirme el alto secreto?).
Hao se rasca la cabeza.
– ¿El subdirector?.
– Sí, sí. Todos estabais reunidos.
– Ah, ya, vienen unos del la TV alemana a filmar el instituto. El subdirector habló de los cerdos.
– ¿Qué?.
– Sí, que no los dejen correr por todos sitios, como ahora. Hacen mal efecto. La pocilga no está tampoco bien, colocada junto al comedor. ¿Qué más?. Pues las gallinas. Hay que tener cuidado con las gallinas. El reglamento prohíbe tenerlas en las casas, pero la gente las cría y picotean aquí y allá… ¿Qué pasa?. ¿De qué te ríes así?.
– Los cerdos, las gallinas… cuando pienso… Buenísimo… Perdona, continúa, y ¿qué más?.
– Hay que hacer limpieza general.
(Falta hacía. Las paredes están negras de mugre. El suelo tapizado de saliva, agua, cáscaras y papeles. Los muebles maltratados y polvorientos. Los servicios cubiertos de pringue. Las tuberías con escapes, de forma que ponerse en cuclillas a la turca en el excusado es someterme durante el tiempo de la operación al suplicio de la gota de agua que cae del techo periódicamente. El color achocolatado o amarillo rancio de puertas y ventanas, el gris de barandillas y suelos, no contribuye precisamente a mejorar el aspecto tapando la suciedad con luminosos colores).
He aquí el importante secreto, el transcendental contenido de la alocución del subdirector; prueba fehaciente del perfeccionismo chino y de los malentendidos que pueden crear las reservas a partir de hechos anodinos. Así se escribe la Historia. ¿Cuándo se darán cuenta estos chinos al fin de la importancia de la forma en que los demás perciben las cosas?. ¿Cuándo emergerán de la necesidad enfermiza de ofrecer fachadas impecables?.
Viendo a todos limpiar como un solo hombre, imagino que las vísperas de mis visitas a fábricas, etc., han sido precedidas de una frenética actividad similar.
27 de octubre
Creo que podré reconocer en el futuro el barro de Chensí entre mil barros distintos; me cubrió hasta los tobillos en la memorable visita a la colina de los Emperadores, chapoteé en él de nuevo siguiendo las huellas de Chiang Kai-shek, en Lingtong. Hoy lo he visto transformarse en ladrillos y tejas, he metido la mano en la tina de alfarero; tiene una suavidad de porcelana, creo poder reconocer entre todos su dejo de frescura y su tostado amarillento del sol envejecido.
Porque la comuna de Li-chuan, en Chensí, fabrica, como es costumbre, sus propios ladrillos y en ella voy a pasar, de visita, el fin de semana. Afortunadamente está lejos, lo que es razón para que durmamos allí. Me acompañan Hao y Fan. Hao ha traído con él a su niño de cinco años.
Atravesamos este campo todo modelado en tierra pastosa, compacta, con ríos que se hunden en ella hondamente. Vemos muros horadados de cuevas para vivienda y depósito, lomas y una cresta montañosa de perfil áspero al fondo. Atravesamos pueblos, paredes gruesas de tierra apelmazada con paja, techumbre de tejas anaranjadas. Los cerdos negros deambulan sin reparos. Hormigueo de gente, animales y bicicletas, -las cuales se me van incorporando ya al paisaje y fauna como animalitos metálicos-. Hay un tráfico intenso de camiones y carros cargados de algodón que pasan sobre granos extendidos en esteras y puestos a secar en la carretera.
La erosión y el trabajo han modelado en la dócil pasta de la región diversos pisos, niveles, vericuetos, cauces, paredones. Verdea el trigo de invierno. En las paredes, consignas y banderas rojas sobre los montones de buenas cosechas. Pululan los falsos montículos de las tumbas T’ang, tan artificialmente cónicos que sorprende el que no se haya podido todavía encontrar la entrada de algunos de ellos, después de tantos siglos de presencia flagrante. Al llegar, el ceremonial de costumbre. Es indudablemente una de las comunas modelo, que recibe extranjeros. A la puerta los responsables. Sala con la Penteidad. Té con profusión de agua caliente. Felpa recubriendo los sillones y un plástico floreado en la mesa. Las paredes de tierra han sido cubiertas de papel. En el dormitorio de huéspedes, que da a esta sala, alegran la vista el aparador y el perchero, pintados de naranja. Un mosquitero blanco forma un dosel regio sobre la cama, la dura cama china de madera, con una sutil colchoneta. El frío gélido, pese al tiempo despejado, se mete hasta los huesos. Se pasa a exponerme la historia de la brigada:
«El nombre de nuestra brigada es «Llamas de guerra». Antes de 1949 había aquí tres aldeas muy pobres… Las canciones populares describían la miseria y los sufrimientos. De cierto lugar del distrito se decía que en él «las aguas del río lloraban» porque los campesinos pobres apenas podían subsistir… Ahora vivimos bien… y se canta «las aguas del río cantan y hay montañas de algodón y cereales». Esto se debe al Partido Comunista y al Presidente Mao».
Por último hacen constar que apoyan a la Revolución mundial. Generalmente, tras las presentaciones, queda muy poco espacio para preguntas. El colofón «si tienen proposiciones o críticas…» se reduce, en este caso como en los demás, a un tópico cortés y obligado.
Se ha puesto entretanto el sol. Hora de cenar. Todos en torno a la mesa redonda disfrutan hasta la médula de la ocasión. Por mi parte encuentro que la comida es la más rica que he tomado desde que estoy en China: platos de legumbres y carne guisados con productos frescos de la comuna, panecillos humeantes. Sabroso y sin sofisticaciones.
Después de la cena salimos a pasear con linternas. Las estrellas sorprenden por su fijeza y tamaño. Sin titilar, impertérritas, se incrustan, gruesas como puños, en la noche. En el campo, continúa el trabajo. La gente limpia las panochas amontonadas a la luz de los focos mientras que el altavoz transmite himnos. En la puerta de una casa se perfilan dos figuras que me dan la bienvenida aplaudiendo: la mujer y la madre del secretario de la comuna. Es, desde luego, un visita prevista en el programa, pero de todos modos es una agradable visita. La casa es ordenada, limpia y modesta, de tierra y ladrillo. Tapetes, fotografías, edredones. La esposa del secretario trae té. Y permanece aparte, silenciosa y tímida. En la madre se advierte la costumbre de las relaciones públicas. Es una mujer de sesenta y tantos extremadamente menuda, con finos huesos de pájaro, piel satinada. El pelo blanco, recogido en la nuca, enmarca un cráneo de delicada estructura, una pequeña y linda cara triangular de pómulos rosados, frente amplia peinada de arrugas. Va confortablemente embutida en su brillante chaqueta enguatada de raso negro, abotonada a la antigua, pantalones negros recogidos con bandas en los tobillos, y dos piececitos que caben en mi mano.
Su historia, que Fan me traduce con dificultades debidas al dialecto, es un «relato de amarguras»: la pobreza de la vida pasada, bajo el antiguo régimen, y la felicidad debida al Partido Comunista. Ella y su hijo son «héroes del trabajo», y fueron recibidos en una ocasión por el Presidente Mao.
La anciana nos despide entre sonrisas y, como es uso, rogándonos que volvamos.
El cuarto de los huéspedes tiene dos camas, una con su regio mosquitero a un lado, y la otra, en el extremo opuesto, separada por el largo de la habitación.
Fan se ocupa concienzudamente de mí, vierte agua caliente en la jofaina, coloca el edredón. Charlamos:
– ¿Echa mucho de menos a su familia? -me pregunta.
– No, no mucho. Estoy acostumbrada. ¿Y tú?. ¿Echas mucho de menos a tu marido?.
– No, no le echo de menos.
– Te casaste hace poco, creo.
– Sí, en julio. ¿En Europa se casan pronto?.
– Depende. Muchas veces viven juntos sin casarse.
Fan pone un gesto huraño.
– Está mal. No se debe obrar así, de una manera desordenada.
– Depende de lo que llames orden… ¿Qué es eso?.
Escuchamos. Un ruido sordo se alza y se apaga regularmente.
– ¡Es Hao que está roncando!.
– Duerme con su hijo en la habitación de al otro lado del muro.
(Desde entonces la frase «El camarada Hao ronca mucho» quedó incorporada, en chino, a mi vocabulario, y se la decía de cuando en cuando, a lo que Hao respondía: «¡Mentira!»).
Pese a mis protestas, Fan se ocupa de mí como una niñera, y, al descubrir que la puerta del cuarto no encaja para cerrar con llave, parece preocupadísima, da mil vueltas:
– No importa. ¿Quién quieres que entre?. Deja -le digo.
Pero ella acaba por asegurar la puerta con un mueble. Después se quita algunas de las capas de ropa y se acuesta con el pantalón interior más interior y la camiseta de manga larga. Yo me desnudo enérgica y rápidamente y me amortajo como mejor puedo en la colcha enguatada que sustituye a manta y sábanas.
Hao continúa roncando sonoramente.
El desayuno sigue la excelente línea de la cena: sopa, fideos, huevos, buñuelos y el «café con leche» matinal chino: caldo de soja caliente azucarado, que no me entusiasma. Después salimos a visitar la comuna, que está situada entre el río y una pared de tierra, como los Nacimientos. La claridad impecable del día dibuja con todo detalle las colinas cortadas a tajos. La cosecha de maíz fue abundante y las mazorcas, blancas y amarilla, han sido arracimadas para secarlas. Los niños, a la salida de la escuela, se encargan de recoger como gorriones los granos caídos. La comuna es totalmente modelo en riqueza y pulcritud; las porquerizas que se muestran están mucho más limpias que los excusados del instituto y en los corrales se pueden comer sopas. Hago una foto deliciosa del niño de Hao observando de cerca, agachado, una camada de seis cerditos negros. Pasamos por el manzanar y por las cuadras. Llegamos al lugar en que se fabrican los ladrillos. Una máquina rudimentaria fabricada por ellos mismos prensa, cuadricula y taja el barro.
El guía dice «Antes de la Liberación, las aguas del río atacaban a la gente. Hoy es la gente quien ataca al río». En efecto, la comuna está situada al pie de un acantilado en el que acaba bruscamente la meseta y frente al río; se halla en realidad sobre el cauce antiguo, seco hoy, y con diques de cantos que muerden franjas del ancho lecho pedregoso, van robando terreno a la corriente. En esa tierra han plantado múltiples árboles. Estos, aún frágiles, se estremecen invadidos por nubes de gorriones que apenas nos huyen y que evidentemente se han recuperado del genocidio de 1956. Visitamos la policlínica -muy simple-, la escuela primaria. Nos cruzamos con alumnos de mi instituto que han venido a la comuna para dedicarse durante un mes al trabajo manual: las chicas recogen algodón, los chicos acarrean piedras.
Doy una vuelta por las casas. Son más lindas y tienen más carácter que las de la ciudad; también las encuentro más espaciosas, más cómodas. Hay entradas antiguas en perfecto estado, con su tejadillo, sus caracteres decorativos, la hermosa puerta de madera claveteada, la gente se muestra más afable y discreta que en la ciudad. Visitamos una casa campesina de más de cien años. Entre objetos y aperos de otra época, el «Manifiesto del Partido Comunista», y un retrato de Mao. Las cortinas y la colcha son género tejido a mano. El dueño de la casa es un hombre alto y sólido. Su mujer, que tiene un hermoso rostro arrebolado por el calor del fogón, amasa y corta la pasta para los raviolis y me hace probar el relleno de carne con verdura y guindilla. La abuela atiza el fuego con panochas y nos acompaña, tambaleándose sonriente sobre sus pies atrofiados. De la maleta donde se guardan celosamente sacan dos manzanas que nos ofrecen, la fruta en otro tiempo rara y reservada para los mandarines. Al fondo del desván, en un rincón, junto a las ruecas, el ataúd de la abuela -que tiene 78 años pero excelente salud- ya preparado, en buena madera negra y dura, con un espesor de siete centímetros. Parece enorme para esta anciana; se creería que, más que yacer, va a habitar en su interior.
La cresta del acantilado es tentador. Lucho todo el día con mi escolta para que se me permita pasear tranquilamente con una sola persona, y, por la tarde, consigo arrancar una hora. Hao y su hijito me acompañan. Pasamos ante una especie de cuevas que fueron hornos de alfarería.
– Quiero subir hasta arriba, Hao.
– Está muy empinado; vas a caerte.
– Qué va.
No son sino unos metros. Empiezo a trepar. Hao duda, y luego me sigue, pero el niño rompe a llorar al ver alejarse a su padre.
– ¡Quédate con él!. Puedo subir sola.
Pero Hao permanece indeciso. El niño llora con desconsuelo. Doy marcha atrás y nos sentamos los tres en unos terrones.
Miro abajo. Estoy en China pues. Siento físicamente la redondez, limitación, comunicación del mundo. Más allá está el Pacífico y al otro lado nuevos acantilados, nuevas llanuras, las Américas a las que llegaron hace treinta y cinco mil años los asiáticos por el estrecho de Bering. China, el «Reino del Centro», no está en el centro. Está en un punto del círculo. Ellos no lo saben pero se acercan vertiginosamente a otros mundos, a otros países que también navegarán, en la corriente rápida de nuestra era, hacia ellos. Ellos no saben que su mundo es también mío.
– ¿En qué piensas? -Hao me ha estado mirando, y, porque respiro hondo, cree que algo anda mal.
– No pienso. Oigo. Veo. El mundo es muy pequeño.
– Hay más. Puedes decirme. Tú eres mi amigo y yo te he abierto mi corazón.
Y luego añade, como ya me aconsejó en otras ocasiones:
– Tienes que fundar una familia.
– Por favor, ¡no me lo digas más veces!; ya lo sé.
– Pues no lo diré más. Pero hay que tener algo en la vida.
Exploto.
– Y ¿crees que es fácil?. Ah, bueno, aquí, para vosotros, por supuesto que es fácil la vida, la tenéis preparada de antemano. Os casáis a la edad que dice el Gobierno, tenéis el número de hijos que el Gobierno dispone y no os divorciáis porque el Gobierno lo desaconseja. Sobre ruedas, vamos. Además, tú tienes todo lo que yo no tengo: familia, hijos, casa, etc. Yo tengo sólo lo puesto, pero ¿estás seguro de que eres más feliz que yo? -me vuelvo y le miro de frente-, Dime, Hao, ¿eres feliz?.
Tarda en responder, y al fin:
– No me está permitido contestarte a eso.
Mientras apuro estos últimos minutos de soledad y horizonte pienso, como quien examina de cerca el entramado de una tela, en la especial relación sentimental que se ha tejido entre mí y algunas de estas personas. Hao me ha ido desnudando su vida, me ha abierto su intimidad, que por tanto sé cerrada normalmente con todos sus compañeros. ¿Por qué?. ¿De la forma en la que se habla sin esfuerzo de asuntos personales con el desconocido compañero de viaje en el tren precisamente por ser un elemento extranjero al entorno?. Hay, con frecuencia, un delicado equívoco en las reacciones, en las palabras, en los gestos; en ellos son de interés, de protección, de afecto. En distintas latitudes tendrían otra connotación sentimental. A veces no sé qué pensar; pero como obras son amores, no pienso en nada. Según un principio bien materialista, juzgo a las personas, no por lo que dicen y piensan de ellos mismos, sino por lo que efectivamente hacen.
Fue en aquellas veladas para explicarme documentos de la Revolución Educativa, veladas que se prolongaban hasta las doce y más de la noche, cuando, sentado ante tu taza de té, empezaste a hablarme de ti mismo. Hao. Dejabas sobre las rodillas tu cartear usada, sin abrirla hasta mucho después, y era insensiblemente el documento de tu vida el que desgranabas, lentamente, como un monólogo interior que yo recogía sin apenas comentarios. Se diría que todo en ti había esperado encontrar este oyente y en mí ese interlocutor. La luz indirecta de la lamparita, del sofá, la habitación sin un ruido, yo misma sentada escuchando, tenía algo de gabinete de psiquiatra. En el momento mismo no advertí, no valoré quizá como debía el fenómeno de esa confianza. El que fuera recíproca me parecía razón suficiente, y, sin embargo, no lo era, no en tu mundo, no en la sociedad china, en su extrema reserva. Primero ya me habías aconsejado, tras mucho coloquio y excusas por el atrevimiento, que fundara una familia, y luego hablaste de la tuya y de tu trabajo…
– Trabajo. Eso es mi vida. No hay más.
– Pero ¿tu mujer?.
– Me casé muy joven, a los 21 años. Tengo 36. En ese sentido, ha sido un fracaso… Sabes que voy a mi casa los fines de semana solamente, y aunque no fuera así sería igual. No, con las mujeres, en ese sentido…
– Los niños…
– Sí, dos niños, ¿qué importa?.
– Hao, muchos matrimonios trabajan en ciudades diferentes. Además, en China no se casan hasta muy tarde. Para tener relaciones normales hombres y mujeres, ¿cómo lo hacen?.
– A veces van de noche, como los ladrones, igual que los ladrones. Algunos hacen eso; pero el peso de la opinión, de la vigilancia pública, es terrible, terrible.
– ¿Y la intimidad?.
– No hay; créeme, es terrible la presión social. Las paredes escuchan, ven.
– ¿Y tú? ¿y la felicidad?.
– Yo soy un comunista; me esfuerzo por lograr un nivel marxista más alto; también tú debes hacerlo. Trabajo como un buey, todos lo saben, todos lo ven. No hablo con nadie aparte de cosas corrientes, un poco con la camarada Fan. Sin mi trabajo no soy nada, mi vida no tiene sentido. ¿Te canso hablando de esto?.
– No. Aprendo. Y siento no haberte conocido antes.
– Nunca he dicho a nadie lo que estoy diciéndote a ti.
– Y, ¿por qué lo haces?. Soy extranjera, me conoces poco.
– Eres mi amigo, mi único amigo. Es posible que tú no sigas el mismo camino, que no seas comunista, pero en lo profundo estamos de acuerdo. Nunca te olvidaré.
– Harás mal. Tienes esa impresión porque soy la primera extranjera que has tratado despacio. No valgo más que otro; es la ocasión lo que me da valor, no yo misma.
– Tienes un corazón bueno, creo que llegarás a ser comunista.
No puedo evitar una tristeza cortante en la respuesta:
– Dudo que llegue sencillamente a ser algo.
– Fundarás una familia…
– ¡Basta de esto!. Ya te darás cuenta de que el sitio no es el más indicado.
– Sabemos que un día volverás a Pekín.
– ¿Lo saben todos?.
Todos lo saben.
– Y ¿qué dicen?.
– Que es mejor para ti; pero te necesitamos, y te echaremos de menos.
Y el documento se enmohecía dentro de la cartera. A veces sacabas, junto con él, un panecillo con salsa picante dentro, un trozo de torta de maíz o un boniato asado, que me dabas o compartíamos. O me preguntabas sin el más mínimo ceremonial cuando llegabas:
– ¿No tienes por ahí algo de comer?. Tengo hambre.
– Si quieres café… -te ofrecía malévolamente.
– ¡Nunca!. ¡Qué amargo!. Vamos a tomar té.
Solía yo sentarme siempre en la alfombra, como tengo por costumbre. Tú te reías y cuando te pregunté por qué enrojeciste con expresión pícara:
– No me atrevo a decírtelo, Rosúa.
– Venga ya, dí.
– En la antigua sociedad las mujeres se ponían así, en el suelo, cuando estaban con sus maridos.
– Pero sin alfombra, supongo. ¡Qué tiempos! ¿eh?.
También habíamos quedado, contigo como con los otros, que si alguien se encontraba escaso de fondos para acabar el mes, yo, por ganar mucho más, era la persona más adecuada para un préstamo. No te hizo falta pero estaba muy al corriente de tus apurillos y ese mes llegué en segundo lugar porque ya Fan te había prestado unos yuanes.
– Su mujer también trabaja, no se preocupe -me había dicho Fan, hablando de estas cosas (era la que se resistía más tenazmente a tutearme) -y, si hace falta a veces, yo lo presto, pues soy sola.
En largas veladas de soledad he paladeado lentamente el recuerdo de un panecillo al vapor, frío y húmedo, envuelto en papel de periódico, relleno de una pasta picante color chocolate.
Comencé a participar en el trabajo manual del instituto. Esa semana consistió en hacer túneles. Para formar el armazón de los arcos del cemento se recuperaban alambres gruesos usados y torcidos, que había que poner derechos a martillazos. Sentada con mis alumnos y con Chung golpeaba, poniendo en ello la mejor voluntad y mucha torpeza. Tarareo una canción española.
– ¿Qué significa «amor»? -pregunta una alumna, que martillea sentada cerca de mí.
Chung traduce al chino y veo a la muchacha enrojecer y bajar la vista como si se tratara de una palabra obscena. Cuando tropiezo con un nudo en el metal, Chung me lo coge, lo alisa él y me lo da de nuevo.
4 de noviembre
No deja de ser paradójico que las más angustiosas impresiones de mi llegada a China vengan de los otros cooperantes extranjeros; la dogmática velocidad de sus anatemas, el espíritu de clan y de frustración reprimida, me admiraron, me dejaron estupefacta. Pero las advertencias que siguieron era ponerme en la antesala de «la terreur» tipo staliniano, nunca más fehaciente que en las recomendaciones del matrimonio de Sri Lanka: «Cuidado con los chinos; parecen suaves pero son implacables».
¿Por qué decidí apoyarme en los chinos, de todo mi peso y tanto como pudiera?. No he dejado las preguntas pudrírseme en la boca, ni las reflexiones en el cerebro. Me entregué febrilmente al trabajo, pero también exigí febrilmente respuestas, informaciones, apoyo. A veces lo tuve, a veces se me dio largas, a veces se me negó. El fantasma del miedo a expresar cualquier cosa en desacuerdo con la versión oficial enmudecía en los chinos lenguas y plumas. Pero había corrección, y el principal privilegio de los responsables medios del Partido parecía ser trabajar y romperse la cabeza más que los otros. Les dije todo, les pregunté todo, gruñí y protesté sin dejar de trabajar, haciendo alegremente cuanto no era «aconsejable» hacer según los extranjeros decían.
Han pasado dos meses desde que llegué a Sian. Hace uno que mandé una carta al Buró de Expertos de Pekín haciéndoles partícipes de mis problemas, impresiones , y planteándoles también algunas consideraciones sobre la enseñanza del español en provincias. Un responsable viene de la capital a ver a los otros y a mí, acompañada por la intérprete del Hotel de la Amistad. Exhaustiva y larguísima entrevista. Está preocupada por mi estado de salud. -Ruiz ha debido pintarlo con las más negras tintas-. Me coge la mano y me dice: -Yo no creo que vaya usted a volverse loca; no tiene aspecto.
En corto espacio de tiempo tienen lugar tres conversaciones, la última de dos horas y media, al ritmo pesado y lento que la necesidad de intérprete y la disimilitud de puntos de referencia imponen. ¡Ah, la desesperación de estas discusiones en las que los intérpretes pueden traducir las palabras pero no las ideas que representan; esas palabras que quieren ser objetivas encarnan percepciones y realidades tan distintas en ellos y en mí, que el desánimo, la tensión de una situación nueva en la que no sé bien donde poner los pies, me clavan en el sillón, como oyente pasivo, preguntándome la nota que va a corresponderme al final del examen. Y sin embargo esta mujer, entrada en años, con mala salud, gruesa, fatigada, modesta, tiene hacia mí una actitud sensiblemente distinta que la que observé en la entrevista de Pekín. Es afectuosa, algo maternal, seriamente preocupada por mi situación en esta ciudad de provincias. Teniéndome cogida la mano, me da toda clase de seguridades sobre mi traslado a Pekín en enero, me garantiza la ayuda que precise. Así me entero de que los del instituto han dado inmejorables informes sobre mi trabajo y que el Instituto nº 2 de Pekín está ahora dispuesto a aceptarme para ocupar la vacante que dejará Alberto, de que el director y los responsables del instituto de Sian han pedido ellos mismos que se me envía a Pekín, juzgando que, joven y sola, no debo quedarme. Sin embargo sé que hago falta.
– ¿Podrá resistir hasta enero?.
– Debo quedarme hasta enero. Mis profesores me necesitan, y es necesario dejar todo bien.
Tras dos meses, hay en Sian los frutos humanos que van germinando. Hao me cuenta cosas de su infancia, de su juventud, de sus primeros amores, que no había dicho a nadie. Me he sorprendido encontrando en el ser tímido y reservado que es Fan un afecto que no podía sospechar. Chou y Jen se detienen ahora más que antes a explicarme cosas. Mei me ha tejido, maravillosos, únicos, calcetines de lana rojo vivo. En cuanto a Chung, creo que sé y que él sabe. Como tengo pocas dotes de mujer fatal, estoy completamente perpleja frente a esta inexperiencia, vergüenza y represión china. Ante este San Antonio personifico la libertad sexual, el no va más. Mi mano, que dejo tranquilamente entre las suyas, ¿qué sensación le produce?. Lo último que pensé que me tocaría ser es una Mesalina, y, según la ley de la relatividad, aquí lo soy. Al menos esto me habrá mostrado que otro mito, el de la frialdad absoluta de los chinos, es falso.
También me he incorporado cada vez más a su vida. Como exactamente lo que ellos, participo en el trabajo manual y en la limpieza semanal del instituto. Y están los alumnos, el muy importante lugar que ocupan, con su frescura joven, mucho menos domesticados que los mayores, el verlos disfrutar en mis clases, comprender, soltarse a hablar, es una satisfacción inapreciable.
– ¿Seguro que podrá resistir sin enfermar? -La responsable venida de la capital me coge la mano.
Asiento enérgicamente. Desde luego Ruiz y su intérprete, al llegar a Pekín, han debido pintar el más lamentable retrato de mi situación.
– Pida cualquier cosa que la haga sentirse mejor.
Sin perder un minuto, remacho antes de que se enfríe el hierro sobre mi necesidad de largos paseos, kilométricos paseos, acompañada por una sola persona y no por cinco responsables.
La siniestra descripción que Ruiz ha debido ofrecer de mi estado se une a una caricatura de las que suelo hacer que ha visto la funcionaria en mi habitación -digiero mal que haya entrado tranquilamente en mi cuarto y mirado mis cosas en mi ausencia. Se trataba de un dibujo en el cual salgo de una jaulita, comienzo a ser seguida por dos, cinco, diez chinos, y termino entrando apresuradamente en otra jaula, dejando el cortejo en la puerta.
– He oído que se considera como en una prisión. En su cuarto tiene un dibujo. Las condiciones de alojamiento de los chinos son aún malas. Ustedes las necesitan mejores…
(Recuerdo, en efecto, las glaciales habitaciones de los profesores del instituto, los interiores que fisgoneo al pasar por la calle: Espacios reducidos, hornillos de carbón, agua de la fuente. Pero hay casas mucho mejores también. Con voluntad real hubieran podido alojarme con gente).
-… Aquí, en China, nadie podría alquilarle a usted una casa privada porque no hay viviendas en propiedad; cada entidad, cada organismo de barrio, se ocupa del alojamiento de sus miembros; hay por otra parte un problema de escasez de viviendas.
Su máxima preocupación son mis quejas sobre la falta de libertad, que para ella equivalen a decir que en China ésta no existe, que a mí se me trata sin confianza como a un enemigo.
– También oí decir que se queja usted de que la acompañen siempre. Debe comprender que no es por falta de confianza, sino para protegerla. Usted es además joven, y muy bonita.
Agradezco lo de bonita en lo que vale, pero hay ciertamente un buen trecho entre la benévola forma en la que los chinos me ven y mi atractivo real. Por lo visto, así como americanas y nórdicas les parecen horrendas, las menuditas y morenas tenemos aceptación, con nuestras narices «altas» y ojos grandes.
-… su seguridad es extremadamente importante para nosotros. ¿Cómo puede hablar de cárcel?. La cárcel es un instrumento de opresión para los enemigos. Usted es un amigo y todo se hace por su seguridad y comodidad. La cárcel tiene rejas, ¿hay aquí rejas?.
No, aparte de las verjas, la garita y, sobre todo, mi inmensa limitación de movimientos. Quisiera explicar que la cárcel no es un lugar; es un estado, es la vigilancia continua, el movimiento encarrilado. Imposible, son incapaces de ver algo en otra óptica que la de su estructura recibida, singularmente rígida y absoluta. ¿Cómo explicar la diferencia esencial entre sus buenos deseos y la manera en la que los extranjeros como yo percibimos y sentimos la realidad china?. ¿Cómo explicarle que, aun creyendo en su buena fe, comprendiendo sus argumentos, ni éstos me satisfacen ni son los únicos, y que no por ello me siento menos presa?. Es el problema de mostrarles el transvase de las condiciones objetivas a la percepción subjetiva.
Abordamos la participación en la vida social. Semanalmente, según las directivas del Primer Ministro Chou En-lai del 8 de marzo de 1973, hay un estudio político también para los extranjeros, en el que se nos dan a conocer comunicados y documentos del Comité Central. Los documentos se escuchan, se puede tomar notas, pero no poseerlos, copiarlos ni grabarlos, igual que los chinos.
Estas sesiones de política son de un aburrimiento y de una frialdad notables. Las traducciones múltiples, a los otros extranjeros y a mí, el sello de verdad lista para consumo, no incita precisamente a la discusión, aunque se nos anima a ello. Mucho mejor sería el discutir de temas de actualidad con los compañeros, pero éstos esquivan como la peste las conversaciones políticas, fuera de aquellos puntos en los que China, por boca de sus dirigentes, ha fijado su posición. El mecanismo preventivo es el siguiente: «Si yo doy opiniones a un extranjero, tal vez éstas no sean buenos análisis con perspectiva marxista de lucha de clases. Entonces mis opiniones erróneas pueden aparecer como representativas de China en el exterior».
China no deja salir de sus lindes sino productos filtrados, depurados, aprobados, y, por tanto, correctos. Los profesores del instituto se niegan a que me quede con sus redacciones -en las que hablan de su período de trabajo manual en el campo- por miedo de que yo las envíe al extranjero apareciendo así de su puño y letra ideas no oficiales. China tiene un santo terror a la escritura, a la prueba escrita. Se les adoctrina en la idea de que, fuera de sus fronteras, los numerosos enemigos esperan babeando la más mínima ocasión para atacarles.
Por otra parte, esta forma de explicarme su política les permite dar salida indirectamente a informaciones que no interesa anunciar de manera oficial.
Deseo de veras estar aquí hasta enero, exprimirme de cuanto sé como un limón, hacer el máximo. Temo a esta energía que me sale a borbotones. Todo se multiplica en torno mío; ideo, redacto, compongo, fabrico, exploro, escribo, resumo, dibujo. Temo haber caído como un trozo de carne picante en el estómago de un monje vegetariano. Tengo miedo de que el efecto de los lazos personales que estoy creando sea catastrófico. Nunca debí dejar a mi persona desbordar de esta manera. Mis compañeros chinos son gentes pacíficas y juiciosas, sencillas. Yo he revuelto el agua en torno mío. No puedo controlar esta energía, les asombra que no me canse. Ideas y observaciones nacen y se desprenden, como continuas hojas. Aprendo y retengo el idioma a toda velocidad. Temo caer en el personalismo. Es mi trabajo lo que debe valer, no mi persona. ¿Me he presentado abusivamente como una pobrecita abandonada y aislada, despertando así sentimientos protectores de todos los calibres?. No lo sé. Es posible. Para conseguir que se me considerara como a un ser humano, yo estaba dispuesta a cualquier cosa, a hacer todas las presiones imaginables.
Me voy en enero, y no quiero que el hueco que dejo sea un molde de mi persona individual irremplazable, no; debe de ser algo que el siguiente va a ocupar. Aunque por mi parte siento que el molde que están ellos dejando en mí nunca será ocupado.
Noviembre
Las camareras trajeron el mes pasado a mi habitación tiestos de crisantemos, que daban un coqueto toque mortuorio al apartamento. Al mes y medio de llegar, nos mudaron al edificio de atrás del Hotel. Al parecer iban a hacerse reparaciones en el otro. El cambio fue ventajoso en todos los sentidos; al menos veía de paso a los pocos turistas. Mi nueva habitación era mucho más agradable, con una pieza grande y alargada, que una cortina dividía en el centro separando dormitorio y salón. La cortina se recogía en dos en un efecto de lo más regio y el verde oliva de las paredes había sido sustituido por un crema claro.
– Unos minutos, y me voy enseguida.
Chung entra conmigo, de vuelta de una visita. Se acerca mientras ordeno unos papeles sobre la mesa.
– ¿Qué es este libro? -pregunta. Y lo coge; pero también me coge a mí.
– Voy a hacer té -digo.
– Me marcho en seguida-
Pero se sienta en el sofá, hojeando el libro, con sus ademanes habituales ceremoniosos, comedidos.
Cae la tarde. Me siento también, tras dejar las tazas sobre la mesa. Me pongo los cálidos calcetines de lana roja que me ha hecho Mei. Chung se inclina, me acaricia el pie. Coge de nuevo el libro. Luego me echa el brazo por la espalda. Apoyada en el pecho, con la cabeza en el hueco del hombro, recorro con los dedos abiertos de mi mano, entre los innumerables suéters, este tórax en el que se marcan los huesos, y el estómago con frecuencia enfermo.
– ¡Qué delgado estás!.
Chung me pasa despacio la mano por la cabeza y la nuca, roza con la boca el nacimiento del pelo, la sien.
Pienso en lo que me dijo el otro día:
-«Nunca he hecho esto antes; tampoco he besado una nuca a una muchacha.
– «Pero tienes una. Os escribís».
– «Es cierto; mi amiga, una muchacha de mi familia. ¿Es que tú querrías ser mi amiga?».
Y recuerdo su mirada dolida e intensa. Un carácter romántico que está viviendo una historia extraña e imposible.
La tarde se desliza por su pendiente, el fin del día es irremediable, como el fin de nosotros, que ni siquiera habremos existido, que ni siquiera existimos en le museo de arquetipos por el que deambulamos diariamente. Y como yo no debo existir así, con toda mi piel y mis ojos, entonces te vi desdoblarte, Chung; como un abanico tu persona se desplegó en gestos y palabras, en miradas y en acciones, en formalismos y deseos. Una parte de tu yo iba hacia los moldes, pero, tirando, despegándose de la voluntad consciente, un mundo se movía inquieto en ti, se alargaba, en miradas, en movimientos, como tallos de plantas hacia la luz.
No se oye un ruido. Tras los cristales de la ventana los árboles se desnudan resignadamente. La sombra sube, como una nata cenicienta, al techo, alto, muy alto, de la habitación.
– Chung, ¡es todo tan grande, tan grande para mí…!. ¡Me siento tan perdida…!.
Confieso bajo, abrumada por la congoja de cuanto me rodea.
Me aprietas más la mano. Tienes la vista fija en ti, con una tristeza fría, segura, que no conozco.
– Sí, es cierto. Es muy grande para ti.
Entonces te vuelves y me miras, sin sombra de timidez ni duda; con una igualdad total de ser a ser que nace del conocimiento que ambos tenemos, que ambos hemos percibido, de lo irremediable. Y es como si esa tristeza tan lúcida, tan clara, formase un puente de una pieza entre los dos. Y, también por primera vez, hay un gesto de protección en tu forma de cogerme.
Enciendes un cigarrillo. Echo las cortinas.
– Deberías fumar menos.
Doy vueltas a tus dedos, tostados de nicotina.
– Bien. Me voy. Hasta mañana.
Abres la puerta, y sales como quien toma un barco.
Esta tarde, en el comedor del hotel, al que excepcionalmente fui a cenar, conocí a un matrimonio de Boston, de visita en Sian. Estaban a ojos vistas afectados por la impresión que causa este hotel solitario. Me anegaron con su compasión al decirles que yo trabajaba en Sian. Por la falta ya de costumbre, me parecían dos figurines: corbata, chaqueta, pañuelo de bolsillo. La esposa, más discreta, con pantalones y amplio abrigo granate. La elección de platos representaba evidentemente para ellos un asunto capital en l que los errores podían ser fatales. Hice de intérprete con la camarera. Veía con pena, sobre su mesa, los panecillos al vapor despreciados. Traen un postre, pasteles chinos. El muerde y lo deja.
– No son tan malos -le aseguro.
– ¿Se atreve usted a probarlos?.
Le cojo el suyo de la mano y me lo tomo, diciéndoles con mi más severa expresión moralizadora:
– En China no se tira nada. Está mal visto.
Se miran y miran los pasteles con aire de echárselos al bolsillo.
Me interrogan sobre la alimentación en el instituto. Los imagino recogiendo, en el desangelado comedor, los tazones de arroz y de verduras con fideos de mijo.
– ¿Trabajan también en fábricas?.
– No. Hay trabajo manual pero no ése. Ahora hacemos túneles.
– What?.
– Sí, claro. Profesores y alumnos hacemos túneles. Los hay por todas partes.
– ¡Increíble!.
Dos meses que estoy en China y veo a esta pareja lejos, lejos. Estudian el menú, estudian sus zapatos y sus corbatas; el atento estudio burgués de sí mismo.
El mundo del instituto, la dura vida de los chinos, sus chaquetas remendadas, sus casas de cemento gris y ladrillo, sin calefacción, los tazones colocados sobre la pileta, restregados sin jabón al agua fría tras arrojar las sobras en la cuba maloliente para los cerdos. Hao, Tao, Mei, los camaradas, afanosos, ocupados siempre con las mil responsabilidades y trabajos que los otros dejaban resbalar hacia ellos.
12 de noviembre
– El subdirector quiere hablarle -me comunica Mei cuando llego el lunes.
Entran él y los demás responsables, Tao. Mei traduce.
– Tengo una buena noticia que darle. Se ha recibido una llamada telefónica de Pekín. La llaman. Se la espera lo antes posible.
Siempre el mismo método para anunciar algo: por sorpresa, sin reflexión, sin preparación, sin posibilidad de elección ni de discusión.
Aturdida, respondo rápidamente:
– No, no quiero irme, no puedo irme hasta enero. Debo terminar bien mi trabajo.
– Pero la esperan de inmediato. No podemos retenerla.
– Yo expliqué claramente a la responsable que vino a verme que podía, debía y quería quedarme en Sian hasta enero.
– Si Pekín dice que vaya, nuestro instituto tiene la responsabilidad de enviarla. En cualquier lugar de China será útil al socialismo.
– Tengo planes de trabajo comenzados. No voy a hacer como los expertos rusos, cuando se marcharon dejando todo a medias en 1961.
Tao sonríe:
– Es diferente. Usted va a continuar trabajando para nuestro país. Ellos nos abandonaron.
– Estoy segura de que también sintieron marcharse así y lo hicieron porque debían cumplir órdenes.
– Es verdad -asiente Tao- Yo les acompañé al tren. Lamentaban lo que estaba ocurriendo, sus mujeres lloraban. «Siempre seremos amigos» decían.
– Por favor, pongan una conferencia y expliquen…
Interviene el subdirector, con su fina sonrisa gentil, envuelto el cráneo en una bufanda gris:
– En Pekín tiene prisa por que trabaje usted allí; la necesitan. Han telefoneado tres veces del domingo a hoy. Todos debemos amoldarnos al centralismo democrático, obedecer al organismo superior.
– ¿Para cuándo tomo los pasajes de avión? –pregunta Tao.
Entonces, no hay nada que hacer. Si insisto, puede que les tachen de negligencia.
– Para lo más tarde posible. ¿Dentro de quince días… (Tao, sombrío, niega). Diez…?. Bueno, no menos de una semana. La necesito para dejar en orden lo mínimo.
A regañadientes, Tao acaba aceptando. Volaré el domingo próximo.
¿Por qué se me reclama en Pekín con tanta urgencia?. ¿Qué trabajo esencial me espera?. Compruebo una vez más con amargura el absoluto divorcio entre las frases y la realidad. Las tan alabadas discusión, crítica, análisis, decisiones tomadas en común, democracia, opinión de las amplias masas, etc, etc, son puras caricaturas formales de los métodos de acción y decisión. La persona es un peón vaciado de sustancia propia, dispuesto en todo momento a ser relleno por las directivas, sin ligazones humanas auténticas, sin responsabilidad, enfrentado por sorpresa con la media luna de responsables que le comunican, sonrientes, cambios esenciales, disposiciones, órdenes tan aparentemente suaves como, en realidad, sin la menor posibilidad de réplica. He entrado en el despacho siendo aún profesora de español en el instituto, creyéndome integrada en un medio humano al que pensaba conocer y al que me unían lazos, y ahora veo claramente que, en realidad, ya no formo parte, que la disposición de Pekín pasa sobre mí como una goma de borrar. No estoy en realidad ya para ellos.
– Como esta semana estará muy ocupada haciendo sus preparativos, no es necesario que trabaje en el instituto –dice el subdirector.
– Es precisamente cuando tengo más trabajo. Por favor, Mei, quédate y vamos a hacer un horario especial.
Todos salen y me dedico febrilmente a comprimir en seis días lo esencial: los textos, correcciones, preparaciones de clases.
– Mei, ¿qué te parece el que me vaya de esta forma?.
– Te necesitan seguramente más.
– Pero ¿vosotros?.
– Nosotros sentimos mucho que te vayas.
Por su parte los alumnos, al enterarse, tampoco hacen más comentario que:
– Seguramente en Pekín será usted muy útil.
Y los profesores por el estilo. Me cruzo con Chung:
– ¿Sabes?.
– Sí. Siento dolor, pero estarás mejor en Pekín. Si tengo ocasión, puesto que mi familia vive allí, iré en las vacaciones a visitarte.
Todos evitan hablar de esto. Por mi parte, el trabajo y la excitación me absorben. Comunico la noticia a Ruiz por teléfono; también a Alberto. Voy a pasear kilómetros, horas, sin que me siga una multitud. Voy a hablar con gente de diversos tipos, voy a andar de nuevo… Me parece mentira.
Noviembre
En esos días, me moví en un fuego cruzado de invitaciones a comidas de despedida. El instituto una, otra el delegado provincial, otra los profesores de mi sección, y, cuando el carnet gastronómico estuvo completo, Hao puso el grito en el cielo:
– ¡Tienes que venir a cenar a mi casa!.
Llegué pues, con mis pasteles, el vino y juguetes para los dos niños. Una vez más se me hizo entrar con los honores aparatosos de coche y claxon. La mujer de Hao, sonriente y dulce, me acogió en la puerta de un apartamento de una habitación, otra pequeña que servía de despensa y fregadero, aseos y hornillo para guisar en el pasillo. Allí vivía la familia, de cuatro personas. Todo había sido acondicionado para mi visita, los pañitos lavados y planchados, frotado lo frotable, dispuesta la mesa con una linda vajilla.
Hao tenía la virtud, inestimable en un país de comportamiento estereotipado como es China, de derramar naturalidad. La comida fue transcurriendo alegremente. Me pude levantar a recoger los platos, traer y llevar cosas a la cocina, y, como descubriera una mosca en mi tazón de sopa, cambié tranquilamente el contenido que, en otro tipo de banquete, hubiera seguido tomando. Dentro de lo que cabe, una velada familiar. Sobre la cómoda, había una espléndida foto de Hao, al lado de un viejo león de piedra, los brazos cruzados, el pelo revuelto, con un expresión brava de campesino rebelde, bien plantado en la tierra.
Los palillos con los que comemos me gustan, negros con el borde rojo.
– Son muy bonitos, Hao.
– Son vulgares y corrientes, baratos.
– Por eso me gustan, mucho.
– Toma pues –me pone dos pares en la mano.
– Son demasiados. ¿Cuatro para mi sola?.
Hao dice mirándome con intención:
– Espero que pronto usarás los dos pares de palillos.
El delegado provincial, que nunca había visto hasta entonces, eligió un saloncito reservado junto al restaurante del Hotel para darme el banquete. Me encontré creo por primera vez con el cuadro de élite: un hombre de mediana edad, ligeramente grueso, cuidado, impecable en su chaqueta y pantalones gris claro perfectamente cortados, que discutía, muy sonriente y dueño de sí, de gastronomía, usos de la región y mundanidades, escogía elegantemente bocados en los platos, y se dirigía a mí con galante cosmopolitismo. Mis compañeros, incluso Tao que hasta entonces había representado ante mis ojos el non plus ultra de la autoridad, se oscurecían a su lado. Yo también.
Entre preparaciones y banquetes, se llevaba a cabo un juego de escondite entre mis colegas y yo para comprarnos regalos de despedida. Aparte de juguetes para los que tenían niños, opté por comprar a los adultos cosas que, sin ser de lujo, normalmente no pudieran adquirir, de las que se vendían en la tienda del hotel reservada a turistas. Calcetines para todos, extra, finos, bordados. Cuando los repartí, en buena responsable, Mei marcó la reglamentaria nota moralista:
– Estos calcetines deben recordarnos que tenemos que seguir el camino correcto, como tú nos mostraste.
Nada más lejos de mi intención que mostrar caminos correctos; desde los tiernos tiempos del Bachillerato ya había copiado en mi cuaderno el machadiano «Se hace camino al andar».
– ¿Y mis encuestas? –pregunto.
– Para nosotros, los profesores, es fácil. Iremos uno cada tarde. Las de los alumnos, dame los cuestionarios y te los mandaremos rellenadas a Pekín.
(«¡Mandarme algo escrito…!. Pura fórmula consoladora», me dije, sin la menor esperanza por recibirlas).
Los cuatro profesores elegidos para la encuesta eran naturalmente aquellos con los que tenía más confianza y que me habían asegurado que no les molestaba responderme: Fan, Mei, Hao y Chung. Vendrían después de la cena uno en cada una de las cuatro últimas noches que me quedaban. Era la postrera ocasión de estar a solas con Chung, al que apenas había visto desde que se anunció mi marcha. Pregunté por él, y me respondieron que estaba bastante enfermo con su estómago. El jueves debía de haber venido al hotel, pero no pudo. El viernes entró en mi despacho a la hora de la siesta, las mejillas más hundidas que nunca, fumando sin parar. Se diría que, si se le hubiera despojado de todas las chaquetas y jerseys que llevaba, bajo la última prenda no habría absolutamente nada.
– Quería apuntar refranes españoles –me dijo sentándose en el sillón con su bloc de notas en la mano.
– ¿Cómo te encuentras?.
– Algo mejor. Siento no haber podido ir ayer. También me duele mucho la cabeza.
– Hoy vendrá Hao para la encuesta. Mañana por la tarde hay una pequeña reunión de todos en mi cuarto. ¿Podrás quedarte después?.
– Si Mei está de acuerdo, haré lo posible.
Yo quería convencerme de que él había tenido conmigo una distracción inesperada y exótica, como los españoles con las veraneantes nórdicas, pero me sentía ante él como ante un jarrón roto, no por culpabilidad mía, sino con el sentimiento de algo fatal, una fatalidad fabricada por los hombres, un jarrón hecho trizas por el sistema sistemáticamente. El comentario de Ruiz cuando yo le había expuesto mis dudas sobre la frialdad china («Oye, se arriman como españoles») había sido:
– !¡Muy bien!. Así te divertirás un poco».
Sí, pero yo no las tenía todas conmigo de que Chung no se divirtiera en el futuro, si alguien advertía su debilidad individualista burguesa, en una granja de reeducación plantando coles bucólicamente unos años.
CAPITULO IV
LAS ENCUESTAS
Fan
Con todos, pero especialmente con Fan he querido estar segura de que responde de buen grado el cuestionario: Su carácter tímido y silencioso es bien conocido. Mei me contaba que ellos, al enterarse indirectamente –porque Fan no lo dijo- de que se había casado, le ofrecieron un regalito felicitándola y que Fan no sabía dónde esconderse de puro avergonzada. Parece muy jovencita, con su aire de adolescente en crisis de introversión, los ojos bajos, los labios gordezuelos y tercamente apretados de niño, la nariz como un islote minúsculo en el rostro plano y ancho. Al encargarse, junto don Chung, de darme clase de chino, se avergonzaba de su acento agudo y nasal.
Lenta pero seguramente, la vi abrirse como una planta de sombra. «Que no nos olvide en Pekín. Allí encontrará gente interesante, pero no olvide que aquí deja unos modestos amigos». Su timidez se transformaba a veces, cuando le tocaba acompañarme en maternalismo concienzudo, comentábamos muchas cosas juntas y entonces se reía con frecuencia, con una risa clara y espontánea.
– Mire:
Me tiende una fotografía de su marido, un muchacho delgado, todo sonrisa y gafas.
– Nos conocimos en la granja del Ejército Popular de Liberación donde trabajé dos años, a partir de la Gran Revolución cultural Proletaria.
– ¿Te gustaba?.
– Mucho. Más que la vida en el Instituto.
– ¿No prefieres enseñar?.
– Creo que cualquier cosa que haga me es igual.
Fan, respondiendo a mi petición de que hicieran redacciones sobre sus vidas, compuso una larga e interesante sobre su experiencia durante la Revolución Cultural. Le dije mi opinión, que este tipo de testimonios serían muy apreciados en Europa. Ellos sabían que yo no enviaría una línea sin su consentimiento. Fan, al poco de entregarse su redacción, me pidió con muestras de inquietud que se la devolviese, lo cual hice al momento. Unos días después vino a hablarme:
– Oí que usted comentó que le pedíamos que nos devolviera las redacciones por falta de confianza, por creer que las mandaría a Occidente sin decírnoslo.
– Sí. Es cierto.
– No quiero que piense que hay desconfianza. Aquí la tiene.
Fan me alarga su redacción, y sólo añade:
– Si la manda al extranjero, que no sea con mi nombre.
– Te lo prometo.
Esta noche, cómodamente instaladas las dos, entre sorbo y sorbo de té, voy apuntando las respuestas en mi largo cuestionario:
– ¿Cuántos hijos te gustaría tener?.
– Ninguno.
Cogida por sorpresa, tacho el dos que, por inercia, estaba ya poniendo.
– ¿Ninguno?.
– Ninguno. No quiero tener niños.
¿Cómo imaginas tu futuro?.
– Como ahora.
Fan ha ido respondiendo breve pero tranquila y naturalmente a mis preguntas. Se ha quitado la chaqueta gruesa por el calor de la habitación. Lleva una blusa de algodón a cuadros blancos y negros.
– Es bonita –comento.
– Es tela tejida a mano, de cuando estaba en la granja. Me la dio una campesina de Jopei.
Para ella, como para otros jóvenes, tuvo que ser forzosamente una aventura gloriosa y maravillosa los desplazamientos, la efervescencia, Mao en Tien An-men, la gran peregrinación hasta Yenán a través de los campos, la granja fundada sobre las hierbas salvajes en la que conoció a su marido. Muchachos y muchachas entusiasmados vivieron su experiencia, tanto más excitante y única cuanto que hasta entonces se habían movido siempre en el normal universo chino, estrictamente compartimentado, sin posibilidades de viajes ni de desplazamientos, escolarizados y planificados a través de los cías y los años.
No es extraño que a Fan le deje indiferente hoy el futuro, el lugar de trabajo, que vea como una plana repetición del presente el porvenir. Ha vivido, continúa su ensueño propio, su excitación interior, duerme bajo la palanca que se trajo como recuerdo de sus trabajos campesinos, bajo la sombra de los árboles que plantaron en la granja. Sus afectos, o bien cristalizaron en torno a las consignas, o bien, innombrados, inexpresables, sin lugar ni forma en el mundo de frases e ideas que le da su sociedad, bullen en el fondo.
En el almacén de Sian había comprado yo en cierta ocasión un vaso para contener una sola flor, sin más adorno que una rama de bambú negra dibujada sobre la loza blanca. Uno de esos objetos que, en su simplicidad, son el reverso de los churriguerescos jarrones y leones historiados con permanente afro. Mei me dijo que a Fan le había gustado pero que se agotaron en el almacén. Le dí pues el mío para que ocupase un lugar en su sencillo mundo, en sus silencios vespertinos en los que ella se fabrica quizá con recuerdos y calma su miel.
Hao
La encuesta no fue con Hao sino una más de aquellas conversaciones que se prolongaban con frecuencia hasta más de las doce de la noche. Como ciertamente hasta el último pinche debía estar al tanto de su presencia, ¿qué conjeturas podía hacer el puritanismo chino sobre aquellas largas e íntimas veladas?. Puesto que a él no parecía preocuparle, a mí me tenía sin cuidado. Al fin y al cabo Hao conocía el terreno y era además miembro del Partido. Sólo en cierta ocasión, muy tarde, se detuvo en medio de su narración. Comentamos lo avanzado de la hora, pregunté si dirían algo los camareros. Únicamente pareció dubitativo unos instantes. Luego se encogió de hombros:
– Ah, sí. Los camareros… No creo, y, además, ¿quién se atrevería?.
Y continuamos esas conversaciones que eran más bien monólogos, en los que yo escuchaba, sentada encima del sofá o de la alfombra, sirviendo de cuando en cuanto té y galletas, con mi bloc y lápiz a mano.
Hao no decía consignas ni clichés. Tampoco me hacía preguntas ni se interesaba por mi vida más allá de un recalcitrante empeño en que encontrara un compañero. Todo su deseo era dar salida a la suya, mejor dicho, a una parte de la suya ignorada, retenida, mantenida en la sobra. Hablaba con lentitud y parsimonia, hablaba como si estuviera solo, dirigiéndose –ironías del destino- a la cama de enfrente, regiamente enmarcada por las cortinas. De cuando en cuando me echaba un vistazo, como si no estuviera seguro de mi presencia, y continuaba. La situación, que no había, no ya provocado, sino ni siquiera especialmente incitado, era el ideal de un psicólogo. Pienso que Hao encontraba en mí al oyente casi al estado puro, ajeno a su sistema y por tanto inocuo, desprovisto de la Gran Muralla de prejuicios que corre por el interior de los chinos, que ni le juzgaba ni le criticaría jamás, el oyente de quien no podía esperar una denuncia. Y lo que fluía, fluía incontenible de él, era la historia de una gran frustración sexual, la sal decantada de la insatisfacción física, afectiva, vital.
– ¿Por qué escribes? –me preguntó distraídamente una vez, pasando la mirada de la cortina a mi cuaderno.
– Porque me interesa mucho todo lo que estás diciendo.
Hizo un gesto de indiferencia y continuó hablando de los suyo. No ignoraba que yo llevaría mis notas a Europa, pero Europa era otro mundo. En ese momento Hao tenía junto a él alguien que le escuchaba con aprecio personal y con inmensa atención. Nada hubiera podido cegar de nuevo la corriente de sus confidencias:
-…Guerreé más de dos años en Sinkiang. En 1952 el norte estaba infectado de bandas de malhechores apoyadas por Chiang Kai-shek y los antiguos señores de la guerra. Durante años, a caballo, combatí con los bandidos. Había un grupo peligroso con un cabecilla musulmán, llamado Uzmán, que engañaba a las gentes.
Al principio yo era demasiado joven para todo, no sabía disparar. Tras las batallas, nos sentábamos a comer sandías. Atravesábamos territorios salvajes. En cierta ocasión vimos a un oso. Uno de nosotros cometió la imprudencia de disparar y herirlo. El oso herido es un animal peligrosísimo. Comenzó a perseguir a toda velocidad al que había disparado, que le esquivaba tras los árboles, hasta que los demás pudimos acabar con el animal. Otra vez, al acercarme a un río para beber, y pisar las hierbas altas de las márgenes, se me subió una serpiente por las botas.
En Yenán, cuando era aprendiz de soldado, conocí a una muchacha… –y el rostro de Hao se aclara con una sonrisa entre pícara y confusa, de orgullo adolescente-… Soy feo, pero a ella le gustaba. Me invitó varias veces a comer a su casa. Sus padres eran campesinos y comenzaron a tratarme como alguien que entraría en la familia.
– ¿Y a ti?. ¿Te gustaba la chica?.
-… A mí… Mi capitán se dio cuenta, me riñó, me dijo que yo era muy joven y que la vida y los desplazamientos del ejército no permitían ese tipo de cosas. Tenía quince o dieciséis años por entonces. Al poco tiempo mi unidad se puso en marcha. Ella me escribió algunas veces, el capitán se enfadó, dijo que las circunstancias no permitían andarse con esos problemas, que nada de cartas. No supe más de ella.
Pausa. Una larga chupada al cigarrillo.
– ¿Sabes, Rosúa?. Aunque han pasado tantos años siempre la recuerdo. Hoy estará casada, con hijos, será diferente de la muchacha que conocí, pero es la misma para mí.
– ¿No conociste otras luego?.
– Llevaba una vida dura y solitaria con mis compañeros, era tímido con las gentes. Estuve en Sinkiang largo tiempo, entre la nacionalidad Khasak, aprendí la lengua. Entre los Khasak las relaciones de hombres y mujeres son muy simples: Traban conocimientos ellos mismos, sin terceros; y sin fiestas, intervención de la familia ni ceremonia alguna se van juntos, una pareja. Viven así seis meses o un año. Si la muchacha no queda embarazada, él la deja y los demás hombres no quieren luego de ella. Si en la casa hay un huésped, los padres permiten a su hija que duerma con él.
En 1954 yo formaba parte de un grupo de unos trece soldados y era también jefe de reformas agrarias en este destacamento. La mayoría de los compañeros eran de Sinkiang, cuatro de ellos Khasak. Llegamos un día a una aldea Khasak en la que vivían más de treinta familias. Son pueblos pastores, que viven en tiendas. En la aldea había cuadros femeninos, uno de los cuales era una muchacha de menos de veinte años que acudió a darme la bienvenida. Nuestros hombres fueron repartidos entre las casas. La muchacha me llevó a la des sus padres, y allá fui, con mi caballo y mi pistola. Era una tienda muy pequeña, dormían en ella ocho personas. Acostados, todos nos tocábamos los pies. La cena fue solamente un té con leche. Tenía hambre y pedí pan, pero no había. A las doce de la noche se tomaba allí una cena que consistía en carde de oveja, muy caliente por cierto, que cada cual cogía con la mano. La muchacha preparó carne para mí. Me dormí fatigado. Al acostarse, los padres indicaron a la muchacha: «Ve a acostarte con él». Yo rehusé y la chica se acostó cerca. Cuando estaba dormido, una de las hermanas vino junto a mí, me cogió la mano. Yo tenía mi pistola conmigo, le dije que se fuera y a los padres que no me molestaran. Ellos respondieron que era la costumbre. Insistí en que no. Al día siguiente me fui a una casa en la que no había chicas.
– ¡Pero Hao, por Dios…!.
El bolígrafo ya se me cayó de la mano al llegar a lo de la pistola. Miré hacia mi cama, al fondo. Ahora do debía de estar armado. Sin tiempo para recuperarme, Hao enhebraba con la experiencia siguiente. Tomé el bolígrafo:
– En 1955 trabajé en la capital de Sinkiang, en Urumchi. Anteriormente estaba en Altai. El otoño era frío. Para hacer el viaje de Altai a Urumchi, a través del desierto del Gobi, no hay carretera ni otro transporte que el caballo. El responsable de mi división me presentó a una muchacha shanghailesa, bastante bonita, que también debía hacer el largo viaje hasta Urumchi, y me pidió que fuéramos juntos. Aunque no me gustaba la idea, hube de aceptar. El primer día apenas hablamos. Mi caballo iba a una buena distancia del suyo. Luego descansamos, comimos, acampamos en un lugar en que había yerba, atamos los caballos, y dormimos, sin conversar. Al día siguiente ya charlamos un poco. Ella ejercía la medicina y casualmente había sido amiga de una amigo mío. Dormimos de nuevos. Separados. Al tercer día encontramos algunos musulmanes. Yo sabía algo de su lengua y ellos creyeron que no era han (chinos, por antonomasia, etnia mayoritaria) y que la chica era mi mujer. Nos invitaron a pasar la noche en su aldea, nos dieron una habitación con una cama, pero yo expliqué al musulmán que dormiría aparte, en el patio. La muchacha pareció incomodada.
De esta ciudad a Urumchi había una semana de camión. Cada noche los viajeros debían dormir al raso. Ella se acostaba en el camión. Yo debajo. Cuando por fin llegamos a Urumchi, muertos de cansancio, era dificilísimo encontrar un hotel. Nos separamos para buscar. Cuando nos encontramos de nuevo, ella había reservado en una fonda. Era una habitación con una cama para los dos y no había forma de encontrar otra cosa, así que me acosté, también ella, que se venía hacia mí; pero me volví del otro lado y me dormí.
– ¡Imperdonable!. Haz el favor de explicarme. Esto pasa de la raya –recojo de nuevo el bolígrafo.
– Es que yo era muy joven entonces, tenía miedo –se excusa, con expresión compungida.
– En fin, en fin… Continuemos. Dime, ¿qué hiciste luego?.
– Fui secretario de una entidad. Me casé muy joven, a los 21 años.
Pese a la rapidez y precocidad, el tono que emplea Hao cada vez que se refiere a su matrimonio y a su esposa no incitan en absoluto a pensar en el flechazo. Es un tono neutro, completamente distinto del que usa en la descripción de sus otras sentimentales y virginales aventuras. Cuando se adentra por el insípido terreno conyugal su voz y su gesto se vuelven planos y descoloridos. Vuelvo a la encuesta:
– ¿Cuánto ahorras al mes?.
– Nada. Tengo deudas.
Desde luego no es el tipo de respuesta que figura en los clichés oficiales. Nunca le agradeceré bastante haberme hablado sin tópicos ni citas, ofrecerme el don insólito de conversaciones sencillas con problemas normales. Ahora se le ha vuelto a iluminar el rostro. ¿Aventura sentimental?.
– Antes de casarme también hubo una muchacha que se interesó por mí. Trabó conversación conmigo cuando salíamos del cine. Me dio una cita para pasear con ella. Quería que saliésemos más, que la besara, ¡pero era muy fea!.
Por los vericuetos, atajos, acampadas, que imponía este tipo de diálogo, hemos llegado finalmente a la pregunta final de mi cuestionario. A Hao, clarísimamente acomplejado en otros aspectos, se le diría en el de las relaciones con los extranjeros, posibles denuncias y criticas, etc., libre de temor, como si hubiera conquistado para siempre la libertad respecto al sistema en sus años de cabalgar por el inmenso Sinkiang. Bien es cierto sin embargo que, como él mismo me decía, «la presión social es terrible. La sociedad vigila continuamente. Las pareces tienen oídos. Algunos intentan hacer cosas no permitidas, pero por la noche, en la obscuridad, yendo como ladrones».
Es posible que su hoja de servicios le haya valido una cierta impunidad, que su deseo de abrirse haya sido más fuerte que todo lo demás. Lo cierto es que en este país, el más acomplejado e introvertido del mundo seguramente –al menos el más sin discusión, y con varias cabezas de ventaja, de cuantos conozco- Hao posee algo que es extremadamente raro: autonomía, autonomía interna.
Pongo en orden mis papeles pidiendo de paso algunas precisiones. El no se siente en absoluto cobaya, lo que calma mi inquietud. Es espinoso ver a un amigo tomar nota de nuestras confidencias.
– Normalmente no voy a Pekín. Mi familia está aquí. Los viajes por cuenta propia son demasiado caros, pero si voy, iré desde luego a verte.
– Eso espero. Yo os escribiré , a todos juntos y por separado. Temo que sean leídas por otros mis cartas.
– No tengas cuidado. Las cartas que me escribas sólo las leeré yo.
– ¿Necesitas dinero?. Por lo visto tienes deudas ahora y a mí ya sabes que me pagan demasiado.
– Gracias, pero no hace falta; si no, te lo diría. La camarada Fan me presta, ella esta sola. En realidad, no debería faltarme. Mi mujer también trabaja, me administro mal.
Un poco de ceniza del cigarrillo cae en sus usados pantalones de paño azul marino.
– Nunca te olvidaré. Has sido mi único amigo –dice.
– Espero que Pekín os mandará pronto otro profesor de español.
– Nunca te olvidaré. Tu pusiste un poema en tu despacho.
(Se trata de un poema de Celaya que fijé en la pared:
No estoy solo, no estoy
en lo que sólo soy.
***
Modestamente
yo le doy fuego
a su cigarro
y a un dios interno.
¡Somos amigos!.
***
– Yo –continúa- comprendo lo que quieres decir con «Yo le doy fuego a su cigarro».
Es posible que lo comprenda en su genuino sentimiento de solidaridad humana; pero creo no equivocarme al pensar que Hao le daba una connotación íntimamente relacionada como mi propia situación de frustración afectiva y sexual.
Chupando entre las yemas de los dedos sus colilla, repite:
– Nunca te olvidaré.
La habitación tiene ya la frialdad recogida de las altas horas de la noche. Hao alarga los minutos. Los muebles se revisten con la funda transparente de la partida. El polvo comienza a depositarse en los pliegues de la colcha.
Hao sale de la habitación.
Los días, las horas, en carrera hacia el domingo, iban tomando velocidad. El sábado, para mi despedida del instituto y la comida de la dirección, decidí ponerme falda, medias y los zapatos de las ocasiones, brindándoles así, por una vez y hasta Dios sabe cuándo, el espectáculo de unas piernas femeninas.
Mis zapatos causaron efecto inesperado. Eran de piel rojo amapola. Eran absolutamente insólitos, mucho más que cualquier prenda de vestir. Eran zapatos encantados que enredaban tras de sí miradas soñadoras y sorprendidas, comentarios arrobados. ¡Unos zapatos rojos!.
– ¡Qué bonitos!.
– ¡Parece una novia! Se extasió Hao.
Tras la comida, aliñada de brindis, a todas las cosas, habíamos quedado en reunirnos en mi apartamento. Tomamos dulces. Repartí regalos. El ambiente era caldeado y alegre. Se fueron quitando las chaquetas y quedándose en jersey y blusa. Entonces comenzaron a llegar los chicos, Chung, Jen, Chou, y ellas echaron mano de nuevo, ruborizadas, a sus chaquetas, sobre todo Fan. Fue una agradable velada. Se bebió todo, se comió todo. Se escuchó de nuevo «Siboney». Intercambiamos regalos. Hao no había podido venir. Mei me había regalado una muñequita cuya cara de caucho, con mejillas rosadas y grandes ojos negros, era una obra de arte de finura. Yo le dí mi abanico, que había traído desde España.
Chung
Cuando sale el último invitado, Chung se arrellana en el sofá.
– Siento no haber podido venir el otro día para la encuesta. Me encontraba bastante mal –se disculpa- ¿Te enfadaste?.
Por supuesto que no. ¿Cómo te encuentras ahora?.
– Algo mejor; aún me duele.
Acabarás por tener que operarte como decías.
– Sí, es posible. Varios médicos me pusieron tratamientos para el estómago, pero no cura.
– No quisiera fatigarte demasiado con la encuesta.
– No es molestia. Puedo. Nos pararemos de cuando en cuando.
Desaparezco en el cuarto de baño para quitarme las galas de recibir y reemplazarlas por los pantalones añil, el suéter de algodón azul y manga larga, las sandalias de goma y los calcetines rojos de Mei.
– ¿No tienes frío?. –pregunta Chung.
– ¿Con la calefacción?. Tú si deberías quitarte por lo menos la chaqueta enguatada. Vas a enfriarte al salir.
Lo hace, pero a los cinco minutos vuelve a abrigarse en ella con una sonrisa de excusa.
Muy científica, me instalo con mis cuartillas ante una mesa despejada de los dulces de la fiesta.
– ¿edad?.
– Veintinueve años.
– Apartado A: familia e infancia:
– Mis padres son ambos profesores en Pekín. Somos siete hermanos.
– ¿Cuáles han sido tus contactos con extranjeros?.
– Con mis profesores de español. Son amigos, trabajan con entusiasmo. Su sexualidad es diferente de la nuestra.
Le miro.
– ¿Es realmente muy diferente, Chung?.
– Ellos siempre necesitan estar juntos, el marido y la mujer. Los jóvenes tienen relaciones sin casarse. Hay botas por la calle.
– Botas no, Chung, putas. ¿En China no hacen nada antes de casarse?.
– Nunca a la luz, como los extranjeros. A veces, pero a oscuras a escondidas. Sé como es en Europa. He leído libros. Recuerdo también una foto de París en la que una pareja se besaba en pleno día, sentada en el mismo banco que un anciano. Me pareció terrible. En otra ocasión acompañé a la esposa de mi profesor argentino a ver a su marido al hospital y se besaron delante de mí. Me chocó mucho.
– Pero es algo bonito. Nada tan triste como un país sin parejas.
– Las costumbres son distintas. Allá pueden acostarse cada día con alguien diferente.
– Hombre, no es eso. Se trata de que el sistema social no coacciona la relación íntima de dos personas libres que no dañan a nadie con ello. Cuando el amor viene es , como en todas partes, un apego mutuo que excluye irse cada día con otra persona, es compartir los días, algo que se hace con las manos…
– Sí, ¡Con las manos!.
La expresión ávida de Chung no deja dudas respecto a lo que ha interpretado como quehacer manual y da al traste con mi despegue lírico.
Ahora como anteriormente –y, por cierto, desde muy pronto- ningún terreno interesa más a Chung en sus conversaciones conmigo que el de la fruta prohibida. En su insistencia y curiosidad, que en principio me parecían morbosas, me molestaban y me hacían responder en ocasiones con aspereza, advertí rápidamente la cristalización de una represión fabulosa, y, nada dispuesta a dar por bueno en China por ser China el aparato opresivo sexual y vital que me inspiraba el más cordial desprecio en España como en cualquier punto del planeta, respondía cada vez a sus preguntas en tono claro y normal, intentando presentar de forma simple las cuestiones sexuales. Más valía pasar a sus ojos por una Mesalina que frarisear descaradamente según el viento que soplaba en el país.
En una pausa, mientras Chung fumaba, me puse a doblar ropa y meterla en la maleta. El se acercó, me acarició la cabeza.
– ¿Qué es? –preguntó señalando la túnica pakistaní que yo tenía en ese momento en la mano, de gasa turquesa bordada en blanco.
– Una blusa para el verano.
– Pero… ¡es muy transparente!.
– Ya –me encojo de hombros.
– Claro. No tiene importancia –añade Chung. Y luego, la mano en mi nuca, me dice algo sorprendente.
– Tú eres pura.
Es quizás la última frase que esperaba oír, en un ambiente en el que encarno necesariamente el libertinaje, de este hombre que jamás besó mujer.
Nos sentamos. Releo mis cuartillas. El añade:
– Sí, los occidentales son muy distintos, espontáneos, expresan lo que sienten. Los chinos son reservados, nunca actúan de esa manera.
– Per tú no eres así conmigo, como dices que son los chinos.
– Las cosas se han presentado así entre nosotros.
Observa sombrío el humo de sus cigarrillo. Me muerdo los labios y pregunto:
– ¿Continuamos?. ¿Qué te llama más la atención en los extranjeros?.
– Tienen mayor vigor y salud física. Encuentro que gozan de mucha más energía que nosotros. También tienen mayor curiosidad por saber cosas, entusiasmo por conocer China, y nos apoyan moralmente.
He oído con frecuencia y tono de rendida admiración frases del tipo «¡Qué energía tienes!. ¡No te cansas!. Los extranjeros tienen muy buena salud», y me pregunto si, tras la introversión, la apatía, el encasillamiento, la continencia, la avaricia de gestos y de comunicación de los chinos, no hay –además de todo tipo de razones sociales- una gran carencia de energía vital, física y material, emparentada con la alimentación. No deja de ser sintomático el que los pueblos consumidores de carne, huevos, pescado en grandes cantidades, muestren un grado de actividad mayor, un superplus de energía que se proyecta hacia el exterior en todo tipo de formas, desde la curiosidad descubridora y los viajes hasta la violencia y la guerra.
– ¿Estás cansado?.
Sirvo agua caliente, que nunca falta en los panzudos termos.
– Ya queda poco; lo de la Revolución Cultural –explico en la pausa.
Durante toda la semana última he sentido su voluntad de alejamiento, que me parece tan lógica como prudente. Yo no tengo sentido en el sistema, ni la más mínima proyección en el futuro, no seré, no soy siquiera, yo me voy, yo no he estado.
Chung, sentados juntos, deja apoyar su cabeza en mi hombro. Durante varios minutos ni hablamos ni nos movemos. El mantiene la mejilla contra mi garganta, yo le acaricio el pelo, duro y grueso, negro brillante.
– El tiempo ha pasado rápido.
– Sí.
– Volverás un día a tu país y olvidarás esto.
– Me temo que no. Nunca olvido nada.
Silencio. Siempre la habitación que se agranda, su cama irónica y monumental, las sombras que huyen hacia el techo, y la ciudad alrededor, como un lago sombrío, con sus trenes y sus aviones que toman viajeros provistos de visados.
– Vendré a Sian en cuanto tenga unos días de vacaciones.
Como los demás a los que he comunicado mi intención, Chung no parece creer en la posibilidad de ese desplazamiento. Cierto que en China no se viaja a donde y cuando se quiere, sino donde y cuando se permite.
– En vacaciones voy a Pekín, puesto que mi familia está allá. Iré a verte si puedo.
– ¿Por qué no podrías?.
– Veremos –responde evasivo.
Y juega distraídamente con mis dedos, me roza la sien con los labios, y contiúa refugiado en la curva de mi cuello, en un gesto de abandono femenino.
Volvemos a los minutos que pasan. Con la mano libre busco mis papeles. El enciende un cigarrillo.
– Ahora la Revolución Cultural… –Estoy cansas. Busco la postura más cómoda para terminar mi encuesta, me coloco de diferentes formas sobre el sofá, repitiendo mientras –La Revolución cultural…- y encuentro la posición ideal apoyando la cabeza sobre las piernas de Chung y los pies en el brazo del sofá.
– ¿Qué haces?. Ponte bien, mujer –me dice al fin Chung, que me mira hacer.
– Estoy perfectamente –aseguro desde mi horizontal, blandiendo cuartillas y bolígrafo –Ale, la Revolución Cultural…
– La Revolución Cultural… Mujer… –Chung estalla en una carcajada, penetrado finalmente por la comicidad de la situación. Y, como yo sigo tranquilamente instalada, en su inexperiencia decide imitarme por simetría, y se echa a su vez sobre mí apoyándome la cabeza y la mano en los senos. Me incorporo.
– Perdona –se excusa.
– No hay de qué. Vamos con la Revolución Cultural.
En esto alguien golpea la puerta y aparece la visita, inesperada y ciclónica, de Hao, que también duerme en el hotel porque me acompañará mañana al aeropuerto.
– Hola. No pude venir a la fiesta esta tarde. Tengo hambre. ¿Tienes por ahí algo de comer?-.
– Pues… voy a mirar –digo, algo aturdida por esta rápida irrupción. Pero no quedan sino algunos caramelos.
– Tal vez podemos preguntar a las camareras de guardia si queda comida por ahí –propongo.
Hao toma un sorbo de té y se va.
– Mañana no estoy entre los que te acompañarán al aeropuerto-.
– Mejor será que nos despidamos ahora, Chung, aquí-.
Nos miramos, las manos en los hombros, en el centro de esta larga noche.
– Te escribiré- aseguro.
– Será mejor que escribas a todos juntos-. Hay una amargura convencida en el consejo.
– ¿No es conveniente que escriba cartas personales?. Aparte escribiré colectivas-.
– Puedes hacer lo que quieras, pero me parece mejor que dirijas tus cartas a todos los profesores-.
Las maletas abiertas. Las cajas de cartón que me ha proporcionado el hotel. La marcha.
– Cuídate el estómago. Dime cómo sigue. ¿Me escribirás tú? –pregunto.
– Siempre que pueda-.
Estamos de pie ambos, entre el equipaje a medio cerrar, ya perdiendo el equilibrio sobre esa pendiente de direcciones contrarias. Le abrazo. Nos miramos. Veo sus ojos enormes, mundos oscuros y tristes. Me coge la cabeza entre las manos y, lentamente, como un rito, me besa en la frente:
– Adiós-.
EL REGRESO
19 de noviembre de 1973
Por la mañana acomodamos los últimos regales que me traen Tao y los demás: Un cenicero esférico rojo y un pote y vaso azul pavo real de la fábrica de esmaltados. Recibo de los profesores un panda de fieltro, esa rara especie de oso que habita en los bosques chinos y cuyos ejemplares suele ofrecer el gobierno como presente oficial. Con sus gafas de pelo negro, sus ojos melancólicos, el panda es sin lugar a dudas el payaso de los animales.
En el aeropuerto, a la hora de las despedidas, abrazo a todo el mundo con gran rubor de Mei. Eso no se hace con los hombres en China. Pero yo soy extranjera, no importa. Hao, espantado, intenta huir pero no se libra. Mei y Wei me acompañan a Pekín hasta dejarme en buenas manos. No consigo comprender la urgencia por lo que se me ordena regresar, ni cuáles van a ser mis actividades. Estoy redactando mi informe sobre los problemas y posibilidades, según la experiencia de Sian, del aprendizaje de lenguas modernas en provincias. He leído el borrador al director del instituto la víspera de mi partida. Antes de oírlo el anciano me dijo que no era necesario que les informara yo a ellos de lo que pensaba relatar a los responsables de Pekín, sin embargo me interesaba en extremo hacerlo, no hubiera sido más que por mera consideración, en especial en aquel ambiente, tan tristemente acostumbrado a los ocultamientos.
En su bolso de viaje Mei lleva manuales de textos y ejercicios, que debo corregir y enviar desde Pekín.
Y el avión despegó, mientras que el pequeño grupo que me recibiera en septiembre bajo un soleado cielo madrileño, me despedía, arrebujado en la ropa invernal.
El presente libro corresponde a la segunda fase de mi estancia en China Popular. La primera transcurrió en la ciudad de Sian, a mil kilómetros al interior, en la provincia de Chensí, cerca de Yenán. Trabajé en el Instituto de Lenguas Extranjeras durante dos meses y medio, hasta que llegó sin previo aviso la orden para que volviese a Pekín, a mediados de noviembre. La estancia en Sian-ciudad de dos millones de habitantes en la que no había más cooperantes extranjeros que un matrimonio de Sri Lanka, profesores de inglés, de edad avanzada y yo-fue densa en sensaciones y de una riqueza de relaciones humanas que jamás hubiera sido posible en Pekín.
A mi llegada a la capital, a finales de agosto de 1973, se me permitió visitarla durante unos días antes de partir rumbo a Sian. Más impresión que la de las rápidas visitas guiadas, me quedó, de aquel paso, de la del enrarecido ambiente del Hotel de la Amistad, situado en las afueras, en el cual se hacía habitar a todos los cooperantes extranjeros.
Cuando llegó la orden de que dejase Sian, mi intérprete y bien conocida colega de la sección de español del instituto, Mei, y el representante de la célula del Partido me escoltaron en el viaje a Pekín y permanecieron conmigo unos días.
En la capital volví a encontrar a Ruiz, el viejo español que llevaba en China diez años, a Alberto, un salvadoreño que debía regresar en Navidad a su patria, mujer e hijos; encontré a los intérpretes del Hotel que ya conocía: Ho y Sui, y volví sobre todo a hallar el extraño acuario humano del Hotel de la Amistad.
Caminé por esa China del sur que se entreabría apenas a ojos extranjeros tras la Revolución Cultural; anduve por la bajamar de la furia ideológica, entre sus desamparados náufragos.
Absolutamente todo lo que contienen estas páginas es cierto y corresponde a una vivencia real. Por otra parte se ha tenido buen cuidado de no omitir nada cuya falta falseara esta realidad, excepción hecha de fallos memorísticos, del cambio de nombre de las personas y del inevitable filtro de la subjetividad, que se ha hecho, empero, cuanto ha sido posible para controlar.
A la llegada atardecía sobre Pekín, hacía frío. Tras cumplir las formalidades de policía rápidamente-ellos se encargaban de todo; conducida de sillón en sillón, les miraba llenar los diversos impresos que cualquier desplazamiento exige en China: permiso, visado, control-, quedamos plantados en la escalinata del aeropuerto cuidado y desierto, rodeados los tres por un horizonte sin casas.
Un coche llega, se detiene.
-¡Perdonen el retraso! Hubo un error…¿Hay más equipaje?
Es Sui, la intérprete del hotel, con su movilidad de insecto. Enfilamos la larga carretera en la que es tan raro cruzarse con otro coche. El Hotel de la Amistad. Atravieso el patio, llamo a la puerta de Ruiz. Abrazo a él y a Alberto, que me esperan.
-¿Cómo me llamaron tan pronto? ¿Me necesitan con urgencia? ¿Qué…
-Tranquila y bébete ese coñac, que sólo lo saco en ocasiones.
Ruiz reluce, barnizado de paternalismo y satisfacción de actor en escena.
-Por aquí se ha hecho lo que se ha podido por ti, ¿qué te piensas?. En los diez años que llevo, nunca les vi actuar con en tu caso, cambiar de sitio de trabajo a un cooperante. Claro, que la conspiración de Catilina no se ha llevado mal tampoco…
Ruiz sirve coñac, propone un café, irradia falsa modestia.
-Pero yo no quería venirme hasta enero. Tenía trabajo, les hacía falta. Le dije a la responsable que vino a verme…
-¿Aún pones peros? ¿No te digo que con nadie han hecho lo que contigo? Nos hemos escuernado para traerte.
-Pensé que te marchabas antes de lo previsto, Alberto-le pregunto.
-Por mí, mañana me iba, vieja. Estoy ya que no aguanto, pero estos chinos cabrones no hay manera de que me digan las cosas claras y fijar una fecha. Y bien que les he dicho que de primeros de enero no pasa que me dé el bote, pero son resbaladizos de lo más.
-Por lo que me dijo la del Buró de Expertos que fue a verme a Sian, en tu escuela están de acuerdo en cogerme.
-Cómo no. Ya les he hablado un montón de veces de la profesora española. Los muchachos son simpatiquísimos, con la guitarra los tengo embobados. ¡Cante, profesor, cante! que me piden siempre. Para la fiesta del Primero de Octubre canté y toqué unas canciones que había compuesto yo mismo, sobre Pekín, Mao y el marxismo.
(Prometedor)
-Ya me las cantarás.
De regreso hacia mi apartamento, Alberto:
-Escucha, españolita, con el viejo Ruiz prudencia. Está más entusiasmado contigo que con nadie que yo haya visto, pero en cuanto le cambie la dirección del viento empezará a despotricar. A mí ya me ha insultado a gritos, pero sé torearle. No conviene ponerse a malas con el viejo, es mal enemigo, tiene una lengua de lo peor. Ha puesto a parir a todo el hotel y luego dice que todos le dejan solo. Al principio estaba que se comía a besos al matrimonio joven peruano: eran los más inteligentes, los más politizados, lo único bueno. De la noche a la mañana se revolvió y no pierde ocasión de escupirles encima.
La patrulla de soldados del hotel pasó, un rectángulo silencioso de botas enguatadas, capotes, mirada de azogue sin expresión.
-Cuando llegué yo aquí, el grupo de latinoamericanos me hizo una fiesta de bienvenida, de todos era amigo. ¡Buenas faenas que me han hecho luego los hijos de puta! Además me vine acá dispuesto a vivir como los chinos, me hice un traje azul a su estilo; en el armario está. Ahora me pongo mi suéter rojo. Que miren. Soy salvadoreño, bien me he dado cuenta, de mi país soy y allá quiero estar. No veo el momento de darme el bote.
-¿Cuánto tiempo levas en China?
-Ocho meses. Primero creí que iba realmente a hacer algo útil. Yo era un pequeño líder en mi país, en un partido progresista; era muy popular entre los estudiantes. Entonces salió lo de China y los del Partido me mandaron en secreto, la correspondencia la desvío como si estuviera en París. Nunca había yo salido de mi país antes. Imagina que llego acá con todos los buenos deseos. Me di luego cuenta de cómo era esto, empecé a no salir y a tomar, que algunas mañanas no podía ir a dar clase de puro borracho y para el estómago me va fatal. Me acordaba de mis tres chiquillos y mi mujer. Y este frío de la gran puta. Yéndome en enero, me escaparé de lo peor. El día que yo llegue a mi país, vieja, ése va a ser el más feliz de mi vida. Los del Partido me decían que me quedara, y los chinos que podía traer a mi familia; pero yo me voy. Allá soy un pequeño líder, aunque me esté mal decirlo. Aquí esta pandilla de desgraciados sudamericanos todo es reírse de que mi país es pequeño, de que no tenemos peso ni cultura, y hacerse que ellos saben más o son más políticos. Yo en mi país me entiendo, vieja, aunque no me haya leído a Marx. Yo eso me meteré a leerlo con tiempo cuando esté en la cárcel. Lo que sí te digo es que en mi país, por muy subdesarrollados que estemos, del comunismo como aquí no querrían ni en sueños ni aun el más muerto de hambre. Que no; esto para los chinos está bien, pero en nuestros países ni por pienso, y mira que tenemos miseria, pero nadie aguantaría que le mandaran y le controlasen como aquí les controlan, ni el más pobre. En cada sitio lo suyo.
Hace frío, ni rastro de humedad. La tierra está dura, apelmazada. Muy pocos balcones con luz.
-Sube.
El apartamento de Alberto es mejor que el mío. Refleja desgana. Algunos objetos adocenados. Fotos de sus chicos, de su mujer. La guitarra siempre a mano, como un perro fiel y melancólico. Apenas libros.
-Voy a pedir mudarme cuando te marches.
-Sí. En verano está lindo. Ahora ya dormirías mejor, con un salvadoreño cariñoso.
-Pero, hombre, que ya te expliqué que de esto conmigo nada. Reserva para Milena y los niños. ¿Tuviste carta?.
Pasando sin dificultad del papel de galán gomoso al de padre y marido satisfecho, me saca cartas, que lee en voz alta. Lo mejor de él es esa forma de proclamar a todo el que quiera escucharle su amor por Milena, y, simultáneamente, cortejar a toda fémina. Sus escaramuzas conmigo son sin embargo benignas y tomadas con buen humor por ambas partes.
-No, españolita, no me olvido de lo que me dijiste, una mala experiencia. No voy a hacerte mal, pero besarte, eso sí, antes de que me vaya. No vas a decirme que no te gustaría…
Los ojos semientornados y lánguida sonrisa ecuatorial, Alberto se acerca, hacia al pared, porque cambio de posición.
-Si no hubiera tenido yo mi familia, hubiéramos hecho una buena pareja en Pekín tú y yo. Te aseguro que es buena compañía este negro.
Con la seguridad más envidiable del mundo en su físico, Alberto no duda un instante de que sólo sus lazos matrimoniales me han impedido amarle con pasión y que únicamente un choque sentimental muy poderoso pudo insensibilizarme a sus delicias. Recuerdo, viéndole moverse en círculos perezosos, ligeramente espolvoreados de azúcar, la redondilla coqueta de sus cartas, las a, o, grandes, engarzadas a lo orfebre con otras letras. Mucha página para tan pocos trazos.
-Pero lo pasamos bien así y todo; nos reímos, españolita, que estoy harto de oír a los franceses y me hace gracia ese acento que tienes.
Eso es verdad. Me sabe a gloria, tras estos meses, recibir y enviar de nuevo mi lengua, con todos sus recursos y su humor que no admite sagrados. Con Ruiz sólo es posible el monólogo. Hallo en esa configuración paralela del mundo que la lengua nos ofrece a Alberto y a mí, en su ironía permanente, un alivio inmenso. Nos paseamos por esa plataforma común de frases y evocaciones cuyo camino ya desde la primera palabra los dos sabemos. Todo se perderá, menos el humor.
Por los muy trillados senderos del hotel, Ruiz deambula, abultado de telas y grasa, en la primera oscuridad de la noche; respondiendo con gruñidos a los saludos; me adoctrina y divaga.
-¡Ah, si tu hubieses visto lo que era esto antes de la Revolución Cultural…! Había más de dos mil cooperantes. ¡Cómo las armábamos!
-¿Teníais más contacto con los chinos?
-¡Quiá! Los chinos iban como siempre, a lo suyo, y lo demás les importa tres carajos. Nosotros los españoles sabemos lo que es Internacionalismo y nunca lo hemos publicado, porque lo vivimos. Los chinos siempre con su único ejemplo en la boca: Norman Bethune, el médico canadiense comunista que murió atendiendo al Ejército Rojo. Nosotros hemos tenido en España, en las Brigadas, miles de Norman Bethune.
El patio al que dan las fachadas de las viviendas de cooperantes es rectangular. Una bombilla alumbra el número de cada portal, correlativos excepto el trece, que no existe. Hay bicicletas apoyadas en las paredes y paseos estrechos encuadrados por setos.
-Ahora esto está muerto. Antes…Podías escribir las Mil y Una Noches Rojas de Yui Pin-wan (Hotel de la Amistad).
-Ya; de escriba, sentada a tus pies: Los muros de esta residencia de extranjeros vieron días de gloria, y aún hoy resuenan ecos olvidados.
-Una vez, sin saber cómo ni por qué, me desperté yo en cueros debajo de la cama de un amigo-que estaba, por cierto, encima ocupado en lo suyo-con una botella vacía a cada lado. Ese tío, Mariñas, era un caso. De vuelta a su país, resulta que lo encarcelan por mezclarse en un proyecto de atentado político; lo malo es que era un golpe de derechas. Él explicó luego que creía que era de izquierdas. Una desorientación…Sus amigos la atribuyen a que en una ocasión, aunque es alérgico a los antibióticos, le inyectaron una dosis de penicilina para corregir una hinchazón que tenía en las partes genitales. Por aquella ventana salió despedida una lámpara que le arrojó Mariñas a un chino que había subido porque estaban discutiendo allá tres a gritos. El chino se agachó. Menos mal. Los ingleses, los fríos, los flemáticos, organizaban las mejores orgías colectivas. Por cierto, había una inglesa terrible, con bigote nazi, que salía a cazarme por las bravas. Le tenía pavor. Yo hace años no estaba de tan mal ver. Ya tuve mi apaño con una mejicana, Cynthia. Has visto las fotos en casa. Me tenía loco esa mujer. La cosa iba en serio, hicimos planes. Luego lo de mis papeles no se arregló, el pasaporte. Me quedé en tierra. Ahora ¿a dónde voy a ir a mi edad?
Algunos faroles del jardín se apagan.
-Y con esto del corazón, el día menos pensado…
19-Noviembre-1973
Nunca hubiera sospechado que mi fama creciera tanto en mi ausencia. Asombro, pupilas silenciosas, preguntas.
-¿Tú eres la chica de Sian?
Y me miran, expectantes, con un prurito de decepción.
-Me llamo Lisa, ¿no me recuerdas?. Te vi en el hospital; hice un gesto pero no me saludaste. La orgullosa española pensé yo. Es una broma. Imagino que habrás ido al hospital para irte reponiendo.
-Estoy bien. La visita médica de rutina.
-Pero en Sian amenazaste con suicidarte.
-Colgarte de un árbol
-Tirarte al estanque del hotel.
-No tenía fondo. ¿Quién ha dicho eso de mí?
-Pero ¿no tuviste un ataque de nervios y les tiraste encima un biombo?
-Hiciste una huelga de hambre.
-Iban a internarte en un hospital psiquiátrico.
-¿Quién ha dicho…?
-Estábamos ya planeando acciones de solidaridad.
-Lo del internamiento psiquiátrico tenía unos ecos rusos nada tranquilizadores.
-Ruiz dijo que…
De manera que, a base de algún que otro comentario mío en las cartas a Alberto y Ruiz y de pura imaginación, se había amasado una preciosa historia de prisión, suicidio, locura. Y ahora ni mi aspecto físico ni mis reflejos mentales están a la altura de mi largo calvario sianés. Cuestión de declarar a los cuatro vientos que no, que no estoy enferma; que la gente con la que trabajaba en Sian era excelente, que pensaba venirme en enero, no antes, porque me necesitaban. No dejó de ser apasionante sin embargo irme enterando de mi propia historia en Sian según la versión que circulaba por el hotel. Así supe que yo me había paseado en minifalda por la ciudad, ocasionando graves traumas, que me di a la bebida en mi cuarto. ¿Hasta qué punto los rumores alarmaron a los chinos mismos? Si yo no hubiese tenido ningún contacto en Pekín, no con Ruiz ni con Alberto, ¿se me hubiera hecho el mismo caso? ¿Me hubiese podrido allá?
Lo del hospital psiquiátrico, toquemos madera de todas formas, porque este lugar se presta singularmente. Insisto en que venir a China con conciencia política que no sea la maoísta siseñor es nefasto. La esquizofrenia nos abre los brazos cada día.
Conversación con Ho, el intérprete de español del hotel. Ho es delgado y frío, se está quedando calvo a base de traducir en su habitacioncita oscura de la puerta número cuatro. Es difícil creer que no se ha educado en los jesuitas. En el quicio de su ventana hay una espesa telaraña a cuya autora se guarda de matar porque se come a los mosquitos. Ho vive en perfecta simbiosis con la araña. Cuando le explico que me gustaría ir de vacaciones por el sur individualmente, me responde con presteza que, una vez obtenido el permiso de mi centro de trabajo, iré por un circuito marcado cuando y con quien se me permita, porque China es un país socialista y todo está planificado. A mi petición de coger un profesor particular para aprender seriamente chino sin depender esporádicamente de la buena voluntad de los colegas del instituto, Ho contesta:
-Aquí no están permitidos los profesores particulares. Cada cual tiene su sueldo.
-Pero tal vez yo encuentre por mi cuenta una persona que me quiera enseñar, entre la gente que vaya conociendo.
-¿Cómo por su cuenta? Eso no sucederá. Aquí no es como en otros países, que se conoce gente por la calle. Nosotros tenemos ya nuestros amigos, colegas, familiares. ¿Para qué finalidad, con qué provecho, estableceríamos contactos con un desconocido? No tiene sentido. Eso, en China, no se hace.
(frío glacial)
-Pero se puede conocer a alguien por simpatía, por curiosidad, porque sí.
-Aquí no; no se entablan relaciones con nadie sin conocer su actitud política, sus antecedentes.
-Yo, por ejemplo, le ayudé a usted el otro día con una traducción, porque quise.
-Porque me conoce.
-¡No! Igual ayudaría a alguien por la calle.
-Nosotros no hacemos eso.
-No diga “nosotros”. Hable por usted. Hay más gente en China, y cada cual tiene su cabeza, puede pensar de otra manera.
-Digo “nosotros” porque somos la mayoría.
Sí, son muchos. Son nada menos que el peso muerto de la reacción, los encuadernados en chovinismo y forma. ¿Tiene Ho una comisión por descorazonar extranjeros de buena voluntad?.
Me voy a andar por las tiendas. Compro un suéter de lana como remedio para la depresión.
Rose…Su rostro estrecho, de ojos enfebrecidos. Su conversación inconexa, atropellada, interrumpida por recomendaciones a sus dos hijas pequeñas.
-No me deja vivir con sus celos. Antes estaba bien con ella, pero ahora no sé cómo quitármela de encima-dice Alberto.
-¿No le explicas que conmigo no hay razón, que somos muy buenos compañeros?
-Ella lo sabe, que no me acuesto contigo, pero aun así. Se tiene por mi mujer de Pekín. Al principio, me costó unos días convencerla para que se acostara conmigo, ¡pero cuando empezó…! Yo no sé qué paraísos le he hecho descubrir. A todas horas quiere, en la siesta, con las hijas al lado, y a mí es que me cansa. Yo estoy acostumbrado al amor de mi mujer, discreto.
Alberto va hacia el balcón.
-Igual está esperándome en el jardín, espiando. Me da hasta miedo. ¿Cómo me despego a esta mujer?
-Dile que se acerca la hora de marcharte y que es mejor irte separando; que una mujer como ella marca una vida, que la sientes superior en muchas cosas y, para preservar tu familia, debes facilitar la separación. Salva su amor propio. Es lo esencial.
-Suena bien eso que dices. Voy a probar mañana.
-¿Qué tal fue? ¿Le dijiste?
-Pareció convencida. Oye, sube y te toco unas canciones antes de cenar, mientras hacemos tiempo para que se vacíe el comedor de esos latinoamericanos de mierda que no aguanto.
Alberto tañe:
…campesina en bicicleta
cantabas entre arrozales
un himno internacional…
…todos te llaman Pekiiinnn
Otra:
…el marxismo-leninismo
pensamiento maotsetuuung
-Estas dos las compuse yo mismo y las canté en el teatro del hotel para lo del Primero de Octubre. Los chinos me aplaudieron a rabiar, les encantaron.
-Lo creo. ¿Bajamos a cenar?
Alberto deja la guitarra, apaga la luz y me arrincona contra la pared.
-Sin unos besos, no me voy. Vas a decirme que no te daría gusto este negro.
-Suelta.
El forcejeo es afelpado, largo y violento. Le empujo con la cabeza y los nudillos. En la oscuridad, es dientes brillantes, rodillas, muslos, manos. Una finta por debajo del brazo, y me encuentro en el pasillo. Enciendo la luz.
-¡Te he dicho que no hagas esto! ¡Si no quiero, es que no quiero!
Él me observa, roja y desmechada, con una sonrisa aprobadora.
-Prefiero así a las mujeres, bravas. Tienen más gusto que cuando se vienen a las manos rápido como lo de esta Rose.
En el comedor, de sobremesa, con Jorge e Inés:
-Eran una gente estupenda los de Sian. Teníamos mucha amistad.
Jorge, maoísta oficial, se transfigura en una sonrisa evangélica:
-¡Es que estos chinos son tan buenos…! ¡Llegan hasta la ternura!-dice.
-Ah, Jorge. Quería justamente hablar contigo. Buenas noches a todos. Podríamos hacer unas reuniones de discusión sobre el artículo sobre el revisionismo del Diario del Pueblo de ayer. Los camaradas chinos de mi sección lo están estudiando…
Rose ha llegado, se ha sentado a la mesa, interrumpido la conversación. Con animación artificial, enhebra frases crispadas. Jorge entiende con dificultad el francés y la sigue con educado fastidio. Alberto hunde la barbilla en el pecho, musita sombrío:
-Esta mujer se está poniendo en ridículo.
Rose se agarra a la mesa con las uñas. No se oye sino su voz aguda. Al fin dice:
-Tengo que acostar a mis hijas. Alberto, ¿vienes, si haces el favor? Quería que hablásemos un momento.
Alberto se levanta iracundo.
-Con permiso.
-Rose no soporta que salgamos. No entiende. Contigo hablo mi lengua, lo pasamos bien, bromeamos, nos reímos. Yo, con ella, me aburro, no hablo francés, todo es cama. Es lástima que se haya puesto así. Antes fue muy buena; cuando estuve enfermo me cuidó, se preocupó. Hoy quería que fuéramos no sé adónde.
El comedor está ya casi desierto. Alberto continúa sus confidencias-tripita triste, ojos y bigote caídos-. Empiezo a pensar en otras cosas mientras habla.
Rose entra. Le habla a bocajarro:
-¡Te esperé! Habíamos quedado en bajar a Pekín, al restaurante del Pato Laqueado.
-No tengo ganas. Estoy cansado, y el estómago me da molestias.
-Naturalmente eres libre. Lo que me molesta es que seas tan informal, tan desconsiderado.
-¡Si es que no me dejas! ¡Me espías y me jodes la vida! Al fin y al cabo soy dueño de ir a donde quiera, ¡no?
-Al menos podrías comportarte conmigo con la mínima corrección…
-No paras de hacer escenas y ponerte en evidencia, y estoy harto-se levanta y me dice-Hale, vámonos a dar una vuelta.
Miro la cara de Rose, crispada de humillación, los pómulos ardiendo, la piel tirante, ya tajada por arrugas, el pelo áspero, castaño mate, atado en la nuca. Un rostro desolado. Me quedo sentada. Alberto apremia:
-Venga, vamos.
-No. Ahora no. Yo no voy. Al fin y al cabo, si quedaste con ella…
-¡Yo que voy a quedar! Anda.
-No. Yo no me marcho, ahora no. Ve tú.
-¡Gracias, gracias por apoyarme!-exclama Rose cuando nos quedamos solas. Habla rápido, entrecortado. Con Alberto, como ni ella sabe español ni él apenas francés, repite, mima, braceas. Conmigo no hay problema lingüístico y es una catarata de palabras:
-Naturalmente, lo mío con él es algo provisional. Ambos tenemos familia, obligaciones. Es un acuerdo sexual sin más, dado por las condiciones de vida en Pekín. Lo de los celos es ridículo, infantil. Claro, él ve quizás las cosas como en su país. Simplemente ocurre que, entre dos personas mentalmente maduras…
Y Rose intelectualiza afanosamente, incluso politiza, su relación con gran dignidad.
Al día siguiente, cuando me dispongo a salir, suena el teléfono:
-Soy Rose. Es que no he podido ir a trabajar. No me encuentro bien, no…
Sollozos.
-Ahora mismo voy.
Y Rose llora en mis brazos, toda nervios, porque él se ha portado de una manera indigna, nunca lo hubiera creído, tanto como insistió para conquistarla, semanas y semanas…
-A mí me dijo que fue cosa de días.
-Fue un mes, y está bien claro. Yo tenía que empezar a tomar mis píldoras. Decía a mis hijas Quiero a tu madre. Mira, mira sus cartas del viaje que hizo a Shanghai. ¿Se pueden pedir más pruebas? Mira, lee, Mi amor…Tu dulce recuerdo…Te ama…
Son cartas de una cuartilla, a base de los más comunes lugares comunes y expresiones manidas; el deber de un escolar. A ojos vistas Alberto cumplía el expediente.
-Rose, escucha. De todas maneras no debes sufrir porque esté conmigo. Vamos en plan camaradas, no conozco gente aquí. Y aunque, supongamos, Alberto quisiera tener relaciones sexuales conmigo, yo te aseguro que no quiero acostarme con él. Tengo mis problemas, mis recuerdos.
-Estuviste casada, me dijo Alberto.
-Sí, y me divorcié. Hace poco. Entonces ya comprendes…
Y Pekín, hotel, Rose, se destiñen y desmigajan alrededor mío; y resta lo único presente: El pasado. Un rostro, otro, el anhelo, la pena. Algo queda roto en el interior, pero se vive.
-No olvidaré cómo me apoyaste frente a él-dice Rose.
Hubiera sido realmente glorioso irme a pasear con Alberto, que, tras haberla usado, ahora que se ponía molesta la dejaba allí y se marchaba con la española.
-¿Cuántos años tienes?-me pregunta Rose.
-Treinta.
El fogonazo de alegría que se le enciende en los ojos es salvaje. ¡No soy tan joven pues! ¡Sólo me lleva dos!
-Alberto es el primer hombre con el que he tenido relaciones desde que me casé, aparte de mi marido. ¿Sabes que ha llegado a comentar a Jorge que soy insaciable en la cama? Pienso en las cosas que Alberto me ha dicho, sus mentiras…pero ¡es tan guapo!-termina, arrobada.
El irresistible me comunica que ha llegado a un statu quo con ella: se conformará con su marcha, pero siempre y cuando sigan haciendo el amor. La calma es breve. Una noche, cuando nos disponemos a atravesar el patio para ir a cenar, una bicicleta surgida a toda velocidad de los setos gira ante nosotros. Rose baja en marcha. La bicicleta se tuerce, poco le falta para caer.
-¡Alberto, esto es ya abusar! ¡Estás todo el tiempo con ella!
-Pero, mujer, casi te caes. ¿Qué maneras son éstas de venir?-apunta Alberto, cansino.
-¡Habíamos hecho un pacto! Lo mínimo que se te pide…
-¿No te das cuenta de que no sabes lo que haces?
-¡Di, di ahora que está ella delante! ¿No soy yo tu mujer de Pekín?
-Escucha, tengo hambre y me voy a cenar. Cálmate, te va a dar algo. Yo no soy, al fin y al cabo, tan esencial.
¡Oh, no te preocupes! ¡Tengo muchas cosas importantes en mi vida! ¿No te dijo él que soy su mujer de Pekín?
También cansina, le propongo:
-Rose, déjale. No vale la pena. Seguramente te quiso, pero ahora cambió. Déjale.
-¿Te dijo eso él?
-Mujer, me dijo que estaba harto de que le persiguieras.
¿Oyes, oyes lo que dice? ¿No contestas nada?
-Estoy harto, sí, y ahora tengo hambre. Rosúa, vámonos, van a cerrar.
Rose increpa con los ojos llenos de lágrimas:
-¡Te importa más tu estómago que tus relaciones humanas!
Pero él ya se larga a buen paso. Rose llora:
-¡Es un débil! ¡Miente!
-¡Ven de una vez, joder, que me hielo!-me grita Alberto.
Dudo. ¿Cómo la dejo así, en plena crisis?
-Rose, no vale la pena que me guardes rencor a mí, no vale la pena.
-Pues sí. Te guardo rencor. Él es débil. Tú hubieras debido negarte a salir con él cuando te lo pedía.
-No; él es libre, y responsable supongo. Lo pasamos bien, tenemos amistad. Te dije que no nos acostamos.
-Eso ya lo sé. Él no quiere acostarse contigo. El amor marcha muy bien entre nosotros…Tú le has arrastrado.
-¡Vienes o no!-grita él desde la entrada.
-Ya ves que no le arrastro yo-le señalo a Alberto.
-Te tengo rencor, y no te conviene lo que has hecho, porque él se va pero tú te quedas en el hotel.
Llego donde Alberto se frota las manos desesperadamente:
-Me va a tocar pagar la cuenta a mí cuando tú te vayas. Me va a hacer la vida imposible si puede, al menos entre los de su grupo.
-¡Bah! No es mala. Está loca de celos porque ve que me gustas; además tú eres más bonita que ella.
-Qué sería si hiciéramos el amor.
-Eso no lo cree porque dice que tú no puedes, no eres normal.
¡Encantadora etiqueta de impotencia femenina!
Otra faceta más de aquel ambiente de fraternidad internacional fueron las contradicciones entre Alberto y el grupo latinoamericano, que, en las semanas que precedieron a su marcha, llegaron a ser antagónicas. Él:
-¡Dicen que es chico, se ríen de mi país y eso no lo soporto! Tanto orgullo en tratar a uno. Ese Octavio será muy inteligente y muy escritor, pero que se cuide, no te digo más.¿Y sabes el motivo? Están celosos de mí porque sus mujeres me miran bien.
Ellos:
-Es un caso de boludez grave. Y nos quiere culear nuestras mujeres, mientras que no para, el muy huevón, de aburrirnos hablando de lo blanca que es la suya. ¿Le oísteis vos, Octavio, el recital que dio con la guitarra para el Primero de Octubre?
-Yo, para los espectáculos organizados por los chinos confieso que me falta valor; la primera ópera revolucionaria me bastó. Es duro, muchachos, es duro. ¿Cómo fue lo de Alberto?
-Lindo, inenarrable. Aquel día no se había medicado con la boludina intramuscular. …El marxismo-leniniiismo, pensamiento maotsetuuung. Ovaciones, por supuesto, de las amplias masas. Estuve al borde del orgasmo jocoso.
Días después de la tormentosa escena con Rose, el teléfono sonó a altas horas de la noche. La voz de un Alberto extraño se apresuró a decirme, nada más descolgar:
-Oye, que a quien quiero es a Rose, ¿sabes?
-Muy bien, muchacho. La tienes al lado, ¿verdad?
-Por supuesto.
-¿Va armada?
-Imagina.
-Hale, a ser felices.
Al día siguiente Alberto:
-Vino a mi cuarto. Se empeñó en que te dijera eso por teléfono delante de ella.
-¿No estabas deseando que te dejara en paz?
-Sí, pero…bueno, así el tiempo que esté aquí puedo acostarme con alguien; contigo ya veo que no me acuesto al fin y al cabo. A ella la tengo siempre dispuesta, y en Pekín es tan difícil la cosa…
En pro del sexo nuestro de cada día, las salidas y la camaradería se fueron espaciando. Los chinos hicieron presión sobre Alberto para que se quedara un año más.
-Quieren que me quede como sea. Me tienen en mucho. Una vez….No sé si decírtelo…Hace cosa de un mes, vinieron a verme a mi habitación los del Buró y Ho. Tras mucho rodeo me dicen que tienen cantidad de problemas con los extranjeros del hotel, que tal vez yo querría tenerlos al tanto de lo que los extranjeros hacen, dicen…Camaradas, eso que ustedes me proponen no me parece muy correcto, espiar a los compañeros. Y ellos: No, por favor, camarada, de ninguna manera piense eso. Al contrario, sería para facilitarnos nuestra labor de ayudarlos y comprenderlos mejor.
-De chivato, vamos.
-Los chinos me tienen mucha confianza, ya ves. Porque no quise.
Tal vez cierto, tal vez no. Alberto fantasea como respira y adora valorarse. Eso lo han visto muy bien los chinos. Si realmente le han propuesto espiar a los demás extranjeros, han escogido al tipo: popular, cantor, manejable siempre y cuando se tire con destreza del cordel de la vanidad y de la afectividad, siempre y cuando se explote con inteligencia el caudal de rencores sordos acumulados por Alberto contra los demás latinoamericanos-grupo punzante y sardónico, que se niega a jugar el juego del maoísmo teológico y que no trabajan las alabanzas a las obras de arte socialista, grupo con el nivel crítico, formado, político, del que Alberto carece-.
25-Noviembre-1973
Hoy compré unos calzoncillos largos violeta (los chinos aseguran que, sin ellos, mis días en el invierno de Pekín están contados) y ni las estrellas se precipitaron ni se resquebrajaron los retratos de Mao. Esto marca sin duda un paso decisivo en mi etapa de adaptación. Por la mañana recibí la visita de los del Buró de Extranjeros acompañados de Mei. Tras señalarme la excepción que se había hecho conmigo, trasladándome de lugar de trabajo, y oír mis disculpas por los fantásticos bulos que circulaban sobre mi estado en el hotel y mis alabanzas de los compañeros de Sian, se me dijo que, provisionalmente, enseñaría en el Instituto de Lenguas de Pekín y, en enero, ocuparía la vacante dejada por Alberto.
Otra vez estoy en esta habitación del hotel, vecina de la primera que tuve al llegar, entre el muro lateral y la parte de atrás del comedor, bastante privada de luz. El mundo occidental crece con rapidez de champiñones en torno mío. China se aleja. La tela metálica de la ventana agrisa el cielo. Más allá, muros de ladrillo pardo; alrededor una pared, un enrejado, garitas de soldados, distancias, tantas cosas para protegernos de los enemigos de clase, para guardarnos, que nos confinan y nos aíslan.
28-Noviembre-1979
Es penoso no ser bastante comunista roja y calificada para los marxistas teológicos y los siseñoristas incondicionales del hotel, ni bastante elegante intelectual para los intelectuales de izquierdas, ni suficientemente despegada y fría para los despectivos totales, ni bastante feminista para las feministas. Aquí no se puede salir al portal sin un –ista que ponerse. Atrapo rapapolvos homéricos de Ruiz, que cristaliza en mi silenciosa y tenaz persona sus rencores de español exiliado, su fobia antijuventud, su contradicción entre los flagrantes errores y oportunismos de los chinos y la necesidad de justificar él mismo el otoño de su vida, valorándoles a ellos. Entre los bastidores y sobre la escena de su habitación, Ruiz declama, ante público tan reducido, pasea cetro y corona de marxista máximus, sentimental, zorruno, bíblico, trágico y bufón.
Los intelectuales, por su parte, heridos en lo más vivo de su libertad individual por las limitaciones y reservas impuestas por el sistema chino, se alejan con la tristeza ofendida de sus simpatías comunistófilas, se encrespan y se agotan. En otros es un individualismo sin más problemáticas, gente salida de buenas familias y que, en general, no pasaron necesidades ni comieron poco o mal ni aguantaron la presión diaria de las fábricas ruidosas, con sus olores a ácido, su vapor, el calor, el frío.
La inglesa a cuya habitación subí con Alberto ayer comenzó a hablar rápidamente de que el peruano sale con la japonesa, y ¿con quién va el palestino? ¿Se acuesta la alemana con el holandés? ¿Es simpático ese negro recién llegado?
-¡Oh!, anoche me telefonearon de nuevo sin decir el nombre; es cosa seguro de uno de esos árabes que me horrorizan, por eso pregunto antes de abrir la puerta. Me parece que van a llegar más extranjeros.
-Pues alguno habrá disponible y aceptable, mujer-le digo.
-Oh, eso no me importa.
Sin embargo no habla de otra cosa. ¿Para qué negar lo que es el problema común de los extranjeros solos en China? Por lo que veo, la liberación femenina inglesa no es mucho más gloriosa que la española.
La habitación de Sheila está decorada con gusto, a la manera estudiante que también fue la mía hace años: retratos de cabezas interesantes de asiáticos y árabes (la cabeza, el gesto, se retrata, se enmarca, pero los cuerpos fatigados, sucios, tienen menos aceptación), dibujos y telas pintadas sujetas a cartón de color, un gorro de niño chino, una cesta de paja. ¡Es tan bello el arte popular! Conciliadora, la invito a acompañarme una noche al restaurante de enfrente del hotel, el de la cooperativa de barrio en donde ceno. Gesto de repugnancia:
-Oh, no. No aguanto esos sitios, esa suciedad. ¡Qué valor tienes de ir!
-No necesito valor. Me gusta.
La cesta en la pared, el gorro de niño, las telas azules estilo campesino, la divina facultad de descremar el mundo. Bajo nosotros, bajo los pantalones tweed de buen gusto, bajo la alfombra y las butacas, me parece sentir moverse una masa informe y sudorosa de la que van brotando objetos, loza y metal, comida y ropa, radiador, agua caliente, paredes. Cooperantes extranjeros, los unos distinguidos de por sí, los otros a la fuerza por las directivas oficiales del gobierno chino, ¿qué comprensión se puede esperar de ellos? La visión y la angustia se amplificar; ahora son barcos, tuberías, trenes que llevan materias a la vieja Europa, a la rapaz América, son aviones que portan y, de vuelta, aportan tropas, armas, y la delicadeza, el asco.
Alberto me alcanza en el portal.
-¿Qué tienes? ¿Estás llorando?
Estúpido todo, las caricias y los consuelos fraternales; esta rabia, esta angustia.
-No es por mí, te lo juro. Es que…¡Con todo lo que hay alrededor y sólo se les ocurre ver quién se acuesta con quién, y asquearse de lo chino corriente! ¿Para qué vinieron? Trabajé en Europa del norte, les conozco, ¿sabes?. ¿Dices que a la inglesa le gustas? Negros, latinoamericanos, árabes, sois un buen plato exótico.
No sé. Recuerdo cuando trabajé en París, en Bélgica, aquella brusca iniciación a la lucha social. Tengo miedo de esta clase de gente, de la rapacidad que planificaron sabiamente.
Por otra parte, en el vasto mundo más allá del hotel tampoco hay de qué regocijarse. La posición de China no es en este momento de ovación y vuelta al ruedo; las relaciones con la Junta chilena van bordadas, mientras sigue allí la caza al demócrata; el coqueteo con Estados Unidos, del que se lamentaba amargamente Sihanuk[1], es flagrante. Para cualquier persona honesta y con un mínimo de internacionalismo la situación es grave. Por ejemplo, para los profesores de español como yo, ¿con qué sangre se puede enseñar castellano cuando se piensa que tal vez estamos formando intérpretes y traductores para engrasar los diálogos con la Junta de Pinochet? ¿Cómo escuchar los encendidos Trabajamos por el socialismo, por la liberación de la Humanidad, por la revolución mundial de los jóvenes de veinte años, de quince años, de los niños, de la gente del pueblo, y al tiempo saber las matanzas de Chile, los estudiantes iraníes fusilados en la frontera misma por llevar libros marxistas en las maletas, mientras a la hermana del Shah se la pasea en volandas por Pekín; saber el abrazo con Sudán después de la San Bartolomé comunista?
Hace un viento y un frío endemoniados en la Gran Muralla. La serpiente empedrada sigue todas las ondulaciones de las colinas. Caminar por sus cuestas resbaladizas es un deporte. Esta excursión es la única de más de veinte kilómetros que pueden hacer los extranjeros sin solicitar visado. El segmento de la muralla habilitado para visitas ha sido reparado cuidadosamente y no falta un ladrillo en ninguna de las almenas entre cuya doble cresta se alarga el pasillo, interrumpido a trechos por las garitas de vigilancia. A ambos lados del sector reparado, hermosa e impresionante en su soledad y su ruina, la Gran Muralla serpentea hasta el infinito. No es casualidad que el monumento nacional, simbólico, de este país más cerrado que ninguno sea una muralla, que hace realidad el viejo refrán imposible de “poner puertas al campo”.
El campo en torno, los celajes del sol y el relieve manso, carcomido, de la tierra, son de una gran belleza, pero se excluyen las paradas en ruta, también para los chinos. La fina cuadrícula no perdona: cada uno en su sitio.
La Gran Muralla hormiguea siempre de visitantes nacionales, en el buen tiempo es un pasillo de metro a las horas punta. Hoy, un ventoso aunque soleado día de noviembre, los turistas son relativamente pocos; los cuerpos, rollizos de guateado, trepan, descienden prudentemente pegados al muro. Hay caídas, no faltan almas buenas que me dan el brazo en los ángulos suicidas. Un grupo de soldados también de excursión: una sucesión de enormes abrigos caqui con cuello de piel sobre el que sonríe un rostro lampiño y juvenil tocado por su gorra y su estrella roja. Se fotografían unos a otros con fruición, los chinos adoran hacerlo, con monumento al fondo, sobre animales de piedra y bronce, en digna pose.
De ahí salimos hacia las tumbas Ming. El monumento-uno de los mausoleos-que se visita me parece tan feo, pesado y pomposo como el arte chino en general a partir del siglo XV, pero el jardín, con su fuente, posee aún el encanto otoñal; las hojas, que caen a ráfagas, son del rojo ocre del muro de la tumba, y las volutas de mármol espumean en las escalerillas. La avenida que conduce al emplazamiento de las tumbas tiene un aire circense dado por los animales de piedra que la bordean: elefantes, dromedarios, caballos, estatuas guardianas con bigotes y expresión terrible, cejas fruncidas, ojos desorbitados, acorazados como un armadillo, de rodillas, apretando con la mano izquierda el pomo de la espada.
Mei ha comido en mi apartamento y, viéndome comprar y preparar las legumbres, frotar en el lavadero, observa:
-Vives sencillamente.
-Ya, con gran sencillez, en un hotel con camareros que hacen la limpieza.
-En Pekín los extranjeros viven de esa forma, pero tienes costumbres sencillas.
-¡Ay, Mei, qué lástima que en Sian la ciudad fuera así! No me gusta nada este ambiente, es artificial y malsano, todo el mundo habla mal de todo el mundo.
-Tienes amigos. Tienes a Ruiz.
-Sí, se portó muy bien conmigo, pero tiene un carácter especial, es viejo, cuando grita sólo se oye a sí mismo, y nadie le cuadra.
Cogemos nuestros tazones. Mei pregunta al ver el mío:
-¿Por qué compraste eso? No es bonito, está mal hecho. No es de fábrica.
Miro mi tazón con amor. Es del tipo barato y vulgar que usan los campesinos de Sian, blanco opaco con unos trazos añil que figuran groseramente una flor, y también azul en el borde. El interior tiene un círculo terroso, donde reposó para secar. Es irregular, sólido. En torno a su base la superficie es granulosa de goterones secos. Lo compré en una tiendecita de Sian. Un día que vino a verme Tao, Mei, que hacía de intérprete, dijo mirando el cuenco:
-Es feo.
Y, como yo lo defendiera, Tao terció:
-Es útil; en los finos de fábrica cuando se pone dentro sopa caliente y uno lo coge se quema. Mira en éste.
Le echa agua hirviendo del termo. Lo tomo entre las manos, y solamente un calor tibio se filtra por la masa de tierra cocida.
-Aquí tendrás amigos extranjeros-me dice Mei.
-Ninguno como vosotros.
-Sí, nos llevábamos bien; es lástima.
-Pero llevo días y días en Pekín, sin hacer nada. ¿Para qué tanta urgencia? Podía haber estado trabajando en nuestro instituto.
-Los dirigentes se preocupan mucho de tu salud.
-Estaba bien. Vosotros lo sabéis. Podía esperar perfectamente a enero. Ruiz ha alarmado a todo el mundo.
-Sí, nosotros los profesores pensábamos que podías quedarte.
Hastiada, repugnada del hotel, he escrito a los de Sian, a Hao, a Fan, a los alumnos, a los que también envío mis sellos de Europa. He escrito a Chung, para que me avise si va a venir realmente en las vacaciones de Primavera, que me diga la fecha para que yo esté en Pekín. Ninguno me ha respondido, todavía es pronto. Ellos y su recuerdo me son indispensables, son mi reserva moral, mi prueba de que, pese al decir y a la experiencia de los extranjeros que viven en Pekín, los chinos no son extraplanetarios y que los lazos individuales, humanos, son posibles. Ellos no saben cuánto les debo, lo que representan para mí, transplantada a esta reserva de occidentales, a este pudridero teatral vigilado y acordonado por los camaradas burócratas, estos decorados de internacionalismo proletario entre los que cada cual adora sus propias alucinaciones, sus Ideas Puras Socialistas. Me doy de manos a boca entre las bambalinas con Jorge-el librito rojo abierto prendido metafóricamente a la montura de las gafas-,entrecano: ¡Me iré a hacer la revolución a mi país! Ahora la hago aquí; con Quico: Los chinos chinos son. En cada país lo suyo. Dentro de seis meses acaba mi contrato. El viaje de vuelta lo aprovecharemos despacio mi mujer y yo para conocer Europa. Lo de China ha sido interesante, y tienen restaurantes macanudos en Pekín. Claro, lo que se ha podido ir ahorrando en divisas no es gran cosa, pero con algo nos encontraremos. Yo cumplo mi trabajo, corrijo mis pruebas en las oficinas de la radio, y allá los chinos con sus cosas. Y Sahid, Benamar, Akuba, Maali….todo un mundillo de tercermundistas que, con la alegría primigenia del que aún no mordió la manzana de las preocupaciones políticas, llegaron y se mantienen en un sano estado de ignorancia crasa, les importan un bledo las instructivas visitas socialistas a fábricas y comunas, y no digamos las reuniones de participación política (léase traducción de documentos del Partido). Disfrutan en Pekín de un lujo paradisiaco y de un sueldo muy honorable comparado con sus medios de vida en su tierra nativa, continúan trabajando a ritmo ecuatorial, porque a China le interesan ciertamente, más que su labor como correctores del diccionario swahili o profesores de árabe, las estrechas relaciones que su presencia encarna entre la República Popular y los países africanos. Ellos se organizan, comen en el comedor del hotel todos los hombres en una gran mesa el menú especial que indican al cocinero, mientras sus mujeres lo hacen en casa con los niños; se reúnen en las embajadas, hacen cenas, bailan, se aburren soberanamente en las excursiones y los espectáculos organizados por el hotel (los demás también, pero lo disimulan), se emborrachan a veces (pocas, muchos son mahometanos practicantes), galopan tras las escasas hembras no chinas, y, en general, hacen vida en núcleos cerrados. El gran comedor del Hotel de la Amistad es ya una lección de sociología. Los canadienses por un lado, los ingleses por otro junto con los dos o tres americanos, separados, impermeables. El matrimonio afghano y sus hijos siempre solos, lo mismo que los japoneses. Los alemanes tienen a veces lentos intentos de aproximación hacia los franceses. Los galos son más permeables y numerosos, la ultragauche divine. Los latinoamericanos están gravemente divididos por rencillas personales y herejías ideológicas, los grupúsculos se forman y subdividen como amebas. Un matrimonio anciano chino-francesa se sientan, imagino que desde tiempo inmemorial, junto a la ventana, ella gruesa y rubia, él menudo y con gafas. Niños en diversas etapas de crecimiento corretean (porque la atenta y gratuita asistencia médica, las baratas ayas chinas que proporciona el Buró y el aburrimiento hacen de Pekín el lugar ideal para multiplicarse). En medio de la sala, nigerianos, sirios, árabes, un palestino, un mozambiqueño, pakistaníes, etc, forman un islote de vitalidad y compadrazgo ruidoso.
Fabulosa contradicción entre las imperativas exhortaciones del maoísmo a unirse con las amplias masas, vivir modestamente, hacer trabajo físico, etc y el acuario preparado para los cooperantes extranjeros venidos a China para construir el socialismo (así sale él): blancos manteles y camareros, tiendas especiales, peluqueros especiales, coches especiales, lujosos saloncitos reservados en los restaurantes, etc. Cuanto se reprochaba a los revisionistas soviéticos, los expertos rusos que trabajaron en China antes de la ruptura de 1960.
No me hacía ninguna ilusión ya sobre mi rojez, pero estaba segura de odiar aquella especie de reserva sioux cinco estrellas, y cierta de que lo mejor, lo más significativo de aquel país, se hallaba al otro lado de los burócratas y de los dogmas. En el autobús, en los restaurantes corrientes de los barrios, hallaba una gente cuyo general buen aspecto físico-ni hambriento ni enfermo-, la maravilla de sus niños enguatados, regorditos, las sonrisas a veces-ésas sí, ésas de veras-revertían en mí en una especie de gozo y curiosidad, de afinidad también. Estaba entre otro pueblo como el mío, como el de tascas y restaurantes baratos españoles. Conozco, conozco la llaneza de esas sonrisas, y el ademán de la gente que trabaja. Había logros en China, había un sistema socialista con sus fallos y sus hallazgos, y yo tenía ganas de saber, de aprender.
Por eso me arropaba en ellos y en el recuerdo, cálido y entrañable, de los de Sian. Picoteaba-siempre la única extranjera del local-de un restaurante a otro: piso de cemento encharcado de baldeo, mesas y bancos de madera maltratada, grifo para coger el agua caliente, cajas con palillos, cupones de racionamiento para cereales, En la cocina china lo sui generis no es tanto el tipo de alimentos sino la forma de su preparación, todo troceado, sofrito, salteado, con una salsa aglutinante de vinagre, soja, azúcar, especias. Porciones muy pequeñas de carne y pescado, verduras, huevos revueltos acompañados por cantidades tan ingentes como sea posible de pastas y arroz al vapor. Si el arroz y la harina faltan, boniatos al horno, maíz. En Sian, el plato popular era una sopa de carne de oveja con pan desmigado.
Nuestros platos fuertes occidentales son el polo opuesto: todo junto hirviendo largo tiempo en buena cantidad de líquido. Un chino al que describía el cocido observó: Eso es como se hace en China en el campo para los perros.
Las exquisiteces de la comida china tienen para mí su origen en el hambre y la necesidad de economizar, esto es inequívoco en una cocina donde se desmenuza absolutamente todo, del rabo al morrillo, que desconoce las grandes porciones individuales, las pechugas, los filetes, los asados, la tierna pareja de huevos fritos. Se come a briznas, a granos. Una cocina que llama sopa tanto a la suavísima de aleta de tiburón como al agua caliente con la que se enjuagan los restos del yantar en el tazón. Precisamente la exquisitez y sofisticación de sus platos es el resultado de haber tenido que comer absolutamente todo lo que podía llevarse a la boca, del alga y del hongo de árbol a la serpiente y el can. Los caprichos de los mandarines, la costumbre, el refinamiento y las salsas han hecho el resto.
La cocina china es deliciosa, pero, para el occidental, acaba resultando empachante y monótona; se añora el filete austero y vitaminoso, el huevo frito virgen, no troceado, la honesta patata, la ensalada fresca. Y eso sin hablar de cuanto las vacas tienen la generosidad de proporcionarnos, los quesos, la mantequilla, la leche, el yogurt, productos todos que dan, al parecer, a los occidentales ese característico olor vacuno que hiere el olfato de los chinos, mientras que ellos, siempre discretos, no huelen a nada, neutros como una taza de té.
-¿Se fueron ya sus compañeros de Sian?-me pregunta Ho, el intérprete gélido, el cultivador de arañas.
-Todavía no; les falta poco. Lo sentiré; nos llevábamos tan bien…Lástima que me llamaran con tanta urgencia de Pekín.
-¿De Pekín? Fueron los del Instituto de Lenguas Extranjeras de Sian los que solicitaron su traslado.
-No…Los de Sian me dijeron que se me llamaba de Pekín.
-A solicitud suya. Esto es lo que yo he oído.
Ho sonríe discretamente, con la íntima satisfacción que siempre le proporciona decepcionarnos. En este país en el que el rumor y la falta de tomas de responsabilidad es norma, el he oído es sinónimo de es.
Voy a ver a Mei.
-Mei, me han dicho que fueron los del instituto los que pidieron mi marcha.
Mei parpadea impasible y sonríe como de costumbre.
-Mei ¿es verdad?
-Ya sabes que nuestros dirigentes se preocupan mucho por tu salud. Ruiz habló con ellos antes de irse, dijo que estabas enferma.
-Pero sois vosotros, los profesores, y mis alumnos, los que conocíais bien, los que sabíais que yo podía quedarme hasta enero.
-Ya te he dicho una vez que nosotros opinábamos que debías quedarte.
-¿El director, el viejo Shi, y Tao pidieron a Pekín que me fuera? ¿Fueron ellos?
Pero el rostro de Mei está cerrado por la sonrisa como por una aldaba. No sabré más, nunca sabré más. El máximo serán esas frases Nos llevábamos bien, es lástima que te vayas, Nosotros pensábamos que debías quedarte, retazos de sinceridad escapados entre fórmulas.
¡Qué ridículo he hecho, tan crédula, tan convencida de que ellos también estaban sorprendidos y disgustados por la brusca llamada de Pekín. El director: Debemos cumplir lo que desde la capital se nos indica, Tao: Somos responsables de que parta usted lo antes posible puesto que la llaman con urgencia y sus razones tendrán. ¡Con qué finura pueden mentir, es un arte más! Y la famosa democracia y consulta a las masas, ¡qué timo!. Mis alumnos, ésos no tenían ni idea del asunto y les llovió del cielo mi marcha, sin embargo no eran niños, yo y mis enseñanzas eran también asunto de interés para ellos y estábamos un buen puñado de horas por semana juntos. Ni ellos ni los profesores. Decidieron los dirigentes, los de arriba. Y a mí me han traído y llevado como a vaca con su aro. Las conversaciones con la responsable que vino, para nada. Sian no escapa a la regla; un poco menos de rigidez, un poco más de simpatía, pero el sistema al fin, con su manipulación incondicional.
Y una mañana Mei y Wei tomaron el avión hacia Sian, y no los vi; al parecer se fueron temprano. Mis cartas a Chung, a Hao, parecían haberse hundido blandamente en la nada. Los días avanzaban adentrándose en el invierno, cada uno más frío que el anterior, pero todos exactamente iguales, bajo un cielo cristalino, sobre una tierra que se cuarteaba, lívida de sed.
El Instituto de Lenguas
Como mi paso por este instituto será fugaz, la recepción se reduce al mínimo. La sala es tan similar a otras salas, los personajes a otros personajes, las palabras a otras palabras, que empiezo a sentir que es cada vez lo mismo y los mismos, que hay cinco, seis, dieciséis ocasiones, lugares, visitas y discursos posibles, que pasan ante mí y vuelven luego a pasar, en un universo no lineal sino cíclico. El director-mejor dicho, los directores, puesto que, como en Sian, el de antes de la Revolución Cultural es supervisado por un cuadro del Partido-, los responsables variados y el intérprete hacen la presentación. Estudian en el centro alumnos de edad avanzada, que requieren lenguas extranjeras por sus destinos y cargos. También se encarga de los estudiantes occidentales que han venido a aprender chino. Se me recomienda que no haga comentarios con éstos últimos sobre las actividades políticas, ya que algunos vienen de países amigos de China, pero otros no. Ignoramos qué clase de individuos son.
El centro se halla en las afueras, al noroeste. Toda la zona parece de reciente construcción. El edificio que se alza carretera por medio de él sería su réplica gemela si no fuese porque en su patio campea una de esas enormes estatuas de Mao, el Presidente cara al viento que hace ondear sus vestiduras de un blanco resplandeciente, en plena transfiguración. Son estatuas que pulularon durante y tras la Revolución Cultural; luego han sido retiradas en silencio dejando el campo a los millones de óleos pastel de Mao y a sus citas, bordadas, pintadas, grabadas, cosidas, rotuladas, dibujadas, recortadas. El instituto adolece del gigantismo endémico habitual; vastos espacios, salas vacías. La poca población estudiantil actual, a la que casi igualan en número los profesores, rellena apenas una ínfima parte. El utilitarismo no corre parejas con el confort. La calefacción funciona desigual y débilmente; en muchos locales y pasillos el frío es glacial. La suciedad de los excusados, los lavabos atrancados y los cestos de papel higiénico manchado de sangre-en China para la menstruación se usa papel y raramente algodón-contrasta con el blanco reciente de las paredes.
Como es necesario ofrecer lo mejor de lo mejor a los estudiantes extranjeros, darles una buena impresión, sus alojamientos, pese a la simplicidad, son limpios, encalados y agradables. Este buen efecto se ve aumentado porque los estudiantes mismos han puesto en sus cuatro paredes la pizca de gusto personal que les está vedada a los chinos. La diferencia es clara entre los dos restaurantes del instituto: la cantina de profesores chinos es un vasto cobertizo más oscuro que el de Sian porque la luz que penetra por las no muy amplias ni numerosas ventanas laterales no abarca la anchura de la estancia y los haces de sol naufragan en el suelo gris pizarra. Grifo de agua caliente, pileta para enjuagar, sufridas mesas de madera, muy pocos bancos y taburetes, de forma que la mayoría come de pie, lo que no facilita las charlas de sobremesa. Hay pilas de bolas de carbón arrimadas a las paredes, y tadzupaos (carteles murales) sobre la campaña Pi-Lin, Pi-Kon (crítica a Lin Piao y a Confucio) pegados a la entrada y suspendidos de cordeles en el interior como ropa puesta a secar. Al menos ponen un detalle variopinto en el ambiente, y, si no en el contenido, en el color sí varían. Las comidas son rápidas. La gente vacía aprisa sus tazones y se va a dormir la siesta. Entonces deambulo por los alrededores. Grandes espacios. Obras comenzadas, seguramente túneles antiaéreos, puesto que bajo las ventanas de mi despacho veo aros de cemento para bóvedas apilados en el suelo. Árboles, pero no césped.
Converso con los estudiantes extranjeros, en el cuarto de uno de ellos, sobre sus relaciones con los estudiantes chinos.
-Ellos son muchos menos que nosotros en número; entonces se agrupan entre sí, sobre todo las muchachas porque son muy pocas.
-¿Os han invitado alguna vez a salir juntos con ellos un domingo por Pekín a pasear?-pregunto.
-No. Fuera del instituto no. Los días de fiesta la mayoría se queda en la escuela, dicen que Pekín está demasiado lejos y que tienen que estudiar. Sólo los pocos que tienen familia en la ciudad se van.
-Se retraen bastante de todas formas. Siempre les hemos invitado cuando hemos hecho una fiesta y jamás aceptaron; claro, que les está prohibido bailar.
-Son simpáticos sin embargo. Algunos se pasan muchísimo tiempo en nuestro cuarto, charlando.
-Sí, pero me da la impresión de que lo que les interesa es practicar el francés. Lucien comentaba el otro día que emplean, cuando conversan con nosotros, las frases y el vocabulario de la lección del día.
-Lo que a ellos no les cabe en la cabeza es que hagamos nuestras fiestas, nos reunamos, salgamos, nos divirtamos, y que sin embargo estudiemos y preparemos bien la materia.
El grupo más numeroso es el de franceses. Hay latinoamericanos, pero no españoles. Como, salvo excepciones, el importe de sus becas no les deja, descontada la alimentación, un gran margen, se han forrado para el invierno, no de sedas ni pieles, sino de los chaquetones corrientes de algodón enguatado azul añil, pesados pero eficaces; se tocan cómicamente con los gorros de largas orejeras, que van horizontales al viento mientras pedalean en sus bicicletas compradas de ocasión. El edificio que se les ha destinado como cantina es un cinco tenedores: amplias ventanas, luz, claridad, tonos pastel, limpieza, mesas con manteles de plástico, sillas, menús muy, muy por encima en calidad, presentación y calorías de los que se sirven a los chinos.
No todos los profesores de español son tan jóvenes e inexpertos como me dijo el director. El jefe del grupo, Wu, frisa los cuarenta y tantos, es un respetable padre de familia, habla, sonríe y gesticula algo precipitadamente con un deje cómico.
-Estuve unos años en La Habana-me cuenta-Los cubanos son muy simpáticos. También desorganizados. Se desperdiciaba mucho arroz.
-¿Vivíais con familias? ¿Salíais con ellos?
-Vivíamos juntos el grupo de estudiantes chinos. Nos hacíamos la comida.
Wu es locuaz y se adentra por las buenas y, al parecer, complacido, en una conversación de faldas.
-¿Sabes? Las cubanas son muy calientes como se dice en español. Ellas querían irse con los chinos, nos hacían proposiciones.
-¿Y vosotros?
-Ah, nosotros no; no tenemos esa costumbre. Todos nos hemos reunido de nuevo con nuestras mujeres o nos hemos casado al volver a China, pero-le brillan alegremente las gafas y los ojitos minúsculos-las cubanas son muy calientes.
-Dominas bastante bien el español-observo.
-Hablar es lo más difícil, pero leo mucho. Ahora estoy con una novela cubana, Las Insaciables; leo mucho en español, sí, porque como en chino no hay nada que leer…-me dice con la mayor naturalidad.
El profesor Lao Tsu es un hombre mayor, de exquisita cortesía. Generalmente no se le oye. Lee y escribe en su mesa del fondo. Cuando le pregunto algo, deja las gafas sobre las cuartillas, sonríe agradablemente y explica con lentitud. Cuenta que en su juventud vivió en Tailandia con sus padres. Luego entró en China, estudió ruso, se le mandó tres años al campo tras la Revolución Cultural, y después fue destinado al instituto. Tsu se expresa siempre en un tono menor, sonrisa joven, inteligencia reposada. Él y Wu pertenecen a una generación de profesores de ruso que tuvieron que formarse en un segundo idioma al romperse el idilio con la URSS. Observo en ellos con frecuencia una ductilidad, una viveza y riqueza de fondo intelectual que contrastan con los profesores más jóvenes.
La joven Li goza de grandes consideraciones por ser mujer de soldado. Por ejemplo, el instituto envía regalos de Año Nuevo a su esposo aunque él no trabaje en el instituto. Está encinta de ocho meses, cosa que las diversas chaquetas llegan casi a hacer pasar desapercibida. Li tiene un enorme rostro prácticamente sin nariz, casi cóncavo de puro plano. Se desplaza con la lentitud de su estado y apenas habla.
-¿Qué tal te encuentras? ¿Cuándo das a luz?
-En enero.
-Tu marido vendrá para entonces.
-No, él está lejos. Viene mi madre.
En general, los jóvenes profesores son bastante grises. Sólo los veo apasionados y dinámicos durante los partidos de ping-pong.
Mis alumnos no son ya unos adolescentes. Los hay pasados los cincuenta. La media frisa los treinta y cinco. Sentada al fondo, tras pedir permiso para ello, observo el ritmo de las clases de los profesores chinos. Perfecto ambiente escolar de primaria decimonónica. Repeticiones, gramática y conjugación a coro. Machacona insistencia en los errores. Faltan gestos, dibujos. Los ejemplos son artificiales. Se expresan con acertijos gramaticales. Muchas consignas, infinitas consignas. Tópicos. Crítica y autocríticas lingüísticas. Atmósfera fría, tímida, escolar. Política, moralismo, ceremonia. No hablan jamás de sus futuros destinos.
La tarde de los miércoles se dedica al trabajo manual. Voy, y relleno con los demás una zanja a paletadas. También los alumnos cavan por el otro lado. La intención es sana y buena, el ejercicio útil. Lo que tiene algo de ridículo es el énfasis entusiástico en los poderes medicinales, político-morales, casi mágicos, de este trabajo manual. Hay un regusto de teatro que me hace sonreír ante esta afanosa voluntad de catarsis periódica. Bueno es hacer en lo posible como los colegas, aunque, visto el ambiente y las condiciones generales, empieza a parecer un poco simiesco y un algo irónico. Es dudoso que, pese a la limpieza matutina del mobiliario y a las zanjas de los miércoles, un buen día me derribe de la bicicleta una luz cegadora y oiga la voz de Mao, Lenin, Stalin.
Alberto es pura impaciencia porque los chinos le van alargando, inexplicablemente, la fecha de su partida.
-Si no fuera por mi familia, tal vez hubiera aguantado. Y aun así…no sé. Ha habido cosas…Lo de las ejecuciones me impresionó. Un día anunciaron, como tantas otras veces, que se suspendían en el instituto las clases esa tarde por actividad política. Tenía unas cosas que hacer; estuve charlando con alumnos y me fui con ellos a la actividad política, me senté en un banco. Todo estaba abarrotado. En esto, aparecen unos guardas con una furgoneta y sacan a cinco tipos encadenados, los suben a empellones al escenario, anuncian los delitos de cada uno de ellos. Entonces, de donde estábamos, se levantaban líderes que decían consignas, y todos los muchachos las gritaban agitando los puños hacia los condenados, a los que no escatimaron empujones. Me daba no sé qué ver a los muchachos, a una, poseídos de la misma violencia. Te aseguro que dan miedo esas expresiones. No me atreví a moverme.
-¿Y las ejecuciones?
-Tuvieron lugar en un sitio público, por fusilamiento.
-¿También fuiste?
-No, ni dijeron nada a los extranjeros, pero uno de mis alumnos al que pregunté por qué no vinieron a clase el día anterior me dijo que había asistido a las ejecuciones de unos criminales. Yo pienso mucho en mis hijos. Les imagino viendo esas cosas y gritando y agitando los puños, con esa cólera, hacia los tipos. Realmente lo pasé mal.
-También has aprovechado ocasiones con los viajes.
-¡Calla! ¡Menudo recuerdo tengo de mi viaje a Yenán con Tomasa y el gran maoísta de su marido, Venancio. Miraba yo aquellas gentes que llegaban en grupos, con banderas e insignias, y recorrían en peregrinación cada uno de los lugares sagrados donde Mao puso el pie, y, mira, me llenaba de una tristeza…Me recordaba aquella romería a las procesiones de mi tierra, con las vírgenes y los santos, y me decía “Al fin y al cabo dirán que esto es marxismo y materialismo”. ¡Qué cosas! Lo mismo cuando visitamos el pueblo natal de Mao, Shaoshan. Allí hubieras visto a Venancio que sacó sus cuartillas y empezó a componer una poesía al Presidente Mao diciendo que por aquellas habitaciones habían pasado sus piececitos de niño, que en aquella mesa se había sentado a comer el futuro gran hombre, el predestinado, y…
-¡Hola, Ruiz! ¿Dónde vas?
-¿Dónde voy? ¡Qué estupidez! ¡Como si aquí se pudiese ir a alguna parte! Se te ve poco últimamente.
Ruiz, que ha cruzado refunfuñando y sin saludarnos apenas, me mira, torvo. Como predijera Alberto, su apego se ha vuelto inquina. Dice que ahora que no le necesito le he dejado de lado. Lo cierto es que le visito pero no paso, como al principio, las tardes muertas en su habitación. Nos invita sin embargo a tomar café, y aprovecha para supurar contra el micromundo que le rodea:
-¡Todos esos extranjeros del hotel no buscan sino denigrar a los chinos, al socialismo! ¡Esa panda de muertos de hambre que viven en China como jamás lo hubieran soñado en sus países! ¡Desagradecidos! Tres veces he estado yo al borde de la muerte y los chinos me salvaron, ¡y aun esos cerdos se atreven a criticarlos!
-Pero Ruiz, tampoco hay que echarles rosas por donde pasan a los chinos. Tienen sus equivocaciones, como cualquiera. En el asunto de Chile…
Mal me ha. Ruiz me mira de través y halla el agarradero ideal para una explosión de cólera.
-¡A mí me vas a hablar de Chile! ¡Yo era amigo personal de Salvador Allende, yo!-se golpea el pecho con las manos-Y lo triste es que la Junta de Chile tenía razón.
-La…
Alberto me aprieta el brazo para que me calle. De todas formas, Ruiz me impediría meter baza. Él continúa con tono de secreto, inclinándose hacia nosotros.
-¿Sabéis, sabéis que el gobierno Allende tenía ya concedidas bases a Rusia en Chile, eh?.
Nos mira muy de cerca, regándonos de saliva, con una sonrisa que quiere ser maquiavélica y sólo refleja una especie de desaforado gozo pueril.
-Los chinos siempre saben lo que se hacen-Ruiz levanta el dedo, serio y sentencioso, tras su gran revelación.
Cuando salimos al exterior, tras la visita a los túneles construidos durante la guerra con Japón, a cincuenta km de Pekín, el sol, muy bajo, aplasta y alarga las sombras. Las formularias preguntas a los responsables en la sala de té no me interesan. Deseo violentamente dar un paseo, un corto paseíto a pie, por la aldea de Chiao Chuan-ju, bella, viva a la hora del crepúsculo. Una docena de metros más allá de la zona oficial en la que nos hallamos, la gente vuelve hacia sus casas, charla, deambula. Hay humo, animales, altos álamos que inclinan graciosamente sus copas y curvan su talle delgado. Hay un parpadeo de luz en las ventanas y en los hornillos recién sacados ante las puertas.
-No, no es posible. No le está permitido-se me responde.
-No iría muy lejos; justo una vuelta por las cercanías.
-La excursión es a los túneles de la guerra antijaponesa. Lo demás no es zona de visita. Entre a la sala.
-No. No tengo ganas. Si no puedo pasear, me quedaré mirando al menos, desde aquí, la gente de China, que para eso vine de Europa.
Desconcierto.
-Entre. Hace frío.
-No tengo frío. Me quedo aquí.
Y me quedo, los codos apoyados en el muro, con una rebeldía pueril que me es, sin embargo, necesaria. De cuando en cuando repito mi negativa a los que salen de la sala para invitarme a entrar. He llegado a un estado en el que ya no puedo soportar jugar el juego, compartir el escenario, recitar mi papel. No es grave. Siempre habrá mil que lo harán gustosos y a los que estoy rindiendo el apreciable servicio de ofrecer un ejemplo negativo del mal cooperante sin conciencia socialista, muestra de individualismo caprichoso y desconsiderado. Estoy harta de teatro, de socialismo en lata, de cotos para expertos y safaris programados. Estoy ahíta de perfección, virtud y tópicos. Me siento satánica y perversa. Un rito, una frase hecha, un cliché más y…no sé. ¿Remordimientos por lo preocupados que estarán los camaradas chinos responsables de si cojo frío? Pues no, no tengo remordimiento alguno y espero que estén incomodísimos, a ver si un buen día, a fuerza de sentirse incómodos, se plantean milagrosamente por sí mismos la posibilidad de que tal vez su forma de tratar a los extranjeros es en realidad una obra refinada de egoísmo chovinista y xenófobo y de voluntad reaccionaria de aislarnos, de que ni un átomo escape por un segundo a su control todopoderoso. Hombre, con lo que he detestado siempre los viajes programados por agencia…
Desde luego me estoy quedando helada. Ánimo. Anochece. La gente no me ve y yo les miro, al contraluz de sus casas, y olfateo el humo de las cenas.
Los expertos salen de la sala. Tras contar el rebaño, los responsables del Buró dan la señal de partir. Kilómetros de carretera ancha y lisa. El hotel.
Carta de Túnez. No era nueva la historia de mi proceso de divorcio, pero aquella escritura, reconocible entre todas, no la veía hacía meses, hacía diez mil kilómetros. Aquel hilo de tinta iba enmarañado a un rostro, a la expresión de unos ojos, al olor de un abrigo, al terrible, terrible destrozo de las sonrisas sin esperanza. He punzado esos ojos, la mansedumbre ilimitada de su cariño.
Este papel viene a dispersar hacia otras dimensiones mi presente hecho de voluntad; en la copa del árbol una hoja que no acaba de caer. Y toda mi voluntad por tierra.
Se deshace este cuerpo que fue de sol y de blancura, de sangre violeta a fuerza de atardeceres, que llevó rosas en el vientre, que fue la hermosura y recibió la hermosura. Queda un cuerpo atrozmente viejo, para siempre viejo, que marchará en los meses a cuidadosos pasos cortos, que verá soles pequeños matasellados en pequeños días. Este cuerpo que fue luna, que fue toda la vida, que fue eterno, marcha ahora rápido hacia su final. ¿Por qué lloras? Todo aquello está muerto, sí, Rosúa. Todo aquello está muerto, pero también tú estás muerta.
La carta yace como un cadáver sobre la mesa. He asesinado. Cualquiera que sea el momento en el que le sobrevenga a él la muerte, o a mí, nos encontrará ya con otra muerte anterior.
Hay caracteres que no admiten la diplomacia sensata de la vida, hay caracteres que no pueden recurrir al compromiso, que no admiten el olvido.
Me he levantado con mi carta en la mano, el papel que absorbe rápidamente el entorno y deja, irrefutable, la evidencia de que no hay sino el amor que sea; de que no existe cosa real sino su bloque soleado, del cual tengo conciencia justo el tiempo preciso para que, cuando desaparece un segundo después, manotee en la nada.
24-Diciembre-1973
El otoño de Pekín merece su fama; es largo, rubio, en pendiente casi insensible hacia el invierno. Son días anchos, como plazoletas soleadas. De un cielo homogéneamente azul desciende una campana intemporal de atmósfera luminosa. Sin humedad, sin nubes, todavía sin viento, el invierno sin embargo llega. Cada amanecer añade unos milímetros a la capa de hielo que pronto hará de los estanques pistas de patinaje.
Por ello nos encontramos con la Navidad a la vuelta de la esquina, Navidad colonial, puesto que, naturalmente, en China no se celebra aunque nos den medio día de vacaciones a los extranjeros. Muy discreta debió de ser esta Navidad ya que no la recuerdo. Tardío, maltratado, desparramadas las peladillas, me llegó un paquete de mi familia. Quizás fue por entonces que se me movió en el fondo una banal, sentimental afinidad con el grupo social al que los chinos me recordaban tan encarnizadamente mi pertenencia, con Occidente, un turbio rescoldo de luces, el vulgar sabor de cosas vulgares.
Las cartas no menudeaban. Nada todavía de Sian. ¿A qué esperaba Chung para avisarme si iba a venir? ¿Tan omnipotente era la censura?
31-Diciembre-1973
Las verdaderas, tradicionales fiestas anuales de China, son la Fiesta de Primavera, el Año Nuevo del calendario lunar. Se celebra también el Año Nuevo del calendario occidental, por el que el país se rige oficialmente. El Gobierno ha ofrecido pues hoy una cena a los expertos extranjeros en el Palacio del Pueblo. Menú refinado, bocados exquisitos, cantidades pequeñas. Un miembro del Comité Central pasa saludando y brindando. El banquete va precedido de un discurso. La sala es enorme, encerada y pulida, alumbrada por filas de arañas. Mañana es día de agasajo: visita al Parque de Verano, especialmente engalanado.
A las nueve ya estamos todos de vuelta. Subo a mi apartamento. Me concedo el grado doctoral de soledades. Los franceses por un lado, los otros por otro, cada uno por el suyo, han organizado su fiestecilla sin que te hayan invitado, Cenicienta indeseable. Conclusión evidente: no he conseguido ser aceptada por grupo alguno. Corolario: algo o mucho hay pues en mí de particularmente desagradable. Ahora comprendo mejor por qué los griegos temían más que a la pena de muerte a la de ostracismo, y por qué para los chinos es tan fuerte el temor a la repulsa social.
No soy suficientemente marxista-leninista para los ML oficiales, ni he llegado a la perfección y generalidad del sarcasmo de otros, tampoco formo parte de ese tejido envidiable de células familiares-matrimonio, más tierno niño-que me rodean, ni mi nacionalidad-única española exceptuando a Ruiz-me permite formar grupo como los anglosajones o los galos entre ellos.
Se oyen ruidos por el hotel, pasos en el jardín. Me he sentido muchas veces sola. Nunca quizás hasta el punto de esta noche del 31. Planes de trabajo futuro, excursiones, descubrimientos, todo se esfuma ante la incapacidad de calor humano.
Finalmente he ido a parar a casa de Quico y su mujer, con Octavio y la suya, y los cinco hemos escuchado en una atmósfera apagada de pestíferos malditos el jaleo de las fiestas vecinas, a las que ninguno de nosotros había sido invitado. Mala, malísima leche. Humor negro. Expertos en su tinta. Lentas rondas.
Cada cual se va para su apartamento. En el portal Octavio vomita brusca, secamente, palabras como insectos que emprenden vuelo rápido. La cabeza grande, hermosa, ósea, de Octavio encajonada entre las solapas subidas del abrigo gris y la bombilla pobre del rellano. Le ha cogido la nausea y habla, habla:
-No adoramos los mismos dioses, eso es todo. No adoramos los mismos dioses que ellos. La gente ésta necesita creer que están jugando un gran papel en la revolución mundial al trabajar en China y tienen sus intocables, sus divinidades. No ignoran que, para ser consecuentes consigo mismos, deberían volver a sus países, pero les es preciso autojustificarse. La gente como nosotros, que dice lo que piensa y se espanta realmente, o se asquea, o no está de acuerdo, ésos no son puros.
Ana, su mujer, ha bajado la escalera. De pie, escucha silenciosa, menuda figura de muchacho, ojos oscuros interrogantes en un rostro triangular de cerámica inca.
Octavio se inclina al hablar:
-El internacionalismo, los partidos marxista-leninistas, China los sacrifica cotidianamente al antisovietismo primordial. No les culpo, porque cuando no queda otro remedio se pone el culo y ellos no pueden hacer otra cosa. El enfrentamiento nuclear con la Unión Soviética es inevitable y Rusia atacará antes de que el potencial bélico chino se desarrolle demasiado. Varios estudios llevados en profundidad por los expertos americanos coinciden en señalar 1975 como una fecha en la cual China habrá alcanzado un potencial de armamento peligroso. Estoy convencido de que la URSS atacará antes. Los chinos necesitan ganar tiempo, y lo hacen.
-Octavio, la niña…-recuerda Ana.
-Yo también me marcho. Buenas noches.
Suben la escalera. Atravieso el jardín. Las estrellas no titilan, los árboles no se mueven. Desde que llegué, sólo he oído hablar de Octavio como intelectual burgués, amargado y anárquico. El tipo que he tenido delante de mí esta noche era alguien que decía la verdad y creo que es la primera vez que veo esa expresión de verdad en alguien desde que estoy en China, la expresión, el tono, la mirada de alguien que tiene problemas, se interroga, se angustia, busca comprender. Hasta ahora sólo he visto brillar en los demás un optimismo pétreo, que me hacía estremecer sin saber por qué. Sólo he observado en ellos una aparente confianza teologal en las posiciones chinas en todo, una distorsión inimaginable entre la crudeza chocante de los hechos y la necesidad de aprobar a toda costa. Mi sorpresa había sido enorme ante los maoístas teológicos, aumentó ante la lluvia de autos de fe y ataques que acogía mis más ínfimas y bienintencionadas críticas. Por una vez alguien no ha representado un papel. Mañana Octavio se reincorporará a su piel de ironía inteligente sin pasiones. Hoy le desnudó la soledad, las rondas de alcohol silencioso.
Cuando Lan, la profesora de mi instituto cuya neta hermosura no consiguen sofocar el grueso abrigo masculino y lacio pelo, me comunica que, con motivo de las fiestas, iré a comer a su casa los raviolis de Año Nuevo, que prepararemos con nuestras propias manos en familia, se me cae el alma a los pies. Hace pocos meses imagino que hubiera saltado de gozo. Ahora nada me resulta más angustioso que las “actividades sociales” previstas al milímetro. Cortesía pide que cada experto reciba por Año Nuevo una “espontánea” invitación familiar. Por supuesto no me queda sino ir y representar ambas como mejor podamos nuestros respectivos papeles, el sketch de amigo extranjero recibido por una familia china para que participe en la fiesta en una atmósfera de alegre confraternidad internacionalista. Ellos, Lan y los suyos, no sienten quizás de forma tan punzante como yo porque viven el condicionamiento ya como una segunda naturaleza, sin embargo me es insoportable la duplicidad contradictoria continua y continuamente omitida, ignorada. Nadie chino puede venir a visitarnos sin un pase especial, nadie puede recibirnos en su casa sin habérsele concedido previamente el permiso oportuno por los cuadros de su entidad de trabajo, esto siempre que se trate de colegas, porque está perfectamente descartado el que se hagan amistades fuera del centro de trabajo y que éstas inviten a su hogar. Nadie puede trabar conversación con un extranjero espontáneamente sin ser interrogado acto seguido y acusado de connivencia.
Las casas para profesores, muy cerca del instituto, son similares a las de los compañeros de Sian. Pese a la juventud de estos bloques, parecen opacos y usados, limpios pero grises. Hay dos habitaciones que se reparten el matrimonio, la suegra y los dos niños. Me recibe una anciana increíblemente diminuta y frágil, sonriente y de manos temblorosas. Se desplaza a pasitos sobre sus pies reducidos, trae la masa para los raviolis, el relleno de verduras y carne. Prestamente separa un pellizco de masa, lo hace una bola, la extiende en tortita, pica relleno con los palillos, lo coloca en el centro y lo cierra como una empanadilla asegurando el borde con dos pliegues. Lan y ella me incitan a imitarlas. Luego me muestran la casa. Señala el lecho en el que se sienta la anciana para hacer los raviolis, dice:
-Aquí duermen la abuela y mi marido.
-¿Tu marido duerme con su madre? ¿Y tú?
-Yo duermo en la habitación de al lado, con los niños. Como la abuela es vieja, tiene frío por la noche y por eso duerme con su hijo.
Voy aprendiendo a no preguntar, que todo se aprende. ¿No habría otros medios de calentar a la abuela? ¡Ay, el hermoso rostro de Lan, su sonrisa blanca y fatigada, la boca ancha y joven, su gentileza de Hanchow!
La escena de la preparación de raviolis en familia con mis propias manos es corta. Lan me deja sentada con caramelos y té al alcance de la mano y se mete en la cocina. Llegan los niños del colegio y también su marido. Comemos.
En el salón de actos, los alumnos chinos presentan números de canto, baile, tocan instrumentos. Los temas son exclusivamente el amor al presidente Mao, al Partido y sus justas directivas, y la alabanza al progreso económico nacional. Los alumnos extranjeros, que constituyen de por sí sin duda un espectáculo apasionante con sus ojos claros, cabellos en corolas rizadas o en largas melenas rubias y pelirrojas, interpretan canciones folklóricas, la Internacional, el himno nacional chino, una canción al presidente Mao.
Una mañana que tengo dos horas libres Wu me conduce al laboratorio para que grabe textos. Mientras que, sentada en la sala de grabación, espero ante el micrófono, Wu manipula en la cinta buscando el lugar adecuado para comenzar. Hay otras grabaciones ya, hechas sin duda por profesores de paso. Oigo en este momento una, es la voz de Tomasa, que pronuncia lentamente:
El sol se levanta en el horizonte.
El presidente Mao es el sol rojo que se levanta en nuestros corazones.
Nuestro país es un gran país.
Nuestro Partido es un gran partido.
Nuestro pueblo es un gran pueblo.
Nuestro ejército es un gran ejército.
Golpeo en el cristal que separa la cámara de grabación de mi mesa.
-Wu, lo que yo tengo que grabar espero que no será como lo que has pasado, porque no lo grabo. Es culto a la personalidad, es favorecer el chovinismo.
Wu hace un gesto displicente y responde:
-No, esto no vale. Es material viejo, de cuando la influencia de Lin Piao.
Respiro.
Se acercaba la Fiesta de Primavera, el Año Nuevo chino, en enero. Vacaciones pues. Había recibido de Sian una página de Hao amable y general, con la felicitación de Año Nuevo, y ni una palabra sobre Chung y su visita a Pekín. No podía escribirle, ni telefonearle. Todo tenía oídos, todo estaba sujeto a críticas, las cosas más simples eran en aquel medio impensables. Poco a poco me iba metiendo en la piel de los chinos, ya sabía yo también, sin preguntas ni negativas, los muy estrechos límites de mis movimientos y mis acciones. Ni siquiera intenté ir a Sian de vacaciones, como les había dicho. Sabía sin palabras que el Buró de Expertos no hubiera autorizado mi visita.
Por entonces seguía de holandés errante, anclada con frecuencia en el círculo de los franceses. Alberto había partido sin despedirse, los latinoamericanos formaban círculos inexpugnables almenados de matrimonios con bebé, inteligencia sarcástica amarga y exclusivista o maoísmo cerril. Ruiz había comenzado fatalmente conmigo el proceso de desguace que seguía a sus grandes apasionamientos. Yo quería a toda costa conservar su amistad, su compañía; recordaba su apoyo. Le dejaba gritar, pretendía amansarle llevándole fruta, compartiendo con él un paquete que me envió mi familia por Navidad. Todo inútil. Ruiz continuó cocinando a solas su nuevo plato de rencores, me hizo el blanco de su acidez y de su impotencia, de su fracaso y de su limitación, de su agresividad y de sus gritos, con la misma desequilibrada vehemencia con la que me adoptara al llegar a Pekín. Ni frutas ni silencios sirvieron para conjurar el final: Una tarde, no acababa yo de entrar en su casa, que ya Ruiz clamaba, despotricaba, salpicaba de saliva, y completaba su solitaria apoteosis ante lo que yo no había despegado los labios con un:
-¡Vete, y no vuelvas más!-bíblico, vociferante.
No volví. Desde entonces Ruiz adoptó expresiones feroces y despectivas cuando nos cruzábamos fuera y no contestó a mi saludo. Se apresuró a servirme en porciones durante las veladas de despellejamiento que celebraba en su casa, sin las que no podía vivir y para las que siempre encontraba gustoso auditorio entre los aburridos cooperantes. Para ello me cubrió, como era de uso en el Hotel de la Amistad, de etiquetas políticas a cual más folklórica. Ruiz tuvo que haber disfrutado muchísimo durante la Gran Revolución Cultural Proletaria. ¡Ah, aquellos autos de fe, aquellas denigraciones públicas, aquel hurgar en la intimidad de cada cual a la caza de sus actitudes y de sus palabras burguesas, reaccionarias, aquella delación floreciente, el néctar de las humillaciones, la embriaguez y superioridad de los cruzados maoístas a la caza del infiel, los paseos de los acusados con gorro de cartón puntiagudo, los escupitinajos! ¡Ah, el deleite de denigrar y acusar, que hace olvidar la propia miseria humana, la limitación, la carencia de albedrío, de espacio, de sexo! ¡Ah, qué tiempos, Ruiz, qué tiempos! Los demás extranjeros se marcharon, pero tú ¿cómo te los hubieses perdido? Ahora rememoras y te entrenas como puedes, y esperas, anunciando con voz tonante a todo el que quiere escucharte, que aquello, la purga de la Revolución Cultural, no fue nada comparado con lo que está al caer. Y esperas, como otros, este único espectáculo que hace vibrar y cuya entrada, en términos de consciencia, de lucidez, es gratuita.
-Para los franceses, la política es un deporte intelectual-había dicho Octavio.
Lo era; y helos aquí, viviendo con deportiva intelectualidad su estancia en China Popular.
-Me cansan-decía el viejo François de sus compatriotas-Rehacen el mundo todas las noches.
François no era solamente francés; era El Francés por excelencia, inconfundible, inimaginable sin una botella de tinto, un trozo de camembert y una cita de Clemenceau. Llegado a la edad del retiro y descubriendo que se aburría en París, había venido por segunda vez a Pekín, en donde ya trabajó antes de la Revolución Cultural, a ver si descubría al fin el misterio de la China. Las hadas le habían dotado de un ingenio y humor que hallaba siempre la frase justa en el momento indicado. Jamás perdía la calma, y contemplaba el mundo en torno suyo con la expresión socarrona del que ya las ha visto todas. Sus golpes de ingenio, que brotaban con frecuencia de una erudición muy por encima de la media, su eterno buen humor y su mirada comprensiva de hombre anciano le atraían la simpatía común. François se mantenía por encima de los sainetes diarios del hotel y gozaba incluso del respeto de Ruiz.
Trabajaba con él, en la corrección de despachos de la agencia china de noticias, Sinjua, Arthur, el joven francés lindo, sartriano, inestable, incomprendido. Con-y quizás por-su exhibicionismo de nervioso efebo, me inspiraba más repulsión que otra cosa. Arthur transpiraba el hermafrodita de Alain Delon y Juliette Greco. Sus conflictos existenciales le dispensaban de la educación elemental y la crudeza grosera era una faceta más de su exhibicionismo. Se hacía consolar y reprender sus excesos por Rose, cuyo amor propio de mujer insegura halagaba afirmando en público que ella n o se quería acostar con él. Rose, en una edad y una situación en que la mujer precisa pruebas de que se la desea, enrojecía de placer. Arthur frecuentaba también una virgen japonesa de veintidós abriles, Sako, de padres japoneses establecidos en China, había pasado en ella toda su vida y estaba terminando sus estudios de ginecología. Se vestía sin embargo a la occidental, con pantalones y suéteres ceñidos a su cuerpo de Tanagra, pequeño y gracioso.
Arthur practicaba, es probable que por pura pose, amagos de homosexualidad. Su apartamento estaba encima del mío, así que a veces recibía a las tantas de la noche la visita inesperada de un Arthur con ojos enrojecidos por el alcohol.
-Tengo hambre. Dame algo., ¿qué tienes? ¿Por qué cerraste tu puerta? Yo nunca cierro la mía. Saca de beber. No, no es hora de dormir. No vas a decirme que no te gusto. ¿Soy guapo o no? Tú no eres tan bonita que digamos. No vas a decirme que no te gustaría acostarte conmigo. Ven, ven, dame un beso, uummm. Bueno, bueno, peor para ti.
Y alcanzaba, tambaleándose, la puerta. De día, en el comedor, solía, en el mejor de los casos, ignorarme, o dedicarme el desprecio propio de un francés culto e inteligente hacia una tercermundista-España formaba parta del mundo sudeño inferior-silenciosa y torpe.
-El silencio es tu mejor virtud-me soltaba-Diré más, tú única virtud.
-Arthur, al fin y al cabo tienes que tener en cuenta que soy una subdesarrollada-le expliqué con la mayor seriedad en su habitación mientras intercambiábamos unas casetes-, vengo de un país subdesarrollado, no tengo las mismas dotes intelectuales que vosotros, que tú, que sabes tanto…
Y Arthur respondía, sin asomo de sentido del humor, con aire magnánimo y modesto:
-Bueno, bueno…España ya no está tan atrasada.
-No digas, no digas. Vuestro nivel intelectual es tan superior…Soy consciente de mis limitaciones. Los del tercer mundo no damos más de sí.
-España se está desarrollando-me anima Arthur, mientras se quita la camisa, aprovechando, como de costumbre, la menor ocasión para lucir su torso desnudo.
Ni sus insinuaciones nocturnas ni su torso me inspiraban. Arthur había siempre usado con Alberto un trato despectivo. Segura estoy sin embargo de que, en el terreno erótico, Alberto le hubiera desbancado totalmente, puestos al tajo.
El viaje de las vacaciones de primavera se fue definiendo, a cuatro. Iríamos Charles, Joseph y Lucie y yo. Charles era un hombre parco en expresión y en gestos. Había llegado a vivir la ocasión china dejando bien amarrados sus asuntos en Francia, en la que también dejaba hijito-aunque no mujer-. Educador y psicólogo en centros para niños difíciles, Charles vino con grandes proyectos de test y especializados cuestionarios para futuras visitas a hospitales psiquiátricos, visitas que continuaban sin tener lugar. Era hombre grande y lento, claro de piel, ojos y cabellos, bien equipado de calma bajo una epidermis psíquica espesa.
Joseph, típico temperamento sanguíneo, habla, se exalta. Su mujer, Lucie, es hermosa y dulce y se calla. Ambos son conmovedoramente jóvenes y frescos como panecillos recién sacados del horno de Amistados Franco-Chinas, en cuya asociación trabajaba él.
-No hay que desaprovechar una sola ocasión de hacer excursiones, muchachos. Hemos explicado a los camaradas que necesitamos el visado cuanto antes para viajar y conocer el socialismo y el pueblo chino-me decía Joseph, eufórico.
La euforia dio paso a la perplejidad, luego a la indignación, porque los camaradas retrasaban la cuestión del visado con las evasivas más peregrinas.
-Es que estamos rodeados de burócratas, de adversarios de la línea del Partido y del presidente Mao-justificaba Joseph, y se embarcaba en una explicación de la lucha de líneas, avanzando por el terreno, memorizado en Amistades Franco-Chinas, de fechas, discursos, obras completas, congresos y perversos reaccionarios empeñados en cegar con sus sucias manos el manantial cristalino de la siempre justa línea del presidente Mao.
Cuando el visado llegó, in extremis, con supresión del programa de viaje de varias ciudades que habíamos señalado, Joseph guardó silencio.
VIAJE AL SUR
Una bajada de dos mil kilómetros.
12-Enero-1974
Hemos salido al fin de la estación como el que por primera vez viaja en tren. No ha sido fácil conseguir que se nos permita ir en litera, y no en coche-cama o en avión, como es norma para los extranjeros. Hasta el último minuto se nos ha toreado a cámara lenta. Finalmente acceden graciosamente a que tomemos el tren internacional que va de Moscú a Hanoi, pasando por Pekín y Kweilín.
Joseph, que sobrepasa en afición a la fotografía a un autocar de japoneses, filma, ajusta velocidades, limpia filtros, se relame con el teleobjetivo que le han prestado. Ningún intérprete de nuestras entidades nos acompaña a Dios gracias, pero con toda seguridad las señales de humo han comenzado a funcionar desde que entramos en el vagón.
La llanura, sobre la que no llueve durante todo el invierno, está perfectamente seca. La hierba, fina y quebradiza, es pura paja. Casas, tierra, tejados, son gris cemento. Sin el aglutinante de la humedad, el polvo planea sobre Pekín. Hay miles de arbustos plantados los últimos años, troncos delgados, ramas sin podar, y haces dispuestos en filas, todo destinado a detener el viento y sujetar la capa de tierra cultivable.
La llanura de la provincia de Jopei es árida y produce una terrible impresión de dureza y sequedad. Su uniformidad refleja la del cielo, polvoriento y sin una nube. La tenacidad ha cuadriculado, arado, sembrado, minuciosa y totalmente. Se construye con ladrillo rojo y gris. Los postes eléctricos cortan el horizonte inacabable. Se cuenta con sus propias fuerzas, la materia prima de la construcción viene del suelo mismo, el transporte se hace a tracción animal o humana.
Los muchachos patinan en estanques y canalillos. Quizás el trabajo de infraestructura ocupa a los agricultores durante esta época invernal. La carretera que corre paralela al tren es tan impecable como desprovista de otra circulación rodada que no sea carros y bicicletas, algún camión. Estamos fuera del área permitida a los extranjeros, los veinte kilómetros. En las estaciones, enormes citas de Mao. El tren va despacio. Puesto que llega hasta Hanoi, lleva muchos pasajeros vietnamitas, que, contrariamente a los chinos, se muestran abiertos, simpáticos, deseosos de comunicación, se meten en nuestro compartimento a charlar y nos cuentan de su país y de ellos mismos. Los chinos, caso de que conversen, siguen el método de hacer preguntas, pero jamás hablan de sí. Acostumbrada a los chinos del norte, los vietnamitas me parecen doblemente menudos, de frágil esqueleto, conversación coloreada y viva.
El paisaje se repite. Las agrupaciones de casas, bien cerradas en su muro rectangular. Sobre los tejados cóncavos, de alero alzado, resbala la última luz del día.
13-Enero-1974
La mañana es completamente blanca. Primero escarcha, luego nieve, más tarde la ventisca que arrecia en un cielo de lino. Hankow, a más de mil kilómetros de Pekín. Hankow es una de las tres ciudades, con Wuchang y Honyang, que forman el conjunto industrial de Wuhan. La primera novedad es la humedad insólita; la segunda las montañas en el horizonte, del que nos separan campos minúsculamente parcelados. Atravesamos el famoso puente sobre el río Yang-Tsé, de mil seiscientos metros de longitud por ochenta de anchura, y llegamos a Honyang. La diferencia entre una ciudad y otra es grande: la primera ofrece-más todavía bajo la nieve-parches de miseria antigua, techumbres y muros zurcidos de paja y madera vieja. La ciudad nueva son casas de ladrillos y tejas, avenidas y calles pavimentadas, chimeneas, depósitos, embarcaderos, y, sobre el Yang-Tsé-vasto; más que río, procesión de lagos-barcazas.
El tren se aleja de este rosario urbano anfibio hacia un paisaje más agreste. Las montañas cubiertas de nieve esponjosa, con sus pinos y sus abetos, y las casas de alero ancho y recto se diferencian poco de un panorama invernal europeo.
Entramos en la provincia de Hunán. La nieve se cambia por lluvia. La tierra, amasada en mil formas y parcelas, espejeada por innumerables arrozales y acequias, es de un rojo y amarillo rabiosos en los que verdean las cosechas de invierno. La irrigación y cultivo son excelentes; las casas, las mejores que hemos visto hasta la fecha por su solidez, amplitud y buen estado, se alzan aisladas o en grupos de dos o tres. Hemos atravesado Shaoshan, la región de las rebeliones campesinas y de la insurrección Taiping. Pisamos además el otro polo, junto con Yenán, de veneración nacional y peregrinaciones. En 1893 la esposa del campesino acomodado Mao Jen-sheng daba a luz en Shaoshan, pueblo del distrito de Hsiang T’ang, en la provincia de Hunán, al primero de sus hijos, Mao Tsé-Tung. Vemos desde el tren, en lo alto de la ciudad, el Museo de la Revolución Campesina, con dos retratos gigantescos, uno a cada extremo, de Mao y Sun Yat-Sen.
La tierra es ahora violeta, hay palmeras y, bajo la lluvia fina, los campesinos van con menudos pasos apresurados llevando sus balancines cargados de verduras sobre los hombros.
14-Enero-1974
Escribo penosamente a causa de que los edredones-cuantos he podido acumular-y la bata que me he enrollado al cuello y hombros me entorpecen los movimientos. Estamos, al parecer, al borde del trópico, con lluvia fría y humedad a la que el sempiterno cielo raso de Pekín nos había desacostumbrado. En Kweilín, a mil seiscientos kilómetros de la capital, el paisaje es totalmente diferente y entra en el cuadro que suele imaginarse de Asia: palmeras, balancines, bambúes, juncos. Tras la parda monotonía de Pekín, la retina se despereza ante los brillantes paraguas de papel encerado en rojo cereza, naranja, azul, amarillo yema.
La gente, de cuerpo menudo, gracioso y estrecho, con rostros unos triangulares de pómulos salientes, redondos otros y amablemente regordetes, recuerdan mucho más a los vietnamitas que a los macizos y cuadrados hanes (etnia mayoritaria) del norte. Tampoco hay aquí la uniformidad masiva de Pekín (que es como un inmenso almacén con muy pocos patrones que todos siguen). Las muchachas de Kweilín llevan, a más de las trencitas o el pelo corto reglamentarios, largas melenas sueltas sobre los hombros, y no faltan prendas de colores en la vestimenta. Esta diversidad puede también achacarse quizá a que hay en esta provincia diez minorías nacionales.
Observo una diferenciación socioeconómica que no me deja de extrañar, entre los bien vestidos y otros con aspecto campesino, casi harapiento.
La ciudad de Kweilín es única por su paisaje. La erosión en este terreno cárstico ha producido montañas increíbles entre las que fluye el verde río Li. Como flanes de arena en los que se divirtió la prole de un gigante, las montañas de Kweilín surgen, aisladas unas de otras, conos, jorobas cubiertas de musgo, colinas fantásticas con fantásticos nombres: el Morro de las Siete Estrellas, el Monte de Brocados Plegados, el Monte de la Dama del Oleaje, el Pico de la Altivez Solitaria, el Monte de la Media Luna, el Monte de Trompa de Elefante…y en su interior, la cueva de la Flauta de Caña, la caverna del Dragón Escondido.
Kweilín respira lo que siempre debe de haber sido, un centro de solaz y reposo y un pueblo agrícola, lugar por el que se han deslizado veintitrés siglos de miradas admirativas. Al otro lado de la antigua puerta se extiende un lago, seguramente artificial o muy arreglado, con su islita central, sus pabellones, festoneado por una soberbia urbanización con avenidas impecables de laureles y leoncillos de piedra. ¿Qué uso se da hoy a estas villas de placer? Todas parecen bien cuidadas, a diferencia de otros sitios en los que, si bien el Gobierno conserva un manojo de monumentos importantes, borra miles de pequeñas bellezas.
Las casas nuevas, en una de las riberas del Li, tienen tres y cuatro pisos y son más agradables a la vista que las de Pekín, con sus amplias ventanas y paredes crema, verde, azul, blanco. En la otra ribera todavía se hallan los antiguos barrios miserables, barracas de madera sosteniéndose unas a otras, muros, tejados remendados con estera. Un chino acompañante insiste en que fotografiemos los barrios de ambos lados del río; el viejo está destinado a desaparecer dentro de diez años para ser sustituido por los buenos edificios nuevos, como los de la otra ribera, rodeados de árboles.
Al pie del puente unos grupos cavan, banderas rojas desplegadas y altavoces transmitiendo canciones. Están ensanchando el paso. Reparo en que los grandes paneles con citas y retratos de Mao no se ven en el exterior; sí que hay la efigie del Presidente dentro de las casas.
Las verduras-repollo, col, puerro, zanahoria, apio-son mucho más lozanas y limpias que en Pekín. No se ven bestias de carga o tiro y apenas vehículos motorizados. Arrastrando pesados carros, llevando en equilibrio sobre los hombros, suspendidos a una vara, cubos de agua, de granos, de verduras, hombres y mujeres son la fuerza motriz esencial.
La artesanía abunda. Pequeñas tiendecitas se abren a la calle como un zoco. Se repara, fabrica, vende loza, cestería, zapatos, carros. El bambú y el junco son la materia prima.
Corremos, lo primero, al Almacén Central para proveernos de botas de goma. Luego compramos estos excelentes paraguas que son los grandes sombreros de palma, sólidamente trenzados, la copa bulbosa terminada en punta. Son sombreros enormes, que necesitan una cierta habilidad de maniobra, pero nos protegen de la lluvia. Ni siquiera con este aspecto la gente nos acosa como en el norte, ni presentan tampoco la esquivez arisca o la burla maliciosa de los pekineses. Hay miradas sin que se agrupen, hay sonrisas, se nos dirige la palabra, el ambiente es distendido y amable. Mientras que en Pekín los restaurantes cierran a las siete, aquí lo hacen a las ocho y media y la ciudad vive su noche en el efecto fantasmagórico de las luces y las sombras reflejadas en el pavimento mojado y en el lago.
No precisamente en nuestro honor, pero casi a nuestro paso, la ciudad de Kweilín se abre de nuevo a los extranjeros tras haber estado, al parecer, cerrada a ellos desde la Revolución Cultural. No ha perdido su carácter de ciudad turística acostumbrada a visitantes. En el tren teníamos-cómo no-al encargado del vagón de ángel guardián que hasta descendía con Joseph al andén los pocos de parada en estaciones intermedias. Al llegar a Kweilín nos recibe un muchacho muy joven que habla con gran dificultad el español. Él y un delegado que conoce el inglés nos tomarán bajo sus alas. El intérprete es encantador; tímido, cordial, ansioso de ayudarnos, contrito por la limitación de sus conocimientos lingüísticos.
Llegados al hotel por la carretera que bordea el gran estanque, intentamos conseguir la tarifa de trabajadores extranjeros en China, porque nuestros sueldos no dan para los precios ordinarios. Cogemos dos habitaciones con dos camas. El problema es que sólo los hoteles de lujo admiten extranjeros, y sus precios son astronómicos para los cuatrocientos cincuenta yuanes mensuales nuestros, de los que la mayoría reservamos el cincuenta por ciento canjeable en moneda extranjera para enviarla a nuestros países o disponer a la marcha de divisas. En el hotel de Kweilín no había muchos visitantes; un grupo de turistas chinos de ultramar. El edificio es moderno, con jardín y vistas sobre el lago y las increíbles montañas. La cocina es exquisita y hay, ¡oh maravilla!, café.
¿Será esto el monzón de invierno? La temperatura corresponde a un otoño de los Países Bajos en el que tiritamos con nuestras ropas ligeras y zapatos de tela de peregrinos hacia el sur. El hotel es el de planta más moderna que hemos visto hasta ahora, pero, una vez más, como ocurre en mi instituto, la calefacción no funciona. Ciertamente en China los derechistas y enemigos de clase se ceban en el sabotaje de radiadores. Tampoco agua caliente. Perdida la costumbre de la humedad, ésta nos penetra hasta los tuétanos, martilleada por una lluvia constante. Sin calefacción en sitio alguno, erramos del comedor a la ciudad, de la ciudad a la visita de turno, y de allí a nuestros cuartos, en perfecto estado de congelación. El trópico…¿?.
Llaman a la puerta, tan ligeramente que apenas se oye. Abro y me encuentro con el gentil intérprete de español.
-Profesora, usted puede dormir si gusta en una de las habitaciones de enfrente. Están libres.
-No importa, gracias. Estoy bien así.
-Puede, puede-insiste, con una sonrisa trabajosa.
-No hay por qué molestarse; estoy bien aquí. Muchas gracias. Buenas noches.
Tras una excursión relámpago y puramente simbólica al cuarto de baño, escribo limitando al mínimo-ojos, dedos-el contacto con el exterior, hundida en un disfraz de lobo malo en casa de la abuela, con la bata de franela enrollada en la cabeza. Mañana tal vez escampe.
15-Enero-1974
Sólo a fuerza de capitalizar edredones y tras unas copas de coñac conseguí a ratos entrar en calor en la cama. Hablando de camas, el intérprete me dijo esta mañana con mil sonrojos que en adelante el precio no sería para nosotros por habitación, sino por persona, y que yo podía, y sería aconsejable, tomar un cuarto independiente pagando el mismo precio que ahora a medias con Charles. Es indudable que mi noche pasada en la misma habitación que el francés-noche extremadamente frígida en todos los sentidos-les ha animado a ofrecerme una reducción de tarifas para salvaguardar mi honor y la moral.
Como tiritamos furiosamente, nos han prestado sendos abrigos del Ejército, enguatados, aislantes y enormes, que nos han transformado en algo como oficiales rusos tocados de grandes sombreros chinos y botas de goma. El día estará dedicado a excursión por los alrededores. El intérprete me lee las explicaciones que ha redactado y me ruega le corrija sus faltas en español.
-Hace ya tiempo que estudié. Luego estuve en el campo, y ahora aquí, en Kweilín, no tengo casi nunca oportunidad de practicar. ¡Siento tanto no traducir mejor!
Está tan preocupado y tan contrito que hay que repetirle que no lo hace mal, que comprendo perfectamente, que le enviaré, si lo desea, material de estudio y ejercicios cuando vuelva a Pekín.
La excursión se lleva a cabo junto con los turistas chinos de ultramar. Como la lluvia no ceja, todo es salir, correr hasta una roca caprichosa, volver al vehículo. Hui, el intérprete, nos traduce un poema sobre Kweilín grabado en la piedra, que reza aproximadamente: Si no existieran este río, estos árboles y estas montañas, el paisaje de Kweilín no existiría. (lo cual es indiscutible), y un canto Su río es como un cinturón de gasa turquesa. Sus montañas como agujas de esmeralda.
-Siempre se ha dicho de Kwelín-dice Hui-que su paisaje es el más bello del mundo.
El circuito prevé un paseo en barca por el río Li. El trayecto se ve acortado por lo visto a causa del poco caudal de la corriente en esta época. Subimos a una de las barcazas, que es la casa flotante de la familia que la tripula. De una caña, penden manojos de verduras y de pescado puestos a secar. En la parte central, cubierta, están plegadas las mantas y las esteras para dormir. Son pobres la gente y los objetos, y lo parecen más aún con el gris de la llovizna. Lucie me señala con disimulo un rapaz con los pies descalzos hundidos en el lodo frío. Los otros turistas intentan fotografiarle, pero el chiquillo corre a esconderse. Hay ya una diferencia considerable entre estas personas y los prósperos habitantes de Pekín. El hecho de estar en China nos retiene, creo, más de una vez de calificar lo que quizá en otros países juzgaríamos miseria. Estas personas absorben seguramente el mínimo vital pero son muy pobres.
Efectivamente, hay poco fondo. La anchura del río es tersa y pulida, encerada, apenas una ligera ondulación. Nos cruzamos con balsas mínimas, compuestas tan sólo de cuatro largos bambúes atados con cuerdas. En pie sobre este trapecio acuático de no más de medio metro de ancho, el pasajero da impulso con una pértiga que apoya en el fondo. Ante él., un haz de puerros, una cesta cuyo contenido protege un sombrero echado por encima.
El paisaje vale el viaje a China en otro día, de sol. Bruma en las cimas; es un paisaje femenino: el verde tierno, la mansedumbre del río. La superficie azogada del agua duplica con exactitud los esquifes, las montañas. Nuestra embarcación emprende el camino de vuelta. No hay fondo para remar. El padre, un hombre pequeño y desecado como un campesino andaluz, la madre, con los cabellos recogidos en un gorro de lana marrón, y un hijo de unos doce años emprenden la labor de remontar la barcaza a pulso, haciéndola avanzar metro a metro empujando con largos palos en el fondo y en la ribera. El barquero se lanza cada vez con todo su peso, inclinado en horizontal, hundido el palo entre el hombro y la axila.
-¡Es un trabajo horrible! ¿Por qué no bajamos todos y vamos por la orilla? ¿Por qué no bajamos?
Joseph, excitado, intenta hacerse comprender. Charles le desanima:
-Deja. No te escucharían. Siempre lo hacen así.
-¿Por qué no ayudamos a los camaradas? ¿No hay más pértigas?
Sus buenas intenciones se agitan en el vacío. Sin mirar, en absoluto silencio, sin un gesto, la familia continúa su dura tarea. Los otros turistas chinos parlotean. Uno de ellos, vestido con un confortable traje de cheviot, sin dejar de la mano la filmadora, dice gozoso:
-¡Estamos haciendo la Gran Marcha!
Joseph le dirige una mirada feroz.
De vuelta, paramos unos minutos en una aldea. Hay, al menos ese día, mercado libre, en el que los campesinos venden sus productos sobrantes de lo debido al Gobierno. Es quizá la única muestra que queda todavía en China de negocio privado, pero el Estado fija de todas formas precios límite. Estamos infinitamente lejos de Pekín: mujeres con pendientes dorados y rasgados párpados, hombres de tez cobriza, muestran, sobre esteras, fruta, verdura, huevos, aves de corral, especias, plantas medicinales, peces, trozos de carne que gotea sangre.
Los turistas corren desalados a la búsqueda de la compra de su vida. Joseph y Charles fotografían a contrarreloj. Como casi siempre, yo miro, escucho, me deslizo, huelo las hierbas y las especias, respondo a una mirada con otra mirada, empalmo con un gesto; y lo poseo todo, absolutamente todo.
Por la tarde, solos nosotros cuatro con Hui, visitamos la cueva de la Flauta de Caña, cuyo nombre se debe a que alrededor de la entrada crece un tipo de caña con el que, según historias del lugar, es posible hacer flautas de sonido claro y bello. Hui nos informa de que existen en Kweilín numerosas grutas de este tipo, formadas por disolución de rocas cálcicas por corrientes subterráneas; traduce las explicaciones de la guía, una muchacha que nos precede con su linterna. A la entrada nos llama la atención la forma de la superficie del techo, muy alto, en ondas picudas como un mar invertido y una extraña forma fusiforme de varios metros de largo pegada a él, semejante a un enorme fósil de pez.
En el interior, el haz de la linterna va cayendo sobre estalactitas y estalagmitas que, como en todas las cuervas del mundo, han sido bautizadas con nombres de personas, animales y escenas de leyendas. La gruta es amplia e interesantes pero ha sido iluminada con mal gusto pueril, rojos y verdes que corresponden a la definición de nuestra guía gran palacio natural de corales y esmeraldas. Particularmente infantiles son las explicaciones complementarias. Al final nos espera un inefable pavo real de piedra en cuya cola desplegada se han entremezclado bombillas de todos los colores y que, según se nos dice, acaba de abrir su abanico por el placer que le causa vernos y para desearnos calurosa bienvenida.
16-Enero-1974
-¡Este tiempo…! Ustedes tienen frío, no pueden ver las cosas bien. ¡Cuánto lo siento!
-Qué se le va a hacer, hombre; no te pongas así, que tampoco es culpa tuya.
Prodigamos consuelos a Hui, afligido, inconsolable, por la fatalidad de la lluvia, que ha acortado nuestra estancia. Partimos hoy noche y queremos invitar a toda costa al intérprete a comer con nosotros en el restaurante popular del centro de la ciudad con el que ya hemos trabado amistad ayer. Hui enrojece, agradece, esquiva.
-No debo…Me gustaría, son ustedes muy amables; no debo…
-Nada, nada. Te esperamos en la puerta.
-Lo…..lo siento. Tengo una reunión.
-Pues lo sentimos, pero te esperamos y no nos moveremos hasta que vengas a comer con nosotros.
-Tengo que pedir permiso…
-Esperamos.
Hui vuelve, todo alegre.
-Ya, ya está.
Vamos los cinco. Charles y Joseph están encantados. Durante su paseo han entrado en tallercitos, charlado con los obreros tanto como lo permitían los conocimientos de chino de Joseph y las diferencias del dialecto. Nadie les ha cerrado el paso y los trabajadores se han mostrado espontáneos, naturales y simpáticos. Joseph reverdece:
-¡Eso son camaradas, y no los burócratas carcas de Pekín! Vuelvo a recuperar mi confianza en China, muchachos.
Y la comida transcurre en la buena atmósfera y mejor cocina de esos restaurantes populares que muchos occidentales suelen mirar con aprensión, confundiendo la costumbre de ir depositando espinas, huesos, cáscaras en una esquina de la mesa, y los charcos en el suelo a causa de las idas y venidas al depósito de agua caliente, con suciedad real.
-Yo no tengo costumbre de beber, ¿sabe?-confiesa Hui con su cuenco de cerveza en la mano. Se está poniendo rojo en efecto y, tras los difíciles preliminares de su salida, lo pasa bien. En la euforia general, me dice que va a casarse si es posible aprovechando la Fiesta de Primavera.
-¡Chicos, se va a casar!-traduzco.
-¡Ah, eso se celebra! ¿Quién es ella?
-Trabaja en una fábrica.
-¡A su salud! ¡Por ellos!
-A mí-Hui continúa ahora con las confidencias-me gusta mucho la música. Hace años se hacían bailes…
-Y, ¿sabes bailar?
-Sí sé-dice, orgulloso-; el fox, el vals. Antes me gustaba mucho bailar.
-Si te gustaba antes, te seguirá gustando ahora.
-No, porque desde la Revolución Cultural se prohibió.
¡Angelical asimilación de poder a gustar!
El responsable de la recepción de extranjeros de Kweilín, serio y grave estos dos días, se ha abierto en sonrisas ante nuestra partida, en el andén. El muchachito se disculpa una vez más por sus limitados conocimientos y por la lluvia. Le prometo enviarle material de español. No osamos desearle de nuevo felicidad en su boda delante del severo responsable, de miedo que nuestros buenos deseos culminen en un retraso de algunos años en su matrimonio, mientras escarda en una comuna lejana y medita sobre las confianzas intempestivas y frívolas a extranjeros. El tren arranca y el responsable sonríe radiante según nos alejamos y agita la mano. Hemos conseguido coger tercera clase, pero se nos instala en un vagón de asientos bien mullidos, impecable, confortable, en el que se nos ofrecen las tradicionales tazas de agua caliente. Hemos logrado sin embargo descender un escalón del Olimpo para occidentales e irnos acercando unos centímetros a las amplias masas. Compartimos el vagón con los turistas chinos de ultramar. Hay gran cantidad de asientos vacíos. En los vagones de tercera-que nos corresponderían lógicamente-se apiña una multitud de autóctonos. La gente toma al asalto el tren en las paradas, es una versión aumentada del rugby de la subida a los autobuses, todo vale, se aúpan por las ventanillas, con balancines y sacos; no hay maletas. En nuestro compartimento, el filtro oficial antichinos funciona eficazmente.
-¡Hay sitio de sobra! ¡Que vengan al menos las mujeres con críos, los ancianos! Van como sardinas. ¿Qué pensará el pueblo de estos privilegios?
Nuestras muestras de descontento se pierden en el vacío y en la curiosidad indiferente y cortés de los chinos de ultramar. Joseph se disloca las cuerdas vocales explicando en chino a un vigilante:
-¡El presidente Mao dice, camarada, que hay que servir al pueblo! ¡Ser-vir-al-pue-blo!
El camarada no se inmuta. Seguramente ha comprendido a Joseph, pero sabe con certidumbre que un extranjero no es capaz de penetrar en las entrañas del centralismo democrático. La forma suprema y acabada de servir al pueblo, señor del país, es acatar con estricta disciplina y corazón alegre las directivas de la vanguardia consciente, del dueño del país por procuración: el Partido Comunista.
Éstas son fechas de grandes desplazamientos para pasar en familia la fiesta principal del año. Muchos aprovechan para contraer matrimonio, pues en China no hay mes de vacaciones. El Estado, sin embargo, preocupado por el bienestar de las amplias masas, concede a los chicos y chicas solteros separados de sus padres y a los esposos que trabajan en lugares distantes quince días anuales para reunirse, y para que los matrimonios que no sobrepasaron el tope de hijos procreen a toda prisa.
La gente que nos ve a través del cristal de las portezuelas, apiñada-y el viaje hasta Jong Yang es toda la noche-, de pie, que mira los mullidos asientos vacíos de nuestro compartimento, no pueden criar sino buenas reservas de mala sangre con las que regar en el momento apropiado la xenofobia, elemento por cierto altamente útil en el manejo de los pueblos y que, bien administrado, puede sustituir con ventaja al fútbol y a las revistas del corazón. Los sentimientos deben de ser particularmente entrañables respecto a los grupos de chinos de ultramar, físicamente iguales, los primos ricos, con sus cámaras, sus gafas polarizadas, con su misma lengua y su estatuto de visitante occidental.
Los revisores ponen verde a un osado que entra en nuestros dominios y le envían al archicompleto. Mientras tanto el altavoz aconseja practicar la buena consigna socialista de ayudarse mutualmente y cederse el asiento.
17-enero-1974
El tren llega a Jong Yang a las cuatro de la tarde. Hemos salido el día anterior a las diez de la noche de Kweilín. Dieciocho horas de viaje, trescientos sesenta y dos kilómetros y cuarenta y cuatro paradas, una cada ocho kilómetros. Seis horas de retraso. En la portezuela misma nos recoge el responsable de la Oficina de Extranjeros y un médico, que es la única persona del lugar que sabe francés.
Jong Yang es una ciudad cerrada a los extranjeros; no se puede visitar. El responsable accede a darnos una rapidísima vuelta en un microbús e incluso andamos unos metros por la calle principal y entramos en dos almacenes. La multitud, desacostumbrada, como en Sian, a ver diablos extranjeros, nos sigue, se agrupa silenciosa y espesa en torno nuestro, trota algunos metros por delante de nosotros para detenerse luego y vernos pasar a su sabor. La ciudad, cuya industrialización y pavimentación datan, al parecer, de 1957, es gris y triste, aunque hay animación en los comercios a causa de la proximidad de las fiestas. Como en Sian, se escupe en cualquier parte, y el suelo, es, al decir de los franceses, una sopa de ostras. La gente está decentemente vestida y nutrida, peor que en Pekín, con excepciones. Nuestras miradas sorprendidas chocan con un hombre joven de pie, observándonos pasar, negro el rostro de tizne, los brazos-desnudos con este frío-cruzados sobre una chaqueta en harapos.
-Es un loco-responden los guías a nuestra interrogación muda.
El responsable, todo sonrisas, nos hace entrar en una habitación de este lugar helado y solo, en la que nos apiñamos, desamparados en la atmósfera glacial, alrededor de un brasero de barro en el que chispea, como en la mesa camilla de mi infancia, el carbón vegetal. Se nos niega cortésmente el permiso para ir a cenar a un restaurante exterior:
-La comida de la calle no es buena. Aquí tomarán alimentos convenientes.
Bajamos pues a la más gélida sala imaginable, en la que se hielan en sus fuentes algunos platos no mejores que los de cualquier restaurante. Los despachamos y corremos atropelladamente escaleras arriba a sentarnos junto al brasero y a arrebañar el coñac que queda.
El responsable y el doctor que actúa como intérprete han subido para hacernos la presentación de la ciudad. Joseph se interesa por el sistema penal, y por la pena de muerte. Yo pregunto:
-En caso de pena de muerte, ¿son públicas las ejecuciones, ante la gente?
-Sí.
Y añade:
-Hay una reunión en la que se dice el crimen cometido, y después se fusila públicamente al criminal. No se utiliza la tortura para hacer confesar a los reos.
Ellos salen y nosotros cotejamos nuestras notas. Releyendo, advierto una vez más la distorsión semántica radical, la diferencia esencial de significado en los términos que ellos y nosotros empleamos, disimilitud que falsea ya las respuestas desde el mismo momento en que son formuladas las preguntas. Las palabras presentan fachadas impecables pero sólo existen en nuestra óptica. Tras ellas, hay una realidad muy distinta. Aquí no hay ley, ni un código civil, penal, fijos. Tal vez los hubo en los primeros años de la República, y tal vez aún los haya en el sentido de que no vale la pena abolirlos, lo mismo que existen nominalmente dos o tres partidos políticos sin más calidad de tales que una asociación de amigos de los castillos, y es como si no los hubiera. En China, el sistema penal nos es presentado con los atractivos de la sencillez, la desburocratización y la benignidad. Temo no poder creer realmente en estas virtudes. La justicia burguesa no es neutra, pero es fija, y permite un juego plural con la defensa y la acusación. Esos mamotretos de ius con sus múltiples divisiones, apartados, cláusulas, son complicados, pero son un avance inmenso respecto a los códigos orales, imprecisos, basados en la costumbre, en la religión, en la moral, Y no porque pierdan, como es deseable, su carácter burgués dejarán de ser prolijos, porque el hombre y sus situaciones son múltiples y los métodos democráticos son siempre lentos y complicados: sólo la arbitrariedad, el recurso a la metafísica o el totalitarismo pueden, en este campo, ufanarse de expeditivos, raudos y concisos.
Las masas acusan, las masas denuncian, las masas juzgan. Tan bellamente falso. Las masas son, en China, igual los dos mil obreros de una fábrica que las cinco personas de un pequeño taller. Entre las masas, en las células, secciones, brigadas, son los miembros del Partido los que esparcen las consignas, las siembran, abonan, esperan, recogen la cosecha de adhesiones y zanjan soberanamente. Todo lo que no permite expresamente está prohibido. Todo lo que no promociona está mal visto. Esto significa llanamente una dependencia extrema del individuo en todo momento de la opinión, un esfuerzo exhaustivo por corresponder al patrón, al modelo. Y significa una gran impotencia frente a acusaciones y denuncias. Los abogados fueron suprimidos, considerados como superfluos en un país que ha llegado al estadio de perfección de la dictadura del proletariado. No creo en las bellezas de los amigables juicios entre camaradas. El sistema conlleva por necesidad la arbitrariedad difusa, los gozos de la delación y la suspicacia, y entroniza firmemente algo tan peligroso como el delito de intención. Mantiene el cuerpo social en un estado psíquico de autocensura que es el más fino grado de la represión. Como justificación ideológica, no se recurre a factores racionales sino metafísicos, a la mitificación de la Clase Obrera, de su sabiduría e infalibilidad, y a su vicario, el Partido Único, depositario de esa infalibilidad, concentrada en última instancia en el Presidente: un tipo de estructura eminentemente religiosa.
En este terreno, los extranjeros vamos por cierto bien servidos en China-aunque quizá no mucho peor que los nacionales-con la ausencia de estatuto de derechos y deberes en lugar del reglamento de deberes y graciosas concesiones existente. La mitificación-bien manejada-del juicio infalible de las masas deja, en la práctica, a merced del primer histérico deseoso de apuntarse una buena nota de celo vigilante y ofrece campo franco a los grises y múltiples pretorianos del régimen: la policía política.
Sí, es grande la fragilidad de las palabras sin contexto. Por ejemplo, las declaraciones de estos responsables de Jong Yang que afirman la escasez de delincuentes y de enfermos mentales no mienten, pero no expresan la verdad y practican probablemente el deporte refinado de la retención mental. Las cosas en China pasan en gran parte a nivel de barrio, grupo de trabajo, tanto la denuncia y crítica de un delito como, en familia, el cuidado del enfermo mental. Es lógico pues que, oficialmente, haya un número bajísimo de delincuentes y alienados.
A la hora de partir, sorpresa, sorpresa: se nos presenta una cuenta astronómica por el minúsculo desplazamiento en microbús-que nosotros no pedimos-y por la habitación en la que sólo hemos estado unas horas. Mala leche, timo, pero inútil discutir por inocente-el médico, que parece respetable-interpuesto.
Naturalmente hemos dicho al responsable que viajamos en segunda o tercera clase en los trenes. Hemos acallado sus manidos argumentos con la experiencia pasada y se ha plegado a la evidencia. Ello no le impide, para coronar nuestro paso por Jong Yang, intentar una última faena. Llega un tren, se detiene, y entonces nos dice que sólo hay primeras según el jefe del vehículo.
-¡Corran! ¡Suban! Para pocos minutos.
-¿Sólo primeras? ¡Qué lástima! Pues nos quedaremos en Jong Yang hasta que pase un tren con más plazas libres.
Y permanecemos en el andén con nuestros bultos.
-No pueden quedarse en Jong Yang.
-No podemos viajar en primera.
El responsable descubre brusca y casualmente que hay plazas en segunda. Subimos embriagados por la victoria. Ahora sí vamos entre chinos, maravilla, en compartimentos de seis literas, abierto, sin puerta de pasillo. Todo está limpio y confortable. Las literas constan de colchoneta, sábana, manta y cojín. La mayoría de los viajeros son soldados de permiso. No faltan, por supuesto, dos guardias que se ocupan de nosotros, amén de la solicitud especial de las muchachitas encargadas del vagón. Nos tendemos en las colchonetas. Los otros viajeros nos miran a hurtadillas y nos ignoran. Vista en perspectiva desde un extremo la fila de literas, los pies de Charles, que sobrepasa a la suya con su gran estatura, forman un brusco paréntesis de nylon azul.
18-Enero-1974
El altavoz prodiga, a las cinco y media de la mañana, marchas militares, consignas, citas, violín chino y melodías folklóricas, las mismas todas las mañanas en todos los trenes, pero en primera apenas sí se oían.
-¡Mierda! ¡Mierda!-insiste Joseph, con la cabeza bajo el almohadón.
No le veo yo porvenir a este muchacho en Amistades Franco-Chinas cuando vuelva a París.
La estación de Kwanchow (Cantón) ya habla de la metrópoli: Un abanico de vías, trenes de lujo con destino a Hong Kong.
A la salida, panorama de gran ciudad, la plaza de la estación con sus parterres, el cielo nublado pero sin lluvia, el aire fresco y cargado de humedad.
El intérprete nos deposita en un hotel de primera estilo felices treinta: cortinajes, laqueados, columnas, arañas. Conseguimos que se nos aplique la tarifa reducida de trabajadores en China tras larga discusión previa. Tomamos dos habitaciones dobles sin que se manifiesten los escrúpulos de Kweilín. No falta confort, al contrario, pero la atmósfera es solemne, plúmbea y cara. Los camareros nos sirven en servicio de plata un mal café y unas buenas tortitas en un comedor ceremonioso.
Kwanchow es la típica ciudad del sur por sus casas con terrazas y fachadas acristaladas, sus umbrías aceras porticadas, apertura al exterior que es el opuesto de los eternos muros grises de Pekín. Las callejuelas están empavesadas de ropa puesta a secar en palos. Kwanchow es el puerto, en la desembocadura del río Perla, con sus muelles, sus puentes metálicos rematados por grandes caracteres blancos y rojos de consignas, sus juncos, barcazas, lanchas, surcando el agua a motor y a remo.
Kwanchow es la cosmopolita, la vecina de Hong Kong. Los chinos del enclave británico venidos a pasar la Fiesta de Primavera con sus parientes del otro lado, los extranjeros en viaje de negocios llegados para asistir a la Feria de Cantón, nos parecen tanto más llamativos cuanto desacostumbrados.
Kwanchow, para quien ha estado en Pekín, es otra China. Estamos a dos mil kilómetros del centro burocrático y político, de la sede del Partido, de la capital del seco norte azotado por los vientos de Mongolia. El delta del Perla es uno de los puntos más poblados del mundo desde hace milenios; también es el lugar de partida de la emigración china a ultramar y el de llegada y asentamiento europeo. Los occidentales popularizaron como nombre de la ciudad el de Cantón, que es en realidad el de la provincia entera.
Kwanchow es la ciudad tropical en fin por su vegetación. Los árboles son espléndidos y de las ramas cuelgan flores naranja, amaranto; hay parterres de peonías, dalias, rosas, ¡en enero!. Profusión de palmeras.
Del otro lado del río, en esta bifurcación del delta, el latido sordo de los motores y el choque del agua plomiza, compacta de suciedad. Durante un segundo podría ser los Países Bajos. Una barcaza con bandera china atraviesa y destruye este paisaje del Escalda. La luz difusa y perlada cae sobre los juncos y sobre los hombres que, de pie, hunden y levantan los largos remos. Alguna que otra barca de vela rectangular y cobriza.
Y por último hay el olor, el mismo olor de Túnez, a humedad, cocina, flores y cloacas.
El idioma es pobre cuando se buscan palabras para definir al intérprete que nos corresponde en esta ocasión. Quisiera morir con la sonrisa en los labios y para ello creo que bastará el que, mientras me debato en las angustias de la agonía, alguien me susurre Acuérdate de Dadá. Dejando de lado la limitación y oxidación de su francés, sus gestos desarticulados, de un prusianismo Mao, no eran sino el aderezo de una actividad mental inefable. Cuando fabricaron a Dadá algo quedó mal conectado en su programación. Sus expresiones pertenecían por derecho propio al surrealismo, y por ello, necesariamente, le bautizamos con ese nombre.
Nuestro intérprete es originario de la provincia de Junán. Lleva dos años en Kwanchow. No lo conoce.
-¿No pasea usted por la ciudad?
-No.
-¿Los domingos?
-Los domingos siempre me quedo en casa. Señores, la Oficina de Extranjeros ha confeccionado un programa de visitas para ustedes.
-Tenemos ya apuntados algunos lugares que nos interesan-dice Charles.
-¿Ah, sí?. Bien; denme los nombres y, teniendo en cuenta que son ustedes amigos amigables que trabajan en China, se hará lo posible. Porque con los turistas corrientes no se sigue igual comportamiento que con los amigos amigables.
El primer día visitamos la Mezquita de Cantón. El hotel se halla en las afueras, vamos con Dadá hasta el monumento en autobús; nuestro intérprete tiene la virtud de no empeñarse en que tomemos un coche. Vista desde lejos, la torre de la mezquita es extraordinaria: un alto cilindro sin huecos, con otro cilindro menor arriba al que el remate bulboso da aire fálico. La torre recuerda de inmediato a un faro, sin ningún parecido con los minaretes.
Tomamos asiento en el salón, un salón, por primera vez, personalizado y bello, acogedor. Un anciano de aspecto digno comienza a dar explicaciones que Dadá traduce con altibajos. Según la leyenda, la mezquita fue edificada por el cuñado de Mahoma-cuyo mausoleo está en el Jardín de las Orquídeas-el año 626 d.C. (la fecha me parece insólita por lo temprana). El 700 había muchos árabes en Kwanchow, sobre todo mercaderes. Vivían éstos alrededor de la mezquita, situada por entonces en la ribera del río, que hoy ha cambiado de lecho. Aquí se detenían los barcos, y la mezquita era el faro. Hoy el régimen mantiene el edificio pero prohíbe la enseñanza de la religión y el Corán. En cuanto al culto, no hay oficiantes. Algunos ancianos acuden todavía a orar aunque no se llama a la plegaria desde el minarete. Los miembros de la Asociación Musulmana de la Mezquita alquilan cien apartamentos, con lo cual se paga el mantenimiento del templo.
En China existen diez minorías musulmanas, que totalizan diez millones de personas, es decir, un tercio del conjunto de las minorías nacionales. En Cantón es la minoría Huei, en Sinkiang los uigures. También hay musulmanes en la región autónoma de Nishia.
Subimos al minarete, desde el que se divisa un amplio panorama. Nos muestra luego la sala de plegarias. Buena ocasión para saber si la mezquita está viva aún. Hago ademán distraídamente de echar a andar por la sala.
-Por favor, sin zapatos-me dice rápidamente el anciano.
Funciona.
Los coranes y libros de plegarias que examino están vocalizados, para facilitar supongo la lectura. Normalmente, en árabe, sólo se escriben las consonantes. El repintado ha hecho desaparecer las inscripciones de las paredes. No faltan en el techado las tres bolas del Islam y el color sagrado: las tejas verdes. También las vidrieras son rojas y esmeralda. El interior es una mezcla curiosa de árabe y chino con infinitamente más del último, pero del arte musulmán, de las mezquitas que conozco, ha guardado ésta lo más precioso: el aire recoleto, la calma y la frescura, la ligereza y la sencillez acogedora de los interiores, descargados de barroquerías chinas. Cal y escritura, las letras árabes, con sus altos y curvos cuellos de cisne.
Mucho se nos ha hablado de la tolerancia china en lo que respecta a las religiones. Al final de nuestra visita, se nos trae un libro para que firmemos una líneas. Hay en él autógrafos, dedicatorias e incluso fotos de ilustres turistas. Sonrío al tropezar con la letra de Ruiz. Tras los franceses, cuando me llega el turno, escribo Espero que algún día la tolerancia será algo tan natural que no habrá por qué hablar de ella.
Dadá, al traducirlo al chino al pie por encargo del anciano musulmán, me dice, entre grandes risas:
-¡Es muy profundo lo que ha puesto usted aquí!
-Hombre…
Dadá ha tenido, durante la traducción, golpes inefables. Ha traducido sistemáticamente mezquita por iglesia, hemos tenido que salirle al paso continuamente porque, sin la menor idea de religión alguna, echaba mano a elementos dispersos de todas para traducir. En ocasiones consideraba pertinente marcar su posición personal, se paraba y decía con gozosa risa:
-Son costumbres de viejos. Cosas de la antigua sociedad. Los jóvenes, yo, no hacemos nada de esto.
Explicación superflua.
La tolerante China Popular…Depende. No se ha puesto a católicos, budistas, musulmanes, el cuchillo en la garganta para que abjuren o mueran, pero se les mantiene como a un hombre al que se le deja con vida habiéndole cortado las manos y la lengua. Todo está dispuesto para que la religión muera con sus últimos fieles hoy ancianos. Respecto a los católicos, el sacerdote puede oficiar la misa, pero debe leer antes un texto de Mao Tse-tung, la confesión, por su carácter íntimo no controlable, está prohibida. Las religiones son arrasadas de hecho, a cámara lenta, y con una eficacia muy superior a una persecución brutal. Cierto que los niños pueden ser instruidos religiosamente por sus familias, pero, dado el gran control a todos los niveles, la fuerza formidable de la presión social y escolar, mal veo el porvenir de un, pese a todo, heroico religioso practicante. En religión, como en partidos políticos, Mao es amante celoso que no tolera rivales.
A la salida, nos sumergimos en las calles, en su multitud cobriza. Muchachas con chaquetas turquesa y una mecha de cabello recogida sobre la coronilla por una hebra rosa. Se come, lava, discute, cose, trabaja, en la acera, y no es extraño si se echa un vistazo a la oscuridad, al aspecto angosto y mínimo de las habitaciones. Pensamos en el hotel, sus muebles recargados de curvas en pesada madera oscura, los cuadros minuciosos hechos con plumas o pétalos, los biombos, los brocados, toda esa profusión de dorado, amarillo, verde, flores, mariposas, pájaros, frutas, y, al otro extremo, cemento gris, sombra, monotonía sin la menor concesión a la estética.
Recuerdo aquel pueblo de Túnez, sin embargo explotado y miserable, que había hallado empero la llave de la belleza en las formas sencillas, en los colores, en el violeta, naranja, turquesa, añil, en la sencillez de una estera, una mesita redonda, una orza de barro y un arbusto de jazmín, en sus paredes encaladas y en sus pobres y limpios interiores.
Creo que nunca podremos realmente hacernos cargo de cuál ha sido el estado antiguo de miseria en Asia, miseria sórdida y hacinada, que les hizo acostumbrarse a comer cuanto se ha incorporado luego al refinamiento: mono, serpiente, gato, rata. Hoy vemos una mayoría de gente con apariencia saludable, una minoría excesivamente delgada y mal vestida, y varios francamente harapientos. Las enfermedades de los ojos no son raras. El aire es polvoriento, suelo y paredes sucios (¿o es la vieja costra gris?), el cerdo cortado en tiras cuelga en salazones junto con la ropa puesta a secar. En enero ya hay en Kwanchow algunos mosquitos y moscas. El trabajo de desinfección y desinsectación que se lleva haciendo en las riberas del Perla es sin duda extraordinario. El problema del número y de la miseria es todavía un largo camino de empellones y tenacidad.
La cocina de Kwanchow tiene fama de ser la mejor del país, sin embargo tenemos serias dificultades para nutrirnos. Entramos al azar en un restaurante, subimos al primer piso. Es un lugar encantador, con mucho de casa de té, muebles de bambú. El cocinero nos propone un menú de cinco platos especialidad de la casa. Decimos que muy bien. Nos traen el primero: setas en salsa. Muy bueno. El segundo: champiñones fritos. Bien. El tercero: setas mezcladas con verduras. El cuarto: brotes de setas. El quinto: sopa de setas. Inútil decir cuál es la especialidad exclusiva de la casa. Llega la cuenta. Altísima.
En el hotel hemos decidido comer de vez en cuando, y hemos solicitado para ello la tarifa experto, de manera que, a cambio de la reducción, no podemos pedir menú, sino aceptar el que nos sirven o pagar los muy elevados precios de un plato a la carta.
La gente es mucho más expansiva, risueña, que en Pekín. En el autobús, al volver por la tarde al hotel, trabamos conversación con tres muchachos, estudiantes de electricidad en un colegio no lejos de nuestro albergue. En el chino penoso de Joseph y en el casi inexistente nuestro, vamos conversando. Como ya están de vacaciones por las fiestas, les proponemos salir juntos mañana a pasear por la ciudad y aceptan. Les acompañamos hasta su escuela.
Establecer contacto directo con un chino es algo tan insólito en China Popular como que en Europa el empleado de una ventanilla te invite a pasar a tomar café en su oficina, así que no damos crédito a nuestros oídos. Se ilumina el horizonte con todos los tonos de la esperanza. Joseph florece:
-¡Esto levanta la moral! Si ya os decía que eran los burócratas de Pekín. Aquí los camaradas son distintos. Mañana, a las nueve, salimos con ellos, charlamos…
-Si no hay contraorden…-insinúo.
Una veintena de personas que hablan español cenan en dos mesas próximas a la nuestra. Son argentinos. Es el tipo de gente ante la que se le cierra a una el puño solo, millonarios que están dando la vuelta al mundo y mañana parten rumbo a Pekín. Las mujeres son, sobre todo, terroríficas: mantis religiosas empastadas de maquillaje, los ojos y la boca ferozmente pintados, joyas que penden sobre sus escotes flácidos y empolvados; hombres triponcitos, blandos, inexpresivos, con gruesos relojes de oro y mirada vacua.
-¡Oh, oh! ¿Ustedes trabajan aquí? ¡Qué apasionante! ¿Cuánto ganan? ¿Se llevan bien con los chinos? ¿Tienen independencia en su trabajo?
Joseph, que, siempre sociable, se ha unido y al que sirvo de intérprete, les dice que somos totalmente libres de enseñar lo que queramos.
-Pero no es cierto-comento con él más tarde.
-Excepto de enseñar conceptos burgueses, evidentemente.
-Estamos muy controlados, lo sabes. Quizás en tu escuela menos. Hay problemas. Algunos de nosotros los tienen, y muchos.
-No podemos decirles eso a esa gente. Entre contestarles que somos totalmente libres o que estamos oprimidos, prefiero lo primero.
-Hay términos medios. Hay la verdad.
-A esa gente no se le puede decir la verdad.
20-Enero-2003
Mientras Lucie y yo terminamos de desayunar, Charles y Joseph se han marchado a buscar a los muchachitos de anoche. Regresan solos.
-Dijeron que sentían no poder acompañarnos, pero que tenían trabajo.-rechina Joseph.
Hablando en romance, que los inocentes pidieron permiso a las autoridades de su escuela para venir con nosotros y éstas, cómo no, se lo prohibieron.
-Mirad quien llega-indica Charles.
Dadá, todo brazos y sonrisa equina, se acerca agitando un papel:
-Tengo su programa de visitas. Hoy iremos al Instituto del Movimiento Campesino.
-Bien, bien. ¿Qué autobús nos lleva?-Desplegamos el plano de la ciudad. Dadá, que no tiene ni idea de la ruta, nos mira, sonriente, y comenta:
-Ustedes son unos amigos extranjeros muy…muy interesantes. Van por su cuenta, no toman coches…
Se nos hace la presentación de esta escuela en la que dieron clase a los futuros cuadros revolucionarios Mao y Chu En-lai. De ahí pasamos al recinto del enorme edificio vecino, el Museo Revolucionario de la Provincia de Cantón, estilo ruso sin excesiva pesadez, encristalado, moderno. Le corona desgraciadamente una antorcha gigante de rojas llamas pétreas, de forma que las dos construcciones ofrecen un contraste brutal: en primer plano el pabellón estilo Ming, con sus tejas vidriadas y la gracia de sus aleros, detrás la antorcha macabra. Por medio de esto fuegos revolucionarios petrificados los chinos han logrado destrozar los más bellos panoramas.
-¿Qué edificio le parece más bonito?-preguntamos a nuestro intérprete.
-Éste-responde al punto Dadá señalando al moderno, sin mirar siquiera.
-Mire por lo menos. ¿No encuentra bonito el antiguo pabellón Ming?
-Es viejo-responde Dadá, muy satisfecho de sí.
La guía es una deliciosa muchachita que rezuma simpatía. Felizmente el museo no se halla cerrado, como tantos otros, a consecuencia de la Gran Revolución Cultural Proletaria. Está lleno de interés. La Rebelión de los Boxers, he aquí su bandera negra, triangular, con un emblema de tres bolas unidas por barras. Maqueta del barco en el que, en medio de un estanque en Shanghai, tuvo lugar en 1921 el primer congreso del Partido Comunista Chino. Fotografías de los fundadores, pero sólo de seis; faltan tres. Los dirigentes chinos ocupan sin duda un personal numeroso en hacer y rehacer la Historia. Los personajes importantes del Partido que, en un momento dado, han caído bajo la purga de turno, no sólo han sido borrados políticamente, sino que se ha tomado cuidadosamente la Historia desde que estas personas comenzaron a figurar en ella y se ha borrado, modificado. Mao Tse-tung ha llevado al límite unos métodos de fabricación del pasado que se diría pertenecen a la ciencia-ficción. El miembro X del Partido es un veterano glorioso, venció en tales batallas, propuso tales medidas, apoyó tales iniciativas, testimonios gráficos y escritos le muestran desde los albores de la Revolución China entre sus filas, libros y periódicos citan su nombre, reproducen su imagen, a los que visitan los lugares sagrados revolucionarios se les muestra dónde X estuvo, en torno a qué mesa habló con Mao. Llega la purga. Un mes después es el silencio total sobre X. Se diría que su nombre y su persona han sido borrados de las memorias, de las mentes, como se borra un encerado. Mientras tanto, son recortados, expurgados, tachados, reimprimidos, libros, fotos, películas. El Cuerpo de Neohistoriadores (debe de existir) entra en los museos, remonta los años y los reescribe, con ese voluntarismo y ese desprecio por los hechos objetivos y por los individuos que es una característica estremecedora de este sistema. Ya tenemos al miembro del Partido X reducido mitad a malvado nato, mitad a nada. No ganó batalla alguna. Si tuvo aciertos, fue gracias a las acertadas indicaciones de Mao, contra sus propias tendencias erróneas. X no militó. X no ha sido, y si fue algo, es nocivo y malo. Y como Mao al parecer gusta de segar periódicamente lo que crece unos centímetros en torno suyo, a los Neohistoriadores y Expurgadores, al Departamento de Remodelaje, con sus secciones Cronológica, Mental, Literaria y Gráfica, no le falta tajo jamás.
Las paredes del museo nos van ofreciendo la historia de los movimientos obreros chinos: la bandera de los huelguistas de Jong Yang, testimonios de las huelgas de Hong Kong de 1925, la más larga de las cuales duró dieciséis meses, y fotografías de sus dirigentes, en su mayoría rostros decididos, serios, jóvenes, ardientes, con mirada aguda y voluntariosa.
Otra fotografía muestra una manifestación de rusos en apoyo a los huelguistas de Hong Kong. Vemos también al jefe del Partido Comunista Alemán que recibe al representante de los sindicatos chinos para manifestarle su solidaridad con la huelga. Continuamos. Los movimientos campesinos de Cantón, en 1925. En medio de la sala, la bandera comunista de las sublevaciones campesinas, triangular, roja, con, en vez de la hoz y el martillo, un arado. Escritos de Stalin. Foto de un campesino pobre al que el terrateniente ha arrancado los ojos y cortado los dedos. En vitrina, el original del Análisis de clases de la sociedad china, de Mao Tse-tung, según el cual, en 1927 los terratenientes eran un seis por ciento de la población y poseían un cincuenta y dos por ciento de la tierra, los campesinos ricos un ocho por ciento y poseían un diecinueve por ciento de la tierra, los campesinos medios un once por ciento y poseían un trece, y los campesinos pobres un sesenta y nueve por ciento y poseían el seis por ciento.
Vemos a niños-obreros trabajando en fábricas. Grabados sobre la expedición al norte en 1927. Originales y primeras ediciones de Por qué puede existir el poder rojo en China y Una sola chispa puede incendiar toda la pradera, escritos por Mao en 1928, y la traducción en árabe y en español.
Noche. Dos mosquiteros. Un hombre y una mujer. Estoy leyendo a Edgar Snow en mi cama. El francés una novela policíaco-porno en la suya. Cada noche consume su ración de desnudos, coitos interruptus y non interruptus y orgasmos de papel. Luego apagamos la luz y hasta mañana. ¿Se le habrá ocurrido alguna vez cambiar de mosquitero al llegar a las páginas del acto sexual, a la descripción minuciosa de cómo hacía el amor la rubia espía americana con el malvado ruso? No. Este hombre justifica las palabras de Octavio: Para los franceses, la política es un deporte intelectual; y no sólo la política.
21-Enero-1974
Hace exactamente un año, el 21 de enero de 1973, cayó en domingo. Imagino que fue uno de aquellos duros domingos de Bruselas, en el que las calles se transformaban en grises desiertos. Hoy es China. Mañana no lo sé. El 21 de enero de 1973 estaba sola, con algunos amigos sin embargo en proximidad aunque cada uno de ellos tenía su célula familiar formada. Hoy estoy sola y a ninguna de las personas que conozco puedo llamarle amigo. A quince mil kilómetros, la vida teje de nuevo su tela, su tenaz arquitectura de la que se me excluye.
El problema alimenticio se intensifica. Es incomprensible en Kwanchow, capital de la gastronomía al decir de propios y extraños. Lo cierto es que en todos los restaurantes que exploramos pagamos caro, mucho más que en Pekín, y nos quedamos con hambre. No vemos bollería con que ir tirando, los pasteles son amazacotados. Entramos hoy a un modesto restaurante hui, musulmán, para, al menos, beber leche. Nos sirven cuatro vasos de condensada disuelta, empalagosos, que no podemos tragar. Pagamos. Joseph, que lee chino, ve en la pizarra que nos han timado cobrándonos más de la cuenta. Hace que nos devuelvan el dinero sobrante. Nos nutrimos de plátanos y helados. En el mercado hay jaulas con gallinas, pichones, patos, conejos de indias y dos monitos de ojos tristes, todos destinados a la olla. El no va más de la gastronomía cantonesa es la lucha del tigre y el dragón, plato confeccionado con gato y serpiente. También los sesos de mono, presentados de una forma bastante original: los comensales se reúnen alrededor de una mesa redonda que tiene en su centro un agujero como un cepo. Allí se encaja la cabeza del mono vivo. Se le parte el cráneo de un martillazo y se van tomando los sesos tibios con cucharilla, como un huevo pasado por agua. Éstos son platos excepcionales que, como afortunadamente no éramos huéspedes ilustres, no probamos.
Tampoco en el restaurante del hotel hallamos consuelo. Puesto que pagamos la tarifa cooperante, tardan en servirnos horas y los menús van dedicados al honorable experto amigo de China, es decir, al pariente pobre: pellejos nadando en oscuras salsas, elementos no identificados, y siempre despiadadas fuentes de flores amarillas cocidas, primas hermanas de nuestras margaritas campestres, con gruesos tallos ácidos, en salsa. Entre uno y otro plato transcurren siglos, y hemos de contener las iras de Joseph, a punto de ebullición, mientras Charles, con una sonrisa perdida en el vacío, musita:
-Un trozo de camembert y una botella de tinto…o unos crepes a la bretona, con jamón y champiñones…
Visitamos la comuna popular de Sian Tiao, a veinte kilómetros al sur. El paisaje es de un verdor luminoso. La comuna es, desde luego, modelo, esplendorosa de vegetación tropical en el aire fresco y el sol tibio de enero. Todo está limpio. Hay edificios nuevos y la gente va vestida por encima de la media. Es vegetación apretada, de oasis, que habla de trabajo, rico suelo y abundancia de agua. Vemos piña, aceituna, plátano, frutas desconocidas, y muchos viejos frutales y bambúes gigantescos que indican que la tierra ha sido cultivada desde antiguo.
Nos sentamos a la mesa, en el hotel. En un adagio moderato, van aterrizando sobre el mantel fuentes que confirman nuestros negros presentimientos, entre ellas una pila de flores amarillas en salda.
Agotado de la dura mañana, Dadá duerme en un sillón cuando bajamos.
-Traducir no es fácil-nos explica al despertar-A veces sé las palabras pero no veo bien los significados.
Le aseguramos que comprendemos las servidumbres de la dura profesión de intérprete. Por la tarde, durante el paseo, refresca y el cielo está velado. Preguntamos a Dadá:
-¿Cuándo suele hacer mal tiempo en esta región?
-En China el tiempo siempre es excelente-nos responde sin vacilar.
Visita a la comuna popular de Sian Tiao, a veinte km al sur. El paisaje es de un verdor luminoso. La comuna es, desde luego, modelo, esplendorosa de vegetación tropical en el aire fresco y el sol tibio de enero. Todo está limpio, hay edificios nuevos y la gente va vestida por encima de la media. Es vegetación apretada, de oasis, que habla de trabajo, rico suelo, y abundancia de agua. Vemos piña, aceituna, plátano, frutas desconocidas, y muchos viejos frutales y bambúes gigantescos que indican que la tierra ha sido cultivada desde antiguo.
Nos sentamos a la mesa, en el hotel. En un adagio moderato, van aterrizando sobre el mantel fuentes que confirman nuestros negros presentimientos, entre ellas una pila de flores amarillas en salsa.
Agotado de la dura mañana, Dadá duerme en un sillón cuando bajamos
-Traducir no es fácil-nos explica al despertar-A veces sé las palabras pero no veo bien los significados.
Le aseguramos que comprendemos las servidumbres de la dura profesión de intérprete. Por la tarde, durante el paseo, refresca y el cielo está velado. Preguntamos a Dadá:
-¿Cuándo suele hacer mal tiempo en esta región?
-En China el tiempo es excelente –nos reponde sin vacilar-.
22-enero-74
El arte chino Ming puede ser desagradable y recargado, pero su arquitectura, los detalles de techos, cornisas, dinteles, estatuas guardianas, suelen tener bastante encanto. Contra la tendencia a hacer del jardín la maqueta de un universo, con laguitos, puentes y vericuetos y el horizonte rectangular del muro, el templo taoísta de Shen Hai-lu (“Pabellón que domina el mar”) se rodea de altura y de olvido. Es una gran balconada de cinco pisos en disminución, sobre la ciudad. El entorno descuidado tiene atractivo silvestre y sus dos leones rojos, con abundantes mataduras de desconchones, son bellos. Las airosas esquinas del alero se rematan en figurillas exquisitas de peces que brincan sobre las tejas verdes.
En el jardín reposa una notable colección de estelas y los cañones alemanes utilizados en la guerra contra los imperialistas en 1867. tanto el exterior como el interior del edificio, transformado en museo de Historia, están bien cuidados, pero algunos departamentos no pueden visitarse por hallarse todavía en período de arreglos tras la Revolución Cultural. Se podría deducir, de los múltiples museos cerrados tras 1966, en los que se incluye el enorme museo doble de Historia de la Revolución e Historia Nacional en la plaza de Tien An-men, de Pekín, que la Revolución Cultural se ensañó con éstos y que los guardias rojos no dejaron objeto artístico sano, puesto que siete años después las reparaciones continúan. Quizá la purga y remodelaje histórico de 1969 ha empalmado con la de 1971; y, como el tiempo tiene poco valor en China, incluido tanto el tiempo disponible de vida individual de los nacionales como el escaso del visitante, no se ve inconveniente mayor en dejar durante años cerrado el más hermoso parque de Pekín, Pei Hai, o las salas del Museo Nacional.
A cada piso del Shen Hai-lu saltamos unos siglos. Primero se trata de piezas prehistóricas, de alfarería, y extraordinarios recipientes de bronce. Los albores de la civilización china son de una riqueza impresionante y mal conocida en Occidente. Toda una fila de vitrinas está dedicada a las casas en miniatura que acompañaban a los muertos en su reposo. La vida cotidiana está reproducida a ella con todo su frescor en estatuillas de tierra de animales de corral, de caballos, de camellos, de servidores, de utensilios, y cada casa es distinta, es obra única.
Avanzamos en el tiempo. Loza blanca de una limpidez total, rebanadas de luna. Retazos de tela bordada. Recipientes zoomorfos, trípodes, joyas. Después ya los orondos jarrones Ming preparados para asaltar los salones burgueses del mundo entero. Por último la actualidad: reproducciones minuciosas de motivos tradicionales dedicadas a la exportación; y estatuillas y cuadros hechos con paciencia y técnica, pero unos insípidos, otros francamente horrendos, primos hermanos de la antorchas pétreas. La parte correspondiente a la Historia Moderna de Kwanchow, con material gráfico y testimonios sin duda de gran interés porque la ciudad lo tiene, no se visita. Kuemen (“Está cerrado”).
En el último piso, se nos ofrece té sentados en sillones de mimbre en la veranda, la ciudad entera a nuestros pies. A decir verdad vista desde aquí Kwanchow parece bien poco china, con su imponente estadio de fútbol, las casas de estilo moderno y las torres picudas de la antigua iglesia cristiana. Contados tejados chinos. Incluso es occidental en la contaminación espesa. Kwanchow, la ciudad fundada por cinco genios montados en cinco cabras, según la leyenda, y en el siglo III a d. C. según la Historia, la más occidentalizada y democrática desde el siglo XIX. En ella el mandarín Lin-Tse hizo destruir en 1839 un cargamento del opio con cuyo fructífero comercio se enriquecían los británicos. En 1954-55 los Tai-ping se sublevan contra los manchúes. En 1925 los obreros de Kwanchow se unen a los de Hong Kong para desencadenar la gran huelga. En 1927 Tchiang Kai-shek asesina a cinco mil obreros.
La visita nos alejó del centro antiguo, congestionado y pobre, para revelarnos barrios de factura más moderna, avenidas sombreadas por palmeras, y campos con filas de legumbres marcialmente alineadas, de calidad extraordinaria, rabiosamente verdes. Ahora es tiempo de sumergirnos hasta las orejas en la aglomeración; estamos en víspera de la Fiesta de Primavera, el Año Nuevo lunar, que es en realidad el verdadero año nuevo chino. En la calle hay una atmósfera de fiesta contagiosa, con dos notas predominantes: flores y petardos. En bicicleta, a pie, la gente va ramo en mano. Crisantemos de todos los colores, crisantemos sobre todo blancos, espléndidas dalias rojo sangre, anaranjadas, granate. Ramas de almendro con sus capullos plumosos, de ciruelo, de manzano, tan arregladas que no se sabe si son simples ramas o arbolitos enanos. Un abuelo desenreda y peina pacientemente un ciruelo en su maceta. De arbustos en miniatura penden mandarinas del tamaño de nueces.
Las tiendas están abarrotadas y hay colas kilométricas para comprar dulces y frutas. El tono que predomina es de desparpajo y alegría notables: se discute, bromea, ríe, grita. Las luchas homéricas para entrar en el autobús y tomar asiento son un deporte nacional sin sentimientos bélicos. Entre el batiburrillo y el trasiego, rara vez se producen riñas. El precio elevado del vino y de la cerveza deben de tener parte en ello. El ambiente es más, mucho más flexible que en Pekín; algunos jóvenes fuman, las parejas se cogen del brazo-sin excesos, por supuesto-.
Si se ve en China una muchacha con el pelo largo suelto, o bien acaba de lavarse la cabeza o bien estamos en el sur. Una chiquilla de quince o dieciséis años, sorprendida, fija en mi una rápida mirada y su media vuelta brusca hace ondear la melena que le cubre la espalda y los hombros. Joseph filma. Una muchachita que venía muy decidida se detienen en seco, con sus crisantemos blancos y rojos y su chaqueta rosa nueva.
Todo a lo largo, un entramado de bambú forma los puestos en los que se venden las flores y las ramas. Las mamás deambulan con su bebé a la espalda metido en un cuadrado de tela atado al pecho con cuatro cintas. Enfrente las familias se fotografían. El fondo y la postura son importantes; se hace cola para hacer tomar la foto en una roca que sobresale cerca de la orilla del lago, en una ventana abierta en el seto. Dos muchachas y un chico pasan en barca remando; les tomó dos fotos y se ríen; atraviesan bajo un puente de juguete, justo a la medida de la barca bordeada de tiestos con flores rojas y blancas (insistencia en el blanco y el rojo, como en los papeles de consignas).
Por la noche, en el parque, se va del gran teatro principal al de marionetas, de éste a la sala de proyecciones, de aquélla a la noria, poco frecuentada. Un grupo la contempla a prudente distancia y goza cuando nosotros nos montamos.
En escena, los soldados hacen números cómicos, ciertamente más digeribles que los gestos heroicos usuales. Escolares y amas de casa se pasean llevando brazalete rojo; son los que cuidan de que se respeten los adornos, las flores y al orden. Grandes faroles rojos y lucecitas de colores. Los fuegos artificiales fueron prohibidos a partir de la Revolución Cultural, juzgados demasiado onerosos. Los que pueden y quieren lanzan modestas bengalas. Los petardos ametrallan sin cesar.
La multitud nos parece increíblemente variada y alegre tras los meses en Pekín. No sólo hay mujeres con largas melenas flotantes color ala de cuervo, sino también otras con ondulado de permanente, o con el pelo recogido a la manera de Kwanchow, en una mecha lateral. Las chaquetas, abrochadas de la forma china tradicional, son de tonos vivos, estampadas de flores, los pantalones no flotan en las caderas como en la capital, y los calcetines son de un destape amarillo canario, rojo, azul eléctrico, violeta.
Empieza realmente 1974.
Vamos con Dadá a la estación a confirmar mi billete para Hong Kong. El visado de salida y entrada ya estaba hecho desde Pekín. Hay multitud de personas y una fila de puestos en los que compramos peritas.
-¿Sabe lo que le pasará si come muchas?-me pregunta Dadá con expresión pillina-Que tendrá… diarrea, ja, ja, sí, diarrea.
Nos miramos los cuatro. Dadá, feliz con el hallazgo, vuelve de cuando en cuando al tema:
-Diarrea ¿está bien dicho en francés?
-Perfecto.
-Ja, diarrea; ja, ja; sí, diarrea.
-Usted es de Junan; ¿le gusta vivir en Kwanchow?-le pregunta Lucía.
-Oh, sí, pero, saben ustedes, la gente del sur no es inteligente–sonrisa de conmiseración-De aquí- Dadá se golpea la frente, que da eco-Son distintos. En el norte somos otra cosa.
Terminadas las formalidades, Dadá me entrega pasaporte, visado, billete y horarios del tren. Se ha ocupado con celo y eficacia de mi visita a Hong Kong. Al salir de la estación, andamos unos metros hasta que advertimos que Dadá está perdido una vez más.
-Miradle. Ahí va–comenta, lacónico, Charles.
Dadá se lanza, agitando los brazos en todas direcciones, a preguntar furiosamente a los transeúntes. A la luz de un farol, nosotros consultamos el mapa y, una vez encontrado el número del autobús conveniente, guiamos a nuestro guía. De llegada al hotel, temerosos de la consabida fuente de flores amarillas en salsa, le explicamos nuestro problema.
-¡Estamos hartos de comer flores! ¡No hay día que no traigan una fuente cuando pedimos verdura!.
Y Dadá responde, muy seguro de sí:
-Pues yo he leído en un libro que en Francia siempre se ponen flores en la mesa.
24-enero-1974
En el silencioso comedor del hotel, los hombres de negocios toman ritualmente tostadas con mantequilla y huevos. Amanece nublado y fresco. Cojo el tren a las ocho y veinte para Hong Kong. El tren, con aire acondicionado, arranca entre dos parterres tupidos de dalias amarillas. A mi derecha, un hombre alto y bien vestido fuma. Una americana panorámica, dos metros de mujer llamativamente señalizado tipo Raquel Welch, llena el pasillo con sus idas y venidas y se despide de sus intérpretes chinos, que, al lado de su pelo rubio oscuro teñido platino, de las uñas de las manos pintadas de coral, las de los pies de verde, del maquillaje ladrillo y el suéter rojo, parecen minúsculos figurantes.
En la frontera, kilométricas colas de asiáticos para reunirse con los suyos con ocasión de las fiestas. Bajamos, y, tras las formalidades de rigor, montamos en el tren del sector británico, que se llena rápidamente de chinos–en el anterior tren iban en vagones separados-. Son chinos de Hong Kong: minifaldas maquillajes, tacones, joyas, imitaciones de piel. Llamativos, acicalados con exceso, el efecto, por contraste, es de una compañía de teatro. Un camarero obsequioso, a la caza de propinas, pasa ofreciendo whisky, Coca-Cola, etc, y lo sirve en vasos con cubos de hielo, refinamiento acogido con los brazos abiertos por los viajeros, para los que el cielo comienza con la llegada de los cigarrillos americanos. Los lavabos del tren están impregnados de orín y huelen terriblemente mal. A ambos lados de la vía el panorama ha cambiado: Montañas y luego chalets, edificios altos y chabolas de hoja de lata, que deben de ser una parrilla en este país caluroso. Seis gruesas tuberías aportan el agua de que carece Hong Kong. Charcos enfangados y cubiertos de una costra gris. Papeles, tablas, suciedad, algunas parcelas cultivadas, y desmontes. A veces, entre dos vertederos, se alinean tiestos de crisantemos blancos.
Hong Kong ha sido sin duda fabricado por maoístas ortodoxos puritanos; sólo así se explica una contraposición tan perfecta a la austera República Popular, de forma que el viajero, zambullido bruscamente en tan teatral concentrado de corrupción, aprecie debidamente el reino de virtud que deja tras sí.
China incluye, lógicamente, Hong Kong en el sagrado territorio nacional que un buen día será incorporado, pero se trata de afirmaciones de rutina sin gran entusiasmo. Este retal de mil treinta y dos kilómetros cuadrados, al este del río Perla, es infinitamente más útil británico. Centro de turismo y sobre todo puerto franco, es un vivero de divisas para China Popular, cuyos artículos, dedicados esencialmente a la exportación, no se encuentran en el territorio nacional pero sí en la concesión inglesa. Una tienda enorme, de cinco pisos, ofrece antigüedades e imitaciones, muebles, porcelanas, que no he visto jamás en Pekín, ni siquiera en las tiendas para extranjeros. Hong Kong recibe de China absolutamente todo lo necesario para subsistir materialmente menos el aire. Y lo paga. El capital chino es mayoritario al parecer. Hong Kong, a diferencia de Taiwan, es demasiado rentable e inocua para ser objeto de urgentes reivindicaciones.
Hong Kong se compone de la parte peninsular, Kowloon, y de la isla de Hong Kong. Tras la estación, se alinean los hoteles y un rosario de tiendas, anuncios luminosos, publicidad. Rebosa de mercancias, espectáculos, cosmopolitismo, turistas que dejan sus divisas y salen abrumados por el peso de aparatos eléctricos, cámaras, tomavistas, teleobjetivos, chinerías. Del café con leche al strip-tease, todo se ofrecen en abundancia, y a alto precio. Frente a Kowloon, en la tarde tormentosa, se alza, completamente irreal entre la bruma, un abanico de rascacielos, cubos largos, rayados, rectangulares y blancos, sólidamente pegados unos a otros.
No he conseguido que se me dé en China un céntimo de divisas en metálico; sólo un cheque canjeable en dólares Hong Kong en la Banca de China. Aterrizo, con la esperanza de que sea más barata, en una residencia del Young Women Christian Asociation. Las habitaciones son confortables. Trabo conversación con una señora mayor residente en mi planta, una dama alta, de expresión bondadosa y mística que trabaja en un organismo caritativo. El cuarto se paga por adelantado. Tengo algunos dólares sueltos que traje conmigo al venir a China. Abono una noche y bajo alegremente a cambiar mi cheque, para descubrir que estos tres días son fiesta y los bancos cierran. Angustia. Aunque está cerrado, golpeo el cristal de la puerta de las oficinas de la Bank of China. Me abren, pero, tras larguísimas explicaciones en inglés y francés, no me resuelven nada. Hago valer mi condición de experta extranjera venida a China para construir el socialismo en la agencia de viajes de China Popular, a la que me indicaron me dirigiese si tenía algún problema. Indiferencia total. ¿Será posible que en Pekín, al darme el cheque, no estuviesen al corriente de los horarios de las festividades en Hong Kong?.
Abandonada por las filiales de los camaradas, me vuelvo al capitalismo corrupto. La dama caritativa del hotel se porta de una manera excelente y maternal, me ofrece dólares si no consigue cambiar, me acompaña. Decididamente, a falta de socialismo, buenos son los cristianos. Un comerciante me da en efectivo al fin, con su buena comisión, el importe del maldito cheque. No pasaré tres días en la indigencia, podré comprar el aparato de casetes.
Paseo después de la cena, corto, porque estoy agotada por el viaje y los apuros para cambiar. En los kioskos, se amontonan las revistas sexy, las casetes que reproducen, los gemidos sexuales. En “Newsweek” un chino, que vive ahora en París, comenta su odisea en las prisiones de Mao, en el “South China Morning Post” los anuncios proponen call girls. En las fotos de los escaparates las muchachas del strip-tease despliegan sus más bien macizos encantos.
Son las nueve de la noche y mi gozo de cambiar de país se ve rápidamente enturbiado por el grupo de chinos muy jóvenes que me pesa, mide e interroga al pasar, por algún que otro chulo falto de carnada, y por el inevitable hombre maduro que no quiere pasar la noche sólo. Lamentablemente la libertad de esta zona libre se ve también reducida por el individuo mal trajeado y de ojos vivos posados en mi bolsillo que me sigue un buen rato. Las joyerías, los grandes hoteles y comercios de lujo se pagan mayores dosis de libertad que yo a base del agente de policía que monta guardia junto a la cristalera tras la cual hombres y mujeres impecables sorben consumiciones amenizadas por un pianista y un violín.
Un lisiado, un ciego, una madre con sus críos, diversos indigentes, todos chinos, ejercen su libertad de pedir limosna.
Entro de nuevo en la residencia. Cometo la grave equivocación, por costumbre adquirida en China, de no dejar propina, y el camarero no aprecia esta delicadeza. El ascensorista, medio lisiado, se me frota como mejor puede al salir de la cabina. Ya en la habitación, cumplo las instrucciones: cierro la puerta y echo la cadena de seguridad.
Se celebra ruidosamente el Año Nuevo durante tres días. Hay faroles de todos los colores. Las varillas de incienso humean a la entrada de las casas. Por el mercado, que ofrece una profusión de productos mucho más variada y cara que Pekín, pasea una procesión ruidosa, algunos tocan instrumentos, otros agitan banderolas en torno a un personaje que lleva, sacudiédola, una gran cabeza de tigre. Dentro de la cabeza policromada, por las fauces, entreveo los ojos burlones del porteador. Las muchachas se creerían maniquíes en día de asueto; sobre su lindo cutis se posa una fina y trabajada máscara de carmín, rosa, melocotón, negro, polvo plateado, sombra verde. Los chicos van impecables, con elegancia de mandarines standard aggiornados. Físicamente, hay más gente gruesa de la que se ve en el centro de Pekín, pero la palidez ciudadana les da un aspecto menos sano. No conviene, sin embargo, respecto a Hong Kong, caer en las furibundas condenas puritanas de las que he visto hacer gala a extranjeros venidos a china Popular. Recuerdo que una francesa casada con un chino decía:
-¡Yo, a las chinas de Hong Kong es que no puedo soportarla, con ese aspecto!.
Y tantos comentarios por el estilo. Hay gente cuyo cerebro no funciona si no es a latigazos de prejuicios de valor.
Hong Kong no sólo es un corrupto puerto franco en el que un puñado de chinos sajonizados imita caricaturalmente a Occidente y no se le ocurre ni por pienso huir en masa (como sería, para ojos maoístas lo digno y patriótico) a China Popular. Hong Kong, que observo desde el pico Victoria, a quinientos once metros, tiene encanto. Por un lado, la ciudad, arqueada en cuestas y pendientes, polícroma, espinada de rascacielos. Por el otro lado, radas y playas solas, aguas claras.
Cojo el billete de vuelta en Travel China. Un joven regordete y clerical escucha impasible mis quejas indignadas por su falta de ayuda en el problema del cheque. Los camaradas, desde luego se han lucido. Tren de regreso. Según nos alejamos de la ciudad el panorama se empobrece y el suelo está más y más sucio. A los edificios de apartamentos, suceden las casitas de tejado gris y ladrillo, luego las tejas se transforman en paja, y por último pasa a ser chabolas de lata, alegradas por múltiples colores. Vuelta a cruzar el puente. De nuevo largas filas. Me hallo una vez más en estas salas de espera chinas tan perfectamente inhóspitas, grandes y glaciales, sofás y sillones disecados contra las paredes, mesas patizambas de madera oscura, los eternos sudarios crema revistiendo los tresillos, el eterno paisaje convencional pintado sobre tela y el cuadro minucioso fabricado con plumas, nácar o dientes de musaraña. Las tazas de té se alinean en fila de a dos. Suena un himno. En un rincón, los libros de Mao y revistas, en otro, un termo rosa. No cabe duda, es China, y, con todo, con la conciencia de esta monotonía, estoy contenta de estar en ella, de volver. Una muchachita despojada de toda coquetería, con el ancho pantalón de dril que recubre el interior de lana, y las trenzas apretadas, lindo rostro travieso, me sirve un café con leche claro y dulzón. Hay otros viajeros europeos pero, como es costumbre, se sigue el sistema de esclusas y paso por sala de espera y ventanilla diferentes para las formalidades de aduana policía. En inglés, en chino, deseo sin saber por qué hacer comprender al empleado, militarmente vestido, que yo trabajo en China Popular, que no les soy ajena. Por mucho que les pese, siempre me quedará este lazo, lo que me lleva a sentir en común, a criticar y a decírselo a ellos mismos, lo que no permitirá jamás alinearme en los rangos de los amigos oficiales, de los incondicionales de sistema. No podré unirme nunca a los coros de alabanzas precisamente por lo que me liga a esta gente, por esa alegría silenciosa ante unas cosas, por esa rabia sorda y esa angustia pertinaz ante otras.
Nada más arrancar el tren, el grupo de extranjeros visitantes comienza a filmar por las ventanillas.
27-enero-1974
Los franceses se reparten como néctar y ambrosía el pedazo de queso azul que les traigo y me cuentan las últimas desdichas gastronómicas. Ayer pidieron el plato que figuraba en el menú como pato con salsa especial. Les llegó a la mesa una fuente de líquido pizarroso del que rescataron una piel, el pato había huido o provenía de un cruce con culebra.
Visitamos una fábrica textil. De vuelta, a la hora del análisis y del cotejo de notas entre los cuatro, se diría que la realidad se desgaja, mejor dicho, que no hay realidad posible, sino intención, historia, comparación, pasado, futuro, ideas…
Hoy, en esta fábrica, a cambio de cincuenta y cuatro horas semanales de presencia, los obreros reciben un salario y unas prestaciones sociales que les aseguran un mínimo vital suficiente, generoso en la cantidad del alimento, escueto y agrisado en el resto. Ellos aseguran a la empresa una dedicación sin igual. A más de no haber vacaciones anuales, sus actividades extralaborales giran en torno a la fábrica, sus horas y su persona se ven encuadradas en los grupos de estudio político, de actividades sociales, deportivas, etc. Habitan generalmente en el recinto o inmediaciones, en alojamientos muchas veces de la empresa. Sus desplazamientos más allá de este núcleo son muy limitados. El Estado les da una seguridad de empleo y vida totales, completas, redondas, en condiciones definidas, monocromas y estáticas. El Estado toma el producto de su trabajo, una fortísima plusvalía cuya regularidad y constancia no hacen peligrar los riesgos de conflictos ni reivindicaciones. Pero trabajan para ellos mismos porque ellos son el Estado, los dueños del país. Es otra dimensión de razonamiento ¡tan distinta del mundo capitalista!. Sus satisfacciones son de orden ideológico, moral, de conciencia política y social superior. ¿Privaciones?. Sí, puede que haya congelaciones de salarios, austeridad, y privación de lo que los burgueses llaman libertad. Estamos en la etapa histórica de la Dictadura del Proletariado, necesaria para llegar a una futura sociedad comunista.
Así responden Charles, Joseph, responden los responsables chinos respondo yo misma hace
bien pocos años.
Pero ahora ya no puedo responderme de la misma forma. El Gobierno actual se estableció hace
casi veinticinco años. No me sirve la continua referencia a la miseria anterior a 1949 por grande y cierta que fuera. Estas personas están viviendo sus vidas limitadas; a esas vidas concretas se les debe atención en sí. Futuros, Pasados, Grandes Mayúsculas, Patria, Entes Indiscutibles cuyo resplandor eliminó hace tiempo toda mirada serena y juzgadora. Puedo insinuarme en mi fuero muy interno, con temblor de anatema, que también en un sistema no capitalista hay explotación y que esa mítica, traída y llevada siempre a hombros, clase obrera no es dueña sino de las embriagadoras raciones periódicas de euforia, de un menú al que las grandes dosis de Nacionalismo, con su obligatorio reverso xenófobo, tapan con su fuerte sabor la monotonía de los platos. La manipulación y la alienación son recurso de todos los sistemas, pero cuando se trata de un universo estrictamente cerrado, no hay respiro ni escape posibles ni físico ni mental.
-¿Y el poder que representa una milicia popular de los obreros de la fábrica? Eso desde luego no lo tienen en Francia-observa Charles.
El poder, el Poder, el Proletariado en el Poder…Una escalada de énfasis. Esta gente, no por el hecho de que el dogma afirma que está en el poder, tiene poder alguno. Tras la revolución Cultural, desaparecieron los sindicatos, que, de todas formas, nunca fueron plataformas reivindicativas sino correas de transmisión de las directivas gubernamentales. Que las milicias continúen tirando a blancos que serán supongo maniquíes de soldados rusos. No se les ofrecerá sin duda la ocasión de combatir a un ejército capitalista que se les presente a las puertas con trompetas y atabales, pero viven diariamente en una atmósfera de combate que no corresponde a la realidad objetiva, que les halaga mostrándoles hacedores de grandes horizontes a la fabricación de los cuales no tienen acceso racional.
¿Puede pues existir una élite minoritaria que explota pero, no para convertirse en clase enriquecida? ¿Grandes acumulaciones, plusvalías, capitalizaciones no exactamente monetarias, de poder, de saber, de libertad?.
Tras meses de rogativas inútiles, va a ofrecérsele al parecer a Charles, durante nuestra visita de hoy al Hospital General de Kwanchow, anejo al Instituto de Medicina Sun Yat-sen, la ocasión de plantear cuestiones de psiquiatría. Con temblor entre esperanzado e incrédulo, Charles revisa su cuestionario, que ya tenía en la carpeta de desahucios.
Por el camino explica a Dadá, minuciosamente, pregunta por pregunta para que nuestro intérprete no tenga luego problemas de traducción. Se extiende especialmente en explicaciones sobre el complejo de castración. Tras ellas, Dadá afirma haber comprendido pero responde con convencimiento:
–Ya. En China eso nunca lo cortamos.
Charles palidece y comienza de nuevo.
Llegamos en autobús y nos introducimos como los demás por el patio, entre la gente. Está pobladísimo. Nos hallamos en una sala de entrada repleta de público de la que parten pasillos y habitaciones. Por las puertas abiertas de éstas, entre el jaleo, vemos tendidos sobre camillas enfermos que parecen estar graves, a los que se administra sangre y suero. Un anciano ha sido alargado sobre un banco del hall. Por cuantos pasillos nos aventuramos, el mismo aspecto confuso y abarrotado. Hemos entrado por puerta equivocada. Alguien habla con Dadá, que avanzaba al azar ,con expresión de gran responsabilidad, por un lejano corredor.
Se nos conduce de nuevo al jardín. Bordeamos un lateral entre parterres floridos. Nos reciben al pie de una escalinata y puertas encristaladas. Se nos introduce en una sala amplia, con sillones y pantalla para proyecciones. Uno de los doctores–tres hombres y una mujer-comienza rápidamente la exposición sobre las actividades del hospital. Llega el turno luego a una película sobre el tratamiento de miembros seccionados. Este tipo de experiencias se iniciaron en 1963, la dificultad estriba en la irregularidad o regularidad de la herida y en el tiempo transcurrido desde la sección. Se han llegado a unir miembros seccionados hacía treinta y dos horas. Los estudios sobre animales, monos, probaron que era posible unir manos cortadas, situación frecuente en accidentes de trabajo. Se han tratado pues más de treinta casos de manos seccionadas, más de veinticinco casos de antebrazos. En el primer caso ha habido un setenta por ciento de éxitos, en el segundo un sesenta por ciento. Se estudia cómo resolver el caso de heridas de superficie muy amplia, hasta ahora fuera de tratamiento. Es preciso también mejorar la capacidad de movimientos de los miembros reinjertados.
En la pantalla, vemos unir una arteria. Luego un pie cortado más arriba del tobillo y recosido. Preparación para reinsertar una mano seccionad encima de la muñeca. Los médicos discuten previamente. La operada, ya restablecida, muestra su recuperación efectuando diversos movimientos. Experiencias con monos. Reinserción de dedos. Ejercicios de reeducación. El trabajador que ha sido intervenido con éxito cierra el reportaje agitando con su mano recosida el pequeño Libro Rojo.
Nos muestran luego la planta de niños. Los enfermitos crónicos disponen de una sala de estar con mesitas y de una televisión. Una nena entona en nuestro honor un canto a Mao. Charles mira, se rezaga, los niños son su especialidad, su profesión, ha creído reconocer algunos síntomas, pero el ritmo del paseo excluye altos, conversaciones.
Nos encontramos de nuevo en la sala para rituales preguntas, sugestiones y críticas. Charles ha plegado cuidadosamente su cuestionario psiquiátrico. Tampoco en esta ocasión. Paciencia.
-¿Qué vacunas son obligatorias?.
Aquí Dadá se supera a sí mismo. Durante diez minutos se lanza a traducciones fantásticas del término “vacuna”. Se lo explicamos. Joseph recurre a su chino, los doctores acaban viniendo en nuestra ayuda. El problema no es lingüístico, sino de desconocimiento por parte de Dadá del principio de la vacunación, por lo que sus traducciones dejan primero perplejos a nuestros interlocutores. Al cabo, pese a la hierática cortesía, un aire irónico comienza a flotar entre los médicos. Salvado el escollo, nos despedimos.
Nuestro viaje se acaba. Hemos permanecido en Kwanchow sin fatiga más del doble del tiempo que suelen detenerse los turistas. Último paseo al otro lado del Perla, atravesando el puente que fue escenario de una matanza de chinos durante las violentas sacudidas del yugo occidental y del autóctono. Al otro lado del puente, el exbarrio residencial europeo y americano, los hermosos edificios coloniales de dos y tres plantas rodeados de un jardín están habilitados para oficinas del Estado. Las fachadas se han agrisado roído; faltan cristales. Entre ambas filas de casas, un paseo ajardinado con árboles enormes, patriarcales, entronizados sobre madejas de raíces. Unos chiquillos huyen correteando en cuanto ven la cámara de Joseph. Una pequeñita permanece dudosa, se vuelve, camina unos pasos, gira, observa. Me acerco despacio, le hablo, le enseño mi aparato fotográfico, le hago gestos cómicos. No me atrevo a tocarla de miedo de que huya; los niños de China siempre me han parecido tan deliciosos como inalcanzables. Ella me mira, con su chaqueta de lana y su pañuelo de cuadros sobre los hombros, tirando nerviosa de la punta de una hoja de palma. Tras diez minutos largos, me recompensa con una sonrisa y se deja fotografiar, sin cesar de retorcer su hoja.
En la avenida que bordea el río, un cañón cuya inscripción reza que lo utilizaron en otro tiempo los imperialistas. Clavado al tronco de un árbol, un cartel sobre la condena de un delincuente Joseph desiste de fotografiarlo tras observar las expresiones de la gente cuando levanta la cámara. Regreso hasta la gran plaza donde desemboca un puente metálico kilométrico, que ofrece como horizonte enormes paneles con la habitual trinidad musculosa de obrero-campesino-soldado. El dédalo de callejuelas que parten de allí, los soportales, las bicicletas-taxi (tres ruedas, un asiento trasero y un pedaleador), las fachadas de tablas, estera y vidrieras melladas codeándose con edificios coloniales con escalinatas y columnas jónicas, raudales de bicicletas, barrenderas con la boca protegida por la mascarilla de algodón blanco que usa durante toda la estación fría buena parte de la población de Pekín, callecitas tristes, mucha ropa tendida, alguna puro harapo, alegres tiendas de loza con variedad de formas y dibujos.
Y por la noche, más allá del hotel, en el parque al fondo del cual espejea agua, entre árboles que cabecean bajo el peso de carnosas hojas y flores, las parejas, muy cogidas, muy juntas.
Dadá nos acompaña al tren y se inquieta hasta el último instante por nuestro confort. Buena persona; a pesar de los pesares nunca se le podrá reprochar la falta de celo.
Volvemos también en literas del vagón para chinos. Gran victoria.
31-enero-1974
El tren nos deposita, desde el Cantón tropical del sol y la humedad, del Cantón del mercado de flores, en las esteparias salas de espera de la estación de Pekín. Nieva. El dolor del contraste nos entumece las piernas. Pekín. La policía examina nuestros pasaportes. Como nuestros permisos de viaje se han quedado en Kwanchow-Dadá dijo que, puesto que trabajábamos en la capital, no los necesitábamos-hay problemas y se nos hace esperar indefinidamente. Uno de los agentes-soldado, joven, estrella roja en el gorro- que habla español, me hace transmitir a Joseph que es él quien no está en regla.
-¿Hasta cuándo era su viaje?-pregunta.
-Hasta el 31 de enero–responde Joseph.
-¡Falso!-salta el soldado, con el gozo de haberle cogido en contradicción–Hemos telefoneado al servicio de seguridad y es hasta el treinta. ¿Por qué han querido engañarnos?
-¡Oiga, no aguanto los métodos policíacos! ¿Por qué me lo ha preguntado si lo sabían?. Hemos salido de Kwanchow el veintinueve y pasado el treinta en el viaje. ¿Cómo demonios íbamos a renovar el visado en el tren?-vocifera Joseph, congestionado, hablando atropelladamente en chino -¿Qué trato de camaradas es éste?.
-¡Usted no está en regla! ¡Cumplimos nuestra obligación!. ¡Usted está gritando!
El joven soldado se enoja y grita a su vez. Lucia permanece consternada. Charles se inhibe. Actuó de mediadora en español. Por una vez, soy yo quien conserva la calma en medio de la estupidez administrativa. Que se pidan visados y permisos para ir de una ciudad a otra ya es malo de tragar. El visado de Joseph era hasta el día treinta de enero. El tren de Kwanchow a Pekín tarda dos noches y un día. Hemos salido el veintinueve. Joseph está en supuesta infracción por siete horas, son las ocho de la mañana del treinta y uno. ¿Deberíamos haber prolongado el permiso en las literas durante nuestro tranquilo sueño?. Cuando el soldadito telefoneó al servicio de seguridad no preguntó, afortunadamente, la fecha de expiración del mío, que no era el tercero ¡sino el veintiséis, el día de mi regreso de Hong Kong!.
Rojo, con uno de sus bellos enfados juveniles, Joseph rumia en un rincón las dificultades de ser miembro de Amistades Franco-Chinas en China.
-¡Es usted la primera española verdadera que encuentro, española de España!-me dice, muy contento, el soldadito, al que se le ha calmado el enojo. Y nos enzarzamos en la más animada conversación del mundo. Le hace ilusión oír mi castellano y comparar con el de los latinoamericanos que ha encontrado hasta ahora.
Tras el uniforme kaki guateado, bajo el gorro de piel y la estrella roja, encuentro al fin una sonrisa. Me cuenta: se ha casado en octubre, la víspera de la Fiesta Nacional, no le gusta trabajar en la policía de la estación, no tiene oportunidades de practicar el español. Insiste en que haga comprender a Joseph que ellos no pueden saber si tiene visado o no y deben cumplir con su deber de acuerdo a las reglas (“Soy un mandado”, vamos”).
-Pero, camarada, hay que guardarse de la burocracia; es un bicho muy peligroso-digo.
-¿Qué es “burocracia”?- Búsqueda en el diccionario. Sonrisa reconfortante bajo la estrella roja del gorro. Con espontaneidad rara (¿Por qué estamos hablando solos?) me dice:
-Esto pasa porque los cuadros son muchas veces, veteranos de cuando la guerra de liberación, que no tiene conocimientos sobre los extranjeros, ni trato con ellos, y frenan, mandan y ordenan a sus subordinados, más jóvenes, instruidos y abiertos de espíritu.
Es sorprendente esta crítica; y aun se muestra más franco cuando le propongo, puesto que dice que le gusta mucho la música española, venir a escucharla a mi casa con su mujer, o darme su dirección y su teléfono.
-No puedo. No creo que me permitieran mis superiores.
Todos los extranjeros sabemos que, para tener contacto con nosotros, los chinos deben pedir permiso a sus entidades de trabajo, pero nunca me lo habían dicho con la llaneza de este soldado.
Él se sabe algunas canciones y las tarareamos juntos. Nuestro sorprendente dúo cantando a coro “Adiós, pampa mía”, a unos metros de la oficina de control, en la vasta sala de espera para extranjeros es francamente irreal.
Un coche del Hotel de la Amistad viene al fin a buscarnos. Se dan las últimas explicaciones y montamos. Pese a la nevada, la sequedad del clima es tal que la nieve depositada, harinosa y leve, se evapora sin fundirse, y , bajo la capa esponjosa y volátil, la tierra queda tan seca y dura como siempre.
4-febrero-1974
Como estaba previsto, el Instituto de Lenguas de Pekín me traspasa al Instituto nº 2, que goza de siniestra fama. Parece ser que su dirección tuvo posiciones extremadamente reaccionarias, archiizquierdistas, muy Lin Piao, en 1967; posiciones hoy condenadas, entonces non plus ultra de la rojez. En la cuenta de mis futuros alumnos se ponía también durante la Revolución Cultural el asalto e incendio de la Embajada británica y otras muestras de que la xenofobia y demás fanatismos, sabiamente manipulados, cuajaron singularmente bien en el Instituto nº 2.
Precisamente ahora, los profesores extranjeros de mi nuevo centro de trabajo están en conflicto con la dirección. Dos de ellos, franceses, se negaron a grabar un texto por juzgarlo chovinista y del estilo devaluado del culto a la personalidad. Inmediatamente se les tachó de “enemigos de China”-acusación grave, puesto que todo el que entra aquí es por principio amigo, sea hombre de negocios o turista millonario. Las autoridades organizaron respecto a ellos todo un títere de presiones y calumnias, en el mejor estilo del sistema, sotto voce, jamás directamente. Los profesores, habiendo solicitado–sin obtenerla-una reunión para explicarse públicamente, elevaron una petición al Ministerio de Asuntos Exteriores, y antes pidieron a los colegas del Hotel que firmasen. Firmaré porque es justa, aunque el momento no puede estar escogido para mí. He aquí el texto que rehusaron grabar los profesores franceses: El sol rojo se eleva. El sol es el Presidente Mao. Es el Partido Comunista que ilumina nuestros corazones…etc. Es el mismo que oí ocasionalmente en el Instituto de Lenguas Extranjeras y que fue calificado allí como “de la época de Lin Piao. Sin valor”.
El directos de mi anterior centro aprovechó mi despedida para lanzarse durante más de una hora en un discurso en el que sentaba plaza de fiel seguidor de Mao, de la línea proletaria, de la Gran Revolución Cultural, del Partido Comunista. Yo tiritaba en el helado despacho y maldecía. Pero la perla fue el final. Tras el interminable monólogo, terminó diciendo:
-Y, tras este interesante intercambio de opiniones…-
El Instituto nº 2 es un conjunto de edificios, feos y anticuados, con gélidos pasillos y escaleras árticas. El vicedirector, Tsae, es un hombre entrado en carnes, de unos cincuenta y tantos. Él dirige los ataques contra el grupo de profesores extranjeros. Después de haberle visto, durante la cena de recepción, escupir, eructar, mascar en estéreo, hurgarse los dientes con encono y hablar despectivamente de su esposa, “vieja de pies vendados”, firmaré cuantas peticiones de comisión de encuesta se presenten.
Los observadores hablan de preludio a una nueva Revolución Cultural que sería más violenta que la pasada y ocurriría, como Mao profetizó, siete años después de la primera. La lucha de facciones es un hecho; pero no una lucha entre el principio del Bien y el de las sombras, entre Ormuz y Arihman. Es algo mucho más concreto: el poder. Para ser exactos, no se trata seguramente tampoco de los veintiocho millones de miembros del Partido, sino de las ondas que vemos en la superficie levantadas por el Comité central en las lejanas profundidades. Si realmente comienza una segunda Revolución cultural. ¿se nos expulsará a los extranjeros? En cualquier caso no quiero irme de forma alguna, pase lo que pase.
Pregunto si hay reuniones de discusión general sobre documentos. Se me responde que sí. Pregunto si es posible no estar de acuerdo con la conclusión del documento oficial. Se me responde que no. Se da el punto de partida y el de llegada-fijos-, y la discusión es sobre matices. La exégesis.
Cené en el pequeño restaurante de la cooperativa. Había poca gente. Al sentarme a la mesa, el hombre que ya estaba se trasladó a otra dejándome sola. En la mesa de enfrente se están tomando cinco platos amén de media docena de tazones de arroz. La única lujuria china lícita es la estomacal: la gula el único pecado posible.
7-febrero-1974
Se acerca el paso del cabo de los seis meses, que jalona en los extranjeros la transición de la ilusión y el entusiasmo a, sea la angustia, sea la aceptación desencantada. En todo caso, este cabo me marca el momento en el que las visitas a fábrica y escuelas, las entrevistas con cuadros, la invitación al hogar de una familia obrera comienzan a darme el principio la impresión de haber visto ya la película. Es el cabo en el que la certidumbre de conocer las respuestas mata las preguntas, en el que el rechazo va entrando en la normalidad. Los “¿Por qué no pasas por mi apartamento y charlamos?. Te invito a comer. Coged un pastel ¿Qué opinas de…?” Dirigidos a los chinos han ido cayendo a través del silencio sonriente, depositándose en el fondo de cada uno de nosotros. Una capa algodonosa de suaves negativas y asentimientos reglamentarios.
En el bloque de admiración a China, hay brechas de duda y complejos de culpabilidad por dejar a nuestra mínima persona individual enturbiar lo que concierne a millones de seres. Pero la fe se ha agrietado, y también las ingenuas esperanzas de paraíso de algunos venidos aquí a buscar la sociedad del futuro.
El cabo de los seis meses, cuando se ha constatado que la dificultad de la lengua no tiene punto de comparación con los idiomas conocidos y que, de todas formas, el medio social estanco es la más segura barrera al aprendizaje, cuando Pekín se queda chica, y al mismo tiempo inútilmente inmensa, con sus calles kilométricas, sus casas, fábricas, escuelas, rodeadas del eterno muro de dos metros cincuenta, las sucesiones de entidades semejantes a cuarteles.
Es el cabo de las limitaciones y de las ansias reprimidas de ir más allá, el del desaliento ante la vida prefabricada como un mecano, en el cuarto del hotel, entre las casetes, los pósters, consciente del ridículo de este mundillo artificial, e impotente para otro.
Y los recuerdos, que no miran distancias, montan cada día y cada noche el decorado de la vida pasada, de los seres queridos, esperados o perdidos, o se erra por la ribera del porvenir nebuloso.
10-febrero-1974
Sesión cinematográfica en la sala del hotel. La película, llamada “Días ardientes” (sin duda porque transcurre en unos hornos de fundición de Shanghai) es una de las cuatro que se han estrenado durante el año en la República Popular China. El joven técnico defiende su método para conseguir un tipo de acero que normalmente se importa frente al ingeniero jefe, hombre ya mayor, bien intencionado, pero cauto y falto de confianza en la creatividad de las masas. Un villano cheposo, abundantemente maquillado en verde-gris, sabotea con cascotes el primer experimento. En el momento crucial en el que el justo protagonista, joven, musculoso, mono blanco inmaculado, se ve rodeado por la incomprensión y sube a un estrado a meditar, se le aparece Mao rasgando las sombras que invadían su alma, es decir, recuerda la visita del Presidente a la fábrica. Entonces desciende, con los ojos llenos de lágrimas, resplandeciente de blancura, a dar la buena nueva al grupo, que llora a su vez y en el que el ingeniero, contrito, reconoce haberse apartado de la justa línea.
La bendita embajada de Francia nos ofrece los miércoles sesiones cinematográficas de noche.
16-febrero-1974
El sabor puro del principio del deshielo en el Palacio de Verano; una isla de agua verde y clara en medio del lago aún helado en su mayor parte. En la orilla, unos chiquillos apresuran la primavera descortezando láminas de hielo. De camino, he visto, en otro canal, como se cortan éstas y se transportan envueltas en esteras, para su almacenaje.
Árboles sin podar, en los que todavía no se adivinan las primeras hojas. El viento seco, azul y polvoroso sobre la tierra sin lluvia hace seis meses, a través de las losas de los patios y de los artesonados pavo real y verde de los techos, a través de las columnas rojas y de los andamios para reparaciones, a través de gentes curtidas que desfilan por las salas que son ahora museos de jade, esmaltes, oros, que se paran frente a tronos y jarrones haciendo comentarios en voz baja, que discurren por montículos artificiales y naturaleza afiligranada, engarzada por jardineros y arquitectos, y miran con cierta timidez, como si les costara creer que desaparecieron los antiguos dueños.
Las autoridades nos convocan en la Alcaldía a todos los profesores del Instituto nº 2. Se trata de la petición de encuesta que firmamos sobre el asunto de los profesores franceses. El ambiente, tenso, da una idea de lo que debe de ser una sesión de crítica y autocrítica. Ruiz, que se ha sumado, se levanta casi inmediatamente para tomar la palabra. Si él firmó la carta de petición de encuesta, fue, en mi opinión, para tener una oportunidad de actuación cara al público, y no por sentimientos de solidaridad o ética, de los que carece. Con voz y gestos tronantes, da comienzo a su show:
-¡Muchos extranjeros no tienen solidaridad…! ¡Yo estoy con los chinos en todo! ¡Siempre!…¡Estos extranjeros no han planteando el problema de forma suficientemente política porque no leen bastante las palabras de Mao! ¡A todos ésos yo les contesto así!.
Ruiz, se vuelve de espaldas en un simbólico gesto de mostrar las nalgas al público, número que tenía proyectado tiempo ha. Su intérprete traduce con sonrisas de disculpa.
Tras una serie de vaciedades burocráticas, se nos despide y conduce entre sonrisas, de nuevo a los coches.
19-febrero-1974
A los cooperantes que trabajan en las Ediciones en Lenguas extranjeras se les ha indicado que de ahora en adelante no pueden participar en las reuniones de estudio político, a causa de la delicada situación actual con la campaña de crítica a Lin Piao y a Confucio. Veremos si se extiende la medida.
Hoy la encargada de curso del instituto, Ü, me comunicó que los profesores de tercer año no podrían venir a clase porque se iban a intercambiar opiniones con sus colegas de la universidad de Pei-Ta. Puesto que el año próximo doy clase de tercer curso y lo estoy preparando éste, exclamé alegremente:
-¡Entonces voy con ellos, naturalmente! ¡Qué ocasión para intercambiar experiencias!
En el rostro amable y sonriente de Ü se marcó tirantez.
-No, tú no puedes ir.
Mi estupor sólo lo era en parte. En realidad cada vez he aprendido a esperarme más y más este tipo de respuestas. Ü añade uno de esos argumentos para débiles mentales con que los chinos suelen gratificar a los extranjeros:
-No hay sitio en el coche.
-No importa. Llamaré a un taxi del hotel que yo misma pagaré.
-Los responsables de Pei-Ta y del instituto no están prevenidos de la visita de un extranjero. Será otro día.
Hasta la fecha, no hemos preparado en mi sección jamás un trabajo en mesa redonda. Frente a mí reposan los tres tomos de ejemplos de uso de palabras tomadas por orden alfabético, cuya gramática se espera corrija. Así, mientras sus hermanastras chinas se iban al baile, Cenicienta se quedó una vez más en su rincón, limpiando frases y descortezando errores.
De improviso, parece que China, tan grande, tan decisiva, tan mundial, se me nubla, se me pliega, como un papel, como un mapa, y tras ella está mi vida, sus seres, sus actos, con esa insignificancia resistente de insectos. Los recuerdos, esas piedras insolubles que flotan en mis años. Y me envuelvo entonces en el mapa de China, en el del mundo, en las largas millas azules de las líneas marítimas, protegida de esa región a la que soy sin defensa vulnerable por una red de paralelos y meridianos; y me dejo deslumbrar por el mosaico del mapa político, cuento las fronteras, apoyo la frente en la distancia. Sin embargo un avión podría depositarme pasado mañana en Madrid. ¡Oh, el tiempo de las meditabundas caravanas, de los barcos inciertos!.
21-febrero-1974
El articulista de Le Monde publicaba hace pocos días que en Wuhan y Shanghai hay enfrentamientos en plena calle, que se suspenden para los extranjeros los visados para visitar ciudades, excepto Pekín. Por aquí, el que más y el que menos espera los acontecimientos que harán perder la flema y el mutismo a los chinos, el puñado de pimienta de la segunda Revolución cultural, que se cuece a su manera lenta, local, progresiva. Los hoteles, con su dispositivo de aire acondicionado especial para subidas de temperatura política, serán los últimos reductos a los que llegue la agitación. Y si las cosas se ponen realmente turbias, las escuelas cerrarán, tendremos el tiempo justo de ver en las calles de Pekín una afluencia poco usual antes de que se nos prohíba ir a la ciudad, y, por último, un cortés funcionario hará un alto en la lucha para entregarnos los billetes de avión.
24-febrero-1974
El nuevo instituto. Hay en efecto algo especialmente rígido en la atmósfera, lo noto en mi sección. Quizá sea la sombra del responsable Li que planea sobre ellos, que pasa en rasante cortando palabras, Li es el cuadro del Partido que manda y dispone, no cabe la menor duda; a su lado el responsable número dos, el obrero Ju es un nervioso hombrecito de paja, y Ü, la encargada de los profesores de español, un gesto bovino y un aplicado cuaderno de notas. El responsable Li es un dómine largo y enjuto, de mejillas chupadas, sonrisa incisiva y escasa. Silencioso, da directivas y normalmente sólo escucha, corrige secamente. Los demás profesores extranjeros le detestan cordialmente y le consideran, junto con Tsae, extremadamente hostil hacia los occidentales. Ju está en el instituto, en tanto que asesor y director político de mi sección, desde la Revolución Cultural, cuando grupos obreros penetraron en los centros para dirigirlos y educarlos políticamente en el pensamiento maotsetung. Ju derrama verbosidad y sonrisas bajo la mirada fría de Li. Naturalmente ni él ni Li saben español en absoluto; su papel es político-ideológico.
Ü es una mujer de 36 años retraída y suave. Ignoro las razones por las que es responsable. Y para terminar con el ramillete dirigente de mi sección, un personaje anormalmente típico: Shi. Es la foto-robot del policía de paisano. Oficialmente forma parte de personal docente de mi sección, pero ni da clase ni le veo participar en la redacción de materiales. Habla un español intermitente y muy mediano. Es pesado y silencioso, y se diría que los otros dan un rodeo por donde está él. Nadie explica cual es el rango de Shi, pero todos saben que tiene autoridad, que es él quien la tiene. Es penoso hablar con él porque le falta la más mínima agilidad de pensamiento, amén de usar un español estreñido. En general su rostro liso, laqueado, ostenta una media sonrisa vitalicia.
Shun es el inteligente, el nervioso, el primero de la clase, con sus gafas y su rostro ratonil. Habla un español muy aceptable y suele sentarse a trabajar con Xía, una profesora shanghailesa parlanchina, extrovertida.
-Me casé tarde- me dice Xía- A los veintiocho años. Mi bebé es muy pequeño, está con mi madre, en Shanghai-
-Pero ¿no echas de menos a tu hijo? ¿No preferiríais tu marido y tú tenerlo con vosotros?
-¡Oh, no! No sirvo para cuidar niños tan chicos. No tengo costumbre y me impide trabajar bien. Está mejor con mi madre.
Otros. La que llamaba Alberto camarada Gorda, gorda en efecto y con la simpatía de los obesos. Liuda, una muchacha menuda muy linda. Lung, una madre de familia discreta y sencilla que da clase a los alumnos y tiene grandes bolsas de cansancio bajo los ojos. Mo, de treinta y tantos años, avergonzado de su soltería, un lingüista de nivel universitario que me habla del tronco chino-tibetano mientras tomo notas. Rui, un jovencito tierno que se pasa la vida repitiendo textos en voz alta sentado en la mesa del rincón. Tu, una señora que aparenta quince años más de su edad, menudísima y consumida.
-Tiene sin embargo una vida muy feliz- me dice Ü.
Y Kuo, responsable mas sin halo de cuadro, con español dificultoso, pero dotado de un aire campesino franco y reidor. Hay también un gordo silencioso, Pao; y Chai, señor tímido de mediana edad.
La dinámica Revolución Educativa…Entramos por la mañana, frotamos con un paño húmedo mesas y sillas, cada cual se sienta en su lugar y se hunde en sus papeles y diccionarios. La dinámica cooperación se reduce a traerme volúmenes de ejemplos de frases para corregir y preguntarme dudas gramaticales. A la hora de comer, cada cual se va a su casa y como sola en la cantina, o con una compañía oficiosa. Algunos profesores extranjeros del instituto comen en una habitación aparte, así el de árabe y, a veces, la de inglés, Sheila, que no soporta la suciedad de las cantinas.
Las insinuaciones que envío a los profesores de mi departamento- a veces directas, con el descaro de la desesperación- de que salgan conmigo y me acompañen, de que me visiten, caen en el vacío sideral. El instituto está en pleno campo. En la carretera hay un pueblito cuyos habitantes abren ojos tamaños cuando me ven. Doy la vuelta. En el instituto la calefacción funciona desastrosamente. Es visible el vaho del aliento. Tirito y se me agarrotan los dedos intentando escribir a máquina. El piso de cemento y los gruesos muros de ladrillo gris transpiran frío. Mis profesores parecen extremadamente ocupados para traducirme los carteles murales o el periódico. A veces lo hacen, pero mi impresión de mendigar es tal que acabo renunciando, a la espera de una oferta espontánea que no llega jamás. En la cantina no hay bancos ni sillas. Se come de pie, lo cual no favorece precisamente el diálogo de sobremesa, y el altavoz desgrana artículos políticos que se escuchan como quien oye llover; imposible que no estén ya saturados.
25-febrero-1974
Pekín tiene una luz tan brillante, tan intensa, que cuesta trabajo andar por la calle, los ojos ensordecidos, tropezando con los transeúntes. Los pekineses tienen decididamente un aspecto físico de lo más próspero a escala inversamente proporcional a los años: ancianos arrugados, frágiles, bajos; adultos de buen ver; adolescentes y niños magníficos, todos impecablemente abrigados con múltiples prendas. Sobre estas mullidas y móviles pirámides de tela azul, parda, gris, las bufandas y pañuelos ponen un copete rojo vivo, azul, amarillo, verde.
Esta mañana, hacía, tras el viento de la noche, un frío de hielo batido. Los charcos de agua en los pasillos del instituto formaban cristales sólidos. Los profesores a los que doy clase preguntan y sobre todo escuchan. Es dificilísimo hacerles hablar. Aislados en la práctica del idioma, aislados de ideas, aprenden español como quien manipula una máquina extraña. En la clase de profesores siguiente me encuentro frente a una real avidez de conocimientos de base; ni idea de Historia ni de Geografía: ¿Es España una república?. ¿Cuál es el papel de Franco?. ¿Le sucederá su hijo?. Me lanzó a la tarea con entusiasmo. Me parece enseñar con las manos y los pies, con el cigarrillo y la entonación. Plastifico en el aire cada palabra y cada idea, transmito, y casi no existo sino como comunicación.
De vuelta, me paro en el centro y entro a comer en el restaurante occidental, el de la Paz, en el patio del Mercado del Este. Hay en él un piso bajo para los chinos y un primero reservado para los occidentales. Como de costumbre, me opongo a las indicaciones del personal que me envía escaleras arriba, y ocupo una silla en la planta baja, duchada por la curiosidad habitual de los clientes. Pido a tientas, porque el menú en inglés está arriba y rehúsan bajármelo para castigar mi desobediencia a los ritos de separación.
Pese a lo elevado de los precios a nivel chino medio, no falta público-nunca falta en los restaurantes de Pekín-. El plato de resistencia occidental parece ser el pan de molde servido en pirámides descomunales con un trocito de mantequilla y dos cucharadas de mermelada. Frente a mí, una anciana ataca un plato con unas treinta rebanadas. Sobre las mesas veo filetes, pescado, sopas, salchichas, pastas, helados barrocos… El detalle definitivamente occidental son los cubiertos. El arroz sin embargo penetra hasta esta sala pero servido en plato llano y no en tazón. El público maneja torpemente cuchillo y tenedor y por una vez me luzco con un solo de cubiertos.
Luego es la biblioteca francesa, un reducto inestimable que honra a los galos, abierta sin dificultad a todos y atendida por gente de la embajada encantadora y servicial. Era una isla de libros, también discos, que podían tomarse en préstamo; era una ventana preciosa sobre el exterior: Periódicos, revistas. A través de Le Monde yo me mantenía al corriente de cuanto ocurría en otros países y en España.
Noche
Vuelta de un paseo por París en casa de Joseph. Las diapositivas pintan en el muro ora La Madeleine, ora las manifestaciones de Mayo del 68. Música de Greco, Ferrat. Sylvie et Jules, Lise y Pierre: Matrimonios bien conjuntados, de izquierdas, posición acomodada, arquitectos, profesores, psiquiatras. Uno señala su apartamento en el piso dieciséis de la torre, indican sus barrios, sus calles !Pero tú vives cerca!, Ya vendrás a vernos. Se planean futuras visitas. Sus apartamentos, sus calles, no sólo fueron, son, y les esperan tras este paréntesis, tras estas largas vacaciones de izquierdas. Regresarán abrumados de fotografías, sus niños habrán aprendido chino, empavesarán las habitaciones de sedas bordadas, pintadas.
Nada tras de mí, nada ante mí. ¿Existe aquel apartamento? Me parece increíble que sus paredes aún se mantengan, que los objetos no sean hoy pura ceniza, rápida ceniza, como mi vida quemada, dispersa, gris y sin peso sobre la tierra. La carne se vuelve en la soledad fría y absurda, con arrugas de soltera y gestos de mujer dejada de lado; carne insípida, que me pende inútil de los huesos.
Vi hoy en los árboles una sombra de yemas azotadas aún por el viento del invierno, un viento huracanado cargado de polvo amarillo.
He deseado como nunca deseé nada en la vida vivirla con aquel hombre, un rincón a su lado, quizás un hijo suyo, pero sobre todo le he deseado a él, por sí mismo. En ese cruce tomé la mala dirección, me deslumbraron los faros. Por el sendero que tomé no hay nada descampado, sombra. Volver, dar marcha atrás, ¿hacia dónde?. Los otros vehículos llegaron hace tiempo a sus metas, y el de él enfiló como es natural hacia una vida más vida y una mujer más mujer.
26-febrero-1974
En mi horario figura esta mañana “redacción de materiales”. Entro en la sala, recibo mi ración de sonrisas, ayudo a limpiar las mesas y me siento frente a la máquina de escribir. Xía lee en el boletín de la Agencia China de Noticias en lenguas extranjeras, Sinjua, el centésimo artículo sobre crítica de Lin Piao y Confucio, idéntico al de ayer y al de mañana, salvo cambios de lugar en las frases. Se continúa girando en torno al “volver a los ritos = restaurar el capitalismo”,etc. Xía deshoja el boletín en español y subraya palabras desconocidas como quien hace un crucigrama.
-¿Hay reunión política el miércoles?-pregunto.
Ü levanta los ojos al otro lado de la mesa.
-No. Sólo hay una circular explicando la manera de movilizar a las masa para la crítica a Confucio y Lin Piao.
-Oye, Ü, las masas aquí ¿no hacen movimientos espontáneos?
Mirada interrogante.
-Sí-explico-Por ejemplo, los estudiante, los obreros, en España y en otros países hacen manifestaciones ahora delante de la embajada de Chile para mostrar su posición.
Ü ha comprendido. Niega firmemente.
-No. Aquí no se hace así. Como el Partido lo dirige todo, si la célula de la Liga de la Juventud, por ejemplo, dice que se hace manifestación, se hace. Si no, no.
-¿Y si las masas piensan que lo que hacen es justo?
Ü hace memoria.
-Bueno, durante la Gran Revolución Cultural las masas no hicieron caso de la línea errónea de los cuadros del Partido y pasaron sobre ellos para seguir directamente, la línea que les marcaba el Presidente Mao. Es lo que se llama ir contracorriente.
Lo que decía Octavio: “Cuando todo el mundo vaya contracorriente, yo iré contra corriente”. Naturalmente la lógica de sistema es tan lúcida e irrefutable para Ü como lo contrario para mí. Me siento aplastada por mi total incapacidad para comprender el proceso de estas revoluciones organizadas. No es solamente incapacidad; es una ola de rebeldía que me sube cada vez, que se me estrella en los dientes. Oh, los enormes monumentos, las enormes palabras, las vastas salas, las enormes ideas, los monumentales adjetivos, la grandeza inhóspita de la gran China.
Buscando una dimensión humana asequible, me vuelvo hacia Xía y Shun.
-A mí me preguntáis cosas. ¿Por qué yo no puedo hablar con la gente de las cosas que no comprendo sobre China?
Xía me mira con su sonrisa sin nubes.
-Pero es que tú debes conversar con los responsables porque ellos tienen un alto nivel teórico.
-¡No me importa el nivel teórico! ¡Yo quiero hablar de persona a persona!.
Estoy excitándome. Me excito fácilmente en los últimos tiempos Xía y Shun cruzan miradas de
conmiseración. Me odio a mí misma Heme mendigando, pese a que me propuse no hacerlo, mendigando una conversación de tú a tú, una relación humana. Es inútil.
Así, cuando, minutos más tarde, Kuo se obceca en asegurarme que el horario está ya hecho y que no hay espacio para que yo pueda dar una charla semanal a los alumnos sobre España y América Latina (su nivel cultural es lamentable), que no puedo ponerles canciones sin que las letras traducidas al chino hayan sido previamente autorizadas por la dirección, siento venir la cólera recocida día tras día por tantas mendicidades, por tantos rechazos. Se quiere controlar cuanto hago en clase con los alumnos, estos alumnos de veintitantos años cuya puerilidad me asombra y me asusta. Tuve la desafortunada idea de comentar con el profesor de alemán, Berth:
-Me preocupa la mentalidad de los alumnos. Parecen, salvo excepciones, de un nivel de madurez bajo. Creo que si se les sometiera a un test daría una edad mental cinco o siete años menor de la física.
Berth sacude la cabeza con una gentil sonrisa.
-No. Eso es un fenómeno corriente en los países del tercer mundo, los jóvenes parecen más infantiles. Ya sabes que los test son en realidad reaccionarios, sobre todo lo del QI (Coeficiente intelectual),los tests están cargados de connotaciones culturales…ideológicas…
-Si,. lo sé. No digo que un test reflejaría el QI real, no digo que haya inferioridad intelectual, sino una falta de madurez de juicio de análisis, que me preocupa. Se diría que tienen catorce años.
-Ya lo discutiremos otro día.
Y Berth, por confesión posterior propia, me excomulga desde ese instante. Sin embargo lo que yo veo cualquiera puede verlo, una puerilidad real que viene forzosamente del tipo de educación, de la carencia de iniciativa, responsabilidad. La inhibición absoluta del factor sexual tiene sin duda un papel importantísimo en lo que se presenta al exterior para mí en comportamiento pueril. Los cambios de impresiones con los demás profesores extranjeros han dado un panorama parecido en muchos centros.
En la clase nocturna de chino en el hotel. Hoy sólo estábamos cuatro de los veintitantos. El profesor chino continúa aplicando un abominable método pedagógico, libresco, Las clases de chino del Hotel de la Amistad están previstas para que nunca podamos hablar chino.
Volviendo a Confucio y Lin Piao, las comparaciones siempre son tediosas, y aquí a escala planetaria. Durante meses el catecismo de turno ha remachado que el poema que-dicen-tenía Lin copiado, El caballo celeste vuela solo y sin rival, significa sin lugar a dudas que Lin quería restaurar el capitalismo y hacerse Presidente o Emperador de la dinastía Lin. Entre las caricaturas que proliferan, las más usadas son las de un Lin esquelético, calvo y apepinado, enarbolando banderas raídas o intentando montar en jamelgo. Por cierto, al volver a mi apartamento me he preguntado si debo retirar prudentemente el grabado del caballo alado, esa soberbia imagen de la libertad, con el casco apoyado en una golondrina en vuelo. Lo tengo clavado en la pared, frente a mi cama. ¿Si hay una segunda Revolución Cultural…?
27-febrero-1974
Nueva sesión de mendicidad. Xía me dice en el pasillo, con su expansiva gracia shanghailesa:
-¿Estás muy solita?
Mal momento para emplear el diminutivo. Es un golpe bajo en esta situación, en la que me veo a veces tropezando ex profeso con la gente para sentir a alguien materialmente. Xía empalma:
(¡La ocasión, la ocasión!)
-Yo también estoy muy sola. Quizás podríamos salir juntas alguna vez.
-Pues…habría que preguntar a Ü, la responsable.
-¡Los responsables! ¿No se puede ir conmigo sin preguntar a los responsables?
-Sí, claro… Pues habrá que preguntar a un responsable…
Tiro la esponja, pero la recojo poco más tarde porque hoy me quedo a comer. Xía come sola.
-¿Almorzamos juntas?-pregunto.
-Es que almuerzo en mi casa.
(Mendigo, mendigo miserablemente)
-Puedo llevar mi comida-apunto.
-Es que es costumbre que los profesores extranjeros coman en el comedor.
Ahora sí la esponja va a parar a varios kilómetros de distancia.
Y siento la ira subir, la agresividad imponerse, la hostilidad que se esparce como la tinta de un pulpo. Es un entramado de rechazos, aislamientos, sonrisas corteses e implacables, gestos esquivos, miradas curiosas y huidizas. El domingo, en una callejuela un crío lloraba rabiosamente mientras otro algo mayor le observaba con cara de pocos amigos. Al apercibirme, el mayorcito dirigió de inmediato una advertencia tan severa al otro que el llanto cesó en seco, y así, cuando pasé a su altura, el mayor compuso en lugar del gesto duro y autoritario, una sonrisa de bienvenida de excelente calidad, mientras el pequeño esbozaba otra menos lograda.
1-marzo-1974
Algunos de los comentarios que hice sobre la segregación de los extranjeros, junto con las mejoras que intento llevar a cabo en la sección de español, han debido calar arriba. Ü me explicó que podían ayudarme a aprender chino, organizar paseos. No pude menos de expresar con cierto desgarro que me resultaba difícil salir con un desdichado que tenía que acompañarme porque le había correspondido.
-No-me dice Ü-Puedes, por ejemplo, venir a casa de los profesores a comer cuando quieras, a la mía. Sólo hay una habitación. Es muy pobre.
-Y ¿cómo te crees que era mi casa cuando era chica? Ni calefacción ni ducha ni agua caliente, y cocina de carbón. Yo no sé cómo os imagináis que vivimos todos en Europa.
-Puedes venir entonces a mi casa.
Con recelo avanzo:
-Bueno…Hoy iba a quedarme a comer aquí…
-Entonces ven. Estoy sola con mi hijo.
-Y tu marido supongo.
-Mi marido murió.
-Perdona. Yo no sabía. Perdóname.
El rostro redondo de Ü, al que la sonrisa tímida, y amable rejuvenece pese al abanico de arrugas en torno a los ojos, se arrebola, empiezan a temblarle los labios y se le llenan los ojos de lágrimas mientras balbucea:
-Oh, con el estado socialista no tengo problemas materiales. Cuando él murió, de resultas de una operación, el Partido ya me dijo que no me preocupase. Los dos niños tienen cuanto necesitan, estudian, pero en lo moral nadie puede hacer nada.
Mirándola, también se me escapan unas lágrimas y unas palabras porque comprendo.
-Yo también perdí a mi marido. Hace un año.
Y, viendo mi reacción, ella no tiene vergüenza de la suya.
Comemos juntas. Se une la camarada Gorda; su marido no viene hasta la noche y el bebé está en la guardería. De todas maneras los chinos rarísima vez están a solas con un extranjero. Siempre se arreglan las cosas de forma que haya al menos dos o más, que no se le pueda acusar un día de reuniones secretas.
El hijo pequeño de Ü está en Janchow, con la abuela. El otro llega, no me mira gran cosa, come rápidamente y se va a jugar. La casa de Ü se reduce a una habitación espaciosa. Los matrimonios con un hijo de más de catorce años tienen dos cuartos. Si hay seis personas en la familia, tres. Al lado hay una cocinita con su fregadero. Las bombillas sin pantalla, la pintura maltratada y el cemento del suelo dan a los interiores chinos generalmente un aire mísero, pero hoy la ventana amplia, el sol y el buen calor del radiador animan. Los objetos son los mismos que en todas las casas que he visitado, y colocados en la misma disposición. Hay un excusado para tres familias, y en una casa de duchas que funciona una o dos veces por semana en el exterior.
En veinticinco minutos Ü pone huevos con espinacas, pescado, adobado, trocitos de cerdo con verdura, y arroz, de grano largo, excelente.
-Viene de la granja del instituto.-me explican-Los centros de enseñanza están unidos a una granja que les abastece y donde los profesores y alumnos van a trabajar.
Me gusta mucho una salsa espesa, roja, con tropezones de carne. Pregunto:
-¿De qué está hecha esta salsa?
-Con vinagre, azúcar y orina.
-¿?(¡!)
-Orina…No, !harina!.
-Ah.
Al terminar, barre las migas con una escobilla de palma sin mango, como las de los pueblos de España, y friega cacharros, sartenes y cacerolas de fondo ovalado, que me recuerdan a los utensilios de la prehistoria que he visto en los museos.
Y entonces el color de la charla cambia, y en los ojos, en la expresión de la camarada Gorda veo algo que no me es desconocido, lo he visto, sí, en el rostro de Hao, en Sian, aquella vez que, creyéndome borracha, me preguntó cuando estaba tendida en el sofá Rosúa, ¿cómo se porta contigo la camarada Mei?. Es la expresión de la segunda intención, de la representación cuidadosamente preparada a la que lo demás ha servido de prólogo. Con un brillo extraño en los ojos, ambas mujeres me explican que lo que los extranjeros llaman falta de libertad en China no es sino las necesidades de la planificación de la economía y del socialismo; así la separación de matrimonios por razones de trabajo, la planificación de nacimiento. Defienden con encarnizamiento las tesis oficiales, también el que las mujeres deben estar naturales, no arreglarse, el que la prohibición para los extranjeros de alojarse en los mismos lugares que los chinos es pura deferencia y no voluntad de apartheid.
Cogida entre las dos, me limito a escuchar este mano a mano pro sistema, cuya gestación veo con claridad cristalina. Las muchas veces que no me he mordido la lengua (¿No repiten siempre las citas de Mao Hablar francamente por delante?; pues bien, si alguien hace trampas en su juego serán ellos, no yo, que pienso jugarlo hasta el final acogiéndome a la sinceridad y espíritu de crítica que predican y que es una de las formas esquizos típicas suyas), el no haber escondido jamás que escribo porque siempre lo he hecho y esta experiencia es preciosa, y que mi opinión es libre, mi desesperación evidente por obtener una relación auténtica humana, todo ha sido objeto de comentarios, informes a los responsables. De ahí las inesperadas ofertas, la invitación de hoy, convergentes en este triste show, este lamentable y recalentado acto de fe con el que se están ganando unos puntos positivos en el fichero político. Y este ardor, demasiado ardoroso, estos ojos demasiado brillantes, esta convicción demasiado, hasta qué punto demasiado, total.
Cumplido el expediente, pasamos a conversar sobre las minorías nacionales. Los uigures son de raza blanca. Ah, ¿y qué es eso de blanco?. Pero tú eres blanca y nosotras no. Qué va; mirad. Me arremango, comparamos. Su piel no es más morena que la mía (los del norte no tienen nada de amarillos) pero la de ellas sí es totalmente lampiña en brazos y piernas. Sus cejas, ralas, y el cabello fuerte y tieso, son el opuesto de mis cejas negras y compactas y pelo vaporoso. Enseño la tripa para que comprueben que ahí no tengo pelos. Comentarios. Risas. Por unos momentos forma parte de un clan, el único que me será accesible en China: el de las mujeres.
En el despacho, Mo me explica lingüística mientras tomo notas Mo vive la Historia que me cuenta, la Historia de China, los sudarios de jade cosida con hilos de oro para la familia imperial, y de plata para los nobles, la transición fonética de las sutras budistas del sánscrito al chino. Cuando le ruego que me acompañe a un museo y me explique, se evade discretamente.
Ceno en la cantina de la comparativa y, ¡oh milagro!, trabo conversación con un soldado y un muchacho. Rebusco el viejo vocabulario aprendido en Sian. Siento a mi espalda que las frases que acabo de decir están dando la vuelta al comedor. Es española Vive en el hotel de la Amistad. Por supuesto no pierdo ocasión de decir, que no me gusta el hotel y que no quiero comer allí, sino mezclarme con los chinos. Un muchacho con gafas se sienta a mi mesa y se pone a conversar conmigo. Es maravilloso. Hablamos. ¡Hablamos!.
Alguien viene, un hombre maduro. Dice algo a espaldas del muchacho. Un segundo después el chico se levanta y se va.
Paseo por el borde de la carretera. La primavera se acerca a pasos agigantados, está en el aire, se destila de la luna, puja en los árboles, bajo la corteza infinitamente seca de la tierra. Pasan bicicletas con el niño que acaban de recoger en la guardería, con una cesta de comestibles, la bolsa de red y la col, con el viejo expando la pipa, con los amigos pedaleando a la par y charlando. Una vuelta del trabajo ciertamente más apetecible que las históricas horas punta europeas. Los altavoces de una comuna cercana difunden un artículo de crítica a Lin Piao y a Confucio. En la cantina, hoy he vuelto a gustar durante unos minutos al sabor auténtico, que paladeé en Sian, de la vida real china, del contacto con estas personas que trabajan a fondo pero sin carencias infernales, que viven el orgullo, ingenuo pero sólido, de autoabastecerse y habérselas arreglado a fuerza de puños. De nuevo he tocado las elementales condiciones de estos profesores que hacen el mismo trabajo que yo y ganan la novena parte de mi salario, y he tocado la sonrisa, la amabilidad, el oro en polvo más allá de la desconfianza, la ignorancia del extranjero y la esquivez. Si pudiera aislarme entre ellos como en Sian, sin la vida carcelaria obligada de allí, sería perfecto, porque a esta gente de la que todo nos separa vine a buscar, no las rejas del hotel al que debo entrar, la lengua que no puedo practicar, los resbaladizos y pálidos burócratas, la Oficina de Extranjeros, el apartheid.
Junto con el grupo de franceses y la pareja alemana, suscribí una petición, dirigida al Buró de Expertos, pidiendo se aplicaran las directivas de Chu En-lai del 8 de marzo pasado, que se nos facilite la integración con la gente media de china a los que deseamos permanecer en un tipo de vida selecta. Para ello, solicitábamos, entre otras cosas, alojarnos en casas chinas de barrios corrientes y que se nos autorice para llevar a cabo encuestas en pequeños grupos que nos permitan realmente conocer el sistema socialista chino, y no las multitudinarias visitas del Hotel de la Amistad.
Dos meses después, el Buró nos cita. Cuando entramos en la sala ya están allí los responsables, con las sonrisas recién pintadas, las chaquetas abrochadas hasta el último botón. Por supuesto es puro teatro y lo del centralismo democrático, cartas y peticiones, una completa pérdida de tiempo. No sé si los franceses creen aún en ello, puede que sí, aunque ya se les está arrugando y destiñendo a muchos el Librito Rojo. Los latinoamericanos se carcajean con sarcástica acidez de este cantor. No se trata sin embargo a lo que a mí respecta de candor, sino de jugar al juego de os chinos hasta el final, como si lo del internacionalismo, vida sencilla, expertos venidos a construir el socialismo, amigos de China, etc, fuera cierto, contemplando la distancia estelar entre el dicho y el hecho. Aunque a nivel interno sea duro, a nivel intelectual es una increíble materialización esquizofrénica.
El alto responsable sorbe un buche de té y comienza. Larguísima introducción empedrada de tópicos, citas de Mao. Palabras , palabras, palabras. Clichés, clichés, clichés. No hay nada que hacer. Vivir en el hotel y someterse a su reglamento.
-¿Son todas nuestras relaciones con chinos administrativas?-pregunta Joseph
-No-responde el jefe-son de camaradería y amistad, pero hay que seguir el reglamento (reglamento que, por cierto, nadie ha visto jamás y los chinos se encargan bien de mantener brumoso, oral, ocasional. El reglamento en China no es otra cosa que la voluntad y disposición del Partido en cada caso tal y como le parece mejor y sin posibilidad de recurso).
Neto. Todo contacto con chinos está reglamentado, jerarquizado y controlado continúa y minuciosamente. Versión de cinco estrellas del apartheid, negros de lujo, chimpancés, portadores de venenosos virus ideológicos.
2-marzo-1974
Me dan a corregir los profesores de mi sección un texto en el cual el padre-que está contando a su hijo las amarguras de su vida pesada, en el período antes de la Liberación,-tenía a los dieciséis años una hijita de cinco. Cuando protesto con tan inverosímil precocidad, lo corrigen, pero me cuentan que en el pueblo de con los profesores había dos hombres que se casaron a los doce años con muchachas de catorce o quince, y uno de ellos tuvo un hijo a los catorce años. No sólo se practicaba en la China tradicional la costumbre de las novias-niñas, sino, sobre todo entre familias pobres del campo, la de los maridos-niños. Mediante la compra-boda, la muchacha incorporaba su fuerza de trabajo al clan marital mucho antes de que su esposo mereciera tal nombre.
En el instituto nº 2 la resistencia pasiva a la innovación, el peso de la inercia, están evidentemente respaldados por una política general de la dirección. Hay que comprender que este pavor de manifestarse, de responsabilizarse, nace de la insoluble contradicción de un sistema que pide iniciativas y opiniones pero, al tiempo, no soporta que éstas se desvíen lo más mínimo del cuadro y las directivas por él marcadas. Es seguro que durante la Revolución Cultural los hoy ultraizquierdistas de mi instituto pasaron por rojísimos y maoizados hasta la médula, de la mano de Lin Piao. Posterior arriada de velas y ducha fría. ¿Quién es el valiente que se arriesga a convertirse en carne de crítica? La dirección del instituto es, por supuesto, repulsiva y enjuta de neuronas, pero es perfectamente fariseo enconarse hoy contra los rescoldos de los grandes fuegos que atizó Mao el primero en 1966. Sin embargo yo también me defiendo a base de citas de Mao, por la muy simple razón de que es la única forma posible, y clamo por su revolución educativa y por la crítica y el dinamismo. En cuanto a los franceses y la pareja alemana, el grupo con quietudes políticas e iniciativas, el caso es mucho más simple: En la más pura ortodoxia del sistema-y con el más lisiado espíritu crítico-ven en cuanto negativo nos rodea manifestaciones múltiples del Mal, de los malvados que actúan en la sombra contra el indiscutiblemente bueno y perfecto Mao y sus enseñanzas infalibles, que se abren paso como el sol entre las tinieblas. A veces me sorprendo a mí misma jugando este juego ilógico con el mismo convencimiento que ellos, quizá porque es tentadora su comodidad intelectual; el razonamiento maniqueo, metafísico, es mullido.
Nunca me había sido tan omnipresente el peso de la censura. Ya no se trata de que los textos no sean contrarrevolucionarios, es de todos ellos deben de ser explícitamente revolucionarios, es decir, emplear la reducida gama de clichés. Los alumnos embuchan diariamente artículos del Renmin Ripao aparecidos en español en los boletines de Sinjua, o en Pekín Informa. También se regalan con algún milagro de Lei Feng, el santo boy scout del régimen, o con alguna bienaventuranza de Mao. Nunca vi enseñanza alguna que dé menos posibilidades de elección y de crítica.
Los profesores, y con ellos quiero decir los responsables, Ü, Kuo, Shi, y, a través de ellos, Ju y Li, se oponen a que se emplee el material grabado, las canciones, en mis clases. Los alumnos son más circunspectos que los que tuve en Sian. Lo mismo que hay un Shi entre los profesores, hay su agente secreto entre los alumnos. Es un chiquito con gafas, sonrisilla algo estirada. No hace falta gran astucia para darse cuenta de que él es el responsable de la clase; basta ver a los otros dejarle la palabra y la iniciativa.
Hay algo mentalmente alarmante que se está produciendo collares de individuos. Tras la crítica del documental sobre China de Antonioni, que sólo han presenciado los cuadros de algunas instituciones y que criticaron millones de chinos que no lo han visto jamás, apareció en Francia un film humorístico de Yean Yanne, Les chinois à Paris, parodia del comportamiento de los franceses durante la ocupación de un ejército enemigo; se escogió un ejército chino, haciendo su entrada con flores de papel. Protesta oficial de la embajada china en París y petición de que sea retirado tal film de la pantalla. Negativa del gobierno francés en obediencia a la libertad de expresión. Indignación de los maoístas franceses del Hotel de la Amistad, que apoyan sin reservas las acciones llevadas a cabo por los maoístas de París-tirar tinta a la pantalla del cine, boicotear la presentación de la película, etc- El Diario del Pueblo empieza ya a empalmar las diatribas contra Antonioni con las de Yanne, con un fondo de conspiración anticomunista internacional llevada a cabo contra la República Popular China por los reaccionarios envidiosos. Ni una vez de la forma más mínima se han planteado los responsables hacernos un análisis real de las películas criticadas. El argumento del turbio designio imperialista, del complot exterior, descarta toda crítica de contenido. Esto me recuerda a la conspiración rojo-masónica internacional contra nuestra patria denunciada por mi querido Gobierno.
En cuanto a la atmósfera, Pekín está como de costumbre. Se critica de dos a cinco a Confucio, Mencio y Lin Piao. Se leen y escuchan artículos mil veces repetidos. Los escolares desfilan en bocamanga roja, en perfecta formación de a tres.
Pekín polvoriento, canaliza la muchedumbre innumerable de los domingos. Matrimonios con el bebé, pintorescamente embutido en capa y capuchón de raso brillante y gorrito orejudo. Niños, muchos niños, y eso que hay control de natalidad, algunos con la cabeza envuelta en un pañuelo de gasa, como se hace en otros países para amortajar y aquí para preservarlos del aire polvoriento y frío; reyecitos que jamás lloran, que van como pequeños budas en carricoche de bambú de ruedas estrepitosas, o, aunque ya sean crecidos, a espaldas de sus padres, tiernamente engalanados de todas las fantasías proscritas a los adultos. Chicos y chicas pasean, sin mezclarse, dos a dos o en grupos cogidos del brazo, de los hombros o por la cintura, con las manifestaciones de afectuosidad entre jóvenes del mismo sexo típicos de los países en los que existe separación fuerte entre los grupos sexuales. Se compra en las tiendas rebosantes, se toman helados, se escuchan, se carga al niño cansado a la espalda, y no falta, frente al nuevo Hotel de Pekín, en construcción, el eterno grupo de curiosos observando atónitos los veintiún pisos.
En el Museo de Arte Popular no se me permite la entrada. Me vuelvo. Un grupo de muchachos que marcha a mi lado canturrea algo con sorna. Mientras que el extranjero represente bien y según las normas su papel de extranjero, se traslade en coche, visite los monumentos y fábricas previstos acompañado por guía chino, todo va bien y goza de las sonrisas, aplausos y deferencias estipuladas por el sistema. Pero cuando se pasea solo como yo, vestida con las botas y chaqueta chinas, se siente en bancos públicos, entre en restaurantes populares, entonces las reacciones que encuentra no son las oficialmente amistosas. Bajo la fina capa de comportamiento gestual establecido hacia los honorables huéspedes y amigos de china aparece la extrañeza, el desagrado, la burla, el recelo hacia este extranjero no suficientemente oficializado, no bastante diferenciado, que no observa su estatuto estricto.
¿Cómo negarlo? Jamás he visto ni podido imaginar un condicionamiento mayor, más generalizado, más absoluto, un panorama más reducido mentalmente, con posibilidades de elección más escasas, con una desecación tal de todo lo que no está en los cauces establecidos. El desarrollo físico de esta nueva generación, mis alumnos, los que veo por la calle, es excelente. Honradamente, no podría decir lo mismo del desarrollo mental. Las nucas uniformemente rapadas parecen transparentar cerebros tonsurados, voluntades a las que el múltiple ojo y boca de la vigilancia y de la crítica minó en su base e hizo caer, igualó como un bulldozer. Bocas distintas modelan incansablemente las mismas frases, avanzan las mismas propuestas, responden uniformemente. China, el país más aislado del mundo y el más antiguamente cuadriculado por la administración y la jerarquía, inventora del papel y con él , quizá, de la burocracia y del letrado. El hambre endémica ahogó las rebeldías de las multitudes, las sacudidas de los vasallos. Ningún país estuvo tan aislado jamás: Al oeste, llanuras infinitas que se estrellan al pie de la muralla más alta del mundo, el Himalaya. Al este, el más ancho espacio de océano, la distancia de agua que media entre la costa pacífica asiática y la americana.
La creación del hombre, la Sixtina, la mano de Jehová rozando la del hombre tendido para infundirle la vida. El brazo de Asia tendido, avanzado hacia el estrecho de Bering, rozándolo. El arco del continente americano que recorrieron tal vez tribus asiáticas llegadas hace treinta y cinco mil años, y que descendieron de norte a sur estableciéndose algunas al principio, otras en el pasadizo central, muchas en las cálidas tierras de América del Sur, mientras que quizá las últimas desembocaban tenazmente en las regiones heladas de la Tierra de Fuego.
5-marzo-1974
Sesión de educación política en el instituto. Interesante narración de un obrero de los sufrimientos de su vida pasada. De vuelta al hotel, Lucía me cuenta, consternada, que han negado a Joseph el permiso para acompañar a sus alumnos en 5-marzo-1974
Sesión de educación política en el instituto. Interesante narración de un obrero de los sufrimientos de su vida pasada. De vuelta al hotel, Lucía me cuenta, consternada, que han negado a Joseph el permiso para acompañar a sus alumnos en el período de trabajo manual en la comuna. Joseph se ha rasgado las vestiduras, ha invocado el internacionalismo proletario, y, como de costumbre, ha redactado una carta pidiendo explicaciones. Imagino que en su día publicará varios volúmenes de borradores.
Recuerdo, en mi habitación, la sesión política, la historia del obrero: no olvidar nunca la lucha de clases, tener presentes las amarguras del pasado. Las alumnas han comenzado a llorar a las pocas palabras. La muchacha que estaba a mi izquierda tenía el brazo apoyado en el respaldo de la silla de delante y goteó en silencio durante toda la sesión. Era una muy triste historia, en efecto, semejante a las muchas que he escuchado ya en los relatos de amarguras: infancia mísera, enfermedad, explotación, mendicidad, malos tratos, nueva vida tras la Liberación gracias al Partido. Termina el obrero su exposición, y en segundos las lágrimas se secan, los rostros sonríen, y muchachos y muchachas salen al patio haciendo botar los balones. Esas lágrimas, qué pronto salían y qué pronto se secaban.
7-marzo-1974
Como mañana, ocho, es el Día de la Mujer (el del hombre continúa siendo, como en el resto del globo, los 364 restantes), hoy por la tarde ha habido en el instituto discursos al respecto, pronunciados por profesores y cuadros. Ni una palabra concreta. Lin Piao, vida en la antigua sociedad, construcción del socialismo, aumento de la producción gracias a la mujer… Cada conferenciante, fuera quien fuese, subía al estrado para hacer acto de fe de las tesis oficiales del Partido, repetir consignas continuamente repetidas, ganarse una buena nota. De la mujer en sustancia, nada. Igualmente decepcionante reunión con el subdirector y los profesores extranjeros. El vicedirector ha hecho así, en la intimidad, un amago de autocrítica con la que sale del paso respecto a las quejas de los profesores, y todo, él el primero, queda como estaba.
El infinito Aburrimiento, la Monotonía y la Repetición. Recuerdo de las consignas de Mayo del 68 en París; aquí es las antípodas de estar en parte alguna, con nadie del hotel. Los latinoamericanos hace tiempo que se inhibieron con sarcasmo, los maoístas pasan airosamente sobre estas constataciones cotidianas, la vista fija en mañanas que cantan–espero que no canten todos lo mismo-y ya me tienen marcada con el signo de Satán. Los observadores observan desde la barrera y tejen una vida de regreso de hormiguita. No puedo decir ni siquiera una expresión espontánea, ni un conato de análisis.
10-marzo-1974
Ayer cené en el apartamento de Joseph y Lucie, que habían invitado a un matrimonio chino de su escuela. Él y su mujer, una tímida muchacha de largas trenzas que, por supuesto, no fumaba ni probaba el alcohol, comieron con prudencia su primera comida occidental. Les mostramos el manejo del tenedor y del cuchillo, les enseñamos a partir los filetes. Joseph hubo de untar con el cuchillo la mantequilla en el pan de la muchacha, que no acertaba. Aunque se mantenían evidentemente cohibidos, él habló bastante y contó que su sueldo no había variado desde hacía trece años, pero que la carne, que costaba entonces cuatro maos el medio kilo (cuarenta fens) ahora estaba a nueve maos (noventa fens) el medio kilo [2].
Al escuchar a los chinos hablar de Confucio, me salta a las vista la fuerza de los ritos en este país. Mencio escribía: Lo que importa en un Estado es, primero el pueblo, luego los altares y los ritos. Esas palabras valen para la China de hoy, vertebrada en su increíble ritual colectivo. El papel de Mao Tsetung en China recuerda extraordinariamente al del Corán en el mundo islámico. Se diría que todo está hecho por, con, para él.
Cuando Octavio decía que la política es para los franceses un deporte intelectual, generalizaba desde luego. No he trabajado en vano en Francia y en Bélgica. Sé apreciar la ayuda, el apoyo de la militancia de gentes que no sabían de mi sino las dificultades que atravesaba y la condición de los inmigrados. Y sin embargo ¡qué pocas, qué mínimas afinidades entre este grupo de activistas-intelectuales acomodados de izquierdas y el tercer mundo real del hotel!. Arquitectos, profesores, psiquiatras… todos encontrarán a la vuelta lo que dejaron tras este paréntesis. Así pueden tomar frente a China cierta distancia y emplear el consabido lenguaje maoísta estilo Humanité Rouge. Tienen la apertura y facilidad de trato típicas de su país en superficie; y también ese egoísmo tan definido y sentido cuando algo o alguien puede estropearles sus proyectos, quitarles sus minutos.
Llegan con el impecable equipo fotográfico-objetivos, filtros, teleobjetivos, duplicador…-, el aparato de diapositivas, la grabadora-reproductora. Todos son expertos en manejarlo. China va pasando lentamente a las cintas, a los clichés.
Asombro general.
Frecuentarlos era jugar a la cenicienta tercer mundo, y yo me prestaba a ello con ironía, pero también a veces con un sentimiento de amargura. ¡Cómo daba marcha atrás su socialismo en los pequeños detalles de la vida cotidiana! ¡Qué nulo interés por los demás y qué poca generosidad de corazón! Sentía yo con ellos lo mismo que han sentido tantos otros compatriotas míos frente a esta burguesía progresista y su egoísmo inconsciente, frente a su criba y selección cuidadosa de las acciones y de los individuos, y algo en mí se reconoce, a través del gusto de humillación, en otros emigrantes de París, de Bruselas.
11-marzo-1974
El café de la Paz, restaurante occidental. Por una comida completa con vino y café pago dos yuanes. El público del piso bajo está compuesto de soldados, mujeres solas o con sus bebés, jóvenes esbeltos. No viene aquí cualquiera. A mi mesa se sienta un anciano de cabeza soberbia, de marfil viejo, y ojos chispeantes, con larga, fina barba blanca. Come minuciosamente su pan con mantequilla, el pescado al horno, el café con leche. Al terminar, coloca como los demás en una fiambrera el pan sobrante. Cuando se levanta, el cuerpo tembloroso y el paso vacilante descubre una edad mucho más avanzada que la cabeza espléndida dejaba presumir. Se despide de mí con una exquisita sonrisa de cortesía.
Entra una muchacha de aguileño perfil mongol, trenzas recogidas en la nuca y piel satinada; una belleza del norte acompañada de un muchacho. De vez en cuando entran también europeos, que se dirigen al piso de arriba, destinado a extranjeros y al que he rehusado ir. Este es el último resto de Occidente, de un Occidente muy teñido de ruso, y algo hay de almacén de decorados en la composición del local y en los platos: Pastas al horno, pescado con bechamel, chucrute, fondue.
11-marzo-1974, noche
Sachiapán, ópera modelo de Pekín. Siniestra reputación de ser la peor posible. Trabajan muchas vedettes. Guerra antijaponesa. Soldado herido que cuidan en casa de una campesina. Ésta cuenta su vida y la muerte de sus hijos por hambre. El Partido Comunista es para nosotros el sol canta. Traen arroz para la anciana los soldados comunistas, cuidan a los heridos y vuelven al frente.
El principio no está mal. Bastante estereotipado, como siempre, con colores pastel, pero agradable. Los japoneses llegan arrasando e incendiando. Escena de japoneses y colaborador. La propietaria de la casa de té esconde a los refugiados. El Ejército del Kuomingtang colaboraba con los japoneses y en él se halla el hijo de un terrateniente del pueblo. El gordo comandante japonés trabaja formidablemente. Hay escenas muy conseguidas, como una en la que cada cual canta sus pensamientos por la escena. La propietaria de la casa de té intenta alejar a los japoneses. Mientras tanto es trasportado a su casa un herido del Ejercito Rojo-impecable y limpio- y dos soldados van a la ciudad a buscar medicamentos.
Es fusilado por los japoneses un militante del Partido. También diezman a los habitantes del pueblo. El gordo se casa e invita a su boda a la astuta propietaria de la casa de té. Mientras tanto la anciana madre de un resistente injuria entre rejas al Kuomingtang. Hay una apoteósica lucha con acrobacias tarzanescas. Los japoneses y colaboradores, totalmente verdes, son arrinconados en el suelo bajo las botas y miradas despectivas del pueblo y de los milicianos.
12-marzo-1974
Se discute en mi sección sobre al selección de textos.
Comprendo. Para mí es fácil y elegante lucir mi libertad de juicio, de opinión, pero ellos van a ser blanco de mil críticas y observaciones. Es fácil reprocharles que se guarden las espaldas frente a los que tienen el poder de criticarlos, y que se refugien en los trillados caminos ortodoxos del universo anticapitalista caricatural que es la imagen transmitida a los alumnos por la mayor parte de los textos. Ciertamente estos textos no permitirán el desarrollo de las facultades de crítica, creatividad ni iniciativa tan cacareadas, que brillan por su ausencia, pero los alumnos no tienen poder, conocimientos ni categoría para reprochar a los cuadros de la sección la insipidez de la enseñanza que les nutre, su pobreza mental. Miro a Shun, a sus ojillos ratoniles y al leve sonrojo que se le viene cuando afirma con una sonrisa crispada:
Y siento una mezcla de comprensión clara de su limitación de movimientos y de vergüenza al percibir el encuadre y los límites de la cultura en China.
Hablamos luego de la imposibilidad de estar en desacuerdo con un editorial del Diario del Pueblo o de Bandera Roja.
Bueno, es el principio de autoridad y la infalibilidad en fe y costumbres en todo su esplendor. Creo que está claro. Cuando el Partido pone en el escaparate ideológico un zapato del cuarenta, todos los chinos deben calzar un cuarenta, tanto si su número real es un treinta y seis como un cuarenta y ocho. El esquema sigue la ley de la gravedad: de las cimas teóricas cuyo Everest es Mao, descienden las verdades que creer, meditar y adoptar. La gente escucha, digiere, teniendo bien en cuenta que en lo que se llama en chino discusión no hay nada de lo que nosotros entendemos por tal, sino exégesis en la que se reflexiona sobre las mejores formas de asimilar lo propuesto y ponerlo en práctica, pero sin absolutamente ninguna posibilidad de oposición, contestación o abstención.
15-marzo-1974
El quince de marzo ofreció un espectáculo insólito, un olor olvidado a tierra; no, tierra no; a polvo mojado. Es la lluvia que no se había visto caer desde hace cinco meses. Vamos a presenciar un verdear supersónico.
El sol sale y se retira, borrando y volviendo a trazar sombras pálidas sobre el suelo ocre. Gorriones vivaces, supervivientes del genocidio de años pasados, se balancean en el laberinto sin podar de los castaños.
En el instituto, la resistencia y el control por parte de la dirección llegó a su apogeo cuando, tras haber advertido repetidas veces que íbamos a tener el miércoles clase para los profesores con diapositivas, al llegar con ellas y la clase preparada, se me dijo que Ju y Li prohibían a los profesores chinos ver esas diapositivas. Me las había prestado Joseph, eran vistas de París, de calles, tiendas, tráfico, casas, mercados, con lo que hubiera podido hacer un comentario de vida cotidiana y urbanismo y hacer hablar a los profesores, labor siempre penosa. ¿Explicación? Que en otros centros no se hacía (manifiestamente falso) y que no estaba en el plan de español (las clases de los profesores chinos son enteramente organizadas por mí y es bien sabido que el plan brilla por su ausencia y que la falta de planificación es una de las pesadillas de los que trabajamos en China).
A mis peticiones de reunión para que se dieran directivas concretas, exactas y generales en cuanto al empleo de material pedagógico y el reglamento, si lo hay, recibí por toda respuesta el consabido Los dirigentes están muy ocupados. Tienen trabajo.
Recurrí al único medio eficaz: negarme a continuar dando clase hasta que el asunto no se aclarara, se examinasen al menos las diapositivas en cuestión-que nadie había visto-y se dieran a todas las secciones de lenguas directivas fijas, si directivas había.
Visiblemente mi actitud era insólita y absolutamente intolerable en cualquier chino.
Tanto los profesores chinos de mi sección como mis alumnos–las masas, a las que he tenido buen cuidado de explicar el problema y el porqué de mi actitud, aunque no tenían puñetero deseo de oírlo-no han hecho el más mínimo comentario. Se evita en este país la responsabilidad como la peste. Los profesores se hunden en sus papeles silabeando textos a media voz, levantándose con frecuencia para ir al servicio. Los alumnos repasan en sus clases o juegan indefectiblemente al balón (no es que me parezca que deberían jugar a la ruleta rusa, pero se están pasando con el baloncesto y el tenis de mesa).
En China no se hace generalmente fotografía en color, pero sí se pueden pintar fotos, en las que el retratado se diría en la escena de un teatro, con radiante maquillaje, fondo pastel. Las fotos de las revistas chinas ilustradas que comentábamos en Europa son de este tipo: grandes, absolutas, unánimes sonrisas, ropas escrupulosamente limpias, rutas brillantes como un espejo, adolescentes altos, fuertes, de blancos dientes y cabello al rape. Una inmensa vitrina, un escaparate ante el cual pasa y repasa cada visitante extranjero. Y tras esto, razonamientos que son pura exégesis, puro principio de autoridad, que nada tienen que ver con la dialéctica ni con el materialismo; bocas que proclamaron ayer la consigna del día y que proclamarán mañana otra en contradicción con la primera sin hacerse preguntas, perdida toda costumbre de inclinarse sobre la realidad concreta antes de sacar conclusiones. Muerte a la curiosidad, al motor milenario del ser humano. Se come y se produce, y la Summa Teológica que justifica todo es que se vive mejor que antes de que no han hecho, por lo que impiden, por lo que monopolizan, pero ¿hasta qué punto les eran factibles otros comportamientos y otros métodos?. No pienso, sin embargo, como los maoístas teológicos del hotel, que cuanto se ha hecho en China era necesario o inevitable.
16-marzo-1974
Brillante conclusión de la audiencia que se dignó concederme el camarada Ju.
18-marzo-1974
El único lugar que recibe toda clase de periódicos extranjeros es, por lo que he sabido, la Agencia China de Noticias, Sinjua. Cuando los profesores chinos de mi sección quieren utilizar un artículo como material pedagógico, deben saber el número, el periódico y del artículo, y pedir que les dejen consultar esa parte exclusivamente.
20-marzo-1974
Sopla un viento áspero en violentos remolinos amarillos. Es la rigurosa primavera de Pekín, y aun este huracán nos llega desbravado por los millares de árboles que se plantaron en torno a la ciudad tras la Liberación para protegerla y retener la capa de tierra del suelo. Miles de árboles, cada árbol un puñado de esfuerzos apretados entre tronco y tierra. Es fácil imaginar el Pekín de otrora, sus cadáveres matinales y su frío, y el viento sin fronteras. ¿Qué hubiera ocurrido si los esfuerzos no se hubiesen aunado en su momento para plantar árboles, miles, al mismo tiempo, a la misma distancia?. Toda observación sobre China hecha por un extranjero se sabe tarada por dos magnitudes que no alcanzará jamás a abarcar: la de los problemas materiales y la de las raíces del comportamiento.
Mientras tanto, continúo siendo sin duda la persona más aislada del Hotel de la Amistad. La distancia pone un escudo entre mí y lo que dejé. El recuerdo de aquel hombre es tenaz, y el deseo de él. La ternura es una quemadura persistente. Mis fotografías de boda, en Túnez, en las que parezco tan perfectamente joven y hasta bonita, están en el cajón de abajo, al fondo, y sencillamente me es imposible mirarlas. Me separa una gran distancia de todo y sin embargo no estoy en otro lugar, porque vivir en China como extranjero es vivir en la nada. Más allá de los bordes de esta isla, hay olas de distancia, crestas de bruma, y una realidad que voy limando a fuerza de días, repetición, lentitud. Mi apartamento es el mundo, y sólo encuentro respiro en la noche, cuando me tiendo en la música y en la inconsciencia de los que duermen. Bélgica, los Países Bajos, sus landas y sus cielos opalinos. Ni muero yo ni muere el pasado, y uno de los dos ha de morir.
Los profesores me explicaron hoy con paciencia el mitin de ayer. Se buscan en el instituto personas influenciadas por Lin Piao para criticarlas. Mi querido instituto, con un celo ejemplar se lanzó durante la Revolución Cultural a publicar ediciones masivas de discursos de Lin Piao y de su hijo Lin Li-kuo. Ahora, con notable retraso, la caza de brujas.
Inteligente análisis.
Por la tarde, duro golpe de acefalitis. Yo les había dado como comprensión oral un texto de Camba humorístico. Se trata de la visita del escritor a una tienda de trajes hechos en la que, tras fracasados intentos de abotonarse la chaqueta, el dueño defiende el perfecto corte de las prendas y a Camba lo único que le queda, pues, por concluir es que el mal cortado es él. Sin decirme palabra, se empeñaron en no emplear este texto, y ahora Kuo me explica.
(¡Oh, no!)
El perfeccionismo llega a grados inigualables. Educan a la gente en la debilidad mental, dándoles puré de ideas a cucharones hasta que se olvidan de emplear los dientes del cerebro.
El Pekín de esta tarde de primavera no ofrecía ciertamente el aspecto revolucionario que podría deducirse por los comentarios de la prensa occidental en torno a la actual campaña política de masas llevada a cabo en China. El que reside aquí ya cierto tiempo no puede evitar una sonrisa ante las noticias de la República Popular, noticias que, por otro lado, busca ávidamente en la prensa extranjera, ya que en lo que a situación general se refiere, se está mucho más al tanto en París o en Bruselas que en Pekín sobre lo que en China ocurre. ¿De qué podemos hablar sino del clima y la cocina, cuando un extranjero no puede desplazarse más allá de veinte kilómetros de Pekín, excepto para ir a la Gran Muralla, sin permiso especial?
Los titulares de los últimos artículos de periódicos europeos Segunda revolución cultural, Manifestaciones en todo el país, etc, evocan un oleaje de Guardias Rojos, pancartas, actividades suspendidas, gente echada a la calle. Buena parte del vocabulario político chino atañe a realidades tan distintas, tan difíciles de concebir por un occidental, que esas palabras escuchadas en Europa son interpretadas en un contexto que, por ser profundamente distinto, del original, las desvirtúa.
En el periódico latinoamericano que estoy leyendo, fotos de media plana muestran manifestaciones estudiantiles y enfrentamiento en el campus con la policía. Uno de los profesores chinos mira y me pregunta:
Con una expresión de extrañeza, examina más atentamente la fotografía y comenta el gesto, que le parece más bien deportivo, de algunos estudiantes que recogen y lanzan piedras.
El Partido Comunista lo dirige todo. En esta frase se fundamenta el sistema sociopolítico de la China de hoy. Veintiocho millones de comunistas encuadran a ochocientos millones de personas. Dentro del aparato y los cauces previstos por el Partido se lleva a cabo cuanto ocurre. Nada puede ni debe darse fuera de él, y, de hecho, no se da, porque el sistema de delación funciona a nivel de base, de taller, brigada rural, barrio, clase de escuela. ¿Que los cauces usuales fueron saltados, destruidos, durante la Revolución Cultural?. Cierto, pero para adherir a consignas lanzadas por Mao mismo en una revolución iniciada y dirigida por él.
Así pues, cuando el extranjero oye hablar de revolución en China no puede menos de pensar que este tipo de revolución programada y de programa de manifestaciones son una revolución y una manifestación un tanto extrañas. Existen los mítines de apoyo, como los que llenaron, a finales de agosto pasado, la plaza de Tien An-Men para felicitar al Partido por la Clausura del X Congreso. En cambio, una manifestación de disidentes recorriendo las calles de Pekín es totalmente inimaginable.
Puesto que nuestro Partido dirigente representa los intereses de las masas, trabajadoras, quien se pusiera en contra suya iría contra la inmensa mayoría del pueblo-responden los cuadros.
Al tiempo que el Partido da directivas, cierto es que recoge opiniones de las masas, pero en este terreno, como en otros, se cosecha lo que se ha sembrado, las ideas y hechos difundidos previamente por el vasto sistema estatal de propaganda, información y educación. Los medios de información son medios de formación, difunden, directivas. Radio Pekín dedica sus espacios a la visita de un huésped importante, a partidos amistosos de baloncesto y ping-pong, a las victorias conseguidas en la agricultura, la industria. La información no menciona jamás conflicto alguno en el interior del país, aparte de la necesidad de acabar con los reaccionarios aún existentes, que es un sinónimo para denunciar a los que de obra, palabra o pensamiento no se conforman a la directiva oficial. Cuando alguien venido del extranjero y habituado a miserias tales como huelgas, protestas, manifestaciones, etc, echa de menos las informaciones al respecto, se le responde que la sociedad china actual goza de un sistema representativo de la inmensa mayoría y que excluye ese tipo de contradicciones de la sociedad capitalista.
21-marzo-1974
España. Me parece cuando leo este nombre, cuando enseño esta lengua, que la palabra tiene una contextura especial, de madera, de esparto, de objeto antiguo, un tacto duro y seco, de escueta esbeltez. Es posiblemente la mística de la ausencia. El caso es que cada vez que me tropieza en esta palabra la vista, sus signos resuenan como golpeados por un badajo. Allá, al extremo del mapa, con su planta andarina y su aire desaliñado, terco y bravo, su perfil de rostro pensativo recostado en el mar.
En la preparación de textos para el tercer año, busqué y presenté uno sobre el entierro de Pablo Neruda en Chile, en un Santiago que acaba de aplastar la Junta y en el que el cortejo fúnebre veía empero engrosar sus filas, sus ¡Camarada Pablo Neruda! ¡Presente!
Otro texto seleccionado por mí como lectura, ha sido eliminado. Se trata de un análisis minucioso, extremadamente documentado, que tomé de una publicación seria, sobre al emigración en Europa. Lo reemplazará otro de un periódico mejicano que se titula La sonrisa china, escrito por un diplomático a lógico compás de Botafumeiro.
En fin…
Cuando se habla del extranjero en los textos, no es sino para pintar muertos de hambre y explotados hasta el esclavismo para destacar la diferencia con la feliz vida de los obreros chinos. O bien son extranjeros-periodistas de paso, visitas de cumplido, ministros-los que publican un artículo en el que se hacen mieles de China, el cual es escogido como texto, de forma que la información, el material de estudio, todo está colocado en una especie de círculo en el que se encuentra invariablemente lo que se ha puesto por anticipado, se segrega y se reembuchan las mismas tres o cuatro ideas que nutren, en cantidades industriales, un perfeccionismo y autosatisfacción sin límites, con el masivo empobrecimiento cultural, mental, humano, que esto supone. Y sin embargo este gobierno ha enseñado a leer y a escribir a una población que era en 1949 en su mayoría analfabeta. ¿Qué era realmente necesario sacrificar en la calidad para lograr la cantidad que precisaba? ¿Hasta dónde llega la necesidad y dónde comienza la imposición?
Me entero de que los alumnos se van en breve a la fábrica textil nº 3 de Pekín, a cumplir su periodo semestral de un mes y una semana de trabajo manual. Yo había solicitado en repetidas ocasiones acompañarles. Me mienten tranquilamente asegurándome que hasta hoy desconocían el inmediato desplazamiento de setenta y cinco alumnos.
Los alumnos hoy me rodean tras la clase
No pueden menos de defender automáticamente las ideas y las jerarquías que les permiten estudiar. Pero sienten que no les acompañe. Les miro. Aún cierta espontaneidad-ya poca-a tirones con los estereotipos, y siento ira por ellos. Ira porque se les nutre de textos insípidos, repetitivos, monocromos, que les dan una visión falsa de la realidad del mundo actual, que desarrollan en ellos, como un órgano monstruoso, la capacidad de repetir, recoger, y volver a repetir una gama reducidísima de ideas. Ira porque su imaginación no existe, porque la fantasía fue anulada, porque se les da un mundo castrado como si fuera el único bueno y real, porque la belleza, la sexualidad, el sentimiento, el color de la vida han sido falazmente inmolados en ellos; porque sus profesores los subestiman con la suficiencia de su propia ignorancia y juzgan todo difícil, incomprensible para ellos. Ni ponen a su disposición periódicos ni les ayudan a leer libros, ni dejan que tengan otras actividades que las de la clase oficial o el estudio individual en el que se ve el escalofriante espectáculo de muchachos y muchachas transformados en magnetófonos, paseando y repitiendo solos en voz alta. Y rechino los dientes en una impotencia total. ¿Protestar? ¿A quién? ¿Dónde?. Hay series de pasillos con puertas iguales, habitaciones similares que ocupan adultos de chaquetas parecidas. ¿Quiénes son los responsables? ¿Dónde están los responsables de los responsables?. La falta de signos exteriores de categoría es bella modestia pero tiene como reverso la incertidumbre del interlocutor, el descubrimiento del grado después de haber hablado y obrado ante el responsable con despreocupación de igual a igual. La inexistencia de señales distintivas uniforma a la vasta policía de paisano que escucha, dispone, delata.
Me arremango, y comparo mi brazo, más oscuro que el de muchos de ellos, lo que no impide que sigan en sus trece, con esa imposibilidad que les es propia de ver concretamente una realidad objetiva sin anteponer una consigna, y así superponer su juicio a mi piel.
23-marzo-1974
Tras la negativa de Ju a que los profesores vieran las diapositivas, pedí una entrevista al Comité de Pedagogía por escrito. Respuesta verbal-ellos jamás escriben-: No quieren verme ni escucharme y les basta con lo que les ha dicho el responsable de mi sección para juzgar que están de acuerdo con él. Siguiendo pues por el arduo camino de perfección del centralismo democrático, mando una carta al director pidiendo una entrevista y la semana que entra no doy clase de nuevo. Gran honor y pavor ser la única huelguista entre ochocientos millones de personas; en China se supone que las huelgas sólo las hacen los reaccionarios (ésa es la versión oficial al menos).
Tarde en el gran mundo; comida en el Centro Internacional, en el barrio de las embajadas, donde una francesa que conocí en la biblioteca, me invita a tomar café en su casa. Es una hermosa mujercita, de minúsculos tobillos y muñecas y ojos verdemar, esposa de un periodista de France-Presse. Casa de quinientos yuanes mensuales, muebles de gran lujo, pero se queja de no haber podido traer los suyos de Francia. El marido habla con disgusto de la invasión china en el Tíbet y Vietnam, con desdén del resto. Ella tiene problemas de línea, quiere pasar de cuarenta y ocho a cuarenta y cuatro kilos.
24-marzo-1974
Las tempestades de viento y arena con claros de calma pacíficamente soleados. Esta mañana, en las noticias en español de Radio Pekín, se ha hecho, por primera vez, desde el golpe, mención a sucesos ocurridos en Chile, los funerales de José Toha, ex-ministro de Allende, cuya muerte, tras largo encarcelamiento, dio lugar a una manifestación de dos mil personas.
En el instituto, el responsable de pedagogía, visto que me puse de huelga, cambia súbitamente de opinión y decide recibirme el lunes a las nueve. He comunicado pues a los profesores que la semana que viene doy clase, y su gracias humilde me ha hecho avergonzarme. Me he excusado ante ellos por no haberles consultado al tomar mi decisión de no darles clase hasta que se examinara concretamente el problema. Malo es el centralismo de esa jodida dirección militar de mi instituto, pero en la forma en que yo tomé la decisión de no darles clase, también hay un centralismo cuyo centro soy yo. Cierto es que lo hice como recurso desesperado, puesto que se me negaba siguiera el derecho a ser escuchada y a ver concretamente el material, y que los profesores se guardaban muy bien de complicarse lo más mínimo la vida en el asunto . Es fácil, es vergonzosamente fácil para los extranjeros como yo brillar en la aureola de nuestros conocimientos y nuestras lecturas, de nuestros viajes y del mundo enriquecido de experiencias, música, arte, en el que hemos vivido.
Comida en casa de la mujer del periodista de France-Press. Menú preparado y servido por el cocinero chino, pastel recién salido del horno, cubiertos de plata, habitaciones cuajadas de objetos de arte. Su Excelencia, el embajador de Laos, está en la casa cuando llego. Alguien telefonea para anular una partida de bridge. Las múltiples cortesías y finuras se me han hecho tan ajenas que debo hacer continuos esfuerzos para no sonreír ante los Je vous en prie, après vous, C´est ravissant. Las dos ayas de los niños aún no llegaron. La señora de la casa me presenta a un amigo como “la chica que tiene la manía de leerse Le Monde Diplomatique y copiar cosas.”
Siento un vago rencor hacia los chinos, que me han echado en los brazos de este ambiente.
25-marzo-1974
La responsable del comité de pedagogía ha seguido, en las dos horas y media de conversación, la táctica habitual:
En cuanto a los profesores, jamás apoyarían a un extranjero frente a un responsable chino, y la forma en la que han rehuido verse mezclados en este asunto-que se apresuraron a calificar de “cosa mía”-ilustra tristemente las limitaciones del centralismo democrático. Aquí como en otros centros, el puñado de dirigentes, cuya única calificación y labor pedagógica es con frecuencia la de censores, la de decir sí o no u otorgar permisos y amonestaciones, pontifica apoyado en las seguras y eternas verdades que les suministra regularmente el Partido, y se hacen autocríticas como quien lava.
Esto de las autocríticas ha entrado ya en las costumbres, está integrado a ellas y es el método socorrido y funcional al que de vez en cuando se recurre para seguir haciendo lo que uno quiere, Tras ver la frecuente monotonía de las reuniones políticas, su repetición y su atmósfera de siesta sobre una cama de estereotipos, tras observar el miedo a la responsabilidad a manifestarse, a tomar posición, está bien claro que cuando un dirigente pide que le critiquen sabe que los riesgos no son inmensos.
¿Para qué negar que en todo esto hay algo de terrible guiñol?
Los profesores se ausentan, se pasean. Inútil pedirles el más mínimo trabajo, como una redacción cada quince días, o hacerles fichas de los libros para facilitarles la lectura. Ni escriben, ni leen, ni se esfuerzan, excepto rarísimas ocasiones. Mis notas sobre métodos de enseñanza de lenguas quedan perdidas en un cajón. Leen en voz alta, sin ser capaces de resumir luego lo leído, repiten ejemplos gramaticales, memorizan textos. El nivel de madurez, valor formal, humor, etc, de los escritos de arte, de literatura, hoy en China, es el más bajo que he conocido jamás en parte alguna, es el reino de la pobreza intelectual.
26-marzo-74
Mi sección estaba esta mañana casi completamente vacía. Parte de los profesores habían ido a seleccionar libros a la librería dedicada a ello. La importación de obras extranjeras está severamente reglamentada. A mis profesores les presenta la librería anualmente una lista con una serie de títulos ya seleccionados, entre los que deben escoger, cosa que hacen más o menos a ciegas. Resultado: en los últimos envíos que me encontré en la biblioteca había una serie de una editorial religiosa de Barcelona sobre el Antiguo y Nuevo Testamento en forma de historias para niños, y la Conquista de América-valiente guerrero español, y abnegado misionero llegados, cruz y espada en mano, indios agradecidos de rodillas. Para evitar más desastres, propongo:
Caras desconsoladas.
– –No puedes ir. No creo que un extranjero pueda.
Hoy sólo está Chai en la oficina. Frotamos como a diario las mesas con un trapo mojado. Estos febriles cinco minutos de limpieza matinal son el rito destinado a compensar la flema posterior.
Sé que en las de primavera los profesores tienen una semana y en las de verano dos. Antes de la Revolución Cultural eran más largas.
-En las de primavera hay que comprar comida, hacer cola en las tiendas, guisar, vienen los parientes, y en las de verano hace demasiado calor para salir de casa.
Miro por la ventana. El muro que rodea en instituto limita con el que rodea la escuela primaria, coronado éste último por cierto de una triple hilera de alambre de espino. En el horizonte, sucesivos muros y terrenos rasos, en cuyos sembrados se afana un grupo de personas. Pekín es un cuadriculado de unidades y entidades, y el miembro de la unidad B no tienen nada que hacer en la unidad A.
Chai continúa repasando sus textos. Pese a su timidez, me es familiar. He conocido otros Chai, ocupados, preocupados, absorbidos por las mil cosas de la vida cotidiana, por el ajetreo de un menudo hogar; he visto muchas veces, en muchos lugares, esta expresión de modesta tela relavada.
Frente a la ventana hay una gran bulla de gorriones.
27-marzo-74
Una vez más, los profesores se encontraban en actividades o inactividades diversas, pero, por supuesto, no en clase. Uno de los ausentes era Shi (“piedra”, que, desde luego, se gana el nombre por lo denso). Shi llegó al instituto con retraso, empezando el semestre, me explicó que había estado en misión al norte de China.
Divina metedura de para. Presiento que Chai va a adelgazar en un futuro inmediato. Ti, la de apariencia de anciana, echa un capote.
Es santo y bueno ayudar a los africanos en Guinea a poner en pie una industria, pero, evidentemente, ni Shi ni su gobierno tienen el menor interés en que se sepan los caminos que toma la influencia china en África.
Por la tarde, visita a la Fábrica Textil número dos. Esta visita figura en el periplo del extranjero en Pekín y en el programa de actividades para expertos, programas que suelen morderse la cola y recomenzar cada semestre. Tras el paso por los talleres, se nos lleva a la casa-cuna y a la guardería. Pasamos a trote por la primera. Vemos a críos de hasta dos años al otro lado de su barrerita de madera, mirándonos con ojos asustados mientras hacen con las manos los saludos que les enseñan las niñeras. Todo está limpio, sin más. Apenas unos juguetes de plástico o una pelotita. Los niños, intimados quizás por nuestra presencia, no arman ningún jaleo y parecen algo inexpresivos. Ni aquí ni en la guardería se ve pasta de modelar, papel, lápices. En las paredes hay algunos animales de cartón fabricados por las profesoras, pero no dibujos infantiles. Nada para avivar y favorecer la creatividad y las dotes o preferencias de los pequeños, los cuales gritan muy poco y están modosamente sentados en sus sillitas. Luego baten palmas, bailan con gestos infantilmente militares. Los bailes y canciones son el puñado que todos los niños de China bailan y cantan en todas las guarderías.
Sentados, tocando sus instrumentos y cantando al compás, con sus cabezas rapadas y ojos ausentes, parecen boncitos. Tenía yo muchas ganas de ir a una guardería, y siempre he encontrado a los niños chinos excepcionalmente lindos con sus redondas cabecitas adorables. Pero los rostros de estos niños, que miro atentamente evolucionar en su danza, tienen algo muy extraño, automatismo, cierta inexpresividad, hay algo alienado, una falta de vivacidad y espontaneidad, un acondicionamiento temprano. Se diría que se ha eliminado de ellos esa chispa de carácter propio de cada criatura que hace de cada una de ellas un ser apasionante. Hay una vacuidad que me recuerda a los débiles mentales-sin duda, de forma irrazonada e irrazonable–y me pregunto si veo visiones, si me dejo influenciar por mitos y prejuicios. Es posible, pero psicológicamente en China pasa algo grave, y, dada su gravedad, no puede venir sino ya desde la infancia. Por otra parte yo creo haber visto niños más vivaces que éstos. No sé, pero me ha impresionado esta guardería limpia, rasa, sin papeles ni lápices de colores, sin el alegre desorden de la infancia creativa y exuberante. Me han impresionado terriblemente los rostros automatizados de estos niños.
No he sido la única. Al salir, la inglesa y yo vamos un poco por delante. Le digo:
La visita a la casa de una obrera retirada, siempre idéntica la casa obrera que está en el circuito de visita de cualquier fábrica, se me hace ya casi insoportable por lo forzado y escénico del asunto. Esta anciana obrera vive ahora feliz su jubilación. Pequeño detalle, el marido trabaja en Tientsin y hace veinte años que no habitan juntos, pese a lo cual lograron engendrar cinco hijos gracias a las vacaciones anuales pagadas por el Estado a las familias separadas. Como decía la obrera, aunque estaba retirada, no se reunía con su marido porque aún tenía que ocuparse de sus hijos y porque así tenía más tiempo para el estudio político.
En el autocar de vuelta, continúa pegándoseme, como una tela mojada, la impresión de la guardería, Me asaltan las terribles utopías de ciudades futuras que fabricaban a sus individuos.
Pero en esas sociedades una clase manipulaba a las demás para mantener su existencia privilegiada. ¿Dónde, bajo qué barniz gris, está esta clase en China? ¿para qué esta inmolación de libertades esenciales, como vivir hombre y mujer juntos? ¿Para qué esa castración mental de los individuos? ¿En beneficio de quién, pues? Es brutalmente demagógico decir que para el futuro paraíso socialista, etc, etc, ¿Por qué han llegado a esta situación y por qué están tan encerrados en ella y por ella como un gusano en su capullo?
28-marzo-74
La noche de ayer se cerró con una obra del Teatro de la Capital: La Tienda Soleada. Contra todas las normas del buen progresista, no soy capaz de mentir, ni de mentirme lo suficiente como para responder Es una obra interesante. La heroína, con las tiesas trencitas con lazos amarillos, los gestos de marioneta, parecía la Tomasa del cuento español. No hablemos del villano, feo, retorcido. Las alusiones encomiásticas a Mao, al Partido, eran abundantes. Había una danza en honor del Presidente Mao en la cual los niños-girasoles se vuelven hacia él, que se eleva en forma de astro rey en el horizonte.
29-marzo-74
Definitivamente, el texto de comprensión para los alumnos de la manifestación del entierro de Neruda no pasará. Motivo:
Debo rectificar mi estilo de trabajo. Suelo decir lo que pienso y esto debe de haberme acarreado la más desastrosa fama. Cuando me preguntan si me gustó la obra de teatro modelo o afirman que en China hay total libertad, debía responder con un cliché triunfalmente afirmativo, pero hace falta un estómago que yo no tengo.
Mientras discuto con Kuo, un profesor se me acerca para preguntarme una duda en el texto de español que está copiando. Es una novela en la que dos campesinos andaluces discuten… Esta puta tierra…
Los profesores son el alfiletero de tantos focos de críticas que su actitud se comprende. Temen a la crítica de los responsables, a la de los alumnos, a la de los directivos pedagógicos, a la de los directivos políticos. Son la vulnerable clase de los intelectuales, y por ello se escudan en la ortodoxia más estricta-y más estúpida-sacrificando sin la menor duda la formación real de los alumnos y la propia.; y, la verdad, es que no puede pedírseles que se expongan a que les echen los perros.
Xía no ha vuelto a decir una palabra de salir conmigo y a mí me repugna recordárselo y forzarla. Tras la comida, me siento en una piedra en el patio, entre cuatro pinos. Me persigue con insistencia la imagen de un asilo de alienados: amplios blusones azules, cráneos rapados en los chicos, cortas mechas en las mujeres, gruesos mofletes. Debo de estar volviéndome reaccionaria, o a lo mejor siempre lo fui. Me extraña, sin embargo haberme dado cuenta ahora. Durante toda la comida, la crítica a Lin Piao ha descendido de los altavoces. Se tragaba a cucharadas con el guiso. Ahora siesta. Aquí y allá un alumno recita en voz alta, hace bochorno, ya estamos en primavera, pero el suelo, pajizo de sequía, no puede arrancarse a verdear. El aire levanta remolinos de polvo. Ruido de una bicicleta. Carraspeo violento.
Por la noche, voy, para variar, al club del Hotel de la Amistad. Un archipiélago de tresillos y mesas en las que hombres de negocios matan su aburrimiento como pueden, juegan a las cartas y beben. Los cooperantes hacen fantomáticas incursiones en la sala al imán de las nuevas, aunque burgueses y capitalistas, caras. La velada es alegre. Hoy, Klaus, el gordo e inigualable inglés que habla todos los idiomas del mundo perfectamente, redondo y terso de alcohol como una uva, anima, junto con François, la atmósfera. Un austriaco de camisa verde menta y varias copas entre pecho y espalda se empeña en que celebremos su cumpleaños. Klaus entona con potente voz de barítono “Happy Birthday”.
30-marzo-74
Mitin esta mañana en el instituto. Los alumnos escuchaban como de costumbre sin gran tensión, cuchicheaban entre sí, dormían, se arrancaban canas o hurgaban las orejas. Los oradores dieron libre curso a su elocuencia durante tres horas, pasadas las cuales todo el mundo se levantó y salió atropellándose con la alegría de niños al recreo, botando balones, enarbolando raquetas. Durante el mitin salió a relucir de nuevo la Alumna Huérfana, con mayúscula. Pasa que esta muchachita y sus cuatro hermanos quedaron huérfanos a temprana edad. El Partido se ocupó de ellos y cada cual estudia o trabaja. Hoy es feliz. Muy bien si no fuera porque el caso de los cinco huerfanitos es exhibido incansablemente como ejemplo de la solicitud con la que el Partido vela por los desamparados y de la eficacia del sistema. Los huerfanitos salen incansable, puntualmente, en reuniones, mítines, emisiones y artículos. He leído ya la historia de esta muchacha en alguna parte, la he oído con motivo de la Fiesta de la Mujer; aunque no venía a cuento; hoy la han sacado de nuevo a la palestra a contar por milésima vez, en el mismo orden, la bondad del sistema hacia ella y sus hermanos.
El clima es perfectamente escolar. Me veo trasladada por arte de magia al instituto “Isabel La Católica” de Madrid. Tengo trece años. Temo la crítica pública, que me señalen como “mala”. Ahora el orador da una lista de buenos ejemplos: La alumna “x” que ha leído ya los cuatro tomos de Mao, etc. Se hace hincapié en la bondad de la Revolución Cultural, es decir, en la incitación al combate contra un sector que, por fuerza, debe ser el más “pensante” (¿profesores?) que quizás apuntó alguna crítica sobre la Revolución Cultural, se anima a la delación de los que difunden calumnias sobre ella y se señala que la actitud tomada al respecto es la piedra de toque sobre si uno es revolucionario o no. ¿Quién osaría pues criticarla lo más mínimo? Decididamente “ir a contracorriente” significa lo contrario: denunciar a los que no siguen al centímetro la línea del Partido. Hay un ambiente de delación que por necesidad condena al silencio, a la hipocresía, a la pasividad, que son las únicas salidas. Asimismo se ataca a los que rinden culto a lo extranjero y persiguen la libertad en todo tipo de ideas. Me explico el prudente retraimiento de los alumnos.
No veo a nadie tomar notas.
Al mitin público, siguen sesiones políticas por sección, en las que se comenta el discurso. En mi departamento, los profesores, sentados en círculo, hablan por turno repitiendo de diversas formas su asentimiento. Hay una competencia preciosista de ver quien asiente de manera más original y más lograda. Pao, que normalmente en las clases no dice jamás dos frases seguidas y con el que me veo y me deseo en las clases para que se decida a poner cerebro y lengua en marcha, me asombra embarcándose en un largo discurso todo en chino, que se me va traduciendo monocorde. Shun lee a su vez un discurso ya preparado. Mo ídem. Mientras, Shi anota y es de lo más siniestro el verle ahí, con esa cara inconfundible de cana ( policía ) que diría en argentino, apuntando estos rosarios de asentimientos para transmitirlos al escalón superior; saber que ninguna expresión sincera puede salir de estas bocas, no ya por adhesión o no a las ideas expresadas, sino porque el sistema excluye por su naturaleza la sinceridad genuina. Es siniestro el ambiente escolar, seminarista, apático, gris, represivo. Es terrible la delación flotante, la convicción de que están devolviendo en el plazo indicado las ideas prestadas.
Durante el mitin pregunté a Shia:
-Cuando en una conversación privada alguien dice algo que no va exactamente con la línea,¿ lo dices?
-Claro. Debemos decirlo a los responsables y criticar.
-¿ Y traicionar la confianza de alguien, una conversación de tú a tú ?
-Oh, la lucha de clases es sin piedad.
31-marzo-74
Alabo a Shun una novela china, traducida, que acabo de leer: «Anales de una ciudad de
provincias». Respuesta:
-Esa novela es en realidad una hierba venenosa. Está hecha para alabar de forma indirecta a un secretario del Partido que operó en Amoy y que luego se descubrió durante la Revolución Cultural que había sido un traidor.
-En la novela hay muchas cosas interesantes, la vida en la ciudad, las actividades de la resistencia, la lucha antijaponesa. Además, ¿ cómo tardaron treinta años en descubrir que ese hombre era un traidor ?
-Pues así fue. Esa novela se retiró hace tiempo de la circulación y está prohibida a los chinos.
Decididamente Mao quiere quedarse sólo y, a lo más, pasar a la Historia-que sus escribas rehacen con fervor-monumental con un menudo cortejo de figurantes.
Este fenómeno sociológico tiene el trágico atractivo del escalofrío, de sentirse rodeado por las aguas monocromas de un mar que puede ser el mundo del pasado, de la Edad Media religiosa y poseída por la rabia de la idea, y también puede ser el mundo del futuro.
Esta mañana, en media hora que tengo para pasar por el hotel, antes de ir al mitin, invito a tomar un café al hijo de Tomasa. Le he encontrado escardando unas plantas y me ha dado pena este pobre crío de catorce años solo y aburrido. Recordé que tenía en mi cuarto revistas cómicas que he recibido de España. Se las doy . He aquí que el angelito se me echa encima como una losa y tengo que salir a cien. De ahora en adelante cuando su mamá me hable del nene de catorce tiernos años me sonreiré.
-A este se le salen los espermatozoides por los ojos-comenta luego Pelayo- Se ha tirado ya a todas las niñas del hotel.
El ambiente de la reserva de extranjeros es singularmente propicio para que las escasas mujeres llegadas sin marido vivan como pastel en colegio. Hay una psicosis general de que, dada la absoluta imposibilidad de relaciones sexuales con chinos, sálvese el que pueda, todo vale. No es este apremio, sin sombra de estima de persona a persona, de lo más agradable.¿ El primero que me cayó en picado ? Cuando llegué, en casa de Ruiz, una familia cubana con dos niños que veo cinco minutos. Los encuentro al día siguiente en el Almacén de la Amistad, doy mi número de apartamento. Esa noche, a las diez, llaman a la puerta y veo aparecer al papá cubano.
-Buenas noches
-Buenas noches
Pausa
-¿ Quiere… un café ?
Se lo sirvo, y hablo de Fidel Castro, que es lo único que se me ocurre. Tengo ganas de preguntarle si no se van a despertar su mujer y sus chicos, que ha dejado en el hotel de al lado. Se me van agotando los temas de conversación.
-Voy a bajar al club a por una botella de champaña-me dice.
-No. Es muy tarde. ¿ Para qué ?
Pausa y mirada borregosa tras las gafas. Alarga la mano y comienza a juguetear con la mía. Alargo la otra y se la estrechó con energía y amplia sonrisa.
-Bueno, ¡hasta otra y recuerdos a la familia!
Y, estrechándosela, le depositó en el descansillo.
En Sian, paréntesis, excepto un rumano relámpago. De vuelta a Pekín, mi teléfono sonaba con frecuencia sin que nadie respondiera al cogerlo. Afortunadamente en las citas con Alberto había la válvula de escape de Rose, y además era Alberto buena persona. El joven francés, Arthur, venía a llamar a mi puerta a las doce de la noche, aromatizado de fatuidad y alcohol, por si » necesitaba de él». Exigía:
-¿Tienes algo de comer ?-con ademanes de señorito del distrito XVI de París a la marmota española. Husmeaba, paseaba el palmito con feminidad.
-No vas a decirme que no te gusto…
Yo no le respondía. Le veía deambular. Esperaba sin decir palabra a que se fuera. En el pasillo, Arthur intentaba sin convencimiento besarme, sonreía de nuevo con suficiencia cuando encontraba el vacío, se iba al fin.
Roy, el mozambiqueño, también me hizo saber que podía contar con él y se pregonaba como un detergente. Etc, etc.
2-abril-74
Una vez más, con la tenacidad de las causas pérdidas, me bajo del microbús que nos trae del instituto al hotel, en el centro de Pekín. Allí me quedo a comer muchas veces, erro por calles y tiendas, leo la prensa en la providencial biblioteca de la Embajada Francesa, y me vuelvo a cenar al ghetto. Recorro siempre, un poco como una inválida, la calle Wang Fu Ching, cegada por la reverberación solar, escurriéndome en un pavimento de losas pulidas por el uso. Como de costumbre, unos cuantos se dislocan la cervical mirando el nuevo Hotel de Pekín, en construcción. Quiero sacar algunas fotos pero hace realmente falta un valor a prueba de bomba para afrontar la hostilidad, el recelo, la curiosidad de las miradas cuando se muestra el aparato.
La multitud comienza a enflaquecer, es decir, a despojarse de los enguatados. Continúo viviendo en analfabeta, no tengo ninguna oportunidad de hablar chino, de aprenderlo, de practicarlo. Frente a mí desfilan, indistintos, los letreros de consignas políticas y los títulos de restaurantes, farmacias, sastres; un ejercito de trazos blancos sobre fondo rojo.
Soldados toscamente redondeados por sus pantalones enguatados, ancianas de pies vendados, sombrerito de terciopelo negro con un verde jade en el centro, sonrisa y ojos curiosos vueltos hacia mí; muchachas con trenzas, gorras azules y kakis, pieles tersas y sanas mejillas; niños protegidos de la intemperie como una caja de bombones en su celofán; hombres maduros afanosos; gente de paso que mira con ojos absortos y va de compras. Calma y sol. Entro en el restaurante, en la calle del Hospital, especializado en pato laqueado de Pekín, el sabroso pato, jugoso en su corteza tersa y dorada de piel grasienta, cuyas lonjas con cebolleta y salsa se enrollan en una empanadilla. Me quedo esperando, apoyada en la pared la espalda, moviéndome lo menos posible. De un momento a otro vendrán a indicarme que mi lugar está en el salón de los extranjeros, al que de ninguna manera pienso ir. Alguien viene de una mesa vecina a ofrecerme en inglés la silla de su niño, al que coloca en la suya propia. Me conoce, es profesor de inglés en el instituto. Me hablan un poco y recibo las palabras como néctar. Pago. Me voy. Compro en la calle manzanitas caramelizadas. Reojo aquí y allá una sonrisa y reencuentro el gusto furtivo de la amable buena voluntad de la gente china, los ademanes cordiales, la sencilla honestidad. De todo esto me separan mil cosas, ninguno de ellos irá más allá conmigo de la sonrisa y la frase amable, saben que no deben, no se complican la vida.
Es fabuloso observar como algunos extranjeros sacrifican la verdad simple y neta de la experiencia real a su necesidad de creer en este sistema y en sus posibilidades durante la soñada estancia en China. Es francamente enternecedora la pasión que ponen en justificar absolutamente todo; tanto les da freír patatas como cantos. Además, siempre hay, cuando la realidad es demasiado evidente, el argumento de base: Todo se comprende cuando uno tiene conciencia política adecuada. Si algo choca, no es que algo esté mal, el que está mal es el chocado.
3-abril-74
En la introducción del Atlas Universal Herder, me encuentro con el párrafo siguiente: En la antigua china, los mapas estaban prohibidos al pueblo, en especial las descripciones de países extranjeros. Cuando en el siglo XV los chinos viajaron hasta el África oriental, relatando al regresar hechos tan fantásticos sobre el continente, por aquel entonces tan poco conocido, ordenó el emperador se suspendiese el permiso de navegar hacia África. El emperador chino temía que sus súbditos se volviesen infieles contra su propio país. Los correspondientes mapas, relatos y dibujos fueron confiscados, calificados de » literatura traidora a la nación » e incluso desaparecieron de los archivos imperiales y parece ser que fueron quemados».
Cada vez, con un estremecimiento mayor descubro las innumerables raíces de los comportamientos. Paseo una testaruda y pensativa cabeza como quien tira de una piedra.
La campaña contra la línea de Lin Piao continúa en el instituto. Se necesitan dianas para las nuevas descargas. Vuelvo sobre el problema de la delación. Xía me explica:
-Si una china me dice cosas que van contra el marxismo-leninismo, yo debo decirlo, claro, revelarlo a todos y discutirlo.
-Pero lo peligroso es la explotación económica; eso es lo que combatimos, Xía; lo demás es cosa de libertad personal. Si lo que dice otra persona no te parece bien, se discute con ella directamente.
-En nuestro sistema, no sólo no se permite la explotación; tampoco las ideas que no son marxistas-leninistas. Todas las ideas deben de ser marxistas correctas. En nuestro país no sólo se controlan los actos, sino también las cabezas-y Xía señala con el índice la suya propia, rosada, sonriente.-En las cabezas no deben de haber cosas no marxistas.
-¿Y entonces nosotros, qué combatimos en Europa por la libertad de ideas, de expresión, de palabra, amenazada por el sistema capitalista?
-Es la diferencia. Aquí la libertad de ideas no se permite. No se pueden tener ideas burguesas.
-No se puede clasificar cuanto existe en burgués o marxista.
-Estas cosas debes discutirlas…
-Con los responsables, ¿verdad Xía?.
-Discutirlas en grupo.
La veo con el apuro y la impaciencia de cortar este diálogo con una extranjera, en los alegres ojos el temor sempiterno a la responsabilidad personal.
-Gracias. Gracias. Ve a echarte la siesta; te estoy entreteniendo.
Remolinos de arena. En los árboles hay una fina pincelada verde claro. Me parece hoy la libertad algo más precioso y más frágil que nunca. Siempre imaginé antes la libertad como un ente robusto, que se imponía por su propia vitalidad a todas las circunstancias. Hoy la veo frágil, un ser prematuro al que todos, mientras nos quede cabeza y corazón, debemos ayudar a vivir. Creo sentir ese tenaz latido del pensamiento del ser humano, de su curiosidad, de sus inquietudes y sus amores. Ayer, durante una charla con los alumnos, uno de ellos vio una revista que asomaba de mi bolsa. Los cinco que me rodeaban caen sobre ella. Traigo otras del despacho y me las arrancan de las manos, miran y comentan febrilmente. Han entrado más alumnos. Uno del segundo grupo, alto y bien parecido, con fino bigote y un aspecto adulto que es raro entre estos estudiantes insiste en oír casetes. Las pongo en mi grabadora. En torno mío oyen las canciones chilenas, tararean marcando el ritmo. El muchacho del grupo dos escucha con una atención delicada, como si palpase la música. Le propongo conseguirle un cancionero, prestarle mi magnetófono, aunque sé los chismes que el responsable político hará al respecto y los problemas que puede traerme, pero he visto en la mirada de este adolescente la chispa de un interés sin consigna y sin estereotipo. Todo consiste en aguantar la ventana entreabierta con él codo, con la rodilla, impedir que se cierre completamente, procurar que les legue a estos chicos algo de aire fresco.
En la oficina, ordeno el cajón de mi mesa y saco las diapositivas que debí usar para la clase de profesores y que se eliminaron sin querer verlas.
-¡Fíjate!-me quejo a Shun.-Son simplemente vistas de una ciudad. Hubieran sido estupendas para ampliar y fijar vocabulario. En color, tiendas, calles, parques…
Están sobre la mesa y Shun, tras cierta vacilación, toma una, otra, y las mira por transparencia. En esto le veo cambiar de expresión, su mano suelta rápidamente la diapositiva, como un carterista sorprendido. Sigo la dirección de sus ojitos inteligentes. Acaba de entrar Shi, siempre con su sonrisa laqueada, pasando una mirada lenta por el despacho. De mi año de estancia en China, aquel gesto furtivo, tristemente furtivo, fue una de las cosas más significativas, más directamente significativas. Los dedos, la mano, los ojos, el rictus casi imperceptible de la boca; y Shi encuadrado en la puerta.
5-abril-74
Continua empeorando la situación. Ü se me acercó con esos sonrojos e indirectas habituales en ella, comunicándome que los temas de los textos de las comprensiones para profesores debían ser comunicados previamente a los responsables de mi sección. He preguntado a los otros profesores extranjeros. Nunca se les dijo esto. Tengo un cansancio de muerte. En general, los extranjeros que viven en Pekín se quejan de esta fatiga irrazonada, de esta inercia. Bromeábamos diciendo que se nos mete bromuro en la sopa como a los del servicio militar. Ya voy claudicando. Por ejemplo, las clases de chino del hotel definitivamente las abandoné. Parecían hechas ex profeso para que nunca pudiéramos conversar. Hoy estoy escribiendo en el segundo piso del Restaurante de la Paz, el reservado a los extranjeros, yo, que siempre defendí estar con los chinos; pero me he sentido incapaz de afrontar la curiosidad constante al entrar y mientras como, el cliente que se va de la mesa en la que me instalo, la lucha con la camarera para que me deje quedarme en la parte baja. Al subir la escalera, dejando abajo la planta dónde los chino comen, me he dado cuenta de que algo se había consumado en mis torpes intentos de establecer un contacto real con ellos. La situación en China me ha empujado al campo de los occidentales, ¿ de los occidentales reaccionarios o de cuáles, de qué clase, de qué visión política? se preguntará inmediatamente el avispado marxista. Pues supongo que entre los de izquierdas, pese a todo y como siempre.
Los síntomas de nerviosismo aumentan. Se nota en la atmósfera tensa para sacar fotos. Los responsables evitan más que nunca tomar decisiones, se amurallan en lo conocido, en lo seguro, esquivan la responsabilidad con un miedo a las críticas que debe venir del recuerdo de la Revolución Cultural.
7-abril-74
Llegó en una breve visita a causa de un congreso, Tao, el responsable de la célula del Partido en el instituto de Sian, la primera persona que me recibió cuando puse el pie en Pekín. Tao es un hombre que, bajo la fina capa de rigidez del cargo, tiene una gracia notable y una sencillez de trato de la mejor ley. Me trajo cartas de los de Sian, de Chung, Mei, Hao. Esta noche fui a cenar con él y, desgraciadamente, hube también de invitar al intérprete de español del hotel, al larvario Ho. Estuvimos en «El Cuerno de la Abundancia», un restaurante extraordinario y, hasta ahora, la cocina más fina que he encontrado en Pekín. Fue una velada en la que volví a encontrar el gusto, ya perdido sin esperanza, del contacto humano real con los chinos; el comunismo se despojaba de la capa burocrática de temor y conservadurismo, de dogmatismo y desconfianza, para tomar la humana y profunda imagen de este cuadro que, como otros que he conocido, horadan tenazmente los muros de una China feudal, de una China xenófoba, de una China mandarinal y burocrática. Son los verdaderos militantes, los que hicieron una revolución y la continúan contra toda una serie de fuerzas que se divorcian en los hechos de lo que apoyan incondicionalmente de palabra. A través de este hombre, de las cartas de los Sian, me encuentro de nuevo con la parte fuerte, vigorosa y sincera de China. Pero mi experiencia de Sian es bastante única entre los extranjeros. Para la inmensa mayoría de nosotros China está al otro lado de la pantalla aislante de burócratas recelosos. China tiene el color del cristal que entre nosotros y ella se coloca, el color de la segregación en que vivimos, del miedo a tratarnos.
El viernes había película en el hotel. Ahí estaba Tao, sentado arriba, en las filas en las que se ponen los chinos. Subí a todo correr los escalones para saludarle, ante el estupor de sus severos vecinos de asiento.
Hoy el ambiente en la cena no tenía nada de comedido, con honorable huésped extranjero. Nada de la engorrosa costumbre de poner bocados escogidos en el plato ajeno. Dos brindis únicamente, lo que es apreciable cuando recuerdo los innumerables de otras ocasiones. Preguntas directas sobre problemas de trabajo y sobre mi vida concreta a las que yo contesté concretamente y con franqueza total. Cuando hago notar la negativa general a tener tratos con extranjeros, Tao, -¡bendito sea!-me dice:
-Pero ¿y el internacionalismo entonces?
-La verdad, Tao, es que la gente tiene temor. Creo que en un tiempo criticaron a los que se relacionaban con extranjeros y ahora temen que les pase lo mismo.
-Entonces me criticarán a mí también.
-Bueno, es muy posible que te critiquen por haber tenido tratos conmigo.
Sí, es posible que un día le critiquen, pero también lo es que otros le apoyen, y en verdad el futuro de la revolución china está en manos de gente como él, si la otra China oscura no les ahoga en una red de burocratismo y de temor.
El día de ayer lo pasé en gran parte con un austriaco que conocí el lunes y se va mañana por la mañana. Mediana edad, la mezcla de despego irónico y hombre de negocios que conozco bien, el tipo germano. Me recordaba al otro. De una manera rápida, eficaz, como si una y otra vez fotocopiara el pasado, he reproducido con este hombre el pronto establecimiento de lazos de simpatía y de una camaradería asexuada. Ayer noche, paseando por el Parque de los Bambúes Púrpura, sentados oyendo chapuzar a los peces, hubiera querido a veces un contacto físico. Mi cuerpo es un mendigo y lo sé; es como una sombra que busca, la avidez inútil de otro ser vivo, la seguridad en sí. Al entrar en el apartamento, el silencio era atronador, la conciencia de las mañanas que alumbrarán esa corriente de vida de la que estoy excluida era abrumadora.
Él, planta tenaz, continúa enraizado. Ninguna noticia suya. ¿Para qué andarme con disimulos?. No puedo vivir con intelectualismo seco. Tú tenías la seguridad en las manos y en la sonrisa, la ironía en los ojos, gestos descuidados de cortesía y amistad que yo, no versada en tu mundo, tomé por afecto. Tenías la calma, y algo en mí hubiera deseado a veces medirse con tu rara, fría cólera. Tenías todo lo que yo no he tenido nunca ni tendré jamás y lo colocabas ante mis ojos con una irresponsabilidad de niño rico. Tuve hambre de ti y hasta hoy la tengo y siempre la tendré. Si me hubieras dicho «Ven», oh, yo hubiera convertido cuanto tengo en humo para ir más ligera, porque eras indispensable para mi existencia y porque hasta hoy y cada día mi persona toda muerde como una gran boca en el vacío.
11-abril-74
El Instituto nº2 de Lenguas Extranjeras de Pekín tiene la inestimable ventaja de ser una perfecta muestra de centro reaccionario. Shun vino a decirme hoy, con la sonrisa de circunstancias y el aire apesadumbrado que le es propio cuando toma el papel de censor, que en el texto que yo había redactado para los estudiantes de tercer año hay dos cosas que es necesario eliminar. El texto trata de la situación de los estudiantes en España: La Universidad ha sido tradicionalmente lugar de discusión, de actividad, de críticas y protesta. En los años que siguieron a 1939 ( año del triunfo de las tropas de Franco, tras el cual se instaló un gobierno de tipo dictadura y se organizó una búsqueda y represión sistemática de todos los que habían apoyado de palabra, obra o idea al Frente Popular ) el clima de control autoritario y la brutalidad de las medidas tomadas contra lo antifascista, imposibilitaban cualquier intento de libre expresión.
-Hay que eliminar del texto la palabra «Franco»-me dice Shun-China tiene relaciones diplomáticas con España. No hay que decir nada que pueda molestar a un gobierno extranjero.
-Sin hablar de internacionalismo, que está fuera de lugar a ojos vistas, esto es un texto para los alumnos; no un comunicado oficial y ni siquiera un artículo del «Diario del Pueblo».
-Todo texto impreso es oficial, y representa al gobierno chino. La diplomacia es algo tan complicado…Por la misma razón hay que suprimir otro párrafo: Lo de las manifestaciones por Chile.
Ahora sí, ya no doy crédito a mis oídos. El párrafo es el siguiente: Los universitarios (españoles) vienen organizando en los últimos años una serie de actividades de protesta contra la represión-La cual se manifiesta a veces con el encarcelamiento o asesinatos de dirigentes obreros-, contra decisiones del Gobierno; manifestaciones estudiantes de apoyo a huelgas nacionales y de solidaridad con las luchas en otros países, como en Vietnam, en Chile, cuyo pueblo es aplastado hoy por todo el peso del fascismo.
-Ni siquiera puede decirse en un texto que los estudiantes españoles, no ya los chinos, hacen manifestaciones de solidaridad con Chile ¿no?-pregunto admirada.
-Nuestro gobierno tiene relaciones diplomáticas con Chile.
-Bien. Si hay que quitar Chile, se quita también Vietnam.
-¡No! ¡Vietnam no!
-Sí. Vietnam sí. China podrá tener la posición que quiera respecto a la Junta Chilena, pero oponerse a que se diga que estudiantes de otros países manifiestan contra ella, es el colmo. Shun, comunica, por favor, a la dirección que les pido una cita a fin de que me den una explicación política sobre los párrafos en discusión. O pasa el texto en su totalidad, o no pasa en absoluto.
Se me ha dado como a otros profesores de español supongo, en el instituto un fascículo titulado Algunos antecedentes sobre las relaciones entre la República Popular China y Chile sobre cuyo origen se me dijo que no era traducción de un documento chino y tal vez venía de un periódico latinoamericano, marxista-leninista. Pero el estilo del lenguaje la línea, un «nos» intempestivo en lugar de un «les» ,etc, me hacen pensar que el texto en realidad es chino y que darlo como tema de estudio para una clase de profesores es una manera de hacerlo corregir sin pasarlo a los extranjeros que trabajan en la agencia de prensa o las ediciones. Esta docena de hojas policopiadas son de una argumentación inconsistente, pueril y apoyada en datos inexactos. Está fechado en 1973. No me ha sido entregado como secreto así que soy libre de comentarlo y mostrarlo. En todo caso, pidiendo datos, voy redactar un complemento de este documento poniendo los puntos sobre las íes.
Con los continuos palos que me dan en el instituto y la diaria paliza sentimental de la falta de correo, unida a la pasajera decepción del austriaco, al que yo había paseado por Pekín e invitado a casa, que volvió a su país sin ni siquiera telefonear para despedirse, estoy rota y como si me hicieran una sangría de fuerzas. Divago, vago por las calles martilleadas por la terrible luz blanca, los amaneceres húmedos me traen, con el verdor reciente de los campos, recuerdos de aquellos países bajos, flamencos, holandeses, de una mirada azul que hace tiempo que resbaló sobre mí, y el deseo tenaz.
Quisiera a veces algo sólido en mi vida aunque no durara, pero haberlo abrazado una vez. Es la seguridad de la loza y el jarro; el olor del rescoldo, de la mano tendida. Es la piel y los huesos de otros, llenos, plenos del zumo de vivir.
Es la inmensa tristeza,
la tristeza incontable,
la vieja tristeza tenaz,
la dura tristeza ácida.
Es sequedad y polvo
en los pliegues jugosos de la vida.
Es el Tiempo, el último,
el verdadero dictador.
Donde se caen las hojas de los pinos,
donde amarillean los abetos,
donde la herrumbre cubre las plantas vivas
y un soplo seca la piel de los animales jóvenes.
Es el hondo núcleo de la tristeza
como un clavo,
como un símbolo,
como un molde,
como un patrón al que se ajusta
una y otra vez mi vida.
Es la tristeza.
Compañera, tu rostro
es el de la muerte.
Y así el corazón va latiendo hacia atrás
y la sangre corre en sentido inverso.
Compañera, tu rostro se me acerca lentamente
con toda la tristeza que es el núcleo
y la cifra de mi vida.
Tienen los chinos una respetable contradicción entre su política actual y la de hace unos años. Se habla de que en estos días Chu En-lai lucha por defender su línea. El eclipse de su política de cierta apertura, de poner coto a la xenofobia, significaría quizás la oleada de los «puros » ultramao, una dictadura aún más estricta ( ¿cabe?), una censura aún más draconiana (¿se puede?), una segregación de los extranjeros aún más perfecta. Síntomas de los movimientos a alto nivel contra Chu serían el asunto de Antonioni, a quien él mismo hizo venir, e, indirectamente, las críticas a ciertas manifestaciones artísticas que él patrocinó.
Por la tarde, a la vuelta del instituto, como aguanto cada vez menos el comedor del hotel , me quedé en el Club Internacional, triste puerto de mis ambiciones de adaptarme a los chinos. Como estos problemas del instituto me tienen agotada, me ofrecí el gran lujo, en la peluquería del club, de uno de esos divinos masajes capilares, única y casi erótica sensación placentera factible.
Mientras tomo café en el club, oigo en la mesa contigua a un diplomático árabe decir en inglés a su intérprete chino que en China el extranjero se siente realmente como en su propia casa, que la sonrisa china significa el abierto corazón. ¡Qué cinismo diplomático! Bien debe saber que le saldrán canas esperando que un chino le invite a su casa.
En el hotel, grandes competiciones por el Nobel del marxismo-leninismo. A veces procuro hablar con los galos. Pese a su narcisismo de grupúsculo de iniciados, tienen al menos iniciativas prácticas, pero también el típico perfume del izquierdista francés, crema de la inteligencia y del espíritu politizado, bien servido de desprecio hacia los demás y de egoísmo en sus relaciones humanas diarias. El tercer mundo se hace notar. Para discutir de política y apoyar al proletariado mundial, no hay gente más brillante que los franceses; Pero para pedir un favor, ya sea una máquina de escribir prestada, que te acompañen a una dirección desconocida, etc, para eso están los tanzanianos, nigerianos, árabes…
14-abril-1974
Una noche toda hinchada de tormenta, polvo y silencio. El hotel es un panal de extraños zumbidos. A cada cual sus ritos y sus conjuros, su necesidad de dioses para orar, sus incertidumbres o sus certezas demasiado ciertas para serlo. Hay esa masa inmóvil sobre todos nosotros, como si hubieran descendido el techo del cielo. El polvo se posa en los libros, de la noche a la mañana los encuentro cubiertos como si hubiesen transcurrido siglos, el polvo se posa en los bizcochos sobre la mesa, se posa en las finas arrugas que me nacen lentamente bajo los ojos.
Nada sé de lo que le espera a este mundo cuando los decenios pasen, pero mi no saber tiene una ventaja relativa respecto a las visionarias certidumbres de los que cerraron con un -ismo la serie de los profetas. Lo que nos reserva el tiempo y el hombre es de una vastedad inmensa. Tras nuestra plataforma de conocimiento de hoy otras se alzan, se van alzando, más allá de nuestro siglo, de nuestro limitado ser, más allá de la tormenta que esta noche se avecina.
Iré de nuevo, a la búsqueda de los límites de la identidad. Creo haber recorrido multitud de márgenes frías, construyendo en todas sus playas mis castillos de arena con grandes almenas de metal. Y luego otras orillas. Hoy creo que ningún pescador saldría a la mar si no tuviera a la vuelta la casa y la rada que le esperan, un ancla hecha de una mesa con mantel a cuadros, bien clavadas las cuatro patas en la realidad.
El olor de los distantes mares, sus grandes y ciegos peces recorriendo todos mis sueños.
Me hallarán muerta de hambre; exhausta y muerta de hambre sobre la frialdad de las arenas lavadas de alguna playa. Me hallarán aún con el jadeo en torno mío esparcido, muerta de hambre de calor, en una playa como un gran noviembre húmedo, con la fatiga de haber repetido tantas veces lo mismo en tantas lenguas.
Aprovechando que nos hemos quedado solos en un despacho del instituto, intento aclarar algunas cosas con Kuo. Kuo se remueve como si se hubiese sentado en un clavo.
-Es que tú eres muy…insistente ( me dice, por «testaruda» ). Por ejemplo, lo de quitar Franco y Chile; debes comprender que todo lo que se escribe en China debe atenerse a los principios oficiales.
-Vosotros no sois los únicos que tenéis principios. Antes me borraba yo que borrar Chile.
El rostro tozudo de Kuo sonríe ligeramente:
-A mí me gusta tu manera de decir siempre lo que piensas; a todo el mundo no, pero a mí sí.
Algo se abre, de vez en cuando, también en China esto pasa; parece el abrirse de puertas que uno cree condenadas. Lo mismo que el otro día: un alumno se puso a explicarme minuciosamente el sistema de las comunas populares y las diferencias respecto a las brigadas de producción, y terminó diciéndome:
-Si tiene dudas, pregúntenos y se lo aclararemos.
En ellos un denominador común: el aspecto modesto, las manos pesadas, algo realmente proletario, una casa de dos habitaciones, un intento no por simplista menos admirable de servir a los trabajadores. Hubiera podido comprender China mucho mejor si el sistema no me hubiera confinado en mi piel de extranjera.
Kuo y yo hablamos del Che, del revolucionarismo, del camino que quizá escogerá América Latina. Para él, es casi imposible la existencia de contestación del sistema. Para mí es una necesidad.
Cena en el hotel Sin Chiao, el de famosa cocina. Me lleva Musa, el nigeriano. Heme pues de nuevo en un islote occidental. La cocina de Sin Chiao merece su reputación pero es carísima. Por el comedor deambula una raza bien marcada: la del «Homo negotium», físicamente fruto espléndido de una alimentación excelente, de ricas proteínas transmitidas de padres a hijos, con algunas concesiones al exceso de vientre por el uso del alcohol y de la cerveza, alto, arrogante, impecable, seguro, rosado, manos habituadas a encendedor de oro y talonario de cheques. La desproporción del mundo…las clases…Estos caballeros guapos y envidiables, cuya próspera apariencia y los bienes que manejan han sido acumulados por capas de hombres grises, sobre los que ellos marchan como sobre hojas secas. Conozco esta raza impecable, su «savoir vivre» y su éxito con las mujeres. Yo misma como mujer me he sentido atraída por estos machos poderosos y seguros, jefes de manada, firmes y burlones. Sin embargo, más allá de ellos sé que se extienden las olas pardas de las gentes oscuras y sin belleza, su existencia. Sometedores y sometidos. De un mundo al otro voy.
En la noche, la habitación guarda tenazmente su forma en el armazón de las paredes no tocadas por la mano mágica de un Boris Vian. No hay cartas; no hay carta de él, ninguna de esas cosas por las que se puede resbalar la palma de la mano en las horas y en los años de recuerdo y soledad, de desesperado anhelo de lo que puedo ser. Ni una foto, ni un anillo ni un objeto ( tantos objetos llenaban su casa y nunca supo dar ninguno ).
Hoy cuando un conocido viendo mis fotos de hace cinco meses, me dijo que yo tenía ahora peor aspecto que al llegar a China, sentí deseos de arrojarle sobre la mesa mis fotos de hace cinco años.
16-abril-74
La actividad laboral de los profesores chinos es, desde luego, de lo más exótico. En mi departamento hay nominalmente treinta profesores de español, la mitad de los cuales no se encuentra en el instituto, dedicados a actividades variadas. Del resto, sólo uno pocos dan clase. Se redactan materiales. Hay una fiebre manualística, fiebre en parte apoyada en el desfasado consejo de Mao sobre la inconveniencia de unificar los manuales de estudio; así cada escuela debe redactar los suyos. Nunca están todos los profesores presentes conmigo, pese a mí insistencia en que aprovechen mi persona, que cara cuesta en yuanes. Uno recibe a su tía, el otro va a ver a antiguos camaradas, aquélla tiene el niño enfermo; sobre todo, hay reunión. Y nunca se trabaja. Bueno, trabaja la intelectual que se supone que soy, el autómata desprovisto de conciencia política.
Agotados de ir a reuniones y mítines, de rivalizar en virtuosismo para adherir brillantemente a las consignas, se despejan mis profesores de las neblinas ideológicas jugando al ping-pong, deporte recomendado por Mao. Pero eso sí, siempre están disponibles para lo que la dirección guste mandar. He aquí una bella manera de hacer de las gentes objetos administrables: Déseles un salario fijo y únaselos de por vida a una entidad en la cual puedan vegetar dentro de los límites.
Kuo me anuncia que Ju, el responsable que se dedica activamente a hacerme la vida imposible teleguiado por Li, quiere hablar conmigo mañana, cosa notable porque todos estos responsables tienen, si no el uniforme, si vocaciones frustradas de ministros, y hay que armarse de paciencia y semanas para verlos. Mis intenciones de atacar ya a golpe de cartel mural o escribir a Chu En-lai han debido despertarle sobresaltado del nirvana censor.
18-abril-74
Deliciosa reunión matinal con el responsable Jo de mi sección. Repetición ad infinitum de la oratoria habitual. Resumen: continúa el régimen policíaco de hacer pasar por la censura absolutamente todo y no se considera oportuno que se den directivas generales para todos los profesores extranjeros. (Nada más cómodo que la arbitrariedad). En cuanto al texto de los estudiantes españoles, eso es aún mejor. La única explicación política que se me ha dado para justificar la supresión de «Franco» y de «Chile» es que los textos deben ser de una ideología correcta y estar en la línea de propaganda del Partido Comunista Chino. De todos mis argumentos, el único que les ha causado efecto y que la intérprete anotó con esmero es que…Pekín Informa había publicado una reseña sobre las manifestaciones en Santiago por la muerte de Toha. Todo les resbala, excepto lo que está explícitamente en las directivas oficiales. La atmósfera se envenena pues más y más en mi sección, como un pan que enmohece, sin violencia.
Josy, la profesora de francés me pregunta:
-¿Tomas notas? Quiero decir que si escribes lo que observas cada día.
-Sí; mi diario, vamos.
-Pues conviene que seas prudente con lo que pones.
-¿ Quieres decir que leen la correspondencia o registran mi escritorio?
-Yo no digo eso; no sé nada. Pero…estos momentos son muy especiales. Sería posible. No hay que olvidar que nosotros estamos en contacto con una capa de burócratas que es lo peor del sistema chino. Los obreros, los campesinos, es distinto.
-Estamos en contacto con lo peor-asiento- pero ¿quién nos dice realmente que este modo en que vivimos, esta capa con la que tenemos contacto, es peor que lo que no conocemos?. Somos nosotros quienes lo suponemos, sólo nosotros. En realidad, no sabemos nada.
-Es cierto que no conocemos otros ambientes…
Pausa, frío, porque no era la primera vez que esta idea saltaba al primer plano. Hemos supuesto con tanta certeza que lo negativo que constatamos era una enfermedad local de la capa burocrática encargada de nosotros, que el pueblo chino era una realidad significativamente distinta y positiva, que la idea de que esto es una suposición que nosotros queremos creer es nueva, por lo menos no fue expresada antes.
Mis notas. El peligro por mi persona no importa. Legalmente China no debería encontrar nada que decir porque no he hecho nada ilegal. Ni copié carteles, murales ni saqué fotos prohibidas. Pero en la arbitrariedad inherente a un sistema de totalización de los poderes y de no fijación de las leyes, se depende de poca cosa. Es inmensa, desproporcionada, increíblemente ridícula esta historia de espías, un gran escenario psicológico de cartón piedra con actores hipnotizados. Como si me paseara diariamente por zonas militares estratégicas, vamos, en vez del hotel al instituto ante un escaparate depurado.
Desde que llegué ha sido una lucha continua por adaptar las impresiones que recibía a las ideas que constituían mi equipaje y mi manojo de llaves al venir a China. También existía la presión del medio, de la colonia de cooperantes. Había que interpretar en cierta dirección, criticar en ciertos límites. Cada día se producía en mi obtusa cabeza una agotadora distorsión pies del treinta y nueve a zapatos del treinta y seis ó del cuarenta y dos. Pero en un momento dado algo ha terminado por romperse, mi cordón umbilical maoísta supongo. También la convicción de que todo lo que fuese observación negativa era una maniobra inconsciente, irresponsable, de derechas; era hacerle el juego al capitalismo explotador. Más fuerte que las presiones que me rodean ha sido mi odio de fondo al razonamiento religioso, a los monopolios de la verdad, a la exégesis, a la limitación de las infinitas posibilidades de la vida. Me siento, dentro de la dificultad de mi situación actual, mejor ahora, como me sentí mejor el día en el que definitivamente puse a Dios en la parada del autobús. Es el alivio de sacar conclusiones y de comunicarlas aunque no cuadren en un esquema.
21-abril-74
Querida Monique:
Te mando con otra persona que se va las hojas siguientes de mi diario, que, como las anteriores, te ruego guardes hasta mi vuelta.
Hoy estuve en el Palacio de Verano. Estamos en abril, en los primeros calores de una primavera repentina y polvorienta. Una multitud de pekineses y gente de paso hincha los autobuses y pedalea hacia el antiguo retiro imperial de placer, al noroeste de Pekín, en las afueras. Los extranjeros van en coche, como se supone que todo extranjero bien nacido debe desplazarse. Pedaleo con orgullo, ya que he aprendido a montar en bicicleta a costa de moretones y espantos aún no hace un mes. Me salía por las mañanas a las seis, cuando no había nadie, a la avenida del antiguo comedor, y allí me esforzaba y me despellejaba. Tal y como tengo las piernas de conciliares, tardaré en poder ponerme faldas y lucirlas. Voy ahora en mi bicicleta verde de ocasión, bien agarradita y palpitante, porque estos chinos son el colmo, se entrecruzan, frenan con el pie, salen a toda de las callejuelas más inesperadas. Como son maestros del ciclismo, zigzaguean limpiamente mientras yo me aventuro llena de pánico entre ellos y los carros y autobuses.
Aparecen las Colinas del Oeste, con sus pagodas, sus torres, pabellones y lagos, puentecillos de jardín de muñecas. Los árboles florecidos en rosa y blanco son esplendorosos. Al llegar, un servicio de colegialas de doce a catorce años indican a los ciclistas el sitio de aparcamiento. Hay una muchedumbre. Gran parte viene en excursión organizada por su unidad de trabajo, en camiones o autocares. Numerosas letrinas, cuya visita es, por cierto, una experiencia indispensable. Al entrar, una se encuentra con una serie de agujeros en el piso de cemento; nada de decadencias burguesas como paredes entre uno y otro o puertas. Las ocupantes no desaprovechan la ocasión de ver un culo occidental, y me examinan una seria mirada crítica durante todo el proceso.
En tenderetes instalados en la plaza de entrada, ante el soberbio arco Chin, se venden frutas-caras-, salchichas, empanadas, tortas, pastas, carne asada, pescado frito, panecillos, bollos, bebidas. La gente llena sus bolsos y se sienta a comer en los pabellones o en el largo pasillo destinado al paseo de la emperatriz los días de lluvia. Se rema. Otros recorren el lago en una barcaza. Todos se hacen fotografías con fruición cuidando bien la pose . Los soldados se abotonan hasta el cuello la guerrera, los muchachos se atusan, se cuadran ante el objetivo.
Aunque la estación va avanzada, los chinos, siempre frioleros y ahorrativos en calorías, conservan bajo la chaqueta de algodón dos jerseys, y el pantalón interior de lana.
Familias. Chicos y chicas. Parejas ( He visto una, heroica o chinos de ultramar, que se cogían el brazo. No sé dónde vamos a parar ). Juegan a las cartas, tienen un aspecto físico excelente, no se les ve leer…
-¡ Hop !.
Tras brincar limpiamente sobre mi cabeza, el juguetón sirio Zyad aterriza entre las rodillas sobre las que apoyo el cuaderno en el que escribo y el borde del lago. Sheila ríe arriba del salto y de la sorpresa.
Zyad es gran amigo del burlesco. Imita notablemente los gestos de su abuela cuando dormita. Sheila hace vida en su apartamento, en el más indiferente desprecio a las comidillas del hotel, y parece deportiva y razonablemente satisfecha.
-¡Tanto como huía de los árabes!-comentó François en el comedor, viéndola sistemáticamente con Zyad.
Por supuesto el sirio me persiguió a mí en su día a su manera decimonónica y pastosa, haciéndome ir a su apartamento, en el que encontré dispuesta una cena preparada con toda minucia, un diván con sus cojines, y un hombre melifluo que en un inglés repetitivo pasaba y repasaba por mis orejas como un rodillo la conveniencia y ventajas de dormir con él. Luego me mostró, en un gesto mezcla de melancólica pose y jactancia de macho irresistible, el retrato de su mujer, dejada con sus hijos en Siria, de la que se había separado durante algún tiempo y que estaba dispuesta a seguirle aunque fuese a los infiernos. No era feo Zyad, pero no hubiera comido yo de ese plato; cuestión de estómago. Tenía esa guapura rápidamente sebosa y flácida de los sureños. Sus labios gruesos, chupando frases quedas y convincentes, sus ojos cargados de malicia, pero sin inteligencia, era muchísimo más de lo que a mi paciencia le estaba dado soportar, así que tomé dos cucharadas de cena, un té, esquivé en el pasillo una desvalida maniobra de retención, me excusé por no poder quedarme más ni seguir sus consejos de acostarme con él, y me fui.
Sheila se encontraba bien con él. Tanto mejor para ambos. Voy un trecho con los dos. A ellos les espera en la puerta un taxi del hotel, pero Sheila entra conmigo en el restaurante del Palacio de Verano para pasar a los servicios. En el patio se detiene, duda, luego:
-Ten cuidado con quien hablas, lo que haces. Te vigilan. Se dice que te dedicas a pasar cosas a los de las embajadas, que por eso te quedas a comer en Pekín de vuelta del instituto. Te siguen. Cuidado con lo que escribes; dicen que es antichino.
-¡Estoy harta de imbecilidades ! Escribe todo el mundo, ¿ por qué no yo, que siempre lo he hecho ?. Nunca lo he ocultado. Pero esa historia de espionaje, de contactos, es de lo más teatral. ¿Quién te lo ha dicho ?.
-Sheila se muestra evasiva:
-Se dice. No quiero pronunciar un hombre, pero la persona está bien informada…Bueno, es Klaus, y ya sabes que él está al tanto. Adiós.
Tanteo por la superficie temblorosa de un mundo incomprensible, un mundo del absurdo maquillado de Orden. Es un ridículo cortometraje de espías, pero lo es en un mundo sin lógica objetiva, sin límites a la arbitrariedad legal, sin juego de oposición; un mundo habituado a presentar de inmediato el reflejo adecuado a la tonalidad con la que el sistema tiñe la sombra, la marioneta, de turno. Un mundo dispuesto a encarnar cualquier cortometraje. Nada puedo esperar de la realidad. Y estoy totalmente sola, en esta probeta colonial en la que el que más y el que menos esconde tras razonamientos intelectuales su rechazo de complicaciones, su egoísmo y el desahogo de sus mezquindades personales. Estoy sola. Es risible, pero otros extranjeros antes que yo, por razones risibles se han visto encerrar en cualquier parte, permanecer años en el último piso de un hotel, limando autocríticas.
-Y al entrar en el restaurante, hallo al mismísimo Klaus, que se desquita con una comida pantagruélica de las austeridades de su régimen semanal. Grueso, lampiño, embutido en estricto uniforme azul marino, gorra incluida, sin faltar la redonda insignia de Mao-pasada de moda-en la solapa, se diría un gigantesco y mofletudo pequeño guardia rojo.
-Sí, por favor, siéntate-me ofrece.
Encauzo la conversación por el campo de la censura. Klaus se muestra convencido de que la hay y que es muy probable que yo sea una de las beneficiadas.
-Hay ese rumor de que tú escribes un libro antichino…
-¡Pero…!
Klaus se pasa la servilleta por los labios y chasquea como quien no da importancia a la cosa. En el trayecto de vuelta, me hace una pregunta muy fuera de lugar en un inglés discreto:
-¿Qué opinas de Sheila y Zyad?
-Yo… pues nada. ¿Qué voy a opinar?. Ella me parece una chica muy sana, sin disimulos.
-Sí, sí. Sheila es una magnífica colega, pero es molesto la imagen de las inglesas que está dando a los chinos con su concubinato público con Zyad. El otro día un profesor de mi sección me preguntó si todas las mujeres en mi país se comportaban así.
Rechinó los dientes.
-Me parece que los chinos son ciertamente los menos indicados para dar lecciones de moral, ellos, que nos tienen aislados y practican una represión sexual fabulosa. Sheila no se anda con tapujos, ¿a quién hace mal? Ella se va definitivamente al terminar el curso. Mientras tanto, los dos están mejor.
Klaus, empurpurado por su extraña y violenta cólera, se transfigura. No es el gordo inglés genial y cómico. ¿Porqué estas iras?. No, no es indignación virtuosa, ni proyección de patriotismo herido; es una cólera violenta, se diría que sexual, como celos. ¿Coletazos del exclérigo?
Continúo mi carta:
…esta mezquinería no puede venir sino de los fanáticos de medio pelo del hotel. Una persona aislada es presa fácil de las murmuraciones en un medio envenenado por la segregación y la vida de «ghetto» Mi gran temor no es por mí, sino por mis notas. Tengo la conciencia tranquila y Klaus encontraba francamente exótica mi falta de temor personal. En realidad siempre me ocurre así con el miedo. No es que no lo tenga, es que desaparece tras otras cosas.
Estas no son gentes de otro planeta. Marx no es el alfa y omega universal. Mis observaciones valdrán por su sinceridad, no por su significatividad puesto que mi realidad es tan reducida y tan condicionada. Es importante que mis notas vivan; y si, en el límite extremo, los chinos-hasta ahora impecablemente correctos-me muestran una violación clara de la correspondencia, de mis escritos, entonces los perderé, pero ganaré un testimonio que escribiré tarde o temprano, aunque, como ellos dicen, tenga que esperar diez mil años. Lo que sí me parece imprudente es publicar artículos ahora. Los ánimos están en Pekín peor que de costumbre. Hay una incitación a la xenofobia, a la desconfianza, a la reserva; y hay miedo.
Mis notas manuscritas son muchas. Veré como hago. Guarda en todo caso bien éstas y no hagas mención directamente en las cartas que me escribas.
Monique, tengo tantos deseos de hablar después de esta vida monástica. Encuentro sin embargo cierto consuelo en la música, mi café, y, a veces, en la esperanza. ¿ Sabes ? Pienso que un día tal vez volveré a querer vivir, a vestirme de colores. Este año he envejecido mucho, se ve. Las arrugas bajo los ojos no ha habido crema que las pare, las he visto trepar.
Lo que interesa exclusivamente en China es China, pero el resorte del Internacionalismo es uno de los principales recursos de movilización de masa y el régimen lo emplea con profusión.
La revolución, por su parte, es la producción, transfigurada en virtud de los entusiasmantes y el carisma.
En cuanto al destino del gigantesco volumen de trabajo, China paga al contado, compra aviones contante y sonante, no tiene deuda exterior ni interior, el año último se declaró autosuficiente en cereales, y se arma.
Estas gentes viven y trabajan a un nivel muy limitado materialmente, trabajan “por la revolución mundial». ¿ Cuál sería su reacción si pusieran en duda que la política exterior de su país es «revolucionaria», si columbrasen que, en realidad, ésta persigue, ni más ni menos que los otros países, los intereses chinos ?. ¿ No se rompería el alambre entusiastamente que funciona hasta ahora y permite todos los equilibrios?. ¿ Cómo comprenderían y digerirían la dicotomía entre un pueblo trabajando por la revolución y una política exterior obrando por interés ?. Si, supongamos, la política exterior china dejase manifiestamente el internacionalismo de lado en pro del interés. ¿trabajaría el pueblo indefinidamente sin más aliciente que el nacionalismo, privado de la embriaguez euforizante de la Revolución Mundial ?
24-abril-74
Desde ayer, no sé si por la fuerza de la acumulación o porque se aproxima el Primero de Mayo y se preparan veladas-que serán, a milímetro de aproximación, idénticas en toda la vasta China-el martilleo político-ideológico-religioso se me hace más insoportable que de costumbre. Anoche vi dos horas de televisión china. En un canal había la archiconocida y vista un millón de veces por todo chino película de dibujos Las hermanitas heroicas de la pradera. Aspectos de la producción (florecientísima) con mucho algodón y mucha paz. Una serie de canciones interpretadas por el Ejército, cosa absolutamente espeluznante, en la que robustos y tonsurados militares exponían (e imponían), coreaban, lirizaban, con acompañamiento musical o en diálogos punteados de castañuela china, las maravillas y bondades del Partido Comunista y de Mao.
Por la mañana, en el instituto, uno de los profesores se me acerca a preguntarme una duda:
–El que no cree la verdad, no es un comunista ¿ es una frase bien construida ?.
Freno justo en los incisivos un » Sí, hermano. Ve en paz «, y le contesto con menos dulzura de la que yo deseara mientras echo mano a la primera aspirina diaria. Por cierto, es sorprendente como ha aumentado mi consumo de analgésicos. Los chinos emplean quizás aspirinas gigantes de las que van cortando rebanadas, como un queso.
La Librería Central de Pekín
En la acera de la derecha según se sube por la calle Wang Fu-Chin, viniendo desde Chan An, tras la larga vidriera encristalada de un edificio moderno, libros. Entro. Son dos plantas rectangulares, largas, anchas, en cuyo vasto enlosado verde-gris los chiquillos gozan resbalando. Predomina el color rojo. El estilo es de esa modernidad pulida y anónima que en China es lujo. Folletos, libritos, cuadernos para niños, obras completas encuadernadas. Todo impecablemente bueno, iluminado, en perfecto orden. Por su organización escrupulosa tiene algo de farmacia ideológica. Es una librería, el tipo de librería que se exige, puesto que-tras la Revolución Cultural especialmente-todo tiene que ser políticamente correcto: Mao y Partido. Hay gente, pero no mucha en comparación con la multitud que suele llenar a todas horas las tiendas. Reina el orden y el aburrimiento más ejemplar. Letras, caracteres, consignas; ni humor ni color.
Es la lluvia uniforme de un pensamiento exclusivo, es una tintorería mental. Son los Textos para todo el país, cualquier otro texto está prohibido. Sean cuales fueren sus méritos, nadie podrá despegar del nombre de Mao su estremecedora eliminación de la obra de todos los intelectuales, escritores, críticos, novelistas, etc. Que el pueblo chino haya sobrevivido a las calamidades naturales es admirable. Que sobreviva al aburrimiento prueba que es heroico.
En la sección de mapas, varios de China, la frontera prolongada en cuidadosos trazos violeta sobre el mar hasta abarcar Formosa y las aguas territoriales del Golfo de Tonkin hasta casi las costas de Vietnam.
En la primera planta carteles reproduciendo los ballets modelo. Más allá un vasto sector con citas de Mao para colgar o enmarcar, en todos los colores, tamaños y caligrafías. Al lado, la sección de reproducciones del Presidente: Mao niño, Mao adolescente (guapísimo), Mao joven, Mao maduro, Mao, Mao, Mao, los Misterios de Mao, gloriosos todos. Le acompaña el apostolado: Marx, Engels, Stalin, Lenin, Kim-Il-Sung, Enver Hoja.
Y entonces, durante unos segundos, se me escapa algo, hasta mi último recurso: el humor, la intranscendencia respecto a mí de este universo del que tengo franca un día la puerta de escape, y me abruma el sistema multiplicado por ochocientos millones de chinos a los que sumerge diariamente su líquido exclusivo. Esta librería es trágica, esta librería es tremenda; sus volúmenes iguales, iguales, me iluminan los huecos innumerables de los que no hay: poesía, prosa, ensayo, novela, teatro, autores extranjeros, autores modernos. Las incontables ediciones de Mao se han colocado de forma que rellenen los vacíos inevitables de las estanterías, de canto y de plano. El pavimento refleja y duplica este espacio de mono pensamiento; y la gran estatua de Mao, y su enorme rostro circular. Su sonrisa de satisfacción parece brillar en todos los huecos de los libros que no están. La Librería Central del país. Y algo da vueltas, se pone a dar vueltas, en mí, con las estanterías, los muros, los caracteres: el vértigo de esta dimensión única por la que deambulo en silencio. Y me tengo que sentar en un banco de madera, en la parte destinada a lectura y préstamo. A mi lado muchachos jóvenes devoran cuadernos de historietas de acción cuyos héroes son soldados que descubren malvados agentes enemigos y defienden en lejanos territorios las fronteras patrias.
Creo que, en general, salvo en las lecturas de estudio dirigido y los maratones escolares con mención honorífica al que se bebe las obras completas de Mao, en China se lee muy poco por la sencilla razón de que no hay el qué. Los clásicos marxistas y las hagiografías de obreros y soldados ejemplares o de héroes y heroínas no bastan ciertamente como única literatura.
25-abril-1974
“ Si quieres ser feliz como me dices…” Lo del texto de relaciones China-Chile ha sido una fuente de neuralgia permanente. Entre los extranjeros maoístas forofos del hotel ha encontrado toda aprobación por el raciocinio asnal que les caracteriza. Puesto que en Chile se siguió una vía reformista que no es la de la lucha armada, única marxista-leninista, la posición gubernamental China es perfectamente justa. So pretexto de análisis marxista de la tragedia chilena, el texto abona con impecable estupidez las cordiales relaciones de China con la Junta.
-¿Leíste el texto?-pregunto a Tomasa, en el taxi que nos trae del instituto.
-Sí-responde, seca, con el rostro a la defensiva rígidamente almidonado, con el candado ideológico puesto por el marido.-Es excelente. Estoy completamente de acuerdo.
-Pero ¿no has visto que hay errores de información, como la posición de Camboya, etc?, y, ¿eso de que los exiliados se embolsan el dinero de las ayudas?
-Yo lo encuentro muy bueno y estoy completamente de acuerdo.
Esta mujer hará la eterna felicidad de los chinos y de cualquier dictadura. Pertenece a la inefable raza de los “sí señor”.
26-abril-1974
El extranjero pasea en medio de los chinos cortando las conversaciones, el ritmo del paseo familiar, los correteos de los niños, la dirección de las miradas. Una familia, que no me había distinguido antes porque ya es casi de noche, se para en seco, los dos adultos y el niño me miran llegar, cruzar, alejarme; hasta que al menos el silencio vuelva a tomarme otra vez de la mano. En torno al hotel, entre la reja y el muro de ladrillo, una calle. Vamos a recorrerla hasta el final. Es de noche. Ciclistas sin luz pasan como sombras en un sesgueo de caucho. Al final de la calle, una puerta, un foco eléctrico, un guardia con el que habla un grupo de soldados. ¡Alto!. No puede usted pasar. Media vuelta. Inevitable viraje hacia el Hotel de la Amistad, a cuya entrada Ruiz habla con Arthur y otro francés a grandes voces.
…morena.. oigo decir a Ruiz. Luego me ven. Hay sonrisas burlonas de los franceses, que esperan del exhibicionismo del viejo y su inquina por mí, un espectáculo gratuito.
-¿Morena como ésta?-le espolea en un susurro Arthur.
-¡Mierda para esta morena!-vocifera Ruiz, encantado de las risas de su público, cuya esperanza se ha visto recompensada. Paso sin mirarles ni hacer notar la grosería, su triste contexto cobarde, el afán de estos ejemplares revolucionarios maoístas de apuntalarse y tapar su claustrofobia con el ataque fácil a los que no adoran a sus mismos dioses. Ruiz ha hecho correr ya la noticia de que yo estaba escribiendo un libro antichino, y que pasaba documentos a extranjeros con los que me veía en el centro. Sé que el cabo del ovillo del bulo de espías está en su boca, en su malignidad senil. Ha hallado un público goloso de chivos expiatorios, que observa con deleite el lento espectáculo de mi inmensa soledad, del aislamiento en el que se me clausura, del repelente con el que se me ha vaporizado. Vivo en régimen de lazareto cada vez más claramente, encerrada en la serie de círculos concéntricos de los rumores y esquivez de la colonia del Hotel, la avidez hacia el bocado que representa una occidental sin pareja, y el círculo de Pekín, y de China, que ya no vienen a romper mis amigos de Sian.
A la neuralgia ideológica, ha seguido la fiebre, un dolor de nuca y cabeza enorme, escalofríos, sed y vértigo. No puedo coger la bicicleta porque soy incapaz de ir derecha ahora. Me pasé por el dispensario y no acepté un alto en el trabajo pero sí las pastillas tradicionales y las occidentales, atiborrándome de ambas sin discriminación.
27-abril-1974
Desgrano Pekín restaurante por restaurante. El ruso, anejo al Palacio de Exposiciones ,es el imponente chic. Sala ciclópea de suelo de parquet, paredes de mármol verde, visillos blancos altos como velas de navío, columnas que sustentan en las alturas uno de esos terribles techos reposteros, decorados a manga pastelera de yeso, con flores de nieve y capiteles vegetales. Un gran cuadro de tiernos y brillantes colores con la iconografía típica china, Tien An-Men, a la salida del sol, se encarga de poner el punto desrusificador.
El mozo intenta confinarme a toda costa en la sala para extranjeros con un rigor que raya en la grosería. Ayudada por la ya larga práctica, recito el “Quiero comer con los chinos. Yo trabajo en China”, etc, y me cuelo en el salón chino sentándome a la mesa. Hay poca gente, más silenciosa y pulida que de costumbre. Como en China no hay clases, digamos que si las hubiera el público de este restaurante pertenecería ciertamente a la superestructura: Algunos matrimonios maduros, dos parejas más jóvenes que se escogen minuciosamente los bocados, una gran familia, hombres y mujeres solos, una china de ultramar. Toda esta gente va bien vestida, con los colores y modelo proletario de rigor, pero con buen corte y buenas telas.
Pido el menú en inglés con mi mejor sonrisa, y el camarero me envía secamente al departamento para extranjeros. Decididamente el restaurante no sólo es ruso sino estalinista. Una camarera más abordable viene a apuntar mi pedido y ella sí accede a traerme el menú inglés. Entonces el camarero llega echando chispas:
-¡Este menú no tiene que estar aquí!
Ante mala leche tan evidente, mi humildad-material ya de por sí de difícil conservación-se agria, y le grito en chino.
-¿Qué? ¿No te gustan los extranjeros?
Los otros intervienen para apaciguar los ánimos, y, un poco más tarde, el camarero viene con gran sonrisa a preguntarme de qué país soy.
Tras el fuerte viento, un anochecer bañado en fósforo azul. Una pareja-ella con un estuche de violín, él empujando su bicicleta-van cogidos del brazo. Fluir de gente. Una juventud arrogante, alta y atlética; muchachas con esa extremada finura de pincelada sobre raso que pueden tener los rostros de las chinas. En la faz plana, satinada, tensa, los ojos encristalados, la nariz de oveja, los labios en forma de corazón, separado todo ello por grandes espacios de piel pura e igual.
Calzada con las mismas silenciosas zapatillas de pana de los chinos, voy en la penumbra casi desapercibida, y es en estas ocasiones cuando algo real me llega de las gentes de esta tierra, del latido cotidiano de su vida, del cañamazo que la forma y sobre el que la tejen. En la austeridad de su ropa, de su apariencia, hay una gran dignidad, que, junto con la honradez, son dos cosas que nunca se olvidan. Hay las prácticas tan poco elegantes como el carraspeo y gargajeo, el eructo, el niño culito al aire con el pantalón abierto atrás, y hay gestos, conductas, que no pueden menos de inspirar respeto hacia estas gentes trabajadoras, tenaces en apoyarse en sí mismas para salir adelante. Para muchos, China tal como hoy la vemos es el fruto del puñado de la vieja guardia, Mao entre ellos, que continúan en el poder. Pero lo que es este país hoy no lo han hecho los ochocientos del Buró Político sino los ochocientos millones de seres con dignidad.
Los autobuses, junto con los restaurantes, mis grandes lugares de encuentro con los chinos, de acercamiento obligado, de efímera convivencia. El treinta y dos del hotel hasta el zoológico, y, de allí, otra línea hasta el centro. Una mujer que discute ásperamente en voz alta con otro viajero y a la que los demás hacen callar señalándole mi presencia, “¡Wae pin!” (¡Un amigo extranjero!). Un bebé al que llevo en brazos unas cuantas paradas, para el que el movible espectáculo de la ventanilla es mucho más atractivo que mi rostro. El diálogo que entablo a base de sonrisas y gestos con una muchacha que, curiosa y amigable, coge entre sus dedos unas mechas de mi pelo suelto y juguetea con ellas. El autobús de noche, lleno de sombra, de cansancio y de figuras que dormitan su fatiga sobre los asientos de madera. Los grandes autobuses dobles, con su refajo de goma, faltos de cristales. La cobradora que avisa al conductor para que detenga el vehículo entre dos paradas a fin de que yo me baje frente a la tienda.
28-abril-1974
A estas alturas, cuando resuenan en las antenas del mundo entero los gritos de “¡Abajo el fascismo!”, “¡Viva Portugal!”, con los que nuestros vecinos portugueses han saludado el fin de medio siglo de dictadura, mientras tanto los chinos, el pueblo chino, no sabe nada de la noticia. Y, lo que es peor, cuando se la comunico, estas gentes que utilizan con tal abundancia la palabra Internacionalismo, se muestran nulamente deseosas de saber detalles sobre la situación portuguesa. Y eso que con Portugal no hay relaciones-porque los intereses africanos pesan demasiado para comprometerlos-Es posible que el gobierno chino se sienta orgulloso de esta fidelidad incondicional de su pueblo, de este samuráis moho mental. Hay que sentirse orgulloso ante una alienación tan bien y tan completamente conseguida. Ni la menor curiosidad e interés (al menos demostrables). La gente se calla por temor a decir algo que no concuerde más tarde con la versión oficial. Este temor al error y a la crítica refleja el pensamiento injertado en el ciudadano desde las alturas: Hay un modelo correcto, revelado de un vez para todas, un patrón al que hay que referirse en cualquier asunto para catalogarlo y que algunos alcanzan a aplicar mejor que otros porque son expertos en la verdad. Es una versión platónica marxista, algo así como el Reino de la Ideas Políticas.
Lo que se llama en China Popular “discusión política” es las antípodas, no ya del método marxista, sino del simple razonamiento. Se trata de encajar en moldes dados a priori hechos que sólo son considerados en función del molde venido de las alturas.
Y, a fin de cuentas, queda la mano ávida de este profesor chino hacia las diapositivas que pongo sobre la mesa, la mirada furtiva en dirección a Shi, cargo político indefinido, que entra en la habitación, el temor que sustituye al brillo de la curiosidad, la mano que se retira. Estas imágenes hablan con larga, infinita elocuencia.
29-abril-1974
En la comprensión oral que un profesor chino ha preparado para los alumnos se lee que en Washington los grandes almacenes, parques y rascacielos son para los ricos. Los trabajadores nada tienen, sufren hambre y frío y viven peor que las bestias. Una vez más es el estilo Dickens. Pintar al proletariado occidental como hace cien o cincuenta años, muertos de hambre y de frío. Me parece hacerles un flaco servicio y minimizar sus luchas para obtener mejoras enfrentándose con patronos y con sistemas a los que arrancaron derechos y una vida mejor.
Intento pues en clase describir la situación de la mayoría representativa del proletariado occidental, que no lucha hoy por comer sino por vivir de una forma mejor y por una serie de libertades socio-políticas. Explico lo que son las vacaciones anuales, el salario de paro. Veo la incredulidad manifiesta, y, en algunos, la hostilidad por lo que no puede menos de parecerles propaganda imperialista. Al final de la clase, vienen a exponerme objeciones. ¿Cómo los parados no tienen hambre? ¡Pues claro que la tienen! Y los obreros no luchan sólo por tener vacaciones sino por el poder político. Y ¿cómo la escuela sería gratuita? ¡Los capitalistas no iban a hacer escuelas para los hijos de los pobres!. El capitalismo no hace regalos. Nosotros estamos informados de cómo viven los obreros en Europa, ¿sabe?. Lo principal es tomar el poder político.
Por la tarde, velada en la sala de espectáculos del hotel. Las unidades de trabajo envían un colega chino acompañante a cada extranjero. No se me acerca ninguno de la mía, lo que me confirma mi vertiginosa caída en desgracia. En el último minuto, apurado. Llega Pa, todo gafas y pelo en cepillo, amable pero trabajoso en español. Salen a escena una orquesta de soldados y un grupo de danza.
-¿Quiénes son?-pregunto a mi intérprete
Él consulta el programa y traduce:
-Es el conjunto de cantos y danzas del Comité Central
Así que, no sólo Mao nada como un delfín a los setenta y cinco años, sino que también los venerables miembros del Comité Central se dedican a las tablas.
-Me parece extraño. Mira bien el programa, Pa, míralo bien.
-Mmmmm, mejor traducir por Conjunto Central de las Nacionalidades.
-Mejor.
Los “Coros y Danzas del Comité Central” interpretan números de equilibrio en la cuerda floja y danzas coreanas. Lo mejor es desde luego la parte de música tradicional que transparenta en las canciones políticas, y algunos giros de danzas que guardan frescura. Siguen imitadores de animales y juegos de magia. Hay instrumentos musicales de forma exquisita. Ejercicios de fuerza y destreza con enormes armas tradicionales, especie de alabardas curvas de pesado metal. Una Celia Gámez en masculino, con pantalón y camiseta de terciopelo negro bordado en dorado, maquillado a espátula, hace ejercicios hercúleos.
29-abril-1974
Tras cinco agotadoras horas construyendo el socialismo (sinónimo de trabajar usado en estas latitudes, que aureola nuestras modestas actividades pero que ha perdido lustre), asaetada a acertijos gramaticales, sorprendo en manos de Shi-siempre con la sonrisa levítica de agente de la social de paisano-mis anotaciones al artículo sobre la historia de las relaciones de Chile y China, y me entero de que ha sido traducido rápidamente al chino para que lo examine la dirección. Teniendo en cuenta que el artículo que ellos me dieran representaba evidentemente la justificación de la posición oficial china, el hecho de que lo critique y por escrito les ha desconcertado.
-¿Por qué has hecho eso?-me pregunta Kuo, que es un una buena persona, consternado, en un momento en que estamos solos.
Hubiera sido inútil explicarle que era por un deseo de verdad, por el derecho a la información, por repugnancia hacia la deformación de los hechos sea cual fuere el fin. Este tipo de razonamiento en China no puede existir porque los hechos en sí no existen. Todo está clasificado en dos campos y sirve, o debe servir, a los intereses de uno de ellos. Las consideraciones de tipo respeto a la intimidad, derecho a la información, etc, serían clasificadas como muestras de idealismo burgués. Nada está por encima de las clases, es decir, nada está por encima de las clasificaciones del Partido, nada fuera de ellas. Los chinos vienen usando desde hace tiempo de un esquema lógico simple y práctico en extremo: se dan como premisa correcta un tipo de enunciado que sin embargo, de detenerse a meditarlo, sería perfectamente discutible, y no más válido que otro. A partir de esta tesis, se encadena un rosario de demostraciones. En el razonamiento inicial no se trata en realidad en absoluto de razonamiento, sino de principio de autoridad, planteamiento voluntarista, religioso. “Puesto que todo lo que no es blanco es negro…” y así se niegan limpiamente el azul, el verde, el rojo, en una filigrana de comprobaciones abundantemente sazonada de adjetivos y adverbios entre los que flotan los todopoderosos tópicos.
Hemos celebrado la víspera del Primero de Mayo en la forma debida, es decir, con fiesta en casa de Musa, bailando hasta las tres de la mañana. Aún no se me ha aislado del todo, en especial en medios como el de Musa, nigeriano, que les importa tres carajos la política china. En los míticos tiempos de antes de la Revolución Cultural, los chinos organizaban bailes todos los sábados, y hasta ellos bailaban, aunque sin duda a prudente distancia para evitar las tentaciones de la carne, que se atreven a guiar parte de la humana energía hacia otros fines que la construcción del socialismo.
Musa, en buen africano, se desvive por la música, y no halla otro alivio para la vida pekinesa que el soberbio sistema de amplificadores y tocadiscos que se ha hecho traer de Hong-Kong. La fiesta no fue mal; excelente música y desmadre de casados. Al lado del Tercer Mundo, que ponen gracia, ritmo y bromas y bailan como los dioses, los representantes del Occidente desarrollado resultan de insulsa palidez.
Rehúyo con insistencia al palestino flaco, que me persigue desde hace una semana. No acababa de meter en el avión a su mujer y seis hijos que estaba telefoneándome y acusándome, ante mis negativas, de orgullo y puritanismo.
Musa, resplandeciente el rostro oscuro, con una blusa blanca bordada típica de su país, baila conmigo.
-¿Cuántos hermanos tienes, Musa?- le pregunto
-Veintiocho.
(Desde luego, cada vez comprendo peor el inglés)
-¿Ocho decías?
-No. Veintiocho.
-¿De…la misma madre?
-No. Mi padre tiene cuatro mujeres.
Él todavía solamente una. Me arrastra el ala de un forma discreta. Como es simpático y correcto, resulta un compañero agradable.
Klaus ha cogido una vez más la borrachera de su vida. Padece de alcoholismo.
¡Tú, tú escribes para periódicos fascistas!- me acusa, cuando hace media hora se dirigía a mí con cariñosos diminutivos.
-¡Y tú eres un espía!– grita a Quico, el peruano.
Continuó tratándonos de conspiradores. Luego se agarró al vodka, y finalmente hubo que subirle a peso muerto, que era lo que todos temíamos porque pesa cien kilos, cien kilos de carne rosa amoratada, de un tórax inmenso rematado por una cabeza de viejo gnomo grueso, casi calvo; y sin embargo este hombre de cincuenta tiene en realidad treinta y seis años.
Ayudo a recoger las botellas, los vasos rotos cuyos vidrios se mezclan por el suelo con las galletas. Ya en la puerta para irme, Musa me sorprende al pasarme la lengua-puntiaguda, roja-inesperadamente por el caracol de la oreja. Me voy.
El fresco del jardín de madrugada, las desorbitadas estrellas. No, no me halla eco la caricia de Musa, su propuesta de espaciar con violentas noches, con espasmos de placer, los mortecinos días. Sin embargo he paseado con él, me he apoyado en su hombro, me ha reconfortado su mano. No es tan difícil de comprender esa hambre generalizada que me flota a flor de piel, como una desazón de fiebre, esa añoranza que no es del sexo, que no es solamente del sexo, sino del otro ser, de los otros, de alguno, de todos. ¿Cómo hay quien puede pasar años sin tocar a otra persona? Esa gran inhumanidad de nuestro sistema social la he hecho posible. Para los que habitan solos, para los que duermen y se levantan solos.
El sexo tiende a veces puentes nocturnos hacia otro ser, puentes quizás más fáciles de tender para los hombres que para las mujeres, porque ellas ponen con molesta frecuencia en ello demasiado corazón, porque en su sexo angosto y cóncavo permanecen, aunque el sol llegue, las hondas penumbras de la noche.
He mirado a veces a los niños que luchan en el suelo, tórax contra tórax, los brazos redondos golpeando la espalda del contrario. ¡Ay, estar como ellos, estar con ellos, polvo y sudor de sí y del compañero en las mejillas, olor de axilas, unas pupilas acuosas!. Voy olvidando la imagen de unas pupilas próximas, con venas, con el temblor continuo de las pestañas. Mi perspectiva humana sólo llega hasta quince centímetros. Los días transcurren monstruosos, desde hace dos años, entre seres enfundados en telas y cuero y rodeados de prevención y distancia, entre un máximo de manos estrechadas dos segundos. Soy un ser todo antenas, todo hojas expectantes; soy un moscardón que busca pertinaz estrellarse contra una piel.
En algunos lugares, hacia el Sur, por el Mediterráneo, aún existen cuerpos jóvenes, viejos, que abrazan, palmean, saludan, chocan las manos, zarandean, comparten, estampan besos fáciles, ruidosos. ¡Qué horror la helada Bélgica, su desierto de tantos meses!.
Me vendería por ternura.
Primero de Mayo-1974
Por la mañana, todos al Palacio de Verano. Por la tarde, todos a los parques de la ciudad. Salimos escoltados por colegas enviados para acompañarnos por las unidades de trabajo. El aspecto del Palacio de Verano, engalanado, me resulta decepcionante, quizá a causa del cielo gris y de la atmósfera pesada. El público chino entra en el recinto previa presentación de las entradas que les han sido distribuidas a los que les correspondía ir este año. Banderas.
Se balancean en los dinteles globos de seda roja y flecos dorados. Los árboles brillan con la hoja nueva. En los claros, el sol viene a pulir las garras, fauces, lomos bruñidos de los leones de bronce. El servicio de orden va indicando el aparcamiento. En el interior, grupos de colegiales vestidas en tonos pastel, pañuelo rojo de pioneras al cuello, lazos en el pelo, panderetas, cintas y guirnaldas de papel en las manos, zapatillas, calcetines, blusas impecablemente blancas, nos dedican, sin dejar de sonreír un instante, danzas y canciones. En los kioskos hay bandas de música. Junto a un estrado los actores-soldados fingidos o reales-se maquillan con profusión, hombres y mujeres. Espejo en mano, cada cual dibuja un grueso trazo negro en el párpado, pasa por los labios una barra de bermellón, distribuye pasta ocre rojizo en la frente y las mejillas.
Al pie de los pabellones principales, sobre paneles, una exposición de fotografías que ilustran los progresos del país. En medio de los paneles hay un mural enorme: un soldado, un obrero y una campesina, sanos, hercúleos, miran los tres con la misma ira y hacia la misma dirección. Las pupilas iracundas me recuerdan a las estatuas de los guerreros guardianes de tumbas, con sus feroces ojos desorbitados. La campesina se halla en actitud de declamar un escrito que lleva en la mano. El soldado se arremanga un puño como una maza armado de un pincel para escribir carteles murales. El obrero, en primer plano como corresponde a la iconografía oficial de acuerdo con el papel directivo del proletariado, aprieta contra su corazón con la mano derecha el libro rojo de obras de Mao Tae-tung, y con un brazo izquierdo ciclópeo y arremangado al efecto asesta un puñetazo aplastante a figuras grises que yacen desmenuzadas. Al pie del panel, en caracteres rojos, se lee: Obreros campesinos y soldados critican activamente a Lin Piao y a Confucio.
Vemos a un grupo selecto de minorías nacionales chinas, resplandecientes en sus trajes regionales, tibetano, uigur, coreano, khasak… extrañamente violeta, rosa, amarillo, turquesa, al lado del gris, pardo, kaki, de la etnia dominante, los han.
Con el nigeriano Musa y su intérprete de inglés, un joven que se deshace en sonrisas y trabaja en el hotel, subimos a lo alto de una colina. Lago y cielo tienen el mismo tono uniforme, diluido, azul humo, punteado únicamente por los grandes globos rojos que flotan sobre el agua, por la diadema de banderas sobre le puente de mármol, por las brasas diminutas de las insignias revolucionarias que llevan las barcas. Las aguas del lago copian el apacible reflejo de la seda bordada.
Descendemos. Los espectáculos ni son muchos ni dan la impresión de ser muy originales. El Ejército y la Marina nos ofrecen las primicias de los nuevos uniformes, bastante más “de vestir” que los igualitarios anteriores: mujeres soldado con falda y tacones, marineros al estilo bretón, excepto el pompón rojo, tipo primera comunión.
-Está muy apagado este año–comenta un cooperante-Antes era otra animación, más espectáculos, más asistencia.
Me choca en todo caso la falta de bulla. ¿Carácter nacional? La gente deambula, mira las casetas, juega en los puestos, consume sus panecillos, fruta, refrescos, se sienta a descansar con sus niños en las rodillas, y no hay bullicio, ni risas. Los colores y los sonidos, músicas, flores de papel, se localizan fuera del público pero sin habitarle.
Por la noche, exhibición gimnástica en el estadio. Saltos y piruetas en los cuales hay numerosas caídas. Tantas reuniones políticas, eso se paga, no hay tiempo para entrenarse. Aparecen con media hora de retraso los dirigentes, uno de los cuales es Chu Teh, y ocupan sus puestos en la mesa oficial. Cuatro reporteros reptan fotografiándole en todas las perspectivas, y acaban por traer una escalera y subirse a ella para filmar a Chu Teh en un ángulo insólito. Nosotros, los extranjeros, estratégicamente situados detrás, vemos las espaldas oficiales y la real calva.
Las chinitas hacen grandes progresos físicos; son espléndidas adolescentes de largas piernas. La gimnasia tradicional con armas antiguas es bella, pero se repite, todo se repite ad infinitum en China. Aburrimiento.
Lo qué sí vale la pena es Pekín de noche en estos dos días de fiesta. Las hileras de bombillas recorren el tejado chino de la puerta de Tien An-men, de la de Chien Men y de las principales. Los grandes edificios-que son contados-ostentan sus lucecitas de navidad proletaria. La plaza de Tien An-men presenta un aspecto fantástico. Los pekineses se sientan en el suelo, forman corros en cuclillas, zigzaguean en bicicleta. Hay ambiente. Los retratos gigantes de Marx, Engels, Lenin y Stalin gozan de iluminación extra. Al de Mao le basta la de costumbre.
3-mayo-1974
Nueva discusión en el restaurante ruso. En ningún momento, ni en mi caso ni el de cualquiera de nosotros los extranjeros, intervino chino alguno para decir que al fin y al cabo no molestamos en las salas comunes o para echarnos una mano en la traducción del menú. Sin embargo se estudian idiomas en China, en las escuelas, y este año ha habido una gran ofensiva anglófila, por radio hay clases de inglés varias veces diarias.
Pasividad y rechazo cuando vamos de paisano. Orgía de flores de papel, cantos y danzas, sonrisas, cuando somos presentados como los distinguidos huéspedes, amigos extranjeros en actividades organizadas, flanqueados por un intérprete y precedidos por los responsables. Los chinos estarían infinitamente sorprendidos de ser tratados de racistas, ellos, que han escrito, repetido y pintado tantos emblemas internacionalistas, tantos carteles gigantes en los que negros, blancos y amarillos se dan la mano; ellos que proclaman más alto que nadie la solidaridad de los pueblos. Chu En-lai no se equivocaba al hablar de racismo, de xenofobia, en su país. China, aún muy agraria y muy medieval, es terreno abonado para una política de desconfianza. Hay el rechazo de Occidente, con la punta de racismo al blanco, y la vuelta clara hacia África, conscientes los chinos de que sólo pueblos que parten de cero se acomodarían a esquemas maoístas, al simplismo evidente de sus teorías, a sus formas religiosas y con un sabor netamente medieval, a sus mitos gigantes de obrerismo y voluntarismo, a sus utopías.
4-mayo-1974
Como burdel, desde luego el Hotel de la Amistad es incomparable. Esta noche se ha repetido la escena de la puerta, que es la versión actual de la del sofá-, y consiste en empujar hacia la escalera, manteniendo la puerta abierta con una mano, al galán con la otra, mientras éste declama el conocido pasaje de Nada más normal que un intercambio y asociación sexual, beneficioso para ambas partes, delimitado por las especiales condiciones de vida de Pekín (igual a gran dificultad para comerse una rosca). Soy una persona seria, responsable, discreta,…etc. Entonces la dama conecta el Agradezco la propuesta, pero a mí ese tipo de asociaciones, así, tan médicamente, no puedo. No, no es que esté mal hecha; es que debo de ser sentimental y poco liberada. Te recuerdo que tienes a tu mujer esperándote y no me gustaría hacer a las otras lo que no me gusta a mí, etc, etc. Esta escena, con variantes, se ha repetido ya en lo que me respecta casi tanto como Las hermanitas heroicas de la pradera en la televisión china.
Es evidente que los aspirantes a un lugar bajo mi sábana venían a esto no más, no importándoles mi persona absolutamente nada. Es lamentable que, los que alguna vez me parecieron dignos de atención, ni se fijaron. Lo mejor del asunto es que, en esta atmósfera fraternal, en esta incubadora del hombre nuevo socialista, al no llenarme de alegría acostarme al cuarto de hora, se me va a tejer una hermosa leyenda de impotente en versión femenina, o de lesbiana.
Pero lo camaradas chinos, los puros, vírgenes, camaradas chinos, que en este momento estarán achuchándose entre los tres pantalones y cuatro jerseys, en los parques, los que dicen que En China no hay hijos naturales porque no hay prostitución, y que, hasta los veintiocho o treinta años que recomienda el Gobierno para casarse, no tienen relaciones sexuales, los queridos camaradas chinos merecen todas mis maldiciones por estas formas de erotismo de ghetto que son obra suya.
Una losa de granito guarda en cada uno de sus fragmentos lechosos la tibieza del sol, mientras la noche ennegrece pincelada a pincelada todas las hojas de los árboles, y las golondrinas otean el cielo diluido de los atardeceres.
Hay una carta de Túnez sobre la mesa, de la familia del hombre con el que en tiempos estuve casada.
Te juro, hija mía-me dice el padre-que mis sentimientos y los de toda la familia hacia ti no han cambiado y que te consideramos siempre de los nuestros… Por favor, mándanos pronto una carta simpática. Tú no puedes imaginar en cada uno de nosotros. Imposible olvidarte…
Son rápidas, son siempre rápidas e inesperadas como una lluvia, estas resurrecciones de lo ido, me empapan antes de que me haya dado cuenta. La eficacia, la eficacia del pasado que no pasa jamás, el golpe que conoce el lugar de la herida. Toda la tierra ha ido girando lentamente mientras yo cenaba en una mesa blanca redonda, inabarcable en el restaurante, sola. Y luego una navegación inmensa sobre una losa de granito, por una bóveda rosa de atardecer. Las gentes que he conocido, un puñado de palabras, de rostros difusos; nadas los deshilvanados esbozos sexuales-manos, brazos, cabezas que se aproximan, que buscan, que rozan, la furtiva y reconfortante cerrazón de otros dedos. Pero llega la boca buscando la boca, y la mano busca las caderas, y las piernas las rodillas; entonces no, ya no; es la huída, la cabeza gacha que esconde los labios, el cuerpo que se desliza, que corre adentro de sí mismo. He intentado llevar adelante el triste juego de la sexualidad sin más con el africano, sin más razón ni futuro que el que tiene andar descalza por la hierba, porque con él hubiera entrado el vigor y la canela en mi casa. No puede ser.
Musa ha venido mientras estoy tumbada en la piedra.
-Estás rara hoy.
-Precisamente hoy estoy normal.
-No pienses. ¿Por qué piensas? No pienses tanto.
-Siempre estoy pensando. ¿Qué quieres que haga?
-Vamos a dar una vuelta.
-No. En las últimas semanas he trabajado poco, he escrito poco. Tengo que empezar otra vez, como de costumbre. Adiós.
Y en medio de todo, paladeo el amargo placer de mi redonda soledad, de la posesión de mi persona, de la casa con su puerta y su llave, los dos altos balcones velados de ramas, de la música obediente y de los libros, del papel y de la máquina de escribir de los árboles bajo los cuales iré al atardecer sin compañía. Placer amargo porque la ausencia y la necesidad del compañero es algo tan concreto que parece materializarse. Placer áspero de espacios y dimensiones vistos bajo la luz implacable del desposeído. Ambición concreta, sí, de un tipo de persona. Imposibilidad de acallar el hambre con unos bocados en el camino. La gran tristeza del sexo. El pasado con su frustración haciéndome siempre suya.
El africano, sentado cerca, mira.
-Estás realmente rara hoy. Tú en general eres alegre, hablas.
Al levantarme sólo deseo decirle:
-Tengo treinta años y algo se acabó para mí.
-¡Ajá! –gran sonrisa divertida de Musa- Me parece que a mi intérprete chino le gustas.
-Hombre, no me digas. ¿El que nos acompaño al Palacio de Verano el Primero de Mayo?. Y ¿cómo es eso?
-Siempre me está preguntando por ti desde que salimos juntos, y por tu libro.
-¿Mi libro? ¿Cómo sabe…? Ya; ¿qué comentarios has hecho tú con él, Musa?
-¿De ti? Nada. Yo pensé que le gustabas. Incluso habló de hacerte una visita.
-Vaya. Jamás los intérpretes van a visitar gente de otra lengua que no es de su incumbencia.
-Éste chico es muy simpático. Siempre se está riendo.
-Me dí cuenta en la visita al Parque. Risueño el muchacho.
-Conmigo viene mucho a conversar.
-Simpático. Si te pregunta algo más de mí, dile que venga a mi apartamento a preguntármelo. ¿Con quién has comentado que salimos?
-Absolutamente con nadie. Sabes que en eso nunca hago comentarios.
-No tiene importancia. Hale, buenas noches.
-Espera. Vamos a dormir juntos.
-Que no. Ya te lo expliqué. Acuérdate de tu mujer.
-¡Mi mujer, mi mujer; siempre hablando de mi mujer…!
4-mayo-1974
Tientsin
En camino de Pekín a Tientsin por tren. Llanuras y grandes cantidades de árboles plantados no hace muchos años cuyo follaje contrasta con la sequedad de la tierra alcalina. Grandes rectángulos de cultivos. Campesinos aislados o en pequeños grupos. Se transporta en balancín. Durante kilómetros no se ve un solo tractor; luego aparecen algunos, de cuando en cuando. Agrariamente China continúa empleando en abrumadora mayoría la fuerza humana y los recursos tradicionales. Aldeas y casas de tierra, muros de adobe, tapias de seco lodo, hornos de ladrillos, vallados de paja y junco. Orden. Uniformidad. Los conos de tierra de las tumbas apuntan entre los sembrados, algunos aún con las flores de papel blanco de la reciente fiesta de los difuntos, los más con un pezón de barro, un cuenco. El día que llegué la mecanización desaparecerán. Por ahora no hay prisas. El terreno es tan malo como bien aprovechado e irrigado. Tierra salina en la que aflora la costra blanca.
Es Tientsin un gran decorado colonial, un rompecabezas de las ocho concesiones de las ocho potencias: columnas, frontones, arcos de ojiva, un torreón, balcones corridos, geranios, suavidad de mar próximo en el aire en contraste con la terrible sequedad de Pekín. Surrealista Tientsin, de una fealdad casi atrayente a fuer de absurda. El hotel, heredado del tiempo del colonialismo. Estoy en la casa de mi abuela: madera oscura, paredes crema y cristaleras esmeriladas al estilo español, cuarto de baño con sus imponentes grifos y tuberías, muebles de 1930. En el comedor grandes visillos de encaje. Tanto la madera del suelo como la del mobiliario está pulida por el uso y por el cuidado. El conjunto es de un confortable recogimiento. Por la ventana, la calle, con sus dos filas de fachadas con columnas y volutas. Más allá se extendió en tiempos la miseria del barrio chino, sus construcciones deleznables, la mendicidad y el mercado negro, mientras tras estas columnas, estas vidrieras, estas cortinas de encaje, se ejecutaban las filigranas del elegante ballet de la clase occidental dominante.
5-mayo-1974
-Ningún extranjero ha ido nunca al puerto de Tientsin en tren y autobús-asegura el intérprete de español que me ha asignado como acompañante para mis visitas el Buró de Extranjeros-El tren es muy incómodo, para los dos.
-Pero el alquiler de un coche no está hecho para gente que trabaja en China y no tiene sueldo de diplomático ni de hombre de negocios, sino cooperante proletario, camarada. Lamento la incomodidad pero vamos a ir los dos al puerto de Tientsin en tren y en autobús como todo el mundo, a no ser que tú pagues el taxi. Además te diré que, cuando uno viene a China Popular, es para ver como vive la gente y compartir su medio.
Resignado, el intérprete me acompaña, no sin quejarse con amargura en todas las ocasiones posibles de los inconvenientes del transporte público comparados con el taxi reglamentario. Es un chico de unos treinta años, muy alto, de rostro cuadrado avaro en expresiones, parco en palabras.
Sin embargo vamos regiamente en tren. Por ser vos quien sois, nos han instalado en un coche litera vacío. Veo las plantaciones de arroz de Siao-Chan. La tierra, alcalina y salada, se ara profundamente de forma que el agua arrastre hacia abajo la cal y la sal, y se obtiene así un buen rendimiento. La necesidad imperiosa de sacar el máximo provecho de un espacio de tierra fértil reducido ha hecho de los chinos-como ocurre con los pueblos concentrados en áreas productivas-agricultores excelentes. Pese a la inmensidad geográfica de China en el mapa, su parte realmente habitada, al noroeste y al sur, es bastante pequeña para la población.
Nos aproximamos al barrio del aeropuerto. Depósitos de mercancías con el techo estampado en amarillo, verde, naranja.
-Es camuflaje para los aviones-me dice el intérprete-Debemos estar preparados para un ataque sorpresa del imperalismo.
-¿De qué imperialismo?
-De uno de los imperialismos. También cavamos túneles.
Bajamos del tren y montamos en el autobús, muy limpio por cierto. La gente habla poco, el ambiente es relajado. El cobrador desciende en cada parada, cobra y ayuda a descender a los niños y a los ancianos. La parada final es a la entrada del puerto. Un coche nos espera con un funcionario e inmediatamente empalmamos con un recorrido y explicación apresurados.
Las explicaciones y el circuito terminan bruscamente en tiempo record, sin ni siquiera la tradicional propuesta de Si quiere formular preguntas o sugerencias…. Me hallo con el intérprete a la puerta de entrada. Dos edificios con tejados verdes tradicionales, rodeados de una alambrada, constituyen el “Club de los Marineros”, para extranjeros. Cinco marinos griegos que vuelven de compras me caen encima como náufragos.
-¿Qué haces esta tarde?¿Una veladita en nuestro barco?
-Aquí no hay más que ping pong y billar. ¡Nada más! ¡Ni una mujer!.¿Te das cuenta? ¡Viva España!.¿Te vienes, verdad?
Me despego penosamente.
-Calma, muchachos, calma. ¿Cuál es la próxima escala?
-Vancouver. ¡Hasta Vancouver…!
-Valor, valor. Pronto llegaréis.
Les dejo con dificultad. ¡Los pobres…!. ¿Cuántos marinos comunistas se darán de baja en el Partido después de haber tocado en puertos chinos?. Llegar, tras largos meses en el mar, y encontrarse con el ping pong, películas edificantes (que, en cuanto toquen dos veces en puertos chinos, habrán visto todas) y las obras del Gran Timonel, de Mao.
-Tienen muchas diversiones aquí – me asegura el intérprete.
-Pero, hombre, ellos quieren bailar, salir con chicas.
-No, chicas no.
-Horrible
-No horrible
-Sí horrible
En el restaurante, vastísima y desértica sala, mi intérprete, fiel cumplidor de las normas, asegura que debe comer en mesa aparte, y así el formalismo chino cae en el más abyecto ridículo porque las mesas están dispuestas a lo largo del muro y los asientos son dobles, en tranvía, mirando en direcciones opuestas. Se supone que él debe comer espalda con espalda conmigo en la mesa de atrás.
-Ridículo tan grande, yo no lo hago. Prefiero quedarme sin comer-digo con mis cubiertos en la mano-Vienes o me voy.
Nos sentamos pues en la misma mesa y, como los precios a nivel turístico no van con mi presupuesto, compartimos grandes cantidades de arroz, un plato de verdura y otro de patatas. Leo la decepción en sus ojos por haberle tocado acompañar a un vulgar cooperante.
A la salida, en el patio, un enorme panel circundado de citas reproduce un grupo de robustos marineros de varias razas, sonrientes y recién desembarcados.
-Estas sonrisas-le digo-eran entes de saber que sólo había ping pong y billar en el Club. Aquí la foto es cuando bajan preguntando. ¿Dónde están las chicas?
-Absurdo. Dice: Trabajadores, uníos.
-Qué va. Dicen: ¿Dónde están las chicas?.
Damos una vuelta. Cada vez que pasamos frente al cartel mural, el serio intérprete no hace comentarios pero se le escapa una sonrisa.
La especialidad de Tientsin son las cometas, una filigrana de junco y seda: libélulas, mariposas, saltamontes, halcones; grandes alas finamente matizadas, hemiesferas para los ojos que se voltean, líneas sutiles en tinta negra imitando nervaduras.
Y volvemos a Pekín. El tren corre un trecho paralelo al río. En la orilla opuesta, a los rayos horizontales del poniente visión rápida de un grupo de bañistas vespertinos desnudos. Sobre el talud, un hombre, disponiéndose a lanzarse al agua, entre cuyas piernas abiertas cuelga el sexo.
LA LARGA POLÉMICA SOBRE EL TRABAJO EN LA FÁBRICA TEXTIL
Los cooperantes mejor intencionados y entusiastas dan la patita y hacen cabriolas ante la codiciada participación, en igualdad con sus colegas chinos, del periodo de trabajo manual en la fábrica o comuna. Nuestro instituto, siempre en la gloriosa tradición xenófoba que le caracteriza y que no ha cambiado desde que, durante la Revolución Cultural, echó su canita al aire incendiando la Embajada de Inglaterra, pone todo su celo en reducir al mínimo esa participación de los extranjeros.
El instituto está en contacto con la fábrica textil número dos, y a ella se va a trabajar en mayo. Tiene lugar, para alumnos y profesores, una reunión para exponer los fines y características de este periodo de trabajo manual de cinco semanas: Recibir la educación de la clase obrera, y simultáneamente recibir promover la revolución educativa y elevar el nivel de conocimientos de lengua extranjera. Se dedicarán dos tercios del tiempo al trabajo y uno al estudio político y lingüístico.
Sin dejar de interesarme realmente por la experiencia, no puedo menos de sentirme al tiempo observadora marginal y levemente sardónica de la puesta en marcha del exorcismo, una más de las representaciones teatrales vividas que los chino llevan a cabo cotidianamente de tal forma que éstas han tomado poco a poco el lugar de las realidades concretas. La preparación de esta estancia en la fábrica para encuestas, vocabulario español, etc. ha sido nula y se lo he reprochado inútilmente. Se ha provisto a priori a los alumnos de textos policopiados sobre la fábrica hechos con datos dados sobre los responsables. La tan beatificada virtud de la práctica ha sido en realidad una vez más suplantada por la teoría. Pero los alumnos están tan encantados como cualquier estudiante suele en general estarlo cuando un periodo de actividad rompe la monotonía de la vida escolar. También están contentos los profesores, que son terriblemente vagos y les veo de perlas vegetando junto a una máquina, olvidados de molestas preparaciones.
Se me traduce poco y a duras penas en las reuniones sobre la fábrica, marginándome con el mayor descaro. La dirección ha dicho que, durante este periodo, los profesores extranjeros permaneceremos en el instituto redactando textos y que sólo iremos a la fábrica dos tardes por semana. Un grupo nos hemos negado, y así estamos. Con los colegas chinos, no hay sino aquiescencia absoluta a las normas de la dirección, y cada cual rivaliza en celo por abonarlas. Ü saca las hojas del cajón.
-Esto es para que la semana que viene te guíes cuando hagas los textos.
-Ü, sabes perfectamente que la semana que viene estamos todos en la fábrica.
Con la media sonrisa, la mirada siempre baja y su voz dulce, Ü insiste:
-Se dice que los profesores extranjeros iréis dos tardes por semana a la fábrica.
-Esa es una disposición autoritaria, burocrática y arbitraria con la que no estamos de acuerdo, y que tampoco corresponde a las directivas de Chu En-Lai. Iremos a la fábrica al igual que nuestros colegas. ¿No comprendes?
-Bueno… No es asunto nuestro, pero comprendemos las razones de la dirección de nuestro instituto. Hay trabajo urgente.
-No, no es verdad. ¿Por qué no reconocéis jamás que es una excusa?.
-Vosotros no tenéis costumbre…El trabajo en la fábrica es duro y nuestra dirección teme que no podáis soportar los extranjeros el excesivo cansancio. Se preocupan por vuestra salud…
-Que yo sepa, la dirección no ha hecho encuesta alguna ni nos ha preguntado sobre nuestro trabajo anterior. Ya os dije que no será la primera vez que trabajo manualmente. ¿Se preocupan porque no podamos soportar la excesiva fatiga? ¡Vaya! Yo pensaba que en China, libres de explotación, estaban mejor que en Occidente los obreros, pero, si tan duro es para nosotros, o las condiciones de trabajo del proletariado chino son infinitamente peores que las de Europa o los chinos tienen una naturaleza especial, innatamente superior y más resistente.
Desconcierto. Atasco mental. Esta ficha no figura en la computadora de preguntas y respuestas. Se les ve lamentablemente perdidos.
-No, no-dice Shi-Es que la fábrica no reúne condiciones adecuadas para ustedes. No hay comodidades…
-…que no hemos pedido.
Se ataca por varios frentes: El de las órdenes que llegan de la todopoderosa dirección, que esquiva recibirnos y se camufla en el engañoso igualitarismo de las puertas similares, del anonimato sin grados, de la vestimenta uniforme; el frente de los profesores, en el que cada cual pone su granito de arena endulzado por llamadas demagógicas a nuestro gran valor como expertos, a nuestra preciosa labor; el frente de los alumnos, generalmente no informados en absoluto de nada si no es por mi pero, eso sí, incondicionales como los profesores en el apoyo a las altas decisiones (lo que se llama eufemísticamente Centralismo democrático) y todos con un estricto objetivo común: jamás dar la razón un extranjero.
Vuelvo al hotel y duermo con ese cansancio brutal que, extrañamente, alternado con el insomnio es epidemia de los extranjeros en Pekín .
8-mayo-74
Cambio de estación. Una experiencia nueva para quien no está habituado al clima de sequía y lluvias. Lo que vela ahora el sol no es polvo sino nubes, masas de vapor, agua que irrumpe como un viajero desacostumbrado en la sequedad uniforme y continua del cielo y la tierra. Las plantas todas han dado un estirón, alguna hierba, aunque poca porque la primavera no da para más. Por primera vez desde meses la ropa no se seca en tiempo récord, y en la piel de las manos se va borrando el enrejado de grietas grises. La lluvia es todavía un anuncio de ella misma: cinco minutos y parece absorberse, evaporarse antes de mojar el suelo. En el hotel se continua viviendo en acuario sucio. Murmuraciones, mentiras, mitos, acusaciones, mala sangre hacia el prójimo, son lo únicos deportes sociales posibles. Sigo con mi política de hacer vida aparte a mi manera, explorar, no despellejar al vecino, si puedo hacer un favor lo hago, y es todo. La capacidad de mediocridad cotidiana promete ventura sin cuento para sistemas que ascienden la delación y los autos de fe a actividades honorables. Las etiquetas se barajan y mezclan con la más crasa ignorancia y la inquina más irracional: Anarquista, marica, lesbiana, espía, reaccionario… y para los franceses todos los que no lo son, son imbéciles congénitos.
Empiezo a recoger lentamente los frutos de mi soledad, la pequeña paz, los menudos descubrimientos, cierta libertad interna, el liviano peso de mi persona que se introduce y escapa en este lugar y en aquel. A veces hablo con gente del hotel y, cuando llega la observación brutal sobre fulano y mengano el insulto, el bulo, en lo que cada cual proyecta su propia frustración y su necesidad de afirmarse, entonces me alegro de esta especie de deporte que me he impuesto de no mezclarme, y, en medio de la tristeza de los días en los que tantas veces camino sonámbula por los recuerdos, siento-vaya, que presunción más ridícula y que perfeccionista mísera estoy hecha-la conciencia en calma hacia los demás, y la vaga impresión de que esta oscuridad terminará alguna vez. No valgo más que otro, pero hay ese vacío que me separa con frecuencia de todo y de todos, que me hace mirar en torno mío con una comprensión fría. Veo en Klaus más que el homosexual y tipo sospechoso que dice Sheila, la persona destrozada por el alcohol que a los treinta y seis años aparenta cincuenta. En otros se mezcla simplemente el amor propio, la suficiencia y la idiotez que los lleva a no encontrar otra forma de crecer que subirse sobre los demás. Y por encima de todo hay las detestables condiciones sociológicas en que vivimos.
Participé tres días, con profesores y alumnos, con una movilización de trabajo manual consistente en hacer un túnel antibombardeos-como se excavan en China toda-dentro del recinto del instituto. Me disfrazo pues con gorra y chaqueta verde oliva y paso ladrillos, pico terrones, lleno cestas con cantos. De cuando en cuando alguien viene a preguntarme una duda de gramática a la zanja. No me hago grandes ilusiones sobre la eficacia de estos contactos con el trabajo manual; sé que no tienen la virtud de borrar con sus pocas horas mensuales la dicotomía manual e intelectual. Es un exorcismo mas del culto obrerista de este país teatral. Pero, sin magnificarlo, no es nada malo-aparte del sádico placer de ver a los cuadros tirando de su carreta y actúa como catarsis colectiva en este mundo de ritos políticos que es la República Popular China.
11-mayo-74
Un autobús, destartalado y rápido, medio lleno con el somnoliento público nocturno. La ciudad es gris y caliente. El aire espeso. Entre los árboles, junto a los muros, en las abundantes zonas piadosamente dejadas en la oscuridad por el económico alumbrado de Pekín, las parejas marchan lentamente empujando sus bicicletas. Una disputa entre dos mujeres en el vehículo es acallada prontamente por la llamada al orden de todos los viajeros como un solo chino:
-Hay una extranjera
Sí, hay una extranjera, sentada en el fondo, con pelo claro y suelto, ojos desmesurados, alto caballete de la nariz, chaqueta y pantalones azules pero cortados con línea pegada al cuerpo. La extranjera ha recorrido muchas calles durante el día. Se le han encallecido los labios a fuerza de mordérselos al atravesar miradas, gestos, codazos al de al lado que señalan su peso, en las duchas de curiosidades de cada restaurante, cada comercio en el que entra. En el barrio donde residen diplomáticos y periodistas, ha comido con el matrimonio X, que tiene una casa y tres niños de muy buen gusto, preciosas antigüedades. Ha sido extranjera entre extranjeros. En el hotel, ayer noche, el nigeriano ha insistido hasta la saciedad en la conveniencia de intercambio sexual beneficioso para ambas partes:
-Tú necesitas también divertirte. El amor no tiene nada que ver con esto.
-Busca a otra. En Pekín no es fácil, pero puedes encontrar en las embajadas, o quizá aún queda alguien en el Hotel de la Amistad.
-Dormimos juntos, ¿de acuerdo?
-No. Lo siento. Intenta encontrar, o espera los meses que te quedan para ir con tu mujer, Musa.
-No entiendo. ¿Tienes algún problemas sexual?
Nada más difícil que explicar a un hombre que no se quiere ir a la cama con él, así, simplemente, no con él.
Hogares, células, núcleos, ventanas iluminadas, niños, coches, juguetes y parejas, un brazo apoyado en otro, la vivienda del matrimonio X, mesitas laqueadas, una cuna de bambú, Cuando volvamos a nuestra casa en Niza.
El autobús. Los ojos blancos y negros se posan en mí y continúan deambulando. Una veloz carrera por un extensión gris. Palabras monosilábicas, caracteres púrpura incomprensibles, hipertrofia urbana, el intenso olor de las acacias, un gran cielo desierto sobre extensiones de acciones y palabras en otra dimensión. Soledad, soledad, soledad.
12-mayo-74
Hoy estuve de exploración. En torno al lago de Shishajai, especialmente en la parte este, se encuentra el llamado Barrio Tártaro, casas en el más puro estilo tradicional, muros grises, tejados curvos, hermosas puertas con magníficos dinteles que el tiempo y la falta de cuidados deteriora a ojos vistas. Mientras que los grandes monumentos oficiales (los palacios de Verano o Imperial, el Templo del Cielo, y poco más) son mantenidos con esmero y gozan de un trato de favor, los pequeños templos, las bellas casas, las admirables puertas de Pekín, los graciosos arcos conmemorativos, cuanto hizo sin duda de ésta una ciudad bella, desapareció o está desapareciendo a toda velocidad. Aun para una perfecta ignorante del legado artístico chino tradicional esto es algo evidente, aunque haya habido excavaciones y hallazgos durante la Gran Revolución Cultural, mientras que se destruían otras obras de arte. Una vez más en China el quid no está en lo que se dice y exhibe, sino en las inmensas zonas dejadas en la sombra.
Doy la vuelta al Shishajai. Todavía no hace gran calor y, pese a la dudosa pureza del agua, el lago es utilizado ya como piscina por los muchachos. Otros pescan. Los bañistas nadan hasta una islita. Hacia la orilla sur, otros se entrenan en fútbol y baloncesto. Hay un aserradero, depósitos de troncos y de carbón, tallercitos, viviendas que son cubos de dos pisos de ladrillo rojo y macizo. Se venden y cambian bicicletas usadas. El lago, que es ovoidal, se aprieta la cintura con un puentecillo. Pasando a la orilla oeste, el panorama cambia, hemos retrocedido incontables años en el tiempo, el caparazón secular, la escama gris, el armazón apretado de muros y tejados se extiende como un animal de otra época, como una armadura antigua. A veces una puerta roja interrumpe el panorama. Si uno de los batientes está abierto, es para que la vista tropiece, enfrente de la entrada, con el muro destinado a cerrar el paso a los malos espíritus.
Gran expectación entre los chiquillos, que siguen mi paso abriendo ojos tamaños. Una anciana se me coloca al lado y me examina con tan fría curiosidad como si me viera sobre una estantería de almacén.
El barrio, las casas, son de una real y sólida belleza que aparentemente nada se hace por preservar. Hay dinteles soberbios labrados en piedra o policromados. Más allá, dos puertas de arco, dos grandes edificios uno de los cuales despliega, como un pavo real resplandeciente, un decorado magnífico en tejas de colores; y en el suelo, al lado, una campana gigante.
13-mayo-74
Esta noche, una noche interior singularmente oscura por haber vivido hoy hasta las heces una situación de segregación, me fui en bicicleta al parque de los Bambúes Púrpura, que está a unos diez minutos. El parque abre hasta las veintidós horas y es, por su casi inexistente alumbrado, el refugio de las parejas. Es un sitio bello: Canal, lago, sauces, pinos, acacias, puentecillos, pagoditas, grandes estrellas blancas inmóviles en un cielo de seda. Los peces saltan ruidosamente fuera del agua. Me adentro en el parque en silencio, tras dejar mi bicicleta a la entrada. Cuchicheos de parejas, dos sombras con la bicicleta aparcada al lado, risas de grupos de muchachos que pasan por los senderos pedaleando en la oscuridad como en pleno día. Alguien canta, se oye una armónica. Me zambullo en la oscuridad, deambulo como un ser de otro planeta.
Y he aquí que los antípodas dejan de serlo. Un hombre solo me aborda, le he visto seguirme un trecho entre las sombras y los troncos de los árboles, empujando su bicicleta del manillar. Es chino. Y él ve también claramente a la luz del cielo en mi rostro que soy una extranjera, un ser de otro planeta. Y sin embargo continúa ahí, y pregunta únicamente.
–Ni ikka ren ? (¿Estás sola?)
En mi sorpresa , no sé como reaccionar. No dejaría de ser interesante ver hasta dónde quiere ir con una extranjera. ¿ Será uno de los célebres enemigos de clase que busca acuchillarme para dejar en mal lugar al Gobierno, robarme ? ¿ O busca simplemente mujer?. El caso es que me falta el altruismo del cobaya. Le digo en chino como puedo que no, que no estoy sola, que otros dos vienen detrás, y echo a andar. Me aborda de nuevo. Me quedo como esperando a mis imaginarios acompañantes y aprovecho la separación para irme por otro lado, no muy segura de dónde está la salida. Me equivoco, retrocedo. Veo al hombre a trechos caminar entre los árboles. Todo me es ajeno. Corro. Reconozco el puentecillo por donde vine. Encuentro la salida.
Mi bicicleta ha desaparecido de la entrada, donde la dejé. Miro desconcertada. Un soldadito joven y sonriente se acerca, me pide por señas que le siga. Cruzo la carretera tras él, pero como anda rápido, me paro y le espero en la esquina con la multa. Está claro que he dejado la bicicleta mal aparcada y que la policía, utilizando una llave maestra para el candado, ha debido conducirla al aparcamiento reglamentario, junto al estadio principal, En esto veo venir al soldado…con mi bicicleta entre brazos y sin dejar de sonreírme. Se la ha llevado a peso mientras yo me paseaba, para ponerla en lugar seguro, al aparcamiento, que no está cerca. Corro a su encuentro con la llave; me deshago en excusas y en agradecimiento. Ni multa ni reproche en la cara joven y lampiña rematada por su gorra y su estrella roja. Y siento una profunda admiración y una saludable vergüenza mientras veo alejarse a este soldadito sonriente para el que la máxima de servir al pueblo no es palabra vacía.
Soleada mañana de mayo, primera de trabajo en la fábrica. El sábado dejé bien planchados pantalón azul y blusa blanca.
Al llegar el lunes, me hallo con las clases vacías, excepto algún que otro rezagado que se dispone a partir.
-¿Y yo?
-La dirección aún no se pronunció en cuanto a su caso.
Li, siniestro y enjuto, llega para hablarme:
-Naturalmente su deseo de participar en el trabajo manual es muy loable, pero como el trabajo de los extranjeros se arregla de una manera muy especial, la dirección del instituto, conjuntamente con la de la sección, ha decidido que vaya dos semanas dos veces por semana.
-Mi deseo, y no creo que sea un favor sino un derecho político, es participar en igualdad de trato con mis colegas chinos en este contacto con el proletariado, que para mí es una ocasión única.
Li responde con el largo monólogo autoritario que ellos llaman intercambio de opiniones, y termina:
-La decisión de la dirección es la que le he dicho.
-Entonces sepa que no estoy en absoluto de acuerdo, que la considero una segregación y políticamente errónea, que actuaré en consecuencia y que no lo olvidaré. Muchas gracias por la comunicación.
-Nuestra opinión…
-Creo que está todo muy claro, Muchas gracias.
U guarda el cuaderno en el que ha anotado, como es uso, toda la conversación. Li se va con la cara más larga que de costumbre. Un profesor se me acerca sonriente:
-En estos días hemos previsto que prepares textos de conversación (son insaciables capitalizadores de textos).
-Es una lástima, camarada, pero, como no estoy de acuerdo con la medida que se ha tomado, necesito enfocarla políticamente, así que voy a dedicar estos quince días, desde mañana, a leer las obras de Mao, Marx, Lenin y Engels.
Estupefacción total. Shun reacciona con un torrente nervioso de protestas:
-¿Cómo? ¿Que no vas a trabajar? Aunque haya disparidad de puntos de vista con la dirección, no se puede dejar de trabajar.
-Yo sin línea política soy incapaz de hacer nada, Shun, debo aclarar el problema a la luz del marxismo.
U, semblante compungido y ojos bajos, apunta:
-De acuerdo con nuestro sistema de centralismo democrático, se deben manifestar las opiniones, pro obedecer las órdenes superiores de todas formas. De ninguna manera podemos parar el trabajo.
-Según vuestro sistema. No olvides que yo soy extranjera, distinta, como bien me recordáis, y estoy acostumbrada a otros usos. Mi opinión ni se escucha ni se tiene en cuenta para nada en las decisiones. ¿ Qué puedo hacer sino lo que he dicho ?
-Nosotros pensamos que debes trabajar-insiste U.
-Y yo pienso que la dirección debe actuar de forma correcta y, antes de tomar decisiones, hacer encuestas como dice Mao, analizar concretamente la situación concreta según enseña Lenin; no poner ante el hecho consumado. Son métodos autoritarios y burocráticos.
-Usted puede decir su opinión pero, según el sistema chino, una medida errónea no debe perjudicar al trabajo.
-Esto para un chino tiene cierta lógica. Para un extranjero, los días en China Popular son contados y preciosos. La contradicción entre los intereses del extranjero en cuanto a conocer el socialismo y recibir educación de clase y su trabajo intelectual no es contradicción antagónica; sólo lo sería en un país capitalista, que pone la producción en primer lugar.
Shun, siempre vivo e inteligente, entra por el flanco demagógico:
-Pero nosotros, los profesores, no somos culpables de estos problemas. Nuestro nivel de español es bajo. Necesitamos los textos. ¿Qué hacemos sin ellos?
-Shun, precisamente yendo a la fábrica es como yo haría mejores textos, encontraría allí situaciones que hay que expresar en español y que los profesores chinos a veces no saben denominar adecuadamente. Serían textos más llenos de vida y más cercanos de la realidad china, de su proletariado y de su paisanería, con una ideología más socialista.
-Entonces ¿no vas a trabajar?.
-Desde mañana vendré con las obras del Presidente Mao para dedicarme, durante el tiempo que están en la fábrica los otros, a la autoeducación ideológica para la recta comprensión del problema camarada.
Es hora de abandonar de una vez por todas el limbo. En China lo que importa son los intereses chinos, y a su servicio se pone todo, desde el chovinismo más bajo-porque el chovinismo siempre ha sido un motor tan estúpido como eficaz, junto con la religión y afines-hasta la demagogia más evidente con lo de internacionalismo, etc, cuando lo cierto es que en la vida real hay una segregación feroz y peor que ninguna otra por oficializada y disfrazada de diferencia. Aquí se necesitan burgueses, que vengan a cobrar, a vivir confortablemente entre el aya para los niños, los camareros que les limpian el piso y les sirven el plato y el coche a su servicio, que se dediquen a coleccionar jades y sedas, y que ni por pienso sueñen en irse a trabajar a fábricas ni pregunten, ni planteen problemas. Pero, a los burgueses hay que pagarles sueldos substanciosos. Entonces China Popular juega la carta doble del Trabaja usted para el socialismo, conocerá la realidad china, vivirá en igualdad con los chinos, etc, aunque, como me ha pasado a mí, pronto aflora el Usted está aquí para trabajar, lo cual es lógico.
Olvidan sin embargo que, si los floridos ideales se reducen a eso, entonces, camaradas patrones, hay que jugar en el plano de la contratación exclusivamente, y dejarse de demagogias internacionalistas, con lo cual al menos nadie se llamará a engaño. Pero, dadas las condiciones humanas en las que se hace a un cooperante extranjero residir en China, dada la falta de toda compensación social, los contratantes deberían pagar sueldos muy superiores a los actuales. En términos de puro interés económico, es evidente, que un sueldo mensual de trece mil ochocientas pesetas, de las que sólo son exportables en divisas la mitad, no es un sueldo de cooperante, de especialista que presta sus servicios en un país extranjero a petición de éste último y durante un período de tiempo limitado.
Les queda a los contratantes chinos el recurso de traerse marxistas-leninistas-maoístas incondicionales, de los de la tribu Siseñor, que con la fe evangélica que les caracteriza, estarán felices cuando el cuadro Li les asegura que ellos sí que son camaradas y les haga participar en la vida china proporcionándoles entradas para todos los encuentros de ping-pong. Pues ¿ no estaba el otro día haciendo cabriolas un inglés que lleva aquí ya once años porque los chinos le habían permitido ir con los colegas a trabajar un poquillo a la comuna?. Y ¿qué decir de Sako, la japonesita de veintidós años, que nació y estudió medicina aquí, y se va al Japón el año que viene porque, como dice, tiene problemas de contacto con los chinos, la dejan de lado?.
Los chinos son así. Son así porque son chinos concluyen los espíritus desengañados del hotel. ¿Qué dictador, que demagogo ha empleado el típico argumento metafísico de la naturaleza humana, sexual, nacional, para poder razonar lo que no se basa en argumentos razonados?. Mi China es la pequeña China de la gente trabajadora, de buena voluntad. No quiero a esta minoría que les clasifica, no deseo formar parte de ella. No quiero manipular. Estas gentes han hecho una revolución paciente, humilde, larga. Son el soldado sonriente del parque que actúa de corazón, según la idea de formar parte de un ejercito del pueblo, son menudos y resistentes seres, son al fin y al cabo gente como otra. Me niego a considerar la chinidad como suprema explicación; es el siniestro razonamiento metafísico el que transparente ahí.
Un día comprenderán que los extranjeros lo eran mucho menos de lo que creían, que el proceso de la segregación del extranjero es el mismo que el de la mujer, del judío. Llegará un día.
15-mayo-74
Una de las mañanas en las que participé en la construcción de túneles, durante el descanso me fui a echar un vistazo a la guardería del instituto, con la suprema ambición de ver algo en su ambiente natural, sin entrar precedida de gerifaltes y trompeteros. Las cuidadoras se sorprendieron al verme, pero no hubo gran sobresalto. Me asomé a algunas habitaciones; ni dibujos hechos por los propios niños ni pasta de modelar. Un grupo de pequeños se apresuró, según las indicaciones de la profesora, a recibirme con buenos días. Estaban cantando; las frases sobre el Partido y el Presidente Mao se repetían. En otra habitación, un grupo de edades entre los cuatro y cinco años, sentados en sus sillitas y con los brazos cruzados tras la espalda como los que acabo de ver, repite un texto que ya saben de memoria. La profesora va leyendo y les corrige de cuando en cuando. La profesora me lo muestra cuando se lo pido, y Xía, a la que busco, me lo traduce. Se trata de frases como:
Lin Piao es un traidor malvado
El Partido nos enseña el recto camino
Etc, etc.
El instituto está vacío y vaciado. La inmensa mayoría se fue a la fábrica. Silencio. Voces espaciadas. Aulas desiertas. La impresión para los negros de lujo, los extranjeros, es penosa. Sentada en mi rincón sólo me falta coserme la estrella amarilla, ¿o roja, o azul?. Continúo, para la gran desesperación de los del instituto, sin hacer texto alguno puesto que necesito urgentemente enfocar este problema político a la luz del marxismo-leninismo-pensamiento maotsetung. Dos profesores de mi sección se quedaron: Liuda, que debe dar de mamar a su bebé cada tres horas, y Pa, que había sido designado para trabajar conmigo en los textos, cosa descartada por las circunstancias. Liuda es una muchacha de veintiséis años, casada haca uno y madre de una niña de tres meses. Es originaria de Shanghai, linda y menuda, con un gracioso rostro redondo. Su blusa de cuadros blancos y rojos alegra la vista. Tiene la risa y el humor fácil. Hablamos de partos.
-¿Te costó mucho tener el tuyo?-pregunto
-No. Tres horas. Las hay que pasan días.
-¿No se hace en china la gimnasia del parto sin dolor?
-¿Qué es eso?. No, no se hace nada. Únicamente se recomienda andar durante el embarazo.
-La gente ¿nunca se casa antes de los veinticinco años?.
-En el campo sí. En la ciudad no. Si uno se casa pronto no está bien porque tiene más niños y éstos crecen y tienen niños a su vez antes de lo que los tendrían si se casa más mayor.
-Pero se puede perfectamente vivir varios años casados y no tener niños hasta que uno quiere con los métodos actuales de contracepción.
-Tampoco se deben casar jóvenes porque eso perjudica a su trabajo, especialmente no deben hacerlo si son aún estudiantes.
-Liuda, muchos de los estudiantes del instituto tienen veinticuatro años y más. ¿Ninguno está casado?
-No pueden aunque quieran. No se les concede permiso para casarse mientras están estudiando.
-Oye, ¿cómo se enamora la gente aquí?
Liuda ríe.
-Frecuentemente es entre compañeros de estudio. Se mira sobre todo que el otro tenga ideas políticas correctas comunes.
-Pero todo el mundo tiene ideas políticas correctas y comunes; por lo menos todos con los que yo he hablado me han dicho siempre lo mismo. No irás a decirme que te vas con un tipo horrible por sus correctas ideas.
Más risas. Ella especifica:
-También se mira su situación. Por ejemplo, si es un miembro del Partido Comunista.
-¿Son mejores los comunistas?.
-Su posición es mejor, están mejor situados. A las chicas les importa eso, sobre todo si ellas vienen del campo, donde la vida es más dura-me responde con total candor.
-En Occidente, las parejas se regalan cosas, flores, ¿y aquí?.
-No, no flores. Se regalan materiales de estudio, por ejemplo, un diccionario de español.
-¿Hay muchos divorcios?.
-Antes. Ahora pocos. Se considera mal. Aunque no se gusten, siguen juntos.
-¿Qué posibilidad tiene de volverse a casarse una mujer viuda o divorciada?.
-Puede casarse otra vez, claro que con un hombre que también haya estado casado ya. Los otros quieren una soltera.
Sé que, de mi sección, U, que quedó viuda con dos niños, no desdeña la posibilidad de un nuevo matrimonio y que sus amigas, por encargo de la interesada, buscan un hombre que la convenga entre los conocidos. El sistema por el que los amigos y colegas actúan de terceros es muy usado en China, y a veces, incluso toma cartas en la búsqueda de pareja la dirección del centro en donde se trabaja. La extrema estandarización de los comportamientos y situaciones sociales hacen aparecer tan anormal y lamentable el matrimonio antes de la edad indicada como la soltería pasados los treinta y tantos.
Segunda visita a la guardería, aprovechando la mañana de estudio, y con Liuda. Las niñeras se muestran más molestas que la primera vez. Comprensible; mi visita está fuera del orden establecido, de la implacable preparación perfeccionista de rigor. No pueden guardar un silencio mortal durante toda mi visita y tampoco exponerse a decir algo que se aparte del patrón oficial. Lo siento; he debido forzosamente despojarme hasta de la educación, no me queda otro remedio ya que ir echando puertas abajo, si quiero rozar un mínimo la realidad.
-Me dice la camarada-traduce Liuda-que es mejor que nos vayamos porque la primavera es época de epidemias en la guardería.
-¿Epidemias? ¿Qué epidemias?
-Catarro. Enfermedades infecciosas.
-Que no se preocupen entonces. Me quedo un poquito para ver. Muchas gracias por la advertencia.
-Es que además los niños ahora tienen clase y les distraemos, y las niñeras están hoy muy ocupadas para recibirla.
-No necesito un recibimiento ni una presentación. Por favor, que no se preocupen de mí. Me gusta mucho ver un poco a los niños mientras juegan y aprenden en un día normal, es todo.
Mi testarudez raya en la descortesía, pero la experiencia me ha enseñado que es el último medio que me queda para hacer alguna observación. Permanezco en el quicio de la puerta mirando. Los niños cantan Oda al Presidente Mao, Seguimos el pensamiento maotsetung, Soy un soldadito rojo, Mi padre estudia las obras del Presidente Mao. Como si el martilleo radiotelevisivo, teatral, cinematográfico de los paneles callejeros y de las actividades políticas en las unidades de trabajo no bastara, los padres tendrán que oír a estos deliciosos transistores infantiles alegrándoles la intimidad del hogar con las loas a Mao y al Partido.
A veces los niños son llamados para interpretar algunos pasos de la danza. Los peques adoptan gestos militares, con los brazos cruzados, etc. Las niñeras no gritan ni emplean gestos violentos. Físicamente los niños parecen gorditos y sanos, hay sin embargo un buen porcentaje de estrabismo. Danzan sin música con cuidadosos gestos absortos. Hay idas y venidas de niñeras que me miran con impaciencia y recelo mal disimulado. El tiempo es precioso, miro tan intensamente como puedo para aprovechar los segundos. Los escasos dibujos de papel de gran tamaño, hechos por adultos, más que alegrar, resaltan la tristeza de las paredes. Miro a los niños mientras cantan y salmodian sentados. Muchos presentan movimientos reflejos, involuntarios, tipo tic, tamborilean con el pie, abren y cierran la mano, entrechocan las rodillas, éste retuerce los dedos, aquél mueve los hombros, el otro balancea la cabeza rítmicamente. Son movimientos que no me parecen de la misma familia de los del niño impaciente que se mueve inquieto en su silla. Son movimientos inconscientes a los que se mezclan, maquinalmente, algunos pertenecientes a la danza. Todos me gritan buenos días sonriéndome y agitando las manitas, pero cuando me acerco y los acaricio la mayoría rehúye.
Mi impresión es que la mayor parte de la jornada de estos niños se pasa en un adoctrinamiento a base de gestos, repeticiones y disciplina-sin violencia pero extremadamente total-hacia una igualación y una integración en el mundo adulto que son el polo opuesto de la ayuda al desarrollo y al florecimiento de las facultades del niño, de su iniciativa y creatividad. El fin es hacer del niño, como del adulto, un ciudadano obediente y útil. Las posibilidades de expresión de la personalidad de cada niño me parecen inexistentes, puesto que se trata de transformar a todos ellos en elementos dentro de las normas del sistema. No creo que el adoctrinamiento haya llegado en parte alguna tan lejos como en China y desde edad tan temprana. El sistema memorístico y repetitivo ha sido empleado en la Historia en especial por las escuelas religiosas, pero ninguna tan absoluta como la escuela maoísta.
19-mayo-74
El Buró de Extranjeros tenía programada una excursión a Tientsin. Aunque ya había ido, me apetecía volver, y con días de anticipación, deposité mi pasaporte y el importe en manos de Ho, el intérprete español, comentándole, que, aunque había visto Tientsin, me agradaba ir de nuevo.
Subo al autocar el sábado a las seis y media de la mañana.
-¡Pero usted ya fue a Tientsin! No puede ir-me dicen sonrientes los intérpretes de español-no se permite a la gente que ya estuvo.
-Y ¿esperan para decírmelo el sábado a las seis y media de la mañana con todo preparado?.
-En su instituto debieron haberla avisado y devolverle el pasaporte y el dinero.
-Pues no lo hicieron en toda la semana; no es culpa mía sino de ustedes. Saben que trabajo aquí. No tengo el pasaporte pero sí el carnet de cooperante que vive en el hotel. Puesto que el error ha sido suyo, demuestren que por su parte hay buena voluntad intentando al menos hablar con la policía de la estación explicando el caso. Tal vez se arregle. Si la policía no accede, me doy media vuelta tranquilamente y cojo un autobús para volver.
El jefe gordo y calvo, se arrellana con la expresión de desagrado administrativo que le es habitual, la de alguien despertado de su siesta. Llegados a la estación, subimos al primer piso y nos dirigimos todos a la sala de espera. Al lado hay una oficina de la policía a la que supuse iríamos a explicar mi caso. Al ir a entrar a la sala de espera, de repente, uno del personal del Buró de Extranjeros, alto y con gafas cuyo nombre ignoro y al que no conozco sino de vista y por las grandes sonrisas y los buenos días al pasar, sin sonreír en absoluto, se me pone delante, me empuja hacia atrás con la palma de la mano, mientras que un policía de la estación, también sin sombra de sonrisa y casi gritando, me dice que no tengo visado y que no puedo entrar. Yo iba distraída hablando con Pelayo y Sinda, la mayor parte del grupo ya había pasado a la sala. Los del Buró se habían limitado a indicarme a la policía como a esa no hay que dejarla entrar. No tiene permiso, sin sombra de explicación y con una maniobra brutal para que no advirtiesen nada los demás extranjeros.
-¡Quedaos! ¡Mirad como me tratan!-digo a Pelayo y a Sinda.
Abordo a los responsables:
-Ustedes no han hablado con la policía como dijeron. No han tenido materialmente tiempo. Les han dicho que me detuvieran. Que explique el caso a la policía el jefe del Buró.
El jefe del Buró, a regañadientes, viene. Nada puede ya borrar la conducta, hay gestos que valen más que mil palabras, sobre todo en China, donde la distancia de lo que se dice y lo que se hace es tan sideral. He visto a una de esas personas que normalmente sonríen afables, perder en un segundo toda traza de afabilidad y buenas maneras, ponérseme delante y empujarme a un lado. Pueden pues transformarse con tanta rapidez, despojarse tan deprisa de la cortesía reglamentaria, ser instrumentos del jefe, del burócrata. Y recuerdo las palabras de la dama Ceylan durante mi estancia en Sian: Tenga cuidado. Los chinos parecen muy suaves, pero son inflexibles. A nuestra amiga inglesa la tuvieron tres meses incomunicada escribiendo su autocrítica por una simples fotos.
Los viajeros chinos se paraban, con prudencia, a mirar. También Pelayo, Sinda, son testigos del hecho. Él dice:
-¡Somos amigos de China! ¿Cómo se nos trata así?
Entonces el jefe y la policía quieren llevarme aparte para darme explicaciones.
-Ya está todo suficientemente claro-respondo
Vuelvo la espalda y me marcho. Me temo que el jefe del Buró no perdonará fácilmente algo que para los chinos es durísimo: hacerles perder la cara. Para la gente que me miraba, el espectáculo de un extranjero yéndose enfadado y solo no puede acomodarse con la versión oficial de amabilidad y hospitalidad.
No lamento no conocer la lengua porque creo que en realidad casi es preferible. Me salva de este océano inútil de tinta y papel, de discursos, prototipos y tesis que inevitablemente justifican los hechos tal y como son. Hay un divorcio enorme entre palabras y actos. En mi condición de analfabeta sordomuda, puedo juzgar exclusivamente a partir e los actos, de las actitudes, de los gestos, de las realizaciones, de lo estrictamente real. Lo prefiero.
Vagué pues por la ciudad, que se transforma progresivamente en un horno polvoriento. En el Parque del Sol, tuve la suerte de contemplar el entrenamiento de un luchador de box chino y gimnasia china tradicional con pica y con dos espadas. Una sucesión de movimientos de lenta precisión, de elegante suavidad, y contrapuntos repentinos de ataque violento y concentrado: Una materialización corporal del comportamiento medio.
De nuevo el Palacio de Verano, ya un poco marchito de calor y multitud. El calor llegó con una brusquedad continental acompañada de humedad, sala de espera para las breves lluvias torrenciales de julio y agosto. Como un solo chino, de un día a otro la gente se ha despojado de los calzoncillos largos de lana e incluso de los de algodón. Bajo las chaquetas grises y azules han florecido blusas de colores, rosas, celeste, amarillo, malva. Tras largos meses de enguatados, rellenos de algodón, las telas parecen flotantes y anchas sobre los cuerpos. También han florecido las rosas y otras flores, y, junto con urinarios y cloacas, perfuman el ambiente. En los estanques se chapuzan nadadores, en su mayoría muchachos, alguna chica.
Calor. En los centros de enseñanza la gente se ha ido en buena parte al campo, a las fábricas, y los carteles murales y actividades políticas están a media asta.
Sheila se va dentro de dos días. Se negó, por miedo, a echarme unas cartas al pasar por París.
-He llevado una vida muy tranquila y no quisiera que me detuvieran los chinos al salir, así que no quiero llevar cosas de nadie.
20-mayo-74
Vengo de hacer un poco la Ofelia, de recoger unas silvestres flores del jardín, de las que crecen en la maleza. Agotadora mañana. Expongo a Pa mi triste experiencia del sábado, la inolvidable conducta policíaca y brutal. Pa, en buen súbdito del Celeste Imperio, hace funcionar el mecanismo de preservación del sistema sea como sea, volviendo lo blanco negro. La explicación justa a lo que me ocurrió está lista para servir, sólo falta abrir la lata:
-Es que el que te empujó actuó individualmente de forma incorrecta, no por orden de ningún responsable.
-Ya te expliqué cómo fue; si el soldado me abordó, y él me detuvo es porque se lo dijo el jefe del Buró de Expertos.
-Son imaginaciones.
-¿Lo qué he visto con mis ojos, y no yo sola?
Se diría que a los súbditos chinos les han introducido una serie de mecanismos en una operación, mecanismos de explicación y justificación a toda costa del sistema, de preservación de moldes. Hay dentro de sus organismos algo que recuerda al papá, mamá de las muñecas, unánime como pieza salida de la misma fábrica, infalible. Y lo malo es que la forma de enjuiciar tiene de todo menos de razonamiento real (no hablemos ya de razonamiento dialéctico). Consiste en acomodar el hecho, sea el que fuere, a una opinión establecida, a los moldes preparados, y esto utilizando un sistema que entra de lleno en la discursiva de tipo religioso. Hay un principio del Mal que es el enemigo de clase, al que, como al demonio, se hace intervenir para explicar todo hecho reprobable, de forma que el sistema queda siempre inmaculado, errores y aberraciones son obra de un puñado de enemigos de clase. Es un mundo maniqueo, y, por ello, extremadamente simple en sus planteamientos, tanto es así que se pierde la costumbre del razonamiento real, del rigor lógico, del análisis concreto.
En el instituto, tuve de nuevo una siniestra hora de discusión con el siniestro Li. Él reiteró el planteamiento de la dirección que me impedía ir a la fábrica como los demás. Yo continué negándome a hacer textos. La reunión estaba aderezada con el típico aparato coercitivo. A solas, responsables y dos profesores de español haciendo de intérpretes y tomando apuntes de lo que decía, estilo de preguntas que iba perdiendo progresivamente agrado y sonrisa hasta ser escuetas órdenes en un tono casi amenazante, con gestos que se suponía debían impresionarme.
Me había presentado en la reunión con las obras de Mao y mis notas sobre ellas bien bajo el brazo, lo que Li recibió con miradas de silenciosa y virulenta cólera. De cuando en cuando les leía una cita del Presidente, a la que Li respondía apretando los labios y fulminándome con descargas cerradas de inquina, y un amenazador:
-¡Nosotros seguimos las directivas del Presidente Mao!
-Iré al trabajo manual sólo en igualdad con mis colegas chinos.
-¡Entonces no quiere ir a la fábrica, está claro!
-¡No es verdad!-grito-He dicho que no quiero ir sólo dos días a la fábrica, sino como los demás.
-No quiere colaborar con nosotros y ayudarnos como una amiga.
-Precisamente porque quiero colaborar bien pido igualdad con mis camaradas chinos, y, como considero que mi asunto no ha sido tratado correctamente, necesito estudiarlo atentamente, lo que me impide dedicarme, como ustedes dicen, a hacer textos.
Y llega la frase que estaba al caer y que tiene macabras resonancias para los que han vivido la situación de los emigrantes en Europa:
-Ustedes los extranjeros están aquí para trabajar principalmente y hacer textos.
Ciertamente no nos pagan para leer las obras completas de Mao, pero, qué abismo entre esto y los “Ustedes vienen para ayudar a construir el socialismo, Somos camaradas», El Internacionalismo proletario, Intercambiar experiencias. El mito se desmorona.
21-mayo-74
Paso las mañanas en un despacho desierto, mano a mano con Pa, que me dice en cada momento que mi actitud es incorrecta, que no tengo por qué pensar que los culpables son la dirección del instituto, sino la de la fábrica, que dice no hallarse en condiciones para que los expertos extranjeros trabajen allí. Ningún deporte practican los chinos tan intensamente como el de arrojarse unos a otros la pelota, que les quema siempre las manos, de la responsabilidad. Y ni una sola vez se da una brizna de razón a un extranjero confrontado con la decisión oficial. Este apoyo monolítico sólo puede lograrse de insinceridades, disimulo, constantes; de ahí que ya mi confianza en ellos haya pasado a mejor vida.
-¿No harás textos tampoco hoy?-me pregunta Pa-Nosotros necesitamos tu ayuda.
-Por favor, Pa, tú sabes que quiero mucho a este pueblo vuestro, que le admiro mucho por su dignidad, su trabajo. Pero estar aquí en China, es para mí una oportunidad, rara, preciosa, de sacar experiencias útiles en otros países. Es una responsabilidad aprovechar al máximo esta estancia de forma que luego sirva quizá a las clases oprimidas de allá. Mi país tiene grandes problemas, es pobre, hay enormes diferencias sociales y explotación; ellos son, como el pueblo chino, también buena gente. Debo aprovechar mientras estoy en China.
-¿Cuánto tiempo estarás?
-Dos años supongo, como la generalidad. Al menos, pase lo que pase, no me iré antes; tendrán que echarme. Quiero ser útil aquí, pero también para los míos.
-Algunos pueden interpretar tu actitud de ahora como una excusa para no ayudarnos, como hostil, de odio a los dirigentes.
Pa, me mira, al otro lado de la mesa, y veo sorprendida que tiene los ojos brillantes, húmedos, los pómulos ligeramente enrojecidos.
-¡Qué excusa más baja! Que los que piensan eso vengan a decírmelo en la cara. Por la misma razón yo puedo deducir que, si no se me acepta en la fábrica, es por odio, hacia mí-digo.
Pa es una buena persona. No deja de tener emoción tantear, bajo el barniz uniforme de gestos, rostros impasibles, tópicos, arquetipos, sonrisas, el auténtico valor humano personal; distinguir el que es simplemente y nada menos que una buena persona. Kuo también lo es, y Chai.
A la vuelta del instituto, el matrimonio alemán está en el chasis moral. Tras haber batallado infinitos días con sus noches para ir a trabajar a la condenada fábrica con sus alumnos, y haberles asegurado los responsables que irían esta semana, el martes por la mañana reciben un telefonazo. Contraorden. A casita. Así y todo piden un taxi en el hotel; les responden que el instituto ha telefoneado para decir que no van. Se marchan de todas formas por sus propios medios a la fábrica. Al llegar se les comunica en la puerta que aún no están dispuestas las cosas para que trabajen allí, y tienen que dar media vuelta. (El asombrado director de personal de Peugeot o Citroën que me estará leyendo ya sabe lo que tiene que hacer para que la gente se mate por ir a trabajar al taller hasta pagando: instale un sistema prochino rodeado de misterio y aureolado de gloria. Los visitantes extranjeros se disputarán las plazas en la cadena al lado de los obreros como las primeras filas del Olympia ).
Una vez vi una película de ciencia-ficción en la que los terráqueos eran eliminados uno a uno y suplantados por seres de otro planeta de la misma apariencia física, aunque, por detalles reveladores en el trato, se llegaba en cierto momento a advertir su condición. Así, el protagonista, un hombre que había descubierto la silenciosa tragedia, se dedicaba con desesperación a intentar informar, prevenir, organizar una defensa; recurría a esta muchacha, a aquel amigo de la infancia, el compañero de trabajo, y, en uno de los momentos clave de confianza, de intimidad, el detalle súbito le saltaba a la vista con todo el horror de la evidencia: Aquella persona era en realidad otro de ellos; y de nuevo la huida alocada y el intento y el descubrimiento y el horror y la huida y el intento. Es la misma impresión que me asalta con frecuencia: Intentos de trabar contacto conmigo que se revelan medios de sonsacar detalles; ilusiones de simpatía, conversaciones sinceras transformadas luego en material de delación, amistad que se vuelve manipulación psicológica, sonrisas que se transforman de repente en rigidez e indiferencia.
Un día saldré de aquí, de este país enorme en kilómetros pero diminuto en posibilidades humanas, al menos para los honorables expertos. Hay momentos de terror, de auténtico terror ante este sistema monolítico repetido como una progresión geométrica, sin resquicios, como una caperuza sin ojos sobre las cabezas ¿Es así en el estrato limitado de burócratas miedosos y mandarines, únicos a los que tenemos acceso, o es por todo igual?. Resulta difícil creerlo de este pueblo afable que escribió sobre una gran presa: Construimos para las generaciones dentro de mil años. Llegará el día.
22-mayo-1974
Las justas luchas tienen su recompensa. Anoche el matrimonio alemán y los dos franceses, colegas míos en el instituto, decidieron-¡al fin!, ¡qué coraje!- que había que plantear a la dirección- la cuestión de nuestro trabajo en la fábrica de forma unida y consecuente: igualdad de trato con nuestros camaradas chinos, un mínimo de quince días de trabajo productivo en la fábrica. Si no se nos acuerda, consideraremos que no nos es posible continuar trabajando en el instituto, presentaremos nuestra dimisión y solicitaremos el traslado.
Es un alivio que al fin se hayan decidido los demás; lo único que les ha faltado ya es que la dirección les firmara un documento asegurando que se les tomaba el pelo a mechas. Hasta ahora he sido yo la única que ha sostenido esta posición, que hoy ellos hacen suya, la única en rehusar tajantemente el compromiso, el teatro ridículo de ir dos veces por semana a la fábrica, la única en pedir como un derecho político-y no como una gracia-un mínimo de quince días de trabajo continuo. Cada vez que intenté interesar a los otros en el problema, me encontré con el egoísmo y la desconfianza de cada cual, que no advertía que eso era jugar el juego de la dirección, que no pide nada mejor que dividirnos, que miente sin tino y utiliza todos los recursos para plegarnos a su voluntad. Ha hecho falta que den a los franceses y a alemanes prácticamente con la puerta de la fábrica en las narices para estar de acuerdo en una acción conjunta, cuando durante diez días yo lo he sostenido a viento y marea, soportando las presiones psicológicas del dirigente de mi departamento, que me presionaba con la diferencia de actitud de los otros extranjeros, me calumniaba ante los compañeros de mi sección.
El sábado será el regateo, los intentos de división, los sobornos morales, la palabrería guisada con amistad y ayuda al socialismo. Por desgracia los extranjeros tienen con facilidad una actitud sumisa y entran ellos sólitos en el corral, se dejan llevar al terreno de batalla elegido por los chinos, y, en lugar de limitarse en forma tajante a reivindicaciones concretas, se enzarzan en los planteamientos político-discursivos, sin darse cuenta de que eso es precisamente lo que los chinos quieren.
Una manera de obrar muy típica del país es crear una serie de condiciones materiales y objetivas, y después decir al interesado que, teniendo en cuenta esas condiciones, no pueden obrar de otra manera que como lo hacen. Se crean pues previamente circunstancias que obligan a actuar de cierta forma, y se presenta entonces un asunto como pudiendo sólo resolverse de acuerdo con las circunstancias de las que ellos se presentan como no responsables, pero que ellos crearon
23-mayo-1974
Demostrando mi buena voluntad, tan puesta en entredicho, pienso dejar a los profesores chinos en estos tres días, en los que he vuelto a dedicarme a mis actividades en el instituto en espera de la reunión del sábado, bastantes de esos textos de conversación que obsesionan a este atajo de textófagos. La verdad es que, pese a mi huelga, en casa había hecho ya mis buenos lotes de textos porque me daban no sé qué los profesores.
De todas formas, lo mejor del instituto es el cálido ambiente que me rodea, la riqueza de reflexiones y conversación con esta gente con la que trabajo todos los días. Véase: ayer llego yo a la oficina tras hablar con la dirección, y explico a dos de los profesores chinos lo ocurrido…
–…y si el sábado la dirección no nos da los quince días mínimo de trabajo en la fábrica, presentamos la dimisión.
Única reflexión de un profesor:
-Entonces, no olvides dejar un texto de conversación hecho estos tres días.
Hoy me bajo al jardín, pero cometo el error de sentarme demasiado a la vista para leer. Un profesor de primer año, el poco avispado Chuan, se me acerca con una gran sonrisa, se sienta al estilo chino, en cuclillas. Me animo ante la posibilidad de una conversación entablada espontáneamente. Y Chuan dice:
-Los cerdos pastan.
Miro.
-¿Dónde?
-No; es para saber utilizar el verbo pastar. La vaca pasta, el caballo pasta, y el cerdo ¿también pasta?.
Mis nervios, mis nervios…
-¿Y el pato pasta? ¿Y el conejo?. ¿Yo pasto los cerdos?-continúa Chuan.
-No-y añado explicación gramatical.
-Dejar y quedar ¿qué diferencia?-sigue, implacable.
Voy a contar hasta diez mil…
-Mi abuelo murió de muerte natural; mi padre murió de muerte natural.
Me levanto y cojo la revista. Entonces el alevoso Chuan dice la frase fatídica, mortal:
-¿Se ha acostumbrado usted al clima de Pekín?.
Inciso
Armas mortíferas empleadas en Topicolandia.
¿Se ha acostumbrado ya al clima de Pekín? (sin antídoto conocido)
¿Le gusta la comida china? ¿Se ha acostumbrado a la comida china? (Parece ser que la frecuencia de empleo disminuye tras los veinte primeros años de permanencia en China).
Todos los trabajadores son gloriosos.
Trabaja con gran entusiasmo.
Etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc, etc,
—————–
Como perros sin collar, circulan rumores de que este verano los viajes por China están siendo suprimidos para los cooperantes. Por supuesto esto no reza para los turistas, que sueltan la pasta y deben llevarse en las retinas una serie de diapositivas a todo color de la China socialista, alegre y lucida como vaca en prado. Si esto sirviera para que los extranjeros que trabajan aquí se diesen cuenta de una puñetera vez de que si no se ponen de acuerdo para defender sus intereses, los suyos específicos que les hicieron abandonar no pocas cosas para venir a China, van de cráneo…Pero no será así. El porcentaje de incondicionales siseñor que serán felices yéndose a la playita oficial de vacaciones, Peitajo, es elevado; sin hablar de los bienaventurados que aún se agarran desesperadamente a la explicación teologal porque razones tiene nuestro padre el Partido para obrar así. Dentro de poco veremos el conmovedor espectáculo de los justamente indignados expertos explicando vehemente su protesta a sonrientes chinos que les dirán Oh, ¿cree usted? ¡Qué lástima! ¿De veras? No me diga, sin advertir que de esta pobre tropa de amanuenses sólo cabe decir lo que decía el argentino Pelayo: “No se habla con los monos sino con los dueños del circo”. Es también tierno e inefable el que afirma que hay que saber analizar políticamente las situaciones y, colocándose en una utópica madurez política, se consuela haciéndose creer a sí mismo que él sí comprende.
Habría otra maquiavélica razón a la actitud actual, claramente represiva hacia los extranjeros: echarnos de China por nuestra propia voluntad, crearnos una situación insostenible, como se hizo con los extranjeros al principio de la Revolución Cultural, así se quedarían con las incondicionales mulas para todo terreno. Por otra parte, puesto que ahora China está ya en la ONU, no necesita continuar las maniobras de enamorar al público.
Recomiendo vivamente leer–pañuelos y frasco de sales en mano-el libro de Bermann La santé mentale en Chine, ediciones Maspero, uno de los más ridículos frutos de la llamada ultraizquierda maoísta occidental. He disfrutado grandemente con sus devotas descripciones de la terapia a base de cantos revolucionarios.
27-mayo-74
Hoy al fin he arrancado los quince días seguidos de participación en igualdad con los profesores y alumnos chinos en la estancia en la fábrica. Una vez obtenido el acuerdo de la cúspide de la pirámide, he tenido aún que descender los flancos escarpados de ¿No podríais venir dos veces por semana a darnos clase? Te necesitamos. Tenemos tanto trabajo…, etc, etc,-No. Los quince días seguidos son intocables; todo lo que puedo hacer es que vengáis alguna tarde, a mi casa, de siete a nueve–No. Eso no.
Tuve carta de Hao, de Sian. Cinco hojas apresuradas y auténticas, con sus múltiples faltas de lengua, tachones, etc. Una carta de un amigo chino tiene valor de incunable; en este sentido soy la envidia de los extranjeros de Pekín, carta salpicada de conmovedores No te enfades mi amigo!…Con tu permiso, voy a preguntarte una cosa: ¿se usan los dos pares de palillos que te dí como regalo durante aquel banquete en mi casa? Esto me preocupa mucho. (Es decir: ¿Encontraste ya un hombre?)… El pueblo comprende hoy en día en la sociedad al obrero, campesino, y todos los trabajadores, a todos los explotados y oprimidos en el mundo. Hemos de luchar por su emancipación y vida mejor. Este debe ser nuestro objetivo en la vida…Me escuchas con paciencia. Yo no soy profesor político pero debo aclarar el objetivo de la vida. Reconozco que tengo muchos defectos, mientras que tú la única falta me parece tienes es que no tienes un objetivo claro y determinado en la vida. Una persona que no tiene un objetivo equivale a perder el alma.
¿Tópicos? ¿Citas de Mao escapadas de su entrecomillado?. Sí, lo son. Lo sé. Pero, en cierto modo, aquí, a mi entender, viven, están vivos, y es bien sorprendente verlos vivir tras tanto oírlos oficializados. Es la diferencia entre el corazón mío de salón y el de los enamorados en la sombra. El que hayan existido y existan aún los de Sian me da un apoyo moral nada despreciable. Por mi parte, les continúo enviando material de enseñanza–textos, periódicos libros–y pienso traerles a mi vuelta de Europa mapas y diapositivas.
Tras la breve discusión matinal sobre los quince días en la fábrica, Ju se fue y nos quedamos Kuo y yo durante más de dos horas hablando. A Kuo le encantan los tête à tête.
-¿Sabes que Ü se casó otra vez?–me anuncia.
-Pero ¿no ha dicho nada ni hecho una fiesta?.
-Las mujeres chinas están aún influidas por las ideas de Confucio y así a ella, como viuda, le dio reparo hacer saber que se volvía a casar.
-Pues estoy bien contenta por ella, ¿Quién es él?.
-También intérprete, viudo y con un hijo. Les pusieron en contacto los compañeros.
-Pero ¿se quieren, o se casan porque es más cómodo?
-No, no se casan por interés. Ahora ya no se casa la gente así en China. Mas o menos ganamos todos lo mismo y las mujeres no son inferiores como antes. Ü salió con él durante un año.
-No, no quiero decir por dinero, sino porque se está más cómodo socialmente.
-Para nosotros la familia es importante. En Occidente se separan cuando quieren, ¿no?.
Explico un poco las relaciones entre los sexos en Europa, la unión libre, la liberación sexual, el divorcio.
-Aquí sería inimaginable. La ley protege a la mujer; si ya está casado no puede irse con otra.
Nuevas explicaciones. También me pregunta por el estado de las enfermedades venéreas en Europa. ¿Qué hace el Estado al respecto? ¿Y la prostitución?
-En China antes había muchas enfermedades venéreas, y muchas prostitutas–me informa–pero era porque las habían vendido de pequeñas. El Gobierno, después de la Liberación, las reunió en lugares para curarlas y les dio trabajo después. Muchas se casaron. Además, para prevenir las enfermedades sexuales, antes de casarse había que hacerse un examen médico completo. Cuando yo me casé, en 1956, aún era obligatorio; después ya no.
No deja de ser siniestro que se meta en China en el mismo saco la prostitución y su cortejo de sífilis, etc, y la libre unión y liberación sexual. Me digo que, en el contexto chino, con un pasado nada remoto en el que el menosprecio y cosificación de la mujer llegó a límites difícilmente superables, es un fenómeno que quizá en parte se comprende. También es interesante oír a los hombres de negocios de paso por China, yendo o viniendo hacia Indochina e Indonesia, hablar de las variadas y numerosas cualidades de los burdeles birmanos, sudvietnamitas, hindúes.
-Tú también tienes que hacer como Ü–me sorprende Kuo, corta risa, rubor y ojos reducidos a dos ranuras.
-Me parece que China no es precisamente el mejor sitio para esto. Ya sabes que en cualquier país la gente sale con extranjeros; también hombres y mujeres, pero no en China.
-Es cierto. En el futuro será distinto. Pero anteriormente hubo muchos chinos casados con rusas. A ellas les gustaban mucho los hombres chinos. Yo fui intérprete de ruso de joven. Trabajé con ellos y éramos muy amigos. En aquel tiempo, cuando estaban aquí los especialistas soviéticos enviados por Stalin, no había diferencia entre ellos y los chinos, nos llevábamos muy bien. Yo entonces era muy joven; la mujer de un ruso era como una madre para mí. Después se fueron y nos escribimos. Los especialistas enviados por Kruschev ya no eran lo mismo. Luego las relaciones se rompieron. Un día yo creo que se arreglarán las cosas con el pueblo ruso.
Hay una pausa. Luego:
-Oye, Kuo, ¿cuándo abren la piscina del instituto?
-No hay fecha fija. ¿Te gusta nadar?
-Mucho. ¿Crees que seré el escándalo con mi dos piezas?
-No–risa y sonrojo-muy atractiva.
-Gracias, hombre. ¿Te gusta nadar a ti?
-Sobre todo en el mar. Yo soy de un lugar, al norte, con puerto. El agua es muy clara. Comemos mucho pulpo guisado en aceite, vinagre y vino; también cocido en agua de mar, y cangrejos, centollos, almejas…
Y Kuo se lanza en una apasionada añoranza de su mar y de su tierra chica, del olor del pescado fresco, de la pureza del aire, del juego con las olas, de la belleza del amanecer y del fantástico aspecto de la playa en la noche, con el agua constelada de medusas fosforescentes.
-Echo mucho de menos mi pueblo-suspira Kuo-No me acostumbro a vivir en la ciudad.
-¿Por qué viniste entonces?.
-Porque me destinaron, y hay que obedecer.
-Pero, ¿por qué estudiaste español y no otra cosa que te hubiera permitido quedarte en tu pueblo?
-Es que me gustan los idiomas.
28-mayo-74
Mi madre me comunica que mis dos últimas cartas tardaron la friolera de veintiún días, y que una de ellas llegó totalmente abierta. Sólo me queda dedicar todas mis cartas de ahora en adelante a esa censura que tanto me ama y a quien tanto debo, que me estará leyendo.
Mi reeducación en el seno de la clase obrera empezó hoy, y, al estar en el periodo de percepción puramente física, ha dado ya un terrible dolor de riñones y agujetas en las piernas que me hacen ir cojeando, y los oídos ensordecidos; todo sano fruto de las ocho horas reglamentarias en pie en torno a una máquina hiladora. A decir verdad, fueron menos de ocho horas porque hay que descontar la media, que para mí fue una, del almuerzo, y el que, por haber cumplido el plan de producción, terminamos a la una y media pasadas, y no a las dos y media.
La llegada a la fábrica de la profesora de francés y yo fue buñuelesca: expertas llegando en coche oficial y siendo recibidas en el salón con té y cigarrillos para incorporarse al trabajo manual. Se me proporcionó delantal, gorro y mascarilla en tela blanca-me había traído yo misma mis tazones y mi cuchara para comer-, y, junto con una alumna de primer curso de mi instituto, se me condujo al taller de hilados gruesos.
La maestra obrera Chin, junto a la que trabajaríamos en la máquina 66, era una mujercita muy menuda, bastante más baja que yo–que ya es decir-; ella enhebraba y cambiaba las veinticuatro bobinas. Las operaciones eran simples, complicadas para el novato aterrado por la idea de provocar una catástrofe. La máquina 66 tiene aspecto mimado. La obrera la cuida como a un perro de raza o una máquina semental. Son fabricación china, de 1954.
Los talleres de la nº 2 de textil son–lógicamente en tanto que fábricas modelo-de un aspecto agradable, claros y tan limpios como lo permite la pelusa de algodón que vuela por todas partes. Las hebrillas entran en la boca, blanquean el pelo y hacen llorar los ojos. Aparte de un taburetito con ruedas muy bajo en el cual la obrera se desplaza para limpiar las junturas, se está todo el tiempo de pie. Las obreras parecen indudablemente pálidas por la falta de aire libre, pero el ritmo de trabajo no es ni mucho menos infernal, se las ve sonrientes y tranquilas, un poco apagadas quizá. Se me prohíbe hacer fotos en la fábrica.
La obrera, paciente y afectuosa, me va mostrando operaciones que imito con mi torpeza habitual, lo que no impide que se haga lenguas de mi rapidez en el aprendizaje (Espero que en un proceso político futuro no se citará mi estancia en la fábrica como un rosario de sabotajes). La obrera lleva dieciocho años en este taller y su marido también trabaja en la empresa.
Estoy ahora en el turno de mañana. A las diez y media, vamos al comedor. Hay uno por taller, chiquito, suficiente, y más agradable que el del instituto, al menos con bancos. Por lo demás, espartano como todas las cantinas: depósito de agua caliente, grifos, piletas, mesa corrida. La comida es mejor que la del instituto y más variada, con tres tipos de panes salados y dos de dulces. La mayoría toma pues varios trozos de tortas diversas y una tartera de legumbres con un poquitico de carne. Hay media hora para comer. Paso por los servicios, más limpios que los del instituto, pero con la triste costra gris de costumbre. No veo duchas ni vestuario. Al salir, en el pasillo, veré una serie de cabinas que me dicen son para otro taller.
He aquí algunos datos del informe de una obrera, que viene a mi máquina a hacérmelo y la alumna de español me lo traduce, sobre la vida en la antigua sociedad (responde al “relato de amarguras” que se expone siempre al visitante extranjero). Su abuelo materno murió de hambre en el umbral de la casa del terrateniente, su abuela materna hubo de enviar a su hija como novia–niña y ésta murió de parto. A su otra hija la mandó a Shanghai a los diez años como obrera. Más tarde, como estuviese encinta, el patrón lo descubrió y la echó. Su abuela paterna y su tío murieron de paludismo y tifoidea; su padre, envenenado por el vapor del caucho en la fábrica en la que trabajaba, murió de hemorragia pulmonar a los treinta y un años. La obrera, atacada de viruela, escapó por poco de sufrir el “tratamiento desinfectante japonés”: echar al enfermo en cal viva y quemarlo. Curada de la viruela, entró en la fábrica a los once años, donde, separada de su madre, que trabajaba en la misma fábrica, sufrió todo tipo de malos tratos hasta la Liberación, en 1949.
La anciana obrera parece de carácter nervioso, retuerce siempre entre los dedos, mientras narra su historia, una mecha de algodón. Desgrana el túnel de los horrores: jornadas de doce horas en las que no se permite comer, obreros–niños, capataces brutales que le han dejado hasta hoy cicatrices, aprendices con un tazón de agua de arroz y un panecillo diarios por todo salario durante tres años, talleres sin ventilación a cuarenta grados, enfermos y embarazadas despedidos, etc. Pero hasta los horrores se usan a fuerza de años. Oímos a la anciana la alumna de primer año que me traduce y yo, sentadas en el suelo junto a ella, reproduciendo así la imagen prototipo tantas veces repetida por el teatro y las fotografías de “joven generación escuchando los sufrimientos de una camarada de clase en la antigua sociedad”. Y, cuando la anciana lloró, ni sus lágrimas ni las que se apuntaban en la alumna me hicieron ya efecto, porque he visto y oído muchas de estas sesiones en las que, como uno de tantos reflejos de los reflejos condicionados de adhesión, las lágrimas asoman en un momento dado; he visto llorar a placer a mis alumnas durante una de estas sesiones, secarse esas lágrimas tan pronto como se dio por terminado el mitin y salir alegremente a jugar al baloncesto. El dolor de clase, como el amor de clase y el amor al Partido Comunista y a Mao Tse-tung, son sentimientos honorables, son los canales oficiales de la afectividad y el sentimentalismo. Ante estos dolores y amores no sólo cabe sino que es aconsejable indignarse y conmoverse. La continua referencia al “infierno de antes de 1949” empieza a tener algo de morboso. Más que morbo, es un anclarse en el pasado como punto de referencia para comparaciones impidiendo así todo análisis concreto, impidiendo toda crítica.
29-mayo-74
Por la tarde, reunión política en la fábrica. Los alumnos están reunidos en la sala, al fondo. Carteles murales y caricaturas de Lin Piao y de Confucio, bien alineados, en papel flamante y colores vivos. Una obrera lee a toda velocidad en tono igual un texto salpicado de tópicos. Los alumnos, unos hablan entre sí, otros dormitan apoyados en el compañero o en el banco de delante. Algunos oyen. Una segunda obrera habla con más naturalidad y desparpajo del problema de la calidad de los productos relacionado con la recta línea política, y con el movimiento de crítica a Lin y a Confucio (con el que, por cierto, concuerda tan poco lo que dice como con el lucero del alba). Terminadas las charlas, se nos indica que nos vayamos en pequeños grupos para discutir lo escuchado. En el jardín nos instalamos una de las profesoras chinas de español, parte de mis alumnos y yo. La profesora dice que también en los textos de enseñanza hay un problema de calidad lo mismo que en los tejidos. Después de este laborioso fruto de la meditación, es el silencio. A nadie se le ocurre nada. Los alumnos hablan entre sí de sus cosas. Aprovecho para enterarme de que éstos no están en absoluto al tanto de la larga lucha de los profesores extranjeros por venir quince días seguidos a la fábrica. ¡Oh, el sistema de consulta a las masas!. Receta: introdúzcase en las masas, midiendo previamente la dosis, un puñado de informaciones cuidadosamente seleccionadas y escogidas–es indispensable que ningún elemento informativo no seleccionado penetre en las masas so riesgo de fermentación anómala-. Trabájense las amplias masas con los dichos ingredientes. Déjese reposar el conjunto. Procédase a recoger las opiniones que habrán brotado en este lapso.
30-mayo-74
Por la mañana, clase con los alumnos, clases que los profesores chinos han programado como sigue. Se ha suministrado a los estudiantes una serie de textos sobre la fábrica textil nº2: la charla de un obrero contando la cruel explotación capitalista del pasado y la felicidad actual, etc. Es decir, los textos de las situaciones que se repiten al pie de la letra en todas las visitas de extranjeros. La clase consiste en que los alumnos repitan de memoria estas frases y datos. Se me ha suministrado el texto la noche antes, pero me doy cuenta al leer de que hay una barbaridad numérica en lo que dice. Hago notar el error a mis alumnos, que hasta ahora repetían el texto impertérritos. Es tal la costumbre que tienen de justificar y aprobar, que intentan por todos los medios justificar la cifra. Habiendo yo preguntado por la tarde a un responsable de la fábrica, se revela que, en efecto, hay una errata, falta un cero.
Planteo una vez más la cuestión de la rotación y de la promoción, para recibir una vez más la misma respuesta: generalmente la gente trabaja toda su vida en el mismo puesto, en la misma máquina. Tampoco existe, como en otros casos, Federación de Mujeres. En cuanto al sindicato (único, por supuesto, y al que pertenece el 99 % del personal, y los que no, es porque no les dejan por ser mal vistos) tiene como principal actividad organizar a la gente para el estudio de Marx, Stalin, Lenin y Mao, y transmitir las consignas del Partido.
Pregunto cómo participan los obreros en la gestión. Se me responde que en cada taller hay responsables de la calidad y de la seguridad. Pregunto cómo se manifestó en la fábrica la línea economicista de Liu Shao-shi. Se me responde que allí no hubo desviaciones, pero que aun así, como la dirección hubiera ofrecido a cada obrero un calendario por Año Nuevo, los obreros discutieron si no era eso un estimulante material.
Es de llorar.
-¿Hay enfermedades profesionales a causa de la pelusa de algodón o el ruido?
-No.
-¿Cuáles han sido los beneficiosos y los gastos de la fábrica en 1973?
-No hay cifras exactas. No los contamos. Digamos que en salarios se gastan al año unos cuatro o cinco millones de yuanes.
1-junio-74
Voy cogiendo el ritmo del trabajo en la fábrica y me canso menos. Afortunadamente la temperatura es excelente en los talleres, calor sin agobio; de cuando en cuando, hay tiempos muertos que permiten sentarse. Las condiciones son buenas en lo que cabe en un trabajo puramente mecánico. Parece que la obrera de mi máquina está contenta de mí; los alumnos me han lanzado sonrientes:
-¡Profesora, una obrera la elogió!. La maestra obrera dice que usted trabaja bien.
No es cierto, pero al menos lo intento para aliviarla al tiempo que esté allí, puesto que lo de reformarse la concepción del mundo, etc, es camelístico. Esta estancia en los talleres me enseñó más bien el tipo de trabajo que no hay que hacer, porque es horrendo pasarse la vida repitiendo esos cuatro movimientos. Nada más falso que decir que la vida de fábrica me encanta. Sin embargo ésta es la condición obrera.
Por la tarde, poco antes de terminar el turno, la obrera de mi máquina, Chin, me dice que quiere invitarme a su casa si tengo tiempo. Como es simpática y nos llevamos bien, digo que bueno, pese a mi firme decisión de no hacer nunca más la visita oficial a una familia obrera. Los bloques de viviendas están justo enfrente de la fábrica. El apartamento–dos piezas para seis personas-es limpio, agradable y similar a los demás. Advierto que se trata de una invitación a cenar y no de una simple visita. Voy a la calle a comprar fruta y pasteles y a la vuelta me encuentro con la cena, prevista hace días en el programa, platos excelentes y elaborados. Llega de la escuela el niño menor, un crío de unos diez años que, con su pañolito rojo al cuello, entra pisando fuerte, me saluda muy sonriente y dueño de sí, evoluciona con el desparpajo de un actor que domina su papel. Este niño está sobre las tablas, está encarnando divinamente el perfecto pionerito rojo, lleno de vivacidad, dinamismo, etc, etc.
Al coger el coche para volver al hotel con los colegas, descubro que los otros tres profesores que trabajan en la fábrica han sido también invitados a la misma hora y el mismo día por una obrera a visitar su casa y a cenar en familia. Encantadora espontaneidad. Imagino que el Partido habrá subvencionado los gastos de la cena.
Al llegar a casa, a eso de las seis de la tarde, lavo unas cosas y me preparo para trabajar en los textos, pero cometo la debilidad de alargar un poco las piernas, que me duelen, en el sofá. Me quedo frita. Llevo toda la semana trabajando y levantándome a las cinco. En la penumbra de las siete de la tarde, luchando por abrir los ojos, voy hacia la cama, me desnudo, caigo entre las sábanas, y me despierto al día siguiente a las cinco.
2-junio-74
Converso con la alumna que me sirve de intérprete:
-¿Dónde trabajabas antes de venir al instituto?
-En Mongolia, pastoreando. Mi familia está en Pekín. Al terminar la escuela yo tenía dieciséis años y empezó la gran Revolución Cultural Proletaria y el llamamiento del Presidente Mao para que los jóvenes instruidos fueran al campo. Un grupo fuimos a Mongolia.
-Y ¿cómo es que volviste a Pekín a estudiar español?
-Las masas me eligieron.
Lin habla como trabaja, tranquila y sonriente. Es una muchacha bien plantada, de largas trenzas y tez muy blanca.
Sheila me sorprendió abordándome para decirme:
-Lo he pensado mejor. Me llevaré tus cartas.
-Si vas a estar inquieta…todo el mundo lo hace cuando alguien se marcha, por eso te lo dije. Déjalo si te molesta.
-No. Puedo. Dámelas esta noche.
Andamos un trecho.
-Oye, Rosúa, ¿qué piensas de lo de Zyad y yo?
-Pues…la verdad es que no pienso nada. Es cosa vuestra.
-Ya…Klaus me dijo que habías hecho comentarios.
-¿Qué dijo él sobre Zyad y yo?
-Mira, Sheila, estoy harta de este ambiente. No quiero mezclarme en comidillas.
-Klaus sin embargo te mezcló a ti. Cuídate de él, es peligroso, ¿qué te dijo?
-Que estabas dándoles a los chinos, al vivir públicamente con Zyad, una mala imagen de las inglesas, que les escandalizas, vamos.
-¿Ah sí? ¿Y un marica como él no les escandaliza, es eso mejor?
-¿Crees que es marica Klaus?
-Estoy segura. Está bien claro. No le verás en el hotel sino con los camareros jóvenes, dándoles clases de inglés en su cuarto.
-De todas formas ya te marchas, y no creo que eches de menos el Hotel de la Amistad.
Gran suspiro de Sheila.
-Desde luego que no-
Después de cenar le llevo tres cartas, que le entrego a indicación suya en la escalera, no en su casa, para evitar miradas importunas. ¡El inefablemente ridículo ambiente pequeño espía de Pekín!. Las más normales acciones, gestos banales, frases cotidianas, se revestían de significados y sobreentendidos, de por y contra, de fidelidades y traiciones, y todo en el reducido zoológico de la reserva para extranjeros y respecto a seres tan archicontrolados como nosotros. ¿Qué potencias enemigas de China esperaban que les pasáramos los planos de las conducciones de aguas del hotel, los menús de la cantina, las notas de las “sesiones de participación política” que nos anunciaban noticias y campañas de las que mucho antes ya hablaba la prensa europea?. Pero aquello era el apéndice necesario del inmenso teatro maniqueo general, y los “buenos” se sentían singularmente recompensados y estimulados por la conciencia de su propia rectitud en un universo en el que el Malo acechaba, y se entregaban con deportivo goce al descubrimiento, caza (y fabricación) de reaccionarios, espías, y demás elementos nefandos. Creo que incluso en mis ratos de más auténtica angustia no he dejado de tener, simultáneamente, un pie en el patio de butacas, frente a esta trágico-cómica película de espías, de buenos y malos.
Sheila se ha ido, y los chinos le ofrecieron una despedida un tanto extraña. De los que iban en su avión–turistas y hombres de negocios-ninguno fue registrado, pero en cambio a ella le miraron minuciosamente absolutamente todo, los libros página por página, los papeles, aparatos, y hasta le abrieron un támpax. La muchacha tuvo un ataque de nervios, se puso a llorar, el piloto de Air France bajó del avión a ver qué pasaba, pues ya tenían media hora de retraso en el despegue a causa del insólito registro.
Los chinos han conseguido justificar las peores impresiones de Sheila de una China negra y policiaca con esta actitud hacia la única pasajera del avión que había trabajado para ellos. Cabe preguntarse qué va a pasar conmigo, de quien se ha dicho y se dice tanto sobre mi libro “antichino”, y de quien la máquina de escribir atruena el silencio del hotel hasta altas horas de la noche.
De balcón a balcón, hablo con Zyad sobre Sheila.
-Pobrecilla. Ella gritaba ¿Por qué yo, por qué?. Yo trataba de calmarla.
-Zyad, ¿sabes si le quitaron las cartas mías que llevaba para echar al correo en París?
-Me parece que no, que las llevaba en un bolso de mano. Oye, ¿era realmente antichinos?
-No. Eso es una estupidez; pero ya sabes que aquí todo el que no dice que sí, sí, perfecto, es antichino.
-Ya. ¿Por qué no pasas a mi apartamento para charlar y tomar un café?
-Estoy cansada, gracias. Buenas noches.
Comemos en el restaurante que está cerca de la Universidad de Pei-ta. Precedido por el estruendo de su moto y con retraso, llega Pelayo, el argentino, Estupefacción de las amplias masas. Entre los pardos y silenciosos ciclistas chinos, esta figura insólita extranjera, alta y flaca, envuelta en flameante poncho rojo vivo, sobre estruendosa moto. Pelayo descabalga a la puerta, ante la expectación general.
Voy al servicio. La sonriente camarera, me acompaña hasta la serie de agujeros en el cemento donde otra señora, nalgas al aire, se levanta amable para dejarme pasar a ocupar mi puesto en el agujero vecino. Me observan mientras me bajo el pantalón y me pongo en posición, y la camarera, por solidaridad, se acuclilla a mi lado aprovechando para hacer lo mismo. Después se empeñan en traerme una jofaina, jabón y toalla. Son gente encantadora los de este restaurante; ya hemos venido otras veces.
3-junio-74
Lunes. Día de descanso en la fábrica, que he apurado con deleite. ¡A la Colina Perfumada!. Las Colinas del Oeste, femeninas como senos, entrecruzadas de senderos y rutas, escalinatas y muros, estanques y pabellones, templos y kioskos. En otro tiempo debió de ser una Alhambra mandarinal. Hoy en buena parte está en ruinas, bellos huesos que afloran, unos metros de ruta de anchas losas, ocho escalones majestuosos, piedras grabadas, tejas de porcelana polícroma. También pilas de tejas nuevas para reparaciones.
Las colinas son acogedoras, con sus elevaciones suaves y sus piedras planas tibias. En otoño la vegetación es carmín, naranja, granate, púrpura, dorado, rosa, salmón, ocre; las visitas afluyen. El resto del año, mientras no hay hojas o éstas son vulgarmente verdes, la gente va en masa al Palacio de Verano. Así las Colinas tienen el inapreciable atractivo de su relativa soledad, de su fresca paz de primavera, de sus mañanas y atardeceres húmedos de verano, y, aun en tiempo frío, de sus redondeadas caderas desnudas y de su horizonte amplio.
A veces los altavoces se dedican afanosamente a graznar propaganda. Entre consigna y consigna aflora el tenaz murmullo de las hojas. El cielo está agradablemente nuboso. Los múltiples sabores de mis viajes, de cuanto he visto, presenciado y conocido, deslizándome entre tantos ambientes y tantos seres, me producen, al tiempo que una ligera embriaguez de la riqueza del mundo que he hecho mía, un desarraigo fundamental. No creo poder tener nunca más paredes, ni turismo de circunstancias. Saboreo lo insólito de mi presencia en esta tierra. También los recuerdos, este reloj parado que llevo dentro, lo que quise, y perdí, lo que en realidad nunca tuve, la fuerza desesperada de mi deseo que me ha dejado la boca seca para siempre. En realidad, pertenezco, perteneceré toda la vida, a un día de nubes como éste, al verde mate de los árboles, a la taza humeante, a una libertad que es casi no existir, a una aguda, continua necesidad, al hueco, a la ausencia.
Mientras, tumbada en el reborde de un kiosko solitario, descanso, de repente veo a un chino que ha llegado, que sonríe, que intenta trabar conversación conmigo. El chico se me sienta muy cerca.
-¿Está sola?. ¿De dónde viene? ¿Dónde trabaja? ¿No está mal sola?
¡Oh, maravilla! ¡También en la China roja, calificada, segregacionista, puritana, también aquí la ancestral ceremonia del ligue. Esto, cuando se trata de una extranjera, tiene un mérito increíble. Toda mi esperanza en el Internacionalismo y en el futuro de China y sobre todo de los chinos resucita.
-Me llamo…Trabajo…-palabras, esquemas dibujados en una cajetilla de cigarrillos de los que me ofrece uno. Como buen chino, me pregunta rápidamente mi edad, y yo, como siempre, por puro espíritu de contradicción desde que estoy en China, no se la digo, pero en su infinita bondad el hombre me echa diecinueve años; ¡qué mal calculan con los europeos!.
Vamos andando luego, y, en una solitaria curva, me dice enrojeciendo:
-Las extranjeras son muy bonitas.
Unos metros más allá, desembocamos en la avenida que desciende hasta la parada del autobús. Ya hay gente, y entonces el joven me dice adiós y se separa de mí antes de que los demás le observen.
4-junio-74
Charlo con mis alumnas, bastante más silenciosas que los chicos, sobre la situación de las obreras, las vacaciones de maternidad. Se me ocurre preguntar cuánto dura la gestación. Respuestas: Diez meses más o menos. No sé seguro. Etc, etc. Tienen ellas más de veinte años. Durante otro ejercicio oral de preguntas y respuestas, la chica se ruboriza, calla, habla tan bajo que ninguno la oímos. No es tarea fácil hacer que ellas participen; sé de otra escuela en la que, para que en los grupos de trabajo manual hubiera un número proporcional de individuos de ambos sexos, los profesores hubieron de usar de la autoridad, sin lo cual se hubieran agrupado chicos y chicas por separado. Una alumna me cuenta cómo en su aldea natal había una mujer tan pobre que, de pequeña, su familia no pudo vendarle los pies porque necesitaban que la niña trabajase, luego se casó con un hombre tan pobre como ella, y el matrimonio hubo de sufrir el desprecio y las injurias de los aldeanos, que insultaban al marido por haberse casado con una mujer que no tenía los pies vendados. Como consecuencia de esto él echaba a su esposa en cara continuamente la tara de sus pies libres, la cubría de insultos, y, cuando tuvieron un bebé, el hombre se negó a acarrear él el agua hasta que el niño creciera y todo el trabajo recayó sobre la mujer. Los alumnos y yo coincidíamos en que librar los pies de vendas es fácil, pero que con los vendajes del cerebro la cosa va más lenta.
Durante el tiempo de descanso mis alumnos vienen a buscarme; me dicen que en los periódicos y revistas que les presté entienden todas las palabras pero no comprenden lo que se dice, las ideas. Con todos los condicionamientos del sistema, hay en ellos, como en todo ser humano, una voluntad de lucidez demasiado olvidada por los que abarcan a los chinos desde el otro lado, los que les observan, describen y analizan como quien está frente a un zoológico o una gigantesca probeta política.
-La sociedad capitalista aliena con la novela rosa, el cantante de moda y la prensa sensacionalista. La china con el culto del soldadito modelo Lei Feng y con los santones de turno. En realidad, todos parten del supuesto de que las masas son estúpidas, lo cual es cierto. Pan y juegos.
Pelayo habla con la seguridad de quien, por intelectual, escapó por supuesto a ese infierno de estupidez. Y ya tenemos en la palestra pues las celestes razones que hacen que unos sean listos de forma vitalicia y otros tontos (quien emplea este argumento siempre se cataloga entre los primeros). En cierta ocasión Antonio Machado alertó a los literatos sobre lo que la palabra masa implica de despectivo y amorfo, sobre su uso minoritario y burgués. Eran los tiempos de lucha de la República española, los tiempos de apoyo al pueblo de los verdaderos intelectuales, Machado pedía prudencia en el empleo y significado de la palabra masa…. por un amor hacia el pueblo que nuestros enemigos no sentirán jamás.
Hay veces que el cansancio…Al volver a casa esta tarde, tras cenar en el restaurante de cerca de la universidad que tan bien se ha ganado su bandera roja en recompensa al buen y amable servicio que lleva a cabo, me telefonea Zyad, el sirio, llamándome para que vaya por una razón importante”. Acudo a su apartamento. Circunloquios resbaladizos sobre mis cartas confiadas a Sheila. Me apresuro, impaciente por irme, a decirle que al fin y al cabo no había nada especial y que aunque las hubieran cogido los chinos no importa y apremio a Zyad para que me aclare la razón importante. La tal razón resulta ser la insistencia para que duerma con él. Haciéndosele sin duda grande la cama tan recientemente abandonada por Sheila, Zyad hilvana la hebra por donde la dejó hace meses, la reemprende con los argumentos conocidos, intenta convencerme de que siempre he sido su primera y selecta favorita del hotel, y se cubre así de gloria al dejar implícitamente a Sheila el título de “A falta de pan…”. Me voy. Bajo la escalera cada vez más cansada.
Encuentro a Joseph y su mujer. Suben a casa a tomar café. Bajo el efecto de tres coñacs, Joseph me dice:
-¡No sé cómo has hecho, pero se diría que eres el demonio! Tienes una fama diabólica de antichina.
Y me gratifica con la narración de varios bulos que corren a costa mía, entre ellos uno muy original según el cual hojas de mi famoso libro reaccionario se habrían volado por mi balcón y espantado a las honestas gentes que las habían recogido. Abro balcones y puertas y demuestro prácticamente a Joseph que es imposible que la corriente impulse nada hacia fuera; al contrario en todo caso.
-¿Estás segura de que no te han desaparecido papeles? ¿Ha entrado alguien en tu apartamento cuando no estabas?
-No. No me faltan hojas. Si entró alguien, no lo he advertido. De todas formas nada está cerrado con llave.
Hacen falta siempre cabezas de turco, sobre todo cabezas aisladas, cabezas no encuadradas en un partido, en un grupo, en una familia, tercas cabezas que se empeñan en comprender. Hace por otra parte tiempo que no tengo carta de nadie. Estoy tan cansada…
Fuerza es creer que estos bulos vienen del mentidero mayor, de Ruiz.
En la fábrica, durante la comida, pregunto a los profesores de mi sección si prefieren o no que vuelva yo en septiembre.
-Eso depende de ti y de la dirección del instituto. Depende de si quieres trabajar por China; no de no nosotros.
-Pero a vosotros ¿os gustaría que vuelva o preferís que os dé clase otro cooperante el año próximo?
-Naturalmente nosotros recibiremos con una calurosa bienvenida a cualquier amigo extranjero que venga a trabajar por el socialismo–responde Kuo, evasivo.
Inútil arañar para conseguir un poco de aprecio personal. Todo lo que puede esperarse es cortesía.
De una y media a cuatro hay visita–carrera agotadora por los talleres de teñidos, en los que hace un calor infernal. Hay explicaciones rápidas a los alumnos que nadie se preocupa gran cosa de traducirme. Algunas obreras descubren entre el alumnado chino mi presencia como quien encuentra un astronauta en el metro. Integración, invoco tu nombre en vano. ¿Y si salto en la pileta del tinte amarillo?
6-junio-74
Esta mañana las actividades de la escuela a puerta abierta consistían-¡oh, no!-en visita a familia obrera, sin nada que se parezca a una encuesta, por supuesto, sino para que los alumnos se ejerciten como intérpretes.
Una carta de él. Mejor hubiera sido no recibirla para no pasar por la vergüenza del temblor en las manos, del temblor de todo el cuerpo, para no pasar por la humillación de mi pobreza como mujer ante el hombre al que hubiera deseado atraer más que a nada en el mundo. Un sobre alargado, una escritura recostada y fluida que conozco, como siempre una hoja por los dos lados de flojas frases intranscendentes y asexuadas; y, como siempre, la bofetada, la oleada, la nuca que se vuelve hierro, que se vuelve plomo, la electricidad dolorosa de los hombros a las muñecas, las rodillas de paja, algo como sollozos dentro, y luego la sangre que se retira, la frialdad.
Yo había roto su otra carta, su postal, borrado su dirección y estaba cierta de que había llegado definitivamente el momento de borrarlo. He aquí la cadena. A esta carta responderá una mía intranscendente, igualmente breve, humorística y superficial–porque alguna compensación debo buscar a la humillación insoportable de la sola existencia de este hombre-, y se reanudará el horrible ciclo del que sabe que no debe esperar y que sin embargo espera; algo me dice que espero, que esperaré siempre. Porque es a este hombre a quien quiero, a quien quise desde el primer segundo que le vi en el portal, en que me crucé con una mirada azul e irónica que borró de un plumazo toda mi vida. Hasta que un día le confesé, quemando en vivo el orgullo, que no tenía la fuerza de seguir viéndole, y dejé mis cuatro años de matrimonio, y dejé mi casa, y me he ido sin nada, ni siquiera yo misma.
Contra la lógica entera del universo, este hombre y su recuerdo, su solo recuerdo, me vale más que mil vidas enteras y mil cuerpos enteros de otros. Y así, en resumidas cuentas, no puedo engañarme a mí misma y encuentro en la elección tajante un alivio inesperado, un helado, terrible alivio: el de la imposibilidad de aceptar lo que no es él. A sabiendas de que ni me quiere ni siente por mí más interés que el normal. Pero ¿cómo imaginar una relación con otro si sé bien que bastaría un puente hacia éste para de nuevo invalidar, reducir a polvo, cuanto no es él?. No. La soledad es más neta; y la amargura por siempre.
Si pudiera olvidar…Poder, poder ver mi pasado como un barco que se va, y todos los recuerdos soltarían amarras mientras resuenan las últimas sirenas.
Esta noche trabajo en la fábrica, de las diez y media de la noche a las seis y media de la mañana. Más liberada de la fatiga física y con la especie de lucidez mental que se tiene a veces por la noche, observo. No sólo el ritmo y las condiciones de trabajo–temperatura, etc-son francamente buenas, sino que lo que más llama la atención es la actitud; se trabaja en una atmósfera de ayuda mutua. Cuando una obrera no tiene nada que hacer en su máquina, va a echar una mano a la vecina. Si se pensara sólo en términos de producción, se hubiera puesto una obrera por cada dos hiladoras, cosa que hubiera sido posible pero al precio de cadencias agotadoras. Otro detalle es la falta de una actitud especial ante controladores o jefecillos. Sencillamente no parece haberlos; algunos hombres pasan de cuando en cuando y anotan, engrasan o reparan. Las obreras no se levantan si están sentadas ni paran de charlar por ello.
Tengo sed casi continuamente y, como desde el primer día dije que nosotros tomábamos el agua fría, se han ocupado de traerme un cacharro con ella.
A las dos y media pausa para comer. Salimos al comedorcito, que está al extremo del pasillo. Hay sopa de tallarines con pedazos de col y carne, arroz, verduras, media docena de tipos de pan, buñuelos solos y rellenos, y porras al buen estilo de mi Madrid castizo que tomo mojando en el café que traje. Nos sentamos afuera diez minutos con luna clara, las tres, al frescor de la noche tersa de junio.
-¿Qué tal? ¿Cansada?-Me pregunta la obrera.
-No. Me gusta el trabajo manual y me gusta trabajar con usted.
-Y a mí me gustas tú, como trabajas. Ven cuando quieras al taller. Las compañeras opinan de ti que has trabajado con mucho entusiasmo y aprendiste muy rápido.
-Es que tuve buena maestra.
-No. Tú sabes mucho. Tienes más cultura que yo.
-Es posible que yo haya leído más libros, pero usted tiene más nivel político, pertenece al proletariado realmente.
-No, no. Eres simple y como nosotras. A veces te buscábamos y no te encontrábamos sencillamente porque estabas trabajando a nuestro lado, como una más, y no te distinguíamos.
Es el mejor piropo. La alumna va traduciendo la conversación. Chin me pone de cuando en cuando la mano en el brazo para dar fuerza a sus palabras. Ambas sonríen, con una sonrisa tranquila y ancha que se va diluyendo, más allá de los ojos y las cejas, y cubre la frente hasta el arranque del cabello blanqueado por los filamentos de algodón.
Volvemos al taller. Un joven profesor de mi sección trabaja en la máquina contigua. El muchacho no es de por sí muy despejado, tal vez le abrume además verse tan rodeado de mujeres, y, para completar, se muere de sueño. Como no soporta la máscara y no lleva gorro, pasa como un sonámbulo nevado de pelusas que le cubren pelo y gafas, mira sin ver, y se duerme, haciendo la felicidad de las obreras, que ríen de los lindo, y yo con ellas. El ambiente es realmente bueno.
Las cuatro y diez. Al alzar la cabeza me encuentro conque el negro de la cristalera está pasando a azul. Comienza a clarear. Mi turno debería terminar a las seis y media, pero la tarea es acabada con antelación y a las cinco y media la gente va recogiendo y se va. Si realmente el Estado quisiera chupar al máximo la capacidad productiva de los ciudadanos, sería fácil hacer crear un ambiente en el que por emulación socialista, etc, el mejor sería aquel que trabajaría más fuera del horario, por encima de la tarea marcada. No hay tal.
Salgo al exterior. El aire es fresco aunque ya comienza a descender por él, como un polvo, el calor blanco del día. Tengo un cansancio alegre. Estoy contenta de haber visto trabajar en condiciones humanas que me parecen francamente superiores. El socialismo vale la pena. Sé sin embargo que ésta es una fábrica modelo. Habría que ver las otras. Hace cuarenta y ocho horas que no duermo, sin embargo no estoy cansada en exceso. La primera noche, nada más llegar a casa por la mañana, tuve que tomar calmantes para el dolor de piernas. Ya no. Miro en torno mío. Las frases de los paneles, en grandes caracteres rojos, los murales, los dibujos, son feos y machacones, pero tienen, me parece, una carga de buena voluntad y de esfuerzo común muy apreciable.
Por la tarde, ya oscurecido, me paseo por el Parque de los Bambúes Púrpura y me siento en las sombras junto al lago. ¿Qué escucho? Hay dos muchachos sentados en un banco próximo. Uno toca la guitarra y el otro canta con muy buena voz, no las archisabidas “Amo Tien An-Men”, etc, sino, en chino, canciones francesas, inglesas, italianas, “O sole mio!”.
Se acercan linternas. Son las diez de la noche, hora en la que se cierra el parque. Unos soldados van indicando cortésmente a las parejas que desalojen. Comparo su discreta forma de actuar con la grosería brutal de los guardas de los parques españoles hacia los enamorados.
Caigo de nuevo en el triste ambiente de Comidillas City, el hotel. Siniestro lugar. Pero no me dejaré morder por él. Me queda un mes y cinco días–el diecisiete de julio-para irme de vacaciones.
El páramo afectivo de Pekín me lo había ido alfombrando magramente con retazos, cortas salidas, una conversación, un paseo, una mano en mi mano a lo más, el largo recuerdo melancólico y tierno de Chung y Sian, y, sobre todo, el caparazón denso del pasado. Los viajeros de pocos días, venidos para exposiciones y negocios, me proporcionaban una compañía pasajera. Musa, después de mi redonda negativa a acostarme con él, me veía mucho menos. Me había puesto el nigeriano sin embargo en guardia contra represalias de los chinos “capaces de todo”,me había rogado prudencia y ofrecido enviar mis notas por correo a España desde Hong Kong con uno de sus amigos de la embajada. Se perfilaba cada vez más claramente que mis notas, por su espíritu crítico hacia el sistema, tenían grandes posibilidades de no pasar la frontera. Mi confianza al respecto en la corrección de los chinos iba en pleno cuarto menguante. Uno de los franceses venidos para la exposición técnica, amigo de Joseph y Lucia, se ofreció amablemente para echar al correo en París dos sobres con parte de mi diario. Me rebelaba tenazmente a que se me robasen mis notas. Y deambulaba como una apestada por el recinto del hotel.
El siete de junio encontré en el pequeño restaurante de la cooperativa de enfrente, mientras cenaba sola, a otro extranjero venido a la exposición. Le ayudé a explicarse con las camareras. Tomamos un café en mi casa. No sé bien lo que ocurrió. Veinticuatro horas más tarde este hombre me decía:
-Estoy enamorado de ti. ¡Has llegado en tan poco tiempo a ser tan importante en mi vida!
Y pasamos tres días juntos. Las noches del viernes y el sábado yo trabajaba en la fábrica y tuve libres para descansar el domingo y el lunes. No era en absoluto el tipo de hombre con el que hubiera podido pensar, y sin embargo me atrajo con un empuje que creo era un noventa por ciento ansiosamente físico, aunque, por formación y por carácter, yo le revestí necesaria e inmediatamente con ropas transcendentales de forma que mi duro módulo interior pudiera aceptar aquella atracción sin demasiada angustia. Yo, que puse en la puerta de la calle a tantos otros, pasé tres días en sus brazos, a los que pedía asilo toda mi soledad, dejé que me cubriera de besos, pero aún hurté la boca, que me dolía como una herida fresca. Todo quedó en ternura y caricias protectoras.
Tenía él una sexualidad, según hablaba, sin disimulos, que yo escuchaba con la curiosidad de la descripción de un país desconocido. Pero, al tiempo que le acariciaba y me acariciaba, yo sentía en mí la soledad y el alejamiento perdurables que nunca me abandonan, como otro yo; cierta distancia respecto a mí misma.
¿Qué podía atraerme realmente en él sino su sexualidad agresiva? Éramos tan opuestos como es posible serlo. Un gran cuerpo con dos tatuajes, de madre francesa y padre argelino, cabeza leonina, labios sensuales, cabellos rizados. Su vida era una mezcla espeluznante de Francia, Argelia, Canadá, Suiza, divorciado, un hijo de seis años, militante de grupos de extrema derecha estilo “Ordre Nouveau”. Según decía, la lectura de “El Capital” había sido su camino de Damasco y le había hecho pasarse de bando. Tres meses en la cárcel por tenencia ilícita de armas, la Legión, estudios universitarios de ciencias aplicadas, de Psicología. Erotista acérrimo, parecía vivir exclusivamente por y a través de su físico, cuyos órganos había medido al centímetro.
Se le veía tan desplazado entre los objetos de mi habitación y mi música de Mozart como un pterisodáctilo en un cóctel. Y sin embargo sonreía con dulzura inesperada.
Cuando se fue, observé sorprendida el mismo decorado en torno mío. Las cosas, tras la especie de explosión interna que él había sido, comenzaron a tomar su forma habitual. Miré mi cuerpo, del que ya había perdido conciencia. Cualquiera que fuese, aquella persona no me había dejado sino dulzura y paz, aunque ambos cesáramos de existir el uno para el otro tras aquellos breves días. Su ternura, el remozamiento de mi piel, me nutrió hilo a hilo en los tiempos difíciles que siguieron. Y pensé que realmente no había nada que decir, nada que opinar, que no tenía por qué comprender nada.
13-junio-74
Xía, la profesora de mi sección tan viva y espontánea dentro de lo que cabe, continúa en estado de viudez provisional.
-¿Cómo? ¿No ha vuelto aún tu marido? ¿No me dijiste que se iba por dos o tres meses máximo?
-Eso creíamos, pero ya lleva más de tres meses, y ahora tal vez tenga que estar tres, o seis, o un año. ¿Quién sabe?
-Pero ¿qué te dice cuando te escribe?
-Él tampoco sabe cuando vuelve. Está haciendo algo muy importante.
Sé que el marido se halla en una lejana ciudad, al norte, casi fronteriza con la URSS. Xía añade:
-Te diré una cosa: en China estas situaciones son bastante corrientes, separarse así, sin saber nunca por qué ni hasta cuándo.
-Es muy horrible. Podían explicarlo al menos.
-Como sé que es por la revolución, me conformo de todas formas ¿Quieres corregirme la gramática de estas frases que ha hecho yo misma para dar ejemplos a los alumnos?
Una de las frases trata del uso del verbo “socavar”; es la siguiente:
-La literatura y el arte occidentales socavan la moral del pueblo chino.
Cuento hasta diez antes de contestar a Xía, que espera con sonrisa auténticamente inocente a que le diga si la frase es correcta o no.
-Xía, si les das, o alguien les da, a los alumnos una frase como ésta, yo me voy. Mujer, ¿no te das cuenta de que es una frase reaccionaria y peligrosa? ¿De dónde la has sacado?
-Pues la he hecho yo misma. Creo que me expresado mal.
-Imagino que ibas a poner La literatura y el arte reaccionarios.
-Sí claro. La borraré.
Estoy en las conversaciones preliminares con los responsables para participar con profesores y alumnos en los tres días de ayuda en la cosecha a la comuna cercana. Indudablemente es vergonzoso ir a unirse con los trabajadores sin más callos que los de los pies, pero se hace lo que se puede. Facilita quizás ahora mis negociaciones el haberles demostrado con el fajo de textos de conversación que su máquina de trabajar extranjera funciona mejor cuando se siente a gusto. Me tienen confianza evidente en el plano profesional y creo que cierta confianza, guardando las distancias, en el plano humano. No se ha vuelto a hablar de comentar aquel desgraciado texto sobre Chile.
El calor es ya serio, aunque afortunadamente los árboles que abanican Pekín y los sembrados, hasta los mismos bordes de la carretera, son una bendición. Grupos de niños y adolescentes ayudan en las faenas del campo, como estipula el sistema de enseñanza chino, descansan a la sombra, pasan en fila, uno con la bandera roja al hombro, tocados con sombreros de paja, los pantalones arremangados, chaquetas remendadas y descolorida camisa de faena. Un niño se pasea con un corderito que lleva una cuerda. Pasan triciclos con cubas de excrementos para abono. Sobre los carros, lentos, empujados por caballos, burros, asnos, aparejados en cómica disparidad, dormitan los carreteros. Pasa otro triciclo con un cerdo negro atado sobre él; uno más con una enferma cuya hija le sostiene la cabeza entre las rodillas (los taxis son vehículos siempre oficiales para burócratas y extranjeros). Los tres pantalones invernales han sido sustituidos por un short. Torsos lampiños. Todos pedalean, azuzan el carro o andan a un ritmo mesurado y regular, jalando la gran China.
16-junio-74
El calor se instaló definitivamente, como una bestia enorme sentada sobre todos nosotros. Treinta y cinco grados a la sombra la mayor parte del día y una atmósfera tan opresiva que se tiembla pensando en lo que va a ser julio. Las nubes van llegando en grupos cada vez más compactos; en ocasiones cae una gota, zigzaguea un relámpago, pero nada más. Se ha anunciado la llegada de un huracán, aunque no tocará Pekín de plano, hacia el veinte, y por ello se refuerza el apremio a los ciudadanos para que vayan a ayudar en la cosecha.
Se me ha impedido ir con los alumnos y profesores a la comuna tres días diciéndome que no admite extranjeros, y que se prefiere que me quede haciendo textos. Recomienza pues mi negativa, la petición de igualdad de trato, el regateo y las interminables gestiones. Entretanto todos se van el lunes y me quedo segregada.
La vida austera y de absoluta integración con las masas que los extranjeros llevamos va formándonos sin lugar a dudas la conciencia proletaria y la visión del mundo, etc. Desde que abrieron la piscina del Hotel el día doce, vuelta de la escuela por la mañana derecha al restaurante, porque el calor ha hecho imposible deambular por la ciudad, café, piscina durante horas, sin que en esta atmósfera brumosa el sol llegue nunca a tostar, cena en el restaurante, paseo por el jardín, trabajo, cama precedida a veces por unas vueltas en bicicleta. La versión extranjera del ejemplar soldadito Lei feng, vamos.
17-junio-74
Militarismo, militantismo, voluntariamente forman parte de la fachada de China: niños, adultos, todos desfilando, consignas gritonas, tono agudo y belicoso de la radio, movimientos del boxeo chino y de la gimnasia, que es en realidad una lucha libre a cámara lenta, nervudos puños cerrados, pupilas desorbitadas y furibundas como las de los monstruosos guerreros vigilantes del arte tradicional, artículos tremebundos, adjetivos retumbantes y apocalípticos, vigilantes, armas y soldados, terrenos militares…China se complace en mostrar que no por parecer pacífica dejaría de volverse, si se la inquieta, terrible, violenta, arrolladora. Tras esta pantalla de puños y rostros contraídos, de bayonetas y secos gestos de lucha, hay un gran cuerpo agrario aún muy atrasado, un cuerpo pacífico y afanado en la subsistencia y la construcción, hogareño y afable, con debilidades y carencias, con aspiraciones y brechas que todas las pieles de león y cabezas de tigre no bastan para ocultar.
18-junio-74
He comprado hoy fresas, rojas y menudas, para pavimentar un poco esta vida de jubilado. El calor, el trabajo considerable que debo dejar hecho en la escuela, la proximidad de mi viaje, y también, creo, el trago de agua sobre mi piel hambrienta y mi inquietud que han representado esos tres días de caricias, han frenado mis vagabundeos por Pekín. Paso en la piscina buena parte del tiempo que no estoy en el instituto; paseo por el jardín sin ir más lejos, con la impresión de haber dado la vuelta a mi isla.
19-junio-74
Hay cuestas y declives. Hay hondonadas. Un día gris, dentro y fuera, sin cartas desde hace tiempo. Para añadir sal al gris del día, se me comunica de esa manera tan propia de los odiosos métodos psicológicos de aquí, con una llamada telefónica de noche, que hoy por la tarde los responsables de mi sección quieren hablarme sin falta por una cuestión grave de trabajo. Paradójicamente, el trabajo marcha estos días–cosa rara-sin problemas, como una seda, y, a causa sin duda de las prolongadas ausencias en la fábrica, tampoco ha habido ningún roce con los responsables. Como la dirección de mi instituto tiene la costumbre de no escatimar golpe bajo, estoy inquieta.
En torno del Municipio de Pekín, en la alcaldía, han aparecido carteles murales, por primera vez en la calle y no en el interior de las entidades. Critican a miembros del comité revolucionario de Pekín y vienen ciertamente del Partido. Nada me hará creer que a algunos miembros del personal de la Municipalidad les ha venido espontáneamente la iniciativa y la han puesto en práctica. Los chinos se paran a leerlos sin grandes aglomeraciones ni extremos apasionados. Otra novedad es que a los extranjeros se nos ha indicado que podemos fotografiar estos carteles, lo cual significa una invitación expresa a hacerlo. Los chinos están tan bien adiestrados y disciplinados, su misma curiosidad y sus gestos, que pueden parecer tan espontáneos, son tan controlables, que ahora fotografiamos sin que se nos dedique una sola mirada, cuando normalmente el solo hecho de sacar un aparato fotográfico provoca aglomeraciones, desbandadas, reacciones agresivas, pasivo desagradado.
Respecto a los cooperantes extranjeros, se está cerrando el puño cada vez más, y no precisamente para cantar “La Internacional”; menudean los rumores sobre supresión de permisos de viaje.
Mientras, respondiendo a la llamada urgente para hablar con los responsables, voy al instituto, me van entrando toda la tristeza, todo el abandono gris del día, por los ojos, son dos agujeros por los que me desborda una espuma angustiosa.
20-junio-74
Éstas son seguramente las últimas notas que escribo en China. Ayer por la tarde, en una reunión apresurada en el instituto vacío de alumnos y profesores por haber dedicado éstos el día al trabajo en el campo, Los responsables de mi sección Li, Ju, Ü, me comunicaron que habían decidido que tenían bastante con un profesor extranjero de español–Tomasa-para el año que viene, y que, además, no podíamos colaborar bien. Me despedían, y el momento estaba bien escogido, rapidez y por sorpresa, el instituto vacío, pasados los días de solidaridad y acción común con los otros profesores extranjeros durante la lucha por ir a la fábrica, lucha que la dirección no me ha perdonado jamás. Aislar y desgajar. Cuando me siento en el despacho, me rodea inmediatamente el semicírculo, los cuadros, con las jerarquías bien marcadas sin que nada signifique la engañosa igualdad de la chaqueta y pantalón de dril. Li dirige los hilos en silencio, con altivo gesto de úlcera. Ju suda una sonrisa forzada y habla rápidamente. Hay dos rostros que apenas me son conocidos, he debido verles sólo el primer día. Ü anota, modesta y aplicada. No hay té.
.-..así el año próximo no necesitamos sus servicios. Le pagaremos, por supuesto, el viaje de regreso a su país, y dos meses de salario.
-Bien. Ustedes me echan, pero me voy contra mi voluntad. Vine para trabajar en China. Ustedes han hecho todo lo posible para que me vaya porque no aceptan la menor discusión democrática.
-Usted misma dijo que quería irse pronto.
-Yo jamás dije que quería marcharme.
-Sí lo dijiste–por primera vez Ü tercia en la conversación, alza de la libreta los ojos, insiste con su dulce voz modesta-Yo lo oí. Dijiste que estabas harta.
Tardo un poco en recuperar la voz porque hasta ahora no había tenido un contacto tan frontal, tan brusco, con el sistema de delación. Esta colega a cuya casa he ido, con la que he conversado amigable y confiadamente, a la que hace dos días hice un regalo de boda–un frasco de dulces al que puse una cinta de color-, ella ha ido anotando, memorizando, lo que salía de mi boca.
-No recuerdo las exclamaciones que he podido hacer en conversaciones privadas o en momentos de exaltación y cansancio. Lo que importa es que cada vez que ha habido algo realmente serio que comunicar a los responsables, lo he hecho. Es falso que yo haya dicho que no quiero trabajar más en China. Todo está montado, preparado–me dirijo a Li, por encima de las nerviosas muecas de Ju-¡Ustedes no han admitido el menor diálogo, la menor crítica, ni quieren en realidad seguir democráticamente las directivas de la escuela a puerta abierta!.
-¡Nosotros seguimos las directivas del Presidente Mao!-exclama Li, verde.
-¡Ustedes jamás han actuado conmigo en camaradas, criticando las faltas que yo ciertamente cometo, discutiendo amistosamente!. Siempre fueron de mala fe, en silencio, por sorpresa. Es normal que yo tenga errores; soy extranjera, no tengo la formación política de un chino.
Aquí hay un coro de sonrisas de chovinismo halagado.
-Sí,- dice uno- Es cierto. Ustedes no pueden tener el nivel político de los chinos.
-En fin, ya le hemos comunicado la decisión. Ahora debemos fijar la fecha de partida.
-No tan rápido. Vine para trabajar en China. Puedo ofrecer mis servicios a otro centro de enseñanza.
Sonrisa irónica de Ju y Ü.
-No creemos que ninguno lo acepte.
-También debo informar a las masas, hablar con los alumnos.
Miradas tormentosas que me señalan una vez más el absoluto directivismo que hay tras la fachada de culto a ese pobre rey “honoris causa» que son las amplias masas.
-No creemos necesario que vuelva usted al instituto–dice Ü-Ahora la ayudaré a recoger sus cosas. Los libros que prestó se los enviaremos al hotel.
Se me impide despedirme de mis alumnos, nunca más volveré a verlos y ellos jamás serán puestos al corriente de la forma en que su dirección ha actuado conmigo. Todo se ha preparado para aislarme y desembarazarse de mí con toda rapidez.
-Debo terminar mi trabajo. Necesitan los textos en mi sección.
-El camarada Li–traduce Ü-dice que no tiene usted que hacer nada más. Que los profesores chinos completarán los textos.
-Tú sabes que no pueden, que los necesitan… Al menos dile que deje a los profesores emplear los textos que tengo acabados en el hotel. Los mandaré mañana–ruego.
Li accede a duras penas, asegurándose bien de que ése será mi último contacto con mi sección. ¡Qué lamentables marionetas parecen mis colegas ante estos cuadros del Partido, los Grandes Inquisidores, los Doctores de la Ley y de la Espada!.
-Respecto a su fecha de partida, nosotros pensamos que lo mejor es que se vaya lo antes posible; dentro de dos o tres días para que tenga tiempo de preparar sus cosas.
Me quedo sin aliento. Me han llamado prácticamente para meterme en el avión. Les hago notar que, habiendo sido ya fijada la fecha de mi partida en vacaciones para el diecisiete de julio, yo he enviado cartas, fijado compromisos, trazado planes, confiada en su palabra, y que, por tanto, pido se respeten la fecha y las escalas previstas–Atenas y París-. Dubitativos pero aliviados por ver el final de la reunión, dicen que lo pensarán.
Abandono el despacho con algunos de mis papeles bajo el brazo. En el pasillo me tropiezo casualmente con la alumna de primero que me hizo las veces de intérprete en la fábrica.
-¿Qué tal, profesora?. La semana que viene ya tiene usted clase con nosotros, ¿verdad?–me dice alegremente.
No tengo tiempo de responder; ya Ü, Ju, Li, me encuadran y me acompañan hacia la salida.
Atravieso de nuevo la ciudad, en el coche de cortinillas marrones; mal sabor de boca, las manos aún crispadas, mis cuadernos sobre las rodillas. Es el fin de mi año en China pues. Bien sabe Dios que la perspectiva de otro año en Pekín, en el Hotel de la Amistad, con reenganche al circuito fábrica-comuna, escuela, casa de familia obrera, sin la menor libertad de movimientos, no tenía nada del deseable; pero estaba firmemente dispuesta a cumplir con los dos años y a serles útil. La medida que se ha tomado conmigo es altamente insólita en el protocolo chino. De los cooperantes que han ido desfilando, unos se inhibían de la vida de los chinos, otros se dedicaban al medio de las embajadas, algunos eran profesionales nulos, dieron escándalos, se emborracharon, etc, etc: pero todos ellos fueron obsequiados con la “calurosa despedida” y el amistoso banquete de adiós, que, por supuesto, no están en mi programa. No diré una palabra en el hotel excepto a los íntimos. Nada tan insoportable como el rápido tinglado de fábulas que se tejería. No hablemos ya de la solidaridad de los colegas cooperantes, que me parece aún más macabra que la franca mala fe de la mayoría.
Entro en el apartamento. Me siento en la cama. Miro las cosas con las que lo he decorado. Me llevan. En qué forma y cuándo se hará no lo sé. Debo hacer rápidamente el equipaje. Dejaré unas cosas para el Municipio de Pekín, el Buró de Expertos, y, ¿por qué no?, para el Comité Central y para Chu En-lai. Que quede claro hasta el final que trabajé lo mejor que pude y que hubiera deseado hacerlo más tiempo…
Voy a casa de Pelayo. El grito de Sinda al oír mi narración de la entrevista hace salir a su marido del cuarto de baño:
-¡Pelayo, ven! ¡La botaron a la Rosúa!.
Musa, que llega entonces a visitar a Sinda, indispuesta en cama con el mal embarazo que lleva, recibe la noticia de mi marcha forzada con asombro y consternación. Insiste en hacerse cargo de mis notas para enviármelas a Europa por medio de los conocidos de su embajada. Considera peligroso que lleve cualquier papel conmigo al salir. Le doy las notas pues.
-Desengañaos, flaca–me asegura Pelayo-Os van a mirar hasta los calzones. No pasás ni un sello.
-¡Es absurdo!. No son papeles antichinos; son verdad. Es mi opinión.
-¡Qué boluda sos! Los chinos no aguantan la crítica y les importa un sorete si vos decís que no es antichino. No les gusta y basta. El registro a la inglesa fueron las primicias de lo que vos van a putear a vos los camaradas en el aeropuerto. Y las provocaciones.
-¡Los chinos…!–murmura Musa, sombrío.
El nigeriano me alecciona sesudamente y, me cuenta, para ilustrar el relato, sus impresiones:
-…no hay que mezclarse en sus cosas; son gente especial. Cuando yo vine, creía que Pekín, como París y Londres, era una gran ciudad. Los chinos me recogieron en el aeropuerto, luego dimos una vuelta por la capital, y yo pregunté ¿Dónde está Pekín?-Esto es Pekín-. ¡Aquello era Pekín, esas casitas unas tras otras, con algún monumento entre medias! ¡Ni un club, ni un cabaret, ni orquestas, ni ambiente, ni tiendas, ni anuncios luminosos, ni bares!. De ninguna manera quería quedarme, pero, cuando fui a mi embajada a decírselo, me convencieron de que irme antes de tiempo sería dejar mal al país, así que me quedé. Entre los de las embajadas africanas, nos divertimos bastante…
Musa no ha cogido un autobús jamás, ni pisado un restaurante popular chino. Le tienen sin cuidado las “actividades sociales y políticas”; le deja indiferente visitar Kwanchow o Yenán; Todo es igual en China, me dice, y sólo aprovecha cualquier posibilidad de desplazamiento para respirar en Hong Kong. Cuando no ha salido con los compañeros de las embajadas, cuando no cena en el selecto restaurante del Hotel Sin Chiao o en el de el Pato Laqueado, Musa escucha durante horas música moderna, en su apartamento amueblado con su completísimo sistema de sono, provisto de una vasta colección de discos, habitación iluminada por bombilla roja, sentado sobre una piel blanca. De la pared cuelgan hermosos objetos africanos en madera y cuero.
Musa ha depositado en su armario, en espera de que su amigo vaya a Hong Kong, mis notas.
23-junio-74
Excursión organizada por el Buró para todos los expertos al embalse de Miyun. Los cooperantes se inscriben en masa para este picnic social que les permite rebasar el diámetro permitido y cambiar el decorado. Se visita la central eléctrica. A continuación comida fría, y después largo paseo en lancha por este lago artificial. Durante dos horas y media dos lanchas, escoltadas en todo momento por la patrullera de seguridad, se deslizan inacabablemente sobre la quieta superficie, con los cooperantes tumbados en posturas diversas sobre la cubierta, bajo un sol de justicia, soñando con un chapuzón imposible por no estar en el programa. El discreto encanto de la expertesía; realmente buñuelesco.
Al volver a la orilla, siempre con la lancha de la policía en los talones, algunos expertos, faldas y pantalones arremangados, refrescan con apresurada ilusión las pantorrillas en el embarcadero, mientras que desde los escalones los responsables chinos, dignos y planchados, les exhortan a volver a los autocares con la sonrisa condescendiente del que convence al niño de que ya es hora de bajar de los caballitos.
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“ ¡Despedida, despedida! ¡Calurosa despedida!”
Por aquellos días, desde que sólo me quedó aguardar con paciencia que se quisiera disponer y concretar sobre mi fecha de partida, el presente se transformó irremisiblemente en pasado, entre el cual vivía como en un decorado sin consistencia. El Hotel de la Amistad, florecido, verde, con árboles que sostenían en bandejas de hojas semejantes al helecho flores plumosas de color rosado, la atmósfera algo aliviada por la lluvia y el viento durante un puñado de días…..El hotel era físicamente hermoso, y no podía yo menos de admirar el mérito por parte de los chinos de haber conseguido hacer de un lugar tan bello algo tan insoportable para los que allí vivíamos. La claustrofobia, con los anocheceres nacarados que invitaban a paseos, sin tener lugar a dónde ir, se hacía sentir mucho más que en invierno. A las siete de la tarde, ya cenados, aún de día, los cooperantes se encontraban confrontados con su diminuto reducto. Como se cumpliera en esas fechas para muchos el año de estancia en China, se daban cuenta de que habían visto y explorado cuanto, como extranjeros, les estaba permitido, que era bien poco, y que el año que les quedaba por cumplir de condena no sería sino una larga repetición sin las primicias del descubrimiento. Hasta para los más forzadamente optimistas estaba claro que los responsables chinos nos manipulaban de manera perfectamente amoral, como animales bien cuidados en reserva, y que, tras la sonrisa policíaca de los infinitos cuadros, nada humano había hacia nosotros y en cambio sí una capacidad sabia e indudable de recurrir a la coacción. Hasta los expertos más entusiastas sentían ya vagas náuseas ante aquellas sonrisas y el insoportable clima conventual.
Pasado el primer disgusto por la brutalidad con que me echaron del instituto, me sorprendí a mí misma, a mi yo, como a un ladrón cogido en falta, deseando con todas mis fuerzas que no se arrepintieran, soñando con el despegue del avión, con pasar la frontera y poner el pie en un lugar en el que podría desplazarme en cualquier dirección, sacar un billete de tren para cualquier ciudad, ser recibida por gente que no había pedido autorizaciones para ello, encontrar personas de opiniones distintas, de reacciones variadas, espontáneas. Me daba cuenta de hasta qué punto yo había ido embebiéndome de los mecanismos psíquicos de los chinos y me había estado autoconvenciendo de mi deseo de volver a China tras las vacaciones, de trabajar un año más, cuando lo cierto es que me quemaban las suelas. Algo era sin embargo real: mi determinación y la voluntad que había puesto a machamartillo en ayudarles con mi trabajo, de dejar algo positivo a mis alumnos, de llegar sin reproche a la frontera de los dos años.
Un paquete con mis libros, catálogos de publicaciones, revistas, tarjetas postales, diapositivas y periódicos en español había salido ya para Sian acompañado de una carta para Hao. Lo único neto y fijo era ya irme, pero necesitaba que el viaje tuviera lugar en las escalas y fechas previstas.
La atmósfera era pues de no sabemos el día ni la hora. En la forma de tratar a las personas como objetos que se desplazan sin prevención ni explicación era en lo único que se nos asimilaba a los naturales, manipulándonos como a ellos, como si estuviéramos en las mismas condiciones de eterna disponibilidad de los chinos. El gato burocrático era perezoso hasta para jugar con sus ratones. Ni hay derechos ni hay reglas. Se es invitado, amigo de China… hasta que se deja de serlo. El contrato, que no todos los cooperantes-sí en mi caso-tienen, es papel mojado, anulable, vago, sin valor legal puesto que aquí la legalidad civil no existe y todo es cuestión de graciosa benevolencia, de decisión repentina e inapelable. Es la arbitrariedad total y la sumisión completa del individuo al sistema reforzada por toda una pirámide de argumentaciones y coacciones psico-políticas destinadas a hacer aceptar como justas y buenas las situaciones y hechos consumados, o a, en caso extremo, considerarlas como las malas excepciones que confirman la bondad de la regla, y hacer que sean digeridas en silencio.
Prácticamente no tengo ya más que la punta del pie en esta realidad, pero en ella se me concentra toda la angustia con su acompañamiento de náuseas y desvelos, de amaneceres hirviendo, de cigarras y cansancio temprano. Soporto sólo ahora comidas ligeras, la guitarra suave de Yepes y de Alirio, los paseos mesurados de vieja. Como los demás, me recluyo en el hotel; al fin consiguieron los chinos encerrarnos. Me levanto a las seis, hasta las diez escribir a máquina y leer; de diez a doce piscina–sol, una fruta, zambullida, lectura-. Comida. Café. Reposo. Quizás algunas compras en Pekín. Tardes con paseo, charla, lectura, escritura. Noches de fatiga aplastante, de sueño pesado, en el humo de la espiral de incienso e insecticida que amanece consumida en círculo de ceniza. Despertares a la luz lechosa de las cinco y media de la mañana, ya hilándose la fatiga del día.
A veces, conversaciones políticas, en las que, con el delirio persecutorio que más o menos todos hemos adquirido, se piensa en micrófonos, escuchas. Los teléfonos… Imposible intervenir tantos teléfonos… Pero sí, sí se puede, con esa masa de personal disponible, vaciado de ideas propias e iniciativa, relleno de la misma pasta mezcla de obediencia y alineación. Todo ese personal desocupado escuchando y vigilando los teléfonos, turnándose, anotando…
28-junio-74
Se me llama al instituto, al que no pensé volver. En el cuartito pequeño, Ju, Ü y Shi me comunican que se ha aprobado el día diecisiete como fecha de partida y el programa de escalas previsto. Se me liquidan los sueldos de julio y agosto. Anteriormente había pedido ir a Shangai. Ahora Ü me comunica que la dirección ha decidido ofrecerme ese viaje de unos días para que conozca más ampliamente el socialismo chino, viaje y hotel pagados. Rechazo el regalo. Quiero pagar todos mis gastos, pero como de costumbre no ofrecen; imponen para cumplir su ritual y preservar la fachada.
A mi demanda de despedirme de mis alumnos, se me responde que están muy ocupados. Se me coloca hasta el final en el estante de extranjera que no se adapta y regresa a su país, dorando la píldora con la bien engrasada rampa de lanzamiento en la que se enmarca mi partida y tirándome el hueso de Shangai, que serán por cierto las primeras y últimas vacaciones que me paguen en China. Hasta ahora tanto en Cantón como en Tientsin todos los gastos corrieron a mis expensas. Cada cooperante tiene derecho en China a un mes anual de vacaciones con desplazamientos y hoteles a cargo de la unidad de trabajo.
Al encuadrarme en el estatuto de elemento inadaptado o falto de conciencia socialista y no de camarada que vivía y participaba, pretenden borrar, desgajar de mi caso todo factor político, que pondría en tela de juicio el comportamiento de la dirección del instituto, su actitud hacia las masas, hacia la Revolución Educativa, hacia el Internacionalismo y hacia sí misma. Se me ocurren bellas ideas de conmovedor romanticismo, como irme a pegar carteles murales en las paredes del instituto explicando mi caso. Intentaré pasar a los representantes de los alumnos una carta, que mucho me temo no llegue jamás. En cuanto a mis otras cartas a organismos más altos, dado el seráfico placer que experimentan los responsables en hallar con qué criticar a otros responsables, creo que sí llegarán a destino tarde o temprano.
29- junio- 74
Me levanto completamente agotada a las seis y media. Retiro de la puerta de entrada la silla con la que la había atrancado. En la cocina paso un rato buscando cuchillos con que partir el bollo antes de recordar que anoche los escondí.
Musa se presentó después de cenar con las notas que prometió enviarme, y, al pan pan y al vino vino, me plantea la alternativa: o hago el amor con él o aquí se quedan las notas. Me ha oído decir que son lo único que cuenta para mí; le parece impensable que me vaya de Pekín sin haberme acostado con él.-¡No puedes hacerme eso a mí!-asegura enfático, con el gesto del muchacho rico de familia importante, en cuyo país musulmán las mujeres están varias docenas de escaños por debajo del macho. Que yo tenga una voluntad propia, que sea a fin de cuentas una persona, es algo que, no sólo ha escapado siempre a la comprensión de Musa, sino que jamás lo creerá de una hembra. Cuando yo le hablaba de mi preocupación por las dificultades que tendría, a mi regreso a Europa, para abrirme de nuevo camino laboralmente y ganarme la vida, Musa se rascaba perplejo la frente y no veía en absoluto la necesidad de trabajar para un ser como yo, una lady, destinada por naturaleza a ser mantenida y alojada por el padre o el marido.
Me hallo bruscamente con la traca final del hotel: un chantaje, y del simpático, amable, correcto Musa, en cuya amistad confiaba. Adiós amistad, adiós corrección. Lucrecia Rosúa asegura que no se vende y señala con indignación la puerta. Musa dice que no se irá, y pasa a formar cuerpo con el sillón. Me voy al balcón a meditar y a calcular la distancia respecto al balcón de al lado. Musa no se mueve, es un petrificado de decepción sexual. Telefoneo a Sinda, que duerme, le hago vestirse y venir explicándole que me siento mal. El marido no se despierta (Cuando Sinda le explicó más tarde el asunto, Pelayo aseguró que, de venir él, hubiera sido para echar una mano a Musa en la violación).
Sinda llega y se encuentra con la situación, cómica a fin de cuentas, Musa enfurruñado y silencioso. Hago café y té para amenizar el velatorio. Ella intenta llevar el agua por mundanidad y broma; yo reniego del Hotel de la Amistad.
-Pero bueno-expone Sinda a Musa, riendo–En esto, yo lo veo muy claro. Que la otra persona está de acuerdo, pues regio. Que no, pues cada cual por su lado y regio también.
-Uuuummm-gruñe Musa.
-¿Te dio alguna vez esperanzas? ¿Te dijo que se acostaría contigo?
-No. Siempre me dijo que no cuando se lo pedí, pero no hay nada indigno en insistir-responde Musa, cándido.
Con gran habilidad Sinda consigue que Musa levante la tienda. No las tengo todas conmigo cuando cierro la puerta tras él; ayer todavía me hacía lenguas de su bondad y lealtad… Mis notas han quedado de nuevo sobre el escritorio… Un chantaje. Me voy de aquí. Ningún pronto será bastante pronto.
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Shanghai
2 -julio- 74
Primera gran confort en el tren. Compartimento con dos literas, tapetes de ganchillo, en un tiesto una planta de flores violeta, ventilador, cocinero y camareras que vienen a tomar los pedidos de las comidas, sonrisas abundantes y algodonosas de las que hacen las delicias de los turistas por China. Los altavoces transmiten consignas y marchas de tipo militar antes y después de dormir, pero a varios decibelios menos que en las clases para chinos. Por la ventanilla, cultivos, arrozales. En las estaciones hombres cuyos pantalones cortos flotan sobre estrechos muslos. Tierras llanas, agua, charcos, charcos, bandadas de álamos plantados hace poco. Los viajeros que se apiñan en el andén no llevan maletas sino bultos atados, con sus racimos de tazones de metal, paraguas, etc, que cuelgan de balancines.
El destino cruel me ha impuesto como compañera obligatoria durante este viaje a Ü, la agradable colega que tantos méritos ha hecho para un ascenso dedicándose a anotar y delatar mis comentarios al comité del instituto. He sabido que será ella quien me acompañe justo al salir para la estación. Cuando, sentadas frente a frente en el compartimento, esperábamos la salida del tren, le tiendo un cuaderno en blanco.
-Toma, por favor. Es para que anotes lo que voy diciendo.
Ü me responde, angelical:
-Pero, como intérprete, ya tengo uno.
-Puede que no te baste. No es para hacer de intérprete. Es para que vayas anotando y repitas después todo lo que digo.
Ü enrojece y se hunde, seria y escarlata, en su diccionario. La remesa intelectual que se ha traído para el largo trayecto es dos diccionarios y revistas en español publicadas por China.
Leo El Segundo Sexo, de Simone de Beauvoir. La primera parte contiene una crítica a la situación del feminismo en sistema socialista muy interesante.
Mi intérprete se ha dormido. Esta delicada criatura ventosea, en su sueño, de forma tan silenciosa como terrible. Miro con mezcla de rencor y pánico su trasero vuelto hacia mí. Son frecuentes por lo que veo las mudas ventosidades en estas latitudes; hay una prisa evidente por desembarazarse de todo lo que molesta al cuerpo, sin mirar lugar ni hora, ya sean gargajos con acompañamiento de carraspeo y soneo, ya ventosidades silenciosas como arroyo en césped.
Sirven la cena. Llega la noche. Duermo.
El Sur. Arrozales, búfalos, calor húmedo, hombres tostados y semidesnudos, lotos, juncos. El paisaje es suave, coqueto, coloreado, tropical. Paso por el puente sobre el Yang Tsé, río color barro, Nankín, capital de la provincia de Kiansú, preciosos alrededores.
Shanghai. Me es presentada, con sus diez millones de habitantes , como la mayor ciudad del mundo. Aunque no la mayor, sí es de las mayores aglomeraciones del planeta, y da exactamente esta impresión apretada, cubierta su estructura por enjambres móviles y superpuestos de seres humanos. La responsable shanghailesa venida a recibirnos y que me acompañará durante mis desplazamientos da cifras. Me dedico en el hotel al prudente ejercicio de verificarlas. Mucho me temo que, una vez más, los intérpretes de tercera división que se asignan a los extranjeros de mi mediocre categoría me han traducido de lástima. Divido laboriosamente. Cuarenta shanghaileses deberían apiñarse en un metro cuadrado metiéndose los unos en los otros como las muñecas rusas; mi intérprete ha añadido un cero. No es ni mucho menos la primera vez que esto me ocurre.
Echada hacia delante, con los ojos brillantes tras los cristales de las gafas y el pelo tirado hacia atrás con horquillas, la responsable, una mujer de mediana edad de aire nervioso y eficiente, pulcramente vestida, continúa desgranándome, mientras atravesamos una Shanghai en plena lluvia que hormiguea de tráfico, tiendas, transeúntes, la presentación de la ciudad. Alzo la vista, desacostumbrada, a la punta de los altos edificios.¡Una ciudad vertical, tras la horizontalidad unánime de China entera!. Los shanghaileses tienen aspecto más sonriente y abierto que los de Pekín, su rostro es mucho más bello, rasgos finos y ojos más grandes que los tipos macizos del norte, y, aunque delgados, son altos, sin la fragilidad menuda de los cantoneses.
Descendemos del taxi, y la responsable, que me recuerda a una gigantesca ratita sabia, continúa su larga disquisición de agresividad publicitaria sobre las bondades del sistema. Por la fuerza del hábito y la saturación, la oigo sin registrar absolutamente nada. Insisten con vigor en llevarme a la exposición técnica. Digo que estoy muy cansada, explico mi ignorancia metalúrgica, mi conocimiento, a través de lecturas, del gran desarrollo de Shanghai, y aseguro que, de tener tiempo, iré a la exposición el domingo. Mis acompañantes se retiran pues temprano y yo espero las primeras tintas del anochecer para bajar a dar un paseo por las orillas del Wampoo. El malecón está apuntalado todo a lo largo por parejas distribuidas regularmente cada medio metro bien pegado él a ella y ella a él, las reconfortantes parejas con sus sonrisas, sus gestos, sus miradas, su media voz.
Siguiendo la misma calle, a quinientos metros, se halla la Tienda de la Amistad, es decir, para extranjeros. Entro. Hay sobre todo una clientela de marineros que me miran hambrientos mientras compran juguetes para sus hijos.
Vuelvo al redil, mi paseo ha sido corto. Se me ha alojado en el Hotel de la Paz. Nunca mejor dicho. sobre el frontispicio de todos estos inmensos edificios de China, huecos y cuidados fósiles de otra época, debiera leerse el Requiescat in pace. Fue sin embargo en otro tiempo , bajo el nombre de Hotel Cathay, uno de los centro cosmopolitas más animados del planeta, sobre el que reinaba el rey de Shanghai, el fabuloso Sir Victor Sassoon. Como en Tientsin, me vuelve este lugar a la casa de mi abuela. Los interiores, adornos, arañas, maderas han sido cuidadosamente preservados por los económicos chinos y tienen una fascinación felices veinte; columnas floreadas, lámparas imitando alas de mariposa. No hay, como pensaba, mosquiteros. Es un confortable apartamento con paredes y cortinas en verde, muebles castaño oscuro y profusión de espejos de luna.
4 –julio- 74
Me despierto en la luz verde que reflejan las paredes granuladas. La disposición de la suite me hace pensar en una casa de citas o en una escena de teatro. Al fondo del dormitorio, en un entrante separado por una cortina, un canapé, y, a la izquierda una puerta cerrada. Evoca inevitablemente salidas escamoteadoras de amantes.
Con Ü y la encargada del Buró de recepción, subimos a uno de los edificios más altos de Shanghai, desde donde se domina el panorama de la ciudad, netamente europeo. Se me muestra, como a cada visitante, el parquecito, en la zona ex-inglesa, en el cual hubo el famoso cartel Prohibida la entrada a perros y a chinos. Yo recuerdo los infinitos carteles que prohíben hoy el paso a los extranjeros .Mal que pese a los chinos, y sin menoscabo de los grandes progresos actuales, lo que tengo a mis pies es una ciudad indiscutiblemente occidental, erizada de medianos rascacielos. Tengo una vista enmarcada por un óvalo de bruma de la gran población capitalista surgida a partir de 1840 en lo que eran marismas y cabañas de pescadores. Shanghai fantasmagórica, de grandes edificios imperialistas embalsamados cuidadosamente por los chinos, como los hoteles. Mientras, los edificios medianos, utilizados para oficinas, viviendas, servicios, son mantenidos eficazmente en pie, pero, ajados y desnudados, sombras de sí. Shanghai doble: la cortesana brillante de monedas y luces, la avisada dama de negocios, y la otra Shanghai, inyectada en el caparazón raspado, ahuecado, aseptizado, de la primera; la Shanghai actual.
Barcazas, juncos y sampanes trasiegan en rosarios flotantes por las aguas amarillo-grises del río. Al otro lado de la terraza que nos sirve de atalaya, hay un barrio grande, original, de casas de dos pisos, con balcones corridos de madera achocolatada, o pintada de rojo. Fue el antiguo barrio japonés.
De nuevo en el coche, la responsable me dice:
-No olvide que no debe usted hacer fotos de personas sin pedir permiso y que tampoco debe fotografiar cuarteles ni centros militares.–Y termina con un enigmático–Debe respetar las costumbres de los habitantes de Shanghai. No nos gustaría que tuviese problemas.
-¿Puede decirme exactamente lo que está prohibido y no debo hacer?
-No queremos que le ocurra a usted nada desagradable. A los shanghaileses les gusta que se respeten sus costumbres.
-Pero, ¿qué costumbres? Yo soy extranjera; no sé, ¿qué es lo que hay que hacer o no exactamente?
-Mire, ésta es la principal avenida comercial.
No me dirá una palabra más. Es el procedimiento acostumbrado que el sistema emplea con abundancia: no dar jamás precisiones de forma que el individuo se halle siempre coartado por la duda y lo arbitrario.
La variedad de productos de consumo es muy superior a la de Pekín, así, como la fruta, pastelería, bollería. Los chinos miran aquí con más descaro, con sus grandes ojos almendrados. El cielo sigue nublado sin signos de aclarar. Hay grandes paneles obreristas con el trío campesina-soldado-obrero lo mismo que en Kwanchow, mientras que en Pekín, meca del pensamiento, los murales son inmensas citas de Mao con sus caracteres blancos en fondo rojo. Al pasar por delante en el coche, me señalan, sin detenernos, lo que fue en tiempos de los imperialistas el palacio de diversiones múltiples, del teatro al juego y la prostitución: el Gran Mundo, hoy su edificio amarillo es centro de honestos esparcimientos.
Visita al viejo mercado Ü Yuan, en cuyo centro se encuentra el dédalo de jardines y pabellones que perteneciera a un importante funcionario terrateniente. El parque es hoy público, previo pago de quince fens (céntimos de yuan), y le ciñe un muro sobre el que serpentean los lomos ondulados de siete dragones para terminar abriendo cada una de las fauces sobre una puerta. Los nombres de los pabellones….Pabellón para estar más cerca de la Luna, Pabellón para mirar el grabado de las Diosas, Pabellón para observar las piedras…Es seguramente el conjunto civil más bello y más escrupulosamente cuidado que he visto en China, un museo de muebles, sedas, papeles pintados, caligrafías. Por las muy acentuadas curvas de los aleros de los tejados desfilan dioses, diosas, genios, hadas, personajes de cuentos y leyendas en metal. Allí está la Diosa que huyó para vivir en la Luna, los protagonistas de la Historia de los Tres Reinos, los Nueve Dioses que atravesaron el mar de distintas maneras. El recinto es en realidad pequeño, veinte mil metros cuadrados, más de treinta pabellones, pero, quintaesencia de los paisajes de bolsillo chinos, de los universitos taoístas, da impresión de vastedad a fuerza de retorcerse, como los dragones que rodean su muro, en caminos, siempre curvándose sobre sí mismos, enroscándose en sus minúsculos ríos, sus montañas de juguete, sus puentes de casa de muñecas. Las piedras, traídas de lejos y escogidas por sus raras formas, están cada una colocadas en su lugar preciso.
Se me ofrece la explicación del lugar sentados en uno de los pabellones. Tras la Liberación, se reparó y abrió al público, para su educación histórica y patriótica, de manera que los trabajadores saquen de su visita lecciones de dialéctica.
Los dichos trabajadores se lo pasan bastante bien. En realidad la muestra que veo de los diez mil visitantes diarios que pululan por el parque parece altamente relajada, comiendo fruta, pelando la pava, mirando los peces y sacando fotos a los niños; no arden en las fiebres pedagógicas expuestas por el guía aunque los altavoces desgranan marchas militares y artículos de Mao.
Quedo realmente extasiada ante un dibujo de patos en un estanque que data del siglo XV. Tanto las caligrafías y pinturas como la calidad de la madera del mobiliario son magníficas. Salimos al exterior para un paseo por el universo en miniatura. Este compendio del arte chino–al menos del arte que se considera típicamente como tal-no sólo no me agrada, sino que me inspira el profundo disgusto ya experimentado en otros lugares. Es exactamente lo opuesto a lo que amo, lo contrario de las formas puras, de lo natural, de la fuerza del gesto, de la luz, del color o de la idea. Éste es un arte de abortos, como esos árboles mutilados, retorcidos, descoyuntados, enanos, bufones vegetales. Su refinamiento, es ya vicio, es delicada podredumbre, es antinatura, morboso. Muebles inmensos e inmensamente trabajados, sillas como tronos, dorados, lámparas de seda, metal, flecos, pintura, formas serpenteantes, colores sin frescura, solemnidad, lujo y pesadez; y, sobre todo, esos terribles trozos de naturaleza artificializada al infinito, como si se la hubiera sometido a radiaciones. Montañas y riscos con piedras de lugares remotos, con sus cuevas y senderos enanos. En tiestos muñones simplificados de lo que pudo ser un árbol florido y gentil en una ladera. Incluso los peces de enormes ojos globulosos y grandes colas son resultado de cruces a los que se dedicó pacientemente un mandarín.
Veo que unos obreros están reparando el dragón del alero de uno de los tejados. Buena foto para mostrar el interés por la conservación del patrimonio artístico en la nueva China. Alzo mi cámara pero mis acompañantes, Ü y la responsable, me la hacen bajar.
-No nos gusta que tome esa foto
De nada sirven mis explicaciones. No, eso no es perfecto, no es impecable, no es acabado. Además, por supuesto, de mí no puede esperarse sino que haga creer en Occidente que los obreros están demoliendo el dragón.
6 –julio- 74
Desesperante ida de compras en la que se empeñaron las dos mujeres en llevarme en coche, con toda la escenografía de claxon, curiosos que miran con mucho más descaro que en Pekín. Sin embargo estamos en la ciudad cosmopolita y porteña, pero se diría que jamás vieron un extranjero. Se me plantan delante boquiabiertos, observándome fijamente y con detalle como a un animal, anotando ávidamente las menores acciones, cómo me muevo, pago un artículo, escojo una tela. A cada extranjero se le dedican los mismos honores zoológicos que si fuese el primero; es ciertamente un espectáculo envidiable en este país, el más pobre en espectáculos, en diversiones, y el más uniforme y cerrado.
Ocurre que ninguna educación popular se hace respecto a la conducta con los extranjeros. Lo que es más, desde el punto de vista oficial lo deseable es que éstos continúen siendo animales curiosos, rodeados, siempre observados por mil ojos, con lo que no puede haber ninguna veleidad de integración y se ahorran trabajo los agentes de la secreta. Los ojos de la multitud encajonarán eficazmente al extranjero del hotel al taxi, del taxi al espectáculo previsto, del espectáculo a la sala reservada en el restaurante, del restaurante a la visita programada, de la visita a la Tienda de la Amistad, de la tienda al hotel.
Al anochecer, la gente pasea sonriente y numerosa. Las mujeres se peinan con más estilo, algunas se rizan incluso los cabellos; los pantalones son más estrechos, las formas de chaquetas y blusas más variadas, y las parejas se cogen del brazo y de la mano en pleno día.
En la discusión sobre el programa de visitas planteé como acostumbro mi deseo de ver un hospital psiquiátrico.
-Hemos telefoneado pero no pueden recibir visitas de extranjeros porque están muy ocupados.
-Ya. Entonces es que tienen muchos enfermos mentales. Estarán lógicamente ocupadísimos.
Mis acompañantes se callan un buen rato. Al fin la responsable acierta, como es su obligación, a encontrar en el fichero la respuesta correcta:
-En el hospital psiquiátrico no explicaron por qué están ocupados pero no creemos que sea por los enfermos. Sin duda están dedicados a la investigación. Ahora no es la estación de enfermos; es en la primavera cuando más hay. En nuestra era socialista hay muy pocos pacientes de este tipo porque las enfermedades mentales son enfermedades sociales y, tras la Liberación, se ha establecido un sistema justo bajo la guía del Presidente Mao y del Partido. Han desaparecido pues las causas de las enfermedades mentales. El pueblo vive en una sociedad feliz.
Miro por la ventanilla. Intentar ser lúcido en China es la más agotadora de las tareas porque esto es el Retablo de Maese Pedro, las praderas de la esquizofrenia.
6 –julio- 74
Embarcamos en el transbordador camino del puerto. Saco una foto de barcazas típicas de bambú, unas amarradas, otras deslizándose impulsadas por velas de extraña forma, superficie fruncida, color tabaco. Unos hombres hacen comentarios que me traduce la intérprete:
-Dicen que por qué fotografías sólo lo viejo. Eso son barcazas para transportar estiércol.
-Acabo de sacar esa foto. Por supuesto voy a fotografiar otros barcos; precisamente vamos a un astillero. ¿Por qué no se lo has explicado? ¿Cómo pueden saberlo si no?. Por eso se equivocan al juzgar.
-Las masas no se equivocan nunca.
-Si no se les explican, ¿es que tienen la ciencia infusa?
En el astillero, tras las explicaciones, me acompañan a lo largo del muelle. Veo el armazón de lo que será un gran buque, y cuatro muchachas soldando el casco.
-Quisiera fotografiarlas para mostrar cómo se incorpora al trabajo la mujer china. En Occidente no se hace eso. ¿Puedo?
-Depende de si ellas quieren dejarse fotografiar. Pídaselo.
Hago transmitir mi deseo a las muchachas, que ríen, se sonrojan protestan ¡Oh, estamos sucias! ¡Estamos mal!, pero no se niegan.
-Les aseguro que están perfectas así.
Entonces ellas, tras hacerse rogar un poquito pero de buena gana, se ponen frente al objetivo, alisándose las chaquetas, sacudiendo las rodilleras, metiendo las mechas bajo el casco, sin dejar de reír. Sí que están perfectas, tras ellas el barco que sueldan, con consignas políticas entre los andamios, y ellas, tan lindas, con su incontenible risa azorada y fresca y su juventud, las chaquetas y pantalones blancos tiznados y los cascos de seguridad.
Noche, última en Shanghai, cosa que no lamento. He sentido en el aire, como electricidad, una agresividad contenida en los habitantes hacia los extranjeros. No puedo explicar por qué, pero no soy la única visitante que ha tenido esta impresión. Frente al hotel se alzan los seis pisos de la Sede del Comité Revolucionario de Shanghai. Ya de noche, las ventanas iluminadas ofrecen escenas de interior, los apartamentos son por cierto de lujo en comparación con la mayoría de las casas chinas: suelo de parquet, camitas gemelas modernas, tresillos mullidos, algunos incluso televisión. Los del comité viven allí, se ven familias, y hombres solos, todos en camiseta y pantalón corto o calzoncillos, luciendo sus blancuras de leche cuajada. Ayer, en el cuarto piso, un señor me sorprendió con un strip tease integral. ¡Oh Shanghai by night!.
Hoy vine andando por la calle Yenán, larguísima arteria. Grande sectores de casas casi míseras o sin casi, callecitas con ropa ensartada en palos puesta a secar, interiores oscuros de paredes tristemente roídas, plúmbeas, sórdidas. Muchas de éstas viviendas pertenecen sin duda a las existentes antes de la Liberación, en las que se hicieron arreglos y se inyectó cemento. Posiblemente ahora reúnen un mínimo de seguridad e higiene pero son lóbregas y deprimentes. Los edificios para obreros construidos después son mucho mejores y se encuentran en las afueras.
Todo está congestionado, hierve de gente, que vacía con los palillos, sentados en sus banquetas afuera, el tazón de arroz con un poco de pescado. Una de las razones de la continua propaganda política es sin duda convencer a la gente para que continúe viviendo en el límite de la pobreza.
En el hotel, de nuevo el enjambre de quince aprendices de camarero que reparten sus ocios entre la escasa clientela. El desértico comedor me recuerda a Sian.
Las barcazas transitan por el Wangpoo. Ruido de tráfico, de zapatos por las aceras, y una flauta. Paradójicamente, varada a orillas de este río y del país que hace el número catorce de los que conozco, la querida frase de Demócrito La patria de un hombre auténtico es el mundo se me vuelve cartón piedra. La realización concreta de la aventura humana personal se materializa en esa lengua propia, ese bagaje y esas formas heredadas y congénitas. Pertenezco mal o bien a Europa, a cierto país, a una forma de vida, de pensamiento, de proyecto de libertad. Como a otros muchos, el chovinismo chino me ha servido de catalizador para despertar mi propio nacionalismo. Hay ya todo un abanico de caminos del mundo que se me ha cerrado porque nada sin duda tenemos que decirnos o más bien porque pertenece a otros el saber decir y el ser escuchados. A mí me queda respecto a esto un vergonzante y trasnochado apego a seres y tierras, y la frialdad de los cristales de sus escaparates, que he ido recorriendo meses. Me queda lo que queda de aquella esperanza, de aquella solidaridad, de alas rotas.
Supongo, debo suponer, que es en otros lugares donde se encuentra el hueco que se me tiene reservado. Y añoro en esta noche aquellas regiones que hicieron brotar la chispa de la creación, de lo nuevo, de lo osado, una y otra vez; añoro esa yesca que chispeó en Grecia y en el Derecho Romano, en el arte, en la curiosidad y en la exploración, y la ambición que obligó a retroceder al cielo. Y busco la traza de Prometeo.
Pekín. Los rumores sobre que mi marcha es definitiva y no de vacaciones, a partir de observaciones hechas por profesores chinos de otras secciones de mi instituto a profesores extranjeros, han llegado a la superficie. Es cierto que ya era tiempo de hacerlo saber a mi manera, aunque hubiese preferido unos días o la víspera antes de tomar el avión. Llamo pues a Lucie, Joseph, René, y les entrego, como había planeado, copias de mis dos cartas, a Chu En-Lai y al Buró Político. Hago así circular por el Hotel de la Amistad, en el original español y también traducidas al francés, la explicación exacta de los hechos. Al menos esto, sin impedir la formación de mitos, dejará por mi parte tras de mí algo más neto que las palabras.
-¿Por qué no has querido decirlo antes?
-¿Conociendo la atmósfera, el gozo de la gente al saber que me echan? ¿Contestar a preguntas intencionadas?. No.
-¡Es la primera vez que se toma una actitud semejante con uno de nosotros!. Hubiésemos podido organizar algo de saber tu caso.
-No, gracias. Sobre todo solidaridad no. Ya vi como funciona cuando estuve mis diez días haciendo huelga y defendiéndome sola de los abusos y arbitrariedades de mi sección. Os lo contaba y ninguno movíais pie ni mano; no hay que complicarse la vida por personas mal vistas.
-Nos equivocamos, pero nos unimos luego frente a la dirección.
-Cuando estuvo más claro que el agua que se reían de vosotros y que os quedabais sin trabajo en la fábrica. Haciendo el indio y el juego al director, Tsae, estuvisteis hasta entonces.
-Bien. Lo que importa ahora es que se debe analizar políticamente tu caso.
Es la profesora de francés, Josy, quien, como de costumbre, lleva la voz cantante de dirigir a las masas, muchas o pocas. Ante mi negativa, insiste.
-¿Por qué no quieres que lo discutamos? ¿No tienes confianza en nosotros?
-No.
Se muerde los labios.
-Comprendo. Debíamos haberte dicho lo de las cartas. Yo siempre repetí a Zyad que debía devolvértelas inmediatamente.
-Todos vosotros habíais escuchado y apoyado, de palabra o en silencio, esas porquerías que han corrido sobre mí, todos, por la espalda, siempre por la espalda.
-No queríamos…
-¡Y todos me habéis hecho el vacío, todos habéis evitado que os vieran hablando conmigo!.
Y les evito, a ellos y a sus reuniones explicativas. Pocos días después, otro francés, René, vino a sentarse a la mesa de Pelayo, Sinda y yo. Nos habíamos distraído charlando y el comedor, excepto nosotros, estaba vacío. René, mirando a la sala con un gesto furtivo, me dijo:
-Oye, cuídate de Josy. Es una víbora. Ella sabía bien que tú habías confiado papeles tuyos en tres cartas a Sheila, que Zyad se las quedó. Él se las enseñó a Josy, le dijo que no sabía si darlas a los chinos.
Es la famosa historia pues de los papeles de mi libro antichino que se volaron por la ventana. Zyad disuadió a Sheila, por la noche, la víspera de su marcha, de llevarse mis cartas haciéndole creer que temía por su seguridad. La convenció para que se las diese a él para devolvérmelas. No dudo de la buena fe de Sheila, que, pese a sus aires seguros y endurecidos, era en realidad una muchacha con poca experiencia humana, de buena familia, bastante inocente. Y el sirio me hizo ir a su apartamento para presionarme con los papeles, pero lo que le dije le disuadió del poder del arma y prefirió callarse.
René escucha, con Lucie y Joseph, en mi apartamento, después de cenar, el relato detallado de mi expulsión. El brandy chino corre pródigamente. Luego se van Joseph y Lucie. En nuestra conversación política, René introduce de cuando en cuando, como un estribillo:
-Pero ¡qué morena te has puesto!-mirando mis rodillas y mis piernas. Propone, sonriente y animado:
-En tu opinión, ¿qué se hace cuando un hombre y una mujer quieren lo mismo?
Le miro y le sonrío a mi vez antes de contestar:
-Conviene, como dice Lenin, hacer un análisis concreto de las situaciones concretas, porque es posible que haya uno de los dos que quiere y el otro no.
René reflexiona:
-Ya–y se levanta, sin dejar caer de los labios una sonrisa burlona-Buenas noches entonces
-Buenas noches.
René ha sido el único que, en francés sutil, ha sabido plantear de forma impecable el juego de los sexos y retirar elegantemente la apuesta.
El sirio Zyad está hace un mes de vacaciones. Para no confesar el robo de mis cartas como tal, había hecho al principio por lo que he sabido, circular una versión según la cual las hojas habían sido llevadas por el viento de mi balcón al suyo, contra todas las leyes de la física. Había en esas cartas parte de mi diario de primavera, a máquina, y no poco del de Sian a tinta, que, ciertamente dada mi escritura, nadie habrá podido leer. ¿Habrán estado los chinos al corriente de todo ese tejemaneje, un ridículo juego de policías y ladrones, una mala novela de espías?.
Se acerca el día de mi marcha, con la rapidez agitada de las visitas a lugares, de compras de recuerdos. Mi equipaje es sin embargo, en comparación con las romerías de muebles y objetos de arte que acompañan a la partida de muchos cooperantes, liviano. Se me indica que debo llevar las maletas al control la víspera de mi marcha para registrarme con toda tranquilidad y evitar el retraso que ocasionó la solicitud de la policía en el caso de la inglesa.
Naturalmente no hay para mí el banquete de despedida acompañado de las frases rituales. Hay, si, una cena de despedida en un restaurante de Pekín que me ofrecen tres parejas de latinoamericanos amigas. Me cito con ellos a las siete de la tarde. Después de comer, a primera hora, parto con Ü, en coche con mis dos maletas a la aduana para el registro. Estoy dispuesta a no dejarme llevar, como Sheila, por los nervios. Los funcionarios encargados me atienden con el gesto rígido que reservan para los enemigos de China, piden que abra las maletas y comienzan a sacar de ellas absolutamente todo. Hojeo un libro sentada en el sillón. La forma pide que la propietaria esté presente en el registro. Me apresuro a destripar cuanto piden. Su atención va evidentemente hacia los papeles. Con lentitud, un responsable despliega un rollo de carteles sujetos con elástico: Vietnam-Palestina. Victoria. Les deja replegarse con una exclamación de disgusto y decepción. Todos mis carteles chinos corren luego la misma suerte. Les llega el turno a los poquísimos papeles que llevo conmigo. El sobre que los contiene es cogido amorosamente, introducido en una habitación pequeña. Dentro vislumbro a la flor de la plantilla de profesores de español de mi sección, del instituto, que han ido a cooperar al registro. Veo a mis colegas de hace días con mi correspondencia de la familia y los apuntes de las clases, inclinados ávidamente sobre mi letra. Shun me dice un ¡Buenas tardes! al que soy incapaz de contestar. Se ha formado para mi registro una triple integración: me honran con su presencia los responsables del Buró de Extranjeros, los del instituto con el cuerpo técnico de profesores, y los funcionarios de la policía. Les dejo entre mi equipaje y mis efectos desperdigados y vuelvo a ocupar mi asiento.
-Esto ¿qué es?
Con expresión funeraria y temible, el policía se aproxima llevando en la palma de la mano el cuerpo del delito, una cajita de laca llena de tierra. ¡Vaya por Dios! Me medio echo a reír. Resulta que uno de mis mejores amigos, al preguntarle yo en mis cartas qué recuerdo quería, me respondió románticamente Sólo un poco de tierra de China. Cumpliendo sus anhelos, me bajé al jardín y con una cucharilla llené una cajita de laca roja.
-Es tierra, para un amigo.
El rostro del funcionario se pone aún más sombrío.
-¿Tierra? ¿Para qué?
-Pues es que mi amigo admira mucho a China Popular y me pidió como recuerdo solamente que le llevara algo de su tierra.
Explico, perfectamente consciente de la opinión que debe estarse formando el otro, que frunce el ceño cada vez más.
-Bueno, no se preocupe. Si no quieren que me lleve la tierra, la tiro ahora mismo-digo echando mano a la cajita.
Prestamente el policía la aparta de mi alcance. Así que, descubierta, la agente enemiga quiere hacer desaparecer el cuerpo del delito… El funcionario se levanta rígidamente con la cajita cogida con las dos manos, vierte la tierra que contiene en un sobre, y me devuelve escrupulosamente la caja de laca. Todavía deben de estar analizándola. Desde luego le comprendo. Sólo por un romanticismo tan trasnochado, merecía haberme quedado veinte años en las mazmorras.
Mi aparato y mis casetes han sido también llevados al interior. Escucho con asombro que van a oír íntegras todas mis cintas. Casi lamento hacerles trabajar tanto y tan inútilmente. Va cayendo la noche. Me esperan para cenar. Telefoneo. Uno de los amigos latinoamericanos pasa a buscarme. El sólo hecho de hacerse ver por los chinos con una persona como yo es por su parte un detalle de valor que me acompaña infinitamente en esta despedida. De ellos vendrán también los únicos regalos que recibo, a diferencia de los múltiples objetos con los que se me cubrió en Sian antes de partir.
Explico que hay gente que me espera para cenar, que desfallezco de hambre. Pido que se queden con las llaves de las maletas y sigan registrando en mi ausencia. Finalmente, dada la hora avanzada, se da por terminado el registro. Rehago el equipaje. Se me comunica que las casetes, fotografías y papeles se guardan para examen detallado y que, si no hay problemas, se me devolverán mañana en el aeropuerto.
La cena que me ofrecen, el collar que me cuelgan del cuello, la cajita con sellos chinos que trae Sinda, me calientan el corazón después de las horas de lento expolio. Hay geranios en la ventana del restaurante y, fuera, la animación de la calle cuando llega la noche de un día de calor.
Mi avión sale temprano. De vuelta al hotel, Quico y Pelayo vacían, sentados en el salón de mi apartamento, la última botella. Hablan de política, hablan de los chinos:
-A mí, francamente, me han decepcionado–Quico mira su vaso al trasluz–Yo encuentro que hay que hacer su vida completamente aparte y pensar en el regreso.
-Imagino que no llevas ningún papel-me pregunta Pelayo.
-No. Justo las copias de las cartas que mandé certificadas a Chu En-Lai, al Comité y al Ministerio de Asuntos Exteriores.
-Te las quitarán seguro. ¿Llevas direcciones?
-Mi agenda.
-Quémalas.
-Pero qué tontería. Tú deliras.
Pero al fin acabo por incorporarme al delirio. Transcribo pues en otras páginas los nombres y direcciones que me interesa conservar y lo hago en clave, escogiendo el alfabeto árabe. Y finaliza la película del 007 quemando las páginas copiadas y tirándolas al excusado. Sé que Pelayo exagera, pero, por principio, nada es proporcionado ni real en este acuario en el que seres y cosas adquieren las formas cambiantes de lo visto a través del agua, los tonos teatrales del libreto de turno. Pelayo fue, por ejemplo, gratificado nada más llegar con el título de espía de la CIA, que Quico le había disputado hasta entonces.
Finalmente se van con un Hasta Madrid. Sé que no voy a dormir las tres horas escasas que me separan de las seis, en que vendrán a buscarme. Velo ante un presente que ya no lo es, que se me desplaza a toda velocidad bajo la mirada inmóvil como la rotación frenética del mundo bajo las estrellas.
No he estado en China jamás.
El rumor de los árboles se empareja con tantas ramas mojadas, con tantas lluvias.
Espirales de insecticida, bolsas de jabón en polvo, blocs de papel, que van a quedar para el siguiente.
China se evapora, con sus ochocientos millones da habitantes. Entro de nuevo en otra etapa.
A veces me cruza un temor, como un jirón de niebla; temor a una llamada, a un coche que espera, a un rostro que sonreía ayer y hoy podría ser inapelable. Consumatum est. Eterna rebelde, incordiante, descontenta, molesta, desagradable, protestona, estúpida, he aquí tu merecido, para escarmiento aplaudido por los elementos prudentes y discretos.
Las puertas que se abren y cierran, las cañerías, los conmutadores; todo pertenece a una película de ruidos que flota y se desliza sobre los objetos del mundo.
Mi habitación y aquélla en la que dormí por vez primera en Pekín son similares y se cierran una sobre otra como las tapas de un libro.
17 – julio – 74
Es Sui, la diminuta intérprete ratonil que me recibió a mi llegada, la destinada para acompañarme hasta la salida. Recorro en sentido inverso a hace un año el camino recto hacia el aeropuerto, los álamos aún con los escalofríos del amanecer. Faltan horas para la fijada para el despegue del aparato de Air France, pero se me lleva con tiempo para hacerme concienzudamente los honores del registro final.
Los del Buró de Extranjeros en el Aeropuerto, la policía, los del Instituto; Shi. Kuo, éste último con el aire apesadumbrado de quien lleva a cabo una labor extremadamente ingrata.
-Kuo, ¿dónde están los alumnos que dijisteis que vendrían a despedirme?
-Los alumnos no pudieron venir; tenían mucho trabajo.
Kuo se sonroja, balbucea. Tengo apuro por él y su violencia. Era un buen tipo, bastante noble. La carta que tenía preparada para los alumnos queda pues en mi bolso de mano, que no registran. Del saco de viaje extraen algunos papeles banales–cartas, apuntes de textos, etc. Se retiran a rumiarlos.
Pasa el tiempo. Comienzan a llegar los primeros pasajeros para mi vuelo. Saludo a una azafata de Air France a la que conozco. Me entero de que el Primer Ministro turco, en visita oficial en China, parte en mi mismo avión, lo cual explica el celo de los chinos por evitar retrasos como el ocasionado por la despedida de Sheila. Veo los equipajes y las personas irse encarrilando hacia el otro lado de la sala. Yo continúo en mi sillón.
-Bueno, ¿y…?
-Es que los responsables están examinando…
Y el avión absorbe su pasaje. Quedo yo.
-¡Bueno…!
Pasa la azafata:
-¿Todavía aquí?
En ese momento el grueso responsable de Buró de Extranjeros del Hotel de la Amistad se aproxima con los intérpretes:
-Debemos guardar algunos papeles y fotografías para examinarlas adecuadamente.
Los papeles son las copias de las cartas a Chu En-Lai, al Ministerio de Asuntos Exteriores y al Comité Central.
-¿Se dan ustedes cuenta de que me quitan las copias de cartas que he enviado por certificado a las mismas autoridades chinas?
El grueso ovoide cefáleo del responsable no responde.
-También debemos tomar estas fotografías con sus negativos. Le daremos un recibo.
Me las enseñan. Las examino. Me incautan sesenta y ocho fotografías de una inocuidad tal que no creo a mis ojos: la ventana azul de Sian con sus rojas ristras de guindillas como en España, el niño de Hao examinando seis lechoncitos negros, todas las de los carteles murales de la Municipalidad, instantáneas de calles, personas, objetos, cuyo único pecado es el no aspirar a tarjetas postales, el reflejar la realidad en su ser fugaz y relativo, el no ser los cromos de seres barnizados de sonrisas, prosperidad y monumentos pasteleros chino-soviéticos, dignos del placet oficial.
-¡Mire, mire lo que me incautan!. Usted es testigo.
Y alargo a la azafata de Air France un puñado de fotografías. Ella examina perpleja las imágenes.
-¿Con qué derecho le quitan eso?-se escandaliza.
El grupo de mis confiscadores permanece, entre un desconcierto de clichés, cartulinas, sobres en los que los tenía yo clasificados, acartonado. El rostro grueso y lampiño del jefe del Buró, cogido de improviso, no da señales de reaccionar; sus ojitos van de mí a la azafata, la cual se propone ayudarme a llevar mi bolso de viaje hasta la pasarela. Ya es tiempo. Recojo parte de las fotos, el eufemístico recibo. Se me ha dado la luz verde y es lo importante. Me coloco de nuevo en la espalda el gran sombrero picudo que compré en Kweilín y no cabe en sitio alguno. Respecto a las fotos, tendré ocasión de comprobar horas más tarde que, en la confusión, si bien me han confiscado las cartulinas, se han salvado la mayoría de los negativos, revueltos por los sobres. De todas maneras, es evidente que no han logrado los chinos fundamentar ninguna acusación concreta contra mí, y que no han conseguido hallarme ni un mísero documento secreto ultrarreaccionario. Ello explica el embarazo y las vacilaciones de mis acompañantes y el hecho de que se me haya evitado el cacheo corporal y el registro de mi bolsillo. Pero en cambio todas las negras previsiones sobre los riesgos que corría mi diario y toda nota personal mía se han visto plenamente justificadas. En fin, terminaron conmigo, se terminó ese tipo de registro, especie de violación a cámara lenta, con los colegas de mi sección inclinados sobre las entrañas desparramadas de mis sobres. Para evitar lo peor es conveniente distenderse, controlarse, abrir por propia iniciativa. Que no rompan al menos, que no trastoquen. La sonrisa del responsable político Ju, permanentemente pegada y abrillantada por el gustillo de la revancha; y Shi, y el coro de rostros, universal fotorobot del agente de seguridad.
Vuelvo la espalda al grupo de burócratas y me apresuro, como un veloz galápago con el gran caparazón circular de mi sombrero, a dirigirme hacia el avión. La nave chispea sobre la pista, ya con todos sus pasajeros acomodados en el interior, excepto yo. Hay un grupito que se mantiene en pie a unos metros y agita con moderación las manos; es la despedida oficial al Primer Ministro turco. Paso ante ellos renegando, a todo gas, y recojo de manos de la encantadora azafata mi bolso blanco. Subo. Sube el avión. Todo este peso de hierro se va volviendo cera, se derrite al sol de la altura.
—————————————–
Tomo mis cuartillas. Son las primeras líneas que escribo desde hace meses sin la casi seguridad de que me las quitarían, midiendo las palabras, pero nunca lo suficiente para darles el tono de asentimiento entusiasta de rigor.
Hemos sobrevolado Pakistán, sus desiertos interminables, sus clavículas de piedra negra rompiendo la piel seca. Grecia. Pelayo, tremendista, me había augurado vejaciones sin cuento de parte de su policía por venir de la China roja. Pienso en mis carteles revolucionarios en las maletas, en canciones militantes y en el discurso de Allende que tengo grabado. Por cierto, Pelayo opinaba que los chinos me confiscarían hasta esto. En previsión de ello, tanto como de la policía de la dictadura de mi país, donde ponía, en la funda de la casete, Último discurso de Allende borro y escribo Antoñito de Córdoba canta el “Adiós”. Tengo la impresión de que me van a sacudir por riguroso turno maoístas y fascistas.
Alargo mi pasaporte, amplia y rojamente matasellado en China, a la policía de Atenas.
-¿Española?
-Sí.
Gran sonrisa
-Pase, pase.
Paso sin dar crédito a mis ojos. Pasan mis maletas conmigo sin que nadie les haga el menor caso ni sueñe en decirme que las abra.
Veo a Monique, que pasea nerviosa por la sala de espera del aeropuerto. Ha venido a aguardarme sin certeza absoluta de que pudiéramos encontrarnos. Se lee en su rostro la inquietud de la angustia que leía entre líneas en mis cartas. Se vuelve cuando la llamo, Monique, cuya presencia moral nunca me ha fallado. Tampoco yo estaba segura de llegar hoy.
19 – julio –74
Llegué a Grecia el diecisiete. El diecinueve el problema de Chipre. Movilización general. Requisa de transportes. Cierre del aeropuerto.
23 – julio –74
Tras el espectáculo de una movilización general y el semi-estado de guerra con Turquía, se perfilaba claramente un conflicto interno. Hoy, veintitrés de julio de 1974, a las dieciocho horas, se anuncia la dimisión del gobierno griego de los coroneles, la vuelta de Karamanllis, y–dicen-de la democracia. Franco está grave y ha transferido los poderes a Juan Carlos. Portugal sin fascismo. Año bendito pese a las vicisitudes chinas.
En la aldea de la costa asiática en la que nos encontramos, somos testigos de las reacciones de la gente. El griego de la tienda oye una enorme radio rodeado de la familia, serios, descuidando trabajo y clientela. Intimidada por estos espléndidos mostachos, apenas me atrevo a preguntarles mientras pago el periódico:
-¿Qué dicen las noticias?
-Dicen que el Gobierno se ha ido a las seis, en pleno. Ahora tenemos democracia en Grecia.
-¿Democracia? ¿Ya no coroneles?
-Sí. ¡Bien democracia en Grecia!.
Le felicito con un gesto y una de las pocas, y de las más nobles palabras, que conozco en griego: Eleuzería (Libertad). Le enseño el periódico italiano del sábado:
-Mire, Franco también está enfermo.
-Venga mañana. Veremos más noticias.
Sin ignorar que Karamanlis goza del buen ver de Estados Unidos, es un grado de libertad. ¡Qué año!. Quiero sentir el pulso general antes de que me ofrezcan el panorama en puré político de letras, agüeros autorizados e intelectualizaciones. Las reacciones de la gente son de satisfacción atenta y silenciosa, con un punto de inquietud. El señor que nos recoge haciendo auto-stop de Micenas a Argos, con una gestualidad concisa, muestra las muñecas esposadas y luego sueltas:
-¡Siete años dictadura! Ahora fascismo kaputt. ¡Libertad, democracia! ¿Franco enfermo; también en España fascismo kaputt!
-Gracias. ¡Eleuzería!.
La gente está contenta, es indudable. Hay sin embargo una reserva tras la cual puede haber, sea el que se ha esperado tanto tiempo lo que se preparaba, sea una dosis de desconfianza incrédula en éstas ¡Democracia! ¡Libertad! que encabezan en grandes titulares negros la prensa.
31 – julio – 74
Bajo el avión, la tierra negra es una costa roja brutalmente perfilada por un mar añil. Rida, Túnez, París, Bruselas, Flandes-un vago azul como esta atmósfera de diez mil metros-, 1974, Portugal democrático, Grecia desde hace pocos días democrática–dicen-, Allende acribillado y tras su cadáver el fascismo en Chile, España que está tomando su curva del siglo XX como el avión ahora para el aterrizaje. Otra vez los europeos del norte en torno mío, bronceados pero con sus cabellos rubios. Yo parezco una gitana. ¿A qué pertenezco? Al Mediterráneo, sin duda… Y, ¿a qué más?. No sé. Tantas , tantas cosas para mi sola piel… Parece que va a estallarme el corazón. ¿Cómo es posible que se pueda morir habiendo sentido tanto?.
UN PUNTO SUSPENSIVO
¿Y ahora?. China marca hondamente, por ella misma y por lo que en torno a ella se ha tejido desde los cuatro puntos cardinales. A su pureza se han aferrado esperanzas de autenticidad, de ortodoxia, de socialismo y Hombre Nuevo, de la sociedad sin explotación ni clases del futuro. Y tantas esperanzas y tantos elementos pasionales exteriores al fenómeno chino mismo, a su realidad actual, han anulado cualquier análisis.
Mientras, en el mundo del comercio y de la diplomacia–desconocedor de las agonías morales, de los convulsivos braceos de la ética-se habla y se publican investigaciones sobre este curioso gigante asiático. Empresas y gobiernos se relacionan con él guardando las distancias y los miramientos debidos a un coloso maniático pero cumplidor.
China no es únicamente el pasado del mundo moderno industrializado. Puede parecer (y, desde luego, lo es) la encarnación del fenómeno de religiosidad, fanatismo, comunión mística con el Líder, cultivo de castidad, pobreza y obediencia que tuvieron su hora en Occidente y que ya se han ido difuminando en el pasado. Lo menos es que el centro rector de Pekín evangelice en nombre del marxismo y a base de su terminología. Lo que importa en suma es que los mecanismos empleados, las reacciones y condicionamientos así cultivados en los individuos y el medio vital resultante, son netamente religiosos, lo que es sinónimo de dogma, y, traducido en los hechos, de un grado considerable de eficacia pragmática en cuanto que las masas se emplean con ardor y unidad al cumplimiento de las directivas. Sinónimo de pobreza mental, de anquilosamiento psicológico por inhibición de los mecanismos de crítica y análisis, por esterilización creativa–más patente a más alto nivel de tensión intelectual y de abstracción-, por anulación del impulso individual.
Ni el mecanismo religioso y dogmático es una novedad, ni existe sólo en China Popular, pero lo específico y exclusivo de ésta es el haber llegado a aplicarlo con una amplitud y homogeneidad inigualables. La extensión misma de éste fenómeno religioso en profundidad y en superficie hace de él, por su fabuloso factor cuantitativo, algo ya cualitativamente distinto a lo hasta ahora conocido, a cuantos mesianismos revelaciones, etc, han discurrido por el planeta. Entre las premisas materiales que lo han hecho posible, ocupa claramente lugar primordial la concentración absoluta de todo el poder en un núcleo único, que dispone también en exclusiva de educación y de medios de comunicación de masas, y que ha sido capaz de instalar un control que, al ser extremadamente coercitivo social y psicológicamente, apenas precisa de la represión física.
Este núcleo dirigente capitaliza la adhesión y los frutos de la propaganda. Se ha creado lo que constituye esa macrocomunidad de fieles–el pueblo chino-que recibe la verdad del Líder Supremo, en quien se encarnan la Patria y el Destino, a través de la burocracia carismática.
Ante esto hay que preguntarse si la causa del actual sistema psico-social reside necesariamente o no en la estructura del Partido único y concentración total del poder. La socialización ¿es inseparable de este sistema, de este mecanismo? ¿Lo es en parte? ¿Hasta dónde es deseable, rentable, desde un punto de vista humano tan amplio como sea posible? Quedan por hacer largos y múltiples análisis de todos y cada uno de los factores que han conformado el sistema chino, y determinar su parte de necesidad, de aconsejabilidad, de error y de aberración.
De los cargos que forman el acta de acusación del sentido crítico hacia China, uno de los más socorridos es el futurista, lógicamente irrefutable, según el cual este sistema es condición sine qua non para el surgimiento de un hombre y de un mundo nuevos, por lo que toda observación negativa sobre China sirve automáticamente al mundo capitalista explotador.
A través de la enseñanza, por ejemplo, se percibía en China claramente la idea rectora de un hombre-vasija que no posee el menor derecho propio a su contenido y que el régimen rellena con lo que considera oportuno. Es una versión de la lucha contra el concepto de la existencia de una naturaleza humana general , más allá de las clases, contra el humanismo y la concepción metafísica del hombre y el universo. Pero, llevado a su máximo extremo–y en China se ha llevado al límite–,el hombre-ser social absoluto llega a ser algo casi más metafísico que el antiguo hombre-individuo humanista, porque en el Estado, dotado de todos los poderes y de todos los medios para fabricar el hombre nuevo a su imagen y semejanza, se supone que cada resquicio, cada pensamiento, cada acto de la vida privada y de la pública deben ser lavados del pecado original de sus reminiscencias de la vieja sociedad y modelados sin cesar según los patrones que marca la minoría rectora. Tras esta dinámica y atrayente perspectiva de aprendizaje continuo se esconden personas, primero desconcertadas, luego desacostumbradas, y finalmente olvidadas e incapaces del ejercicio real del albedrío, de la responsabilidad, que delegaron en los poseedores oficiales de la verdad.
En esta restricción mental tiene un papel del primer orden el sistema de toma de decisiones, que se definía en China tan eufemísticamente como centralismo democrático, y que colocaba a la gente en una continua situación de disponibilidad sin asidero propio alguno sobre la evolución física y mental de sus vidas. Ocurre que una continua situación escolar de aprendizaje, de cambio, de dependencia, por muy bella que parezca, si se impone como, permanentemente conlleva durante toda la existencia la atmósfera de inseguridad, vagas culpabilidades y angustias que todos hemos conocido en nuestros años colegiales: EL miedo al error, el temor de no saber dar la buena respuesta, el tremendo poder de un medio cerrado que nos juzga en todo momento y al que no podemos juzgar a nuestra vez. Bajo esta vida excesivamente garantizada y al tiempo sometida a juicio en todo instante, se anula la aceptación del riesgo personal, jalón por el que se traspasa el umbral de la infancia. El adulto no precisa sólo de una casa física, sino también de una casa mental, de un reducto seguro, suyo, respetado, en el que pueda colocar si le place errores, igual que mi vecino se siente tan satisfecho con sus horribles muebles de imitación Luis XV sin que yo pueda por ello correr a denunciarle a la Comisaría de Represión del Mal Gusto.
El sistema se sirve a discreción de la magia de la palabra, de un vocabulario delimitado y agigantado cuyo machacamiento cotidiano anula, entierra, el restante caudal de vocablos normales de la vida.
¿Cuál es el reverso del mural homogéneo que China da de sí misma oficialmente, no sólo hacia el exterior, sino respecto a sus propios habitantes? Tras las consideraciones de alta política, tras el Paraíso del porvenir y el nacionalismo ferviente, hay la urdimbre de las vidas finitas, de las posibilidades de acción, mecanismos funcionalmente similares a los que, con distintas nomenclaturas y apelando a otros dioses, se hallan en diferentes partes del mundo y de la Historia.
Queda permitirse la posibilidad de un análisis crítico de cada uno de estos mecanismos en los que viven individuos, o renunciar al análisis puntual en pro de superiores ideales, obtenidos o futuribles, del régimen, en pro de sus logros y de su pasado, de la especificidad de raza, país circunstancias. Esta segunda posición aparece aureolada del máximo de virtudes evangélicas: humildad, prudencia, paciencia, sabiduría, etc. Todas las virtudes juntas no llegan a anular que se trata sin embargo de una alineación del análisis.
La insistencia sobre la urgencia del análisis objetivo–más ante un régimen que monopoliza la objetividad-, del ejercicio no restrictivo de la razón, viene de haber constatado la falta de ello. No se puede, es evidente, descarnar al hombre, en nombre de la Diosa Razón, de ese componente imprescindible de sentimiento y de esperanza que calienta la sangre de las revoluciones. Se caería entonces, en nombre del racionalismo, en nuevas y seguramente también fanáticas amputaciones del complejo humano. Fidel Castro no mentía al afirmar en el Primer Congreso del Partido Comunista Cubano, en el 75, que sin un poco de sueño y de utopía no habría revolucionarios, ni Mao Tse-tung erraba al decir que La revolución es un drama pasional. Olvidaba quizá Mao que esa definición conviene igualmente a la fiebres religiosas de las Cruzadas y de los autos de fe, de las fiebres político-nacionales del fascismo, a cuantos movimientos han alzado a las masas en una dirección. La revolución socialista es más que pasión; es la marca de un duro intento de honestidad y de lucidez. Mao ha empleado en forma abrumadora todos los eficaces resortes pasionales, y se ha hecho él mismo el objeto de esa pasión.
Poco importa que se hable de Buró Político, Gran Líder, Proletariado, Emperador, Sumo Sacerdote. Lo que cuenta es el sistema, un sistema que otorga a un ser, a un grupo de seres, a una clase, prerrogativas totales y absolutas, como si pertenecieran a una especie distinta a la falible humana. Que este grupo se autojustifique por representar intereses de la mayoría, por etapas de la dictadura histórica necesaria para abordar futuros paraísos, por grandes logros, es de apreciar. No anula empero el crudo hecho de su monopolio. El pueblo entero es dueño del Estado aparece como un colosal sofisma.
Queda la soledad escéptica del sin fe, la quemadura cenicienta. Queda la batalla diaria por la parcela, cada vez más exigua, de libertad y dignidad que el capitalismo y los monopolios por una parte, las estructuras totalitarias por otra, nos van dejando. Lucha por las minúsculas de hoy, no por las mayúsculas futuras. Innombrada, innombrable, subyace la veta terca de algo que recuerda a la fe sin atreverse a serlo, fe en el ser humano. ¿O es que no nos presenta el porvenir más opciones que el Buró Político del Partido Único o el Consejo General de Administración del Supertrust?
El sistema maoísta, desde que se estableció, ha atacado preferente, incansablemente, a los intelectuales, siempre mal vistos en el extranjero por devotos sectores de militantes. Conviene tal vez que el crítico, las malas conciencias, los incómodos para el sistema establecido, y, por otro lado, los hombres de praxis y de credo, los orgullosos de su incondicionalidad constructiva, conviene que en vez de echarse tierra uno a otro bando, se den cuenta de que se necesitan de forma imprescindible, y de que ambos son igualmente precisos socialmente, sin lo cual la revolución, y sobre todo la revolución institucionalizada, segrega rejas de nuevo ciño.
En el sistema, más a mayor grado de totalitarismo, los intelectuales son y serán siempre la encarnación del Mal frente a la ortodoxia, monopolio de poder. Por ejemplo, tras leer el ensayo de Mao Tse-tung sobre la contradicción y las divisiones de ésta en antagónica y secundaria, en el seno del pueblo y respecto a los enemigos de clase, nunca está de más meditar sobre que, en la práctica, son el autor del librito-Mao- y su entorno-los encargados de distribuir la notas ideológico-políticas, los que califican las contradicciones en antagónicas y secundarias, los únicos que pueden determinar si las palabras o los actos de alguien le incluyen entre los críticos constructivos y en el seno del pueblo o entre los abominables enemigos de clase revisionistas. De hecho, lo que se presenta en China-y no sólo en China-como dialéctica , pertenece por derecho al Maniqueísmo, principio del Bien y el Mal, Verdad y Error. Su materialización necesaria es un estado de belicismo permanente. Aunque los dos campos no se ataquen, aunque no haya guerra real, hay estado de guerra continuo que justifica un continuo estado de excepción.
El empleo del término dialéctica es en nuestra época tan abusivo, que, más que el triunfo de la escuela del pensamiento dialéctico, parece indicar que el maniqueísmo ha encontrado nuevos moldes. Hay una razón de facilidad: clasificar respecto a dos principios es simple, rápido y extremadamente eficaz desde el punto de vista de la praxis. Frente a la multiplicidad de seres y hechos que en el universo se dan, el mundo de la praxis es dual, existen gamas intermedias, pero fundamentalmente una acción se lleva o no se lleva a cabo, esta taza de café que está sobre la mesa o la tomo o no la tomo. El cerebro, por su parte, se complace en el juego dialéctico saltando entre dos polos.
La filosofía dialéctica como instrumento de comprensión del mundo y de la sociedad, ¿habrá que entenderla como el logro definitivo e intocable del pensamiento?. Mientras, la Física abandona cada vez más sus planteamientos polares para afrontar un universo inmensamente relativo. La Historia continúa. ¿Surgirá tal vez de su convulsión, tras la época de la dialéctica, la de un pensamiento pluriléctico que se halle purgado de todas sus herencias maniqueas?
Fuerza es al testigo reconocer en China que lo que tiene ante los ojos no son los seres humanos más libres, más conscientes, de sexualidad más gozosamente desalienada, los hombres más ampliamente desarrollados que deberían constituir una sociedad mejor, sino más bien lo contrario. Entonces se tambalea el dogma, las firmes premisas que han alimentado luchas y pasiones. Era necesario, es preciso, luchar por otro tipo de sociedad que no se fundamente en la explotación de unos hombres por otros; el imperialismo a escala mundial es una realidad, lo es el poder de las multinacionales, real es el enfrentamiento capital-explotados, y en esta lucha para muchos no cabría sino integrarse en uno de dos frentes, actuar en una praxis maniquea a partir de filiaciones indiscutidas.
Pero el fenómeno chino está ahí. Cabe una opresión sin imperialismo, sin explotadores constituidos en una clase diferenciada. Y es de temer que ese totalitarismo ubicuo, del que hoy China ofrece un apasionante muestrario, pueda ser el brote más visible de otros no menos amenazadores. Y no por expansionismos chinos, sino por condiciones concurrenciales simultáneas. Materialmente es factible que tanto un sistema socialista, comunista, como uno capitalista consigan asegurar en el porvenir a toda su población bienestar y confort, dada la dinámica acelerada del avance de las ciencias (excluyendo siempre fatales desenlaces atómicos o ecológicos) y el progreso de la tecnología y de los medios de comunicación, ambos factores nuevos, desconocidos por los fundadores de las ideologías de hoy, factores sin embargo que están determinando necesariamente nuestro porvenir.
La vida en el fenómeno social de China Popular es una experiencia única. Cierto que China nos evoca teocracia y Edad Media pero nos asoma también vertiginosamente hacia el mañana. No en vano observadores extranjeros provistos de la mejor buena voluntad hacia el nuevo estado socialista han sentido el mismo escalofrío sin nombre. Se hallaban en el mundo de las utopías futuristas, se sentían inmersos en el profético universo mental de un Orwell. Lo que sucede en China va mucho más allá del fenómeno religioso, de los imperativos de la pobreza, y de la planificación socialista. ¿ Y si lo que ocurre en China hoy es el futuro?.
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DIARIO DE CHINA
ÍNDICE
-Introducción
-Sala de espera
-¡Bienvenida, bienvenida! ¡Calurosa bienvenida!
-Sian
-Las encuestas
-El regreso
-Pekín
-El Instituto de Lenguas
-Viaje al sur
El Instituto número 2 de Lenguas Extranjeras
-La larga polémica por el trabajo en la fábrica textil
-¡Despedida, despedida! ¡Calurosa despedida!
-Un punto suspensivo
Diario de China: Pies de foto.
[1] Norodom Sihanuk, rey de Camboya. Depuesto y refugiado en Pekín.
[2] 1 yuan igual a 100 fens. 1 mao igual a 10 fens.
[3] Las frases en cursiva son citas de Lenin y de Mao Tse-tung.
MADRID, 1997.https://www.elrincondecasandra.es/biografia-bibliografia/
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Impreso en España por: GRÁFICAS JUMA
Edita: A.D.I. Buen Suceso 18, bajo ext. izd. 28008 Madridhttps://www.elrincondecasandra.es/libros-3/
A los que nunca tuvieron libertad para expresarse y a Luis y Pilar, mis padres
ÍNDICE
Hacia el Sol…………………………………………………………….. 11
Nombres…………………………………………………………………. ….. 18
«¿Amó usted?»……………………………………………………….. ….. 28
El pájaro y el desierto…………………………………………….. ….. 37
El camino de las sonrisas molestas………………………… ….. 48
«Como la garza… » ………………………………………………. 52
Banderas versus banderas………………………………………. ….. 59
«Beatus ille… «……………………………………………………….. ….. 65
Ventajas de la ética virtual……………………………………… 82
Hemeroteca……………………………………………………………. 99
III. LA CARA OCULTA DEL SOL…………………….. 143
Lhassa……………………………………………………………………. …. 145
Eldorado………………………………………………………………… …. 160
Los Templos del Cielo…………………………………………….. 167
La Sala de las Almas Perdidas …………………………….. … 202
Homenaje a Newton………………………………………………. … 210
Amor vacui…………………………………………………………….. …. 250
Encuentro……………………………………………………………….. 276
Cometas versus banderas………………………………………. … 285
I
LOS NOMBRES DE LA SEDA
Hacia el Sol
China o la soledad, la inigualable soledad de mil millones de habitantes. Sobre ella han discurrido modernizaciones y luchas por el poder, que mantiene férreo su voluntad homogénea -el viejo sueño han1 del Estado, del Imperio- y que está tan lejos de la homogeneidad. Una China cuya policía tradujo escritos, hizo informes sobre Vera y quizás todavía recuerda a la que hace veinte años fue.
Sin embargo el sencillo visado turístico debería facilitar la entrada, porque el país es un esponjoso océano de decisiones y rectificaciones cotidianas, de gente indiferente a cuanto no sea la personal lucha por la vida, de individuos afables y de individuos temerosos, conscientes de la antiquísima red de mandarines y del oscuro, definitivo control final.
Pero por la República Popular cerrada de hace años transitan hoy miles de turistas -gotas, leves gotas sobre su masa- entre los cuales, anodina, ella pretende confundirse. Dispersos en esa masa se encuentran los amigos, a los que el tiempo ha deparado promociones profesionales, discreto pasar o apartamiento, destrucción y olvido, amigos cuyos nombres teme escribir -recuerdos de una agenda espiada hoja por hoja- y que en aquella época emergían penosamente de los años feroces de la Revolución Cultural. Allí, ahora, en un lugar remoto, se encuentra Xei Wen, junto con una parte de lo que fue Vera misma.
Y ese, ese mismo fluir del tiempo transcurrido ha solidificado hasta el viento del Este y la pasión, y no volverá a
1-Han: mayoría étnica china.
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hacer temblar, a zarandear el edificio del ser todo cualquier suceso, cualquier actitud. Aunque en la incandescente, perpetuamente fija fotografía del primer despegue hacia China el sol enrojezca el fuselaje la tarde lejana de la partida, y el impulso hacia las nubes y el mundo nuevo sacuda, aún hoy y por siempre, entre los dedos de Vera la burbuja de aluminio y todas las pasadas esperanzas.
La Historia se repite, con monolítica fidelidad a la ineficacia en los servicios y líneas aéreas de los países del Este2: crudo realismo socialista de los menús, azafatas castrenses, retrasos. El vuelo Londres-Belgrado es por demás folklórico en una mugrienta nave de la JAT que se eleva bruscamente, tras cerrar de un portazo la salida posterior, sin explicaciones sobre emergencias ni encenderse aviso alguno frente a asientos en los que, de todas formas, no funciona la luz, mientras la azafata, al fondo, enciende un cigarrillo.
En la espartana cabina no hay defensa contra el ruido, el silbido continuo de la presión y el frío polar. Las bandejas de comida van destapadas y destartaladas, pero el vino es bueno y gratuito y el conjunto tiene un aire de salida familiar, de chárter barato abundante en niños y repleto de pakistaníes, yugoeslavos, indios; gente de sol, desorden y lenguas musicales. Quizás sólo la niebla y el cielo gris tejen la mesa de despacho, y la mesa de despacho los cálculos fidedignos, el rigor y el progreso.
En el cruce de etnias y religiones que son los países balcánicos, ocupan el aeropuerto de Belgrado -caótico, febril y canicular- musulmanes, católicos, griegos ortodoxos, extrañas mujeres cubiertas de pies a cabeza por pañuelos y trajes de cuello alto y mangas largas, como moras o judías pero con el cutis pálido como la leche y rasgos occidentales. Desde Europa del Oeste es fácil olvidar la existencia del mundo, del ancho mundo. El avión en el que viaja Vera va a Calcuta, otro viene de Karachi, y la multitud embalada en las cajas de aluminio del siglo XX es la del subdesarrollo, la de mujeres gordas y sumisas sentadas entre una carnada de niños, el mundo de hombres con hambre de sexo atrasada y
2-La acción sucede al final de la década de los ochenta.
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de hembras enjoyadas como ídolos y tratadas como mulas: el mundo del clan. El DC-IO deja abajo esa tierra cubierta en tiempos por la marea de los turcos y en la que aún afloran escollos de fanatismo, llamaradas de agresividad, donde alternan el amargor y la dulzura como en una taza de café. El avión se eleva hacia la noche milagrosamente corta de los que vuelan al encuentro del Sol.
Rubén cantaría ciertamente el surco violeta y la línea bermellón de las alturas, y a algunas indias hermosísimas del pasaje, de impecables saris de seda, y a los niños que rezuman vida y curiosidad; cantaría a la finura y a la belleza física del Oriente sobre ese algo poco hecho y mate del tipo Occidental al que pertenecen los grupos de turistas que se dirigen a Pekín. Pakistán. Vera se pregunta si seguirá el mismo olor húmedo y repulsivo de Karachi. El norte de la India, abrupto, desolado, la ancha cintura de la península. Sensación fortísima de hacer un camino a la inversa. Calcuta. La llanura cultivada al milímetro, monzones, agua y espesor de palmeras. Los grises infiernos bajo los verdes paraísos.
No iba a China de vacaciones, ni por Xei Wen, ni por ella, sino por eso y por algo más: quizás por esa última inutilidad de todo cuanto se hace, de todo cuanto se ha hecho. Vera revivió el aislamiento de la época del país cerrado, la multitud curiosa que la seguía por la calle, la soledad inigualable de la bestia de zoológico. Pekín ya no era el de la rabia de la idea pero continuaba siendo totalitario aunque promocionara el espíritu comercial y pragmático que siempre le distinguió. Hasta el más insignificante agnóstico ha de afrontar su personal lote de huerto de los olivos, su getsemaní angustioso y minúsculo, antes de la llegada, antes de la partida, antes del viaje. Hay un espacio, como el mar, en el que se ignora si se tendrán fuerzas para mantenerse a flote, para nadar lejos, para regresar. O quizás esa incursión en lo ajeno sea la diminuta película de aventuras proyectada en la mente paralela al vídeo de cocodrilos acuchillados y selva que ofrece la pantalla del avión, la forzada materia con que se escribe, en las páginas insulsas de la vida, algo con visos de novela.
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El mural de American Express, con colores metálicos que introducen en el paraíso de las tarjetas de crédito, ha reemplazado en la sala circular del aeropuerto a Mao. Incluso a sus sucesores. No hay frases políticas. Tampoco niñas con flores de papel cantando bienvenidas. No es el mundo húmedo de aquella madrugada de los setenta, sus pocos neones rojos sobre la extensión adivinada del gigante gris. Es el de la actualidad un espacio con vetas de funcional y mucho de provinciano, desprovisto del aura que le prestaban su hermetismo y los sueños, un nervioso espacio al anochecer.
Hay chinos, con corbata y chaqueta, que esperan al final del pasillo y dirigen a los hombres de negocios a sus hoteles. Los policías del control de pasaportes y visados son jóvenes, de los que cantaban en la escuela mientras en ese mismo lugar del aeropuerto de Pekín expulsaban a una extranjera inoportuna. El agente, como todos los jóvenes policías del mundo, tiene algo fijo, mecánico, frío y amaestradamente feroz en la mirada. Existe un superior detrás de él, en cualquier oficina, que toma té y desea hacer méritos. Pero el agente no goza de reluciente computadora, pantalla con exacta memoria del movimiento de extranjeros durante los últimos veinte años. Tiene papeles, fichas de cartón y ábacos, y mucho más interés en las divisas que los viajeros llevan que en lo que hayan podido decir o publicar.
En la lenta fila, los viajeros individuales, fácilmente distinguibles de los grupos turísticos por su equipaje, intercambian información:
3-FEC: Foreign Exchange Certifícate. Dinero especial producto del cambio de divisas.
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Vera masca su corazón y lo esconde entre frases intrascendentes. Avanza, un trozo más en el hilo de visitantes, semejantes, somnolientos, que se acercan a la ventanilla y esperan a que sean sellados sus papeles. Frases en francés, en inglés, con el continuo fondo del arrastre de pies, de objetos. La cara, los ojos inexpresivos del policía, un poco más próxima, la rápida declaración de datos de una visita que ha de figurar como la primera a China. La indiferencia del matasellos y del gesto de pase.
Tras el túnel se abre un país que, en un puñado de años, se ha vestido de nylon de todos los colores, imitando fantasiosamente a un mundo externo mezcla de Hong Kong y del Occidente de los sesenta. Descubre los brazos, las piernas, el escote la misma China que hace muy poco, trabajosamente, desabrochaba el primer botón de su blusa. Por debajo de los pasados gritos de rigor, de los violentos autos de fe, de adhesiones inquebrantables, ¿ha habido algo, otra cosa que no sea la masa amarilla, moldeada, como el agua, sin esfuerzo, por la forma del recipiente? Vera se sumerge en sus preguntas y en los cambios, en la fiebre de productos y de mercado negro que ha reemplazado a otras religiones. Durante un segundo hubiera renunciado quizás al saldo pendiente que la aguardaba al otro lado y hubiese vuelto las espaldas hacia las épocas en que o se era espía o se era héroe. En el alivio del anonimato había un deje de decepción: no resultaba merecedora ni de una ficha o un chip informático, no era; ni tampoco fue.
La China de los setenta era brutal, era monolítica, pero era única. La que veía era menos limpia y más audaz, incansable en el regateo y la estafa durante los apresurados cambios del yuan y las divisas en las proximidades del hotel. Demandas y ofertas se llevaban a cabo a plena luz del día; la sombra de una intervención policial sólo se evocaba para facilitar, con la premura, el fraude. La política había quedado reducida a la plaza de la Paz Celeste, con sus citas y monumentos, y -todavía- al retrato de Mao, cuyo cadáver se diría que había sido embalsamado para mejor concretar su muerte y reducirlo a las exactas proporciones de un cuerpo sin más, seguro y atado a su mausoleo.
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Pero había que salir, había que salir de Pekín, que es el centro y que quizás todavía sabe.
En el ombligo de China que es la estación central de Pekín confluyen las clases sociales y las etnias como en un valle, y se teje en torno, sobre las losas de la plaza, hasta arremansarse en los callejones y chocar con los muros, la alfombra humana con espacios de vivos dibujos, de harapos grises, un tejido en cuyo aspecto predomina la usura del continuo roce. Dentro, luchan por un billete, por un sitio en la cola, por un asiento, un ciego enjambre en un acuario de bienes escasos. El extranjero ya no es el huésped que se cuidaba como una cosa, el ser profilácticamente aislado u objeto de las atenciones de un ave rara. Si no hay por medio el prestigio del viajero rico, organizado, entonces policía, burocracia, ciudadanos le ignoran, desdeñan, empujan, apartan o abruman con requisitos. El viejo desdén por el bárbaro brota fácilmente. Y las vetas de individual, afectuosa, amable atención. Por primera vez el extranjero está al nivel de la gente real, entre las crestas y las ondulaciones de una superficie compuesta por cientos de millones de habitantes; por primera vez está a la altura de su estremecedora dimensión y de su miseria.
La estación, radial, marca la pauta de los transportes de un continente. Por todos los sitios, entre los pies y los bultos, hay gente que se ha echado a dormir en el suelo, sobre el polvo y los salivazos. Los despiertos se ignoran casi tanto como los dormidos. Los chinos se separan entre sí, de la multitud de su población, por infinitas barreras; se defienden, subsisten, se acomodan, sobreviven, y duermen tendidos en una calle atestada y casi pisoteados. Hay muy pocos gestos de ternura y menos de cortesía. Sólo un utilitarismo expeditivo.
El insomnio, la inquietud, han ocupado el lugar del descanso mientras Vera consulta mapas y arrastra la fatiga, que gira con el ventilador de la habitación gris. Las lindas e impecables japonesas, los australianos fornidos, los franceses ilustrados y los alemanes minuciosos ofrecen consejos y coinciden en las extremas dificultades por trabas burocráticas y de transporte. En todos ellos, se dice Vera, hay
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una inocencia de la que ella carece, aunque las apariencias y pertrechos coincidan. Ellos no ven tras su cara el otro rostro aguzado por la espera del reencuentro. Ellos ignoran que existe algo especial en su equipaje.
El tren se ha puesto en marcha, camino de Datung, del norte, de las cuevas búdicas, dejando Pekín atrás. Ahora es la trabajada llanura y los jóvenes árboles, con el espinazo de las montañas al fondo. Algunos viajeros escriben. La de los occidentales es una línea personal, progresiva, estirada hacia el tiempo. Los orientales trazan signos aislados en los que encierran ideas, una cuadrícula semejante a los hutongs, el núcleo básico de habitación cercado por su muro.
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Nombres
Oh, las huidas, viajar por un nombre, sorbida por el remolino de arena y espejismo de Wuwei y Dunghuang, de Lanzhou, Loulan, Turpan y Kuga, de Hotan y Minfeng y de las rutas que se abrazan en el amplio nudo de Pamir, viajar por cada letra, por cada sonido de Samarkanda, pasar con un silbido de kilómetros por Damghan y Hamadan, aterrizar en un Baghdad que no tiene nada que ver con el que soñamos, unir los cabos de Palmira y asomarse por Tiro y Antakia a Europa y al mar. Aunque sólo llegue, en este viaje, a lamer las orlas de la Ruta de la Seda.
¡Pekín está tan lejos de China! Nada más salir de él, hacia el oeste, es la proximidad de la Gran Muralla, del desierto, de la curva matriz del Huangho. Pekín es un bastión límite, y una capital escogida por los invasores para vigilar a la población china asentada en los valles y la costa. Mientras, los jinetes mongoles degustaban a veces la plenitud de vacío de la estepa, la gran soledad del Gobi vecino, de las lejanas montañas en las que el río Amarillo nace. Y dominaban los valles, la laboriosa China antigua desde siempre, la de los ciclos y la fertilidad.
Datung es en realidad una mina de carbón a cielo abierto en torno y sobre la cual se afana una numerosa colonia de seres que rascan, arrancan y transportan en carros de caballos grandes trozos de mineral de un negro brillante. Las primitivísimas instalaciones y los seres tan negros como el material transportado hablan de condiciones de trabajo predecimonónicas. Sin protección alguna, los trabajadores hurgan en el picón envueltos en una nube de polvo y aspirando carbonilla. Los japoneses abrieron durante la guerra de ocupación nuevas minas y exterminaron, con trabajos
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forzados, a buena parte de los habitantes con una crueldad que ha pasado a la Historia.
Pero sorprendentemente, como esos parientes viejos que se resisten a morir, Datung guarda un casco antiguo lleno de vida, confusión y encanto, callecitas y bloques de un piso con tejado curvo y puerta tradicional, tiendas de instrumentos musicales, de trajes de teatro, de comida y de té, mujeres en minifalda y ancianas de pies vendados. En el corazón se alza un templo de proporciones bellísimas, el Huanyan Superior e Inferior, y, más abajo, el muro Ming con el mosaico de los Nueve Dragones, como el muro de Kuanyin en un glorioso fondo turquesa. Entre la multitud ruidosa, agresivamente ocupado cada cual en sus propios asuntos, los templos budistas logran crear un espacio de paz y amplias proporciones en escaso perímetro por la alternancia de planos y perspectivas. Mil años, más de mil años de construcciones, incendios, guerras y reconstrucciones de estas salas de madera repletas de pinturas y de esculturas. Y sin embargo este frágil material no ha perecido, ha atravesado los años, el odio y el fervor de los hombres, el olvido y las tormentas, como si al papel, la madera, el yeso, se hubiera añadido algún mágico ingrediente salido de las sutras, quizás la calma sabiduría del Iluminado que preside Huanyan, traducido, el Templo de la Gloriosa Dignidad.
¡Al fin surgís!, vosotros, la clase dirigente, los que discurríais ignotos en los años setenta, pegado como seda el fino e impasible traje gris. Por primera vez el extranjero coincide con vosotros en los recoletos oasis sin pobreza, en los hoteles, los restaurantes y los trenes, en las salas, los compartimentos y los vehículos aislados por blancas cortinillas en los que se os ve entrar y reuniros, donde resplandece entre la universal suciedad y descuido el albo mantel y las delicadezas de la mesa bien puesta.
Anteriormente era imposible que hubiera testimonios visuales de la clase de los nuevos mandarines; los extranjeros eran o rechazados o su número ínfimo y se les agrupaba en cualquier parte, el ala separada de un hotel. Sombras en la sombra, los mandarines discurrían por vías ignotas, más discretos y privilegiados que ahora porque los bienes de la
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movilidad y la libertad y los bienes de este mundo estaban aun peor repartidos en el reino de Mao; degustaban, bajo la apariencia anónima gris y azul, el depurado zumo de la gran diferencia, paralelos y jamás tangentes a la gran masa.
Hoy, que a pleno sol la sociedad se decanta en clases a gran velocidad, se ha retirado el telón. Los hoteles son gruesos edificios soviéticos sinizados ligeramente en las esquinas y rellenos de la élite nacional, que considera, pensativa, los medios del salto sobre el atraso. Fuera, la gente tiene las mismas arrugas que la tierra de loess y marrones estrías. Grises plomo las casas, los edificios por dentro y por fuera inevitablemente grises, desconchados, raídos por el uso, polvorientos y conteniendo una multitud con aspecto en su mayoría homogéneo. Blanda masa de China, moldeada ayer en manifestaciones de adoración maoísta, anteayer en la adoración al emperador, moldeada hoy en nylon, medias, zapatos, asfixiantes pamelas sintéticas.
Vera recogió fuerzas; por primera vez desde la partida, recogió fuerzas. Ahora restaba atravesar despacio el río, subir reposadamente el lomo desigual de los escalones, a las puertas del muy célebre monte Heng Shan, y descansar en el Xuan Kong Si. El Templo Suspendido es un perfecto lugar de meditación integrado a un dulce paisaje en el cuenco del valle, sobre el arroyo con sus gentiles desniveles que en tiempos formaron leves cascadas. El conjunto fue sin duda expresión misma de la paz. Cada pabellón y cada ventana se abrían -para los seres celestes y para los humanos-sobre una vista que elevaba de la belleza a la meditación. Lo que ahora miran con sus cuencas vaciadas a veces por la Revolución Cultural, que también cortó las manos de las grandes estatuas y segó la cabeza de las pequeñas, es las instalaciones de un embalse, canteras y pilas de ladrillos que, al escoger precisamente este lugar, han destrozado un sitio único. El Monasterio Suspendido de Xuan Kong Si ha, de esta forma, perdido la mitad de su existencia.
Le queda la gracia de nido, de sucesión de nidos enganchados a la pared vertical de la colina, de sus largos soportes finos y rojos como patas de ave y el protector plumaje de tejas. Fue ciertamente refugio y preparación de los que iban
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o venían de un paisaje de pinos inclinados y rocas que devanan cambiantes jirones de niebla. El monte Heng Shan no es santo sino por la belleza que ha sido continua materia pictórica del arte chino. El devoto se dirigía hacia una de las nueve montañas sagradas. El artista y el caminante veían el cambiante esplendor del mundo.
Acogido a la inalterabilidad del acantilado, estaba, siempre, el Xuan Kong Si y Vera, al tiempo que sus pertenencias, ordenó junto a él las etapas de su vida anterior.
Madrid, París, Londres… Las ciudades occidentales eran grises a pesar de cielos rasos, de noches crujientes y secas con un brillo de lentejuelas en el negro de su tul. Las ciudades de Occidente eran mujeres de mediana edad que translucían el agobio de grietas en la piel y del maquillaje, con un rictus irónico cruzado diariamente por miles de personas. De entre las cuales Vera había tomado impulso para dirigirse de nuevo hacia algunos lugares de Asia Central. Madrid, Londres, París eran ciudades que nunca habían sido olvidadas, sobre las que el silencio y el recuerdo jamás tuvieron tiempo de crear una dura superficie de ilusiones embellecida por la lejana y escasa luz; eran medidas, razonables y por lo tanto incongruentes cuando Vera las confrontaba a la ruta del olvido, la ruta marcada por sonrisas evasivas apenas esbozadas en piedra blanda, la ruta de los nombres de la seda, agrandados por el abandono. Y esa misma ruta se volvía también, por el jugueteo inconstante de los objetos inanimados y de los sucesos de la vida, el mapa personal de gestos amigos y amados, de ojos con el pliegue del Oriente en los que la chispa del afecto había brillado inconfundible. En los años transcurridos el tiempo había erosionado y construido, con las uñas y los dientes, al lado izquierdo del mapa, al Oeste por el que hervían carreteras y cambiaban de continuo los rostros y los paisajes. No así al Este, al este remoto, transparente y solitario en el que, con el debido derecho de peaje, hay quizás esa ruta sobre la que, imperceptiblemente, se va haciendo más y más poderosa la calidad extraña de la luz.
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La llamada de Antón Urriel encontró a Vera todavía en la más calurosa y reseca de las grises ciudades. Europa se vaciaba hacia el mar. Era el sinólogo que trabajaba en la Embajada. «El cura Urriel» para el grupo burlón de españoles en Pekín. En esos tiempos el mundo se dividía en progresistas, siempre desenfadados y laicos, y la masa informe de representantes de un orden reaccionario y extinto. Pero había que recurrir al cura para la traducción de documentos, y además estaba mezclado en todo tipo de salsas culturales, en las que era el único capaz de desenvolverse con conocimientos profundos y amplios.
Y ahora Antón Urriel estaba allí, en el lugar en el que se habían dado la cita por teléfono. Incongruente con el contexto de la ciudad tórrida y solitaria a la que el calor parecía evaporarle la modernidad de forma que en el cuenco de cemento quedaban tan sólo cuerpos primitivos y sudorosos, mercancías de dudosa higiene y camareros abotargados por la siesta y el coñac.
– Tengo algo urgente para usted, Vera.
El padre Urriel llevaba alzacuello, como cuando su indumentaria, denunciando su estado, despertaba de inmediato la ironía de los compatriotas, encantados de animar con chistes de poco coste al reducido grupo de la colonia.
– Aunque le parezca extraño -continuó él-, a mí me de
clararon, no mucho después de que la echaran a usted, «persona non grata», pero de forma diplomática y discreta. Se
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hacía precisa una consulta con mis superiores, de forma que me expulsé yo mismo con la mayor cordialidad.
En el café habían enchufado el aire acondicionado y del cajón polvoriento bajaba un frío metálico, que punzaba los hombros y el cuello de Vera y se introducía bajo el vestido de verano, hasta que atacaba sin piedad el calor minúsculo del líquido en la taza.
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Vera le miró, temiendo ver en él a la que, a su vez, el cura veía. Los años sí habían pasado sobre Antón Urriel colgándose de las mejillas y de los ojos. Se había agriado unos puntos más su humor y hecho escuetas sus explicaciones. Finalmente era en verdad un cura, un miembro de esa organización oscura y foránea llamada Iglesia, reflexionaba Vera. Por ello, pese a su carácter prudente y meticuloso, se había lanzado a una solitaria aventura personal, tras los filamentos de sus correligionarios hostigados, perdidos en el gran cuerpo indiferente del país que sólo concedía honores de culto al Estado y sus oficiantes. Se había desgastado Urriel, el comedido y cumplidor, dando embarazosas explicaciones a sus superiores del departamento y a Asuntos
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Exteriores. Sin mayores secuelas perceptibles que las píldoras para el tratamiento periódico de una úlcera de estómago.
Tras un breve epílogo sobre monumentos y transportes, se separaron, despedidos en direcciones distintas por el soplo artificial de aire frío y por el recuerdo de aquella isla sobre la que, por simple azar y sin afinidad ni simpatía, habían coincidido, en los últimos tiempos del Bien Socialista y de las Oscuras Fuerzas de la Reacción. Madrid les acogió en su largo estómago entregado a la búsqueda de una humedad avara y a la siesta.
Antón Urriel ha marcado y fichado innumerables escritores y textos, ha sopesado el equilibrio entre el contenido y la imagen evocada por los trazos, ha imaginado la obra leída en voz alta en tiempos remotos. Su mano es de las pocas, entre sus colegas, capaz de trazar caracteres con rápida seguridad y, si es necesario, con la belleza de los clásicos. Por ello es un sabio, retiene y controla sus energías, canaliza su fuerza. Pero bajo esto y bajo su apariencia -la costra banal e incluso ingrata del hombre avanzado en años y recubierto por esa fina e indefinible película resbaladiza que se crea en la gente sin contacto físico-, tras las sienes ralas, las manchas en las manos y el amarillo opaco de los ojos, acentuado por el cansancio, tras todo esto es posible que el padre Urriel guarde pasiones semejantes a las de San Juan de la Cruz, que explore no menos que el camino de atajos imprevisibles, y que oculte la esperanza de una relación directa con lo absoluto bajo las galas más usuales de la erudición y la bibliografía, riendo de sí mismo como de un amante tardío, y reduciendo de una forma sistemática las imágenes de budas y de seres representados como santos a las clasificaciones de un catálogo de arte.
Quizás, como los viejos escritos al parecer dicen y como creyeron ciertos viajeros, mientras los mercaderes se precipitaban afanosos por la Ruta de la Seda, algunos se desviaron para llegar al camino que no tiene final, que siempre sube y termina tan cerca como a los mortales les es dado del Astro Rey. Su sol era el círculo interno, perfectamente compensado, de la liberación pura. En las pesadillas del padre
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Urriel las imágenes forman cadenas de sonrisas estúpidas, cruelmente indiferentes e interminables. En sus sueños marcan el fin de una peregrinación arriesgada, solitaria, breve e intensa, y las aspas de la svástica en el pecho de los budas dan vueltas locamente antes de detenerse y por fin, con ellas, las pasiones del mundo. Antón Urriel se pregunta curioso qué espacio queda para el Amor del poeta carmelita en la impasible sonrisa de los bienaventurados y dónde se halla la confluencia de la ruta de invisibles soles y la de las redenciones violentas, incluida la del forzado paraíso que el Estado promete, mucho más al este de las altas montañas, en las organizadas ciudades de las llanuras.
Desde un punto de esas lejanas llanuras de Asia, Vera recordó a Urriel. Y desestimó la posibilidad de mencionarle el lugar en que se encontraba. La Pasión según Yungang no ha lugar. La Pasión es Cristo, distorsionado y sangrante. Inimaginable en Buda. El de Nazaret sería uno de sus avatares, un iluminado más que pasaría las angustias del camino de la vida en el umbral de Asia y África para quizás, luego, ir a morir y ser enterrado en esa tumba de Cachemira en la que se enseñan las huellas de las plantas de sus pies. A continuación un giro más de la rueda y la beatitud. ¿O la capitulación vergonzante ante la Nada?
Y finalmente la sonrisa, la sonrisa sola, limada día a día imperceptiblemente por el aire seco. Medio centenar de grutas ocre pálido, no lejos de las minas de carbón, ocupando como un retablo el kilómetro de acantilado de arenisca. Figuras de todos los tamaños y cada una, gigante o diminuta, con su fina y peculiar sonrisa, budas y boddhisatvas rodeados de entes benéficos y maléficos, de las formas de sus reencarnaciones y de las apsaras, gráciles seres celestes que vuelan en torno y tañen instrumentos musicales. Pertenecen a la floración del budismo en uno de los ricos estados de la China fragmentada del siglo V d.C, los Wei, extranjeros nómadas que albergaron una especie de cortes florentinas de arte exquisito.
Vera se aproxima al enorme oratorio. Las figuras gigantes están rodeadas por un enjambre de minúsculos santos grabados en ordenadas hileras hasta cubrir la roca. La bar-
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barie de la Revolución Cultural pasó también por Yungang arrancando trozos de rostro y manos. Antes pasó la otra, los coleccionistas occidentales y los mercaderes chinos que tajaban para ellos las piezas elegidas. Mucho antes, en el siglo III a.C, quedaron en el área soldados de Alejandro Magno; por eso, como también ocurre en el norte de Afganistán y de Pakistán, las estatuas de Buda tienen un toque griego y señalizan los caminos recorridos por comerciantes, misioneros y artesanos.
– ¡Imbéciles! Lo que tienen es la sonrisa de los imbéciles, como en una gran campaña electoral, ¿verdad, Bill? -masculla a su compañero un hombre grande y sudoroso que lucha con la pendiente tórrida y con su cámara bajo el gesto de los rostros de arenisca, en verdad si no insultantes sí molestamente ensimismados en labores nada contingentes. Hay un fluir de visitantes y de fotografías, de descanso al fresco de los pocos árboles y de vuelta a la vibración del calor. Hasta hace quince años, y durante largos siglos, las estatuas estuvieron solas, atentas exclusivamente a su tiempo interior al cual podían sonreír. Las figuras de Yungang son indias, persas, griegas y chinas y no son nada ni de nadie, alzadas de puntillas sobre un oleaje de pueblos que sólo ellas ven en su conjunto y cuya tempestad no ha terminado todavía.
Vera observó la llanura reverberar bajo el calor. Ella iba en busca de alguien, hacia las tierras frías, apartando dos décadas que cubrían sentimientos en buena parte quizás ficticios. No lo hacía por amor, aunque le hubiera gustado creerlo. Tampoco por fidelidad. Tal vez lo hacía para luchar contra el paso del tiempo, por sentirse más viva, por sentirse humana. Pensó en Xei Wen.
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«¿Amó usted?»
-Quiero un poco de agua, por favor.
Xei Wen ha desperdigado ceniza sobre la mesa y los folios del interrogatorio. Con el meñique empapado en nicotina termina de limpiar la punta de su cigarrillo y empuja delicadamente el resto gris en forma de capuchón hacia el borde.
–Hay que traer otro termo -dice el policía.
Y se incorpora, no se sabe si para limpiar debidamente y reordenar los folios o para buscar agua.
-No, por favor, -se adelanta Xei Wen- yo lo traeré.
-Hay dos llenos en la esquina.
Xei Wen los sopesa, trae uno de ellos y deja el vacío en su lugar. Coloca con excesivo cuidado los termos en fila, retrasando estúpidamente el momento de sentarse de nuevo a la mesa. Busca en la habitación objetos a los que desearía asirse. Intenta recuperar la calma.
El policía rechaza que le llenen su taza con un gesto. Xei Wen maneja con excesiva rapidez el pesado recipiente; al verterla, el agua hirviendo salta al exterior, algunas gotas le queman la mano y el resto forma un pequeño charco en el suelo de cemento gris. Xei Wen se disculpa de nuevo e intenta secar con la manga la mesa y el líquido que avanza hacia las carpetas. Con un gesto brusco y definitivo que no da lugar a excusas, el policía se inclina desde el otro lado de la mesa, levanta el bloque de papeles y seca rápidamente la superficie con un trapo oscuro.
Xei Wen siente, con el agua, un sabor a tiempo y nicotina. Pueden haber sido hoy tres horas ya, o cinco; sumadas a
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las de los últimos meses. El interrogatorio se extiende ahora teniendo ante sí todo el espacio de las vacaciones en el edificio vacío.
– ¿Quiere usted cambiar de lugar de trabajo? -pregunta
el agente.
Pese a la costumbre, Xei Wen siente otra vez una contracción dolorosa del estómago, como si se le subiera y se pegase a los huesos, la contracción del que evita un golpe. Responde:
«Ya no podéis como antes -aseguró Xei Wen a sí mismo, a los nerviosos reflejos de su yo acobardado-. Ya no está en vuestra mano mandarme a reparar las terrazas y los canales de Yunan y hacerme envejecer allí. Mi caso no vale la pena y un intelectual, al fin y al cabo, ahora tiene un precio».
Pero eran sólo pensamientos, placebos ingeridos a intervalos regulares, diques contra los viejos reflejos del terror. Cuando todo se mide en voluntad y beneficio de la mayoría, representada por el Partido, en «las amplias masas de cientos de millones de habitantes», el lugar, aparición y desaparición de éstos importan tanto como los de las hojas en otoño. Xei Wen repasó mentalmente la lista de personas influyentes que conocía y la de aquéllos que testimoniarían ciertamente en su favor. Eso le tranquilizó mucho más que la incipiente apertura política.
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El policía releyó aquella sucesión de fragmentos sacados de diversos informes y de lo que sobre China había escrito la extranjera.
– ¿Y la entrevista en el santuario de Las Tres Virtudes
Escondidas?
Se sirvió agua. Xei Wen tiró al suelo el resto de la suya tibia y llenó su tazón con la otra humeante. Pese al día tórrido de comienzo de verano, no le desagradó el contacto del hierro esmaltado caliente en las manos frías. Explicó al agente:
Por la ventana del tercer piso Xei Wen distinguió al jardinero colocando haces de yerbas. Nadie más. Los empleados de la unidad se suponía preparaban el material de un cursillo pero ciertamente estaban la mayoría durmiendo en la sala norte, que era fresca. No recordaba a los budas de Las Tres Virtudes Escondidas; sí las perlas que llevaba en la mano cada uno de ellos, y las estelas que cubrían el pasillo,
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brillantes, pulidas, húmedas, en la excelente grafía de algún artista llegado al efecto de la corte del Sur. El santuario había sido un viejo refugio no siempre respetado por señores poco piadosos.
– Las relaciones no fueron más allá. No fueron… sexuales, como ella u otros dicen.
Xei Wen palideció y bajó la vista mientras buscaba expresiones rotundas en ese tema que no se trataba en voz alta jamás.
El interrogador releyó, pasando algunas hojas; luego le dijo:
Los tazones, papeles, bolígrafos, tintero, lápices, el tarro de la cola, los dos candados y la caja de cerillas, todos los objetos, con leves toques, parecían haberse ordenado en una simetría perfecta, y en medio la cabeza del funcionario era el centro de aquel burocrático sistema solar, la cabeza en la que llamaba la atención una avanzada calvicie y que miraba a Xei Wen como a través de los párpados sesgados. El policía colocó las dos manos en reposo como si apresara contra el tablero algún punto crucial.
«No estuviste en el campo» -pensó Xei Wen mirándolas-, «no estuviste en el campo después de la Revolución Cultural. O tal vez fuiste justo al principio, para decirnos
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cómo tenían que construir el socialismo los hijos de los intelectuales y las esperanzas depositadas en aquel horno de ladrillos y la unidad de materiales de construcción. También preguntarías quizás, de paso, quién estaba más contento y quién parecía insatisfecho y quiénes apoyaron aquel escrito sobre la mala elección del emplazamiento de la unidad de trabajo, las dificultades de transporte, la inadecuación del material producido y la franca hostilidad con que nos observaban los naturales de la región.»
El policía salió y Xei Wen sintió de repente el calor acumulado en la estancia, se secó el rostro, se sonó con un papel y luego observó sobre la mesa aquellas anotaciones que contenían la mitad de una historia con la que tenía que encajar la suya, su versión, sin por ello culparle. Trozos escritos por ella que él no había leído, que nunca iba a leer y cuyos resúmenes jamás había visto. ¿Habría ella imaginado, imaginado como él, en las horas innumerables de separación, en los años sin porvenir y sin correspondencia, el ciclo invariable de las adivinanzas del cuerpo y de las caricias?, de alguno, de casi cualquier cuerpo. Eso, a fin de cuentas, importaba poco. Pero las frases exactas que él dijo, lo que ambos suponían, ¿cuáles eran y cómo eran?
¿En qué podía identificársele, culpársele directamente a él?
Cuando levantaba la mano para atisbar algunas frases del contenido de las carpetas, el policía regresó. Los dedos de Xei Wen se abatieron instantáneamente sobre el cenicero y aplastaron una colilla ya fría mientras se oscurecía la
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ventana, el jardín y las paredes. Él reocupó su sitio como si no le hubiera visto, pero inmediatamente se dedicó a colocar con cuidado los objetos de la mesa, incluido el cenicero cuando Xei Wen retiró la mano. Era una mano que temblaba, que Wen sujetó entre sus rodillas y con la que, mientras el interrogatorio continuaba, pensó de forma absurda que hacía mucho tiempo que no había acariciado a nadie y que quizás por eso guardaba un recuerdo tan claro de la piel de ella, con su vello fino y el pelo casi igual, como plumón. Tranquilizó con la otra mano a su mano temblorosa. Esperó unos minutos y solicitó ir al lavabo a su vez.
Xei Wen empezó a desear más que nada tumbarse, tomar la mezcla de té medicinal y esperar a que su estómago se aquietara. Las paredes de la letrina estaban manchadas de excrementos, pero se apoyó contra la ventana y se presionó la frente y el contorno de los ojos.
«El sur siempre está más sucio y parece más sucio. Nunca me acostumbraría a vivir siempre aquí».
Hizo funcionar por segunda vez la cisterna y cruzó el pasillo. En el fondo alguien que no le vio o simuló no verle barría las escaleras.
– Le voy a proporcionar una lista de fechas para que
usted me diga los encuentros a solas, y lo que hablaron.
Aproximadamente. La extranjera llamada Vera parece recordar bastante bien.
El policía había trazado en hoja aparte una fila ordenada de números y observaciones marginales y, mientras la iba repasando y completando, le comentó:
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– Hace más calor por las tardes. Este año ha sido muy
lluvioso; bueno para las plantas pero bueno también para el
calor. Usted se acostumbraría mejor al clima de la estepa,
o la montaña.
Xei Wen no respondió.
– Su salud sin embargo ha sido parecida cuando estuvo
en el norte, desde la Revolución Cultural. ¡Es tan normal
cambiar de sitio de trabajo!
Xei Wen le sabía originario del sur. Manteniendo las manos sobre las rodillas, contó con los dedos los años que él había pasado en la esteparia unidad de producción aneja a la fábrica número cuatro, sumó el periodo indeciso en la capital de la provincia como ayudante de la Radio y el lustro en la ciudad del sur; restó el primer e inolvidable mes de vacaciones después de tres años en la estepa, y los quince días de Año Nuevo en los años siguientes, más dos asuntos de trámites que le habían permitido rápidos regresos.
«Ahora no es como antes» -se dijo Xei Wen- «Lo que me queda no me lo podéis coger».
Y al hacer un movimiento enérgico con la mano, apartando amenazas, hizo caer el cenicero, que se estrelló en
pedazos. Se disculpó, recogiendo los trozos de loza y llevándolos a la basura del rincón, mientras pensaba:
«Nunca es tarde para romper algo».
Y recomponía el mosaico de relaciones influyentes, de
informes positivos, esmerada conducta, y sobre todo la evidencia de que su capacidad profesional haría falta, más
pronto o más tarde, en la capital.
Porque pocos podían alcanzar la perfección ambigua de sus resúmenes y análisis, la claridad y el raro toque, clásico pero adecuado e irreprochable, de sus enunciados. Y la magia de desenvolverse en dos lenguas extranjeras, que habían yacido, como máquinas olvidadas y oxidadas -semejantes a las máquinas rusas- durante sus años en la estepa. Sólo a veces lejanas emisoras de radio permitían un contacto directo, furtivo, como quien ni se interesa ni entiende. Las muestras de reconocimiento de la utilidad de Xei Wen, de su inteligencia, por parte de jefes, subjefes, comisarios, res-
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ponsables, compañeros, se ensamblaban en el esquife que debía, en el momento oportuno, sacarle de la brutal isla de tierra y colmas desiertas, el esquife que había bogado, ensanchándose, hasta aquella ciudad del sur por el eterno camino de los ríos, la balsa, la balsa y el timón que le esperaban, hacia su hogar.
– Últimamente, apenas es posible asegurar el debido control sobre los extranjeros -el policía sacudía la ceniza de
su manga-. Cualquier grupo subversivo, cualquier elemento reaccionario puede meterles por los oídos toda clase de
mentiras y sacarlas, como un correo criminal, así al exterior. Hay que vigilar mejor ciertos sectores en las grandes
ciudades. Es mucha responsabilidad mandar según a quien
allí. Hay que saber controlar y saber alejar.
Ahora Xei Wen se creyó obligado a decir algo claro, terminante, pero sólo supo alargar los dedos hacia la hoja de números preguntando si ésa era la lista de fechas que debía serle entregada. El otro simplemente ignoró el gesto, mantuvo las manos sobre la hoja extendida frente a sí marcando su parcela de dominio, de absoluto dominio, sobre los nombres de lugares y las cifras de años que eran la vida, la concreta vida de Xei Wen, y él conocía sobradamente de otras ocasiones aquella callada y definitiva violencia que en situaciones pasadas había visto aullar, los pulgares sobre el folio de notas y distante expresión de los ojos. Aunque eran otros tiempos, quizás eran otros tiempos, Xei Wen sintió terror.
Entonces se entreabrió la puerta y entró un niño de unos cinco años.
– Mi hijo -dijo el policía-. Juegan por los alrededores.
Habrá ido preguntando y le han dicho que estoy aquí.
El niño se arrimó a su padre y luego se puso a fisgonear en los rincones, atrapó de la estantería un cuaderno rojo y amarillo, metió los dedos en un bote vacío de cola y lo hizo girar luego con el mango de un pincel.
El policía le tomó la mano, entregó a Xei Wen la cuartilla y salió diciendo:
– A la misma hora. Hasta mañana.
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El padre y el hijo atravesaron la escuela, un hilo más en la trama de todos los días. Ni traje ni insignia. Sólo el carnet de agente del Estado que apenas hacía falta enseñar porque, cuando llega por la ventana abierta el olor de los guisos y tareas cotidianas y un niño empuja la puerta, entonces se ha logrado la cárcel de máxima seguridad, la comisaría perfecta: Una sala más, cualquier habitación. Los interrogatorios. Igual que aquéllos en la escuela secundaria de Xei Wen en Pekín, cuando el profesor de Literatura había acabado escupiendo sangre en las letrinas.
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El pájaro y el desierto
El tren recorre lentamente el mar de carbón y arena, punteado por oasis de verdor, pastores, jóvenes árboles de reciente reforestación. La estepa mongola se extiende, tórrida, limitada por una muy lejana cadena montañosa que se desdibuja en la calina azul. Poblaciones. Remolinos de polvo. Algún rebaño de cabras, algunos de camellos. Y es fácil imaginar la desolación de los funcionarios chinos aquí destinados desde las jugosas llanuras del húmedo sur: nostalgia de árboles transplantados que llena toda la poesía clásica. Por la razón de la pura fuerza, la extensión y la carne cruda, las tribus mongolas se derramaron con la energía, el terror y la lógica de una catástrofe natural. La Gran Muralla se hizo para contenerlas; los pactos, los matrimonios con princesas y los tratados militares para manejarlas. Los guerreros de Xiongnu, que la Europa aterrada llamó Hunos, supieron acudir al festín funerario del fin de la era clásica. El caballo de Atila dejaba tras sí el despoblado territorio consecuencia de una nueva técnica guerrera basada en el empleo sistemático del pánico y el genocidio. Hasta que fue superado, ya en las puertas de Roma, por un serio competidor: la Peste. El galope estalló de nuevo en el siglo XIII, saltó la Muralla y todas las murallas, plantó sus tiendas en los palacios de China, en Rusia, Persia, y se detuvo jadeante en Venecia. Partida de Karakorum, la Horda Dorada de Gengis Khan obedecía ya a un plan imperial: emperador y fundador de la dinastía Yuan, Kubilai Khan, nieto de Gengis, deslumbra con su corte de Cambaluc (Pekín) a Marco Polo. Cerca ya en final de la Edad Media, todavía la nerviosa estepa enviará a Tamerlán, el de la fabulosa Samarkanda, el mecenas del arte, el verdugo de ochenta mil vidas en Delhi.
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Pero ni Hohhot, la capital de Mongolia Interior, ni Bao-tou, su población principal, tienen gran cosa de mongolas. La mayor parte de sus habitantes son chinos destinados a la zona y las praderas en torno ofrecen a los visitantes, previo pago de su importe, un circuito perfectamente controlado que incluye noche en la yurta, cabalgada y espectáculo folklórico ejecutado por los coros y danzas mongoles.
La repoblación misionera ha dejado rastros: templos budistas y tibetanos abandonados, transformados en fábricas o reconstruidos, la inmensa lamasería de Wudangzhao, las pequeñas pagodas, las mezquitas. Más victorioso que la Gran Muralla, más que los caballos, el tren conduce diariamente hanes, chinos de origen que descienden sin mirar la hostil inmensidad del cielo, apretando sus objetos personales, chinos que ven desfilar por la ventanilla el desierto del Gobi.
El ocupante de la litera contigua a la de Vera tiene un pájaro. A media mañana le ha sacado de su jaula e, instalado en el asiendo del pasillo, alimenta al ave y le da de beber directamente, sujetándole con una mano como si fuese un polluelo que aún no sabe valerse.
Además de su pequeño oasis natural de cordialidad, el ingeniero quiere, razonablemente, ejercitar su inglés. Y ahí es cuando Vera empieza a pedirle que escriba, que traduzca,
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frases al chino, frases del rompecabezas de una breve carta con la sugestión de una cita banal, frases para introducir en un sobre comente de este papel ligero como de cigarrillos, para que la carta se incorpore anónima a la corriente de las infinitas cartas parecidas y, saltando sobre numerosos años, con su modesto sello local, llegue al destinatario, sólo al destinatario.
El hombre deposita al pájaro en su jaula, moja la mano en la taza y le salpica, saca una bolsa de caramelos, los ofrece. Los demás duermen. Al pasar hacia el grifo del agua caliente algunos se detienen al oírle hablar la lengua extranjera. Una vez que los chinos ya no tienen la consigna de ser amables y sonreír a los amigos-diablos extranjeros, los miran con una despegada curiosidad zoológica, los desprecian, los envidian, los imitan ansiosamente en el vestir y en consumo, y los evitan excepto amables excepciones. Al anterior cultivo oficial de la xenofobia ha sucedido la moda de un apartheid sin empacho basado en la extracción del viajero del mayor número de divisas posibles. Los razonamientos económicos se escudan en imperativos coyunturales que cubren disposiciones leoninas y robos manifiestos. La demanda de codiciables divisas, del especial papel que sirve para adquirir mercancías de importación en tiendas especializadas o productos locales inalcanzables, decrece cuanto mayor es la distancia de las zonas urbanas turísticas, para ser inexistente en los innumerables lugares de China en los que no han visto jamás ni a un extranjero ni ese tipo de billetes. Pero en Pekín, Datung, Xian, hay furia por adueñarse de ellos. Llueven los asaltos tanto por cuenta del Estado como de los particulares, que rivalizan en la técnica de desvalijar al viajero, ya sea escatimando billetes del fajo, según la conocida maniobra del fullero cambista, ya sea exigiendo con toda la autoridad del funcionario pagos en dinero turístico. El apartheid respecto al occidental aparece en las ventanillas separadas para comprar la entrada, en los mil canales diferenciados que, paradójicamente, coinciden con los de la clase dominante en la calidad si no en los precios, privilegio exquisito en un país donde un billete de tren obtenido sin homérica lucha, un visillo, una sábana
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limpios, un comedor cuyo suelo no esté cubierto de desechos y las mesas de pringue y huesecillos, es un lujo.
El plantador de árboles y su pájaro miran por la ventanilla. El desierto, el desierto.
El desierto recordó a Vera a Ma Ren y sus lentos relatos de soldado.
Desde un lugar distante, Ma Ren recordó el desierto y su propia figura, agrandada, como por el agua, por el gran volumen de tiempo pasado.
– ¿Cómo es el sur?
Ma Ren se sujetó la gorra, la gorra del Ejército Popular de Liberación de la que se sentía orgulloso y que le estaba grande; todo le estaba grande, hasta el fusil y el caballo. Ma Ren acostumbraba, galopando a la par, dirigir a veces esas preguntas a su compañero, y volvía hacia él su rostro extraño que delataba una mezcla de las fronteras. Mientras, mantenía las riendas con unas manos ya suficientemente crecidas.
– El sur es… lo que esto no es -le dijo el otro con un
movimiento de los brazos-. Cuando terminemos completa
mente con los bandidos y los reaccionarios y los señores de
la guerra podrás ir al sur.
Cuando se soñaba a sí mismo Ma Ren se veía así, con las manos cruzadas sobre la silla y totalmente lleno el corazón de pensamientos futuros, de fuerza. La estepa, las yurtas eran la negación misma de un mundo propio de hombres y no de águilas, piedras y bestias; un mundo de casas, campos y verdura, con acequias lodosas y como límites el ladrido de perros. Las mujeres de la estepa les miraban sin recato cuando dormían envueltos en su manta pero a él le daba igual, toda su energía se había ido por otros caminos, estaba sacada del pan ácido que recibía como ración de niño y que alimentaba su deseo tenaz de asistir a la escuela, kilómetros arriba y abajo, bocados escasos que quemaba en la forja de su voluntad. Los compañeros lo llamaban estudiante de pan y agua, pero era fuerte, fuerte para lo que él quería.
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Ser tan joven se le hizo de repente interminable. Sin embargo ¿quién de los estudiante ricos, que comían verduras y carne y dormían la siesta mientras él, falto de libros, aprendía las lecciones de memoria repitiéndoselas una y otra vez, quién de ellos se hubiera atrevido ahora a esbozar en su presencia una mueca de burla? Ni siquiera su padre le haría otra cicatriz como la del muslo. Su batallón era el primer grupo de personas que no le había golpeado jamás. Por la noche estudiaba, en los descansos estudiaba, aprendió estrategia militar y cómo tratar al pueblo, aprendió política y estudió la geografía de la zona, retenía según la costumbre de los años sin papel y sin libros; ellos le felicitaban por sus progresos.
Pero nunca fuiste al sur. Campesino pobre, joven soldado, durante la Revolución Cultural por primera vez tu tenacidad dejó paso a una insospechada y agresiva violencia (le cogiste a aquel intelectual de familia fácil, de vida fácil; en tu puño ante sus ojos, en tu delicia ante su miedo llevabas concentradas expresiones tan largas que sólo podían resumirse con un gesto); el carnet del Partido en tu bolsillo era mucho más grande que el fusil, era poder. Saltaste sobre esos intelectuales. Y saldaste, no lo suficiente -¡si hubieras sabido!- una cuenta con Xei Wen.
Arrinconado luego como tantos otros, hundido en el olvido burocrático de la pequeña ciudad, intentaste, sin ningún éxito, pese al carnet del Partido, obtener un puesto en las comisiones técnicas de modernización, recientemente formadas, que iban a conferencias y pasaban semanas en el extranjero, que disfrutaban incluso de reciclajes de dos años en ese mundo occidental devenido súbitamente maestro. Descubriste que habías perdido el paso de la cresta de la ola, que en tu carnet del Partido la fecha de nacimiento era vieja.
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Ma Ren no estaba seguro de que entre esa juventud que parecía no pasar nunca y el fin de la madurez hubiera transcurrido realmente algo. Entre fantasmas de deseos, de cartas, de fotos, de proyectos, descubrió sin embargo que había perdido el tren de la modernización, que jamás obtendría becas para estudiar Química o Biología en París o en Estados Unidos, como estos jóvenes que ve con camisetas estampadas «Washington D.C.», estos jóvenes semejantes en algo a los del colegio de su pueblo.
Vera se hundía en las distancias del país lejano por los mismos surcos que habían dejado los relatos de Ma Ren.
Al este China. Al oeste el desierto. Las últimas torres de vigilancia de la Gran Muralla, las grandes catedrales budistas semienterradas por la arena y la apoteosis de sus apsaras de todos los colores en el fondo sombrío y fresco de las grutas. Kansú como una cuña del verde al pálido amarillo de la arena, lamida por el Huang Ho, y la ciudad de Landchow como un largo oasis junto al río, aprisionada entre los farallones y sus márgenes y deslizando entre ellos su blanda materia urbana. Kazaks, uigures, tibetanos, huis, mongoles, manchúes, mujeres con el pelo alzado en grandes rulos espesos rodeados de cintas y cuentas, musulmanas con un complicado velo monjil que recoge el cabello y se aprieta luego bajo la barbilla y que, en China como en cualquier parte del planeta, tienen la marca de sumisión y opresión canina de todas las mujeres del mundo islámico, hombros más inclinados que los otros, pasos más cortos.
Landchow se deja querer, no reniega de su carácter de ciudad de paso, es fácil orientarse por sus calles limpias, tanto por la fachada nueva, espaciosa, como por la parte más tradicional que, detrás de aquélla, se amolda al terreno escalonado. El cuerpo se acomoda instintivamente a sus dimensiones entre la metrópolis y el pueblo, asiste a la caída de la tarde fastuosamente roja, esquiva por la noche las bicicletas sin más luz que la brasa del cigarrillo del conductor y deambula a tientas entre las parejas amorosas y los vendedores de leche cuajada y de fruta. Figuras grises en un mundo todavía de luz gris, individuos, grupos que hacen gimnasia lenta al filo del amanecer en las plazas, por la
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calle, movimientos que imparten perdida gracia a cuerpos ajados, gruesos, anónimos. Y, entrado totalmente el día, las inestimables piezas del museo provincial, motivos que atraviesan serpenteando los siglos y se repiten en vasijas y grabados: dragones, trípodes, caracteres gráficos. Aquí está, como las pirámides y Mona Lisa, uno de los al fin te veo del viajero: el caballo volador de los Han, apoyado el casco en una sorprendida golondrina, símbolo de la libertad que ha venido a nacer en un país centenariamente poco libre. Bronce inquieto entre los ejemplares disecados de la flora y fauna, los animales, granos, maderas y frutas de Kansú, la iconografía revolucionaria que relata los misterios de la Gran Marcha y dibuja sobre la cabeza de Mao un halo. Muestras del panda gigante y del mono dorado, del ruibarbo, las plantas medicinales y las flores, fotografías de los campos de lino y del paso de Hinzia, de las gargantas que han visto discurrir comerciantes, peregrinos, nómadas, soldados del ejército rojo, caballos en los que galopó Ma Ren.
Pero nadie galopa dos veces en el mismo, exactamente el mismo caballo. Tiraste la gorra en el suelo y comiste la pasta de harina y el té mirando la gran estepa pedregosa que parecía no iba a acabarse nunca. Admiraste aquella raza de caballos terca y sufrida sin la cual hubierais quedado amputados de pies y manos.
– Ma Ren, anota lo que nos han dicho del camino. Anotado junto a este mapa. Calcula las distancias.
Ma Ren calculó cuanto le dijeron y luego se echó a dormir con los otros, protegido en una quebrada del viento y del sol.
Al principio pensaste que era una granizada, esas tormentas frecuentes que barrían la estepa a veces dejando luego, en pocos minutos, el cielo raso. Sólo cuando explotó un terrón de tierra unos metros más allá te diste cuenta de que eran balas. El jefe te empujaba la cabeza a cubierto y te alargó para recargarlo el pistolón grande y pesado que tú le envidiabas. Mientras los cubríais, la mitad del pelotón corrió hacia la izquierda. Los disparos cambiaron
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de lugar y eran primero pocos, luego una respuesta abundante, silencio, gritos, una detonación sola, os dieron orden de salir y correr hacia allá en semicírculo por la derecha. Viste a uno de ellos que venía, sin veros, en vuestra dirección. Había mucho polvo y de nuevo disparos. El otro se detuvo, creíste que suplicaba de rodillas, antes de caer, pero cuando pasaste junto al cuerpo viste que simplemente era de pequeña estatura. Tenía tu edad y procedía del sur. De espaldas pensaste que podía haber sido un japonés de aquellos que habían quedado rezagados y que se suicidaban a su modo corriendo y disparando hacia el primer blanco posible. Algunos de tus compañeros aseguraban que aún existían muchos de ellos.
El sargento no quiso poner en una pica las cabezas de los muertos y discutió, mirando el mapa y las notas de Ma Ren, un nuevo plan para el día siguiente.
El té, que Vera sorbe bajo los árboles del jardín, tiene frutas de colores, especias y un gran trozo de azúcar cristalizada. La mañana rezuma tónica sequedad del aire, conversaciones de hamaca en hamaca, tratos y propuestas, pequeño comercio, proyectos y redondos brazos de muchachas. Un sorbo de té… Lanchow, donde estuvo Ma Ren.
Y ahora…
Así pues la muerte existe. Muerto el trozo de vida de la China de hace quince años, absolutamente muerta aquella experiencia, aquellas sensaciones. Onda en el tiempo, como Vera, como Ma Ren, como el coche que de madrugada se detiene a la puerta del hotel, como la seña expeditiva de los policías, como el rostro estólido del conserje, como las niñas que desfilan cantando las alabanzas del Presidente. Onda pasada de percepciones y gestos que nadie puede volver a recuperar. Así que la muerte existe, como el mosaico de vidas y muertes que es lo cotidiano, el presente. Un parpadeo de existencia y de no-existencia que sin duda los budas entrevieron. China, como Budapest y Taiz, son la muerte, sus vidas otras vidas, lejanas en la onda del ser.
El parque de la Pagoda Blanca, en la colina, contiene múltiples escaleritas, rampas, pabellones, templetes y zo-
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nas de reposo con, abajo, el barrio musulmán, la mezquita, y las anchas, intensamente amarillas aguas del Huang Ho. Color del sol, sabor de altura, de fresca sombra, cielos variables, arrebolados, barridos de la pelusa del vapor.
– ¡Maldita sea -grita el turista francés-, me han timado!
Y luego confía a Vera su amargura.
– Para mí es un golpe duro, todo este consumismo, esta
copia de la sociedad capitalista. China era otra cosa.
Y, con manos de cuarenta años, se frota las sienes, se atusa el cabello y sonríe en un rictus entre la melancolía y la neuralgia.
– Esta ridícula parodia de Hong Kong…
Se mesa los cabellos, ofrece fuego a alguien que le devuelve el mechero con cierta reticencia. Hay un soldado joven con su hermana y su madre, turistas, gente de la ciudad, viajeros de paso.
Adiós paraíso, piensa Vera. Ahora China es real. Antes no lo era, era una utopía, un monstruo de feria ideológica, reducida a una proyección de esperanzas e ideas, lo mismo que antiguamente comprimían y estrujaban entre bandas los pies de las mujeres. Ahora es como si se hubiera levantado la tapadera de una olla a presión y pululan ofertas, demandas, arreglos, pequeños negocios, ropa que intenta, atropelladamente y a golpe de nylon, tacones y medias alcanzar a la moda del lejano occidente y a la cercana Hong
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Kong. Muchachas en pleno julio empinadas en zapatos de vestir y asfixiadas con medias, hombres con un modelo de tacón alto y grueso adaptado a sandalias y zapatillas, increíblemente hortera. Afloran a la vez la realidad, la afabilidad de la gente, y el mercado negro, el aumento de la criminalidad y el de la sinceridad al hablar de temas que en el anterior infierno de virtud se daban por inexistentes. Queda el temor, los islotes de sombra, los mendigos, el pobrísimo alojamiento, la promiscuidad y la suciedad; queda, desde luego, la dictadura de un partido único. Pero el país es tan grande, tan diverso, la población tanta, que el control tiene sus límites. Los límites en los que se detenían antes las contadas visitas oficiales.
En estos años, por primera vez, cruzan provincias hasta ayer zona cerrada, corrientes de extranjeros. El chino siente hacia ellos la repulsión física respecto al animal ajeno, a su olor fuerte y a su aspecto insólito -la piel peluda, el cabello fino, los ojos claros, la nariz prominente porque el rostro del extranjero es anguloso y no plano como el suyo-. Pero el vecino de tren ofrece de su comida, el de la calle orienta. Y para la mayoría el occidental ya no es el fenómeno de feria que atraía multitudes.
El turista francés piensa que ha corrido mucha agua desde que, durante su primera visita a Shanghai, alguien le ofreció a escondidas hacerle un retrato rápido a cambio de unas monedas.
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con coches. Cuando lo de Shanghai me callé, pero estaba seguro de que el tipo de los retratos, el chófer y el sastre pasarían por una sesión de autocrítica y quizás por unos meses, o unos años, de reeducación por el trabajo manual. Limpia los lentes de su cámara. Señala hacia los paseantes y concluye:
– Antes de diez años los tendrá usted agolpándose en unos grandes almacenes idénticos a los de París.
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El camino de las sonrisas molestas
Binglisi, uno de los broches de la Ruta de la Seda. ¿Qué tienes que sonreírme, Buda Maitreya, desde tus 27 metros de altura, qué se me hace tu sonrisa encaramada a esa gigantesca estatua, el gesto pacificador de tu palma que ha ayudado a vivir y sobre todo a morir a innumerables seres, que sólo señalaba el camino del círculo?
El camino de Vera es un círculo, el agua laminada del embalse. Sin bebida, sin provisiones, las horas se hacen eternas en el pequeño barco. La caridad de dos familias chinas viene a remediar el descuido de los occidentales que miran con auténtica ansia los restos de los bocadillos de los niños. La madre parte y reparte, empuja con los palillos hacia ellos, sonriente, las verduras y el queso de soja; los trozos de pan, el pimiento y las judías desaparecen, con la manzana escrupulosamente seccionada y los gajos de la mandarina. En la playa, confluyen los visitantes y la nube de niños vendiendo huevos duros, piedras de colores y antigüedades. Los budas, grandes y pequeños, se descarnan lentamente por la rapacidad, la política, el agua y el aire, se reencarnan en barro y paja, sonríen tranquilos con el talante y la postura de las vírgenes góticas, y enseñan, un instante, el increíble don de la benevolencia.
¿Qué tienes que decir, Buda molesto? Tan mayor, tan antiguo y todavía no has comprendido que es tu salvación, tu nirvana, lo que llena este corazón occidental de helado terror, el vértigo de la quejosa gota de agua que es el ser individual disolviéndose en la primigenia y eterna sopa del cosmos armónico. Todavía no has comprendido cuan apegado está este usado corazón defectuoso al diario conciliábulo
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con la sangre, a la comidilla de las vísceras, todas desesperadamente retardando el instante de disgregarse y entregarse a la nada, agarradas al sexo y a la piel, a la piel del pubis con su rojizo bosque y sus canas, sus deseos y sus súbitas frialdades, como un esponjoso escudo frente a la muerte.
Los budas de Binglisi forman un cuidado enjambre alrededor de la inmensa figura central, la que aparece en la distancia como si guardara un desfiladero naturalmente defendido por las aguas del embalse. En invierno las aguas suben y el lugar adquiere especial paz. Durante las tres largas horas de travesía la seráfica matrona china ha hundido los palillos en la deliciosa mezcla de carne y pimiento y lo ha tendido, con un trozo de pan, a las necias y necios vírgenes occidentales, que súbitamente olvidan las mil quejas sobre el individualismo, la xenofobia y el brutal egoísmo de los chinos y devoran. Las grandes manos amarillentas, el cuello grueso y las altas cejas de la madre de familia tienen algo del buda lejano cuyos miembros hubieran cambiado de postura.
– Quiero raviolis y verduras con panceta, por favor.
Ni caso. Ni caso en absoluto. Unidos en efecto los trabajadores de todos los países socialistas, sobre razas, kilómetros, religiones, en la común indiferencia laboral, los empleados chinos del restaurante estatal ignoran a Vera con el mismo desprecio que sus colegas de Bulgaria, Argelia o la URSS. Los figones privados del barrio, escondidos tras los grandes edificios, los figones de callejón llevados por sus dueños, no cierran hasta mucho más tarde, sirven con rapidez en una atmósfera bulliciosa de vaho de comida, tazones de cerveza y vino, bromas e ir y venir de parroquianos. La estación de Landchow es una feroz subasta de asientos adjudicados al brazo más largo que, tendiendo el dinero con su mano crispada, logre introducirse por la taquilla angosta y hacerse despachar. Los autobuses urbanos corren veloces y desvencijados. En el hotel alguien distribuye lenta y equitativamente la mugre en el suelo de losa con una fregona rala y grasienta. A ritmo semejante, otro frota mesas, salseros y sillas con un andrajo negro. Nadie habla inglés en la recepción, nadie apenas en la estación o en la oficina de
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turismo. Los universitarios buscan mejores puestos y además la burocracia local ha colocado al personal por criterios muy otros a la eficacia.
En su tiempo libre, sea la hora que sea, la gente duerme, en cualquier lugar y posición; comen también a cualquier hora y raramente se les ve leer un libro. Juegan a veces al ajedrez chino y antes del amanecer hacen gimnasia y luego se trasladan, siempre con una pequeña bolsa, al trabajo. En los cafés, al caer la tarde, la radio canta horribles boleros chinos mientras las golondrinas interpretan, mucho mejor, su propia canción y los niños, vestidos con gran lujo de nylon, observan, incluso los bebés, con un miedo instintivo a los extranjeros.
¡Ah, los dorados tiempos de la recepción medida, festejada, de los amigos occidentales que venían a ayudar a construir el socialismo!, la opereta de brindis, comité de bienvenida y coche que recorría velozmente carreteras desiertas y hacía sentirse a cada modesto recién llegado un embajador. Vera ha logrado introducirse en un autocar tardío y prehistórico que se rompe a medio camino. Los niños forman corro en una escena por la que no parece haber transcurrido el tiempo. El chófer golpea despiadadamente un motor de los albores de la técnica y chupa con una goma los conductos de combustible escupiendo el aceite. La maquinaria anuncia una temblorosa y provisional resurrección, pero antes de echar a andar se impone vaciar el vehículo de los viajeros indeseables que se han introducido y ruegan se les permita continuar. Hay huis, ellos con gorro y ellas con velo negro. Alguno se resiste a descender con laboriosas argumentaciones, suben de tono los gritos. No se llega, como de costumbre, a más. Baja del coche y continúa el viaje. Es un camino de pista pésimo, a través de la masa de lodo horadada y excavada de mil formas por el agua, por el viento y por los hombres.
Aquí todavía son tierras de viajes largos, por esos largos pasillos que, como dedos fértiles, apuntan hacia los confines del imperio, a las grandes soledades, a las alturas y a las montañas. La gente se ha hecho a la convivencia y, al tiempo, a la intolerancia de la defensiva, son siglos de lenta
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colonización de los agricultores, de la desesperada tristeza de los funcionarios hanes enviados a miles de kilómetros de su tierra natal; son rutas con el espejeo de la cerámica del islam en algunos de sus edificios y grandes estatuas que se dirían hechas para recibir o dar el adiós.
Un día el ferrocarril dará un salto de gigante a través de los Himalayas y estrechará saludos de hierro con el alero oeste del techo del mundo. Ese día la geografía de Asia sufrirá ciertamente un cambio. Por lo pronto, algo se termina en Kansú, ya muy cerca de donde empiezan los ríos que, mucho más abajo, inundarán, matarán y darán vida a buena parte de China con el espeso fango de sus aguas. En algún lugar, vive aquí todavía el oso panda gigante y el mono dorado y hay bosques de plantas medicinales en los que sólo faltan quizás los ascetas milagrosos de las fábulas.
Y hay pronto soledad, la soledad de las dunas, de las rutas interminables y, en invierno, de la nieve, esa misma soledad que atizaba la feroz melancolía de los chinos, gentes de cultivo, jardín y compañía, exploradores reticentes, cuya cárcel era muchas veces, simplemente, la distancia…
Como lo fue para Xei Wen, pensó Vera, con el corazón estrujado súbitamente por un sentimiento compasivo que se parecía al amor. Para Ma Ren hubo caballos, y una estrella en el gorro, y un carnet del Partido en el bolsillo de la guerrera. Para Xei Wen hubo cárceles, de aire e infinito polvo gris. Todas lo fueron excepto la primera, cuando era un joven guardia rojo que salía de Pekín.
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“Como la garza…»
– ¡Xei Wen, Xei Wen!
Ella le estaba gritando, sofocada y con un paquete en la mano, al otro lado de la barrera, manteniéndose a codazos en la primera fila junto al empleado que controlaba los billetes. Del pelo tirante hacia atrás se le había soltado una mecha que se pegaba a la frente cubierta de gotitas de sudor.
– ¡Xei Wen!
Para una muchacha tan tímida como Lin era una actitud insólita, de gran osadía. Xei Wen estaba cansado y notaba velados los ojos. Se había escabullido como un zorro para encontrar un asiento en el asalto al tren, y dispuesto inmediatamente el termo y su pequeño equipaje en torno suyo. Notaba una tirantez extraordinaria en el estómago. Por la ventanilla hizo señas a Lin para que se fuera, pero ella repetía su nombre y le mostraba el paquete ahora con las dos manos, por encima de las cabezas y los codos. Finalmente Xei Wen, con sus mejores sonrisas y modales, suplicó a los que le rodeaban que le guardasen el sitio, dudó en la puerta con aprensión, hizo señas a los empleados del andén de que regresaba al punto, gritó:
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Xei Wen retrocedió corriendo con el paquete y una imagen borrosa de su novia, delgada y alta como era, arqueada en su dirección, la boca apretada y los ojos enrojecidos, sin gafas. Verificó que sus pertenencias continuaban en su lugar en el hueco que había conquistado en el asiento de madera. No quiso ya mirar por la ventanilla hasta que el tren arrancó y de soslayo agitó la mano hacia una masa en la que no distinguía especialmente a ella.
– Mi hermana menor, mi hermana menor -se creyó en la obligación de explicar a los que se sentaban junto a él y le observaban colocar el paquete.
«Que piensen lo que quieran», se dijo.
Tomó su toalla y llenó en el pasillo de agua caliente el termo. Se enjugó el cuello y el rostro y luego bebió soplando el humo.
Como el vaho que va despareciendo de un cristal frío, al distanciarse el recuerdo, la irritación y los nervios de la marcha, la imagen sofocada de Lin en la estación era sustituida por otra, mucho más hermosa, de la noche anterior, tras los árboles de la oscura carretera, en la que él había introducido apresuradamente la mano bajo la chaqueta acolchada de ella, buscando entre la telas de franela y el chaleco de lana, para tocarle el pecho, el pezón que en su nerviosismo confundía con los botones de la blusa. Le había tocado un pecho poniendo toda la mano sobre él, luego sobre el otro, mientras escuchaban el crujir de ramas y un motor pesado que pasaba lentamente por la carretera.
Inmediatamente el recuerdo y el traqueteo del tren le punzaron con el deseo del placer solitario, sintió agua en la boca, las manos vacías y frío, pese a lo atestado del vagón. Completó el recuerdo minuciosamente, alargando sus minutos y enriqueciéndolos con la imaginación fruto de una larga práctica. Sería su alimento ¿por cuántos años más? en las duermevelas y en las siestas, con la boca llena de un sabor a harina rancia y a las mismas clases de verdura. El recuerdo estirado, pulido y estirado como una piel, de tanto usarlo. Tenía Lin el rostro terso y unos granitos como los de los niños que le hacían parecer más joven, y era pulcra
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y dulce, repasados hasta los cristales de las gafas, brillante el pelo. Hermosa, sí, hermosa esos días, con esa forma de andar tan elegante y su sonrisa de ayer, de anteayer.
Xei Wen revisó y puso en orden de nuevo sus papeles, la identificación de su unidad de trabajo, el billete y el permiso, el dinero y los bonos, una fotografía de sus padres tras la cual; escondía el pequeño retrato de Lin. Se aseguró de que no se había desprendido la insignia de su chaqueta y de que el diccionario estaba en su lugar.
«Ha viajado dos veces quizás en un año» -se dijo Xei Wen con envidia.
Pese a la falta de espacio, todos se iban durmiendo rápidamente, en los asientos o acuclillados en el suelo. Alguien roncaba, tendido arriba, entre los fardos del portaequipajes. Olía a carbón y a noche inminente. El vecino también se había acodado en la repisa tras primero carraspear tenazmente y escupir hacia la oscuridad.
Xei Wen quitó la cuerda y el papel de estraza. Había por abajo manchas de aceite y un envoltorio con un chaleco marrón, cuatro huevos duros, pan al vapor, bollos con azúcar y pasta de judías dulce. Era un envoltorio hecho con prisas y la hoja doblada entre los huevos tenía rastros de grasa en los bordes pero las pocas líneas del texto eran nítidas, con la caligrafía, un poco de colegiala pero agradable, de Lin. Xei Wen miró en torno suyo antes de desplegar totalmente la hoja con un sentimiento de desconfianza y vaga culpabilidad. Casi podía oír ya un futuro informe del joven
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instruido recibiendo mensajes sospechosos que, como una viñeta de un tebeo de espías, descifraba apenas en la noche mientras dormían sus compañeros de tren.
No. Lo leería como una carta y de la manera más natural.
En la penumbra, leyó la hoja. Era el comienzo de dos poemas clásicos sobre la separación y la ausencia:
«Como las ocas salvajes que vuelan hacia el Oeste… »
«así mis recuerdos…»
«¿Podría invertir su ruta el río de las montañas junto al que lloro?»
«y llevarte mi imagen y la mano con que acaricio sus aguas…»
Xei Wen completó parte de los poemas en su memoria e improvisó algunos trozos. Eran los viejos poemas chinos del desterrado, del enviado a las salvajes fronteras por el emperador, poemas de amigos íntimos y raramente de mujeres, poemas sin reproches y con la melancolía de un antiguo paisaje. Aquellas antologías, desde hacía años inencontrables en librerías y escondidas o desaparecidas en las casas, flotaban sin embargo, con su hermoso y mesurado estilo, en los recuerdos, incluso en la joven memoria de Lin. El presagio del grito de las aves y su perfil en el cielo hablando de tierras hostiles, de nidos vacíos y de adioses.
«Como la garza acompaña a los inmortales,»
«mi pensamiento… »
Ya era perfectamente de noche. Sin paradas.
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II
EL CAMINO DE LHASSA
Banderas versus banderas
Las hopalandas de los monjes hacen un ruido apagado al entrechocar mientras con sus pasos de fieltro corren colocando adecuadamente a los devotos para la bendición del lama. Hay una multitud de monjes en la lamasería de La-pulengshi, la más numerosa del Tíbet chino. Los refugios de los tibetanos tienen siempre, ya sea en Leo Ganj, en la India, en Nepal, o en el noroeste de China, el mismo entorno físico y el mismo encanto. Hay una ingravidez del alma orno del aire. Es cambiar de mundo e incluso de clima, dejar atrás Landchow, sus suburbios chatos y polvorientos, los repetitivos campos, empezar a subir, alcanzar los tres mil metros, pasar los puertos de montaña, y, como si las rocas y las gargantas detuvieran el utilitarismo pastoso de los han, su avance impositivo, así como detienen las nieblas y las tormentas, se entra en un estrecho valle por el que serpentean, no las aguas lodosas de estos cursos fluviales chinos que parecen revueltos con azada y listos para la siembra, sino un arroyo de montaña entre laderas escarpadas sobre las que reposan puntiagudas, en un equilibrio a veces inverosímil sobre la falda del monte, las tiendas tibetanas, blancas y ribeteadas de azul. El cielo se eleva, rezuma aire vivificante, y por la noche se cuaja con todas las estrellas.
Al final está el pueblo de Xie Ho, a tres kilómetros de él un hotel, y entre ambos los templos tibetanos de paredes macizas en ocre, bermellón, amarillo azufre, coronados por cúpulas doradas. Pero hay en el conjunto la sordina de las religiones perseguidas aunque a la fuerza toleradas. Se echan en falta inmediatamente dos elementos caracte-
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rísticos de la religión tibetana: los instrumentos musicales -trompetas, gongs- y las banderas de plegarias. Las banderas chinas no toleran competidoras.
Folletos informativos y prensa reiteran, incansables, la unidad de la madre patria con capital en Pekín. Esta multitud no tiene nada que ver con los hanes. Los rostros son angulosos y macizos. A veces los jóvenes bonzos, las mujeres y algunos ancianos presentan una extraña belleza que radica en la finura de las líneas mismas del cráneo y la viveza de los ojos. Son probablemente uno de los pueblos más místicos y más sucios de la Tierra, la mugre forma una costra espesa en el excelente y aceitado cabello negro lacio, la ropa no parece lavarse sencillamente jamás. Tienen los tibetanos una alegría extraordinaria, pacífica, tanto más extrovertida cuando se compara con las circunspectas sociedades chinas. Los habitantes de Xie Ho venden en sus tiendas, comen, se inclinan para recibir la imposición de manos del lama. La calle del pueblo forma un bazar de pieles de animales, algunos parecidos al leopardo, quizás de linces; hay ropas, túnicas, joyas, instrumentos musicales, peines, espejos, armas.
Dentro de unos años China será sólo un gran pueblo rural que se industrializa, perdidas sus raíces culturales como lo están ya en la mirada absorta y ajena de los visitantes hanes a templos budistas. China habrá perdido su estilo, visiblemente incapaz de hacer otra cosa que copiar, demasiado tarde para recuperarse de la desculturalización inmensa de la Revolución Cultural. Proliferarán hoteles grandes, rosas y achocolatados, importados por piezas, por diseños, con arañas de cristal y frutas de plástico, sinizados con los pasados detalles que solían aplicarse a los mamotretos de arquitectura soviética, que plasman la pesadez del funcionariado. Pero los tibetanos, como quizás algunos otros, han guardado cierta armonía, cierta belleza real de las que no se nutren sino del arte de vivir.
Tormenta. Llueve en abundancia y el agua arrastra la magia y cierra los postigos de las tiendas. Queda una hosca estructura de ocupantes. Vera se dice que China es todavía una prisión con los barrotes torcidos, alambicados, barro-
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cos. No habrá lamento al dejarla. Tampoco regreso, ni sol, ni esperanza.
La corriente de visitantes locales que fluye desde la ciudad de repoblación de Xining hasta el monasterio de Taer-shi envuelve también en su orla a Vera. El conjunto de edificios religiosos forma uno de los seis grandes templos de la religión tibetana, un ferviente altar del siglo XV, junto al pueblito de Huangchong. Es el lugar de nacimiento de Tsongkapa, autor del «Camino gradual a la iluminación» y que funda en 1409 el monasterio de Ganden. Es el padre de la secta de los Gorros Amarillos, una de las dos principales del budismo tibetano. Los sucesores de este lama superior, cuya línea de reencarnaciones llegaría hasta nuestros días, llevan la reforma monástica a los nuevos conventos de Drepung, de Sera, de Xigatse. En los altares de Taershi, entre las innumerables lámparas de manteca, cubierto de chales blancos y encerrado en pinturas y relieves policromados, el fundador, de rostro más anguloso que la iconografía habitual, ofrece liberación y misericordia.
A poca distancia temporal de la ola de purificación y cambio de la Iglesia europea, también en el otro extremo del mundo el Tíbet vivió su Reforma y tuvo, en Tsongkapa y sus seguidores, sus santas teresas, erasmos y luteros. Era, en realidad, la antigua reacción ascética, ansiosa de las fuentes, de los escritos originales y de la pureza de las primeras doctrinas. Quería saltar sobre siglos de ritualización, de simbiosis con anteriores prácticas chamanísticas de la primitiva religión Bon, de compromisos y turbulencias del poder temporal. Lo que no fue óbice para que, a principios del siglo XVII, los reformistas de los Gorros Amarillos dominaran a sus rivales, los Gorros Rojos, mediante una política palaciega basada en parte en la alianza con los gobernantes mongoles. En la guerra de los Gorros, como en la de las Rosas, se recurrió a muy poco santos artilugios. Con habilidad digna de un príncipe del Renacimiento, los superiores de los Gorros Amarillos hallaron los signos de la reencarnación del cuarto Dalai Lama precisamente en un niño de la alta aristocracia mongola.
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Sería, sin embargo, una muy roma visión reducir el florecimiento de los discípulos de Tsongkapa a un oportunismo de influencias. El horizonte moral y teológico que ofrecían era mayor, su mística más profunda. Hundía sus raíces en las fuentes del budismo Mahayana, el del «Gran Vehículo», universalista y redentor, en el que el bodhisatva, el sabio, llegado al estado supremo, renuncia al Nirvana para seguir ayudando a la Humanidad a librarse del dolor. En esta línea de redentores, sufridores y maestros Cristo ocuparía sin lugar a dudas su puesto, tras Nagaryuna, el filósofo hindú que funda el budismo Mahayana en el siglo I. a.C. En su escuela se fundieron numerosas religiones precedentes y surgieron de ella poderosas corrientes monásticas.
En los países del Himalaya esta religión se impregnó de tantrismo, el budismo del «Vehículo del Diamante», al que caracterizan el énfasis en la mística, los complicados ritos, el esoterismo y el uso de diagramas geométricos, llamados mándalas, como ayuda para la meditación. Mientras los monjes europeos de la Alta Edad Media reproducen y atesoran manuscritos, sus coetáneos de la «Shanga», el clero tibetano, traducen cantidades ingentes de escritos budistas del sánscrito original al tibetano. Ocurre así que, mientras el Budismo sufre en la India un serio retroceso y llega casi a desaparecer bajo la presión de los brahmanes hindúes primero y del Islam después, sin embargo las enseñanzas de Buda echan raíces y se preservan en las religiones lejanas del norte y del sudeste. Miles de lamas practican en los monasterios la meditación, el control de la mente y la metodología del conocimiento y son la élite rectora de una sociedad agrícola y ganadera, enseñan y aprenden metafísica, filosofía, lógica, medicina, psicología, astrología, arte, lengua, literatura. Los monasterios se contaban por centenares y poseían la tercera parte del país, la abadía de Drepung fue el convento mayor del mundo, una auténtica ciudad que alojaba a más de diez mil monjes.
En un país como el Tíbet, de población dispersa, unida por el rigor estricto del ecosistema -que explica tanto la gran cantidad de monjes célibes como la poliandria- y por la integración de la vivencia religiosa en la vida cotidiana,
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la Shanga encontraba su receptor natural. Los monasterios vertebraban a las tribus nómadas, ofrecían al individuo medio algo mucho más atractivo y asequible que la meditación y la metafísica: Le ofrecían espectáculos, ritos con inmensas trompetas y brillantes gorros, danzas totémicas, espléndidas fiestas de disfraces. Le ofrecían entierros y festejos, medicinas y magia, proporcionaban el consuelo del recurso a una instancia mayor y un código de signos, ritos y cantos que humanizaba la vastedad salvaje del medio. Eran los centros de cultura y trato social, entre los arroyos helados y la nieve, y han sobrevivido a las exigencias mongolas, a la ocupación china y a la plaga arrasadora de la Revolución Cultural maoísta. De las faldas de las montañas se eleva el humo de las lámparas de ofrenda, sobre las tiendas de piel de yak las banderas envían, cada vez que las agita el viento, una oración a las alturas.
Vera camina, engullida por la variada corriente de visitantes. Todo el recinto de Taershi es escenario de un carnaval turístico venido de China y, en parte, de Hong Kong; funcionarios hanes y soldados que hacen girar al revés las ruedas de oraciones, ríen, hablan en voz alta recorriendo el interior, manosean los chales de ofrenda y se fotografían vestidos de falsos tibetanos y tibetanas con ropas de colores chillones que alquilan los fotógrafos. Un enjambre de niños vende postales, insignias y recuerdos. Tullidos y viejos piden limosna. Todo tiene el sello inconfundible de país conquistado: los jeeps militares y las oleadas de uniformes verde oliva, la evidente ignorancia y escaso respeto de tal público, el reducto tibetano rodeado, en el resto de su cultura y las graciosas formas de sus templos, por la fealdad de las construcciones levantadas por las autoridades a su alrededor.
Pasa un gran coche negro con cortinas blancas, salpicando barro; dentro van militares de ambos sexos riendo y charlando. Ahora la permisividad y la economía dejan que los turistas desfilen ante los supervivientes de una cultura respecto a la que la consigna era hasta hace muy poco destruirla y despreciarla. La zona está sembrada de ruinas recientes, menos afortunadas que Taershi. Incluso se deja
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quizás una parte de los beneficios -considerables-de la venta de entradas a los templos para la comunidad lamaísta. Los monjes vigilan, ojo avizor, los billetes pagados por los visitantes y su conducta en los santuarios; hay jóvenes bonzos, ásperos y enjutos porteros, pequeños grupos que trabajan en carpintería, novicios que llevan enormes recipientes con té y agua, y la corriente de peregrinos que corre, sin mezclarse, entre el río de forasteros. En las calderas de los restaurantes al borde del camino hierven grandes trozos de carne y el aire es espeso de vapor, de grasa y de carcajadas mientras se espuman los caldos y se atrapan con cazos las porciones para verterlas en cuencos. El cielo es blanco y frío, pero una capa de vida late, calurosa, sobre estos escalones de cerca de tres mil metros.
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Beatus ille…
Amanecía y Ma Ren apagó la lámpara de queroseno. Mientras se decidía en luz la penumbra del cuarto, apoyó los codos en la mesa y comenzó a presionar con movimientos circulares en torno de sus ojos cerrados.
«El estudio me está comiendo la vista -pensó-. Ya no veo igual de bien».
A su lado tenía el libro extranjero, cuajado de subrayados y notas, y la pila de cuadernos con los que se había ido fabricando diccionario y enciclopedia.
Las gallinas picoteaban en la puerta y hubo de barrer con la escoba de ramas los desechos de carbón que le obligaban a tiznarse nada más salir. Sólo iba a casa los fines de semana cada quince o veinte días, pero no la echaba de menos, ni a su mujer y sus hijos. Al fin y al cabo su vivienda era casi igual de grande que su habitación actual en la Unidad Tres y allá no hubiera podido en forma alguna concentrarse en el estudio con los dos niños, los comentarios de su mujer sobre la salud de su madre y la comida que ella le servía en los momentos más inoportunos.
También amaba, pero eso no se lo dijo a sí mismo mientras cumplía con la higiene matinal, las reuniones del Partido y los compañeros, que le respetaban y se mostraban discretos en su presencia, y las tardes sentados en torno a la estufa, con los documentos enviados por el comité local que él iba sacando de la cartera de hule.
Le llamaban, como sabía, el Buey, más por la tenacidad que por la corpulencia, y sus espaldas y sus manos eran, en efecto, anchas y resistentes. A los que alababan su empeño en adquirir conocimientos él solía responder, haciendo gala
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de humildad, que tenía dedos de campesino para los que el lápiz y el pincel resultaban demasiado pequeños. En realidad su infancia desaparecía voluntariamente de su recuerdo excepto cuando había una sesión de «relato de amarguras» y, frente a un auditorio entre dormido y lloroso, recitaba las humillaciones del hijo tercero de una familia en el límite entre la pobreza y algunas aspiraciones. Eso decía pero, para realmente no recordar, asimilaba sin dificultad su historia al modelo de otros miles cuyos esquemas («Campesino explotado», «Sirvienta de terratenientes», «Obrero-esclavo») figuraban en todos los libros de texto, y recuperaba su propia personalidad cuando, todavía en las lindes de esa infancia, se convirtió en soldado hijo de los otros soldados, tuvo un carnet del Partido, amistad y compañeros, y apenas volvió a ver a sus padres.
El coordinador calló mientras ambos se dirigían al comedor y recogían la sopa del desayuno.
Los jóvenes instruidos eran ya menos jóvenes y bastante más silenciosos que los anteriores. Llegaban de otras fábricas y otras comunas sin interés en conservarlos. Hacía tiempo que los comités locales, entre sonrisas, procuraban enviárselos unos a otros. Esporádicamente se recibía, desde más lejos, para alguno de los forasteros, el permiso de traslado hacia sus escuelas, universidades y ciudades de origen. Entonces el interesado recogía sus cosas con radiante y di-
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simulada satisfacción y, en cuestión de horas, desaparecía como si jamás hubiese existido.
Todavía recordaba Ma Ren su afrentosa derrota cuando, durante la reunión de autocrítica de mediados de marzo, insistió para que no se aceptara el pase de estancia provisional del joven cuadrado y alto y que se reintegrara éste a la aldea de la montaña donde llevaba años. Ma Ren había hecho el breve, pero infalible, discurso habitual sobre la reeducación de las tendencias burguesas y la necesidad de fundirse con las masas campesinas. Y los demás lo escucharon sin hablar pero sin asentir. El coordinador le dijo a la salida:
– Pero ¿no sabes que el hermano segundo de su padre es coronel?
El chico partió y no hubo ningún comentario más sobre el asunto, muy al contrario, alivio entre el comité. Más grave fue una escena parecida, dos meses más tarde, en la que la muchacha trasladada a una unidad en la periferia de su ciudad originaria del sur ni siquiera tenía parientes en el Ejército ni en el Partido. Tampoco era bonita de forma que hubiera conmovido a algún responsable y logrado con insistencia que le firmasen el papel. Tenía tres dientes rotos. Alguien dijo a Ma Ren que, durante el registro de su cuarto por jóvenes guardias rojos, habían descubierto libros de matemáticas en idioma extranjero y editados en Hong Kong. Uno de los muchachos la cogió del pelo y le golpeó la cara contra el borde de la mesa exigiéndole que escupiera sobre las páginas de basura reaccionaria.
Él la había visto haciendo cálculos sin libros, en el suelo. Cuando se discutía sobre el emplazamiento y distribución de las instalaciones del depósito ella resolvió el problema de adaptación y distancias con una rapidez que Ma Ren -que se había pasado cinco días y buena parte de sus noches estudiándolo- juzgó innecesaria.
Ahora el antiguo rector de la universidad de aquella muchacha, un viejo depurado pero que, al parecer, estaba de nuevo en la Facultad de Matemáticas, aunque no en su antiguo puesto, reclamaba a la chica como ayudante, y era
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precisamente la inexistencia de motivos políticos y sociales, la ausencia de conocidos bien situados o de gestiones de influencias hábilmente llevadas, lo que inquietaba a Ma Ren. Como le había inquietado, persistentemente, el mundo de las Ciencias, esos libros sin consignas que parecían despreciar hasta las declaraciones del Presidente Mao. Las frías verdades de la razón le dejaban frente a una realidad a la vez segura e infinitamente incierta porque nadie le garantizaba la certidumbre. Ma Ren sentía que no era únicamente el esfuerzo de sus noches de implacable estudio y acotación lo que era premiado con las lógicas recompensas. Existía un esfuerzo sin metas, estúpidamente premiado con la rápida eficacia de los cálculos de aquella chica a la que, sin motivo aparente, se permitía regresar a su carrera universitaria y a su provincia.
El coordinador se agachó para ajustarse la zapatilla de algodón y continuó en un tono un poco más bajo:
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–¿Menos? ¿Cuándo, quién las ha puesto en duda? Se han comentado según lo previsto para aplicarlas concienzudamente.
El coordinador se sacudía ahora insistentemente el polvo de la pernera del pantalón mientras añadía:
–No. Ellos quieren decir menos reuniones políticas y más producción.
Ma Ren esperó a que levantara la vista para decirle:
–Entonces hay que mejorar la calidad de la conciencia política para que la producción aumente.
Y, como la argumentación era impecable y de la cantina llegaba un olor tibio a pan y salsa, se apresuraron.
¡Vienen los extranjeros!
Ma Ren se sobresaltó:
-¿Llegaron ya? Que se prepare el banquete de bienvenida y avisen al responsable tercero.
-¿Y a un intérprete… a un intérprete más, aunque tú sepas su lengua?
Ma Ren no quería la cena enturbiada por los problemas de la lengua extranjera, tan distinta a los libros que traducía y tan incomprensible más allá de las cuidadosas frases de bienvenida.
-Sí. Otro intérprete. Somos muchos para atender a todos.
Los extranjeros llegaban con cierto aspecto de desembarcados, pero vestidos para la ocasión. Avanzaban con timidez, sorteando la pila de desperdicios para los cerdos, la zanja y los cables al descubierto de las endémicas averías del bloque número ocho. Ninguno era tan alto como el tipo del norte que distinguía a Ma Ren, aunque uno casi le igualaba. Ma Ren se había cepillado la gorra y los puños pero tenía a gala presentarse con un atuendo usado y de estilo militar. Decidió que era el momento de acercarse a darles la bienvenida y entonces vio los zapatos estrechos y brillantes de las mujeres y sus piernas hasta la rodilla, con la carne translúcida ofrecida por el tejido satinado de la media, el tobillo pequeño en aquellos zapatos que sorteaban la tierra mojada y los trozos de carbón, vio la ropa ceñida de forma
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que se podía saber por dónde continuaba la línea del cuerpo y cada uno de los movimientos que hacía. Nadie podía vestirse así sin un fin determinado, para representar teatro o parodiar al antiguo régimen. En los extranjeros era como si se tratara de minorías nacionales. Avanzó, dudó ante estrecharles la mano, rozó los dedos de los hombres, inclinó la cabeza rápidamente ante las mujeres y se volvió para guiarlos a todos.
Toda la mesa estaba envuelta en un vaho caliente, con la cerveza tibia y el vino de arroz en torno a platos sin cese renovados. Cada pila de panecillos y empanadas exhalaba, al retirar la sarga, su propio vapor. La mesa brillaba del verde y amarillo de las verduras y el caramelo de las salsas y la carne. Entonces llegó el pescado, como una gema, aparentemente entero y revestido de rojos y de nácar, de costras de cebolla, guindillas y pimientos.
Vera preguntó en qué trabajaban y el joven instruido que sabía inglés tradujo los cargos y ocupaciones del secretario y de Ma Ren.
–¿Y usted?
El joven instruido, no tan joven, dudó y miró a sus superiores antes de responder:
–Me llamo Xei Wen. Estudio… quería estudiar… empecé a estudiar comunicaciones. Ahora, estos años, aprendo de las amplias masas, trabajo manualmente. Todavía no sé cuál es mi función aquí.
– Por lo pronto es usted un buen intérprete de inglés. Los otros extranjeros asintieron.
En el vino de Ma Ren se mezcló un sabor desagradable al revolverlo con la presencia de ese antiguo estudiante que había practicado inglés, con la mirada admirativa de los recién llegados, de la mujer que se sentaba a su izquierda y llevaba zapatos brillantes. El secretario era pequeño y de rostro aplastado, cruzado con las arrugas de la mediana edad, sonriente y movible. Junto a él resaltaba sin duda el hecho de que el intérprete era joven, casi tan alto como Ma Ren, y tanto las extranjeras como la muchachita que servía la mesa le miraban con atención.
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Xei Wen se multiplicaba en atenciones a expertos extranjeros y, sobre todo, a responsables, absortos éstos más en degustar y apurar los platos que en conversaciones de cortesía. Xei Wen no ignoraba que las intenciones de uno de los dirigentes eran, desde el principio, enviarle a los trabajos de construcción y que sólo la feliz casualidad de la llegada de los forasteros le había llevado a esa mesa. El arte consistía en no desaprovechar un instante de la excepcional comida, introducir los trozos en la boca mientras todo estaba aún caliente y traducir al tiempo añadiendo amabilidades hacia una parte y hacia otra. Los dos más viejos y el comisario parecían adaptados a los nuevos tiempos, pero algo le decía a Xei Wen que ése no el caso del dirigente ancho, alto, dispuesto allí como un montón de tierra, con ojos duros, que terciaba en su trabajoso inglés:
-Ustedes nos ayudarán en el progreso de nuestra unidad.
-Ayudaremos, descuide -respondió a Ma Ren el experto que se llamaba Martín, recibiendo sonriente en su cuenco un trozo escogido de pato.
-Siempre lo hemos hecho -abundó la mujer de pelo rizado- Mi compañero ya colaboró en varios proyectos, algunos parecidos. ¿Verdad, Máximo?
-No exactamente, Bety.
-¿También usted es experta, señora? -preguntó el comisario.
-No, yo no lo soy, pero cuando estuvimos en África por supuesto participé en la labor.
-La construcción del socialismo carece de fronteras -dijo Martín, con aire modesto. No entró en detalles sobre la labor de sus amigos en África, se apresuró a servir más vino de arroz al comisario y Xei Wen se dijo que aquel extranjero era capaz de distinguir las categorías de las personas, y obrar en consecuencia, casi tan bien como él mismo. Pero la habilidad de Xei Wen, amén de la parte innata, era fruto de un largo desarrollo de la supervivencia, como una carpa que nadase en un río tumultuoso, evitando los torbellinos, alimentándose y esquivando los dientes de otros.
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El comisario se levantó para brindar. El discurso de bienvenida a la cooperación era tan fácil que Xei Wen dejó discretamente la labor al hombre alto, que parecía extraordinariamente satisfecho leyendo frase por frase el párrafo que, con ligeras diferencias, figuraba en todos los manuales. El trabajo duraría unos meses, estaban en noviembre y Xei Wen recordó que había sido un noviembre de hacía, ya, varios años, su primera comida de recepción a los jóvenes instruidos, que él no había cumplido los veinte y que llevaba en su bolsillo la carta, que sería la única recibida hasta cinco meses más tarde, de Lin.
La habitación de sus recuerdos era grande y extraordinariamente fría, utilizada en parte como el depósito de la leña que se apilaba al fondo. Ellos habían llegado la mayoría de la capital o de unidades de estudio periféricas, otros de las ciudades de la costa. Había soldados esperando cuando bajaron del tren. Los muchachos y muchachas les sonrieron, se pusieron a andar cantando canciones al pensamiento preclaro del Presidente, que carecía de fronteras y debía impregnar tanto las ciudades como los campos más apartados, y llamaron a los soldados hermanos mayores, guardianes de la revolución, pero los soldados conservaron una actitud algo distante y apenas sonrieron; mostraban impaciencia por asegurarse de que todos habían bajado del tren y se agrupaban en la sala de la estación.
Para muchos de los compañeros de Xei Wen era la primera vez que viajaban exceptuando aquella inmensa cita -más de un millón de guardias rojos- en Pekín, un mar de consignas, de brazos exhibiendo el Libro, de forma que la multitud se balanceaba como una gran cosecha del mismo color y, muchos años más tarde, la escena recordó a Xei Wen un documental de la Europa de los años treinta: todo un pueblo unido a un líder electo cuyas divisas eran las águilas. Las masas eran, por definición, justas, buenas y adaptadas al sentido de la marcha de la Historia. Mejor dicho, las masas creaban la justicia y la razón, que no existían fuera de la voz popular. El Partido era un simple intérprete. Ellos, el millón de jóvenes, eran el Poder.
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Lin, ya entonces, le miraba con admiración y él difuminaba la extracción pequeño burguesa e intelectual de sus padres y abuelos con el brillo de sus comentarios a los pensamientos del Presidente y la nueva visión del mundo e infinitas aplicaciones que éstos ofrecían. Porque no había prácticamente situación alguna a la que la apertura, incluso al azar, del Pequeño Libro Rojo no ofreciese el enfoque adecuado.
Por eso aquella mañana él se sentó, con el tazón de agua humeante entre las manos, para ofrecer, a la manera de hermano mayor, sus consejos a Lin.
No la había visto apenas durante las últimas semanas porque reinaba la excitación del cambio y Xei Wen participaba en continuos debates. Ella llegó con un tono triste que desentonaba de la euforia.
– Puede ser un riñón, o los dos, pero está tan cansado,
tan incapaz de moverse solo.
Lin se sonaba continuamente en pedacitos de papel que tiraba luego detrás, y movía el pie sin cesar al tiempo que balanceaba la rodilla y estiraba sobre ella la nota que les había mandado el hospital. El padre de Lin era un hombre que Xei Wen recordaba de las visitas que el grupo había hecho a la casa de las muchachas. La pequeña, de nueve años, miraba a su hermana con infinita envidia. Sólo un poco más y también ella habría podido coger el tren, dormir donde se terciara, discutir a cualquier hora y oír a gentes que despreciaban las cosas y los seres viejos y casi todos los libros y que hacían comenzar la Historia del país con el Presidente y ellos.
Lin estrujó el papel húmedo y se echó hacia atrás las trenzas. Continuó:
– Los vecinos están ocupados, trabajan muy lejos. No
había mucha relación con ellos desde que mi madre se fue.
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Decía siempre «Se fue» y no «murió» porque no era fácil asimilar aquella muerte por carta, reducida a papel y caracteres. La última visita de su madre había sido en el Año Nuevo de hacía dos temporadas y traía dulces del sur y unos juguetes para su hermana y tela para una blusa para Lin, pero no fue un Año Nuevo alegre, transcurrió enseguida, sus padres hablaban hasta altas horas todas las noches en su habitación, citaban nombres de amigos y los desechaban, callándose de vez en cuando por si les oían Lin o, sobre todo, la pequeña. Su madre tenía aspecto mortecino y agotado, se quejaba continuamente del calor del sur. A sus padres se les había reprochado el nacimiento, a esas alturas, de un segundo hijo, la asistencia silenciosa a las sesiones políticas establecidas y sus diferencias de criterio con los responsables de la selección de lecturas de la escuela. Primero se rechazó su solicitud de vivienda con una habitación más, luego le llegó a su madre la notificación de su destino en esa ciudad a setecientos kilómetros. Apenas tuvo tiempo de preparar su equipaje.
El primer año no fue demasiado malo, o ellas estaban demasiado ocupadas en la escuela que, con sus continuas actividades, sólo les dejaba prácticamente el tiempo del sueño. Su padre parecía tranquilo pero a partir del segundo año de ausencia de su madre le vio redactar cartas, buscar direcciones y nombres sin que ninguno resultase en perspectivas para la nueva mutación y el regreso. Muy al contrario, se multiplicaban los casos de dispersión y en todos regía el imperativo de la Patria, que llenaba de canciones la escuela de Lin pero no parecía alegrar la vida de su padre. El también fue al hospital, mandó al destino de su madre el informe médico de ella, se le dijo que la tratarían bien, igualmente bien que en su hogar, allí. Su padre multiplicó sus contactos y actividades, callando siempre ante ellas, especialmente ante su hermana menor, cualquier queja. Sólo les enseñaba las cartas de su madre, que eran espaciadas y muy iguales: todo iba bien, la unidad se ocupaba de ella y ella se dedicaba enteramente a su trabajo. Añadía observaciones sobre la cocina local y el clima. Eran tan iguales que cuando recibieron la última, la notificación de su fallecimiento, él empezó
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a leérsela como una carta más, para cubrirse luego la cara con las manos.
Y ahora su padre estaba grave y precisaría, probablemente, una operación.
– ¿Qué puedo hacer?
Lin estrujó el papel y le miró en busca de consejo. Xei Wen se sintió planear. No estaba sentado sino que había dado unos paseos nerviosos y ahora apoyaba en el banco la rodilla y miraba desde allí los hombros inclinados de Lin y su humilde petición de auxilio ideológico, porque ella había leído lo que él, las frases claras, terminantes que marcaban la salud de sus destinos y las direcciones de la corriente de aquel remolino humano, hacia Tien An Men, en torno a la tribuna, la palabra que había absorbido todo su ritmo cotidiano, que misteriosamente les había introducido en trenes gratuitos a través de regiones desconocidas de China, el vasto continente, y que ahora les llamaba más lejos aún, a horizontes que siempre habían parecido tan inalcanzables como la franja en la que se levantaba la aurora, sin intermediarios mediocres ni más expectativa que el Presidente y su Libro, las palabras que latían en su centro y que, reflejadas en cada rojo corazón, desencadenarían fuerzas destinadas a cambiar y modelar el mundo, como el metal deshecho al calor de la fragua.
Xei Wen esbozó un gesto de avanzar la mano hacia el hombro de Lin, sin llegar a tocarla.
– Es una contradicción aparente. Los términos no son
iguales y están claros en lo principal, -dijo.
No había escogido una buena hora para discutir aquel importante asunto. Estaban a plena luz y expuestos a las miradas, fraternales pero a veces molestas, de los compañeros que pasaban a lavar sus tazones o que componían el texto de un cartel. En la penumbra Xei Wen hubiera ratificado sus palabras estrechando vigorosamente el brazo de Lin y sintiendo, al tiempo que le comunicaba su fuerza, algo delicioso y tibio que parecía abrirse camino a través de la chaqueta enguatada hasta la punta de sus dedos. Nunca había rozado a chicas hasta aquel año, en el tren abarrotado,
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en los albergues. Dormían en grupos estrictamente separados, en sus ropas de viaje y en bultos del mismo color. Fatigados y exaltados, componían hasta tarde textos y los discutían parte de la noche; también juzgaban y condenaban, a los reaccionarios y a ellos mismos en sus tendencias individualistas y burguesas. Intercambiaban, como un tesoro, chapas, retratos e insignias del Presidente y, a partir de una foto de periódico, una de las amigas de Lin había bordado un primoroso retrato del Timonel del Partido, en la tribuna y rodeado de banderas.
Tras las discusiones, y antes de dormir, salían a orinar al patio. Xei Wen había rozado varias veces el brazo, arremangado hasta el codo casi, de una compañera, mientras cortaban y disponían carteles. En la oscuridad húmeda, frente al muro, notó confluir toda la excitación en su sexo. Se ocupó de él. Otros, durante un rato, con la respiración entrecortada, hacían lo mismo.
–Él me mira cada vez como preguntándome si me quedaría. Desde lo de mi madre cree que morirá, y le enterrarán, solo. Me… me mira con miedo. No parecía antes tener miedo -dijo Lin.
Xei Wen cambió, con disgusto, la argumentación que ya tenía preparada para añadir una concesión banal que zanjara la parte concreta del problema.
-Por supuesto van a ocuparse de él los compañeros y los vecinos.
-Mi padre procura no hablar con los vecinos. Cree que influyeron en el destino, lejos de la capital, de mi madre. Los vecinos también querían una habitación más, como nosotros. Al irse mi madre se la dieron.
Era difícil hacer razonar a los viejos más allá de sus preocupaciones domésticas, pensó Xei Wen. El padre de Lin tenía ya cuarenta años. Esa generación era -excepto los verdaderos héroes y los luchadores con conciencia de clase- como las vasijas de barro que, una vez cocidas, mantienen para siempre su forma, sólo sirven para pocos usos en las cortas distancias de un espacio pequeño, y no se pueden fundir. Había que salvar a Lin de las antiguas exigencias filiales.
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–Lin, tu obligación como revolucionaria, como la de todos nosotros, está clara y el pensamiento del Presidente Mao no deja lugar a dudas: nosotros, los jóvenes ilustrados tenemos que ir al campo, a las selvas del sur, a las estepas de Mongolia y a las montañas del Tíbet; tenemos que ir a las últimas aldeas, a los centros de producción obrera y rural, para mezclarnos con los obreros, campesinos y soldados, forjar nuestra conciencia de clase y depurarnos de las ideas burguesas que, como a ti, en este momento nos están reteniendo.
– Ya, ya; eso es.
Y luego:
-¿Y si esperara un año o menos de un año, seis meses, para ver si le operan, si está mejor?
Lin, la llamada está clara, las consignas están claras. Es una contradicción principal y una secundaria. Debes ir.
Como si tuviera calor, Lin se ahuecó, sin desabrocharlo, el cuello de la blusa, observó la hilera de tazones y trapos puestos a secar y a un pollo que estaba picoteando restos de fideos y tronchos de col. Xei Wen también resbaló la vista por la fila de cuencos y luego por las dos suaves curvas, como las de ellos, que se marcaban en el pecho de Lin.
–He recurrido a ti como a un hermano mayor en conocimientos, en análisis revolucionario, -susurró ella.
Dobló el papel del hospital.
-Xei Wen ¿podrás escribirme? ¿A dónde podré mandarte las cartas si nos destinan, y así será, a unidades diferentes?
Xei Wen sonrió, confiado.
-Olvidas que somos nosotros la principal fuerza del país
Estaremos en contacto.
* * *
Xei Wen se lanzó contra la ventanilla del despacho de billetes como quien se zambulle en agua, y aterrizó en la bola acolchada de personas que se presionaban contra el agujero. Era un orificio rectangular de paredes desconchadas
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y muy gruesas y reja metálica entre la que se introducían las manos con el dinero y por la que, de vez en cuando, la funcionaría lanzaba el pasaje y el cambio. La multitud olía a polvo, gritaba sus puntos de destino y trepaba materialmente sobre las espaldas de los otros para hacer llegar los billetes arrugados y las súplicas. De repente la mujer al otro lado del mostrador pareció incomodarse, cerró de un portazo la contraventana de madera con un cartelito encolado, y la masa, como un retroceso de marea, se echó hacia atrás entre protestas y traspiés. Un amago de movimiento en la oculta oficina les hizo arremolinarse y dispersarse de nuevo, cada uno como una fracción gris, distinta y sólida de un conjunto de piezas indiferente cada una al resto, al enjambre continuo que se agrupaba de igual manera en todas las ventanillas, en la oficina de correos y telégrafos, en el almacén estatal y en los autobuses, cada uno insistente y ciego al vecino, apretado, traído y frotado por la marejada habitual y concentrada toda su energía en bracear adecuadamente.
Xei Wen no era bueno en el empujón limpio y los codazos, pero había desarrollado una técnica de tenacidad, astucia y observación nada despreciable. Cuando se esponjó hacia atrás la marea él aprovechó para colocarse junto al hueco, cogido al saliente del muro. Al abrirse la ventanilla estaba el primero allí.
– ¡Camarada, camarada! ¡Para el 105 a Ulan-ho!
La taquillera sorbió de su frasco de té.
Xei Wen codeó con un brazo entre las costillas de su vecino inmediato y mantuvo la posición y la mano extendida con el dinero.
– ¡Para el 105 a Ulan-ho!
Entonces llegó el militar con el otro más joven, ambos llamaron a la puertecilla lateral, se les abrió con sonrisas y Xei Wen vio cómo les eran despachados los billetes en el interior, junto a la mesa en la que se inscribían los viajeros. La oficina estaba casi en penumbra, distinguió la gorra con la estrella, depositada junto a los ficheros y los diminutos billetes rojos y blancos. Nadie protestó. Tampoco él.
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Por la noche del día siguiente Xei Wen, que había conseguido su billete, desplegó la última, y ya antigua, carta de Lin. Era un sobre con un dibujo de aves migratorias en el que ella había querido recordarle el luto y la muerte, el alma de su padre, que viajaba hacia los distantes territorios o que ascendía para esperar, de nuevo, su hora. Por lo demás, ella le daba la noticia con una escueta referencia, después de la descripción de las últimas actividades productivas y políticas en su comuna y antes de comunicarle que su hermana estudiaba brillantemente y pasaría sin duda a la universidad. El padre de Lin había muerto solo aunque no aquel año de la marcha de ella sino en el tercero de ausencia y en expectativa de una nueva operación. Los vecinos habían ocupado su casa definitivamente. Su hermana viviría en la escuela.
«Y aquella mesa vieja de mi padre, que tenía del suyo, donde él trabajaba, con cuidado de no mancharla de tinta, esa mesa con grabados de peces y una tortuga de un color más claro, me hubiera gustado recuperarla pero me dicen que ya no está allí».
Absurdamente, en esas, y solamente en esas pocas líneas, sentía Xei Wen un reproche. El, en su momento, la había aconsejado bien, de la única forma que un hermano mayor con la conciencia adecuada hubiera podido aconsejarla. Como tantos guardias rojos, Lin fue al campo, al principio escribió líneas entusiastas y excitadas; luego algo se entibió en la sucesión de los días, las campesinas se casaban pronto, antes de que los jóvenes instruidos comenzaran a plantearse sus noviazgos a diez años vista.
– «Estamos empezando a tener recuerdos, estamos empezando a tener pasado, estamos empezando a ser viejos» -el papel de la carta se había vuelto seco y quebradizo entre los dedos de Xei Wen-, «viejos instruidos».
Podría, quizás, casarse con Lin al cabo de unos años, en las vacaciones de primavera, pero pasarían muchos más hasta que consiguieran vivir juntos, si es que alguna vez les destinaban en la misma ciudad. En el lavabo, se miró en un pequeño espejo y se vio la piel extraña y apagada. Sin
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embargo las compañeras le escuchaban y le miraban con ardor, como le había mirado Lin mientras él le esclarecía el pensamiento del Presidente, y algunas muchachas insistían en nuevas explicaciones. En la oscuridad, a veces, muy pocas veces, alguien apretaba un muslo o empujaba para pasar en el sendero. A media voz se citaba, de oídas, un caso de relación ilícita denunciado por la repentina mutación de los protagonistas a puntos distintos.
Pero él no se atrevía a esos avances y escuchaba los relatos con la cabeza baja y murmullos de conmiseración por las consecuencias. Era eficaz en muchas tareas, se lo decían y lo sabía. Los pensamientos en torno a lo que todavía podía ser su futuro, aupado en un pequeño capital de buena consideración por parte de los responsables, le entretenían con frecuencia. Sentía sin embargo su cuerpo ajeno, flaco y cansado, siempre rodeado de ropas y de los demás en un país sobrecargado de seres. Por ello el recuerdo del paisaje tradicional clásico, bastante taoísta, del sabio perdido en meditación en su gruta de las montañas o avanzando descuidadamente por un sendero junto al arroyo y el solitario horizonte de colinas le parecía, en el aislamiento de la figura, absolutamente irreal y exótico.
Xei Wen apuró el pan, espeso, amarillo y con un deje a rancio. Su masa y el cansancio dejaban pocos resquicios para evocar la excitación de algunos recuerdos y reunirlos. En el relato de amarguras de un viejo campesino pobre éste había dicho que en la antigua sociedad los menos afortunados debían postponer indefinidamente su matrimonio en espera de cosechas lo suficientemente abundantes como para comprar el ajuar de la boda y apalabrar con la familia de la novia, y que así él había sufrido grandemente, en su pobreza, por la carencia de mujer hasta madura edad. A indicaciones del responsable, Xei Wen había copiado el relato de amarguras modificando lo suficientemente el texto como para recargar lo forzado del sistema de compra de la novia y las desventuras de una descendencia sin control.
Por la ventanilla entró una ráfaga de humo, aire fresco y olor de cosecha, de los tallos cortados y anudados en haz y de la distancia lamida por la luna y el viento oscuro. El
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sol estaba ahora lejos en su descenso hacia el otro lado del mundo y quizás estuviera cansado del diario movimiento en torno al planeta, fuera perdiendo impulso y le costara cada vez más trabajo escalar con sus rayos las cimas del nuevo día. Apenas se distinguía el exterior. La tierra pareció pesarle a Xei Wen sobre la cara y que andaban sobre ella, que crecían los seres sobre ella. Se durmió.
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Ventajas de la ética virtual
– Meio, meio.
El encargado de las literas repite el «motto» nacional «No hay, no hay» a cada viajero que deposita ante él su exvoto de cigarrillos y bolígrafos y espera, insensible a la negativa. Observa, sin una sonrisa, con hastío, a los pobres solicitantes mientras se guarda en el bolsillo las precoces ofrendas. Finalmente los relega al vagón mugriento, antiguo y raído donde los niños orinan en el pasillo entre los asientos y el líquido se mezcla con las montañas de hojas de col y restos de pimientos. El tren Xining-Golmud avanza lento y frío por la estepa. Las muchachas chinas de ultramar y las japonesas de vacaciones sacan pañuelos calientes embebidos en agua perfumada y se frotan con ellos la nuca y el rostro.
–¿Es usted soldado o policía? -ha preguntado Vera a su vecino de asiento, que viste chaqueta oficial gris.
Éste se sonroja intensamente y niega. Se trata simplemente de ropa de viaje.
-¿Y cuándo vuelve a allí?
-¿A mi casa natal? Tengo once semanas de vacaciones al año, siete en verano y cuatro en invierno.
-Eso es muy difícil, muy difícil… Por ahora, voy siempre que puedo, veo a mi madre. El viaje es muy caro.
El compañero de asiento está soltero, gana cien yuanes al mes, unas cuatro mil pesetas. Tiene treinta años.
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El horizonte de las praderas es inmenso y magnífico, kilómetros de lomas rodeadas de montañas. El tren rueda junto al brillante lago Chinghai, el Kukunor, que se hunde lentamente cada año un poco más en su sal. Hay cauces semisecos, pedregales, flores violeta y cobre. Son paisajes con la belleza y la libertad que faltan a los hombres. El cielo ofrece ese azul peculiar de las zonas de altura por el que se desplazan las nubes en copos compactos.
Los trenes son grandes devanadores de Tiempo, tejen y destejen las ropas de pasados sueños, de elaborados mitos que alegraron la existencia antigua. Los trenes van al ritmo de agujas contra la pantalla neutra de las ventanillas, sobre el fondo, mutable e idéntico, de paisajes desprovistos de intereses, desprovistos de recuerdos. Tirando del hilo, vienen a las manos, en sentido inverso, los años y durante un instante la trama se entretiene en aquel punto en el que cualquier variación hubiera originado un dibujo distinto: un trabajo diferente, el éxito, el fracaso, un amor, una pérdida. Camino de Bruselas para una exposición, Máximo considera el encuentro con Bety, que ha teñido desde entonces su vida con un agradable y seguro tono azul. En el coche, siempre conducida por algún amigo servicial, Bety recuerda el encuentro con Máximo, que la había hecho protagonista vitalicia de una tierna, y brillante, película de Woody Allen. Tendido en el coche-cama Madrid-Barcelona, Martín comienza a adormecerse mientras revisa su último cambio de grupo y de sindicato, de cuya oportunidad no está todavía seguro y tras el cual tardan en perfilarse con claridad las provechosas consecuencias que calcula. Refrescada por el viento marino, mientras su coche traga asfalto y atraviesa silenciosos pueblos andaluces bruñidos por la plata nocturna, Rossa añora a Martín y se dirige a casa de su cuñado, del que se habla incluso como futuro ministro. El padre Antón Urriel, confiado a la inconsciencia que le proporciona el coche de línea, vacía desordenadamente su cerebro de pensamientos en una higiene que se asemeja al lavado de dientes después de la cena. Apoyada la frente en el cristal de la ventanilla, Vera acorta camino hacia Lhassa y prefiere tirar lentísimamente de los pasados sueños, por temor de
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hallarse, demasiado pronto, con un manojo de hilos cortados en el regazo.
Amanece sobre el desierto salino, cerca de Golmud. Las nubes tienen formas vaporosas e increíbles, de planeadores y paracaidistas, y están ligeramente tocadas de rosa por un borde. Después se vuelven blancas y doradas, y aparece el sol, como una delgada lente clavada en el horizonte, el sol en su esplendor, sobre la tierra fría, frente a un lejano perfil de montañas.
–Disculpe… Tal vez le interesaría ver esto. A veces traduzco algunos poemas chinos clásicos. Pensé en una selección sobre las tierras de la frontera, la antigua frontera.
El vecino de asiento se inclina hacia Vera sosteniendo un libro y un cuaderno. Desde Xining, el vagón, gélido, de asientos corridos, ha quedado casi vacío. El librito es pequeño y muy gastado. Los poemas minúsculos como un sello en el centro de cada página, con el rectángulo exacto de la columna de caracteres.
-Por favor, tradúzcame -pide Vera.
-Mi estilo no es bueno. Aquí dice…
El profesor señala algunas líneas en el cuaderno. Las mangas de su chaqueta están rematadas por un reborde cosido encima, de otro color, y en la tela gruesa los brazos son delgados:
«Al pasar yo les pregunto a dónde les mandan;» «ellos no hablan sino de continuas y fatigosas tareas:» «-A los quince años un compañero fue enviado al norte del Río Amarillo,»
«y a los cuarenta al oeste para reclamar tierras.»
«Cuando dejó su hogar por primera vez el cabo tenía que ayudarle a ponerse el turbante;»
«volvió con la cabeza gris; está lejos de nuevo, en la frontera.»
«Aunque la frontera se ha convertido en un mar de sangre
«el deseo imperial de expansión nunca ceja.»
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Es la «Canción de los carros de guerra», de Tu Fu.
«Nos llevan hacia delante como a perros, como a pollos.»
«Honorable señor, aunque usted se interese por nosotros,»
«¿cómo se atrevería un conscripto a quejarse?».
Tu Fu, el poeta del lado oscuro de las glorias de la dinastía Tang, en cuyo espejo han visto la propia amargura generaciones prudentes y grises, desde el siglo octavo. Amigo de la verdad y de sus amigos, pintor de los desastres de la guerra.
El vecino de asiento desliza el dedo por una línea corregida y reescrita varias veces. La uña es plana y corta, la yema del color del té:
«¿No ha visto usted junto al lago Chinghai»
«los blancos huesos que nadie recoge?»
«Las almas recién llegadas suman sus lamentos a los de las antiguas;»
«en los días oscuros, en la tenaz lluvia,»
«resuenan sus lacerantes quejas».
En la Unidad Número Tres Bety y Máximo, guiados por Ma Ren hasta sus alojamientos, habían hecho nido con la facilidad que da la práctica. Ya, dispuestos por ella, los materiales del proyecto ocupaban el apropiado espacio, y ya, en el cuarto de revelado y por las paredes, se extendían originales húmedos. Imágenes, imágenes, imágenes, transmisiones, códigos. Sólo ante aquéllas, al percibir los contrastes entre el campo y el primer plano de las figuras, había realmente visto Máximo esos lugares por los que había pasado y con cuyos detalles estaba gestando, en el archivo de su cerebro, un futuro trabajo.
La habitación tenía el sello informal, joven, que Bety daba siempre a sus interiores. Incluso no había dudado ella en poner en su dormitorio aquellas fotos en las que él se centraba en la tersa superficie de sus muslos, en el vello del triángulo, rizado entre los dedos como por descuido y sin
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intención por la mano que reposaba en la ingle. La foto excitaba a Máximo infinitamente más que los regulares actos sexuales de su vida en común, contenía la auténtica esencia de las cosas, rescatada a la degeneración del tiempo y a los intempestivos compromisos. Las imágenes, sin exigencias ni riesgos y totalmente suyas, flotaban sometidas en su mano, fichadas, enmarcadas y provistas de referencias.
–Ésta es estupenda.
Bety se la había señalado por encima del hombro y él se recostó en su mujer echando la silla hacia atrás. En cada exposición, en cada presentación de sus obras, el rostro atento de Bety estaba allí, y aunque sonriera a veces -repitiendo en tono menor el irónico desdén con el que Máximo encaraba a su público-, tras la ironía se transparentaba siempre la admiración, la admiración de Bety que había sido la pantalla permanente de sus creaciones.
-No has leído la carta de El Cairo: Henri y Michelle tienen que volverse; se empeñaron en hacer preguntas sobre
la distribución de fondos del departamento de cultura -dijo
ella.
Máximo le pasó la mano por el cinturón de espejitos que precisamente era un recuerdo de Khan El-Halili.
-Al final dicen algo de los reportajes sobre Asuán y del montaje que hicisteis sobre celosías, -continuó Bety.
-Pues entonces pásame sólo la última página. No hay nada más intragable que los restos mal digeridos del 68.
Bety se apoyó en sus rodillas. Hojeó los papeles sobre la mesa y añadió:
-Es una pareja tan perfectamente contradictoria… Ella tiene la manía de intelectualizar. ¿Te acuerdas de cómo aseguraban que no podían vivir más de seis meses bajo el mismo techo, se iban a trabajar cada uno en un sitio, y sin embargo tuvieron la niña al poco de estar otra vez juntos en El Cairo?
-En la misma clínica que tú a Marcos.
-Siempre me ha parecido que uno de tus mejores trabajos es el que hiciste en aquel hospital.
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-Desde luego Marcos es el mejor hijo que he hecho, al menos no hay competencia.
-¡Tonto! El reportaje te quedó espléndido.
-Lo hubiera continuado de no ser por el escándalo de la abuela con las tetase lacias. Incluso Henri empezó con peros. No veo por qué. Lo hubiera publicado igual de ser la foto de mi madre. Recuerda lo de Dalí: «Escupo… «.
Máximo buscó el libro. Allí estaba la mujer, con su mirada de carne sorprendida en el sillón del hospital y los dos senos planos como bolsas vacías de agua caliente, los ojos entornados y asustados por el flash. El original, variable, siempre desconocido y lejano, habría muerto. Pero ella estaba allí. Y era, en verdad, una imagen soberbia.
Máximo dio un vistazo a la parte final de la carta y sacó de ella algunas notas. Luego acarició el brazo de Bety suplicándole:
– Les contestarás tú, ¿verdad?
San-lu era un tipo simpático y desenvuelto. Había acompañado a los cooperantes extranjeros en la visita turística de rigor a Pekín y les chapurreaba a veces frases en inglés aunque lo normal era que se hiciera traducir por el reservado Wu, que hablaba -mal- tres idiomas, lo que podía delatar, según insinuaciones, un sospechoso origen pequeñoburgués. Bety observó que había en él algo permanentemente encogido y que la ropa del intérprete estaba raída.
-¡Amigos! ¡Camaradas! Con ustedes podremos construir antes el socialismo-exultaba en el restaurante San-lu, mostrándoles cómo envolver en la fina tortita las briznas de cebolla verde y un bocado de pato.
-¿Y la visita que nos habían prometido a las secciones en reforma y ampliación de la Galería de Historia? -terció Vera.
-¡Oh! -San-lu consultó su reloj, que parecía nuevo y el funcionario se complacía en mirar con frecuencia.- Es demasiado tarde. Los camaradas que atienden esas salas deben descansar.
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-¡Pero esto ya pasó en dos ocasiones! Es una visita especial y, si no vamos hoy, ya no tendremos tiempo de hacerla. Ustedes dijeron que les interesaba la fotografía, las salas de fotografía… -se volvió a Máximo.
-Bueno… Mi trabajo exacto aquí no es eso. Si a ellos les supone un trastorno…
-Aquí se trabaja, y nos llaman para trabajar, según se presentan las cosas. Ustedes lo saben como yo, lo ven en la sección -insistió Vera.- Lo ven, ¿verdad?
Máximo estaba jugando a tocarle la pierna a Bety. Una forma de sortear por debajo de la mesa la intempestiva ola de seriedad que había hecho correr aquella mujer a la que no encontraba especialmente fotogénica.
-En los centros de trabajo ellos se van por la tarde -abundó Bety.
-Excepto en las muchas ocasiones en que se quedan, o se va a buscarles porque se les necesita, como a nuestro intérprete, el señor Wu, que está viniendo a todas horas con nosotros, -replicó la otra.
Ni a Máximo se le había ocurrido asociar el caso ni había visto o dejado de ver. Simplemente los horarios laborales le sumían en total indiferencia excepto los propios (que le dejaban notables espacios de libertad) y los momentos en que necesitaba encontrar frente a sí o frente a su objetivo a los seres indispensables para la parcela de su interés, al propietario de la cabeza que se hundía en la búsqueda de un trazo caligráfico, a la dueña de la trenza que una peluquera seria y sin maquillaje levantaba en el aire para seccionarla con un relámpago de tijeras. Fuera de esos -brillantes, temblorosos en el revelado- perfiles, colores y sombras, realmente no creía haber visto nada, y menos horarios laborales, porque las imágenes carecían de tiempo y de lazos de dependencia en el espacio. Alguien, quizás él mismo, ofrecería algún día un vídeo, el objeto-sujeto distanciado de su propia vida, de la jornada de un técnico en una ciudad menor.
-Quienes no tenemos, de verdad, más tiempo ni tendremos más ocasiones somos nosotros.
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Ayer pasó igual, y lo mismo la vez anterior -insistió Vera-. Usted dijo que le interesaba, y mucho, como tratamiento de imagen.
-Pero ¡si estaba usted delante cada vez que ocurrió!
Con, aparentemente, grandes dificultades de comprensión, San-lu se hacía traducir el diálogo. La situación se había espesado y hecho incómoda. Pero -definitiva, magnífica, pensó Máximo, en uno de sus adorables momentos en que, sintiéndole atacado, defendía a su hombre contra el mundo entero -terció Bety:
-Para mí está fuera de dudas que no podemos atropellar, con nuestras exigencias occidentales, las normas de trabajo de los compañeros de la Galería. Que, según veo, son muy similares a las de nuestro departamento.
-¿Trabaja usted en lo mismo que su esposo? -preguntó inocentemente el intérprete.
-El y yo compartimos muchas actividades -respondió ella sonriendo.
Bety poseía las facetas inagotables de su enérgica y esbelta persona, y además la faceta profesional por procuración, de la forma vicaria y apasionada que le proporcionaban las minuciosas charlas de Máximo sobre sus actividades cotidianas, especialmente en la medida en que éstas incidían sobre el acogedor mundo íntimo y los proyectos y demostraban la estupidez de jefes y colegas. Una vez despojado de ese fardo, de las escorias inútiles dejadas por el trabajo del día, Máximo se instalaba en su laboratorio, preparaba un vídeo, repasaba series listas para envío. Bety trillaba la cosecha de experiencias diarias que él había depositado en su regazo, en sus amplias faldas de flores, vivía el mundo laboral de Máximo, se indignaba, asentía, juzgaba a los compañeros de él y zanjaba en las reuniones de discusión interminable sobre un proyecto.
«Es la del coche». Vera reconoció con desaliento aquel gesto de aguerrida defensa, catalogado en su galería personal de iconos: era el que infinitas esposas de conductor
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le habían dirigido, desde la ventanilla de su asiento delantero, cuando su coche añil osaba adelantar o simplemente interferir en el radio de acción potencial de los vehículos de sus maridos. Bety era una epifanía más de Nuestra Señora Acompañante. Vera siempre había intuido que ellas no conducían y había envidiado aquel extraño mecanismo de fidelidad en el que podían recostarse ellos como en el más sólido mueble de la casa, una fidelidad infinitamente más incondicional que los antiguos compromisos monogámicos porque estaba desligada del sexo, participaba de la novedosa ola de las solidaridades inmediatas y revertía en gratificación personal.
Pero el señor San-lu no había dejado que se interrumpiera nada y sobre la mesa, acabada de llegar, estaba la fuente con trozos de manzana cubiertos de caramelo líquido que debían comerse de inmediato, antes de que el azúcar se endureciera.
Vera, que había visto en otras latitudes, desde el volante de su coche añil, tantas veces aquel refulgir de los ojos de Bety, abandonó la empresa, chupó el caramelo, recordó, mirándola, la extraña impresión defensiva que había sentido al conocerla. Algo fallaba en esa imagen fiel de una generación libre y moderna. Tras la melena oscura y rizada y el vestir artesanal, sin artificios de peluquería rutinaria ni modelos convencionales, detrás de la concha en todos los tonos del progresismo, estaba la mujer «de» Máximo, casada joven o quizás simplemente unida a él hasta el nacimiento de hijos. Bajo la falda de flores, el desprecio a las normas, los colgantes turquesa y los rizos había una mujer de su casa sin profesión, cuyas incontables y absorbentes
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ocupaciones esporádicas -esmaltados, pasamanería, macrobiótica, lenguas eslavas- no incluían la servidumbre de un horario y unas órdenes y las mediocres escaramuzas de la diaria rutina laboral.
La manzana con caramelo ocupó todo el espacio bucal de las protestas.
Eran tiempos de continuas contradicciones, directivas y contradirectivas. La Galería de Historia llevaba, desde la Revolución Cultural, años absolutamente cerrada, y los proyectos de abrirla topaban con el problema de fijar una versión adecuada del pasado, recoger cada vez todo el material desde el principio, quitar, añadir y retocar nuevas fotografías, componer grupos, eliminar miembros, difuminar asistentes, batallas, juicios, corregir explicaciones al pie. La ampliación, con vídeos y paneles múltiples, era impuesta por los avances de una técnica sin la cual la galería tendría un pobre aspecto de falta de recursos. Era una cuestión, resumía en su fuero interno Wu para explicaciones sucesivas, de pudor político.
Mientras, Vera, que había abandonado la lucha pero no tan aprisa como para que los filamentos del postre no le pincharan en la boca, pensaba en las descripciones de aquel norteamericano que sí estuvo en la Galería de Historia y vio el material que aún colgaba de las paredes. Pensaba en la gran foto oficial que presentaba, vivos y asintiendo sonrientes, a algunos líderes muertos antes de la fecha que figuraba al pie; pensaba en manifestaciones, tratados y pancartas radicalmente modificados respecto a sus originales, en una acogida delirante de las tropas chinas por tibetanos ficticios, y en aquella imagen increíble en la que un puñado de dirigentes discutían, en el curso de un banquete, con los huecos de comensales eliminados en una purga radical posterior. Llevada por la urgencia de tener acceso a aquel museo de la censura antes de que desapareciera definitivamente, Vera había creído ver en el fotógrafo el reflejo contagioso de su propio interés. El imaginaba los divertidos avatares del maquillaje gráfico, la materia de reportaje. Pero era un trabajo de salida insegura del país. Así cuando Vera -que le incomodaba-apeló al transfondo real histórico
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que yacía tras esas colecciones gráficas, a la verdad maquillada u omitida y a la futura reconstrucción en perspectiva de los personajes y la época, junto con el análisis del mecanismos censor, a veces grosero, a veces hábil, involuntariamente cómico o macabro, entonces Máximo, que ya había desviado el foco de su atención, espetó displicente:
– ¿Y qué es la verdad? ¿V qué es la realidad? Tenemos demasiadas pretensiones.
Cogió a Bety, al levantarse de la mesa, por la cintura. Ella dirigió a la otra mujer una mirada en la que la pasión enemiga fue sustituida rápidamente por compasión, porque Bety tenía a gala funcionar por afectuosos repentes, era generosa y era feliz, y en el fondo, aunque le tildara a veces de machismo, compartía las reticencias de su marido hacia las mujeres solas que habían pasado la primera juventud. Triste reconocerlo, pero solían ser amargadas y agresivas.
Finalmente, como la pareja quería aprovechar a toda costa hasta el final los reflejos de la puesta de sol desde la Colina de Carbón, pidieron, y lograron, que Wu les acompañara hasta casi la hora de la cena.
El Palacio de Verano era un poco menos infierno que los hutung, los callejones de la ciudad cuyo conjunto parecía formar, en esa época del año, un intrincado horno. Vera aceptó a Bety las frutas y el tazón humeante de té que, curiosamente, la alivió del calor. Todo estaba lleno, el kiosko, las avenidas, los bordes del estanque y los puntos idóneos para hacerse fotos. Bajo superficiales diferencias de color y tono de voz, el mundo, una vez sobrepasaba cierto número de individuos por metro cuadrado, era una masa igual y fatigosa que se desplazaba por leyes físicas y respondía a las mismas previsiones.
– Siempre creo en el entendimiento, y más aquí, en que, por fuerza, casi convivimos -decía la mujer de Máximo.
Había que apreciar el esfuerzo, la fidelidad de Bety, que se abría como una flor sobre el taburete de junco, ella y su caluroso afán de concordia, su superación del instintivo rechazo
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que le inspiraban las durezas, los desafíos, la ingratitud respecto al agradable fenómeno de la vida y la cortante presencia de juicios intempestivos de Vera. Probablemente esa mujer se sentía superior; o tenía complejos. Las dos cosas. E introducía en el cálido ritmo colonial de ese trabajo en China, salpimentado de ironías cuando hacían una velada con amigos occidentales y de condescendencia si se trataba de aborígenes, cuñas de exigencia e incomodidad.
– Pero Bety, los tipos del Partido están encantados de que Máximo opine, con ellos, que la visita a las galerías cerradas del Museo es una complicación innecesaria. Están felices, como lo están con ese periodista conocido vuestro al que ofrecen primicias de información y pases a las zonas reservadas. San-lu se apoya siempre en que la mayoría opina que tal labor no es necesaria, y los días pasan y no tendré acceso a ese material jamás.
Bety sonrió con conmiseración. Los que se creen inteligentes conocen muy poco de los hombres, de los hombres concretos.
Bety sentía su abnegada paciencia irse agotando como los sorbos de té, tibios y progresivamente amargos. Máximo a esas horas estaba en la umbría fresca de la casa, feliz y afanoso en su selección de imágenes, inocente, bondadoso
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y ajeno al mundo de aristas de esa mujer que la juzgaba, que les juzgaba, Ah, si ella supiera cuán ingenuo….
-Tendrías que haber visto -Bety volcó esta vez los avatares de su experiencia de camarada en la que Máximo pasaba a ser dependiente y ella la ordenadora de la vida práctica, el enlace con el mundo- cómo me las he ido arreglando con lo que él ganaba para vivir como los dos queríamos. Para él lo importante era tener su material y su tiempo; y a mí. Lo que se encontrara para comer en la mesa le daba igual, las ambiciones de los demás le divertían. Y éste -Bety sacó la foto de su hijo Marcos- fue mi idea. A él simplemente no se le hubiera ocurrido. Para mí era físico, elemental. Lo necesitaba. ¿A ti nunca te ha pedido el cuerpo tener un hijo?
-Pues… sí, pero me lo ha pedido muy bajito -respondió Vera.
Justamente en las mesas vecinas las madres se levantaban y empujaban hacia la salida los carritos de bambú con bebés. Como en otras ocasiones, Bety comenzó a mostrar la inquietud de aquel a quien empiezan a tirar de un cordel invisible. Llevaba tiempo fuera, era hora de irse. Y de reencontrar la aceptación plena, cálida, cómplice, de Máximo y los de su grupo si habían ido esa tarde, quizás del periodista francés.
Los caminos legales hacia las salas del Museo se habían cerrado, ahora Vera lo sabía. La selección política, las hábiles y tercas manipulaciones de la realidad de los responsables chinos cuadraban perfectamente con la oportuna ignorancia de los hechos, con la percepción selectiva de Máximo, de Martín. Para el régimen era un don del cielo aquella inteligencia combinada con ceguera, aquella indiferencia jamás molesta, siempre manejable, que admitía ser tomada como aval, que permitía a San-lu apoyarse sonriente en el hombro de Máximo con el instintivo agradecimiento del trepa hacia su desinteresado complemento simbiótico. Máximo a su vez se acomodaba sin esfuerzo a San-lu y a Martín, sanguíneo y rubicundo. Sentía en ellos al elástico hombre de compromisos, a los hábiles explotadores de la acción. Como en la selección que automáticamente hacían sus ojos y su cá
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mará, para Máximo no tenían existencia los espacios entre sus focos de interés, no veía las escaramuzas, las pequeñas trampas y los pequeños muertos. Se recostaba en seres como Martín y San-lu con voluntaria ingenuidad infantil, en su fuerza, y ponía a su vez en el oportunismo de éstos el toque dorado de su amistad de artista.
Chupando el contenido de una pata de cangrejo, durante la cena de reunión con sus colegas, San-lu proponía en ese momento llevar, en un viajecito de un de semana, a la pareja aquella tan simpática a una exposición distante de pinturas populares, en las que la esposa del cámara tendría la ocasión de ver talleres de diseño de telas, por lo cual se interesaba. También se proponía vigilar las relaciones de la otra cooperante con los amigos de Wu.
Vera mientras estaba pensando en qué le pedía el cuerpo y había llegado a la conclusión de que lo que sí le pedía ese conglomerado medieval aristotélico de cuerpo y alma, ese moderno ensamblaje de compromisos provisionales de materia y energía o, según doctrinas más recientes, esa engañosa ficción de una identidad, lo que sí le pedía era saber -ahora, pronto, por muy ficticio y cambiante que todo fuera- cómo se había manipulado la Historia en las salas de la Galería.
«Eran los tiempos de los espías» -había anotado Vera, tras apuntar en los márgenes del bloc dos fechas y la diferencia de años. El tren traqueteaba camino de Golmud- «Eran los tiempos de espías. Prácticamente todos los que vivíamos en la República Popular tocábamos a una pequeña novela de espías por cabeza. Los gestos de un intérprete, la oscuridad banal de un callejón, ofrecían más materia reservada que las pendencias años treinta de los gangs de Shanghai. Él metro existía y no existía, su mapa era secreto; el subsuelo estaba agujereado como un queso por refugios atómicos que eran como una simple alcantarilla reforzada con hormigón armado. Los occidentales discutían indefinidamente, los orientales se callaban. Cualquier ósmosis representaba una copita de excitación.»
La mano, la mano izquierda, se engarabitó en un relámpago de dolor en las junturas de los dedos, los dos dedos
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centrales. La dejó en el regazo, la miró con sorpresa, la comparó con la otra. La vejez llegaba así, a pinceladas, a pinceladas en los nudos de los huesos, una hoy, otra más tarde. Qué lejos estaban las manos de la cara, del cuerpo, de cualquier zona vestible, arreglable, maquillable. Se mojaban las primeras en el agua de la vejez y quedaban ahí, sin disimulo posible, una capa de años y otra capa, las manos sin posibilidad de cambio de expresión ni de sonrisa, y que dolían en la izquierda de cuando en cuando en un anticipo de lentitud.
El vientre, bajo las manos, daba igual cómo estaba. ¿Le pidió alguna vez el cuerpo un hijo? En cualquier caso contra el vicio de pedir hay la virtud de no dar. Le pidió atar de alguna forma a hombres que antes de haber llegado ya se marchaban. Era uno de los pocos trucos que, al parecer, funcionaban para sentirse segura. Pero en realidad debía admitir que no era su truco y que no llegó a mover las necesarias piezas.
La llanura, en las cercanías de Golmud, era perfectamente vacía, nueva y carente de todo recuerdo; era una pieza de seda aún sin dibujos ni colores. Y el tren estaba helado y semidesértico, multiplicado el frío por el plástico verde de los asientos. Varios más allá otro viajero, envuelto totalmente en su saco de dormir, los ojos avizor, veía pasar distancias, indiferente a los demás y absorto. Los dos chinos roncaban, tirados uno frente al otro, como un naipe de póker, sobre la mesita central.
Vera se había entregado a la laboriosa tarea mental de ordenar todas y cada una de las cosas que, freudianamente, hubiera podido ansiar o conseguir quizás por la única razón de que llenaban el hueco del hombre o del embrión del hijo. En la lista desfilaban los más variados actos de la vida, las ideas y el extremo empecinamiento en comprender el viejo, absurdo enigma. Estaban los libros y las películas, las amistades entabladas y los paseos solitarios, el juego de los sabores y el gusto por las plantas. Todo podía teóricamente embutirse en ese vientre y esos órganos huecos como un guante.
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Luego pensó en el envoltorio secreto, disimulado por la guata de una prenda y por las tapas falsas, se vio guardándolo y aprendiendo de memoria el mensaje desesperado de Xei Wen, intentando mandarle cartas con apariencia local y estudiando los mapas con lupa; todo ello teatral, risible, mezclado al recuerdo del viejo amor. El mensaje que había entregado a escondidas, apresuradamente, al periodista de paso, la carta que no era, como pensara, una evocación sentimental, el disimulo en policía y aduanas, la firme decisión de hacerse insignificante y gris, perteneciente de pleno derecho a esa franja de mujeres de edad indefinida, territorio carente de interés.
El paisaje de Golmud es un progresivo vacío en el que se han colocado decorados nuevos. Parecen éstas ciudades de cartón, fachadas que se han dispuesto de cuando en cuando junto a la vía del tren y tras las cuales hay simplemente desierto. En cualquier instante podrían aparecer jinetes indios desde las lejanas montañas corriendo con terribles aullidos a asaltar al caballo de hierro. U hordas temibles de hunos comedores de carne cruda (ninguno de ambos tan peligroso como los burócratas chinos en general y los funcionarios de ferrocarriles en particular).
Golmud. La ciudad polvorienta se alegra -como tantas zonas reforestadas de China- con multitud de chopos jóvenes, plantados en la misma época. Sus tiendas del Estado son indeciblemente mortecinas, con rejas echadas, cristales quebrados e inmensas capas de polvo en las vitrinas y en los pocos objetos expuestos, escasos y colocados sin ninguna aspiración estética. Los algodones, las sedas, la artesanía brillan por su ausencia. Las dependientas apenas se dignan mirar al cliente, ni local ni foráneo. Las tiendas son un vasto depósito de desterrados, de hanes que, para su desgracia, han ido a parar a esta extrema orla del imperio, que desdeñan, a la que son ajenos y en la que se retraen, ven pasar el tiempo y sueñan en zonas más amables. El maoísmo parece haber tenido no poco éxito en el genocidio cultural. Es como si todas y cada una de las bellas artes hubieran sido borradas en las del pasado, esterilizadas las del presente con el culto al dios político único, y declaradas, con un prag
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matismo mimético y bestial, inexistentes las del futuro. La nueva China parecía a Vera una vasta adaptación de productos caducados de Occidente, ello en materiales de escasa calidad, nylon, plásticos. La suave solidez del algodón, la ligereza resistente de la seda, la belleza del bambú, habían desaparecido sin reemplazarse realmente por una modernidad pujante. El país todo era como una mala fotocopia.
El cielo está cargado de viento y arena. Ha pasado del amarillo a un gris color de la nada. Aquí termina el ferrocarril, en el borde de la estepa y de la extensa y solitaria provincia de Chinghai. Salida hacia Lhassa mañana, en el autobús local. Este año a principios de agosto ha corrido entre los viajeros la voz de que se puede viajar por tierra hasta Lhassa, escapando de los escogidos grupos turísticos que aterrizan junto al Pótala y en cuyas divisas abundantes ve el Gobierno chino una fuente de recursos imposible de desdeñar. Los vehículos parecen viejos autobuses de transporte urbano empeñados en la aventura de recorrer, en dos días y una noche, esa cinta roja de los mapas que se desliza a cuatro mil metros de un dédalo de pasillos de grava y arena que, habitualmente, sirven de lecho al hielo. Los pasajeros son en buena parte locales, monjes vigorosos, otra raza, otro tipo, envueltos en gruesos hábitos de lana, el brazo derecho descubierto, y un acólito de ojos incansables y cráneo rapado, que sirve y ríe ante la novedad. Hay funcionarios chinos con un bebé de meses que, martirizado por el dolor de oídos de la altura, llorará todo el viaje. Los extranjeros están ya mimetizados por el frío con los nacionales, se arrebujan en prendas de invierno, cubren el rostro con bufandas. Agosto. Marrón. Gris oscuro. Gris claro. Blanco nieve. Los colores del mapa.
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Hemeroteca
A Martín no le gustaba mirar las viejas fotos. A Rossa sí, y las mostró a Bety y a Máximo. La manifestación tenía como fondo la Embajada de Estados Unidos. Martín sostenía la parte central de la pancarta del sindicato. El pelo rubio de Rossa brillaba al sol; se reía con amigos. Era, en cierto modo, una foto de graduación, en la que se encontraban «todos». Señaló cabezas, dijo nombres. Fue un domingo plano y solitario en el que los balcones cerrados del barrio bien les enardecían y aumentaban los puños en alto y el tono de sus gritos. Habían pedido libertad para Vietnam, Laos y Camboya, abucheado a un socialdemócrata que se atrevió a tomar la palabra y defender proyectos burgueses, coreado consignas contra el capitalismo y el imperialismo yanqui. La intervención extemporánea del representante -francés, cómo no , dijo Rossa- de una organización humanitaria caldeó los ánimos. Tuvo la ocurrencia de hacer un paralelo entre los sucesos en Indochina y el expansionismo soviético, la situación en Albania, Cuba y Corea del Norte y las purgas de la Revolución Cultural China. Rossa recordaba la voz fuerte de Martín, a la que siguieron las demás en el «¡Vendido, vendido!» y «¡Reaccionarios fuera!». Callaron para escuchar al secretario del PUS, cuya sonrisa había saltado en el espacio de pocos meses a las televisiones y a la calle respaldado, se decía, por el dinero germano, como un barco diseñado para flotar en la marejada producida por la desaparición del añejo régimen anterior.
El Secretario había reafirmado el sostén inquebrantable de su partido a las fuerzas socialistas mundiales que luchaban por la igualdad y contra el imperialismo y la opresión,
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citando, con pausas para los aplausos, a Cuba, Corea del Norte, China, la pequeña Albania… De ahí enhebró su discurso con el futuro que el Partido Unido Socialista preveía para la naciente democracia española y supo entusiasmar a los asistentes devolviéndoles como un espejo precisamente las imágenes de sí mismos que éstos deseaban ver en el marco en el que ansiaban vivir, que era las sociedades avanzadas euroamericanas, con sus estructuras de democracias ciertamente burguesas, capitalistas y parlamentarias. Mas el líder del PUS arropó tales imágenes con un verbo de socialismos, poder obrero, noble independencia frente al imperialismo norteamericano y anatemas contra la reacción centro-derecha conservadora, de forma que su intervención era una pantalla en la que se lograba la imposible unidad de una película del Occidente democrático, moderno y técnico, y unos subtítulos a base de terminología antagónica y ajena, ismos practicados en distantes dictaduras, en países y sistemas en los que ninguno de los oyentes hubiera querido vivir jamás. La ovación atronadora había coreado las últimas palabras del secretario general del PUS. Luego la multitud se dispersó, satisfecho cada uno de sí mismo, del parto sin dolor que se le prometía de un flamante país moderno, embellecido por los actos de fe y las consignas revolucionarias, orgullosamente distinto y nuevo frente a todo y a todos los anteriores, frente a los convecinos europeos hundidos en la rutina de grises explicaciones parlamentarias, frente a la cohibida generación anterior. Cada español se vio mágicamente convertido en un norteamericano, pero en un norteamericano bueno, que se movía -con los debidos ajustes diferenciales- en aquellas casas, jardines, universidades y libertades que Hollywood había grabado como ideal en el fondo de su corazón, que escuchaba jazz y que se detenía en cualquier motel de la ancha carretera con su joven pareja, pero que carecía del dinamismo agresivo de los estadounidenses, que era amistosamente recibido por todos los pueblos pobres, a los cuales no pensaba quitar un gramo de materias primas. El español se vio a sí mismo como un alemán bueno y vividor, en prósperas empresas exentas de patrones capitalistas y reconversiones electrónicas, se vio
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fraternalmente acogido por el Tercer Mundo -ante el que se disculpaba por los descubrimientos colombinos- y respetuosamente tratado por sus pares Gran Bretaña, Suiza, Noruega, Francia. Un brillante salto sin precios y sin riesgos para aterrizar en la orilla de la Prosperidad.
Martín no recordaba el discurso pero sí la vuelta, invitados él y Rossa en un bar por aquel muchacho cuyo autocar para Donosti salía esa misma tarde. El chico llevaba prendidas en la cazadora verde, además de la ikurriña, insignias contra las centrales nucleares, un «¡Patria o muerte!» cubano y numerosas llamadas a la liberación de las minorías étnicas. Les enseñó un cartel: cientos de puntos rojos formaban, con fondo blanco liso, el rostro de Mao Tse-tung tocado con su gorra de estrella central. De cerca el dibujo hubiera podido ser únicamente una multitud monocroma y despavorida, pero echándose unos pasos hacia atrás se componía la sonrisa solar del Líder. Martín había apuntado las señas de la Asociación de Amistad con el Pueblo Chino y prometido mandar a su vez documentación del sindicato. Siempre convenía apuntar.
Acompañó a Rossa al coche. Mirándola de soslayo, la comparó con su mujer, Charito, que cuidaba en casa a su hija con gripe. Charito no era fea pero en el tipo se parecía, aunque algo más baja, a Martín, tenía un cuerpo con tendencia al ensanche y marcado por la buena comida y el parto, con pantorrillas y brazos fuertes y rollizos y rostro redondo que precisaba para realzarse algo de maquillaje. Su pelo castaño nunca había brillado como las mechas irregulares, tan sabiamente descuidadas, de Rossa, que se deslizaba a su lado con chaqueta y pantalones de ante como un ciervo, con movimientos perezosos y largos y un olor a tabaco y a colonia. A Martín Rossa le recordaba a las mujeres que ocupan, en los suplementos de los periódicos, las páginas de los anuncios caros. Charito nunca hubiera pasado de los detergentes. Con una mujer así se entra en los sitios de otra manera. Y se entra en otros sitios.
Vera tenía fotos de cosas; entre las cuales había vivido. Era un apartamento de Madrid que olía a papel y a cal de reparación reciente. Todo el calor del día parecía haberse
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quedado retenido entre sus paredes cuando entró en él con César tras la manifestación. César hacía programas de radio y se movía entre numerosos latinoamericanos que, sobrios, hablaban sin excepción de dictaduras y que, con unas copas, renegaban de los celtíberos bajos y comedores de garbanzos entre los que les había tocado vivir. Los argentinos tenían la amargura de doctores destronados, en contraste con los afables chilenos. Los programas de César giraban sobre la situación en el cono sur, la intervención estadounidense y el comercio de armas. Él se puso a curiosear libros y discos y se deshizo en alabanzas del batik clavado en la pared: una guerrillera vientamita cocinaba arroz en el casco de un soldado americano. Todo era azul y blanco en el dibujo excepto el rojo de la llama y de las insignias revolucionarias de la muchacha.
La habitación de Vera limitaba al norte con versos de Celaya y Blas de Otero, al sur con una reproducción en la que se intentaba enrejar, inútilmente, a una paloma de Picasso, al este con un tazón en el que se mezclaban chapas con flores y hojas secas y al oeste con la banda de cielo inalterable sujeta al marco gris del patio. Sentados frente a él César había absorbido ese caldito de pollo que, según afirmaba, las chicas solas y ordenadas siempre tienen en la nevera. Oían música, palabras cálidas y enérgicas que prometían cosas o las denunciaban con acompañamiento de guitarra. César hablaba, mucho, de guerrilleros, de bloqueos y del Fondo Monetario Internacional. Las horas se extendían como una colcha oscura hasta la mañana, acabada la cena y el café. Con la lentitud inevitable de un péndulo, iba a llegar el instante en que levantarían el borde de la espesa noche y se meterían en la cama contigua. Porque quizás la carne, incluso la distante y la silenciosa, tiene sus brotes de exigencia y sus ritmos. De forma que, aunque Vera no le conocía, el molde de él era satisfactorio. Se habían encontrado en los mismos sitios de costumbre, era moreno, con esos ojos a los que el negror de pestañas e iris añade una falsa profundidad, la piel estaba cubierta de vello. Vera se esforzó en vano en recordar su rostro pero sí recordó que aquella noche había vertido lentamente la idea
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del compañero en aquel molde mientras le palpitaba en su oquedad el corazón.
César había insistido en oír una y otra vez el adagio de Albinoni y pedía que le besara, los ojos cerrados y los labios carnosos como un molusco entre la barba y le bigote. Vera se negó en redondo, de repente, a besarle y a oír por quinta vez el adagio, en un irreprimible reflejo de desentonar.
En la cama todo se hizo con rapidez, pero hubo un momento imborrable: cuando emprendían la escarpada subida de la excitación César había musitado «Lenin dice… «. El olvido se apresuró a cubrir piadosamente la frase de Lenin y sus consecuencias. Más tarde, en torno a ese desayuno con bollos de que las mujeres solas y ordenadas disponen, César le había hablado de su compromiso sentimental con una refugiada paraguaya, su compañera desde hacía dos años. Al despedirse invitó a Vera a su próxima charla en una asociación vecinal. Salió.
La habitación, como la realidad, iba siendo invadida por la luz blanca del día. Como en la foto que Vera tenía ante sí.
Tres mil, cuatro mil, cinco mil metros… Que el veneno pierda su poder, que el veneno se deposite con la altura, que se comprima, seque, pulverice en el fondo del corazón. Entre bandas de niebla gris y la angustia del traqueteo del coche que golpea los cuerpos blandos contra las paredes asoman efímeramente desgarrones de belleza bruta, de cruda belleza que arrastra el respirar como una garra. Que el pasado pierda el olor acre de sus menudos rencores, de sus míseras cenizas, como los casi imperceptibles círculos de tierra ennegrecida que marcan en Erdagou la parada provisional de un grupo que comió y fumó en torno al fuego. Estaban sentados así, en torno a Vera, en una lejana ocasión en la que se solventaban incomodidades internas que raspaban en el acolchado mundo colonial de sus compatriotas, de sus amigos. Con la mochila bajo las piernas y aferrada a los barrotes del asiento para no golpearse la cabeza con el traqueteo
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del coche, Vera volvía a ver a esos insumergibles náufragos que sobrenadan siempre al tiempo y a la aparente futilidad de los recuerdos: la mirada, el brillo mísero de los ojos de Máximo durante su denuncia, la media sonrisa y la forma de echarse hacia delante, hacia el secretario jefe. Y, sentado a la izquierda, el silencio satisfecho de Martín ante la fidelidad de un alumno aventajado y ventajoso. Rossa fumando y sin dar gran importancia al asunto, impaciente por comenzar el fin de semana que tenía proyectado. Recordaba la larga noche que pasó toda en pie, ordenando, desechando, escogiendo objetos, y la penosa visita de Bety, inflamada en risible e inatacable buena conciencia minuciosamente limitada por la adhesión inquebrantable a Máximo. Por la mañana todos ellos habían desaparecido, quizás observaban el desenlace y aguardaron hasta que llegó el coche con los policías y salieron. Aquella noche ellos se reunieron, ciertamente, para devolverse cada uno al otro su imagen positiva, su comunidad de intereses y de proyectos. No comentaron el desagradable asunto de Vera pero la amistad entre ellos se reforzó con ese cabo especialmente sólido que procura la pequeña vileza tácita. Esa noche charlaron, bebieron y se preocupó cada uno solícitamente del bienestar de los demás.
Ella había confiado en el Joma, en el Medu Kun, en el Jiregepa. Como se pone la fe en un ser divino, en un credo o en un santo, Vera había esperado de esas montañas alzadas sobre los seis mil metros un don de pureza por el cual se empequeñeciesen hasta desaparecer los recuerdos, filtrados por la ascensión vertiginosa y definitivamente desprovistos del olor de su descomposición. Sin embargo el cuerpo dolorosamente agitado en la cáscara vieja de metal filtraba el pasado. Rostros viscosos, translúcidos, que emergen todavía, privados de poder y quién sabe si de existencia misma, pero que conservan aún un rescoldo de su capacidad de dañar.
Las pistas, porque no hay camino y son varias, en el suelo fangoso del deshielo se cruzan, van a perderse en lugares imposibles, llegan hasta la mitad de la rueda y entonces hay que bajarse y empujar el vehículo. A veces los camiones del ejército acuden, se echan cables, tiran, unos y otros
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examinan el motor. Como cabe que el autocar vuelque, se mantienen las puertas abiertas para que la gente pueda tirarse en marcha si oscila con exceso. El avance es tan lento que a veces es posible pasearse por los monótonos alrededores y luego volver a subir. No hay un solo árbol, los picos han sido cubiertos por el manto esponjoso de los monzones y el vientre de las nubes se arrastra tan cerca del suelo que sólo los postes de tendido eléctrico parecen apuntalarlo e impedir la fusión total. Lejanas, circulares, las carroñeras calculan una presa.
A partir de Golmud el terreno se alza en alturas desmesuradas y el mapa está estrellado de cordilleras, de nieves eternas y lagos glaciares. Rebautizada por el ocupante chino como Xizang Gaoyuan, la meseta del Tíbet es un fruncido de montañas. Dos millones de habitantes para poco más de uno de kms. cuadrados. En este mes de agosto charcos, regatos, fango. Precipitadamente, desde el lejano Qomo Langma Feng, el Everest, y por la escalera imperial de los picos señeros, la nieve presionada desciende al lentísimo ritmo de su pulso, acelera en chasquidos y hielo su transformación, viene a fundirse en la estrecha orla donde se permite la vida. De este vasto, inhóspito y frío útero nacen los grandes ríos cálidos de Asia. La corriente silenciosa y turbia junto a la que, una vez más, los viajeros se detienen y en la que se intentan llenar las teteras podría ser, como tantas otras atravesadas, la cuna del Yangsé, en el que se balancearán hasta el delta de Shanghai barcos oceánicos. Vera se sentó en las piedras del borde, aturdida por la levedad del aire y su absoluta carencia de olores. El manojo de ramas de una vegetación imposible había crecido y se había secado junto a la ribera. Una de ellas arañaba apenas la superficie del agua. Y lo que no había logrado la grandeza de los picos lo aportó el cuadro diminuto y movedizo de la rama y el agua, que rasgueaba sobre la plana superficie del tiempo el disco de su existencia individual y repetía la inconsistencia del imperceptible surco. Los rostros, la miseria de otro tiempo, el vaho cariado de la cobardía fácil, eran aplanados, disueltos por la masa del agua; las culpables certidumbres, la torpeza irrazonada de los actos quedaban reducidas a la línea de espuma marcada de forma pasajera.
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El Tanggula Shankou, el Paso Tang, hubiera merecido, por su venerable tradición, otras ofrendas, pero no recibió en esta ocasión sino la orina y desechos de los viajeros. Era de noche, nevaba intensamente y nadie se atrevía a aventurarse más allá de un metro del autocar. El viento lanzaba torbellinos helados contra el puñado de seres magramente protegidos, no los quería, les mostraba la salida de su territorio. En puertos como éstos iban muriendo, en el siglo VII d.C., los compañeros de Hsüang Tsang, el monje chino que viajó desde Chang An, la Xi’an de hoy, hasta la India para traer y traducir las sutras búdicas. Embellecida por todos los tintes de la fantasía, su epopeya, «La peregrinación al Oeste», ha quedado integrada en el folklore chino. Por caminos similares, un siglo más tarde, llegaría al Tíbet desde el noroeste de la India Padmasambhava, también llamado Orgyen Rimpoché y al que se alude como «Segundo Buda», y este misionero budista sería el fundador del primer monasterio tibetano, a finales del siglo VIII d.C. Peregrinos y mercaderes ensancharon el mundo, pagaron su peaje de cadáveres, los unos por la fe y el espíritu, los otros por la seda y el oro, ambos llevados finalmente por la misma supeditación de la vida a la intensidad de una pasión.
En el inmenso horizonte circular de la estepa rasa una columna de humo se eleva en el centro, como una pluma que escribiera la corta historia del hombre. Los monzones avanzan entre las montañas con pasos de lluvia. El cielo no es horizontal sino vertical, cortado de nubes en torbellino, diamante, apoyadas en las laderas, despedidas hacia poniente. Es por la altura de este suelo que avanza hacia su encuentro y las roza como a un río violento, lechoso. Como el barco que supera una cresta, el viejo autocar desciende hacia planicies menos inhóspitas, con su masa de cuerpos doloridos y fríos en el interior. Pero amanece y, contra la inhumana altivez de las inmensidades, hay junto a la carretera un figón modesto en el que un hombrecillo agradablemente diabólico improvisa, uno a uno, comida caliente a los viajeros. El cocinero-mesonero salta, ubicuo, entre los fogones y agita sartenes que despiden enormes llamas. Subido al pedestal de ladrillos con hollín, se deja fotografiar complacido mien-
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tras amaestra en cazuelas hirvientes y cóncavas espaghettis inquietos revueltos con briznas de verdura y carne, los bate entre fuego y aire y los deja caer, con un golpe maestro de pala, en el tazón. Viste al modo chino, sus rasgos podrían ser mongoles, o mezcla de tibetano aunque se da por seguro que los hanes repugnan las uniones mixtas. Lleva bigote y perilla, tacones de bailarín flamenco y el pelo peinado en mechas largas y aceitosas detrás de las orejas. Puede que exista un pacto entre este tibetano y Lucifer, gran patrón de los incendios, de las cuevas tiznadas y de los combustibles, que respetan en la estrecha cocina la vecindad peligrosa de las ascuas. Su cubículo ennegrecido de frituras recupera para los recién llegados las dimensiones familiares de la existencia cotidiana, refugiadas en la jofaina y los perros, el calendario viejo y las mismas manos del cocinero. Por unas pocas monedas, el buen samaritano satánico ha remediado la necesidad de los viajeros de la estepa, que ofrecen ahora su piel al frío de los ritos excretorios, agazapados sin modestia tras desniveles mínimos. Las ruedas patinan en la poza de agua y barro hasta que por fin el vehículo logra partir. Sentado con una larga pipa a la puerta de su casa, Mefistófeles aguarda, con sus fuegos fatuos, el autocar siguiente.
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cuya tapa figuraba la bandera roja de la República Popular, con su humilde corro de estrellas supeditadas al gran astro del Partido Comunista.
La vastedad del país era puramente ficticia comparada con su perímetro de movimientos permitidos. Los contratos, conseguidos a través de la Asociación de Amistad con China, les habían transplantado a un universo acolchado .y rentable, con un sabor de treinta años atrás y posibilidades periódicas de cambios de ambiente. El horizonte de compras era infinito, comenzaba en las antigüedades de precio risible al cambio, abrumaba con muebles de laca y bambú, jades, sedas, y se prolongaba en el mercado ultramoderno de Hong Kong. La estancia inicialmente prevista, e incluso su prolongación, parecían escasas para el cumplido aprovechamiento de las posibilidades.
La conversación comenzó a girar sobre el amueblado de sus casas futuras y la descripción pormenorizada de las librerías en el w.c. A Máximo le procuraban un excitante inconfesado los suaves olores de la delación, la lenta deyección moral que resolvía todos los actos humanos en final podredumbre. Una vez convencido, como lo fueran grandes y excelsos maestros, de que la naturaleza de la especie convergía en los productos residuales, materiales o psicológicos, de innumerables y voraces tripas, su vida había sido una navegación feliz por mares de dudoso contenido -¿cuáles no lo son? decía él a Bety- en los que procuraba no meter la cabeza. Hubiera querido, durante su estancia asiática, hacer un reportaje de las letrinas, un imposible reportaje entre los cuerpos acuclillados, doblados en un ángulo que un occidental no conseguiría jamás. El hubiera paseado su cámara por esos rectángulos sucios, malolientes pero acogedores, en los que cada sexo formaba un animado grupo y charlaba con los codos apoyados en las rodillas. Incluso -lamentablemente hubiera sido tachado de coprofilia- imaginaba un fondo sonoro en el que, acompañando al rodaje, se desarrollara su hipótesis sobre la relación entre la falta de creaciones individuales y la privación oriental de los espaciosos ratos de soledad imaginativa de que disfrutaban los occidentales en el retrete.
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– ¡Y es que todos somos una mierda, todos! -proclamó
Máximo.
Martín le dio una palmada en el hombro; también los otros asintieron y rieron. Máximo les aseguró que la teoría era seria y se dejó zarandear, sonriendo y argumentando, mientras llovían ejemplos diversos, y Bety abundaba a favor del tema basándose en las experiencias con su niño, y Rossa pedía un doble de uno de los reportajes de Máximo para mandárselo a alguien influyente, y todos, entre la densa queja del saxo y las imágenes del proyector de diapositivas, se sentían en un lugar indeterminado del planeta.
Martín tenía unos labios gruesos, prominentes, hacia adelante como si se vieran siempre en una toma demasiado cercana; habían discurrido, en una selección eficaz y rápida, sobre las bandejas de pastas y se mojaban ahora en una gran copa de coñac. Del mismo modo esos labios sorbían lo que pudiera ofrecer de tentador la superficie del mundo y cuando descubrieron a Rossa adquirieron, con el prolongado recorrido de su sexo, la entrada a una red de nueva relaciones.
Rossa tenía unas manos largas y hermosas que agitaba pausadamente al hablar. Martín, sentado en la alfombra junto a ella, le atrapó una y la besó en palma y dorso, luego se puso a jugar con los dedos.
– Sube la música. ¿Qué tal el sonido?
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Vera entró, con su caja de pasteles, e inmediatamente la reunión cambió y se hizo el ambiente en el que se sabe que existe alguien ajeno. Más tarde entró Wu, con expresión de cortés sufrimiento, y San-lu, con su botella de aguardiente áspero y un conocido que en seguida presentó a Martín y los tres tardaron poco en fundirse en una intimidad de bruscas carcajadas y paseos por el corredor. Se hablaban en inglés y recurrían sólo ocasionalmente a los servicios de Wu. Este en un aparte preguntó a Máximo:
– Me dicen que va a ir usted pronto a por material fotográfico a Hong Kong. Hay una familia lejana de mi madre. ..
Wu se alisaba los extremos de la chaqueta lavada y planchada la noche anterior y se expresaba con dificultad.
Vera vio los movimientos torpes, los puños usados y raídos, y vio que San-lu había dejado a su colega chapurrear inglés y se acercaba por entre las sillas. Disimulando su aburrimiento, Máximo movía el vaso, que reflejaba en el fondo su propio rostro simpático e indefinido, y pensaba en colores y en filtros. Cuando San-lu puso, riendo, por atrás la mano a Wu en el hombro y le dijo unas frases rápidas mientras señalaba el rincón con la mesita del té, Máximo se sintió aliviado de lo que prometía ser una aburrida historia personal. Wu batía retirada hacia el fondo. El borde metálico del termo sonó contra el borde de las tazas porque las
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manos le temblaban y algo del agua humeante le cayó en los dedos.
Wu visiblemente evitaba hablar. Llevó té a San-lu y al otro y se puso pulcramente a secar el agua.
Vera alcanzó a Martín junto a la mesa de bebidas:
– Dice Wu…
Martín no levantó los ojos de la mezcla que se servía en proporciones exactas. Ni los brazos ni la voz que le interceptaban merecían mayor atención. Desvió a la colega hacia Máximo. Bety se acercó con un té con brandy y hielo y otros temas de conversación, la pareja admiró los grabados que Martín había sacado en una gran carpeta para mostrarlos a los huéspedes; Rossa, lenta en sus holgados pantalones de seda, se unió a ellos y al amigo de San-lu. La luz de día iba disminuyendo rápidamente y el grupo se concentró bajo la lámpara del escritorio. En lugar del saxo sonaba un fondo plañidero de instrumentos de cuerda.
Vera se sentó en los cojines del fondo y encendió un cigarrillo. La distancia, la diferencia respecto a los otros, se hizo casi física y esta vez decidió aceptarla, sin mayores análisis, sin renovadas luchas. Como un cuerpo cristalizado en una forma inasimilable con los otros cuerpos, como un
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objeto instintivamente extraño. Así la dinámica del grupo se había formado sus propios remansos y senderos que no coincidían con su trayectoria. Ni con la de Wu, la de Wu y su incómoda realidad. Ella evitaba mirarle ahora y él ya no hacía ningún esfuerzo ni mostraba insistencia. Los ademanes cansados, humillados y correctos del traductor, los gestos solitarios que querían ser dignos sacudieron de repente a Vera con un dolor de garra, de tirón hacia atrás del pelo de forma que no pudiera bajar la cabeza y frente a sus ojos estuviese Wu, limpiando demasiadas veces sus gafas y en espera de la hora de marcharse.
Martín se echó a reír, abrió los brazos para abarcar una extensión imaginaria, rió San-lu, la llamó Rossa, hicieron hueco a Wu, y Máximo se dispuso a fotografiarles. Martín se colocó junto a San-lu y le echó por el otro lado un brazo fraternal sobre los hombros al intérprete.
Hasta hacía muy poco tiempo, mientras juzgó que lo necesitaba o que lo podía necesitar, la atención de Martín había ido hacia Wu en salidas y reuniones, con una insistencia solícita cuyo último fruto había sido la traducción rápida -y gratuita- por parte del intérprete del informe sobre el ATI-China, la Asociación de Trabajadores Intelectuales en China, que era el último proyecto de Martín, del cual era ya portavoz, fundador y secretario general. Precisaba además frecuentemente la ayuda de Wu para disponer de material -correo, membretes, impresos- con el que dar cierto barniz oficial a sus actividades cara a su sindicato y a sus compatriotas. Había acompañado el agradecimiento a Wu con promesas, pero San-lu y su amigo acapararon repentinamente toda la atención de Martín.
La visión del mundo de Martín era la del potro de la carrera de obstáculos: cuanto aparecía ante su vista existía en función de la meta, o del pesebre. Era el suyo un ballet brutal, sucesión de escenarios con estratégicos cambios de pareja. Situado en la carrera, cuanto aparecía ante su vista era clasificado automáticamente como incómoda valla salvable cuanto antes o como apetitoso pasto. Había brincado sobre los excompañeros del partido cuando llegó el momento oportuno de aterrizar en otros campos, brincó sobre el
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colega y, con una carrera a decir verdad fraudulenta pero altamente oportuna por el pasillo de la dirección, se hizo adjudicar el puesto; brincó sobre la borrosa compañera de su época oscura cuando Rossa volvió hacia él su perfil de pura sangre, quizás atraída, según la ley de los contrastes, por la insistencia de él y por su vitalidad sanguínea de animal goloso. Martín corría hacia metas poco refinadas pero en absoluto por eso menos deseables, corría hacia los dorados, la inclinación y el membrete, hacia la colonia más cara del aeropuerto y la agenda cubierta de direcciones útiles y provechosas. Las inoportunidades de Wu y las observaciones no solicitadas de Vera eran vallas ínfimas, pero el reproche implícito, transparente, en aquella mujer resultaba incómodo y podía ser hasta peligroso. Para estas incomodidades tenía, sin embargo, el contrapeso de amistades como Máximo. Muchos años más tarde, esa mujer que le incomodaba miraría la foto, en la que -ya se había bebido bastante- San-lu y Máximo rodeaban a Martín todos sonrisas, él miraba a la cámara con cierto aire de importancia, en Máximo apuntaba un guiño de simpática y artística condescendencia, Bety se había sentado delante, con las piernas cruzadas y la falda extendida, y Rossa se apoyaba en el brazo del sillón y lanzaba al objetivo aritos de humo. Entonces, aunque todavía no existían motivos, Vera supo que Máximo justificaba algo, que el terreno se había dividido en dos opuestos desniveles y que la noche cruda que esperaba tras la puerta se había vuelto más infranqueable para Wu.
Wu hablaba con la boca llena de tallarines. De la cocina salían continuamente tazones humeantes y algunos parroquianos sorbían ruidosamente de pie sus raciones.
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Había mujeres en la mesa de al lado. Las trenzas de una de ellas eran muy largas y estaban enlazadas al final con lana de color, como en el norte. Llevaba debajo de la chaqueta un suéter de rayas verdes y rojas. En las bocas de las tres la punta rosa de la lengua se revolvía al masticar, brillante de saliva entre los dientes, y se pasaban la mano por la barbilla perlada de grasa y sudor.
El otro sonrió.
Bety se había puesto una bata de seda con pájaros y vino a enseñarle un grueso prendedor del pelo trabajado en forma de crisantemos y caracteres de la buena suerte. Máximo salió del cuarto de revelado.
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Bety soñó esa noche que conducía un coche, que la invadía un profundo pánico al no saber cómo se hacía y que buscaba ayuda en su marido, sentado a su derecha, y luego en los demás pasajeros. Pero no había nadie, sólo los papeles a su nombre, en la guantera. «No sé conducir», dijo, «no sé conducir». La carretera era oscura y pasaba a su lado sin que viera dónde pararse ni supiera cómo hacerlo. Había gente triste a los lados, la luz de los faros los iluminaba fugazmente. Algunos tenían la cara de Wu. A ella, como a su marido, la tristeza, «el mortal pecado de resultar aburrido» en palabras de Máximo, le parecía altamente reprochable. Pero no ahora, que estaba sola en el coche e ignoraba los resortes de la máquina. Quería retardar la curva y el choque fatal. Entre las caras tristes de la carretera vio a Vera con el equipo de su marido, y en su expresión un aire de reproche lejano que se le hizo insoportable. Enseguida la curva. Pero alguien conocido entró cortésmente en el vehículo, que parecía tener la altura de la habitación de su casa, abrió la puerta, se instaló a su lado quitándose los guantes y Bety se encontró sentada junto al conductor, que llevaba ahora con seguridad el volante en sus manos. De las rodillas a la cabeza le subió una ola de calor, alivio y deseo e inclinó el peso de su cuerpo hacia él.
La despertó ese mismo enardecimiento, que quizás venía de la mano de Máximo, dormida entre sus muslos. Se lo contaría, se dijo, como le había contado todo. El conductor de su sueño de perfil podía ser Maurice, el de la embajada francesa, pero tenía a veces la voz y el alfiler de jade de Martín.
Muchos años más tarde, camino de Lhassa, en la oscuridad, Vera había caído en un breve letargo y en él apareció la figura incongruente de Marcos, el hijo de Bety que no llegó a conocer. El se reía de ella, la miraba burlón y adulto, se reía.
El autocar había parado. Amdo: puerta, frontera, pasillo.
– Aquí. Por aquí.
Nada. Noche. Perros. Haces de focos ocasionales. Conversación. Carga y descarga de equipajes. Chapoteo en el
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barro. Llamadas. Amdo es un cruce de caravanas mecánicas rodeado de ladridos y de casi completa oscuridad en cuanto cae el sol.
Un hombre joven guía hacia los dormitorios por callejones punteados por débiles y movibles luces. Franquea la puerta, levanta sobre su cabeza el quinqué para mostrar el recinto. Sonríe y se ocupa de los huéspedes discretamente. Es el tipo de la zona, sólido y con mayor atractivo viril que las pálidas y huidizas figuras de los chinos. Vera consideró que, más se adentraban en el Tíbet, más parecían los hanes volverse apáticos y silenciosos, en contraste con la vitalidad burlona con la que, en torno a su candil y su olla, los tibetanos charlan y se cuentan historias que, como los objetos de cocina, han variado poco desde las peregrinaciones de una extensísima Edad Media.
Hay que apretarse unos a otros bajo las mantas huyendo de las paredes heladas.
– Toma el mío.
En el revuelto de viajeros y coberturas, Patrik le presta su mechero, recibe dentífrico, comparte ginebra china. Tiene veinte años, ojos azul zafiro y un excelente saco de dormir tachonado por el verde trébol irlandés.
El mundo del abrelatas a todos iguala. No importa si la lengua amarillenta de la lámpara, que permite a Patrik examinar cuidadosamente sus mapas, ha convertido para Vera las letras en una masa borrosa y que, desde hace unos años, sólo el cristal de los lentes le permita el acceso a los libros. No importa el paquete envuelto y camuflado en el fondo de la mochila, el papel fino y plegado de las direcciones, la agenda y los imperativos de la vuelta. Eso pertenece a otro mundo de obligaciones presentes y pasadas cuyo lastre la acompaña reducido a la mínima expresión, como la comida deshidratada de las alturas. El rubio se cose el impermeable, junto al candil que casi le quema las cejas albinas y pone en el conjunto de brazos, gestos y rostros una claridad elemental. Las pequeñas arrugas del pliegue de los ojos, el frunce de la frente, subrayan en Patrik la juventud, tienen la graciosa inconsistencia de estrías en un lago, reservan, en la
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suavidad increíble de las sienes, todas las posibilidades de lo que será un día la definitiva expresión. Unidos como una gran célula de tejidos, piernas, troncos y brazos se rebullen, tiran y colocan las mantas; los viajeros forman contra el helado viento su estrategia común. Patrik pega y recubre, en su cuaderno, una minúscula flor con tallo y hojas. Viene la soledad del sueño.
Antón Urriel les había advertido, al entregarles la traducción de documentos, de que sus condiciones de trabajo eran bastante vagas e indefinidas y que el país estaba a años luz del derecho laboral y sindical. Rossa le respondió que esto era porque en China los trabajadores tenían ya el poder. «Como nosotros también somos trabajadores, no creo que tengamos problemas». Bety añadió que ellos tampoco eran de los que viven en una embajada sino entre el pueblo normal. Cuando salieron llovieron observaciones acidas sobre los tipos como Urriel, representantes de la España conservadora. Martín insistió sin embargo en la necesidad de tener buenas relaciones con el sinólogo.
– Apesta a cura desde el salón -dijo Máximo- Tuve un profesor así a los trece años, me parecía estar viéndole pero sin sotana, -se sentó a limpiar con esmero los lentes de su cámara.
Un soldado con señas escuetas e imperativas les hizo desplazarse inmediatamente. Acabaron comprendiendo que se prohibía fotografiar el recinto y la calle misma por donde paseaban, el muro opuesto, que rodeaba viviendas oficiales, y que no se permitía detenerse cerca de las columnas y puerta de entrada del temporalmente cerrado Museo de Historia.
Bajo las escalinatas, la ciudad se extendía en un espacio vertiginoso, asfaltado y hueco, interrumpido por cubos y losas en hormigón y en mármol y limitado por muros con pocas y estrechas puertas. El aire, carente de contaminación, la dispersa presencia humana en forma de peatones escasos y ciclistas y las voces de un pelotón de soldados, que
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ejercitaba sus maniobras y rompía de cuando en cuanto con sus gritos el silencio, daba a la magnitud del rectángulo una embriaguez de proyecto que materializaba el ardiente deseo del Presidente Mao «Quiero hacer de la Historia una página en blanco, lo mismo que la mente y el espíritu de las mujeres y los hombres, para trazar en ellos nuestro mundo completamente nuevo».
Ellos descendieron y fueron parándose en las estatuas y en las estelas conmemorativas, en el monumento al Campesino, al Obrero, a la Mujer, a los Jóvenes. Todo estaba presidido, amén de por los inmensos retratos, por múltiples y flameantes banderas que remataban la punta de los edificios, la extensión del muro y las puertas.
Sola, porque iba en la misma dirección pero más despacio, Vera miró hacia el cielo, que ofrece el refugio de su espacio no conquistado y suele reír lentamente de las grandes dimensiones de las obras. Estaba oculto por una capa de calina tenue que mantenía estáticas las telas rojas de las banderas. Esa tarde fue a una librería que parecía la única y buscó en vano información sobre el Museo de Historia, un catálogo, reproducciones, fotografías de los infinitos paneles que ciertamente había confinado el enorme edificio. No había absolutamente nada. Tal vez en Hong Kong.
Martín apuntó cuidadosamente el teléfono de Antón Urriel en su agenda nueva.
– ¿Pedimos que nos suban unas bebidas a la habitación?
-preguntó a Rossa.
Pocas veces se había sentido él tan satisfecho y, desde el día de la llegada, cada experiencia aumentaba su contento. Despertaba, cual nuevo Segismundo, entre gente
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innumerable que le servía, que renovaba el agua de la tetera y los cigarrillos de la caja laqueada. En su imaginación, las deferencias, acompañantes, traductor, brindis y despedidas eran una imagen cercana a lo que debían de ser los honores a un jefe de Estado. Sin llegar a tanto, el status adecuado para un líder político y sindical, para el representante de un sector de los trabajadores españoles. Organizaría una gira e invitaciones bilaterales. La habitación le parecía de todo lujo y no se cansaba de hollar las alfombras de flores, pájaros y un dibujo como de celosía. Luego se sentaba al escritorio y admiraba el agotador martirio al que había sido sometida la madera. Rossa tendría que hacerle una foto así, dispuesto a firmar algún documento con la pluma nueva.
Y Martín dio la vuelta en torno a una enorme y barroca imitación de jarrón Ming colocada junto al ventanal.
Mientras Bety descansaba, Máximo, que no dormía la siesta jamás, había bajado a dar una vuelta por los alrededores. Pasó un grupo de niños guiados por sus padres o maestros para que repitieran unas frases, llevando el ritmo con pies y brazos, y levantaran al unísono pequeños soles con la efigie del Presidente. Lástima no haber bajado con la cámara. Los niños tenían la edad de Marcos. Mejor que Marcos no estuviera allí. La concordancia del grupo le pareció admirable. Por lo demás, las calles adyacentes eran todas similares, no ofrecían sorpresas ni bullicio y la calidad de la luz era homogénea y plana. Volvió al hotel.
¿Por qué en Amdo, también en Amdo?
¿Por qué todos los perfumes extraños, todas las nieves de todas las montañas, todos los años no bastaban para enjugar en el recuerdo de Vera los besos torpes de Xei Wen, la mano trepando como podía entre la ropa, dándose prisa, la
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fría losa del pasillo contra la que la apretaba, de forma que ella tenía el cuerpo prensado entre una sutra que prometía sin duda vida eterna y espiritual y el cuerpo de él en el que era fácilmente perceptible el sexo excitado y ardiente? La piedra estaba húmeda y él la apretaba de tal forma que Vera temió salir con los textos impresos en la espalda. Xei Wen procuraba besar con esa velocidad con la que había visto ella despachar a la gente sus cuencos de arroz en los restaurantes, sin conversar, sin beber, afanados sobre la taza. El recodo del pasillo apenas les cubría a los dos en el caso de que alguien entrara.
– Ven -le cogió por los hombros sacudiéndole ligeramente- ven.
Xei Wen balbuceaba disculpas sin cambiar de actitud.
– Nos pueden ver. Vamos para adentro. Ven -insistió
Vera.
Tiró de él cogiéndole la mano.
El suelo estaba también cubierto, a trechos, de inscripciones breves. Vera recordó el nombre del templo: «De las Tres Virtudes Escondidas». Amén de la patente y masculina urgencia de Xei Wen, ¿cuáles serían las otras dos? ¿Les observarían, con su tolerancia habitual, los seres búdicos? ¿Prepararían en algún lugar sus fuegos antiguos y modernos inquisidores? Sintió, su mano entre la suya, una inmensa oleada de ternura protectora, de ternura culpable. A la natural agresividad de los gestos del hombre faltaba la víctima, que ella no era, pero en cambio el peligro giraba en torno a Xei Wen, si lo descubrían, si se enteraban.
Aterrizaron, de rodillas, detrás de una vieja capilla. Había restos de cera y círculos quemados de papel. Apenas podían verse. Ella sacó su linterna y la colocó en el suelo inclinada de forma que el haz recayese sobre él. La tenía cogida por la cintura con una garra nerviosa.
– Tranquilo. Espera que nos veamos.
Vera procuró despejarle de ropa el pecho reflexionando sobre cuan difícil es desnudar a un chino excepto en temporadas de canícula. Colocó las palmas de las manos a ambos lados del cuello y presionó sobre la lisa piel.
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– «¿Es guapo?» -se dijo. Y enseguida- «¡Qué guapo es!».
El primer movimiento había sido de observación distanciada por el pliegue de los ojos raros, la forma de la nariz, la aspereza del pelo y aquella piel lampiña de pergamino. No le gustaban la sonrisa ni los dientes y, visto tan de cerca e inminente, el cuerpo la intimidaba y retraía con su textura de otra especie. Fue una impresión rápida que pasó como las sombras.
– «¡Qué guapo es!» -se dijo de nuevo.
Y ya no hubo pliegues de los ojos ni color ni olor alguno, sino Xei Wen que llegaba, al fin, hasta ella tras el camino que había recorrido milímetro a milímetro durante los últimos meses.
Kao se rió y carraspeó a su vez a un lado. Wu le miró con sorpresa y reproche. Se sintió obligado a responder:
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– Tratamos de hacer democrático nuestro país, no de
traicionarlo. Espero que no harás a extranjeros estos comentarios.
Instintivamente, para «extranjeros» Wu había empleado, no el moderno «Huéspedes», sino el término antiguo tradicional, el que aludía a los honorables diablos del exterior.
– Es una broma -Kao se le había acercado al hablar-, pero ni los indígenas quieren que vayamos al Tíbet
ni a nosotros nos gusta estar allí. También habrá que tratar
los asuntos de fronteras en su día.
Kao era alto y parecía un poco un occidental, pensó Wu, con esos ojos redondos y el pelo peinado detrás de las orejas. En tiempos Wu sabía que hubiese querido ser actor, que evolucionaba, orgulloso y ágil, por la escena del teatro del colegio y hacía retroceder, más con sus gestos que con su lanza, a monstruos espantables, reaccionarios obesos que se empequeñecían ante su estatura. Sólo muchos años después se atrevió Kao a confesarle que en realidad envidiaba a los actores de Hong Kong, a los que podían expresar suaves matices en una habitación blanca y negra y que se hacían escuchar por una mujer con bata larga sentada en el sofá. La mujer de Kao -apenas la recordaba en su fugaz visita de hacía dos años- había sido el último sueño de su compañero, era una muchacha cuya familia materna venía de Manchuria y su perfil era idéntico al de las princesas de las viejas fotografías de la corte, sus ojos parecían maquillados por las pestañas y unas largas ojeras color ceniza. Y tenía pechos, esto Wu lo recordaba muy bien con sonrojo, tenía pechos marcados bajo cualquier chaqueta, pechos altos que daban un aire distinto a los jerseys y al cuello de la blusa.
El caso de la mujer de Kao estaba allí, en el informe, junto al de Wu y el de su hermano, con el de los padres de Lan y con el de la diminuta Su-eh, que les había ayudado ahogada por el asma: «Su-eh, 37 años, profesora, natural de Kow-low, distrito de Shanghai. Enviada primero a una comuna del noroeste, a mil doscientos kms. de su ciudad natal, y luego a una escuela a ciento cincuenta kms. de la comuna anterior. Obligada a separarse de su marido, por
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razones de destino laboral, desde el segundo mes de matrimonio, separada de su hijo, que reside con los abuelos, al cumplir tres años éste, y de su hija a los seis meses del nacimiento. En ambos casos el Gobierno juzgó, como es habitual en personas desplazadas, que la permanencia de los hijos junto a su madre perjudicaba a la actividad laboral de ésta. Su-eh padece una lesión cardiaca y asma crónica, y lleva doce años solicitando que nuevos destinos permitan a la familia reunirse… «.
Wu le miró con reproche y cansancio. Kao se había tendido en el catre sorbiendo el cigarrillo vorazmente y le observaba con ojos burlones, compadecidos y rencorosos a la vez. En una taza Wu había escurrido el resto de aguardiente. Ambos tenían miedo, pero era un miedo tan antiguo, tan integrado, que perdía buena parte de su fuerza. Se resumía ya a los simples gestos del que teme, a la forma de ajustar un visillo, de colocar sin ruido la botella, a la manera de tratar las páginas del informe, como si dependiera de ellas el destino de lejanas centrales nucleares y de las reservas de los bancos. Kao, aunque se agarraba a la propia, sonreía sin embargo a la esperanza de Wu, se burlaba de ella como un conjuro para domesticar a la altiva suerte.
Kao nunca había simpatizado con los extranjeros, desde sus tiempos en el departamento de prensa y archivo, cuan-
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do le ganaba una cólera sorda al leer los artículos de diarios occidentales sobre China. Habría simpatizado aun menos, pensó Wu, de ver a Martín que, como un gran mastín miraba los sillones, la mesa tallada y los subalternos con los ojos golosos con los que éstos y el mismo Wu acariciaban las fuentes de pato laqueado mientras traducían.
Wu sonrió sin optimismo ni inocencia y bebió de la taza de aguardiente antes de contestar.
Ambos dieron una palmada, como si recogieran la ironía entre las manos. Kao dijo:
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nuestras danzas en honor del Presidente no eran culto a la personalidad sino que se comprendían perfectamente por las especiales características del pueblo chino e indicaban, en realidad, una liberación colectiva.
– En mi unidad hacíamos -recordó Wu, soñador- la rueda de los girasoles en torno al libro luminoso que contenía los pensamientos de Mao y que nos hacía crecer -y añadió con la misma dulce sonrisa:- todavía tengo pesadillas de esto.
Acompañando con gestos, Wu se balanceó frente a un invisible retrato.
Wu tardó unos instantes en responder:
– Cortó enseguida el tema diciéndome «¡Primero el arroz,
primero el arroz para todo el país!».
Sólo las pupilas de Kao se rieron al preguntar:
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-Antes, Kao, antes. Ahora San-lu añade siempre las específicas características del pueblo chino, y los imperativos de la producción.
No quedaba ya ni una gota de aguardiente y la atmósfera estaba densa de humo de manera que los muebles, la sábana y las tapas que protegían el fajo de hojas parecían cubiertos de una capa húmeda mezcla de hollín, estancamiento y sudor. Kao había sacado su cartera y Wu la suya, de la que el primero extrajo un sobre plegado y el segundo un recorte, dos cuerpos desnudos de mujer que esperaban, tras su espeso maquillaje, tendidas sobre almohadones rojos.
– De Hong Kong -explicó a Kao-. Me lo pasaron antesdeayer.
Kao recorrió los perfiles con la larga uña del meñique.
-No son muy jóvenes -dijo.
-Son hermosas mujeres. Mira el vientre y las piernas. Wu pensaba que los pechos eran como los de la mujer de
su amigo.
-Puedo intentar recortarte una, pero están bastante juntas -ofreció a Kao.
-No. Guárdalas; se estropearían. Me las puedes dejar alguna vez que otra.
-¿Vendrá tu mujer este año? -preguntó Wu.
Kao tuvo en la boca un rictus de viejo al responder:
-Vendrá en Año Nuevo probablemente; no es seguro. Si es como el año pasado, quizás valdría más que no.
-¿Que no?
-Teníamos prisa por lo del niño, es menos fácil cuanto menos joven. Mi madre, sus padres, insistían, repiten que se van a morir sin una nueva generación. Pero la culpa no fue de eso, no fue de ellos; no toda. Estuve meses calculando cuándo llegaba, incluso anoté los retrasos de los trenes, las tempestades de arena y los desprendimientos que dañaron la vía el año pasado. Sabes lo que pasó, sabes que se redujo todo a la mitad de tiempo, que me llamaron, que le falló el amigo que iba a conseguirle la conexión para el enlace, el tren que calculábamos.
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Kao echo mano a la taza vacía de aguardiente. Jugó con ella y la dejó otra vez.
-No pude -miró a Wu de soslayo, y a la pared-. Cuando al fin llegó ella, los pocos días que estuvo, no pude. No pudimos hacerlo la última vez.
Máximo miraba al objeto sobre la mesa con una repugnancia casi ecológica:
-¿Y esto a qué viene?
-Wu parecía muy interesado. Me dijo que te había hablado ya, que esperabas un resumen -respondió Bety.
-¿Esperar yo? -exclamó él con un acento entre irritado y divertido-. Quizás… Algo dijo, cuando entré a enseñarle muestras de revelado, en la cámara oscura. Pero no presté atención, estaba pensando en las imágenes del túnel.
-De todas formas es un tipo raro, tristón, depresivo. Ya viste qué poco disfrutó en la reunión y el contraste con San-lu y el otro.
La carpeta, de cartón y atada con cintas, desentonaba en la mesa cubierta de objetos modernos: lentes, filtros, catálogos, pruebas. Bety sintió el enojo de Máximo ante la intromisión y la puso en el sofá, junto a la lámpara, para echarle otro vistazo. El papel finísimo, crujiente, estaba cruzado por rayitas de una tenue color rojizo. La escritura, en un inglés rápido y atiborrado de faltas, resumía datos sobre gente.
-Imagino que se le ha ocurrido que podemos intervenir al respecto. Algo así te dijo, ¿no? -aventuró Bety.
-Ni me acuerdo. Desconecté de su historia. Me recordaba irresistiblemente a las misiones, o a los Testigos de Jehová.
-Puede que él pertenezca a alguna secta, religiosa o no -Bety siguió el razonamiento dubitativamente-. Todavía quedan. Ese interés, ese secretismo… y tan poco humor…
-Son una gente imprevisible, la minoría de intelectuales acomplejados.
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-No se dan cuenta de que el régimen no puede dar todo a todos-. Bety cerró la carpeta, pensativa.
-Ya lo decía Martín, quien, por cierto, me ha explicado lo mucho que en un tiempo en este país es posible hacer en mi terreno. Es un tipo de una claridad práctica tremenda.
-Que no te viene nada mal, y hay que pensar en Marcos, concretar cuándo traerlo.
-Dejemos los papeles para devolverlos. Mira lo que te traigo.
Máximo cortó las cuerdas de un envoltorio rectangular marrón.
– Encontré en un anticuario una colección de viejos retratos de boda y de las concubinas, y los hijos, de un señor de la guerra, -explicó a Bety.
Sobre el sofá se esparcieron caras y cuerpos en gestos frontales y hieráticos, acompañados de flores y porcelanas. Bety se apelotonó junto a él. Máximo pasó la mano por la piel, siempre tibia, de su muslo. Los dos rieron de la inútil bravura en el gesto de un general anónimo, erguido junto al peinado barroco de su esposa.
La casa parecía reflejar la espléndida luna en todos sus objetos y establecer con ella y sus moradores un lazo directo que los aislaba del mundo exterior, de la ciudad cuyo gran atractivo era serles de vida fácil y ajena, dejar a Máximo libre de los conocimientos inmediatos, de la contingencia excesiva del país originario, dejarle libre y único, con Bety y con su cámara, con la fina película que, como el cerebro tras la lente de su ojo, plasmaba la escogida auténtica realidad.
Los muebles, la cortina y la alfombra ofrecían otras tantas suavidades de muslos; el vaso mismo con su contenido, las cartas en el escritorio y la navegación pausada del tiempo eran caricia y refugio como una piel. El silencio, inalterable en la ciudad ajena, daba cierta sensación de omnipotencia.
Él recostó la cabeza en el regazo de Bety, atrapó entre dos dedos los rizos y alzó la boca para que la besara.
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– ¿Me quieres? -dijo a Bety.
La vio reflejada en las lentes sobre la mesa, en sus propias fotografías y en el cristal de la ventana. La vio, tibia, en todos los lados, la vio al día siguiente, y al otro, y al otro, despachando cartas, con Marcos de la mano, explicando a extraños una cuestión banal, ofreciéndole, sin sus amargas contrapartidas, los tranquilizantes goces de las estructuras medias cotidianas, de los aprobados ritos familiares y sociales.
Luego la mezcló con imágenes excitantes y violentas, filmadas y compuestas por él y por otros: los flancos, brillantes en el río, de aquella muchacha de los cortos publicitarios, el mohín de impaciencia y de voluptuosidad de lejanas artistas, los labios del anuncio de un refresco y los dientes en un fondo sangriento y expectante de lengua y encías. Incluso evocó el atractivo erótico y sutil de los gélidos maquillajes de las concubinas, de su esencia de cosas captada fielmente por los viejos retratos.
Recordó que Sartre se había definido como un amante, más que un penetrador, de mujeres, y un hábil gozador del sexo oral. Palpó, glotonamente, las imágenes.
A veces, en esos perfectos momentos de contentamiento con su persona y con su medio, irrumpían en el mundo de Máximo otras imágenes a las que el recuerdo no había aún depurado de su olor y de su sonido, brutales imágenes reales entre las que destacaba la estúpida risa de una muchacha, el gesto perplejo de otra, de sus desdeñosos hombros al alejarse. Llegaban con el tufo de mercado de lo real, destrozando tibiezas y amables objetos, desgarrando penumbra casera, sedosas mañanas y calendario acogedor.
Máximo experimentaba una profunda desazón -que había logrado transmutar en su mayor parte en indiferencia -ante la confrontación directa con los seres, sin imágenes ni símbolos. La trayectoria de su generación le había ofrecido primero un vago, y lejano, decorado de signos sociopolíticos, al que enseguida yuxtapuso la conmovedora relatividad subjetiva de un yo gloriosamente impreciso y cobarde. A esto añadía Bety, con su fidelidad femenina de animalito
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inseguro de cuanto no fuera últimamente el amo, su ingenuo vitalismo vicario del que Máximo se servía para gozar de una imagen social común que le liberaba a él de mayores contingencias. Por las ventanas de ese castillo, desde las saeteras de ese cuarto de estar, asomado fugazmente a sus murallas y ajustada a las troneras su cámara, él disparaba y recibía, captaba y juzgaba lo captado, llevaba a cabo con agradecida mansedumbre y diversión su cuota de ritos domésticos cotidianos, y su corazón a veces se aceleraba en la presencia fuerte de un Martín, de un San-lu, de «grands fauves» hacia las que, al pasar éstas cerca de su vida, se inclinaba él inconscientemente.
El pelo de Bety, fuerte, ensortijado, le producía una agradable impresión deslizándose sobre su cuerpo. Cerrados los ojos, lo veía brillante y oscuro y, yendo atrás en los años, peinado en grandes ondas recogidas con un pasador de concha. Había un camino de piel extremadamente suave que nacía en el hueco bajo el hombro y que descendía por el flanco hasta terminar en la vía regia del interior de los muslos.
-¿Si nos vamos a la cama? -le dijo.
-Me pide el cuerpo aquí, me pide algo de improviso -respondió Bety.
A Máximo le hubiera gustado tener delante aquella foto de las caderas de ella y de su mano, pero no lo dijo. Dejó las gafas en el mueble y desterró por segunda vez la risa intempestiva de muchachas del recuerdo.
-¿Me quieres? -preguntó Bety.
-¡Te necesito! -suspiró Máximo echando la cabeza hacia atrás.
-Creemos que a usted no le dejarían hacerlo -decía suavemente Wu-. No después de lo del Museo de Historia.
-¿Ya lo saben? -Vera escuchaba con la barbilla en los brazos, salpicados a trechos de pecas y de pequeñas gotas de sudor.
-Lo saben y lo sabemos todos; se dijo en una reunión.
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Ah, sí, la novela de espías salía muy barata en China y podía reproducirse luego a incontables formatos. Bastaba con que todo fuera parcialmente prohibido, parcialmente secreto, con unos límites marcados sólo por disposiciones anónimas, coyunturas, circunstancias. Bastaba con la feroz dinámica generada por un grupo diferente, privilegiado y endogámico insertado en un gran cuerpo limoso dotado de mil millones de cabezas. Ellos, los extranjeros, debían ser mantenidos como tales por común acuerdo del poder indígena y de la conveniencia foránea. Los millones de víctimas de la Revolución Cultural (ya menos «la Gran Revolución Cultural Proletaria») se habían hundido en el no-persona, en la indiferencia del resto del planeta, ese planeta que sin embargo se volvía estrecho y empujaba ya con su ausencia de límites los extremos de grandes países e iba disolviendo como un ácido viejas fronteras. Pero los millones se habían hundido en la nada, sin salir de ella, ante las miradas azules e inteligentes de Simone de Beauvoir y Sartre, y entre los suspiros europeos por un paraíso que no había existido jamás.
Wu creyó que ella se sentía molesta y rompió el silencio con una sonrisa añadiendo:
– De todas formas se puede hacer un doble ejemplar, un resumen sin nombres propios que quizás usted lleve más tarde. Intentamos todas las posibilidades, pero, ya que nuestra
situación sólo puede ser cambiada citando casos concretos,
debemos asegurar las máximas probabilidades de éxito en
la entrega.
Vera le sonrió a su vez:
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-Tú eres joven.
-Todavía soy joven. Todavía puedo vivir mejor, enseñar cosas a mi hijo.
Wu no parecía joven. Ni viejo. No parecía nadie, así, sentado, del mismo color que las paredes y casi con las mismas manchas, con las manos apoyadas en el cajón lleno de candados y una intensa esperanza infantil asomada a las pupilas como el ilusionado inquilino de una casa cuartelaria y gris. Vera buscó otros temas de conversación para no decepcionarle. Pensaba: «No estás de moda, Wu, no estás de moda. Vamos a hacernos ilusiones, pero me callaré que no estás de moda, que en ese Occidente humanitario y amante de derechos al que te imaginas tu diminuta tragedia de libertad vigilada y de desgaste no levantará indignación y, lo que es peor, tampoco curiosidad. Hay precedentes, mucho más espectaculares, cercanos y difundidos que los vuestros, que se han hundido siempre en la sordera cómplice de la progresía occidental. Rumania, Hungría, Albania, Polonia eran los vecinos del barrio. El informe sobre la Unión Soviética, las
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purgas y las eliminaciones circuló al alcance de quien quisiera leerlo. Sabían, sabíamos, pero cuan útiles erais, sois, gran pantalla muda y sonriente de los lejanos exorcismos europeos, del ideal proclamado entre la copa y el café. Y ahora, además de hundiros con vuestras balsas camino del capitalismo o servir de blanco a los disparos en la carrera hacia un muro divisorio, se os ocurre ser libres, acostaros diariamente con vuestra mujer, vivir con vuestros hijos, hablar, leer, pensar. Sois el lunar en el rostro de este paraíso. Pertenecéis a la minoría, por siempre. Pero no a las vistosas y ruidosas Minorías Nacionales. Mucho me temo que el nacionalismo os importa poco y que, en realidad, lo que deseáis es pareceros al hombrecito de Amsterdam, Milán o Madrid. Habéis pasado de ser traidores al Hombre Nuevo a ser traidores al Buen Salvaje (y vosotros sin enteraros); y, de ahí, a formar parte, al menos como aspirantes, de la aburrida comunidad de democracias burguesas del planeta».
Los últimos sorbos del té tenían un sabor rancio y desagradable. Wu estaba hablando de comprar para su hijo una grabadora. Muy buena para aprender idiomas; si pudiera.
«No estas de moda, Wu. Y ahora tampoco ofrecéis en el informe ningún goloso incentivo de sangre, aventura o folklore. Algo hay de torturas en él, bastantes asesinatos legales precedidos por simulacros de juicio, vagos mapas de grandes campos de trabajos forzados. Vuestro apartado -disfrazados, anodinos exilios que duran casi lo que una vida, matrimonios que se ven y se aparean una o dos veces por año, asentimiento, silencio, sumisión- es el menos perentorio. No es «cool» interesarse por tus insulsos derechos, por tu concreta persona que apenas ocupa espacio ahí, sobre la silla, que no se ve en una reunión y que el tiempo deteriora y corroe con la desvergonzada dependencia de los seres reales; la misma que te hace pedir auxilio y esforzarte en alcanzar un primer plano muy por encima de tus posibilidades. Si llega el informe, ese grupo internacional se ocupará de ti, leerá vuestro capítulo, ordenará, numerará las páginas. Si llega el informe. Enviarán un documento, habrá llamadas en despachos. Quizás eso mejore vuestra suerte, o quizás os cierre algunas de las puertas de vues-
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tra ya restringida prisión. Pero no estás de moda, vuestras novelas carecen de mercado y despiden el mensaje ajado y molesto de la implicación.»
El autocar de Lhassa se introdujo de nuevo en un globo de niebla. Los monzones eran un gran rebaño con cuyas lanosas masas que pastaban la rala capa verde se iban topando poco a poco. La altura no había aportado la paz, todo lo más cierta embriaguez dolorosa y jadeante. Las burbujas de vapor opaco no encerraban para Vera el olvido sino, aposentados en ellas, todos los antiguos personajes dispuestos una vez más como para una fiesta, una de aquellas frecuentes reuniones con las que se reemplazaban las salidas nocturnas y la vida social. Ellos, los occidentales en aquella China del pasado, esperaban inalterables a los años y asidos a la bruma, distorsionados el espacio y el tiempo y reproducidos todos los escenarios con las piezas troceadas de los recuerdos. Una fiesta, una vez más una maldita reunión a la que arrastraba sin embargo la inercia del calor humano.
El acuario colonial estaba más concurrido que de costumbre, se sacaron sillas y uno de los altavoces al jardín. Había venido gente levemente conocida por unos y otros. Sorprendentemente, pese a los años transcurridos, Vera recordaba con mayor precisión física a la persona que menos había frecuentado, a Clara, con su ropa de seda flotante y discreta en torno al grueso cuerpo, recordaba los ojos de Clara, azules, menudos y como empequeñecidos por los grandes pómulos y por la tensión de las bandas grises de pelo anudado en la nuca.
-¿Qué tal el trabajo, Clara?
-Aburrido como el resto de lo que una puede hacer aquí. Pero me voy de vez en cuando a Hong Kong a respirar un poco de vida libre.
-Libre exclusivamente para los ricos -dijo Rossa. También Martín alzó una mirada de franca reprobación y comentó a su grupo:
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-Esa mujer no tiene el menor tacto. Podrían oírla los compañeros chinos.
-Le importa poquísimo. Lleva aquí desde que abrieron la delegación de Estados Unidos; imagino que todos esos yanquis tienen estatuto diplomático -aclaró otro.
-Habla todas las lenguas que te puedas imaginar -añadió una peruana-. Igual nos está espiando.
-La invitó Maurice, mi amigo francés. Son vecinos y él va a las actividades del consulado americano -explicó Martín.
-Oye, ese Maurice debe de estar al corriente de cómo anda lo de los visados para Estados Unidos -se interesó la pareja latinoamericana.
La conversación empezó a girar en dos ruedas concéntricas: la de política general describía la estrategia norteamericana en el Tercer Mundo, su intolerable prepotencia y manipulación informativa. En sentido opuesto giraba una rueda coyuntural compuesta de anhelos personales en la que varios de los presentes aventuraban posibilidades de trabajar en Nueva York o California.
-Esto es un lujo, incluso hay hielo. ¿Serías capaz de fabricarme uno de tus cócteles? -pidió Clara a Maurice.
-Por supuesto -él improvisó un recipiente para batir la mezcla.
-Perfecto. Como el Pequeño Libro Rojo, agítese antes de usarlo.
Clara sonrío agradecida, dejó que le llenara ampliamente el vaso y se fue a sentarse en el exterior.
Se decía que ella dominaba incluso los incomprensibles idiomas de Centroeuropa. Martín, que se defendía penosamente con el inglés, recibía informaciones de segunda mano a través de Maurice. Aunque Clara era persona de interés y utilidad potencial evidente, había renunciado a la idea de cultivar su amistad porque la mujer no parecía sentir ninguna predisposición hacia un trato más frecuente con él. Era ella, en general, distante y fría, como si la edad la hubiera ya depositado al otro lado de un río cuyas aguas no le ofrecían ningún viaje más. En las escasas reuniones en que se la había visto solía apurar, acomodada en su asiento, un
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vaso lento y renovado, sin más trato social que una mirada flotante sobre los presentes y muy pocas palabras.
-Represento -había dicho Martín a Clara al presentarse por primera vez-a la Asociación de Trabajadores Intelectuales Españoles en China.
Clara, que llevaba un vestido muy largo verde y un vaso con líquido del mismo color, le dirigió una mirada nubosa y divertida, como si le conociera desde hacía mucho tiempo y desde luego no le interesara conocerlo más.
-Cuánto me alegro -respondió estrechando su mano-;se echa en falta la vida intelectual aquí.- Y se fue.
Martín no poseía un gran brillo ni experiencia profesionales pero estaba muy dotado para la creación de asociaciones, células y comités en los que se adjudicaba puestos de dirección y representación. No era amigo, sin embargo, de que se le identificara con el Partido. El Partido ofrecía una poderosa plataforma en la que él se movía bastante bien, pero hasta para el más lerdo estaba claro que no eran en Europa los dirigentes de una dictadura del proletariado los que iban a ocupar los despachos similares a la magnífica habitación del hotel y que, fuera del discurso político, la Gran Socialización era tan viable como la Arcadia; ningún español deseaba sus realidades económicas pero muchos se complacían en sus consignas. Utilizaba Martín con profusión el sindicato, dentro del cual había formado en España varias secciones. Ahora, en cuanto captase un número apreciable de compatriotas -y latinoamericanos, con los que unían lazos fraternos-, comenzaría a organizar visitas, giras e invitaciones dentro del Proyecto para la Amistad y Cooperación, del que sería Secretario General. Estaba ya incluso diseñando una insignia y membretes para las cartas, que solía imprimir y acuñar sin gastos para él ni sus asociados utilizando materiales de su trabajo.
-¿Por qué está usted aquí? -le había preguntado Vera a Clara.
-Por dinero. ¿Qué otra razón podría tener?
-Muchas. El país es interesante, su proceso único, la gente…
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-Pruebe usted a vivir con lo que ellos cobran a ver qué me dice -le cortó Clara-. O, mejor, viva además lejos, en el interior, en esos lugares idílicos a los que no podemos acercarnos.
Luego el tono de Clara se dulcificó ligeramente, con ayuda de un generoso vaso cuyo contenido acababa de renovar.
-Puede que a mi edad el dinero sea más importante que a la suya. ¿Le ha hablado alguien del precio de la vivienda en Nueva York, del sistema privado de pensiones? Ser viejo es prepararse para una guerra.
-Lleva usted un camafeo muy bonito.
-Es casi lo único que pude sacar. Cuando salí de Polonia, me refiero.
-Tuvieron que ser años duros. El nazismo… -dijo Vera.
-Le estoy hablando de justo después de la guerra, cuando nos ocuparon los rusos y supimos que nadie, ninguna de las potencias, iba a intervenir, que nos habían vendido.
Clara saltó de tema sin transición, se quitó el camafeo y, colocándolo a contraluz de la llama del mechero, se lo mostró en transparencia.
-Precioso. ¿Tuvo que dejar lo demás allí?
-No me tome por una gran duquesa rusa. En realidad esto fue de mi bisabuela. No tenía un cofre de joyas. Pero siempre te parece que dejas uno cuando te obligan a huir.
-Ya lo sé. Siempre las mejores joyas están en los cofres cerrados, en los que nunca tendremos ocasión de levantar la tapa.
Clara la miró por vez primera de forma personal y con cierto interés que era como una pequeña mota de luz en un cielo de nubes rápidas.
-¿Debo entender que usted también ha dejado cosas atrás? Se refiere, naturalmente, a su país de origen, al que va a volver cuando termine aquí, ¿no?
-En absoluto -Vera sacudió la cabeza y pensó con irritación «Esta mujer, por su edad o lo que sea, se cree que es la única que tiene un pasado». -Me refiero a otros lugares en los que he vivido.
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– Ah, vivió en más países. Algo había creído advertir.
No es el caso de sus amigos por lo que he podido observar.
Era una curiosa observación teniendo en cuenta el poco trato de Clara con sus colegas. Entonces se levantó para marcharse, aunque era muy temprano, como si hubiera cumplido su deber apurando el último sorbo, pero antes dijo a Vera algo sorprendente:
– Maurice sabe dónde vivo. Si le apetece ver algunas
cosas viejas puede usted venir -y salió.
Maurice estaba ayudando -Maurice ayudaba siempre- a enjuagar vasos, a disponer en la bandeja pastas variadas; era estupendo, era un amigo, pensaba Bety, ese amigo con el que cuentas para un trámite, que te asiste en la mudanza y que te enseña esos monumentos que a Máximo le aburren y es una lástima marcharse sin ver. También había acompañado a Máximo en un rodaje y eso reforzaba su amistad con Bety porque establecía un encantador triángulo de simpática lealtad que era precisamente la forma adecuada de relación. Bety sentía mediar una distancia infinita entre su relación con Máximo y las de sus viejas amigas de adolescencia. Ellas -Menchu, Rosi, Eva María- eran señoras casadas, señoras de su casa, con peluquería, porcelanas y chalet a plazos. Bety sin embargo era esa libre, indispensable mujer auténtica que evolucionaba al lado de la originalidad de Máximo, con el que reía y compadecía la seriedad y ataduras de los otros. Ella era como Cristina, la compañera de Iván, como Candy, la de Rafa, un poco como Rossa. Su extrañeza -y su ira, resuelta pronto en carcajadas- fue sincera cuando un burócrata le puso en un impreso «ocupación: sus labores». Era una mecánica interpretación de datos irrelevantes: Casada con Máximo al poco de dejar el colegio. Ni estudios superiores ni profesión. Esporádicas clases particulares, atención al hogar y, últimamente, a su hijo Marcos. Tampoco tenían profesión propia Cristina, ni Candy, pero ¿cómo podía comparárselas con Menchu o Rosi, con esas burguesitas convencionales que corrían de la oficina a la olla y del despacho a la guardería? Sin hablar ya de Eva, que hasta iba a misa y llevaba trajes de marca. Las generalidades, los datos económicos, los estúpidos diplomas jamás
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podrían equipararse con su asociación vital con Máximo, con el rico e incesante caudal de actividades e intereses que atravesaba sus vidas y en el que Bety volcaba sus dotes, mal explotadas, de artista plástica, diseñadora y relaciones públicas. Semejante a la frágil y encantadora musa de su director de cine favorito, ese hombre maduro y endeble pero genial que, con sutil ingenio y conmovedora indefensión, se llevaba siempre de calle película tras película a jovencitas bellas y risueñas. Máximo, ella, los otros reían juntos, se reían en un mundo de abundantes amigos e innumerables y aburridas masas anodinas y serias. Sólo, como se respeta a seres sobrenaturales, respetaba Bety a la pasión, que en su jerarquía de valores remaba prácticamente solitaria. Esta justificaba lo que, en otros casos, podía resultar imperdonable: la agresividad, el pesimismo, la violencia, la queja. Para la pasión no eran necesarios esfuerzos ni preparaciones algunos, estaban de más la reflexión y el pensamiento. La pasión se justificaba instantáneamente y por sí misma y jamás era negada por la pasión siguiente. Lo mismo que la imagen, como decía Máximo.
La fiesta. Esa fiesta concreta irremisiblemente colonial cuyas personas e imágenes habían llegado a través del tiempo aglutinadas por una sustancia que era, quizás, la vergüenza ajena que producía el desasosiego y la torpeza de Wu:
Wu trotaba entre Máximo y su amigo, con esos pasitos nerviosos típicos de los chinos. Martín manejaba, ayudándose con amplios gestos, la conversación e ignoraba al otras veces útil intérprete, al que incluso había llegado, en vísperas de un desplazamiento importante, a invitar a su casa en un gesto de camaradería fraternal. Martín le esquivaba ahora, apenas un gesto o una frase, dedicado por entero a piezas de mayor cuantía. Se estaba empezando a dejar crecer la barba y se había colocado una insignia nueva en la solapa. Con frecuencia cogía a Rossa por el codo y la llevaba junto a él, el vaso en la otra mano, de grupo en grupo.
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También a Máximo, empujándolo por los hombros. Había música y ruido. Máximo hablaba de vídeos y de proyectos y hacía reír con anécdotas de su estancia en El Cairo. Bety brillaba mientras en el papel de anfitriona acogedora que multiplica unas atenciones fruto de natural simpatía.
– ¡Somos imagen, somos pura imagen! -decía Máximo al
círculo de oyentes-; somos entelequias de ficción comunicativa.
Wu no estaba seguro del significado de entelequia, aunque le daba la impresión de que podía querer decir seres pero menos. Sin embargo algunos parecían más imágenes que otros porque Bety había sacado una foto de su hijo y Máximo se había unido a los comentarios sobre el carácter enérgico de Marcos con un entusiasmo que dejaba pocas dudas sobre su convicción de la rotunda realidad del niño. ¿Serían una ficción su cámara, en el caso de que se la machacasen contra el suelo, o su mujer si un lejano comunicado decidía que en varios años no la iba a ver más?
En cambio Wu tenía la impresión de ser él mismo una imagen cada vez más desdibujada y camino de la inexistencia. En aquella ciudad no había muchas ayudas ni muchas ocasiones entre las que escoger. Que su puñado de oscuras historias personales interesara a alguien forastero era de por sí extraordinario, que una organización extranjera las tomase en consideración poco menos que increíble. Veía la sonrisa irónica de Kao. Mientras Máximo los redujera a imágenes él, Wu, no tocaría nunca las manos que quería tocar, su vida no escaparía al forzoso marco gris diseñado por los de arriba, los más fuertes, nuevos años se sumarían a sus irreparables años perdidos.
– Nos filmamos como queremos -Máximo proseguía, feliz-. Nos proyectamos a voluntad -dio un rápido beso a
Bety, que atendía con admiración-. Ya lo decía… -y nombró a un autor moderno desconocido por el auditorio.
En esos momentos Bety le deseaba ardientemente y él lo sabía, cuando el mundo se disponía en una corona de amigos y simpatizantes que oscilaban con la brisa del medido escándalo iconoclasta. En esas ocasiones podía ocurrir
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que el recuerdo de una risa burlona, de un gesto desdeñoso, le interrumpieran, empinándose desde el inconsciente, con una destemplada interferencia.
Hablaban de jade, Martín y los otros. El verde del ja-de, el color de aquella muchacha que posaba para el corto. Máximo se reía con ella un poco más fuerte de lo ordinario, arrastrado por su risa tumultuosa y por esa forma de meter los labios, nada más verter el líquido, en el gas, en la espuma. Le alabó sus posturas, los planos largos, y ella preguntó:
– ¿Y los cortos? -y sencillamente le echó los brazos.
Máximo había comentado anteriormente a su mujer los atractivos eróticos de la muchacha; incluso habían analizado conjuntamente el detalle de que sus pechos, pese a no resultar juveniles, fueran atrayentes. Lo recordó cuando le rozaron, como dos extremidades enviadas a por él sin mayores preámbulos, y ella tenía un olor quizás a polvos, quizás a colonia o maquillaje, que no resultaba desagradable.
Máximo salió de la experiencia incomodado por la confrontación inmediata con otra piel, sin filtro de imágenes posible. Salió irritado por la risa de ella, la cual a fin de cuentas no le entendía ni sabía de sutilezas. Tampoco le hubiera entendido la otra, la oriental. ¿Importaba? Aquella vez él avanzó también su mano hacia el cuerpo agraz, sudorosos ambos en la cámara de revelado. Volvió a ver su rostro plano, con la fijeza de las adolescentes, surcado por luces rojas, verdes, por sombra, la melena espléndida, la boca. Y también vio, retenido por el recuerdo a su pesar, el gesto displicente de los hombros y la cuidadosa forma que tuvo, ignorándole, de colocar antes de irse los pliegues de su falta de algodón. Este día Máximo se sinceró menos con Bety: había arruinado la salida nocturna a causa de sus escarceos con una ninfa, con una Lolita asiática de caderas exiguas y pecho casi plano. Pero lo difícilmente excusable en el código «lo compartimos todo» de Bety era su llegada a casa muy tarde sin previo aviso.
Seguía la fiesta.
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Siguió para Vera en el hueco que dejaban las continuas sacudidas del asiento del vehículo, en el frío y la tensión en los oídos; siguió desprovista de sonidos y alejándose lentamente las figuras como alguien que camina hacia atrás distanciándose de los cuadros de una exposición. Los protagonistas, jóvenes en su mayoría, -¿cómo serían ahora?-perdieron a continuación colores y, cuando la altura del Himalaya presionó, como los pulgares de un verdugo, en los párpados y arrancó nuevos llantos al bebé, las imágenes quedaron reducidas a trazos, a resúmenes, anotados y guardados hacia tiempo, sobre los sucesos de cierto año en China. Vera abrió los ojos. Se diría que el autocar entraba, al fin, en una pista más firme. Cerca, cerca de Lhassa.
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III
LA CARA OCULTA DEL SOL
Lhassa
Un revuelo de telas amarillas. Imágenes doradas: la estatua del ciervo, la rueda del diamante. Tiestos y flores contra una pared amarilla y azul. Girasoles, aislados, en largos frascos. Lámparas llenas de grasa de yak y temblorosas llamas. Un chorten enorme, bárbaro, con el dios de los Infiernos y aves de oro. Entre la lluvia, el sol. Trompetas de ceremonia y penachos gualda. La sonrisa en un rostro de pergamino tostado. Campanas ceremoniales. Miríadas de diminutas campanillas. Calaveras doradas incrustadas en muros ocres. El pelo, en bucles largos y espesos, de un muchacho extranjero. Una habitación techada de oro, inaccesible y entrevista a lo lejos, en el corazón mismo del Palacio.
Lhassa ha aparecido, en un valle cuyo tibio sol hace olvidar los tres mil ochocientos metros de altura. La han precedido terrenos tristes, faltos de animales y de plantas, con barracas de hormigón y camiones. La rodea un cinto de bloques de viviendas hanes y de grandes calles. Tras él la ciudad tibetana se apiña como un superviviente al asedio. La escalinata asciende hacia el recinto sagrado. El Pótala, en el eje mismo del valle formado por dos montañas gemelas y con la horizontal de los picos, paralelos y mezclados a las nubes, como fondo. Es un palacio escalonado sobre su propia colina en sucesión de edificios cúbicos blancos en torno al centro rojo granate, anchos en la base y rematados por techos coloreados y dorados. Los primeros fueron residencia de los monjes administradores. Los centrales sede de los Dalai Lamas hasta la invasión china de los años cincuenta.
Sus aventuras expansionistas, guerreras, son inmensamente lejanas. Han transcurrido trece siglos desde que el califa Harum Al-Raschid frenara al rey tibetano Songtsen
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Gampó, que había unificado las tribus, llevado sus campañas por China, Mongolia, Nepal, el delta del Brahmaputra, y que llamaba «Océano Tibetano» a la bahía de Bengala. El año 763 d.C. su sucesor tomó, en respuesta a la negativa del emperador a pagar tributo al Tíbet, la capital de China, Chang An, y emparentó con la dinastía de los Tang. Recuerdo de épocas de esplendor son las denominaciones de Grande y Pequeño Tíbet, que recubren confusamente lo que fue un área de influencia. El doble matrimonio real con dos princesas budistas, una hija del emperador de China y la otra del rey de Nepal, llevará en el s. VII la nueva religión a Lhassa.
A partir de ahí, tras la recesión y cuarteamiento feudales, comienza una inalterable Edad Media, marcada por presiones y concesiones al Imperio del Medio pero arropada por la distancia, rozada apenas por la primera visita occidental, misioneros jesuitas, en el s. XVII, y por contactos medidos y diplomáticos con las naciones vecinas. El Tíbet carecía de puntos comunes con el mundo exterior, no se utilizaba la rueda para el transporte, florecían la medicina y el arte pero no la técnica. Se diría encerrado en una burbuja dentro del mar del Tiempo.
A nada se parece el Pótala, como si limitase sólo consigo mismo y con el extraño cielo cambiante y cercano en el que las neblinas dejan escapar lanzadas de luz. Los muros de este palacio de incontables estancias y capillas, perforados por aberturas largas y estrechas, son un monumento a la introspección. Algunos puntos han quedado encendidos en él al caer la noche. Son sin duda los guardianes, pero también, en una de las mil habitaciones, de las tres mil ventanas, hay un monje vestido de amarillo, con los ojos rasgados y la piel color de cobre, meditando sobre las finas hojas de las escrituras a la luz de una lámpara de grasa de yak.
Vera desplegó las prendas que rodeaban, con un camuflaje protector, el envío para Xei Wen. Colocó en la mesa la bolsa de plástico plana y, bajo la bombilla, repasó el papel con los lugares y los nombres, algunos inciertamente transcritos, dudosa en otros si eran nombres de personas o
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topónimos. Pasos. Dos hombres llevan hasta la habitación vecina el cuerpo inconsciente de una muchacha extranjera lívida. Alguien con equipo de montaña se mantiene a la cabecera y le examina el pulso y el blanco de los ojos. Vera coloca sus efectos bajo la cama.
Hay que comer, lograr agua, lavar ropa, hundirse en el descanso hasta que el puño que bombea en las sienes no golpee más. Pese a la deserción física, algo lleva hasta el pórtico, empuja hacia la noche veteada de débil luz eléctrica y continuamente atravesada por perros en los que la tradición popular hace reencarnarse a los malos monjes. Vera recuerda los consejos de proveerse de ampollas contra la rabia.
-Aquí no se come mal -la saluda Patrick, el irlandés.
Hay más gente del autocar, que se desmorona en los bancos y tiene todavía la palidez confusa del trayecto. Nathan ha llegado en sentido opuesto, desde Nepal, y piensa terminar su camino en Shanghai; no se separa de su equipo fotográfico y tiene los gestos del reportero profesional.
-Sí, comida; bien caliente -dice Vera.
Calor. Gente. En la franja estrecha de animación y de luces, más allá de la cual espera todo. Más allá, de donde vienen oscuros sueños, de monjes cuyas bocas se transforman en los dientes agudos de los perros, de urnas sacrificiales repletas de huesos humanos.
-¡Yo estoy, aquí y en cualquier parte, por la independencia de las nacionalidades! -Patrick aferra firmemente el vaso de un milagroso y detestable brandy que alguien ha proporcionado.
-Y que les coman los piojos a los de las nacionalidades, y que continúen en el siglo XII. Sin los chinos, no tendrían ni un grifo, ni luz eléctrica -Nathan bebe un sorbo.
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-Probablemente hay un fuerte movimiento antinuclear en el Tíbet pero no he oído nada sobre él -Patrick lleva una chapa «Nucleares, no, gracias» apenas visible a través de la capa de suciedad de su sudadera verde, que ha prometido, como tantos otros conquistadores, no lavar hasta que finalice la etapa esencial de su viaje.
-Los tibetanos son sucios pero muy simpáticos -añade otro-; os aseguro que hasta los piojos eligen.
-Simpáticos y juerguistas, no te lo niego. ¿Recuerdas la parada junto al río? Pero todos los primitivos son así, con la alegría del que no tiene responsabilidades -responde Nathan.
-Son auténticos, no hay más que verlos, muchos todavía con sus trajes remendados a pedazos. Son… étnicos -subraya Patrick.
-Los pocos que quedan. La mitad de la población de Lhassa es ya china, -interviene Vera.
-Ocupación, de acuerdo, como en Europa y en América hace unos siglos; el mismo proceso, inevitable, -asegura Nathan.
-A esta gente yo sé lo que les pierde, lo que permite a los chinos invadirlos y hacer lo que quieran -Patrick se echa hacia delante con los codos sobre la mesa-. Sé lo que les hace falta.
-¿Qué?
-Hacer hablar de ellos, denuncias sonadas, el recurso a la lucha armada, como todos los pueblos oprimidos.
-¿Cómo los islámicos, el I.R.A. o los vascos quieres decir? -pregunta Nathan.
-Exactamente -a Patrick le brillan los ojos y sonríe con aplomo-. ¿Cuándo habéis oído hablar de un avión secuestrado, de un coche-bomba o de una toma de rehenes por tibetanos? Se dejan embaucar por la no violencia del Dalai Lama y así les va. ¿Quién se ha ocupado nunca de ellos en Occidente? Hasta ayer nadie se había enterado de que les invadieron.
Tú estás por el terrorismo y el I.R.A., ¿no?
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Es oportuno porque han cortado la luz y un gran silencio frío desciende apresuradamente de las laderas vecinas y rodea el pueblo-capital dándole una fragilidad de oasis. Huele al combustible de los quinqués y en cada edificio se distinguen las sombras movibles de los que suben y bajan escaleras. La hora es temprana pero la larga noche ha comenzado. Patrick duerme en el jergón alineado a continuación del de Vera, cabeza con cabeza, y dos muchachas suizas ocupan el resto del cuarto. El irlandés ha encendido una linterna de la que se sirve para escribir en un cuaderno grueso, hinchado ya de Cachemira y del norte de Tailandia.
– Pásame un chicle; no paran de silbarme los oídos.
Echando la mando a ciegas por encima de la cabeza, Vera pasa a Patrick una de las bolas de goma embebidas en glucosa. Casi no le roza los dedos pero siente con claridad y casi oye el chasquido eléctrico de la vecindad del contacto. Su propio pelo, escaso y mate, se extiende por la almohada cerca del del vecino.
«Donde el deseo no exista» -recita para sí Vera.4
Y va surgiendo un coloquio, con la lentitud con la que desciende el sueño, en el que conversan Graham Greene y un Cernuda sombrío y malhumorado, y, al otro lado de la mesa, la electricidad que tira de los seres para que se aproximen, se toquen, se apareen, se acompañen. Greene tiene los rasgos maduros del Americano Impasible y dice
4Luis Cernuda, «Donde habita el olvido».
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«El sexo… En la vida hay tres, cuatro personas con las que realmente cuenta. Las demás veces se hace el amor por imitación, por presión de los otros, por inercia». Pero Cernuda ve en cada resquicio cuerpos jóvenes y huecos de soledad mortífera, y Vera sabe, y quiere decirles -pero no puede-que nada es cierto, que realmente sólo el destinatario de una mano cuenta, que el conflicto se resuelve en tener o no tener a una hora indicada sobre la mesa un beso y una taza de café. Mientras, un numeroso público de orientales acude al debate desde todos los rincones del sueño, manejan con rapidez sus ábacos y dictaminan: años, defectos físicos, pros, contras, resultado. Nadie como los orientales para el frío sopesar de ejemplares humanos y de posibilidades. La electricidad calla porque sabe que impera y maneja la general ley de gravedad de los cuerpos y la proporción de su reflejo y de su brillo.
No, la fatiga extrema no producía buen sueño. Vera se levantó al amanecer, fue hacia la ventana, hizo proyectos y renunció a ellos. El irlandés y las suizas dormían plácidamente, los cuerpos al tercio utilizable de su energía y dispuestos a lanzarse sobre el mundo de sensaciones de la mañana. Venía el sol, distinto en velocidad y en color para cada uno de ellos.
Al Pótala Vera quiere ir sola, verlo lo primero (el viejo reflejo de los que alguna vez han sido colocados súbitamente en un avión, alejados de un país). Los muros y escalinatas han sido reconstruidos. Los accesos al pie son recientes, con edificios que imitan el estilo local sin poder evitar un toque burocrático. El palacio es un fantástico espacio de piedra, leña, barro, enjalbegado y coloreado. Hay muros del grueso de habitaciones, vastas salas de columnas y cubículos inundados de la luz amarilla que filtran las cortinas en los aposentos del Dalai Lama. Otros lugares son sombríos, diminutos, estrellados con las innumerables lamparitas de manteca. El olor es peculiar pero no desagradable. Los monjes salmodian. Los tibetanos se posternan. Blanco, rojo, dorado. Cientos de estatuas incrustadas de coral y de turquesas, un dédalo de pasadizos y galerías a la vuelta de cuyas esquinas aguarda la sonrisa transcendente de un ser
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celestial. Tal vez la religión es un excremento dorado, pero hay más alegría y mucha menos crispación en los rostros de estos tibetanos que en la religión, gris, estatal, omnipresente y caníbal, de los súbditos del Partido Comunista Chino. Vera recuerda los tremendos palacios del pueblo y los monumentos a la revolución. Curiosamente el totalitarismo del Estado no ha sido capaz de crear sino fealdades megalíticas o, a lo más, discretas imitaciones anodinas. Nada hay comparable a esta construcción irreal, un inmenso altar habitable y habitado, forrado de sedas amarillas e imágenes, y asentado en verdad sobre un bloque de suciedad y, en apariencia, alegre miseria que sin embargo parece encontrar en la existencia del Pótala, en su altura y en su brillo un motivo de orgullo, de realización vicaria y de confianza. Ahí está, contra el fondo de un cielo turbulento, un mar navegable de cometas y gajos de nubes, un cielo vivo.
Un grupo de militares chino acompaña a otros de, visiblemente, alta graduación. Se mueven circunspectos, las manos detrás de la espalda, los pasos cortos. Los asaltos de los Guardias Rojos, sus gritos animando a arrasar el Pótala parecen lejanos pero, aunque los siglos hayan transcurrido sin apenas alterarlo, llegado el siglo XX el tiempo al fin le ha atrapado. Queda la leyenda, y la leyenda dice que, en algún lugar del Himalaya, en un valle al que nadie ha podido llegar, existe un reino dorado y perfecto, cubierto de nubes pero bañado por un sol intemporal, Shambala, en el que se producirá la Parusía tibetana, del que vendrá el salvador que limpiará el mundo de barbarie. El país mágico es inaccesible, defendido por sus montañas y sus brumas, envuelto amorosamente por las nieves. En su ciudad principal, Kalapa, se guardan los textos sagrados ka-lachakra. A este reino más allá de los horizontes conocidos peregrinaron los grandes santos, lamas, magos, Tsongkapa, por supuesto, entre ellos. Naturalmente la leyenda incluye un Mahdi, la resurrección del fundador de la secta de los Gorros Amarillos, que volverá desde su tumba de Ganden para enseñar, al fin de los tiempos, la sabiduría verdadera.
Nathan observó la ciudad con cierto desánimo. Nada parecía augurar las turbulencias sociales y políticas, los poten-
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cíales manifestantes de los que le había hablado la colonia tibetana en Nepal. Desde luego valía un reportaje porque, aunque no virgen de turismo, la zona tenía sin embargo una cotizada aura de dificultad y lejanía. Pero sus informes en la India ofrecían un panorama de disturbios que posiblemente no tendrían lugar.
Patrick bajaba la escalera rascándose la cabeza y con cara de sueño. Dio los buenos días, apuntó en un papel todo lo que deseaba desayunar y preguntó a Nathan por su viaje. Este respondió brevemente, le ofreció cigarrillos, que fueron rechazados, y le preguntó lo mismo a su vez:
El sol empezaba ahora a calentar y se reflejaba en las lentes que Nathan había estado limpiando. Se puso en pie.
– Nos vemos.
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Patrick agitó la mano en despedida. Estaba entregado a sus anotaciones en el cuaderno y el sol daba en los rizos rubios que cubrían la nuca, casi tan sucios como el desgastado borde de la camisa. Nathan intentó recordar su propio aspecto a los veinte años, en los tiempos de Katmandú y Ketama. La Historia mejoraba: menos preocupaciones, menos líos, y además aquellos chicos habían dejado de fumar.
– Vamos por aquí.
Patrick la toma de la mano para ascender por la escala que, detrás de las cortinas, comunica la sala con una capilla a distinto nivel. Vera le sigue. La oscuridad tiene un olor rancio a ropa húmeda, madera y sebo. Silencio. Como un puñado de granos arrojado a un estanque, han desaparecido los visitantes, dispersos en la colmena interminable del edificio. El templo de Jokhang es casi intemporal, el rey Songtsen Gampo lo plantó en el 652 d.C. en el centro de Lhassa y desde entonces ha crecido, cambiado, recibido rasgos nepalíes, chinos, tibetanos, sufrió la conversión en cuartel, pocilga y matadero por los soldados de Mao Tse-tung y emergió, pese a todo, de forma que continúa siendo el corazón religioso del Tíbet, el sancta sanctorum de una multitud que ha volcado en cuanto el Jokhang significa su rechazo a la imposición foránea. Vera y Patrick se han aproximado a sus muros reconstruidos a través del mercado de Bagor, arrastrados ambos por el simple prodigio de las formas que surgen de un humo espeso combinado con la niebla. Hay un gran horno de barro en cuyo hogar se introducen continuamente haces de hierbas aromáticas. La atmósfera es blanca y espesa hasta tapar la visión. En ella se materializan brevemente mujeres con su parda túnica, sus fardos y un sombrero a veces que hace dudar sobre si el espacio no habrá caracoleado sobre sí mismo soldándose a Perú.
– Mira, ¡mira!
Patrick le clava los dedos en la palma. Llega un raudal de peregrinos que se suman a los que, en filas lentas y compactas, van penetrando por las puertas. Hay jóvenes, niños y viejos, abundan las mujeres, vestidas con el traje tradición
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nal y chaquetas occidentales. Los adolescentes y los niños llevan, ¡oh ironía de las ironías!, un traje del tipo militar chino.
Ella se ha sujetado la melena corta con unos cabos de lana de color. Los dedos del muchacho, que apenas la rozan, hacen sentir una casi olvidada presencia que sólo son capaces de identificar el vello y la piel de los solitarios. Las mujeres tibetanas avanzan en sus genuflexiones y ruegos; cuando se incorporan levantan sobre la cabeza sus manos unidas con un rosario. De continuo chisporrotean los haces de hierbas. Patrick tira como un potro hacia la entrada, el patio en el que la cola de peregrinos es ordenada por monjes expeditivos vestidos de marrón y granate, tonsurados y un brazo desnudo. Muchos llevan grueso calzado de tipo occidental. Ellos y los fieles guían amigablemente a los dos europeos, les hacen sitio en la fila, les indican en qué dirección rodear los santuarios y nada se les veta de aquello a lo que el pueblo común tiene acceso. Por lo demás las
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oraciones son, por lo general, silenciosas y cada cual parece ensimismado en su propia salvación.
-¡Qué diferencia con las mezquitas! -susurra Patrick-. El verano pasado, cada vez que intentaba entrar en una iba ya preparado para lo peor. Los tipos barbudos esos o te echaban antes de entrar o tenías que disfrazarte como las chicas, puro fardo, o ya sabías por los carteles que no había ni que acercarse. Islam es lo mismo que fanatismo lo pinten como lo pinten. A la vista está. No hay más que comparar.
-Pero ellos dicen que es porque no se interpreta bien el Corán, que es el colmo de la tolerancia.
-Con los muertos y los sordomudos. Eso de la interpretación se dice siempre de los Evangelios, de Marx como de Cristo. Yo me aburría tanto por las noches el verano pasado que hasta intenté leerme el Corán, pero era un refrito intragable y trataba peor a las tías que al ganado.
-Hombre, ¿y los valores étnicos de las comunidades musulmanas? En China hay.
-Ésas todavía no las he visitado, pero seguro que son las más cerriles y las más violentas. Mucha hospitalidad pero mientras les bailes el agua.
Vera y Patrick habían comprobado que nada parecía impedirles el uso de sus cámaras y discutían animadamente en un rincón retirado de la avalancha de fieles mientras ordenaban su material fotográfico.
-Habrá muchos fanáticos en el Islam pero la religión en Irlanda, que yo sepa, también tiene su aquél -argumentó Vera.
-En Irlanda hay un poco de atraso, pero los de las mezquitas cuando se mueven es para atrás. Y que conste que yo hice amigos árabes, ¿eh?, y comí en sus casas, pero con el lastre de su religión no se civilizarán nunca.
-Te contradices con lo de los valores de las etnias.
-Que no. Antes de ir por ahí leí cantidad de artículos y libros sobre los árabes y lo tengo claro ahora. ¿Sabes por qué esos gilipollas de autores occidentales les tratan tan bien? Por el petróleo y por miedo. Estos tibetanos no tie-
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nen un duro y nadie les dice ahí te pudras y aquí si dices que Buda era un estafador pasan de ti mientras que los musulmanes te degüellan a la menor, y si han interpretado mal el Corán que te lo cuenten en el otro mundo.
Dos monjes y algunos de los fieles observaban indecisos a la pareja de occidentales que se hallaba profundamente sumergida en su discusión. El monje más joven sonreía con una alegría infantil por la gratuidad y rareza del espectáculo. Los fieles parecían apurados por un posible aumento de la violencia. Desconocían la conmovedora capacidad de los europeos para enzarzarse en los intercambios de ideas. Vera había tocado un punto sensible de Patrick: la frustración de su verano árabe y la escasa estima que le habían valido las reivindicaciones integristas de la comunidad musulmana de Londres durante una ruidosa manifestación que se clausuró con quemas de libros, amenazas de muerte y puesta a precio de la cabeza de un escritor. Vera se complacía en jugar al abogado del diablo atacando así de rechazo los demonios del tradicionalismo irlandés. En realidad su propia repulsión ante el apartheid islámico según el sexo y la mezcla religión-vida civil alcanzaba cotas difícilmente superables.
Al levantarse se encontraron con la expresión aliviada de los devotos, que les contemplaban cada uno con su recipiente de manteca y su cucharilla para repartirla por las lámparas votivas. Paredes y suelo están cubiertos por una capa afelpada de grasa gris. El interior, oscuro, dorado, empapado de humo y de plegarias, recuerda a las iglesias rusas. Lenta, respetuosamente, ambos caminan ante imágenes que ora sonríen con una expresión trascendente, ora reflejan todos los tormentos de las pasiones. Los peregrinos frotan la cabeza y las manos contra las columnas y las bases de las estatuas. Es grande el Jokhang, y sobre todo complicado, cortado su espacio en terrazas, patios y pasadizos. Una de las terrazas, al otro lado de la nave, domina el altar en el que se ofrece Buda a la adoración. Un bonzo prepara mechas para lámparas y, cuando ve que Patrick y Vera dudan en avanzar, para tomar unas fotos, hasta aquella parte del recinto, les sonríe ampliamente y les hace señas de que se
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aproximen y fotografíen cuanto les plazca. Tras darle repetidamente las gracias en tibetano, lo hacen. Luego Patrick parte en busca de difíciles puntos de mira y enfoques interesantes y Vera, que no está por los equilibrios y los inquietos recorridos, decide quedarse.
Desde su banco del fondo, Vera miró al bonzo. Este tendría unos quince años pero los había niños, extraordinariamente jóvenes. Las figuras divinas, al fondo de la sala, estaban enturbiadas por una nube de humo, un cristal de grasa y hierbas de olor. Al otro extremo del largo banco se sentaban dos mujeres y tres hombres con el aspecto de venidos de lejos. Ellas, el pelo entretejido en trenzas aceitosas mezcladas con lana, frotaban la frente y las sienes de sus hijos con una materia aparentemente sagrada. Los hombres daban vueltas a sus molinillos de plegarias y desgranaban sus rosarios. La gente continuaba sin duda tirándose al suelo hasta llegar a la entrada, sorbiendo agua bendita, restregándose con fruición contra pedestales y santuarios. Sentada entre los restos supervivientes de aquella teocracia, Vera añoró su sano anticlericalismo de tiempos más confortables y más nítidos, lamentó allí y entonces su vieja repugnancia asociada al incienso, a los hombres que daban luz verde para el sexo que no practicaban, a las sonrisas angélicas, a las oscuridades y al aparato viscoso de la Iglesia. Se lo habían robado, le habían robado aquel anticlericalismo alegre, decimonónico, que era una modesta seña de identidad. Tropeles de Máximos, Martines, Rossas, habían exhibido un carnet progresista indispensable, sin tacha, en el que figuraban, en cada conversación, en cada artículo, la ingeniosa burla y la repugnancia por el clero, la afirmación obvia de la gran libertad intelectual y erótica de que ahora gozaban, que habían conseguido a duras penas tras un traumatizante pasado de opresión religiosa. Era la guerra de los que no habían hecho ninguna. Las sotanas y las tocas eran los culpables de la represión y frustración de sus antiguos alumnos, culpables tan imprescindibles que, de no haber existido, quizás hubiera habido que inventarlos. Durante aquellas conversaciones en las que la abominación colectiva recaía ora en los jesuitas, ora en las siervas de María o en las
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execrables teresianas, Vera se sentía ligeramente desplazada de una intelligentsia formada en colegios religiosos de pago. Su escuela había sido siempre estatal y tenía la profunda sospecha de que su mediocre clasificación en el sexo se debía a su falta de grandes atractivos físicos mucho más que a las clases del cura de religión. Su repulsión por el concepto de pecado y la morbosidad cristianas era instintiva, como su rechazo del mecanismo del dogma puesto que la fe era un fenómeno ajeno a su mundo intelectual. La historia era en aquél país suyo un ejemplo tras otro de miserias santificadas y paseadas bajo palio ante la masa de brutales rostros de los grabados de Goya. Hubiera sido reconfortante compartir con los demás los odios, las anécdotas, el enemigo. No podía. No era cierto.
Pero la nueva iglesia laica adoptó en España, con un delicioso mimetismo de signo contrario, desde los tiempos de la transición, los usos y costumbres de la antigua. Lo hicieron sin hábitos y sin paraíso excepto la secreta querencia de un Hollywood unipersonal. Al principio del trasvase, inseguros de su poder en la recién cuajada capa social, excomulgaban y beatificaban poco. Enseguida se hizo una contraseña imprescindible y de buen tono marcar una sarcástica frontera que eliminaba a la masa de conservadores, creyentes, mercantilistas, reprimidos y burgueses. El círculo de Máximo, Bety, Martín, Rossa, era de afiladas empalizadas de tabúes que repartían anatemas de reaccionario, derechista, facha, lo que les permitía consumir en la mayor impunidad las buenas tajadas que proporcionaba pertenecer al club. Y así habían arrasado con cuanto significara solidaridades otras que a los amigos y clientes, se habían lavado de riesgos, de grandeza y de audacia, y habían dignificado en términos absolutos a la personal coyuntura de modo que nada superase al rasero del interés privado. Regularmente recurrían a las refrescantes, tranquilizadoras consignas: la alabanza de -ismos lejanos e inocuos, la abominación de estructuras sociales en cuyo debilitamiento no habían tenido parte, los vituperios a un dictador al que nadie había impedido hacer su voluntad hasta el final y que había muerto de pura vejez, la socialización entendida como el reparto inter nos
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e improductivo de los fondos avaramente atesorados por el anterior régimen, el exorcismo de un pasado cuya planificación sucesoria trazada por el franquismo era el edificio en el que todos se movían.
Ahora Vera se preguntaba qué hubiera ella podido dar, en lugar de su fe en las imágenes doradas, a aquella multitud que se frotaba con reliquias y pedía favores o la salvación eterna, qué ofrecerles que fuera mejor o al menos igual de reconfortante. Máximo, Rossa, Martín no habían aportado valor alguno digno de cambio pero sí habían desecado los ideales y la transcendencia en torno suyo y reducido la mente a un cuarto de estar. Hasta tal punto que, en comparación, los viejos demonios religiosos podían resultar hasta cálidos, amplios y profundos; un reducto de cierta gastada y necesaria dimensión.
Podía perdonarles su sumisión hacia el poder establecido, su elaborado cultivo de la indecisión, sus discretos silencios de ruborosa doncella cuando trataban con los nuevos mecenas y su ferocidad contra cadáveres. Podía olvidar su mimetismo con los muchachos del PUS, que eran a su vez al fin y al cabo un simple reflejo suyo, podía perfectamente ignorar los vítores a Nicaragua y las solicitudes de visado para Nueva York, y también esa irrefrenable, pastosa envidia que les hacía incapaces de tolerar a cualquiera que actuara por móviles menos coyunturales que los suyos. Pero a ella la habían dejado reducida a recurrir a las ridículas gentes de orden para encontrar un reducto de fiabilidad y de cierta instintiva decencia. Los Máximos, los Martines, las Rossas y las Beties la habían abocado a dirigirse a las risibles gentes de fe para encontrar generosidad y ayuda. Y ahora Vera estaba en ese templo, y no arrojaba un ladrillo sobre un orante ni saboteaba con arena el molino de plegarias como por pureza anticlerical y por fidelidad a Buñuel hubiera debido. Eso era realmente imperdonable.
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EIdorado
-Hemos conseguido una amplia mayoría.
Martín se esponjó al decir esto, su cuerpo se hizo visiblemente orondo y ancho, sin ángulos, como un gran gato recién alimentado que caminase en dos patas aeropuerto adelante, con su gabán azul.
-Y la minoría del antiguo sector ni se atrevió a protestar-añadió Julito, primo de Rossa y diputado del PUS, que caminaba a su lado-. Son gente diplomada, profesional; saben que les hubieran tratado de amarillos, de clasistas y de corporativistas.
Martín era un administrador nato de la gama de los carmesíes y ponía una devoción profunda en la palabra trabajadores. Esquivando la espinosa empresa privada, había insistido en centrar los esfuerzos del sindicato en los servicios dependientes, en todo o en parte, del Estado. Los riesgos eran menores, la clientela menos exigente y más miedosa, seguros para su organización el apoyo y agradecimiento gubernamentales.
Julito lo introdujo en el VIP. Martín se sintió satisfecho sin envidia. Desde luego el escaño parlamentario era una parcela del Edén: nómina, diversas dietas y una existencia que transcurría llevado en volandas sobre el común de los ciudadanos. Pero Martín sabía sus propias limitaciones y la crudeza denlas luchas internas en torno a cada uno de los asientos. El conocía su territorio, menos lujoso, peor remunerado pero idóneo para alcanzar con escaso esfuerzo porciones sustanciosas. Martín se mantenía a un nivel sin brillo suficientemente cercano a los grandes y era además el hombre perfecto para descubrir a cualquier visita
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coyuntural excelentes espectáculos y restaurantes, siempre y cuando pagase el invitado, el sindicato o el partido. Nadie le superaba en efusivos brindis.
-No creas que no lo tengo yo dicho desde hace años-Julito trazaba esquemas en una servilleta; cuando llevaba más de un whisky indefectiblemente hacía esquemas-: A corto plazo siempre es rentable en votos ofrecer a las capas más amplias y menos calificadas la ocupación de los espacios de bandas superiores. Una política popular y coherente, de igualitarismo progresista.
-Sobre todo en el sector público. En cuanto al rendimiento…
-Es lo de menos ahora. Hombre, si habláramos de líneas aéreas sería otro cantar. Imagina a los descargadores de las cintas pilotando, por aquello tan bonito de la fluidez laboral. Hablamos de sectores cuyo déficit, de haberlo, sólo es visible a largo plazo.
Martín se rió:
-Como lo digas así en público al día siguiente tienes en los periódicos que para el año dos mil sólo quedará en España o el servicio privado o Caritas.
Julito tenía cansancio acumulado. Era una pena que todavía no estuvieran terminados aquellos apartamentos que les estaban construyendo frente al Parlamento, de forma que los diputados estuvieran a dos pasos de la entrada de columnas, repararan sus fuerzas en uno de los excelentes restaurantes vecinos y pudieran beber el final de la noche sin la molestia de coger luego su automóvil hasta casa. Los senadores eran más rápidos y disponían ya de piscina y sauna. Injusticia. En su viaje asiático el político dio en reflexionar sobre lo fácilmente que se adapta el ser humano a los cambios. En pocos años él se sentía otro, su vida en nada convergía con los avatares cotidianos del peatón que se cruzaba por la calle. Una palma enguantada le había elevado, le cubría con la protección de los compañeros del PUS, le llevaba, por un mundo gratuito y prestigioso, desde el desayuno a las copas de la cena. La abundancia había rebosado y fluido hasta empapar a los de su entorno y se
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canalizaba aún continuamente en mil diminutos hilos de largueza que en su momento podían ser un seguro de accidentes. Cierto que se había tenido buen cuidado de fijar por Orden y Decreto oficial los sueldos y pensiones vitalicios, las categorías inamovibles, las inmunidades y exenciones, pero eso no excluía el cuidado atento de apoyos presentes y potenciales. ¿Hacerse de nuevo a la existencia anterior, a los ingresos y al nivel de entonces, que ahora le hacían sonreír? Parecía sencillamente imposible. Todavía no había sido enviado a muchos países pero, de los visitados, fue México el que le causó más profunda impresión, las conversaciones con el PRI, la persistencia y esplendor con el que se mantenían tan durablemente aquellos chicos del Partido Revolucionario Institucional en la cima del poder solitario. Realmente en aquella ocasión pronunció convencido los brindis sobre las afinidades de España con los países hermanos de América Latina. Además tenía fundadas esperanzas de que le iban a mandar de nuevo, ahora al Caribe, en comisión de apoyo y asesoría turística. Y las sesiones de trabajo serían en Cancún.
Martín ordenaba recortes de prensa extranjera; señaló uno de ellos en inglés:
-Se plantea cuál será la rentabilidad de la economía española dentro de unos años, en plena competencia con el resto de la CEE.
Julito echó el cuerpo hacia él, por encima de su vaso, con un gesto de ilusionista gozoso que descubre al iniciado la simplicidad del truco. Chasqueó los dedos y el reloj de oro bailó en su muñeca.
-Está clarísimo. Podemos permitirnos quemar etapas respecto al «welfare system»; nuestra democracia es joven y, tras esta memorable transición pacífica, vamos a ofrecer a la CEE una amplísima banda en el sector servicios. Por ejemplo, siempre nos hemos distinguido por la hostelería y eso hay que potenciarlo. Sin contar con que muchos países europeos quisieran tener un gobierno y unas alianzas sindicales, y bancarias, tan estables.
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Nada se movía en el recuerdo de Vera. Creía caminar por un país helado y fijo para una interminable foto. Las caras, las bocas se abrían para proferir exclamaciones o carcajadas, los coches esperaban piafando el cambio de luces del semáforo, el aire estaba veteado de humo y estruendo. Había un empeño tal en producir ruido y agitarse que finalmente todo ofrecía un aspecto de irritada, irremediable inmovilidad. La cervecería tenía también una quietud de cuadro; de hecho, en su interior, un mal óleo reproducía parte del salón como fuera cincuenta años antes. Estaba, como siempre, concurrida y espesa del ácido olor de los fritos y el cruce de señas de los que buscaban mesa, camareros o amigos. El dorado de la decoración se había resuelto en un amarillo revenido. El suelo ofrecía un aspecto otoñal con blandas capas de servilletas muertas, detritus de tortilla y de chorizo y semillas de aceituna sin ninguna esperanza de renacer.
Los camareros no eran amables pero todos les hablaban como si lo fuesen. Sobre el mostrador desplegaba sus alas de metal un águila guardiana de la cerveza a presión. Vera se detuvo como quien se apresta a iniciar el recorrido por el interior de un cuadro. Los infiernos siempre resultaban mucho más divertidos que los paraísos incluso en sus más modestas sucursales pero aquél había pasado de Baroja y de Mihura a los Quintero sin ningún mecanismo de compensación.
Desde la barra y cuando se preparaba para sortear las columnas en busca de una mesa, Vera los vio. Habían llegado sin duda en unas vacaciones de Navidad anticipadas. Martín llevaba, pese al calor del local, el abrigo y el gorro de piel. Tomaban angulas con la esplendidez del indiano. Había más gente con ellos. Vera recordaba una frase que Bety solía utilizar como definición positiva de terceros: «Son como nosotros», y se entendía como ella y afines, una larga fila de Martines y de Rossas, de Máximos y de Beties, que brindaban a veces con las consignas de Martín, que se bronceaban al socaire de la nueva ola y que, sobre todo, mantenían el pacto implícito de amigos y asociados que re-
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presentaban la imagen de los tiempos. «Son como nosotros» era útil; para alejarse apresuradamente.
Bety llevaba el pelo más corto y más liso. Rossa lo dejaba crecer en una melena a varias alturas. Los dos hombres se estaban quedando tranquilamente calvos, lo que permitía a Bety bromear acariciando a Máximo al cráneo.
-¡Mira quién está aquí! ¡Los antiguos de China!- Bety, con sus ojos inquietos de mercurio y los gestos nerviosos de costumbre, la llamaba por encima de las cabezas y ante el silencio de los demás. Hizo ademán de ir a su encuentro y ello decidió a Vera a zanjar la situación acercándose a la mesa, sin sentarse.
No era un momento agradable y sin embargo comenzó a parecerle divertido y risible. La necesidad de mantener una imagen, de cumplir el rito. La campechanía de Martín, el lánguido y satisfecho cansancio que reflejaba Rossa, a la que él echaba con frecuencia el brazo por los hombros. La ironía breve de Máximo. El apuro de Bety. La proximidad de Vera pareció despertar en Martín un reflejo condicionado de avidez que, paralelamente al breve intercambio verbal, hizo desaparecer las angulas que quedaban en la cazuelita de barro.
-Vamos a ver una película que nos han recomendado unos amigos que trabajaron en el rodaje. La subvenciona la autonomía andaluza. Se llama «Pasodoble», ¿te suena? -y explicó volviéndose a los demás-. Actúa Dieguito.
Oh, sí. Vera la había visto. Se exhibía en una sala del centro. Narraba, con biológica propiedad de términos, las desventuras de un moderno señorito andaluz aquejado de eyaculación precoz. Finalmente había zambra gitana, el señorito se curaba y la muchacha autora del prodigio anunciaba gozosa desde el balcón que «todito había entrado dentro». Padre, gitanos y demás asistentes bailaban regocijados, pero he aquí que el cortijo era invadido por la oscura y represora guardia civil. Al final los letreros daban infinitas gracias a todos los entes de la autonomía andaluza.
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-Estamos en comisión cultural en Berna. Martín y Rossa nos contaban que se van en marzo a preparar las Jornadas de Amistad y Cooperación con el Magreb, en Djerba.
Vera se despidió y fue al lavabo. En aquellas umbrías profundidades con olor a serrín y lejía abrió y cerró los ojos, superponiendo cada vez como en un juego infantil la imagen de la cervecería y la de la denuncia, los rostros, las manos, las expresiones. Sobre aquel detalle del pasado habían echado Máximo y sus amigos agua hasta diluirlo en la insignificancia y el olvido, hasta disecarlo como un anecdotario casual que abonaba la certidumbre de que todo era vano, fútil y pasajero y, por lo tanto, había que sonreír con deportiva ligereza y arrinconar el calderoniano mundo de la canallada y del silencio cortesano. ¿Por qué no, puesto que nada valía? ¿Por qué no, puesto que valía todo?
«Ahora iré» -se decía Bety-. «Bajaré cinco minutos al lavabo y le explicaré que no ha comprendido nada, que Máximo es incapaz de mala intención, de cálculo. Que lo que dijo, lo de China, fue sencillamente porque le salió así, espontáneo, y es una persona que, como yo, no se reprime. Si yo hubiera estado en aquella entrevista quizás hubiera dicho algo peor, inocentemente, porque, claro, hay que hacerse cargo de que no se puede perjudicar a los compañeros, a los amigos, con continuas exigencias y protestas. Vera estuvo insufrible, me lo explicaron Martín y Rossa perfectamente. Máximo le dio tan poca importancia al asunto que no hizo apenas ni comentarios. Seguro que ya ni se acuerda. Y es que hay gente que no sabe ver más que lo negativo».
«En cambio yo, de mujer a mujer, le contaría que festejamos algo: Tal vez se casen Martín y Rossa; el divorcio de ella se falló hace casi un año. A Rossa lo administrativo le da pereza pero Martín anda empujando. Así que igual vamos de boda. Me lo contaron cuando estuvieron en Berna».
«¿Quién se acuerda de viejas historias? le diría a Vera. Hay que ver lo positivo. Las mujeres sabemos que lo importante es el amor. Vera comprendería».
Vera no miró al subir si estaban todavía dentro. El calendario le parecía un guante vuelto al revés. Los años, a
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partir de un panorama plano, iban en sentido inverso. Y pasaban por el mismo grupo de personas, algo más jóvenes, comunicando sus recelos al coordinador, al secretario, frente a una taza de té. Inalterables, estaban suspendidas las palabras que la habían arrastrado a ella y, después, a Xei Wen.
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Los templos del cielo
Vera abrió los ojos. Durante un tiempo indefinido no había sido ensueño sino sueño real, quizás el brutal y tardío golpe del cansancio. La penumbra, las plegarias arrullaban como una cuna. Observó que el monje continuaba ahí, alimentando aquel ciclo biológico de grasa animal, humo, plegarias, nubes, aguas, pastos, yaks, grasa animal. Repentinamente el monje perdió su compostura y, junto con otro más viejo que se había acercado, comenzó a vituperar a dos soldados chinos que pretendían avanzar sobre la terraza, hasta expulsarlos destempladamente, para regocijo de nacionales y foráneos.
-Es fantástico. Vamos. -Los ojos de Patrick brillan, están húmedos, como la boca, en la que unas calenturas pasadas han dejado inflamadas las comisuras. Aprieta la cámara contra su pecho como una joya, habla de que ha hecho las mejores fotos de su vida. La insta:
-Andando. Los peregrinos no toman ese pasillo del fondo.
Con la mano cogida firmemente por la del muchacho, que se empeña en guiarla, -¿advertirá él la torpeza, la aspereza de sus dedos, la prominencia de las venas bajo la piel?- Vera camina, se deslizan sobre superficies insonoras, contienen en un rincón apartado la respiración. Sólo se oye el crepitar de las lámparas y hay un libro cuyas hojas huelen a canela. Creen escuchar voces, se sumergen en un apretado racimo de banderas y chales de rogativas, y ríen. Ese olvidado prodigio del reír. En las banderas hay dragones con nubes, una fauna abisal y celeste, y una figura a su izquierda con los ojos discretamente cerrados para no verlos,
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con las manos posadas en las rodillas para no espantarlos, y el retrato del Panchen Lama en el regazo (triste, sin duda ante una cámara china). La figura lleva una corona alta y puntiaguda, de hada madrina, ornada de piedras rojas y azules. Vera explica que hay que pedir deseos. Los piden, improvisan ofrendas.
-Hay mucho que ver. Quién sabe lo que encontraremos.
Y Patrick la empuja por el cuello hacia adelante.
Quizás el templo se repetía. Quizás era inmenso. A veces se encontraban en el mismo lugar a partir de otros no recordados. Paredes naranja. Columnas añil y verde. Se rozan uno al otro en la estrechez de las puertas a través de la ropa de viaje y Vera percibe que, en efecto, el chico mantiene su promesa de conservar la camiseta sin lavarla. La aventura. Tumbada jadeante bajo un acolchado palio, Vera ve sobre sus cabezas un horizonte escalonado de techos desiguales: Bandas bordadas con exhortaciones y sutras, grandes rectángulos de tela blanco crudo festoneados de azul noche y con una flor que es un mándala geométrico en el centro, gamas del rojo y dinteles verdes con campanas. No hay arriba ni abajo. Hay espacio recortado de mil formas, teñido en todos los colores.
En la pared, los tonos brillantes y el acabado minucioso, pinturas que cubren totalmente la superficie. Hay un rostro femenino pálido, bello y extático, coronado con una guirnalda pero de cuyo cabello se elevan víboras. Más arriba un demonio de colmillos y ojos verdes conjuga la cara porcina con un collar de lotos. En la pared opuesta se sienta una figura azul rodeada de enormes flores. Cerca, dos calaveras doradas.
-Es como en la India- dice Patrick. No pueden representar la vida sin la muerte.
Ella le cuenta historias de mitología y de antiguos héroes. Él describe grandes estatuas y el culto a animales y narra cuentos de países de bruma.
Entre dos telas que el viento agita se distingue un pedazo de cielo. La muerte debería morir, se dice Vera; la muerte
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siempre debería morir. O al menos quedar cubierta por todos los artilugios de la carne y de la piel y mantenida a raya por las cejas, por la expresión concentrada y testaruda de los seres muy jóvenes, como Patrick.
-Hay que llegar allí- se proponen.
Tras algunas tentativas desembocan en el piso alto, cuyo centro está ocupado por una construcción rectangular cubierta con paños y con un deslumbrante techo amarillo que ondea al viento. El sol rebota con fuerza de una a otra de las superficies blancas enmarcadas de una gruesa banda azul y proyecta formas geométricas, círculos, vértices, rectángulos, compuestas por sombras que guardan el color de su origen.
-Es el templo que imaginaba en Irlanda, antes de venir, cuando leía cosas. Es parecido al templo de la Ciudad de Grutas.
-Es todos los templos.
Y entonces se descorrieron las nubes y dejaron ver el paraíso: un bar con gente joven bañada por el sol, la adolescencia feliz, fuerte y amorosa, la madurez frutal, la compañía. En algún momento se había deshecho un vasto globo de felicidad. De él se habían formado las espaldas de los muchachos y los brazos y los muslos del hombre seguro, el azul inigualable y denso del día, las ramas temblorosas en un atardecer de verano. Y el futuro, inexistente. Inexistente.
La puerta se abrió con el ruido de la extrema vejez, un ruido amable de ceda el paso. El llamador era grande, metálico y con forma de seno y de él pendía una madeja de crin. En el contraluz, sentadas de espaldas y talladas por la intensa claridad como en un aguafuerte, dos tibetanas están absortas en su conversación y no advierten el lento entreabrirse de la hoja de madera. Los cabellos son una masa del negro más puro, de un espesor que invita a hundir los dedos en las trenzas enroscadas alrededor de las sienes. Sin transición, desde la oscuridad de los corredores y el rellano, salieron Vera y Patrick a los techos del Jokhang. Otro mundo de blancura, oro, cobre, flores. Como los estados de la Edad Media o la escala de las reencarnaciones, queda en el
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suelo, en el patio, bajo su vista, la oscura multitud de fieles que intentan ascender penosamente, por las estatuas, por las plegarias, hacia el camino de la salvación, alcanzar más puras formas de ser. Abajo el polvo, la miseria, la materia. Entremedias escaleras y humo. Arriba la limpieza (casi peligrosamente) inorgánica de objetos expuestos al cielo. El panorama era extremadamente movible, desplazadas las nubes de continuo por el viento fresco y traspasadas por el sol. El templo parecía observarse con el Pótala, al frente. Cada ráfaga se correspondía con un tintineo de campanas y pequeñas placas de oraciones suspendidas a lo largo del alero. El viento es una gran máquina de rezar, más práctica incluso que los molinos de plegarias para mandar el mayor número de oraciones con el menor tiempo y esfuerzo posibles. La conversación se redujo a los gestos, el encuentro ocasional de miradas, la permanencia en un punto, la admiración compartida. Allí imperaba el amarillo vivo como único color, al que sólo matizaban ligeros toques de otros tonos. ¿Qué se había hecho de esas terrazas, de sus ciervos dorados y sus lotos, de la gran Rueda, cuando el templo había sido utilizado como pocilga en la Revolución Cultural, y dónde estaba ahora la victoria de la civilizada China sobre el feudalismo bárbaro fuera de los bloques construidos para inmigrantes forzosos y de las instalaciones militares? Los reconvertidos de la iglesia española a iglesias y catecismos más modernos tenían el dogma pronto: recorrían monumentos de Roma, de Chartres, de Java, de Toledo, los fotografiaban y, sin empacho lógico, abominaban luego de la servidumbre opresora de las religiones, todas, siempre y sin excepción, y añoraban los grandes beneficios que, con aquella riqueza y energía malgastadas, los oprimidos hubieran podido obtener. Experimentaban auténtico enfado e incomodidad ante las dimensiones de la generosidad y la transcendencia y se sentían ante ellas privados de los caseros placeres de la seguridad grupal. Una muchacha china de uniforme tomaba fotos acodada sobre el pretil, sonriente y pulcra. Esos mismos uniformes, no hacía tantos años, habían ido hasta el final en la coherencia con los dogmas al uso: destrucción de la casi totalidad de los seis mil monasterios tibetanos,
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reconstrucción de un cinco por ciento quizás. Incluso las cifras oficiales dadas por Pekín en 1979 hablaban de dos mil cuatrocientos en 1960, antes de la Revolución Cultural, frente a los diez abiertos al culto dos décadas más tarde. La operación, ciertamente, no había sido el precio de una vida mejor.
Patrick, de improviso, la coge por detrás y la levanta en el aire. La muchacha china y sus compañeros los miran de soslayo, siempre reprobadores de la falta de compostura occidental.
-¡Levitación!, ¡Levitación! Estamos en el país de los hombres-cometa, ¿lo sabías?
-¡Déjame en el suelo! ¡No quiero levitar, no tengo bastante fluido!
-Hay que elevarse del mundo material, alcanzar el espíritu -continúa Patrick-. De hecho, yo estoy en ello, he adelgazado seis kilos desde que entré en China.
Y deja a Vera en el suelo. Dos monjes jóvenes los han visto. Observan con una ligera sonrisa y sin reproche, mirando a hurtadillas y cuchicheando entre ellos.
Las dos mujeres continuaban sentadas en el zócalo. No eran jóvenes, los rostros estaban estriados y curtidos y la más vieja llevaba en las trenzas alfileres con turquesas. Entre las dos tenían un girasol en un bote de tierra. Estaban comiendo semillas y Vera las miró con curiosidad. La más mayor le ofreció algunas metiéndolas en su mano. Quizás a fin de cuentas el paraíso no planeaba siempre en el último punto de una torre sin límites, quizás tampoco tenía veinte años, ni consistía en una charla al ocaso con Epicuro y Aristóteles tras haber descremado todos los placeres durante la jornada de la vida. Quizás el paraíso podía hallarse en los rostros, ya no tersos, en las manos de las dos mujeres. Quizás estaba en alguna de las semillas.
Lo que no es las nieves es la temporada de las lluvias. Al atardecer la tierra se convirtió de nuevo en un fango pegajoso. Los tibetanos se protegían con sus gruesos mantos de lana áspera. Patrick se rebelaba ante los cambios en el cielo y dejaba al sol secar puesta la ropa que llevaba. En
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un claro de las nubes tormentosas, decidieron echar a andar hacia el río y su isla, al otro lado del puente deleznable y remendado orlado de banderas de plegarias. En aquella zona se encontraba el barrio chino, único urbanizado, cuidado, limpio, con buenas casas y avenidas, recios árboles y aceras de piedra. En un parking de bicicletas dos soldados jóvenes arrebataban su mísera carga de trozos de tabla y astillas a una tibetana sucia y mal vestida. Despojada, la mujer quedó llorando y retorciéndose las manos apoyada en la esquina. Lloraba con ese desconsuelo para cuya interpretación no hacen falta grandes lecturas políticas. Era la vieja pena de los viejos oprimidos de allí, de Perú, de los gineceos de Turquía; era la vieja humillación de la injusticia, cuya visión imprimía carácter. Ese reflejo multiforme y siempre igual, en el envés de la prepotencia, en el propio país, en otros, en las estrechas calles de Jerusalén, en los refugiados huidos de Vietnam, Cuba, la URSS, si no ayudados sí rápidamente etiquetados como rusos blancos, gusanos, reaccionarios al fin.
Los soldados, cuyo nombre oficial, además de miembros del Ejército Popular de Liberación, era Soldados del Pueblo, colocaron los haces en sus bicicletas. Vera fue hacia la mujer. Patrick se había alejado unos pasos. Al llegar junto a la tibetana, que continuaba su llanto sin estridencias ni pausas, a cara descubierta, Vera le dio dos yuanes y apoyó la mano en el hombro buscando el lenguaje que saltara eficazmente sobre el desconocimiento de palabras. Patrick la instaba a marcharse. Los pocos transeúntes echaban un vistazo sin detenerse. No fueron a la isla. Estaba anocheciendo sobre las tropas que iban de un rincón al otro en largas caravanas de camiones verde oliva, anochecía sobre los colonos, hanes malhumorados que de ninguna manera quisieran estar en esta tierra de estepas, pedregales, superstición y miseria, hanes que sueñan cada noche, o durante uno de sus muchos sueños diurnos a los que los reduce la escasez de calorías y la constricción social, con las tierras del arroz tres mil metros más abajo. Anochecía sobre los tibetanos, que sin duda soñaban con un espacio sin soldados
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chinos, sin la constante presencia de tanques y jeeps que circulan por carreteras hechas sólo para su uso. En ciudades de hormigón hay funcionarios de gris y militares de kaki con duras, indestructibles calaveras de jade, sobre cuyos rostros planos, sin expresión, se extiende como un mantel la piel fina, los ojos huidizos, la boca que mastica una negativa siempre presta. Son los muchachos apáticos de las tiendas oficiales; son los rostros enmarcados por cualquier ventanilla, en cualquier sitio.
-¿Qué te pasa?- pregunta Vera.
Patrick tiene las mejillas arreboladas y le brillan los ojos.
-Nada. La altura. Y quizás el estómago. No acabo de reponerme de unos problemas que tuve en la jungla, hace tiempo.
-Lo mejor es tomar líquidos y dormir. Mañana, muy temprano, me voy a Sera.
-Te acompaño. Estoy bien. Iremos en cualquier cosa que ruede y nos pare, o alquilando bicicletas. Sólo son siete kilómetros.
Patrick duerme con un sueño pesado que le mejora. Al día siguiente está tan fresco como la mañana pero se le ha formado de nuevo una calentura en el labio. El camino es fácil, encharcado todavía pero el calor del sol lo va secando rápidamente. El cielo forma un lago inverso, un círculo denso de azul rodeado de un aro de nubes, y en un valle fértil y abrigado aparece Sera, con una extensión de edificios bajos y árboles y al fondo el templo apoyado en un acantilado. Ocupa una vasta superficie perfectamente plana, extraña y bruscamente limitada por los montes. Al acercarse, les sorprende el silencio; es como una gran colonia madrepórica a la que prácticamente se ha vaciado. Donde habitaron antes miles de monjes quedan apenas unos cientos y el conjunto de edificios y de muros da una triste impresión de casa expropiada. Se piensa en los solitarios pueblos de Granada, expulsados sus moriscos, en el silencio de las arrasadas juderías de la Edad Media, en Varsovia. Luego comienzan a aparecer signos de vida: un perro, dos muchachos que preparan té junto a una puerta, mujeres protegidas con sombreros.
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Dos monjes compran carne. La vendedora despedaza el ijar sobre un poyete de piedra. Del Dalai Lama para abajo, el budismo del Tíbet no es vegetariano, el clima y los recursos no lo permiten y Vera, siempre atemorizada por los nuevos cultos a la salud y la macrobiótica, encuentra que ese pragmatismo hace a la religión y a sus adeptos más de fiar y les da un toque simpático. El ganado se abate con ritos destinados a garantizar el adecuado tránsito del ánima hacia la próxima reencarnación.
El interior del templo está en gran parte hueco como el pueblo. Los monjes se complacen abriendo para ellos dos bibliotecas vacías, cofres de manuscritos en los que sólo quedan restos de su contenido, capillas sin las estatuas más valiosas.
-¿Revolución Cultural?- preguntan a los que parecen entender algo de inglés.
-No, no- niegan ellos. Rebelión de 1959.
La invasión por los ejércitos de Mao Tse-tung tuvo lugar en 1950, pero el gran alzamiento tibetano fue en el 59 y muchos se atrincheraron en Sera, con un saldo de más de trescientos mil muertos e innumerables refugiados huidos a Nepal y la India, entre los que se encontraba el Dalai Lama. No hubo repuesta internacional a las protestas del gobierno tibetano en el exilio. Era además de buen tono entre la izquierda occidental la alabanza incondicional a cualquier país comunista, máxime si sus oponentes eran, en parte, monjes.
-Mira, quiere enseñarnos algo importante.
Ha aparecido un novicio, mensajero de alguien que está más arriba y les manda llamar. Al instante cruzan por la mente de Patrick y de Vera los cuentos, Misterio en el Templo del Sol, esa bebida infantil, sobrenatural, o que vienen degustando desde que por primera vez les envolvió el espacio extraño. Le siguen y van por donde les indican, llegan a la terraza, limitada por una especie de almenas entre las cuales se asoman disimuladamente al exterior un monje viejo en cuclillas y el novicio joven. Y, uniéndose a ellos, ven a Citroen, en toda la gloria de su rodaje publicitario.
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Los aldeanos, mantenidos a prudente distancia, se han congregado allí para la ocasión. Un perro, enroscado sobre sí mismo, duerme indiferente frente a un flamante AX 14 rojo cuyos cristales, carrocería y bella conductora euroasiática son repasados de continuo y resplandecen al brillante sol. El monasterio en pleno ha sido movilizado para la filmación y los monjes bajan una y otra vez la escalinata con sus gorros amarillos y las larguísimas trompetas ceremoniales, atabales y sonajas. El equipo es francés y la intemperancia de sus gritos revela las dificultades de la empresa. Incongruente, deliciosa en ese marco, resuena la voz del director «Amenez les yaks!», pero los dos animales, festivamente aparejados para la ocasión, se resisten a participar en el rodaje mientras que, sin esperarlos, los monjes han hecho ya una bajada espectacular con sus ropas y cantos de ceremonia. Convencidos los yaks, es ahora el coche el que patina en las losas de la plaza y precisa que lo empujen un tibetano y un miembro del rodaje para que se deslice hasta el comité de recepción y la conductora, en impecable traje de chaqueta blanco, sea recibida por el abad. Cada nuevo intento es acogido por las carcajadas de los asistentes y por las risas de todos los escondidos espectadores de la terraza. Las arrancadas del Citroen crean a veces pánico entre los actores y requiere cierto tiempo al equipo colocarlos de nuevo en la debida posición. Cuando Vera y Patrick abandonaron discretamente el lugar oyeron al director quejarse amargamente a los responsables chinos de la poca disciplina que obtenía a cambio de lo mucho que había abonado a las autoridades para rodar el corto. Patrick y Vera intercambian impresiones:
Como el día, pensó Vera, porque las horas como aquéllas eran el auténtico sacramento de las uniones, sin adherencias espurias de promesas, anillos, compromisos e intereses. Los
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sacramentos dignos de tal nombre se oficiaban en la observación risueña y momentánea de una cambiante realidad, no consideraban al exterior ni salían o entraban de una iglesia, les era indiferente el tiempo, no rozaban la historia de los cuerpos, el fin del regateo carnal. Había que salvar al menos, del preceptivo anticlericalismo de otros días, la refrescante repugnancia ante los ritos del matrimonio, el instintivo rechazo ante la lógica porcina de las familias, la última gota de rebeldía para escupirla a la piel gastada y a la muerte.
-En esta calle podemos comer- Patrick había oteado diminutos restaurantes, todos similares.
Entraron en uno. Comieron. Charlaron bastante. Salieron a la calle. A los dos pasos había otro restaurante. Entraron y volvieron a comer. Cuando terminaban entró Nathan.
-¿Qué tal, canadiense? ¿Vas o vienes del templo?- preguntó Patrick.
-Ni voy ni pienso ir; si quiero verlo, me esperaré a que pasen en el cine el corto de Citroen. Francamente los templos, visto uno, vistos todos.
Nathan se sentó, les ofreció whisky de una petaca en la que quedaba muy poco, encendió un cigarrillo y dijo bajando el tono de voz:
-Me está pareciendo que mi reportaje estratégico tiene poco porvenir. Nunca he soñado con que los chinos me organicen una gira turística por sus bases nucleares pero preveo que ni siquiera conseguiré un mínimo de material gráfico aceptable. Por eso he venido a Sera.
-¿Algún silo camuflado? ¿Experimentos? ¿Movimientos de tropas? -Patrick se había cerciorado de que estaban solos en el minúsculo local y hablaba con excitación.
Nathan negó con la cabeza mientras tragaba el tiempo fideos y humo.
-No, que yo sepa. Cerca de aquí hay un lugar muy peculiar. No me sirven de nada las típicas fotos maleadas por el turismo pero esto sí puede valer para un reportaje con garra en el público y con originalidad.
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Antes de continuar miró las cámaras de Vera y de Patrick. Tranquilo respecto a su falta de profesionalizad, explicó mientras esperaban el té:
-Mañana al amanecer me voy a ver a los carniceros de pompas fúnebres.
-¿Las cremaciones? Te las encuentras en cualquier sitio de Asia. A poco que te descuides vas sorteando piras-observó Patrick.
-Carniceros; no cocineros. Aquí tratan a sus muertos de…una forma especial. Veamos, ¿qué haríais si tuvierais un muerto, budista, impaciente por la desaparición de su envoltura corporal para liberar el alma y reencarnarse como es debido? Adelanto que renunciéis al clásico entierro porque el suelo está duro como una piedra y helado la mayor parte del año.
-La cremación, como en el resto de Asia.
-¿Con qué leña?.No hay árboles.
-Abandonarlos en la montaña, como en una zona de Japón- sugirió Vera.
-Más sensato pero poco eficaz desde el punto de vista de la liberación del alma. Puede pasar mucho tiempo, si ningún depredador acude, hasta que el cuerpo, dado el clima del país, desaparezca.
-¿Caníbales? ¡No! -rechazó Patrick.
-Desde luego que no -abundó Nathan-. Sólo descuartizadores. Cuando alguien muere se despedaza el cadáver, machacando todos los huesos, de forma que los buitres y los perros salvajes hagan desaparecer los restos rápidamente. La materia se ha incorporado a otros ciclos, el alma puede cambiar de envoltura.
-Eso dificulta nuestra repatriación en caso de accidente-Patrick se frotó las sienes.
-O la facilita en forma de hamburguesa -puntualizó Vera-. En fin, tras esta deliciosa conversación de sobremesa…
-Yo me quedo. La oportunidad de captar algo es situarme en la zona antes del amanecer. He empezado a hacer indagaciones y a repartir propinas.
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-¡Voy contigo! -afirmó Patrick-. No me lo quiero perder.
-Pues yo sí. No me va la gastronomía necrológica, circuito de los mejores crematorios de Asia, etc. -rechazó Vera-. Os esperaré y regresaremos mañana.
El anochecer los encontró en torno al fuego de una vivienda mísera al extremo este del pueblo. La temperatura había descendido notablemente y el cielo estaba encapotado. Ya durante la cena, en el restaurante, Patrick empezó a temblar. Habían aumentado el arrebol de las mejillas y el brillo de los ojos.
-¿Qué te pasa? ¿Has pinchado?
Vera, mientras él apoyaba la cabeza en sus rodillas, le frotó el cuello y los hombros y le puso las manos en las sienes. Nathan, concentrado en sus notas, se limitó a ofrecer algunos de sus antibióticos, dejados con el equipaje en Lhassa. El canadiense, con el pelo gris y los pantalones endurecidos por la misma capa de polvo que las botas, podía ser un aventurero de las viejas películas, pero trabajador y sin muchas ganas de aventuras. Vera alzó maquinalmente la mano hacia su propio pelo, mate y sujeto con una banda en la nuca. Con la piel áspera por el viento, las mechas de la frente jaspeadas de canas y la torpeza general del entumecimiento, ella no podía ser la aventurera de ninguna película, antigua o por venir. ¿Quién hacía, quién ofrecía café, en alguna parte, a Nathan, a su vuelta, cargado de rompecabezas de cuerpos troceados? Había epopeyas que se luchaban por la bella Elena, otras por la planta de la inmortalidad, por la conquista de un imperio o por el desafío a los seres divinos. La epopeya de Vera se luchaba quizás por que le sirvieran un café, pero un café tiernamente servido, expectante y presto, tras el cual volvía, como el cansado guerrero, al pequeño agramante de sus pensamientos. Ese café, respaldo necesario de la fatiga, era inencontrable.
Una hora antes los tres se habían enzarzado en una discusión o, más bien, una exposición apresurada de opiniones y preguntas. Los europeos y el canadiense habían acumulado incontables frases fallidas para cuya pronunciación faltaba interlocutor. Ellos mismos no eran conscientes de estar
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embarcados en un largo monólogo con el medio, sin otro acceso que los tópicos y los gestos frente al indígena ajeno e indiferente a los seres de paso. Por ello retuvieron con avidez al hombre que les había ayudado a traducir unas frases cuando intentaban organizar su corta noche en Sera.
-Les guiaré- había dicho el tibetano.
Y se pusieron en camino, entre los feroces ladridos de los perros y la casi completa oscuridad. Se percibía un ruido de agua próxima. El alojamiento era un chamizo, el fuego, la tetera, un cubo y mantas.
-Ellos viven aquí al lado- dijo el hombre.
A unos cincuenta metros estaba la casa, la familia en el primer piso y la planta baja para los animales.
-Basta con sujetar la puerta con una piedra por los perros. Nadie les molestará.
En cuanto caía el sol la noche parecía enormemente avanzada. Se retiraban los humanos y sus ruidos. Los dueños eran otros.
Bajo el capote, el hombre era joven, quizás de mediana edad. Era difícil calcular. Adelantó el brazo desnudo para atizar el fuego. Iba envuelto en la lana gruesa de los monjes y tenía unos pies muy grandes enfundados en sucias zapatillas de deporte.
-Mi país también ha sido subyugado, invadido -había dicho Patrick- pero guardamos, luchamos por nuestras raíces celtas.
-Celtas… ¿qué país es? -preguntó el monje. -Ocupó toda Europa hace cientos de años. Ahora le hablo de mi país, Irlanda.
-Donde usted vive- apostilló el tibetano. -Vivir, vivo en Londres; estudio allí, aunque voy mucho a Dublín.
-Los irlandeses procuran siempre llorar a Irlanda desde lejos. En Canadá acompañan las copas de canciones patrióticas pero no volverían por muy borrachos que estuvieran, y en verdad suelen estarlo -terció Nathan.
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Patrick le ignoró, continuando:
-Yo les admiro a ustedes, los tibetanos, por su forma de preservar sus rasgos culturales, su personalidad étnica. Me parece admirable su defensa de la identidad nacional.
-Pues a mí no. Lo que ahora nos ocurre es el fruto, el adecuado karma de nuestras acciones. Nos empeñamos en vivir de espaldas a todos y a todo, y cuando precisamos el mundo exterior él nos respondió de la misma forma. No hallamos sino nuestro propio silencio anterior. Nos invadieron y fue inútil gritar.
El hombre removió el fuego tras su tajante respuesta y se quedó mirando a la llama como si imaginara en ella cuál hubiera podido ser un presente distinto.
-¿Echan de menos el progreso? ¿Las máquinas, los neones y los bancos? -preguntó Nathan.
-¡En Occidente hay muchos que defendemos a las minorías que resguardan su identidad y su medio ecológico! -saltó vehemente Patrick.
-¿Deberíamos, pues, seguir vendiendo al pueblo píldoras hechas con los excrementos del Dalai Lama, que se suponían milagrosos, aunque su Santidad se encogiera de hombros y dedicara su tiempo libre a estudiar las ciencias y técnica modernas, además de los escritos búdicos, y a reparar máquinas? ¿Deberíamos depender del sol y de la luna y transportar sobre la nieve nuestras cargas a lomos de hombre? ¿Habríamos de hacer infinitamente, indefinidamente lo mismo?
El monje había hablado sin alzar la voz, pero se marcaron profundas arrugas en su frente y pareció un hombre de madura edad.
-De todas formas, también ustedes estaban cambiando. Desde finales del diecinueve, pero, si mal no recuerdo, el Dalai Lama se encontró con la frontal oposición conservadora de la comunidad monástica -objetó Vera.
-Y con la de los chinos -respondió rápidamente el monje-, que estaban celosos de cualquier influencia que no fuese la suya. ¿No ha leído también eso?.
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-Fue por entonces cuando el mismo Dalai Lama prohibió las mutilaciones corporales y los sacrificios humanos, según mi guía -Nathan señaló el grueso libro.
-Eh, en Europa también se hacían barbaridades. En Inglaterra se ajusticiaba por robar un cordero -le dijo Patrick.
-Puestos a citar, en España se mantuvo la Inquisición hasta el siglo XIX. Lamentablemente el primero en abolirla fue… el gobierno impuesto por Napoleón, y se volvió a instalar luego -añadió Vera a su vez.
El tibetano se había desentendido parcialmente, como si la discusión concerniera tan sólo a los tres extranjeros. No querían que él se fuera todavía. Patrick aventuró:
-Si las grandes potencias les hubieran ayudado más, ustedes hubieran sido ahora un país libre. Estados Unidos y Gran Bretaña se ocupan exclusivamente de sus intereses.
-La CÍA nos ayudó algo después de la invasión pero no lo suficiente -dijo el monje.
-¿Lucharon junto con agentes de la CÍA? -preguntó Vera.
-Entrenaron a algunos guerrilleros tibetanos y dieron material. La ayuda americana fue totalmente escasa y duró poco.
-En Occidente eran más bien impopulares los movimientos subvencionados por el servicio secreto norteamericano -apuntó Nathan.
-Ya. Durante largo tiempo China recibió el apoyo masivo del ejército, la policía, secreta o no, y los recursos de la URSS, como ocurrió a su vez en Corea con China y en otros países. Parece que estas ayudas sí son populares. Nuestro problema con la CÍA es que no intervino más. Lo sentimos por la opinión occidental -ironizó el monje.
-Lo cierto es que ni Washington ni las Naciones Unidas, pese a sus resoluciones de principios de los sesenta en las que pedían el respeto de los derechos del pueblo tibetano, movieron un dedo para reconocer oficialmente la independencia del Tíbet o ejercer una oposición seria frente a China-Nathan parecía conocer con detalle el índice histórico de su excelente guía.
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-Manejos de las grandes potencias -resumió Patrick; y luego -Hace cada vez más frío.
-Voy a ver si pueden dejarles otra manta -el monje salió.
-No está encantado con el brillante papel occidental en Asia, o en esta parte de Asia -sonrió Nathan.
-Resulta difícil poner alegremente en las tarjetas de visita «Colaborador de la CÍA» -dijo Vera.
El monje entró con una frazada. Patrick, febril y vagamente malhumorado, se había puesto a escribir en un rincón. El tibetano pidió permiso para examinar el complicado equipo fotográfico de Nathan.
-Por aquí entra la luz y en el tubo se regula -explicó el canadiense.
-Creo que sabría manejarla -dijo el monje con una sonrisa-. La mía es mucho más, simple pero se parece. Estudié electricidad y otras cosas en la India.
Vera y Nathan rieron. No era la primera vez que el buen salvaje sacaba la máquina de afeitar arruinando definitivamente su aura de pureza natural.
-Ha podido volver desde la India -observó Vera- ¿Le dejarán los chinos salir?
-Para ellos somos tan parecidos como los pollos. Desde hace unos pocos años no resulta demasiado difícil peregrinar si se tiene cuidado y no se va en grupos.
-¿Y usted peregrina?
-Ahora sí. También ustedes, a su manera. ¿Donde van luego?
-Viajamos separados -especificó Vera- Me interesaría ver una biblioteca, o lo que quede de un monasterio-universidad. Después… buscaré lugares, daré una vuelta.
Vera recordó alarmada su equipaje indefenso y solitario en una habitación compartida del hotel de Lhassa, el envoltorio para Xei Wen. Había virilidad y dureza en el brazo desnudo del monje, fuerte y tostado por la dorada luz. Xei Wen era más frágil, se hubiera querido cuidarle, cuidarle al infinito, deslizar los dedos por sus hombros con aquella piel lampiña y leve y pasarle, como a un pájaro, el alimento
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de una a otra boca, mirando cuando le tenía tan próximo el pliegue que tiraba de sus párpados, y enseguida sin ver nada excepto al hombre junto a ella.
Tras una pausa y otras frases, el monje mostró curiosidad por ver sus pasaportes y la guía de Nathan. Vera observó de pasada que el canadiense había nacido el mismo mes y año que ella. La conversación fue luego languideciendo. Entonces el tibetano le dijo:
-El lugar a donde yo voy era una universidad y quizás el más poblado monasterio del Tíbet y del mundo, el mayor. Vivían allí diez mil monjes. En su templo, a principios del siglo XV, se fundó la secta de los Gorros Amarillos. Le habló de Drepung, a diez kilómetros al N.O. de Lhassa.
-¿Cuánta gente queda hoy?
-No más de trescientos monjes, creo. Sus alojamientos y salas de clase fueron totalmente destruidos, y la mayor parte de las capillas también, así como las estatuas y manuscritos, pero al menos quizá usted pueda ver lo que quede de la biblioteca.
-Iré. Sería interesante encontrarle a usted.
-Los extranjeros no pasan desapercibidos, especialmente una mujer sola. Avisaré; si la ven, me lo dirán. Me llamo Norbún.
Estaban hablando muy bajo para no perturbar el descanso inquieto de Patrick y los ligeros ronquidos de Nathan, que, a punto el despertador para preceder al alba, dosificaba sus fuerzas para la necrología matinal.
El tibetano se puso su sobretodo marrón y salió. La naturaleza parecía anormalmente silenciosa y muerta. En la casa vecina la familia dormía con el ganado, en una gruesa pelota de materia viva. Vera aseguró la puerta, tragó un sorbo de té, salado y grasiento, y se envolvió en la manta.
Iban siguiendo el canal de los muertos, aquel modesto Aqueronte cuyas aguas recibían visiblemente todo tipo de desechos. Vera había reiterado su desinterés por el reciclaje
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apresurado de los difuntos y se había cubierto con las mantas dejadas por los dos hombres al salir. La noche había sido fría y la mañana se anunciaba desapacible. Patrick tiritaba cuando se instalaron en el lugar indicado. Nathan dispuso, protegiéndolo cuidadosamente, su material. Con el alba, lo que vieron por los prismáticos podía ser una de las escenas que abundan cada noche en la televisión en las cuales se lucha ferozmente a cuchillo hasta saciarse de venganza y sangre, sólo que aquí el antagonista estaba inmóvil y el brazo armado caía sistemáticamente sobre los miembros poco visibles sobre la piedra plana. El agua escurría por el cuello de Patrick y le penetraba a veces por la espalda. Los movimientos de Nathan eran lentos, cambiaba continuamente filtros y lentes, ajustaba distancias. La ceremonia no era ostentosa, colorista ni festiva, no admitía comparación con las alegres cremaciones de Indonesia. Patrick se imaginó a sí mismo reducido con tal rapidez a fragmentos y a nada. No podía ser, simplemente no podía ser. Por primera vez desde que entrara en el Tíbet le vino la añoranza de su chica lejana y, casi al tiempo, de todas las chicas que en ese momento estaban medio desnudas bajo mantas cálidas y tenían a mano jarras de leche caliente o de café, arrebujadas como Vera junto al rescoldo.
Cuando regresaron el camino se le hizo borroso y se recostó, castañeteando los dientes, cerca del apagado fuego del hogar. Nathan les dejó para otra visita a un lugar del que esta vez no quiso darles precisiones, y explicó vagamente que ya se verían en Lhassa. Vera quedó junto a Patrick, sobre quien había acumulado todas las mantas. Era impensable que él pudiera andar más de doscientos metros. Comenzó un largo día en el que, a pequeños trechos y en diversos vehículos, deshacían camino. Entre los baches y el agua, Vera recordó a Norbún. Tenía que dejar a Patrick en su cama y luego irse ella, primero a Drepung, después al lugar en donde estaba, si es que continuaba allí, Xei Wen.
Vera observó las ojeras y el arco de calenturas en el rostro que sujetaba en su regazo. Qué frágil aquella fuerza de los pocos años grande, repentina, efímera. La frente y las
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cejas tenían una tersura sin historia. El cabello era fino en las sienes, la piel transparentaba venas azules.
-¿Qué tal?
-Me duele la cabeza y un poco el estómago. ¡Cómo se mueve esto, maldita sea! Déjame la mano en la frente, me refresca.
-Hace frío.
-Tengo calor.
Las calles al fin, los perros, el crepitar del agua. Las suizas se habían ido, su habitación había sido destinada a un grupo y los equipajes guardados aparte. Vera buscó hasta encontrar una habitación acogedora, con dos camas, en el último piso de otro hotel. Estaba pintada de azul y daba a un gran patio. En ella introdujo por fin a Patrick bajo las sábanas, le cubrió profusamente y le hizo ingerir medicamentos y té. Ambos durmieron con un sueño profundo.
-Voy a Drepung. Volveré pronto.
-Estaré aquí. Suerte. Ten cuidado; puede que los monjes hayan sido contratados para un anuncio de detergentes -la despidió Patrick.
Vera observó al joven guerrero, cansado y poco dispuesto a lanzarse de inmediato a la convivencia con ancestrales tribus desconocedoras de estufas, antibióticos y sistema postal. El cuerpo sobre el que ajustaba el edredón no era demasiado alto y su delgadez actual provenía de las circunstancias. En unos años, con diez o quince kilos más, Patrick podría sentarse en una sucursal bancaria de Londres, y brindar los sábados por el verde trébol de la madre Irlanda.
Los ojos azules habían perdido parte del lastre de las enormes ojeras.
-Se buen enfermo. Hasta la vista.
Sentada sobre la carga del camión y apoyada la espalda en la pared de la cabina, Vera se dejaba llevar hacia el noroeste. A ambos flancos el paisaje-raso, igual- se deslizaba en sentido inverso y quedaba acumulado en un largo caudal de carretera ocre. La mañana tenía un sabor de adiós incongruente. Iba a regresar, en breve, y no renunciaba a
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la modesta esperanza de encontrar a Patrick, de encontrar a alguien, que la esperaba y se satisfacía con su regreso. Encajó los hombros y los codos en el saco para recibir, inmóvil, las bandas de espacio a contramarcha, rápido el vehículo en las bajadas, asfixiado en las cuestas. El espacio, estático como un redondo e impasible mar al que iban a dar todos los caminos, el espacio mezclado con el tiempo, disueltos los metros y los segundos en una confusa suspensión. Al final del camino, cercana, inmediata, se encontraba España, había rostros nunca lo suficientemente olvidados, y también se encontraban París, Pekín y Londres, vecinos, próximos, regalados a ella por el jadeante camión, la pista angosta y el velo de niebla que rezumaba de la pradera en el que se movían las sombras del ganado.
España había sido el país al que volver, de eso hacía varios años. Cierta especial sequía había agostado el verdor de esperanza que llegó hasta el borde de los ochenta. En aquel verdor existía un componente, nada único, de inocencia. En realidad nadie había querido pagar el precio del esfuerzo para obtener cosecha. Se esperaba que por la inercia del crecimiento moderno todo y todos se parecerían cada vez más a sus vecinos desarrollados de Europa y quién sabe si a Estados Unidos. Al son de las consignas de un socialismo desfasado y muerto, se habían dejado las manos libres al PUS. España se había convertido en un mosaico de economatos que hervían con las bocas ansiosas de una inacabable clientela. Apresuradamente se extendió un distintivo de buena conducta cuyo confíteor invariablemente consistía en abominar el franquismo, los conservadores, la derecha, la Iglesia, el imperialismo americano y la represión sexual, y que conllevaba la excomunión de herejes y paganos al grito de burgués, fascista, reprimido, reaccionario. El rito era ocasional y breve y no conllevaba ningún riesgo. La simple decencia se convirtió en un término trasnochado que convenía explícitamente degradar, así que el PUS se complació en hacer figurar en forma de leyes y decretos su propio enriquecimiento y la perennidad de sus ventajas e impunidades, y tuvo a gloria que se hablara ruidosamente de la coacción y del robo. Cada votante se identificaba con
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esa imagen y quería ser así: el delincuente legal listo, el millonario rápido, el irónico compañero de viaje que repetía a los oídos de los Césares: «Recuerda que todo vale, ergo, que puedes hacer todo. Recuerda que no existen valores morales y que la ética es un anacronismo, luego recibe y calla. Recuerda que sólo somos inmundicia, por lo que cualquier rasgo de valentía o sacrificio de tus intereses es ridículo e improcedente. Recuerda». Y el filósofo áulico recibía un puesto, si no importante, sí bien remunerado o aromado de la vecina fragancia del poder. A veces ni siquiera eso; bastaba la delicia de «épater les bourgeois», normalmente de la forma más barata: recordando al asalariado tímido, al pequeño hombre de orden, el foso insondable que le separaba del intelectual que había leído en su momento en París y en Nueva York la literatura más experimental, gustado el arte más discutido. Luego se volvía a la gastronomía, los trajes de seda y las tertulias del César; como epicúreo, por supuesto. Como burgués, jamás.
Nathan aludió en Lhassa con curiosidad a la transición democrática española. Al igual que tantos otros, se atenía a la imagen proyectada hacia el exterior, la España fabricada para consumo en política extranjera: dadivosa con América Latina, con los festejos de prestigio, con los países árabes. La otra España, la de fronteras adentro, era lo que había quedado tras la regresión de aquellos menguados años ochenta: un tejido esquilmado de eficacia y de andadura cívica, un pobre país cuyo subdesarrollo se maquillaba con el plateado de ordenadores y oro fresco y volátil. La decantación de niveles había sido feroz. El PUS llevaba la voz cantante en el acaparamiento de puestos y fortunas pero la tónica de comportamiento era general, limitada sólo por el miedo, la pereza o por prejuicios morales en desuso. Cuando alguien era sacado de la Gehena a la que le condenaba su sueldo, en aquella España transformada para el vivir cotidiano en un angustioso país de ricos, y era ascendido a remuneraciones cuatro, diez veces mayores, el camino era irreversible, la vuelta al parco salario impensable, la servidumbre absoluta, el silencio garantizado, mimética la
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sonrisa con la que se observaba en la televisión a los líderes opinar sobre la nación. Como lo hicieran Perón y tantos jefes populistas, el gobierno sabía que resultan más baratas y rentables las grandes maniobras caritativas ocasionales entre el lumpen y capas marginadas que el afianzamiento de los grises y pacíficos sectores medios. El método era atacar al animal más indefenso, menos atrevido, más callado y vulnerable, a aquél que no era clientela digna de consideración ni amagaba presiones sindicales. Nada más fácil que ganar el voto gástrico de tribus agraciadas con el reparto de bocadillos.
Lo malo es que no había Gran Malvado, ni siquiera el PUS, cuyos miembros superpuestos formaban un individuo de rasgos y edad afines al que no caracterizaban brillo ni especial dote alguna. Ellos estaban demasiado afanados en la intendencia, captación y mantenimiento de sus clientelas para ver algo más. El Manual de Economatos sustituía a Maquiavelo. El temor a la marea creciente de los precios, el inseguro trabajo y la violencia frustrada del incómodo sobrevivir cotidiano habían intimidado a los ciudadanos mejor que hubiera podido soñarlo ninguna guardia civil. Ciertamente los del Gobierno no eran inocentes y los actos que se les censuraban no prevenían de descuidos ni errores; correspondían a un provecho y a una lógica. Pero no había entre ellos eminencias maléficas; ni otras. Tampoco era ya de recibo recurrir como responsable al Gran Malvado difunto, el antiguo dictador. En realidad el PUS era simplemente la mayoritaria opción de cierto mínimo común denominador hispano.
No, España no era ya el país al que volver. Pero Vera sabía que a su espalda no existía tampoco otro espacio y que en un momento dado, igual que los monasterios de Drepung y de Sera, aparecerían en el camino los perfiles conocidos de ciertos edificios de Madrid.
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¡Preséntamelo! -instaba Martín a Julio.
Y Julio, reticente:
-No es momento. Va acompañado. Están por llamar a nuestro avión.
-Ni que fuera a decírselo al Jefe si le molestamos -Martín insistía en ser presentado por Julito a Sebastián Ferrer, cuyos libros conocía de oídas. No eran éstos el objeto de su interés, sino el reciente ingreso del escritor en el círculo íntimo del Presidente.
-Te digo que resultaría inoportuno. Es un tipo… especial. Ya sabes como son de selectivos. Además, está mosqueado ahora con los periodistas.
Sebastián Ferrer llevaba un traje flotante, de corte poco habitual, que recordaba a un pijama. Pasaba los dedos alternativamente por el cristal de vaso y por la nuca de su acompañante, vestida a lo odalisca, con chaleco floreado y banda de gasa sujetándole el pelo. Ferrer venía publicando regularmente desde los últimos años una especie de greguerías extensas y acidas. A la chispeante inteligencia de sus epigramas no le faltaba además el valor, extremadamente raro, de atacar a tipos peligrosos y dotados de escaso sentido del humor. Su firma era un aval de libertad de pensamiento. El mismo consideraba sus escritos un epistolario amoroso dirigido a la querida Lucidez, a la Diosa Razón. Pero el agudo pensador no había escapado a la máxima de que un hombre inteligente se recupera de una derrota pero difícilmente de una victoria. Había vencido demasiado, y demasiado tiempo, había descremado a la par los placeres intelectuales y los de los sentidos, ambos se le ofrecían mes tras mes y año tras año de su juventud y de su edad madura como un harén inagotable. De ahí pasó al dogma de gozad como yo gozo y haced como yo hago. Estaba maduro para el café y las copas con la gente que las tomaba con los Jefes de Estado. Eran, a fin de cuentas, de su edad, de su aspecto, de su medio, y compartían sus gustos aunque él les superara en experiencia y sutileza. Les aconsejó en vinos y en postres. Gozó con la reverencia que le mostraban y con
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sus quejas, frente a la copa de la madrugada, sobre las servidumbres del mando y la estulticia caprichosa de la plebe. A su degustación de experiencias se sumó aquélla de la familiaridad con los grandes, como les ocurriera a Aristóteles y a Anaxágoras. Y, naturalmente, ya no hubiera caído en el detestable mal gusto de dirigir su pluma contra los hechos sociales cotidianos que emanaban de la alta clase política, de aquellos chicos tan semejantes a él mismo de cuyo presidente la banalidad de la envidia llamaba a Sebastián Ferrer el consejero áulico.
Martín hizo memoria. Rossa le había comentado algo que estaba leyendo:
-Oye, ¿no escribió él un libro que se llama «El poder oculto de la mujer árabe?
-Puede ser, ¿o es de Flórez? Tiene un palacete moruno en Marruecos que es una virguería. Se pasa medio año allí, con los amigos, como las golondrinas -bajó la voz en tono cómplice-. Les ha venido Dios a ver cuando han descubierto lo baratos que salen los paraísos y los jovencitos al sur del Atlas. Hospitalidad patriarcal va, profundidad sufí viene-Julito se sacudió la ceniza que solía caerle sobre la pechera.
-Vaya, Sebastián también ataca por la retaguardia- rió Martín.
-Hombre, no he dicho eso. Lo que pasa es que tiene que marcarse el farde de probar de todo. Los pensadores son así; como los griegos. Súmale la revelación del Oriente: especias y canto al atardecer, grandes ojos femeninos (como no se les ve otra cosa…), grandes… bíceps masculinos, música y pichón relleno por dos duros.
A Martín los atractivos del cercano oriente, fueran epidérmicos o sufíes, le interesaban poco. Le esperaban, a la vuelta, otros más tangibles. Las llaves, por ejemplo. Tintinearon al ponerlas sobre la mesa junto con el resto de pertenencias que había decidido revisar y ordenar aprovechando el retraso de su avión. Con un acuerdo económico muy satisfactorio, utilizaba por partida triple su antiguo piso del centro: servía como local del sindicato y para reuniones reducidas, figuraba como sede de la última asociación
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que había fundado, y se beneficiaba en ello de ayudas y subvenciones estatales que administraba como Secretario, al tiempo que conservaba la posesión y disfrute como vivienda aunque la habitual ahora se encontrara en un barrio umbrío y rectilíneo. Desgranó el llavero como un rosario y palpó las llaves de la nueva casa y las pequeñas de los muebles de su despacho. Con frecuencia, aunque no tuviese nada de papeles que hacer ni leyese libro alguno, se sentaba allí, acariciando el mobiliario Victoriano de importación, geométricamente situado en la silla de brazos, la carbonera georgiana a la izquierda y a la derecha una combinada imitación de mesa y secreter de marquetería en colores vivos rematada abajo por doradas patas de águila y arriba por un friso metálico erizado de aguiluchos. Máximo había reído silenciosamente al verlo y comentado a Bety que sólo faltaba al mueble una estatuita de Mussolini encima saludando. Allí le encontraba Rossa, acunando una copa de coñac y sonriendo a la alfombra oriental sobre la que debían pisar los visitantes admirativos y a los jarrones Ming. Miró la foto de Rossa, en su cartera, con el abrigo ceñido de piel de potro, en la puerta de ese colegio al que Máximo llevaba a su chico, St. Philip’s. Justamente acaban de pasar un trabajo de él en televisión. Presentarle a Jáuregui había sido una rampa de lanzamiento, y a Bety le encantaba California.
Ordenadamente, Martín sacó de su cartera y alisó el catálogo «La ruta del Jade, importación de objetos orientales». Las páginas en color reproducían pulseras, anillos, jarrones, estatuas y numerosos y variados adornos tallados pacientemente en piedras duras.
-¡Esto va a funcionar de maravilla!- palmeó el hombro de Julito. Luego abrió la agenda e insistió:
-Oye, preséntame a Sebastián Ferrer.
La máquina del tiempo está inventada. Es cualquier transporte en el que una mente se desplaza a velocidades muy moderadamente por debajo de la de la luz. Mientras se es conducido, surgen alrededor, como plantas de acelerado crecimiento, los seres y sabores de otras épocas, el deseo sexual
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extinto, la mirada fugaz y turbia que precede a la pequeña vileza, las implacables afirmaciones que sólo podían nacer de la escasez de experiencias y de conocimientos; quizás también de la escasez de proteínas. Todos los seres del pasado huían, los de cuarenta años, los de cincuenta, huían todos, a un ritmo muy lento, imperceptible, y cumplían, con sus diversas transacciones y opciones, los trámites de su nueva identidad. Se dispersaban desde un recuerdo vergonzante, que incluso podía ser ficticio y que había sido reciclado como justificante del cicatero rechazo a pagar los gastos de un presente mejor. Los españoles de aquella generación huían, y allí, en aquel rincón remoto del pasado sobre el que las nuevas generaciones y los cambios de la segunda mitad del siglo XX habían ido extendiéndose hasta ocultarlo, existía aún una velada fuerza centrífuga.
La postguerra era un terreno informe, un mapa desvaído del que sobrenadaban infancias, adolescencias carentes de color. Era la casa a la que nunca se vuelve, la curva en la que se tuvo al accidente, el escenario de la torpe discusión. La posguerra: la comida se desalaba, se remojaba, se ablandaba con bicarbonato, se raspaba, majaba y dividía. Las parejas se besaban en los portales, entre los padres y el sereno; reinaba el orden. Todos los cuartos eran interiores. Los curas olían a tela negra y aceite, desmenuzaban pecados sexuales en cajas con celosía, llevaban palios. En las iglesias se enrollaban y desenrollaban las alfombras de las bodas de dinero y los billetes, marrones, verdes, tenían un valor angustioso, total. España giraba en su vacío de isla, fuera de la época y del progreso, separada de Europa por una cordillera de chabolas, tullidos, pobres y exabruptos, asida en los usos y en las cosas a una obligada mediocridad de supervivencia.
Filtrados y olvidados aquellos años, quedó la urgencia de ser rico y parecerlo, de estar a la altura, de mostrar un mundano desdén hacia cualquier reglamentación de la conducta. Los restos de idearios se riñeron de un amarillo más de la envidia que del oro, el tono cetrino de un silencioso amigo de Máximo, el ocre de la mesa en torno a la cual
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ellos discutían con satisfacción el justo desenlace del asunto de Vera. Se ascendía, cambiaba y mejoraba en grupo, pero lo que ninguno de ellos soportaba era que alguien en su misma situación se permitiera actitudes distintas, insultantes lujos éticos. Dentro del medio del cual todos sacaban provecho mediante los silencios y acatamientos oportunos, alguien se arriesgaba a la expulsión del paraíso en ejercicio del libre seguimiento de otros fines de envergadura distinta al provecho individual. Era insoportable.
Había múltiples individuos para los que toda la masa de anhelos de igualdad y justicia, todas las llamadas a la equidad y a la democracia se habían resuelto en la racionalización de la envidia, en los imperativos lógicos de la pasión antigua, bíblica y feroz, en la necesidad visceral de que nadie de su mismo nivel despuntara sobre sí, de que todos sufrieran sus mismas servidumbres y ninguno escapase a los males comunes. El ideario de la envidia, aderezado de afán igualitario, libraba del penoso reconocimiento de la calidad de otros. Y ahora los seres del pasado se reducían al recuerdo de un rostro oliváceo, a la vaga referencia de anécdotas y al sabor áspero de la recelosa versión hispánica de la igualdad. Existían sin embargo, para Vera lo suficiente como para desfilar en la pantalla que formaba el aire desplazado por el camión. Eran pocas imágenes, pero en ellas, en el rictus de la boca, los ojos bajos, el tono de la voz y los silencios, se había asomado inoportuna la amarilla clave de la personalidad. Hermanada quizás, como esas ciudades que se declaran gemelas de un extremo a otro del mundo, con Ma Ren.
Ma Ren observó cómo, a partir de la tierra de las pequeñas colinas que festoneaban el lugar y que eran quizás falsas tumbas en las más regulares, se iba aplanando y apisonando la parcela de ampliación de la unidad. Así había que hacer con los intelectuales y con los jóvenes instruidos: nivelar, a base de aquellos individuos y aquellos grupos que sin duda sobresalían por oscuros privilegios heredados de la
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antigua sociedad o por cualquier otra injusticia de la opresión explotadora o de la fortuna. El soñaba con un país, con un mundo igual y homogéneo, toda la materia repartida. Había excepciones, el Presidente, genial, solitario y majestuoso como el monte Tai Shan, y las elevaciones más modestas, que eran la simple concreción de los representantes del pueblo, de la inmensa y plana tierra. Se imponía un largo y previo trabajo igualitario y quizás más adelante, transcurridos cientos o miles de años y una vez elevada de forma semejante la población entera del país, o toda la Humanidad, entonces se podrían permitir ciertas variedades y eminencias. Porque ¿qué duda cabía de que él, si hubiese tenido una familia rica, una buena escuela, un destino en los altos edificios de la ciudad, hubiera destacado al menos tanto como los hombres que figuraban en las fotos de la prensa? Observó a los jóvenes, y no tan jóvenes, instruidos acarrear la tierra en capazos. Posiblemente la obra no era urgente, tal vez incluso tampoco necesaria, pero había que mantener las actividades manuales para no aparentar que se daba razón a las críticas de la gente de la aldea y continuar cumpliendo las consignas. Sin embargo, los tiempos comenzaban a ser confusos y duros.
Ma Ren solía recogerse pronto en su cuarto. Había tomado empero la costumbre en los últimos tiempos de nombrarse a sí mismo enlace delegado entre las autoridades de la unidad y los extranjeros. Atento pues a su responsabilidad, los visitaba a veces al anochecer para averiguar si todo iba bien o precisaban algo. Había tomado el té con la extranjera, más de una vez. Ella llevaba ligeras blusas que mostraban el nacimiento del cuello. Pero la visión que volvía una y otra vez a sus ojos tras la última de las visitas era los pies de la mujer, blancos, en unas zapatillas esponjosas de peluche rojo, quizás compradas en Hong Kong o en la Tienda de la Amistad, bordadas en el empeine con un pavo real. Los pies se movían luminosos en la cálida habitación, rozando con un rasgueo especial la esterilla del suelo, se posaban en el sofá, ponían en la austeridad del paño añil y de la chaqueta acolchada negra un reflejo carmesí. Ma Ren había visto pocos colores, pocas mujeres y pocas sonrisas.
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Tenía un muy vago recuerdo, siendo niño, de las galas de una boda en la aldea, e incluso aquello se superponía a la historia del suicidio de una novia que se había tragado en el palanquín anillos y pendientes. Luego su propia boda de soldado, que parecía inmensamente lejana, fue una escueta ceremonia civil sin festejos. Los espectáculos de ópera tradicional eran raros, e inexistentes a partir de la Revolución Cultural. Las muchachas llevaban en escena un calzado sedoso con el que puntear sus diminutos pasos. Las jóvenes estudiantes lucían discretamente cuando salían en grupos a pasear calcetines brillantes, tersos, perla o del color de la carne. La extranjera, con la que conversaba despacio y que decía entenderle bien, llevaba los pies desnudos y a veces los posaba así sobre los cojines, dejando las zapatillas en la alfombra. Los tobillos redondos, se hubieran podido mantener, como dos panecillos blancos, en el hueco de la mano.
Aquella tarde Ma Ren encontró a Xei Wen y a Vera hablando en el porche. La extranjera le enseñaba algo en una revista. Era evidente que ella le había invitado y que él, sin permiso de sus superiores, no se atrevía a entrar y ponía excusas, sin marcharse por ello. Hablaban rápidamente, se entendían, reían. Ma Ren sorteó los edificios para evitar el encuentro y, tras observarlos, se dirigió a su cuarto. El pan de la cena estaba desabrido, los libros plagados de un vocabulario incomprensible. Absorto en los dibujos del hule que cubría su mesa, Ma Ren recordó aliviado que la extranjera esa noche llevaba unos zapatos marrones.
Los recuerdos se habían balanceado, mezclados con objetos y con polvo del camino, de un lado a otro del camión. Vera subió, descansando a veces de la fatiga y la altura, por el empedrado desigual de las calles de Drepung, un pueblo entero, más habitado que Sera pero poseído también por la impresión de abandono forzoso. Así eran probablemente las ciudades de la Edad Media cuando se abatía sobre ellas una catástrofe. Ayer diez mil, hoy trescientos habitantes, un anciano con una vasija de metal y un bastón que cruza al
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lejano extremo de la calle, muros lamidos hasta el hueso por el viento, mástiles desnudos de plegarias. El templo reproduce, como de costumbre, los colores sagrados, los mismos que los hábitos de los monjes: amarillo, granate, blanco. En los muros, una orgía -una hermosa orgía, con fondos monocolores en negro o rojo- de dioses, encarnaciones de las energías vitales positivas y negativas, de las pasiones y de los estados de la bienaventuranza. Levemente alteradas las formas, se hallan en ese hervidero de gestos, torturas y delicadas manos los lastres que pueblan en la mente de Vera el lejano mundo occidental de sus experiencias, sus huidas y sus sueños. Reconoce sus expresiones, los atavía con corbata y sombrero, se reconoce en el pavoroso dios de la rabia, identifica a los de la tibieza y de la envidia, y a la deidad avarienta que encierra con sus uñas un corazón. Ve a los monstruos de la vejez, la consunción y la muerte. Y las risas festivas de dragones divertidos por el espectáculo de la Humanidad. Más hacia el interior, el maravilloso silencio de las salas de meditación, de una túnica caída sobre una estera, de las cejas azules de un Buda que ha llegado a la inteligencia, al azul de la inteligencia.
«¡Inteligencia, dame
el nombre exacto de las cosas!»1
En el interior, la soledad cálida de las lamparillas de aceite en cuencos de piedra y tazones de cobre. Y, por mil escaleras, a través de los techos y tiestos con flores, hilos de un lejano sol y la sonrisa fugaz, tolerante, de los pocos pobladores del edificio.
-Espero que ha visto usted el monasterio bien.
Norbún estaba acuclillado a su derecha, los codos sobre las rodillas, como si hubiera crecido allí.
-No le había oído. Le han advertido pronto de mi llegada.
-Como ve no hay miles de turistas aquí. Drepung está cerrado con frecuencia a los extranjeros, nunca se sabe a
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quién van a dejar entrar y cuándo. Prácticamente va por rachas más que por órdenes. Tuvo suerte. Ayer desviaron a un grupo que venía en minibús del gran hotel de Lhassa.
La insignificancia, Vera lo sabía, es uno de los mejores pasaportes. Era más fácil conseguir un visado local en una perdida comandancia china de aldea que entre los burócratas altivos de la ciudad. El pequeño funcionario solía desconcertarse ante el ruego de dos o tres «honorables huéspedes extranjeros» y se sentía además entre las fuerzas contrarias de su innata inclinación a la condescendiente cortesía y el recelo ante órdenes que llovían del Gobierno de forma imprevisible y contradictoria.
-¿Le han enseñado lo que era la biblioteca?- preguntó Norbún.
-Todavía no.
El monje se balanceó unos instantes sobre los tobillos mirando, como ella, el paisaje desde las terrazas.
-Muy solitario, ¿no?- dijo por fin.
Vera asintió, y añadió luego recordando su conversación en Sera:
-Los tiempos han cambiado; ¿lo siente? ¿Cree que se volverá a repoblar?
-Nunca con monjes, pero espero que tampoco con chinos. Si hay casas y se puede vivir bien deberá poblarse de nuevo. Tenemos muy pocos terrenos habitables en el Tíbet. De ahí la gran cantidad de célibes, como usted sin duda sabe.
-¿Quiere decir que había tantos monjes porque la población no podía aumentar, porque no había tierra?
-Ha funcionado de esa manera. Actualmente los tiempos cambian, vendrán quizás más monjes que ahora, pero no tantos como antaño. Igual que en otros países, ¿verdad?
Vera hizo un vago gesto de asentimiento. Como Segovia, Burgos o Ávila, pasados los años el templo en cuya terraza estaba habría dejado de ser el centro social de la ciudad, la calle que se extendía bajo su vista contaría con dos bancos, varias cafeterías y un bloque comercial. El pobre país
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de las alturas era extraordinariamente rico en minerales que hasta entonces sólo habían hecho de él una esquilmada cantera pero que podían tener otro papel en el futuro.
-¿Se quedará usted en el paro, Norbún?
-Estaré bien acompañado. Su Santidad dice que, según las profecías, es posible que él sea el último Dalai Lama.
La inesperada deportividad de la respuesta, en excelente inglés, hizo a Vera echarse a reír. El monje se levantó sacudiéndose vigorosamente el hábito.
-Vamos a ver esa biblioteca, si usted quiere- dijo.
La puerta estaba cubierta por una cortina en la que la grasa y el polvo habían reducido el amarillo a un ocre turbio. Norbún comenzó a discutir con un monje viejo y delgado que limpiaba una imagen con copos de algodón. Se volvió brevemente para traducirle:
-El monasterio ha tenido problemas. Alguien forastero se ganó la confianza de los monjes, hizo fotografías y filmó bajo promesa de que sólo lo verían en Europa, al cabo de muchos meses y sin referencias a hombres o personas. Pocas semanas después se había exhibido, sin ninguna consideración de las acordadas, en la televisión de Hong Kong y los chinos lo supieron; hubo represalias.
-No sería mi caso, le aseguro.
-Es posible, pero ¿qué prueba tienen ellos?
Ella tampoco tenía, finalmente, pruebas de la Habilidad de aquellas personas, de su colaboración o no con las autoridades. Vera se retiró a un rincón y, lentamente, mientras la discusión continuaba, extrajo la bolsita en la que, atado al cuerpo, llevaba pasaporte y valores. Separó con sumo cuidado un sobre pequeño que contenía un rectángulo protegido por plástico. Volvió hacia ambos hombres. Se lo mostró sin decir nada.
Los dos cesaron la discusión mientras se inclinaban ávidamente sobre la fotografía. Tanto el más joven como el viejo esbozaron un ademán de reverencia semejante a los que se hacían frente al altar. Luego comenzaron a hablar de nuevo atropelladamente en tibetano, dirigiéndole frases
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que no entendía, hasta que Norbún, alzando cuidadosamente la cartulina más cerca de la luz, preguntó:
-¿Es realmente usted?
-Sí, créame; soy yo.
En la fotografía un grupo de cuatro personas sonreía a la cámara. La figura central era el Dalai Lama y a sus lados se situaban tres occidentales. Uno de ellos era Vera.
-Es usted, sí, es usted.
Repitió Norbún, hablando también en tibetano con el otro monje. Rozaban el papel con la punta de los dedos y translucían una agitación que despertó en Vera sentimientos casi culpables por la lejanía que la separaba de la genuina emoción de sus interlocutores. Explicó.
-Él estuvo en Europa, ¿recuerdan? La fotografía se tomó durante una entrevista con gente de la asociación de Derechos Humanos. -Hizo una pausa y se creyó obligada a añadir-. No era algo relacionado con la religión.
-Los chinos no suelen registrar a los occidentales pero peligraría usted si se la encontraran -el viejo insistía en hacerse traducir por Norbún y repitió sus advertencias.
-Lo supongo- dijo Vera.
-¿Tiene copias? ¿Tiene otras fotos de Su Santidad?
-No, lo siento. Sólo esa.
Los monjes, especialmente el anciano, parecieron entristecidos.
Cuando hubo narrado minuciosamente todo lo que recordaba de la visita del Dalai Lama, hubo de lanzarse a ofrecer nuevos detalles de la conferencia multitudinaria posterior, del alojamiento de éste por las autoridades en un palacio granadino y la visión amarilla y rojiza de los monjes que los despedían en el patio con la última claridad del atardecer. Recordó para sí que la cabeza del budismo lamaísta, Tenzin Gyatso, era un hombre alto, fuerte y atractivo, robusto bajo la piel satinada el brazo descubierto por la túnica, y tenía la más grande y alegre de las simplicidades, ya hablara con sus monjes, con ellos o con una asamblea. Reía con frecuencia, de sí, de las situaciones, se agachaba a anudar sus pesados
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zapatos marrones y limpiaba de tanto en tanto las indispensables gafas. Parecía perfectamente al corriente de los adelantos y problemas del siglo y no producía la más mínima impresión de discordancia entre sus actos, ya fueran dar la bendición que un grupo de devotos le pedía, analizar las posibilidades industriales del Tíbet o comentar embelesado un artículo sobre cibernética. Era extremadamente fácil visualizarlo como el niño de trece años que describía con ardor a su maestro ocasional, H. Harrer, en el palacio del Pótala, las reformas que pensaba introducir en su país cuando llegase a la mayoría de edad. Para modernizar la economía nacional tenía la intención de servirse de técnicos que fueran súbditos de países neutrales, sin intereses políticos o económicos en el Tíbet. Pensaba primero construir escuelas y después mejorar el estado sanitario con ayuda de tibetanos educados en las grandes universidades extranjeras. Harrer observaba, conmovido y asombrado, los debates teológicos del joven y aislado soberano en los que su agudeza se imponía, y su afán por las ciencias modernas y por el conocimiento del mundo. El Buda viviente disfrutaba montando y desmontando, como grandes juguetes, el coche, el proyector de cine, la radio y los relojes que habían pertenecido a su predecesor y no se habían utilizado sino como regalos de extranjeros y simples muestras de prestigio.
En la fotografía, los monjes veneraban, tras los rasgos del XIV Dalai Lama, a la reencarnación del patrón del Tíbet, Chenrezi, en hindú Avalokitesvara, el Bodhisatva de la Infinita Compasión. Vera veía en la foto un hombre que le había gustado y del que guardaba una marcada impresión de tranquila fuerza.
-El Dalai Lama es una gran persona- dijo.
-¡Es un Buda! ¡Es Chenrezi!- la afirmación de Norbún no era agresiva; ofrecía su explicación.
-Es una gran persona- repitió Vera para sí.
O tal vez, como algunos definían a los Budas, un perfecto edificio mental.
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Norbún se acercó a comunicarle:
-Le enseñarán todo lo que sea posible ver, de lo poco que queda, pero ahora le ruegan que descanse y acepte un té.
Los monjes habían hecho acompañar la bebida de unas pastas azucaradas y duras que ablandaban mojándolas en el líquido espeso del tazón. Vera advirtió que tenía hambre, sed y cansancio, que la habitación, escasamente ventilada y con techos cubiertos de pinturas, se le hacía angosta, y que los kilómetros de distancia a recorrer entre Drepung y el bar occidental más próximo, en el cual sonarían el piano y el saxo y el vaso dejaría un círculo húmedo sobre el periódico, eran infinitos y producían vértigo. Se supo nadando a pérdida de vista de la orilla, en un oleaje de rostros y actitudes que siempre serían extraños, separada de su propia costa por un mar de días y de cadenas montañosas, ríos, ferrocarriles y edificios. Observó el rostro próximo del pequeño bonzo que les había traído el té. El niño la miraba con una curiosidad sin disimulo. El cráneo rapado era perfectamente redondo y los ojos no parecían reales de puro blancos y negros. Durante los oficios sagrados la expresión del rostro del chiquillo sería probablemente la misma que la de los pequeños guardias rojos chinos o la de los occidentales siguiendo al unísono los ritmos de un concierto de rock. Vera tragó ávidamente la pasta y recogió del fondo del tazón las migas. Era consolador que la colación aquella no fuera un rito de absolutamente nada, no significase sino a sí misma, el sabor del alimento contra el paladar, el combustible en el estómago. Rodeada en la estrecha habitación por animales, santos y demonios, Vera buscó con la vista lo que no era simbólico, las formas mudas y desprovistas de asociación alguna, los objetos utilitarios en los que descansar de aquella especial agresión que empujaba más allá, hacia la metafísica y lo esotérico, empeñada en transgredir los límites del vivir cotidiano.
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La Sala de las Almas Perdidas
Caliente, sin duda recién hecha, le trajeron en un plato un trozo de carne con legumbres. Tragó el caldo y sorbió el tuétano, procurando emplear, como les había visto hacer a ellos, la mano derecha.
-Descanse ahora. Vendré a buscarla. La sala del fondo es más amplia y aireada. Nadie la molestará.
Norbún parecía haber asimilado el sagrado respeto chino por la siesta, también la resistencia occidental a la ambientación con manteca de yak.
En la habitación, alargada y de techos muy altos, sólo se veía un altar a la Tara Verde, la princesa budista transmutada en deidad; el resto, excepto un estrecho pasillo, era una extensión de temblorosas llamas que ondulaban al unísono como un campo de trigo. Norbún señaló un rincón con cojines.
-Descanse. Las lámparas no se llenan hasta mucho más tarde.
-Norbún, ¿qué es este cuarto?
-Se llama la Sala de las Almas Perdidas. Está dedicado a las almas que no han encontrado todavía su adecuada reencarnación y vagan inquietas por el espacio.
Cuando desapareció el último ruido de movimiento todo fue los menudos sonidos de la madera, las mechas en la grasa y el zumbido perceptible del propio cuerpo. Cada llama era distinta, como si en efecto pertenecieran a diferentes individuos. La Sala de las Almas Perdidas… Vera se supo en su lugar. La oscuridad tapaba probablemente en los muros a dioses malos que, finalmente, eran viejos conocidos: el
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cáncer, la vejez, los brazos flácidos, el tronco hueco y mostrando las vísceras, los pies poseídos por el frenesí de una danza inútil, las lágrimas. En una estrecha banda mural, bajo la Tara Verde, se alineaban varios dioses con sus Santis abrazadas a ellos con pies y manos, unidos por el sexo como una rueda de carro. La sakti era de un color oscuro, su complemento femenino al fin; puede que estuviera vertiendo en la enorme oreja alabanzas a su inteligencia y a su virilidad. Contrastaban con la tranquila benevolencia de la Tara Verde, la Madre de los Budas pasados, presentes y futuros. La Madonna flotaba, envuelta en sus halos, sobre un gran loto. A su proximidad se acogía el purgatorio de almas errabundas. En su regazo se gestaban los salvadores del mundo. Nihil novum… Vera concentró sus esfuerzos mentales en su propia mano, en la desaparición del dolor y los visibles síntomas de la artrosis. Procuró asimismo distinguir sin la ayuda de las gafas el texto de su guía. Abrió sudorosa los ojos, tomó un objeto pesado. La mano respondió con dolor. La página del libro era una irreconocible superficie negra y naranja. Realmente nunca había esperado ningún milagro, y además, cuando comprobó que el Dalai Lama era miope desde la infancia y tenía una tremenda alergia al polvo, supo que no había nada que hacer. Cabía que el ejercicio tántrico llegara a manejar como muñecos los átomos del propio ser, construir con ellos edificios diferentes. Cabía que no. Era probable que el Dalai Lama no hubiera juzgado digna de atención su propia alergia al polvo.
La sala estaba aireada por la corriente y las llamas se curvaban ahora en distinta dirección. En la India se deslizaban, sobre hojas y flores, por la superficie del río. El Día de Difuntos flotaban todavía, en los recuerdos de su infancia, en lamparillas de aceite. Pero el manso ejército incandescente que ocupaba aquel lugar, perfectamente distribuido y alineado, fascinaba como un tejido leve, como una alfombra carmesí desflecada de amarillos y blancos. Hubiera querido encender una nueva lámpara, depositar una ofrenda, pero no sabía el sistema. Era una garantía pensar que su propia alma inquieta podría gozar de un farolillo de referencia anclado en una estancia del Tíbet.
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Analizó con la vista los objetos próximos. En el suelo, junto a la pared, había un rollo de grandes dimensiones. Lo extendió despacio. Un mandala. Alguien había meditado sobre el diagrama sagrado y había recorrido el extraño universo, el cielo-tierra-Nirvana, que ofrecía. Trató de orientarse en aquel geométrico Edén. «¿Ha encontrado el camino del paraíso?», le había preguntado alguien una vez festivamente al saber que volvía de Borobudur. En Borobudur el último monumento era a la Nada. La ausencia de imágenes. Vera no sabía descifrar el diagrama pero dudaba de su paraíso. Tal vez en su propio mandala se hubiesen diseñado tazas de café, una mano que acariciaba, el brillo nuevo de su nuevo rostro en el espejo, la adolescente que nunca existió y pasa corriendo ágilmente por una juventud ficticia, el coro receptor de bienaventurados compuesto por el Gran Amor, los numerosos amigos, hijos quizás, la tertulia, los apreciativos colegas. Vera concentró el pensamiento en la parte superior de su mándala. Insegura, borró de aquella pizarra mental las imágenes angélicas, los cuerpos gloriosos en los que se plasmaba la felicidad. Incluso aquel Edén modesto y cercano pertenecía ya a la imposible esfera de los viejos deseos insatisfechos. Norbún y los hombres de piel dorada ofrecían una desaparición de los perfiles del ser ante lo cual toda su persona se crispaba, y se alzaban con ella en rebelión las lejanas raíces europeas de su amargo orgullo de individuo, aquella difícil manzana de la libertad inseparable, como materia y forma, de la existencia individual. Sin embargo Norbún y su gente ofrecían un rincón junto al fuego con generosidad perdida y olvidada por los solitarios buscadores del Oeste, y la Iglesia de Norbún era menos dogmática y excluyente que las congregaciones de Postmodernos Impecables. Éstas sólo admitían la devoción hasta la muerte en el caso de un músico de jazz o en los ritos de comunión tribal con un movimiento, un sabor o un sonido, chasqueando los dedos, repitiendo un mantra en inglés y siguiendo el ritmo, hasta el último suspiro.
-¿Ha descansado? ¿Quiere ahora ver la biblioteca?
Norbún llegaba solo, con un manojo de llaves. En ese momento Vera deseaba más que nada hacerle preguntas,
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acorralarle y exigirle respuestas. ¿Creía en lo que creía? ¿Valía la pena su celibato, suponiendo que fuera real? ¿Le importaban las frases y los gestos que repetía en las ceremonias? ¿Cómo conciliaba la consulta a su reloj de pulsera y la de los huesos de adivinanza o los astros?
La Sala de las Almas Perdidas quedó atrás, con su lámina de tranquilo fuego. Norbún no parecía conocer excesivamente bien el lugar, probaba unas llaves, observaba otras. El aire en torno se hizo más frío. Avanzaban por un pasillo largo, recortado con hornacinas profundas, quizás las catacumbas de los monjes. El suelo descendía en una suave rampa. Bajaban. Las paredes apenas estaban recubiertas de la eterna capa de grasa. Finalmente él se paró. En la oscuridad, se distinguía una puerta. Norbún manipuló en las cerraduras, elevó el listón que sujetaba los batientes. Se apartó para dejarla pasar.
-La biblioteca. Parte de la biblioteca.
Vera cruzó el alto umbral de madera y salió al otro lado, parpadeando por la luz exterior. Estaban en el flanco de una colina a la que daba el ala norte del monasterio. Hacía frío. El terreno descendía hacia una especie de fosa y enfrente se elevaba otra colina más abrupta. Se tambaleó buscando un punto firme en el que poner los pies. El suelo estaba cubierto de piedras planas y escritas, fragmentos de diversos colores y tamaños. Formaban capas. Con ellas se habían construido, a la derecha, los muros de un recinto en ruinas. No había ruidos. Excepto la fachada casi ciega del monasterio, no se veía nada ni a nadie. Norbún alargó el brazo hacia ella:
-Apóyese en mí.
Bajaron unos metros. Agachándose, Vera fue alzando fragmentos, rojos, azules, blancos. La escritura, tibetano, sánscrito, las cruzaba apoyada en sus picos como los pies de una bailarina.
-Disculpe, pero pensamos que era bueno que viera usted esto. También le enseñaremos algo que queda en el interior. Fue realmente la biblioteca, la gran biblioteca de Drepung.
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Excavando entre las lajas, se hallaban a veces fibras de un material blando, tela o piel. También fragmentos de metal y de vasijas. El conjunto parecía haberse cuidadosamente trillado de todo lo que tuviera algún valor.
-Drepung fue arrasado durante la Revolución Cultural -explicó Norbun-. Los chinos se llevaron las piezas grandes, las alfombras, tapices y los manuscritos que creyeron valiosos, en camiones, y amontonaron en capazos las ofrendas y objetos litúrgicos. Luego comenzaron a arrojar por las ventanas a esta parte los mani, las piedras de oración, junto con los escritos y objetos que juzgaron sin valor. Muchas veces volvieron para rebuscar cosas que creían podían venderse. La lluvia y la nieve destruyeron enseguida los libros, los mándalas y las tankas; el viento lo dispersó.
El viento soplaba ahora con violencia. Sentados en los restos del arruinado edificio, Vera observó que los muros estaban formados por piedras con fragmentos de imágenes.
-Trajeron, los soldados chinos, a los monjes para construir aquí unas letrinas, seleccionando los restos de frescos con las imágenes más veneradas.
Una de ellas era un ángel femenino, una apsara con las alas rotas. Otras guardaban restos de sonrisas, colmillos de dioses malignos, manos enlazadas.
-Puede usted hacer fotos.
Vera las hizo.
-¿Quiere usted bajar hasta la fosa?
Ella se sobresaltó.
-¿Qué hay allí?
Norbun advirtió su alarma.
-Hay restos, quizás también los de algunos monjes pero la mayoría fue enviada a campos de trabajo, lejos de aquí. Un día se excavarán fosas con cadáveres.
Vera se mantenía en el borde de la zanja llena de tierra y escombro. Hurgaba y miraba de cuando en cuando hacia atrás con la impresión aguda de que alguien la podía empujar en cualquier momento. Inesperadamente su mano
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tropezó con lo que parecía un pedazo de fémur y un occipital; ambos conservaban trozos de un engaste de cobre. Subió con ellos la pendiente. Abrigado del viento y de las miradas por el muro, Norbún daba largas chupadas a un cigarrillo.
-Creí que ustedes no fumaban- dijo ella.
-No debo, pero me acostumbré en la India. Los indios y los chinos fuman siempre. ¿Quiere?
Vera lo aceptó tras depositar en el suelo su macabro botín. La ganó un inmenso alivio al ver al tibetano pecar apaciblemente. Fumaron. Luego le mostró los fragmentos, que él examinó.
-No son víctimas de los chinos. Son objetos litúrgicos elaborados con huesos humanos, una copa y un tipo de flauta.
-¿No los llamaría usted víctimas? Al fin y al cabo no creo que los propietarios los hayan prestado.
-No; no los mataron para esto. Siempre se han utilizado objetos así. ¿Los quiere?
-No.
Sin el menor respeto el monje los volvió a enviar otra vez a la fosa.
Grandes pájaros planeaban en el cielo. Todas las aves parecían de presa en aquel lugar. Vera contempló la trastienda del sueño maoísta chino. Más allá y en torno suyo se extendían por doquiera vastas siembras de muertos muy concretos y reales que hubieran debido abonar mañanas cantarinas de leche y miel. Por error habían servido únicamente de comparsas en el ensayo general de la utopía. Pero, por caminos oscuros, fueron largamente utilizados como acolchado respaldo por los buenos muchachos del Oeste, que conservaban el marchamo entrañable de sus juventudes rebeldes, como el trofeo universitario junto a la vajilla de treinta y seis piezas.
Después la llevaron a habitaciones que otrora albergaron libros y copistas y actualmente disponían de algunos ejemplares reencuadernados. Le mostraron planchas y manuscritos mutilados y armarios rotos. Fotografió. Norbún
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había apalabrado su vuelta con un pequeño camión de mercancías. Tuvieron una larga conversación acompañada por nuevas tazas de té.
-¿Llevaría usted material nuestro a Europa, para apoyar nuestra lucha?-preguntaba Norbún.
«¡Oh, no, Otra vez no!», se dijo Vera. La Historia se repetía, con el sabor de la implicación.
-No quiero que las autoridades me pongan en un avión, Norbún. No puedo dejar que eso ocurra. Hay cosas que debo hacer, alguien a quien quiero encontrar. Un amigo; me necesita. Un antiguo amigo mío, chino. Precisaría alguna ayuda.
Los ojos de Norbún expresaron desconfianza, se redujeron a dos oscuras saeteras con forma de arco y brillo felino.
-Él quiere irse de aquí- continuó Vera. -Vosotros sabéis que la mayoría viene por fuerza. Están tan lejos de su tierra como los exiliados tibetanos de Lhassa. Tengo un encargo para ayudarle.
Hubo un largo y evasivo silencio. Cuando Norbún habló fue para cambiar de conversación.
-Usted va sola. ¿Tiene familia, marido, hijos, en Occidente? ¿O pertenece a alguna iglesia europea?
Ni siquiera un respiro en la tierra del celibato en la que, sin embargo, los dioses abrazaban imperativamente a sus saktis. Vera recordó el estricto código con el que los chinos ordenaban los matrimonios de forma que no quedasen en el tejido social hilos sueltos, individuos asilvestrados. Aprovechó para devolver la pelota.
-¿No es muy dura la vida de monje, sin mujeres? ¿Empezó desde muy pequeño?
-Empecé de niño, como casi todos. Después me enseñaron a concentrar la energía. Más tarde me interesé profundamente en mis estudios. El cuerpo necesita cosas, desde luego. Depende de la energía disponible.
-Pero lo que más necesita es afecto y seguridad. Y -Vera sonrió- y fumar.
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-Y fumar- Norbún le devolvió la sonrisa cómplice. -Usted, que no es monje, y sus amigos, ¿tienen siempre lo que necesitan?
Vera negó con la cabeza y se encogió de hombros. Luego insistió:
-Ayúdeme a llegar al lugar que le diré. Tengo que explicárselo.
-Bien. Pero guarde con más cuidado su fotografía del Dalai Lama.
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Homenaje a Newton
«Todos los cuerpos se atraen en relación directa a la necesidad y a la oportunidad y en relación inversa al tiempo disponible y la distancia».
Los cuerpos ruedan a veces el uno hacia el otro por la misma ley que lleva a deslizarse pendiente abajo y confluir a los cursos de agua. Los cuerpos son como piedras: los cantos vulgares quedan durante vastos espacios de tiempo quietos y aislados en su sitio. Luego hay una conmoción, un agente, y corren a chocar con otra superficie por el tiempo breve del suceso, o permanecen apilados y sin cambio como parte integrante del perfil de la naturaleza. Otros son piedras preciosas, continuamente rozadas por la atención y el terciopelo, modeladas por el artífice para recrearse él mismo en su hermosura. Patrick se había repuesto de las calenturas. El cielo de Lhassa ofrecía al llegar su luz inigualable, retazos de azul eléctrico, de abanicos de sol o abanicos de lluvia entre nubes tormentosas, y un espacio poblado de cometas, vivo y cercano. La cena consistió en raviolis rellenos de carne y verdura, que llegaban envueltos en tibio vapor y se acompañaban con vinagre de soja. El aire olía a carbón y a lluvia. La ventana ajustaba con dificultad y bajo ella se distinguían las sombras confusas de los perros y el trasiego de gente que llevaba a veces linternas y candiles. La habitación era estrecha, con el pasillo entre las dos camas ocupado por zapatos y bultos. Al cortarse la electricidad el cuarto pareció llenarse de una sombra casi consistente en la cual se movían.
Patrick quería jugar, a que tenía miedo a la oscuridad, a que tenía miedo al frío. Tropezó con una de las bolsas.
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Entre las dos camas mediaban también veinte años pero no se advertían. Patrick había echado de menos a Vera, le divertían sus observaciones imprevisibles sobre la verticalidad de las nubes, los gestos de las personas, sus probabilidades de toparse con un espléndido leopardo de las nieves o con el mismísimo yeti, por qué no, hacia el que ambos experimentaban profunda simpatía. Era quizás un King Kong rojizo y triste, que se escondía en las altas cavernas alimentándose probablemente de eremitas sumidos en la meditación. «Los yetis son de los tuyos» -le había dicho ella-; «son una minoría nacional, una tribu purísima». Por esas fechas Patrick comenzaba a sentir la proximidad del regreso y se aferraba con encono a la realidad presente de su viaje, traidoramente invadida por instantáneas de lo que sería la vuelta a Londres. En el presente estaba la mano fresca de Vera, sobre sus ojos y su frente, los brindis con el detestable alcohol local, la rapidez con la que la hachuela de carnicero facilitaba el paso a la nada de los muertos, las comidas sucesivas en los figones tibetanos, el festín de colores, de rayos de sol y transparencia, durante la exploración de los templos.
La habitación del hotel parecía llena, en todas direcciones, de bandas oscuras que apartaba Patrick con brazos blancos por la luna, visible a retazos por la ventana.
-Ven. Ven. Hace frío. Ven.- Patrick mantuvo el otro cuerpo preso, enlazado por la cintura.
-Cógeme así. No, no me aprietes tanto.- Vera le rozó con el dorso de los dedos el cuello y los bucles que casi le tapaban la nuca.
-En los ojos, en la boca, en la garganta, en…- Patrick besaba, hacía un circuito y volvía a empezar.
Vera se asombró una vez más de la simplicidad y de la complejidad del acto sexual, de la brusca fraternidad que proporcionaba, de la conmovedora insistencia del instinto, del sutil e insobornable límite que separaba como acero la repugnancia y la indiferencia de la atracción. Se admiró de los complicados edificios que la necesidad de seguridad y de estima habían construido en torno al breve deslizarse de una carne en otra, de las formidables construcciones de
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las que se había provisto la procreación. Patrick recorría el cuerpo como una continuación de las bromas y el juego, ajeno a que los recovecos y las caricias, las pausas y los susurros eran caminos que desembocaban todos en el hueco central, sabía sin saber y seguía en la larga noche los pasos desorientados de una aparente dulzura inocua.
-Tu piel es tan suave…- Y al deslizar por ella la palma notaba la obediencia expectante de la mujer, cada vez más partida en dos como una fruta.
A veces se reían, de la mala cama, de los vecinos, de los momentos vividos juntos, Patrick se enredaba en las sábanas, dejaban caer el edredón, Vera tenía frío, lo buscaban entre los bultos, se cubrían torpemente, lanzaban a la otra cama almohadones molestos, aguzaban la vista para distinguir sus expresiones en la oscuridad. Vera se admiró de sentirse implicada en aquella vertiginosa aproximación a una piel, a una sonrisa, que culmina con un chasquido eléctrico a veces por la simple vecindad de la sangre y del calor ajenos y que suele ofrecer una paz fugaz de reconciliación con el universo, una paz con frecuencia desproporcionada con la pareja y con la relación. Cuando Patrick logró tan sólo un acto a medias fallido, ella no le dio gran importancia, pasó la mano por el rostro del chico, se animaron mutuamente a descansar. La oscuridad se había decantado y ahora las formas tenían todas un perfil gris. Cada uno en su cama, iniciaron un breve diálogo. Sí, valía la pena Drepung. No, los transportes por carretera desde Lhassa hacia el sur no admitían extranjeros. Se habían congelado el juego y la alegría. Patrick propuso dormir.
Amaneció. Una camarera golpeó la puerta para saber si la habitación seguía ocupada. Vera habló con ella en el umbral. Patrick reflejaba, en su postura cara a la pared, la más firme intención de atrincherarse en el silencio y en el sueño; sus párpados estaban tan apretados como sus puños. Ella bajó a desayunar. Al regreso, abrió la puerta despacio y se dio cuenta de que le había sorprendido cuando, el equipaje preparado, se anudaba las botas para marchar.
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-¿Por qué ni una palabra?- Vera se sentó y sacó un cigarrillo.
-He traicionado dos años de fidelidad a mi novia- la voz de Patrick era sepulcral, el mohín de enfado infantil, los movimientos que guardaban precavidamente las distancias estaban cargados de temor agresivo, como si el muchacho no hubiera hallado como punto común con el reino de los hombres maduros sino el gran miedo de éstos frente a la ternura. Vera se dijo que, sin embargo, él había sido fiel al único gran amor de los hombres: el amor propio.
Sin una palabra de despedida y arrastrando hasta Irlanda la tristeza de su quebrantada fidelidad, Patrick cargó con su equipaje y salió.
Cuando descendió por segunda vez al restaurante para reflexionar frente al calor de un té, el sol rozaba delicadamente en su ascenso los tejados de las casas. Con él y con el muchacho vio ponerse Vera en el horizonte una taza más de café, del amoroso café matinal, endulzado con sinceridad y confianza, en busca del cual quizás, quizás cruzara diversos territorios, que desembocaban todos en una desierta e infinita mesa de desayuno. Entonces vino a buscarla un tibetano vestido a la europea, con cazadora y botas de montaña y aire vagamente rockero a causa de las ondas rígidas de su pelo azabache. Hablaron. Norbún había sido rápido. Vera hubo de olvidar el naufragio de la taza de café, las rememoraciones personales, los horizontes que se cerraban o se distendían al albur de los dados del calendario, hubo de olvidarlo todo porque el que iba a ser su guía, Joma, insistía en sumergirla en las historias de sus persecuciones y sus muertos para llevarlas a Occidente, porque además le ofrecía amablemente uno de aquellos raros y extraordinarios tapices de tigre, que ella rechazó con virtuosa indignación, y porque Joma la conduciría a Xigatsé y de ahí a Xei Wen.
Como dijera Nathan, los templos, visto uno, vistos todos, en especial si, como en aquel caso, se trataba de puras ruinas. Las construcciones chatas de Xigatsé bordeaban una colina en la que sólo la rala vegetación maquillaba ligeramente el destrozo. Se comprendía que las autoridades
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chinas negaran la entrada en la segunda ciudad del Tíbet a los extranjeros. Atando cabos de información y observaciones personales no era difícil visualizar un país sembrado de ruinas semejantes, con un puñado de recientes reconstrucciones cara a la galería. También en Xigatsé se había rehabilitado al culto el Tashilumpo, uno de los mayores monasterios y sede del Panchen Lama. Esta vez, más que sus muros ocres y sus esculturas de bronce, Vera recordaba la noche en que habían sido alojados ella y su guía en una de las dependencias laterales, cubierta de telas brillantes y de chinches, y los retratos del santo patrón en los altares. El último Panchen Lama era una imagen patética, mantenido primero por los chinos, que aspiraban a convertirlo en un dócil representante en sustitución del prófugo Dalai Lama; llevado en 1965 a Pekín, obligado a contraer matrimonio, a firmar declaraciones, oscuramente muerto. Nada indicaba que se le hubiera sustituido, y la rotura de aquel ritmo de reencarnaciones era quizás lo que producía esa impresión de soledad y vacío en las grandes salas. O la cercanía palpable de las ruinas. Sobre la colina ennegrecida había andado con Joma, entre bases de muros calados continuamente por la fina lluvia y sumergidos en barro.
-¿Se conocen ustedes, Norbún y usted, hace mucho tiempo?- preguntó Vera para aligerar el silencioso recorrido.
-Hemos discutido muchas veces él y yo.
Joma limpiaba minuciosamente unas innecesarias gafas de sol. Al notar que Vera esperaba más explicaciones, añadió:
-Ellos llevan veinte años repitiendo sus exhortaciones a la paciencia, y dejarían pasar otros veinte siglos sin que cambie la situación, excepto para los que reencarnen lo más lejos posible del Tíbet.
-¿Quiénes son «ellos»? ¿El Dalai Lama y sus seguidores?
-Los oficialistas, el gobierno en el exilio. El Dalai Lama es respetable, probablemente hace y dice lo que en su situación le corresponde, pero su opinión no es la única, él mismo afirmó que en un futuro Tíbet habría un gobierno representativo de las diversas tendencias, democrático.
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El tipo parecía del mal humor pero no hablaba de regresar y ponerse a cubierto. Iba de aquí para allá pateando los cascotes y mandando alguno de una patada a sumergirse en un charco. Como recuerdo de Patrick Vera notaba formársele una calentura en el labio y los primeros síntomas de un enfriamiento. De todas las cosas absurdas e inútiles de este mundo, pocas podrían compararse a su deambular por la resbaladiza escombrera de un lugar triste y remoto, sin árboles, infectado de funcionarios, chinches, soldados y monjes, tan lejano de su lengua y costumbres como el planeta Marte, prendida en obligaciones febriles e ilógicas, artificios quizás con los que llenar la ausencia de una meta real. Trató de forzar de nuevo el mutismo de Joma:
-¿Dónde le gustaría reencarnar?
-En Estados Unidos- respondió él sin vacilar. -Nunca estuve pero tengo muchas referencias, y conocidos de conocidos.
-Si se aceptasen las propuestas que hizo el Dalai Lama a las Naciones Unidas, ¿se quedaría usted en Lhassa?
-¿Quién se cree ese cuento de Navidad? ¿Consentirían los chinos en desnuclearizar nuestro territorio y dejarnos autónomos e independientes aunque ellos continuaran dirigiendo la defensa y la política exterior tibetanas? Somos su reserva de minerales, su zona estratégica y su base de ensayos atómicos, junto con la región de Sinkiang; han traído a su gente, a sus carreteras y a sus camiones. ¿Qué presión podrían hacer en ellos las declaraciones de las Naciones Unidas? No. Lo que necesitamos es una alianza, no neutralidades. Necesitamos una alianza con alguien fuerte y lejos.
-¿Lejos? ¿Estados Unidos?
-Los poderosos, cuando más lejos y más aliados, mejor.
Era difícil imaginarse a Joma dedicado a la vida pastoral y a la meditación, aunque lo último ¿quién sabe?, se dijo Vera. Los más implacables kamikazes y yakuzas interrumpían ciertamente sus actividades para sumergirse en la concentración y la devoción.
Había parado de llover. Comenzaron el descenso. El panorama, visto desde abajo, no era menos deprimente. Los
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pocos papeles de colores que servían de enseñas a los comercios estaban rasgados y desteñidos, la pintura azul de ventanas y puertas irreconocible y parda, las cortinillas sobre las puertas tenían el mismo color que el lodo. Vera pensó en la desesperación de Xei Wen.
Justamente entonces, que a ella le dolía la garganta y había decidido abandonar todo intento de conversación, Joma parecía sentirse inclinado a la locuacidad.
-Aprovechemos que ha parado la lluvia. Le enseñaré las principales calles del pueblo.
Vera encontraba todas las calles horrorosas por igual, con la fealdad inhóspita de la moderna arquitectura urbana china: muros, muros, muros, rejas, candados, puertas rotas, superficies descoloridas, roído todo el material, envejecido, desamado. Barrios desiertos, de población minúscula y avenidas kilométricas, agotadoras, agorafóbicas e inútiles, como una barrera más de distancia impuesta al caminante, una defensa contra el contacto. Bloques de hormigón y de absurdo. Las estatuas doradas del Tashilumpo recordaban a una flor que nace de un montón de basura, parásitos y miseria en la que el pueblo vive y hace ofrendas esperando una reencarnación mejor. Grandes flores doradas, impecables, abiertas desde y sobre montañas de detritus.
Algo debió de notar Joma de su desánimo, especialmente cuando llegaron al desolado cruce principal en el que un gran reloj eléctrico daba las horas a los sones del himno nacional chino, sin otra variación del panorama que las dimensiones de los charcos. Con una sonrisa cómplice, le dijo casi al oído:
-Las soluciones puede que vengan de China mismo.
-¿Ah, sí?- respondió ella, que en aquel momento calculaba cuánto les quedaría para desandar lo andado, comer por enésima vez spaghettis con verduras y acudir a la cita con los parásitos del dormitorio.
-Sí, de veras. Como lo que leí del Imperio Romano. Ocupó Europa, era grande, se fue partiendo como una galleta, primero por los bordes. Pekín está lejos, nosotros estamos en el borde del imperio.
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-El imperio romano duró siglos.
-Hablo de cambios ahora. Por economía o porque se adaptan a lo inevitable, ya hay altos cargos chinos que se inhiben de las consignas del gobierno central, y hay rumores de secesión en Sinkiang, el Turquestán chino, y en otros territorios.
-Bien. Excelente. ¿Saldremos mañana pronto hacia ese lugar?
-Pronto, si a usted no le interesa ver nada más en Xigatsé.
-No quiero ver más Xigatsé- musitó Vera en voz baja.
El reloj vertió sobre el solitario cruce las notas del himno nacional que nadie escuchaba y que pretendía homogeneizar el Reino de las Nieves con la lejana capital han, a miles de kilómetros de distancia. No era imposible que el rosario de sonidos desangelados doblase por la previsible muerte de un imperio, como lo hacían también los carillones desperdigados por Eurasia, perdidos en imposibles fronteras, reducidos a las inquietas atalayas de un viejo amo.
Mucho antes del amanecer, desvelada con el insomnio de los grandes preludios, Vera se había incorporado en la cama diciéndose:
«¡Voy a ver a Xei Wen! ¡Voy a ver a Xei Wen!».
Poniéndolos juntos y apretándolos, los momentos que habían pasado solos ocupaban un espacio extraordinariamente breve, pero estaban vivos con la expectación de lo clandestino, vivían el adulterio múltiple de directores, colegas, delegados y comisarios de los cuales defenderse y ocultarse, ante los que disimular. El soñaba quizás con alguna lejana película, con referencias y con novelas. Ella con silenciosos lechos de terciopelo y cámaras veladas por celosías. Y en ambos brilló, fugazmente, el prodigio de la atracción de una y otra piel, el húmedo brillo de la ternura, que eran los únicos elementos salvables de aquella discreta pasión.
«¿Cómo estará el? ¿Cómo me verá a mí?».
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A la luz de las estrellas, que parecían muy cercanas, Vera hurgó en su bolso y sacó un espejo de mano en el que probó a examinarse por fragmentos de pelo y de rostro, ayudándose con la linterna. Se entregó tan profundamente a un rastreo epidérmico minucioso, y descorazonador, que no advirtió a su lado la mirada recelosa de Joma, que la observó hacer largo rato hasta sobresaltarla finalmente con una frase:
-Se diría que hace usted señales.
Reteniendo un grito, Vera le miró, de pie en la oscuridad.
-¿A quién haría señales? ¿A los chinos? ¿Para qué? La única espía podría ser yo y no les intereso ni hay nada que espiar. No hacía señales, Joma.
-Al principio me pareció; luego la vi mirarse. ¿Por qué no lo hace de día?
-Se me ocurrió ahora. Este clima reseca la piel- respondió Vera, y añadió para sí: «Además, de día se ve demasiado bien».
Joma se había acuclillado junto a ella. Ver se preguntó si estaba verificando su radio de visión en caso de enviar unas hipotéticas señales.
-Las occidentales utilizan muchos cosméticos, también las chinas de Hong Kong, y gastan continuamente en ropa. Le diré una cosa: a mí también me gusta vestir bien, comentó Joma locuaz.
-¿Por qué no se ha instalado definitivamente en otro país puesto que ya no les es tan difícil pasar la frontera?- preguntó Vera.
-Todavía no. He querido hacer algo por la bandera.
-Por nacionalismo.
-Soy poco nacionalista. Le hablo de una bandera concreta. Ojalá no hubiera visto aquello.
-¿Qué ocurrió, Joma?
-Fue en el aniversario del gran alzamiento contra los chinos, en otoño. Brotaron en todos los sitios manifestaciones. Una, yo lo vi, se dirigió a la estación de policía y comenzó a dar vueltas, con su bandera tibetana. Era una
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manifestación pacífica, de unas cuarenta personas. Los chinos disparaban cada vez al que llevaba la bandera; entonces la cogía otro y seguía andando. Dieron dos vueltas a la estación. Por eso estoy todavía aquí aunque he pasado varias veces la frontera. En realidad los chinos preferirían que les vaciáramos el país.
Los dos callaron largo rato, como pequeñas constelaciones que giran en torno a sus distintos centros de gravedad. Sin solución de continuidad, el cielo se alzaba de los muros y parecía que, embebidos en sus pensamientos, ambos podían en cualquier momento ir elevándose, como peonzas, por un sendero curvo alfombrado sobre el infinito. Vera sabía que en el Tíbet se jugaba con la gravedad y el equilibrio, que los vientos y el espacio permitían a cometas humanas planear y posarse. Sobre la tierra había quizás como peldaños, invisibles peldaños que permitían un vuelo invisible, un despegue inesperado de lo que se había aceptado mansamente como realidad diaria. Joma había tropezado con el tiro al blanco de los chinos sobre el manifestante que llevaba cada vez la bandera, y no había podido olvidarlo. Ella tropezó con la generosidad desinteresada de una mano, con las lindes oscuras del conocimiento y con el rictus deleznable del que goza porque se le teme, tropezó con las alas suaves de la libertad, y nunca ya lo supo olvidar. Ahora ambos recorrían su propio circuito y arrastraban la materia que les había rozado. Todo se resumía en conjugar la soledad de la estrella y del cometa y el fatal movimiento que parecía empujar hacia conglomerados finales que hacían acabar al individuo consumido en las entrañas de un sol, de un cuerpo mayor.
Con esa discreción que es médula de la ayuda genuina, ni Norbún ni ahora Joma le habían pedido explicaciones sobre su mensaje y su visita a un enemigo, pobre Xei Wen, con tan pocas ganas de serlo. Necesitaba encontrarlo. Ellos la pondrían en el camino adecuado. Pero sus últimas etapas serían solitarias. Simplemente le habían dicho:
-Trabaja en un sitio estratégico.
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Y luego, ante la expresión contrita de Vera, que imaginaba a Xei Wen tras las infranqueables barreras de una base nuclear, habían añadido:
-Aquí casi todo es estratégico, menos los restaurantes y aun. Lo encontrará. E insistieron: -Dé nuestros recuerdos a Su Santidad el Dalai Lama.
Inútil recordarles su escaso conocimiento del augusto y simpático personaje.
El nuevo día clareaba sobre el muro, diluía con un líquido blanco la tinta espesa de la noche, cubría los hermosos claros de cercanas estrellas con las nubes que parecían integradas a Xigatsé. Al albor, Vera distinguió, entre la ropa de Joma, en su cintura, un objeto antiguo y hermoso. Era un cuchillo como los de los guerreros kampa, con una funda de cuero, adornado en ésta y en la empuñadura por turquesas y crines de yak. No era ciertamente sólo un adorno, se trataba de armas fuertes y aguzadas. Se preguntó por qué había salido al patio con él en vez de dejarlo en el dormitorio. Barajó la posible pertenencia de Joma a las belicosas tribus kampa, las primeras en sublevarse, las últimas en dejar las armas, si es que las habían dejado alguna vez, fieles al Dalai Lama pero levantiscas ante los preceptos de resistencia pacífica y no violencia. Imaginó por qué había sacado el cuchillo.
Joma se volvió hacia ella de repente con una sonrisa de cordialidad inesperada.
-Tengo una sorpresa para usted. Me han hablado de algo muy interesante, cerca de aquí, que le gustará ver. Está en un pequeño templo, en Tingri, al oeste, a pocos kilómetros.
-Joma, disculpa pero he visto varios templos y no tengo ahora tiempo para el arte. Tampoco para visitar más testimonios de la destrucción por los chinos.
-Le va a interesar, lo que hay en éste le va a interesar. Además, la oportunidad adecuada para entrevistarse con su amigo no la tendrá hasta el fin de semana, cuando él
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salga de sus pabellones como acostumbran y vaya a un restaurante local. Tiene tiempo. A no ser que prefiera visitar Xigatsé más a fondo.
-No. Xigatsé no.
Las nubes se habían cerrado y comenzaba la lluvia matinal sobre el cuenco de lodo que era la ciudad. Se distinguían a lo lejos los acordes metálicos del reloj que repetía el himno nacional.
-Desayunemos y vamos luego donde sea pues- dijo Vera.
Apenas recorridos unos cientos de metros, la ciudad quedó atrás, invisible y opaca, aplastada por la niebla. Pronto el camino se elevó hacia cielo brillante y raso, dejó atrás los escasos sembrados, las tiendas y los rebaños, y se lanzó hacia los glaciares, los picos con nieve, las umbrías de roca gris, bordeando un lago que parecía contener todo el azul del deshielo.
Esta vez el vehículo era un sólido todo terreno, resumido prácticamente a motor y ruedas y lleno de una carga que Vera desconocía. El chófer se lanzaba con aparente imprudencia por la pista, que no era sino el lecho de grava de un arroyo. El breve trayecto que se le había asegurado al partir se transformó en una jornada de paradas y retrocesos, cargas y descargas, protestas, explicaciones, encuentros y charlas interminables con lujo de sonrisas, saludos gestos. Los tibetanos no tenían nada que envidiar a los chinos en el uso de evasivas y el gusto por la imprecisión como respuesta a preguntas directas. Vera les hizo notar que se habían pasado la mañana zigzagueando en direcciones opuestas a Tingri.
-Ya estos asuntos están terminados. Llegaremos pronto, muy pronto-aseguraron.
En un intento de distraer su evidente irritación, le acercaron, durante la parada en una casa de labor, un bebé costroso y ceñido en diversos lienzos. Probaron luego, ya en el coche, a entablar una conversación en la que Joma hacía de intérprete de los otros dos. Querían que ella les hablara de Europa y de Estados Unidos, también de Hong Kong
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y Singapur, de los que habían oído maravillas de prosperidad. Se veían ricos y cortejados por sus minerales en un país alpino liberado, con ágiles comunicaciones quizás por avión para evitar el destrozo de sus montañas. Explicaban también con premura la impaciencia de la joven generación en los campos de refugiados de Ladakh y las premisas obsoletas de la teocracia lamaísta de Daramsala. Suspiraban por la formación de ese nuevo Gobierno de dirigentes enérgicos que marcaría el cambio total de su país. Vera estaba cansada. Excusándose por las dificultades que suponía para Joma el trabajo de traducción, se retiró para arrecostarse entre los bultos en la parte de atrás. Ellos, más jóvenes, la miraron con comprensión y continuaron fumando y conversando furiosamente.
Al atardecer enfilaron una meseta rala y extensa, lejos de los picos de nieve y de los arroyos. Era el tiempo de la sequedad, se dijo Vera, de las reflexiones que silenciosamente enviaba a los tres tibetanos. ¿Valdría la pena decirles que nada o poco menos que nada pesaban la política y la moral en los cambios históricos reales, en la mutación de la vida diaria de millones de hombres? ¿Que las Biblias y los Capitales, las Revelaciones y las Declaraciones de Derechos, las Revoluciones y las Independencias eran puro corolario de cantidades de comida y de energía disponibles, de cuerpos satisfechos o crispados por la inseguridad? ¿Que la electricidad y los transportes habían cambiado la sociedad en grado infinitamente mayor que Lenin, Maquiavelo, Cristo o Bonaparte? París no había sido liberado de los alemanes por los franceses que desfilaban sonrientes bajo el Arco del Triunfo de l’Etoile sino por el petróleo y la industria norteamericana. España no había pasado a ser una democracia por las luchas de sindicatos y partidos sino por la dinámica imparable del coche y la lavadora, del avión y la calefacción central. Hitler no había declinado en su victoriosa trayectoria por múltiples sublevaciones ante la barbarie nazi, ni Jehová le había enviado sus rayos indignado por Auschwitz; había cometido un error estratégico con los pozos petrolíferos de Bakú y pretendido un imperio de fronteras demasiado extensas. El carbón y los transportes habían asaltado
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la Bastilla. En los tiempos de la Historia lenta, los bebés se sacrificaron un siglo tras otro en Cartago, y se enterraron vivos por doquier durante milenios los siervos y las concubinas del señor fallecido. La apacible crueldad se interrumpió tan sólo por el hallazgo de un metal, una aleación más fuerte para las armas, una fuente nueva de comida, un animal de tiro, que desbancaban a una sociedad por otra. Era posible que toda la mística y la contemplación orientales tuvieran su raíz en una bajísima dieta en calorías y proteínas. En el mar, el lejano mar que un día había cubierto de conchas hasta las alturas de aquellas montañas del Tíbet, existían cientos de miles de especies vivas, y prácticamente cada una de ellas se alimentaba de otra. En la tierra cada grupo animal vivía del crimen organizado a base de otros grupos. Y al correrse el ficticio telón del año 2000 era posible que el planeta empezara a cabecear como un barco que hace agua en el Cosmos, incapaz de soportar el peso de una excesiva carga humana en la que a algunos pueblos el progreso sólo les había servido para jugar con lanzas electrónicas, alhajar al rebaño paridor de sus mujeres o instalarlo en harenes climatizados.
Tal vez Joma y sus compañeros creían en los individuos que habían de venir, y en ellos mismos. Una buena cosa. Pero su efecto no era comparable al que producirían la llegada del tren, violando montañas, las noches vencidas por lámparas y el frío aislamiento eliminado por el tibio corazón de los motores. Que vendrían a recordar las dos primeras sílabas de metafísica y a ofrecer una existencia menos corta, dura y temerosa, que, como la sirenita de Andersen, no tendría derecho a la eternidad.
Hacía de nuevo frío. Tendida, abandonada al vehículo, Vera dejó que se abrieran las puertas de otros lugares y del pasado. Y el primero en entrar por ellas fue el rostro estólido, los ojos duros de Ma Ren.
-¿Está usted interesada en continuar colaborando, en nuestra unidad, en la construcción del socialismo?
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Ma Ren vestía la chaqueta de grueso paño azul marino de las ocasiones, eso debía ya haberla puesto en guardia. La había llamado a su terreno, al despacho somero que, como todas las habitaciones de todos los edificios estatales de las democracias del proletariado, podía transformarse, según las necesidades, en cuarto de trabajo, local para una pequeña celebración o salón de interrogatorios y de procesos.
-En principio no querría estar menos de un año, como ya sabe usted.
Llamada de forma repentina desde su habitación, Vera respondía desconcertada, ajustándose una y otra vez la chaqueta que se había echado por los hombros al salir y golpeando el travesaño de la silla con los pies, calzados aún con las zapatillas de estar por casa. ¿Por qué Ma Ren no había venido, como otras veces, a tomar el té en su cuarto? ¿Por qué ese formulismo? Ma Ren manejaba ante él un cuaderno con pastas de cartón atadas con cintas rojas, y consultaba las páginas.
-A sus compañeros, los colegas extranjeros, no les interesan ya las visitas al Museo de Historia, las salas cuyo material gráfico tanto insistió usted en ver; tampoco las salas de textos extranjeros de la biblioteca, que se encuentra también en proceso de preparación para la reapertura. Sus compañeros se conforman con las visitas recientemente programadas, y les molesta su insistencia.
-¿Lo han dicho así?- Vera palideció. Las discusiones ocasionales, la confrontación de opiniones, a veces incómoda pero a la que no daba mayor importancia, se transmutaba en algo inesperado y distinto, en un reverso de conductas que la elegían como blanco.
-Naturalmente nadie, ninguno de sus compañeros de trabajo, querría perjudicarla en lo más mínimo. Son sus colegas, sus amigos… Pero yo… yo, en tanto que representante del Partido y coordinador respecto a los compañeros extranjeros, debo velar por la concordia… por el buen ambiente del trabajo, por la amistad… Y, si hay quejas, si se me pide un informe…
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Ma Ren se azoraba por instantes. Pero estaba claro que, como era habitual, jamás daría precisiones o respondería con datos respecto al contenido de la denuncia, si existía tal, y a sus autores. Estaba igualmente claro que él mismo se había enredado en la madeja que se complacía en devanar. Los queridos colegas, pensó Vera, se habían instalado en la concha exquisita de una vida casi colonial en la que, con las debidas componendas y llevando la corriente a las autoridades, que no pedían nada mejor, podían obtenerse agradables dones y jugosas perspectivas. Adiós al museo de la Verdad/Mentira, a la perfecta muestra del manejo de la Historia, de la manipulación y teñido de palabras e imágenes. Esa y cualquier visita del mismo tipo sería reemplazada por sesiones de coros y danzas o por una cena con el delegado provincial. Nunca se le darían precisiones sobre las protestas contra su persona, pero sí podía delimitar sus perspectivas.
-¿Quieren que me vaya?- preguntó haciendo un amago de levantarse-, ¿que cese mi trabajo y abandone el país?
-¡No! ¡No he dicho, nadie ha dicho algo parecido! Esto es simplemente una discusión de concordia, de buen entendimiento, para facilitar su trabajo y su estancia entre nosotros.
-¿Y su informe, el informe del que habla?
-¡Yo no puedo sino expresar mi confianza, mi excelente opinión…- Ma Ren, que se había levantado y hecho un gesto de impedir su salida, había pasado al otro lado de la mesa y mantenía ahora una mano en el hombro de Vera y otra en la tapa del informe. Vera le miraba sin decir palabra y como quien observa una representación. El continuó:
-Usted también debería confiar en sus amigos verdaderos, confiar en mí.
Maquinalmente se ajustó al cráneo la gorra. Ma Ren se avergonzaba de su cabello ralo y pobre y huía de exponer a la luz y a las miradas aquella calva incipiente rara entre sus compatriotas. En ese momento estaba librando una lucha homérica, escalaba la cima de su osadía en el intento de abrazar a la mujer joven, con la que había tomado el té y a
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la que había visto moverse libremente en su ropa de casa, sobre los pies desnudos. El no había intentado jamás, como otros responsables, jugar con su influencia con las jóvenes instruidas que se reformaban con el trabajo. Su conducta era honorable. Además le intimidaba el lenguaje, el posible nivel universitario de las muchachas.
-¿Qué va a decirles en ese informe que, a fin de cuentas, no sé para quién es ni a qué viene? -preguntó Vera, echándose un poco hacia atrás.
-¿Qué le parece conveniente que diga?- Ma Ren dio unos pasos hacia ella a su vez.
-Lo que le parezca. Verifiquen mi trabajo.
-Usted no ignora mi simpatía por su labor, por sus actitudes. Quisiera aprender más sobre Occidente. Es posible que deba cumplir alguna misión allí, en el futuro.
Ma Ren había alzado al fin la otra mano, que tenía sobre la mesa y parecía pesar plomo, la había llevado de una forma desesperadamente dolorosa y lenta hasta los hombros, tan cercanos a la piel desnuda de la garganta que sentía en los pulgares su calor, porque además Vera llevaba siempre la blusa abierta en uno o dos botones, no como las otras mujeres. Aunque suya había sido la iniciativa de transformar las discusiones del asunto a las visitas en un flamante informe sobre la concordia en el equipo extranjero de trabajo, y se había hecho finalmente pedir por el secretario el documento que descansaba en la carpeta verde, sin embargo la inocencia de su voz estaba llena de sinceridad y bajo ningún concepto se hubiera permitido asociaciones entre las familiaridades y charlas de la extranjera y Xei Wen, la acidez que experimentaba al oír hablar a Xei Wen y verle, y el conflicto presente. Su inocencia era también plena cuando ofrecía a la mujer protección a cambio de cierto acceso a su piel. Por formación y hábitos, como tantos otros, estaba avezado en el desdoblamiento que permitía a uno de sus yos efectuar las acciones prescritas, útiles para su fin, indispensables como medio, mientras que el otro yo, intocado, afloraba en el momento oportuno limpio de responsabilidad. Pero en aquel momento especial que estaban viviendo
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lo que daba una veracidad indiscutible a cuanto Ma Ren hacía y lo legitimaba era el impulso todopoderoso que, venido de rincones poco frecuentados de su cuerpo, estaba haciendo estallar el caparazón azul marino que le cubría como a un molusco y aceleraba su respiración, le sugería mil súplicas, mil excusas. Se sorprendió hablando de concordia al tiempo que atraía a Vera, de pie, contra él y la mantenía así preguntándole:
-En Occidente… hombres y mujeres… el sexo es libre, ¿verdad? No tiene importancia, no tiene ninguna importancia. Uno expresa sus deseos y ya está, ¿verdad?
-No.
Vera estaba inmóvil, sin cambiar de postura ni colaborar con él más mínimo movimiento, la cara contra la tela áspera y desagradable, un botón de la guerrera incrustado contra su sien.
-¿No?- Ma Ren la miró desconcertado.
-No- repitió Vera.
Era un hombre algo grueso, grueso de fideos, verduras con tocino, bollos y té. Vera mantenía esforzadamente las piernas y muslos arqueados para no rozar la prolongación física evidente de las ansias y balbuceos de Ma Ren.
-¿Por qué no se satisfaría el deseo si el amor es libre?-preguntó Ma Ren -¿Hay pues en Occidente hombres con insuficiente vida sexual?
-Muchos hombres. Y muchísimas más mujeres. Sus problemas, digamos, de mercado son mayores según la edad.
-Sin embargo el sexo es libre- insistió Ma Ren.
-Hay que gustar, en Oriente y en Occidente supongo-afirmó Vera con crueldad.
El hombre reflexionó. Los brazos mantenían el cerco sin estrecharse. Casi para sí mismo musitó:
-Y quien no gusta no consigue nada.
-No, excepto si ofrece un trueque o paga.,
-Sé que en Occidente se continúa pagando, explotando a las mujeres- dijo Ma Ren con cierta añoranza.
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-Hay prostitución. Aquí también, aunque menos visible, usted lo sabe.
-Se ofrecen trueques…- dijo todavía Ma Ren con desvaída esperanza.
-Cuando decidan que me vaya, denme tiempo para preparar mis cosas- solicitó Vera.
Alzó los brazos a la vez y con ellos fue separando, lentamente, hacia fuera los codos de él, cuyos dedos aflojaban la presión y acabaron por deshacer el arco. Los dos quedaron en pie a corta distancia.
-Usted tiene ya una mujer, hace muchos años- recordó Vera.
-Sí, eso es lo malo- respondió él maquinal.
Vera se arrepintió de la banal facilidad de su burladero. Tuvo la seguridad de que el cuaderno verde contenía apenas unas hojas escritas, ¿o sólo unas líneas? Ma Ren era de esos seres humanos a los que la introducción del factor libertad pulverizaba el andamiaje de seguridades. Despojado de la chaqueta azul abotonada y de los papeles de control de desplazamientos y actitudes, era como un blando crustáceo recién mudado de caparazón. Sabiéndose vulnerable, el hombre se colocó de nuevo al otro lado de la mesa, deslizó el cuaderno en uno de los cajones, se puso febrilmente a catalogar documentos como si le hubiera venido a la memoria súbitamente un cúmulo de trabajo inaplazable.
-Me quedaré todavía un rato para adelantar ciertos asuntos. No hay nada más que le concierna. Gracias por su colaboración- dijo a Vera.
Y, cuando ella salió, fue hacia otro mueble, abrió el candado con su llave, buscó los historiales de los jóvenes instruidos entre los cuales estaba Xei Wen. Lo hojeó un rato y tomó notas. Luego, con un gesto de calor y cansancio, fue hacia la ventana, la abrió de par en par y se pasó la mano sudorosa por el cabello escaso.
-Se gusta o no se gusta- dijo. No recordaba si había gustado, ni cuándo, a su mujer.
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El impulso que había llevado sus manos hacia la extranjera se iba retirando ahora, como tentáculos que se agazaparan de nuevo en sus huecos, el sexo uno más.
Se sorprendió esbozando con la uña, en el yeso del alféizar, el perfil de un cuerpo desnudo.
Como muchos otros fines de semana, ese sábado tampoco Ma Ren había ido a su casa alegando que prefería estudiar en su pequeña habitación. Aquella misma mañana había ocurrido algo inusitado: Ma Ren se había visto a sí mismo de cuerpo entero en un espejo. Se trataba de un gran mueble destinado a la sala de recepción, que se quería mejorar con una decoración que hablase de prosperidad y adelanto. El pedido había llegado con gran retraso y sin avisar. Ma Ren se ofreció, como solía hacerlo para cualquier trabajo físico, para ayudar a sacar y transportar los muebles. Y, al depositar aquél entre las dos ventanas, advirtió, mientras se ajustaba la gorra y se limpiaba el polvo del pantalón y las mangas, que se estaba mirando en una luna de cuerpo entero. Ni en su casa ni, por supuesto, en la unidad había habido antes nada semejante; las puertas eran de madera, no había balcones sino ventanas, su ropa, cuadrada y amplia, la cosía su mujer. El no recordaba cuándo se había detenido en observar, reflejada en alguna parte, su propia imagen de la cabeza a los pies. Lo cierto es que esta vez se rezagó en la sala vacía y se observó erguido, la gorra en la mano, descubriendo el miserable cabello con sus finas capas irregulares de planta anémica. Ma Ren no veía atractivos pero tampoco deformidades apreciables. Esto le produjo un alivio que sólo fue momentáneo y se esfumó cuando, como si se hallara entre dos fuegos, se aproximaron por un lado la imagen confusa que de él mismo guardaba muchos años atrás, por el otro lado las figuras frescas de los hombres como Xei Wen, de las mujeres, de los delegados del Consejo, aquéllos dos que tenían probablemente su edad pero que se movían con distinción y mostraban apenas unas hebras grises en la cabellera espesa, bien cortada.
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Excepto por sus hijos, a los que no veía demasiado, Ma Ren sentía haber pasado los años como días, sin referencia, rodeado por los mismos objetos o similares, dialogando con sus libros, ocupado en su trabajo y en sus actividades de responsable del Partido. Se había movido por un camino en el que estaban inequívocamente delimitados los actos correctos y los incorrectos, el bien y el mal. Ahora habían surgido dos coordenadas, lo deseable y lo ingrato, que descabalaban el paisaje familiar de su sendero. El placer se oponía a lo bueno y a lo malo, era indiferente a lo correcto e incorrecto, era otro mundo, tan nuevo para él como su propia figura.
Ma Ren se ajustó la gorra, cogió la cartera, en la que estaba el correo oficial las recientes instrucciones sobre el plan de modernización, las nuevas máquinas que se empezaban a explorar tímidamente, la reclasificación de personal. En este último punto sería inflexible. ¿Por qué iban a ofrecerse de nuevo las ventajas del intelectual, del universitario, a gentes que podían ser igualmente útiles en el terreno de la producción? ¿Por qué ordenar el regreso a sus ya casi olvidados hogares y centros de estudio a personas como Xei Wen? Cualquiera, muchos, él mismo, podían conseguir iguales o superiores logros, ser aplaudidos por su eficacia, modernizarse en un corto espacio de tiempo. Recordó con melancolía los años auténticos, cuando se dibujaba un cuadrado en un mapa, como se había hecho con la reforma agraria en la Unión Soviética, y allí se ordenaba a las masas para cumplir cada vez las tareas y cuotas asignadas, homologados todos como un sembrado por el que se pasa la guadaña para segar plantas de altura excesiva. Lo logrado entonces siempre era un éxito, las consignas respetables, los individuos intercambiables en sus puestos. Allí se deshizo Ma Ren al fin y por completo del oscuro sentimiento de hijo rechazado y no querido que le habían impregnado sus padres, de hermano torpe, el poco agraciado entre los fuertes, que rondaba inoportuno a su madre y observaba a distancia a su padre en espera de su atención. Por fin eran todos iguales, y además no podían menos que serlo. Sólo al
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cabo de siglos de triturar la masa humana como pulpa saldrían de la sociedad cosechas perfectas de hombres nuevos y libres. Mientras, Ma Ren sentía que no volvería a sentirse inferior y que nadie sabría, tendría, sería un centímetro más que él. Ni se libraría de su cuota de carencia y sacrificio.
Se revolvió inquieto en su asiento. Las proyecciones de cine eran todo un acontecimiento cultural en la unidad. Había un reportaje sobre la interpretación de la Sinfonía del Río Amarillo y a continuación una nueva película, cómica, sobre las peripecias en un gran hospital. La película precedente había sido de guerra. La anterior de espionaje. Cada vez se acompañaban de documentales y noticias. Hubo una época en que todo era real, en tres dimensiones. Tras las imágenes había cuerpos, y tras de los cuerpos actos y responsabilidades. El era de ésos, de los que vivieron serias guerras, con auténticos caballos, muy pocas y pesadas máquinas, largos fusiles. En aquel tiempo todo era de verdad, de una verdad indiscutible. Los enemigos eran arrinconados y exterminados, los adversarios habían de someterse a un largo proceso que garantizase finalmente su radical cambio. El sexo era somero, reproductor, funcional, social. Los compañeros de equipo ofrecían incontables reservas de afecto y apoyo. Todo era sólido y estaba catalogado con un nombre, un orden de prioridad, un cuño de utilidad pública.
A Ma Ren no le interesaban las cómicas aventuras de los dos enfermeros en el hospital, que eran seguidas con grandes risas y comentarios por el auditorio. La sala rebosaba de gente, sentada y de pie. Nada más apagarse las luces, cada cual había introducido a amigos y parientes porque el espectáculo constituía una novedad y se insertaba en la reciente modernización de la filmografía nacional. Ma Ren se había interesado moderadamente por las de guerra contra la invasión japonesa, y las albanesas de espías, que contenían incluso escenas románticas. Sus hijos se disputaban las revistas con abundantes ilustraciones, se pasaban fotos de artistas.
Esa madrugada Ma Ren se había despertado mucho antes del amanecer, en el pequeño cuarto lateral atestado de
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materiales de estudio y de trabajo que le había sido asignado en la unidad. No permaneció mucho tiempo observando los mismos problemas que le habían absorbido la víspera sino que, hombre metódico, se levantó, se vistió y tomó asiento, con unas cuartillas y un lápiz, en su mesa, bajo la luz escasa de la lámpara y rodeado del silencio total que precede al amanecer. Quería analizar dos factores contrapuestos y, en su opinión, incompatibles, que sin embargo al parecer se daban abundantemente en las sociedades extranjeras. ¿Cómo se conciliaban el amor libre, aquella disponibilidad para el placer y la proliferación de posibilidades para ello, con los estrechos límites de una vida real, encerrada en sus veinticuatro horas cada día, como la de millones, como la suya propia? Rememoró obligaciones, vigilancias, atenciones, descansos, la enfermedad de su mujer y aquellas molestias renales que él sentía y habían limitado sus actividades. Fue hacia atrás, y el panorama del recuerdo le ofreció estepas con moradores ásperos tan ajenos para él como los zorros. Pero Ma Ren tenía jefes y subordinados, se sabía miembro de una civilizada nación y encargado de un proyecto. Los placeres llegaban casuales en el canto de un pájaro o en el sabor inesperado de una comida, no constituían objeto de lucha, en forma moderada eran distribuidos a veces. Los extranjeros eran distintos, pero él, desde su punto de vista y su medio, no alcanzaba a comprender ese mundo de ellos de satisfacción en el que el sexo jugaba tan gran papel, no había más que recordar lo que sabía por lecturas y conversaciones. En su experiencia, los días y las semanas estaban llenos con los despertares, comidas, desplazamientos, discusiones de trabajo, trabajo, siesta, inevitables cosas familiares, lecturas obligadas, visitas, un medicamento, el sueño, los cálculos, las discrepancias con sus colegas, como la lucha sorda que le oponía respecto a las directivas sobre los jóvenes instruidos. Los meses estaban al fin y al cabo llenos de cosas, como la reparación continua de una casa para que siga siendo habitable. No le casaban las cuentas en el mundo de la gran libertad y el amor variado y diario. El único referente semejante era el reino antiguo de los
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dioses, en el que los inmortales no envejecían ni estaban enfermos y poseían todos la lozanía perfecta de la juventud, los jardines a la vez con flores y con frutos.
Llegado a estas conclusiones, Ma Ren plegó las hojas de sus cálculos. La luz exterior era más fuerte que el halo anémico de la lámpara. Decidió que esa tarde iría a la película aunque en principio había pensado que no. Entró en la sala con buen humor pero las imágenes, el desfile irreal sobre la pantalla, le fue despertando una irritación nada nueva, silenciosa y cada ocasión revivida y aumentada. En el entreacto había visto a Xei Wen conversar con Vera, y ambos miraban una revista ilustrada. A la salida sabía que ellos dos estaban andando juntos, en alguna parte, entre los grupos que se encaminaban hacia sus pabellones charlando, riendo y bostezando ruidosamente, por los callejones con escasa iluminación. El fin de semana siguiente Ma Ren debía ir a su casa, su mujer le había mandado un aviso para que le ayudase a atender al suegro, que estaba en trámites de hospitalización.
-¡Son mentiras! ¡Esto son mentiras!
Sus dos compañeros, con los que se había rezagado y finalmente detenido, se sorprendieron ante la vehemencia de su exclamación cuando uno comentó la película. Pero Ma Ren continuó, saltando de forma incongruente de las imágenes de la pantalla a las de fotos y periódicos, de las canciones a las nuevas consignas. Algo había colmado en su interior una medida que no alcanzaba a describir, era como si repetidas veces hubiese intentado hundir las manos en las riquezas de una superficie ilusoria y las hubiera sacado cada vez llenas de vacío, como si todos ellos, en la sala oscura y en otros muchos lugares, fueran engañados con representaciones huecas que ensordecían lo real. Todos hablaban ahora, en persona y en las publicaciones e informes, de cosas lejanas y deseables, de países inseguros a los que mucha gente incluso envidiaba. El -¿cuántos lo recordaban?- era protagonista de unos hechos, vivió historias. Ahora, al acabar el día y cada vez con más frecuencia, se encontraban, no con recuerdos, sino con imágenes absurdas.
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Ma Ren era un ser de odios lentos y persistentes. Ese odio, como el más reciente de Xei Wen y lo que él conllevaba, se había formado por capas y con regularidad, descansaba en los repliegues de su cuerpo y de su ánimo.
-Hay demasiadas imágenes, ¡y son mentira, acostumbran a la mentira!
-¿Qué quieres decir? Son historias, son broma.
Los otros no entendían, y un amigo añadió:
-Los que trabajáis como tú tenéis los ojos demasiado cansados, dormís poco.
Y el odio de Ma Ren, incomunicable, creció un poco más, ganó una nueva capa, como una gruesa y oscura perla que disimulaban las valvas macizas de su atuendo casi militar.
Xei Wen y Vera se deslizaban junto al diminuto parque de arbolitos todavía jóvenes que no habían crecido lo suficiente para tapar a las parejas que buscaban refugio temporal. Se decían, como de costumbre, generalidades sobre temas lejanos: el cine y sus técnicas, grandes películas -que él no conocía-, grandes actores chinos -de los que ella no sabía palabra-.
-Vamos hacia el estanque- propuso ella y él asintió.
El estanque también era nuevo, ovoidal, pequeño pero dotado de un simulacro de isleta, de un sucedáneo de puente y de arbustos que imitaban un sendero, un claro y un núcleo de vegetación apretada y solitaria. Cuando aparecieron los patos surcando el agua Vera esperó verlos reducidos a un bonsai del animal, una réplica del ave que cupiera en su mano.
No había luna. Xei Wen inquieto, prudente, la llevó junto al macizo espeso, algunas de cuyas plantas no parecían haberse aclimatado bien y estaban casi secas. Todo el parque, en ondas concéntricas que tenían su centro en ella misma y se iban propagando a los arbustos más cercanos, al estanque y a los árboles, empezó a latir. Vera lo advirtió sujetándose con la mano el pecho y preguntándose si Xei Wen, que tenía una expresión reflexiva, lo oía. El rostro de él, como el de ella, no tenía colores excepto la suavidad de los grises. Ambos eran pálidos e iguales, oscuros el pelo y las cejas.
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Ahora el latido se había vuelto una presión permanente y dolorosa en la garganta y en las sienes, como si subiera o se sumergiera a gran velocidad, y Vera esperaba cualquier cosa que lo aliviase. Xei Wen dijo algo, una frase inesperada y perfectamente banal, sobre la próxima película, y, cuando Vera se recuperaba de su decepción e intentaba responder con una observación parecida, él, sin transición, llevó la mano a su cuello, como si quisiera ahogarla, y la deslizó sobre la piel, empujando los botones de su blusa. Con repentino alivio, ella le echó los brazos. Las plantas ofrecían un miserable refugio. Se desabotonó la blusa. Hubieran estado mejor entre los árboles, por pequeños que fueran. Los bambúes punzaban en cuanto se echaba hacia atrás. Xei Wen se mordía los labios y le buscaba los senos.
-Acabaremos rodando al agua con los patos- le dijo al oído Vera.
Pero él no se rió, entregado a su tarea, y al mismo tiempo tenso, alerta.
-Cielos, espero que no te he cortado- musitó Vera alarmada.
-¿No oyes?— le susurró Xei Wen.
Más allá de los árboles, se distinguía el zigzaguear de una linterna y voces de conversación. Vera cruzó su blusa y ambos dejaron un amplio espacio entre sí. Pasaron cerca, probablemente no los vieron, aunque no estaban seguros. Xei Wen esperó unos minutos antes de levantarse y decir:
-Es mejor que vuelva. Primero iré yo. Nos veremos mañana.
Y se deslizó sobre las zapatillas acolchadas. Ella dejó transcurrir algún tiempo apoyada en un árbol, cara al estanque en el que dormitaban dos patos mandarines, símbolos de la felicidad conyugal. Luego volvió al pabellón y, en lugar de acostarse, se sentó ante su mesa de trabajo, desplegó mapas, alzados, proyectos, revisó sus informes sobre el Museo de Historia y la fiel visualización de la reelaboración de la realidad. Xei Wen había sido obligado a formar parte de un inmenso decorado orwelliano, él también era un elemento extramuros del Museo de Historia ¿o de Arte
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Contemporáneo?, lo eran, de buen o mal grado, las vastas legiones de comparsas que habían representado a las amplias masas sobre libretos modificados al tiempo que las fotografías y las bibliotecas. ¿O el movimiento era al revés?, ¿había encontrado cada cual un placer seguro en el forjado y en el sabor de su propia cadena?, ¿un placer que pasaba obligatoriamente cada vez por la huida, el rechazo de la razón? Como si su cuerpo hubiera quedado allí, junto al estanque, yaciendo con Xei Wen, Vera vagaba ahora por un nítido vacío, lejos del desordenado latir del corazón. Consultó un cuaderno de notas más disimulado que los otros. Había informes, sabía que existían informes, rumores sobre Camboya, filtraciones sobre campos inmensos de trabajos forzados en el vasto imperio chino, fisuras, fisuras económicas por doquier, como si todos los edificios que veía o incluso que le presentaban en proyecto estuvieran ya cuarteados por unas fuerzas que no eran las de maldades y de opresiones exteriores ni obedecían a ancestrales injusticias históricas ni a explotaciones recientes sino que procedían de ineficacia, sumisión y estulticia perfectamente locales. En nombre de consignas que, cambiando poco los términos, habían servido de hoja de parra y de pan de comulgatorio a la mayor parte de la supuesta izquierda europea.
Curiosamente no pensaba en el reciente contacto con Xei Wen, ni en otros hombres pasados o futuribles cuya potencial ternura parecía ser el gran objetivo de la vida. Sentía, tras la frustración y el impulso, una especie de distanciamiento y de transparencia, un proceso por el que la mente reclamaba algo suyo, la devolvía a una condición al tiempo fría y más apasionada que el calor de la sangre que se concentraba tan perceptiblemente entre las ingles y en la boca una hora antes. Ella misma se sorprendía de la dualidad con la que, por una parte, asentía mecánicamente al credo estricto de los boleros, según el cual nada hay como el amor y éste es la razón de la vida. Por otra parte consideraba la situación desde el tendido, como una lotería en la que se llevan pocos números, como una transacción sometida a fin de cuentas a leyes harto materiales, somáticas, físicas.
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Observó los planos sobre su mesa y pensó que nunca había hecho sus cálculos con facilidad, que los circuitos de la abstracción geométrica y matemática ocupaban sin duda una zona reducida de su hemisferio cerebral. Pensar a secas y pensar casi todo el tiempo en el amor, su presencia, su ausencia, su recuerdo, su perfidia, eran dos cosas difícilmente compatibles. Vera era bastante dada a la autorreflexión sobre el especie femenina; al ver un avión, un nuevo modelo de coche o el scanner de una clínica con frecuencia se decía «El mundo se ha hecho sin mí», la revolución técnica, la era científica se han hecho sin mujeres, como tampoco fueron capaces de participar en ella las tribus árabes, o bantúes, o bosquimanas. El avión se ha hecho sin mí como especie, y eso se paga. Porque lo único que importa es cuánto tiempo se dedica a pensar en qué, durante las veinticuatro horas del día, en los doce meses del año. Cuestión de porcentajes. En ese momento Vera hubiera querido languidecer en la ventana añorando a Xei Wen, con los ojos arrasados de lágrimas y no de la crispación honda que al recordar experimentaba. Deseaba acodarse en el alféizar, adivinar la masa oscura del parque, ascender a los patos a cisnes que surcarían ya por siempre su memoria. Podía hacerlo, pero luego la iría ganando la curiosidad por los mecanismos de control, la reflexión sobre la fealdad impersonal impuesta a los edificios, la implacable relojería de las constelaciones. Eso rompía con todos los mandamientos del bolero, sustraía enormes espacios de pensamiento al terreno de los afectos y las vísceras y los depositaba en un campo sólo recientemente racional y aún no preparado para recibirlos.
Muchos años después, Vera se propondría responder, pese a todo, a la cita con un amor, o al menos con un cariño perdido, e iría a su encuentro, fabricando tardíos cisnes y suspiros y diciéndose al tiempo, con aquella dualidad con la que ya iba aprendiendo a convivir, que, junto a la deuda a aquel recuerdo, se extendían campos de realidad y de cambios dignos de ser explorados. En los cuales no iba a encontrarse compañeras de viaje.
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Lin, como siempre hacía, esperó a que los demás se hubieran acostado, a que sus dos compañeras de cuarto durmieran y ningún ruido llegara del exterior. Entonces celebró la llegada de la carta de Xei Wen, que había mantenido plegada en cuatro en el fondo de su bolsa desde que se la dieron. Primero se duchó en la pileta de los aseos con un cazo, vertiendo despacio el agua y frotándose con la toalla. Luego se puso un viejo camisón limpio, «como una novia», pensó, cepilló el largo pelo y lo sujetó en un rodete. Finalmente se repasó las uñas y se frotó la cara y el cuello con una crema rosa y las manos con otra de limón perfumada. «Para quitar el olor a clínica» se dijo. Así preparada, se colocó silenciosa en la mesa del rincón, bajó la pequeña lámpara, y rasgó con cuidado el sobre, el primero después de tres meses. La lectura requería gran lentitud para extraer de los clichés y lugares comunes el mensaje personal que él le enviaba, los contactos, las gestiones, las más mínimas expectativas de cambio de destino, de reencuentro. Como de costumbre, con su excelente caligrafía, Xei Wen incluía un poema. Habían tenido que leer ambos los mismos autores, y obras clásicas, según se levantaba la prohibición sobre ellas, para disponer de un lenguaje en clave suplementario. Los sentimientos y esperanzas, y desesperaciones, de poetas exiliados hacía siglos les convenían perfectamente. Estos también, al dirigirse a sus esposas y concubinas y, con mucha mayor frecuencia, a sus amigos se veían obligados a disimular cualquier asomo de descontento y crítica y a lo sumo podían expresar cierta melancolía moderada por su situación. En los primeros años Xei Wen y Lin ni eso: la consigna era la alegría por el deber cumplido y el ardor patriótico. Ella, no especialmente literaria, se había hecho sutil ante la forma de presentar un paisaje, la elección de la hora del día, de los encuentros, de los ruidos.
Lin tenía unas manos finas y hermosas, «bienhechoras» como le decían en el hospital. Alisó por tercera vez el papel sobre la madera y recorrió de nuevo cada signo, rozándolos con la uña. Se miró a un espejo cuadrado y añadió una pizca de crema rosa en la comisura de los ojos, donde la
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piel seca y fina comenzaba a plegarse en un ligero abanico de estrías. Luego se sentó para una última lectura y, en el mayor silencio, reclinada, lloró despacio, hasta que las lágrimas formaron una mancha de humedad en su camisón.
-¡Me ha traicionado, me ha traicionado!
A Bety le pedía el cuerpo llorar y expresar su desconsuelo, denunciar la injusticia del engaño, y no pensaba reprimirse. Para escucharla estaba Rossa, que preparaba bebidas para ambas y le colocaba en torno aquellos preciosos cojines que había comprado en Cantón.
-Si Máximo te adora, si se le ve a la legua lo colgado que está de ti.
-Sé que me quiere, que, como él dice, sin mí la mitad de las fotos le saldrían veladas. Lo que me duele es la mentira, Rossa, que rompa el acuerdo de ser completamente libres y completamente sinceros el uno con el otro.
-Bebe- Rossa le alargó el vaso y Bety sorbió un buche de té helado con regusto a miel y frutas.
-Es muy bueno- dijo. Y continuó -Llegó muy tarde por esa chica, sin prevenir, ¿te das cuenta? No se trata de ser fiel. Somos compañeros, camaradas; eso es lo que me duele.
-¿Cuándo te ha dicho entonces que vuelve de Hong Kong?
-El viernes. Dos días más tarde de lo previsto. ¡Sin acordarse de que es mi santo ni del concierto en el consulado de Francia al que íbamos a ir juntos! Siempre hemos apuntado y celebrado las fiestas, ¡y no me ha dicho nada!
—Probablemente ni le importa la chica ni ella estará en Hong Kong con los del equipo de rodaje. Nosotros no vamos al concierto, a Martín no le dicen nada, pero si quieres puedes venirte a cenar y dormir en el sofá.
Bety denegó y cambió de actitud, herida en su susceptibilidad porque Rossa parecía cansada y deseosa de terminar las tareas en las cuales la había sorprendido. Cambió de tema:
-Vera tuvo problemas en el aeropuerto. Me lo comentó alguien que estaba allí.
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-Naturalmente. Habrá tenido problemas hasta el último minuto. Al menos ahora no nos los buscará a nosotros.
Era la primera vez que hablaban de ella desde que ocurrieron aquellos desagradables incidentes pero era un escándalo en sordina cuyos ecos no habían acabado todavía de apagarse, aunque Rossa parecía ya despegada, como si hubiera sido una lejana espectadora de una riña callejera. Por el contrario Bety, cargada de buena intención por partida doble puesto que se expresaba por Máximo y por ella misma, tenía frescas las incómodas imágenes, la importunidad angustiada de Wu con sus dichosos papeles que insistía se llevaran a Hong Kong, Máximo, harto de la historia, esfumándose y dejándola a ella para despedir al intérprete mientras él se amurallaba en el cuarto de trabajo e iba anotando cuidadosamente el material que pensaba adquirir y las direcciones de la gente con la que quería tomar contacto. Si todo iba bien, si las previsiones de Martín eran acertadas y sus amigos y conocidos respondían como previsto, ¡qué filón aquella estancia en China! Cada vez se dibujaban con más nitidez y resultaban más creíbles los proyectos de contrato de rodaje, de colaboración futura, mientras que, paralelamente, se afianzaba la relación entre Martín y el círculo de San-lu.
-¡Qué reprimidos están estos chinos!- dijo sonriendo ante el recuerdo. -Cuando Wu insistía e insistía esa noche para que Máximo llevara la carpeta a la dirección de Hong Kong no creas que le atendí mal; le animé a que se tomara un té con galletas, procuré distraerle de su idea fija enseñándole las fotos de la excursión, y, por último, le veía tan tenso que me ofrecí para hacerle un masaje relajante en el cráneo, de esos cursillos que estoy empezando.
-¿Y se lo hiciste? ¿Como los de la peluquería?
-Ni hablar. Lo que te contaba de la represión. No quiso, pero la propuesta sirvió al menos para que reaccionara. Cogió la carpeta, la cerró, dijo algo como «Cuando esta gente haya vuelto ya nos relajaremos» y se fue.
Wu era un hombre muy reprimido, y además muy cobarde. Le había hecho falta un grado muy apreciable de deses-
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peración, amén de la rebeldía de los tímidos, para perder toda discreción y recato, lucirse imprudentemente con el informe de Derechos Humanos cargado de nombres y apellidos, el suyo y el de Kao entre ellos, a sabiendas de que en cada línea se jugaba un destino concreto. Tenía miedo, de todo, de su jefe inmediato y de los siguientes, de los poderosos amigos de San-lu, de los dirigentes de los que dependía el lugar de trabajo de su mujer. Tenía terror de la fría página que añadía al expediente sobre él cada año algún burócrata desconocido y, por tórrido que fuese el calor, se helaban sus dedos cuando recibía un sobre cuyo remite no le era familiar. Tenía miedo, y una tristeza profunda, ante los apareamientos anuales con su esposa y la expresión en los ojos y en el acento de ella, en sus pechos casi desconocidos, pronto lacios, en su maleta modesta ninguno de cuyos olores le era familiar. Por eso se habían puesto de acuerdo en un perfume pastoso, vulgar. Durante el año una gota en las cartas, en los paquetes, en las fotografías y los reencuentros les proporcionaba un lazo estable, íntimo y reconocible. Un ridículo lujo del que sus compañeros se hubieran reído, quizás se reían a sus espaldas.
Máximo era cobarde también y Wu lo sabía. Quizás por eso y porque el extranjero se burlaba de las grandes consignas y no parecían importarle los sistemas políticos ni las ideas Wu había intentado confiar en él. A fin de cuentas era además un hombre como él, con su pequeña familia, un tipo simpático y desenfadado atento a lo suyo y a los suyos, a sus películas y su cámara, perfectamente adaptable por ello. Vera en cambio le inspiraba menos confianza, no por razones concretas o dudas de integridad; quizás simplemente porque era mujer y se movía de una forma impredecible y solitaria. También porque ella tenía una dureza que le hacía sin duda capaz de arriesgarse por ideas pero que a Wu le producía temor, ahíto como estaba de las consignas que habían laminado su vida individual. Máximo, de quien nadie sospechaba, era un tipo condescendiente que agradaba a todos. ¿Por qué no le haría este favor, en el que no corría prácticamente riesgo alguno?
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Sin embargo Máximo había reaccionado con indignación ante la propuesta. Más problemas relacionados con Vera, más estupideces de esa plaga de misioneros sin hábito que fastidian, con sus frustraciones y ocurrencias destempladas, vidas, como la suya, pasablemente felices, naturalmente afortunadas, sin pretensiones. Justo entonces, que iban a poder traer a Marcos -los chinos eran capaces de retrasar al infinito la cuestión burocrática-, que comenzaba a perfilarse ese proyecto de reportaje, que tenía tan buenos amigos. La indignación era una de las formas que el miedo adquiría en Máximo. Wu había acertado en la percepción de ese rasgo común de temor y ductilidad entre él y el extranjero, pero no había sabido advertir que su cobardía y la de Wu eran líneas que corrían en direcciones diferentes. Wu llevaba toda su vida -su vida, esa materia que sentía diluírsele rápidamente entre las manos- atemorizado pero no había claudicado llamando a lo que no lo era felicidad, y guardaba, pese a él mismo, reservas de compasión que de ninguna manera hubiera querido expresar porque nada tenían que ver con la religión oficial del Culto a las Amplias Masas y la anulación del individuo en pro del servicio a entes impersonales. Wu conocía las técnicas de supervivencia que la necesidad había impuesto a sus compatriotas, el guardar las apariencias y el egoísmo violento, las leyes del hormiguero cuyos habitantes todos los días se vertían por millones en las calles, tropezaban, trepaban unos sobre otros, se ignoraban, empujaban y eludían. Había que mantenerse igual entre sus iguales y soterrado e inadvertido bajo los poderosos. Cumplía las reglas con temor, sentía aprensión en cuanto la velocidad de un coche aumentaba y ante la idea de ir en avión, evitaba los lugares oscuros y las calles solitarias. Sin embargo ahí estaba, con su carpeta. Hasta Kao lo ignoraba, pero no la llevaba únicamente por su mujer, por él, por su descendencia, no intentaba hacerla salir del país por su pequeño lote de felicidad, no por eso sólo. En Wu, hormiga entre millones, existía ese repliegue de interés por otros, cuyas situaciones percibía y compartía, aunque procurara no decírselo ni a sí mismo y maldijera el suple-
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mentó de angustia que aquello proporcionaba a su corazón de hombre cobarde.
La cobardía de Máximo era adecuada, rentable y oportuna. Le convertía en un apacible e inofensivo interlocutor para los machos agresivos de la especie, le daba un aura de distanciamiento conmovedor, perspicaz, allá donde los otros se embarcaban en polémicas, luchas y altercados; le favorecía como esos colores que combinan con todo. Era oportuna porque, del paradigma de las virtudes, fue en su país y en su tiempo la cobardía la que comenzó un irresistible ascenso hasta las cimas de las postmodernidad. Los riesgos, excepto en las lides gastronómicas, eróticas y vagamente sentimentales, estaban francamente mal vistos, la cobardía glorificada, asumida, racionalizada y glosada se había convertido en el motto de esos años, en el ingrediente indispensable para los antídotos contra la solidaridad, el valor, la generosidad o cualquier forma de grandeza, especialmente contra esa grandeza inconfundible que se distingue siempre por el tipo de enemigos a los que se ataca, por los hechos que despiertan indignación. Máximo sólo se permitía el enfrentamiento o el pequeño riesgo cuando le constaba la debilidad o escasa relevancia del adversario. Nunca ante los peligrosos, poderosos, de los que dependía en algo su entorno. Ese inteligente mecanismo era una de las claves de su felicidad, de su alegre filtro, percepción y selección de las experiencias diarias. En Hong Kong, esos días, no engañaba a Bety. ¿Cómo hubiera engañado a la absoluta mujer de su vida? Simplemente se dejaba hacer, más interesado en las variaciones de la carne color marfil y la tela de terciopelo negro que en la respuesta sexual que pudieran dar sus genitales a los movimientos deslizantes de la muchacha asiática. El cuerpo de ella aparecía y desaparecía entre los pliegues del tejido untuoso, profundo; piel y sombra se movían con la lentitud de las algas. ¿Cómo no ser fiel a Bety y contarle a la vuelta que la luz era extraña y que él había asociado el ribete dorado del terciopelo y el temblor de las lamparillas con un vago sentimiento de necrofilia? ¿A quién sino a Bety contarle eso? Ella, que miraba por sus ojos y ofrecía a Máximo los femeninos dones de su silencio y su admiración
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cuando él, entre los amigos, hacía brillantes, provocadores comentarios y mostraba sus obras.
Bety había acumulado gotitas de acíbar, que esos días se habían deslizado desde distintos puntos para converger en su boca. Rossa revisaba sus libros de Derecho para incorporarse a la vuelta al gabinete. Máximo hablaba de chicas con las que había trabajado y preparaban vídeos. Vera presumía con su sola presencia de independencia y libertad, complaciéndose en interrumpir al grupo de hombres por el simple placer de llevarles la contraria en el comentario de los sucesos mundiales, en política o en Historia. Su familia, sobre todo la madre de Bety, había insistido en que estudiase cuando ella y Máximo decidieron casarse, que siguiera estudiando. El convencionalismo burgués de los papeles. Ahí estaban los compañeros y compañeras de Máximo, intelectuales, dogmáticos, descontentos, con diplomas universitarios que no les habían servido para gran cosa… No es que ella estuviera acomplejada, oh, no. Bety se reafirmaba en su entidad alegre, primigenia, vital y espontánea, no encerrada entre las paredes de un trabajo estable ni avalada por un título. Que esos intelectuales la vieran como la mujer -amada, indispensable- de Máximo, la madre de Marcos, la hospitalaria compañera que animaba las tertulias, no la molestaba. Si alguno era tan imbécil como para juzgar a una persona por sus papeles, por su falta de licenciatura, eso no podía afectarla. Pero la diminuta gota de acíbar le llegaba pese a todo, favorecida en ciertas ocasiones por la pendiente de las horas bajas.
Cuando salió del concierto en el consulado de Francia Bety estaba orgullosa de sí misma, vivía una ocasión especial y retrasaba una experiencia absolutamente nueva. Antes, durante y a la salida del concierto había tenido una intensa actividad social: saludos, amigos, presentaciones, risas, explicaciones sobre el trabajo y el viaje de Máximo, invitaciones para alguna reunión. Había asistido al concierto como un desafío, en realidad al salir de su casa no le apetecía nada ir y durante toda la primera parte estuvo sentada
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recta en su silla, lamentando que el espectáculo no exigiera la oscuridad acogedora de las salas de cine. Luego fue mejor, encontró a Maurice, se cambió de asiento, y a la salida allí estaba el coche, uno de los raros coches particulares, de él.
Bety vivía una experiencia insólita: no había pasado un día completo sola en su vida, no había dormido sola en una casa jamás. ¡Qué agradable era ir en el coche con Maurice, hablar ambos de las obras y proyectos de Máximo! Un día, cuando volviese a Europa, ella se decidiría a comprar su propio coche y a conducirlo, aunque, a decir verdad, siempre tenían una nube de amigos motorizados con los que salían y ella se movía perfectamente con transportes públicos. ¡Qué segura la mano de Maurice que cambiaba las marchas y enfilaba las avenidas, tan silenciosas y sombrías en aquel país sin vida nocturna! Maurice llevaba la camisa de rayas arremangada hasta el codo, el pelo rizado y frotado con una colonia que Bety no había percibido hasta entonces. Era el tipo en quien se puede tener confianza, cuando volvieran a Europa visitarían su ciudad, irían a su casa, estaba acordado. ¿No tenía que haber vuelto ya Máximo de Hong Kong? Sí, respondía ella con el súbito regusto del acíbar, pero él quería completar la lista de compras y encargos. ¿Cómo resultaron las fotos últimas? Extraordinarias, aseguraba Bety, extraordinarias. Podía enseñárselas, lo que pasaba es que nunca había ocasión. De perfil, así, contra la sombra de los árboles de la avenida y a la pálida luz, Maurice parecía más firme, más definido, más mayor. Era un hombre maduro; ni Máximo ni ella, aunque llegaran a viejos, lo serían jamás, personas maduras y sólidas. Lo fuerte no era siempre desagradable ni ofensivo. Maurice era fuerte sin provocar. ¿Era muy tarde para ver las fotos? Claro, era muy tarde. Era tarde, pero ¿qué importaba? Cosa de media hora. La casa estaba hecha un desastre porque ella se había quedado charlando hasta las mil con la pareja cubana y había dormido allí. Formidables compañeros.
El licor chino era terriblemente fuerte. La tacita redonda, similar a una huevera, se bebía de golpe y se desintegraba inmediatamente en el pecho produciendo una ola de calor.
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Ninguno de los dos eran grandes bebedores, qué poco agresivo era este hombre, pero tan seguro… A Maurice le gustaba mucho el realismo mágico y Bety le recordaba enormemente a las heroínas de varias novelas sudamericanas, mujeres con nombres de planta o de flor que aparecían como el discreto e indispensable elemento engarzado entre las violentas y complicadas historias de los hombres. Ellas eran retratadas con cuatro trazos: rostros jóvenes, tersos, pacientes, ojos profundos y cuerpos firmes. Decían muy pocas frases, hacían muy pocas cosas y se dejaban hacer bastantes. Por ello eran perfectos personajes femeninos. Hacían gestos de amor, de maternidad, de refugio y de espera, aromatizados como sus nombres. Eran recipientes del sueño varonil de la madre, la amante, la bienhechora. ¿Que Bety a veces lamentaba no ser «intelectual», como la gente de las tertulias? ¡Qué absurdo! Bety era lo auténtico, el pan y la sal de la vida, la compañera. No en vano Máximo la adoraba de forma tan notoria y le dedicaba trabajos. Podía ser, le dijo Bety a Maurice, pero -y el licor parecía ahora agolparse todo en sus ojos y en su garganta- Máximo a veces quizás la olvidaba, la postergaba, rompía su pacto común de compañeros. No se refería a otra mujer, a aventuras de ese tipo. Su relación estaba por encima de la miseria burguesa. A Bety lo que le dolía, y Maurice lo comprendía perfectamente, era la impresión de abandono, de que Máximo pudiera haber hecho trampa. Absurdo, Maurice sacó el pañuelo, absurdo. Ella aspiró en el pañuelo el mismo olor de colonia. Máximo era un gran tipo, y un gran fotógrafo, un futuro realizador, que supeditaba lo cotidiano a cierta estética. Bety era su vida real, eso no debía ella olvidarlo, era la tierra y las cosas elementales sin las que Máximo no hubiera sobrevivido un minuto, al menos no en plena forma, como se le veía que estaba. Y era todo gracias a ella.
Bety tenía unas piernas muy bonitas cuya visión era de agradecer en el panorama de pantalones, enormes faldas plisadas y pantorrillas lívidas. Llevaba esas amplias y ligeras faldas de colores, se había descalzado y recogido el vuelo para sentarse encima del sofá. Le devolvió el pañuelo, tibio de lágrimas, luego se lo volvió a pedir para restañar una
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segunda erupción de tristeza, más abundante que la primera, y con mayor impresión de abandono y soledad por parte de Máximo, con quien hubiera debido contar y estaba mucho más lejos que la simple distancia. Pero enseguida fue todo más fácil. Eran amigos, los tres eran amigos, estuviera Máximo o no estuviera. Maurice pasaba la mano por el pelo, oscuro y crespo, del que se había deslizado hasta caer un pasador de concha. El pelo, vecino de los sollozos y de la tibia piel. Bety le contaba cosas, a veces incluso se reía. La sala parecía clara y grande con la luz tamizada de la única lámpara, prolongada en sorprendentes espacios de sombra, distinta. Era muy agradable meter los dedos en el pelo de Maurice, entre aquellos rizos espesos y grandes que se enredaban en sus pulseras. Qué suerte estar por encima, estar lejos de las tristes historias de adulterio de matrimonios burgueses. Qué tenía que ver la libertad en la relación con la fidelidad. Contaría a Máximo lo ocurrido esa noche, se dijo Bety. Charlaría con Máximo un día sobre esto, se dijo Maurice. Una forma más de confianza. Un lazo más de afecto. Fugazmente Bety pensó que era la primera vez que iba a cumplirse la normalidad, tantas veces comentada en teoría, de la relación sexual con un tercero. Lo supo cuando advirtió que el cuerpo le pedía acercarse, tocar, estar con Maurice, y si el cuerpo lo pedía era, en todos los sentidos, bueno.
Con la mano libre buscó y puso una cinta de música, el perezoso blues que le había servido de fondo, junto a Máximo, en tantas veladas. Tuvo aún dos breves momentos de inquietud: uno ante la idea, que rechazó, de ir al dormitorio. No, se quedarían en el salón, sobre la alfombra o el sofá. El otro cuando se desvistieron y, entre las nubes del licor, percibió que iba irremediablemente a hacer aquello sobre lo que había hablado y leído pero nunca puesto en práctica: acostarse con otro hombre. No tenía por qué cambiar su relación con Máximo. Era con Maurice con quien estaba, temporalmente. Tuvo luego un momento de pánico, cuando el cuerpo reaccionó ante el otro cuerpo, espontáneamente, indiferente a que fuese amigo o ajeno. Tuvo miedo y se sintió contenta de saber que iba a vencer ese miedo sola
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y sin esfuerzo. Era el miedo que quería tener, el que marcaba, con ese acto al que ya se había lanzado, su iniciación a la edad definitivamente adulta, su autonomía tantas veces discutida, tantas puesta en tela de juicio por aquellos, por aquellas intelectuales, total porque trabajaban unas horas fuera de su casa o tenían un papel oficial. Ya no existía posible retroceso; se había traspasado la frontera entre el deseo y la ternura y su mano se deslizaba por el muslo de Maurice en el tanteo preliminar que eleva el ansia y el ardor. Qué delicia transgredir el último tabú de sus padres, pensar en el pequeño escándalo que esas cosas todavía suponían, pobres, para algunos amigos de Valladolid, incluso para los que presumían de avanzados. Se sintió grande, transgresora y afirmada, justo con cierta encantadora dosis de inseguridad. Como en sus películas favoritas. Maurice avanzaba, no conquistando, sino protegiendo un terreno amigo.
Habían cambiado de la alfombra al sofá y del sofá otra vez abajo, hasta acabar en el rincón de los cojines grandes y el paisaje de rafia, el menos iluminado y el más alejado de los utensilios de la vida diaria. Ya, ya no había más preludios, ya llegaba la transgresión en forma de una dureza de músculos concreta como un arma, haciendo jirones su traje de primera comunión, su traje de boda. Bety había hecho el amor con alguien que no era su marido, y ahí seguían, los tres tan compañeros. Qué hubiera dicho ahora de ella la panda de supuestas liberadas, las que volvían a casa por la tarde para enfundarse el uniforme de señora de hogar, las que se habían quedado solas porque no había hombre que las aguantara, porque no sabían compaginar, las que pretendían destronar a la Pasión. Sin hablar de las amargadas, las insatisfechas supuestamente politizadas, como las dos pobres del grupo de Valladolid a las que Máximo no podía soportar.
¿La quería Maurice? No, no debía haber dejado infiltrarse una idea tan convencional… pero ¿la quería? ¿Estaba quizás locamente enamorado de ella? Bety tuvo una sonrisa de indulgencia hacia sí misma. Ella era mujer y no podía evitar una leve, instantánea concesión al esquema tradicional, aunque lo suyo con Máximo, con Maurice, no tuviera
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nada que ver con el país de celos ultramontanos muerto y sepultado bajo las paletadas del mundo moderno.
-Máximo y yo somos muy compañeros, muy amigos -se sintió obligada a decir-. Quiero mucho a Máximo.
-Y yo le estimo, os estimo, un montón. Es un gran tipo -respondió Maurice-. Nada va a quitarle nada a él.
-Por supuesto- dijo Bety.
Pero durante un segundo experimentó algo parecido a la decepción.
Por la mañana abrió las ventanas como un victorioso general romano. Ordenó la casa, encontró excelentes sus diseños textiles y sus piezas de alfarería. Lamentó incluso la ausencia de Vera, de cuya enojosa independencia hubiera podido ahora reírse, mirarla y casi compadecerla desde su condición de liberada. Maurice se había ido muy temprano porque tenía un trabajo. Ella retardó abrir los ojos. Esa tarde pasaría por casa de Rossa, la sacaría de sus libros de Derecho, la sorprendería sin duda con sus confidencias, seguro que no la creía capaz.
Con sus recuerdos de la noche anterior como un certificado de autonomía en el bolsillo, Bety esperó, ansiosa, la llegada de Máximo.
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Amor Vacui
Tingri es una ciudad muy antigua, tanto que parece alejarse, empequeñecerse ante la proximidad de forasteros. Es su maniobra de defensa. Al tiempo se mimetiza con el suelo, el paisaje de fondo y el mismo viento. La gente se retrotrae a sus viviendas, calentadas con la respiración y el vaho de los animales. Nada parece indicar grandes hallazgos.
Joma se vuelve sonriente:
-Aquí está lo que vamos a enseñarle. Luego nos mostrará su foto con el Dalai Lama. Mis compañeros están ansiosos por ver a Su Santidad.
-Cuando haya encontrado a la persona que busco- responde Vera, reacia.
-Venga, venga. Sólo se puede subir andando.
Hay una odiosa cuesta algo apartada del pueblo y jalonada de banderas de plegaria. Vera se pregunta si su falta de religiosidad, su ausencia de fe, no se debe en buena parte al rencor acumulado contra las cuestas, que preceden invariablemente a iglesias y templos. Todas deberían ser siempre hacia abajo, se dice Vera. ¿Y ahora qué le espera? ¿Un exquisito cuchillo ceremonial? ¿Una estatua de oro escapada milagrosamente a la rapacidad de los chinos? ¿Un diente de Buda que ha sobrevivido a la Revolución Cultural? ¿La graciosa oferta de un tapiz de tigre, que deberá, muy a su pesar, rechazar? ¿Manuscritos? Habían llegado a la ultima plataforma y Joma hablaba con los monjes, que les desviaron hacia una disimulada puertecilla lateral. En el interior, les hicieron sentar y les ofrecieron un puré claro de tsampa2
2Tsampa: harina de cereal, base de la alimentación tradicional tibetana.
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y, conmovedor regalo en la monotonía de su dieta, una mandarina arrugada y venida quién sabe de dónde. Los monjes suplían su absoluto desconocimiento del inglés con grandes sonrisas y todo en ellos resultaba más familiar y sencillo que en las congregaciones del Jokang o Sera. Joma la miraba con un gesto de petición humilde nada usual en él. Vera acabó por comprender. Miró a los monjes, ninguno de los cuales parecía un peligroso espía chino, y preguntó a Joma:
-¿Crees que quieren ver ahora la fotografía?
-¡Oh, sí, si usted quiere, sí!
El alborozo y reverencia de los monjes ante la imagen fue tan genuino que Vera lamentó no disponer de fotos únicamente del Dalai Lama, en las que no apareciera ella misma. Se sintió como si hubiera sido introducida en una estampita de primera comunión, entre el Espíritu Santo y Dios Padre, o haciendo camino codo a codo con el Sagrado Corazón de Jesús. Hubo un aluvión de preguntas, que Joma capeó con notable eficacia. Luego indicó a Vera que guardarse la foto y, levantándose, le dijo:
-Ahora voy a mostrarle lo que valía la pena venir a ver. Estamos seguros de que a usted le interesará.
Se detuvieron en una especie de antesala con cortinas verdes que separaban otras habitaciones al fondo. Los muros no tenían más decorado que unas franjas de color. El pequeño monasterio disimulaba bien sus grandes tesoros. Los monjes entraron primero y luego le hicieron seña de pasar. Y allí estaba lo que la habían llevado a ver. Tendría unos cincuenta y tantos años, era alto y grueso y se llamaba Ladzlo.
Tanto él como Vera no encontraron, en los primeros momentos, ninguna frase que decirse. Vera observó que aquel occidental tenía en torno objetos cotidianos y estaba vestido no de camino sino con casera comodidad. La habitación se encontraba caldeada -y ello se agradecía en el frío creciente de la tarde-por un brasero. El rompió el hielo, despejó un resto de irritación que Vera creyó distinguir en sus ojos y alargó la mano presentándose. Ella respondió escuetamente por su nombre también. Los monjes intervinieron y se
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pusieron a hablar con el hombre en un chino poco fluido por ambas partes. A su vez Joma le dijo a ella:
-El señor estaba prevenido de que pasaría una visitante; los monjes se lo explicaron y él aceptó.
-¿Seguro?
-Él lleva aquí estudiando unos meses, conoce muchas cosas bien, estábamos convencidos de que para usted sería de gran interés encontrarle. No es un turista. Para nosotros, es la primera vez que tenemos alguien así.
-Joma, creo que algunos occidentales se han quedado, incluso durante largos períodos de tiempo, en monasterios tibetanos, como ocurre en Nepal o la India.
-Aquí no es frecuente, por razones políticas, ya sabe. Sin embargo, se ha vuelto factible, en ciertas ocasiones. Quizás el señor Ladzlo le explicará.
-Dejemos las conversaciones cruzadas- Ladzlo se había dirigido directamente a ella.
-Desde luego en mi acuerdo con el abad y con… digamos los poderes fácticos locales no figuraba mi inclusión en el patrimonio artístico del monasterio, pero entiendo que tienen especial empeño en ocuparse de usted, al tiempo que me proporcionan un paréntesis de vida social.
-¿No ha tratado con otros viajeros?
-Hace meses.
-Y está usted aquí por meditación, motivos religiosos, supongo.
-En absoluto. Estudio. Preparo un trabajo, lo cual precisa de no poca meditación. La comunidad es extraordinariamente amable conmigo, los monjes son muy simpáticos. No les demos la impresión de que estoy enfadado.
Ladzlo dedicó sonrisas y gestos campechanos a los monjes a su alrededor, les ofreció té, que denegaron. Según tradujo Joma, dejarían charlar tranquilos a los dos extranjeros y vendrían más tarde para ofrecerles una cena especial, incluso con carne de primera calidad. Los tibetanos salieron. Con desordenada fugacidad, Vera recordó la hospitalidad de los esquimales, que incluye el préstamo de la esposa,
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y se preguntó si los bondadosos monjes, conmovidos por el aislamiento del robusto europeo, no habían facilitado el encuentro como se aparean gatos de especies difícilmente localizables. En verdad resultaba escasamente imaginable que la hubieran llevado como geisha de emergencia, algo entrada en años. Además en el monasterio no podían dormir mujeres. El por su parte, se preguntaba los límites del favor que habían pretendido hacerle al proporcionarle una inter-locutora occidental. La mujer había perdido la frescura de la juventud pero le quedaba la de la curiosidad, que vibraba en palabras aún no pronunciadas por su boca, brillante de grasa contra las grietas. Podía ser alguien que trabajaba para una organización internacional, o, lo cual era muy difícil, que se interesaba por los mismos manuscritos sobre los que él estaba trabajando. Al saber su nacionalidad, le estrechó la mano de nuevo:
-¡Así que somos vecinos!
-¿Vecinos?- se extrañó Vera.
-Naturalmente. Los opuestos se tocan. España y la Unión Soviética tienen mucho en común. Países de grandes locos. ¿Quién conoce mejor que nosotros El Quijote? ¿Quién mira a extensiones desiertas, al final del continente?
-¿De dónde es usted?
-Soy ruso, soy un ruso… gris. Mi madre no lo era, sólo soviética y se negó a considerarse tal. Aunque vivimos largo tiempo en Moscú, la ciudad de mi padre, mi madre suspiraba por su tierra natal.
-¿Lo de gris va por ni blanco ni rojo?
-Como la gran mayoría a estas alturas, señora. Bueno, fundamentalmente soy un científico, especie en la que el colorido tiene, por fortuna, escasa importancia.
Ladzlo era en realidad una persona hospitalaria y cordial. Superado el sentimiento inicial de transgresión del territorio, parecía gozar preparando para su huéspeda un té meticuloso, colocándola en el lugar más cómodo y avivando el brasero.
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-Esto es un auténtico té y no la sopa de grasa que hacen aquí. Claro, que no tengo mi samovar, suelo viajar con él al extranjero, pero no en estas circunstancias, ya imagina. Incluso lo llevé al Japón, cosa que les molestaba muchísimo. Cuando ellos aludían a la guerra ruso-japonesa, yo preparaba mi propia ceremonia del té. Aquí son mucho más simpáticos y lo hago a solas para no herir susceptibilidades.
-Ha vivido en Japón.
-He residido en el extranjero en diversas ocasiones. ¿Le importa ayudarme a desmenuzar el azúcar?
Y le tendía a Vera un bloque marrón oscuro.
-No me diga que no tiene usted vodka- dijo Vera observando una damajuana.
-Piensa usted mal. Me he propuesto ceñirme a las reglas de esta gente. Ni tabaco ni alcohol en el recinto. De hecho, dejé de fumar hace dos años.
La charla era continua, variada e inconexa, saltaban del pasado al previsible inmediato futuro, de las creencias religiosas a las relaciones familiares, para luego embarcarse en largas descripciones de la transición política, la vida en la Unión Soviética, los estragos del integrismo y la pujanza económica de Asia.
-¿Quiénes son?
Vera sostenía un retrato doble: un niño espigado, casi adolescente, y otro de unos tres años con unos inmensos y asombrados ojos azul pálido. Tenía un inicio de sonrisa, la sonrisa tímida de quien comienza a asomarse a la ventana del mundo, y el pelo se levantaba en remolinos dorados y castaños. Estaba vestido con un traje festivo, rojo y azul, con un gran cuello blanco sobre el que la garganta y la cabecita parecían más frágiles. Como suele ocurrir en las mujeres de su edad, Vera sintió una punzada de ternura hacia la inocencia del cachorro y la perfecta suavidad de los mechones sobre la frente.
-Son mis hijos- dijo Ladzlo. A éste lo dejé con poco más de tres años. ¡Lo que habrá cambiado a la vuelta! No pensaba tener más pero se presentó. En realidad creo que
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mi mujer se sentía sola y le encantó la idea de ocuparse de un bebé.
El ruso pareció esperar que Vera, a su vez, pusiera una fotografía familiar sobre la mesa, pero no fue así; ella era consciente de esa incongruencia, esa asimetría entre sí misma y la gente de su especie, de su capa de edad. Por razones que ignoraba, Ladzlo le recordaba a alguien vaga y lejanamente conocido, alguien ampuloso, grueso, de ojos claros como aquéllos. Le recordaba a Clara. Pero Clara no llevaba fotos de hijos ni de nietos, era acerada y sardónica, con un acero de filo poco ejercitado, en desuso, guardado en la alacena de cristal de sus pupilas tranquilas, tristes.
Más tarde Vera recordaría esas horas en Tingri como una especie de larga borrachera interrumpida, sólo para tomar fuerzas, por comidas, aseo, un breve descanso. Una de esas borracheras secas que se ríen del recurso a las drogas y llenan sus copas de pensamientos, de pensamientos, de pensamientos.
A veces Vera echaba un vistazo al nivel de la damajuana, insegura de su memoria.
-Ladzlo, ¿está seguro de que no hemos bebido nada? ¿ni siquiera brandy chino?, ¿o un aguardiente local? ¿Qué hierbas quema usted en el brasero?
-¿Cuál es su terreno, Vera? ¿Física como yo? No me lo parece.
-Pero me interesa la Física, aunque no tengo categoría científica alguna. ¿Por qué está aquí? ¿Qué es exactamente lo que estudia usted?
-El Vacío. Con mayúscula.
Ladzlo pasó las manos por una vasija, del cuello a la base, y continuó:
-No me refiero a la Nada, a la ausencia de entidad. Hablo de ese Vacío que los occidentales estamos empezando a conocer, el complemento indispensable de la forma. La Física está dando los primeros pasos por un Universo hueco, y eso es lo que yo estoy intentando explorar en los últimos años, primero en Japón, después aquí.
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-Se está refiriendo al Zen, ¿no?, a la relación forma/espacio, a la necesidad de la forma para concebir el vacío.
-Me estoy refiriendo a la física cuántica y a la física subatómica, por las que, tengo la impresión, usted se interesa aunque no sea del gremio. No habrán estado, a fin de cuentas, tan desencaminados estos monjes cuando consideraron que teníamos algo que decirnos.
-Han estado desencaminadísimos; no tienen la menor idea de cuáles son mis conocimientos ni a qué me dedico.
-Pero tienen una rara habilidad para ver quién busca y lo que busca.
-Quizás el Vacío.
Vera había hablado en un tono de voz muy bajo. El hombre corpulento, cargado de vitalidad y de afectos terrenales, había sentido la misma mordedura que ella, había entrevisto, al mismo borde de la búsqueda de la belleza y de las sensaciones, el espacio tremendo, como un eco, de la ausencia de todas las cosas, de su estar y no estar en el instante anterior o en el instante siguiente. El, probablemente con mayor fortuna que ella, había hincado los dientes una y otra vez en los placeres de la vida, había besado las formas, lamido, gustado su sabor.
-Pase por aquí.
Ladzlo levantó una cortina que parecía simplemente adornar un muro y que daba en realidad acceso a un pasillo.
-Éste es mi cuarto de trabajo.
Vera había esperado encontrarse una sala de meditación, un santuario ornado de budas benignos, sutras y mándalas tradicionales. En su lugar se encontraba en una mezcla de biblioteca, despacho y capilla, pero los mándalas y las tankas no reproducían dibujos familiares.
-¿Qué es?- señaló el mándala sobre la pared.
-Un chip, un circuito. Pero en realidad podría ser también un esquema de meditación, en general lo que tengo participa de ambas características.
-¡Qué mezcla!
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Vera examinó algunos de los objetos. En una mesa aparte, cubierto por dos telas de seda amarilla, blanca y dorada estaba un manuscrito. Ladzlo respondió a su muda interrogación.
-Por esto me quedé aquí. Es una copia, extremadamente fidedigna, del Tchang Tchen Gyi Zindi, la obra maestra del budismo tibetano. Todos los días dos monjes me ayudan a traducir al chino algunos pasajes. Para los de especial interés hay un muchacho del pueblo vecino que sabe inglés, no mucho peor que yo, y me los traduce y explica. No soy un filólogo ni me interesa la Historia de las Religiones. Me muevo en física subatómica, en un… elemento, el sunyata en sánscrito, el ku en japonés, el vacío para nosotros, que parece ser el último mare tenebrosum de la Física, el primer y último reducto de la realidad, como si ésta fuera una esponja que apretamos y dejamos luego distenderse. No es la Nada; es la potencia total del ser, del Universo.
-Hui-Neng se parece a Georges Cahen, o, mejor dicho, Cahen a Hui-Neng-observó Vera.
– Con la particularidad de que Cahen es un físico contemporáneo y Huí, al que los japoneses llaman Eno, un reformador zen del siglo VIII a.d.C, el apóstol de la Vacuidad.
-Mucho viaje para encontrarnos sin materia- Vera se rió y chasqueó los dedos como un prestidigitador. -Eno se burlaría si nos viera. Tras todo ese tiempo transcurrido bregando con la Naturaleza, rompiéndola y ensamblándola, exprimiéndole su energía, llegamos al siglo XX y nos enteramos de que el Universo es una esponja ocupada en su mayor parte por materia negra, desconocida, un palacio absurdo, de grandes estancias sin amueblar. Personalmente, le confieso que me repugna estar hecha básicamente de oscuridad. ¡Qué decepción!, ¿no?
-Su visión es, si se quiere, poética pero inexacta. Olvida el puré de neutrinos que se agita en esas burbujas rellenas de vacío. Los neutrinos no tienen materia, apenas masa, pero sí tremendas cantidades de energía, un recuerdo de la que formó el cosmos en la explosión inicial.
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El ruso hablaba con paciencia pedagógica; como si hubiera esperado más rigor pero se conformase con la superficialidad de Vera, que se veía como en los ballets danzando por gigantescas esferas de jaspe cuyos lejanos techos de materia se perdían de vista, mientras él tomaba muestras de lo inexistente para analizarlo.
-Le diré que envidio los tiempos de la Física tradicional-explicó Ladzlo-, el razonamiento lineal verificable, cartesiano. Busco a saltos, manejo el principio de incertidumbre, me veo obligado a utilizar variables que excluyen la precisión garantizada a numerosos niveles teóricos. En mis conversaciones con científicos japoneses admiraba su serenidad, su profilaxis de ruidos parásitos que turbaran su objeto de estudio. Añoraré largo tiempo aquellas salas relajantes con vistas a un minúsculo jardín.
-Los japoneses me parecen de una delicadeza temible -observó Vera-. Podrían meterme astillas en las uñas con la misma dulzura que podan un bonsai. Es precisamente su contradicción refinamiento-brutalidad lo que me inquieta. ¿A usted no?
Ladzlo se encogió de hombros, puso en la mesa el plato de dulces traído por los monjes y mascó un bizcocho seco y crujiente mientras pensaba en la imagen con la que Vera traducía el Vacío. Ya se había hecho a la idea de que no tenía ante sí a un científico teórico con el que hubiera podido desmenuzar durante largas veladas ecuaciones y fórmulas, sino solamente una humanista cuya curiosidad la había llevado al contacto con ciertos nombres y teorías. No lamentaba sin embargo el tiempo empleado en la conversación. Los proyectos solitarios agradecen, aunque no lo reconozcan, las interrupciones pasajeras impuestas por las circunstancias. Él buscaba los puntos de contacto entre la percepción oriental de un cosmos hueco y holístico y los últimos descubrimientos de la ciencia. Vera integraba a sí misma y a su época en esa vastedad de existencias efímeras, en esa duplicidad incesante de oquedades, energía, formas, y planteaba el gran conflicto de Prometeo, que tal vez no
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intentó sólo robar el fuego sino también la chispa de la individualidad.
Ladzlo se consideraba un eslavo y tenía por ello la esperanza de ejercitar una facultad puente entre el ansioso pragmatismo europeo y la desvaída especulación de los asiáticos. Miraba su torso y brazos peludos y sus pómulos marcados, los ojos rasgados y el iris azul. Del mismo modo era posible que su cráneo encerrase una mezcla de ondulaciones, un paisaje cortical fronterizo de los presocráticos y de los meditadores del Este. Miró a Vera y dijo:
-¿Sabe? Se me ha ocurrido, hablando con usted, que durante mis investigaciones en países del Extremo Oriente he perseguido, paralelamente al objeto principal de mis estudios, una meta oculta: la obtención de un método de conocimiento más inmediato que los habituales. Ellos hablaban de algo que traducimos por intuición, pero que no es exactamente eso. Bueno, la ciencia conoce esas bruscas iluminaciones globales tras interminables vueltas en torno a un problema, y sabemos que en realidad es la punta luminosa de un iceberg en el que el cerebro ha estado trabajando largo tiempo en silencio. Si en Física ya no hay líneas y cadenas sino saltos y espacios, ¿por qué no ocurriría lo mismo en el proceso de pensamiento?
Vera descubrió con gran cuidado el libro cubierto con telas. Pensó que sus hojas podrían estar en blanco, haber sido leídas por el ciego Borges. Dijo:
-Pese a las modas orientalistas, usted sabe que la gente seria de Occidente tiene un razonable y comprensible miedo a dar la espalda al sendero lógico. Solía ser lento pero seguro, nos ha dado la revolución tecnológica, nos ha hecho vivir mejor -véase la imitación masiva japonesa- y nos ha proporcionado un sano respeto por el rigor; hay menos dictaduras cuando dos y dos no son cinco. La experiencia nazi nos vacunó un tiempo contra el vitalismo y las corrientes irracionales. Pero se nos ha quedado pequeño Descartes.
-No, Vera, no para gran parte de la Humanidad, que ciertamente lo precisa. Sin embargo necesitamos más método-
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logias, quizás no tan fiables, para aventurarnos en espacios más amplios.
Tras Ladzlo se extendían anaqueles con pilas de cuadernos y fichas. Podían abrirse a una extensión infinitamente fría, lógica e inabarcable. Vera observaba una pequeña caligrafía japonesa, el simplicísimo dibujo y los caracteres ocupando no más del diez por ciento de la superficie blanca. Ladzlo tragó los restos harinosos del dulce y continuó:
-Hablamos de cuanto existe agrupado o disperso en estructuras cuyo reverso no conocemos. Trabajamos con cálculos de tiempo y de distancias concebibles sólo sobre el papel. Cuando las cosas se mueven a esos niveles no conciernen al ser humano. Sin embargo científicamente interesan, llegan a despertar pasión.
-¿Qué sacó usted en limpio de su estancia en Japón?-preguntó Vera.
-Investigué esto que ve usted aquí- Ladzlo señaló con el índice el espacio virgen de la pintura, -la inmovilidad que forma parte de sus movimientos de danza, los silencios en la música. Anteriormente había leído comentarios sobre el concepto de espacio en el pensamiento budista Mahayana, su mezcla con algo de taoísmo y su resultado en el Tch’an chino y el Zen japonés. Ignoraba la esencia potencial que ellos dan al Vacío, ligada al carácter de transitoriedad de las formas. Como físico, me sorprendió, había intuiciones de notable agudeza. Un poco como les hubiera ocurrido a los Curie leyendo a los atomistas griegos.
De algún lugar del templo llegaban los rumores de los ritos vespertinos, muy atenuados por los muros. Habría monjes sentados en filas, repitiendo los mismos mantras, balanceando la cabeza, rodeados de imágenes unas serenas y otras con colmillos y cuernos, salidas de una feria grotesca. Habría allí y a cientos, y a miles de kilómetros, devotos de gestos automáticos y sonrisa insufrible, beatos, congregaciones marianas, muchachas bendiciendo la autoridad marital y el tchador, testigos de Jehová y testigos de Escrivá, ayatollas, gurús y asistentes a sus cursillos en Mallorca, el infinito aburrimiento de las iglesias protestantes y los cristos
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con cabello humano de Sevilla. Vera quizás había soñado con una reserva para el escéptico, un refugio compartido con los exiliados dioses griegos y con un Dios que supiera reír, un terreno lejos por igual de la Cruzada y de la deificación del provecho presente. Y ahora resultaba que hasta eso lo robaban, hasta el vacío estaba ocupado y explorado por una metafísica antigua en la cual su yo no tenía más peso que un grano de polvo planetario.
-¿Y qué me dice del bodhi, de la iluminación, la comprensión inmediata? ¿Pudo usted mantenerse dentro de los límites de la Física o se vio insensiblemente empujado hacia lo que nosotros llamaríamos una experiencia mística y ellos percepción directa de la verdad esencial? -preguntó Vera.
Ladzlo dudó antes de responder.
-Realmente… las iluminaciones tienen poco que ver conmigo. Soy un Santo Tomás por partida doble. Me refiero tanto a su querencia científica de pruebas como a su viaje al Oriente, del que habla cierta hagiografía. No, no esperé el satori, la iluminación en japonés. Incluso evitaba el tema, de una forma casi instintiva. Entonces me dije que era por rigor profesional. Más tarde hube de reconocer que en mi rechazo existía, por el contrario, una raíz probablemente religiosa, o política.
-Efectivamente los extremos se tocan, Ladzlo. Por atrevido que parezca decirlo, creo que le entiendo a usted.
-¿De veras? Consigue más que yo mismo. Esas religiones asiáticas son… terriblemente materialistas, ofrecen un universo cíclico, en expansión y en compresión, de materia y energía. Nada más. Los santos y diablos son para la tropa. Nosotros a la religión le pedimos otra cosa, el reflejo del padre o la madre, el amor, el consuelo, e incluso en el colmo de la osadía, la inmortalidad y la prolongación sublimada de nuestras terrenas felicidades. Su mitología es tal vez, en forma de metáfora, nuestra física.
-Luego usted se atuvo al razonamiento cartesiano. «»-A mí me parece a veces que el satori puede ser real. ¿Usted no cree en ciertas… iluminaciones?
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Se había agotado, con el sol, la claridad brumosa que penetraba por la pequeña ventana. Ambos se movían entre dos quinqués y el aura rojiza del brasero. El libro tibetano, cubierto de franjas doradas, adquiría un aspecto mágico.
-Yo no creo absolutamente en nada- afirmó Vera.
-¿Por qué?
-Por esto.
Ella puso la mano delicadamente sobre la mesa. Le invitó a ver la ligera deformación de los huesos, le mostró la limitación de los’ movimientos. Continuó:
-Cuando empezó recurrí sistemáticamente a todos los trucos de la autosugestión y de la fe, a San Judas Tadeo, el Santo Niño del Remedio, la Virgen del Escorial, Avalokitesvara, el Dalai Lama, San Antonio, Santa Rita, quirópatas, acupuntura china, Jesús del Gran Poder, concentración mental, amuletos, ejercicios de voluntad positiva, lectura de libros sagrados abiertos al azar, y hasta a los dioses griegos. Fallaron, por riguroso orden, todos.
-Disculpará si no conozco buena parte de los santos que cita. ¿Qué tal las potencias ocultas?
-No tengo nada contra los autores del primer intento de rebelarse contra un autócrata absoluto que registra la Historia, pero su afición a los bichejos muertos y a utensilios de dudosa limpieza no gozan de mis preferencias.
Quizás ambos recordaron al mismo tiempo las hileras de monstruos que poblaban los infiernos orientales y que habían sido importados, en los tiempos en que la fe del Nazareno era joven, a la imaginería cristiana. Todos ellos eran simples plasmaciones de la maldad y la ignorancia, tapizaban los muros del templo con sus hocicos de cerdo y sus garras de fiera, se retorcían en los híbridos del Bosco, eran el principio de un ascenso que podía resolverse en luz.
-Cuando tienes hijos -él miraba al retrato, en la penumbra- comienzas a desear creer en algo, que tus hijos crean en algo, poderles dar explicaciones. Los años son demasiado cortos para casi todo, incluso para darte tiempo a creer, dejar de creer y volver a creer, cortos para ofrecer a los hijos
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lo que hubieras querido y para que te vean como hubieses deseado.
-No en vano Buda abandonó a su familia; es incompatible con el conocimiento, y con enfrentarse al miedo. Por cierto, Satán carece de Trinidades y de Madres. Sus razones tendrá- Vera sentía esa pequeña perversidad que crece con la aproximación de la sombra.
El ruso parecía moroso, sumido en recuerdos y en divagaciones personales. A la vuelta, ahíto de imágenes estáticas, de danzas cósmicas y átomos, llevaría a los suyos al grande y cálido espectáculo de la iglesia ortodoxa, a aquellas celebraciones deslumbrantes de velas y de iconos que ofrecían un paraíso a la modesta medida de la imaginación humana. Echaba de menos a su mujer. Echaba de menos el olor de la cocina de su casa y las veladas con los amigos.
La entrada de los monjes con la prometida cena cortó las meditaciones y los lanzó a temas más seculares. La carne era, en efecto, de primera calidad y Vera mascaba con una alegría que sólo se logra tras prolongadas abstinencias. Con los bollitos calientes rellenos de verdura que siguieron se reanudó la conversación.
-A mí me echaron del Japón.
-¿Quién?- preguntó Ladzlo.
-Los precios. Es un país extraordinariamente caro. Quizás por lo corto de mi estancia, acosada por el yen, mi opinión difiere de la suya. Pueden ser prejuicios, pero me da miedo el Zen, me da miedo su budismo, y su Sinto.
-¿Dónde encontraría usted creencias más desinteresadas y afables? ¿Quiere el bollo con soja?
-Sí, gracias. Son unos bollos muy de estilo chino, en algo tenía que haber beneficiado a Tingri la invasión. Le explico lo del miedo: nunca estoy segura de que el venerable asceta no vaya a levantarse de repente de la postura de loto en la que medita, dar un grito salvaje y cortarme limpiamente en dos para probar un sable. En Sengaku-ji un monje viejecito explicaba con orgullo que en ese recinto del templo estaban enterrados los cuarenta y siete ronins, unos samurais que, tras vengar a su soberano muerto, se hicieron todos el
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harakiri. La gente habla todavía con veneración allí de los kamikazes de la II Guerra Mundial.
-¿Y qué me dice de los mártires cristianos?
-Tampoco me entusiasman, pero no fue suya la idea de los leones.
-Su ejemplo anterior me recuerda a lo que me contaron en Kyoto sobre el arte de la espada. La hoja, la katana, se elaboraba con una minuciosidad preciosista, hasta el mínimo detalle del adorno. Tras lo cual el artesano segaba un cadáver puesto sobre un montón de arena para verificar el filo. -Ladzlo agitó en el aire una cuchara-. Antiguamente el samurai degollaba al primer campesino que encontraba para probar su espada nueva. Este anecdotario me lo contaron tras una larga charla sobre la espiritualidad y el sentido moral que comporta en Japón el ejercicio de las artes marciales, muy ligadas al Zen. No le negaré que es un mundo que produce fascinación.
-¿Y fascización? Resulta muy difícil conciliar su política en el siglo XX con la compasión budista hacia todos los seres. -Vera tomó la iniciativa de servir más té-. ¿Ha viajado usted por los países del Pacífico? No hay ejército que haya dejado peores recuerdos que el japonés en lo que a crueldad, exterminio y desprecio racial se refiere. En las conversaciones con la gente, en los museos locales de historia contemporánea de Malasia, Singapur, Indonesia, China, en todas partes se habla de la invasión japonesa como infinitamente peor que la de ningún país occidental. Los experimentos médicos con prisioneros tuvieron poco que envidiar a los nazis, y la actitud nacional era una continua apología del culto al Jefe, al Emperador, y del suicidio. Hay una terrible continuidad en esa moral de señores feudales en la que el budismo quizás sea un accidente.
-Me temo, Vera, que sus contactos con los chinos la vuelven parcial. En Rusia sabemos algo del militarismo japonés, tuvimos una guerra con ellos a principios de siglo, cuando invadieron buscando materias primas. Sin embargo hube de reconocer que era admirable la inmutabilidad que logran, la independencia japonesa entre la intencionalidad y el acto,
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entre el medio y la meta. El blanco de la flecha no importa, la muerte del adversario no es relevante, la perfección lograda en la pintura es mayor cuanto menos perseguida. Para Takuan el arte de la espada sólo se domina totalmente cuando el espíritu no se halla afectado por ningún pensamiento de yo y tú, de adversario, vida y muerte. ¿Se da cuenta de que, en realidad, ahí también están persiguiendo el vacío y que ese vacío es generador de la acción?
-¡Exactamente! ¡Ahí quería llegar! -gritó Vera, con excitación muy impropia del tema tratado-. Disociación acto/consecuencia, acto/muerte. ¿Por qué no puede verse como una base potencial de comportamientos fascistas, como una imperturbable esquizofrenia lograda a costa de arduos ejercicios? Todo va hacia la intuición, saltando sobre la inteligencia, el razonamiento, el pensamiento lógico.
-Es la regla de todas las místicas.
-Pero no a nivel de filosofía y moral nacional.
-Consigue mayor eficiencia en las actividades perturbando al mínimo el espíritu.
-¿Y si la perturbación fuera necesaria? ¿Y si el sufrimiento y las conmociones fueran el precio de algo? ¿qué es preferible, el que quiere matar y se encarniza en sus puñaladas o el samurai que, como el esquizofrénico, hunde su sable con tanta indiferencia en el pecho del contrario como en el agua? Obviamente no hay responsabilidad moral.
Ladzlo pareció jugar con un humo y un cigarrillo inexistentes. Luego dijo, moviendo la cabeza y sonriendo:
-Lo lleva usted al extremo.
Acompañado de un monje jovencito, apareció Joma. Le invitaron a compartir lo poco que quedaba de la cena. El rehusó y les explicó, confidencial:
-A decir verdad, tengo amigos en Tingri y me han preparado una pequeña reunión, hasta con música, cintas de grupos modernos traídas de la India.
-¿Y chicas?
Joma chasqueó los dedos y rió.
-Las tibetanas son muy simpáticas- dijo Ladzlo.
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-No le entretendremos, Joma.
-Cuando terminen de charlar llaman. Alguien la acompañará donde descanse.
El chico se despidió. Iba arreglado y se había peinado con cuidado sumo el rebelde pelo negro.
-Si está usted cansado puedo retirarme- sugirió Vera.
-No. A veces trabajo hasta muy tarde. Si usted no está excesivamente fatigada quédese un rato. Voy a preparar más té.
Ladzlo había residido largo tiempo en Japón, ciertamente no con su sueldo de Moscú en rublos. Estaba ahora estudiando en un monasterio de la conflictiva y estratégica zona tibetana sin ser expulsado por los soldados chinos. Vera le veía inclinado sobre el té, cuyos cacharros eran demasiado pequeños para sus grandes manos, las patillas grises casi chamuscadas, un espacio de calva incipiente en la coronilla. El reverso del portarretrato de sus hijos estaba ocupado por la foto de una mujer bastante más joven que él, con gafas; tras ella se distinguía la torre Eiffel.
-Envidio su facilidad para quedarse aquí y en Japón -dijo Vera.
-Tengo un pasaporte que funciona a la perfección en la nueva China: cójase a uno o varios dirigentes locales chinos, déseles una cantidad razonable de dólares. No piden nada mejor que tener un huésped permanente que les paga en divisas.
-¿No temen que sea usted un espía?
-El bloque socialista en pleno ofrecería todos sus documentos secretos en subasta pública si tuviera esperanzas de conseguir una reconversión industrial a cargo de firmas modernas y generosos préstamos occidentales. ¡Ah, los tiempos en blanco y negro de la Guerra Fría!
-¿Los añora, Ladzlo?
-Ni por lo más remoto. Se me hubiera obligado a pasarme la vida trabajando en una base de alta vigilancia. Mi mujer y yo tuvimos algunas experiencias al respecto cuando
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era joven. Me refiero a mi primera esposa, la segunda no es soviética.
Dio varias vueltas al líquido azucarado. Luego continuó:
-No le sirvo para una romántica película de espionaje, disculpe. Ya sé que a ustedes, al otro lado de Europa, les encanta aferrarse hasta el último momento al viejo guión. No sólo lo han hecho cuarenta años por grandes imperativos geopolíticos, no. Cuestión de malas conciencias. Los españoles necesitaban lavar su caos en el Frente Popular y su franquismo manso durante décadas. Los italianos precisaban borrar su apoyo mayoritario a Mussolini, los franceses su Vichy, los menos desarrollados sus complejos de inferioridad y de pobreza. Por eso apoyaron a nuestros sistemas. Porque las democracias, y los demócratas, son en realidad una minoría. ¿Quién hubiera admitido ser cobarde, ineficaz, estúpido, envidioso, servil? Lo fueron millones de personas, y luego, para rescatar su imagen digna y aceptable, no encontraron salida mejor que proclamarse engañadas doncellas, llevar a la pira a sus líderes y loar, por contradicción, los paraísos proletarios; como el mío.
-Europa es otra. Han pasado muchos años.
-¡No! No le estoy hablando sólo de la postguerra. Mi impresión es que hasta prácticamente hoy lo que ustedes llaman sus izquierdas tienen a gala mostrarse benévolamente simpatizantes del comunismo y afines, como si los veinticuatro millones de víctimas de Stalin, los muchos más de Mao Tse-tung, por no hablar de otros países más pequeños, fueran errores fútiles y disculpables por la bondad intrínseca del proyecto.
-Deduzco, Ladzlo, y no se enfade, que prefiere no hablar de la situación en la Unión Soviética. Tampoco se lo he pedido.
-Disculpe. En realidad llevaba demasiado tiempo sin discutir con alguien, y eso no es sano. Recordaba las charlas con mi padre. El estuvo en España, en las brigadas. Le correspondió actuar de enlace entre el Partido Comunista español y las consignas que venían de Moscú. Se consideraba un leninista pero no estaba precisamente satisfecho con
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lo que veía. A la vuelta se casó y se apartó de la política tanto como pudo, no hablaba de ella. Lo de mi madre fue definitivo.
-¿La mataron?
-Oh, no. Nada de eso. Pero contaba cosas terribles que sólo se supieron en Moscú a través de gente como ella. Era ukraniana. ¿Ha oído hablar de la hambruna de 1932, en Ukrania? Stalin ordenó requisar alimentos, animales, tierras. La consecuencia fue que murieron más de diez millones de personas, tres millones de niños. Tal vez usted no sabe nada de ello. Los periódicos occidentales lo silenciaron para que se les permitiera mantener sus corresponsales en la URSS mientras que intelectuales como Wells y Bernard Shaw recorrían comunas modelo, eran festejados con caviar y declaraban que el socialismo era un éxito.
Ladzlo tomó un gran buche, no de té, sino de agua hervida y tibia, y continuó:
-En los últimos años de su vida mi padre solía decir que nunca hubo peor infierno empedrado de mejores intenciones. Si por entonces yo hubiera leído a Gary Zukav, «Los Maestros Danzarines Wu Li», o «El Tao y la Física», de Fritjof Capra, tal vez las relaciones internacionales me hubiesen parecido menos absurdas: hechos, acciones, causas, fines.
-Dudo de la utilidad… funcional del paralelismo entre el misticismo oriental y la física cuántica a ese nivel.
Ambos sorbían el nuevo té, de un sabor tan fuerte que Vera le achacó la especial viveza de sus pensamientos, el chisporroteo generoso de imágenes e ideas que volaban y rebotaban de uno a otro como miríadas de esferas, el deje seco de pasión que éstas producían al ser comprimidas y cascadas en algún molino febril del cerebro.
-La veo poco entusiasta del tema, Vera. Me temo que no va a tener ninguna revelación.
-Espero que no, pero diga, ¿qué proporciona esta investigación? ¿Tiene que ver con lo que describe Bohm en «La totalidad y el orden implicado»?
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-Básicamente sí. La física cuántica muestra que existe una relación no local, una conexión no causal entre elementos distantes. En términos cristianos, nos recuerda a la Comunión de los Santos. Es una concepción holística del Universo puesto que el estado de cada partícula es significativo en relación con la totalidad, y viceversa.
-No habría pues coincidencias. Estaríamos, en efecto, ante una de las ideas más caras al místico oriental y al hombre renacentista: microcosmos y macrocosmos, lo grande y lo pequeño existen en total interdependencia.
Ladzlo asintió y continuó mientras hojeaba unos papeles:
-Con una salvedad: para el renacentista había semejanzas pero no interdependencia sin vínculo aparente, excepto en la magia. Para Wheeler y Feymman la actividad electromagnética de cualquier partícula implica al resto del Universo, cualquier emisión de radio es un acontecimiento cósmico. Luego la sopa de buenas y malas acciones y la rueda de los seres no deja de ser una metáfora cuántica, ¿no?
-Puede ser, pero carente de todo sentido moral, por lo cual estamos en las mismas que si no lo fuera.
-No para un científico; el hecho en sí tiene relevancia. Lo que ocurre es que usted es un lego y lo que quiere es ser feliz, o menos infeliz, y sentir que no la han timado demasiado, que existe algún tipo de justicia compensatoria. Además, aunque se le ofreciera la posibilidad de adquirir el conocimiento, usted probablemente lo cambiaría por juventud, amor o éxito, ¿o no?
-¿Lo cambiaría usted? ¿O no le ha hecho falta?
Vera había hecho la pregunta en un tono levemente agresivo, que el ruso recibió con una sonrisa entre pudorosa y satisfecha. Luego respondió:
-Sería mucho decir que nunca me ha hecho falta proponerme la elección, insufrible petulancia, ¿no es cierto? Sin embargo debo reconocer que mis investigaciones no han sido incompatibles con lo que suele hacerle a uno aceptablemente feliz. Más bien al contrario.
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Colocó en el fondo de la estantería el retrato familiar y alisó con la mano el tanka sobre el muro. Avivó luego las ascuas del brasero y mientras dijo:
-Mire, Vera, yo soy partidario del reposo del guerrero, por experiencia. Es indispensable para liberar intelectual-mente la parte más activa y valiosa del yo. Mi mujer me espera, enfadada sin duda por mi ausencia, pero me espera, y con ella los niños, a los que incluso olvido durante mis estudios pero que sé que están ahí. Algo se ha cumplido y existe, como el desarrollo adecuado de mis huesos durante la infancia o mis tres comidas diarias para las que interrumpo brevemente -hoy es excepcional- mi trabajo. Tengo el silencio cuando lo preciso y la gente al alcance de la mano. No se me plantea una opción. El santón de la India emprende el camino de la renuncia al mundo cuando ha cumplido con él y deja su familia criada atrás. Los maestros y grandes monjes japoneses tenían como transfondo con frecuencia una esposa eficaz y sumisa sobre cuya responsabilidad recaían las labores del normal mantenimiento cotidiano. Ignoro su caso, pero en el mío no ha habido contradicción entre las diversas exigencias de la vida y de la labor intelectual. Fausto era desafortunado, y era pobre. No suele ser el caso, no en gente de valía. Fausto pudo tener juventud y conocimiento a la vez.
-¿Y qué hacemos con el Vacío, Ladzlo?
-En ello estoy, nunca mejor dicho. Para Buda en los fenómenos el vacío es la ausencia de identidad, y justamente esa ausencia permite el surgir y el devenir de las cosas.
Vera cerró los ojos como si se esforzara en lograr una imagen. Sólo al precio de esa terrible inexistencia, de esa impermanencia, se iba construyendo cada día una forma de ser. Había que ser algo, o convencerse de ello. Si no era así quedaba la puerta abierta a todas las expansiones de la mente, a la construcción estéril y laboriosa de un tejido de elecciones que, finalmente, se justificaba por sí mismo y no tenía claves. Cuánto más confortable acomodarse al cerrado recinto de las seguridades precocinadas, de la de-
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voción, la paternidad, el respeto conyugal, los exorcismos y la exhibición de trofeos.
-Es divertido. Estamos volviendo al Existencialismo, Ladzlo.
El ruso tenía los ojos enrojecidos y la atmósfera estaba turbia de fatiga y respiración. Vera insistió:
-Tal vez ese vacío se llame, en nuestra especie, libertad.
La noche se rompió como si fuese cristales.
Tal vez la primera grieta fue el gesto inesperado, torpe, fuera de lugar, de Ladzlo. Echó el brazo a Vera por los hombros cuando ella estaba inclinada buscando un bolígrafo en su bolsa para el ritual intercambio de direcciones antes de la separación. Ella se encontró entonces con los cinco dedos ocupando en abanico el bulto de su seno izquierdo mientras Ladzlo, en un tono semejante al de la oferta de bollos o té, le decía:
-Los raros encuentros deben festejarse y sellarse de la manera adecuada.
-¿Eh?
Vera se sintió sumergida en una profundidad abisal de cojines y corpulencia.
Emergió como un buceador que da un talonazo en el fondo.
-No voy a quedarme a pasar la noche aquí. No he pensado acostarme con usted.
-¿Que nunca lo pensó? ¡Vamos…! Lleva mucho tiempo dando largas a la conversación. Y ¿qué hay de malo? Es lo normal.
-¡Deje!
Una mano se estacionó en sus riñones y la otra comenzó a girar por ambos pechos a la altura del pezón.
-Ningún problema con los monjes. Puede usted irse, por ejemplo, dentro de una hora. Se encontrará mejor, se lo aseguro.
-¡Deje!
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Vera dio un codazo y se escurrió al otro extremo. Ladzlo parecía perplejo y de mal humor. Viendo que ella buscaba su bolsa y su chaqueta, se las indicó despectivamente y farfulló:
-¡Bah! Si quiere perder una oportunidad allá usted. Tampoco crea que va a tener tantas. Le recuerdo que no puede llevarse ningún papel, menos todavía un libro.
-No había pensado llevarme absolutamente nada.
El ruso había hablado en el tono maquinal de quien hace lo que corresponde sin poner gran empeño en ello. Ahora, sin disimular su cansancio, se puso a prepararse para dormir, dirigiéndole una última observación.
-Viene de un país subdesarrollado. Le queda todavía mucho por viajar.
Y, mientras se desabotonaba la camisa de franela, añadió:
-Es tarde. Adiós y buenas noches.
Todo era muy rápido. Vera avanzó palpando en la penumbra hasta que el brazo de un muchacho rozó el suyo y la llevó a la puerta por donde entrara.
-¿Y Joma?
El muchacho indicó con el índice unas casas iluminadas con debilísimo resplandor.
-¿No vienes conmigo hasta abajo?
El muchacho negó con la cabeza sin decir una palabra. Era posible que no supiera inglés, y que se le prohibiera dejar por la noche el monasterio.
Vera realizó el descenso en una profunda oscuridad, a grandes zancadas por el pino sendero y con la impresión de animal inerme, sin guaridas y sin defensas. Se detuvo jadeante. En el llano perdería la perspectiva del leve resplandor y se encontraría vagando por una aldea dormida, acosada por los ladrillos de los innumerables perros sueltos. Tropezó con un muro bajo, de adobe. Alguien le hizo señas; era una bandera de plegarias. Una puerta de madera y alambres parecía cerrar el paso del único camino. Palpó, evitando las púas, para hallar el postigo. Las enseñanzas
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zen se habían esfumado como la luz del atardecer y el vacío, que se prolongaba a lo alto en túneles innumerables y que componía el interior de su propio cuerpo, no se transmutaba en libertad sino en abandono.
Algo se aproximaba. Podía ser ganado, uno de aquellos grandes yaks, un yak insomne con sus largas lanas y cuernos. Venía deprisa. Era Joma, que dio un respiro cuando la vio.
-¡Apresúrese!, ¡tenemos que marcharnos! ¡Tiene que salir!
-¿Por qué, Joma?
-Los vigilantes no deben encontrarla. Subía a por usted. El ruso ya nos hizo saber, cuando sirvieron la cena, que de ninguna manera deseaba que usted se quedara allí.
-¿Eso dijo? Por la prohibición del monasterio, ¿no?
-No. La parte donde él habita se destinaba en principio a peregrinos, también mujeres. Es porque él no quería tener problemas. Paga mucho y existe un acuerdo.
Joma descendía mucho más rápido de lo que ella le podía seguir.
-Han surgido inconvenientes que no esperábamos -dijo el tibetano-. Deprisa.
La camioneta olía al heno del último cargamento. Los faros, singularmente débiles, daban a Vera la impresión de que avanzaba a ciegas y que en cualquier momento la montaña los envolvería en los surcos de sus falsos senderos. Se hizo un hueco para evitar ser desplazada de un lado a otro por los vaivenes. Aseguró su equipaje con las correas a una barra y se apretó con los brazos abiertos contra él y su textura familiar. Dentro estaba el paquete para Xei Wen, cuyo pensamiento barrió por unos instantes todos los otros y fue barrido a su vez por Wu y su cara menuda, nerviosa y asustada, por Clara, aislada y sola, en la que Vera veía una premonición de sí misma, por San-lu y Martín y Máximo y Bety, que formaban una larga cadena echándose la mano por el hombro, unidos por la frase de Rossa «Son como nosotros». El club no la incluía. Era la generación liberada de los años inconformistas, que había coreado alegremente
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nobles ideales y profundas estupideces protegida por la primera floración de la abundancia y por el rechazo del análisis de la realidad, la generación que soñó con comunas de leche y miel, mágicos sistemas de completa asistencia social con mínimo esfuerzo, hombres nuevos mucho más buenos que el de Rousseau, la generación petulante y temerosa que no había osado ofrecer sino complacencia y objetos a sus hijos, no tanto por amor sino por dejadez y miedo. Todavía, transcurridos muchos años, el club solía mirar con conmovida ternura la imagen de sus días pasados en la que se fundían las consignas proclamadas con la Edad de Oro de su juventud, inefables luchadores de la libertad, paladines contra el autoritarismo y la represión. Eso permitía ahora estar a favor de nada excepto de sí mismos, callar indefinidamente, temblar cuando se estropeaba el vídeo, esperar su puesto en la clientela, votar -cuando votaban- al PUS, que los representaba tan bien y que incluso, igual que ellos, guardaba la sigla S como la antigua trenka y el jersey de cuello alto que algunos conservaban en el baúl del desván.
¿El Tíbet? La situación, de puro irreal, parecía no existir. Vera estaba en la camioneta, en la oscuridad silenciosa, bamboleada y abandonada sin resistencia al movimiento a causa de la fatiga y el sueño. Ladzlo tenía razón. Existían enormes espacios de vacío y entre ellos agrupaciones intensas de materia, filamentos de memoria, pliegues, fruncidos, atajos en el tiempo, calas tibias de placer erótico, de goces pasados, bosques extintos de esperanzas. Su vida galopaba veloz, con cada momento que había sido, por el cosmos, posada en partículas de luz, brillante, sórdida y destinada a girar, deshacerse y rehacerse en el cubo infinito y cerrado de una voluntad incognoscible, soberbiamente indiferente.
Los brazos le dolían mucho, ya no sólo el izquierdo sino también el otro, y los hombros, como si fuera una avanzadilla que iba clavando sus banderas de la decadencia del cuerpo, que acotaba mes a mes su reducto, cada vez más estrecho, de movilidad. En la danza del sueño rostros conocidos se acercaban y le decían cosas. Un amigo de Máximo explicaba que Althusser hubiera asesinado a su mujer: había que tener en cuenta que era bastante mayor que él y
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además tenía muy mal carácter. Rossa proclamaba que ella era una trabajadora y una antiimperialista y que no pensaba pagar las deudas contraídas con la tarjeta de American Express. Alguien charlaba en voz baja con Martín sobre el reparto sindical de los fondos de una antigua mutualidad y pedía su porcentaje. El paisaje era un abanico ilimitado de mesas, una superficie continua salpicada de objetos: tazas mediadas de café con leche, platillos con restos de cortezas y sal, gotas de salsa, zumo y vinagre, ceniceros improvisados y continuos naufragios de servilletas de papel; entre el humo, al final, un espejo. Acunada por su propio cansancio, Vera advirtió que, una vez más, a un paso del sueño se extendían las calles espesas de Madrid. Aferrada a su equipaje, se resistió a la corriente y buscó el oscuro pasadizo de la fatiga sin recuerdos.
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Encuentro
Nathan respiró al comprobar que frente a él se extendía únicamente la soledad, que las indicaciones del mapa británico de alta precisión correspondían al horizonte que abarcaban sus ojos y que ya no corría el peligro de encontrarse con buscadores de aventuras aficionados. No quería muchachitos recién destetados que emprenden su viaje iniciático con los ojos impasibles del habitual de los videojuegos. No quería estudiantes deportivos que piafaban en la ladera de un gigante montañoso. No quería sobre todo mujeres solas o inclasificables que en otros tiempos se hubieran tomado por misioneras de cualquier iglesia. Las relaciones con ellas nunca eran sanas. Nathan no quería estorbos.
Lo había conseguido, lo había conseguido tan plenamente que podía dirigirse con el reportaje directamente a Hong Kong y pasar allí unas merecidas vacaciones con Bárbara. Las pistas obtenidas en Sinkiang eran correctas: a espaldas de la distensión y a contracorriente de la opinión mundial, independiente de sus propias crisis, cambios, luchas intestinas del Buró Político e incertidumbres en la planificación económica, China estaba pisando a fondo el acelerador del armamento atómico, con prudencia en las pruebas detectables pero con una estrategia coordinada y vastísima que establecería una malla sin fallos a lo largo de la frontera noroeste y sólo sería probada cuando el conjunto de la cadena estuviera listo.
Habría protestas internacionales, notas diplomáticas, algún tímido intento de embargo. Los nuevos señores de la guerra, los grandes jefes del Ejército, dejaban despectivamente disputar cláusulas y contratos a los burócratas de la capital. Ellos habían hecho su alianza, sobre el terreno,
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conscientes de esa maravillosa oportunidad que les ofrecía al fin la acelerada debilidad del gran vecino del norte. Iban a pasar a la primera fila de mando, a ocupar el lugar de la Unión Soviética en Asia. Para siempre.
El hombre que le guiaba y el informador estaban acuclillados a ras del suelo, ocres la piel y la ropa, como si se mimetizaran con el medio. Sí, había un campo de prisioneros cerca, y otro mucho mayor veinte kilómetros más atrás. Los presos hacían objetos como éste -y el hombre en la palma de la mano sostenía un lagarto de piedra rosa oscuro-que se exportaban a Occidente, pero su labor principal era la infraestructura de los silos y las bases, el hormigueo de camiones, tuberías, camuflajes, accesos, carreteras, barracones, repetidores. Se habían instalado sistemas de transmisión de apoyo, en círculos concéntricos, hasta fundirse con los ordinarios centros locales.
Nathan dejaba los refinamientos del análisis político para el equipo de la revista. El sabía que estaba fabricándose una portada, de eso estaba seguro. ¡El relevo de la URSS en Asia, nada menos! China gozaba de mucha más impunidad y condescendencia mundial que aquéllas de las que había dispuesto jamás Moscú, y además poseía el rehén de Hong Kong: un recinto de mil kilómetros cuadrados y cinco millones y medio de seres humanos con cuya suerte negociar, mientras el reloj marcaba la cuenta atrás de su entrega a Pekín y Gran Bretaña, con tradicional hipocresía, subastaba sus pasaportes según el patrimonio per cápita.
Nathan miró el panorama desierto. Justo cuando se creía olvidar la carrera armamentista y la tensión de bloques, existía una cadena de instalaciones que, en su momento, marcaría mapas distintos y despertaría al mundo con el estruendo de una nueva frontera nuclear. Cuán ignorantes eran de ello, no sólo las fatigadas democracias, sino también las poblaciones chinas al este, al sur, los emprendedores hombres de negocios de Cantón y Shanghai, los banqueros que viajaban por las grandes ciudades, los empresarios de la costa, la imparable clase media y buena parte de los militares y civiles del Buró Político. Teóricamente la orden de
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activar los misiles debería proceder de Pekín. En realidad los jefes de las regiones militares de Sinkiang, de Chengdú, de donde dependía el Tíbet, estaban funcionando de una forma casi autónoma bajo el pretexto de una delegación de poderes justificada por las dificultades de comunicación, control y riesgo de sabotaje por los indígenas.
Los hombres fumaban junto al resto de los enormes bultos que habían cargado con increíble facilidad. Hubieron de llevar consigo toda la comida. Los animales salvajes y las plantas habían mermado o desaparecido. Quizás para dejar sitio a los nueve aeropuertos, las once estaciones de radar, la gran base balística al norte de Lhassa y las otras en Xizang, Nagchu, Amdohe y Gomo. Desde el Tíbet las ciudades soviéticas quedaban en el área de tiro. Moscú ya no estaba a siete mil sino a tres mil kilómetros, Delhi a cuatrocientos, y desde Sinkiang había la posibilidad de cortar Siberia en dos.
Se levantaron para la última etapa.
-¿Lo acordado?- dijo uno de los hombres.
-Lo acordado- reafirmó Nathan: contrato de trabajo, permiso de residencia en Canadá, más el dinero y los billetes de avión.
Asintieron. Antes de separarse, el guía le vendió el lagarto de piedra rosa.
En la sala donde la habían introducido -trastienda de un restaurante que era también almacén y negocio de ultramarinos- la decoración consistía en dos calendarios y un cromo grande, húmedo y sucio por los bordes que representaba una escena de la mitología local. Vera entretuvo la espera de Xei Wen, cuando todas las otras tácticas para engañar la impaciencia fallaron, mirando intensamente lo que reproducía la imagen: un ser superior alto, llameante y viril que ha acertado con su lanza en el corazón de una figura completamente desnuda, morbosa, blanca, tendida a sus pies en un éxtasis que puede ser de placer y de agonía, su pie rozando el tobillo del matador. La penetración del
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canto de San Juan de la Cruz, la viva llama del amor, el «acaba ya, si quieres», la tela rota del encuentro brutal y dulce. En la imagen el amado, aún no retirada la lanza, ya se va en dirección opuesta a la víctima, apartando nubes, a grandes pasos por el aire. Vera sintió la sangre, lejos de sus manos temblorosas y frías, concentrarse y hervir.
Tardaría. Sabía que él tardaría. Entonces vino un calor distinto, destructor, oscuro. No hacía falta desplazamiento en el espacio ni en el tiempo. El pasado revivía inalterable, con todo su poder, intacto. Se olvida el motivo del rencor, los lugares, las fechas y los rostros y queda, siempre presente, repetido por un implacable juego de espejos, proyectado hasta el último día, el rictus mezquino, el gesto, el tono, el daño, la vieja delación que había caído sobre Xei Wen, sobre ella, que había alcanzado sordamente a Wu. Era una sala como aquélla, pero repleta de la luz cruda del neón. Los responsables chinos, que anotaban sugerencias y objeciones y no aceptaban finalmente sino su plan inicial. Martín, que estaba entusiasmado por las perspectivas que le iba abriendo su amistad con San-lu: el esbozo de proyectos de exportación extraordinariamente rentables por lo económico de la mano de obra china, los reportajes para cuya filmación presentaría a Máximo. Máximo, que se aburría y dibujaba en los márgenes del informe. Rossa, encantada ante la previsible renovación del contrato y la oferta de viajes por la costa. Los representantes de la unidad anunciaron la total imposibilidad de que los extranjeros visitaran el proceso de rehabilitación del Museo de Historia. Tampoco se realizarían las prometidas gestiones para facilitar el libre acceso de amigos y conocidos a las viviendas de los extranjeros y viceversa. Problemas burocráticos. Martín miró a Vera con indignación cuando ella intentó protestar, como si aquella mujer inoportuna pretendiera tirar piedras contra su felicidad colonial, pero no dijo nada. Levantó el brazo Máximo:
-Es, sin duda, conveniente que la compañera no presente sus relaciones… sentimentales con alguna persona del país disfrazadas de interés, que no compartimos, porque se mantengan compromisos pasados. Nada tenemos que ver con sus… motivaciones. Nosotros no podemos sino expresar a
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los responsables nuestro agradecimiento y satisfacción por sus atenciones. Por otra parte, no creo que las visitas que ella defiende sirvan para mejorar, en documentos que más tarde pueda ella elaborar, la imagen del país que nos acoge. Nuestras referencias de la compañera nos permiten dudarlo, e inquietarnos, al menos yo.
Máximo calló, se echó hacia atrás en el asiento y dirigió a Vera un gesto crispado y triunfal, recogió la mirada agradecida de los otros, previo la admiración de Bety. Máximo nunca se hubiera atrevido a enfrentarse con alguien con quien corriera un riesgo. Ahora disfrutaba de su inusitado acto, de la pequeña maldad y su vileza con las que había descubierto en su interior, vicario y tibio, una zona casi vecina del genuino entusiasmo y la pasión. Se sonrió y sonrió a sus amigos en una comunión instintiva en la defensa del próspero economato. Aquella mujer que se creía superior a ellos, que reclamaba, que molestaba, no podía atacarle, de eso estaba seguro, así que no tenía miedo. Por una vez, desde el tendido, Máximo jugó a la valentía, paladeó el desusado sonido de su voz en un enfrentamiento, y se dijo que, pese a su innato rechazo de cuanto conllevaba grandeza, había algo que se le asemejaba en ese momento breve de la delación y su goce, y estuvo orgulloso de ello. Vera vio el brillo en los ojos a su colega y también distinguió el fugaz resplandor de esa grandeza inversa, diminuta y sórdida que Máximo había alcanzado al fin.
Todo fue extremadamente rápido, los suaves burócratas se habían animado repentinamente y las decisiones llovieron con precisión mecánica: la notificación a altas horas de la madrugada, el coche que espera, el funcionario insomne, la firma. Luego el aislamiento, el elaborado cerco de aislamiento en el que el grupo de europeos la ignoraba para atraerse la consideración de las autoridades, los esfuerzos de Vera por tomar contacto con teléfonos sin respuesta, con interlocutores repentinamente ocupados, el temor y el remordimiento por Xei Wen, el silencio de Wu, el informe de derechos humanos. El informe. Y la salida, también de madrugada, los agentes de azul oscuro, la policía de gris, de añil, de negro, una mirada hacia las puertas cerradas de los
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vecinos, los mensajes aplastados en sus bolsillos, sin sobres, sin direcciones. El largo trayecto por el hilo gris del alba, hasta el aeropuerto, el humillante registro de tres horas, una habitación cubierta con sus papeles y objetos personales en los que revolvían conocidos y desconocidos, últimas llamadas para un vuelo, la lucha final para recuperar parte de sus pertenencias. El avión.
Xei Wen había entrado en la habitación. Era él, desasosegado, cauteloso, inconfundible. Vera sintió un vehemente deseo de cortarse las manos para que él no las viera, de esconder los secos presagios de la vejez, de podar de su cuerpo cuanto asfixiaba la imagen de años atrás, reconoció en la reserva inicial de Xei Wen el temor y el instintivo despego hacia la piel y el olor de los occidentales, «Los extranjeros oléis a vaca, a leche» recordó. Enseguida era él, neurótico, con una tripita y papada muy búdicas, afanoso, desastroso, locuaz, alegre, asustado.
-¡Has venido! ¡Qué coincidencia! ¿sabes? ¡Qué coincidencia! ¡Es un milagro!
Mientras, la llevaba hacia los taburetes, la sentaba a la mesa, pedía té:
-¿Te lo dijo? ¿Lo trajiste? ¿Quieres fumar?
Atropelladamente Xei Wen sacó un paquete arrugado de cigarrillos, derramó parte del azúcar sobre la mesa, que quedó ahí en un bloque marrón, apretó una y otra vez las manos de la extranjera. Vera sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y cogió un pitillo.
-Urriel me lo dijo. Lo traje, y algunas cosas más que puedes quedarte si las necesitas. ¿Por qué encontrarnos te parece coincidencia?
-Porque iré pronto a Pekín en las vacaciones anuales de verano. También mi mujer. Tengo contactos preparados con gente importante. Lo que traes los inclinará a mi favor. Es posible que Lin y yo nos quedemos ya para siempre, ambos en Pekín.
-O sea, que podíamos habernos encontrado allí, fácilmente.
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-No, no. Parte de esto servirá aquí, y en la dirección provincial. Además, me era imposible prever. Ni siquiera las vacaciones anuales son seguras. Tuve mucha suerte de transmitir el mensaje. Has venido. Tú eres capaz de hacer estas cosas. -La miró sin soltarle las manos, los brazos-. Tantos años, Vera.
Vera venció la cabeza, apoyó la frente en un pecho cuyo olor todavía conocía bien, los labios tirantes por la expectativa de un beso. Pero él ya miraba ansioso a su equipaje y a la puerta. Se levantó y fue hacia la mochila, Xei Wen tras ella. Desanudó las correas, fue dejando los objetos por tierra, hasta que extrajo el paquete envuelto en telas y plástico. El muslo de Xei Wen rozaba su espalda, durante unos instantes sintió el sexo de él animarse con calor, a través de las telas, contra su piel. Enseguida volvió a la normalidad y a la premura. Deshicieron el envoltorio, que olía a distancia y humedad. En sus fundas de hule, las tarjetas de crédito, los cheques de viaje, las fotocopias, el delgado fajo de dólares en billetes grandes y, en su plástico precintado y brillante, las revistas pornográficas, que Xei Wen extrajo y contó. Examinaba el material con aire mercantil pero deteniéndose de cuando en cuando en la cosecha de nalgas, pezones, lenguas voraces y contorsiones variadas. Luego miró a Vera, que había encendido otro cigarrillo y reía sardónica.
-¿De qué te ríes?
-Nada. Cosas mías. Balance revolucionario. Es muy divertido.
-Estas revistas se aprecian mucho -explicó Xei Wen-. Hay tantos hombres solos… Es comprensible. Me ayudarán a convencer a personas influyentes. -Dudó— ¿Te molesta?
-¿Molestarme? Mientras os sirva para vivir normalmente… Como si quieres pedirme un surtido de reliquias o el catálogo de Disneylandia.
-¿Qué?
Pero Vera se sentía degradada: había pasado de la serie negra -crímenes y espionaje- a la serie rosa. Como siempre,
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el material caprichoso de los días no permitía que se escribieran en ellos grandes palabras y apasionantes relatos; sólo notas de viaje desmentidas de una página a otra. Cambió de tema:
-¿Para qué son las fotocopias de las tarjetas y los cheques?
-Para que las entregues en Chengdú, junto con mi carta, de la forma que te voy a explicar.
Vera asentía a todo, mientras Xei Wen revisaba pliego, sobre e instrucciones y le proporcionaba, en inglés y en chino, la dirección de contacto y la fecha y lugar de un posible encuentro en Pekín.
-¿Cómo está tu mujer? ¿Habéis podido estar algún tiempo juntos? ¿O también recurres a las revistas?… Disculpa.
Xei We las iba colocando en su plástico. Sonrió a Vera sin acritud al responder.
-Pasamos doce años de noviazgo, destinados en lugares distantes, escribiéndonos, reeducándonos en comunas, como decía Mao; luego simplemente traídos y llevados a distintas unidades de trabajo, como ganado que se transporta. Cuando nos casamos ella tenía treinta años y yo treinta y cuatro. No habíamos tenido hasta entonces ninguna relación sexual, ni entre nosotros ni, plenamente, con nadie. -No miraba a Vera-. Después de casarnos continuamos viéndonos sólo los días anuales de vacaciones. Hace más de ocho años. Dos, tres semanas al año, un mes máximo.
-Xei Wen, ¿necesitarás más revistas? ¿Qué puedo mandarte que sirva de soborno? -preguntó Vera. Sintió no haberle besado. Como sucedáneo. Se avergonzó de su mundo de ricos.
Él se sintió en la obligación de interesarse por la vida de ella, por sus afectos, y fue penoso, amargo para Vera. Porque el amor es una alquimia insobornable y nada valían las evocaciones de sombras. Luego le preguntó:
-¿Qué haces aquí? ¿Por qué os han mandado a esta colonia? ¿No te recuerda a lo que criticabais en los norteamericanos en Vietnam?
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Él la miró con sorpresa. China traía el progreso a los tibetanos, la limpieza, la civilización y las carreteras. De todas formas él no conocía apenas el país, raramente abandonaba el asentamiento, su trabajo en la radio era puramente técnico, sin relación con los soldados excepto en el hecho de que todo el Tíbet era territorio estratégico y militar.
-Te he traído un pequeño recuerdo. Lo que pude encontrar.
Ofreció a Vera un envoltorio. En la pulida superficie de una piedra granate estaba tallada una rama de cerezo y unos versos.
-Gracias. No es tibetano, ¿quién lo hace?
-No sé. Creo que en los campos, los presos. En todos los países los presos hacen cosas ¿no? -consultó su reloj-. Tengo que volver. Nos veremos en Pekín. Gracias, ¡gracias! -la abrazó.
-Que tengas mucha suerte. Hasta la vista. ¡Suerte!
Xei Wen salió, Mientras esperaba que vinieran a buscarla, Vera acarició y guardó la talla granate. Sentada a la mesa, observó que el agua derramada sobre el tablero había socavado y disuelto el azúcar morena. Con los ojos cerrados, persiguió las evasivas imágenes de Xei Wen y de su amor, sus partículas dispersadas hacía tiempo por la presión continua de la realidad, unidas tan sólo, en ella, por filamentos absurdos de ternura, tan persistentes como el dolor. Algo le decía adiós y rechazaba el hasta luego. Empujó con la uña el resto del azúcar. Se rió de sí misma, de la desproporción, pequeñez, casi hilaridad de las grandes aventuras que creemos cósmicas. Imaginó a Xei Wen imitando las reglas de un juego canalla sin serlo. Le deseó suerte.
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Cometas versus banderas
Ocurre que el absurdo desborda en ocasiones sus recipientes ordinarios, reparte su leche derramada por las más imprevistas superficies y huecos de la supuesta realidad. Tras el fallido Gran Reencuentro y el teatro de sombras de templos y rostros, el último recuerdo del Tíbet estaba destinado a ser ése: el aeropuerto de una guerra mucho más fría que la de «Casablanca», militar, raso, hostil, a ochenta kilómetros de Lhassa, con infinitos controles de policías sin sonrisa, cuadernos, tizas, pizarras, una azafata descolorida y hermética y nada que estrechar tiernamente sino el equipaje de mano. Los viajeros aguardan, agrupados en la pista misma, al avión, que llega sobre sus cabezas, aterriza a unos metros, descarga y carga a los nuevos pasajeros. Inverosímiles, un grupo de recién llegados turistas japoneses atraviesa la pista andando lentísimamente, en un ejercicio especial de relajación que los rudos occidentales observan con incrédula hilaridad.
Chengdú. La puerta hacia el sur, y el espesor alarmante de seres humanos, plantas, ruidos, todos en una sopa casi insufrible de color y vapor de agua, atravesada por el oleaje regular del menguante y terrible creciente de las cigarras. Cantan a coro con alternancia de sismógrafo, y se lanzan juntas, a la vez a un paroxismo que casi infunde temor, por lo implacable y porque parece desconocer límite.
La rica Setzchuan, cuna de Deng Xiao Ping, la ciudad que fue maravillosa antes de que la Revolución Cultural arrasara sus antiguos palacios, repleta de viajeros y mercancías, acostumbrada al buen vivir de los restaurantes de cocina deliciosa y las casas de té, con un escalofriante y compacto latido de ciclistas.
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Por la resquebrajada trama del sistema comunista Vera veía surgir atropellada a la Chengdú comerciante, ávida de mercancías extranjeras, cuya anónima modernidad miraban con ojos tristes y acusadores los visitantes de ultramar. La gente vestía a la moda occidental, pero era sorprendente como aquellos cuerpos que se permitían todas las audacias del nylon, las transparencias, minifalda, medias pese al calor tórrido, trajes abiertos hasta el muslo, no resultaban eróticos. Quizás la piel blanca, lampiña, amarillenta, como fría, anulaba el deseo. Lo cierto era que los sostenes y bragas que se transparentaban netamente bajo las telas inspiraban bien poca lascivia. Podía deberse al caer sin gracia de la ropa, a la manera de andar y de levantarse las faldas sin rebozo en posturas propias de pantalones, exhibiendo en cuclillas los muslos para ahuyentar el calor. Vera se sintió sumergida en una blanda procesión de maniquíes evasivos con calcetines blancos y pamelas de color. Recordó que Occidente, deslumbrado por el mercado potencial de mil millones de compradores, había otorgado al Gobierno chino la impunidad y hecho oídos sordos ante los informes sobre derechos humanos. Para descubrir, pasada la euforia, que el fabuloso mercado era una ilusión porque los individuos carecían de poder adquisitivo. En la capital de Setzchuan todavía se alzaba una de esas gigantescas estatuas de Mao que parecen dirigir el tráfico, pero bajo la mirada cegada por el cemento del antiguo dictador la multitud iba a sus asuntos.
Chengdú. Un restaurante en cuyos salones reservados -limpios, luego extremadamente caros- un hombre grueso, impecable en su traje azul marino, la espera. Salsas picantes, cerdo, un plato de langostinos con bambú. Vera cumplió su misión y llegó a Pekín cuando era el tiempo de tormentas.
El primer día no salió del hotel y recuperó fuerzas como un animal que se lame. Afuera el viento huracanado, la violencia de la lluvia. El hotel era uno de los muchos cubos de alojamientos baratos que sortean la prohibición de hacer pagar en moneda fuerte a los extranjeros. Sus callejones inmediatos hervían de cambistas de mercado negro, de estafas y pequeños hurtos. La televisión ofrecía películas
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con historias horriblemente edificantes y noticias descafeinadas bañadas en modernidad. La actualidad incluía una lectura de sentencia a condenados que escuchaban en pie, maniatados y con la cabeza gacha. Uno reacio a mostrar el gesto de humilde abatimiento ritual es alejado de la cámara por el soldado que sostiene brutalmente firmes a cada reo. El happy end muestra impecables, e inexistentes, servicios públicos en China, se ha inaugurado el nuevo hotel Shangri-la, y otros, todo bloques: con más o menos metal, cristal o cemento pero sin gracia, hay Sheraton, el capital norteamericano es el mayor inversor extranjero en el país, el inglés ha desbancado al aprendizaje de todas las demás lenguas. Si hay un dios, es el viejo y sonriente dios chino de la abundancia.
-Necesito dinero. Se lo devolveré en cuanto vuelva, de la forma en que usted me diga.
-No hay prisa. Cuando vaya arreglaremos eso y habrá tiempo para charlar. -El padre Urriel la miraba sin excesiva sorpresa. Vera pensó que no le había sentado bien la estancia en España. Recordó la referencia a enfermedades familiares y también que Antón Urriel sentía una aversión casi física por las exaltaciones nacionalistas e incluso había citado una vez la frase de Borges sobre que la única aportación de los vascos a la Historia de la Civilización eran las técnicas de ordeño de vacas, y añadía:
-En lo cual Borges es injusto. Hay que añadir el arrastre y levantamiento de piedras y el corte de troncos.
Mientras Urriel preguntaba si ese dinero le bastaría, Vera calculó lo necesario para el cambio del billete de avión de vuelta, puesto que debía prolongar su estancia en espera de las citas. Añadió hotel y un generoso plus de regalos de despedida, incluyendo alguno para sí.
-¿Cómo no ha logrado que le paguen los viajes y las dietas? -inquirió Urriel sardónico-. Aprenda de sus antiguos colegas, que estuvieron hace poco por la Embajada con una
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comisión de negocios mixta. Martín se ha nombrado representante de un grupo y asesor de otro, algo sobre exportación de tallas orientales. Las técnicas de marketing, a fin de cuentas, sirven para los procesos ideológicos y para las ventas por igual.
-No me reproche -se defendió Vera sintiéndose mal vestida, sablista y miserable-. Es un proceso de decantación natural en algunas especies biológicas que se complementan a la perfección con ciertos hábitats. Observo que sus juicios no parecen guiados por la caridad evangélica.
-¿Juicios yo? ¡En absoluto! -puntualizó Urriel-. Lo único que me parece realmente imperdonable en Martín es su pavoroso gusto en la elección de camisas de seda. Por lo demás, ha hecho gran amistad con Sin Novedad en la Frente.
Sin Novedad en la Frente era el asesor especial enviado por el Gobierno y el apodo se debía a su infalible incompetencia en asuntos de Extremo Oriente.
Cambiaron de tono.
-¿Sabe que se habló de Wu, al que incluso se acusó de filtración de datos estratégicos a un periodista norteamericano? -los ojitos de Urriel, muy cansados tras las gafas, la miraban de forma desacostumbradamente directa, movibles y alzados de repente de la mesa y sus papeles. Vera no dijo nada. El siguió. -Hubo el escándalo habitual en las pequeñas aguas de la colonia. El periodista fue llamado al Ministerio de Asuntos Exteriores pero finalmente no se le expulsó. Hacía tiempo que estaban encima de Wu; lo aprovecharon para el consabido montaje de espías. Después dejó de vérselo.
-¿Han sabido algo de él?
-Supimos que murió -cortó un gesto indignado de Vera-; murió de cáncer. ¿Recuerda a aquel amigo suyo, Kao? Es un cineasta bastante conocido actualmente. Trabaja en los estudios de Xi’An. El se refirió al asunto de Wu, velada-mente, en cierta ocasión. Llevaba tiempo enfermo y sabía la naturaleza de su enfermedad. Wu se mostró muy activo en los últimos meses. Nadie lo hubiera dicho, se le tenía por un hombre extremadamente apocado.
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Vera continuó callada mientras Urriel saltaba a otro tema y la sorprendía con la noticia de que Clara, muy anciana, aún residía en Pekín; le daba la dirección por si quería verla.
Vera salió a la calle, bochornosa y tórrida, pensando en Wu. Tenía una clara idea de los datos estratégicos que el intérprete había puesto tanto empeño en filtrar: largas listas, molestas por su concreta precisión, de violaciones de derechos humanos, e imaginaba con nitidez la reunión de los Martines y los Máximos, primero, tiempo atrás, abominando a los que daban carnaza a la CIA y al imperialismo americano. Años más tarde, muellemente instalados en torno a la pureza de un disco compacto (que era la única pureza bien vista), les veía de nuevo rechazando con postmoderno desdén lo que calificaban de reminiscencia de las campañas misioneras del Dómund, mientras aportaban su óbolo del todo vale si nos sirve a unos líderes que no pedían bandera mejor ni vasallos más dóciles. E imaginaba a Wu, endeble y raído, casi siempre asustado, lanzado insensiblemente a defender un bienestar que no era ya sólo el suyo propio, que no sería el suyo jamás, por un impulso ético más fuerte que su miedo, un impulso solidario que -Wu lo ignoraba- había dejado de estar de moda en Occidente.
Clara vivía ahora en un apartamento a ras del suelo, con unos metros de jardín. No mostró extrañeza y menos excitación ante la visita. Su tiempo se había reducido a la dimensión peculiar de los ancianos: una cadena de cimas de vívidos recuerdos que sobresalían de la bruma de años indiferentes y un horizonte preciso de su infancia y su juventud. Andaba lo mínimo y estaba enferma con una obesidad perversa y mal distribuida. Quedaban los ojos, sobrenadando el naufragio, puntos de un brillo azulado en los que había venido a concentrarse la energía total de la mujer. Se había instalado en un país propio que era su piso, ni en China ni en Estados Unidos ni en Polonia. La atendía una señora mayor y otra se ocupaba de la cocina y las compras. Clara continuaba haciendo traducciones y había logrado aquella especie de retiro a la medida de sus posibilidades
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y su soledad, más seguro que Nueva York frente al acelerado abandono físico. En su mesa no había fotos pero sí plantas, pequeños tiestos, esquejes, flores, ramilletes secos. Y pilas de estudios críticos sobre Historia y Literatura que, entonces advirtió Vera, probablemente no había publicado jamás.
-¿Pasa usted por París, Vera? Le hubiera dado una cosa para Maurice. Puso un comercio en el local que le dejó su padre. Le va bien. Me escribe a veces. Maurice, ¿recuerda? Un chico muy simpático, agradable, inteligente sin excesos. De habernos conocido en mejores épocas, quiero decir dentro de quinientos, o cinco mil años, quizás hubiera pedido su mano para que me acompañase y me amase en el asentamiento definitivo al final de la madurez. Como la doncella que calentaba alegremente la cama del rey David en su vejez. Pero para la inversión adecuada de géneros hubiera tenido tanto que esperar… ¿quinientos años? No, no senté cabeza y pedí su mano, no la pedí.
Y Clara sonreía y hablaba, largamente, ahora que había comenzado a hablar. Las palabras salían sorteando las arterias endurecidas, los cartílagos rígidos, el oído espeso y la córnea turbia, salían entre los tejidos cubiertos del moho de pasillos construidos hacía décadas y entre los coágulos cansados de la sangre. Las palabras salían victoriosas, finalmente libres de materia, dotadas de una juventud intemporal.
Vera supo que no había conocido a Clara pero que hubiera deseado conocerla.
Compró regalos; también para Xei Wen. Visitó monumentos de los alrededores. Al aproximarse las fechas adecuadas intentó cada día, sin éxito, el contacto acordado y comenzó a temer que todo hubiera salido mal. La imagen de Clara era recurrente, había dado en visitarla y, privada de sus palabras, la llenaba de especial pavor. «Voy a ser como Clara», se decía, «Voy a ser como Clara; y eso en el mejor de los casos». Sí. En un estrecho plazo de fechas perfectamente calculables y limitadas, sería como Clara, se convertiría en ese cotidiano monstruo que es un ser anciano,
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en ese doble monstruo que es una anciana mujer. Delgada u obesa, sería como Clara, semejante en su soledad, en la nulidad de una vida que se resuelve en pura pérdida. Y, como ella, alargaría la mano hacia la mano pagada por hora de cuidado doméstico, procurada con su dinero si es que lo tenía. Como quien ingiere un analgésico, decidió visitar de nuevo el Templo del Cielo.
El día fue de esos esplendores que regala a veces la vida como un inesperado y corto amor, un día que, bañado por la tempestad del precedente, amaneció radiante. El parque del templo era todo luz, árboles espesos, copas de hojas verdes tiernas que se duplicaban en los charcos, paseos frondosos cubiertos de jugosa hierba, vibración de la vida en los tonos variados de las ramas, paz y una insospechada limpieza. Uno de esos días en que nace un mundo nuevo.
«Voy a ser como Clara» -se decía Vera-. «Es un engaño. Enseguida voy a ser como Clara».
El Templo del Cielo era de una belleza implacable, tan emparentado en efecto con la bóveda celeste, tan clavado en el gozne de su triple tejado azul añil como la juntura misma del cielo y de la tierra, con el calendario perfecto, armonioso, de las losas del altar de los sacrificios y los pabellones semejantes a esos paraísos sobre diminutas nubes rizadas que reproducen los tapices.
«Seré como Clara. Es piedra, no es cierto. Yo seré como Clara. Sin luz, sin árboles. No habrá nada más».
Y desde lejos observó a la gente que descifraba las inscripciones y probaba el eco. La gente, que había guardado, con una habilidad previsora que a ella le escapaba, el viático para la ruta hacia la vejez. Esperó al sol, como una especie de venganza, a que él también se pusiera, a que, desde su zenit, hubiera de deslizarse hacia el ocaso. Pensó en los muchos soles que se habían ido poniendo, perseguidos y admirados cada uno en un cielo cálido en el que, junto a la esperanza, tuvieron cabida. El gran dios sol que descansaba en un mausoleo, en la plaza de Tien An Men, los otros soles más modestos, que hubieran calentado su corazón: la taza de café, la mano, los labios, ah, el jugo de los labios,
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la salida gloriosa del mejor de los soles: la mirada de ternura hallada al amanecer sobre la otra almohada. Tendida en el parque del Templo del Cielo, alzó el rostro hacia ese sol entre cuyas plumas de oro el otoño había asestado ya su primera punzada. Esperaría dos semanas más a Xei Wen.
Nathan exultaba de gozo. Había enviado a su revista las primicias del mejor reportaje de su vida, mantenido una interesante conversación con el agregado comercial de su embajada y escuchado por teléfono a Bárbara, que se reuniría con él en Hong Kong. Había encontrado, además, en las tiendas de anticuarios, una pipa espléndida para su colección. Sorteó los ciclistas. Señal indudable del cambio de los tiempos, las parejas chinas multiplicaban, al ritmo veloz y gemelo de sus bicicletas, los gestos de afecto. Dentro de poco serían capaces de hacer sobre ellas hasta el amor, como en los coches de las películas americanas de los años cincuenta que los peatones contemplaban envidiosos en la pantalla. En esos momentos Bárbara estaría planeando comprarse ropa, cogiendo hora para la peluquería. Procuraría sorprenderle con un cambio que podía ir del platino al bronce. La imaginaba en el aeropuerto, con sus tacones y un vestido claro que habría tardado largo tiempo en escoger, el maquillaje retocado diez minutos antes de aterrizar el avión y todavía frescas las gotas del perfume comprado en la tienda libre de impuestos. A Nathan le gustaba esa elaborada preparación de Bárbara. De rechazo, le hacía además sentirse él mismo especialmente seguro y libre. Así se encaminó para un merecido descanso en el hotel, con las pisadas largas de sus mocasines de tela y la ropa de algodón, fresca y holgada, oreada por una ligera brisa. Y así, en esa tranquila euforia que sentía desde que había anunciado la posesión del reportaje, su pelo y su rostro, contemplados en el espejo, le parecieron fuertes, reposados y atractivos. Nada más quedaba por hacer. Bárbara se preparaba y lo esperaba.
Con encomiable frivolidad Vera dudó entre visitar el mausoleo de Mao o ir a comprarse un sostén de seda. Lo
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mejor era probablemente hacer como los chinos y optar por el olvido y el consumo, hundirse en el zoco de tenderetes perpendicular a la acera desierta y regatear ásperamente con los últimos representantes de las largas caravanas que habían cruzado durante siglos Asia central. Quién sabía si en la conservación de la momia de Mao Tse-tung no había existido el cálculo económico de un inteligente aprovechamiento; quién sabía si, más que a razones políticas, la instalación tenía por finalidad crear una rentable atracción con la visita al embalsamado emperador.
Finalmente se sumó a la larga cola y entró en el Mausoleo. Iluminada por una extraña lámpara amarilla, la cara de la momia parecía una máscara de oro faraónica. La pirámide era de modestas proporciones. Vera miró al difunto Presidente diciendo para sí «Yo estoy viva y tú estás muerto y está bien que estés muerto, bien muerto». La máscara dorada, única parte del cuerpo que asomaba bajo la bandera, era el rostro del hombre que se hizo aclamar por un millón de jóvenes fanáticos, que se hizo llorar por otros millones, que se irguió sobre tantas silenciosas lágrimas de los muertos. En algún lugar quedaba el otro hombre, el Mao estratega, el líder campesino, el alto muchacho del norte, de inflexibles ideales, todo voluntad. Quedaba invisible y enterrado en el tibio limo de la China hambrienta y humillada en cuya defensa se alzó. Hasta convertirse en un dios.
Pero el emperador de la última rebelión campesina, el emperador de grandes, y letales, sueños unificadores bajo un pensamiento exclusivo no ha sido sepultado, como su lejano homólogo Shih Huang-ti, en un universo en miniatura. En la sala del mausoleo hay como fondo una pintura de las montañas de Kueilín, no mares de mercurio y cielos de joyas. Mao ya no ha podido reproducir un millón de estatuas tamaño natural de guardias rojos, ni los tanques y los nuevos misiles, su emperatriz viuda se hundió en las luchas del serrallo y sus concubinas sin duda languidecen en oscuros departamentos. A semejanza, sin embargo, de Huang-ti, los sabios fueron enterrados vivos y quemados los libros. Lo más característico de la herencia de Mao es el vacío cultural que deja, ese olvido vegetal que navega en los ojos de la
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población por los que desfilan anuncios de consumo con la misma facilidad que hace poco las consignas políticas.
Vera salió al exterior con el alivio que da finalizar las visitas, por breves que éstas sean, al reino de los muertos. Al otro lado de la plaza estaba el verdadero enemigo de Mao, la Biblioteca, que comenzaba tímidamente a abrir sus secciones, miraba al Mausoleo y simplemente esperaba, cobijaba a los volúmenes que llevaban esperando tantos años y era la auténtica barricada contra la idea única de poder. La indiferente calma de la calle no era cierta. Si los muchachos que estaban leyendo en la Biblioteca decidían un día salir a la plaza para reclamar esa libertad sutilmente repartida en miles de páginas, cada losa de Tien An Men se transformaría en un soldado, cada inocuo vigilante en un policía con armas. Los aplastarían con el silencioso beneplácito de la masa campesina y aguardarían simplemente a que se apagase el lejano zumbido de Occidente, engolosinado con la miel del vasto mercado futuro. Era muy fácil llamar democracia a cualquier decisión multitudinaria, cualesquiera que fuesen la circunstancias. Por eso Europa había optado, durante aquel siglo, por beber largos tragos del vino que aleja de la Razón, por el vitalismo, la Parusía laica y la magia de los ritos, por el consenso de clientelas a guisa de votaciones y la extática adoración a la sopa popular y al buen salvaje. No se podía engañar a la Razón. Se pagaba caro.
Pero la razón era un proceso frío, solitario, trabajoso; un largo pasillo de descarnados espejos. Ese era el precio. Y era alto. Sentada frente a la aparente paz de Tien An Men, la Puerta de la Paz Celeste, cruzada por esos seres que era cada uno lo peor y lo mejor y que eran su especie, Vera sintió el resquemor de una pasada y enorme estupidez, no por bienintencionada menos culpable. Se levantó cansada y con un duro, insoluble bloque de tensa espera suspendido bajo sus pulmones, como si el corazón fuera un puño que apretase un cariño solidario e irremediable.
El mensaje estaba ahí. Dio vueltas al papel. Anotó cuidadosamente el lugar y la hora en su agenda, en su mapa.
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Lo borró a continuación de la agenda. Metió el papel doblado en el fondo del bolsillo. «Lo ha logrado», se dijo, «lo ha logrado. Ha venido. Vamos a vernos dentro de unas horas. Los dos. Con calma».
Repentinamente los grandes abstractos se esfumaron, y con ellos edificios, avenidas y monumentos. Su propio cuerpo se partió a lo largo, como una cáscara, y Vera se encontró con un tierno interior expuesto a las miradas y zarandeado por todas las emociones. La costra antigua había arrastrado esos lustros, la irrelevante sucesión de calendarios que transformaban en una materia seca y estriada su piel. Vera corrió a las duchas y estudió, sin esperanzas, la masa mortecina y lacia de su cabello mientras acuñaba un nuevo padrenuestro: «Y permíteme gustar con mis años y mis canas, y no me obligues a encerrarme en nylon y tirantes y estrecheces, líbrame de los equilibrios en coturnos finos y de la obligación de pintarme para la guerra. Apártame del travestido hacia el que las duras leyes me empujan. Y así, oh, aun así, pemíteme gustar». Desenrolló amorosamente una larga, incorpórea falda de seda y dejó a la dulzura de la tela y al leve aroma de sándalo de un perfume servir a las exigencias de su femineidad.
Las calles en torno a Chianmen eran el mejor lugar para encontrarse con un extranjero. El estrecho espacio hervía de ciclistas, peatones, ruidos, algún vehículo de cuatro ruedas por las zonas más anchas, tenderetes que habían proliferado como hongos, y la clientela que entraba y salía continuamente de tiendas y restaurantes. Junto a uno de ellos, Lin recomponía los pliegues de su vestido estampado con flores pequeñitas y cuello de encaje y esperaba. No cabían excesivas posibilidades de error pero aun así reconvenía mentalmente a su marido por no prever en los importantes asuntos que se le habían acumulado un hueco para el encuentro, agradecimiento y despedida de la amiga extranjera. Era cierto que todo había sido demasiado rápido, tanto que todavía no había tenido tiempo de sentir su felicidad. Quedarse definitivamente en Pekín. Volver siempre que lo deseara a Chianmen, tan ligado a los recuerdos
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de su infancia (recordó a su padre, con una punzada). Estar juntos, Xei Wen, ella, su hija.
Vera supo desde los primeros momentos -en realidad lo había sabido antes, mucho antes- que Xei Wen no acudiría a la improbable cita que vagamente esbozaba en la nota que le alargó, sobre la mesa del restaurante, su mujer, que las cartas anunciadas no llegarían, como había ocurrido con las supuestas cartas anteriores. Supo que él se movía con una actividad febril entre gente importante, que no iría a despedirla y que probablemente no le volvería a ver. La mente de él era como un vasto escenario de ópera china: a veces sólo su figura lanzando llamadas agudas y desesperadas, diciendo frases conmovedoras y melodramáticas en las que pedía ayuda a Vera, En otras ocasiones, como aquélla, era un espacio lleno de personajes que se disputaban el primer plano -y entre los que, por supuesto, la extranjera no ocupaba ningún lugar-: mandarines del Partido, de las instituciones, de los nacientes negocios, jefes militares, expertos en radiodifusión, amigos de infancia a los que la marea baja del régimen iba redistribuyendo en puestos urbanos. La música era toda los fuertes y permanentes instrumentos familiares, su hija, los viejos parientes que aún vivían. En escasos segundos de intervalo, entre el gong y el ataque de la orquesta, se percibían quizás, algunas veces, las notas pálidas de la extranjera, su imagen que afloraba en ocasiones del espacio incoloro y mal iluminado del recuerdo. Xei Wen era el mismo que había gritado «¡Por fin!» echándola sobre una cama cubierta de una colcha índigo cuyo tinte manchaba la piel, pero habían pasado muchos años.
Vera miró a la mujer de Xei Wen. Era delgada y esbelta, con finas arrugas y aspecto de bondad e inteligencia, ojos dulces y maneras suaves. Lin le había cogido la mano y dicho con su inglés muy lento cortado a veces por un chino que Vera se esforzaba también en utilizar:
-Le agradezco mucho todo lo que hizo ahora. Y pienso que fue usted muy valiente hace años, en lo de entonces.
Ella desconocía la relación de su marido con la extranjera; al menos eso aseguró él. Vera se alegró de no haberse
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acostado con Xei Wen durante el fallido Gran Reencuentro. Era probablemente la suya una castidad, como la mayoría de las castidades, obligatoria, pero algo se había extinguido definitivamente en ella nada más ver a Lin, que le mostraba el retrato de su hija y la trataba como a una amiga. La niña era muy bella; habría sido concebida en una de las apresuradas visitas anuales. Tenía rasgos de Xei Wen, suavizados por la dulzura esbelta de la madre.
Lin se empeñó en pagar la cuenta, cuyo importe inquietaba a Vera en previsión de los magros ingresos de su anfitriona y de la ajada pero perceptible distinción del restaurante. El local era antiguo, con maravillosas sillas de época incrustadas de madreperla y caligrafías en los muros. Habían compartido una botella de cerveza, que ponía color en los pómulos de la mujer de Xei Wen y le había hecho desabrocharse, cosa inusitada en otras épocas, el primer botón de su cuellecito de encaje artificial. Estaba visiblemente apurada y explicó a Vera que debía hacer varios recados urgentes pero deseaba que se encontraran para despedirse al caer la tarde. Su marido tenía que desplazarse fuera de la capital para una entrevista. Ella se ocupaba de su hija, de sus suegros y de múltiples gestiones.
Fijaron un punto y una hora, en Tien An Men. Los guerreros, se dijo Vera, incluso los guerreros más versátiles y apocados como Xei Wen, solían encontrar dulces reposos, que les permitían reservar su energía para batallas extramuros. La vida era ciertamente otra cuando se disponía al alcance de la mano de la suave y enérgica mano de Lin, pensó mientras la veía alejarse.
¿Y ella ahora? La calle era un tubo de calor, viandantes y aguas fétidas, zigzagueo de bicicletas y suelo resbaladizo con frutas y hojas de col. La mano no le respondió, dolorosamente, al agarrarse a un borde al cruzar. La extinta llamita de ilusión de la definitiva ausencia de Xei Wen no era esencial y sí previsible, pero su desaparición revelaba un panorama de extrema pobreza afectiva, una habitación desangelada, de mobiliario escaso y antiguos recuerdos, al fondo de la cual una puerta conducía a la misma pero más deteriorada habitación. No había ganado sus guerras en la
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mesa de trabajo ni en los proyectos y el botín se reducía a un escaso pasar, suficiente tan sólo para reproducir la semejanza de los días; no había alcanzado la indiferencia que permite realmente poseer ni el desvalimiento que, sabiamente administrado, proporcionaba la ilusión de dominar. Si se desmayaba no caería en unos brazos sino irremisiblemente en las hojas de col.
Examinó la nerviosa nota de Xei Wen, redactada en un estilo complicado y rebosante de alusiones: Indecisión, ditirambos, llamadas indirectas a la libertad, veladas peticiones de ayuda futura desde el exterior. La había utilizado y la volvería quizás a utilizar. No podía reprochárselo. Ella desconocía los límites del control sobre las acciones de Xei Wen, el contenido de esa ficha de su amigo en la que lentamente, como Dios, los burócratas iban escribiendo su vida. Probablemente él también pertenecía ahora a la cadena de los que a su vez escribían fichas. Vera miró a su alrededor. Quizás bajo la capa de nylon y dinero fácil del mercado negro existía una frontera de hierro tan poderosa como en los tiempos de la momia con rostro pintado de dorada purpurina por la luz. No cabía rencor, sino seguir mandándoles libros, como botellas en el mar, en el desolado mar de cemento de la inhumana plaza de Tien An Men.
El problema del suicida suele ser normalmente la falta de práctica. Sin estridencias, Vera se planteó la inoportunidad de vivir los flecos de una vida privada del amor que mueve el orbe y de la sombra de árboles que correspondieron a otros caminos, en la que no restaba sino la materia inútil y acida del pensamiento y la perspectiva, cercana, de los monstruos del terror y la humillación física, agazapados como los demonios tibetanos, hincados en sus tejidos para sorprenderla con una lenta marea de células descompuestas, los monstruos que avanzaban ya por sus huesos y lamían la savia de sus ojos.
La proyección, en la oscura sala limitada por su piel, había comenzado con los dibujos animados, con Reyes Magos buenos y pobres, libros de cuentos, cromos y muñecas. Había seguido con una larga guerra confusa, bajo banderas
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de reinos inexistentes, por un país que únicamente el caballero solitario de un lugar de La Mancha supo descubrir a través de la suprema inteligencia de una especial bondad. Vera sentía el irreprimible deseo de no aguardar al final de la película, de evitar esa tercera parte en la que el melodrama se mezclaba con el crudo reportaje de biología. Romper el sometimiento manso a la pantalla y al lugar en la fila de butacas, dar la espalda a las últimas escenas previsibles, tirar a la papelera al salir de la sala las últimas esperanzas, era algo que debía considerar. Era tiempo. Porque muy en breve la zambullida resultaría demasiado ridícula, a pocos metros, de todas maneras, de la otra orilla. Y era tiempo simplemente porque nada justificaba la permanencia hasta el final y, por el contrario, el más elemental y frío cálculo esbozaba un futuro al que era preferible no aguardar.
Vera observó sus propios pasos distraídos y las intersecciones de las losas. Recordaba intersecciones de caminos que, hacía treinta, veinte, quince años hubieran podido cambiar la dirección de su vida, personas que tuvieron por unos instantes el destino de ella en la palma de su mano. La calle continuaba hasta desembocar en otra más ruidosa y pequeña. Estaba en Liulichang y Tashalan, había dado vueltas por el populoso barrio de la Puerta del Sol, Chianmen. Alzó los ojos. El día se había resuelto en un cielo ya de otoño, con nubes despeinadas en una seda lisa de azul seco. El ajetreo aumentaba tras la siesta. Todo el mundo parecía vivir con extraordinaria intensidad, hacer sus recados con la premura de aquél a quien esperan, sostener con cuidado pequeños envoltorios de papel. Era comprensible que la Muerte fuese su enemiga, el enemigo al que habían conquistado palmo a palmo las tardes como ésa, que disfrutaban en vivir, el taburete que colocaban a la puerta de la casa, los enjambres de niños medio desnudos, las jaulas del vendedor de pájaros. Ellos eran justamente adversarios del repulsivo aliento de la Muerte, la Enemiga del pensamiento y del corazón, la diosa de las cruces gamadas, los integristas, las pezuñas, los clavos y las balas.
Pero la Muerte podía ser amiga, la mejor amiga de la dignidad y de los sueños, consideraba Vera, y con frialdad
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calculaba el momento y la energía suficientes para cortar con la propia mano la película. Recordaba tertulias de un hedonismo tan furibundo que hubiera podido confundirse con una nueva Inquisición, charlas de un antibelicismo vacuno que vestía de ideales la cobardía personal y hubiera hecho la felicidad de Hitler en su paseo militar por Europa. En todas aquellas discusiones la Muerte era un ente proscrito, y sin embargo ahora su cara era amiga, la prolongación necesaria del amor a vivir.
Los niños pasaron rozándola al correr. En la farmacia tradicional una mujer viejísima discutía animadamente con el boticario, que mientras pesaba hierbas. La vida llamaba a unos y a otros. Quizás la llamaba también a ella, pero no por su nombre, y sin eso no valía la pena vivir.
Se trataba simplemente de alargar el instante delicioso que precede a la inconsciencia del sueño, de fundirlo, sin riesgo de regreso, en la protectora tibieza del gran descanso, de dominar el sobresalto inicial del terror durante breves décimas de segundo, antes de que anegase la conciencia, y dejarse deslizar hacia el inviolable refugio. Para ello, en defensa de futuras miserias, se había procurado el tubo que guardaba aparte en casa, repleto con grajeas de varios colores, como una alegre mezcla de fiesta, al que podía añadirse la cajita de píldoras blancas. Sentada en los bancos de un mercado, hizo sus previsiones.
Los soportales se iban llenando del olor variado de las cenas. Del transportista, detenido unos minutos con su carga, al burócrata altivo, la escolar espigada y la familia de la vecindad, todos se entregaban con evidente placer a ingerir comida, los cuencos de fideos recién escaldados con verdura, el fuerte olor a grasa de cordero al estilo mongol, las exquisiteces, para los más adinerados, que anunciaban los restaurantes bajo las sonrisas de los dioses de la abundancia, de la longevidad y de la buena suerte. Era un concierto de palillos de madera, porcelana y plástico, quizás algunos tradicionales, de laca, hueso, plata y marfil, que chocaban con fuentes y tazones. La capacidad de los chinos para la supervivencia como comunidad era extraordinaria. Su gran
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monumento eran los barrios diseminados por todo el globo, los ademanes, la lengua, las frituras, el Año Nuevo y los caracteres milenarios que unían como una cadena a los muchachos de hoy con los letrados del primer imperio. Era difícil imaginarles, pese a su maoísmo reciente, regimentados en un fascismo serio, enrolados en un hierático batallón kamikaze. Habían guardado, en su tradicionalismo confuciano, un rincón de individualismo taoísta, un altar para los poetas borrachos de licor de arroz y luz de luna. Sobre las mesas empezaban a cerrar filas las botellas vacías de cerveza. No, no se les veía cuadrándose en un bunker y aceptando las píldoras de veneno con su gesto de gourmets. Era difícil conciliar la gastronomía y el cianuro. Vera intentó imaginarse cómo se sentía uno creyéndose realmente miembro de una raza superior, aproximándose a aquellos muchachos de brazos largos y fuertes que despachaban alegres su tazón y haciendo valer la blancura -relativa- de su piel europea y, sin reírse, la superioridad que conllevaba la prominencia de su nariz y la forma de su cráneo.
Vera vio abrirse la trampa y se resistió porque la vida era implacable, cargada de olores, de virilidad de cuerpos sudorosos, de texturas de frutos y de luces. Había música, radios, cintas modernas y algún violín tradicional. Un hombre sentado a la puerta de su casa pasaba el arco sobre el instrumento que mantenía sobre sus rodillas. Tenía que resistir a la trampa abierta, decidir y llevar a cabo. La destrucción de la existencia propia era hermosa en un joven, que debía remar, para llegar a ella, a contracorriente de su sangre y dilapidaba la abundancia de su reserva vital. Pasados los años, el mismo intento adquiría la mediocridad del que hace donativo de una ropa demasiado usada. Para cada acto hay un momento de dignidad, entre el teatro, el miedo y el ridículo. La tarde era ajena y sin relación con ella, se dijo Vera. No la arrastraría al nivel del suelo haciéndole perder la perspectiva, inapelable y desesperanzada, de su horizonte.
Una pareja le hizo sitio en su mesa. El chico se lanzó a intentar practicar valientemente su inglés. Le indicaron el nombre de lo que ellos comían y, escogiendo un bocado, se
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lo pusieron en un platito a su alcance. Vera decidió invitar a una cerveza acompañada de verduras en vinagre. Sobre la mugre del mostrador había un recipiente con una planta que desplegaba la pequeña maravilla de una hoja verde. Vera prometió una postal a la pareja. Continuó subiendo hacia la puerta que marcaba el límite entre la ciudad sagrada y la profana. Sorteó los puestos de frutas y los carros de refrescos, como si braceara en una sopa biológica primordial y densa. Renegó de sí misma por no haber, en su momento, retorcido la rama de la planta, decepcionado a la pareja, roto algún instrumento musical.
Hasta someterse por fin a los sentidos, al latido hacia el que su carne, incluso cansada, iba, en uno de esos indefinidos aplazamientos que, engarzados, formaban el camino de su viaje.
La extensión de cemento de Tien An Men estaba estrictamente reglamentada en peatones y tráfico con innumerables vallas y pasos subterráneos. Era un espacio excesivo que, como avenidas y calles, llamaba a la agorafobia; espacios hechos para desfiles militares y manifestaciones de miles de personas aclamando al Jefe, no para individuos, paseos, encuentros, charlas. Las dimensiones eran inhumanas, sólo las de un emperador y una idea. Lin, desde el extremo norte de la Ciudad Prohibida donde la había dejado el autobús, se dispuso a atravesar lo que había sido -todavía nominalmente era- el corazón rojo de Pekín. Era la primera vez, desde su vuelta a la capital, que observaba Tien An Men con calma. Hacía una veintena de años aquella plaza estaba repleta de un millón de guardias rojos que aclamaban el último emperador, cuyo retrato aún limitaba el mar de losas encima de la puerta por un lado y era vigilado por su mausoleo por el otro. Xei Wen y ella habían agitado un libro y un pensamiento únicos ante el hombre del retrato, coreado consignas, jurado absoluta devoción. Eran muy jóvenes, para muchos fue el primer viaje desde sus remotas escuelas, se sentían salvadores, protagonistas y libres, llegaron a experimentar la suprema felicidad de identificarse en un sólo ser, perdidas las individualidades, un animal de un millón de células, gestos y bocas. Caído el
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telón, Mao les mandó al campo a reeducarse, y el Ejército los sacó cuanto antes de la escena. Ella abandonó a su padre enfermo porque, con superior conciencia revolucionaria, Xei Wen le resolvió la contradicción entre los deberes filiales y la fidelidad proletaria. Xei Wen era el más inteligente de su grupo; también dúctil ante el poder, ella lo sabía. Había amigos de Xei wen, bien situados en el Partido según las nuevas tendencias económicas, que le auguraban por lo bajo un futuro brillante y pedían contrapartidas a su ayuda. Pero en el interior de Lin hasta el día de hoy el cariño hacia su marido debía sortear cada vez la imagen solitaria y triste de su padre.
Desde el extremo sur de Tien An Men, Vera comenzó a atravesar la plaza para encontrarse con Lin. El edificio a su derecha la despedía de una época. Ya estaría cerrado el mausoleo que le había servido para asegurarse de la muerte del Gran Timonel. En realidad el Presidente estaban tan bien acompañado en ultratumba como Shih Huang-ti, el emperador que ordenó quemar los libros. Nadie resucitaría lo que el último emperador se había llevado consigo, las murallas, los puentes, los arcos, templos y antiguas puertas de Pekín, arrasados para hacer sitio al espacio vacío en que, como en la desnuda e indefensa espalda del pueblo, Mao deseaba escribir. Nadie resucitaría a las decenas de millones de muertos de la Revolución Cultural, ni repararía las vidas rotas, machacadas, olvidadas en remotos lugares del noroeste. En Occidente, mientras, se contaban maravillas y la supuesta izquierda vendía intensamente a clientelas fáciles el bálsamo de la irresponsabilidad: Todos eran víctimas. Nadie era responsable de su fracaso, su mediocridad, su dejadez, sus errores o sus delitos. Todos eran el resultado de opresiones, represiones, frustraciones e indefensiones. Todos deberían haber ocupado otros puestos, obtenido otras cosas, gozado de otras ventajas. El desposeído nunca podía estarlo por falta de esfuerzo o méritos. En diversos formatos y embalajes, los mercaderes del populismo comercializaron profusamente el Edén gratuito y la envidia.
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Ésta era un material rentable. Vera pensó en su país, para el que al día siguiente adquiriría el billete de vuelta. Quizás al aterrizar en España se encontraría con un gran letrero de «Vendido», por deudas. Tras el triunfo del útil golpe de Estado blanco, del esperpento decimonónico y zarzuelero, se habían abierto todas las compuertas a los agentes comerciales del PUS, que ahora, perforado al fin el globo de la aparente riqueza, esperaban presenciar, desde muy lejos y bien instalados en las confortables arcas que habían preparado para ellos y los suyos, el diluvio y la inundación del malvivir. El tablado español continuaba con su ensordecedor taconeo de ferias, donativos, faustos, fraternidades hispanoamericanas y escaparates de bisutería. Era un hermoso espectáculo para verlo a distancia, en Londres, París o Nueva York y desde el tendido preferente de un jugoso sueldo gubernamental, que no corría los riesgos y sudores del mundo de los negocios. Vera esperaba encontrar billete de regreso en un día o dos. Lo malo no era que hubieran vendido el país, sino que lo habían vendido muy mal.
Algún acto oficial había cortado el tráfico del Palacio de las Nacionalidades al Palacio del Pueblo y acotaba incluso un extremo de la gran plaza. Ciclistas y peatones, como Lin, eran desviados y debían rodear la zona. Pasaban de vez en cuando grandes coches con cortinillas y algunos grupos andaban lentamente hacia la escalinata. Iban vestidos con brillantes, e impecables, trajes uigur, kazak, mongol, tibetano. Lin se fijó en éstos últimos. En comparación con las descripciones de Xei Wen parecían personajes de opereta. Su memoria se deslizó a la media docena de óperas revolucionarias, patrocinadas por la mujer de Mao, que habían sido el único espectáculo escénico durante años. Pero eso estaba olvidado, casi olvidado. Se dio prisa. No quería volver tarde a casa.
Con el descenso de la luz la plaza iba cambiando de aspecto. El renovado Museo de Historia y los monumentos habían cerrado. La rasa superficie se fue llenando de paseantes que se refrescaban del calor, jugaban o charlaban. Todos llevaban bolsitas de red o de plástico y sacaban de
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cuando en cuando un bollo o apuraban un sorbo del pequeño termo. La penumbra aflojaba el control y Lin se dijo que no terminaba de acostumbrarse al nuevo comportamiento de las parejas, que se cogían en público. Los gestos de intimidad habían salido del recinto de los parques, de la noche y de las películas extranjeras para comenzar a esbozarse en plena calle. Lin recordaba sus paseos con Xei Wen sin tocarse las manos, excepto en lugares escondidos, las cartas, los raros encuentros, la breve ceremonia de su matrimonio y el puñado de días en que él intentaba concentrar la experiencia sexual que había leído y oído, con una ansiedad a la que Lin se prestaba sin obtener, en su empeño, las esperadas cimas de supremo goce. Quizás había que ser joven para la exaltación y la desesperación, quizás las novelas embellecían sistemáticamente los encuentros de hombres y mujeres. Se había acostumbrado al sexo infrecuente. Las personas se acostumbran a casi todo. Los años solitarios no le parecieron trágicos; sólo tristes. Ella era una mujer de hábitos y afectos, no de pasiones. Sin embargo, conocía los casos de dos enfermeras, compañeras suyas, que habían engañado a sus maridos con más de un hombre. El Partido les repetía de continuo su gran suerte por vivir en la China moderna y ser iguales que los hombres. Su abuelo tenía concubinas y no conoció a su mujer hasta el día de la boda. Su madre vio a su padre escasas veces antes del matrimonio, y siempre en presencia de familiares. Pero ambas dispusieron de cierto respeto y no fueron enviadas a lejanas aldeas y comunas y obligadas a criticar los rasgos burgueses de su familia. Xei Wen y ella habían compartido la misma opresión y eso no hacía más libres a ninguno de los dos.
Un grupo de adolescentes tropezó con ella y continuó como si no la hubiera visto. Los jóvenes eran ahora altos y vacíos como bambúes, se dijo. Las nuevas generaciones la inquietaban y le hacían preocuparse por su hija. Encontraba a los muchachos agresivos, apáticos, ávidos de dinero e ignorantes de las más elementales fórmulas de cortesía, desprovistos de pasado, incapaces de interés por el presente y el futuro. Miró discretamente a las parejas en torno suyo y trató de imaginar en muy pocos años a su hija, Hsien.
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Vera se había parado ex profeso para retrasar la llegada al punto de cita. Se dio una excusa volviéndose a mirar el camino que había recorrido. Allá al fondo, bajo los tejados verdes de Chianmen, que tenían la misma curva airosa que las nubes, se habían encendido innumerables lucecitas, toda la hacendosa ciudad china, que hervía de tiendas, puestos y restaurantes. La Biblioteca podía ser el enemigo, pero ese empeño de comercio era el vencedor final de sistema. Mao y su mausoleo se desmenuzarían ante la diminuta erosión de los cocineros y los aparatos de alta fidelidad, los megalitos de Tien An Men serían arrollados por el vehículo utilitario y las piezas de repuesto, por los descuentos, las ofertas y las garantías. Pero antes había un peligroso páramo, el del clan bifronte Partido-Ejército aferrado herméticamente a sus privilegios y erizado de armas y poder; al otro lado se extendía una sociedad cuyo tejido cívico había sido totalmente destruido durante cuarenta años y a la que no quedaba más moral que la del enriquecimiento rápido y el individualismo feroz. Sin confesárselo, Vera estaba haciendo tiempo, porque Xei Wen podía llegar, encontrarse en el lugar de la cita, con Lin. Sin embargo el reloj se acercaba a la hora convenida y no cabían esperas. Tras la hermosa tarde, el sol se ponía rápidamente. Lejos, unos kilómetros al oeste, sus rayos darían un suave tono rojo a los lagos del Palacio de Verano y al rancio estilo sinosoviético de los bloques del Hotel de la Amistad, conocido antaño por las rencillas entre sus moradores. Vera supo que nunca volvería a pasar por allí, que el sol se ponía definitivamente y que no debía confiar en él, que desaparecía conjuntamente en el horizonte la cohorte de humeantes tazas de café, caricias, tertulias, palabras de reposo y de ánimo, victorias y promesas, desaparecía un Xei Wen que ya no lo era y que no había sido sino materia de ilusión y reencuentro. Se levantaba un sol negro, un viejo conocido al que, por lo desamado, a Vera le era difícil odiar, un sol que lo ocupaba todo, que no tenía nombre, que poseía la transparencia implacable del pensamiento, hacia el que, muy a su pesar, se dirigía esa masa extraña agazapada tras la frente y las sienes; desaparecidos los astros, quedaba el algo oscuro que quería saber e incluso
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ser, sin piedad por los precarios y eficientes equilibrios que forman la dicha de todos los días. Quizás era el sol negro de la razón.
Se apresuró. Nadie más había acudido a la cita.
-Le he traído esto. Es un regalo mío, y de Xei Wen.
Lin había llegado poco antes y, tras lo saludos, le dio el paquete con lo que acababa de comprar. Vera sacó un volumen encuadernado en seda bordada roja con motivos de grandes flores estrelladas y ramas de ciruelo. Abrió el broche dorado que sujetaba las tapas. Las páginas estaban en blanco.
-Es para sus notas y sus dibujos. La botella contiene un extracto de hierbas, para fricciones en su mano; le he traducido algunas cosas en el prospecto.
El frasco exhalaba el fuerte olor del líquido verde menta y el tapón había sido reforzado con cinta adhesiva para que no se vertiera en el viaje.
Anduvieron un poco, intercambiando frases ocasionales.
-Es el monumento a los héroes del pueblo -Lin señaló el obelisco, que Vera conocía perfectamente.
Los héroes eran todos altos y arrogantes. Vera pensó en Wu, desaparecido hacía tiempo de escena y probablemente incinerado, como era la moda, para ahorrar el espacio de los cementerios. Wu olvidaba a veces su habitual reserva cuando describía los logros del realismo socialista y mostraba una ironía inatacable: «Este es el magnífico friso a los entusiastas héroes del pueblo…». Su técnica era recitar un rosario de ditirambos desmesurados y mantener una expresión de profunda indiferencia y aburrimiento. Wu sólo aspiraba, heroicamente, a reproducirse a través de su mujer.
-Le ruego, le rogamos que sea prudente, que no hable de nosotros… que no pueda llegar a…, haber acusaciones… Usted ya sabe. -Lin hablaba tímidamente, muy bajo-. Le agradecemos lo que hizo. También mi hija. -Lin sonrió-. Ahora son tiempos de cambio. La nueva generación no tiene tierra para sus raíces, y nosotros somos viejos y sentimos miedo, pero dentro de unos años los jóvenes vivirán mejor.
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-Y todos encontraremos lo que buscamos -Vera le sonrió a su vez-. La felicidad, supongo.
Hubo una pausa, luego Lin la tomó del brazo, como si se conocieran de antiguo, y dijo:
-Xei wen explicó que usted buscaba siempre algo. ¿Es cierto?
Vera no supo qué responder. Caminaba consciente de la irrealidad del encuentro con la mujer de Xei Wen; a aquella hora, en aquel lugar, y en ese breve tiempo sus seres se había cruzado, entrado de plano y salido uno del otro, por una afinidad de comprensión que puede suceder a veces e incluso estar ligada a una posición especial. Allí estaban ambas, en ese punto geomántico que era, desde hacía siglos, para los habitantes en China, el centro del orbe; y el mundo alrededor, cambiando y mutando, como una red nerviosa de esperanzas, miserias y de manos.
Hasta entonces Vera había creído buscar, simplemente, la felicidad, el amor, las gratificaciones básicas que ofrecía la desigual carrera a los afortunados que las podían alcanzar. Por primera vez pensó que tal vez no fuera cierto, que en realidad era posible que su primera, fundamental, continua búsqueda hubiera sido otra cosa, aquella pasión que rechazaba violentamente las sumisiones, exigente, concreta, renovada contra las tibias circunstancias de cada día, ansiosa de un metal cuyas vetas había que rascar con dureza y con renuncia a la ganga abundante de medrosos compromisos, una pasión atada con finos hilos a las libertades de los otros.
Extrañamente, mientras hablaban, Vera sentía suavizarse la decepción y el rencor contra su propia generación y sí misma, como si un curioso proceso fuera purificando lo mejor de los años pasados, depurando la incongruencia, la irresponsabilidad y la simpleza y salvando la generosidad solidaria, aquel empeño de liberación, aquella mirada fraternal y curiosa sobre un planeta sin fronteras que habían sido su componente más noble. Algo raspaba las adherencias espurias de veinte años, los tópicos, la pobreza postmoderna, los manifiestos de campanario y los disfraces de
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anglosajón, barría el brutal giro hacia la confortable torre y la cortés indiferencia. Algo no había sido mentira y no estaba completamente muerto.
La plaza se había ido llenando silenciosamente de todo tipo de personas que utilizaban su superficie y se movían sobre el cemento como en un parque, alguna, como Vera, con la ridícula pretensión de hallar causas, argumento y finalidad en lo que no era una velocísima danza de átomos, un choque y desaparición de chispas fortuitas.
Pero el cielo estaba lleno de cometas y el aire de la dulzura y extraordinaria luz de Pekín, teñida de crepúsculo. En algún punto cuatro soldados arriaban la bandera, pero las cometas -ligeras, pacíficas, inocuas, seguidas con entusiasmo por los niños y manejadas diestramente por los mayores- eran mejores que bandera alguna. Más altos que los tejados se elevaban gavilanes, libélulas, ciempiés, mariposas, halcones de seda. Había una espléndida, de múltiples segmentos que se contoneaban en el cielo. Las cometas subían libres, unidas a los hombres por un fino hilo, como los sueños, cada hombre haciendo volar su sueño. Las cometas como la libertad.
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Esta edición ha merecido
una ayuda económica de la
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del Ministerio de Cultura correspondiente a 1989.
Todos los derechos reservados
Primera edición: Noviembre de 1991 Ilustración de portada: «La evasión», de Magritte
Mercedes Rosúa Libertarias/Prodhufi, S.A. C. Lérida, 80-82 28020 Madrid Telf.: 571 85 83 I.S.B.N.: 84-7954-024-9 Depósito Legal: M-41274-1991 Impreso en España/ Printed in Spain
INTRODUCCIÓN
El Viaje es interior y exterior, a través del espacio físico y de los seres que se va encontrando, con sus conductas, experiencias, palabras. Es el tránsito fugaz y sucesivo por otras vidas y por la propia; una doble espiral hundida en sí y horadando territorios que, en este caso, son la neblinosa Lima y las rasas alturas de Perú. Es el viaje por el amor —¿o por la necesidad de él?— y por el sexo, por sus puentes frágiles, ansiosos, ficticios.
Buscar, observar, impulsada todavía entonces —sin saberlo—por el precioso combustible de un remanente de futuro. Sentir la quemadura de la luz, el silencio, la Historia, la tibieza de las solidaridades, de los viajeros que aplaudían o se indignaban y esbozaban en la noche un nuevo mapa de la Tierra. Y el fuego de un amor que lo borra todo, que hace un diamante de cuanto toca. Antes de desaparecer. Ningún desplazamiento con tan pocos gloriosos aniversarios, tan continuo y, simultáneamente, tan alejado por distancias estelares.
Viajar. Viajar. Tal vez huir. Huir del reencuentro inevitable con el único verdadero infierno: el de lo cotidiano, al lado de cuya imagen gris y suburbana palidecen los círculos de Dante.
Rosúa 12-X-91
ÍNDICE
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III. Sucede que me canso de ser hombre………. 111
I
Y esta dulce mentira de mudar los paisajes que son siempre los mismos; inviernos, primaveras…
Atahualpa Yupanqui
Medianoche de julio
Las dificultades del viaje le habían casi hecho olvidar el viaje mismo. Perú y Ecuador se esfumaban tras una cresta de vuelos, precios y enlaces. Queda lo que es su substancia: un acto de voluntad pura, de soledad. Se va a Latinoamérica. Compra mapas, se hace enviar libros, traza itinerarios, se pone vacunas. Escucha comentarios temerosos y envidiosos de personas que ganan lo que ella, que ganan la mayoría más que ella. Pero no se irían solos con su mochila, su forzada inmersión y su cansancio.
Nada valdrá aquel despegar hacia China (1973: Mao vive. China es el último enorme reducto del mundo nuevo) en la gloria del fuselaje rojo de atardecer. Nada le espera en septiembre sino la incertidumbre. Pero hay ese acto de pura voluntad, a pulso de su cabeza y sus manos.
Han navegado entre las húmedas estrellas atlánticas y un adolescente brasileño que le contaba, con un acento musical de guitarra, los asesinatos y las desapariciones que son recurso habitual de la dictadura de su tierra, las paradojas de los multirricos endeudados, circundados de pobres, que son tantos países de América del Sur. El muchacho se interesaba por lo que había visto en España de movimientos feministas, por la ecología.
Se siente fresca pese a la noche sin sueño, con capas de ilusión y una brizna de despegue, de alejamiento. Su mundo no es el que ha dejado en España, no es el de ellos. Ciertamente, probablemente, tampoco es éste.
Viaja.
¿Dónde está aquel temblor, dónde aquel brillo en los ojos, aquella locuacidad y aquel silencio, aquella ur-
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gencia de trasladar al papel cuanto vivía? Está en ella, continúa existiendo, pero junto a su onda vibra otra onda de distancia que le dice que no viaja. Ha escogido como libro para traerse La náusea, el Sartre de 1938 y su yo de 1967. Extraño efecto, el libro tan distinto del de entonces, tan cambiadas las circunstancias, y sin embargo no ha cambiado algo esencial. De ahí esta sensación: una piel efímera sobre otra piel, una piel de nuevos días sobre su trabajado cuero.
Al Paraguay yo no voy
Infinitos problemas con las Líneas Aéreas Paraguayas y avión tomado in extremis. Asunción fue una escala significativa. El Paraguay es un latifundio con fronteras, país de poco más de dos millones y medio de habitantes. En él, un sedimento de indios analfabetos, un dictador – Stroessner- y su familia, alemanes que viven en colonias impermeables y se visten estilo Far West, y norteamericanos. En la madeja de corrupción y estancamiento se juegan las reglas de otros siglos, la ley del macho, el estanciero y el leguleyo. Una mezcla de neolítico viciado y de esperpento de Valle-Inclán.
En el viaje coincidió el avión con la regla. Las escalas, el peso de la mochila, hicieron el resto: al ponerse en pie para salir sintió correrle la sangre por las piernas y tuvo justo el tiempo de buscar un pañuelo y limpiarla. No eran las nobles heridas de Cortés ni de Pizarro; más bien el viejo diezmo impresentable con su tic-tac sin continentes y ajeno a la luz. Únicamente sometido al cansancio de los órganos y al tiempo.
A la llegada al nuevo y flamante aeropuerto Stroessner, presidido por un óleo del general salpicado de medallas y florones, un agente del gobierno -abrigo azul oscuro y permanente sonrisa de individuo del partido en el poder- les recibe para acompañarlos al hotel en el
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que estarán hasta que se vuelva al aeropuerto, por la tarde, para continuar viaje. Según el autocar va entrando en la ciudad por el barrio residencial, el agente hace una ordenada presentación de los monumentos que no admite desperdicio:
-A mi izquierda, la fábrica de embotellado de Pepsi-Cola. A continuación, la embajada de Estados Unidos. A mi derecha, la embajada de África del Sur. A mi izquierda, las embajadas de Corea del Sur y Alemania Federal. A mi derecha, las embajadas del Vaticano y de la Cruz de Malta.
Las simpatías políticas del gobierno de Paraguay no dejan lugar a dudas.
Asunción es un pueblo desagradablemente informe, sin carácter ni local ni extranjero. En el marasmo y el aislamiento reinantes parecen haberse disuelto hasta las tradiciones y la artesanía.
-No estoy muy seguro de que despeguemos.
Al francés, alto y mal afeitada la barba rubia, le tiemblan las manos mientras enciende un cigarrillo tras otro.
-Mi equivocación fue pasar del estatuto de turista al de residente; como tal pueden disponer de ti. En estos seis meses me han hecho todas las extorsiones, chantajes, amenazas; me metieron en la cárcel por una excusa de falta al código de circulación en un país en el que nadie lo conoce. Paraguay es el peor agujero de la tierra. Los indios y las mujeres no cuentan. La incultura es atroz. Además de ser analfabetos, la mayoría no habla castellano; sólo guaraní.
El aliento cargado del hombre vierte una negra historia de cárceles como cloacas, funcionarios y policías que se mantienen a fuerza de chantajes con los que alargan a placer las penas de los inculpados y redondean sus sueldos.
-Es inimaginable. Quiero… Quiero ir lejos, a un país
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donde no haya funcionarios, ni abogados, ni policías.
El hombre repite y repite su frase. Bebe los zumos sin probar apenas la comida. Monologa.
-No es un país. Es un coto cerrado con llave. La gente no sabe una palabra del exterior y la emborrachan de nacionalismo, de Patria y bandera. Por supuesto mientras, los norteamericanos y los alemanes disponen y dan órdenes al Presidente. La gente ni reacciona ni se concibe que pueda defenderse o agruparse. Tal vez ni se lo plantea. Es la mierda pura y simple en medio de un hermoso paisaje. ¿Cómo pude caer allí?
Las manos, grandes y finas, de uñas roídas, voltean el cigarrillo.
El avión se sumerge en el azul de la noche transatlántica, y entonces se calma, pero no duerme. Las horas le atraviesan mirando las estrellas y en sus ojos secos se refleja el primer amanecer.
El hombre tiembla al pasar la policía y la aduana del nuevo aeropuerto, y luego corre a alquilar un coche.
Paraguay. Un país escasamente poblado. -6,7 habitantes por kilómetro cuadrado-, de extensión muy poco menor que España. Su sistema de gobierno es la dictadura de Stroessner. De Paraguay se conocen el arpa y las cataratas del Iguazú. Ni siquiera tiene un número de prisioneros políticos suficiente para ocupar rango en los informes de Amnistía Internacional.
Lima es una ciudad irreal, de cierto mágico encanto en sus balconadas majestuosas de madera tallada, pendientes de fachadas de estilo colonial. Su Plaza de Armas y su Plaza de San Martín, su Sheraton y su barrio de Miraflores, sus innumerables cinturones concéntricos de chabolas. Los ocho millones de habitantes se sumergen en el perpetuo banco de niebla como leche tibia que la cubre nueve meses del año. Hasta los robos, las huelgas, la miseria y los carteles de protesta parecen
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dulces por el acento lento y distinto y por el ritmo.
Por azares corrientes en los viajes largos, se vio emparejada -avión, gestiones, comentarios- a un profesor francés con destino Bolivia, un hombre alto, con barba, que -aparentaba mucho más de sus ventialgo. Tras horas de búsqueda por Lima cargados de bultos, entre los que figuraba una inmensa maleta del cooperante con su ajuar de un año, han aterrizado ambos, unidos por ese lazo asexual de la necesidad, la economía, el viaje, como aterrizó ella tantas veces con desconocidos, en un hotel.
Han dormido como piedras. Abre los ojos y navega durante largo tiempo de una pared a otra sin saber dónde está. Frente a ella duerme un desconocido que abre los ojos a su vez y la mira con un segundo estupor dilatado en sus pupilas claras. Aseo. Desayuno. Cada cual a sus asuntos. El tiene que estar mañana irremplazable-mente en La Paz. Ella tiene un encargo para una señora peruana que, por teléfono, se encuentra dispuesta a acogerla.
Rene (para ella Descartes, porque es un razonador de las ventajas del razonamiento cartesiano) aprendió a tocar la quena y a hablar quechua el curso anterior. Se reencuentran para comer. Ya tiene pasaje él para el sábado por la mañana. Ya lo tiene ella para el lunes, y cita con la viuda peruana el sábado. Libres. Pero también ya el animalito débil y quejumbroso que lleva ella dentro está esperando, contabilizando rasgos de ternura, de apego, de cuando han procurado sentarse juntos en el avión Asunción-Lima. Y ya, tácitamente, ha desechado irse a dormir esa noche a otro lugar.
El tiene unas reacciones en las que se encuentran. Es un occidental avergonzado de su status. Un niño cubierto de mugre, modelado por la basura de quien rueda por ella durante días, le pide cigarrillos o soles Al tiempo que para, ella rocía con colonia sus pequeñas manos. Por la noche, en el restaurante en el que cenan, este niño tan niño viene a ganarse la vida vendiéndoles cigarri-
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líos en paquetes estrujados y, con una sonrisa, pide más colonia. Eso es todo cuanto pueden hacer: verter unas gotas de agua de olor sobre una costra inalterable y cotidiana de suciedad y tizne. Terminan, Rene, una pareja española y ella, sus platos de cerdo con papas, y los niños piden al patrón del restaurante las sobras para roerlas y mascan sus huesos.
Antes, en una taberna donde los hombres se emborrachan solos el viernes por la noche, las dos parejas han visto azuzar un subnormal contra una vieja negra ebria, provocativa y burlona, la única mujer -junto con las dos extranjeras- en el establecimiento. En las caras de los hombres, esa expresión, que puede llegar a algo espantoso, de avidez insatisfecha de sexo y desprecio por la mujer. Ella se va quedando fría y empiezan a castañetearle los dientes. Hay algo de corrida de toros en los envites del subnormal y de la negra jaleados por un público empapado en ocio y en vino. Se le llenan los ojos de lágrimas. Rene le pregunta si se siente mal.
-No estoy bien. Vámonos.
Afuera, respira a fondo.
-¿Qué tal?
-Bien.
-¿No te gustaba el ambiente?
-Es como una corrida de toros.
En el restaurante, cada cual enrojece a su modo mientras los niños apuran sus huesos. La pareja española habla de la metafísica del viaje, del análisis sociopolítico del Tercer Mundo, y prueban con precaución un pisco-sour. Apura ella el suyo de un golpe.
-Cuando me pasan cosas como lo de ese niño, ¿qué me queda? El impulso sentimental, el recuerdo del niño, y nada más. ¿Y a ti? -pregunta Rene.
-A mí me queda el niño.
-Ya comprendo. Era ésa la diferencia.
Hablan, sentados los dos en la cama de él.
Sabía que había madurado ese fruto rápido de la afi-
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nidad y de la presencia y que en ella estaba creciendo la voraz y humillante plaga de la ternura. Un año ya sin sentir otra piel. Y su piel fue espiando miradas y manos, almacenando palabras, recordando un gesto de llevarla hacia un lado, y ella de apartarse porque en ese instante el viernes macho de Lima le azuzaba incomprensibles lágrimas de rabia.
Mientras me ducho, él se acuesta y se duerme. Seguro que está frito cuando entre. Y mañana, justo para decir adiós, adiós.
-Quería hablar un poco.
Está esperando.
Hablaron. El, de su sentimiento de inutilidad, de una novela que había escrito tomando como plataforma comercial lo exótico del campo boliviano, de su regusto de culpabilidad por ello, de su incapacidad para viajar solo, de esas noches en las que invitaba a cenar a un conocido poco grato con tal de no comer sin compañía.
Lo mismo que ahora prefieres hablarme de tu vida a mí, mejor que no poder hacerlo con nadie.
Puso a los pies de la cama los bultos que los separaban, hasta que no quedó sino la fina tela de tres centímetros de orgullo.
Había visto el anillo. Durante la comida, Rene sacó una cajita envuelta en papel y le había mostrado un anillo de plata y turquesas que pidió se probara para ver la talla, y luego guardó explicando que era para una amiga de La Paz. La misma medida que su dedo.
Hablaron de Latinoamérica, de Alemania, en la cual él había vivido, y de su atmósfera irrespirable. Hablaron de ambientes. Ella le contó un cuento de Ray Bradbury.
-Es tarde, lo cual quiere decir que tengo sueño -dice él.
Asiente y se va a su cama. Desde la suya él le tira un beso y ella le tira otro.
-Buenas noches.
Se cruzan comentarios que navegan perezosa-
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mente por una oscuridad de algodón de cama a cama.
-No tengo sueño después de lo que hemos hablado -dice-, y además tuve frío desde que estuvimos en ese bar.
-Yo tampoco puedo dormir -contesta él.
-Los diálogos van espaciándose y finalmente se pierden de vista en la oscuridad.
Se acabó. Tengo que conformarme, no hacer ruido, cortar esas vueltas en la cama y esos gemidos de duermevela que parecen un SOS. Se acabó la posibilidad de ternura de la noche. He esperado un milagro, que una voz llegara diciéndome :»¿Por qué no vienes simplemente para apretarnos, para darnos un poco de afecto, de calor?» Se acabó. No lleves la humillación más lejos. No hagas teatro y duérmete. No habrá milagro, no los hay.
En el duermevela, la mujer tiene una visión, mezcla de sueño prendido a la realidad del momento: Rene se levanta de su cama para venir a la suya, pero es un Rene niño, con la misma edad del que royó los huesos de los desperdicios anoche.
-¿Duermes? -dice él.
Tras este espacio, es la materialización inesperada de la espera.
-Mal.
-Parecía que estabas llorando.
-¿Llorar? No. ¡Qué imaginación! Tuve una especie de sueño. Me pareció ver a ese niño en el cuarto.
Algún comentario más, y él le dice exactamente, de pronto, la frase que ella ha estado pensando, repitiendo en la mente bajo tantos tonos y formas, palabra por palabra.
-Si tienes frío, ¿quieres venir a mi cama?
-Hombre, gracias. Muy amable.
En los segundos de respiro que deja la ironía, ese burladero, articula ella otra frase que le brota de lo más hondo, de lo más deseado, que lleva horas haciéndole daño en el corazón.
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-Escucha, yo no quiero hacer el amor contigo; de verdad, no quiero. Pero hay una necesidad de calor, de calor humano, de ternura. ¿Entiendes?
-Pero yo tampoco quiero hacer el amor.
-Podríamos probar.
-¿Por qué, en lugar de ir yo a tu cama, no vienes tú a la mía?
Oscuridad. Segundos. Las piernas largas, blancas. Alza la ropa de su cama se mete en ella, le rodea la espalda y la cintura. Reposa ella la mano sobre el pecho, y apoya la mejilla en el hueco del hombro con un inmenso suspiro de alivio. El le acaricia la cabeza a veces, a veces los hombros. La mujer se empina para besarle en el cuello, y le pide a su vez con humildad que le dé un beso. Cruzan los dedos.
-Voy a ser posesivo. Así cogía yo a mi osito y a mi bolsa de agua caliente cuando era pequeño.
Y la estrecha con piernas y brazos. Todo es ternura. No hay violencia alguna. Están durmiendo juntos. El, ya en el borde del sueño, le pasa la palma de la mano por la espalda, por la cabeza. Y mientras él duerme, ella, que sabe que no va a dormir en toda la noche, paladea estos minutos de calor, lo único que es dado, minutos.
Llega un momento en que el dolor de huesos puede más que el romanticismo de la situación y ella, que se ha mantenido en una posición forzada durante horas, retira su pierna, machacada por el muy superior peso de la de él, y se desliza hasta mantenerse en un equilibrio de funámbulo sobre el borde de la cama. Así ve amanecer.
Ahora se despertará y se irá. Tiene una cita a las nueve y el embarque a las once. Ahora se me acabará lodo.
Siempre este escuálido lote de minutos, de separación.
Ha estado quieta, compañera modelo de sueño. Al entreabrir las cortinas ve que él tiene los ojos abiertos.
-Buenos días.
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El le da un beso. Ella le da un beso. Y se miran con ojos alegres.
-He dormido como un ángel. Te voy a hacer una pregunta… metafísica: ¿Has dormido antes con un hombre sin hacer el amor?
-No -miente sin querer, porque no le ha dado tiempo de pensar.
-Es difícil; hay que controlarse.
-¿Así que sirvo para ejercicios de autocontrol?
-Pero no… ¡Qué poco narcisista eres! Se te quiere, sí, se te quiere, ¿sabes?
Y la abraza para quitarle ese lamentable aspecto de inseguridad vagabunda que arrastra.
Se besan, cada vez más cerca de su barba.
-¿Te puedo besar en la boca? -pregunta él.
-Si quieres… Beso muy mal.
-Haces las cosas muy mal. Besas muy mal, apuesto a que piensas que haces el amor muy mal y cocinas muy mal.
-No. Cocinar, cocino bien. Y también escribo bastante bien.
-Vaya, hay algo que haces bien. ¡Qué poco te aprecias!
-Me cuesta besar a alguien.
Van besándose un poquito más cerca de los labios, y la llave de la suavidad los abre, como siempre ha ocurrido. El va entrando, explorando las encías, los dientes. Y la lengua de ella, con un agradecimiento tímido, se mete entre los suyos. Pasan al otro lado de la barrera entre afecto y sexo como se pasan sus piernas una sobre la otra. La piel despierta, las caricias recuperan la vieja sabiduría instintiva. Se detienen un momento. El mira el reloj. Ella le observa. Duda. Se lo quita y lo arroja, sin puntería, a su cama vacía de enfrente. Se enlazan.
-¿Por qué no hiciste esto anoche? -pregunta él.
-No, no podía. No soporto que me cojan como a una cosa.
-Es curiosa esa barrera entre lo sexual y una relación.
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La piel, la piel. Los besos hondos de ansia reprimida y encuentro. Los dedos en la nuca, en la cintura. El juego de las telas.
-¡Qué bien se está contigo! -dice él-. Tanto buscar el paraíso y resulta que estaba aquí, en Lima.
Se da la vuelta y se tiende sobre ella. Los movimientos se concuerdan con el deseo.
-¿Te gusto?
Se sonríe ella.
-Sí… Escucha, hacer el amor y luego irte a coger el avión sería muy horrible.
-Cierto. Yo también querría hacer el amor, pero… tú dirás.
-Bueno… Tú ¿tienes que irte?
-Tengo compromisos, cosas que te he dicho y cosas que no te he dicho. Supongo que podría no irme, pero sé que no tendré valor para hacerlo. Cogeré el avión.
¿Cómo he podido dudarlo?
Se abrazan. Le acaricia los senos y el pezón se levanta como una fresa. Apoya la cabeza en la ingle y en el vientre. Ella está ardiendo, con el deseo bajo la piel. Pecho pegado a pecho, las manos en las cinturas, le reposa la pelvis en la pelvis y en el sexo de ella se suceden tres latidos como ramalazos. Gime.
-Vamos a pararnos aquí, a no continuar el juego -dice él.
Separa su pecho del otro y la mira, mira sus ojos repletos de asombro ante la palabra juego.
-No debemos hacer el amor; para ti es más importante que para mí. Entiéndeme, no es despectivo, pero me conozco. Para mí sería feo, muy feo, pero pasa. Para ti quedaría, para ti es importante.
Siempre, siempre el desprecio. Pequeños mendigos, compañeros de oficio.
Prudente, la cubre con la sábana.
-Me estás enterrando -le sonríe amargamente.
Se levante ella.
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-¿Por qué te tapas?
-Porque ahora tengo vergüenza de ti.
Se viste rápida y hurtándose a su mirada.
-Eres realmente muy bonita.
Bajan a desayunar. Ofrece él la dirección en La Paz, pagar la mayor parte de la cuenta, ofrece cuanto puede para quedar bien, y le reprocha iracundo la prudente acidez de sus respuestas.
-Te escribiré a lista de correos en cuanto llegue a Bolivia.
Advierten que son las once menos diez. El debía estar en el aeropuerto a las once; ella antes de las once tomando un billete de tren.
-Adiós.
Dice ella para marcharse. El viene, la besa torpe y rápidamente en la boca.
-Si necesitas lo que sea… ¡Oh mierda!
El se va, indignado contra la situación.
Ella se va, sola.
El tren más alto del mundo
A cuatro mil ochocientos metros de altitud. ¡Tres veces su pacífico Navacerrada! Hay, en el cómodo vagón de primera en el que ha conseguido plaza con mayor facilidad de lo previsto, un montón de mochilas, sus propietarios y algunos indios, ellas con su sorprendente sombrero de oficinista años veinte, una manta rayada en la que de repente el bulto de la espalda se anima. Es un bebé.
Se acaba de comer el muslo de pollo más alto de su existencia: cerca de cinco mil metros. El tren Lima-Huancayo es uno de los prodigios de la ingeniería. El largo dios de metal ha tragado en tributo tantas vidas como rieles. Los dueños de los numerosos restaurantes chinos del Perú, los «chifas» (de «chi fan», en chino
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«comer») son los supervivientes de los chinos importados por los británicos y muertos masivamente en la construcción de este ferrocarril con vocación de funicular. Se emerge de la niebla de Lima para atravesar montañas de mineral, pueblos de adobe, laderas rocosas sin vegetación alguna excepto pitas. Los Andes tienen un color increíble de película filtrada, rojo burdeos esmaltado de blanco, montañas como pasta horadada por grandes dedos que contrastan bermejas con un cielo añil de nubes imperiales. Un médico recorre el tren con oxígeno como quien ofrece caramelos. Llamas pastando. Poblaciones mineras. Una pareja de recién casados, mareada ella y apoyada en el marido, ocupan el asiento de enfrente. El hombre tiene la expresión, entre atónita y asustada, del acabado de embarcar.
Y comienza el encuentro con los viajeros.
VIAJEROS: KAREN
—Los indios dijeron a mi padre, cuando acampaba para cazar tigres, que no durmiera en esa gruta, que había malos espíritus. Por supuesto, no hizo caso y atrapó un virus andino que por entonces en Europa no estaba apenas estudiado. Fue duro ver cómo se destruía un hombre como él, de su energía, en ocho años el sistema nervioso.
Karen entra en el terreno de las confidencias, sentada en un banco en las afueras de Ayacucho. Un borracho pasa delante sin ver nada y cae al suelo. Su perro primero husmea, y luego se tiende a su lado.
-Soy franco-boliviana. Mi papá era francés y mi mamá de Bolivia -ha repetido mil veces durante el viaje, con su clara voz de soprano, en un español diluido en acento francés.
-Es una buena moza. Tiene un cutis que parece porcelana -han exclamado en el tren sus vecinos de asiento
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cuando Karen ha cruzado el vagón. Ella tiene un cuerpo grande y blanco, con trasero poderoso, piernas anchas y senos abundantes. Un cuerpo algo grueso de adulta. Es netamente guapa de cara; en los ojos, que van burlando y observando, acumula la energía de sus diecisiete años.
-Todos me decían «estás loca» cuando conté que me iba sola a Sudamérica, pero mamá no podía impedírmelo porque también ella en su tiempo, hizo lo mismo. Cada año he ido de vacaciones con mi familia boliviana, pero esta vez quería viajar por Bolivia por mi cuenta. Me estaba preparando a la gran crisis de soledad, meterme en el hotel a las siete de la tarde, la depresión… y resulta que cuando viaja una nunca está sola.
Karen alza sus grandes ojos de ángel bajo los que campea, impreso en frases negras sobre fondo azul, en su camiseta comprada en Nueva York, un texto que produce efectos fulminantes en la gente de habla inglesa: «Insúltame. Escúpeme. Pégame. Trátame como el sucio cerdito que soy. Entrame por el trasero. Eyacúlame en las tetas…Y luego dime que me amas, y dame un beso en la palma de la mano.»
Karen sabe viajar, desplazarse con un respeto enternecido entre las indias con sus bebés a la espalda, alimentarse con la pitanza cotidiana del país. En su gran cuerpo de diecisiete años habita otro ser anterior, de vieja sabiduría y tranquilo conocimiento, que se retira a sus dominios profundos cuando llega la hora del rock duro, de los innumerables muchachitos que ensayan en torno a ella un vuelo nupcial, de las golosinas.
De la casa, ricamente burguesa y colonial, de unos parientes de Cuzco que creían hacer su felicidad llevándola en rápidos circuitos de restaurante de lujo a club chic maravilloso, Karen ha huido echando chispas a La Paz, a una Bolivia en la cual aún no se han secado las manchas rojas del golpe militar del diecisiete de julio; de ahí a un Río de Janeiro que ha desplegado en vano su bahía de pavo real ante sus ojos fatigados.
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-No tengo nada que hacer. Me espero para acompañarte.
Y el tipo de mediana edad, con el que Karen sólo ha cruzado un «buenas tardes”, se instala en una silla de Correos, mientras ella pone una conferencia. En la espera, el peruano aprovecha para desenrollar una imagen que supone deslumbrante de sí mismo.
-¿Viajar? Conozco ya unos ciento cincuenta países. Siempre estoy viajando. Con lo que gano, no necesito estar atado a un lugar. Aparezco un poco en televisión, doy unas charlas, hago unas demostraciones, y con eso gano más que en un trabajo normal seis meses. ¿Carrera? Soy doctor. Yo hice Medicina. Lo que pasa es que no la ejerzo porque saco mucho más dinero dando clases de kárate en televisión. Hice una especialidad de medicina en Francia, en Montreal.
-¿En Montreal?
-Sí, en Montreal, en el norte de Francia.
-¿Y en Toronto, en el sur de Francia?
-Ahí no.
Karen se ríe en silencio de este raído lobo cazador sin aspecto de haber cursado más allá de las primeras letras.
El manual del perfecto ligador de extranjeras produce en cada país patrones culturales de homogeneidad singular. En Perú comprende la presunción de carrera universitaria, vida cosmopolita, grandes ingresos fáciles y apariciones en la televisión haciendo llaves de Kung-Fu. El maestro de kárate es el último ídolo de la mitología inca actual.
-¡Me dan tanta risa…! No sólo son tontos, sino que siempre se creen que una es más tonta, que pueden soltar lo primero que se les ocurra.
Con sus medias de rayas y sus suéteres de cuadros, con una sonrisa imperturbable y profundamente burlona, Karen salta en sus recuerdos, del Líbano que la vio nacer, a los países del norte de Europa, del Nueva York
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en donde tuvo un amor al Extremo Oriente que la seduce. Habla, con la brevedad de estaciones de paso, de Madrid, Lisboa, Ginebra.
-Ahora quiero esta sola.
Y le cuesta, porque su sonrisa constante ha arrastrado una pesca multivaria, y los peces desechados tras la trilla no se dejan volver al agua y reclaman horas de cita para ir a la discoteca.
-Recuerdo en La Paz, cuando estuve en una de las fiestas principales que duran días y todo el mundo se emborracha. Es duro soportarlo. Llega la noche, y es un desfile rítmico, tambaleándose, de cientos de indios con la mirada fija, con la cara ausente, caminando como autómatas llenos de alcohol, con sus canciones y su música que quiere ser fiesta, que quiere ser alegre, y es tan triste… Apenas se puede resistir. En Bolivia es peor que en Perú. A los indios les enseñan a odiar al gringo y a insultarle, a celebrar fiestas patrias. Los ricos los manejan como cosas, les mandan trabajos, llevar una carga, y luego no les pagan. Y el indio se calla, no protesta, de convencido que está de que así es.
Ya no sonríe. El adorado sabor típico de La Paz, de los encantamientos y de las cuestas no le nubla una crítica visión de las cosas. En el mercado, se compra un tintero, porque hay que escribir con pluma y tinta, unas gafas de sol horrendas que añadir a su colección, un embrujo de semillas y cabellos encerrados en una botellita de penicilina. De ahí va a la plaza, a encontrarse con un amigo peruano que no acude a la cita. Se va a visitar un pueblo, y allí, junto a las ruinas, se tiende al sol.
De Huancayo a Ayacucho
Trece horas en la trasera de un camión, por pistas, en el frío glacial de más de cuatro mil metros de altura, atravesando los Andes, sus masas heladas sin hielo. Han
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llegado, Karen y ella, cubiertas de polvo, metidas en los sacos de dormir para defenderse del frío, con cierta sensación de victoria.
La ruta se pierde, se esconde en atajos que algunos conocen, parece precipitarse por desmontes o zigzaguear entre las estrellas, con la reducida superficie del cono de polvo alumbrado por los faros como única referencia. En una de éstas, el camión se encabrita y se lanza de repente a una loca carrera de frenos y riendas rotos, mientras intenta dominarlo el hombre y un cine de sombras se sucede a gran velocidad en una recta que, si la carretera tuerce, sólo conduce necesariamente al precipicio. Luego el caballo se cansa, se domina. Las viajeras habían pisado, inadvertidamente, el acelerador. Todo vuelve a su cauce. Descansan unos instantes en el centro de uno de los silencios más vastos del mundo. El perfil de uno de los camioneros, sombrero negro, camisa negra, es indio casi puro y este hombre tiene una cortés gentileza callada extraordinaria y una paz de movimientos que concuerda perfectamente con el entorno.
De un camión al otro, los conductores han sido pulidos caballeros que se comportan impecablemente y les buscan de madrugada un hotel.
Paseos, experiencias, la compañía ocasional de esta muchachita de diecisiete años que se encuentra bien conmigo, y… ESTE GUSTO A MUERTE, A TIEMPO QUE PASA, a día decapitado. Algo se ha roto entre la naturaleza y yo, entre el mundo y yo. Me lleva la inercia de mi propia energía, pero hay un fondo helado.
Ir por los Andes es como planear América, rozar con un largo pensamiento sus coordenadas. América Latina… En Asia, la occidentalización técnica, plantada en un sólido fondo autóctono, se integró a las formas orientales con aprovechada inteligencia. En este tercer mundo americano se está llevando a cabo por caminos
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corrosivos. Hay una amalgama de indios y criollismo, una brutal despersonalización para imitar ansiosamente el ideal modo de vida de los países pudientes. No existe conciencia de la cultura indígena. A los indios atomizados y a la férrea pero nutritiva armazón inca sucedió un conquistador que, antes de la bandera y de la cruz, acarreaba la firme intención de no trabajar con su esfuerzo jamás, que, en lugar de colonizar, trasplantó las cepas de un feudalismo decrépito. Creció la servidumbre, y creció el mimetismo con los ricos, hoy norteamericanos, ayer ingleses y franceses, antaño españoles. Las cosechas fueron de galones y entorchados, de patrones y generales. El campo se cubrió de manos cortadas y manos vacías.
Ayacucho
Los vendedores ambulantes velan en Ayacucho para defender los mejores puestos. Una mujer india ruega al policía que intervenga en su pleito contra un borracho que le ha quebrado los vasos. Se devanan las calles blanqueadas en búsqueda de una pensión.
«La Colmena» es una inmensa casa de patio cuadrado lleno de plantas y flores, muros de un metro de espesor, ventanas altas y estrechas, entrada cochera, portalón de madera y clavos. Trayendo consigo toda la arena y la fatiga de las pistas, la agorafobia vertiginosa de las despobladas montañas, el viajero se recoge con unción en los espaciosos cubículos del albergue, en su recinto de casa andaluza y oasis extremeño.
La ciudad está limitada por un cantil montañoso, largo y recto, que la aísla como un biombo. La Plaza de Armas, eterno ombligo de los pueblos de Perú, es casi voluptuosa con sus palmeras, bancos, fuentes, anocheceres cálidos y la vista de las hermosas construcciones antiguas color crema.
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Ayacucho está tachonada de iglesias, iglesias con todos los oros de que el miserable carece, para que se identifique con los asfixiantes bordados de los retablos, con las inmensas custodias de plata labrada. Es una hiedra de rococó floral, de imaginería y pelucas, colocada sobre el estilo español. Los cristos están vestidos de cien maneras, túnicas, faldas, bordados; vestidos como una niña viste a su muñeca. La Magdalena, rubia con tirabuzones, mira a una Dolorosa de ondulado endrino. San Juan prepara su actuación con una corona dorada clavada en múltiples trenzas, y del Cristo descienden largas madejas de cabello humano hasta un delantal estilo lagarterana recamado en oro.
La procesión. Incienso, mujeres (por primera vez en primer lugar), niños, viejos, fuerzas vivas, una inmensa muñeca enguirlandada. Detrás, la banda militar, cada uno con las partituras cogidas con una pinza al cuello de la guerrera por atrás para que se guíe el que sigue. Un hombre que pasa en coche frente a la iglesia se santigua sin frenar. La Virgen entra marcha atrás en la catedral hiperdorada. Recuerda a una de las mejores escenas del cine, la de «Padre padrone», de los hermanos Taviani, en la que los que llevan las andas discuten amargamente sobre su suerte debajo de las faldas del paso mientras sus patrones -padres, alcaldes, militares, curas- siguen a la procesión.
Quince minutos después, otra procesión surge por el extremo opuesto de la plaza de Ayacucho. Es una manifestación. Un pequeño grupo de mujeres y algunos hombres. Llevan en cabeza un cartel rojo donde denuncian con letras blancas la subida del impuesto municipal del agua y piden se abran las fuentes del barrio. Son gente pobre, indias ancianas que sostienen carteles en los que han trazado un: «¡Abajo el gobierno fascista!»
Pasan los manifestantes en medio de una indiferencia a veces burlona de sus propios paisanos y de las fotos de los turistas. Al llegar a la esquina, las mujeres
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gritan: «¡El pueblo unido no será vencido!»
Todavía flota en el aire la humareda de los petardos de la procesión anterior.
Con verdadero esfuerzo, tirando de las riendas a mi razón, a mi memoria espacial, cronológica, pienso que estoy en Perú. De no forzarme a recordarlo, estaría en ninguna y en alguna parte, dentro de mí, tras esa corteza espesa en la que me encierro y resido. Para ser consecuente, lo que debería hacer es tomar la mochila, ir directamente a La Paz, presentarme ante un tipo que es la indiferencia misma, y decirle: «Heme aquí. Si te queda un poco de calor, dámelo.» Porque está claro que ya no hay sino las relaciones humanas que me interesan.
¿Las relaciones humanas? ¿Los demás? No. Mi propio yo desconocido, del que desconfío, al que rehúyo, del que solamente esos otros extraños me pueden dar fragmentos.
La Plataforma
La llanura de Ayacucho, a la salida del pueblecito ceramista de Quinua, podría ser uno de los vértices solares, un embudo de energía abrazado por el arco azul de los Andes. En todo caso, tumbarse allí es estar echado sobre el ombligo del mundo, cara a la increíble pureza de este cielo de cuatro mil metros, azul metálico, cielo vivo de nubes cinceladas e incrustadas en él.
Rodean la colina un bosque de eucaliptos, luego una llanura. Abajo, el manso ruido del agua, y rectángulos de sembrados y de casas de barro, idénticas en tamaño natural a las que reproducen los alfareros, con las menudas figuritas dedicadas a sus labores. El agua “con un manso ruido…». En estos valles los españoles, cegados por el oro y el azul del cielo, colocaron el Paraíso.
Al descender de la colina, con ese monumento a la independencia recuerdo de una batalla que, la verdad,
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los maestros del pueblo no están muy seguros de que tuviera lugar, los escalones ofrecen a los que, tumbados en la cuneta, esperan cualquier medio de transporte, el espectáculo de sus entrenamientos para el desfile de la fiesta nacional: las Fiestas Patrias. De chavalitos minúsculos a adolescentes, ellos y ellas se esfuerzan cómicamente en guardar filas, levantar piernas y brazos. El profesorado, obligado a convertirse en caporal, grita el uno-dos, marca el paso con una vara. Bajo la gracia torpe de los niños, llega el relente de militarismo macabro. La casta social más estéril, ese refugio de psicópatas necesitados de obediencia, jerarquías y despersonalización, el Ejército, reclama el halago anual de niños que ya conozcan el gesto del soldado, la huera normativa, el culto al grito, a la fuerza, a la delegación de la libertad.
17 de julio
Golpe de Estado, militar y fascista, en Bolivia. Están matando en las minas. Se han cerrado las comunicaciones.
La arcilla
La plaza, cotidiano lugar de encuentro de Ayacucho, repleta de niños semimendigos, que arrastran sus andrajos, su pelo encostrado fuerte y negro, y pesadas cajas de limpiabotas, cajones de caramelos o cigarros. Ninguna racionalización es válida ante la miseria, la tristeza de la miseria, la vergüenza frente al niño limpiabotas ametrallado de piojos y, a veces, de fotografías. Los más pequeños conservan inalterable su alegría de limpias burbujas de barro.
Las indias, que llaman mamita a toda mujer, pasan con sus faldas plisadas, de picos que asoman bordados de flores y mantas rayadas en fresa, amarillo, menta, azul.
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Todo es arcilla en ellos, permanencia, lentitud, silencio de tierra. Un grupo familiar (padre, abuelo, hijos) toca instrumentos. El conjunto es una composición agrandada de barro: marrones los ponchos, marrón el arpa, la flauta y el charango, marrón la piel.
Pasan las escolares, repletas de enérgica y efímera alegría que en breves años no será sino una cadena de bebés y de silencio. Las muchachas llevan pantalones ajustados y tacones altos, sostenes de armazón puntiagudo bajo camisetas llamativas. Ellos deambulan y sopesan, acarician en el fondo más seguro de sus bolsillos esa prenda codiciada del matrimonio que no darán sino tras largo tiempo, a cambio de una virginidad prometedoramente laboriosa, o bajo la coacción de un avanzado embarazo. El matrimonio es la fruta obsesiva que las muchachas deben alcanzar durante su breve época de floración.
Norteamericanos mormones -generalmente señalados como agentes de la CÍA- pasean corbatas e impecable camisa blanca. El gringo despierta esa mezcla de desprecio y envidia ante el de arriba, el fuerte, la imagen prototipo del conquistador rubio medio metro más alto que ellos. Reproduciendo a niveles de alturas las capas sociales, hay un estrato de indios, el humus, diminutos, cabezas ancianas de chupadas mejillas y ávidos ojos de pájaro. Luego viene la modesta burguesía local, más alta, más ancha, mejor comida. Muy por encima, sobrevuela el pueblo de los gringos, de dignidad tan impecable como sus ropas, rezumando leche, programas de visitas, decidido desdén.
Hoy es sábado. Una mitad de luna blanquea, en vertical sobre el centro de la plaza. Uno a uno, los borrachos, los cientos de borrachos, se irán desplomando sobre las aceras, y dormirán con la mejilla pegada al asfalto, con su perro al lado, o irán, guiados a trompicones por alguna de sus hijas, hasta su casa. El sábado, la fiesta siguiente, gastarán de nuevo cuanto tienen, porque su único viaje es al país del alcohol.
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VIAJEROS: PATRIK
-Acabo de leer en un periódico norteamericano que Chile es un lugar magnífico para invertir. Como Paraguay y Argentina, y supongo que, finalmente, Bolivia. Qué…
Patrik se sonroja hasta los ojos vergonzosamente azules. No es fácil ser norteamericano. Golpea las noticias del periódico sobre los mineros bolivianos.
Atraviesan la plaza dos mormones. Camisas blancas y corbatas oscuras.
-Esto es… Es…
Su indignación paciente le tuerce la boca con frecuencia en una sonrisa nerviosa.
-Cuando vine a Perú y Colombia, con la beca de arqueología de mi fundación universitaria, creo que no sabía bien lo que iba a encontrar. Ya he tenido mis más y mis menos con los de la fundación, y con el grupo de arqueólogos que trabaja en la zona de Huari.
Patrik cuenta anécdotas agridulces. Habla poco. Escucha, puede escuchar mucho tiempo. Traga pacientemente las invectivas contra los norteamericanos. Luego descarga su propio rechazo hacia la agresión y el desprecio. Sabe que jamás se encontrará con otros miembros de la misión estadounidense en la taberna en la que cena o en la tasca donde bebe una copa. El se esfuerza en comprender y se sabe capaz de ayudar.
Es bajo. Lo parece más por ese aire abrumado, resistente y tímido.
No es fácil ser norteamericano en Latinoamérica.
El jardín de los cuentos
«… el régimen inkaico… aseguraba la subsistencia y el crecimiento de una población que, cuando los conquistadores arribaron a Perú, ascendía a diez millones y
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que, en tres siglos de dominio español, descendió a un millón.»
José Carlos Mariátegui: Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana.
Realmente la destrucción del Partenón fue un vago reflejo del arrasamiento del imperio inca, de la prodigiosa urbanización que era Cuzco, por los españoles. Aquí se elevaba la capital más alta del mundo, más cerca que ninguna del sol, de nítidas piedras y oro. De oro la estatua del dios, de oro el templo, de oro macizo el disco solar. Junto al Templo del Sol, el jardín del dios, un jardín de oro en tamaño natural con sus árboles, llamas, flores, lagartijas e insectos.
Sin rueda, metales, arado ni escritura, los incas se alzan empero como los romanos de Latinoamérica. Ellos llegan en el siglo XIII, someten civilizaciones ricas y refinadas, las asimilan, y ordenan, con obras públicas de sorprendente eficacia, la maquinaria del Estado. Nada simboliza tanto a esta raza de ingenieros y agrónomos como sus piedras, de tallado exacto, incrustadas a la perfección por la sola virtud de un corte impecable, como la piedra de los doce ángulos del callejón Hatun Rumyoc o los muros ciclópeos de Sacsahuamán, en cuyas junturas es imposible deslizar una aguja.
Exactamente en el solar de cada templo arrasado la voluntad imperial española colocó una iglesia.
La pluma del historiador de Indias don Pedro de Cieza de León se aplica en la descripción de los motivos y experiencias de la conquista del Perú. Se lee su crónica, no sólo por el contenido, sino por la glotonería de la lengua, por la pura magnificencia de este español del dieciséis soberbiamente construido, por la nobleza del estilo y lo galano de las palabras, y por asistir a esa lucha que a través de sus páginas lleva Cieza de León entre su honesto empeño de veracidad y el rigor y la nece-
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saria adecuación a su destinatario, el rey Felipe II, y al espíritu de su tiempo.
«Los indios, por defenderse, se ponían en armas y mataron a muchos cristianos y algunos capitanes. Lo cual fué causa que estos indios padecieron crueles tormentos, quemándolos y dándoles otras recias muertes. No dejo yo de tener que, como los juicios de Dios sean muy justos, permitió que estas gentes, estando tan apartadas de España, padeciesen de los españoles tantos males; pudo ser que su dicha justicia lo permitiese por sus pecados, y de sus pasados, que debían ser muchos, como aquellos que carecían de fe. Ni tampoco afirmo que estos males que en los indios se hacían eran por todos los cristianos;… Pues sabiendo su majestad de los daños que los indios recebían, siendo informado dello y de lo que convenía al servicio de Dios y suyo y a la buena gobernación de aquestas partes, ha tenido por bien de poner visorreyes y audiencias, con presidentes y oidores; con lo cual los indios parece han resucitado y cesado sus males. De manera que ningún español, por muy alto que sea, les osa hacer agravio.»
Insiste Cieza en lo común del canibalismo y lo frecuente de la sodomía:
«Son tan amigos de comer carne humana estos indios que se ha visto haber tomado indias tan preñadas que querían parir, y con ser de sus mismos vecinos, arremeter a ellas y con gran presteza abrirles el vientre… y sacar la criatura; y habiendo hecho gran fuego en un pedazo de olla tostarlo y comerlo luego, y acabar de matar la madre, y con las inmundicias comérsela con tanta priesa, que era cosa de espanto. Por los cuales pecados y otros que estos indios cometen ha permitido la divina Providencia… castigarlos por nuestra mano.
«…grandes son los tesoros que en estas partes están perdidos; y lo que se ha habido, si los españoles no lo hubieran habido, ciertamente todo ello o lo más estuviera ofrecido al diablo y a sus templos y sepulturas… por-
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que estos indios no lo quieren ni buscan para otra cosa… aunque me parece a mí que con todas estas cosas éramos obligados a los amonestar que viniesen a conocimiento de nuestra santa fe católica, sin pretender solamente henchir las bolsas.»
Con su tono mesurado, no falta Cieza de describir, por un lado la crudeza de la conquista, por otro sus trabajos:
«Y no me paresce que debo pasar de aquí sin decir alguna parte de los males y trabajos que estos españoles y todos los demás padecieron en el descubrimiento des-tas Indias, porque yo tengo por muy cierto que ninguna nación ni gente que en el mundo haya sido tantos ha pasado. Cosa es muy digna de notar que en menos tiempo de sesenta años se haya descubierto una navegación tan larga y una tierra tan grande y llena de tantas gentes, y descubriéndola por montañas muy ásperas y fragosas y por desiertos sin camino, y haberlas conquistado y ganado, y en ellas poblado de nuevo más de doscientas ciudades.»
Exento de triunfalismo, Cieza anota que Francisco Pizarro conquistó la capital de los emperadores incas con no más de ciento ochenta soldados, entre los de a pie y a caballo; cuenta sus vicisitudes personales y diecisiete años gastados en las Indias; se admira ante el Cuzco y rinde tributo a la civilización vencida:
«…el Cuzco tuvo gran manera y calidad; debió ser fundada por gente de gran ser… verdaderamente pocas naciones hubo, a mi ver, que tuvieron mejor gobierno que los incas. Salido del gobierno, yo no apruebo cosa alguna, antes lloro las extorsiones y malos tratamientos y violentas muertes que los españoles han hecho en estos indios, obradas por su crueldad, sin mirar su nobleza y la virtud tan grande de su nación, pues todos los más destos valles están ya casi desiertos, habiendo sido en lo pasado tan poblados como muchos saben… Porque algunas personas dicen de los indios grandes males, compa-
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rándolos con las bestias, diciendo que sus costumbres y manera de vivir son más de brutos que de hombres, y que son tan malos que no solamente usan del pecado nefando, mas que se comen unos a otros, y puesto que en esta mi historia yo haya escrito algo desto y de algunas otras fealdades y abusos dellos, quiero que se sepa que no es mi intención decir que esto se entienda por todos.»
El Cuzco, Machu Picchu. Aventados por la Historia, sobre las lluvias y el flujo de los años, reiteran el pacto solar.
El oro turístico
Cuzco, prostituido y torpe, es una desagradable sala de espera para ver los monumentos, sus incontestables bellezas, para escalar Machu Picchu. La noble arquitectura y el cielo se inhiben del raterismo generalizado, la ineficacia, esa putrefacción del pronto y abundante dinero del turismo Las huelgas repentinas de servicios públicos dejan un gusto escasamente solidario de imprevisión y corporativismo. El viajero pasa desoladoras mañanas de su tiempo, cara y difícilmente obtenido, de vacaciones en la infernal barahúnda de la sala de un banco. Tres, cuatro horas para cambiar un cheque de viaje. Porcentajes descontados muy por encima de los que constituirían en cualquier código delito de usura. El Banco de la Nación se pone en huelga, influido sin duda por la de Correos y ejemplo para la de transportes. Militares y policías se hacen atender al momento, despreciando la fila de espera y exhibiendo uniforme. El burócrata encorbatado maneja amorosamente la misma pila de papeles, que ni se crea ni se destruye, como fichas de dominó, sin dignarse alzar la vista hacia el suplicante que espera. El burócrata tercermundista domina la in-
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dispensable técnica del desprecio. Nadie es persona, nadie existe si no le anima una relevancia social y monetaria. El respeto abstracto del otro es una creación foránea de exigua implantación en Latinoamérica. El burgués peruano, indio de rasgos pero con el corazón norteamericano tras las solapas del traje gris, se define por elemento negativo, por la distancia que le separa de esa plebe abigarrada y rota, por esa armadura criolla del traje impecable, peinado meticuloso, zapatos lustrados diariamente por los limpiabotas de la Plaza de Armas.
La repugnancia que se siente en estos países es la que se experimenta ante algo putrefacto cubierto de una fachada barroca y estruendosamente llamativa, algo como la carne podrida con una vistosa guarnición. Más los países son pobres, desculturizados, ignorantes, más se emborrachan con clamores patrióticos, himnos, con un uso tan trompeteante de la palabra patria que llegan a creer los infelices que esa patria es suya. Ningún partido, orador, líder osaría hacer al hombre de la calle volver el rostro hacia la fuente de sus padecimientos, hacia sus propios hábitos de corrupción, desidia, inhibición, doblez, hacia la profunda falta de respeto por el bien y el servicio -y los servicios- públicos, por el abstracto ciudadano, por la persona, a la que es incapaz de considerar sino en función de su poder, cargo y dinero. Pero los líderes hacen a un público gustoso volver la cabeza siempre hacia afuera, hacia los enemigos exteriores, extranjeros, invasores, que ocupan, odiosos e invisibles, lo que podría ser su paraíso. Lenguaje de oropel, jirón de glorias. Un gran pastel de podredumbre cubierto de rosas de crema, boleros tangosos, inacabables melodías sobre un corazón que no es sino glorificados testículos.
Machu Picchu
Vuelta de Machu Picchu con la alegría del deber
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cumplido. Para verlo había que despegarse de la retina la multitud de pósters, fotografías, reproducciones; su verde gráfico se superpone a este verde, su majestuosidad a ésta.
La fortaleza de los incas, la no descubierta, la murmurada por indígenas confidentes de los españoles y que pasó a la Historia como Viracocha la Vieja, es una recóndita ciudad solar. ¿Cómo no adorar al Sol en estas alturas en las que el frío invade a mordiscos el terreno tomado por la sombra? El Templo del Sol. Más alto, en la cima del Huayna Picchu, el de la Luna. La losa de los sacrificios en forma de cóndor. La losa calendario del Inti Huata. Y un lenguaje de piedra que ha dormitado silencioso en el vertiginoso sueño de las alturas.
VIAJEROS: JULES Y MARIANNE
Jules y Marianne han venido a ver a los indios con una brava idea de sí mismos y los peligros que afrontan. La joven pareja se comenta uno al otro con entusiasmo en el tren, en el restaurante, en la calle:
-Tus padres no hubieran viajado así, Marianne.
-Tu familia no se metería nunca en un lugar semejante.
En el tren, se arrancan la cámara de las manos para fotografiar por el lado derecho, por el lado izquierdo, por el frente y por la cola. Fotografían apeadero, vendedora, vías, revisor. Excitados, intercambian múltiples direcciones con los compañeros de compartimento, maduran hacer en camión los tres días de trayecto por pista de tierra que separan Ayacucho de Cuzco.
-Queremos bajarnos en un verdadero poblado indio y quedarnos unos días.
Al final de la jornada, Marianne anota cuidadosamente en su diario que en las estaciones niños muy sucios vendían pasteles y frutas de aspecto más que dudoso.
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Veinticuatro horas más tarde, el grado de euforia ha descendido notablemente. A los azares del camión se prefiere esperar dos días más a que haya un autobús. En un pulcro restaurante, el camarero les propone cuy como especialidad de la región y, cuando explica que se trata de un animalito del tipo del ratón de indias, del hámster, la pareja palidece y encarga el décimo filete con patatas fritas del viaje.
Jules y Marianne continúan enviando a sus familias amplias crónicas de Indias, pero comienzan a evitar el encuentro con los viajeros a los que otrora hacían confidentes de audaces proyectos. Ya no tienen claro en absoluto lo de la estancia en un remoto poblado de indios auténticos. Finalmente, en Cuzco, reciben con manifiesta violencia los relatos de las alegres aventuras ajenas, improvisados medios de transporte, sabrosos menús.
La salud de Marianne se hallaba quebrantada por el soroche, el mal de altura, y el estilo suicida de los conductores de autobús. Jules esbozó un nuevo plan de viaje con empleo masivo del avión y reservas de hotel. Respiraron.
Los niños pasan y repasan, un enjambre gris y polvoriento, por los bares y restaurantes de Cuzco, vendiendo unos pocos cigarrillos y cerillas. Cuando se les ofrece, se abalanzan sobre los restos y vacían con avidez los platos. Un niño muy pequeño devora junto a la viajera con una mano los spaghetti; con la otra aprieta todo su caudal: dos plásticos, una cajetilla arrugada, cerillas y treinta céntimos.
-Dámelo mientras comes. Nadie te lo va a quitar.
Lo recoge de su puño y se le llenan los ojos de lágrimas ante su pobre haber. El niño cesa de comer y guarda, mezclados, en una bolsa de plástico los restos que quedan.
-Para mi hermano.
Otro más engulle un segundo plato que ella ya no ha
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podido tragar en absoluto, que se le atraviesa en la garganta mientras suma y se refleja en la calma y burlona mirada etílica del inglés de enfrente.
Y ante la miseria, su inmensidad y la absoluta impotencia, hay una reacción canalla, lúcidamente canalla, de supervivencia, de espumosa animación.
VIAJEROS: KEN
-Tengo treinta y dos años. Soy inglés, pero he vivido mucho en Estados Unidos. Otro pisco, por favor. ¿Poco peruano este ambiente? Para mí está bien. Me gustan los turistas. Llevo tres meses aquí y pienso quedarme hasta… ¿quién sabe? Con lo que gasto en una semana en Nueva York o Londres se vive en Perú un mes. Trabajo un poco, me vengo y me instalo. Por favor, ¿me trae otro pisco? Esta taberna es acogedora, del estilo de lo que se puede encontrar en un barrio londinense. No resulta muy peruana. Aquí me es fácil flotar, comer, dormir, sentarme o andar al sol. El caso es que el sistema está allí, allí de donde vengo, con la máquina preparada para engullirte en cuanto entres en sus dientes. Todavía no me han cogido. Ayer me dijeron que me defino por negativo y he sustituido el concepto cristiano del Mal por el concepto del Sistema, el perverso Sistema y nosotros inocentes ángeles sorteándolo, o picoteándolo. Otro pisco. El ambiente me gusta. Mira, aquél es un gigoló conocido. ¡Bueno! Ya empezó el número. Se pone a saludar en cuanto nota que le miran; le encanta la notoriedad. Como a ella, con su lunar pintado y su sombrero, pidiendo una tarta de frutas caliente todas las noches. Le encantaría comerse un pastel de plumas en público y adornar el pan con una cinta de raso morado. Chiquito, véndeme cerillas. No, no necesito cigarrillos, Quiero otro pisco sour, por favor. ¿Por qué no puede ser? Si se ha terminado el azúcar, me lo trae puro. Se está bien aquí; fácil vivir, fácil comer, diez veces más fá-
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cil que en Nueva York, con sol por las mañanas. Los hippies que venden cosas también se instalan a veces durante años. Me gusta el establecimiento; es una pecera de gentes de todo el mundo nadando en la música fuerte, vestidos de chalecos y ponchos fastuosos de bordados vivos, como reyes destronados. ¿Me quiere traer otro pisco? Estoy perfectamente bien. Hace una semana hicimos una excursión al valle de Ollantaytambo. Dentro de unos meses quizá pase a Brasil. ¿Vamos a otro sitio?
A la luz de la cara oculta de la Luna
«Hubo aquella generación de los sesenta, la de On the roads, los brotes de Kerouac, los colonizadores de nuevos territorios de dulzura. Llevan aún la melodía de Yesterday detrás de las solapas, un flequillo revoltoso bajo las sienes pronto grises, o marcharon con John Lennon por ilimitados y eternos campos de fresas.
«Después, vinimos nosotros. El mundo se había hecho pequeño y reconocible. Los Pink Floyd tocan La cara oculta de la Luna y toda nuestra alma está ahí. Es el otro lado, encima de este mundo. Nuestro viaje ya no se mide en la distancia. Estamos encerrados y sólo intentan numerarnos. Entonces únicamente queda el viaje interior, el viaje tántrico. La otra cara de la Luna es nuestro dominio, la siempre oculta, bañada ciertamente en extraños colores. Somos esa generación tránsfuga que riela en las callecitas de Madrid, Portobello, Cuzco; que deja un rastro de hermosuras perecederas, de metal barato y gasa india. Tras los hijos de las flores puedes pensar que vinieron los hijos de las mariposas.
«Ahora vente a Marcahuasi. Es el punto de encuentro, como ese mostrador central de los aeropuertos. En Marcahuasi están las cavernas-refugio donde se salvarán, muy pronto, los supervivientes del quinto ciclo humano actual, los abrigos que construyeron seres previ-
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sores de otros planetas. Entre tanto, allá esperan el champiñón y el peyote, la dulzura del ácido y un galope desenfrenado en el caballo. Nadie va a ningún lugar en Marcahuasi: todos se encuentran.
«La pulsera que trenzo es para ella, con un dibujo que es como su nombre porque no tiene conmigo un nombre exacto, y lo que se llamaría su nombre tampoco es suyo sino el que le colgaron en algún tiempo gentes lejanas. Mi pulsera tiene hebra y nudos, como la escritura de los indios, por las noches de amor y por las riñas, y las cuentas nacaradas de cierta constelación, y las rojas de una hoguera.
«Ella tiene veintiún años y hace tres que se abrió de algún sitio del norte. Es maravillosa cuando viajamos juntos. Tenemos todo el tiempo porque dentro de un día, de tres días, me despertaré y no estará a mi lado.»
«Somos los que saben que ya no queda ningún rincón posible, ninguno sino los otros lados de esa manzana enorme que llaman realidad. Hemos vuelto de Katmandú y de Ketama, nos hemos apeado del mundo antes de que se nos cayera encima. Y nos tendemos a la luz sin exigencias de la cara oculta de la Luna.”
De los paisajes, invariable y finalmente el definitivo es el del cielo, ese cielo que en la parte de abajo de las fotos aparece a veces cresteado por ramas de árbol, por el difuso colorido de una flor, por la sombra de una mano, por la línea de la baranda y los picos de una hoja de palmera. El cielo personal, cambiante, de cada sitio, sus nubes de la estación y su desarrollo de las horas. Hacia él se va, como hacia el mar, el espíritu del ser libre, en él se acomoda, no sometido a las limitaciones y a las formas, al martirio de las edades, las apariencias y los sexos. Por altos peldaños, de Lima a Huancayo, de Huancayo a Cuzco, de Cuzco a Puno, hasta la cercanía con ese tembloroso azul eléctrico cuya gran soledad ofrece toda la compañía del mundo.
No existo, no valgo sino cuando estoy delante y ape-
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ñas. Fui a correos y barajé un mazo de cartas de nombres extranjeros en la llamativa provocación de la soledad. Yo no estoy viajando. La mochila me lleva a través de kilómetros. Hay un espacio circular en el cual me muevo, instantáneas zonas de bienestar que atravieso, las frías noches consteladas en las que vuelvo sola y cargada. Hay momentos, sólo instantes, de ternura, en que me materializo bajo una mirada y una mano, para desaparecer después, porque yo no existo para nadie más de veinticuatro horas.
Indios, viajeros, ladrones, propietarios de tiendas de ultramarinos, militares que sueñan con tanques, hidalgos que soñaron con oro y con gloria, visitantes que sueñan con vídeos, intelectuales que sueñan con ellos mismos, mujeres de grava y temperamento sin rostro y sin historia. Todos presentes. Todos reales.
Las mujeres solas de Perú
El tren la lleva, a medias sumergida en un dolor de oídos y garganta que ya la tiene dos noches sucesivas con poco y mal sueño.
En las numerosas paradas, las indias trotan a ras de los vagones con un correr de burritos, haciendo saltar en la espalda inclinada el bulto con el bebé y los fardos sujetos a los hombros por la manta rayada. En perspectiva, el Perú parece un enjambre de mujercitas afanosas, vivas, matriarcales, duramente trabajadas, correteando entre hombres extáticos y corroídos por el alcohol; las faldas a la altura de la rodilla descubriendo unas flacas piernas, el sombrero oficinista sobre las trenzas ásperas, el lomo curvado. Un disfraz nacional.
En hoteles perdidos de las innumerables Macondo y Santa María de provincia, regentan el local triadas femeninas; abuela, hija, nieta, biznieta, primas, bebés. A veces van vestidas con los colores vivos de las indias, a
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veces con silenciosos trajes negros y una vieja permanente renovada cada año. De la trastienda surge una matrona nervuda con la blusa arremangada. Detrás de ella dos figuras de moño atildado cosen alrededor de una camilla.
En un hotel de Barranca, tan discreto que se diría prefiere no tener clientes, flota, con su hermana, una vieja angelical, de pelo blanco y espalda recta, que ha ido cubriendo las paredes de salón y corredores de pinturas naif en los más tiernos colores del mundo, murales de palomas rosas y terrazas blancas contra cielos verdes. Alguna fotografía de boda o de entierro revela el paso de un varón por la casa, y se le imagina solícitamente conservado en alcanfor bajo una campana de cristal, en aceite, o metido en una capillita, como las sagradas imágenes.
Su reino es una dura, refregada casa de muñecas. Su dominio no llega más allá del umbral de la finca y del patio. Y es un virreinato tan oscuro y trabajoso que resulta difícilmente disputable. En torno a esas pequeñas islas matriarcales se extiende el dominio del patriarca: la calle, la taberna, la alcaldía, el cuartel, los caminos, el burdel, los periódicos. Ellas salen de caza menor y recolección: la paga a la salida de la fábrica, cada sábado, antes de que se funda en vino, el cambalache del mercado, el regateo con los santos en la iglesia, empeñadas en reproducir y conservar la vida en un medio que probablemente la considera un fútil don de la inercia.
El Valle Sagrado de los Incas
El Valle del Urubamba, contemplado desde las ruinas incas de Ollantaytambo, es una pintura china, de socialismo ingenuo, una completa lección de geografía humana: al fondo, la nieve en los picos de más de cinco mil metros, las montañas con su perfil nuevo y fresco, el va-
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lie en una fina lámina lisa y cuadriculada de amarillo, blanco, verde. Las paredes abruptas de la montaña están horadadas de grutas como grandes palomares abandonados.
Las parejas del tren. Una sonrisa, un brazo por los hombros. Me siento vieja -en este país me han preguntado ya más veces la edad en quince días que en España en quince años.
El viaje continúa su paso interior, cíclico e inmóvil. La ciudad -en esta ocasión Puno, la fría población del norte, acodada al lago Titicaca- se va sumergiendo en el delirio alcohólico de los tres días feriados, días de color y olor de cerveza.
Perú, el tradicional mendigo sentado en un montón de oro, el pariente pobre e indio del cono sur. Acaba de transferirse el poder, después de largos años de mando militar, al presidente Belaúnde Terry con ocasión de las bulliciosas fiestas patrias. Belaúnde ya ha estado en la presidencia hace años, es conocido, pertenece a esa alta burguesía que, sin ser ultraderechista, tampoco emprenderá jamás un cambio social, una medida revolucionaria. Su partido es Acción Popular, un equivalente a Coalición Democrática. En Puno, el día de la investidura, hemos visto un espectáculo que vale por diez libros de política: suena música en la calle. Precedido de inestables y amistosos borrachos, un grupo agita, saltando y bailando, una bandera del Perú. Señoras de peluquería, tacones y traje endomingado; señores con corbata y acicalado perfume de empleados de banco. Tras ellos, algunos tocando quenas y charangas. Pasan dando saltitos, con su bandera y su inconfundible aire de derechas, de lo que sería Alianza Popular en España. Y sabemos sin lugar a dudas quién ha ganado estas elecciones en Perú, 1980.
Taquile, una gran isla desde hace pocos años visitada por los viajeros, que llegan en barca y se alojan por
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una o varias noches. A tres mil ochocientos setenta metros de altura en el Titicaca, todo es igual y todo es distinto, los perfiles de piedras y hojas tienen un relieve especial, el aire átomos diferentes.
Los indígenas de Taquile se lo hacen extremadamente bien; en su buena forma física y agradable ambiente sin miseria se refleja el comunismo peculiar de esta isla: de cada uno según su trabajo; a cada familia según sus necesidades. La tierra se elabora en común. Un comité acoge a los turistas que desembarcan y los distribuye en chozas limpias. Los hombres tejen continuamente gorros de lana fina con dibujos que cuentan la historia y la situación de su propietario, si es soltero o casado, dónde vive. Un alfabeto de hilos de colores.
Sobre la puna, la llanura plana y alta a ras del cielo, descienden fantásticas noches estrelladas. Adaptándose a estas latitudes, el indio del Titicaca ha desarrollado un volumen de caja torácica mayor y más glóbulos rojos.
En el puerto de Puno, el turista es seducido por barqueros que ofrecen un paseo por las islas de los uros. La tribu uro, que vivía desde siglos en las islas flotantes, fue diezmándose y el último representante murió hace años. Los falsos uros actuales son indios aymara que llegan probablemente a la isla media hora antes que el turista para fichar y ponerse la ropa salvaje de trabajo.
La ciudad misma, sin ninguna belleza particular, tiene la naturalidad que falta a Cuzco, y su vistoso mercado de tejidos de lana supera al de aquél en variedad y buenos precios.
Fui a correos. La respuesta es obvia.
Me muevo entre gente de diez años menos que yo. Advierto que ya he pasado sutilmente sobre la línea más allá de la cual los hombres jóvenes no me advierten. Miro a ellos, ellos que no tienen edad y se pasean sin asomo de complejo.
«Mi nombre es Nadie», dijo Ulises.
Soy nadie, como Ulises. Vivo de momentos prestados,
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de imágenes furtivas ,de amistades ajenas. En este viaje, no creo haber estado ni un día sola y, sin embargo, qué soledad al reflejarse en ella los enamorados y los verdaderos amigos.
Calibro mi lejanía por la caliente proximidad que los otros se guardan. Su soledad jugosa es la de la compañía que se percibe, invisible y presente.
Perú. Ni diarios de viaje, ni fotografías ni apenas recuerdos. No busco ya sino salir, en vano, de una profunda espiral de humillación y sed.
Tal vez volvería, si hubiera dónde volver. Estoy cerca del ecuador de mi viaje y lo siento como acabado. Me llena la fatiga de pagar tantos precios, de siempre pagar precios, y además de hacerme una filosofía consoladora.
Gente… El factor humano… Desolador. Las impresiones, las expresiones sobre la obtusa mente y escasas luces que se observan en los habitantes del país sólo se ven, en el viajero, contenidas por una mole de autocensura que le llama racista. En este sentido, consuela leer la ecuánime crítica con que Mariátegui reprocha a los suyos la pasividad, desidia e ineficacia. La cruda realidad es que se ve evolucionar a gentes de un subdesarrollo indudable, de una agilidad mental nula, de una pasividad temerosa y espesa. Lo que en España juzgamos como derecha claramente reaccionaria y cacicuna, aquí, por lo de en tierra de ciegos, pasa por burguesía ilustrada. Los aires más patrioteros, militares, de indudable sabor decimonónico y dictatorial, son la salsa cotidiana que esconde la pobreza del guiso. Las preguntas más simples, más clarificadas, tropiezan con unos ojos y una boca absortos, con unas dilatadas fosas nasales que parecen sorber y expulsar sin digerir la pregunta. Esquemas, queridos esquemas de los sesenta, mullido patio de butacas para la lucha entre oprimidos y villanos, mazdeísmo acogedor entre el Imperialismo abocado a término y Un Mundo Nuevo, mazdeísmo sin Historia y
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menos Geografía aun, barrido por las noticias, por la experiencia y por los viajes, hasta dejar desnudas las vetas de la realidad, que, como las rocas, no sabe nada de morales, y las vetas de la mala conciencia.
La vieja impresión conocida: estar -justo estar- con un grupo ocasional al que en realidad percibes que no les caes bien, que les pareces torpe e inoportuna, que tus zonas, opacas, tu cansancio, no son borrados por la simpatía sino subrayados por las diferencias. Y te sabes infinitamente más vieja que tus años, realmente vieja, mientras que te sentías confortablemente igual con Karen, una adolescente (pero ¡qué cultura y real madurez!) de diecisiete.
Veo en estos catalanes, gallegos, en este navarro casi caníbal de puro voraz, egoístamente vital, las mareas de ese plástico que segrega la juventud, egocéntrico, ávido, inocente y temperadamente cruel, que sí abomino. Román llega directamente de los sanfermines, con la siempre sorprendente impermeabilidad de sus esquemas ibéricos de cultura de campanario y remanente desfasado de caza de suecas. Román se siente algo defraudado ante la facilidad reidora de Gabrielle, la austríaca lista y encantadora que sube a su habitación con la mayor alegría del mundo. Le gusta este chico moreno. Con un deje hastiado. Román añora el juego bursátil de la sexualidad española, y se declara incluso ahíto de Gabrielle, que está muy lejos de pasar sus horas pendiente de él.
Siempre he sabido con una gran claridad que hay esa gente a la que se ofrecen rosas y anillos de plata y turquesas, y que hay los que no tendremos sino el anillo que nos compramos y el instante barato y fugaz de ternura cedida como quien pasa la mano por el lomo de un perro. Solamente hubiera querido sentirme menos humillada. Tanto luchar para ser persona, y ni siquiera lograr esto.
Ahora es el regreso a la Nada, a esa incierta región, a esa partida sin origen.
Al
En el tren oscuro el revisor pide que hagan sitio para una muchacha que no se encuentra bien y lleva un bebé. Su mal es una crisis de llanto convulso. Con la cabeza inclinada sobre el niño y un hato, llora durante horas con sollozos que se hacen menos estruendosos por el calmante que alguien le ha dado, pero que no cesan.
-¿Qué te pasó? -pregunta la vecina-. ¿Reñiste con tu marido?
-Sí. Me pegó y me echó de la casa así, con la niña y sin dinero ni ropa.
-¿Qué vas a hacer?
-Empalmar en Juliaca con otro tren para casa de mis padres.
-Mujer, ellos te ayudarán
-Ni saben que tengo niño. Sólo hace dos años que estoy con este hombre.
-¿Estabais casados?
-No.
-Entonces es peor. ¿Qué vas a hacer para vivir?
-Qué se. Yo tenía un buen trabajo en la maternidad de un hospital. El me obligó a dejarlo por celos. Si pudiera volver a mi trabajo…
-Anímese -tercia otro-. Le queda toda la vida por delante. ¿Qué años tiene usted?
-Diecisiete.
El revisor le pide su billete. Por toda respuesta la muchacha alza los ojos enrojecidos. Ante esta Pietá, el empleado inclina varias veces la cabeza, musitando:
-No se puede. No se puede.
Pero la deja y pasa a otro compartimento. Rueda el tren despacio, inacabable, deteniéndose en las estaciones, deteniéndose en pleno campo. El bebé se mantiene tranquilo. La madre llora sin sollozos y sin descanso.
-¡Qué bueno es su niño! ¿Qué edad tiene?
-Un año.
-No habrá más, claro.
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-Estoy embarazada de tres meses.
-Pero puede abortar.
-Sí querría, pero ¿dónde voy yo? Los médicos cuestan.
-¿No dice que trabajó en un hospital? Sin duda hay forma de que la atiendan. No puede cargar ahora con otro hijo.
El pequeño rostro aniñado, con la barbilla hincada en el pecho, los hombros hundidos, es la imagen, misma de la culpabilidad, culpable de que la hayan echado a golpes de su casa, de llevar un niño y un fardo en lugar de dinero, de que el hombre no la haya guardado y mantenido; culpable de estar embarazada de nuevo. Por eso no se atreve a alzar la vista.
Con las provisiones que algunos le han dado y un billete de cien soles deslizado en su mano por la vecina, se va a buscar el siguiente tren.
Arequipa
El convento de San Francisco es una de las llaves de esta blanca ciudad de terrazas y domos tallados en piedra volcánica. Al fondo, la cúpula señera del volcán Misti, ligeramente sazonada de nieve. Al pie, estos extraños, cubistas, conventos-fortaleza, tan escapados del tiempo y de la ciudad rufián, estrepitosa y mezclada que vive en su entorno. Aquí es la flor de Pascua y la chumbera, el ruido franciscano de una escoba barriendo el patio y el cielo levemente brumoso y cegador. Aquí son las sombras de los pájaros y la de los brazos abiertos de par en par de la estatua de San Francisco de Asis, diciendo: «¡Señor, que no pida ser amado sino amar!»
Aquí está el fantástico monasterio de Santa Catalina, con sus volúmenes de Mondrián, su luz y sus patios añil, amarillo, naranja. De este lujoso convento no salían las nobles sino fingiéndose, como sor Dominga, la
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tía de Flora Tristán, muertas.
El lugar de «Sí, quedaos», que al parecer significa Arequipa en quechua, podría ser un remanso para el viajero si no existiese la enorme delincuencia ratera de Perú, la continua y obligada vigilancia de las pertenencias, el inevitable escapulario, que todo turista lleva sobre el pecho o apretado contra el estómago, de pasaporte, dinero, billete de avión.
En la plaza de San Francisco llueven de los árboles flores azules, se da cita una pareja de enamorados, discuten en voz muy alta dos viejos sobre alquileres, medias suelas, remiendos de chaquetas, calzoncillos. Los viajeros escriben al sol. Dos niños semejantes a esos miles de niños grises de polvo, avispados y obtusos, encanallados y con grandes sonrisas de ángeles, se revuelcan por el césped. Una india descansa con su guagua a la espalda envuelta en una manta roja y azul. Un inválido sonríe estúpida y continuamente al grupo de turistas.
VIAJEROS: DANNY
-Estoy de copas desde las once de la mañana. No hay para menos. Me vuelvo a Irlanda. Por un tiempo, claro. Es lo práctico de tener un oficio. Trabajo de carpintero seis meses y despego otra vez. Lo hice en Estado Unidos y en Alemania. Mi dirección, aquí tenéis todos mi dirección. ¿Frío esta noche? No. Si hubierais estado como yo dos meses en Alaska, viviendo con los esquimales… Muy interesante. El gran problema es la rabia, por los perros. Tienen que estar continuamente con la ampolla de antirrábica lista. He ido bajando. ¡Ah, California! Aquello es algo. El próximo salto será en la otra dirección: Extremo Oriente.
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El divino repuesto
Por la mañana, corrió sofocada cinco agencias intentando obtener un billete para ir a Nazca al día siguiente, sin resultado. Observó que había diferencias en la forma de atender según eran hembras o varones los clientes. Pidió por la tarde que la acompañara un catalán de los del grupo. Se quedó escondida en la puerta de la agencia. A él le dijeron que sí. De esta manera obtuvo su pasaje y una considerable acidez en la boca.
El autobús que tomó en Arequipa -buena compañía, confortable aspecto- se ha escacharrado, como es de regla en todos los medios de transporte peruanos, al filo de la medianoche. El vehículo es un conjunto histórico-artístico de latas ensambladas en un fino trabajo de zurcido. Se supone sin embargo que ha tomado la mejor compañía, con aerodinámica imagen publicitaria. Evita la empresa «Morales Moralitos», a la que el número de vehículos caídos en la cuneta y los fallos han deformado el nombre en «Mortales Moralitos».
El conductor se mueve en una capilla ambulante: candilejas, Corazón de Jesús, Vírgenes. El número de imágenes es proporcional a la falta de piezas de repuesto. Filosóficamente alegres, conductor y auxiliar descienden.
-¿Es grande la avería?
-Pchss… Hay que tener fe y esperanza en Dios.
Magnífica escena: el freno de las ruedas traseras del lado izquierdo aparece en pedazos, el metal como una cáscara de huevo machacada, señal de que no había sido revisado jamás. Junto a tres ruedas y una pila de piezas desmontadas, uno de los mecánicos, tan sonriente y optimista como sumido en la más completa ignorancia, va mendigando un clavo. Otro pide, seriamente, una lima de uñas y un hilito para cierta misteriosa reparación con más visos de conjuro que de mecánica. Más allá dos se preguntan, iniciando la colocación de las ruedas
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sin frenos, para qué lado se ajustan los tornillos.
Cuando, finalmente, deciden arreglarlo a base de extirpar piezas a las demás ruedas y hasta utilizar los clavos de la carrocería, les preguntan:
-Y ¿creen que así llegaremos?
-Mire, con la ayuda del cielo…
Un norteamericano toca la quena. Cuando ella está con los ojos cerrados en el interior se da cuenta de que algo ocurre. ¡Abajo los de Nazca! En la oscuridad, siguiendo a los demás, saca su mochila de un autobús para ponerla en el que acaba de llegar. Y en ese modelo, confortable pero con un espantoso olor a orines rezumando de los asientos, llega a Nazca y toma la avioneta de seis plazas que es uno de los motivos de su viaje.
VIAJEROS: JIM
-Hay una enorme carga de energía aquí.
Jim alza los ojos a la ventanilla del autocar por la que desfilan las estrellas.
-Me interesan muy especialmente los lugares magnéticos, como, en India, Nepal, Cachemira. Esta vez llevo sólo año y medio viajando. Anteriormente cuatro años, y la próxima todavía no lo sé. Ahora vuelvo a mi casa de Florida.
Alguien aprende a tocar la quena en el fondo del autobús.
-He encontrado viajeros increíbles: un griego que recorría México a pie, un oficinista que decidió encerrarse en un monasterio de lamas en el Tíbet… Cada país tiene algo especial, una sorpresa en el pueblo más inesperado. Luego hay sus mujeres. Las de Filipinas son exquisitas, las de Tailandia os miman como a un niño. Pero las mejores son las de Santo Domingo. Hay para todos los gustos, amarillas, blancas, mulatas, mestizas de chino e india… No hay mujeres como ellas. El primer
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día te cobran cincuenta dólares, el segundo veinticinco, el tercero diez y el cuarto nada.
Con unas manos pequeñas y perfectas, locuaces como él mismo, Jim pela y ofrece frutas.
-Conozco España de pasada. Estuve dos meses en Mallorca. Fuimos a un retiro con el Gurú Maharashi. No vi sino la piscina y el restaurante del hotel, un magnífico hotel por cierto del cual no salimos. Ya no sigo con el Gurú. Maharashi mismo nos dijo que no debíamos tener guía alguno. ¡Qué estrellas! ¿Un aguacate?
-Llegaremos temprano. En cuanto deje las cosas en un hostal, me iré al mercado, los adoro y no hay sitio en que se coma mejor. En México viví un tiempo con una muchacha de allí. Ella salía a comprar y preparaba comidas maravillosas. ¡Hay tantas cosas que probar, tantas que ver…!
¿Quién hubiera adivinado en este hombre magro, pequeño, de pelo y barba oscuros, los cincuenta y tantos años que tenía? Tal vez estaban allí, en el fondo de sus ojos alerta. Por lo demás, viajaba con un cuerpo de treinta y algo. A Jim se le perdonaban sus vetas de ingenuidad misticista, su degustación golosa de la fruta del mundo, por la vitalidad y la curiosidad que derrochaba. Era además uno de los pocos norteamericanos que se alimentaba cómo y dónde la gente del país.
-Mi madre era judía. Mi padre italiano. Yo hace tiempo que soy de todas partes.
Estamos llegando. A unos veinte kilómetros de aquí hay un lugar que quiero visitar, unos grabados que reproducen países de otro planeta. ¿Un trozo de palta?
Nazca
El amanecer revela, en efecto, otro planeta, un lugar en el que los marcianos debieron de sentirse como en casa: el cielo azul con su luna pálida y un desierto rojizo
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surcado de canales. Con la rapidez de la evidencia, se comienza a creer la versión de la zona de aterrizaje extraterrestre. Porque el lugar está tan lejos de nuestra Tierra…
La avioneta planea mansamente en el aire cálido. La carretera panamericana corta con su asfalto la pampa y su red de pistas, secciona algunos dibujos. En el desierto de Nazca hay dos tipos de geoglifos bien diferenciados grabados profunda y anchamente en la tierra: animales estilizados gigantescos y simétricamente dibujados de un trazo (el colibrí, el perro, el salmón, el pulpo, una ballena con aspecto poco serio, un cóndor inmenso, sobre las rocas una extraña figura de ojos globulosos bautizada «El Extraterrestre»), y una serie de redes superpuestas de claras pistas de aterrizaje, especie de paralelos y meridianos perfectamente rectilíneos, absolutamente nítidos, que se pierden en el horizonte. No se trata sólo de líneas; los trazos se ensanchan en bandas rectangulares, romboidales, perfectas plataformas.
Protegido por la ausencia de lluvias y el blando colchón de aire caliente, el trazado ha conservado su distinta blancura. Desde el aire, nada enmascara la geométrica ingeniería del trabajo.
Hay algo, indudablemente, de frontera, en la zona de Perú, y una de las puertas de esa frontera estuvo en Nazca.
«Dicen, sin esto, otra cosa estos indios: que oyeron a sus pasados que un tiempo remanescieron mucha multitud de demonios por aquella parte, los cuales hicieron mucho daño en los naturales, espantándolos con sus vistas; y que estando así, parecieron en el cielo cinco soles, los cuales con su resplandor y vista tumbaron tanto a los demonios, que desaparecieron dando grandes aullidos y gemidos; y el demonio Guaribilca, que estaba en este lugar de suso dicho, nunca más fué visto, y que todo el sitio donde él estaba fué quemado y abrasado; y como los ingas reinaron en esta tierra y señorearon este valle,
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aunque por ellos fué mandado edificar en él templo del sol…».
(Pedro de Cieza de León: La Crónica del Perú.)
Desde la Plaza de Armas
Los hombres son machistas, es cierto. Ella compara con España. La mujer se encuentra aquí todavía sumergida en el esquema patriarcal que estuvo allá en vigor en los cincuenta. Pasan de la dependencia del padre a la del marido, no viajan solas sino por desplazamiento obligado, la virginidad se cotiza y se invierte. Pero, con todo, es un machismo mucho más caballeroso que la imposición de presencia y la insistencia estúpida de los latinos europeos. Los peruanos no molestan. Dicen un piropo, pagan una consumición sin que la invitada lo advierta y sin exigirle que converse.
Han viajado, la muchacha francesa y ella, en dos camiones sucesivos, en plena noche, por el despoblado de los Andes, y han sido objeto de un trato de educación exquisita. El machismo, sin embargo, está ahí, la avidez ahí está, pero hay unas reglas del juego funcionando, y parece como si la mujer fuera rigurosamente tratada según ella se comporta y tuviera una parcela de respeto asegurado siempre y cuando no traspase los límites -estrechos- de su doméstico territorio.
Esto piensa viendo evolucionar sin fundirse, en la plaza de Armas, grupos de hombres y de mujeres, herencia de la tradicional división social española de los sexos y del sumiso estatus femenino de las sociedades precolombinas. Unos muchachos de quince años -bicicletas relucientes, jeans a la moda, camiseta americana-se hacen lustrar las botas, sin apearse, por un chavalito al que regatean luego diez céntimos. Los parámetros sociales, europeos, de amplias clases medias y poderosos islotes burgueses de profesiones liberales, se descoyun-
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tan en Latinoamérica. Esto es un Estado de patrones rodeados de gente temerosa, desesperada en ocasiones pasiva y reconcentrada con frecuencia. Perú parece haber acumulado los defectos de países socialistas y países capitalistas, sin alcanzar por ello los logros ni de unos ni de otros. Huelgas corporativistas, desordenadas, egoís-tamente torpes; una policía omnipresente que abruma de trámites, controles y fórmulas; un sistema teatralmente parlamentario, de caciques castelarinos que sueltan de cuando en cuando la espita de una verborrea campanuda, arcaica e incomprensible. Largas colas a todos los niveles, lentitud burocrática digna competidora de los países del este. Burocratización sin mejoras sociales. Capitalismos sin creación de trabajo ni provecho. Una tasa de delincuencia tan alta como la de ineficacia. Insolidaridad y apatía.
Como los huesos de estas momias paracas coronadas de una espesa madeja de cabello humano, la miseria aflora agujereando la piel cetrina del país. El viajero lo ve y sueña con revoluciones. Ellos mismos no se sabe si sueñan. Unos pocos acumulan grasa, en la panza, en la papada, en los flancos. Otros se endurecen, crían fibra vegetal, estólida carne de cactus aislada y dura.
Las civilizaciones americanas siguieron un movimiento cíclico de noria. Desconocedoras de la escritura y de la rueda, surgieron y se hundieron confundiéndose de nuevo con la tierra, sin pasado ni futuro. Chavines, paracas, nazqueños, tiahuanacos, huaris, chimús, incas, hasta que doscientos españoles quebraron la rueda.
Físicamente, salvo excepciones, no son bellos y recuerdan a cerámicas mal confeccionadas; cuerpos espesos, rectangulares, sin cintura; hombros y mandíbulas anchos, cuello y ojos estrechos, boca y orejas grandes, gruesos orificios nasales. Mejora a otros el predominante perfil inca, con altivez de pájaro.
Atardece en la plaza de Armas, esta vez de un pueblo de la costa. Hay criaturas que parecen reproducirse
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ante nuestra vista, desprenderse de los vientres de las embarazadas, que se abren para dejarles caer y en los que inmediatamente germina un niño nuevo. Se multiplican los pájaros y su estruendo, las tiendas abiertas hasta plena noche. Los fotógrafos cambian de sitio una máquina prehistórica y un enjaezado y brillante caballo de cartón. Los autocares de la tarde van pintados con colores de dragón chino. Las muchachas, vestidas con un esmerado intento de elegancia provinciana, salen al paseo.
Cotidianamente se ve a la mujer, a la hija, conducir al marido y al padre, completamente borracho, hacia la casa. El viernes es la noche de los hombres; el sábado y el domingo la liquidación de los restos de la paga. Con los céntimos que milagrosamente resten en el fondo del pantalón se comerá durante la semana arroz y papas. De cuando en cuando habrá la gran fiesta de varios días y hombres y mujeres desfilarán al son de una música repetitiva, golpeando el suelo con los pies. Desfilarán con ojos muertos y repetirán el trotecillo y el zapateo, el baile del pañuelo y el salto, hasta caer empapados de alcohol de caña. Al día siguiente, las cunetas estarán tapizadas de cientos de cuerpos que van resucitando a lo largo del día y se arrastran, o son llevados, a sus chozas. Nada tan triste como la fiesta del alcohol, este intento de alegría colectiva, de caída a pico en la embriaguez y en el olvido.
Hay al menos aquí, a esta distancia, en otro hemisferio por tantas olas separado, algo perfectamente reconocible: ese algo que marca a las clases sociales, a los rapaces y a los esquilmados, esa mirada paciente, sufrida pero no ignorante, esos hombres inclinados hacia el suelo, esas manos como raíces. Hay esa imposibilidad de expresar su propia miseria. Surge el brillante hijo de familia, luna reflejada del sol estadounidense. Se teme al depredador urbano y al fornido coleóptero que amasa sobre una pendiente de curvadas espaldas su fortuna, se
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huye del lumpen y de los mormones testigos de un Jehová repleto de divisas, puras camisas blancas y ese corte de pelo dos centímetros que hace erizar el propio. La política de Estados Unidos ha envenenado de odio racista contra el blanco á los pueblos latinoamericanos. Es además muy fácil a muchos de sus gobiernos ser en lo privad, esperar su señal -como se dice del caso de Paraguay- para tocar las reservas petrolíferas y, en la fachada, inflar los excitantes nacionalistas, emborrachar de palabrería y enseñar el desprecio al gringo.
La palabra «gringo» en Perú no es, como en otros lugares, insultante, sino un simple y usual apelativo que equivale a extranjero. Es difícil escapar al ser gringo porque el tipo racial es sumamente definido. Las vasijas preincaicas del museo, de esos exquisitos museos de Lima, nos devuelven las imágenes que hemos visto al pasar por la calle, el rostro del vecino de asiento en el autobús. Preservadas por su concha andina, estas poblaciones que fluyeron desde hace unos cuarenta mil años, provenientes de Asia, a través del estrecho de Bering, y alcanzaron quizás hacia el diez mil antes de Cristo el cono sur, mantienen una virginidad étnica sorprendente. La costa es otro mundo. Allí se han mezclado los emigrantes chinos, japoneses, negros, probablemente también antiguas emigraciones polinesias.
Si se aparta la hojarasca de los Padres de la Patria y la brillante conversación amanerada de sus, digamos, ejecutivos, si se deja a un lado a ellos y a su desprecio por el indio -que, por cierto, también físicamente son-, uno se mete en el humor lento y agradable de la gente sencilla, descubre, en este país de robos, la honradez de una vendedora de buñuelos que nos llama para devolver unos céntimos, la hospitalidad afín a la que puede encontrarse en un pueblo de España. Es sumamente fácil ver en «el serranito», el campesino de la montaña, el ser embrutecido por la soledad, la dureza y el alcohol. La
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endeble y escasa clase media los mira como a un enemigo natural. Con la violencia de la miseria, la ley de la selva es rápidamente digerida. Su fruto sería la expresión de esa viuda limeña de clase media-baja, cuando dice: «Los peruanos lo que necesitan son tanques, tanques.»
Ha sido magnífico venir a Perú y encontrarse aquí, en la televisión, a nuestro bien trajeado presidente, con ese aire suyo de tahúr venido a más, de muchachito de familia decidido a medrar, tan en casa con Belaúnde Terry, con los grandes y los medianos de la Tierra. Nuestro presidente ha declarado sus simpatías hacia el gobierno saliente; unas declaraciones que complacerían ciertamente a un ministro del Movimiento.
El Pacífico
Llegó al otro lado. Las grandes playas del Pacífico eran espesas de marisco, pescado y algas, azotaban el rostro con su olor y con la blancura de sus olas frías, y estaban cubiertas de millones de conchas, rosas y circulares como pezones.
Entonces supo de nuevo, como en los altos caminos de Burgos, que se había roto el pacto, que el puente entre ella y las cosas estaba cortado o destruido, quién sabe.
Faltan sólo veinte años. Hay un yo mío esperándome al final de las últimas playas, donde no existe la competencia y nada viene a juzgarme, y a nada deseo y ya a nadie inspiro apetito ni curiosidad; un yo íntimamente mezclado con el agua, que escribe sin angustia con limpia tinta en páginas blancas. Mi letra tirante, por la que se ha ido descolgando mi vida, se desanuda, pierde su tensión.
Faltan sólo veinte años. Nadie mirará ya de soslayo mi rezagado andar, quizás ni yo misma. Probablemente el color será como este nácar carcomido que reluce a pinceladas en las conchas.
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Las Galápagos de los pobres
La costa de Pisco -península de Paracas, Chincha, San Andrés- está llena de islas, cubierta de animales: focas, lobos de mar, albatros, patos, pingüinos, gaviotas. En una barca cuyo piloto se pasa buena parte del viaje tirado en el fondo, tras confiar el timón a un viajero, digiriendo la resaca de la noche anterior, se llega a las islas Ballesta y Chincha, reserva de animales marinos a la que está prohibido acostar. Una tortuga enorme nada majestuosamente en mar abierto. Pandillas de focas se ponen junto a la embarcación, cotillean a los tripulantes con una casi risa, la cabeza enhiesta y los bigotes hirsutos. Las rocas están tapizadas de guano y especies que juegan, duermen, se pelean y se zambullen.
La costa sur es un lugar en el que alternan páramos de desolada belleza, focos históricos y centros medulares económicos, porque Perú figura en cabeza de la industria pesquera y sus derivados gracias a la fría corriente de Humboldt. El desierto costeño está tachonado de oasis de arroz, algodón y maíz, zonas fértiles roídas por un proceso secular de desertización. Antes de Cristo, floreció en la península de Paracas una cultura exquisita que envolvía a sus momias en metros de tejidos de motivos perfectos en la forma y deslumbrantes en el color y era experta en todas las tramas del encaje. En torno al fardo del muerto, su ajuar de cerámica, conchas engarzadas en oro, bronce y hueso. Los cráneos muestran la caja deformada, alargada y estrechada por presión como signo de jerarquía social, agujereada en ocasiones por una trepanación.
Pisco ciudad no ofrece al visitante monumento alguno pero sí el atractivo de un pueblo peruano grande y vivo, económicamente activo y al que, a fin de cuentas, no falta el modesto haber de su plaza de armas, siempre acogedora, un museo diminuto, un delicioso chifa -el restaurante chino- y el pulpo, la tortuga, la corvina y los mariscos que alegran la mesa de los quioscos de la playa.
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II
Y las pasiones… Se encuentran, se viven… ¡Qué daño, qué daño hacen!
Giséle, una viajera francesa
Hay algo pendular en la manera de repetirse mi vida. No estoy avanzando, apenas me muevo; me atraviesan situaciones similares en las que reacciono igual. ¿He amado a alguien alguna vez? ¿Puedo distinguir el rostro de este alemán, de Daniel, con el que llevo seis días viviendo esas pasiones rojas de luna de miel, lo puedo distinguir del de René? ¿Son ambos, fueron y serán todos, simplemente el reflejo de mi propia necesidad?
Fue un conocido norteamericano común, un saludo alegre de ojos azules como un verano, una barba rubia hirsuta. Vino el fácil lenguaje de dos personas que se van llenando de energías contrarias, la salida en grupo, los restaurantes.
Por la tarde se encontraron solos, camino de la playa. De una observación sobre el racismo antisemita, antiindio, antialemán, de una conversación sobre política, vino el abrazo.
-También tú me hablas de Alemania como de un lugar ordenancista y horrible, un país que no quieres ni pisar. ¿Sabes que en algunos sitios me han saludado levantando la mano, diciéndome «Heil Hitler»?
-¡Pero eso es un horror!
-Claro que es un horror.
Y luego:
-Perdóname si parezco brusco. En tanto tiempo de vagar solo por Sudamérica, he perdido la costumbre de la ternura.
Ella pensó que la abrazaba porque hacía seis meses que no había salido con una mujer.
El Pacífico está vivo, es musculoso y enorme, masca conchas y recibe al sol, que muere rojizo en su brisa fría. En la playa se cubrieron de saliva y de arena.
A él le faltaban trece días para regresar. Ella subía
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hacia el norte. Ya no se separaron. Aterrizaron en un pueblecito de la costa sur de Lima. Cerro Azul es un grupo de casas algunas de las cuales se transforman por la noche en tiendas de ultramarinos y utensilios de pesca. Tiene un hotel lindo pero cerrado, con los misteriosos signos de vida de cuatro luces. Al lado se instalaron en una inmensa casa semiderruida, hotel a su forma. Compraron velas para alumbrar la habitación, y una botella de vino, colocaron sobre el jergón raso y la sábana los sacos de dormir, llenaron la jofaina con agua del pozo, comieron pescado, arroz y judías un día tras otro. E hicieron el amor, hicieron la ternura recreándola, como si jamás hubiera existido, como si nunca un hombre se hubiera retardado suavemente sobre el cuerpo de una mujer. La primera noche la ha empleado toda en acariciarla, deshacer su timidez, su extraño miedo. Ella se acostó con el suéter de lana de vicuña marrón y los vaqueros, y le abrazó con cierta desesperación de huida. Poco a poco la fue desnudando y se sorprendió de un cuerpo menos delgado de lo que pensara, de pequeños pechos redondos y la curva bien trazada de las nalgas y las caderas. Con los dedos y los labios entibió su crispación, como se ablanda cera dura. La besó el pubis, subió a la boca, que se abría todavía con recelo, todavía tirante.
-Perdona que no haga el amor bien.
-Perdona tú que esté tan desacostumbrado a la ternura, con estos meses solo.
-Por favor, procura gozar tú. Siempre estoy crispada al principio. Me es muy difícil.
-Y a mí. No te preocupes. Tenemos todo el tiempo.
Sólo al clarear la penetró, muy lentamente, con gran cuidado.
-Pero tú, tú – insistía ella.
-Yo estoy bien.
Los ruidos de la mañana. Estruendo de niños. Una madre regañándolos. Alguien conversando junto al mar.
-¿Por qué eres tan tierno, tan cuidadoso?
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-Porque quiero ser así contigo.
Y luego él:
-¿Te gusto?
-Hace un año que no haces el amor, por eso estabas tan asustada la primera noche. Veníamos cada cual con su pasado. Tú con tus temores y yo con los míos.
-Fuiste muy bueno conmigo, muy suave.
-También tú te preocupas mucho de mí. Olvídate un poco para pensar en ti misma. ¿No concibes que yo pueda gozar más dando que recibiendo?
-Eso me pasa a mí como a ti.
-¿Cómo es posible que te haya encontrado yo, que estuvieras sin ninguna relación un año, tan atractiva como eres?
-No soy atractiva. Lo parezco a veces.
-En mi país, no hay muchos ojos como los tuyos.
-En España los hay a montones.
-Me iré de vacaciones allí la próxima vez. No comprendo cómo te he encontrado sola.
-Bueno, no es tan mecánico estar con alguien.
-No quiero decir eso.
-Espero que las píldoras no fallen. Hemos hecho ya mil hijos.
-No, no fallan. Ya tengo cierta experiencia en eso de estar seguro. ¿No las tomabas antes del viaje?
-Este año no. Pero, hombre, si me estoy acostando contigo, no voy a estar acostándome al mismo tiempo con otro en España.
-¡Eso es una respuesta!
-Sólo mi manera de ser, ¿para qué Voy a forzarme? Sé bastante claro lo que me gusta, lo que quiero y lo que no.
-Las experiencias sexuales educativas son una estupidez.
-En mi país pasa no poco esto, sobre todo en los intelectuales. Las españolas se liberaron -creen ellas- en la cama, pero no pagando solas el recibo del gas, el de la
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luz o marchándose sin compañía de viaje. ¿Has tenido tú experiencias en grupo o con otro hombre?
-No. Sólo me acuerdo de que, cuando tenía doce años, me besaba con otro compañero de clase para ver cómo debía de ser eso de besar a una mujer. ¿Y tú con mujeres?
-No. Realmente no me apetecía. Hubiera sido algo intelectual, por seguir la moda. He estado en movimientos feministas porque tienen toda la razón. Pero lo de las lesbianas no me va, me echa para atrás, es instintivo, por muy bien que me parezca.
-Tienes un temperamento enorme haciendo el amor. Me encanta que seas tan dinámica.
-Pues tú, con todas tus mujeres aquí y allí…
-Qué va. En esos seis meses en Sudamérica, sólo me he acostado con una alemana, y aquello duró tres días. Ella se reveló muy dependiente. Aquí besar, hacer el amor, es algo muy complicado. Las mujeres sudamericanas tienen montones de problemas, se quieren casar.
-Seis meses es mucho. ¿Por qué no pagaste una?
-¿Pagar una mujer? No he ido con una prostituta en mi vida. Ya has visto que soy como tú: no puedo hacer el amor bien sino cuando hay una comunicación, un sentimiento.
Ella tiene un odio desmesurado a las palabras «relationship» y «feeling», un odio que envenena cada día esos «te quiero» materiales de puro instintivos, formas de aire, desahogo inevitable, que hay que contener cuando chocan con los dientes, volver a tragar.
Daniel hace tiempo que acabó su propio paquete de cigarrillos y ahora termina el de ella y enciende una segunda vela con el cabo de la anterior. Le separa el pelo de la cara para ver el resplandor de la llama en los ojos, el cabello rojizo sobre los hombros delgados de un bruñido metálico que el fuego viste de cobre.
-¡Qué piel tan suave tienes…! Así que hace un año que estás sola…
-No. Hace mucho más.
-Pero me dijiste que llevabas un año sin hacer el amor.
-¿Y qué tiene que ver? Estuve igual de sola entonces.
-¿Tiene celos?
-No me gusta que me repitas cada vez que estoy en segundo o cuarto lugar.
-No es eso. Tú eres distinta.
-En teoría, todo queda intelectualmente muy bien y podríamos escribir miles de páginas sobre la realidad del amor de un día. Pero en la práctica cada día tiene veinticuatro horas, y si de ellas empleas ocho con una, no las empleas con otra. Quiere decir que si escoges, escoges una mujer u otra mujer para emplear tu vida. La teoría admite todas las posibilidades, pero la práctica sólo marcha con el sí y el no, con hacer o no. Por eso sólo creo en los actos.
-Bien. Yo estoy seguro de que te volveré a ver en España. Tengo, después de seis meses de ausencia, el panorama muy confuso en mi casa. Será mejor que sea yo quien vaya a verte.
-Entonces veremos los actos.
Se levanta ella. Hay un ruido de mar a pocos metros, como si estuvieran navegando en la vieja casa medio desguazada, el pobre hostal de la costa llevado por tres mujeres solas.
-Estuve tres años con una chica. ¿Has vivido tú mucho tiempo seguido con alguien?
-Si. Cuatro años.
-¿Cómo era él?
-Te he dicho que no me gusta hablar de mí.
-¡Quiero conocerte y no me crees, no crees que me interese realmente tu vida!
-Crees que te interesa, pero es un condimento más de esta relación. Yo volveré, y estaré sola, como siempre, frente a mis problemas. A la hora de buscar apoyo, cuando todo sea mucho menos agradable que en este
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ambiente de vacaciones, este paréntesis, entonces estaré sola, sin ti, sin nadie.
-¿Acaso no tengo yo problemas que resolver?
-Lo que pasa contigo es muy distinto. Hay dos clases de gente: gente que nace para que le den, que recibe sin más. Otra está hecha para no recibir nunca nada y para intentar dar.
-Y tú perteneces a la segunda.
-Sí.
Se ha vuelto ella sobre el costado, de espaldas a él. De una forma inconsciente, pura excreción física, le va saliendo de los ojos un hilillo que gotea en la sábana en la oscuridad y el silencio, mientras da vueltas al brazalete en su brazo.
Apaga y enciende él otro cigarrillo. Con un acento ligero, de discusión de sobremesa, añade:
-Es como en política y economía, ¿ves? Siempre hay una clase nacida para estar debajo y otra para pisarlos arriba. Lo mismo en los sentimientos. Es la oferta y la demanda, la capitalización de eso que se llama felicidad.
Boca arriba, siguiendo el huno del cigarrillo, él cuenta sus experiencias con las mujeres, aquellas con las que vivió, aquellas que le quisieron más de lo que él hubiera deseado.
-…y tengo miedo, porque ya me ha pasado. En cierta ocasión, una francesa con la que estuve tres días muy agradables en París se me presentó en mi casa, estaba allí, llegó antes que yo, me esperaba. Hubo una escena. Yo estaba viviendo con una amiga. Otra, cuando rompimos, me dijo que quería matarse, se golpeó la cabeza contra una pared.
-¡Qué atractivo tienes!
-No, qué va. Pero me ha pasado. Y no quiero sentirme cogido, meter en casa a una mujer.
-Ya. Se nota.
-Quiero empezar a hacer cosas, viajar, enseñar quizás en Latinoamérica, aprender alfarería…
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(«Tu quoque»-dice ella in mente.)
-… meterme en mi habitación a leer. Comprende que no tengo el panorama claro.
-¡Por favor, me cansa que tengas miedo! No estoy pidiéndote un anillo, ni promesas. Pero tampoco soy un animalito mudo.
-Contigo sé que eres una persona libre, la única mujer libre realmente que he encontrado.
-La gente realmente libre no gusta. Te irás con esa chica a la que temes porque depende de ti. Te irás con ella porque depende de ti.
-Tú has sabido ser libre.
-No soy muy libre. Soy vulnerable y estoy cansada, pero no tengo miedo de perder mi libertad. Nadie puede quitármela, siempre lo supe. Es mía. Supongo que por eso casarse o no casarse no me parece algo tan importante. Todo pasa.
-¡Siempre he tenido tantos problemas con las mujeres!
Se abrazan con una comprensión que tiene algo de aparente, de base de cristal, cada cual muy firme en su terreno separado por una fisura.
-Me gusta no sentirme ligado.
-Ya. Porque soy muy cómoda, muy barata.
-¡Otra vez! Siempre esa forma de poner detrás de las palabras la significación que para mí no tienen. No es culpa mía el que hayas tenido malas experiencias, ni es razón para que me interpretes siempre en función de ellas.
-Es que siempre será igual. Como estoy contigo no lo he estado nunca con un hombre, pero…
Ahora tienen los brazos anudados alrededor del cuello, la boca muy cerca, tan cerca que durante horas se corta toda conversación.
No hay días. Hay un espacio variable en el que a veces está oscuro, a veces luce el sol, cortado por breves
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salidas al restaurante, siempre el mismo, al mar, a las tiendas de ultramarinos; una incursión a por dos cubos de agua al pozo, a las letrinas, a decir a la dueña del hotel que se quedan dos días más, y vuelta a la gran habitación de luz verde, al barco desmantelado provisto de una botella de detestable vino peruano, chocolate y velas.
-¿Te sientes bien conmigo?, dime.
-Quedamos en que nada de palabras, Daniel.
-No dije tanto.
-Sí. No hace falta repetirlo dos veces. Ya sé que no tengo que pedir ninguna palabra, estáte tranquilo.
-Así que ¿estás decidida a no tener hijos?
-No he dicho eso. No me veto nada, ¿quién sabe?, pero nunca fue momento de tenerlos.
-Yo me planteo el problema. Me gustan los niños, pero ¡hay tantas cosas en mi vida que quiero cambiar! Es complicado con ataduras.
-A mi me parece que, si me decidiese a tenerlos, quisiera hacerme cargo de él, educarlo sola, sentirme capaz de llevar el niño sola adelante.
-Ah, no. Ahí no estoy de acuerdo. Supongo que influye el traumatismo del divorcio de mis padres. Un niño precisa de los dos.
-Eso es una convención social. Necesita alguien que le quiera en exclusiva.
-No. Los dos. Bueno, por ahora no hay peligro. Me estoy acordando de algo gracioso. ¿Sabes que una vez le pregunté a una chica inglesa con la que iba a costarme si había tomado todas las precauciones, y me contestó secamente que eso no era asunto mío?
-Ya se sabe: los ingleses, nada de preguntas personales.
Quiero recordar, despegar las hacinadas palabras, envolverme en las paredes verdes, el techo de tablas, los cristales rotos de la ventana tapados por una sábana. Quiero recordar aquella ternura de quien está acostumbrado a tratar con niños, las manos tostadas y la boca
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afanosa, y aquel empeño en demostrar que no estaba usándome, que el sentimiento existía. Y el acíbar de una foto de su amiga que me había mostrado, y del regalo para ella que llevaba en el fondo de la mochila.
En el bar, solos entre un grupo ruidoso de peruanos que festejan:
-¿Estás decidida a no casarte jamás?
-Lo que pasa es que para mí no es muy importante. Nada me haría permanecer con alguien si no quiero.
-¿Así que te casarías?
-Tal vez, pero de lo que estoy segura es de que nunca por la Iglesia, ni en España; nunca por las leyes españolas. Me repugna el casamiento español, siempre me dio asco; es algo inmoral. En un país con leyes decentes, divorcio, igualdad, no me importaría gran cosa casarme.
-Estuve un tiempo con una mujer, con la única que he querido casarme.
-Vaya, los grados. Hay un escalafón para vosotros, los hombres: arriba, la mujer con que os casaríais. En el segundo, tercero, décimo puesto, las demás.
-Siempre interpretas por detrás de lo que digo, en función de tu experiencia, de lo que tú sientes, de lo que te ha pasado. Me refiero a que en ese momento quise casarme con ella.
Eran la típica pareja de la luna de miel, los que pasan dieciséis horas sin salir de la habitación, acariciándose; los que salen más que mediado el día a pedir juntos la comida y el desayuno, y van de la mano, van apoyados, se besan en medio de la calle. El dueño del restaurante palmeaba con solidaridad masculina los hombros de Daniel, y le traía, entre carcajadas, huevos fritos y cerveza para reponer fuerzas. Desapareció la crispación de esa primera noche, en la que ella se había bañado, antes de meterse en la cama, pensando y cantando, mientras él la esperaba sobre el jergón, con el cigarrillo y la vela encendidos. Desapareció la barrera, se pene
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traron varias veces al día, ella le vio con orgullo gritar, gritar y sollozar de placer.
Eran tan libres que prácticamente les estaba prohibido hablar de todo. Planeaba sobre ellos una censura inmensa de la más mínima expresión que sonara a compromiso, que requiriese futuro. La diosa Libertad ejercía una dictadura despiadada. Y había que triturar las frases de amor y las preguntas, había que maniatar el instinto.
-Cariño, bonito mío, lindo mío.
Escapaban las palabras, como agua que se intentara taponar con la mano. Arrastraban la súplica, finalmente.
-Hombre, dime algo. Una palabrita pequeña.
-¿Qué quieres que te diga, «te quiero» y cosas así? Yo no digo eso.
-No te pido ninguna promesa; sólo una palabra, pequeña, para sentir que estás conmigo.
-No quiero que me estés exigiendo palabras siempre.
-Ah… Bien. Te aseguro que no volveré a decirte absolutamente nada. Te lo aseguro.
Palabras como rescoldos, que también había que sacrificar a la diosa Libertad, a la moderna diosa Independencia… En ocasiones sucesivas, cuando él le preguntaba sobre sus sentimientos, le recordaba la promesa y se negaba a contestar. Ambos utilizaban un lenguaje extranjero, y ella odió sus estereotipos, odió palabras como «like» y «feeling», vocablos neutros, adocenados, ambiguos, palabras mecánicas y funcionales que la helaban. Ella peregrinaba sola por su pecho, cubierta únicamente por su brazalete de plata que no se quitó jamás.
-¿Ves este brazalete? Nadie me lo regaló. Yo lo compré, es antiguo, y lo llevo siempre para no olvidar nunca, nunca que estoy sola.
Haciendo el amor, descansando en su brazo, llevaba ella la mano hacia el brazalete y acariciaba en él la conciencia de su soledad.
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-¿Eres celosa?
-Sí.
-Sabes que no eres la única en mi vida. No quiero cerrarme a nada.
-¿Me das fuego? Gracias. No te pido absolutamente nada, pero no me gusta mentir para quedar bien.
-Nadie te pide que mientas.
-Sí. Se supone que tengo que aceptar tranquila y alegremente que te acuestas con otra, que hagas con ella lo que haces conmigo y que le digas, lo que me dices a mí.
-Sabes que tengo treinta años y no soy tabla rasa.
-Sé que tienes tu vida y tu gente. No te voy a molestar. Lo único que te pido es que no me hables de otra precisamente cuando estás conmigo.
-Intento explicarte cómo es mi vida.
-Y yo no te he pedido que me la expliques. Figúrate que acabamos de hacer el amor y me dices: «¡Fue estupendo esta vez, querida! ¡En cuanto vuelva, ensayaré esta posición con mi amiga!» Bueno, pues me matas. Si eso es ser celosa, soy celosa.
-No se trata de esto. Todos somos algo celosos cuando estamos con alguien. A mí no me heriría que te acostaras con otro. Podría dolerme sentimentalmente, pero no me heriría porque no sería una acción dirigida contra mí.
-En cualquier caso, mis celos son discretos. Soy una mujer que resulta muy cómoda. Cuando veo que a la persona le gusta otra no digo nada. Simplemente me voy.
Daniel cuenta su infancia, su traumatismo por el divorcio de sus padres, que le ha marcado tanto en la forma de ver las relaciones de la pareja. Cuenta su juventud y sus amores. Y se queja porque ella no despega los labios.
-¡No dices nada! ¡No sé nada de ti!
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-No puedo. Es como para hacer el amor, como para besar. Necesito tiempo. Todavía me es imposible hablarte; de mí.
-Yo te he contado mucho de mi vida. No puedo concebir una relación sin intercambio.
-Tú das todo al principio; luego te retiras, y te queda todo. Yo sé que me despojarás aun de lo poco que tengo, y quiero salvar al menos lo único que poseo: mi vida.
-Ya sé algo de ti.
-Más de lo que yo quisiera. Era difícil callar completamente. Pero me gustaría que no supieras nada. Ni siquiera mi nombre, ni mi trabajo.
-Yo te he dicho…
-Ya. Te gusta contar tu historia, como a Leonard Cohen. Porque no te hace daño supongo, porque no te humilla.
-Hay muchas cosas desagradables.
-Menos tu vida en sí.
Marcharon por las playas desiertas y rojizas de Cerro Azul, pobladas de aves marinas, cubiertas de piedras añil. Todo a lo largo de la costa se extendían las ruinas de una ciudad todavía no excavada. Bajo los muros y la arena puede haber esqueletos, vasijas, paja trenzada, collares de piedra y concha. Las olas azotan la rada y son cabalgadas por muchachos sobre planchas.
-Voy a enseñarte las cosas que compré.
Daniel va sacando de la mochila tres suéteres y una serie de telas plegadas. Están en la habitación. Atardece. Hay el mar a unos metros, las cortinas rayadas blancas y verdes, y al otro lado ellos dos.
-Mira; son tejidos antiguos. Dentro de cinco años ya no se encontrarán.
-¿Qué harás con ellos?
-Regalar algunos y poner otros en mi casa, en las paredes. Te gustaría mi habitación. Es en cal y piedra con madera.
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-¿Para quién es este chaleco?
-Para mi amiga. La bufanda la compré para mí en Ecuador por un dólar.
-Es muy bonita. Las telas son realmente muy bellas.
Daniel despliega una vieja y hermosa, realizada en ocres.
-¿Cuánto crees que pagué por ésta?
-No tengo ni idea.
De repente él comprende, en la total falta de entusiasmo de la voz vacía de esa persona que no acierta a sonreír y le mira, sentada, desplegar telas. Daniel arrincona las compras de un manotazo. Se sienta en la cama, le coge la cabeza y la mira a los ojos.
-¿Qué pasa? ¿Crees que estoy consumiendo como todos los turistas?
Niega con la cabeza. No puede decir nada. El exhibiendo ante ella la casa, la novia que le espera.
Yo no tengo nada ni nadie. Regreso a un espacio sin flores.
-¿Qué pasa?
Daniel le aprieta la cabeza entre las manos.
-Te han hecho daño dos cosas: una, el chaleco para mi amiga. Otra, la impresión de que yo tengo, acumulo, ¿eh?
Con los labios apretados y los ojos muy abiertos, no hay nada que ella pueda decir. Sólo hunde la frente en el hueco de su axila, y no quiere que la mire. El le pone rápidamente delante lo que posee, y cada cosa es simultáneamente una negación, como afirmarle: «Tú no lo tienes.» Y aquélla tendrá un regalo, y aquélla tiene flores.
Daniel le acaricia la espalda. Lo que él no puede darle son palabras porque no puede darle futuro.
¿De quién te defiendes, recelosa, desafiante, intimidada? No somos dos enemigos; debiera conseguir hacértelo entender. No estamos echando un pulso sobre la cama. No me retiro a rumiar mi victoria con el producto de tu
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despojo. No somos enemigos. Yo no te ataco, yo no te robo. Estoy, como tú, inerme, y manejo en mis manos lo que tú manejas. ¿Qué me puedes decir que ya no sepa, que no haya adivinado en tus brazos que se protegen, en la tristeza de tus silencios? Ah, nunca he visto unos ojos como los tuyos. Ellos me recuerdan a esos emigrados italianos, portugueses, a los que nuestro grupo socialista, en Alemania, trataba de ayudar. Nosotros nos vestíamos mucho peor que ellos, pero era inútil; siempre parecíamos estar arriba, que nos miraban desde un abajo fatalmente impregnado en sus buenas ropas, en su apariencia cuidada. Ellos eran «la víctima». Algo así me aparece ver en tus ojos, en tus gestos de avidez y de resignación, en tus rachas como la de ayer: las cervezas se tambalearon en la mesa del bar cuando volviste la cabeza, airada, para decirme que estabas harta de que yo tuviera miedo de ti, que me daría con un canto en los dientes si hubiera hecho, solo y a pulso, la cuarta parte de lo que has hecho tú. Que no merecías que pensara que pretendías poseerme. No te estoy retando, y, además, voy camino de hacer muchas cosas. No, no estamos en guerra. Mira qué tranquilo es el mundo en torno nuestro. Soy sensible como tú, quizás más incluso. Carezco de esa determinación enjuta con la que tú resistes. Pero no me pidas palabras. Yo termino en los márgenes de esta playa. No puedo decirte más.
Dejaron atrás Cerro Azul. Han tomado el autobús alegremente exhaustos, con algunos kilos menos. Todo eran complicidades. La madre de familia, los niños, se están riendo de estos gestos de jóvenes recién casados.
¿Qué nueva cuenta pendiente estoy saldando, la siempre insatisfecha de mis veinte años?
El hostal es un largo pasillo de un patio abierto con habitaciones a los lados, en una casa situada en ninguna parte, en un pueblo del que sólo recorrieron la distancia que separa el portal del restaurante, el restaurante de la
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oficina de transportes; del que no conocieron la luz de la mañana sino por el reflejo en el cuadrado de cristal, sobre la puerta. Jamás entró el tiempo en este albergue. Hay dos ancianas coetáneas de las culturas preincaicas y que verán ciertamente un día blanquear nuestros huesos con la misma maternal sonrisa. Existe un patio lleno de tinas y cubas de agua en la que se refleja la luz de la noche, y una terraza de ropa agitada a toda vela. Las pinturas pastel de los muros son sin duda puertas, que no franquearán, hacia otros espacios. Y sobrevivir cada día del desconcierto de sábanas y mantas.
-Eres muy bonita. Me gustas, me gustas.
-Como la buena cerveza y la playa.
Simultánea a la respuesta que acaba de pronunciar, la mujer nota la decepción física, la onda de retirada en el cuerpo de él, en el miembro de él.
-¿Qué pasa?
-Nada.
-Vamos, ¿no te gustó lo que dije? Si lo siento así, es mejor decirlo, ¿no?
Intenta acariciarle. El se aparta.
-Tengo sueño. Quiero dormir. Buenas noches.
Y se da la vuelta hacia el lado contrario. A los intentos de acercamiento no hay respuesta, y finalmente ella decide irse al otro extremo de la cama y dormir.
Al amanecer, él yace boca arriba. Ella alarga el brazo para estirar la ropa y taparle. Está despierto y la deja acomodarse junto a él, en su pecho y en el hombro. Hablan muy bajo, fumando.
-¿Por qué te enfadaste?
-Has sido injusta conmigo. No lo soporto. Estuve en cierta ocasión dos años sin hablar con mi padre también porque me trató mal.
-Eres bastante rencoroso.
-Me hiciste daño. Yo iba hacia ti con mis mejores sentimientos.
-Desde luego eres más fuerte que yo. Hubiera sido
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incapaz, por una frase, de rechazarte toda la noche como tú has hecho conmigo.
-Lo que me dijiste me rechazó.
-Yo intentaba cada vez acariciarte, Daniel, y cada vez me echabas como a un perro.
-No he podido dormir en toda la noche, ¿sabes?
Le da un beso en la frente. Ella se levanta para acariciarle el cuello y besarle en los ojos.
En el cristal de la puerta se refleja el comienzo de la mañana.
-No sé nada de ti. Ni siquiera qué edad tienes. Debes de ser más joven que yo. En cualquier caso, pareces una mujer de no más de treinta. No me importa tu edad, pero es curioso no saber tus años, ni tu pasado.
-Me es imposible hablar. Quizás más adelante, si tengo confianza, si aún te intereso.
-¡Cómo han cambiado las cosas desde que te conocí! Yo no esperaba ya nada de los quince días que me quedaban, tras mis seis meses en América. Me preparaba para volver. Sólo había estado con aquella alemana tres días, y no tuvo importancia.
-Conmigo tampoco has estado mucho.
-No hay punto de comparación. Cada día me gustas un poco más, especialmente estas charlas que tenemos. Todo es tan espontáneo, tan sencillo contigo..’. Con mi amiga de Alemania, es una relación de confianza, hace seis años, pero existe muy poca sensualidad entre nosotros.
-Por favor, no me hables de otra mujer cuando estamos juntos.
Pasarás, Daniel, pasaré para ti. Conozco mi materia efímera. Lo que para las otras pueden ser líneas, para mí no son sino puntos. El pasado, esa vida, mi vida, es lo único que tengo, lo único que puedo defender para que, al menos, cuando me hayas olvidado, me reste algo mío.
Por la noche, en el hotel de Lima, ella le habló, cos-
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teando su yo incierto, de ese anillo para otra que el francés le había dado a probar.
-…a ring… -explica en inglés.
-My God, dear…!
Le miró. Estaba pálido.
-Dear…
Se había quedado frío y silencioso. Acariciaba su brazo como un autómata mientras ella continuaba explicando. Los segundos se hicieron algo deshilachado e inmenso.
Un caso de sensibilidad exagerada -se dijo ella, y buscó los cigarrillos. Al inclinarse hacia la mesilla vio un brillo líquido en los ojos de él.
No puede estar llorando.
-Pero, ¿qué te pasa? ¿Qué tienes?
-Es terrible tu historia, con la heroína!
-¿Heroína?
-Me acabas de decir que eres adicta, que necesitas cada vez más dinero para permitírtelo… Que desde que te indujeron a probarla…
-Pero no, ¡no, no! No hablo de heroína. Hablé de «a ring», un anillo.
-¡Oh, querida…!
Y ahora llora él francamente.
-¡Nunca, nunca he tomado drogas duras, nunca me he puesto nada en la sangre!
Le enseña el brazo con la piel limpia.
-Te veía sin salvación. He conocido otros casos. No hay nada que hacer en un ochenta por ciento. Te veía prostituyéndote para comprarla cada día.
Sigue pálido, conmocionado. Le mira, incrédula. Está llorando por ella, porque comprendió -el clásico malentendido lingüístico- que era toxicómana.
El le toma la cabeza entre las palmas. Le explica:
-Todo casaba, ¿comprendes? Tu no querer hablar de ti y pretender vivir sólo el momento presente, tu fondo de «pesimismo y de tristeza, tu no tener futuro,
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tus malas experiencias anteriores.
-¡Querido!
Le coge las manos ella y aprieta los puños y la cara contra su pecho.
-Después de verme llorar por ti, no creo que te haga falta pedirme palabras sobre mis sentimientos.
Daniel ha llorado por ella, porque consideró su vida perdida, físicamente desmigajada, condenada a muerte en dos años. Daniel recordó sus experiencias amargas con toxicómanos en un hogar de jóvenes, en Alemania. A alguien le interesa, a alguien no le es indiferente su vida.
-Daniel, Daniel…
Hablaron de ellos mismos, hablaron de política y de racismo mientras fumaban el último cigarrillo de la cajetilla a la luz de la vela que proyecta en las paredes su sombra común. Ni uno ni otra habían nunca antes soportado dormir con alguien en una cama estrecha. Ahora ninguno tiene mejor cama que la piel vecina y el sueño de uno se recuesta en el sueño del otro. Durmieron en Supe, durmieron en Barranca, y desde las diez de la noche hasta las tres y las cuatro de la tarde siguiente las sábanas los tenían presos, un descubrimiento sucedía a otro, y bajo cada piel era ese latido del placer de la proximidad que no admite distancias, que no permite excusas. Los mozos llamaban a la puerta para arreglar la habitación, la luz cambiaba de ángulo, la gente iba hablando primero de desayunos, después de comidas. Ellos devanaban ese brazo fino y moreno que cruza el pecho, vestido sólo con una ajorca de plata y una sortija azul, ese vello rubio y espeso que le cubre a él las tetillas y los muslos. Sin palabras, sin esas pequeñas dulzuras verbales que atraviesan, como manos tendidas, la soledad vertiginosa del coito.
Hacer el amor es uno de los términos más pobres de esos parientes pobres de las ideas que son los idiomas. La penetración es una varilla más del abanico de las ca-
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ricias, de la infinita ternura. Desde la vieja y deliciosa solicitud, hasta el masaje en la vértebra o en la rodilla dolorida y el beso en la cicatriz, todo era amor. La cabeza apresada entre los muslos en un espasmo de goce, las manos engarfiadas, los besos en las palmas y las muñecas, la boca, que en el primer tiempo se negaba a abrirse y ahora busca la saliva. Y era la gloria de ese cuerpo rubio de dios rubio, de una barba de quilla en un mar claro, de una marea de gemidos que dejaba sobre las piernas, al retirarse, un brillo húmedo de tibio semen.
-Nos quedan dos días.
-Dos noches.
-Tenemos todo el tiempo -aseguro él.
-Mira, si vamos a hablar del poco tiempo que nos queda, yo necesito hacerlo a la manera española.
Ella pide un coñac. El brandy peruano es tan detestable como el vino. Todavía, al calor de la mesa de madera, entre las pupilas de docenas de botellas, hay palabras, hay relatos de dudosa impersonalidad en los que emergen trozos de vida propia. Pero el bar, sillas y mesas, se van desvaneciendo dulcemente, se pliegan a la horizontal del lecho en el que febril, dolorosamente, se juegan ansiedades.
-No quiero hablar de mí.
Ha repetido ella, y eso ha dado origen a largas discusiones y reproches.
-No me pidas que diga palabras.
Le ha dicho él, y ella no volvió a hablarle de nada aunque lo pidiera.
Físicas son las palabras. Ellas golpean en el interior de sus membranas. En la etapa estática, suspendida, que viven, son absolutos, llenos de sentimiento profundo y perdurable. Pero hay una realidad, y en ella la ausencia de esa preferencia que se llama amor.
Estaré por debajo de las otras. No valdré una porción de esas veinticuatro horas del día. No valdré una llama-
Si
da, ni una carta, ni un esfuerzo. En la realidad «te quiero» y «no te quiero» son netos, implican futuro. No existo. Jamás existí para nadie. Una vez nos separemos, no existiré para él. La humillación va viniendo, preparada a taparme la boca. Se pueden confesar los más horribles vicios, que se vive del robo o se martirizan niños en los ratos libres, pero de lo que no se puede hablar es de lo que humilla. La humillación del desprecio viene a amordazarme. La siento ahora como una larva ávida, esperando su turno, aposentada en la garganta.
El círculo es perfecto, y con él se cierra la posibilidad de una hipotética liberación. No le quiero poseer, no le quiero encadenar ni encadenarnos, pero ese emparejamiento, ese enamoramiento que sólo ocurre dos o tres veces en la vida, ese deseo de hijos, es el baremo máximo que el hombre puede sentir por mí. Si no lo alcanzo, quedo a la intemperie objetiva del menos valer. Llevo, me rebele como me rebele, la cerviz doblada por la mano de la humillación. Como mis congéneres, doy vueltas al círculo. Tal vez el amor, el real amor, soto pueda empezar donde termina la ansiedad.
Mientras tanto, estoy sentada a sus pies, la manos en cuenco, a la espera del hilo avaro de la ternura. A mí el escarbar con las uñas la veta de un día. Lejos la eternidad repetida de la madre que acaricia al sol a su hijo.
-Lo único que te pido es que no me mates antes de tiempo, Daniel.
-¿Por qué dices eso? Nadie te mata.
-Sí. Yo no te pido nada, pero, al menos, dame estos días, estas horas. Cuando tú hablas de mí, hablas ya en pasado, me matas ya.
-¡Cómo lo interpretas todo!
Se nace sola y se muere sola, pero también se hace el amor sola, con los pies engarfiados y esa distancia entre dos cuerpos pegados por el sudor.
Cuerpo mil veces cosificado, muy pronto cosificado de nuevo, negativamente, por la ausencia: cabellos que
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ya nadie acaricie, ropas que no se ven, gestos destinados al vacío, piel de suavidad inútil, vías muertas de las piernas, del canal de la espalda, de los brazos.
Al acabar, cuando se tensó y se destensó, fui a recogerla a través de esa gran distancia de centímetros. Se había retirado un poco. Estaba hecha un ovillo, los párpados soldados por el sudor y esa sequedad, ese temblor en los labios que quedan después de que se llora. Era mía, la había creado yo. La había hecho cambiar de la cabeza a los pies, gritar, empurpurarse. Le pasé la mano por la cara, en la que la palidez alternaba con restos de rosa en la piel de la garganta, en las sienes, como esa disposición irregular del color en los amaneceres.
Me subían hacia la boca las frases típicas de siempre, las viejas palabras de hombre y mujer. Ahora, que ella no pedía ninguna palabra, eran para mí una necesidad. Le tomé los puños, que tenía cerrados y apretados contra el pecho. Se los abrí y coloqué sus brazos en torno mío. Así la dejé descansar, sosegándole la espalda, y espié, sonriente, seguro, que abriera los ojos.
La última noche se ha inclinado sobre ella para decirle:
-Buenas noches, mi amor.
Es la primera vez que, tras mucho luchar consigo mismo, deja escapar la palabra que para él es un compromiso. Ella se vuelve de costado, le abraza riéndose. El ve el pelo oscuro, los dientes y el reflejo burlón de los ojos.
-¡Estás perdido! ¡Hablaste! Iré a pedir tu mano a tu madre. Por supuesto, quiero casarme, no por una Iglesia, sino por dos, la católica y la protestante, ¡Qué maravilla, bien agarrado!
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Lenta, difícil para el orgasmo, más afín del placer difuso, las ondas y las contracciones, que del tirón máximo, vaginal, violento, cuando Daniel comenzó a gozar, el placer de ella era todo el suyo. Primero había sido el placer de ella todo el de él. Dilatando su consumación, la veía abrirse, respirar, humedecerse la piel. Le besaba los ojos y la garganta y enviaba al gran espacio suplicante de sus ojos un mensaje continuo de ternura. Luego vino la urgencia masculina. Con el rostro contraído y los ojos cerrados, él dejó escapar un estertor, un jadeo. Finalmente tres gemidos roncos y una sacudida tan violenta de la cabeza que hace tambalearse la vela y el cenicero sobre la sábana. En el llanto y la contorsión final, ella le sujeta la cabeza, y luego la atrae hacia sí y le besa los ojos, sopla en sus sienes para aventar el sudor. La mujer resplandece de orgullo. Ese gozo era ella, con sus muslos, con el centro de su carne, quien se lo ofrecía.
Fue aquella noche última, en la costa, cuando, después de haber hecho ya el amor una vez, comenzaron de nuevo y la hizo gozar y se quedó como muerta, cuando la quiso más que nunca, como nunca, teniéndola así, desnuda y fatigada, con la frente cubierta de sudor y los ojos cerrados, entre los brazos, después del último quejido.
-Buenas noches, mi amor.
Viene luego un juego: dibujarle a ella en la piel lo que no puede decir. Es una declaración epidérmica. Ella va descifrando: «I love you», «My sweet heart», «Darling».
-Daniel, te quiero, te quiero, te quiero…
Y ahora, a viajar por él, a recorrer en círculos concéntricos su sexo con la punta de la lengua, con el resplandor juguetón y brutal de los dientes. A hundir la frente en su ingle.
Voy levantando una a una las gasas sobre heridas suyas mal curadas. Ocurrió a los quince años. Ocurrió a
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los veintidós. Ocurrió el año pasado. Ocurrió a los once años. Ocurrirá cuando vuelva.
Walter, Alfonso, Daniel, amor, amores, repetición que no lo es porque en cada instante erais la materialización distinta de algo inalterable: mi necesidad, que cristaliza tenaz e inevitablemente en esas pantallas, esos seres. Y son las mismas frases «Querido, nunca antes… «, y cierto. Nunca ningún hombre fue él.
Me hundo silenciosamente en ese hueco de tiempo y espacio atraída por su gravedad. Voy cabeza abajo hacia sus ingles, antes de resurgir a la luz seca de lo que llaman realidad, al otro lado; antes de caminar un nuevo tramo.
Antes de separarse, la mañana en que arreglan sus respectivas mochilas, él le pregunta:
-¿Hace frío en Madrid en invierno?
-Sí. Es seco. Hiela -responde, sin mirar, mientras ajusta las correas.
-Para el frío de Madrid.
Daniel le anuda al cuello la bufanda granate de Ecuador.
-¿Por qué?
-Te la doy porque es algo que me gusta para mí.
Y se separan, uno hacia el norte, otro hacia el sur.
La bufanda es roja y granate, con un tejido muy espeso y color irregular, como si la hubieran tenido largo tiempo empapándose en sangre. Ella, el frasco de tabletas contra el mal de altura, el folleto de la zona de Paracas, van a durar más que su relación.
¿No estoy usando todavía el tarro de crema de miel que compré con Walter en una granja de Gales, cerca de esa iglesia pequeñita de la que él pidió las llaves para tocar el órgano?
Los objetos van a durar mucho más que Daniel. No escribirá. Pasarán los días. Se cumplirá el acostumbrado rito de tirar la bufanda junto con su dirección; habrá
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que hacerlo a finales de septiembre, como lo hizo en un octubre simétrico, hace un año, con las cartas, la música y las fotografías de Walter.
Continuará existiendo el papel, el carrete de hilo, el cabo de vela. Todos durarán más que el amor.
El se vuelve a su mundo, a su casa, a su habitación de vigas y cal, a sus amigos y a su amiga. Yo me quedo, con la bufanda de Otavalo roja y granate que me regaló, y con todos los recuerdos, y estoy tan exhausta que ni siquiera me molesto en imaginar el final.
El turista espécimen
Laguna de Querococha. La turista exige que el sol salga ahora, ahora mismo, para tomar la indispensable diapositiva, y dice cosas como «C’est chouette¡» hablando del patriarca Huascarán, «C’est marrant!» señalando los picos incrustados en el cielo. ¡Ah, no entender sino el quechua! El turista espécimen ha asimilado perfectamente que debe capitalizar el máximo de exotismo y de placer en el mínimo de tiempo, con el mínimo de dinero y esfuerzo. El turista es un ser de plástico impermeable, de labios fuertemente sellados al agua y al alimento del país, que sólo se abren para recibir el suero fisiológico del agua mineral y el bistek con patatas fritas. Invisibles pero indudables, no olvida que por el tomate, el mantel, por la mano del indígena, deambulan especiales y terribles microbios, microbios felinos, microbios como pumas, sierpes señeras del vaso de agua, aunque venga ese líquido del nevero y se arremanse en el más puro glaciar.
El turista voracea los picos más altos, los mares más cálidos, los indígenas más típicos, las custodias con más pedrería y los monumentos con más oro, la piedra más
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vieja y la mujer más ardientemente tropical. Colecciona recórds y nombres que vienen en negrilla en los prospectos, ametralla la inocencia del paisaje y de la sonrisa con una perfecta cámara fotográfica. La montaña no existe; existe una magnífica fotografía de la montaña. La puesta de sol no es sino una excelente diapositiva de la puesta de sol. Las cosas pierden su profunda, instantánea, eterna existencia para transformarse en objetos flexibles y coleccionables.
El turista sabe empequeñecer la profundidad y la grandeza porque él tiene derecho a todo y todo debe verterlo en su dimensión. Hermético en su esfera de vida superior, de placer y urgencia, discurre junto a la miseria y la saliva, junto al hueso deformado y la tierra avara, y fotografía la flor azul junto a la lepra, regatea al céntimo con el alegre placer del deportista y la clara superioridad del blanco alto. Dentro de quince días será uno más, un sumiso entre los de su especie. Hoy representa al de arriba, representa al modelo que en cierto lugar lejano degusta el mundo en tajadas.
El turista espécimen es la antítesis del lento viajero, del que modestamente escucha y baja la cabeza entre las cosas, del que reposa a la simple altura de la hierba.
VIAJEROS: MARGARET
«Alegre a un pobre.»
Con esta consigna, Margaret se ha traído de Amsterdam un bolso repleto de chucherías de cristal y plástico: cochecitos, sopladores de pompas de jabón, pajaritos mecánicos, bolígrafos, caleidoscopios. Cuando la ocasión se presenta, Margaret hunde la mano en el bolso y hace regalos a los niños.
-¿Cómo? ¿Bebe usted el agua del grifo? Claro, si es usted española… Cuando estuve yo en España tampoco la bebía. Ustedes están inmunizados para muchas cosas;
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la costumbre. Vi bastantes monumentos. Desde luego, no las corridas de toros. ¡Qué espanto! ¡Lástima que no mate el toro al torero cada vez! Ah, voy a dar algo a esa mujer.
Por la ventana del restaurante una mendiga hace señas. Es una india desdentada, sonriente y en harapos, con un niño igualmente harapiento. Margaret rebusca y sale a hacerle un regalo. Ha escogido una pieza multicolor de tela encerrada en un estuche de plástico, de las que se usan para ir sacando hilos para coser en los viajes. Enseña a la india, que la mira desde sus jirones, se ríe y le da las gracias sin comprender cómo se sacan las hebras.
-Es muy práctico.
Huascarán
Las grandes extensiones. Los llanos rodeados de montañas de seis mil metros que recogen, como un cuenco, la sombra de las nubes. El cielo, de un azul ardiente. El Huascarán, la blanca frente de los Andes, se levanta como una nube cúbica más, absolutamente blanco. Aquí es el señorío de la altura. Hemos dejado estos valles tropicales injertados, con sus palmeras, bestias, casas, en las venas de la cordillera, y subimos por pendientes de amarillo alimonado y regatos. Seguimos a la inversa el mismo camino que la muerte, por donde una avalancha megalítica de trozos del Huascarán, desprendida por el temblor de tierra, bajó en 1970, recorrió ochenta kilómetros sepultando todo a su paso y exterminó en cuarenta segundos a cincuenta y dos mil personas. Lo que era Yungay no es sino una llanura; el pueblo yace para siempre bajo toneladas de tierra. Casma y Haraz son totalmente arrasadas, caen las casas de Chimbote y Trujillo. Sobre los muertos, entre la Cordillera Blanca y la Cordillera negra, la vida: el Callejón de Huaylas.
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Hubo un tiempo en el que hombres, que huían y no esperaban encontrar entre los puertos inhóspitos y las nieves sino pobreza pastoral, decubrieron valles resguardados, praderas dulces y fértiles. La «Suiza peruana», probablemente por su reputado verdor, no tiene el magnetismo de granito y desierto de Cuzco y de Puno, pero habla de poblaciones venidas de lugares extraños, quizás allende los mares; pueblos como el del rey Naym-lap, de cuya maravillosa emigración habla una leyenda chimú.Thor Heyerdahl evoca la saga de los navegantes polinesios que encontraron su Shangri-La, y los relaciona con la más antigua y misteriosa cultura del Perú, la Chavín.
«Cuentan los naturales, por relación que oyeron de sus padres, la cual ellos tuvieron y tenían de muy atrás, que vinieron por la mar en unas balsas de juncos a manera de grandes barcas unos hombres tan grandes que tenían tanto uno de ellos de la rodilla abajo como un hombre de los comunes en todo el cuerpo… Afirman que no tenían barbas, y que venían vestidos algunos de ellos con pieles de animales y otros con la ropa que les dio natura.»
(Pedro de Cieza de León: La crónica del Perú.)
El demonio
Chavín de Huantar.
«Junto a este pueblo de Chavín hay un gran edificio de piedras muy labradas de notable grandeza: era guaca y santuario de los más famosos de los gentiles, como entre nosotros Roma o Jerusalén, adonde venían los indios a ofrecer sus sacrificios, porque el demonio en este lugar les declaraba muchos oráculos, y así acudían de todo el reyno; hay debajo de tierra grandes salas y aposentos…»
(Antonio Vázquez de Espinosa, en 1616.)
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Realmente la cruzada española no pudo encontrar más exacto culto al demonio que esos paganos que adoraban horrendos dioses felinos, diablos orejudos alimentados con sangre humana y guardianes de la tierra.
Mil años antes de Cristo, desde los subterráneos de la fortaleza de Chavín de Huantar, los sacerdotes dominaban una sociedad que acudía a ellos para pedir augurios y clamar a los dioses. La sangre de los sacrificios resbalaba por el Lanzón, un monolito en el que está grabada la divinidad felina. A cada revuelta de los laberintos esperan redondas cabezas de piedra con colmillos que ocupan casi un tercio de la superficie, quizás recuerdos totémicos de un dios jaguar.
Pasaron dieciséis siglos. Los españoles supieron del nido de antiguos ídolos, del culto a Lucifer. A ellos correspondía llevar la luz a las tinieblas. Revuelta como aceite y grano con el panteón local, se instaló esta religión católica más incongruente que nunca, de Cristos rizados, tiernos, bañados en sangre y vestidos de encajes, como si en ellos se plasmara morbosamente el sufrimiento de la india cargada de hijos, el paciente calvario del cultivador de altura, la espalda rota del siervo. El abigarrado panteísmo cristiano es una fiesta de velas y exvotos; al Niño Jesús se le ofrecen cochecitos y tanques de plástico, la Virgen se consume en cera y bucles de oro y plata. Los dos ejes de la Iglesia Católica, lujo y morbosidad, resplandecen sin máscara alguna.
Hoy mandé una carta, una carta que esta vez va realmente de uno a otro mundo. Yo sé que no hay sino la pasión que puede unirnos y separarnos, porque sólo ella tiene el poder de quebrantar los esquemas humanos, los proyectos de vida. Pero sólo ella deshace lo que podía haber sido amor, y lo quema con su aliento.
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Trujillo
Por primera vez un milagroso hotel con agua caliente a discreción, limpieza y hasta teléfono; un hotel real. Compartió la habitación con una pareja francesa, degustando su facilidad para hacerse aceptar en las vidas, semejante a la de omitirla de ellas. Y así descansó en Trujillo, sin estar sola ni acompañada, con un tranquilo sentimiento amalgamado de ducha caliente abundante, sábanas limpias, rica comida, costa y ruinas.
Esta Trujillo, recuerdo de Extremadura, es comercial y agradable, blanca, cuadriculada al estilo español, con balconadas, patios y rejas. Es rica. La gente anda bien trajeada. Apenas se oye hablar quechua ni se ven indios con su traje típico. La atmósfera de la ciudad es tibia, sonriente.
Los mochicas, que en otro tiempo la poblaron, supieron dar palabra al barro. La Huaca del Dragón, el Templo del Arco Iris, el del Sol y de la Luna, tienen la configuración de un zigurat. Las cerámicas de la colección privada del museo Cassinelli, miserablemente hacinado bajo un garaje, hablan de finos seres mitad pájaros, mitad peces, de un lenguaje de pallares, la gruesa judía peruana blanca y redonda. En los cuencos, las figuras parecen volar sobre puntiagudas extremidades de bailarina. De los chavín, en el mil doscientos antes de Cristo, hasta los incas, conquistadores y rudimentarios, en un estrecho espacio, se alinean joyas de la aventura humana: huacos eróticos púdicamente metidos en un armario, vasijas negras tratadas con el polvo de carbón, torniquetes, taladros, muestras de una prodigiosa y paradójica ingeniería que conoció el cilindro pero no la rueda de tracción con eje. Tres vasijas representan personajes de bigote, barga y vestidura chinas que llevan inmediatamente a recordar el origen asiático de los americanos.
Y por la tarde se disuelve la niebla, luce el sol sobre
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la afortunada estatua a la Libertad de la plaza de armas. En el Hotel Premier es posible trasponerse en el vapor del baño, dormir como nunca en sábanas rosa impecables, sobre un almohadón violeta. Las tiendas ofrecen una gama infinita de zumos, tartas, platos. Los caserones señoriales de Inturriaga, del Mayorazgo, de Braca-monte, exhiben sus repechos de madera oscura y los patios columnados. Trujillo se deja vivir.
Con una extensión cuatro veces mayor que el Trujillo actual, se extiende frente al océano Chan-Chan,’ ‘barro-barro» en quechua, la población de la cultura mochica, de tierra firmemente amasada con el pegajoso jugo de tuna. Los frisos supervivientes del palacio Tachudi y la Huaca del Dragón muestran esquemas de ardillas, pájaros, peces, del arco iris, que reproducen, al parecer, en sus orlas las corrientes del Pacífico. En otra zona se ve el grabado de un hombre con pinzas de crustáceo, otro con cabeza de colibrí. Continuamente estas mezclas zoomorfas, un riquísimo lenguaje de bordados, tejidos, pinturas, barro, que suplía al alfabeto. Los mochicas dejaron una herencia considerable: las espléndidas joyas halladas en las tumbas de Chan-Chan, tras el palacio Tachudi, que hoy adornan el Museo del Oro, en Lima. Los habitantes de las chacras, las granjas cercanas a la necrópolis, mantienen viva la antorcha del tradicional huaquero, el saqueador de tumbas. De día trabajan la tierra. De noche la criban y retiran las vasijas, cuentas de collar y telas, que venden a los turistas en las mismas narices de la policía. Aunque, según dicen los huaqueros, la venta para la exportación de objetos antiguos está prohibida hace -¡sólo!- año y medio, el país está tan repleto en cualquier caso de capas de criaturas muertas, tan poblado de momias, que siempre pueden encontrarse filones. Por lo pronto el turista de divisa fuerte deja Trujillo llevándose camufladas en las maletas cerámicas y máscaras funerarias auténticas por cuanto resulta más
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barato desenterrarlas que imitarlas. El de divisa débil y el sentimental ceden ante la chaquira, el collar de piedras de color que sintieron el calor de otra garganta de hace más de mil años.
Las montañas del norte
Los lagos se incrustan en los Andes como las gemas de un largo brazalete. El lago Parón es un círculo encajado perfectamente entre montañas, rodeadas a su vez de picos cubiertos de espumosa nieve brillante: Las Pirámides. Las ondas, de un verde-azul, golpean las piedras de la orilla. Hay pequeñas playas de esta arena arcillosa perla. Las rocas son blancas, de opaca luminosidad. Crecen flores azules y amarillas, arbustos, hay un coloreado tipo de halcón, pájaros menudos y, sobre la magnificencia de la laguna, el cielo azul-verde.
Abajo, el fértil callejón de Huaylas, con sus campos de rica tierra abundantes en agua y el sepultado pueblo de Yungay. Bajo la llanura-cementerio, a muchos metros de profundidad, donde un Cristo abre sus brazos y se han plantado rosas blancas, reposa una población completa, con sus casas, sus plantas, sus animales y sus miles de muertos.
Frente a la costa de Chimbote hay una fosa submarina de más de seis mil metros. El Huascarán mide seis mil setecientos. Un equilibrio precario que ayudó a romper, en opinión de los peruanos, las explosiones atómicas francesas en las Muroroa en 1970 y produjo el terremoto y la avalancha.
El indio masca hora tras hora hojas de coca mezcladas con un poco de ceniza para temperar su amargor. El jugo aleja el cansancio, el hambre y el sueño, aviva la percepción y difumina la angustia. También el que conduce de noche y el viajero recurren a ella, y compran en la tienda de ultramarinos un gran paquete de hojas y un puñado de ceniza color plomo. La coca es inofensiva,
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comenta un grupo de médicos peruanos venidos a dar un cursillo en Huaraz. El peligro es lo que se está haciendo con ella. La comercialización de la droga se ha desarrollado en Perú a partir del movimiento norteamericano de los sesenta. Del normal consumo de la hoja de coca mascada, se pasó a la productiva industria de cocaína y a la introducción de otras drogas duras. La sangrienta mafia colombiana tomó sus cartas en la organización de la red de distribución. Últimamente la vigilancia gubernamental y el hincapié en la caza de la droga ha tenido como consecuencia la puesta en marcha de la transformación local de la hoja en pasta con un procedimiento rudimentario. La pasta es un puré de coca macerada en ácido clorhídrico y queroseno. El resultado es fuertemente tóxico.
Mientras en Europa se utilizaba el cosmopolita y pasablemente aséptico término de «golpe de Estado» para referirse a lo ocurrido en Bolivia el 17 de julio de 1980, los bolivianos por su parte, con mucha más propiedad, hablaban de «putsch de la coca». No es un secreto para nadie que el victorioso ataque contra un gobierno civil y de aspiraciones democráticas ha sido llevado a cabo por un grupo de delincuentes comunes -cuya cabeza visible y ruidosa es el general García Meza- a los que las investigaciones del gobierno depuesto sobre el tráfico masivo de cocaína que dirigen habían llegado a perturbar. A esta mafia militar y fascista a la que, entre otros muchos, pertenecen los actuales ministros de Gobernación y Educación, Luis Arce y Ariel Coca (valga la tautología), incumbe la exportación anual, en datos de la OEA, de más de setenta toneladas de pasta hacia Colombia, país desde el que, una vez transformada la pasta en sales, es enviada a Panamá o a Miami.
Todo a lo largo de la cuenca del Río Grande, los inmensos campos de coca alternan con los de aterrizaje de los aparatos que la transportan. La capital de la provincia, Santa Cruz, es el centro de la droga, del contrabando
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do y de la Falange Socialista Boliviana, el FSB, netamente fascista. Aquí, entre los grandes propietarios, se han decidido todos los golpes de Estado derechistas, aquí se recibió y apoyó al dictador paraguayo, general Banzer, y aquí se organizó el golpe de Estado contra el presidente progresista Juan José Torres. Las grandes familias de la cocaína mantienen lazos estrechos de amistad y asesoramiento con los numerosos nazis alemanes que, exiliados durante la segunda guerra mundial, pululan en Bolivia y Paraguay.
Con el esqueje de democracia boliviana, han sido quemados, al día siguiente del golpe, los archivos sobre el tráfico de cocaína que se habían elaborado en Santa Cruz por orden de los presidentes Walter Guevara y Lidia Gueiler, asesinado Marcelo Quiroga, un dirigente socialista que había denunciado la protección militar al tráfico de droga. Las pruebas sobran en este secreto a voces; desde los aviones obligados a un aterrizaje forzoso, en los que se han descubierto cientos de kilos de pasta, hasta el arresto en Estado Unidos de algunos miembros de esta mafia (dejados muy pronto en libertad bajo fianzas de millones de dólares). Tanto es así que Estados Unidos se ha visto obligado a suprimir al nuevo gobierno boliviano la ayuda bilateral para la lucha contra el comercio de estupefacientes.
Un viajero se acostumbra a la monotonía tranquilizante de la bola de hojas, a pasarla, según discurren las horas, de uno a otro lado de la boca, a chupar el zumo cada vez más diluido y de sabor más familiar. Otro viajero no soporta el gusto acre, el tacto gelatinoso, y la escupe al cuarto de hora. Para los indios, está integrada a su vida.
«En el Perú en todo él se usó y usa traer esta coca en la boca, y desde la mañana hasta que se van a dormir la traen, sin la echar della. Preguntando a algunos indios por qué causa traen siempre ocupada la boca con aques-
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ta hierba… dicen que sienten poco la hambre y que se hallan en gran vigor y fuerza.»
(Pedro de Cieza de León: La Conquista del Perú.)
El ayllú permanente
Desde cierto ángulo, Perú no ha perdido su antigua distribución inca en ayllús o clanes comarcales de producción. Actualmente ocurre que esos ayllús se imbrican, se superponen. El espíritu corporativo tiene una inmensa fuerza. Sindicatos, gremios, colegios profesionales, flotan ariscamente en un lago de insolidaridad civil. Es el viejo y constante nepotismo y amiguismo remozado, una canalización suplementaria de la corrupción vertebral, porque este corporativismo se siente como lo opuesto a la unidad y a la cooperación. Mariátegui analiza sin complacencia las causas del subdesarrollo de Perú y, lejos de limitarse cómodamente a achacarlo al imperialismo extranjero y a la explotación terrateniente, acusa la falta de iniciativa, la incapacidad, la apatía, la pereza de los peruanos.
En efecto, existen en los países, junto con los índices materiales de producción y de consumo, otros índices del comportamiento que revelan sin equívocos el subdesarrollo. La ineficacia es uno de ellos. La labor más mínima requiere cuatro veces más tiempo del normal, el empleado escribe a máquina con dos dedos, se interrumpe de continuo, es incapaz de guardar un orden en el despacho de los asuntos. La ineficacia es completa del nivel más alto hasta el más elemental. No se trata ya de la lentitud de un ritmo distinto y válido, sino de una torpeza mezcla de desinterés y de impotencia. Se les ha quemado la central de teléfonos porque los extintores no funcionaban y, cuando los bomberos llegaron, el agua no tenía presión. Inútil añadir que tampoco había
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escaleras de socorro. No hay transporte de larga -ni corta- distancia que pueda tomarse sin abrumadoras posibilidades de que se estropee en el camino. No existen horas de llegada. El autobús «Roggero» a Lima, que el viajero toma con ciertas esperanzas de seriedad de la firma, es un superviviente de la Armada Invencible, que se queda sin gasolina, tras recoger por cierto a los pasajeros de otro autobús, estropeado en ruta, de la misma compañía. Al tren se le rompe la máquina en pleno campo y el repuesto tarda seis horas. Los peruanos no son ni mecánicos ni empresarios, pero se persignan al pasar frente a las iglesias, se han educado en las mejores discotecas y saben estropear con la radio a todo volumen cualquier confort. Perú es como un mal bolero. Los boleros tienen, como el pecado, maldad intrínseca, y su estupidez melosa posee la insistencia del disminuido y del borracho, la inoportunidad del que no da para más, del aljofarado de sentimentalismo. Probablemente en el último círculo infernal se nos hará escuchar boleros, o peor, canciones mexicanas.
Resulta difícil reflexionar sobre en qué medida estos lodos vienen de los imperiales polvos de Pizarro. Los conquistadores implantaron en Perú un régimen de despoblación, subestimando totalmente el capital humano. Esa raza, además de ser muerta, se ha dejado morir. El régimen español aparece como un fenómeno de pura ineficacia. Pero es difícil hablar de genocidio porque, mal que bien, al abrir en el siglo XX los ojos, los indios están aquí, con todos los grados de mestizaje, y hablando castellano.
En Perú los asuntos públicos no son de nadie. Los objetos participan de este desconcierto. Una ciudad como Puno, frente al inmenso lago Titicaca, carece de agua durante buena pare del día. Los hoteles tienen cuartos de baño con bellos grifos simbólicos de los que no sale una gota, o la dan de siete a ocho de la mañana, o desconocen los calentadores. En el habla y la conduc-
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ta existen esos parches, a veces con gracia, a veces vistosos, que los argentinos llaman viveza criolla, esas listezas que son caricaturas picaras de la inteligencia.
Otro de los rasgos de comportamiento que caracterizan inapelablemente al subdesarrollo es la falta de respeto por los demás. Se existe en función del nivel social y económico, pero el respeto al otro en cuanto ser humano se desconoce. Se maltrata al indio y hasta hace poco se le contrataba para trabajos de fuerza rehusando luego pagarle. En este sentido, se ha cambiado algo en Perú; no, por ejemplo, en Bolivia. En cualquier caso, el asalariado de un patrón peruano es un ser temeroso del dueño e incapaz de la más mínima iniciativa. El empleado del Estado medra vegetalmente, se hace un arte de relacionarse con su medio para arriba, de intercambiar saludos. Según sube, es cada vez más un remedo triste y encorbatado del señorito feudal. En una cafetería cara de Arequipa cuya dueña se adornaba con la escarapela del partido en el Gobierno, se sientan cuatro caballeros salidos directamente de la pluma de Valle-Inclán: acicalados, ancianos, engominados, con peluquín y corbata de pajarita. Toman su café a sorbitos, dicen cortesías a la dueña, desnudan a las mujeres con la vista e intercambian las direcciones de los mejores restaurantes. Un limpiabotas descalzo lucha porque le dejen entrar para proponer sus servicios, para añadir brillo a los botines nuevos. Esto es América Latina y esto es también el subdesarrollo, la masa parda y el esperpento. Se construye un Estado, y no sirve sino para que se establezcan nuevas clientelas parásitas.
América Latina es un país de militarocracias, de esa capa de avispas improductivas, ruidosas, charangueantes y uniformadas, que acaparan las buenas posiciones y los buenos sueldos. Costa Rica, que suprimió el Ejército y lleva unos treinta años de democracia parlamentaria, es una deslumbrante excepción a la regla. La de Perú, sin dejar de ser militarocracia, no tiene la violencia ul-
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tramontana de los generales de Paraguay y de Bolivia, no se observan esas horteradas sangrientas que son los grandes retratos de Stroessner cargados de condecoraciones.
La miseria desarrolla una avidez insolidaria. De la mañana a la noche, el desprecio al tiempo, la actividad, las preferencias o la vida de los otros es tan general que, sumergidos en él, los peruanos de la ciudad ni lo advierten. Sólo adquiere identidad, y, por ende, respeto, el que, por una u otra razón, se destaca y se sitúa a un nivel igual o superior. El resto es indios, niños que se disputan lustrarle las botas o lavar el coche, desconocidos, y así verá el peruano con indiferencia cómo se les roba o se les atropella.
¿Procedería de aquí Alí Baba? Porque decir que el Perú es un país de ladrones no constituye insulto alguno sino una constatación, al mismo nivel de que Machu Picchu está en Cuzco y que la cocina es buena. En los menús de algunos restaurantes se añade una hoja en varios idiomas advirtiendo: «Cuidado, aquí se roba.» Los hoteles, los guías de turismo, los conocidos, previenen hasta la saciedad de que Perú es lugar de ladrones. Nada más real, y no de atracadores como Colombia, sino de rateros que rajan bolsos y mochilas, arrancan el reloj de la muñeca, salen corriendo con el bolso, huyen con las maletas. La abundancia del raterismo y la indolente colusión de la policía van a la par. Anchos son los márgenes entre el robo sistemático y las chapuzas; en ellos caben hordas desocupadas de mirada ávida y manos prontas, como la de ese niño de diez años que rasga la mochila del turista que va delante con una hoja de afeitar, mientras que con la otra mano toma la de su madre, que observa satisfecha el trabajo del retoño. En este hervidero de golfos apandadores, el viajero acaba sintiendo cierta repugnancia lamentablemente local hacia ese ratero múltiple que le rodea viscosamente, del que en todo momento debe defenderse, y que puede tener el rostro de cualquier peruano.
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Los decapitados de Yungay
En Yungay, cerca de Huaraz, la zona montañosa y muy frecuentada por alpinistas, mataron y decapitaron hace quince días a tres alemanes. El cuarto, herido, escapó con vida. Los asesinos, de entre diecinueve y veintidós años, fueron capturados, con su poco rentable botín de algunos dólares y tres cámaras de fotos, a las cuarenta y ocho horas. Habían cortado la cabeza a sus víctimas para, según la superstición, evitar ser capturados. No lo lograron.
Como en Perú se abolió hace poco la pena de muerte, existe un conflicto al respecto. Se dice que el Gobierno colocaría este delito en los de traición a la patria, valiéndose del atentado que supone contra el turismo, y así le estaría permitido aplicar a los asesinos la pena capital.
La gente cuenta la historia del crimen con expresión contrita, hablan de la maldad de los «serranitos», recalcan que estas cosas no son propias de Perú, y defienden con fervor la pena de muerte para los cuatro muchachos, el castigo rápido, definitivo, que sirva de ejemplo a futuros delincuentes. No reflexionan en lo que representa poner de nuevo la pena capital en vigor, juzgar por terrorismo y traición al Estado a los que no son a todas luces sino cuatro criminales de derecho común. Aún reflexionan menos sobre la delincuencia cotidiana sobreabundante que, sin llegar al crimen, pudre esta sociedad, sobre las razones flagrantes, como es la complicidad de la policía y el miserable nivel económico y cívico maquillado de enfáticos llamamientos a la Patria, desfiles, prohombres, machismo, represión.
Pero acerquémonos a uno de estos niños que todavía no cumplieron los doce años: la energía, los ojos alegres, la inteligencia rápida y las ganas de vivir de cualquier chavalito en cualquier latitud. Van a bastar unos pocos años para que, con el paso a la edad adulta, todo
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se transforme en este rostro, desaparezca la sonrisa y la movilidad, los ojos se vuelvan opacos, la mirada se insensibilice. Las condiciones de vida van a hacer de esta criatura, tan despierta y tan bella como cualquiera, un adulto embrutecido, un avispado ladrón.
El Indio de Piedra
El indio se desplaza kilómetros, monte arriba, monte abajo, para sembrar parcelas en terraza, empinadas como sábanas puestas a secar en el filo de la cordillera. El indio se instala en la carretera o en el primer pueblito para vender o cambiar su mercancía. Sale el sol y quema, araña tempranamente de arrugas la piel de las mujeres. A la sombra, hiela. Donde los animales dudan en vivir se cultivan papas, se cría algún ganado. No hay electricidad en amplias zonas de la sierra, ni más distracción que el alcohol y la mujer; en ella reposa la pirámide. Con su último bebé, con la guagua atada a la espalda en una manta de colores, embarazada, con un crío de la mano, sube y baja por las laderas, acarrea agua, siembra, reconduce al marido borracho. Despierta, viva, regatea en el mercado, comercia, produce objetos de artesanía, camina hilando, adereza guisos apetitosos con materiales pobres.
Coagulado por el frío de la altura, por condiciones de vida que harían retroceder a las alimañas, el indio tiene esa dura pasividad, esa economía energética con la que obtiene la superviviencia. Las borracheras semanales y las fiestas rompen la corteza. Los bailes son una galopada intermitente. La música un rito de oficiantes ebrios y adormecidos. Es una tristísima alegría de un fatalismo desesperado, bailes que hablan de un ritmo circular como los eslabones de una cadena.
Me encontré echándole de menos casi desesperada-
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mente. Primero había recordado, desmenuzándolos, partiendo la cáscara y dejándolos fundir hasta el núcleo, los momentos agudos, el tirón hasta el hueso del placer, aquel sentir correr en uno las vísceras del otro, la ternura, inmensa y violenta en su extensión, y aquellas escapadas hacia el humor que rompían esquemas con exceso sublimes.
Pero después me faltó en la calle y ante los árboles de la plaza, me faltó entre los puestos del mercado, no encontré su mirada sobre las pilas de manzanas ni al final de las turquesas. Hallé aire a mi alrededor en los restaurantes, en los cafés, en los que habíamos flotado en ese mundo aparte que los demás observan con cierta sonrisa, con ciertos celos.
Le recuerdo mirándonos a los ojos, sin hablar, durante un rato tan largo que he bajado la vista y me he echado a reír diciéndole:
«-¡Que no tenemos quince años!»
Y también le he visto dando vueltas en torno a mi vida, en torno a mi edad, mi pasado y mi presente. El es de los que primero dan lo que en apariencia es todo, para luego, sin embargo, ser capaces del mayor alejamiento. Yo soy de los que deben resguardar su pasado y su presente porque es su única, frágil posesión. Pese a ello se me escapan. Es imposible no darlo, rehusar por completo de continuo. Y me quedo sola y despojada.
»-¡Te ruborizas!» -le he dicho.
‘ ‘-¿Sí? ¿Me pasa mucho?»
‘ ‘-Bastantes veces.»
Si Daniel desaparece, si ya no existe hoy, en el momento en que escribo esto, quiero recordarle la noche en que malentendió que yo dependía de la heroína, cuando me sintió virtualmente prostituida y muerta, y lloró por mí. Quiero recordarle de esta forma. He visto esa palidez, esos ojos desolados, en otra ocasión. Quiero recordarme en Daniel en aquel momento en que formé parte de él. He sido bella, me veo bella porque él así me veía.
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Nunca mis ojos fueron tan grandes como cuando él me los ensanchaba con su vista, las manos se me afinaron en la cercanía de su piel.
Y ahora esa noria cargada de caliente sangre da vueltas de nuevo, hasta ser lastimosamente desbaratada una vez más, al fin del viaje.
De Caraz a Chimbote, la carretera es un fatigoso desierto que sigue el río Santa. Polvo, piedras ocres sin una hoja, viento de arena, y una corriente lodosa pasando como un cuchillo por el fondo del Cañón del Pato. Adiós a los Andes.
Lima, la dulce tugurización
Lima tiene un difícil encanto que puede llegar a imponerse al viajero a través de las eternas nubes bajas, la suciedad gris arremansada en todos los rincones, la circulación desordenada, estrepitosa y mefítica, las costras de miseria. Cuando la tarde comienza a declinar, Lima se baña en una vaga luz rosa opalescente. Vuelan golondrinas por los artesonados de los grandes patios corridos, los antiguos portales muestran su esplendor de madera trabajada. Una de las glorias de Lima es, en efecto, esa madera magnífica y abundante que, venida de la selva, se encarama a las balconadas, atraviesa los techos, salpica las fachadas y sella los pórticos.
Hubo un tiempo en que las autoridades dispusieron que Lima se pintara en ocre, y fue una ciudad rosa. Después se pasó al crema, y fue amarilla como la tez de sus chinitas coquetas. Extensa, enormemente extensa, desperezada hacia el mar, indistinto de la niebla, Lima tiene simplemente encanto, una poesía manchada por la falta de higiene. El Rimac, el río hablador, discurre turbio en un cauce de papeles y plásticos, sin duda lanzando obscenidades. La plaza de toros es de las más anti-
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guas de Latinoamérica. El Puente de los Suspiros da entrada al melancólico barrio de Barranco. El Puente de los Desamparados separa el antiguo barrio pobre, plebeyo y cholo, de la orgullosa Lima burguesa. El anciano virrey de las Españas los construyó para visitar a su amante, la Pericholi, espléndida en sus veinte años. El escandaloso cortejo pasaba de una a otra Lima: los curas, que actuaban como cabrones de virrey, él, la amante, los guardias, las carrozas* el lujo barroco, el desafío de la joven cholita a la engreída burguesía limeña.
Lima hierve de vendedores ambulantes, de gente que va y viene hasta bien entrada la noche, de rateros, borrachos, mulatos de la costa, indios distantes en sus ponchos. Un apretado tejido, vivo y nervioso, los hilos de cuya trama cambian diariamente de disposición. Frente a las farmacias, de medicamentos asombrosamente baratos, la selva y la sierra extienden filas de tenderetes: hierbas y piedras para los males de la mujer y las enfermedades de la piel, diuréticas, calmantes, abortivas. Amuletos encerrados en antiguos frascos de penicilina en los que flota una mezcla de cabellos, pétalos y tierra. Los polvos de nácar limpiarán el cutis y dejarán la piel blanca y tersa. El cocimiento de hojas mantendrá el brillo y espesor de los cabellos. El Perú de la selva, el Perú instintivo y aborigen, se extiende por las venas de cemento sucio de Lima. Con su olor a hierbas y a grandes carteles explicativos escritos en la más caprichosa ortografía, ofrece infinitos sacrificios a los dioses de los pobres: semillas rojas de la buena suerte, exvotos y relicarios, corazones de Jesús y encantamientos, velas rizadas, maldiciones, filtros de amor.
Lima debe resucitar porque agoniza en su basura y su delincuencia, ahíta de corrupción. La Alameda de los Descalzos mutilada y rota, las escuelas sin un solo vidrio, la fachada gris de lo que fue el palacio de la Pericholi, los bancos de mármol robados, como los cables de la luz en el museo de Puruchuco, como las verjas, las pa-
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peleras, las flores, las piedras. De lo que hacía muy pocos años fuera un rincón romántico, de Rimac, al otro lado del río, no queda sino basura, incuria, despojo. Apoyados los flancos en las montañas de Chosica, que guardan el sol, una gigantesca rata gris devora Lima.
Se repitió en la víspera del viaje una angustia simétrica a la de la partida. Era el lastre de la masa de emociones que se hacía más pesado según lo iba dando vueltas y el ovillo empalmaba con ese otro, confuso, de turbio color, que era un futuro imprevisto. De nuevo, como otras veces, esperaba una carta. De nuevo iba a pagar por los contados días de felicidad aquel tributo odioso de abrir el buzón, de mirar de soslayo hacia el teléfono. De nuevo vería ponerse en marcha la rueda trabajosa.
Volvió a apretar entre el paladar y la lengua el gusto de la soledad. Daniel no estaba allí. Jamás había estado y no estaría jamás entre los problemas de la vida y ella, entre las venas trabajosas y el remendado esqueleto con los parches de cal de su antigua enfermedad. Daniel se situaba en un terreno de pelo vaporoso y piel fina, en una zona azulada con lomas sin vértices y cielo extático. Otro yo vegetaba y miraba desde afuera– a aquella pareja que hacía repetidamente el amor en su isla: su yo de pelo cansado y piel mate, de ojos enrojecidos y uñas sucias, de antesalas de frustración y de fracasos. Todavía, a sus treinta y tantos años, le quedaba una felicidad como desconocida: la del apoyo, la del no estoy sola. En medio del amor, Daniel le había dejado bien claro que lo estaba. Era como si le dijese: «Estás sola. Nunca lo olvides.» No lo olvidó. A fuer de independencia él le había negado toda compañía. Y así restaba en el fondo de los ojos de ella ese grano de amargura del color del café. Eran lo que había él querido que fuesen: dos egoísmos frente a frente.
Empezó ese largo viaje de retorno que debía durar cinco días, los últimos cinco días de unas vacaciones de
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casi dos meses. Continuaba acordándose de Daniel con rabia, sin ninguna paz. Necesitaba dormir con él como se piensa en el agua cuando falta. Brasil la espera para enterrarla con sus mariposas multicolores portadoras de veneno en las finas patas. Brasil era algo infausto y nocturno tachonado de billetes de avión inseguros y de una compañía aérea paraguaya ineficaz. Le parecía que iba a cruzar el Atlántico a pulso. El Pacífico quedaba atrás con sus abanicos de grandes olas sonoras de un pálido verde jade.
Río, ese pájaro
Copacabana es un Torremolinos gran standing cuya visión puede resultar grata siempre y cuando se dé la espalda a la masa de hoteles y rascacielos que flanquean el mar. La sobrevuelan enormes pájaros rígidos y puntiagudos como cometas. Viniendo de Lima a Río, no puede menos de sentirse cierta ternura hacia Perú, ese hermano paupérrimo. Se cruzan los Andes, se pasan altiplanos, y he aquí Brasil, el Gil Pato de la familia. Río es una Babel por la que desfilan asiáticos, africanos y blancos, tan mezclados como los infinitos zumos de frutas que sus bares ofrecen; tipos humanos altos y deportivos, mujeres espléndidas, en contraste con los encorvados indios andinos. Un país de piedras preciosas y haciendas, de genocidio de los indios del Amazonas y de ricos metales, de abundancia. Río es un Nueva York en versión cono sur. Copacabana debió de ser muy bello hace un siglo, cuando las olas de un verde claro de piedra dura azotaban antiguos promontorios esmeralda tras los que el horizonte ofrecía una ciudad manuelina multicolor. El dinero ha pasado, envileciendo todo con su saliva.
Río. La cerveza vuelve a estar fría, la comida caliente, las duchas y los wc funcionan, hay papel higiénico,
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jabón, limpieza, toallas. Las bombillas se encienden. Estamos decididamente en un círculo de eficacia. Hemos dejado atrás la parálisis peruana, su patético raquitismo. ¿Son los brasileños dinámicos y eficaces porque comen bien o comen bien porque son eficaces? Esta gente de Río ingiere en un día las proteínas y calorías que un peruano en un mes. Habría que ver en el resto de Brasil.
Río de Janeiro es un perfecto objeto de consumo. Así como entre los mochileros hay un compadrazgo simpático hecho de la necesidad de encontrar comida y albergue a precio económico y del disfrute respetuoso de la belleza, así en Río hay un compadrazgo detestable de los ricos de este mundo. Allí se hallan las tribus germánicas guiadas por un experto, con aparatos inmensos que fotografían con toda precisión y conciencia clara de lo que deben ver. Aquí los argentinos, esos argentinos adinerados -únicos que viajan- perfectos fans de Vide-la, absolutamente reconocibles, equipados ellos y sus gruesos cachorros de adidas nuevas, gorras de elástico y collares de topacio y turmalina. Bien nutridos y bien contentos.
Hoy los periódicos amanecieron condenando un atentado terrorista de derechas: una bomba que ha causado muertos.
Desde el Corcovado y su Corazón de Jesús paternalmente devorador, desde el Pâo de Açucar, la bahía revela la razón de su belleza: una orografía perfecta cubierta de vegetación tropical, con sus resguardadas playas de arena fina y el jugoso declive de sus laderas como ingles. Una ciudad con fondo de música y colores brillantes. Para eso ha sido hecha Río, para la aglomeración y la fiesta. Un pájaro enorme posado frente al Atlántico, de plumas cegadoras y frágil esqueleto.
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VIAJEROS: MARI CARMEN Y JUAN CARLOS
-Queremos comprar joyas -dice Mari Carmen.
-Y cambiar los cheques de viaje por dólares para luego cambiar los dólares. Se gana muchísimo -dice Juan Carlos.
Llevan toda la mañana de banco a casa de cambio y planean tardes de fructuosas compras.
La joven pareja española está invirtiendo el santo sacramento del matrimonio en un viajecito por América de Sur. Se pasa por el aro de la alianza y, a cambio, el eunuco oficiante bendice el piso, la lavadora y la nevera, la familia agradecida firma letras y promete subsidios, los amigos completan el ajuar.
A velocidad vertiginosa, Mari Carmen y Juan Carlos se lanzan a la reproducción de la fortaleza familiar, segregan su capullo autosuficiente de hormigón rellenable de todo tipo de juguetes: aparatos de alta fidelidad, electrodomésticos, herramientas de hágalo usted mismo, acuario. En el aeropuerto, empiezan a preguntarse si les quedará bien en el comedor el arco con flechas que compraron en la selva. Fatigados bajo sombreros de paja un poco marchitos, recuentan los carretes de Kodak antes de amurallarse en la glorificada mezquindad del hermético nido burgués.
Como los niños escenifican tenderos y policías, en Mari Carmen y Juan Carlos ya se han aposentado los papeles de la recíproca sumisión: la mujer-recuerdo de la madre, protectora, eficaz, abeja reina y niña dependiente. El marido, volátil y sumiso, macho-jefe y niño castigado.
Mari Carmen y Juan Carlos miran con un distancia-miento receloso a los viajeros, a los seres y a los países, a sus formas distintas. Cien lugares, mil situaciones pueden atravesar su cerebro común sin romperlo ni man-
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charlo. Su ideario se ha mantenido virgen antes, durante y después del viaje.
-¿Nos compraremos otro anillo? Al fin y al cabo es una inversión.
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III
Sucede que me canso de ser hombre.
Pablo Neruda
Se acaba el viaje. He nadado hasta un borde y vuelvo a las modestas y salvajes dimensiones de Gredos, a mi corazón enterrado para siempre en Castilla, en cuyo polvo un día quisiera diluirme. Cada jornada marca el acercamiento a esa muerte.
Este acto de voluntad me ha traído cuanto podía esperarse: ausencia de desgracia como el robo y la enfermedad, lo cual ya es mucho en estas condiciones. Me ha traído encuentros y muy breves espacios de soledad. Me trajo otro peldaño, el alcohol con limón y con azúcar y la maldita esperanza de nuevo. ¿Cómo volver a dormir sola? ¿Cómo repetir las mismas palabras? No le dije a Daniel nada precisamente para no tener futuro, para que, al menos, nadie apresara mi pasado.
Ahora me siento dulcemente tibia con el calor bueno del ron salpicado de limón verde. Daniel, Daniel, ya metido en tu vida, ya lejano, ya decidido sin duda a no quererme. Tú y tu cuerpo perfecto, el pelo de oro gris y los labios rojos, el vello rubio del pecho, la dureza tierna de los músculos de tus muslos anudados a las rodillas blancas, a los pies tensos que marcaban una pisada de ansiedad en el vacío. Todo lo que nos hemos acariciado… ¡Qué saben estos tristes! Tu forma de escribirme te quiero con la uña en la piel. Ese amor nuestro tan inverso a los idilios de antaño, que empezó en el cuerpo y luego caminó dulcemente hasta el corazón.
Ahora no me besa nadie, tomo el avión, me preparo a ser adulta y responsable, a la lucha diaria por la vida. Y a no esperar.
Fui el adolescente que descubre. Ah, mi vejez existe, pero mi vejez es otra que la de los años. Y hay una verdad que sólo yo sé: ni tú ni nadie va realmente a quererme, a buscarme.
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Estoy en un restaurante en el que el camarero me abruma de atenciones, da la vuelta al azúcar, me recomienda que tome la comida antes de que se enfríe, y me ofrece un nuevo café.
Incluso para mí hay la sonrisa, desdibujada en la noche de Río.
El cono norte
El avión, saltando fatigoso sobre el Atlántico de nuevo, es un dulce paso hacia la nada. Se pregunta si otra vez la espera el miedo a la vuelta, y se responde que sí. Debería empero tener costumbre de ese salto en el vacío; prácticamente durante su vida no ha hecho otra cosa: saltos elásticos sobre una red, sin punto duro alguno.
El viaje la ha puesto en contacto con los de su especie, con los que viajan solos y con el sentido especial que ello tiene en las mujeres. Todo pide un esfuerzo mayor y distinto cuando ellas van sin compañía, una cantidad de energía especial, desde entrar en un restaurante hasta decidirse a un acto. Todo es posible cuando se va sola. Cada día puede ocurrir cualquier cosa. Se enfrenta de continuo una nueva situación en el ajedrez, y la solución acertada es un logro exclusivamente personal.
Llega finalmente a tener algo de droga este enfrentarse a situaciones en las que la persona se descubre a sí misma tanto como descubre un país. El sabor del riesgo marca la barrera entre el convencional y el otro tipo de viajero. Frente a quien se va encontrando, el viajero vale exclusivamente por lo que es, por cómo se comporta, y aprende pronto que la gente reacciona en función de cómo reacciona él. No hay status, no hay un filtro salvador de convenciones, un enmarque. Su desnudez social es completa.
Ella desliza la palma de la mano -ese viejo conjuro tranquilizador- por superficies lisas: el brazo del asiento, la ventanilla, la cubierta del folleto. Cierta forma de
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vencer la angustia del entorno es probablemente verlo como una etapa más.
Bruscamente el reloj ha girado hacia atrás en su locura de canícula. Jamás me moví y estoy de nuevo a principios de julio, atravesando el patio de estas oficinas en donde pasé tres años de monstruosa inutilidad burocrática; como si jamás me hubieran escupido de sus dientes las filas de ventanas. Estoy atravesando, siempre atravesando y siempre en el mismo sitio, sobre la misma losa, recibiendo de plano un idéntico rayo de sol. La hojarasca de los árboles está cubierta de polvo. Alzo los ojos como siempre, buscando lo que jamás encuentro.
El teléfono hila frases gemelas.
Ah, la plenitud, el reino de los Andes, su horizonte vertical tan cercano del otro lado de la barrera.
Supongo que se trataba de la huida. Símbolos todos, pese a su aparente realidad. Realidades sin mayor consistencia que la cáscara. Un cuerpo es duro y firme. Bajo él hay un amasijo de venas y vísceras. Debajo podría haber alguien. Allá, en ese hueco, estoy yendo conmigo sola, sin futuro, sin ese futuro y esas palabras tan reales, tan irreales al menos como el abrazo y la presencia. Tú, Daniel, eras superior a los de mi especie, y lo serás siempre todavía por cientos de años, por algo que es la diferencia en la capacidad de dolor y en la capacidad de olvido.
Las palabras eran tan reales como las manos. Ellas me rozaban en la piel de dentro cuando él las decía. Las palabras zumbaban hacia mi yo invertido, el envés oscuro, rico en sangre protegido de las noches y de los días. El envés donde no hay sino la forma de la especie y los colores básicos.
No haremos vida juntos. No habrá acuerdo, ni armario, ni sillas.
Tras la imagen del caballero suplicante y la joven dama dubitativa,- en la feria de la oferta y la demanda por cada hermosa favorecida hay cien, hay mil imágenes inversas, mujeres que querían ser queridas, que intenta-
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ban modestamente hacer valer otra cosa que el azar. Hay el consultorio ginecológico, a la deriva de una sala de espera. Hay la frontera de los treinta y cinco años, más allá de la cual se debe descartar el hijo y las píldoras aceleran el envejecimiento y son peligrosas.
Y la mujer sale del consultorio con el bolso bien apretado, bañada en el aire gélido, a vivir pese a todo. Cruza entre los quioscos de revistas golosamente eróticas, nalgas relucientes y glaseadas como postres; cruza entre cansados matrimonios que se reprochan, y llega a casa, y enciende el gas.
Madrid, centro urbano
Era una buen idea lo de la heroína. Algo que nunca falle, periódico y caliente.
La noria había dado toda la vuelta y ahora los cangilones arrastraban el mismo oscuro cieno, ese cieno podrido y absorbente que siempre existe bajo las más puras aguas, al final de los más bellos ríos. La vuelta a la ciudad daba toda la dimensión de la catástrofe, del inmenso error. Cosas y seres habían sido plastificados y presentaban, con un cansancio apresado por el maquillaje, pantalones de colores vivos de los que salían zapatos inútiles de pobres tacones absurdos. El desfile exhibicionista de los bulevares. Una ambulancia. Máquinas. Hacía tiempo que se había roto el pacto con el lento y humano ritmo de la vida. Un aluvión de píldoras.
«Sucede que me canso de mis pies y mis uñas y mi pelo y mi sombra.»
Como si lo hubiera sumergido en un mal ácido, el cuerpo comenzó a manifestar dolencias ignoradas por dos meses de vida dura: dolores de estómago, jaquecas, falta de apetito y de sueño, hasta ampollas en los pies que habían soportado, con la piel intacta, marchas bajo
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la mochila de catorce kilos.
La gente interpretaba sus papeles, marcaba el paso de una vida sin sorpresas.
Y los despojos del verano, el conmovedor botín de
luz ida: el muchacho de la oficina, apuñalado a su banco
los once meses, muestra un collar de la Berbería. Una
mujer arrastra un carro de la compra entre los coches y
viste su incipiente embarazo con una túnica africana.
Chales, largas faldas indias, sandalias de cuero repuja
do, ajorcas del desierto, todo atrozmente batido con el
asfalto, como un pobre viático del invierno europeo, del
otoño mecánico. La irónica revancha del Tercer Mundo:
los ricos del tergal y del amianto quitándoles de las ma
nos las túnicas de tejidos perecederos, los polvos mine
rales, las hojas machacadas, las bárbaras joyas del me
tal. Y ahí van, pálidos, fatigosos, llevándolas como escu
dos, jirones de una presa insuficiente.
El mundo se hizo pequeño, mediocre y gris, perdió aquel resplandor de los dioses, el olor agudo de la altura y el latir concertado de la sangre y el mar.
¡Es esto pues!
La muerte es esto, cada vez es esto. Ninguna prueba tan fehaciente del error de aquel vivir como esa angustia, ese rechazo que era un estertor desesperado de supervivencia. Hay un grupo de tres matrimonios vestidos de los colores de la temporada, hablando de vacaciones de revista, con un bronceado de pintura a rodillo.
«Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro.»
Y tantos sexos muertos, pendientes como una seca
planta, o violentos y negramente morbosos como una
víscera invadida de cáncer, como un arma oxidada de
barriobajero. ¿Dónde el amor y la libertad?
¿Por qué nos han hecho esto?
Es el fondo del cubo repleto de ratas. Nunca se podrá salir de esas paredes kilométricas de hormigón. In-
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tentan trepar hacia el cono azul que existe en algún lugar arriba. Caen.
«No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
«No quiero continuar de raíz y de tumba, de subterráneo solo, de bodega con muertos.»
Los seres se cruzan, se ponen en fila, se superponen. La inmensa soledad de la altiplanicie, donde eras único, eras un reino… Hay una inflación de Humanidad, y sus segmentos, sus mal logrados y repetitivos ejemplares no tienen peso ni valor.
Daniel… y también tú me has abandonado, con lo que era la pasión y la vida. Tampoco para ti existo; ni siquiera tú eres tú.
Ya. Es hora de caer en ese suelo vibrante de estrépitos, frente a la calle en donde las fichas se apresuran a ocupar sus lugares. Haberse muerto rápida, intensamente, con el Pacífico ante sí, con las ondas de energía del sol tamborileando sobre los Andes, con el sexo de Daniel en las manos, con su boca triturando la tuya, un fruto más en esas tierras de frutos.
No quiero… ¡Yo no quiero!
Ya. La regresión infantil. Se prepara a entrar en las cafeterías y los cines, a saludar a los conocidos y recitarles el anecdotario de su viaje. Se ahogará en lágrimas cuando le aseguren, de diversas maneras, sonriendo, que no tiene escapatoria, que su horizonte también es de cadenas, que envejecerá como ellos tras dejar en su lugar elementos similares.
«Por eso el día lunes arde como el petróleo cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos, con furia, con olvido.»
Para todos no es igual.
Los que salieron a la superficie, los que nadan gozosamente, los que son amados, miran al fondo, risueños,
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iluminados por un sol distinto del astro de carbono y metano que nos baña. Para ellos Daniel y el mar volvieron, una mano descendió para posarlos en su palma, para elevarlos. Qué cansancio. Cómo se multiplica el metal.
«Sucede que me canso de ser hombre.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana.»
Ah, Neruda, pero después, qué festín te ofreció la vida.
«Surgen frías estrellas, emigran negros pájaros. Abandonado como los muelles en el alba.»
Si al menos quedara la pura e indiscutible tristeza de los puertos vacíos, de las estaciones inertes, el páramo de los aeropuertos y de la desgarrada partida. No. Ellos se están preparando para vestir esa tristeza con el disfraz de su alegría obligatoria, esas alegrías chillonas y opulentas como sus colores rituales, como sus ruidos amusicados. Querrán imponer el uniforme de la juventud cuarentona y la sonrisa inexcusable, de esa adaptación que renta, que es lógica y productiva, que transformará, en su glorioso sistema digestivo, la plenitud de la materia en excrementos.
«Sin embargo serta delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.»
Ellos predicarán el optimismo con mayor encono que ningún testigo de Jehová, el arte de vivir y los juiciosos métodos para construir hormigueros, la sexualidad deportiva, higiénica e indolora. Ellos cubren de neones, en que llaman un mundo feliz a esta desdicha, y vienen, uno tras otro, para arrancar la amargura, los apretados labios, las arrugas y la contracción del estómago que son el último refugio exasperado del que sabe. Vienen temibles; se han puesto en marcha para hacernos felices.
Daniel, Daniel…
-«¿De qué color te gustan las flores?
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-Azules.»
Durante meses he imaginado poderosamente un buzón repleto hasta desbordar de flores azules.
El tiempo irá pasando. Dentro de veinte años el tiempo habrá pasado. Este amasijo de huesos electrizados y párpados en espera se olvidará de su hambre, dormirá en una sequedad de arenas, me otorgará la paz. Los rayos del sol pasarán sin mirarme. Desde hace años el yo inverso habrá cerrado su boca, perdido el látigo… Callará, se cerrará esa otra cara sangrienta, bestial y oscura, que siempre mira a la tierra. Se habrán secado las raíces de esa cabellera de carne amoratada y exigente. Dentro de veinte años.
Quiero la pasividad mineral de los objetos, el descanso infinito de un movimiento puro y sin meta, hasta que la memoria quede atrás.
Todo es humillación, todo es ausencia. Aquella muerte, en esas tierras, era una muerte de planta, era un grave y apacible final. Nos rodean calaveras maquilladas forzosamente de juventud. Se prohíbe la muerte.
Ausencia.
Es el túnel, que se despereza con una gran lluvia de cartón color de cieno. Y vamos. Y vamos.
Los poemas pertenecen todos a Pablo Neruda. Este libro se escribió en 1980.
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EL VIAJE de MERCEDES ROSÚA
Es el número 20 de Narrativa,
editado en Libertarias/Frodhufí, S.A.
presidida por Carmelo Martínez García.
La impresión se realizó sobre
offset ahuesado de 80 g/m2 de Torras Papel, S.A.
en Gráficas Rogar, S.A.
y se encuadernó en pliegos de 32
cosido con hilo vegetal y cubiertas
de cartulina de 230 g/m2, en
Perellón, SA.
22/XI/1991
9788479540241
r-.9ll788479ll540241
Esta novela no es un libro de viajes, sino de EL VIAJE, de la larga escalada sin cima de la libertad, del temor, el asombro y la ternura. Es el viaje por el erotismo y el amor, por los remanentes desengañados, reflexiones e indagaciones de Ja generación del 68; es desplazamiento interno por el pasado y por el terco, .piadoso espejismo de la esperanza y del futuro.
Rosúa, viajera infatigable ha viajado y ejercido como profesora en diferentes países. El contacto y la inmersión en su mundo, el mundo que ha recorrido, la ha hecho experimentar fenómenos sociales y psicológicos entrañables, que le ha tocado vivir y compartir.
L i b e r ta r i a s P r o d h u f i
https://www.elrincondecasandra.es/las-clientelas-de-la-utopia-2/
MERCEDES ROSÚA
INTRODUCCIÓN
De la sustancia de la utopía se han forjado las pesadillas, los sueños y quizás gran parte de aquello por lo que el mundo es mejor y la vida vale la pena. Pero el afelpado reducto de las sociedades protegidas, el maleable tejido de comunicaciones, presiones, adhesiones virtuales y sustitución del contenido por el volumen y difusión de las palabras han creado una clase nueva para la que la utopía es su vehículo, la lona que recubre sólidos edificios de intereses, la contraseña que permite el acceso a zonas deseables y bienes restringidos y que incluso procura el lujo de la superioridad de valores. Ninguno de estos rasgos es original pero su conjunto ha generado algo, por sus dimensiones, nuevo, que se extiende por el siglo XX y el XXI y tiene como base el terreno propicio de las democracias, las libertades y los más o menos prósperos estados de bienestar: Se trata de los inversores de la Utopía, entendida ésta como lejana profesión de fe ausente de precios y de riesgos, icono rentable y hábil mecanismo que garantiza tanto la ceguera selectiva como la legitimación del secuestro verbal y cultural que vienen caracterizando la época.
Se habría alumbrado una especie nueva, una clientela acogida al común, y contradictorio, denominador de utopía sórdida por cuanto el término, despojado de toda la grandeza de sus aspiraciones, de su tensión y de su inexistencia, se prostituye en apéndice utilitario de ventajas fáciles, seña de identidad desprovista de relación alguna con los deseos y opciones reales de los individuos, instrumento de coacción, y de agresión, contra aquellos a los que interesa definir como antagonistas para ocupar así en exclusiva el lado luminoso de la ética y cosechar frutos ajenos al mérito y al esfuerzo. La sordidez de esta utopía reciente se manifiesta en la dualidad palabras/actos, en la rentabilidad material, social e intelectual que procura y en la descarnada burla que su profesión supone para países y personas, siempre lejanos, que llevan décadas sirviendo de paraísos vicarios. El fenómeno es inseparable del parasitismo y el estado de bienestar. En ningún terreno se manifiesta con claridad tan meridiana como en el de los Señores de la Guerra Semántica, que deben su status al monopolio del etiquetado político y moral.
Este libro comenzó como un epílogo a las reflexiones de M. Ruiz Paz [1]. Luego siguió su camino. Podría haberse titulado La Secta: El regreso, y, en verdad el suave pavor de la servidumbre a la farsa cotidiana, la obligada cohabitación con la irracionalidad y, bajo el manto de tópicos, el simple imperio de los dueños de la manipulación y el vocerío hubieran justificado la analogía con el incansable linaje del parásito extraterrestre. Porque los peores monstruos son los cotidianos.
El subtítulo hubiese sido, a sabiendas, falso. La secta, tan engañosa como agresiva, tan blindada como voraz, tan prescindible como decidida a una muy larga duración, no ha regresado jamás porque nunca se ha ido, y no va a abandonar a causa de simples cambios de gobiernos o de leyes territorios que ha parcelado definitivamente como suyos y de los que recibe, con cada nuevo partido electo-sea del signo que sea-, escrituras de propiedad a cambio de sosiego mediático y de manos libres en otros campos. Lo ocurrido en Educación y Cultura (el interesante botón de muestra hispánico) es la punta del iceberg del gran secuestro que ha marcado el espíritu del siglo XX y se esfuerza en extenderse al siglo XXI: Nada menos que el monopolio de ética y estética, de comunicación y de civilización, de orientación axiológica y de representación del mundo que se ha habitado y que se habita. Y ello porque de la impostura, de la mistificación de la Historia, del ocultamiento sistemático de al menos la mitad del planeta de los hechos lleva viviendo, prosperando, aplastando y perpetuándose una clase muy especial de los tiempos modernos que se ha creado toda una técnica de autojustificación, conquista y subsistencia a base de impostar solidaridades, ideales y rebeliones mientras se nutría de los frutos ajenos, acaparaba bienes del enemigo, negociaba prebendas durables y alababa paraísos tan lejanos, en el espacio o en el tiempo, como fuese posible. Progreso, la palabra clave cargada de tesón y de esperanza, degeneró en el himno de burocracias entusiastas de la mediocridad y de la rapiña, sembró continentes y décadas con la más numerosa, silenciosa y silenciada cosecha de muertos, fue suplantada por la religión del terror necesario, de la mística dual de Buenos y Malos, Derechas e Izquierdas, Pobres y Ricos destinados por el materialismo histórico a ser tan inmutables ambos en su esencia como antagónicas especies zoológicas. Y ha terminado, de forma harto ignominiosa, encarnándose en un uso de progresista que es prácticamente la antinomia del término originario. Es desde ahora indispensable distinguir entre la palabra que designa, especialmente a partir de los siglos XVIII y XIX, a personas que pagaban con su esfuerzo, lucha, riesgo e insaciable avidez de conocimiento los avances de la especie humana y la impostura bajo la que se han cobijado los usurpadores del vocablo. Éste fue símbolo de la Ilustración y de las Luces, de científicos y pensadores, de luchadores contra la esclavitud y el fanatismo y de firmes creyentes en la igualdad de libertad y de derechos. Progresista está cargado de nobleza, inteligencia, humanismo y universal amplitud; su caricatura reciente consiste en el uso del epíteto como un modus vivendi, una bandera bajo la cual se obtienen bienes y promoción social a base de la incuestionable fidelidad a un puñado de clichés y de personas, gracias a la repetición de mantras y jaculatorias del nuevo santoral laico, a la sumisión a los líderes que alegan incuestionable legitimidad moral. Socialismo, igualdad, trabajadores, e incluso (cuando pintan mal las elecciones) llamadas al apoyo a la democracia, han servido y siguen sirviendo para que una clase de moderno cuño viva de ello. Ni siquiera se trata de la superestructura ideológica con la que se justifica el grupo dominante. El fenómeno es más somero y moderno: simplemente consiste en disponer medidas, leyes, declaraciones y proyectos que benefician, enriquecen y afianzan a una clientela la cual, a su vez, responde con fidelidades y apoyo. La facilidad de los análisis duales, el miedo y la seguridad de la falta de alternativas hacen el resto.
Se trata de algo a la vez mucho menos llamativo pero incomparablemente más peligroso que las clásicas y millonarias corrupciones y cohechos, la rebatiña de comisiones urbanísticas o el nepotismo rudimentario. La inclusión en el club bueno-progresista-socialista-demócrata auténtico reside, simultáneamente, en la identificación de su imagen mediática y ubicación social como única zona positiva por cierta vaga cláusula de superioridad garantizada y en la muy real certidumbre de que, sin ese peaje, no hay promoción ni agradable acomodo en el mundo, entre otros, de una enseñanza, comunicación y sector público entregados, en contrato implícito, a grupos de presión que medran con este reparto.
La radiografía de esa nueva clase fruto de nuestra época la revela como un tumor movible, dentro del cuerpo del sistema parlamentario y de mercado al que ya no aspira a suplantar porque conoce su rendimiento y eficacia pero del que sí espera vivir holgadamente, sin aportar riquezas ni méritos propios, por medio del chantaje permanente basado en el puñado de tópicos tomados de revoluciones y sistemas que se han caracterizado por el desastre económico y humano. La utopía y el populismo maniqueo son para tal milicia armas indispensables. El igualitarismo forzoso, no de derechos, sino extrapolado a capacidad, trabajo, formación, ciencia, dotes intelectuales y a la peculiar e intransferible envergadura, les resulta cuestión de supervivencia puesto que la valoración del individuo, el reconocimiento de diferencias y la estima de cada cual según sus obras privaría automáticamente al grupo de presión de todo su poder y haría desvanecerse la supuesta base moral en la que, desmentidos de continuo por su práctica cotidiana, se apoyan y que siempre se refugia en entidades anónimas y gregarias: clase social, etnia, herederos históricos, objetos perdurables y tradicionales de las injusticias de un Mal, llamado sistema, que les otorga, en permanente usufructo, el rentable cargo de víctima de una deuda vitalicia. Pasado el seísmo de las revoluciones, olvidadas cuidadosamente ruinas y cadáveres y bien aferrado el oportunista de camiseta del Che y chaqueta de lino con arruga estratégica a las ubres de la democracia burguesa, la nueva clase de los traficantes de la melancolía, la amenaza, la reivindicación y la queja ha hallado un hueco ecológico envidiable. El siglo pasado ha sido tiempo de cobro para las multiformes variantes del impuesto revolucionario. Una de ellas, menos sangrienta que la etarra pero maestra en el empobrecimiento, la coacción y el timo, fue, y es, la llevada a cabo en España. en Educación y en Cultura. El fenómeno en absoluto se limita a esta nación y a su devenir contemporáneo, pero sí puede utilizarse como paradigma. El país ha seguido siendo, cara el extranjero, el parque temático-social que ya fue durante la Guerra Civil, heredero a su vez del romanticismo de la diferencia a medio camino entre el medievo y el cercano buen salvaje. Cultura y Educación constituyen el mascarón de proa y el vivero renovable de sectores variados y prosaicos que hallan su acomodo en la prolongación del conflicto virtual.
Hay un conmovedor optimismo, un voluntarismo de cambio y una modestia nacida de la sumisión a límites previamente fijados por la autora en la frase ¿Por qué someternos a la secta? con la que cierra su libro Mercedes Ruiz Paz. Sería hermoso que los sometimientos, la relación de fuerzas, el imperativo de los poderes establecidos se debieran a altos ideales, audaces esquemas teóricos, arriesgadas apuestas por el porvenir, o, aun mejor, que los fracasos (siempre presentados como meras deficiencias) obedecieran a conjuras perversas contra las fuerzas de la justicia y el progreso. Sería bello que los errores proviniesen de la mal enfocada energía, de la inocente desmesura, del fatal choque entre la exigente contingencia diaria y los sueños de la razón y el corazón. Las equivocaciones de ese tipo arremolinan catástrofes, destruyen sistemas, pero activan la capacidad de respuesta, engendran revulsivos y tienen en su mal, al menos, cierta grandeza. El desguace y reparto, como botín, del sector público, el imperio de las sectas y las mafias, a las cuales pertenece, entre otras, la pedagógica, su extensión en España desde los ochenta y su pervivencia, ciertamente, en los años venideros apenas precisan ropaje teórico. La simple sociología, el informe estadístico y la enumeración descriptiva de clientelas sindicales y políticas bastan. No en otras leyes ni profetas hay que buscar la explicación a un hecho tan palmario como que se haya destruido, en la práctica, lo que se llamaba Enseñanza Media, reducido el Bachillerato a un breve remedo y a los adolescentes a niños por decreto, que una imparable y cotidiana purga elimine al profesorado de mayor calificación e independencia y deje en su lugar una tropa intercambiable habituada al horizonte primario y el conformismo sumiso, que no se enseñen, o apenas, materias esenciales, que se hayan vendido siglos de civilización e historia a cambio de los favores electorales de un hervidero de satrapías, que se derroche en una plétora inútil-excepto para sus inventores-de diferenciaciones, apoyos y refuerzos el horario de clases, se rellenen espacios lectivos y libros de texto con un puré aguado y catequístico al progresista modo, que se asigne prácticamente a cualquiera cualquier asignatura edad y nivel de alumnos y se manejen éstos como masa troceable y distribuible en función del reparto laboral y las conveniencias electorales de la coyuntura. Ha ocurrido una inversión insólita: Se fabrica el sistema en función de aquéllos a los que conviene colocar y se recubre a posteriori de clichés que se quieren ideológicos y se adscriben en sus componentes al maoísmo rancio y el populismo igualitario emparentado con la deriva irracional de fácil cultivo en gentes cada vez más privadas de cultura y de memoria histórica.
De la maniobra dan fe la ausencia de críticas, la patente de impunidad y silencio fácilmente comprobable por la más somera investigación, desde sus comienzos en los ochenta, silencio que se hace clamoroso respecto a los intocables dos sindicatos oficiosos del entonces Gobierno, que se percibe a todos los niveles, en todos los medios e incluso en las conversaciones privadas de institutos y oficinas. La sumisión procede, desde luego, del temor, pero también de la mansa aceptación de la relación de fuerzas que deja al disidente potencial sin protección alguna ante las variadas formas de ostracismo y represalia, y ante una certeza de la irreversibilidad que los sucesivos gobiernos no ha hecho sino corroborar. Es inimaginable un hombre público que se atreva a denunciar, presiones y manipulación de los supuestos mediadores sociales y representantes de las masas trabajadoras porque significaría la inmediata desintegración de su futuro político bajo una lluvia de acusaciones de antidemócrata y fascista.
Quizás la docilidad ante la mediocridad preceptiva, la adopción generalizada del confortable anonimato sean el imprescindible peaje de la democracia; al menos sí de una democracia que tiene, en lugar de partidos, máquinas de creación de opinión, que puede permitirse el reparto de grandes sopas populares y que ha hecho de la igualdad y del uso del término que la evoca el más letal enemigo para la especie en franca regresión del hombre libre y para la muy auténticamente democrática igualdad de oportunidades y de derechos. El Gobierno gobierna escasamente, se le permite hacerlo en las cuadrículas asignadas por el pacto con los poderes fácticos, los cuales incluyen, en un sistema cuatrienal representativo, a cualquier grupo capaz de influir en la vida pública, amenazar con ruido y escándalo, crear y capitalizar agravios clasistas e históricos e instalarse en el chantaje como forma de vida. Llegados aquéllos a un entendimiento, el sector público se transforma en simple objeto de reparto, puestos con los que premiar fidelidades, y ello desde la cúpula hasta el más modesto nivel. Pero hay variedades, condicionadas por el principio de realidad, por el freno que suponen para la ignorancia, la arbitrariedad y la codicia el peligro cierto, la urgencia de la demanda y la imposibilidad de ocultar el seguro desastre. Nadie se hubiera atrevido a eliminar conocimientos de base, a meter en un sistema de funciones intercambiables a empleados de sanidad, médicos, enfermeras, limpiadoras, conductores de ambulancia, practicantes, masajistas y protésicos. Ni el partido más demagógico ni el más ambicioso de los sindicatos osaría proponer tal igualitarismo en las líneas aéreas con pilotos, azafatas, cuidadores de pistas, equipos de limpieza y técnicos de mantenimiento; ni es probable que el más acérrimo reivindicador de las lenguas históricas se empeñara en su prioridad respecto al inglés en las maniobras de aterrizaje y despegue. Tampoco ingenieros, capataces, delineantes y peones corren el riesgo de verse confundidos en un único cuerpo laboral de tareas intercambiables. A todos ellos les protege la certeza de la cascada de defunciones de los pacientes, el derrumbamiento de rascacielos, acueductos y embalses y la previsible conversión de los aeropuertos en humeantes depósitos de chatarra.
Pero Educación es, de todos los sectores públicos, el más indefenso, vulnerado y vulnerable, el de evidencias del desastre a muy largo plazo, el de protestas y manifestaciones inexistentes cuando de la adecuación, profundidad y esencia del saber se refiere. Y es indispensable contentar a capas parásitas acostumbradas a la invocación de dioses con cuyos penates adornan el chalet reciente y la reunión social, hechas a la extorsión light, la okupación del espacio ético y decididas, pese a (y a causa de) su carencia de aportaciones objetivas y de valor intelectual, a la explotación intensiva de los Presupuestos Generales, la clonación burocrática y la redacción del Boletín Oficial del Estado.
Lejos de ser un problema doméstico, la tesela educativa pertenece a mosaicos más amplios, a la época postotalitaria en sí, a los diezmos pagados por amedrentados dirigentes a cambio de espacio para sus proyectos prioritarios, al desconcierto temeroso con que se observa la mudable bestia de la opinión pública, su transformación imprevisible en violento o sabio centauro. Días de clientelas y de sectas. Tiempos de incertidumbre, de arte mimético y perfil desvaído, de contradictorias distribuciones de promesas y regalos, de paraíso rápido de libre admisión. No el fin, sino el principio de una inquietante, generalizada infancia.
Si se dijera que toda esa Reforma Educativa que desde los años ochenta copó en España los medios y el discurso oficial y oficioso con las loas a su ideario, la oratoria social grandilocuente y las llamadas bélicas a su defensa no fue una gran medida progresista sino la acotación de parcelas de poder sociopolítico, la promoción y afianzamiento de una clientela de votantes y la planificación de un reparto, la apreciación sería desdeñada por su banalidad y cortedad de miras. Y sin embargo es cierta. Naturalmente, existía también la necesidad de los dirigentes de crear una cortina de humo populista con nulo coste económico. Pero tras la Ley de Ordenamiento General del Sistema Educativo hubo, y hay (nunca se atrevieron los gobiernos posteriores a derogarla, y sus redactores, apenas obtenido el poder en 2004, hicieron bandera de su reivindicación) esencialmente votos y puestos, medios de difusión y de control, atribuciones y nombramientos, ascensos y dividendos que no son su consecuencia posterior sino su finalidad primordial. Han regido la iniciativa desde su origen, presidido su trazado, dispuesto su urgencia. Otra cosa es que la red de clanes se cubriese, cara al exterior y a sí mismos, con galas de devoción misionera, paternalismo estajanovista y lealtad militante.
Cierto pudor, que difícilmente entenderán los usuarios del fin justifica los medios y los abonados al ataque personal y el personal provecho, hace penosa la mención concreta de la clientela que se ha beneficiado, y beneficia, de las ampulosas consignas con las que se ha revestido el entramado de intereses que segregó como caparazón verbal la Ley Educativa de 1990. Sus valedores recurrieron a diversos tipos de chantaje, coacción y agresión laboral cotidiana para neutralizar, perjudicar y eliminar a cuantos consideraban fuera de su bando, que eran los que ocupaban, por diplomas, oposiciones y demostrada capacidad, la docencia a adolescentes en la Enseñanza Pública. Es típico de la deriva de los poderes fácticos hacia variantes multiformes de la Cosa Nostra la utilización del miedo, el imperativo de sumisión a la prolífica especie del comisario político, el resignado ofrecimiento de cuantas mejillas sean precisas a la humillación indiscutible de una evidencia que hay que silenciar: La opinión se extraña de un fracaso educativo que parece aumentar en relación proporcional a las inversiones que en él se hacen. Simplemente, aquí como en tantos otros organismos nacionales e internacionales, no se trata de cuánto, sino de a quién, cómo y para qué se da el dinero. El sistema que lo canaliza es nocivo para los alumnos, no aprenden, es absurdo y ridículo. Reina en los centros, desde hace varios lustros, una omertà comprensible, porque tanto los dos sindicatos como el partido que promocionó la Ley, amén de los incondicionales y agradecidos, ejercen cotidianas, lentas y continuas represalias contra los reticentes a un credo de comportamientos, profesiones de fe y obediencias que se ha impuesto a base de mecanismos que reproducen, en el formato y extensión que sus condiciones les permiten, la maqueta totalitaria fuera de la cual no hay salvación.
No ha sido, sin embargo, el miedo el único freno a la denuncia explícita, ni siquiera constituye siempre la razón principal para las raras personas que anteponen a sus propios intereses los de la verdad. Existen el rechazo a la mención concreta de personas o asociaciones, la repugnancia intelectual hacia la nominalidad, el desprecio instintivo respecto al ataque individual y el libelo. Quizás por la certidumbre, más allá de imperativos éticos, de que, en realidad, tales concreciones tienen escasa relevancia y sólo pueden transcender a la anécdota y la coyuntura por su valor como ejemplos significativos. Porque lo que importa no es el mal o bien que pueda causar la mención de los beneficiarios, sino el lugar que, por sus actos, éstos ocupan en la explicación de los hechos. Ha ocurrido en la Educación española de las últimas décadas del siglo XX un curioso fenómeno que, por su entidad, transciende a sector-con ser importante éste-e implicados, que posee rasgos diferenciadores respecto a la crisis educativa en otros países europeos y que, más allá de un capítulo de la historia universal de la infamia, da pie a muy interesantes reflexiones sobre la justificación de los movimientos sociales, no por supuestas metas ideológicas, sino por la clientela y sectores de los que precisan adueñarse. En este sentido, Marx estaría tan acertado como el sacerdote de la película protagonizada por los Beatles que necesita recuperar el anillo porque sin anillo no hay sacrificio y sin sacrificio se queda él en el paro.
Hace unas décadas la enseñanza todavía no se había transformado en sierva de política y sociología, en botín de puestos en la función pública y en interesado y obligatorio reducto de una infancia artificialmente prolongada. Los niños, los reales según normas de evolución física y mental distinguibles por simple sentido común y marcadas muy clara y visiblemente por la Naturaleza, aprendían y eran enseñados, vigilados, y distraídos, en colegios, por maestros generalistas que aceptaban, por el hecho de serlo y en función de los destinatarios de su oficio, tareas diversas de cuidador y materias a impartir de signo muy variado y carácter híbrido entre la iniciación al estudio, los juegos y las manualidades. Les competía tanto guardar en el más material de los sentidos como echar cimientos esenciales para el desarrollo posterior. Habían encaminado a este fin, de docencia infantil, sus estudios desde un principio y obtenido, en función de ello, su nombramiento y su trabajo.
En otro espacio muy distinto, que correspondía al cambio biológico, se acogía, en los institutos, a los que estaban en el umbral de la adolescencia y que debían cumplir ciclos de estudios que llevaban, sea a formación laboral encargada a maestros de taller, sea a las puertas de la universidad. Importaba ofrecer a todos, en esa edad temprana, una oportunidad, que para muchos sería la única, de contacto y comprensión de la herencia que la civilización ha ido acumulando, y era igualmente importante la percepción de la gratuidad del pensamiento, de la utilidad infinita de lo inútil como el manejo de abstractos, el placer del conocimiento y la reflexión. El sistema estatal era un gran logro democrático puesto que ofrecía al esfuerzo y dotes de los alumnos de menores recursos económicos igualdad en el acceso a los bienes intelectuales, y es irónico que la degradación, presentada como éxito, haya promocionado, de forma escasamente progresista, la huida a los colegios de pago. La Enseñanza Media tenía una entidad bien definida, por su contenido y su personal, se centraba en materias específicas, impartidas por especialistas avalados por larga formación académica y rigurosas pruebas selectivas.. Eran los agregados y catedráticos.
Existía en los distintos niveles, en enseñantes y enseñados, una visión bastante clara de funciones, comportamientos y expectativas. Los alumnos no esperaban encontrar diversión permanente, subalternos desdeñables y simple reclusión obligatoria como finalidad primordial de su estancia. Los profesores de instituto entraban a dar clase de una materia que, en general, amaban y amaban transmitir y ejercían su función con la eficacia que sólo dan, amén de la formación sólida, la autonomía y la atmósfera de respeto y libertad. Las clases se atenían, en la denominación y en la sustancia, a fundamentales ramas del saber, con el añadido-siempre medido y subordinado a las asignaturas principales-de algunas materias de menor relevancia. El sistema de calificación era independiente en cada tema, claro y preciso. Y existía cierta indispensable modestia respecto al cometido de los institutos, exenta de pretensiones salvíficas y totalizadoras que quedaban al arbitrio, dentro de los límites del oficio, de los arrebatos pastorales, las carencias maternales y las aspiraciones ideológicas de cada cual. El deslinde de la enseñanza pública, entendida como transmisión del saber a los adolescentes, respecto a otros terrenos era percibido como un valor singularmente sano y necesario que la distanciaba de grupos confesionales y mentideros políticos.
El panorama distaba de ser idílico: había que reducir los alumnos por aula, aumentar instalaciones, extender servicios, añadir opciones, compensar retrasos académicos y penurias familiares. Pero se trataba de cambios cuantitativos, externos, que podía subsanar con bastante facilidad una gestión eficaz de indiscutibles e indiscutidos aumentos presupuestarios. El sistema español gozaba de buena salud y de un personal y un nivel de Enseñanza Media en el que el sector público en nada desmerecía del privado y era incluso, por su prestigio, preferible. Comparado con sus homólogos europeos, resultaba mucho menos clasista que el británico y más abierto y dúctil que el francés, se ofrecía lleno de posibilidades en la mejora resultante de su necesaria extensión, la cual, a su vez, tiraría hacia arriba de amplios sectores de la sociedad.
La época pedía más, pero lo pedía en terrenos ajenos a la enseñanza misma. Pedía retirar de las calles a los menores de edad, adecuarse, en enseñanza obligatoria gratuita hasta los dieciséis años, con la Unión Europea, ampliar los servicios sociales, asimilar a los inmigrantes, legislar respecto a la delincuencia, garantizar la seguridad en la calle, fomentar el empleo. Todo ello era factible, cuestión de presupuestos, de gestión, de voluntad, de delimitación de áreas y asignación a cada una de personal especializado. Reclamaba la preservación cuidadosa de la muy buena Enseñanza Media española y la adición, prolongación, creación y diseño de las nuevas ramas que los tiempos exigían. Existían para ello, a disposición del Partido Socialista Obrero Español (con mayoría absoluta), además de la entera maquinaria del Estado, un caudal de ilusión, una confianza probablemente irrepetibles. En lugar de esto, y mientras comenzaban a llover los casos de corrupción gubernamental, no se asignó un céntimo de presupuesto pormenorizado a la pantalla de humo que fue la Reforma Educativa, se permitió la instalación nocturna y diurna de tribus callejeras, se recurrió a hacer de los institutos cárceles y de los profesores patrulleros en vez de garantizar la seguridad de los barrios con suficiente vigilancia policial, se entregó como carnaza en movilizaciones demagógicas a agregados y catedráticos, se destruyó la enseñanza y falsificaron los diplomas y se exprimió al máximo en los bolsillos de la nueva clase en el poder el producto del endeudamiento público.
Para justificar la demolición del bachillerato se inventó una falacia repetida con la insistencia de las grandes mentiras: ése habría sido el precio de extender varios años más la enseñanza obligatoria. Como si la parquedad de medios sólo permitiese aguar el café y limitarse a mostrar la mantequilla a la tostada. La aseveración era en cada uno de sus términos (empezando por el económico) falsa. No hubo antítesis excluyente entre la extensión numérica del alumnado y el mantenimiento de nivel. Nada impidió en los años ochenta llevar a cabo una reforma del sistema educativo español que potenciara y ampliase sus aciertos, capitalizara los activos existentes, paliase las carencias y creara los servicios adyacentes que se habían hecho imprescindibles. Esto implicaba mantener los cuerpos profesionales, asignar a cada cual, según su nivel y especialización, al ciclo, edad de los alumnos y tipo de enseñanza, y establecer, por vía de urgencia y con importantes inversiones, una amplia red de centros politécnicos y otra, en conjunción con Asuntos Sociales, de asistencia, orientación y apoyo encomendada preceptivamente a psicólogos, asesores y especialistas calificados. Pero tal cosa hubiese privado a los dos sindicatos de opciones de poder y cerrado la barra libre a aquéllos que sustituían diplomas y méritos por fidelidades e igualitarismo de mínimo común denominador. Profesionalidad era antitético de un ecosistema basado en la arbitrariedad intercambiable.
Desde la transición de los años setenta, la democracia española coaguló en torno a compromisos que arrastraron, desde su principio, una voluntaria amnesia respecto a la historia real, un vago credo voluntarista de guerra ganada que en realidad no había tenido lugar. El nuevo sistema había sido pactado desde el antiguo, que era anticomunista, de economía liberal y nada democrático, surgía tras décadas de una dictadura militar personalista que supo favorecer el desarrollo y crear, desde los sesenta, una sólida y extensa clase media. La nueva época ofrecía, en contraste respecto al régimen anterior, consignas socialistas indeseadas e inaceptables si se hubiera tratado de instaurarlas con todas sus consecuencias, pero que actuaban como polo de adhesiones, afirmación de rechazo del viejo mundo, tan caduco como la por entonces reciente imagen del dictador agonizante y anciano. La imagen de modernización encarnada en unas siglas, PSOE, en un partido de mayoría y popularidad absolutas y en líderes con sólidos apoyos europeos de los que procedían los avales financieros de su campaña puso de repente la estructura y recursos del Estado a disposición de políticos de muy fresco cuño a los que el valor, como en el servicio, militar, se les suponía, que necesitaban legitimación rápida y rápida distribución de recompensas que les asegurara la base indispensable de una clientela dependiente.
La situación de la Enseñanza Media era, para la nueva clase dominante, insufrible, resultaba, en el sentido clientelar, catastrófica: Un lugar donde se ocupaban puestos por oposiciones, cursos y títulos universitarios, un espacio notoriamente individualista y libre, de tradición contestataria, en el que sustituir los datos objetivos por criterios ideológicos y certificados rápidos resultaba francamente difícil, un área de cuerpos profesionales bien delimitados en virtud de baremos inasequibles a la rápida improvisación. Se daba el caso probado por la evidencia de que los profesores llevaban largo tiempo ejerciendo muy satisfactoriamente sus funciones sin necesidad del comisariado pedagógico, de que éste, sus propagandistas y vigilantes eran a todas luces prescindibles y que las asignaturas fundamentales que constituían la médula de los saberes transmitidos admitían pocas componendas coyunturales y exigían una formación incompatible con la recompensa del nombramiento por fidelidades electorales.
Por lo tanto se impuso la destrucción de la enseñanza media como tal y se dispuso una vasta y tenaz maniobra de infantilización y confusión garantizadas. Los cuerpos profesionales se pulverizaron y revolvieron en la masa llamada de Secundaria, desapareció, reducido a mínimos en su contenido y en sus cursos, el bachillerato, los alumnos comenzaron desde entonces a recibir el aprobado general prácticamente por decreto en una inflación de certificados que, por su falta de fondos, se parece mucho a la monetaria. El Cuerpo Único era indispensable al partido, el PSOE, entonces en el poder y a sus dos sindicatos, CCOO y UGT, a los que pertenecían maestros de Primaria, de Formación Profesional que se vieron así graciosamente instalados en lo que eran antes institutos y plazas, obtenidas por formación, oposición y esfuerzo. Todos darán clase de cualquier materia a cualquier alumno de cualquier edad, todos se encargarán de las tareas burocráticas, de vigilancia e incluso de orden y limpieza que antes eran exclusivas de auxiliares administrativos, bedeles y conserjes, a su vez promocionados y satisfechos con la gratificante ola igualitaria, tanto más deleitosa cuanto que coloca a los que antes eran más considerados en razón de su grado académico en posición servil respecto a todos los demás, cuyas tareas se les asignan amén de las habituales propias. La maniobra se acompaña de un remedo de liturgia maoísta destinado a borrar cualquier criterio objetivo de especialización y de excelencia profesional mediante los improperios de elitista y reaccionario. La consigna de diversificación del alumnado sirve oportunamente para que la capa de docentes milagrosamente promocionados y/o que se han distinguido por su adhesión a la logse vea premiado su afán con reducidos grupos de diseño, apoyos, refuerzos, orientaciones y óptimas condiciones laborales. Se reproduce en los centros, en formato doméstico, el modelo de célula-grupo de presión, tanto más peligroso cuanto que, con la apariencia de paroxismo democrático de proyectos curriculares y atenciones a la diferencia sustituye por mediocridad e impunidad la igualdad racional de derechos y deberes. La bolsa unificada de personal era, y es, la garantía de arbitrariedad y promociones, de colocación, manipulación, sumisiones y dependencias.
El tercer pilar, sumado a la clientela así creada y al partido que patrimonializaba a ritmo vertiginoso las estructuras del Estado y a sus dos sindicatos, fue las Autonomías, que tuvieron en la ocupación de la enseñanza pública como terreno conquistado un plantel que nutriría la infinita, duplicada y triplicada cohorte de funcionarios locales y que garantizaría, hasta hoy, la manipulación de literatura, geografía, lengua e historia. Al otro lado del espejo, la industria editorial, apéndice a su vez de un monopolio de comunicación cuyo poder es rasgo peculiar del país, engordaba exponencialmente sus ingresos con los libros de texto peores, más caros y más pesados que se recuerda pero, eso sí, elaborados por equipos pedagógicos que se atienen al catecismo políticamente correcto, dedican un tercio del espacio a las ilustraciones multiculturales y motivadoras y subrayan en cada página los dogmas de rigor férreamente determinados por el vademécum de la corrección política. La comparación somera entre los volúmenes de Lengua y de Literatura (en aquellos felices tiempos asignaturas separadas) en el sistema anterior a la logse y los que se han venido utilizando desde la Reforma no admite dudas por la palmaria diferencia de calidad en detrimento de los últimos y desde todos los ángulos. Como un incunable o preciado y clandestino samizdat, se conservan y pasan de unos profesores a otros los excelentes ejemplares de Bachillerato y COU, de V. Tusón y F. Lázaro. Son modestos en cuanto a peso, ilustraciones, pretensión y grosor, pero su criterio de selección de textos, la claridad expositiva, la solvencia temática, el rigor en la elección de lo más importante y granado, la metodología transparente, lineal y cronológica, el equilibrio exento de pretensiones extralingüísticas y la solidez académica de sus autores los sitúan a sideral distancia de los refritos logse. La Reforma significó para las editoriales una golosísima y regular fuente de ingresos garantizada por vía oficial, hasta tal punto que uno de los argumentos con los que el gobierno siguiente, el Partido Popular, de quien se esperaba un saneamiento real, excusó la derogación de la ley del 90 fue que……no era bueno un cambio que obligase a cambiar los libros de texto.
Como, para prosperar y ser dignos de la nueva Revolución Cultural española que alumbraba desde los ochenta la Reforma, había que abominar de toda la enseñanza anterior, lucir innovaciones, desterrar los datos y bases mismas del conocimiento y sustituirlos por flamantes hallazgos, los inevitables equipos pedagógicos alumbraron esos farragosos volúmenes en los que se hace gala de completo desdén hacia la objetividad y la cronología. A falta de revolución, siempre podía alardearse de destrucción e inversión de elementos. Así se mezclaron géneros literarios, lengua y literatura, siglos y personajes, se sustituyó la clara nomenclatura de las materias por ámbitos, talleres, y áreas, y se enjalbegó el conjunto con moralina sociológica a base de ecología, pacifismo, breviario de educación en valores y relativismo igualitario multicultural. Mientras, cuando se les presentaba la ocasión, vía legado de amigos o familiares, los alumnos aprovechaban con avidez los textos del antiguo sistema y renegaban del pretencioso y costoso caos de los que se veían obligados a comprar.
Casualmente, las grandes editoriales que han hecho y hacen su agosto con esta industria se integran en la constelación mediática que reparte desde hace años las etiquetas de progresista o reaccionario. En la base de la pirámide, a años luz de los millonarios de cuño reciente pero igualmente interesados en el mantenimiento del negocio, se hallan los equipos (siempre numerosos, siempre indistintos, como mandan las reglas), redactores y partícipes de ingresos por ejemplares vendidos. De ahí el gran entusiasmo, en los institutos, de los grupos logse, el boicot y expulsión de jefes de seminario reacios a adoptar material de estudio de calidad ínfima pero del que los que los colegas colaboradores y familia cobran dividendos por haber participado en su elaboración, de ahí el ahínco en hacerse, a imagen y semejanza de la superior clase de los nuevos ricos de la Transición, un hueco al sol que más calienta y al que los accionistas de la izquierda de nómina y del progreso social no van a dejar extinguirse.
Cuando se ha construido una red de intereses tal, de la que comen tantos y a la que tantos consideran ya terreno comunal de disfrute por derecho, la situación es prácticamente irreversible y el mecanismo se lleva por delante a varias generaciones antes de que el principio de realidad, la evidencia del desastre cultural que aflora a la superficie sólo con el curso de los años y la añoranza del razonamiento levanten cabeza. La purga de la fatiga, la segregación, el acoso y el desánimo ante la imposibilidad de cambio y la usura del tiempo son un filtro eficaz de los profesionales calificados y libres. Los que, por mayor horizonte intelectual, por honestidad, lógica y por rechazo instintivo ante esta larga explosión de irracionalidad oportunista, se han aferrado a la resistencia pasiva y a la disidencia desaparecen para ser sustituidos por una clientela de perfil profesional voluntariamente borroso que, procedente de la docencia generalista y de taller, se siente satisfecha con la promesa, al precio que sea, de indefinido hueco laboral. La terminología obrerista resulta muy útil para engalanar el discurso de la nueva y acomodada clase, el taller de reformas educativas se resume en la sustitución de programas de estudios, currícula, criterios académicos y valor profesional por afiliados y votantes previsibles, reparto de parcelas, fachada de paz social y chantaje por parte de los representantes sociales. Como la experiencia ha demostrado, poco influyen en el modo de empleo de este taller los cambios de gobierno; son escasamente previsibles las manifestaciones contra el aprobado general, la ignorancia de Física, Latín o Literatura y el desplazamiento de Matemáticas, Química o Lengua para dejar espacio a adaptación a medio, ciudadanía, estudio dirigido o macramé. Hay un tácito consenso en la utilización de los menores como rehenes, moneda de cambio, ganapán en fin de los grupos de presión. Mientras las familias se vean libres de niños un máximo de días y horas, nada más fácil que el pacto y reparto entre un partido y otro. Las promesas serán externas a un corpus de educación nacional reducido a mínimos y a una distribución de personal intocable, se tratará de puros aditamentos, guindas de guardería gratuita, promoción de los idiomas e implantación de algunos centros especializados.
La situación crea lógicamente una doble franja de rechazo: la de aulas y alumnos cuya existencia y permanencia se debe sólo a la coacción legal y la del desventurado que se esfuerza por huir de tan desagradables condiciones de trabajo. El maestro hace cuanto está en su mano para que esa clientela agresiva y falta de la corrección más elemental no le quepa en suerte y ve en la bolsa única de trabajadores de la Enseñanza la ocasión de endosársela al que antes estaba especializado en bachillerato. Están en juego la angustia de todos los días, la tensión y la expectativa de insulto y, en el mejor de los casos, desdén cotidianos. Es un único caso laboral en el que la humillación se supone incluida en el sueldo. Los colegios de primaria van vertiendo apresuradamente en los institutos a todos los escolares con edad para ello, sin el menor criterio de control y con el lógico alivio de traspasar a otros el sector más ingrato del alumnado. Tras un reparto indiscriminado y general de certificados de Básica que no garantizan conocimiento alguno (negárselos a algún alumno significaría enfrentarse con asociaciones de padres, inspección y la llamada filosofía de la logse en pleno), los ya adolescentes llegan a tercero de la ESO en estado silvestre, con exigencia de juegos, impunidad, indefinida infancia y altos niveles del analfabetismo funcional. Ahí se mezclan los objetores al estudio, los que esperan una profesión apetecible, los que tantean la intimidación y la delincuencia y los muchos que podrían haber sido ayudados por el docente a adquirir conocimientos que, en ambiente tal, se reducen a tácticas de distracción y supervivencia. La opción única es no crearse problemas y esperar que, por aburrimiento o tras las muchas convocatorias de gracia, el ya adulto acabe abandonando el aula. La abolición del suspenso equivale a mejorar por decreto-ley la atención hospitalaria prohibiendo las esquelas, y ha alcanzado extremos tan espectaculares como la negativa, a petición de su familia, de que la hija, enferma varios meses, repitiera curso.
El temor y el desánimo han reducido al mínimo las denuncias concretas, las asfixian bajo toneladas de ditirambos al Glorioso Movimiento Educativo Solidario y Progresista. Denunciar el fraude significa cargar con las habituales corozas de conservador, insolidario, derechista, y, para completar el peso, fascista y/o franquista nostálgico. Soportar, en la mayor soledad, esto y su corolario de segregación y acoso laboral exige un desprendimiento y valor de los que, fuerza es decir, apenas se encuentran muestras. En 2003, el Boletín del Colegio de Doctores y Licenciados de Madrid acogía las amargas reflexiones del Sr. Migueles Posada sobre la eliminación, en los ochenta, del Cuerpo de Catedráticos para contentar a gobierno y sindicatos y abrir paso a su clientela. Desgranaba la larga lista de integraciones, en el nivel de Enseñanza Media, de titulación y procedencia tan variopinta como escasa en envergadura académica, compensada sin duda por la fidelidad a lemas y líderes. El factor miedo crea escuela, y también resignación, con vetas oportunistas, para sacar de lo malo el mejor partido posible. Queda el hecho innegable de que quienes podían y debían denunciar no denunciaron, que incluso en fechas tan tardías como febrero de 2004 el editorial del Boletín del Colegio de Licenciados faltaba a la verdad de forma tan desaforada en el fondo como prudente en la forma cuando afirmaba que en 1990 los profesionales pudieron libremente apoyar la LOGSE, que suponía un proyecto ilusionante. La más somera lectura de los textos normativos de aquella época ya revelaba al más ignaro una estulticia atroz, un incomible refrito de tópicos revueltos en el aceite del progresismo más rancio y torpe. Fue así desde sus comienzos, hasta extremos que no dejan a los colaboradores pasivos o activos ni siquiera la piadosa disculpa de la buena voluntad engañada o del esforzado empeño, pese a las carencias, de sustancial mejora en pro del bien común.
Ilustración explicativa: consiste en el fresco recuerdo de un instituto, ni mejor ni peor que muchos otros, al noroeste de Madrid. La cáscara física del edificio, al tiempo que se vacía progresiva e inexorablemente de alumnado, ha adquirido un aspecto gris y escueto de beneficencia carcelaria al que el ruido, el galope y la acampada no dan alegría sino sordidez. En lo que fue instituto de bachillerato y hoy responde a las siglas IES se mezclan adolescentes y niños de primaria, de forma que reciban aquéllos clase con un fondo infernal de griterío próximo y que copien éstos lo menos recomendable de sus mayores, escorado hacia abajo el conjunto por la invariable ley de la dictadura de los peores puesto que el paso automático de curso y la permisividad completa se ha ensañado más en los de menos edad. Llegados a ciclos que debían ofrecerles alimento intelectual adecuado, el potito gratis se impone y es, en cualquier caso, impuesto por alumnos que, acostumbrados a la impunidad, la amenaza y la ostentación de desprecio hacia estudios que ni aprecian ni pagan ni desean, dominan el aula.
Los pocos años de integración han vuelto irreconocible el ambiente mismo del profesorado, ahora maestril en el peor sentido del término. No falta quien, en privado, reconoce la inadecuación entre su currículum y el nivel en el que se le ha introducido por simple presión política. Flaco favor ha hecho a la categoría de Magisterio la conversión-para desdicha de los indefensos estudiantes-en Bastilla asaltable de lo que fue instituto. Viene a la memoria la descripción de Camus en El primer hombre de la extraordinaria pobreza de su infancia y de la importancia esencial de la enseñanza primaria y de la labor de su maestro, quien luchó por dotarle de la mejor base y le condujo hasta las puertas del liceo. El término maestro es ahora rechazado y considerado de menos valer por los interesados, los cuales no ignoran la distancia entre el hábito y el monje.
Por el centro integrado deambulan los que fueron profesores de bachillerato y se ven sometidos por la fuerza a tareas pueriles que desconocen, no han elegido y nada tienen que ver con sus opciones y formación. Recuerdan cuando enseñaban Física, Ciencias Naturales, Literatura, Filosofía, Geografía Universal y Española, Latín, Química, Griego, Arte, Historia. Se revisten de apresurados disfraces de guardés, vigilante de recreos y patios, oficinista, limpiador y portero. Han adquirido, los más, la conveniente pátina de parvulista multiuso. Donde antes se formaban, tomando café, pequeños grupos que discutían de lo humano y lo divino, de asuntos de actualidad social y política, en el sano tono distanciado del trabajo que marca la diferencia entre la congregación y los profesionales liberales, ahora la integración ha hecho maravillas, transformado a los individuos en homogéneo corrillo claustral, y ha impuesto un ambiente de cotilleo pacato que gira en torno a nombres y hazañas de los alumnos y que desahoga la frustración y el cansancio cotidiano en el reproche conventual hacia los rebeldes a la parroquia. En el maoísmo de opereta encuentra su oportunidad el acomplejado durante largos años por el escaso peso académico de las materias (calificadas como marías) que impartía; en el tono inquisitorial y la catequesis solidaria hallan su tribuna el reconvertido eclesiástico, el trepa de amiguismo y pasillo y el aquejado de mediocridad irremediable; en el igualitarismo compulsivo y el ataque a heterodoxos e independientes descubren todos aquéllos un arma de defensa propia.
De forma estrictamente simétrica a lo ocurrido con el alumnado, la ley del partido socialista ha potenciado en los profesores a la gente peor y lo peor de la gente, haciéndoles partícipes de una vileza que les obliga a defender el sistema, extender la ignorancia, negar la evidencia y actuar, por activa o por pasiva, como lamentables compañeros de viaje. Al que era intelectual de cierta envergadura y no le apetecía la intemperie de la disidencia se le ofrecieron ciertos oropeles que contentasen la conciencia y el amor propio, véase el joven coro, admirativo y vagamente subalterno, la excusa de la solidaridad respecto a colegas que obtienen puestos a base de propugnar e imponer tareas nocivas e inútiles, la discreta huida al nicho burocrático o la jubilación anticipada. El paso a la Democracia puede utilizarse, y en España en gran parte se hizo, como señal de que se abre la veda para ocupar la Administración y sustituir a los profesionales por parroquianos de los partidos. Se lleva a cabo mediante nombramientos de gentes de menos valer y favoreciendo que la gente que valía valga menos porque prefiere, a los trabajosos estudios y la labor bien hecha, los atajos que procura el juego de camarillas. Es cáncer de difícil recuperación que deja mermados a los Cuerpos Profesionales, a la sociedad a la que deberían prestar sus servicios y a los que fueron o podrían ser eficaces juristas, gestores o docentes.
Las anécdotas adquieren rango de categoría porque conciernen a miles de individuos, son estratégicas y durables y ejemplifican un curioso proceso de engaño asumido no exclusivo (pero si propio) de la España actual. Los implicados son personas perfectamente conscientes de que la situación es nociva, que significa la negación de conocimiento, educación y aprendizaje. No lo ignoran pero, como las directivas proceden del polo positivo, el amago mismo de oposición y denuncia les está vetado so pena de ser incluidos en el gueto impresentable. La adhesión encuentra excusas fáciles. La infantilización forzosa, la negación de esfuerzo, excelencia y saber pueden con facilidad revestirse, cara a los demás y a sí mismo, de la mímica del misionero social y del estajanovista incansable, de la sutil soberbia de la sufrida y ejemplar humildad en los más bajos menesteres, de la orgullosa modestia de apoyar, sea cual fuere la irracionalidad y perversidad de los hechos, al bloque de los Buenos (izquierda, progresistas, socialistas, democracia, sector público) frente al tradicional bloque de los Malos (derecha, reaccionarios, liberales, oligarquías, sector privado). Es, en procesos como éste, importante que la vileza asumida impregne hasta los últimos estratos del cuerpo laboral porque hace de cada miembro un cómplice que aspira, tras haber pagado el peaje de la sumisión, a briznas de beneficio, continuidad de su reducto y, mediante la ceguera selectiva, a preservar una devota y encomiable imagen de sí mismo.
Esto en cuanto a la clase de la tropa, compuesta en buena parte por una base amedrentada por la aparente irreversibilidad del proceso y por el continuo chantaje verbal, vulnerable al manejo mediático y deseosa además, en ocasiones, de promocionarse a golpe de consigna. Parte de los temarios de oposición pasaron, por ejemplo, a basarse en la exégesis de los artículos de la logse, ni salvación ni profesión podían existir fuera de ella. La postura al uso debía caracterizarse por el desdén hacia currículum, diplomas y referencias comprobables y por la aseveración de la importancia fundamental de cualidades pedagógicas a caballo entre la mística, la vocación misionera y el alegre desbordamiento del instinto maternal, supremos dones que sólo podían ser juzgados por representantes del clan según la lealtad a los principios de la Ley de 1990. Sobre esta capa y través de ella, por los canales de los liberados de los dos sindicatos y de los pequeños líderes socialistas y autonómicos, se extiende una clientela mucho más ávida a causa de la precariedad de sus cargos y funciones y de la necesidad imperiosa de mantener la estructura nutricia y de agradar a los jefes. La ocupación de empresas públicas es aquí meta prioritaria, tomando el perfil psicológico y la fluidez intercambiable como normas. La red de interesados e intereses es capilar y extensísima, comprende desde el experto atrincherado en centros de supuestamente indispensable formación pedagógica hasta los celosos asesores ministeriales, pasando por miríadas de gozosos dueños de reinos de taifas premiados, sea con proyectos de diseño para alimentar y multiplicar diferenciaciones que conviene a toda costa mantener, sea con cotas de poder que les permitan justificarse abrumando de reuniones, diatribas y órdenes a la infantería de la tiza.
Los dos sindicatos CCOO y UGT, que quizás en otros sectores pudieron tener un papel útil y necesario, han resultado en la enseñanza española desdichados y activos agentes de la injusticia y del desastre desde el momento en que el partido con el que se aliaron les ofreció la Administración como oficina de empleo y botín, en una curiosa inversión que supedita a esas funciones el bien común, la eficacia profesional y los mecanismos democráticos. Conviene además tener en cuenta que en estos terrenos los liberados sindicales lo son de un trabajo cada vez más ingrato, como fruto lógico de cuanto ellos mismos han impuesto, que el porcentaje real de afiliados es mínimo, y que se han constituido en clan fáctico extremadamente virulento que vive de los réditos de una supuesta condición, sagrada e indispensable, de agente y mediador. Les es vital el halago de asociaciones no profesionales, que se reducen con frecuencia al manipulable club vecinal o al grupo de estudiantes a los que se sigue prometiendo gratis pan, aprobado y circo y que representan fáciles plataformas de control y propaganda. Precisan adueñarse del espacio mediático, la amenaza, el ruido y la calle, y mantienen así territorio y pretorianos. Es ésta una clase que tiene mucho que defender porque nunca antes, a cambio de la llamada paz social, les había otorgado el Gobierno ventajas materiales semejantes. La idea de volver a sus puestos como soldado raso les resulta impensable, comulgando en ello con la espesa costra de ricos de concesión y corrupción, artistas subvencionados y políticos sin más oficio, porvenir ni beneficio que los otorgados por su partido. La tenacidad y virulencia son estrictamente proporcionales a la certidumbre de que su suerte está ligada a la del ecosistema de mediocridad preceptiva. Proclamas, siempre previsibles y corales, y actuaciones guardan un notable parecido con el coro defensivo de ladridos de los mastines de Rebelión en la granja.
El logro social y ético igualitario ha sido utilizado a efectos de maquillaje puramente oportunista que impida la visión del lamentable estado de los árboles mediante la tala masiva de colinas. Los jóvenes, depositados tras la guardería en la sociedad de la competencia, están formados a la imagen y semejanza del tejido tribal que pretende dominar el país. Su bachillerato ha sido el más corto de Europa, los que hubiesen querido y podido aprender algo no lo han hecho, se han trufado sus horarios de manualidades, psicologías, sociologías y transversalidades mientras se les despojaba de estudios de mayor calado, han sido privados de desarrollo lineal histórico, fechas clave, escritores señeros, visión geográfica global, razonamiento teórico, memoria, antigüedad clásica y conciencia de las raíces del área occidental cuyos logros y derechos disfrutan. Son, respecto a ésta última, además, los únicos entre sus coetáneos a los que resulta vergonzante, y casi innombrable, la referencia histórica, la pertenencia, los símbolos y el nombre, España, de su país. Su libertad es la del niño mimado, pero no la de la soledad reflexiva, el esfuerzo y el riesgo asumidos y la necesaria maduración mental precisas a la adolescencia. Es particularmente sangrante, por lo espuria, la privación del espacio docente igualitario, en el sentido noble y positivo del término, de la que se ha hecho víctima a una gran cantidad de alumnos de escasos medios económicos, no menos capaces de desarrollar hábitos de conceptualización y de estudio que sus compañeros más brillantes pero arrastrados fatalmente hacia el fondo por el ambiente general. Las capas más necesitadas del pueblo, esa palabra de la que se llena la boca el izquierdista de nómina, han sido, y son, las principales perjudicadas de los que les han repartido al voleo los cheques sin fondos de diplomas sin conocimiento alguno. Los sectores que se presentaron como adalides del progreso abortaron la espléndida posibilidad, en un momento de gran ilusión, de impulsar una sólida reforma educativa que aprovechara y extendiese la muy buena Enseñanza Media española y se ocupara, por otra parte, adecuadamente de los demás niveles pedagógicos y, en muy distinto plano, de las tareas propias de la asistencia social. En vez de esto, arrasaron los cuerpos profesionales, fomentaron la huida de los alumnos hacia la enseñanza de pago y colocaron los réditos de su clientela política, local, empresarial y sindical muy por encima de los valores democráticos y el servicio público. Toda una transformación en Hyde del Jekyll progresista.
¡BIENVENIDO, MR. MAO!
La red de intereses, la maniobra de desahucio y distribución por parcelas de la enseñanza pública no podían exhibirse en toda su crudeza ni siquiera a sus autores y actores. Hacía falta un andamiaje sobre el que ondease al viento el conveniente y gigantesco telón publicitario, unificado e impermeabilizado con el dogma de las bondades del igualitarismo. El proceso ha tenido por igual todos los atributos de la falsa ciencia y del bonsai totalitario: infantilización, sacralización de la innovación y demonización de memoria y de pasado, reducción del entorno mental, temporal y físico, sustitución del saber, el análisis y el dato por la corrección política y el tópico, unificación a mínimos y explotación del victimismo, de la envidia, de la irresponsabilidad gregaria y del filón del nacionalismo tribal y doliente, sin que faltara la anulación de individuo, calidad, mérito y su sustitución por la indiferenciación intercambiable de sujetos. Se ha producido esto en dos direcciones: con el profesorado, porque permitía repartir entre clanes el espacio público existente, y con los alumnos, a los que había por fuerza que laminar para trocearlos luego entre los aspirantes al reparto.
En el ápice de la pirámide se hallan beneficiarios de perfil muy distinto al de la masa: la capa fáctica que diseñó, impuso y mantuvo el credo ideológico de los años que siguieron a la Transición, la cual es, en realidad, un gobierno tras el Gobierno. La mitología bautizada como izquierdas ha sido para ellos una inmensa fuente de beneficios. Era imperativo, en los años ochenta, ofrecer a una opinión deseosa de vivir en la confortable democracia burguesa pero halagada por rituales de admiración socialista una revolución virtual. Había que olvidar, anular, mutilar y transformar el pasado, hacer de políticos diseñados a medida de las circunstancias y las exigencias de cambio y modernidad los luchadores de un largo, heroico y mayoritario combate que no había existido, ocultar sobre todo que el proceso de paso de la dictadura a la democracia se debió, no al arrojado heroísmo de los nuevos líderes, sino a la prosaica pero eficaz extensión de la clase media, la prosperidad económica desde el comienzo de los sesenta, la general voluntad de concordia, la fuerza irresistible del cambio de los tiempos y la atracción del conjunto europeo. Se imponía que precisamente los autores materiales del esquema de la transición democrática al Estado de Derecho y a las libertades se autoinmolaran, puesto que pertenecían al sistema anterior y se precisaba del rostro fresco de líderes recién fabricados para consumo de cámaras, de pensamiento fácil y de alabanzas a la amnesia colectiva y a sistemas socialistas preceptivamente platónicos. Mientras, se fortalecían el tejido técnico y los servicios y estructuras del país moderno.
Surgió así una clase de ricos tan nuevos como ávidos, tan inseguros como prepotentes, que precisaban con urgencia de legitimación ideológica, y la obtuvieron a base de perpetuar el recurso maniqueo a las dos Españas y de apropiarse de las múltiples ventajas económicas, del glamour y del muelle confort propio de Buenos de una película que habría comenzado, en la década de los treinta, con una república de idílicos rasgos sostenida, de común acuerdo, por grupos amantes todos ellos de la democracia, el pluralismo y la libertad. Se trataba de proyectar, de 1936 a la actualidad, una guerra civil de pureza dual e interminable en la que el franquismo representaba el Mal absoluto, sus treinta y seis años de régimen un páramo sin mezcla de bien alguno, y, por el contrario, el partido socialista elegido por abrumadora e ilusionada mayoría en los años ochenta era la manifestación final de anheladas utopías. El mito fundacional antifranquista se corresponde en esta clase dominante a los de autoctonía imaginados por las supuestas nacionalidades históricas de primera división para justificar sus clientelas políticas, ventajas, exenciones, prebendas y fueros respecto al resto de los ciudadanos. Los representantes de un nuevo régimen curiosamente esquizofrénico habían de definirse a contrario, dado que la realidad-en la que también ellos estaban gozosamente instalados y de la que sólo abominaban en el discurso-era capitalista, burguesa, de propiedad privada, libre mercado, mundo occidental y democracias parlamentarias. Eso era lo que funcionaba y, sin lugar a dudas, el sistema al que tanto ellos como sus votantes aspiraban en el futuro. Para mantener la ilusión de autoctonía ideológica revolucionaria les era imprescindible un firme control y anclaje en los medios de comunicación, la pasarela cultural y, de forma más durable como vivero y reserva, en la enseñanza.
La Reforma Educativa de 1990-puesta en marcha mucho antes de tal fecha, no por solicitudes de adhesión, como solía decirse, sino en la mayor parte de los casos por imposiciones puras y netas-reunía grandes ventajas: cumplía con el requisito Comunitario de generalizar la enseñanza obligatoria y gratuita hasta los dieciséis años, facilitaba grandemente la manipulación partidista de la cultura y ofrecía a la galería y al consumo interno de los correligionarios revolución sin revoluciones, igualitarismo, asistencia social, aparcamiento juvenil y diploma automático. Se trató de un gran fraude que carecía de fondos específicos y desviaba la atención de enriquecimientos súbitos, negocios turbios y gestiones ruinosas. En ella tenían promoción y acomodo clientelas no precisamente caracterizadas por su formación, valía intelectual, espíritu crítico ni respeto por el saber. El diseño no se presentó, naturalmente, entre sus fieles como un desguace y reparto del sistema anterior; se cubrió el andamiaje de clichés verbales de inevitable adhesión, pero, sin la oferta de puestos a la clientela del Partido y a sus dos sindicatos, la Gran Reforma no hubiera existido jamás. Una vez asentada, sólo cabía el mantenimiento del conjunto del edificio a ultranza, sin cambio alguno, porque el menor movimiento revelaba, bajo el estucado de consignas, la estulticia abrumadora y los deleznables contenidos. De ahí el absoluto rechazo al cambio, la virulencia defensiva, la censura férrea a las críticas. Debe mantenerse blindada, sin concesiones ni fisuras, por un silogismo simple: es igual a defensa de la enseñanza pública, igual a progresismo, igual a socialismo y, por lo tanto, inatacable.
Desastres aparte, el movimiento unió desde luego, en lo que respecta a sus patrocinadores, lo agradable con lo útil. Al grito de ¡Bienvenido, Míster Mao!, permitió a una generación (tan amante del buen vivir, la ropa de marca y el envío de los hijos a colegios anglosajones como ayuna de valores profesionales y de honestidad personal) el lujo verbal igualitario, el derroche de calcos del Pequeño Libro Rojo que plagan literalmente la normativa, la exhibición, al fin, de un gran logro revolucionario que compensara las corruptelas millonarias, la cultura coral subvencionada y las cegueras impresentables.
No faltaron ingredientes mitológicos de obligado cumplimiento: la Modernidad entendida como superioridad, por el simple hecho de oponerse al pasado y a lo existente, de cualquier cambio fuera cual fuese su estulticia, el Tiempo y Hombre Nuevos indispensables para el enfrentamiento generacional tan caro a cualquier totalitarismo que se precie y tan emblemático en la estrategia, durante la Revolución Cultural china, de acoso y destrucción de las capas adultas más formadas, maduras y críticas. Esto equivalía a podar la Historia, amputarla de cuantos hechos y datos objetivos no favorecieran a socialistas y nacionalismos por medio de un extensísimo aparato de propaganda monocolor y con una censura tácita cuyo rigor se ha seguido manteniendo hasta hoy.
Era la Revolución Cultural Celtibérica, en manos de trabajadores de la ideología y de talleres de socialismo compuestos por gente que, como el resto del país, no tenía la menor intención de abandonar el sistema del cual obtenía bien defendidas parcelas de bienestar, pero que precisaba identificarse con el clan de los Buenos frente a los Poderosos, los Ricos y las Derechas. Los grupos por entonces en el poder se acercaban tanto a la República de Profesores de los años treinta como los cantores de un cumpleaños a la Orquesta Nacional, pero recordaban los estribillos del 68, la épica juvenil de los partidos prochinos y el vago peronismo al hispánico modo. Era un hermoso fondo, aderezado de sentimiento, ruptura y ebriedad iconoclasta. Los que mandaban, que no se distinguían por su envergadura intelectual, encargaron la tarea de elaboración del andamiaje y fachada a una extensa grey, de tono también muy menor, que fabricaba, al diseñarlo, sus propios nichos ecológicos. Ningún tópico estuvo ausente. Las palabras clave eran antifranquismo, progresismo e igualdad.
Respecto a ésta última, pocas veces habrá sido usado un término (en España y fuera de ella, ahora y durante el siglo XX) de forma más antagónica al entusiasmo que marcó sus orígenes y a la felicidad de las personas. Bajo la palabra igualdad se han cobijado las más durables carnicerías, los genocidios culturales y sociales más prolongados, los desatinos económicos más extensos y persistentes. En el modesto perímetro que les permitían sus medios, los dirigentes españoles arrasaron de forma notable, y afianzaron una red de intereses sólo, quizás, con largos espacios de tiempo biodegradable. Se jugó por ejemplo, a imitación de la China de Mao, a eliminar a las élites en un reducto, la enseñanza, limitado pero apetecible. Aquella pobre aristocracia lo era de oposiciones rigurosas, especializaciones, cátedras, agregadurías, largas carreras universitarias. Había que repartir sus prebendas, que consistían en dar clase a quien y de lo que correspondía y en ocuparse de los niveles que le eran propios por la lógica de los conocimientos. El Boletín Oficial del Estado los descabezó limpiamente y los fundió con la masa de trabajadores del aula, cuyos jóvenes pobladores, de forma estrictamente paralela, eran segados a su vez por la ley de Procusto y la homogeneidad, que se consideraba sin duda propia de la justicia proletaria. La Reforma, clamorosamente ensalzada por los medios de comunicación del partido en el poder y sus dos sindicatos, debía, como todo plan quinquenal, ser un éxito por decreto ley y exhibir logros incuestionables que rozaran el 99%. El trato a los alumnos se caracterizaba por una nueva actitud según la cual todo intento de aprendizaje, toda indicación sobre la necesidad del estudio, del esfuerzo y la conveniencia de las buenas maneras se consideraban aspiraciones inauditas, abusos descarados y atropellos a la continua diversión, el capricho satisfecho y la libre expresión que por derecho les correspondían. Como con los estudiantes chinos de la Revolución Cultural (tan calcada por el revival de sus compañeros y compañeras españoles), el profesor pasaba a ser un sirviente disponible las veinticuatro horas. De hecho, no hubo demagogo, tanto en el PSOE como en casos de arribismo congénito del Partido Popular (véase el que fue en los noventa consejero áulico del Presidente de la Comunidad de Madrid) que no lanzara a la opinión pública ofertas de institutos convertidos en depósitos permanentes de menores. Ni osó dirigente alguno aventurar la conveniencia de, en vez de verter dinero indiscriminado, reorganizar el personal docente con criterios de eficacia y aprovechamiento en virtud de formación y especialidad. Se trabajó a fondo desde la prensa oficialista-que en España ha sido casi toda por un notable fenómeno de monopolio cultural-la confusión entre enseñanza y servicios sociales, de forma que el profesor culpable de superior nivel y ajeno a tareas de guardería infantil entrara en la categoría de elitistas, vagos y maleantes. Cara a una sociedad cuya huida de las servidumbres de la natalidad refleja la demografía, se hizo espejear, a costa de una formación vaciada de los conocimientos que le dan significado, el ideal de la República platónica, en el que el Estado tomaría a su cargo a la progenie cada hora y día del año. La oferta incluía reparto puntual de diplomas que no avalaban más fondos intelectuales que una fotocopia de un billete el oro del Banco de España, pero que se otorgarían de manera regular y homogénea al cabo de una escolaridad que a veces, en su artificial prolongación, revestía apariencias de adultos travestidos en párvulos para alguna función teatral. Tanto valdría el cansino objetor al estudio como el sobresaliente, el lector de biblioteca como el comedor de pipas. Iguales todos, bachilleres de un bachillerato de entremés, diplomados en un país con el porcentaje de estudiantes de universidad más alto del mundo y cifras igualmente astronómicas de titulados superiores en paro.
La parodia maoísta ha cubierto con su burka la totalidad del edificio docente, y es una burka amplia por la cantidad de fundamentalistas de nómina que viven bajo ella. Por supuesto incluye el todo el poder a las masas, que se traduce en el mantenimiento y promoción de cuantos colectivos no profesionales sean susceptibles de utilizarse como plataforma fáctica, representantes oficiosos, interlocutores oficiales, dueños en fin de las reglas de un juego populista aderezado de acciones callejeras, pronunciamientos mediáticos y presión en el ambiente local. La Masa, ese ser mitológico, se materializa en quien conviene, es el alegre asambleísmo en el que se decide la destrucción de las tarimas, la toma de palacio de invierno a escala de representación navideña escolar en la cual se vota el control, por discípulos, padres y personal no docente, de los claustros, es el acoso y derribo de profesores de honestidad y de talla indiscutibles llevado a cabo por la asociación vecinal, convenientemente guiada por los más acérrimos defensores de la política de la Reforma. La masa es una entelequia utilísima para obviar análisis concretos, negar la capacidad personal, eludir la responsabilidad en los propios actos, eliminar presencias molestas, invadir territorios, repartirse dinero ajeno, saltar laboriosas etapas de trabajo y esfuerzo y ocupar espacios por el método de la gesticulación, el grito, la adhesión y la pancarta.
Hay en la Enseñanza española una extrapolación de los métodos asamblearios, de las componendas sindicales, que sería, por puro principio de realidad, impensable en la mayoría de los ámbitos de las actividades humanas, que equivaldría a la votación de la validez de los principios de la Física, a decidir a mano alzada si se encuentra o no el río Yukón en Canadá o cómo conectar los hilos de las instalaciones eléctricas; sí es de recibo someter a las amplias masas si conviene más estudiar el Poema de Mío Çid o un recetario de La Albufera en idioma vernáculo. En los seminarios (reducidos por ley a departamentos, como la enseñanza media a secundaria, porque no hay inocencia en el cambio verbal), inspección, prensa, charlas, informes la simple mención de categorías académicas, de diferencias palmarias, de calidad, importancia y contenido, de relaciones causa-efecto entre quién hace qué y lo que se obtiene según lo que por calificación y profesión se aporta, resulta insultante, evoca distinciones no por obvias menos insufribles, ya que se vienen presentando a la galería como el sistemático fruto de una injusticia, tan antigua como vaga y difusa, sin relación con la responsabilidad, las dotes y las acciones concretas. Así, es fácil vender el ideal de un hijo eternamente mantenido por esa versión mejorada del Estado de Platón que le hará pasar a la guardería desde la incubadora, le acogerá, llegado el caso, vacaciones y fines de semana, le ofrecerá indefinida matrícula gratuita en estudios sin aprobado ni provecho y le asignará en la edad adulta un salario de paro. Dice mucho de la perversidad (o estupidez; no son incompatibles) sectaria del revolucionario de nómina y prudente distancia del socialismo real el que se haya llegado a sacrificar a una juventud, entre la que pueden encontrarse los propios hijos, dándoles el más envenado de los regalos: la cultura de víctima, de perpetuo asistido en un sistema en el que sólo cabe enorgullecerse de la existencia marginal, interpretar el mundo en términos que siempre exculpan al individuo y culpan al sistema y mirar con desdeñosa envidia las naciones fuertes y el progreso ajeno.
La nueva clase dominante emanada de los monopolios culturalmente correctos disfruta de sus dividendos a un alto precio: Se lleva privando cada día a los jóvenes de los conocimientos, el nivel, el medio, el personal docente y el adecuado alimento intelectual. Son especialmente afectados todos aquéllos para los que la Enseñanza Pública era el único medio de promoción social para quienes no existe más ventana al mundo y a la mente, más acceso a la cultura ni más oportunidad igualitaria que la del aula. Se ha conseguido herir de muerte el viejo ideal de la Enseñanza General Buena, Aconfesional y Gratuita respecto a la que la exacerbación del cheque escolar y la libertad perfecta no es alternativa en el caso de los sectores cultural y económicamente más pobres; el cheque escolar dejará, por ejemplo, en manos de la madrasa y los imanes a las hijas de inmigrantes islámicos confirmando así su segregación, y enviará automáticamente a fábricas y hostelería a multitud de jóvenes de modesta procedencia. Ya hay generaciones que, despojadas de su herencia, dispondrán por todo bagaje, tras la adolescencia artificialmente prologada, de la inseguridad propia de su ignorancia sobre el mundo, del desconcierto respecto a las raíces y el futuro de su época y del desdén, mezcla de falta de apego y de desconocimiento, respecto a su propio país.
Contra lo que pudieran hacer creer las referencias foráneas, los maoísmos y aspiraciones (en la medida que lo permiten las circunstancias) totalitarias pueden adoptar, como en España, forma de mosaico y destruir, con el recurso a la red de células políticamente correctas y no menos intervenidas, la inteligencia, el derecho y la libertad. Para los clanes nacionalistas la fragmentación educativa ofrece el terreno ideal para la jibarización esperpéntica de literatura, geografía e historia, la mediocridad nepotista elevada, por efecto de perspectiva, a las cimas del mérito a causa de la exigüidad del horizonte y el rentable llanto sistemático. Se enfrentan al más tímido y colaborador de los adversarios: un Estado central dispuesto a todas las concesiones, omisiones y silencios con tal de evitar escandalosas protestas y de llegar a la apariencia de pactos.
Los aderezos maoístas y el retromarxismo lírico acompañan a un mito cuya fecha de caducidad toca a su fin: La impecable perfección de la Transición española. Las cesiones entonces al chantaje de grupos de presión sin más horizonte que el botín rápido revelan hoy, como un edificio sus grietas, la inviabilidad de partes de la estructura. Los huevos de serpiente depositados en los años setenta entre los regalos de las hadas buenas eclosionan y engullen nido, árbol y bosque. Abocadas al nepotismo y el corto plazo propios de la cercana clientela, las diecisiete autonomías siempre fueron una entelequia necesariamente ruinosa y un absurdo proporcional parlamentario, un federalismo gratis total que creaba una indefinida dinámica feudal y autojustificadora. Revistió el proceso muy mayor gravedad en los casos de Cataluña y País Vasco (haz y envés del mismo fenómeno), para los que fue providencial el mito de la gran lucha y oposición antifranquista que nunca realizaron y donde sus nuevos ricos se mostraron particularmente ambiciosos y virulentos, y recurrieron al rápido control de medios de comunicación, de cultura y de enseñanza y a la imposición de hechos consumados, fuera por medio del aprovechamiento activo o pasivo del asesinato a cargo de ramas terroristas, fuera por el generalizado clima de coacción implantado por las familias locales.
De forma semejante, en el nido de la Transición se depositaron otras semillas de pésimos frutos: Parte de los supuestos luchadores antifranquistas ensalzados y amnistiados eran y son capos, simpatizantes o encubridores de bandas cargadas de delitos de sangre y apologías a la sumisión a fundamentalismos totalitarios, y su prosperidad está directamente relacionada con la manipulación de sucesos, datos, comunicación y cultura. Son el Mr. Hyde necesario de los amantes de la revolución virtual y se basan en el control mediático e institucional que comparten (y en el que gozan de todos los beneplácitos) con las enriquecidas burguesías autónomas. En el extranjero (donde omitieron por sistema que la pistola siempre se ponía en la nuca de los mismos) y en España hasta hace bien pocos años, ETA, el grupo terrorista vasco autor de cerca de mil asesinatos, ha disfrutado de la simpatía inspirada por los defensores de la libertad, cuando lo cierto es que el autoritarismo franquista resulta un paraíso democrático si se compara con la dictadura propugnada por tales paladines: una mezcla asfixiante de paleomarxismo tribal con ribetes albaneses y maoístas a la que se añade el racismo propio de las derivas fascistas. Y a esto, simplemente porque resulta útil para sus beneficiarios y porque se envuelve en la bandera del mito antifranquista, se homenajea, aplaude y permite impunidad hasta el día de doy.
La fértil imaginación de un plantel de clientelas, de cortes en la sombra, de ministros in péctore y de presidentes de toda la vida ha creado reinos ancestrales, desenterrado y vestido esqueletos, empapado en llanto los escasos restos del dialecto local y organizado la fabricación de rentables agravios. La ley preveía un porcentaje común a todo el territorio nacional en los temarios de enseñanza. Ni siquiera esto fue defendido. El incumplimiento legal ha sido y es sistemático, absoluto e impune en Cataluña y el País Vasco, en Galicia y en Valencia. Las clases se dan en su práctica totalidad en lengua local, los escolares salen sin saber castellano, la desigualdad de oportunidades avanza de forma galopante, porque sólo los centros de pago ofrecen enseñanza en un idioma que no sea el de la región. No hay inspector que ose poner los pies en tales aulas y denunciar la situación, ni autoridades que den curso a la denuncia, ni Gobierno y Constitución que defienda a alumnos y leyes. Sus libros de texto son una caricatura de la historia y la geografía, de la literatura y el arte. Lo que se practica no es el razonable conocimiento de la cultura local, sino la desmesura, el sectarismo, la manipulación y la ignorancia bajo el común denominador de borrar o minimizar lo que a España como nación concierne, hinchar hechos de escasa relevancia, obras de calidad muy mediana, personajes sin envergadura, y llenar con el compuesto todo el horizonte. El sustantivo España, de mención nefanda, se caracteriza por ser despreciable, foráneo y adverso. El vistazo más somero a las páginas de tal material de estudio grita la evidencia. Las empresas afines acumulan, por este medio, beneficios monumentales. Paralelamente, conviene recordar que ayuntamientos, diputaciones y demás organismos locales cuentan entre los mayores, y son con frecuencia los mejores, clientes de la industria editorial y de los viveros de cultura subvencionada. Cuando existe tal red de dependencias y de apetitos raro sería el cargo, partido, liberado sindical o director de publicaciones que se decantara por la verdad pura y simple. En palabras de un luminoso dirigente regional, ya está bien de enseñar las mismas fechas y batallas. Las lecciones de historia, los textos de lectura, los comentarios y ejercicios regidos por la ley que traspasó las competencias educativas a las autonomías llevan moldeando a sus jóvenes en la liturgia del terruño desde hace más de veinte años.
El crescendo de virulencia nacionalista en las tres denominadas autonomías históricas españolas (como si las demás regiones carecieran de historia alguna) está en estricta relación con el cambio generacional de herederos y beneficiarios de la transición de los años setenta, de la carga de chantaje y presiones forzosa o voluntariamente asumida para evitar violencias y acelerar y suavizar el proceso. Se dio y otorgó entonces sin discusión y sin precios, se pidió y acaparó sin costes ni contrapartidas. Tan rentable dinámica a corto plazo es, para los receptores, imparable. Envejecidos los líderes, la impaciencia de las bocas insatisfechas de los que llevan años en las listas de espera se hace incontenible. La joven clientela multiplica su número y sus peticiones, crecidas éstas por el hábito incuestionado de la exigencia y por la adhesión al dogma, a la creencia en antiguos agravios que, sin mayor análisis, legitiman a la vez la propia posición socioeconómica, los medios empleados y las categorías deontológicas.
Tras el telón nacionalista hay, pues, un cui prodest amplísimo e insaciable, una avidez de taifas que ha reducido los nobles ideales de tolerancia y coexistencia democrática de la transición a la rebatiña. Eran precisos, a efectos de reparto, una opresión milenaria, un mito fundacional de autoctonía, un folklore de la queja y la diferencia y una rápida toma de territorios legales. La tímida dejadez que presidió las componendas de la década 75-85, con gobiernos, de uno y otro signo reducidos a la impotencia por una matemática de representación parlamentaria que se traduce en dictaduras de minorías, ha continuado. Se duplica y triplica con cada virreinato la fiel clientela, la espesa gens que cobra y vive a fuerza de ahondar en el particularismo, abominar de horizontes más amplios y objetivos y alimentar los penates con mitología visceral. Su clero se funde con las premisas que lo sustentan, la secta genera su propia envoltura ideológica, la clientela modela los datos objetivos según los estrictos parámetros que su legitimación precisa. El millón de funcionarios creados por las autoridades autonómicas para su propio servicio, las cortes de subdirectores, secretarios de estado, presidentes, asesores comparten con el vate local y el último interino el tribalismo vecinal en el que son determinantes las relaciones personales, la fidelidad al jefe y la profesión pública de fe. Es un mundo inverso al que dio lugar a los estados modernos, al individuo emancipado de la servidumbre del señor feudal y del noble al que el concepto y estructura del país grande garantizaba, precisamente por su centralización y extensión, la igualdad de derechos de los ciudadanos, la fluidez de comunicación y desplazamientos y la libertad. La ola de regresión medieval se retroalimenta con enemigos y agravios. Las sucesivas concesiones, mimos y pudorosos silencios por parte de ministerios y gobernantes, la ausencia de precios por los privilegios recibidos, la continua impresión transmitida por los medios de comunicación de que se les debe dar todo por nada llevan décadas potenciando la espiral. Porque la línea del chantaje es por naturaleza ascendente e indefinida.
El emperador se pasea desnudo, pero cubierto con una armadura de fervorosas profesiones de fe que hacen inconfesable, y prácticamente inexistente, su desnudez. Cabe preguntarse si la mitología es irreversible y el monopolio comunicativo, una vez adquirido, omnipotente. Hay una escalada de dependencias en el edificio de los mitos que vienen justificando a la nueva clase dominante. Educación, con el significativo ejemplo de la Reforma del 90, es parte de un entramado que se apoya, a su vez, en decorados sucesivos diseñados en escenarios de muy mayor amplitud. El hilo conductor lleva hasta los fangosos territorios de la traición a la razón y la ceguera ante la evidencia, todo un arte propio de los admiradores de espléndidas y afortunadamente lejanas utopías, de los socialismos reales. La cadena de mitos pasa por la invención maniquea de la historia (con inclusión de un imaginario instrumental basado en la Guerra Civil), y conduce invariablemente hasta víctimas que lo han sido, allende y aquende fronteras, que lo fueron físicamente de las peores y más profundas dictaduras y que lo son intelectual y socialmente de la clase parásita que ha hallado en las utopías que aquéllas defendieron un filón. Como en los planes quinquenales, en las hambrunas y en las colectivizaciones, la historia sólo recoge al final supervivientes, resultados, nunca el silencioso y abrumador déficit de carencias, ruinas, fracasos, capacidades malgastadas y vocaciones truncas. La clientela se ha constituido en batallón nada desdeñable al que la variedad de uniformes e himnos garantiza la pervivencia. El nuevo clero juega a la imposición de su criatura presentándola como la obvia y lógica alternativa a lo existente: Una teoría y método benéficos que no se han aplicado antes por la simple opresión de las fuerzas de ese Mal en el que se engloban la reacción, el capitalismo, la derecha y demás satanes de los que cobran nómina los profesionales del exorcismo. En Camboya o China pudieron permitirse el lujo de aniquilar élites, junto con ciudades, vías de comunicación, bancos, hospitales y obras de arte. En estas latitudes europeas hubo que contentarse con esa materia vulnerable, esa gaseosa experimental que son la Educación y la Cultura.
En su modesto formato, el simulacro maoísta de educación echó mano de los diplomados de mayor categoría académica como enemigo próximo, y reprodujo hasta donde el marco legal de la democracia burguesa lo permitía el aislamiento, acoso, malos tratos, ostracismo y escarnio de los enemigos de clase, los adversarios, críticos y saboteadores de una nueva Revolución Cultural guiada por los ideales de la igualdad y del socialismo triunfantes. Tal élite sólo podía redimirse por la contrición y la participación-a veces entusiasta, como corresponde al converso-en la Nueva Era. Había que aplaudir en los claustros al veterano catedrático que se encargaba del alumnado propio de maestros de primaria, al profesor orgulloso de ejercer por los pasillos y retretes minuciosas tareas de patrullero, al docente de francés que, en vanguardia de la ciencia pedagógica y el acercamiento a las masas, basaba sus clases en la explicación a los alumnos de letras de La Polla Récords. Sólo faltaban las sesiones de público escarnio y autocrítica que se dieron en China y los uniformes de guardia rojo, pero esas sesiones en realidad se han venido ofreciendo diluidas en el hacer cotidiano y con ellas se han cubierto de gloria acólitos como el dirigente logse que increpaba en coloquio público a una profesora que denunciaba la ignorancia histórica del alumnado. El valeroso adalid del progreso pretendió ridiculizarla recurriendo al socorrido fascismo (¿Qué quiere usted, señora, que canten el “Cara al sol”?). La mayor edad, titulación y capacidad han bastado para amasar con tan indefensa carnaza el prototipo del reaccionario y hacerle blanco de la ininterrumpida caza de brujas. Como en China, cualquier despropósito, si era nuevo y en contra de lo previamente existente, daba a su autor patente de corso, cualquier necedad se transformaba en oro progresista si tenía como blanco lo y los cualitativamente mejores y si se acompañaba de la charanga contra élites, clasistas y poderosos.
Bien comenzado el siglo XXI y tras cambios de gobierno y elecciones, el panorama apenas reflejó en la práctica algún cambio. Ejemplo ilustrativo: Primer curso del segundo ciclo. Durante la clase de una de las asignaturas que se suponen fundamentales el núcleo duro de repetidores pasa el tiempo que le queda hasta cumplir la edad legal de abandono del centro dibujando o, gracias al benéfico invento de los cascos de música (fuente de paz social) entregados a Euterpe. Hay imitaciones esporádicas de ruidos animales o intercambio de pipas. Otros dibujan y subrayan con lápices de colores, sin atender, leer ni hacer el mínimo esfuerzo mental, firmemente convencidos de que cualquier ritmo que no sea el de primaria y cuanto sobrepase la presentación de unas hojas copiadas constituye por parte del profesor una agresión inaudita. Éste último podría encauzar debidamente al adolescente alumnado según su edad real, pero esto es imposible si los obligados objetores de estudio imponen la pauta, si el paternalismo viscoso de una directiva oportunista juega al consenso con los padres y si los alumnos son enviados por los maestros en estado de semianalfabetismo silvestre. Por unidades, que no lecciones, y por áreas, que no asignaturas (porque conviene difuminar perfiles y confundir, a la baja, los criterios para atenerse a la generalización aguada e intercambiable), hojean libros de texto, que han quintuplicado coste y peso y son, invariablemente, firmados por equipos cuyos miembros compiten en la celosa sumisión a las normas de la corrección bienpensante. En un país como España, de falsificación del pasado reciente, chantaje terminológico e intimidación tribal, cualquiera es susceptible de denuncia por filias racistas, derechistas, franquistas, machistas o xenófobas. Así, la lección del día comienza por jaculatorias, convenientemente enmarcadas, de buenos propósitos llamados educación en valores. Fijadas las normas de rigor, se hilvanan párrafos fruto de distintas plumas, con exhibición del debido desdén respecto a la sistematización de épocas anteriores; por ello se mezclan siglos, años, géneros, latitudes, categorías e individuos, y se sustituyen las ilustraciones de valor cultural y estético por otras, numerosísimas, mucho más democráticas y asequibles, véase la anatomía de una espinilla (tema francamente motivador para los adolescentes) o la foto de un grupo de señoras marroquíes cubierta la mitad inferior del rostro por, a manera de bozal, un paño bordado (alegre panorama de la pluralidad de culturas). Las abundantes estampas, que añaden innecesariamente a cada volumen gramos y euros, han sido objeto sin duda de una cuidadosa selección a contrario: reducción a mínimos de contenido cultural y artístico, representación de la vida cotidiana, con generosas dosis de vulgaridad, preferencia del grupo sobre el individuo. Las citas suelen pertenecer, casualmente, al ramillete de historiadores, escritores y periodistas que forma parte del club mediático; hay también poemas pavorosos con mensaje social, y relatos de contestatario cariz, sin que falte el cupo multicultural, como ocurre con la dosificación normativa de afroamericanos (negros jamás), chinos e hispanos en las películas estadounidenses. Los libros asignados para lectura son objeto, por parte del profesorado mismo, de una censura severísima tanto intelectual como ideológica: los clásicos de la literatura se abordan de la manera vergonzante con que se muestra un antiguo instrumento de tortura y el hecho de introducirlos en el temario levanta en los alumnos y sus padres la alarma y el desconcierto.
Cuarenta años de historia se reducen en los libros de estudio a una dictadura represora de oscuridad sin matices. Naturalmente el vistazo más superficial a los volúmenes de ocasión, a las casetas de segunda mano, desmiente tal credo. Descubre, además, que la muerte del dictador no ha dado paso, con la rapidez con que la noche lo hace al día, a una explosión de obras maestras y de genios. Lejos de ello, incluso se advierte mucha más agudeza, originalidad e inteligencia en el supuesto páramo cultural que en las décadas libérrimas que siguieron, caracterizadas con harta frecuencia por el feísmo, la mediocridad, el arte y el pensamiento débil preceptivos, engalanados, eso sí, de los imprescindibles exabruptos y de las invariables jaculatorias políticamente correctas e indispensables para hacerse un nombre y un hueco en la cultura oficial. Esa cultura implicaba, y sigue implicando, tanto en pedagogía como en estética, una hemiplejia obligatoria en el tratamiento de los años veinte y treinta, de la II República y de la Guerra Civil. Desaparecen matanzas y enfrentamientos de los que fue responsable el bando vencido, se difumina como si no hubiese nunca existido la enfeudación de varias facciones a un régimen soviético de dictadura totalitaria y estricta, no se mencionan jamás los miles de asesinatos de eclesiásticos, pero sí se hace hincapié en la nada incomprensible adhesión a los nacionales de la Iglesia. El guerracivilismo es un maná del que no se puede prescindir, un terreno de cultivo incansable, porque sin ese telón de permanente e impostada batalla, sin esa seña de identidad martilleada sin tregua en la memoria colectiva, creada para justificar con su pasado el aprovechamiento del presente, la dualidad maniquea resulta insostenible. De asumirse honestamente los hechos, de narrar tranquila y objetivamente la Historia, se perdería la piedra clave que sustenta el edificio de intereses: se hubiese perdido al Enemigo.
Mucho peor que la ignorancia es el hecho del adiestramiento negativo en el que claramente han sido formados los jóvenes durante su etapa anterior y que se materializa en la agresiva imposición de la infancia prolongada y en el rechazo, o en el uso activo del acoso y de la violencia, contra el profesor del nuevo nivel. A fin de cuentas ellos, y sus padres, llevan lustros recibiendo de forma subliminal o explícita el mensaje de que son víctimas de la opresión, merecedores de todas las consideraciones, oportunidades y derechos, destinatarios de la gratuidad vitalicia de subsistencia, asistencia y diplomatura, defensores de una igualdad que, naturalmente, adaptan de inmediato a la abolición del esfuerzo y la denigración de una excelencia que no puede ser fruto sino del favoritismo o de la injusticia socioeconómica. Es un alumnado que sabe pocas cosas pero que, como es natural, conoce a la perfección las que conciernen a sus intereses inmediatos. Y éstos se resumen en la resistencia a unas aulas en las que pasan, por obligación, más de seis horas diarias, de las que esperan distracción y la tibieza vegetativa que haga soportable el confinamiento y que les garantice los pases y notas que contenten a sus padres. Se saben su cartilla, que incluía hasta ayer en junio un examen final de suficiencia (que permitía, pues, no trabajar durante todo el año) y el anuncio público, desde principios de curso, de los conocimientos mínimos (medida que, por sí sola, da idea apropiada de la profunda estulticia del conjunto de normativas) exigibles del programa de cada asignatura. Llevan mucho tiempo teniendo clarísimo que pueden dejar en barbecho materias enteras porque se les dará el pase por el conjunto de su obra, manejan los límites del insulto al docente y el sabotaje de la clase con el virtuosismo de quien no ignora su status dominante frente a un asalariado de desdeñable categoría al que dirección servil, asociación vecinal e inspección se encargarán de humillar y al que sus padres y él, sentado a la mesa que se entretiene en pintar, procuran la subsistencia. El término aburrimiento ocupa, como muestra cualquier redacción sobre una jornada de su vida cotidiana, un lugar muy especial. La palabra define, con insistencia y encono, su vivencia del centro. Acuden porque es el único sitio en que pueden estar y les obligan a ir, pero van sin la más mínima conciencia de que esa actividad sea el lote de trabajo que les corresponde en una sociedad en la que todo bien sale de alguna parte y es procurado por la labor de alguien. A los catorce, quince, dieciocho años continúan identificando cumplimiento con estancia física y, quizás, con elaboración esporádica de rápidos ejercicios a modo de crucigramas hechos en compañía. La enseñanza como divertimento, la extensión a edades provectas de la alborozada bulla infantil, son nociones que les han empapado y constituyen, probablemente, el rasgo más nocivo de su escolarización, implican la exigencia del circo continuo, permiten la identificación de reflexión y aprendizaje maduro con el tedio, eliminan al profesor capaz y exaltan al maestro histriónico y maternal que sigue la corriente infantiloide y priva a los jóvenes del alimento intelectual que corresponde legítima y biológicamente a su desarrollo. De los criterios cuantificadores de admisión al centro tiempo ha que desaparecieron las buenas notas en el expediente académico, del mismo modo que se abolió con la Reforma la palabra suspenso y se recubrieron las calificaciones de un florilegio perifrástico (progresa adecuadamente, debe mejorar) que merece, por sí solo, capítulos aparte porque aúna la indigencia intelectual pretenciosa con la manida taracea de tópicos.
El Compañero Docente suele aferrarse a la fast food de adaptaciones y claves sistemáticas de comentario, es amigo de un aprobado por trabajos caseros que elimina en el alumno el trabajoso proceso del aprendizaje y le permite utilizar innumerables lápices de colores, ama el rodillo de pseudoliteratura que incluye invariablemente antiimperialismo, héroes ecológicos y minorías étnicas. El Compañero Docente ejerce con alegría el racismo negativo, recomienda con entusiasmo las novelas en las que aparecen conquistadores españoles crueles y ávidos, ingleses engreídos, rojizos e hinchados del alcohol y de los beneficios de tráfico corsario, y elimina con celo vigilante toda publicación que atribuya rasgos ingratos a un protagonista negro, árabe o judío ya que éstos, por el hecho de serlo, están exentos, so pena de racismo, de calificaciones otras que alegre, hospitalario o sutil. El Docente Ejemplar (que ya ha producido peligrosas subespecies de filisteo) funciona a cliché y piñón, más que fijo, soldado por el método, en pleno vigor, de inquisición profiláctica. Los epítetos respecto a los individuos que figuran en la lista de Buenos que le ha proporcionado su catecismo serán como mínimo encomiásticos; la referencia al pelo lanoso de los africanos o a las estrechas pupilas de un oriental es merecedora de la segregación o la pira, pero todo término despectivo es poco para el grasiento, agresivo y porcino hombre blanco. Una marea de lecturas fáciles, sólo propias hasta hace bien poco tiempo de la infancia, ocupan el lugar de las obras clásicas que, con la ayuda del profesor, deberían ser abordadas en los centros por la sencilla razón de que ése es el único y adecuado lugar para que le sean introducidas al alumno que tiene sobradamente edad de ello. En su lugar, y para divertirle a toda costa, llueven novelas breves de tenue valor literario pero que se atienen, con mimética regularidad, a la receta bienpensante que dosifica ecología, antirracismo, feminismo y demás inexcusables ingredientes. De ahí resulta un mundo tan puerilmente polar, tan elemental, insípido y previsible, que las facultades cerebrales de crítica, exploración, perplejidad, duda, selección, imagen del mundo y construcción del propio criterio quedan en barbecho. Se ven sustituidas por la inmediata jaculatoria propia del pensamiento totalitario, reducidas a muñones desperdigados en una superficie sin conocimientos, acumulación de datos ni coordenadas crono-espaciales, y ahí constituyen mojones secos buenos tan sólo para irrazonadas adhesiones, respuestas reflejas, gritos y conductas viscerales. (excelente formación, sin embargo, para la cultura de la pancarta). Para mejor divertirles se les ha recluido en el hastío, cuando no en la lógica exasperación del que, en edad de guitarra y preservativo, se ve retenido contra su voluntad durante seis horas diarias entre una silla y una mesa. ¿Cómo no huir hacia Harry Potter, las sagas y los juegos de rol si nada ofrece un horizonte de creación, fantasía, amplitud y grandeza, si el menú oscila entre la red viaria provinciana, la estadística de contratos laborales y los riesgos del colesterol?
Los antológicos textos de la Reforma Educativa del 90 y epígonos, que pueden difícilmente leerse sin hilaridad o rubor, pertenecen, aparte de a los líderes que se cubrieron de gloria firmándolos, a la redacción de asesores, liberados sindicales y compañeros de viaje promocionados por la circunstancia a inesperado rango y muy altos-en relación al los que por sus méritos reales merecían-destinos, los cuales, en exhaustivos cónclaves, pergeñaron términos tan inefables como segmento de ocio (recreo), relación con el propio cuerpo (la del alumno con su envoltura carnal; a calificar por el profesor), adaptación curricular, materia transversal, estrategias didácticas, procesos actitudinales, habilidades, destrezas, talleres y herramientas destinados a actuar como conjuro utópico por cuanto reducen el aprendizaje, la educación y la ciencia a términos puramente gimnásticos y fabriles. De ahí la insistencia en el grupo, la igualación y la tarea común e intercambiable, tanto en enseñantes como en enseñados. Lejos de significar aportación y debate, el término consenso goza de inusitado predicamento debido al desplazamiento semántico: ha pasado a equivaler a componenda útil, reparto de dividendos entre las propias huestes y las del adversario, en una dinámica que transcurre por encima y ajenamente al bien público. Sin embargo se mantiene, siempre caliente y listo para consumo, el antagonismo, la encarnación del enemigo de clase porque es imprescindible para que el clan defienda su sitio en los cada vez más escasos pezones del Ministerio de Hacienda.
Pero los alumnos no se merecen esto. Ninguno de ellos. Ni la privación de estudio para quienes sí lo deseaban, ni la imposición de una mediocridad generalizada que es el precio del buen vivir y medrar de adultos cuya única oportunidad de elevarse es triturar y rebajar su entorno. Pese a la inercia del ambiente, al halago del mínimo esfuerzo y a la tentadora tibieza de la infancia indefinidamente prolongada, llega hasta los adolescentes a veces el sabor de lo que son el conocimiento, la textura de abstracciones, conceptos, hechos lejanos en el tiempo y en el espacio que forman la masa de su presente, insospechadas herencias y horizontes de un mundo en el que creían flotar sin más sentido, razón ni arraigo que la arbitraria disposición de los objetos de su estuche. Colocados entre el aparcamiento y la calle, intuyen el engaño en la facilidad tramposa de la barra libre que se les ofrece, son sensibles aún a los territorios de altura de la verdad y la sabiduría con los que, ocasionalmente, entre fraccionamiento, adaptación y rebaja, todavía toman contacto. Algo se mueve en ellos entonces, recuperan la edad real y la inteligencia robadas. Y el profesor observa ese momento irreemplazable en el que primero comprenden y después le contradicen, ese instante del aprendizaje verdadero, descarnado de todo utilitarismo, en el que, solos, al borde de la idea, baten por primera vez las alas y echan a volar. No merece este trato el que, pese a localismos y diversificaciones, halla en clase un contacto con temas, objetos y materias cuya envergadura es ajena a cuanto en su hogar y en su medio existe; no merece la miseria intelectual y vital preceptiva el silencioso y obstinado que, en su confuso fondo, aspira a tener un porvenir, no es digno el confinamiento humillante en el aula para el que prefiere actividad, ni para el que vegeta en la indiferencia permisiva de sus familiares y el cobarde paternalismo del sistema escolar. Se trata de una sangría temporal irreparable que, tras el prolongado engaño, les deja aturdidos e inermes, agresivos e inútiles, dependientes y pretenciosos, en la jungla que, tras la guardería, les espera.
La terminología destinada a ocultar el control objetivo de conocimientos y trabajo casa a la perfección con el traslado de la lucha de clases y la pugna opresores/oprimidos a la enseñanza. El alumno debe rebelarse contra la dictadura del docente, representante del sistema, o, al menos, ser tratado con las mayores consideraciones, que excluyen apreciaciones extemporáneas y contrarias a la deseable igualdad. De todos los eufemismos, el más persistente es fracaso escolar. El auténtico fracaso, si por meta se entiende el nivel de conocimientos, capacidad de expresión y conceptualización propios de la adolescencia, es infinitamente mayor de lo que reflejan cifras vacías de contenido. Se lleva décadas aprobando por obligación, facilidad e inercia, dando excelentes notas por el mero hecho de que, al menos, el alumno es pacífico y soportable e incluso, a veces, escribe unas líneas. Es notorio que en los temidos exámenes de selectividad pasa más de un noventa por ciento, la universidad hace matrículas en cadena y son legión los repetidores y licenciados. Esto forma parte de un espectacular proceso inflacionario en el que nada es real, se transforman en kilos los gramos, se hinchan perros y se llama éxito a la distribución gratuita de caricaturas de bachillerato reducido a la mitad de duración, al tercio del espacio ocupado por materias fundamentales y a la enésima parte del nivel que por edad hubiera correspondido. Otros fracasos son de imposible maquillaje, el mismo proceso en medicina, ingeniería u obtención del carnet de conducir resultaría letal, pero el escolar ha pasado a ser simple pieza de conveniencia política. Cuanto podía tirar del alumnado hacia arriba, inculcarle criterios de calidad, favorecer su desarrollo, ha sido penalizado o es de temeroso cumplimiento. Se exige, como en las dictaduras bananeras, éxitos masivos, pases del 99,99 por ciento, ausencia de un fracaso que sólo puede deberse a la intransigencia y que siempre podría ser remediado con adecuada comprensión de las personales circunstancias.
La situación, al menos en la Enseñanza, es prácticamente insoluble por el paradójico motivo de la relativa modestia de inversiones que un cambio racional y benéfico demanda. Se trataría de simples medidas de sentido común, como que la de que dé clase cada cual de la materia y nivel que le corresponda, que el programa de estudios se base en la envergadura y amplitud de los conocimientos y en los hábitos intelectuales propios del abandono de la infancia, que los servicios sociales y asistenciales se desglosen, con cuidadosa selección, de los docentes. Nada de esto es compatible con la alegre distribución arbitraria de millones entre supuestos especialistas de la secta pedagógica, del aparcamiento multiuso y de la mediación social. En la Administración pública las consideraciones deontológicas desaparecieron hace tiempo de escena para dejar sitio a la premura de conservación, creación y distribución de empleos, a la justificación de exigencias presupuestarias y al control desde la raíz de la propaganda. Los gobiernos no han sabido sino contemporizar y asentir frente a sindicatos, nacionalidades y cabildos electorales que contaban las porciones, no los ingredientes, del pastel.
El filtro inverso continúa su obra. La diferencia entre tomar medidas conflictivas pero justas y necesarias o embolsar prebendas inmediatas y dejar al previsible futuro la demolición del edificio en ruina está en el límite socialmente soportable de la maniobra y constituye la peligrosa variedad de “el fin justifica los medios” adherida a los estados democráticos. Pueden esquivarse las decisiones impopulares, apoyar las demagógicas, componer con los intereses privados y partidarios, garantizarse la impunidad y el silencio mediático, pero cada día tiene su cosecha de parciales cadáveres, las menudas bajas de silenciosas prácticas totalitarias guiadas por ese peculiar desprecio de los que las emplean hacia los individuos y sus irreemplazables vidas y posibilidades de obtener felicidad.
Menos banal que las incidencias escolares puedan parecer y bastante más sombrío es el rasgo que ha presidido estos años de chantaje por mor del consenso democrático. Se trata del miedo, pero de una variante peculiar que jamás osaría decir su nombre, asumida, integrada, defendida incluso con ardor y poses libertarias. Era el telón de fondo de la risueña iconografía maoísta, la materia prima de la vida cotidiana en los regímenes dictatoriales, pero también es componente indispensable de las parcelas de totalitarismo light, en las que no se llega a la cárcel, el partido único ni la eliminación física. Está al alcance de cualquier investigador un curioso experimento: la búsqueda de artículos y publicaciones críticos y contrarios a la Reforma aparecidos entre los años ochenta y el final del siglo XX. Recuérdese que ésta se impuso, en plan experimental y de adopción supuestamente voluntaria, de manera temprana en numerosos centros. Conviene no olvidar tampoco que los cambios de gobierno pasaron de puntillas sobre la situación educativa, que juzgaban logísticamente intocable y respecto a la que prefirieron pactar con los sindicatos y el partido socialista a cambio de franquicia en otros terrenos. El investigador observará una extraña ausencia, hallará quizás, el año 1984, una columna sobre la manipulación política de la Enseñanza Media publicada en el diario El País, encontrará luego, esporádicamente, algunas líneas más en artículos o en cartas al director, llamativas por una escasez que habla del prurito de aparentar pluralismo. Desde luego como excepción a la regla, porque las apariciones de la más leve crítica se hicieron raras, llegando a desaparecer por completo. Ha habido que esperar a finales de los noventa para que asomen cabeza algún artículo y publicación de signo contrario al difundido incansablemente por la prensa oficiosa que, bajo imagen de modernidad democrática, se transformó en el boletín oficial del lobby PSOE y de los supuestos representantes sociales. Hemerotecas e informática recogen hoy fielmente la radiografía del real esqueleto de la situación, el espectro de silenciamiento de disidentes, la manipulación abrumadora y el inusitado control mediático que definen el lado más oscuro de la transición española. En los institutos prácticamente nadie ha osado manifestarse públicamente, ni siquiera en una sala de profesores o un claustro, contra los disparates que imponía la Reforma a la vida docente cotidiana. Ha habido genuflexión general e incluso la muy maoísta práctica de autocrítica y demostración al auditorio de que se trabajaba con ahínco en la extirpación de reflejos reaccionarios, de residuos autoritarios del pasado, y que existía una positiva y entusiasta disposición a cooperar. Los mecanismos y resultados de la censura interior asumida dejan pálida a la rústica y errática represión del franquismo, y nada da fe de ello de manera tan clara como el tratamiento mediático del tema educativo en estas décadas. Cuando apareció, en 2001, un libro de ensayo, El archipiélago Orwell, que analizaba y denunciaba explícitamente el fenómeno su autora hubo de presenciar en su instituto curiosos ejemplos del temor a la libre expresión. El mismo colega que, en conversación privada le comentaba, tras la lectura de la obra, Dices verdades como puños, le afirmaba en voz alta, cuando podían oírle otros en la sala de profesores, Es un libro muy bien escrito pero dice un montón de mentiras.
Es, en estos procesos, inseparable del voluntario empleo del miedo como instrumento la exaltación profusa de la falsa libertad. Así como durante la Revolución Cultural China se abolieron los libros de texto, las notas, los programas estatales y los exámenes, con la logse se entró en una feliz pluralidad en la que virtualmente cada alumno tendría una enseñanza cortada a la medida de su persona y obtendría un diploma de la misma categoría que el de cualquiera de sus compañeros. Paralelamente, entre las capas de maestros recientemente ascendidas y los solícitos compañeros de viaje nada resultaba más sencillo que reemplazar el escaso pedigree con proyectos y opciones de original cuño que ocupaban el espacio de asignaturas fundamentales. Ocurre que nunca hubo menos variedad, calidad y margen de iniciativa personal que en pleno hervor de los años sesenta en la China maoísta. Guardarse de parecer reaccionario, empeñarse en mantener una fachada de abominación del pasado y de sus obras, buscar el marchamo iconoclasta y la exégesis bizantina de las premisas revolucionarias, anular el individuo en pro del igualitarismo solidario produjo, amén de millones de víctimas, un genocidio cultural de dimensiones monumentales. Había que avergonzarse del propio acervo académico y someterse sonriente a la reeducación por los líderes obreros y las amplias masas, pasaba a último término la consideración como tal del saber y primaba la adecuada y oportuna inclusión de actividades y la distracción y motivación con ellas del alumnado. Desparecidos temarios estatales y libros de texto, cada centro rivalizaba en presentar adaptaciones lo más fidedignas posible del Pequeño Libro Rojo, suma de la ideología correcta. En Iberia hicieron lo que pudieron. Las diferenciaciones, atenciones a la diversidad, adaptaciones curriculares y demás florilegio libertario del experimento español, la desaparición del Estado, la histeria localista y la voluntariosa creación colectiva se resuelven en la práctica en recortes brutales de la verdadera libertad, ausente de un espacio partidista desligado de la objetividad del conocimiento, ajena al fraccionamiento indefinido y liliputiense de marcos de referencia, reducida a la cambiante servidumbre de pequeños amos.
Invariablemente, en pequeño o en gigantesco formato, el experimento se ofrece con garantía de igualdad, justicia y solidaridad, y produce exactamente sus contrarios, y algo más, distinto por su extensión y profundidad de fenómenos de épocas pasadas: Un grado específico de censura y coacción en simbiosis con la disolución casi apacible de la personal iniciativa, responsabilidad y autonomía. La dinámica de un fraude que preside nuestro siglo y supera, con mucho, al terreno de la Educación, se sirve, en efecto, de la filosofía del servicio ofrecido a una sociedad que acepta blandamente, en progresión aparentemente infinita sólo susceptible de abrupto término por el encontronazo con el principio de realidad, el derecho inmediato a la responsabilidad vicaria, asumida por el Estado Gran Hermano Benéfico y materializada en la desmesurada oferta de existencia predigerida que le prometen los partidos políticos. Éstos contentan a la vez a electorado y clientela con la generación de burocracias parásitas recubiertas de un apresurado albayalde de ideología normalmente aderezado con el aceite rancio del vocabulario marxista decimonónico y perfumado de cierto toque oriental de resonancias maoístas. Que se trate de la transformación de los centros de enseñanza en guardarropas de la prole molesta, de presupuestos que conllevan la ineludible bancarrota estatal, del reparto de un título de doctorado por cabeza o del establecimiento de un gabinete de estudio de la discriminación racista y sexista en el mito de los Reyes Magos poco importa. No hay sino una justificación a posteriori de la imperiosa necesidad de mitosis burocrática.
El desarrollo mediático ha añadido a estos experimentos un ingrediente explosivo. Porque la continua percepción de mensajes fragmentados y en superficie ha creado una ética de la imagen que sustituye a la moral, de forma que cuanto no posea los atributos de modernidad, juventud, cambio e inmediatez adquiere visos negativos. Y, como el glamour es con frecuencia incompatible con la calidad, la fiabilidad y la simple honradez, información y enseñanza se convierten en un show interpretado por cordiales presentadores que se identifican con el público, mientras que la cultura se impone como una homologación a mínimos según el impacto y la audiencia El mensaje debe ser grato, operativo y rápido, asequible de forma instantánea para la inmensa mayoría y aplicable en plazo breve al entorno. Las referencias se mueven entre el caudal inabarcable de la potencial disponibilidad de datos y la escasez de enzimas y bases mentales previas para procesarlos. Se trata de una vivencia de virtualidad temblorosa en la que la felicidad, los sentimientos de satisfacción y de dicha se hacen raros a causa de la presión de límites deseables máximos y aparentemente asequibles, sin gran esfuerzo, para cualquiera. Bañados por una igualdad imperativa en la que cualquier logro ajeno aparece como fruto de injusticia, la energía se disuelve en el cultivo subliminal de la envidia, en múltiples empeños inmersos en las prioritarias diversión y satisfacción permanentes, y se viven las normales disparidades fruto de la singularidad de los individuos como agravios subsanables, ofensivos errores en la técnica de reparto.
A los generales recursos propios del neomaoísmo se suma el mito fundacional maniqueo que rige los treinta últimos años de la historia española y además goza de abundantes apoyos externos por su relación la general ceguera selectiva de amplios sectores de la opinión, en Occidente, respecto al socialismo, comunismo y sus consecuencias. En España la coyuntura hizo surgir un uso particular y particularmente interesado para cuyo estudio resulta particularmente ilustrativo el balance de los productos culturales de las últimas décadas. No ha existido la prodigiosa floración de ingenios que se suponía sólo esperaban para manifestarse la muerte del dictador Franco. Hubo, y continúa todavía habiendo, un rosario de mediocridades que, amamantadas por las subvenciones estatales, justifican sus méritos con la pancarta del antifranquismo, el no a los poderosos y los indispensables mantras que se quieren vanguardia desafiante y se reducen al coro infantil caca, culo, puta, pedo, pis. El épater le bourgeois ha adquirido el tedioso ritmo de la rutina. Sobrenadan a veces, como en toda época y lugar, gente y obras de valía, que brillan trabajosamente entre la ganga del oportunismo áulico y la subvención. El silenciamiento de sucesos, datos, vivencias muestra el rigor de la censura que ha sucedido a la pasablemente ineficaz del anterior régimen. Son legión las producciones que muestran los asesinatos, abusos, rebelión contra la legalidad democrática, amistad con el totalitarismo nazi, conspiración y arrogancia del bando nacional. Inútilmente se buscaría en las cinematecas películas que indaguen en el turbio enfrentamiento de las facciones que imposibilitaron la República, cámaras que se sitúen en el ambiente de las checas, frente a los fusilamientos masivos de civiles, que reflejen las amistades y alianzas con el totalitarismo soviético, los intentos, muy anteriores al de Franco, de golpe de Estado. Desdibujada ya por el tiempo esa guerra de los antepasados, se ha mantenido la castiza variante de Caín en una pervivencia asistida que lleva camino de superar a la agonía sumada de innumerables dictadores y a la momia de Lenin. Su reiteración pretende crear realidad, dar por sentada su existencia, como una ratio histórica que zanja invariablemente los conflictos por la simple nitidez de su premisa. Todos los males vendrían de un sector que suele adoptar, en su encarnación terrenal, el avatar de Derechas. Los bienes, en continua y desigual contienda con las fuerzas de la sombra, se aglutinan bajo el epíteto de esa siniestra en la que se sientan los bienaventurados. El atractivo de la tentación dual es tan fuerte que en él han caído tanto los que lo explotan interesadamente como los que critican la manipulación que caracteriza su empleo. En la práctica de todos los días, esto significa anular la visión de las personas como individuos y la responsabilidad personal de sus actos, una transposición malsana de las técnicas de mayoría parlamentaria y del asambleísmo simple a terrenos éticos y vivenciales que en nada se rigen por tal dinámica, de forma que la invención del pasado, la geografía de izquierdas y la astronomía progresista tienen, en ese discurso bimembre, una lógica que el uso diario incorpora sin reparos al paradigma de las neolenguas. Los prototipos encierran en su armadura y sus iconos a cuantos precisan, por imperativos económicos, sociales y psicológicos el abrigo de la tribu y dejan en territorio cimarrón a la gente libre.
El guerracivilismo cósmico, la confrontación interminable Poderosos Malos y Pobres Buenos, retrocede hasta los balbuceos de la prehistoria y se prolonga en el futuro siempre y cuando necesite la clase de nuevos ricos y el monopolio cultural e informativo recurrir al esquema dual legitimador. Hay algo del espíritu de la lucha ancestral bíblica entre los ángeles de la luz y los de la sombra en la visión ofrecida por el material cultural y pedagógico, y es de notar en ella su homogeneidad, que muestra la ausencia de libertad real propia del fraccionamiento partidista de los marcos de referencia. Gracias al piar insistente de los adscritos a la ubre diferencial, galaxias y cordilleras, hechos que han marcado época, figuras señeras de Ciencias, Historia, Arte o Literatura se ven borrados o minimizados para ensalzar supuestas contrapartidas aborígenes cuya envergadura no sobrepasa el santoral casero. La hilaridad deja, sin embargo, paso a la tragedia cuando se cuentan las víctimas y los rehenes de una entrega vergonzosa, una dejación de funciones basada en el electoralismo y la cobardía.
Bienvenido, Mr. Mao. Está usted en su casa.
ACUERDO EN LA GRANJA
O
LA LEY IMPLACABLE DEL ECONOMATO
Era previsible que el edificio de intereses incrustado en la Administración pública fuese tan tupido que resultara impermeable a cualquier cambio de Gobierno. Y así fue, desde mediados de los noventa, con la llegada al poder, en dos legislaturas sucesivas, de un partido que se decía liberal y centrista: el Popular. Enseñanza, una vez más, era paradigmática, requería, no ya gestión económica de nuevos presupuestos, sino decisiones de superior, y pura, categoría política, de las que se toman en la inevitable y arriesgada soledad del ejercicio propio del cargo, con perfecta consciencia de la hostilidad y encrespamiento que van a originar en un terreno de uso y disfrute perfectamente parcelado. La figura solitaria de la que fue Ministra de Educación marcó un hito en su tímido (pero insólito, dada la medrosidad existente) proyecto de defensa de las Humanidades. Durante algún tiempo justificó la esperanza de su nombre. Contra ella se alzaron en pleno, por supuesto, las huestes de la logse multiplicadas por las de las autonomías, de cuyos apoyos precisaba el Gobierno. Atacada por todos y abandonada por su partido, hubo de renunciar a lo que hubiera representado, y de hecho fue, la única medida genuinamente progresista avalada por la valentía de imponer el superior criterio del conocimiento a la servidumbre de las componendas coyunturales.
Es sintomático que se recurriese, respecto a esa Ministra, a hacerla especial blanco de chistes y gracietas en los que se le adjudicaba el papel de tonto del corrillo político. La maniobra había sido utilizada previa y sistemáticamente con otras figuras, nada desdeñables, que, por su independencia respecto a las estrategias del momento, convenía ridiculizar con el sanbenito de gil oficial del reino. Periódicamente, se lanza a la arena una figura con la que se desfogue a sus anchas una oposición que lleva camino de transformarse en un mosaico feroz de intereses y de razonamientos tan pobres y tan cortos de horizonte como de vitaminas la comida rápida.
Una vez más Educación servía, al menos, para ilustrar las profundas contradicciones de la democracia y los peligros de la extrapolación de ésta a los complejos territorios de la adquisición del saber, de la ética y de la moral. Si durante los cuatro primeros años de legislatura el Partido Popular se sometió a la obligada connivencia con virreinatos locales que gozan de un desmesurado peso aritmético proporcional en el Congreso de los Diputados, los cuatro años siguientes, en los que gozó de la mayoría absoluta, continuó arrinconando en el apartado de las sumisiones la derogación de la Reforma Educativa de los 90. Sin embargo era preciso, la situación no admitía componendas, maquillajes y arreglos de forma. Pero desde luego tal medida no era electoralmente rentable. Ninguna manifestación hubiese salido a la calle para reclamar más Ciencias Naturales, Literatura, Matemáticas o Latín y Griego, pero podían convocarse movilizaciones infinitas de estudiantes contra exámenes, rigor, notas y reválidas, de padres acostumbrados a la injerencia vecinal y el aprobado automático de sus vástagos, de estamentos de primaria y formación profesional hechos al disfrute de institutos, horarios y niveles de bachillerato, de sindicalistas que corrían el grave riesgo de quedarse sin plantillas ni certificados de capacitación pedagógica que repartir y de nacionalistas autonómicos acostumbrados a implantar el aldeanismo como geografía universal. Todo esto cubierto por la amplia pancarta de defensa de la enseñanza pública frente a los clasistas colegios de pago, de la bandera del socialismo, el progreso y la igualdad, y salpimentado de pegatinas con el ¡No! que ha llegado a ser, sin mayor reflexión ni análisis, el motto resumido de un monopolio inmovilista que se caracteriza por la avidez egocéntrica, el totalitarismo intelectual y el desprecio por el bienestar real de las personas.
El poder del entramado mafioso tejido y segregado desde los años ochenta en torno a la educación española se mide, por sí solo, con el simple hecho de que durante casi dos legislaturas completas el partido nuevo en el Gobierno, que había accedido finalmente a él por el asfixiante número y peso de la corrupción acumulada por el PSOE, que prometía regeneración, ética y transparencia, no osó mover un ápice la situación existente. No contento con dejar en sus puestos y colmar de felicitaciones y prebendas a los causantes del desastre (en esto se superó a sí mismo el entonces Presidente de la Comunidad de Madrid), el Partido Popular arrinconó sine die aquellos terrenos culturales en los que se sentía inseguro, que percibía hostiles y de los que no esperaba réditos electorales inmediatos, permitió la depuración y el acoso de liberales honestos, independientes y perfectamente laicos e hizo buenos los argumentos de sus adversarios, que le presentaban como el valedor de un ente llamado Derecha definido por la amalgama Iglesia-intereses privados-represión sexual. Dejados a la intemperie social, marginados y atropellados por la prepotencia de la izquierda oficial y rentable, no son pocos los profesionales que se han visto obligados a someterse a ese horizonte dual, romo y panfletario, a cambio de parcelas que les proporcionasen subsistencia y foros de denuncia. Bien entrado el siglo XXI, el Partido Popular hubo de consentir, antes de la expiración de su segundo mandato, en cierto amago de cambio educativo.
El cambio, finalmente, se redujo, en Diciembre de 2002, con la Ley de Calidad (LOCE), a timidísimos parches, ya que, amilanada por poderes fácticos con los que era más cómodo el reparto que el enfrentamiento, rehuyó la batalla, sustituyó la reforma por un simulacro y escamoteó la prometida regeneración. Es más: la nueva normativa mantuvo e hizo intocable en su entramado legal de ley de rango superior los principios fundamentales, y más nocivos, de la situación hasta ese momento existente, de tal manera que la maniobra parecía diseñada, tras pacto inter pares entre oposición y Gobierno, con este fin. La tardía, ley educativa de 2002, bajo el escaso velo de modificaciones de detalle y trámite y la suavización de rasgos de la logse particularmente ridículos y escandalosos, sirvió en realidad para fosilizar y blindar para el futuro la situación anterior, para garantizar a sus sectores beneficiarios que continuarían dando clase a todos los niveles, de cualquier materia, en una bolsa única de la que sindicatos y líderes del asambleísmo dispondrían y de la que, tras largo e inútil almacenaje, saldrían los jóvenes con diplomas ficticios y sin real formación. La consagración del bachillerato más corto de Europa, la mezcolanza, prolongación y banalización igualitaria de materias, la negación de especializaciones, niveles y cuerpos no eran detalles baladíes. La simple prolongación de un año del bachillerato, como la herradura de la batalla, hubiese cambiado todo el proceso, dejado abierto el paso a la reforma de auténtica envergadura, obligado, por simple evidencia biológica del desarrollo de los alumnos, a la implantación de ciclos elemental y medio, formación profesional y estudios secundarios del adecuado rigor, currículum y diseño en función de las aptitudes y perspectivas. Se optó por lo contrario: la retirada con aditamentos de mejora y avance que no impedían la hipoteca y la parálisis legal.
El capítulo educativo ha sido, y es, el episodio más vergonzante de los políticos que se decían comprometidos con el saneamiento de las instituciones, la regeneración y el progreso. El Gobierno del PP, que no era (como tampoco lo fue su antecesor) de profesores, rindió el acostumbrado tributo verbal platónico a la Cultura pero, a la hora de firmar el Boletín Oficial del Estado y de entrar en liza con los orcos que imperaban en la Tierra de Enseñanza Media, mandó tocar a subasta. Quedaba para el PSOE, y sus dos sindicatos, el feudo acostumbrado, los muy amplios territorios de la Administración del Estado, y, concretamente, de Educación y de Cultura. Continuaban intocables, y actuando en la mayor impunidad, los secretariados culturales y lingüísticos de las autonomías. A cambio obtenía el partido gobernante silencio y manos libres en materias de otra índole, que incluso convenía a la oposición, en tácita connivencia, que estuvieran a cargo de sus supuestos enemigos, puesto que les reconocían sotto voce una eficacia económica y gestora de la que ellos se habían revelado incapaces y un grado de corrupción muy inferior al espectacular nivel alcanzado por el Partido Socialista en sus tiempos de apogeo. La idea era esperar al saneamiento de la arcas públicas y, llegado el momento, reclamar el disfrute de su contenido, premiar a la vanguardia vitalicia del proletariado, los trabajadores y las masas más ruidosas con generosas asignaciones, y proceder luego con los restos a la distribución general de achicoria entre el pueblo raso siguiendo en esto el preclaro ejemplo de la logse. La primera década del milenio pareció, por la virulencia pedestre y guerracivilista de la campaña electoral de los que pretendían presidir el Congreso en 2004, época indicada para recolección y reparto de la cosecha madura.
La regeneración democrática no pasa de ser una pía jaculatoria para uso de articulistas reticentes y de intelectuales desengañados. En realidad mal puede exigirse a un Presidente la adopción de medidas que implican forzosamente conflictos, erosión electoral y cuyos beneficios sólo se revelarán a largo plazo. Son, sin embargo, precisamente éstas las opciones políticas que dan la talla de un gobernante, mientras que, en el sentido opuesto, el envés oscuro de la democracia es una maraña de interesada confusión, recursos al populismo demagógico y sustitución del criterio individual por la entelequia colectiva y la manipulación asamblearia. Hubo terrenos en los que el Gobierno supo arrostrar la soledad impopular con honestidad y sincero convencimiento. El gran ausente, la deuda de un partido neoliberal que dispuso de mayoría y medios fue, en primer lugar, Educación y Cultura, y queda en la triste página del debe. El cambio era posible, pero sólo podía venir de la ley y ser radical. Las turbulencias hubiesen agitado la atmósfera las primeras semanas, pero los usuarios de prebendas e intereses no se distinguen por su gallardía y, tras las primeras exhibiciones de tambores y pólvora y una vez que calibrasen fuerzas, se hubieran apresurado a ponerse a bien con el vencedor. La mejora habría sido tan palpable, tan de sentido común, que en breve plazo hubiese resultado incuestionable.
El Partido Popular no estuvo a la altura de las expectativas de saneamiento democrático que su victoria en la segunda mitad de los años noventa había creado. Y confirmó su voluntad de discreción e inoperancia tras la obtención, en las segundas elecciones ganadoras, de mayoría absoluta. La respuesta, tardía, al termitero que horadaba el sistema educativo fue una Ley de Calidad de la Enseñanza que nació pidiendo disculpas y en cuclillas para no atraer demasiado las miradas e improperios de la oposición. Previamente, la larga práctica de uno de los términos más paradigmáticos de la actual neolengua, consenso, había garantizado a los cargos enrocados por racimos en el sistema que no se les desplazaría un ápice de sus despachos y sus sueldos. La dinámica se resumió en la exigencia periódica por parte de los representantes mediáticos del progreso y del bien social de más fondos para la Enseñanza pública. Esto debía traducirse como asignar en exclusividad y en permanencia la distribución y canalización de tales fondos al clan, y a la nutrida tropa de compañeros de viaje, habituados a considerar esos territorios como propios. Es, en este sentido, obligatoria la sentida mención a la clase de los esquiroles light, docentes decididos, con ejemplar modestia y misionera dedicación, a borrar cuanto recordara a lógicas distinciones profesionales. Su carrera se ha reciclado eficazmente, durante estos años, en la crítica y vigilancia activa de sus compañeros que no correspondían al ideal de polivalente cumplimiento, han logrado un curioso híbrido, anteriormente raro en el gremio sin duda por falta de hueco ecológico, de jesuitismo revenido y propagandista del método Stajanov. Consiste en nombrar a otros docentes para las peores tareas y reservarse el papel pedagógico sacerdotal aliñado con fervor exhibicionista respecto al bienestar del alumnado. El resultado ha sido transformar un ambiente caracterizado por el aire limpio de la libertad de cátedra y la autonomía y responsabilidad propias del profesional liberal en una caricatura de los colegios confesionales, un quiero y no puedo de centro privado con los más negativos rasgos conventuales y la necesidad frenética de frenar la sangría de matrículas. Dentro de esta tardía e improvisada óptica de marketing, se quiso multiplicar la oferta del producto educativo, a base de que éste lo fuera cada vez menos y se suplantaran conocimientos por distracciones. Cumplía, en neolengua propia de la moda imperante, abrir a la sociedad los centros de enseñanza. Resultan, por ejemplo, discutibles las ventajas de un público variopinto paseándose, los fines de semana, por los laboratorios de la facultad de medicina, quizás con atractiva extensión a la morgue, pero no faltó, ni falta, el regular débito de propuestas geniales que conviertan, de noche y de día, los centros y sus aulas en locales reciclables por los que deambulen en sus ratos de ocio los amantes del ambiente escolar. Naturalmente, la oferta incluye, como principal reclamo, el depósito indefinido entre sus paredes de esos niños que se han convertido en carne de trastero.
El ideario se resume en un plan de gestión de partidas muy sencillo: Cuanto más se dupliquen, tripliquen, fraccionen y subvencionen organismos y servicios, cuanto más se difuminen las fronteras entre transmisión de saberes y asistencia social, edades y capacidades, profesionalidad objetiva y manejo de plantillas, nombramientos y pases pedagógicos más cuencos receptores de fondos educativos, más clientela expectante y más cucharas satisfechas. Ni la multiplicación exponencial de la ignorancia juvenil ni la deserción de la enseñanza pública por enseñantes y enseñados son tomadas en cuenta por los agraciados con la distribución de estas partidas presupuestarias. De hecho, mayores inversiones en el marco de tal esquema equivale a la distribución de picos y palas para seguir cavando en la mala dirección y reafirma a los beneficiarios del fraude en la creencia, bien fundada, de que gozan de la inalterable impunidad que les garantiza su dominio del sector mediático y, por ende, de la opinión pública. Nada más fácil que la fabricación de demanda social, otro de los términos indispensables de la neolengua. ¿Cómo resistirse a generalidades de tan obligado asentimiento como la erradicación del fracaso escolar, la generosa oferta de mayores sumas que garanticen el porvenir de los hijos, la indignada denuncia de la desigualdad y el elitismo?. Cada tópico nutre al gran gusano de la ceguera complaciente y el rencor ante el esfuerzo, el logro y la excelencia ajenos. El sufrido vocablo consenso, por su parte, carga con el reparto, plasmado en la última escena de Rebelión en la granja, de Orwell, de cuantos, en el poder o en la oposición, aspiran, sobre todo, a conservar sillones y sueldos. Naturalmente esto se hace siempre a un precio, al de dejar intacta la maquinaria que de la situación anterior se ha heredado.
No puede inspirar el menor asombro, pues, que las ardientes reivindicaciones vayan unidas, no a obvias medidas de claro beneficio para alumnos y profesorado, sino, muy principalmente, a control de cursillos, certificados y créditos, que son fuente de poder y de recepción, distribución y gestión de las partidas de los presupuestos. Esto implica la aceptación apriorística de una ciencia de la enseñanza, un know how sin el cual nada valen conocimientos, títulos, experiencia y dotes personales, los cuales yacerían impotentes e informes en el limbo a la espera del experto que les infunda perfil definido y substancia transmisible. La realidad de tal saber se ha presentado de manera tan irrebatible, tan incuestionablemente lógica, que no hay quien se atreva a gritar la inexistencia del traje nuevo del emperador. El fenómeno sacerdotal de la clase depositaria, y exclusiva transmisora, de la clave pedagógica, es, sin embargo, de creación reciente. Habían existido relatos de experiencias ligadas a la enseñanza, críticas, propuestas y descripciones, pero el dogma de su necesidad e infalibilidad ha nacido con la extensión del sector público y los consiguientes clientelismo y avidez de fondos, poder y puestos.
Los centros de formación son de utilidad imprescindible para los que viven de ellos, llevan teniendo este rasgo diferencial desde hace décadas y son tratados como iconos intocables porque ningún Gobierno se arriesga a denunciar el fraude, ni a reconocer el hecho, históricamente probado y obvio, de que sin ellos, pero con un programa de estudios y un marco de ejercicio profesional adecuados, se pueden mejorar infinitamente la eficacia y calidad del aprendizaje. Otra cosa es la existencia de cursos para profesores, cuya gratuidad e inserción en el tiempo lectivo nadie parece defender con ardor por la parcela escasa de aprovechamiento que para los grupos de presión representan. El alumno, experto en el cálculo del mínimo esfuerzo, sabe perfectamente que lo que cambiaría su rendimiento es la clara conciencia de las reglas de un juego que se centre en saberes concretos y ejercicio de capacidades precisas, y en el que no tendrían cabida la infantilización permisiva y la absoluta ignorancia respecto al precio de los beneficios de que disfruta. La mejora sustancial, y generalizada, de rendimiento escolar no pasa por la multiplicación indefinida de atenciones a la diversidad, apoyos, refuerzos, sobrehumanos desvelos tutoriales y maratones de atención personalizada y centros veinticuatro horas (medidas, por cierto, con las que la secta oportunista agarrada como un cáncer a la Educación muestra sin pudor su desprecio real por alumnos en permanente uso partidario, sacados o depositados a voluntad en el ropero escolar). Ni depende de que el alumno toque a cuatro manos desde la más tierna infancia ordenadores de última generación. Los motores del rendimiento y el progreso intelectual son exactamente lo contrario: la unificación de programas y reglas y la muy pensada división posterior en opciones según aptitudes, la conciencia de mérito, esfuerzo, necesidad, valor y precio, la certidumbre de consecuencias positivas o negativas según los actos, la asunción de la responsabilidad tanto en las ventajas obtenidas como en los desagradables efectos de la transgresión y la dejación.
En las últimas décadas ha ocurrido un proceso rápido de desmochamiento doble, en estudiantes y docentes, con eliminación y laminación de las capas, potencial o concretamente, mejor preparadas. Se trata del único campo laboral en el que se tiene la certidumbre de estar cada curso peor que el anterior, de cuyos puestos directivos se huye como de una maldición y del que sólo se ven ventajas en la fuga. Tal motivación a contrario hubiese sido fenómeno impensable en una empresa privada por el suicidio de rendimiento y despilfarro de inversión que supone, pero sí es de recibo, en la esfera del gasto público, según la lógica de fidelización electoral y de libre disposición propagandística de posibles apoyos.
La secta pedagógica, que es la sucursal educativa de la izquierda gástrica y estamental, se mantiene, como su alma mater progresista, en el estado de movilización permanente que le procura, en la práctica, el derecho a la existencia. El profesional, segregado y atropellado, simplemente calla y, cuando le es posible y encuentra otro modo de vida, abandona, con un mal recuerdo y con bastante compasión por los alumnos, el barco. El título de la Ley de Calidad es, en este sentido, altamente irónico, porque sus redactores no ignoran que, para ahorrarse el enfrentamiento con los temibles movilizadores de la opinión y de la calle, tiraron por la borda a los sectores más calificados de los que disponían.
Entre los granjeros gubernamentales de finales de los noventa y comienzo del milenio también hubo desacuerdos. La clientela electoral del Partido Popular comprende el importante sector de la enseñanza privada, lo que permitió a la oposición arrogarse en exclusiva la defensa verbal de esa pública a la que precisamente el PSOE ha llevado a la ruina. Por complejo o conveniencia el PP dejó a sus adversarios la enseñanza media y se centró en las menos conflictivas áreas de infantil, idiomas y centros específicos. El parvulario no implica problemas de asignaturas y conocimientos ni presenta ambigüedades polémicas en la política de personal, los idiomas y clases bilingües son siempre bienvenidos y la ampliación de guarderías no puede sino gozar de aquiescencia. Queden para quien no puede pagarse otra cosa lo que fueron institutos y respétese la libertad de los padres para llevar a sus hijos en cuanto puedan a centros privados. Entre una nueva reforma, eficaz y seria pero inevitablemente conflictiva, y un blando acomodamiento con el socialismo sectario en cuyas manos permanece un territorio cultural que éste considera por derecho exclusivamente suyo, el gobierno liberal (que se desvivía por librarse de la coroza “derecha”) optó por lo segundo, movido sin duda en su interior por amigos del do ut des, véase fraternal reparto del botín estatal con la oposición. La granja dista de ser monocorde, pero basculó hacia la dejadez teórica y el materialismo de pura fachada presupuestaria, probablemente porque el tema educativo, a fin de cuentas, servía para adornar ocasionalmente un discurso cuyos puntos clave se centraban en organización y gestión del estado, asuntos exteriores y economía.
¿Cabe hablar de incapacidad, pactos o sabotaje? Sin un grado mayor o menor de connivencia con el adversario es difícil explicar la increíble torpeza oficial a la hora de explicar y desarrollar la nueva normativa que sólo vio la luz en la segunda legislatura del Partido Popular, y ello casi de incógnito, con excusas, componendas y melindres vergonzantes. Aunque la degradación de la enseñanza fuese de evidencia incuestionable, los centros públicos continuaron estando dominados por los grupos logse. Por sus recintos no aparecieron enviados del Ministerio con el lógico fin de explicar y comentar con los docentes la Ley de Calidad, las fuentes de información (prensa, folletos, liberados sindicales) vertían, en un noventa por ciento, improperios contra cualquier medida del Gobierno y hacían ondear continuamente la amenaza que éste representaba para la enseñanza pública. Se hiciera lo que se hiciera. A mayores suavidades, cesiones y consensos oficiales, mayores fueron las protestas, algaradas y rumores de fronda en las filas de un bloque que se identifica a sí mismo como La Izquierda y El Bien. A falta de una actitud firme, responsable y clara a la hora de borrar y escribir la nueva normativa, se adoptaron de forma tardía, ambigua y tibia unas disposiciones que se hacían tímidamente sitio entre las alabanzas a los logros de la ley anterior.
Se olvida con excesiva frecuencia que todo el sistema, y no sólo las autonomías, está condicionado por una descentralización oficial que va produciendo, en lo que a educación-y a otros temas-se refiere una floración de minifundios cuyas cosechas se inspiran en las de Lilliput. Lejos de defender el derecho de los ciudadanos a recibir un porcentaje de saberes comunes y de adecuada envergadura, el Gobierno hizo dejación de sus funciones y entregó a su suerte a los más inermes, que no tenían más garante que él. Los distintos cacicatos de centro escolar, localidad, partido político y coalición electoral reproducen en los cada vez más reducidos límites del estado central el caleidoscopio de regiones con administraciones duplicadas, reclamación indefinida de competencias y exaltación compulsiva de los rasgos diferenciales. Por una parte, se pretende promocionar el multiculturalismo y la integración constructiva, por otra se establece una dinámica de balkanización aldeana, que prosperará mientras signifique para los comensales raciones de prestigio y de pastel presupuestario, y no tendrá más freno que la bancarrota a la que el proceso se vea abocado por simple principio de realidad. El lapso de tiempo que deberá transcurrir para que se llegue a ese punto depende estrictamente de lo que se tarde en tener que pagar el precio de lo que hasta ahora sólo ha presentado para su valedores las ventajas del chantaje. En Educación, se gobierna en España de manera mínima, y sobre un territorio nominal, hostil o dejado impunemente al buen criterio del que ha medrado a fuerza de esquilmarlo. El suave derrotismo de las invisibles fronteras aceptadas ha alcanzado a la Administración entera en zonas muy precisas que controlan nada menos que los datos y hechos con los que construirá su visión del mundo la juventud. Que se planteen, como en el País Vasco, problemas de matemáticas a base de matar o dejar vivir a guardias civiles es una faceta más, singular por su salvajismo y su exceso pero integrada al fin en la lógica del sistema.
El delito no puede estar ni más blindado ni más impune. No habrá manifestación que inquiete al subsecretario o ministro de turno exigiéndole los conocimientos de que se han visto y ven privados los millares de alumnos secuestrados por la dictadura de los peores, no habrá fervientes protestas de cuantos, en las autonomías, salgan de la Enseñanza Secundaria sin saber apenas ni la geografía ni la historia ni la lengua de España. No existirá mediador social que soliviante a las masas con la petición de que la familia asuma sus responsabilidades y la sociedad, y cada uno de los sectores profesionales, estrictamente las suyas. Por supuesto, los inspectores, en cuyo Cuerpo también desembarcó a saco con el abordaje logse una ola de maestros y expertos promocionados milagrosa y súbitamente, no ponen el pie en tan incómodos territorios ni osan denunciar la diaria transgresión legal educativa en la que se incurre, y hasta qué extremos, en Cataluña, Valencia, Galicia o el País Vasco. Bastante tienen los miembros de la Alta Inspección con evitar por todos los medios volver al infierno de las aulas.
Por el contrario, la prolongación, aberrante pero lógica, de la Ley Implacable del Economato, es, llegados al punto de reparto del Hoy por ti y mañana por mí que subyace en el discurso parlamentario, la clonación de entidades, controles, cargos y organismos. Porque sólo así se puede mantener en sus puestos a la clientela del partido anteriormente en el Gobierno y satisfacer a la propia. Lejos de derogar, esto implica mantener estructuras, disposiciones y edificios y alzar frente a ellos otros similares poblados de despachos y burócratas idénticos; y así mientras el desangrado tejido económico lo permita. En Educación, se manifestará, pues, el proceso en la tendencia a establecer nuevos distribuidores de acreditación pedagógica, sectas y contrasectas, de signo político opuesto, bandera nacionalista diferente, pero pagados con los mismos euros. El fervor amoroso por la diferencia, el mimo distintivo y la atención personalizada son, en el sistema educativo y en la estructuración sociogeográfica, formas de justificar indefinidamente, sueldos y dispendios. En este sentido, la centralización y generalización son, como la calidad y la excelencia, enemigos a abatir por incompatibles con la inmediata rentabilidad del reparto fragmentario. Las posibilidades de reforma beneficiosa, real, impulsada por personas que propugnen sinceramente la mejora y la excelencia, se hace en España tanto más difícil e improbable cuanto que esos individuos, sean cuales fueren la bondad y honestidad de sus intenciones, se verán obligados, dado el desmigajamiento y medrosidad de los poderes estatales, a luchar con armas similares a las del adversario, a confrontar instituciones a instituciones, vigilantes a vigilantes, organismos a organismos, con la consiguiente, voraz y veloz multiplicación de redes de intereses que confunden la defensa del statu quo con la de su propio provecho.
La mansedumbre con la que los liberales adoptaron, cara al público, los prototipos que les imponía el conglomerado fáctico del partido perdedor entra también dentro de la curiosa dinámica del chantaje asumido, del peaje con el que redimirse de un pecado original de franquismo en el que, sin embargo, vivió al completo la población española durante casi cuarenta años y que incluye etapas muy distintas y medidas que gozaron de muy general apoyo. En las décadas que duró la dictadura los tiempos de represión dieron paso al desarrollo, el despegue económico y el diseño de un cambio hacia la democracia planificado y llevado a cabo en parte sustancial por los estamentos del régimen autoritario; una tardía adscripción a “El Estado soy yo y yo considero que ahora lo mejor para el país es el Parlamento, la institución monárquica y el sistema de partidos”. Los que en el último lustro del siglo XX alcanzaron, reñidamente, la mayoría parlamentaria se sentían, por edad y generación, más implicados en la modernización y democratización de España que en las estructuras residuales del franquismo. Debían pagar el diezmo de su extracción de clase, de su origen familiar, de su profesión, de su patrimonio y de su alejamiento de unos enfrentamientos juveniles contra las fuerzas del orden público que, a decir verdad, eran lo más parecido a luchas populares que se había dado en un ambiente en el que era históricamente forzoso reconocer que Franco había muerto de vejez en su lecho. Ya en las últimas décadas del milenio, e incluso en la primera del dos mil, existió muy poco espacio en el discurso para los que no profesaran en voz alta una postura de desprecio burgués y un credo anticapitalista desmentidos por la cotidianidad de las aspiraciones y de los hechos. Educación, y Cultura, constituían la última trinchera de una clase con querencias de dominio y de fácil promoción económica que silenciaba cualquier voz discrepante porque precisaba del monopolio guerracivilista, cuyo telón de fondo les permitía presentarse como herederos por derecho de los mártires y héroes. Todo un panel de asesinatos y violencias, de sucesos y páginas de Historia se hizo desaparecer en el proceso, pero éste fue rentable, y sencillo.
El primer tabú que protegía a la Reforma Educativa socialista era de talla: la arraigada creencia de que cualquier aceptación de normas y términos ya empleados en épocas anteriores logse era reaccionaria añoranza del pasado franquista. Entraba esto dentro de una dinámica del chantaje, la tergiversación histórica y el absurdo siguiendo la cual, para mostrar adecuada fe democrática y comunión con los nuevos tiempos, hubiera habido que dinamitar los pantanos, desguazar autobuses y fusilar al Rey, elementos todos ellos del régimen anterior. La Logse era intocable, hija fiel de una clase dirigente que precisaba afirmarse como tal, por lo tanto sólo podía anunciar revolución y modernidades, experimento y progreso, en una dinámica que abominaba globalmente del pasado, hacía tabla rasa y se justificaba exclusivamente por la antítesis respecto a sus eternos adversarios. La amnesia resultaba particularmente provechosa, puesto que el territorio mítico se refería en la realidad a las cesiones, en pro de la paz y el general bienestar del país, ya planificadas durante los últimos tiempos de la dictadura gracias, en gran parte, al pacífico sentimiento popular y a la solidez y extensión de la clase media. Aceptada la mayor de un bloque del Bien del que se es heredero exclusivo, toda reserva sólo podía ser calificada de reaccionaria e insolidaria.
Cualquier referencia a logros anteriores a 1975 se penaba con excomunión progresista, pero éstos no habían sido por ello menos ciertos: Antes de los años ochenta, e incluso en los setenta y sesenta, durante la era abominable, los institutos españoles dispensaban una enseñanza gratuita de muy alta calidad, impartida por agregados y catedráticos de larga formación universitaria y notoria solvencia, que llevaba a las familias a preferir esos centros a los de pago, lo que constituía una diferencia notable con países que, sin embargo, gozan de secular andadura democrática, como es el caso de Gran Bretaña. El tradicional elitismo inglés se veía sin embargo parcialmente compensado por la existencia de vastas redes de asistencia social y, sobre todo, por muy buenos y numerosos politécnicos. De hecho, los logsistas españoles, a la hora de pergeñar su lucrativo invento, copiaron de forma literal parrafadas enteras descriptivas de las comprehensive school y se omitió el abandono en Inglaterra del experimento a causa de sus claros efectos negativos. Los expertos de Celtiberia, inasequibles al desánimo ante el fiasco anglosajón, quemaron etapas elaborando para el gobierno socialista de los años ochenta un apresurado sofrito de calcos ingleses tipo destrezas, habilidades, comprensivo que se aderezaba con cierto fondo lírico de obrerismo, conjunto, equipo, técnicas y taller. No se indagó, sin embargo, en fuentes de inspiración más instructivas, como el sólido plan de estudios alemán, la pragmática y eficaz formación profesional británica, la centralización francesa y, por ejemplo, el contenido de bachilleratos al lado de los cuales el español pasó a ocupar el lugar vergonzante del más corto de Europa, lo que, teniendo en cuenta la formación previa y la elección y distribución de horarios y contenidos, no es, desdichadamente, la peor de sus características. Tampoco hubo un estudio que hubiera resultado muy instructivo, y allanado camino ante inevitables problemas, sobre la forma de abordar en los distintos países europeos el crecimiento de las generaciones de inmigrados y los errores cometidos por el recurso a un multiculturalismo ecléctico que está pasando a las naciones de acogida elevadas facturas. No hubo en España pormenorización de partidas presupuestarias, ni se escalonó de manera debida, en función de los centros disponibles cada año y los recursos materiales y docentes, la progresiva introducción de cambios. La Reforma se atuvo al voluntarismo con veleidades totalitarias propio de la prepotencia de los recién llegados.
La Ley de Calidad dispuso, al fin, cuando al Partido Popular no le quedaba más remedio que mostrar un asomo educativo de cambio, algunas medidas de sentido común, pero lastradas por el complejo de inferioridad cultural y mediática que experimentaba el partido llegado al poder respecto a su antecesor. Las novedades normativas entraron por la puerta de servicio del Boletín Oficial del Estado y comenzaron por la invalidación de las insensateces más notorias: Desaparecía el aprobado preceptivo por asignaturas y cursos, se reducía el poder de asociaciones no docentes, volvería-de forma meramente descafeinada y testimonial-el Cuerpo de Catedráticos, se establecían fechas para la implantación de exámenes tipo reválida (aunque, por supuesto, el vocablo en sí era tabú por haber existido en la época de Franco). No se tocó la estructura fundamental del edificio.
En vez de las medidas necesarias, el Gobierno optó por el recurso típico de padres ausentes: los regalos caros. Hizo desembarcar en los institutos, sin preparación ni orden alguno, cajas del material informático más innecesariamente costoso, dispuso que los profesores de temas que se suponían afines dieran clases basadas en su uso y obligó a los docentes a seguir cursillos que ni eran pagados ni compensados de forma alguna con reducción en su horario lectivo. Esto permitía leer en los periódicos que se habían dedicado sumas fabulosas a la modernización y conexión a la red, lo que equivale, en un ambiente del que se han cortado y recortado por lo sano Física, Ciencias Naturales, Química, Griego, Química, Filosofía, Latín y Griego, a ofrecer cuencos para un contenido inexistente. Desde el exterior, la iniciativa no podía sino gozar de todos los apoyos, empezando por el de empresas tecnológicas agraciadas con contratos millonarios. Los regalos también se dirigieron al poco conflictivo mundo infantil, en la forma, siempre bien recibida, de guarderías desde el día cero, proyectos cortados según la última pasarela ideológica e inmersión precoz en varios idiomas.
No se tocó lo esencial. La abolición explícita de la bolsa única de, por decreto ley, trabajadores de la enseñanza hubiera acabado con el reino de la arbitrariedad, el nepotismo localista, el hervidero de cabezas de ratón y la asignación de promociones, ventajas laborales y prebendas entre amigos y correligionarios, se hubiese derrumbado como un castillo de naipes la retícula de supuestos representantes de las masas. El problema no se arreglaba con juguetes de lujo y partidas indiscriminadas que, otorgadas a los mismos que habían ocasionado el desastre, daban nuevo impulso a los que ahondaban el hoyo. Con ser mucho mejor que la precedente, la Ley de Calidad no era enemigo, en su medrosidad, para la peligrosa antítesis democrática amasada con populismo, demagogia y clientelas.
La Educación es pirotecnia inagotable del discurso electoral. No está al alcance de todos los regímenes colocar en tareas de trabajo manual, servidumbre y disponibilidad continua a los intelectuales (tal fue el caso de la Revolución Cultural China, y de Camboya, con el éxito que se sabe, y con los muchos millones de víctimas que lo son a beneficio de inventario y a mayor satisfacción de sus émulos, platónicos pero cómodamente instalados en las democracias burguesas de Occidente). Un remedo de estos experimentos y no otra cosa, un quiero y no puedo de favorecidos por la coyuntura política que, entre las mieles de la nómina y del cargo, necesitaban el lujo de la verbena ideológica, fue en España la destrucción concienzuda de un sistema razonablemente bueno. En la feria se sigue ofreciendo a la opinión, todo a cien, misioneros y padres de reemplazo que se harán cargo, desde la cuna a la muy retrasada madurez, de una progenie incómoda. En el terreno educativo las estupideces más monumentales, los más garrafales errores, las disposiciones más aberrantes salen gratis a efectos de damnificados, perjuicios e inventario.
En panorama tan mezquino, la Ley de Calidad representó, empero, el único asomo de mejora apreciable. Los cambios se efectuaron, como no podía ser menos, prácticamente a escondidas, de forma esporádica y con circunloquios que no excitasen las iras de los grupos atrincherados en sus cotos, pero la derogación de la logse está por hacer. Mientras, el baqueteado uso de fracaso escolar, control y rendimiento no pasa de ser juego de eufemismos. Quedan por atreverse a abordarlas, intocadas, e intocables, las cuestiones clave. La impotencia del estado, vista la progresiva reducción de sus atribuciones, es cada vez mayor, y sólo superada por su temor a hacer respetar a autonomías y adversarios las leyes de ámbito nacional todavía existentes. Con el envejecimiento y crecimiento de las generaciones se observa el fruto de los repartos que aceitaron el traspaso al sistema parlamentario actual desde el franquismo. El chantaje, como suele siempre ocurrir, ha ido a más, y los partidos a los que correspondía la defensa de los intereses generales y del país entero no han sabido ni se han atrevido a estar, durante décadas, a la altura de las circunstancias. Las guerras internas son mucho más difíciles que los conflictos bélicos exteriores.
LA CÁRCEL VERBAL
Existe un lenguaje del imperio, que se vale como mecanismo de legitimación de la denuncia de otros usos del lenguaje, lo mismo que existe una Iglesia que, a diferencia de la de confesión religiosa a la cual utiliza como enemigo del que defender a la ciudadanía, unifica a Dios y al César en el Estado de intervención encarnado en los miembros del Partido y en el círculo intereses del que aquél no es sino expresión. Si se da además el acaparamiento del espacio expresivo, de la presencia y transmisión de palabras, mensajes y símbolos auditivos y visuales, entonces se ha creado un simulacro de sistema moderno y libre al que el paso del tiempo y afianzamiento de los usos hacen casi invulnerable.
Los gestores y los inquilinos de la cárcel verbal no utilizan el anticlericalismo por motivaciones liberadoras ni por fundamentas razones ideológicas. Lo suyo es simple exhibición de postura y vértigo de vacío, celos de posibles competidores y codicia electoral. La dualidad antagónica que constituye el cotidiano rancho de este recinto no es social ni filosófica o política. Es un hábito puramente sectario, que hace, no libres, sino impunes y, con suerte, algo más ricos y famosos.
Cualquier semejanza de lo que, en esta cárcel verbal, se invoca como democracia y la acepción ideal del término es pura coincidencia. Democracia aquí es, como otros, un icono útil, un talismán que procura inmunidad al discurso del que lo luce, y que se adscribe temporalmente al ensayo de una experiencia que puede cobijar desde parlamentos liberales a las peores dictaduras, las cuales se apresuraron a incluir al palabra en su definición. Sería hermoso poder ligarla a bienestar y modernización, pero no es cierto. Desarrollo y tecnología pueden prescindir perfectamente de democracia y derechos humanos, como prueban los índices de crecimiento de la República Popular China, en la que a la mayor parte de la población no parece inquietarle el régimen de Partido comunista único ni les quita el sueño el tráfico de órganos y la profusión de penas de muerte(que facilita el provechoso negocio de despiece y venta de los cadáveres de los ajusticiados). Por otra parte, la regresión es posible. Si en estados democráticos se van minando elementos medulares, como división de poderes, seguridad jurídica y derechos individuales, la lenta implosión no deja sino las apariencias del sistema.
De la manipulación del presente y la invención del pasado se ha visto que dan una idea los libros de texto, el discurso maniqueo y un fenómeno específico de la España de los últimos treinta años: el desproporcionado poder fáctico acumulado por el grupo mayoritario de información. Se trata de un control de los medios que permite asegurar presencia continua a los miembros del clan dominante siempre y cuando muestren pública, uniforme y regular adhesión a las consignas sociopolíticas de la tribu. El riesgo, en caso de rechazo o independencia, es de talla, porque sin esa fidelidad el aspirante a intelectual de nómina, o a simple figurante, puede estar seguro de su inexistencia a efectos de aceptación y difusión de sus obras, lo que equivale, en la sociedad de la imagen, al no ser. El catecismo es, por demás, simple: cierta mezcla de socialtercermundismo primario, indigenismo ecológico y relatividad cultural en la que no pueden faltar el antiamericanismo y las diatribas contra los poderosos, la globalización, el capitalismo y los ricos, fuente de todos los males. Esto segrega, y conlleva, como necesaria adherencia, una neolengua progresista que responde, por una parte, a los arquetipos occidentales generalizados de la políticamente correcta, pero que por otra posee en el caso específico español atributos muy castizos. Es tan sucinta, reiterativa y acartonada como la de cualquier lenguaje totalitario, pero a esos rasgos genéricos añade una necesidad compulsiva de continua afirmación de legitimidad que no sabe definirse sino por su enfrentamiento a un reino de la maldad que es La Derecha y los Estados Unidos de América, a los que les ha tocado ser adversarios permanentes por la simple razón de su peso, importancia y fuerza, que impide utilizar como iconos a San Marino, Andorra o la Asociación de Viudas. Ello permite a la nueva clase de ricos por fraude servir al pueblo llano el puré ideológico predigerido, que también empapa los libros escolares. Este lenguaje se mueve forzosamente por abstractos, por incorpóreas referencias en las que los actores carecen de circunstancia, época, adscripción, responsabilidad y rostro; son masas corales, al estilo de los viejos carteles de propaganda maoísta o soviética, Obreros, Indios, Catalanes, Sur, Norte. Principios e idearios participan de la misma condición intemporal y etérea que exime del trabajo intelectual e impide cualquier análisis, son puras llamadas a la adhesión gratuita no lejanas del Estoy por la Bondad Universal o Nunca más la Gripe.
Este horizonte intelectual minúsculo, tan caro, por razones obvias, a las autonomías y a la élite de código restringido, se halla pertrechado, para su defensa, de una batería de improperios que suelen limitarse a la excomunión, como fascista, reaccionario, burgués, imperialista, derechista y franquista, de cualquiera que difiera de ellos y que amenace, por el simple peso de datos, razonamiento y evidencia, el próspero disfrute de su negocio. La máquina ha funcionado de forma excelente y se las promete felices por la fuerza del monopolio informativo-editorial y por la tendencia al sistema político de cómoda alternancia dual de partidos y de pactos, con periódica distribución de prebendas entre la coreografía de los grupos de presión, los compañeros de viaje y los representantes de las masas y la paz social. La operación es de calado: Significa la sustitución de la democracia, en el sentido noble y deseable del término, por un populismo demagógico que es, hoy por hoy, el peor enemigo, no sólo de los derechos y libertades, sino de la viabilidad económica y del progreso que a aquélla sustentan.
El monopolio mediático vio sus orígenes en los primeros años de la Transición, cogió posiciones, y se aseguró de forma perdurable, y en exclusiva, un logotipo verbal e icónico que se reserva los derechos de autor de la imagen y marchamo de modernidad, democracia, y defensa de los oprimidos. No es iglesia que tolere competidores y su tendencia natural siempre ha sido la agresividad expansiva, el control y, en los escasos sectores en que éste falla, la eliminación o desprestigio del oponente. Las bazas principales con las que cuenta se sustancian en dos secuestros cimentados en sendas falacias históricas: la dicotomía cainita (pueblo bueno/malos ricos, demócratas ancestrales/opresores de tradición y vocación) y la España inocente, ilusionada y generosa destruida en sus mejores esperanzas por la reaccionaria España negra. La radiografía de este grupo monopolístico se compone del periódico que constituye desde los setenta, e in crescendo, la ventana a la calle del partido socialista, más una variada constelación de empresas de edición, difusión y comunicación que sirven de escudo protector a poderes financieros con todas las ventajas del amiguismo y ninguna de las trabas de la rentabilidad y del Derecho. No se trata, en sí, ni siquiera de una vasta maniobra de propaganda política. Lo es, más bien, de simple mercado, de apropiación, tratamiento, envasado y marketing de ideas que, por el simple hábito del maniqueísmo fácil y por la halagadora la deformación de la historia pasada, presente y futurible, se venden. Toda la fábrica reposa sobre un haz de reflejos condicionados que garantizan la inmediata y previsible respuesta. La contrapartida inseparable de la adhesión es la censura asumida, el temor, integrado en capas profundas de la conciencia, a ser excluido del loable y acogedor colectivo de la izquierda, la solidaridad y el progreso. El dogma evita la argumentación, la implicación personal en el juicio sobre situaciones y el análisis concreto. El guerracivilismo, tan explotado como las momias de Mao y de Lenin, se conserva, mima y mantiene con pretensiones de alma máter, pero, con el tiempo, su perfil va resultando borroso y lejano. El producto es particularmente rentable como cantera de justificaciones para el pensamiento débil y para la voracidad de la clase parásita, tanto en sus variantes localistas como en el estamento que ha capitalizado a su favor el protagonismo de sujeto histórico. No hay más antídoto posible que la intervención de cuantos son de ello conscientes, la depuración lingüística y la destrucción de mitos como el de las dos Españas.
La proporción entre los temas publicados y los silenciados, entre los capítulos de historia, los personajes y los sucesos subrayados y los desaparecidos es tal, tan obvia para quien quiera comprobarlo, que la existencia del virtual monopolio mediático no puede ser, en la estadística, más cristalina. Educación y Cultura no es sino el sufrido cobaya y botón de muestra. Durante tres décadas apenas ha habido película, obra de teatro, narración alguna que refleje los sectores que se agruparon en el bando franquista excepto para ridiculizarlos, ni existen las matanzas de civiles, religiosos y presos, los paseos y purgas, las torturas y chekas, los compromisos y alianzas con un régimen, el estalinista, tan peligroso como el nazi, los intentos de insurrección contra la República y los planes de golpe de estado y aniquilación del sistema parlamentario previos al de Franco por parte de socialistas y comunistas. Los asesinatos, si fueron cometidos por el bloque que se identifica por izquierdas, no son tales, el muy real peligro, y proyectos, de sustitución del Parlamento y gobierno legal, de las garantías y libertades del Estado de Derecho, por un sistema de tipo marxista diseñado por Stalin al estilo de los posteriores ejemplos de los Países del Este o Cuba tampoco se aluden ni existieron, por lo visto, jamás.
Aunque aquí se haya optado desde 2004 por la exhumación de antagonismos, la resolución de hemiplejias históricas es sin embargo posible. El viraje reaccionario-en el sentido más puro del término-de la clase que ha optado por la explotación indefinida del maniqueísmo y la Guerra Civil como cantera de votos diferencia a España de países que han seguido el camino contrario y a ello deben su prosperidad y buenas perspectivas actuales. El ejemplo de Chile, buena parte de cuya población ha rechazado victimismos y demagogia y vota por una mujer, Michelle Bachelet, que representa la asimilación, conocimiento y superación del rencor y del pasado. Como España, Chile también tuvo (aunque por un periodo más corto) una dictadura militar encabezada por Pinochet que se inauguró con un golpe de estado, el asesinato del presidente legítimo y la persecución, secuestro, tortura y eliminación de miles de personas en una de las páginas más siniestras de la Historia. El padre de Michelle, general y alto cargo durante el gobierno de Allende, fue una de las víctimas de un gobierno que también secuestró, torturó y liberó luego a la hija, Michelle, y a la esposa. Sin embargo los chilenos han sabido encarar su pasado con una lucidez, patriotismo y templanza que parecen, vistas desde España, profundamente envidiables. Confrontados a la contradicción entre ausencia de democracia, ilegalidad, delitos y actos de fuerza, por un lado, y por otro, sin embargo, medidas positivas (obras públicas, sistema de pensiones, seguridad social, atracción de inversiones) tomadas por el dictador que han mejorado de manera incuestionable el país y favorecido su desarrollo, han sabido reconocer y asumir su propia herencia, rechazar la demagogia populista y el antiamericanismo caciquil que es el peor enemigo hoy (no sólo de ella) de Hispanoamérica y alaban en Bachelet su ausencia de rencor, su capacidad de entendimiento y acercamiento a la ciudadanía del Ejército, hasta entonces visto con animosidad y miedo, su labor de equipo con colaboración de todos los sectores, su rechazo de los baratos clichés que son moneda corriente en el ruinoso e incendiario discurso de otros dirigentes. También aprecian su formación médica, políglota e internacional avalada por un denso currículum y por la estancia en diversos países, su cordialidad y el buen sentido social y liberal que preside su programa. Chile es hoy un país que ofrece seguridad, porvenir y trabajo (de ahí la inmigración de argentinos, bolivianos y peruanos y muy pronto de venezolanos y demás inquilinos del discurso populista), es una nación de ideas claras, que no tiene complejos e invierte su energía en mejorar sus condiciones en vez de en reciclar cadáveres.
En España, la interpretación hemipléjica del pasado y la adecuación forzada a esos moldes del presente y del futuro se sigue dando intensa, continua y reiteradamente en el área, psicológicamente indefensa, de la Educación Primaria y Secundaria. Las movilizaciones de 2003 contra la guerra de Irak ofrecieron una interesante muestra, para la que basta describir el ambiente-que puede generalizarse sin duda-en un instituto de Madrid: Durante varias semanas la pared del aula exhibió una foto de Ben Laden y varios llamamientos exigiendo, con iconografía harto agresiva por cierto, la paz. Profesores y estudiantes, apoyasen los textos o no, tenían que contemplarlos continuamente durante las horas de clase. La edad de los alumnos va de los once (se trata de la aberración llamada centro integrado) a los dieciocho o veinte años. En la recepción, a la entrada del edificio, una hoja firmada por Comisiones Obreras convocaba a manifestaciones y paros. En los pasillos también florecían grandes carteles. En marzo, todo el alumnado fue conducido al patio para unos minutos de congregación silenciosa contra la guerra. Había reticentes a dejar su silla, pero acababan saliendo del aula por la fuerza de la unanimidad. Parte de ellos llevaba, como algunos de los docentes durante toda la jornada, pegatinas y chapas. Sobre la pizarra, donde antaño se colocaba el crucifijo o un símbolo estatal, se leía a pie de foto Aznar asesino. Hojas de parecido formato firmadas por CCOO y UGT llamaban a manifestarse. En el corcho a la derecha del encerado continuó durante semanas la mitad superior de un gran cartel (del que quizás se había desgarrado la inferior para omitir las organizaciones convocantes) que anunciaba movilizaciones contra el PP, y aseguraba con ONU o sin ONU No a la guerra imperialista en Iraq. En la fotografía que servía de fondo, una manifestación del Sindicato de Estudiantes con carteles donde se leía Fuera el Gobierno, PP, Fraga y Aznar.
Hay alumnos que vinieron a quejarse al profesor, en privado, de que no estaban de acuerdo con las demostraciones públicas de adhesión, que advertían que les manipulaban, pero se veían obligados a sumarse a los actos. Cabe imaginar la indignada reacción (y acogida efímera) que hubieran suscitado fotos y símbolos religiosos o de diferente signo político exhibidos en las mismas paredes. Las movilizaciones guardaron una notable semejanza con las llevadas a cabo contra la Ley de Calidad. No podía menos de impresionar la falta de escrúpulos con la que se trataba a los menores, comprando beneficios sindicales, políticos y nacionalistas a cambio de su ignorancia. No es extraño que también en el panorama internacional los cadáveres sólo importen si pueden reciclarse en forma de votos y prebendas. Por ello no se dudó en sacar a los alumnos a la calle para que exigieran la prolongación indefinida del aprobado automático, la inexistencia de toda prueba de sus conocimientos, la anulación del mérito y del esfuerzo personal, la okupación de su horario lectivo por materias menores y la reducción de las asignaturas fundamentales a mínimos. La supuesta defensa de lo social y público, como la de la paz, han sido la máscara, reclamo y banderín de enganche de un clientelismo feroz. Nada cuentan los seres concretos abocados a la infantilización forzosa, los diplomas inútiles y el estatus vitalicio de asistidos.
En ningún momento hubo en las protestas denuncias de la dictadura y larga serie de asesinatos en Irak, ni de los de Cuba o los muy legales y bárbaros de los condenados a la pena de muerte en Estados Unidos. Nunca se ha analizado el principio de la injerencia humanitaria, tampoco se han expuesto casos tan incuestionables como el genocidio camboyano de los khmer rojos contra su propio pueblo, sólo detenido gracias a la invasión vietnamita cuando ya se había exterminado a dos millones-un tercio-de la población-a base de lecciones aceleradas de socialización comunista. Pobres de las víctimas si no lo son de disparos norteamericanos, y más pobres los soldados muertos en la lucha, que no merecen lamento alguno y que probablemente cobraban menos que los cámaras de televisión y además creían combatir contra una dictadura y por la libertad. Y pobrísima la masa, a la fuerza silenciosa, de las mujeres machacadas por los usos y costumbres del Islam, de los niños, los débiles, los liberales, los intelectuales, de cuantos han aspirado a la universalidad de los derechos humanos y la civilización, aquéllos con cuya piel se fabrican pancartas los defensores occidentales del multiculturalismo, el regreso a la tribu natural y beatífica que no existió jamás y la cobardía elevada al rango de las bellas artes.
Hay algo estremecedor en las actuales corrientes de abandono del raciocinio, de renuncia agresiva a la reflexión y a la implicación vital en las consecuencias, orígenes y contrapartidas de las acciones. Se abre en todos los terrenos, y notablemente en el educativo, la muelle fosa del gratis total, las mañas del chantaje a gobiernos de corto vuelo acobardados por la volátil brevedad de su mandato. En la defensa a ultranza del reducto de bienestar europeo, en la negación de historia, universalidad e ideales, en la disociación entre los supuestos principios y los actos, en la voluntaria ceguera ante la evidencia constatable y mundial late cierta pulsión suicidaria. La oferta del todo por nada, la paz y la seguridad sin riesgos ni gastos, la inhibición y la paloma frente a criminales, dictadores y fanatismos, el aprobado, el diploma y la comida gratuitos, la subvención vitalicia y el amor convenientemente platónico a lejanos paraísos folklóricos y socialistas están llevando a toda velocidad el frágil y valioso sistema de los estados de derecho hacia su pérdida. La ignorancia histórica, el hábito del halago y la infantilización han allanado el camino. Coacción light, mafias que sustituyen en la sombra a ley y derecho, uniformidad plebiscitaria y completa ausencia de análisis, individualidad y responsabilidad personal son la norma.
El escenario del instituto durante las manifestaciones contra la guerra de Irak recordaba demasiado a los quince minutos de odio orwellianos; había excesiva uniformidad coral, homogeneidad bienpensante, oportunidad en la estrategia, distribución de combustible visceral. El mensaje era transparente: Quien no grite el no a la guerra junto con la mayoría es un asesino impresentable. La hija de nueve años de una amiga volvió mohína de la escuela: algo se contradijo en su cabeza entre las consignas de paz, las imágenes televisivas, la imposición de demostraciones contra la política del Gobierno que sobre ella llovían y, por otra parte, la actitud de sus padres, alérgicos a la pancarta pero no por ello sedientos de sangre. Su hermana mayor se mostró en franca rebeldía respecto a la profesora que les advertía de los peligros de que los manipulasen pero que, al mismo tiempo, les afirmaba la inconveniencia de una actitud que no fuese la correcta y unánime protesta antibélica. “¡También ella nos está manipulando!” comentó el grupo de sus condiscípulos.
La dicotomía es instrumental y ficticia. No hay dos Españas, como no hay un Occidente verdugo frente a un sacrificado Tercer Mundo, ni un enemigo Norte contra un atacado Sur. Hay los que, a falta de mejor argumento, se valen de mitos, aquéllos a quienes en realidad importan y han importado siempre muy poco la vida y el bienestar de los seres humanos reales, los que detestan el esfuerzo intelectual para la comprensión de cada situación del mundo y la conciencia necesaria y asumida del riesgo, los que saben el extraordinario poder de la envidia, del pensamiento fácil y de la sustitución de la palabra por el adoctrinamiento. Hace falta sesión de odio. Porque si no, se quedan en el paro los que, incapaces de la laboriosa mejora del mundo en que viven, propugnan, a cambio de jugosos beneficios a corto plazo, la imposición del Mundo Feliz igualitario del que se declaran gestores y representantes. Existe una “razón pura” utópica, objeto de incienso y deseo, siempre y cuando se mantenga lejos, y una “razón práctica” que incluye todas las ventajas del vivir occidental; hay un Tercer Mundo dorado al que rendir culto y un Mundo de Residencia donde ir al dentista, comprar casa y coche y educar a los hijos.
Los iconos útiles se construyen para suscitar reacciones y obtener influencia social, apoyándose en el antiamericanismo y estructuras afines. Esto comporta la denigración sistemática de los sistemas libres de Occidente y permite la exaltación-siempre platónica-de comunismos, felices comunidades idílicas, culturas ancestrales e indigenismos benevolentes. En la cruda prueba de los hechos, lo que hay es una escisión entre las opciones de la existencia cotidiana, bien afincada en las democracias occidentales y ansiosa de exprimir hasta la última gota de sus ventajas sociales, y el universo mediático y verbal. Iconos han sido la URSS y China, los Descamisados y las tribus selváticas, los guerrilleros todos, ya fuesen khmeres rojos, afganos distribuidores de burkas o montoneros peronistas, y muy especialmente si estaban dotados de la impecable estética mortuoria del Che. Ahora, como enemigos del Gran Enemigo, son amigas las naciones y religiones más opresoras del planeta, sistemas islámicos caracterizados por el fundamentalismo, la segregación femenina y la agresividad medieval reaccionaria. En el discurso de buena parte de la opinión progresista occidental se produce el curioso fenómeno de la exaltación de dictaduras militares como Siria, de teocracias feudales como Marruecos, mientras que Gran Bretaña es objeto de abominación El caso más típico es el de la dictadura cubana, por la que han paseado, frecuentemente con invitación y sin fijar nunca residencia en ella, los miembros de la nueva clase dominante.
La reiteración terminológica ha tenido en este proceso un papel fundamental como cumple a las técnicas elementales de identificación con el Bien, y se efectúa a base de la repetición exhaustiva del puñado de mantras imprescindibles (socialista, progresista, izquierda, igualdad). Se ha producido un eficaz mecanismo de autocensura por el que los individuos no osan pensar, expresar ni interpretar la realidad con términos de signo contrario a los diariamente recibidos. La libertad que aparentemente les baña es la del soma, del licor de la victoria y la ebriedad gratuita de Orwell y Huxley, una sopa popular de pequeños alicientes con primas para la zafiedad erigida en canon y precepto. Bajo el aparente pluralismo, se toleran pocos competidores. La nueva Iglesia laica sociopolítica ve con buenos ojos múltiples prácticas religiosas y exóticas sectas, pero mantiene el cercado del desprestigio y la pena de excomunión para cuantos considera adversarios por su solidez, valores permanentes e influencia.
El reducto único en el que se viene moviendo gran parte de la masa mediática es tanto más férreo cuanto que la censura es interna, mediatizada la mente ex ovo en el ejercicio de apreciación, selección y análisis de la realidad, constreñida, so pena de ostracismo, ridículo y represalias, a unirse al club políticamente correcto coreado hasta la saciedad en textos, clases, prensa y televisión. Desde la infancia los alumnos han sido adoctrinados en una verbología de derechas malas y ridículas e izquierdas guay y buenas, con ese rasero trillan personas y hechos, y les desconcierta lo que no cuadra en el primario y raquítico esquema que es el único bagaje crítico del que les han provisto. La independencia intelectual, la autonomía de juicio, el tranquilo aprendizaje de los hechos les es territorio ignorado, malamente sustituido por un remedo de memorización de valores encuadrado en las páginas de sus libros de texto. Son un Peter Pan contrahecho y sin más vuelo que las generosas pagas semanales, criado en el hábito dual del mimo y del planto paterno que llora la holganza de su única inversión genética, receptor seis horas diarias (con ampliación previsible a doce) de cucharadas de infantilismo e irresponsabilidad, transformado en huésped de una secta, pagada por el erario público, aglutinada por su avidez, su gregarismo y por su necesidad desesperada de la igualdad del mediocre, que vive de la sustancia de los alumnos y a su costa.
Es inseparable de este proceso, además de la creación y manejo del adecuado instrumento verbal, el empleo de cierta metodología. El lenguaje totalitario se caracteriza por la sustitución de ideas por consignas, la pretensión de inexistencia de cuanto no nombra y la perversión de conceptos que ejemplifica, en su fusión de contrarios, la neolengua orwelliana. Véanse, en España, la manipulación histórica, literaria y geográfica, la acronía, la eliminación de causa-efecto, la mentira que pasa a ser verdad en función de sus reiteraciones, el razonamiento mínimo. Bajo el título educación en valores, se repiten hasta el hastío clichés pertenecientes al catecismo oficial al uso. Es el fruto propio del pensamiento débil. Nada tienen esas campañas y rosarios de jaculatorias contra el racismo, machismo, violencia, etc de principios nacidos de una coherente, amplia y profunda apreciación del mundo. Por el contrario, sólo cubren una ignorancia completa del pasado donde nacieron los conceptos de derechos humanos y democráticos. El craso desconocimiento de la mitología y de la Biblia, de la cultura clásica y del Renacimiento, ha producido generaciones de analfabetos respecto a la simbología más elemental que empapa en Occidente miles de años de filosofía, literatura y arte. El pobre remedo de formación del espíritu nacional ha despojado a los jóvenes de sus bienes legítimos y les deja inermes, manipulables y desconcertados cara a la época que les ha tocado vivir.
No deja de ser curioso que, en época tan avanzada y, a la vez, oscura ganen terreno en enseñanzas distintas a la estatal las zonas de libertad. Ocupan el espacio que fue de la pública y que retrocede a ojos vistas ante los embates de la clase ávida y necesitada de populismo rápido de los nuevos ricos del sistema, a los que urge colocar a una tropa sin más atributos que sus fidelidades. No todas las Inquisiciones llevan sotana. Partidos, clanes y sindicatos pueden ser más letales para el progreso social que las confesiones religiosas o las cláusulas del colegio privado; en los dos últimos casos las reglas del juego son netas y admiten un horizonte intelectual en cuya profundidad y extensión la entidad contratante es la primera interesada. Por el contrario, al perder sus rasgos de independencia en el ejercicio de la cátedra, eficiencia y especializaciones, la enseñanza pública se ve también privada del alto ideal de igualdad de derechos en el acceso al conocimiento y de conciencia del valor de éste y queda reducida a un simple, y voraz, reparto del menguante trozo del pastel presupuestario. El perfil de profesor que se impone nada tiene que ver con la especie, en programada extinción, de quien impartía anteriormente muy buenas clases de materias concretas en el sector público y, a diferencia de los colegios religiosos, mantenía una actitud distanciada, independiente, laica y sin pretensiones de disponibilidad veinticuatro horas ni de paternalismo misionero. El nicho ecológico adecuado para la secta se encala de burocracia y devoción jesuítica en el peor sentido de la palabra, porque cualquiera sirve para satisfacer las virtudes de la apariencia, el horario ampliado y la gratificante exhibición del bulto físico. La eficiencia real ni se alude. Cubre el sistema una capa de hipocresía, según la cual se hace vivir a los docentes en perpetua sensación de infracción, culpables de una dejadez no por general menos reprobable, sabedores de que sólo la superior benevolencia o el descuido impiden el castigo y la denuncia. Es de buen tono someterse a la cambiante demanda de las masas, crear marcos de referencia vagos, utópicos, absurdos y maximalistas para así mantener a los sujetos en permanente situación de mala conciencia, mentira e inseguridad. El mecanismo fue exhaustivamente empleado durante la Revolución Cultural. El simulacro maoísta español, en el que los actores, de paso que colocaban y se colocaban, han derramado no pocos sus pruritos revolucionarios juveniles, se adapta a maravilla para ofrecer, por el método del desahucio, terreno libre a las clientelas. Es el viejo método de la caricatura de los fosilizados, catedralicios (como decía un preclaro líder de la logse) y caducos estamentos, incapaces de apreciar las virtudes de la igualdad social y de adaptarse a los nuevos tiempos.
En la universidad el partido socialista recurrió a dos leyes sucesivas y contradictorias: una adelantando obligatoriamente la edad de jubilación, otra-una vez colocados los suyos en los puestos que se había obligado a los profesores en plaza a abandonar-postergándola para que pudieran disfrutar del nombramiento. En Enseñanza Media el campo era extenso, prometedor y sumiso y el experimento resultó espectacular. Los culpables de un currículum que los situaba en vergonzosa contradicción con la modestia igualitaria fueron vigilados y reprendidos en sus diarias infracciones de la sana disciplina por conserjes adoctrinados al efecto por celosos cuerpos directivos; se contempló con especial placer la justa humillación de la soberbias pretensiones de cuantos poseían, sin duda por oscuros favoritismos del destino, un nivel evidentemente superior. Faltaron los capirotes, las sesiones públicas de crítica y autocrítica (reemplazadas por nada despreciables imitaciones llevadas a cabo por los consejos escolares), la exposición a las diatribas de las amplias masas y las sanas reeducaciones por medio del destierro al campo y el trabajo manual, pero desde luego no se careció, en mayor o en menor formato, de ninguno de los métodos totalitarios. La sustitución de conocimientos objetivos por metodologías, perfiles psicosociológicos y cartilla estatal de principios es un recurso empleado masivamente por los regímenes de partido único, comunista o nazi, y utilizado con entusiasmo por parcelas en el experimento español. Que dos y dos sean cuatro, que Colón navegara en 1492 hacia el oeste o que los cuerpos se atraigan en razón directa de sus masas son cosas difíciles de soportar por su molesta certidumbre.
Bajo el expresivo título Sado & Maso, un exasperado profesor da cuenta en la prensa (Andrés Ibáñez-ABC, 22-28-octubre-2005) de las humillaciones a las que el sistema de comisarios le somete, y concluye, con irónica amargura: los profesores de antes, esas ridículas reliquias del pasado, creían realizar una labor en cierto modo “intelectual” y se sentían, en ciertos casos, incluso “humanistas”. ¡Qué viejos tan ridículos! Los exámenes actuales tienen una copia rosa, como las facturas. Ése es el mundo a que nos condenan los extraños alienígenas que han invadido la enseñanza: a un mundo de cifras, de estadísticas, de gráficos, de burocracia, de rellenar papeles, de interminables instrucciones, de normas obsesivas, un mundo donde todo está regulado, medido y organizado desde arriba con precisión sádica y donde a los docentes sólo les queda obedecer y sonreír con paciencia masoquista.
Se apunta difícil la recuperación de esa figura liberal, humanística, de espíritu y horizontes intelectuales amplios, que podría ser el antídoto contra la caterva de expertos de raquítico vuelo que anidan en los despachos de políticos, juntas directivas y sindicatos y defienden con uñas y dientes su hueco en el hombro del jefe. Pero en España, y no sólo en ella, se abre una época distinta con el final del tiempo de chantaje y la necesidad de la presencia, aportación y colaboración de personas mantenidas en el lazareto. Resulta, en este sentido, sorprendente que, por contraste con la opresión sectaria y su dinámica inquisitorial, se presenten escuelas confesionales como espacios más tolerantes, abiertos y dispuestos a la acogida de la pluralidad y de la calidad del saber. Hay la huida hacia ellos propia de las edades oscuras, porque, a diferencia de la voraz e impositiva clientela que se reparte el sector público, su horizonte contempla valores más amplios que el inmediato provecho coyuntural. Pero se echa irremediablemente en falta ese genuino ideal de enseñanza a todos accesible, buena, liberal y laica que ha sido suplantado por su interesada caricatura. Se apunta la recuperación de individuos, de cualquier tendencia, que aporten valores sólidos, pero ésta no se producirá sin que las clientelas defiendan ásperamente el terreno.
La simple posibilidad parece brumosa cuando el hábito ha consagrado al adversario, que lo es también de la libertad, como dueño de los patrones del lenguaje correcto, árbitro indiscutible de la forma, presentación y coloreado de la realidad, hacedor de pasados, futuros y presentes, distribuidor de certificados de recto pensamiento y buena conducta. Sin embargo la degradación causada no es irreversible. Las lenguas son inocentes de las manipulaciones de cuantos pretenden vivir de ellas; se trata de simples moldes, en continuo cambio, que plasman la comunidad que las habla, valen lo que ésta vale y reflejan lo que el grupo es. Cada acto de albedrío y lucidez, la simple constatación de los hechos, las modifica. De ahí la importancia de recuperar la capacidad de expresión de los individuos, por encima de la jerga políticamente correcta, de la demagogia triunfante y de la imposición mayoritaria del más mísero común denominador. Porque la verdad realmente hace libres.
Aunque no felices. Y por ello cabe preguntarse si existen, al menos en un futuro no demasiado lejano, posibilidades de escapar de la cárcel verbal.
Se ha creado una clase peligrosa contra la que, amén de la lucidez y la denuncia, existen pocas armas, una clase que ejerce con peculiar habilidad diversos tipos de chantaje que le procuran, al tiempo, el disfrute de las ventajas del sistema, bienes y servicios existentes y la justificación de una supuesta excelencia moral que, difundida y presentada en todo momento como buena por el canal mediático, les proporciona inmunidad, promoción, status y beneficios acogidos a la ley de mínimos razonamiento, competencia y esfuerzo. Su metodología es la del populismo y las proclamas abstractas de corte utópico que desvíen la atención de la red mafiosa local. En la práctica esto sólo se mantiene por un régimen de interesada fidelización de clientelas y por un permanente secuestro de sectores de opinión institucionalizado en el monopolio comunicativo y la reiteración de criterios de legitimidad gregarios, emotivos y difusos basados con frecuencia en la envidia, el pensamiento fácil, la adhesión pasional y la querencia tribal.
Solidaridad, generosidad, progreso y justicia, de constituir formas de manifestarse y actuar o de ser expresiones sanas y, en casos puntuales, admirables de sociedades e individuos, han pasado a adoptarse como estrategia permanente de grupo, bandería recurrente y reserva inagotable de argumentos ficticios, desmentidos por la reflexión y por la prueba de los hechos pero de efectos rentables, en lo que a esta clase concierne, puesto que se traducen en diezmos, fueros, asignaciones y prestigio social. Esto, que ha sucedido de forma parcial en la general evolución de las sociedades, ha adquirido recientemente gravedad extraordinaria. Se trata de un caso de parasitismo al que ofrecen fácil blanco los sistemas democráticos, en especial si su aritmética electoral hincha artificialmente el poder de los grupos de presión.
El término progresismo ha llegado a ser antitético de progreso, de consistencia ética y de libertad, simple barricada de una clase improductiva, coyuntural y extensa, con cierta percepción instintiva de la limitación forzosa de las posibilidades nutricias de su huésped, de forma que el alimento gratuito reclamado de forma cíclica no impida la reposición de existencias. La alternancia de partidos decimonónica se transmuta en periodos de descanso permitidos al tejido productivo y posterior requisamiento de los frutos. El sector público es ocupado por una red cuya finalidad es su propio mantenimiento, una mafia de cuello blanco que desplaza y elimina, con la progresión expansiva de los cánceres, a cuantos, en su mismo medio, les niegan obediencia. Esto produce la ruina ineluctable de la calidad, a corto plazo, de unos servicios cuya existencia y eficiencia son vitales para la credibilidad en el funcionamiento democrático. A medio y a largo plazo elimina la creencia misma en ideas como solidaridad necesaria e iniciativa individual que están en los fundamentos de formas de vida libres y prósperas. Se trata de un proceso similar al ocurrido en los Países del Este, en los sistemas socialistas, pero es en este caso sectorial, circunscrito a áreas considerables, pero no únicas, de las democracias parlamentarias. Requiere una denuncia incansable, condenada de antemano a minoría silenciada, a general indiferencia y fatiga. E incluso a este precio nada garantiza victorias apreciables; todo lo más la ligera ampliación del círculo de luz que impide el avance de las nuevas edades oscuras.
Lucidez y denuncia son indispensables pero no suficientes. No aquí ni ahora, como han probado sobradamente los hechos según se advierte por el mayoritario tono monocolor de los mensajes que inciden diariamente en el cuerpo social. La inhibición confortable, la invocación a imposibles fusiones de contrarios en nombre de un hipotético espíritu conciliador no son ya asumibles porque el mecanismo actual en todas sus variantes de difusión informativa se atiene al nivel intelectual de la comida rápida y crea un enorme y creciente desfase entre el común de las creencias y las formas de percepción y análisis racional de un nivel de exigencia algo mayor. El fundamentalismo monopolista del Bien, que se ha ejemplificado, enriquecido y enquistado de manera tan perfecta en el tejido político de España pero que pertenece a categorías geográficas más amplias, seguirá adoptando sujetos míticos mientras éstos disfruten para su uso, sin peaje alguno, de la mayor parte del territorio perceptible. Claro ejemplo es la momia incombustible de la lucha de clases, la clase buena que se enfrenta a sus enemigos y se asocia con pueblo, pobres, trabajadores, obreros. Tal abstracción colectiva dotada, por cierto determinismo zoológico, de una bondad per se ni existe, más allá de la expresión sociológica coyuntural, ni la premisa de su lucha, en eternos términos duales de opositor y oponente, es cierta. El individuo, dotado de aspiraciones e iniciativas, sujeto a constante cambio, es secuestrado por la imposición de ese animal anónimo (variante de la tribu, el clan y la etnia) permanente en sus rasgos, sus hábitos y su ser. La evidencia desmiente, por supuesto, que obreros, pobres, trabajadores vengan al mundo con el supuesto estigma de las castas hindúes, ni tienen los miembros de la clase la intención de continuar a perpetuidad en tal estado , ni poseen por el hecho de situarse en él, no ya superioridad ética alguna, sino ni siquiera mérito en sí excepto en elecciones libremente asumidas por imperativo moral, como la pobreza religiosa, el sacrificio altruista o la satisfacción por el trabajo bien hecho. Cierta confusa mezcla de ideología, necesidad de nuevas mitologías y, sobre todo, de justificación de prestigio, ingresos y dominio ha transplantado, inalterada, la cárcel verbal de esta terminología maniquea, y se la defiende con la ferocidad de a quienes les va la subsistencia en ello. El poder de la prisión virtual acotada por la sacralidad de la verbología es enorme y, al tiempo, parece engañosamente inocuo, elucubraciones de café y ritos periódicos de desahogo festivo que animan el vivir cotidiano.
No hay inocencia en el proceso, excepto en los casos de vehemencia juvenil, exaltación coyuntural o en niveles de reflexión realmente mínimos y caracterizados por la transposición sectaria de cierta metodología religiosa que caracteriza, en sus variadas formas, al fundamentalismo. En este orden de cosas, la guerra será rentable, mórbida y grata cuando sirva para justificar al luchador contra el sistema de opresión burguesa (es decir, aquel en el que se vive), pero se volverá metafísico delito (e incómoda y costosa práctica) cuando de la defensa de principios y de compromisos internacionales se trata. No en vano España produce la más abundante cosecha de antiamericanismo de Europa y la más intensiva explotación partidista de la guerra de Irak. La legitimidad gregaria es, en este escenario, recurso fundamental, e implica en todas sus manifestaciones la anulación u homogeneización del individuo, al tiempo que propugna un marginalismo vistoso de fin de semana, exabruptos chocantes y escándalo fácil. La conciencia de la responsabilidad individual no tiene razón de existir en un marco siempre determinado por condicionantes externos frente a los que no se pasa de ser un miembro más de la jauría de Pavlov. Es lo que se vende, desde la educación temprana hasta la política nacional e internacional en la edad adulta.
Queda, con ello, forzosamente sometido el pensamiento a aprender una historia engañosa y a moverse en aguas muy superficiales, cierta navegación de buenos salvajes rousseaunianos a los que dañan periódicamente las fuerzas del ancestral enemigo. La lucha de clases, como otros fundamentalismos, es una dinámica explicativa de reconfortante sencillez frente a la turbia, compleja y solitaria corriente de la existencia en la que, sin embargo, la razón y la aceptación del libre albedrío es unos de los pocos asideros sólidos. El ataque contra esto, al diluir al individuo, lleva al viejo problema del Mal y su aceptación, a la frontera entre éste y el Bien, cuya naturaleza desazona a Solzhenitsyn. Porque no se trata de eliminar a seres concretos y perversos sino de moverse en un territorio en el que la línea que separa el bien del mal atraviesa el corazón de cada persona. ¿Y quién destruiría un pedazo de su propio corazón?. El autor de Archipiélago Gulag habla con conocimiento de causa, no sólo por su experiencia de primera mano en la topografía estalinista, sino por su recorrido posterior europeo en el que tuvo ocasión de visitar las asociaciones de intelectuales amigos de los archipiélagos, que, desde las confortables democracias le cubrieron de insultos. España fue particularmente generosa en tales muestras de adhesión al club políticamente correcto, imprescindibles para figurar en el Who is who? ibérico, para publicar artículos, gozar de audiencia, obtener subvenciones y hacer películas. Solzhenitsyn apunta en su libro No me gusta eso de “derechas” e “izquierdas”: me parecen convencionalismos intercambiables y carentes de contenido. Probablemente nunca reflexionó sobre que de ese convencionalismo comían muchos.
La adscripción a la dualidad es, desde el punto de vista operativo, un útil ventajoso. Significa reducción forzada de la libertad de juicio, asfixia intelectual, pensamiento débil y cautivo, pero también se traduce sociológicamente en un método de trepar que se ha revelado como sumamente eficaz; baste para ello el inventario de presencias y accesos a los medios públicos de la España de las últimas décadas, y, más allá, en el conjunto de los que se llama área occidental, la comparación entre la resonancia y apoyos obtenidos según se valgan o no los sujetos de estos signos verbales. Su uso genera, como necesaria sopa biológica, una atmósfera de censura en cuyo caldo prosperan las prácticas coactivas y configura el que se apunta, quizás, como mayor peligro de las sociedades que se quieren civilizadas y libres: la falsa democracia. En ella los políticos no se definen por sus actos, apenas hablan de compromisos, errores ni proyectos ni su trayectoria se somete a la tozudez de los datos, referencias y perspectivas. En su lugar se da una explicación de tipo teológico que define y justifica por la pertenencia a una iglesia (por ejemplo, el bloque de izquierdas) la cual, por encima de todo, debe hacer piña para enfrentarse y derrotar a oponentes de signo contrario y que, por serlo, implican el Mal. Acostumbrada la gente a la referencia a conflictos de agresores/víctimas, en los que el polo negativo se define por la injusticia ejercida sobre el otro, es de transposición fácil esta dinámica a los complejos terrenos de política, sociedad, economía, cultura e historia. Con su filiación al eje del bien, los miembros de los partidos dejan de ser responsables de sus actos, no dan, ni se espera que les pidan, cuenta de ellos, y a esto ayuda el sistema de listas cerradas electorales. Corrupciones, fraudes, desastrosas gestiones económicas, leyes injustas, desguace y almoneda del sistema educativo, cultura sectaria y folklórica, nada es reprobable ni siquiera perceptible, puesto que lo cubre el manto de las banderas verbales que, aunque usadas hasta la trama y ya algo rancias, todavía pueden agitarse y provocar las adhesiones de rigor en contraste con el acomplejado silencio de los que, fuera de su campo, no han encontrado enseña. Los adversarios, aunque sean mejores en palabras y obras y actúen de forma eficaz y honesta, se sienten incapaces de luchar contra el secuestro mediático de la opinión en las mazmorras de la secta dual.
La apropiación de la ética se quiere hereditaria, reclama coherencia, impone un universo cerrado de fidelidad a las raíces que, traducida esta jerga, significa la mutilación del progreso intelectivo, la negación al sujeto de sus posibilidades de adquirir nuevos conocimientos y perspectivas y de llegar a conclusiones y actitudes distintas. No es extraño que coincidan los recaudadores de esta variante ideológica del impuesto revolucionario con los sectores enrocados en el monopolio de la cultura. Es habitual que se puntúe con actos de la liturgia periódica de obrerismo, tercermundismo y baños de masas la práctica cotidiana de formas de vida mucho más parecidas a la de una burguesía con anhelos del reconocimiento de los ricos y famosos que a la zafra cubana. El ritual no es inocuo si se considera que se escenifica en una sociedad de la impresión fugaz, el mensaje subliminal y la pantalla, que ha sustituido la ética de contenido y valores por una de la imagen en la que puede acabarse votando a quien, actor, modelo o deportista, ocupe más titulares, conversaciones y espacios de audiencia.
La prolongación artificial de un estado de excepción, un clima bélico que no existe sino en la imposición de este tipo de discurso en receptores y hablantes, dispensa a millares de personas de ser sujetos de responsabilidad y deja libres en la oscuridad mediática a todas las bestias reales: el racismo reclutado en la indefensión de las clases medias, la extrema derecha de la obediencia al Jefe y el desprecio por el humilde, el capitalismo selvático en fraternal entendimiento con el populismo de partido único oficioso, las burocracias cancerígenas, la voracidad tan estéril como ilimitada de los inversores de la utopía. El reverso del chantaje es la bula de que goza cualquiera abrigado por su manto; dispone de la ética, junto con la geografía y la historia, como bien propio, representa a desfavorecidos, pobres, oprimidos, que son, naturalmente, mayoría, y, de forma automática, la razón le asiste por ello. Este peculiar sujeto histórico crece, anda, se multiplica y prospera en un medio en gran parte amasado con la técnica de fabricación de la memoria, una substancia de ingredientes seleccionados y tratados para este fin nutricio. Lejos de ser coyuntural, la esfera benéfica a la que él pertenece es una categoría eterna, transcendente, en la que se sitúa el beneficiario con la tranquilidad de hallarse, por definición indiscutible e indiscutida, en territorio liberado de las fuerzas oscuras que obstaculizan el avance imparable de la Historia. No puede haber disculpas por errores, corrupciones, desastres, cegueras, crímenes, mentiras, oportunismos. Éstos a lo sumo son lunares en la faz del Bien que, si acaso, modifican la estrategia; la conciencia jamás.
Más allá de los políticos, el antiamericanismo, como el antiimperialismo o antifranquismo, son el fútbol ideológico del hombre de la calle, tienen la gran ventaja de estar al alcance de cualquiera, otorgar a efecto retrospectivo aureola contestataria al presente y al pasado y disfrazar cualquier cosa con los colores de la rebelión. Mezclados con el antipatriotismo militante y los restos, bastante ajados, de pensamiento lacio y relativismo de salón, han sido incorporados a la dieta cotidiana de la generación postmoderna. Ponga un dictador en su vida puede ser, en lo social y económico, el equivalente al ungüento amarillo, la pócima mágica y las espinacas de Popeye, una medicación infalible para transformar el oportunismo en reivindicación, el nepotismo en amor fraterno, la rapacidad en apropiación compensatoria. Esto sin entrar en el pintoresco capítulo del guardarropa semántico, donde la incultura pasa a ser espontaneidad, el expolio traspaso de bienes y el burdo trapicheo intercambio de favores. Si se conformaran con pensiones vitalicias y derecho a pegatinas y desfiles anuales el resultado no sería tan negativo. Pero necesitan figurar y exhibir, además de trajes de marca, la guinda del lujo moral. De ahí la larga, y arrasadora, dinámica de ocupación del punto de mira, la ansiedad de foco y bambalinas, y la exudación incesante de mitos que empapan con sus clichés y su lenguaje a la joven generación.
El tejido social suele resolver, con mayores o menores altibajos, sus afecciones totalitarias cuando éstas aparecen en sistemas de afianzadas libertades democráticas. No así los individuos. Del Gulag no se vuelve; se sobrevive. Y sus efectos, sea la prisión física, el rechazo social o la privación de la propia cultura, roban al que los padece de un patrimonio irreemplazable, trozos enteros de esa limitada vida que es su única posesión. El chalán de turno predica la confiscación obligatoria, una solidaridad agresiva e impositiva que destruye la solidaridad verdadera, y desempolva para la ocasión demonios históricos a los que se enfrentaría la mítica alianza galáctica de las Fuerzas de la Luz. Donde, en otras circunstancias y épocas, había luchas por finalidades concretas, en este caso existe un fenómeno de rasgos muy distintos: una doctrina que se pretende general, definitiva y eterna y que, paradójicamente, traslada el sujeto de la bienaventuranza a situaciones de pobreza de las que lo que quieren los implicados es salir. Podrían creerse totalmente desfasados el obrerismo decimonónico, la transposición religiosa marxista, el igualitarismo jacobino, pero el discurso actual, siglo XXI, de los propagandistas de la clase de nuevos ricos está empedrado de sus tópicos y los utiliza diariamente en un intento, contra toda evidencia, de ahormar con términos ficticios la percepción y el criterio de los electores. Es un método específico de este tiempo y lugar al que los que lo emplean deben (y no a otros motivos) su riqueza, el mayor o menor índice de privilegios arrancados de una sociedad acomodaticia, escasamente proclive a la reflexión y a la memoria y bañada de continuo por la neolengua dual.
En los optimistas albores del siglo XX la visión era inversa y, en cierto modo, darwiniana, una mejora acumulativa y transmisible que no imponía, excepto en derechos, la igualdad de individuos sino que ofrecía a cada uno de ellos la posibilidad de ser protagonista de hallazgos que, no sólo revertían en el progreso del conjunto sino que se transmitían luego en virtud de cierta memoria genética que otorgaba a la especie la facultad de capitalizar sus avances. Es la visión de Jack London en Before Adam, cuando sigue los avatares de un primate, el mismo y diverso, que atraviesa siglos y milenios empujado por sus progresos evolutivos. Había aire fresco, energía y futuro en ese concepto. Las obras y biografías de los dos últimos siglos, los escritos de Verne, Wells y de tantos otros, rezuman una espontaneidad y audacia tan extintas como el dodo, ofrecen opiniones y descripciones que causan asombro porque carecen de censura. Sus prejuicios, consideraciones y recatos son burdos y ocasionales en comparación con el interiorizado y omnipresente mecanismo que filtra hoy desde su origen mismo la expresión de las vivencias y de las ideas. El paseo por aquellos autores revela un espacio intelectual cuyas dimensiones se han vuelto insólitas, pensamiento abierto que no ha marcado el miedo con su hierro, dispuesto a enfrentarse a opiniones, territorios cuya amplitud trae al espíritu el sabor de una libertad perdida,
Hoy la aventura intelectual va reduciéndose al parque temático. La angustia es la de los niños que se quieren seguros de su consumo y sus juguetes y a los que se vende la certeza de que podrán disfrutar de todo sin riesgos, de que los agresores serán benignos, los ladrones generosos y los asesinos dialogantes, de manera que, sin defenderlos de manera alguna, tenga a su disposición la ciudadanía derechos y formas de vida que, sin embargo, dependen milimétricamente de un pasado que se aplican a desconocer y de un desarrollo cuyas bases se prefiere ignorar y despreciar antes que plantearse la necesidad de luchar por ellas. No otra cosa se ha enseñado en Educación, se distribuye en Cultura ni se vende en Política.
La terapia consistiría, substancialmente, en la recuperación de la memoria, presente y pasada, en la ruptura con el mito dual, en la primacía de conocimientos frente a pedagogos, de sabiduría frente a métodos, en el abandono de las abstracciones gregarias neorreligiosas y los fundamentalismos de clase, etnia o pueblo, a favor de los derechos y responsabilidades individuales. Parece un camino extraordinariamente arduo cuando se lleva largo años viviendo en un implícito el fin justifica los medios cortado a la medida de las abstracciones colectivas que nutren a los especialistas en su manejo. Se trata de volver al cervantino cada cual es hijo de sus obras. Cuando se es asesino porque se mata, y no porque se defienden los valores ancestrales del caserío amenazados por romanos, castellanos y franquistas, cuando se es ladrón porque se roba, y no en lógica contrapartida al sistema capitalista y la injusticia social, cuando se es vago y maleante porque se vive del trabajo ajeno y el erario público y se es un dictador nefasto sin que sirva de excusa que se haya derrocado previamente a autócratas como el shah, el zar o un rey, entonces los actos comienzan a ocupar su lugar debido y ellos son la única medida de los que los llevan a cabo, independientemente de lo que se invoque, sea cual fuere la imagen que sus autores proyecten o que ellos mismos tengan de sí.
La higiene verbal se impone, y significa una limpieza concienzuda del léxico. Podría descalificarse, de entrada, a quien como explicación pública de sus ideas, proyectos o actos recurriese a la jerga tribal en cualquiera de sus variantes. La mención de derecha, izquierda debería implicar automático rechazo y generalizado desdén excepto cuando se utiliza con fines puramente sociológicos y es acompañada de apéndice explicativo. La realidad material en la oferta de empleos, tribunas, aceptación social ha acorralado, en un efecto perverso del poder de la clientela subida al tren izquierdas, a cantidades considerables de personas de fuste ético e intelectual que no podían elegir sino entre el vagón derechas (entendido como monárquicos, tradicionalistas, ejército, gran patronal, conservadores e iglesia católica) y la cuneta. Se trataba de hallar, entre sectores y profesiones de fe, espacios de subsistencia para la autonomía personal y el ejercicio de las capacidades, y claramente no incluye sino una muy relativa o nula comunión con temas utilizados como iconos viscerales ajenos al raciocinio y la problemática y albedrío de las personas concretas, como los No al aborto, la extensión de dogmas religiosos a la vida civil y la alergia ante las formas de libertad sexual e independencia femenina. Que ese medio derechas supuestamente represivo haya acabado siendo un refugio de disidentes de la prepotencia de la izquierda, que la Iglesia ofrezca un espacio amplio y tolerante a intelectuales independientes necesitados de asilo da idea del poder adquirido en España por la clientela en el poder e ilustra sobre el riguroso sectarismo impuesto por su eficacísima forma de nueva inquisición. No es efecto menor de las circunstancias el empobrecimiento intelectual que, como reacción, se ha producido y que resulta en especial patético cuando se observa en los que la denuncian paralela deriva hacia el pensamiento orwelliano. También ellos caen en la automática clasificación de los hechos de la actualidad internacional en buenos si los llevan a cabo Estados Unidos o Israel y criticables en el caso de los demás. La táctica de defensa ante enemigos mediáticos manifiestamente superiores y con vocación de completo acaparamiento del terreno, la repugnancia ante la falta de escrúpulos y ocultación selectiva por parte del adversario y la necesidad de denunciar-frecuentemente en solitario-tramas institucionales de intereses y de complacer a la clientela conservadora pueden conducir al romo discurso panfletario, con propensión peligrosa hacia el cotilleo de patio de vecinos, los personalismos coyunturales y la creciente reclusión en un marco intelectual y geográfico tan pobre como maniqueo.
Desde luego la terapia es empresa de envergadura, porque, no ya los beneficiarios del fraude, sino sus oponentes han caído también en la trampa y rinden obediencia verbal a los tópicos, que integran en su discurso con la reticencia de la inseguridad respecto a la identidad propia y el terror al eterno chantaje que amaga con asimilarlos al régimen franquista. De ahí el puntual pago a sus adversarios de cuanta extorsión y subvención sean precisas, en forma de puestos, concesiones, honores y dinero para promociones culturales partidistas, trilladas y cortadas estrictamente a la medida de la corrección política. La reivindicación de pertenencia a la derecha, con la aceptación inconsciente que conlleva de dualismo forzoso y falseamiento de la percepción, y expresión, de la realidad, resulta comprensible como desafío a la generalizada sumisión al arquetipo de la izquierda. Más que de virulencia del converso que vuelca sus pasiones en ismos de signo contrario, puede hablarse, entre los pobladores del gueto antagónico al entronizado, de indignado desdén ante las aprovechadas tácticas de los desembarcan a mesa puesta en el presupuesto nacional. En el territorio del rechazo y la intemperie se reúnen extraños compañeros de cama, en la Iglesia se apiñan, junto a creyentes, ateos y agnósticos y en ambientes de tinte conservador se encuentran marginados y rebeldes que procuran rescatar del término progresista su antiguo contenido de honradez, denuncia e inquietud social. Aferrado, como única arma, al ejercicio solitario de la expresión libre frente a la doctrina ubicua, el disidente se refugia en un término derecha que es simple negación de la omnipotente clientela que se califica de signo contrario. El proceso es en extremo peligroso porque puede privar al intelectual de su bien más preciado, la claridad de pensamiento, nublar su criterio e impedirle la observación y juicio de los hechos en cuanto tales, en una perversión simétrica a la que en sus adversarios critica y que también se define por el fin justifica los medios. En este caso cualquier acto de barbarie, muerte, atropello, desdén del Derecho y de la concreta existencia de los individuos será excusable, y loable incluso, si se efectúa por y en nombre de democracias consolidadas, que adquieren en tal esquema patente de corso para machacar e imponerse en cualquier circunstancia y zona del planeta. Estaríamos en presencia de una contradicción cuya paradoja recuerda, por su dimensión y profundidad, a los argumentos que desembocaron en la fría, eficaz aberración nazi, porque se trataría de la dictadura en nombre de la democracia y el superior desarrollo, de la aprobación de la violencia siempre y cuando se lleve a cabo contra gentes de sistemas y países de regímenes autoritarios y de menores índices de progreso y libertades cívicas. De ahí al aplauso al arrasamiento de grupos de población y al cheque en blanco para acciones calificadas de defensivas o punitivas en nombre de superiores finalidades el paso es sencillo. La médula del horror fue, en el Holocausto, su ordenada eficiencia, el hecho de que lo llevasen la cabo gentes que se deleitaban con Mozart, admiraban a Kant y tenían una añeja tradición parlamentaria. Por senderos semejantes, puede llegarse a la aprobación sistemática de la reducción a ruinas calcinadas de ciudades enteras si ello sirve para atrapar a algún terrorista entre los escombros. El automatismo dual es susceptible de hacer así estragos incluso entre los que suelen denunciar la irracionalidad y la estulticia con mayor pertinencia y lucidez. Los propensos a disponer de la vida y hacienda de seres humanos en nombre de la superioridad política y moral harían bien en reflexionar, modestamente, sobre la afirmación de un excelente conocedor de la polémica colonial: Si los hombres tienen que esperar para ser libres hasta que se vuelvan buenos y sabios mientras aún son esclavos, entonces desde luego pueden esperar para siempre. Lord Macaulay, su autor, estaba muy bien situado para conocer el tema, como miembro del British Supreme Council en la India del Raj, en pleno siglo XIX, cuando en los círculos europeos se afirmaba que aquellos atrasados pueblos de Oriente, acostumbrados sólo al despotismo, la ignorancia y la servidumbre, no podrían ser libres hasta que fuesen capaces de ejercer la libertad. Hoy por hoy, quien únicamente ve en la agresividad de las reacciones árabes motivaciones económicas o religiosas carecerá de otros importantes elementos de juicio. Porque en el común de las poblaciones de Oriente Medio influye extraordinariamente el sentimiento de orgullo herido, el desprecio con el que se han sentido tratados y que halla quizás su expresión de más depurada soberbia en la mitología de pueblo elegido.
Una de las falacias más socorridas es la afirmación de que cuantos gozan de poder son iguales y siempre funcionan por clientelas. Esta premisa eximiría a sujetos del aquí y del ahora de toda responsabilidad, al diluir la de sus actos en la vaga fatalidad de las circunstancias y en justificaciones globales propias del determinismo marxista o histórico, que se reflejan, a pie de calle, en el descontento visceral canalizado en dichos del género reunión de pastores, oveja muerta y allá van leyes do quieren reyes. No hay tal equivalencia, como lo muestra la experiencia española. Si no se hubiese abolido el estudio de la historia se conocería además de a Nerón a Marco Aurelio y además de a Hitler a Churchill. Lo que visiblemente impera es un sector estéril y nocivo que vive y aglutina a su grey a base de referentes utópicos y tergiversaciones que participan de la mitología, de la falsificación y de la omisión intencionada. La visión sería amplia y ecuánime de no haber sido organizada por redes comunicativas de extraordinaria amplitud, credo excluyente y aspiraciones al acaparamiento de los términos justicia, paz, benevolencia y progreso. Frente a este club inconfundible por sus iconos verbales y garantizadas obediencias se sitúan sectores diversos que se bautizan por los demás o incluso por sí mismos como derechas por simple metodología diferencial, que incluye la genuina repugnancia hacia el aprovechamiento utópico del que han hecho modo de vida sus adversarios. Esa derecha es una galaxia heterogénea en la que los intereses suelen ser lógicos y confesos, las filiaciones perceptibles y los objetivos y proyectos no se acogen, como sí es el caso en el polo antagónico, a la automática legitimidad colectiva en virtud de una referencia suprarracional, por cuanto situada en la esfera superior de la lucha de clases. Al localizar la clientela izquierdas su Más Allá en este mundo se vale del mecanismo religioso de la manera más peligrosa, puesto que excluye límites morales, valores de curso tan corriente-aunque se vayan haciendo insólitos-como la honestidad, la calificación por sí mismas de las acciones y la relación entre la personalidad y los propios actos. Lo que en épocas menos refinadas eran simple avaricia y estrategia guerrera para caer sobre el botín se dota luego de un entramado de justificación del que desde luego carecían los ejércitos de Atila o los mercenarios almogávares.
La sesión más trabajosa será, en la terapia que nos ocupa, la del reconocimiento del inicial fundamento económico de la clientela, porque habrá que dejar en el diván, al levantarse, un lastre de consideraciones pías, espiritualismos misioneros, retórica vocacional y soflamas igualitarias. Hoy Educación, y Cultura son siervas de subvenciones y de mercado, lugares donde obtener ingresos anuales multimillonarios que han colocado el negocio editorial de libros de texto entre los más lucrativos. Cada disposición legal significa multiplicar por guarismos considerables los beneficios de los proveedores. El niño y el adolescente resultan molestos a la hora de invertir tiempo en ellos (véanse los índices demográficos) pero también son la mascota merecedora de todos los mimos, la inversión del orgullo y dinero familiar. En el espacio de pocos años, han pasado a constituir, con las generosas asignaciones recibidas de sus padres, una capa importantísima de consumidores. No merecerán atención medidas tan elementales como que enseñe materias importantes la gente calificada para ello a los niveles que la especialización profesional y la edad marcan. Eso es por barato deleznable, aunque su eficacia supere con mucho a todo el griterío ferial de propuestas informáticas, diversificadoras, asesoras y políglotas. Detrás de cada una de esas propuestas hay una empresa esperando el cheque oficial en blanco y un político peinándose para la foto de inauguración. El aprendizaje de conocimientos, el esfuerzo intelectual y la lógica optimización de los recursos profesionales no tienen futuro alguno en el mercado de la imagen, contra ello están, desde hombres de negocios y monopolio mediático hasta los dos sindicatos autodenominados de clase; pasando, por supuesto, por el generalizado sentir de una sociedad narcotizada por la idea de que, en un mundo globalizado y competitivo, puede prolongarse hasta el infinito el mantenimiento de una población improductiva educada en el convencimiento de que se le deben ocio, mesa, vídeo y piso graciosamente proporcionados, hasta los treinta o cuarenta años de edad, por familia y servicios sociales.
La terapia incluye sacar la cabeza del reducto estrictamente educativo y chapuzarse en las frías aguas del espacio exterior. Es posible que se advierta entonces la amenaza de la masa de paro encubierto, forzado y forzoso que genera de manera creciente un sistema en el que, por otra parte, suenan por doquier las alarmas de la inviabilidad, a largo plazo, del sostenimiento de las pensiones. Se pretende prolongar el tiempo de trabajo de la tercera edad, darles, en vez del margen de disfrute que todavía están en condiciones de aprovechar, una extensión obligatoria de sus labores que sólo termine con la decrepitud, y al tiempo se favorece el aparcamiento, estéril, antinatura e indefinido, de gentes en la flor del vigor mental y físico a los que se confina en los institutos hasta los veinte años y en las universidades hasta diez más, algodonados en el hábito de la ausencia de control, acostumbrados, la sociedad y ellos, al derecho al despilfarro sin contrapartida alguna y acogidos a una infancia, prolongada en eterna adolescencia, que no puede a la larga sino ser fuente de fracaso personal y de bancarrota de un sistema público al que se pretende defender y que será pronto incapaz de atender las necesidades de los que realmente lo precisen. Es incomprensible, por lo absurda, la cruzada contra las jubilaciones tempranas mientras ni se roza el fresco potencial de una juventud condenada al paternalismo letal de la infancia prolongada, más, quizás, en España que en parte alguna gracias a una atmósfera de absoluta falta de conciencia del coste de estudios, carreras, subsistencia, diplomas y futuro. Desaparece el hecho palmario de que tras todo bien y servicio hay un precio que alguien paga y se promociona la repetición de cursos en universidades que se multiplican sin más función que halagar el orgullo del cacique local. Es de buen tono prolongar la estancia en el limbo del pseudoestudio, en la inercia de licenciaturas que ya no merecen su nombre ni darán acceso a trabajo alguno y pasarán a formar parte del timo de una inflación de títulos semejante a la emisión incontrolada de billetes sin fondos.
Populismo y manipulaciones se apoyan en un silencio cuya comparación hace ruidoso el del fondo de los océanos. La censura es tan ubicua que, como el aire, su volumen ni se advierte. Inútil buscar en televisiones, prensa o tertulias comentarios sobre los poquísimos escritores que han desmontado los mitos del guerracivilismo, la gran lucha democrática, el socialismo benéfico y la izquierda enfrentada desde el albor de los tiempos a la derecha malvada. La tolerancia de obligada evocación aquí se desvanece. Se da el insólito caso de que libros que han figurado durante meses en el primer puesto de las listas de ventas hayan sido ignorados por comentaristas y críticos, eliminados cuidadosamente de la superficie visual y sonora, aunque, en esa especie de clandestinidad legal que la presión ambiental impone, se compraran y leyeran con avidez, pero también, por supuesto, con la precaución de quien se sabe, por el simple hecho de tenerlos en la mano, reo de herejía. Se trata de una red bien organizada de crímenes de opinión sin sangre. Los autores de tales-y tan escasas-obras no aparecen en la cuneta con una bala en la nuca aunque hayan desvelado corrupciones impunes al más alto nivel, mecanismos de elaboración de la mitología partidista de la Guerra Civil o relaciones del Rey con empresas árabes multimillonarias. Esto es consolador, especialmente para los interesados, y dice más sobre la realidad y vigor de la democracia española y sobre el valor de la democracia en sí que cualquier declaración de intenciones. No aparecen muertos en las cunetas, pero tampoco aparecen vivos en pantalla alguna, sufren la muerte social que lleva tres décadas siendo la zona más oscura de la transición española y que no se resume, ni mucho menos, al plano ideológico. Se dan aquí cita tanto los que, desde puestos en el satánico imperio norteamericano o en las decadentes instituciones y naciones europeas, siguen mostrando heroica adhesión al paraíso solidario, como el turista ideológico de tribus multiculturales, los promotores de engendros artísticos de factura autóctona o los autores del desguace de la enseñanza con el loable fin de distribuir a su gente lotes de chatarra.
El programa sea bueno y feliz sin esfuerzo transmitido por múltiples canales es de una sencillez evangélica, del tipo que, en medios menos religiosos y más críticos, recibe apelativos afines a la debilidad mental, pero precisamente por ello resulta tan atractivo y proclive al asentimiento y incorporación rápida a las estanterías del comedor sociocultural. Es un bagaje de primeros auxilios que hay que poseer aunque no se use. Desde el estrado de la poltrona o del aula, del micrófono, la pantalla o la columna periodística, el adepto al totalitarismo light del Nuevo Régimen hace estragos; sus respuestas, a las cuestiones más diversas, a las más concretas observaciones, son, invariablemente, previsibles. Cuando de moverse en el mundo de literatura, cultura, manifestaciones artísticas se trata, su pensamiento y discurso se encarrila de entrada-y de manera casi visual-por las vías férreas de su pequeño libro rojo, cuyos capítulos, negritas y subrayados le alivian de la enfadosa tarea de pensar por sí mismo y le proporcionan sin embargo la ilusión de pertenecer al clan intelectual y estar enunciando juicios propios. Es feliz cuando halla asideros para la clasificación inmediata (como racista, machista, imperialista) del tema, obra o suceso tratado, y enfila el rail de la corrección ideológica con la satisfacción que producen la ausencia de conflictos, la general aceptación del coro y la alta imagen de sí mismo devuelta, como espejos, por el asentimiento cordial de sus colegas. Cuando se le hace ver que su postura es reaccionaria, automática y acomodaticia, y que, además, no responde de manera pertinente al tema objeto del análisis, se siente desconcertado, molesto e incluso ofendido, experimenta el vago enojo de quien ha esperado inútilmente que salga el objeto de la máquina distribuidora. Es alguien que funciona por sintagmas nucleares, epítetos constantes, jaculatorias propias del ritual con el que su grupo sociológico comulga. Se complacerá en ejercer una censura tajante e irrevocable (que lleva camino de convertir en un páramo las historias y antologías de literatura) a la menor observación negativa sobre negros, mujeres, indios o judíos, pero difundirá sin empacho, y leerá con deleite, las más groseras descripciones físicas, los prejuicios más cerriles, los párrafos de xenofobia más descarada, siempre y cuando los sujetos sean británicos, norteamericanos, franceses o alemanes. Alabará las políticas sociales, la erradicación del elitismo, la democracia igualitaria, el Tercer Mundo y la clase obrera, ello en medida directamente proporcional a su afán por acceder a prendas de marca, muebles de diseño, ambientes de distinción gastronómica, estética o musical y liceos inglés, francés o alemán a los que enviar a su prole. Se trata-y trataba-de una peculiar clase en el poder, un vivero curioso y abundante de fiel, y en buena parte asalariada, clientela que se complace en su imagen sociopolítica de contestación y progreso, y asume, con la soltura del hábito integrado a las estructuras de la personalidad, la profunda contradicción entre la realidad y el discurso, las opciones materiales de existencia y el ideario verbalmente adoptado, la omisión bienpensante del precio de los derechos y ventajas disfrutados y la complacencia del cantautor con poses de desafío marginal que conviven con la cotidiana aceptación y acaparamiento de cuantos bienes ha producido el sistema burgués, del que reclama la parte del león en asignación vitalicia.
El progresista de retablo posee un perfil y discurso tan definidos como la imaginería del Egipto faraónico. En el marco mediático oficioso, de un aburrimiento insuperable, donde cada respuesta está acotada y es previsible, se acoge a fieles y simpatizantes y se condena al no ser al resto. Silencio completo, sólo roto, como excepción que confirma la norma, por alguna mención o aparición fugaz, que es recibida de inmediato con un alud de improperios de tan extraordinaria originalidad y genuino talante democrático como fascista y reaccionario. El grado de censura alcanzado es fenómeno digno de largo estudio, y ha sido obtenido sin duda con el continuo esfuerzo de un monopolio al que en verdad sólo falta cierto sentido del humor respecto a sí mismo. Es difícil contener la sonrisa ante la liturgia al uso. Llega entre grandes alharacas a la televisión una serie sobre la Historia de España para cuya realización, al parecer, no se ha reparado en gastos. Que han ido en buena parte a las eminencias que la asesoran si se compara con productos similares, pero de calidad infinitamente mejor, ya producidos por cadenas anglosajonas. En el medio hispánico el catecismo al político modo tiene, al completo, su asiento. Cuando de paleontología se trata, los rudos precursores del homo sapiens aparecen con cierto aspecto de careta de susto adquirida en los mercadillos navideños. Pronto muestran buen gusto en el vestir, el aseo personal y el cuidado de las manos. Pero, desde la oscura prehistoria, se distinguen por los valores morales, que son repetidos por el narrador en porcentaje que no deje lugar a dudas sobre su militancia en el bando correcto. Desde Atapuerca hasta la Edad de los Metales las tribus se muestran invariablemente “solidarias”; algún canibalismo había, pero tan incómodo detalle puede ponerse a beneficio de inventario; están compuestas de “hombres y mujeres”, sin que falte jamás la apostilla por si el torpe espectador pudiera figurarse que el género femenino no estaba representado ni gozaba de igualdad en tan tempranas edades. Ni en la caverna ni en la caza hay tuyo y mío, sino un reparto protofranciscano de los bienes. En los encuentros con elementos ajenos al grupo se hace gala de educada indiferencia de corte británico, a lo sumo una discreta curiosidad. El espectador pervertido, con experiencia en reuniones de comunidad de vecinos, podría pensar en luchas, aspereza, enfrentamientos. Por fortuna estos hispanos prehistóricos siguen escrupulosamente las enseñanzas marxistas sobre las comunidades primitivas y su estadio anterior a la nefasta irrupción del capitalismo y el sentido de la propiedad privada. Los grupos humanos de la serie televisiva española realizan “intercambios”, no rapiña ni comercio, y aportan probablemente a las tribus próximas, con una solidaridad que no les cabe en el pecho, el fruto de sus descubrimientos. Algunos pasan de la caza a la agricultura y los poblados estables, pero otros “ejercen su derecho a la diferencia” continuando con el nomadismo. Los hallazgos son colectivos y la cámara se guarda muy bien de sugerir inventores, líderes o brujos que se distingan del resto de la tribu. No es preciso un gran esfuerzo de imaginación para predecir los capítulos sucesivos, la, sin duda, imperialista y reprobable llegada de los romanos a España, la fraternal convivencia medieval entre las tres culturas, el aldeanismo y mal gusto del Cid y la sabiduría de Almanzor, el soplo de aire fresco traído desde África por almorávides, almohades y benimerines, que, de paso, arrasaban el arte de sus correligionarios con más eficacia que los cristianos, la incalificable desconfianza de los reyes de la recién unificada España respecto a comunidades judías y moriscas notoriamente propensas a actuar de quinta columna de los ejércitos africanos y de la Sublime Puerta.
En este apartado sobre la configuración y funcionalidad de unas directivas y de una censura más o menos gozosamente asumidas merece también mención honorífica la película “El Reino de los Cielos”. Pocas veces habrá gozado panfleto alguno de envoltorio tan lujoso. Sus promotores se han pagado, con el dinero de Gran Bretaña, Alemania, España y Estados Unidos al que se suma discretamente el de los Emiratos Árabes, nada menos que el genio de Ridley Scott, la perfección sin reparar en gastos de la puesta en escena y el extremo placer visual. La imagen es bellísima y recubre, del principio al fin, un mensaje que aplaudiría encantado Osama Ben Laden, véase la bajeza de Occidente contrapuesta a la simétrica exaltación del Islam purificador, poderoso y sabio. La película transcurre durante las Cruzadas. El clero cristiano es, invariablemente y desde el comienzo, fanático, opresor, criminal, venal y despreciable. Los príncipes y nobles europeos se muestran, salvo excepciones que tienen el buen gusto de morirse, ambiciosos, viles y crueles. Los musulmanes resplandecen de refinamiento, ciencia y bravura. Sobre todos ellos se alza el gran Saladino (con notable parecido al Sr. Laden), cuya magnanimidad y tolerancia son tales que le vemos, al final, dedicado a recoger y poner en pie la cruz de la ciudad conquistada. Anteriormente hemos presenciado cómo el protagonista (occidental pero bueno) se imponía a la sumisión feudal preconizada por el obispo reaccionario y transformaba a todos los siervos en ciudadanos libres y, en tiempo récord, en eficaces guerreros que tomaban decisiones por mayoría en un régimen protoparlamentario. Mientras, su compañera, tan independiente y apasionada como hermosa y alhajada a la oriental, escoge la modesta vía del servicio social. Por supuesto en el ejército árabe no se observa la menor veleidad de votaciones democráticas entre la tropa, ni en el campo islámico figura más elemento femenino que las camellas y yeguas. Se da, además, tácitamente por sentado que, frente a la criminal violencia de los cruzados, los árabes habían ocupado previamente los disputados territorios con la pacífica aquiescencia de la población y que la expansión del Islam se produjo en fraternal consenso con los invadidos. Pero la atención a tales detalles está fuera del guión. Hubiera podido añadirse, tras la conmovedora escena de Saladino y la cruz, un epílogo sobre la dictadura teológica de Irán, Arabia Saudita, Afganistán y otros países musulmanes, en los que está prohibido, por ejemplo, sobrevolar La Meca o erigir la más modesta iglesia y se considera legítimo el asesinato del converso y del infiel. Pero para tal lujo no llegaba el multimillonario presupuesto, ni el coraje de los amigos de la verdad y la tolerancia.
Esperar vencer al tumor, con visos de pandemia, del parasitismo de las clientelas utópicas con las solas armas del razonamiento, la lucidez y las buenas intenciones no pasa de ser una utopía más, una terapia basada en el consolador voluntarismo de los perdedores. Equivale a eliminar el robo asegurando a cogoteros y carteristas que está mal, pero que muy mal hecho. Para apropiarse de lo ajeno siempre hay multitud de argumentos, de históricos a psicológicos y personales pasando por sólidos edificios de teoría política y esquemas futuristas de imperativo moral. Los hechos han probado que la terapia tampoco pasa por la paciente espera a que pase la mala coyuntura. El sanador universal que es el Tiempo funciona de manera harto variable.
Respecto a los jóvenes, ocurre con ellos como con los enfermos y los malos médicos: pese a éstos a veces se curan, quieren aprender e incluso acaban sabiendo e indagando por su cuenta. La Naturaleza viene en su auxilio, como en el de las sociedades de abundante, variado y asentado tejido cívico, a las que es prácticamente imposible dominar de manera perdurable, dañar de forma irreversible. La potencia regeneradora del animal humano, de la vida y la curiosidad hacia delante, del libro que sobrenada tergiversaciones y oportunismos, tiene la fuerza pertinaz del agua. El adolescente, menos indiferente de lo que parece y con una superficie de comodidad y hastío bajo la que laten la generosidad y el ímpetu propios del crecimiento y de la energía acumulada, busca metal entre la ganga, quiere futuro, recorre, siempre con brusquedad, a saltos, el trecho entre la edad adulta y la infancia. Saca cabeza en ocasiones del medio pueril en el que se le sumerge, avista, más allá del almacén vigilado, asomos de la robada herencia, de la identidad sobre la que sin saberlo él se levanta, las sucesivas capas de individuos de su especie que, como las hojas homéricas, se han ido depositando para construir la altura que pisa y ofrecerle sentido, explicaciones, horizonte. Siente la querencia oscura de raíces y de grandes pensamientos, seres, palabras y obras cuya envergadura proclama a gritos que no todo vale lo mismo, alimentos para el viaje de sesenta, cincuenta, setenta años que ineludiblemente le espera. Y los busca provisto del parco lenguaje y signos que son el bagaje del que se le ha provisto tras sobrenadar mares de mensajes inconsecuentes. Su siguiente etapa consistirá en la conciencia del despojo del que ha sido objeto, el paternalismo en grandes dosis, la fabricación de mimados segismundos mantenidos en torre y cadena para seguridad del rey y sus tutores. Pero cuando se les da la oportunidad, cuando por instinto algunos huelen la libertad, la ciencia, la grandeza y la belleza, entonces surge el hambre reprimida y soterrada de manjares intelectuales sólidos, rechazan el sabor dulzón del pienso y sorben como papel secante cuanto sobre ellos se vierte. Todavía no participan del triste juego de intereses de sus mayores, de la agradable servidumbre y del hábito antiguo del engaño; han crecido a su sombra, pero ignoran el origen y causas del chantaje. Les llega el día en que echan en falta las páginas de la literatura y la historia, los cuadros, estatuas, edificios, el paso secular de artistas y filósofos, el idioma que en las autonomías les quitan, el oro y la plata de las lenguas clásicas, las ciencias reinas en sus dominios, anchas de espacio, relaciones y equilibrio, la posibilidad, en fin, de saber y de sacar sus propias conclusiones, al margen de la blanda dictadura de la corrección sociopolítica.
Como está, tímidamente, empezando a ocurrir en los libros de texto escolares de Japón, que llevan más de seis décadas ocultando la terrorífica conducta de su orgulloso país durante el siglo XX, asimismo, a grande y paciente escala, habrá que trabajar en España (no será el único país donde sea preciso) para ir restaurando, como un mosaico privado de más de la mitad de sus teselas, la Guerra Civil, sus preludios, las guerras civiles, el largo balance mundial totalitario, el campo entero del Humanismo. Será preciso fumigar las aulas para librarlas de la secta pedagógica y recuperar el saber. Habrá que rescatar las cumbres de las manos de aquéllos que no soportan cuanto les sobrepasa, desvelar un paisaje tan desigual y variado como lo son entre sí cada uno de los seres humanos, y limpiar la animosidad viscosa hacia nobleza, transcendencia, honradez, tesón. Será, con mucho, más difícil el rescate de elementos como conciencia social, equidad, desprendimiento porque son precisamente las máscaras con las cuales se han presentado en escena los actores de la propaganda socialista y el lucrativo negocio de la igualdad. Y es muy probable que, por la sola inercia del Tiempo, nada de esto ocurra y el devenir se resuma a los poderes de la mafia más fuerte.
Tal vez el sector público, esencial en terrenos tan vitales como enseñanza, sanidad, justicia, haya quedado tocado y escorado, sin que se aviste solución alguna a su lento e irreversible hundimiento. Los servicios que se ofrecen, por imperativo social, a todos los ciudadanos son componente básico de un concepto de la igualdad de derechos muy propio de las democracias europeas. A diferencia de los estadounidenses, las gentes de este lado del Atlántico no gustan de vivir en un capitalismo de pura y dura lucha individual. Creen necesaria la solidaridad, a la que saben muy distinta de la caridad, sin que ésta cubra el espacio de aquélla. En este mismo factor reside sin embargo el talón de Aquiles de unas instituciones que han pasado a ser botín de clanes. La fragmentación en cacicatos nacionalistas ha multiplicado exponencialmente el desastre. Se ha entrado en una insostenible dinámica de burocracias ruinosas, en las que el bloqueo de calidad y eficacia es ley. Impera un férreo canon de Procusto dirigido a que se mezclen indistintos los peones y lograr la anulación y represión activa de cuanto favorece eficacia, competencia y élites. Al tiempo se escenifica el ritual periódico de la invocación a productividad, aumento de efectivos y doblados presupuestos, que distribuirán entre sí mismos y su parroquia quienes se reparten los frutos del Estado de Bienestar. Es conocida la escasa simpatía con la que miran jefes y representantes de las masas trabajadoras a los que, desde la Administración, se distinguen, emprenden estudios superiores, aspiran a mejor nivel. Tanto es así que tales iniciativas no suelen ser comentadas por los interesados en su medio laboral. La mediocridad es un grado. Ésta es, además, garante de silencio y fidelidades, especialmente cuando se manejan en los ministerios sumas millonarias de servicios subcontratados innecesariamente, y a alto precio, a empresas externas, cuando se monta con gran aparato un bluff de pánico organizado para cuya previsión no se repara en gastos (véase el clima de apocalipsis inducida respecto al informático efecto 2000), se sustituyen juristas de valía por gentes de la confianza del partido o cuando se anuncia la Segunda Revolución Cultural y se da a luz una serie de normas y directivas cuya estulticia es proporcional a la manipulación de fondos estatales a la que sirven de pantalla. El secuestro por parcelas del sector público es maniobra que cada día hace a éste más semejante a los monolitos polvorientos que arrasaron las economías de los antiguos Países del Este. Es posible que respecto a tan necesario componente de un mundo vivible como es la oferta estatal de buenos y asequibles servicios en enseñanza, salud o comunicaciones pueda decirse con desánimo Imposible la hais dejado para vos y para mí. Sólo la vaga embriaguez del consumo y la inercia de la prosperidad económica (ayudadas por los primeros planos fijos de revival guerracivilista que se utilizan para excluir temas inoportunos) permiten no percibir la fecha de caducidad de un promesa de gratis total inviable.
La labor del nuevo héroe tiene muy poco de espectacular y bastante de ignorada, pero los dragones son ciertos. Se trata, nada menos, que de desmontar, neutralizar y exponer un andamiaje improductivo pero hincado hasta los huesos del cuerpo social y adherido a las superficies más visibles por medio de la exposición continua y la afirmación reiterada. De él viven, o creen vivir, ejércitos pasivos y corales, con él se encadenan, ciegan y someten las corrientes vivas del conocimiento, la acción y la reflexión. Es el muro que, tras la caída del otro, ha quedado sin derribar, como trinchera ubicua y multiforme de tropas cuyo ardor bélico se alimenta de la propagación de cantidades fabulosas de rencor social aderezadas con horizontes ficticios de etnias agraviadas, virtuosa miseria, asesinos honestos y dictadores que posan para la eternidad y para las camisetas de la rebelión urbana.
11 DE MARZO
Entre el once y el catorce de marzo de 2004 se precipitaron las cosas. En cuestión de minutos, como las páginas de muchos libros arrancadas bruscamente, quemadas, rotas, aventadas en un corto vuelo, apiladas y ennegrecidas, yacían personas, desgajadas para siempre de sus historias. Un atentado terrorista, el mayor en Europa, había hecho estallar en Madrid trenes con su contenido, que se contó por cientos de víctimas.
Enseguida, con una rapidez que casi igualó la de la admirable solidaridad ciudadana y la eficacia de los servicios públicos de asistencia, se organizó una ávida maniobra de aprovechamiento electoral en beneficio del grupo de oposición que en principio se presentaba tres días después a las elecciones como perdedor a causa de los innegables éxitos del Partido Popular en la gestión económica y en una lucha antiterrorista llevada a cabo con firmeza que no se había visto hasta entonces. Se había intentado una política que se elevaba sobre el hormiguero de clanes para primar consideraciones generales de mayor envergadura y calado. Ésta, que resultaba incompatible con el populismo y la inversión electoral a corto plazo, comportaba, por primera vez, la diferencia de opciones respecto a Alemania y Francia, a quienes debió desde sus principios apoyo y financiación el Partido Socialista, reembolsados con acuerdos económicamente desfavorables y con las que siempre había mostrado España, desde la transición, una actitud ancilar y sumisa, y, por el contrario, situaba al país en alianza con otros homólogos europeos y en conjunción explícita con Estados Unidos, tanto en cuanto al enfrentamiento mundial globalizado contra el terrorismo como respecto a la intervención bélica, el derrocamiento de Sadam Hussein y las largas y difíciles reconstrucción y pacificación del país. Éste era el flanco más débil, electoralmente hablando. Sectores civiles muy amplios se oponían, y con motivo, a la implicación en una guerra mal explicada y peor prevista en su desarrollo, consecuencias y finalidades últimas. El tejido de presiones localistas y las crecientes reivindicaciones autonómicas acababan, además, de otorgar un plus de impopularidad al PSOE: su líder en Cataluña se había aliado con el partido independentista (Izquierda Republicana), cuyo portavoz había pactado, en entrevista con ETA, que ésta no asesinaría en aquella región, lo que no despertó precisamente las simpatías del resto, como tampoco lo hicieron las pretensiones de fraccionar el marco constitucional.
Los descubrimientos, en meses anteriores, de comandos del grupo terrorista vasco provistos de grandes cargas de explosivos para provocar atentados que sólo fueron frustrados por la intervención policial apuntaban a su autoría en el del 11 de marzo. Contra ETA se dirigieron pues desde las declaraciones del Gobierno hasta el clamor de no pocos ciudadanos, apoyado además por la oportuna coincidencia de la aparición en el País Vasco, de panfletos incitando a sabotear los ferrocarriles españoles.
Hubo también sin embargo, desde el principio, algunos rasgos propios del terrorismo islámico: la elección de la fecha, recuerdo del 11 de septiembre, la magnitud de la carnicería. A esto rápidamente-pero una vez que se hubieron producido las primeras declaraciones oficiales y con prontitud que se hubiese dicho calculada para que previamente el Gobierno se involucrase en la tesis de la autoría etarra-se sumaron pruebas de filiación musulmana de los asesinos y reivindicaciones, en prensa y video, de un grupo terrorista de Al Qaeda, que se declaraba autor del atentado y lo explicaba casi literalmente en los mismos términos que habían figurado meses antes en los carteles de la oposición contra la política internacional del Presidente, su alianza con el de Estados Unidos y la participación española en la guerra.
La mañana del día once, poco después de la explosión, el representante vasco del nacionalismo independentista y notorio portavoz oficioso de ETA había negado la relación de la banda con la masacre de la estación de Atocha y apuntado, temprana y solitariamente, a la implicación del fundamentalismo musulmán.
En el breve espacio temporal que medió entre la conmoción y secuelas de la matanza masiva del jueves y las votaciones del domingo hubo, por parte de la oposición, un despliegue mediático de agresividad monocolor, una organizadísima táctica de acoso, usura y desprestigio del partido en el Gobierno con el fin exclusivo de canalizar en su contra la tensión, terror, tristeza y desconcierto que la imprevisible magnitud del suceso producía en los ciudadanos. La tesis era, en realidad, idéntica a la expresada por Al Qaeda: el Presidente pagaba, y pagaría, por su apoyo a la política de Estados Unidos y a la intervención en Irak. El pueblo español no podía menos de ver, pues, en él y los suyos los causantes de una inmensa desgracia que, además, amenazaba con repetirse de no cambiar políticas y dirigentes.
En ilustración cristalina del fin justifica los medios, el partido socialista y aliados ocasionales mostraron, en cuestión de horas, las dotes que en otros terrenos-economía, cultura, educación, trabajo-les habían faltado. Su eficacia fue, como siempre había sido, extrema en un aspecto: movilización, coacción, creación de grupos de presión, demagogia oportunista, difusión de consignas, manipulación de comunicaciones y mensajes; recurso, en fin, a métodos históricamente inseparables del fin justifica los medios. La mañana misma de las congregaciones para los minutos de duelo y de silencio la pared frente al instituto de enseñanza secundaria donde se encontraba quien esto escribe mostraba una pintada en la que se leía en grandes letras negras terrorismo=ETA=Al Qaeda=Aznar=cruz gamada. Contra lo que suele ocurrir en otros casos, en los que permanecen semanas o días, este letrero desapareció, púdicamente enjalbegado, nada más ganar el Partido Socialista las elecciones del catorce de marzo. No había sido borrado de cualquier manera; se trata de todo el lateral de un edificio de una planta que amaneció el lunes repintado a conciencia, pero sólo en los paneles donde había habido ataques e insultos contra el Partido Popular. Los otros grafitti, en colores y grandes dimensiones, estaban intactos. El de marzo de 2004 fue un decorado de despliegue rápido y puntual retirado tan pronto como se cerraron las urnas. La mañana del quince no existía. Una de las primeras cosas que los alumnos vieron al entrar al instituto fue las insignias ZP del nuevo presidente socialista, que lucían en su ropa los conserjes del centro.
La situación de censura unilateral en la que, no sólo éste, sino otros procesos parecidos ocurren es tan significativa en lo omitido como en lo manifiesto. Porque es inimaginable que paralelamente a las del PSOE o Izquierda Unida, se hubieran visto durante todos aquellos meses insignias, carteles o folletos del PP, ni siquiera el pin más modesto. La desproporción entre la superficie expresiva ocupada por lo que se ha dado en llamar el bloque de la izquierda y la de sus adversarios democráticos es absoluta. La calle, paredes, conversaciones en voz alta, convocatorias, prendas, accesorios, voces, pizarras, carteles, pertenecen a los primeros. Los del Partido Popular son unos apestados excluidos de la percepción ciudadana excepto en formas caricaturales. Se los vota, incluso con mayoría, de una forma a fuer de discreta casi vergonzante y clandestina, no se aventuran en el más leve desliz de afirmación visible, y se les supone obligados a encajar, sin la menor respuesta, empujones, improperios, lanzamiento de huevos y basuras, bloqueo a su presencia y sabotaje de sus actividades sociales. Las agresiones contra sus militantes y sedes gozan siempre de completa impunidad.
En el mundo escolar se copiaban de cerca las obras de los adultos. Porque, con un desdén absoluto respecto a la jornada de reflexión, la legalidad y no digamos la ética, la todavía oposición puso en marcha el 12 y 13 de marzo de 2004 una operación voto que justificaba todos los medios, mandó una lluvia de mensajes a móviles convocando a caceroladas frente a la sede del adversario político, sitió, literalmente, a bombo y platillo a los representantes del Gobierno en todos los lugares públicos, colegios electorales incluidos, acompañándolos con un coro de asesinos, asesinos, persiguió hasta las urnas con abucheos e insultos al todavía Presidente y a su mujer, cubrió en tiempo récord las páginas de los periódicos, las pantallas y las ondas con la ecuación Partido Popular igual a guerra, terrorismo y muerte, volcó en él (mucho más que en los causantes del atentado) todo el peso de los muertos, no hizo ascos a la sangre de las víctimas si los cadáveres le servían de pódium y las amenazas islámicas de caja de resonancia. Y el mensaje llegó, desde luego, con manifiesta inversión del voto, muy visible en las zonas más castigadas por la matanza y en los jóvenes.
Empero, sin el monopolio mediático del que España es un curioso ejemplo, el activismo carente de escrúpulos no hubiese bastado. Era necesaria una presentación selectiva y tendenciosa, con espectaculares omisiones y magnificación, para consumo tanto nacional como externo, del binomio política del partido en el Gobierno igual a culpabilidad y muertes. Cuando se habla del monopolio, que quedó de tal forma en evidencia durante los tres días previos a las elecciones, se trata del bloque ya en otras ocasiones citado, que es probablemente el arma más sólida de la clase clientelar dominante nacida de la Transición, enriquecida con ella y dispuesta a fagocitar cada resquicio de poder y de control social: periódico transformado desde muy pronto en una especie de gaceta del Movimiento Único Progresista de filiación obligatoria, cadena de radio, televisiones, empresas editoriales, ligadas al enorme negocio de los libros de texto y a su vez inmersas en El Discurso global. Las variantes dependen de las necesidades del guión, pero la homogeneidad es inconfundible en los métodos, en el ejercicio, por activa y pasiva, del silenciamiento y la censura, en la infalible servidumbre al puñado de arquetipos y tópicos y en su fusión peculiar con una constelación de partido, artistas e intelectuales de nómina y sindicatos “de clase” cuyas entidades se desdibujan hasta parecer simples apéndices del núcleo fáctico. La más simple visualización o repaso del asalto mediático a las urnas en las cuarenta y ocho horas que siguieron al atentado es de una claridad tan meridiana que prácticamente excluye la necesidad de argumentos. Que sean el largo, insistente, pormenorizado y atento juego televisivo de cámaras en la transmisión de las manifestaciones contra las sedes del PP la víspera de la mañana electoral, la paralela metodología radiofónica o la exhibición de pancartas cuya abundancia, buena factura y homogeneidad de materiales sugerían previsión logística más que indignada improvisación, los datos hablan por sí mismos. En este sentido, la actitud de los corresponsales extranjeros adolece con frecuencia de notable ingenuidad cuando comentan el dominio por parte del partido en el gobierno, sea el que fuere, de los medios de comunicación estatales. El control de los telediarios no impide, ni ha impedido, el muy distinto tono de la constelación mediática, que se resume en la constante de asociar, invariablemente, el socialismo al progreso y el conservadurismo regresivo a sus adversarios, ello repetido hasta la saciedad, diariamente, con todo tipo de metáforas, símiles y paralelismos, amplificados por una especie de coros y danzas que ejercen como representantes y depositarios de la Cultura.
Particularmente ilustrativo es, por ejemplo, el editorial del diario El País del viernes 12 de marzo de 2004. La semántica de la composición es impagable: gran fotografía de portada con las vías sembradas de heridos y muertos, vagones destrozados al fondo, y a pie de foto, bajo las víctimas, a la derecha, en un recuadro, el comienzo, en cuyas pocas líneas ya se avanza la eventualidad de la relación del atentado con el papel jugado por el Gobierno de Aznar en la guerra de Irak. El editorial continúa en la página diez con una estructuración cuidadosa. La primera columna asocia más el suceso, dada la amplitud de la carnicería, con los fundamentalistas que con ETA, comenta las declaraciones del Ministro del Interior sobre el hallazgo de una cinta magnetofónica con versos del Corán en una furgoneta que contenía también detonadores y la posterior reivindicación de un grupo islamista, y liga (aunque se habían producido en un tiempo récord, la tarde del jueves mismo de los atentados) estas declaraciones oficiales a la sospecha de ocultamiento o una manipulación de la información por parte del Gobierno. Continúa así la segunda columna y, en el cuerpo central de la página y del artículo, añade la posibilidad de la bicefalia, pero lo hace de forma tal que, de producirse, aumentaría, en vez disminuir, la culpabilidad del Gobierno: A esta hipótesis debe añadirse como mero automatismo lógico la de que la actuación criminal sea producto de una coalición terrorista islamista y etarra, de forma que los asesinos hubieran terminado fusionando sus dos sangrientas banderas y confirmando de forma siniestra las profecías de Bush y de Aznar que querían confundir todos los terrorismos y convertirlos en uno solo. Si así fuera, será un tipo de profecía que se cumple a sí misma y que arrastra en cuanto a responsabilidades a quienes las profieren. El párrafo, y en especial su última oración, merecen figurar en los manuales de tendenciosidad periodística. Está diciendo que, en el caso de que hubiera habido colaboración entre Al Qaeda y ETA, ésta, y sus efectos, serían culpa de Aznar, y de Bush, puesto que ambos querían confundir todos los terrorismos. Es decir, los grupos terroristas no tendrían tendencias a la colaboración según análisis e investigaciones, sino que tal unión sería el exclusivo fruto de las premoniciones (en verdad satánicas) de los presidentes español y norteamericano. Indudablemente El País elaboró ese día un artículo que pasará a la historia de los manuales de periodismo.
Dentro de este tema, de la extraordinaria capacidad del monopolio mediático, es también digna de estudio la habilidad del autoproclamado bloque del progreso para conformar, cara al exterior y los corresponsales extranjeros, una imagen de España cuyo perfil se funde con el de los intereses de la clientela de la utopía. Tal eficacia es casi proporcional a la extraordinaria torpeza del Partido Popular para defenderse a sí mismo y hacer valer sus logros. Valga como mínimo ejemplo el hecho de que durante años el suplemento especial de Año Nuevo de una publicación tan prestigiosa como The Economist recurría al Sr. Cebrián-pieza clave en la constelación mediática del Partido Socialista-para la elaboración del artículo sobre visión general de España. El diario El País goza de una distribución exterior a la que sólo falta recurrir al buzoneo para asegurarse de que la imagen del homónimo nacional es la por él presentada. Por otra parte, la lectura de prensa extranjera ha producido-y aún produce-la impresión de que se continúa viendo a la Península bajo el prisma de una diferencia más grata a distancia que para consumo interno. España queda como reserva cherokee de socialismos perdidos, como lo fue de bandoleros románticos, anarquismo glorioso, fervor revolucionario o pueblos medievales. Es el país de la última guerra idealista, de brigadas internacionales donde se acudía a luchar por la libertad. Ha sido, desde fuera, la patria de los sueños y de los recuerdos (imaginarios o reales) de hazañas nobles, de una esperanza y juventud fatalmente abocadas a la derrota por la experiencia, evidencia y cesiones del transcurso de la vida. El país europeo de Nunca Jamás debe permanecer tal, no existieron estalinismos, crímenes de las milicias, socialismos ruinosos, conductas lamentables. La afición diferencial no camina lejos del desdén: a España se le permite ser extraordinaria pero no igual en las aspiraciones y rasgos del mundo moderno, aprendiz pero sin tienda propia. El hundimiento de la política atlántica del Partido Popular significó el regreso al redil europeo como rebaño secundario al que los grandes de la Mesta, Francia y Alemania, impondrán las cuotas de leche y lana que les parezcan oportunas, como ya hicieron con el muy bien pagado apoyo al joven partido socialista que precisaba con urgencia exhibir en sus logros el ingreso de España en la Comunidad Europea.
Se recurrió en el tratamiento de la masacre del 11 de marzo a dos procedimientos que son un clásico de las metodologías de corte totalitario: Uno la insistente afirmación de una falacia que la repetición transforma en certidumbre, por lo que se comenzó, de manera casi simultánea-curiosamente simultánea-a los hechos, a acusar al Ministerio del Interior de ocultación de datos que omitirían la autoría islámica en beneficio de la etarra, más proclive ésta última a favorecer a un gobierno que llevaba ocho años combatiendo el terrorismo vasco con mucha más eficacia y éxito que sus predecesores. La mentira voluntaria casaba mal con la realidad, porque lo que se dio en aquel puñado de horas fue una sucesión de informaciones y aclaraciones oficiales incluso ingenuas en su afán de premura y exculpación anticipada. Afán inútil, por cuanto el condenado lo estaba mucho antes de pruebas y juicio, pero fructuoso como apoyo secundario a la tesis troncal de la culpabilidad del PP. La gran ventaja de sus adversarios estuvo desde luego, durante esos tres días, en su capacidad y perfecta ausencia de escrúpulos a la hora de hacer uso de los materiales que la coyuntura ponía a su disposición. El otro procedimiento consiste en anticiparse a la denuncia del atacado utilizando semejantes términos. Para ello se tomaron las quejas de que se estaba produciendo por parte del partido socialista un asalto mediático preelectoral y se hizo enunciar a un conocido cineasta, ante los periodistas, sus pasados temores a que el partido popular diese un golpe de Estado y su alivio al ver recuperada una democracia que, según él, no habría existido durante los ocho años del gobierno del PP.
La insistencia socialista en que se informara a ellos y al pueblo de las pistas en torno a la autoría del atentado, inmediatamente, con completa transparencia, en cuestión, no ya de horas, sino de minutos durante los que no paraban de llover sobre el Gobierno improperios sobre ocultación de pruebas, se centraba en hacerse con una baza fundamental cara a las urnas: Había que negar, cuanto antes, la intervención de ETA, cuya debilitación figuraba en el haber del adversario, y poner todo el peso de los cadáveres en la balanza de la responsabilidad islamista, en los hombros del todavía Presidente, al que un repentino y atronador Halloween de disfraces de esqueletos, caretas, pancartas tratándolo de terrorista, asesino, mentiroso, militarista y compadre de Bush persiguió sin perder segundo, pisoteando el silencio preelectoral. Como las pintadas, el impaciente interés del PSOE por la investigación del atentado se desvaneció, con el resto de los decorados, tras cumplir su misión de dejar bien incrustados en la mente de los votantes los binomios Aznar-asesino, Aznar-Irak en guerra, Partido Popular-venganza árabe y doscientos muertos de la estación de Atocha (con sus dobletes necesarios Partido Socialista-Inocencia, PSOE-Paz, Zapatero Presidente-Ausencia de muertes-Oposición a la guerra.) El domingo por la noche se hizo público el vuelco electoral, la victoria, completamente inesperada el miércoles 10, del Partido Socialista mediante una esforzada maniobra de reciclaje del miedo, la exasperación y la incertidumbre. Simultáneamente, pasó a muy lejano plano la febril exigencia de datos sobre la filiación de los criminales.
Las dos hipótesis de autoría se presentaron por lo general desde el principio como excluyentes, y ello pese a que era notorio que ETA se había entrenado en países como Argelia y Libia, que existían lazos con sus compañeros de milicia y aprendizaje y que el intercambio logístico, informativo y operativo entre grupos terroristas de diversos signos pero unidos por el antiamericanismo, los fundamentalismos nacionales o religiosos y la animadversión a las sociedades libres era de pura lógica. En España, en horas veinticuatro, ya estaba en marcha la explicación por venganza, término que implica causa-efecto justiciero, según el paralelo, lanzado a la opinión pública, de los bombardeos sobre Irak y la catástrofe de la estación de Atocha, y en horas setenta y dos se había producido un vuelco electoral de una claridad inconfundible para los autores del atentado y para cuantos los dirigieran, apoyaran o imitaran su métodos: Rendición ante el golpe terrorista, sumisión a sus condiciones, retirada inminente de las tropas. Las observaciones, datos, análisis que no se integraban en la lógica de este proceso simplemente fueron borradas del mapa comunicativo u ocuparon en él un espacio insignificante y voluntariamente anecdótico, que incluso se aprovechó como material de acarreo para abundar en la culpabilidad, no ya de los asesinos reales, sino de Aznar y Bush. La masacre no sólo fue impecable en el logro de sus fines electorales, sino que también funcionó como un reloj en el hallazgo de pruebas depositadas a las pocas horas prácticamente ante la policía y en los rápidos comunicados reivindicando la matanza, lo que dejaba el margen temporal perfecto para movilizar contra el Gobierno a la ciudadanía, de manera que depositase su indignación, aún caliente, en forma de voto.
Hubo que esperar al dieciséis de marzo para leer en un periódico, El Mundo, (y esto refugiado en la página veintinueve) un resumen de un documento del grupo saudita relacionado con Al Qaeda Voz de la Jihad (guerra santa) redactado y difundido a finales de 2003. En él se definía un frente terrorista en el que los sectores islámicos actuaban de brazo armado, mientras que otros, en los que se integraban grupos europeos terroristas entre los que figuraba ETA y círculos antiimperialistas y autodenominados de resistencia iraquí, se encargaban de política y agitación. Su estrategia y fines explícitos eran, ya en ese momento, provocar en España con atentados y propaganda un efecto dominó que obligara a las fuerzas occidentales a abandonar aquel país, lo que, en cualquier caso, se preveía que había de ocurrir con los españoles. Los fines se cumplieron escrupulosamente. La matanza de Madrid fue un completo éxito para sus organizadores.
Los jóvenes y muy jóvenes han tenido papel preponderante en el proceso. La facilidad de su manipulación a nadie escapa, y de ella habían dado abundantemente prueba las manifestaciones en pro de la logse y contra cualquier mecanismo de mejora. La masacre llevó a las urnas a un sector totalmente permeable al difuso mensaje pacifista, dispuesto a gritar consignas y culpabilidades, proclive a la acción inmediata y el ataque al enemigo próximo. Irak pasó a ser un icono útil para una bien definida clientela. Los proyectiles para el derribo político del oponente fueron seleccionados con extremo cuidado y cualquier material no susceptible de utilizarse como tal fue filtrado y rechazado antes de que llegase al público. Las observaciones ajenas al interés del bloque mediático dominante había que buscarlas, como los artículos contra la manipulación electoral de la matanza, muy en el interior de los diarios. Véase el soberbio Con plomo en las entrañas, de Antonio Muñoz Molina, publicado en El País, sí, pero en la página 53, por el aquél de la pluralidad.
El discurso y la legitimación bélicos han sido capitalizados por un magma confuso que halla en el antiamericanismo, por cuanto que Estados Unidos tiene fuerza y también intenciones de defender el sistema democrático liberal y sus principios, el adversario en el que concentrar una ofensiva en la que se alternan la agresión directa y el aislacionismo. Europa (al menos un núcleo importante de lo que por ella se entiende) carece de voluntad y de medios para defender de auténticos ataques y violencias el sistema y bienestar de los que disfruta. Ha podido permitirse tal lujo porque se apoyaba, cuando llegaban los conflictos, en el recurso a la ayuda estadounidense, que pagaba en cheques y en muertos las facturas del nivel de asistencia social y plácida convivencia de Occidente. Hay generaciones enteras de europeos a los que se ha enseñado la gratuidad de la subsistencia y los derechos, la relatividad de los valores, la compatibilidad, en un mundo idílico, de culturas a las que sólo la maldad del imperialismo impide desarrollarse en su pacífico esplendor, la benevolente indiferencia respecto a prácticas y sistemas impregnados de fanatismo, segregación y desprecio por la vida humana. Se ha extirpado, literalmente, de los libros de texto el conocimiento y estima de la propia historia, la lucha por la manumisión del pensamiento de sus oscuras cadenas de alienación e ignorancia, la gestación de la filosofía, de la división de poderes y de la igualdad ante la ley, la laboriosa obtención de los Derechos Humanos. En su lugar, lo que de forma más o menos marcada, según los intereses nacionalistas u otros en juego, se enseña es un curioso racismo de nuevo cuño que promete comprensiones y acomodos en nombre del respeto a la diferencia y garantiza impunidad a los que reivindican las pautas de su zoológico para ejercer la ley del más fuerte. De esta forma, por una parte nunca se han exaltado tanto la tolerancia y la paz, por otra nunca se habrán vestido con mejores argumentos inhibición, pasividad y cobardía. Queden tranquilos los dictadores con sus exterminios y amenazas, los fundamentalistas con sus cotos de barbarie y contrabando de armas, las mujeres del mundo musulmán con un grado de sometimiento e indignidad incomparablemente mayor que las peores prácticas del apartheid sudafricano. A todos ellos se guardarán de inquietarles multitudes ganadas por las razones de los menores riesgo y esfuerzo y dispuestas, en compensación, a vestir con regularidad las galas polícromas del relativismo de civilizaciones, que incluyen en el ropero los blancos hábitos del pacifismo a ultranza, mientras se reserva en exclusiva la actitud beligerante y la lucha para encarnizarse con las sociedades democráticas de Europa y los Estados Unidos. A fin de cuentas, la defensa del paraíso multicultural se encuentra en el credo de sectas variadas, pero unidas por la irritación ante la autonomía y el libre ejercicio de la inteligencia. Por ejemplo, la diferenciación bíblica entre blancos y negros, con la consiguiente e impermeable diversidad de sus naturalezas, fue uno de los pilares del discurso del Ku Klux Klan. Tras lo que se presenta como bloque izquierdas hay un reaccionarismo profundo, una regresión hacia territorios míticos de seráfica bondad. Y, tras la adhesión apasionada a la mitología, existe un peligrosísimo abandono de valores universales, de responsabilidad personal, de conciencia del precio de las cosas y de la factura implacable de la realidad. El edén de las tres, o trescientas mil, culturas ofrece refugio y camuflaje a gentes caracterizadas por el oportunismo financiero y sociopolítico y por el cultivo y explotación de la inexperiencia generosa de la juventud. La utilización de los jóvenes como vivero doctrinal, reserva y fuerza de choque es un clásico recurrente de la metodología totalitaria. En los sucesos del marzo del 2004 la comparación de cifras, por edades, y la participación de nuevos votantes dejan pocas dudas sobre el diseño de la intensiva movilización electoral.
Detrás del decorado edénico, y sojuzgada por él, se extiende la vasta clase de las víctimas, un Tercer Mundo que no es, ni quiere ser, el de la postal rústica y el cromo sino que se ha compuesto de sectores con aspiraciones a la mejor vida y al progreso, a la modernización y las libertades, gentes traicionadas en Occidente por sectas tan fascinadas por la colorista defensa de las tribus como amigas de la sumisión precoz a los señores de la guerra. Ocurre que uno puede apuntarse al paraíso del león y del cordero siempre y cuando se asegure de que los leones son vegetarianos. La identificación en marzo de 2004 de paz igual a cambio de gobierno, criminales de guerra igual a Presidente Aznar era tenebrosa en la simplicidad angélica de su primer planteamiento y el descarnado ataque personal del segundo. Es tan automático cosechar adhesiones a la paz como a la desaparición del cáncer, pero presentar a los muertos de Madrid como resultado de la bárbara justicia de los resistentes árabes implicaba gran desprecio hacia los seres humanos muertos en Bagdad en grandísimo porcentaje a manos de correligionarios políticos de los terroristas de Madrid (y homólogos de los de ETA y similares). Los carteles de las manifestaciones previas a la cita electoral no aludían, ni de manera casual, a esos verdugos y esas víctimas; se concentraban en tildar de asesinos a las fuerzas estadounidenses y al gobierno español. No se oyeron protestas indignadas contra la presencia de los soldados norteamericanos en Haití, sin la cual hubiera habido un completo baño de sangre, ni se han visto manifestaciones airadas contra los autores allí del asesinato de un periodista español a cuyo cadáver la falta de agresores gringos ha privado de gloria póstuma. Tampoco se observan, por parte de grupos y/o individuos defensores de los diversos y sucesivos edenes (socialistas, multiculturales, indígenas, islámicos) iniciativas de voluntariado del tipo emigración y asentamiento en sentido contrario al de las pateras, o de las balsas de Cuba; ni se ven largas colas para obtener la nacionalidad iraní o afgana, ni empujones para atravesar la frontera y alcanzar Corea del Norte o, más simplemente, cambiar el pasaporte español por uno de los de tantos latinoamericanos que están deseando conseguir otra nacionalidad. La coherencia se halla en continuo cuarto menguante desde hace muy largo tiempo: No se recuerdan desbandadas que intentasen en Berlín, sentido oeste a este, saltar el Muro, ni adhesiones castristas más allá de Tropicana, el descanso vacacional y la piel de las mulatas. Porque se está bastante bien al abrigo, tardomodernista, de la revolución de play station. Además, el coste intelectual es desde luego mínimo. La terminología, el electoralismo de consumo inmediato y buena parte de la educación y de la cultura han allanado el camino para la firma de paces preventivas, rendiciones anticipadas, acuerdos con el terror por parcelas, en un lento proceso de desguace de certidumbres, evidencias, iniciativas, dignidad y valor. La ensordecedora brutalidad de los atentados de Madrid rompe la superficie de una materia largamente preparada para ello, trabajada para convertirse en porosa caja de resonancia y edificio sin más cohesión que los instintos de salvación y de ayuda y la necesidad, a cualquier precio, de refugio contra el pánico.
El profiláctico recurso al Cui prodest? actúa como instantáneo clarificador de la espumosa maraña de apariencias y el estruendo de los sucesos. Respecto a los acontecidos entre el 11 y el 14 de marzo del 2004, subyace una innegable radiografía de beneficiarios que no implica planificación consciente por parte de la totalidad de los sujetos, pero que desde luego presenta la indiscutible realidad del saldo beneficios-pérdidas. Apartar al Partido Popular del poder en tales circunstancias y con esos métodos equivalía a ingresar a corto plazo réditos abundantes en las cuentas de la clientela de las tribus y en el haber de cuantos viven del chantaje y del erario público. En términos de dinero y cargos, ofrece una multiplicación exponencial de cortes, cortesanos, subsecretariados, ministerios, consejerías, delegaciones, asociaciones subvencionadas y cuantas mitosis vayan produciendo (con el nombre de retoques constitucionales, cesiones y nuevas transferencias) las sucesivas sangrías, mordidas y repartos del presupuesto, con su corolario de nepotismos, cacicatos, aldeanismos, pretendientes, acompañantes y clientelas, los cuales segregarán himnos, identidades culturales y rasgos diferenciales a la misma velocidad que fueros, particularismos y agravios retrospectivos. En el debe quedarán nada menos que el bienestar, la igualdad ante la ley, la solidaridad, la amplitud intelectual, el mérito y los derechos individuales.
En primera línea del cui prodest? y listos para ingresar en cuenta se sitúan, por supuesto, los grupos terroristas más variados, porque en la dinámica de cesión al chantaje caben todos y necio sería renunciar a cosecha que se anuncia tan favorable. El cambio de bandera de los perejiles, ceutas y melillas servirá de simple aditamento a la imposición de que los escolares musulmanes queden por completo sometidos a los usos del islam, y muy en especial las hijas, hermanas y futuras esposas y madres de los creyentes del Profeta, e incluirá de forma consecuente la repoblación, dialogada y negociada, de las zonas del Al-Ándalus que corresponda. En cuanto a ETA, lo lógico es que se limpie su honor a efecto retrospectivo, se califiquen sus asesinatos de hechos de guerra y se apresure la firma del acuerdo que consagre el reconocimiento de sus derechos y aspiraciones por parte del gobierno de Madrid. Camino semejante, en buena lógica, debería seguirse en Cataluña, tanto con el general reconocimiento de su larga y heroica lucha contra la invasión del castellano como en el establecimiento de partidas monetarias que deberá abonarle, a título de compensaciones de guerra, lo que, tras estos procesos, todavía persista del Gobierno central. En ambos casos será de obligado cumplimiento, mientras queden en el fondo de la caja euros para ello, el establecimiento y subvención de entes y departamentos autonómicos y locales que dupliquen y tripliquen los ya existentes. La parte del PSOE que se ha erigido como faz política visible de un entramado de clientelas ávidas, inquietas con la premura de la nueva generación que exige y la anterior que se mantiene y convencidas de que ha sonado la hora del reparto de los resultados de la precedente buena gestión económica, se amalgama, amén de en las autonomías, en una masa de organismos, representantes y asociaciones cuya existencia y fidelidad están garantizadas mientras fluyan nómina y subvención. Toda una red en parte mediática por su acompañamiento inseparable de cajas de resonancia y en parte recubierta del indispensable decorado antifranquista, progresista y social. Los aspirantes vocacionales al club de víctimas y la reivindicación justiciera, mientras con ello aumente su patrimonio y se apresure su ascenso, la fiel infantería del cui prodest? son, en fin, de prole en extremo numerosa, pero, más que su número, les favorece el virtual monopolio comunicativo en el que se mueven, el miedo fruto de la presión fática cotidiana, de que se valen como telón de fondo y sobre cuya silenciosa, amorfa sustancia, pisan, deambulan y se elevan a placer, en un fenómeno, típicamente de la España de estas tres últimas décadas, de apropiación indebida del sujeto ético.
Con ser preocupante el panorama de cacicatos sociales y políticos que reclaman sus libras de carne, nada corre mayor peligro que Educación y Cultura. No es casual la presteza con la que nuevo gobierno y autonomías han apresurado la aprobación, en 2005, de una versión aumentada de la logse al tiempo que se lanzan en ofensiva en toda regla contra los medios de comunicación no afines. Economía, Obras Públicas, Asistencia Médica, Agricultura, Transportes se hallan protegidos por cierta inevitable sumisión al principio de realidad, que impide al nuevo Gobierno espectaculares destrozos. La bancarrota, en tales terrenos, es demasiado rápida y patente como para ir en ella mucho más allá que cierta demagogia inevitable. Los puentes rotos, los enfermos fallecidos, cosechas malogradas y empresas en quiebra son de difícil componenda e imposible disimulo. La Educación, el sencillo hecho de enseñar y aprender, las manifestaciones artísticas que, normalmente, deberían discurrir por cauces libres y variados, se yerguen ahora como el escogido trofeo de señores de la guerra administrativa, la pieza escogida como emblema y castillo por un ejército de numerosas fidelidades y hambrientas huestes. Son, como ningún otro terreno (véase la celeridad con que se reclaman y acaparan por los nuevos pseudogobiernos), carne de chalaneo y catástrofe, y se aferran, arrastran y reparten sin dedicar un instante de preocupación reflexiva a sus destinatarios. El fin justifica los medios sigue siendo, como en las páginas políticas más siniestras de la historia general, y de la privada, la corriente de fondo que avala y sostiene todo tipo de actitudes, que ignora efectos y desprecia daños y se sitúa, por el cómodo recurso a cierta genética superioridad moral, por encima de las personas y del juicio concreto que merecen las acciones puntuales.
Los ejemplos se concentran, de forma casi atropellada por la enormidad de la circunstancia, en la primavera de 2004, y se puede trazar un hilo conductor entre ese paradigmático terreno educativo y otros que le son aparentemente ajenos y pertenecen a los grandes acontecimientos y a las directivas oficiales. No es casual que el dirigente del partido socialista que se encargó el 13 de marzo, con generosas ayudas, asistencias y coordinación mediáticas, de montar, sobre la todavía caliente pila de los dos centenares de muertos, la violenta campaña callejera contra su adversario político, en plena víspera de elecciones, fuera la misma persona que se significó como uno de los pilares del propagandismo cultural y de la Reforma Educativa de 1990. La personalidad de políticos concretos no tiene en este montaje más que un valor anecdótico, pero alcanza, por la mediocre ejemplaridad de los representantes, rango de categoría. Es el caso del antes citado, con una trayectoria caracterizada hasta el extremo por la agitación demagógica, la creación de cortinas de humo populista y, sobre todo, por la más absoluta indiferencia hacia las víctimas. Convergen en idénticos actores el aprovechamiento electoral de una matanza terrorista y la responsabilidad del fraude logse, la extensión de la ignorancia juvenil y la adulteración del proceso electoral. Los ingredientes de la agiprop (agitación-propaganda) de marzo de 2004, eficaces en su momento como catalizador de los terrores e incertidumbres de la opinión pública para empujar a la red del partido el voto, son sin embargo de digestión trabajosa, la masa de metal y cuerpos de la estación de Atocha queda ahí, pedestal del éxito inesperado del nuevo Presidente, como fondo de una toma fija en cuyo primer plano el vencedor de abril tiene como sombra la del agitador de marzo.
El manipulador político de larga trayectoria ha adquirido, además, notable virtuosismo en el empleo de la técnica de la vileza asumida, la creación de amplias fraternidades que, por activa o por pasiva, apoyan sus actos. La certidumbre de lo que han vivido, visto y saben, empujada hasta el fondo de la conciencia de capas amplísimas de la población y amalgamada a su credulidad y su ira, forma en esa tácita alianza un sólido caparazón de defensores por cuanto, si no forzosamente receptores de los beneficios cosechados, sí les hace partícipes, dentro de un sistema democrático, de la paternidad del proceso y de sus consecuencias. Semejantes razones a las que han silenciado desde hace décadas a buena parte del temeroso gremio docente actuarán a partir de 2004 para proporcionar adhesión al poderoso grupo del fin justifica los medios. Sobre todo cuando el fin es uno mismo.
Tras los sucesos de marzo, Educación y Cultura fue, como cabía esperar, el primer objetivo de la política del cui prodest? y de la necesidad de preservación del buque insignia y vivero de futuras clientelas El fulminante anuncio, nada más producirse las elecciones del 14, de la derogación de la Ley de Calidad de la Enseñanza (a la que seguiría la aprobación de una nueva Ley educativa que era una versión no corregida y sí aumentada de la de 1990), la petición sindical, recién acabadas de contar las papeletas, de reposición de la logse, la premura con la que, ya antes de abril, se pasó aviso a los institutos de Madrid para que anunciaran que no se aplicaría la normativa todavía en vigor, nada tuvieron de diálogo ni de consenso. La actuación del nuevo Gobierno resultó en todo previsible; tras él la antigua y la nueva generación del partido socialista esperaban, con la impaciencia acumulada durante casi una década, el reparto. Es un hambre imperiosa, exacerbada por la abundancia de activo pero mediatizada por la aspiración a no matar completamente la gallina. En función de esos límites que el principio de realidad impone, la gran economía sigue, con escasos impedimentos, su curso, las empresas llegan, con cualquier patrón político, a un entendimiento, los dos sindicatos de clase protestan escasamente mientras se mantenga su situación oficial privilegiada, Francia y Alemania van pasando a un obediente gobierno español papeles a la firma, Norteamérica, mal que le pese, continuará pagando la defensa europea si peligra demasiado el equilibrio de fuerzas. Le basta al partido ya en el poder con concentrarse en la desmesurada inflación burocrática, los equilibrios del reparto entre vasallos y feudos, el desmigajamiento del Estado central y el completo dominio de comunicación y de cultura. La ley de Murphy ha hallado aquí un filón. Por difícil que parezca, la situación es empeorable porque la degradación logse es tal que su clientela no puede recurrir sino a la fuga hacia delante. Se va a presenciar, no ya la completa desigualdad de los españoles ante la ley según la región en la que habiten, sino también la formación de corrientes migratorias que, dentro de la Península, huyan del fundamentalismo lingüístico y el raquitismo cultural del mapa de las minorías quejosas y se refugien en territorios intelectual y socialmente más amplios.
Al vuelco electoral de 2004 siguió rápidamente en España el anuncio del partido socialista victorioso de la retirada de las tropas de Irak y la exultante aquiescencia a tan razonable actitud por parte de los terroristas y sus medios. La innecesaria premura de la disposición no admitía equívocos en el éxito del chantaje, el asesinato masivo y la amenaza, como a la perfección entendieron una ETA que se mantuvo en regocijada discreción y el vigoroso aplauso antiestadounidense. Pero sobre todo no los admite la simple estadística, la observación de los porcentajes de espacio mediático dedicados desde hacía más de un año a unos u otros temas y que pueden resumirse con la exhibición, reiterada, glosada y adaptada, de la foto de la reunión de las Azores de los tres presidentes, Blair, Bush y Aznar, con texto adjunto donde se les acusaba de ser los causantes de los doscientos muertos y se les presentaba explícitamente como mentirosos y belicistas. La unión de esos rostros y nombres al se busca ha llevado ocupando, durante muy largo tiempo, incomparablemente más imágenes y espacios temporales y sonoros que las organizaciones terroristas y los asesinos mismos y ha capitalizado, con diferencia, muchas más criminalizaciones que éstos. Como estrategia, a niveles muy primarios, tiene la ventaja de la inmediatez tranquilizadora, la exhibición de culpables con cuyo sacrificio expiatorio se puede conseguir desviar las agresiones de gentes cuya violencia se considera casi afín a las fatales catástrofes naturales e incluso imbuida de la justa lógica de los desposeídos. Y ello porque, de no legitimar de alguna forma a los autores del crimen, ¿cómo aceptar la rendición, ante ellos, de la propia dignidad?
En los españoles se produjo un cambio. Tras el atentado, habían dado un generalizado ejemplo de solidaridad y admirable eficacia, de altura humana y de conciencia cívica, caminaron como nunca silenciosos y tristes, pero sin amedrantamiento ni pánico. La manipulación preelectoral, la inmediata cesión ante el terrorismo, les robó su dolor para transformarlo en vergüenza, lo que fue valor y generosidad se volvió, en la imagen difundida hacia el exterior, inconfundible cobardía, rendición inmediata.. Una vez más se utilizó la técnica de la vileza asumida, se les hizo partícipes, y cómplices, y se les despojó, por los motivos más turbios, de la nobleza de su actitud. Entre los que mantenían presencia en Irak, comenzando por Estados Unidos, se acuñó la expresión los zapateros de Europa, con la que se definía a aquéllos que optaban por el abandono. El precedente, y no el número de soldados españoles, tenía enorme importancia. En contraste con el crudo mundo de las realidades se dibujaba la imagen ideal de una fuerza europea aureolada de independencia respecto al otro lado del Atlántico, pero incapaz en disposición, fondos y presupuestos de prescindir, con ejércitos y armamento propios, del amigo americano.
Esa guerra providencial sustituyó aún con más fuerza, en la estrategia de la oposición, al gastado mito de autoctonía antifranquista, tomaba el relevo de grandes luchas populares que nunca existieron contra un dictador encarnación del Mal, cobijaba oportunamente bajo su nueva bandera a los que sólo podían definirse por la negación, la gratuidad y la ausencia tanto de méritos como de escrúpulos, y les aseguraba abundancia de huestes, criadas en buena parte en los cálidos viveros de ignorancia, puerilidad forzosa y aparcamiento indefinido de la Enseñanza pública. Como otrora, la clientela sociológica se revestía de ropajes bordados con los propósitos más inocuos, beatíficos y difusos, la típica cobertura ya utilizada en la jerga logse y, en general, siempre que conviene oscurecer con el resplandor de la utopía la insobornable concreción de las realidades. Frente a la opinión se colocó en permanencia una foto fija de invasión y muerte injustas y de alianza con el causante del terror, desorden y crisis mundial, que no era otro que los Estados Unidos, con quien el partido en el poder hasta marzo de 2004 había cometido el error y el crimen de alinearse.
El rasgo sospechoso de argumentaciones y movilizaciones no era la comprensible actitud de numerosos opositores tanto respecto a la intervención en Irak como a la gestión posterior de la situación de aquel país. Lo llamativo fue, desde hacía meses y concentrado particularmente en las cuarenta y ocho horas preelectorales, la eliminación completa de otros datos y argumentos, el carácter automático, monocorde y agresivo de protestas masivas que no dejaban el menor lugar a la disidencia y que permitían cualquier insulto, ataque y exceso en la perfecta certidumbre, no ya de la más absoluta impunidad, sino de imposibilidad de respuesta alguna. Los actos de terrorismo, que despedazaban con bombas en mercados y sitios públicos por decenas y por cientos a hombres, niños y mujeres sin más delito que estar en la calle, comprar el pan o agruparse en la puerta de un hospital debían ser considerados muestras de resistencia contra el invasor. Los logros que hubieran podido producirse en la reconstrucción o las opiniones de sus habitantes pese a todo favorables al cambio apenas se citaban. Se animaba masivamente a los españoles para que exigiesen el inmediato abandono de los soldados de países democráticos, que constituían en aquel lugar la única empalizada entre civiles con ciertas aspiraciones a un sistema mejor y la barbarie de quienes demostraban el nulo valor que para ellos tenían las vidas de sus conciudadanos. No se hablaba prácticamente del papel de reconstrucción y seguridad que había sido el de las fuerzas españolas, ni de los proyectos emprendidos que habría que abandonar con el saldo de pérdidas en inversión, esfuerzo y confianza, y se dejaba suponer que el envío de un soldado a una zona de conflicto era en sí una reprobable muestra de belicismo. En lugar de plantear, mostrando al menos en ello cierta valentía, la abolición total del Ejército, se colocaba a éste en un limbo a medio camino entre Hermanas de la Caridad y asistentes sociales. En el mismo limbo acolchado y estanco se situaba a España; recuperaba ésta su identidad, que nunca debió abandonar: parque temático de afable, mediterráneo y universal entendimiento. apacible territorio turístico con aspiraciones a extensa Andorra al que seguirían viniendo tanto los europeos del norte como los jeques que bendecían el sur con sus dispendios, apéndice europeo ajeno a un mundo que sí se preocupaba por la geopolítica y el futuro y que sabía los precios del presente.
La historia anterior española, ni asumida ni afrontada, recibió en marzo de 2004, en su tumba artificial y mal cubierta, las visitas de la historia contemporánea, de un gran dolor transformado en cobardía, escondido apresuradamente con paletadas que, en la abundancia e inusitada rapidez de la cosecha de culpables de la matanza de Madrid, no hicieron sino colocar, voluntariamente ignorado, el montículo de lo ocurrido en el centro de las conciencias y de las calles. Se bordeaba al andar, se bordeaba al hablar de ello, eran tan llamativos el reguero de pistas, las detenciones de los culpables, la eliminación por suicidio colectivo de su último núcleo, la precisión con la que se fue filtrando por los propios organismos de seguridad al entonces Gobierno los datos seleccionados para hacerle pasar por mentiroso y proporcionar combustible a la campaña de la oposición. El terrorismo vasco, que había puesto bombas en supermercados y estaciones, brindaba. Había vencido, de la manera más cómoda, por fanático y delincuente común interpuesto, gracias a las bajas de una guerra lejana, que seguirían cayendo más abundantes cuantos más soldados se retirasen; y podría gozar del reparto, si no de un paraíso islámico, sí de jugosos privilegios económicos. Más allá, otros vencedores de aquellas poco gloriosas jornadas irían pasando facturas, acordando con los aparceros provisionales el importe en gastos de representación y en cada vez más escasa libertad.
La dimensión de lo ocurrido sobrepasaba, con mucho, la política nacional y concernía a decisiones de muy mayor envergadura, a planes que configuran el futuro. La posesión puntual de peligrosas armas por parte de Sadam Hussein no era factor crucial, tampoco su petróleo. De tratarse simplemente de la apropiación de riquezas por la fuerza, el oro negro podría haber seguido siendo disfrutado de manera mucho más barata y cómoda por la potencia interesada simplemente por medio de las tradicionales alianzas y sobornos al sátrapa local. Pero esas estrategias que, desde la creación artificial y reciente de las fronteras de Oriente Medio, resultaron pragmáticamente aconsejables, a las que recurrieron Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, ya no son de recibo en el planteamiento de la aldea global en la que dictadores crecidos, asentados en puntos clave no por su laborioso esfuerzo sino por el azar de la riqueza fósil, juegan, en Irán, Irak, Pakistán, Libia o Corea del Norte, a intercambiar juguetes nucleares. Tan rentable demanda ha resultado providencial para los mercaderes y los científicos en paro del ex-bloque comunista, y antes que ellos para empresas del mundo capitalista. En las democracias de más peso, como Estados Unidos, la doctrina de es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta que permitió a Washington armar a Sadam Hussein como triaca contra el fundamentalismo iraní ya no es viable en un planeta de vulnerabilidad generalizada y ambiciosos frankensteins. Durante décadas Occidente dejó, en esos territorios, campo libre a sus tiranos, abandonó a las capas de población que empezaban tímidos y difíciles procesos de laicización y de entrada en la modernidad y la sociedad libre, coreó, como exorcismo contra ataques extramuros y mala conciencia, la compulsiva alabanza a una diversidad cultural especializada en machacar los derechos humanos a su antojo. Se hicieron reportajes étnicos y se llenó el depósito del coche. La componenda no da más de sí, ni tampoco la esquizofrenia utilitaria que consiste en alabar aquello que no se desea mientras lo sufran otros y estén lejos. Las facturas llegan irremisiblemente a la mesa y es muy probable que los go home se transformen en angustiados come back.
La calma, entre atentado terrorista y suceso bélico, es la fina capa que se forma tras la erupción, porque es muy probable que la Organización Internacional de Energía Atómica no exagere cuando califica la situación presente de la de mayor riesgo nuclear desde la Crisis de los Misiles de Cuba, en 1962, y las mismas muchedumbres occidentales del ¡No a la sangre por petróleo! se manifestarán, despavoridas e indignadas, contra sus gobiernos en cuanto el sabotaje del megalómano fundamentalista de turno les deje vacío el depósito tres días seguidos. El magma inestable no va a apaciguarse con sonrisas y requiere la construcción de estados laicos, institucionales y nutridos por un tejido de clases medias e individuos protegidos por la igualdad ante la Ley. La torpeza de Goliat no quita un ápice a la urgencia y la pertinencia de un proyecto cuya responsabilidad sólo puede ser global y cuyo fracaso reducirá drásticamente las fronteras de la libertad y de la prosperidad. Se han encendido, con el nuevo milenio, las luces rojas
El bombardeo programado de la opinión ha probado su eficacia. España es zona particularmente endeble por el interesado mantenimiento de la inseguridad nacional, que la hacen solidaria en lo inmediato pero pasiva y acobardada si se trata de miras más amplias. El secuestro de la libre expresión bajo amenaza de ser tratado de fascista está aún vigente aunque tiene fecha de caducidad. La dualidad entre los clichés sociopolíticos de obligado asentimiento y la realidad de las vivencias y aspiraciones cotidianas alcanza aquí las más altas cotas de incongruencia, que no es tal, sino que corresponde a la explotación maniquea de la sustancia socialmente perceptible por parte de la clase, abrigada bajo el vocablo socialista, que se quiere dominante. En este sentido, el caso español tiene interesantes aportaciones que hacer al análisis histórico contemporáneo. La experiencia viene demostrando que el manejo selectivo, de las cadenas de televisión oficiales, del que han hecho uso, una vez en el poder, todos los partidos, importa mucho menos que la extensa constelación de medios de obediencia sectaria. La epidermis social es muy permeable a un mecanismo censor fuera de cuyos automatismos, que ofrecen identidad y seguridad, no hay salvación. En tal estrategia, la oposición a la guerra de Irak tiene, como banderín de enganche, un valor de reemplazo respecto a dictaduras pretéritas altamente apreciable. Y resulta incompatible con el precio material de las opciones, las acciones y los hechos. La clase del cui prodest? no puede justificarse eternamente por vaguedades demagógicas en el plano interno y en el externo, pero sí blindar aún durante largo tiempo sus cotos; puede mantener incólume una fachada cultural tan monocorde como previsible en la repetición de tópicos supuestamente inconformistas. Dentro de tal dinámica, y copiando a Orwell sin saberlo, es presumible que se creen Ministerios de Convivencia, en vez de Interior, de Fraternidad en vez de Exteriores, de Pacificación y Amor en lugar de Defensa, y que se sustituyan las clases de arte, lengua, historia y filosofía por Igualdad de Sexos, Hablas Segregadas, Erradicación de la Violencia y Multiculturalidad Positiva (recibidas sin duda con gran alborozo por parte de los sectores de pocos méritos académicos y grandes apetitos de promoción profesional, por los editores amigos y por los maquilladores de las cifras de creación de empleo). Toda estupidez es posible mientras se pague, y, de hecho, parte de estas medidas han sido anunciadas o incluso llevan, bajo distinto epígrafe, lustros puestas en práctica. Pero los límites existen, y se encuentran en la finita resistencia de la realidad misma, en las contrapartidas y en el inapelable juicio de los hechos consumados. El juego a correr riesgos bajo protección ajena (que ha sido el de Europa desde la Segunda Guerra Mundial) y a embolsar beneficios en cuya creación no se ha tenido parte tiene fecha de caducidad. Las facturas propias del recurso final a la defensa por la fuerza ante la agresión brutal del contrario, la proyección geopolítica de un siglo XXI que ya no puede moverse con parámetros decimonónicos porque las venas de energía combustible y el alcance de las armas y de las comunicaciones carecen de fronteras significa decisiones y costes que no pueden abordarse más que en el campo del sí y no, de la aceptación y del rechazo. No se sitúan en el etéreo espacio de la digresión estética y el ámbito plural del pensamiento; su reino es la acción y la materia, el crimen o la inocencia, el objeto que se toma o se deja, la decisión que se anula o se mantiene. No en vano una de las mejores herencias de Roma, plasmada tan impecablemente en sus obras de ingeniería, es el escueto reducto del Derecho.
La abrupta retirada de un enfrentamiento en el que cada puesto abandonado significaba pasar a otros el inmediato peligro multiplicó en la prensa occidental los adjetivos sobre la actitud española, con mayor y previsible virulencia en aquéllos que asumían mayores gastos y riesgos en el conflicto iraquí. Epítetos y metáforas iban de ejercicio de castración colectiva y rendición incondicional. a caricaturas de toreros temblorosos escondidos del negro toro terrorista. Correspondía a España el dudoso honor de inaugurar un movimiento inverso al del Descubrimiento, una huida en toda regla de los conflictos presentes y futuros para refugiarse en los decadentes reductos de la Europa pretenciosa, oportunista e insolidaria cuyos jerarcas negociaban bajo cuerda las comisiones del petróleo de Sadam Hussein, lo que dibujaba una nueva geografía unilateral de naciones emergentes y democracias anglosajonas eficaces y comprometidas que debían asumir la soledad de opciones de largo alcance y envergadura cuyos costes nadie sino ellas estaban dispuestas a sufragar. Cualesquiera que fuesen los errores de la invasión iraquí, ésta iba a quedar, a la hora de la presencia y de las cifras, como punto de referencia crítico para calibrar la existencia de amigos, aliados o, por el contrario, inestables sufridores de ajenas circunstancias. Europa aparecía de repente como particularmente poco fiable, un territorio horadado por las células terroristas creadas y alimentadas por los líderes religiosos de las numerosas comunidades islámicas, un próspero y esponjoso vivero de combatientes de la yihad gracias a los fondos y órdenes recibidos del exterior y a la permisividad y temor, vestidos de comprensión y tolerancia, de las democracias en las cuales se habían asentado.
La prensa árabe recogió, como un sonriente espejo, el cambio español, hizo suyos los argumentos e improperios que siguieron en las calles de Madrid a la matanza de marzo, alabó, con unanimidad que resultaba inquietante, la radical oposición que del nuevo gobierno se esperaba respecto al alineamiento estadounidense del partido derrotado, dibujó un horizonte en el que ETA no existía, los poderosos occidentales mentían y conspiraban indefectiblemente y los terrorismos surgían, por oscuros pero ciertos caminos, como respuestas a una opresión y mal en cuyas fuentes se encontraban siempre Israel y el presidente Bush. Con leves diferencias de matiz, la versión distaba muy poco de la que gritada, televisada, escrita y radiada había producido en la opinión española el vuelco electoral. De un extremo a otro y de una a otra página de, por ejemplo, los diarios egipcios resultaba espectacular la homogeneidad de fondo en el tratamiento de los problemas de Irak y de Oriente Medio. Con ser muy distintos los articulistas, ni uno de ellos osaba otorgar alguna porción definida de culpa a los rasgos del Islam en sí, a las formas, actos, usos, situaciones y decisiones adoptadas por esos países que arrastran un común denominador de fracaso ante la modernidad. Habían creado grandes perversos externos causantes de sus males, vivían de los réditos de la imitación y la denuncia, de la intensa esquizofrenia entre la evidencia y deseo de vidas mejores y la contemplación de las raíces que les ataban a una identidad única y mítica, la Umma (la madre espiritual, la comunidad de los creyentes) sin la cual se encontraban desprovistos de toda justificación histórica. Sus eternos enemigos les servían de aval. Los países islámicos se guardaban del menor asomo de análisis crítico reflexivo y se prodigaban en el éxtasis satisfecho de hallar en movimientos occidentales de oposición a los norteamericanos el eco de sus propias voces, el calco de los mismos tópicos que validaban, sin una brizna de análisis objetivo y sereno, la complaciente y gregaria visión que, en forma de Mundo Árabe, se superponía a sus individuales existencias, pensamientos y actos.
En su larga carta a los odiados reyes magos de Occidente, uno de los articulistas egipcios, ex-embajador en Washington, les pedía, con la amargura de quien precisa creer sus propias palabras y desde luego no puede decir otras, mejor futuro, justicia, cooperación, pero mantenía echado el piadoso velo de la imprecisión sobre las muy concretas responsabilidades, autocracias y formas de actuar en los países de Oriente Medio. Ni uno sólo de los periodistas planteaba una posición crítica responsable. Todos se agrupaban en la autocomplacencia, la ortodoxia temerosa de excitar el religioso celo, la velada mendicidad de fondos, ayudas, protección, soluciones y subvenciones. Quedaba descartada en la expresión verbal la responsabilidad de cada agente terrorista en sus actos, de cada régimen notoriamente fundamentalista y retrógrado en las ayudas a los integrismos. Las líneas de los escritos bordeaban, sin rozarla, la radical incompatibilidad de los usos islámicos con los asomos más elementales de estado de derecho, con la servidumbre oficializada de la mitad femenina de su población. Los países de la Umma eran incapaces de prescindir del precioso recurso al enemigo externo, y habían encontrado en su querencia un aliado tan confuso como entusiasta, encarnado en sectores occidentales nutridos de la seguridad social, los adelantos científicos y las libertades burguesas en dosis suficientes como para permitirse festines de exaltación tercermundista y ejercicios periódicos de guerrilla antisistema. Con escasos cambios de topónimos, nombres y citas y mayor derroche de prosa, los artículos de la prensa árabe reproducían fielmente textos extraordinariamente similares a aquéllos en los que, en España, se había acusado de asesinos, en vez de a los terroristas, a los miembros de un gobierno legítimo. En unos y otros se dibujaba un trasfondo de clientela ávida de ocupar el mayor horizonte posible de espacio mediático, presionar sobre los sectores más vulnerables, recoger ventajas y desentenderse de cualquier asomo de riesgo, implicación de largo alcance y análisis racional.
Es fácil distinguir, en la gran escala de los países musulmanes, los recursos de la secta occidental políticamente a la moda, empleados allí en las cantidades ingentes necesarias para una masa de tal calibre: Anulación del individuo, suplantación de la persona como sujeto histórico por el Miembro de la Umma, reducción reiterativa del lenguaje, dogmatismo incansable y omnipresente reino de la consigna, presión y censura generalizadas de tal manera y a tales niveles que pasan a integrarse en los mecanismos cotidianos y en las estructuras inconscientes. El cui prodest se viste en el Islam de muy exclusivos clubs militares y civiles, de sultanatos, de tiranías domésticas con derecho de vida y muerte sobre el gineceo de la casa, de parodias nacionales fabricadas por la utilidad del momento, mantenidas como mal menor en un espacio feroz, tribal y difuso e hinchadas luego hasta extremos monstruosos con la prepotente arbitrariedad de quien nunca ha tenido que rendir cuentas de sus actos.
En el caso árabe, la maldición del petróleo ha hecho de ellos, en especial de sus regímenes y jerarcas, ricos sin mérito, mimados retoños de súbita abundancia a los que halagan y sirven desde la banca mundial hasta sus correligionarios sin riqueza fósil que emigran, entre proclama y proclama antiimperialista, a la nueva variante de los ríos de leche y miel. Egipto no ignora que el salto demográfico de seis y medio, en 1882 a setenta millones de habitantes en el siglo XXI no es ajeno a la presencia del colonialismo británico y la influencia europea, a los que, lejos de aplicar los improperios de rigor, habría que condecorar con la cruz del mérito vistos los resultados. La identificación panislámica se revela, como el petróleo, un fardo, una pariente a la que hay que sentar por fuerza a la mesa, darle el lugar preferente y escuchar sus bendiciones. Llena en Oriente el espacio que en otros lugares del oeste se ha aderezado, a efectos de clientela, con legados míticos, fronteras utópicas y fantásticas epopeyas. Y se levanta, como una barrera infinitamente más eficaz que los muros físicos, entre esos países y sus posibilidades de responsabilizarse de sus propias condiciones de vida.
EL EFECTO ALEPH
En panorama tan amplio como el ancho mundo, no deja de parecer desmesurada, con ribetes megalómanos, la comparación de la situación educativa en un país al oeste de Europa con las corrientes geopolíticas que atraviesan el planeta. Y sin embargo hay un componente aleph, un efecto mariposa, en unos y otros sucesos. Como sabían Borges y los clásicos, en uno se resume todo, la diminuta faceta del invisible y brillante poliedro refleja en el aleph el completo, general e individualizado periplo de la Humanidad, la red de dependencias que hace vibrar, al tocar uno, el conjunto de sus hilos.
Con llamativas virulencia y premura, al partido llegado al poder tres días después de la masacre del 11 de marzo en Madrid le faltó tiempo para descalificar en bloque la muy tímida ley, llamada de Calidad de la Enseñanza, con la que el gobierno saliente había procurado, a última hora y tras ocho años en el mando, enmendar las deficiencias más notorias de la reforma educativa que implantó el anterior. El diario oficioso se apresuró a publicar una sorprendente encuesta en la que, nueve días después de las elecciones, se descubría que las modificaciones a la Ley del 90 eran negativas e insatisfactorias, todas ellas. Desde el mismo instante de su victoria en las urnas y antes de su nombramiento oficial el Gobierno, que anunciaba incansable como motto el advenimiento de consenso y diálogo, tomó decisiones tajantes anunciadas como hechos consumados. Esos anuncios llovieron en mínimo espacio temporal, con el común denominador de borrar, excepto en la rentable política económica, cuanto hubiesen hecho sus predecesores. Si éstos últimos y su presidente, al que se calificó hasta la saciedad de altivo, inflexible y arrogante, hubieran osado obrar de forma tan unilateral, fulminante e inapelable el conjunto de la prensa no hubiese dado abasto para denunciar el talante soberbio y antidemocrático. Con procedimientos mucho más expeditivos, el nuevo líder gozaba sin embargo de una ausencia de críticas y superávit de alabanzas unificados por la finalidad de hacer frente común contra el adversario reducido a los bancos de la oposición, puesto que, en el revuelto río de compraventas parlamentarias, cada cual aspiraba a apoderarse del mayor bocado posible.
La impaciencia por acudir en socorro del vencedor y figurar entre las adhesiones tempranas alcanzó en Enseñanza niveles de exhibicionismo obsceno, y se manifestó con tan orquestada rapidez que era difícil no experimentar, en su contemplación, el aleteo próximo del efecto mariposa, sensaciones afines a las provocadas por el atentado, una sincronía, acuerdo, disposición de medios que surgían, prestos para su uso, de una atroz caja de sorpresas. No había llegado abril cuando ya, por ejemplo, en reuniones de claustro de institutos (convertidos en centros integrados) se anunciaba la vuelta a la ley anterior y se comunicaba basándose como referencia, no en aviso oficial alguno, sino en lo publicado por el diario El País. Como una obra para cuya representación sólo se esperaba la señal, reapareció en pleno el coro logse simultáneamente en la prensa, radio, comunicaciones sindicales y claustros de los centros, mientras se exigía a los dirigentes, del Partido Popular, de la Comunidad de Madrid que se sometieran y suspendiesen las aplicaciones de la aún vigente normativa, todo ello en nombre de las palabras-fetiche diálogo y consenso, antagónicas de la ofensiva real de hechos consumados y demolición forzosa.
Esto se inscribe en el marco de tácticas más amplias dirigidas a capas de población particularmente vulnerables, forma parte de la estrategia de utilización de menores y jóvenes en tomas de la calle y manifestaciones, en una mezcla en la que se unen epígonos del maná antibelicista y la guerra de Irak a los gritos contra exámenes, pruebas de conocimientos, control de estudios y reválidas. Se integra en la dinámica con la que los grupos de presión les incitan a evitar materias de solvencia intelectual y a escoger optativas folklóricas de nulo esfuerzo y pase automático y les condicionan para ver en el supuesto bloque de derechas innecesario rigor, ordenancismo y el elitismo causante de las injusticias sociales.
El diminuto efecto mariposa ordena que esos alumnos, cuya ignorancia a ninguno de los señores de la nueva clase dominante importa, se agrupen con otras víctimas, silenciosos compañeros de cama cuya existencia no sospechan. Contra lo que podría parecer, los jóvenes españoles, sus coetáneos europeos y la considerable masa de adultos adscritos a la cómoda esquizofrenia que permite separar conductas públicas de intereses personales, evidencias de adhesión verbal, consignas de actos, tienen más en común de lo que creen con otras zonas del planeta, con lejanas y variadas dictaduras. La deriva irracional es de regazo ancho. También en los países árabes unas clases tan parásitas como populistas viven, y esperan vivir eternamente, de una Historia inventada e impuesta, de un mito de autoctonía ficticio y de unas batallas y enemigos cultivados y preservados para su exhibición periódica. A ellas corresponde el dudoso honor de haber inventado el reclutamiento de adolescentes suicidas. El conflicto israelo-palestino ni es el origen de la crisis de Oriente Medio ni la clave de su futuro, pero sí ha resultado providencial para su uso, disfrute, exhibición y capitalización por parte de un entramado de caciques y de una dorada cúpula de la desdichada diáspora palestina hecha a la generosa recepción de fondos. No existían en la zona a finales del siglo XIX los estados árabes comenzados a crear por los británicos en las primeras décadas del XX, pero sí existe una eclosión repentina de multimillonarios que, al tiempo que reciben comisiones en dólares, precisan legitimarse y mantener su parroquia cercana, dependiente, fiel y segura. Las místicas religiosas y raciales no pasan de ser cortinas de humo, grandes, pesadas, sangrientas, pero cortinas de humo al fin que disuelven con sorprendente rapidez la evidencia del mejor vivir y el sabor de los primeros bocados a la libertad.
El edén posible-más bien modesto, pero francamente aconsejable-está guardado por clientelas, turbas de arrendadores y expertos en dosificación de la utopía, representantes orientales y occidentales de la tribu frente al Estado, del agravio frente la causalidad responsable, del Enemigo frente al yo y el espejo. De la misma forma que, tras la manifestación antiimperialista, los universitarios se van a hacer el máster a Montana o California, las encuestas de las Naciones Unidas revelan que más de la mitad de los jóvenes árabes de clase media que denuncian la política estadounidense desean emigrar a ese país para desarrollar allí sus estudios y actividad profesional. Sus padres y abuelos vivieron una traición que no figura en las páginas de sus coranes y obras de consulta, la que sacralizó su reclusión como individuos en el aprisco de la Umma, la que permite identificar una plaga fundamentalista que no tiene más de tres décadas como existente desde toda la eternidad. Irán, Malasia, Afganistán, Sudán, e incluso Egipto, Argelia, Turquía y Túnez han experimentado una regresión al fanatismo sombrío al lado de cuyas teocracias los intentos modernizadores autoritarios de shahs y presidentes son islas de progreso. Su violencia, inflamada por la juventud de su demografía, brota de la frustración colectiva y de la impotencia de construir la deseable modernidad, de la mezcla de envidia y complejo respecto a Occidente, mal disfrazada de jihad y devociones, del vasallaje que sobre ellos ejercen dictaduras tradicionales, reyezuelos, califas y patriarcas que, por supuesto, se ceban en los sectores más desprotegidos y que gozan del apoyo y ditirambo de amplísimas esferas de la ciudadanía europea. Los estudiantes occidentales, ayunos de conocimiento histórico pero adoctrinados, en su lugar, en el dogma de que la problemática presente es fruto exclusivo del colonialismo, el imperialismo y la arrogancia USA (una especie de mito de las dos Españas extendido al resto del planeta) ignoran que hoy se han multiplicado los mantos negros, los velos y la aplicación de la sharia en las comunidades musulmanas, y desconocen que el panorama era mucho más esperanzador y liberal hace muy pocas décadas. La determinada y nuclear teocracia iraní ha sido providencial para que cortijos familiares como Marruecos vendan caro su papel de barreras a la expansión de los ayatollahs. Para salvar el orgullo y, en el caso de las élites, eternizarse en el trono, los árabes buscan alternativas en la fabricación de enemigos, y crean poderosos, menos humillantes que los autóctonos, allende fronteras. Los satanes deben estar lejos y ser el otro, son iconos de manifestación, bandera quemada y pancarta, bajo la benevolente mirada del imán, el príncipe y el líder de la tribu, cuya contrapartida no falta en los países calificados como desarrollados. La esquizofrenia es de la misma cepa que en Occidente, pero la falta de libertad de las sociedades árabes, la peculiar violencia que segrega la impureza de la población femenina, genera dos niveles de expresión estancos: por una parte el censurado y autocensurado; por otra el anónimo, que se desliza actualmente en buena parte por las dúctiles vías de Internet. Los guetos en los que se han enquistado, en Europa, no pocos musulmanes reproducen el mismo esquema de complejo, tribalismo, envidia y rabia y han sido durante décadas generosamente amurallados, en nombre del respeto al pluralismo, por el recurso a la facilidad, en las sociedades de acogida. En el punto extremo de una exaltación victimista que puede producir la embriaguez de una droga se encuentra la aniquilación de adversarios al precio, en el terrorismo suicida, del fogonazo de gloria y de la propia destrucción.
La fascinación por los bárbaros, por la acción pura sin trabas de explicación ni pensamiento, es en Occidente, y en particular entre la gente joven, la contrapartida del fundamentalismo oriental. Llena espacios que en otro tiempo ocuparon el fascismo, el viva la muerte y las utopías comunistas. Tiene el atractivo de los videojuegos que irrumpen y se hacen carne en un universo gris y previsible de aburridas sociedades democráticas, especialmente tediosas cuando se las ve como un gigantesco sistema de asistencia social, sin otra dimensión histórica, filosófica ni política que las tajadas que puedan obtenerse por transacciones concretas. Atila, Osama, Hitler no necesitan dar explicaciones; imponen, actúan, invaden, devoran, reparten y matan con la tranquilidad del botín conquistado y el orgullo y la codicia satisfechos. Proporcionan, por encima de todo, excitación vicaria a unos habitantes del hastío desprovistos del menor trato con la desprestigiada sabiduría y el esfuerzo racional. Los gurús del peyote y del ácido, los mesías antiburgueses de la dorada California, los brujos del sesenta y ocho, las brigadas de la metralleta, el secuestro de aviones y la venganza de clase en forma de acción directa, suben a escena tras un oportuno cambio de camisetas y túnicas y un notable progreso en la estrategia destructiva y publicitaria.
Los muchachos han sido apacentados por enseñanza y padres en la posibilidad de la adolescencia indefinida, la ausencia de precios y compromisos (en los que se incluye la molesta prolongación de la especie), las solidaridades consanguíneas o amistosas y el desdén por el edificio institucional, nacional, legal, político, económico que les permite tal tipo de vida. La idea, el vago proyecto, es la acampada sine die y la subsistencia a base de recolección, caza y pesca en los territorios de la gratuidad. Inútil decir que si, hoy por hoy, países asiáticos con un índice aceptable de laboriosidad, eficacia, formación juvenil y esfuerzo se molestaran en una invasión de Europa que no les apetece lo harían sin apenas mover un dedo. La pirámide se va asentando en capas frágiles y movedizas y cualquier empellón de un grupo humano dotado de conocimientos, claridad de ideas y empuje podrá dar con ella al traste y aprovecharla para materiales de construcción. Los jóvenes, aparcados en aulas de inadecuado corte infantil, halagados por la aparente igualdad de actitudes y de intelectos, instalados en la persistencia vegetativa de la niñez, son periódicamente empujados con facilidad extrema a los ritos tribales contra la autoridad injusta de supuestos poderosos, llevan lustros recibiendo, por diversas vías, la foto-robot del derechista-imperialista malo y del izquierdista-socialista bueno y pegando en el álbum de una historia seleccionada al efecto los rostros que hoy todavía se supone que esconden bajo su careta la eterna imagen de un Enemigo que triunfó en la Guerra Civil, que sojuzgó a todo el país durante una larga dictadura, que fue derrocado y que surge, en reencarnaciones multiformes, a lo largo y ancho del planeta, siempre ávido de conquista, sangre y guerra. Es un mundo de videojuego realmente apetecible, una red de puntos rabiosamente coloreados y de enormes espacios de ignorancia. El manejo de jóvenes está garantizado, cuando de concentrar el sentimiento se trata, con la exhibición de proclamas tan incuestionables como lo serían No al cáncer, Todos felices o Basta de lunes. La guerra de Irak ha proporcionado, como otrora la ya irremediablemente desgastada Guerra Civil española, un providencial banderín de enganche, un soma distribuido unívocamente por los medios de comunicación; tiene todas las ventajas de la confusión y de la lejanía y permite interpretar, a coro y por millones, el papel victorioso de David contra un Goliat que no se cansa de recibir pedradas.
El ideal se traduce, en manos de la gran secta benéfica, en una plétora de asalariados estatales que reproduzcan, de la base al ápice de la pirámide, el catecismo dictado por los grupos de presión, lo identifiquen con sector público y defiendan, a través de él, su propia pervivencia y la superioridad moral del clan. Se trata de infinitos comisarios políticos provistos de servidumbre coral y de altas finalidades. Por ello el ideal se complementa con la doble labor de censura y sustitución del vacío así creado. Ante ellos se abren nuevos ministerios, subsecretarías, entes y despachos dedicados a la tarea ingente de purgar de machismo, racismo, xenofobia, españolismo, clericalismo, cristianismo, centralismo, imperialismo, derechismo y demás taras nada menos que al conjunto de la Cultura y de la Educación. Ante esta mutación del Santo Oficio desde luego palidecen todas las inquisiciones, tribunales puritanos y jueces de Salem. Ni qué decir tiene que, por ejemplo, la censura franquista no era, en comparación, sino un banal divertimento. El programa de este paraíso incluye ríos inagotables de subvenciones y barra libre de presupuestos. Que van a proporcionar nóminas, categoría y audiencia cautiva a la parroquia sumisa y prolífica de la clientela en el poder. Es de esperar que, siguiendo los preclaros ejemplos de las revoluciones culturales maoísta china y la khmer rojo camboyana, la depuración, que ya habrá eliminado, junto con catedrales y estatuas, a Cervantes, Quevedo y Shakespeare, se extienda a las salas del Museo del Prado y al conjunto de artes plásticas, música y arquitectura.
Lejos de utópico, tal porvenir es ya en no pocos aspectos un presente, por la simple razón del acomodo laboral y coyuntural que representa para considerables masas de votantes y por el atractivo irresistible para el líder del evangelio social de la oferta de panaceas que arreglen en veinte sesiones los conflictos económicos, los índices de delincuencia y las inquietantes tensiones en el panorama mundial. Lástima que no se incluyan en el plan bolsas de estudio y trabajos prácticos en el extranjero, con lo ilustrativos que podrían ser el ejercicio del diálogo y el pacifismo en una sesión islámica de lapidación y amputación de miembros, la prédica contra la violencia de género entre los forofos de la ablación de clítoris en el Cuerno de África, las encuestas en la ex-Europa del Este sobre los beneficios de la economía socialista y los talleres para hutus y tutsis sobre la apacible resolución de conflictos.
La incongruencia de las acciones, la levedad del pensamiento más que débil paupérrimo se ven favorecidas por la frágil, fugaz digitalidad de las percepciones. Son éstos tiempos de sujeto indeterminado y memoria rápida, de sucesos que no duran en la mente mucho más que la portada de los periódicos. La dimensión mundial, la multitud de los mensajes, la potencial abundancia inacabable de medios de información son inversamente proporcionales al análisis y persistencia de esta última. La matanza del 11 de marzo goza, por ejemplo, de la impunidad derivada de la atrocidad misma, reforzada por el mecanismo de censura incrustado desde hace treinta años en el inconsciente colectivo de los españoles: Se puede expresar lo que se quiera pero no se puede pensar lo que se quiera. La investigación de la masacre y de su corolario de manipulaciones electorales goza de un blindaje doble, externo en cuanto a la eficacia en el secreto de la trama e interno por la repugnancia ante la simple consideración de implicaciones cercanas en el suceso, recubierto el conjunto por la inasequible entidad de un enemigo, el fundamentalismo terrorista islámico, que escapa a todo raciocinio. Es tan exótico al pensamiento civilizado, se halla tan lejos de causalidad y lógica que no parece poder manejarse con instrumento intelectual alguno. Su mecánica es la brutal e impredecible de las catástrofes naturales, sus autores una plétora de ejecutores sin rango. Pero la imagen puede tener doble filo. No todo pasa. Una de las fotografías más terroríficas de la masacre de Madrid, reproducía el interior de un vagón de tren destripado entre cuyo amasijo de hierros afloraba vertical el rostro de una mujer muerta, abierta la boca y cerrados los ojos. Pasados los meses, que ya se arraciman en años, continúa sintiéndose la impresión de que cuando esos ojos se abran lo que verán no será sólo fundamentalistas islámicos.
Adaptado a los tiempos, el mito de la perdida Edad Dorada, de la derrota final de los villanos y la recuperación de estados utópicos de felicidad y justicia, se exhibe como banderín de enganche. El chantaje de forzosa sumisión so pena de ser asimilado a los enemigos antiguos ha experimentado un revival y entrado en una dinámica vertiginosa. Es fenómeno intensamente regresivo, que reproduce la iconografía de los años sesenta amalgamada de adhesión visceral al antiamericanismo, melancolía contestataria y apoyo a nacionalismos, tribus, guerrilleros y clanes que reemplazan a la recurrente y siempre platónica adhesión de antaño a socialismos, populismos y dictadores convenientemente lejanos. El ritual, último lujo de los hijos del estado de derecho y de bienestar, consiste en lanzar improperios a cuantos tienen poder, aunque éste sea legítimo y la garantía contra el atropello y la fuerza bruta. La Red de Tribus está de moda, vende, como mito destinado a reinar sobre las disueltas fidelidades del pacto ciudadano que, con sus constituciones y parlamentos, forjó los estados modernos.
La calle se hace a veces ilustración de libro de texto, molde plástico de la intencionalidad en el manejo de iconos. En la boda, el 22 de mayo de 2004, del heredero de la Corona las de Madrid fueron muestra de un hecho insólito: La capital estaba cuidadosamente decorada en tonos neutros sin asociación simbólica al país, matices intermedios, rosas desvaídos y plateados grises que se querían elegantes pero que, empleados para tal fin y en tales dimensiones, pregonaban de maravilla el empeño del regidor de la Villa por no significarse, la norma de descafeinado total, la ambigüedad preceptiva de quien se asegura butaca preferente en todos los teatros a la vez. Con afán tan conmovedor que los leones de la fuente de la Cibeles, la diosa misma y, en la siguiente plaza, el viril Neptuno y sus caballos fueron gratificados con guirnaldas de corolas blancas, amarillas y rosadas que, rodeando sus cuellos, más parecían festejar el Día del Orgullo Gay que el evento nupcial. Las fauces surgían de un marco seráfico, la diosa renunciaba a conducirlos, abrumada ella misma bajo el peso de su tocado entre querubín y botánico, y el cuerpo del dios del Mar lucía de arriba abajo, como guerrero del amor, una pasmina floreada entre cuyo verdor asomaban pétalos cándidos, acaramelados y ruborosos. La capital ya no lo era de nada, el suceso podía ocurrir en cualquier sitio, brillante página decorativa de las muy internacionales revistas del corazón. Las autoridades municipales no juzgaron conveniente engalanar con los colores nacionales, como en cualquier país se hubiera hecho, los edificios, ni repartir a los espectadores las pequeñas banderas que no faltan en tales fiestas ni en las más modestas ciudades del planeta. Nunca se plasmó de forma más patente la peculiar inseguridad española, el rapto de sus signos de identidad y la persistente capitalización, por los partidarios de exprimirlo hasta las últimas gotas, del mito de la Otra Mala España. La retransmisión de la ceremonia, que tenía en sí una dimensión histórica, era la primera de tal rango desde principios del siglo XX y cuyo precedente en Europa, con un heredero de la Corona, se remontaba más de veinte años atrás a la boda del príncipe Carlos de Inglaterra, fue por parte de televisión española-que enviaba la señal al mundo-significativa. El acto quedó cuidadosamente reducido a crónica de elegancia aristocrática y prensa del corazón acompañado de vistas aéreas de Madrid, se le despojó, con una minuciosidad que excluye la improvisación y los errores, de cuanto podía significar valores nacionales, signos históricos identitarios y discursos de relevancia. Llegada la comunión de novios e invitados, la cámara se apresuró a volar y mantenerse en los techos y la orquesta de forma que no se viera participar del sacramento católico ni a una sola persona, en un puro fenómeno de amputación de la realidad. La imagen de Madrid se atuvo a la exhibición de una desvaída y anónima ciudad. No carece de elementos propios para la reflexión el empeño en una semántica de tejados y distancia que, ciertamente, reducía seres e historia a la asepsia de un mapa fortuito y al igualitarismo plano ofrecido por la altura. No había riesgo de hallar un Nazca de símbolos, una voluntaria huella de épocas y civilizaciones; sólo cuadriláteros. El mismo empeño molecular, instantáneo e inconexo presidía tomas hieráticas o de movimiento vertical en las que se hubiera dicho que los cámaras estaban subidos a un columpio. La muy gubernamental televisión española plasmó a la perfección la discontinuidad, la identidad leve y el peso mínimo de un país sin seguridad en sí ni referencias. Más allá de la coyuntura y la anécdota, existía un empeño patético de no significarse como miembro del espectro calificado como nefasto, y que incluye cualquier rasgo de pertenencia y querencia nacional. Los autores de ese abandono de símbolos y territorios son conscientes de que los dejan a merced de agresivos grupos marginales, que les son muy útiles a la hora de capitalizar el victimismo e invocar a la lucha contra la extrema derecha.
Es también inapreciable, por lo ilustrativa, la plástica de la decoración navideña que sufrió Madrid en diciembre de 2004. El empeño del Regidor de la Villa por mostrar su distanciamiento de motivos tradicionales de vulgaridad tan secular como campanas, angelitos, reyes magos, estrellas y villancicos se plasmó en inventos verbales y geométricos cuya asociación navideña es pura coincidencia, pero que quizás merecieran la aprobación del comisariado de anonimato cultural y eclecticismo religioso. Fuera pastores y portales, reminiscencias bíblicas y mensajeros celestes. Era tiempo de cuadrados, triángulos, rombos, sábanas de blancas bombillitas que no ofenden a nadie porque a nadie recuerdan nada. Cúbranse en lugares estratégicos las calles de un muestreo léxico sin mayor coherencia que los experimentos dadaístas y sean eliminados cuantos elementos de venerada antigüedad y cálida imaginería pudieran, por su relación cristiana, ofender la pupila y los gustos de los apóstoles de la alianza de civilizaciones y el laicismo compulsivo. Expulsadas tempranamente hacia Egipto, por primera vez en muchos años, ya no fueron instaladas bajo la Puerta de Alcalá las bellas figuras del gran belén cuyo emplazamiento marcaban rayos láser, y en la Cabalgata los Reyes Magos tuvieron que batirse el cobre para defender su presencia, diluida entre una mayoría de motivos foráneos ajenos al motivo de las fiestas. Hay un patético empeño, entre provinciano y nuevo rico, del responsable decidido a parecer internacional, a erguirse sobre un pedestal fabricado con los más modernos, costosos e innovadores materiales que se llevan por Europa, y a recibir, una vez instalado en él, la nube de aplausos de nominales adversarios políticos que se confiesan rendidos de admiración ante su rumbosa actitud. Nadie le aventaja en audacia vanguardista y espíritu de progreso. Es una apoteosis, con los presupuestos del Ayuntamiento, de la filosofía vital del cuarto de baño con grifos de oro y alicatado de piedras preciosas sin gusto pero hasta el techo. Para que, una vez desplegada la declaración de intenciones de sustituir la Navidad por un rito anual de consenso, el Regidor y los suyos reciban del desdeñoso clan de los adversarios la merced de la aprobación acompañada de una fugaz sonrisa.
El Advenimiento de la Navidad Geométrica es significativo y probablemente marca una era. No ya la de la regresión de la religión cristiana y de los símbolos católicos, sino algo más importante: la eliminación y vaciado de lo que esos signos encerraban, la desaparición de un contenido que tendía, aunque sólo fuese muy transitoriamente, a hacer sentirse a los humanos más humanos, cercanos al prójimo y a los suyos, más solidarios y proclives a dirigir la vista a lejanos pasados en los que por un instante se impuso a la violencia el amor y hacia futuros regidos por algo más que la rapacidad burocratizada de los repartos y el frío disfrute de la ciencia. Aquella utopía habrá sido, como el resto de los seres, perecedera, algo más larga que las gestas, gobiernos y batallas pero insignificante al fin entre los milenios que marcan el devenir de la especie sobre la Tierra. Y su erradicación habrá servido para diluir el hilván, leve pero profundo, que mantenía un concepto de Europa bajo la superficie de las diferencias.
La tercera ilustración lo sería por la plástica de la carencia: Manifestaciones que llenan las calles de individuos, pero que transcurren en la inexistencia mediática, sin apenas signo alguno de instalaciones de televisión o radio que cubran, como es habitual, el trayecto. No se advierte la habitual floración de pancartas, pegatinas y gorritas fabricadas con previsión y en serie, las exclamaciones están muy poco orquestadas y adolecen de falta de ensayo, las protestas se exhiben en rústicas fotocopias que alzan aquí y allá sus portadores. Por arterias principales de la capital fluye, como una película sin sonido, un río de personas que discurre en silencio entre fachadas desde las que las observan algunos curiosos. Presenta un curioso contraste respecto a las manifestaciones anteriores, apoyadas por el bloque de los Buenos, perfectamente preparadas, transmitidas y difundidas, ruidosas y corales, homogéneas en coreografía e infraestructura. Y plasman fielmente el deseo, y la estrategia, de anular la realidad.
Sobre la gran pantalla de plasma en la que parece haberse convertido el mundo, se suceden decorados e imágenes, unas de escasa transcendencia, otras que se dirían sabiamente programadas, tan oportuna y cuidada es la puesta en escena, imágenes que se adueñan de la atención y el espacio, de la retención y la memoria, en las que la última es la primera y principal, siempre. Los muertos del 11 de marzo, los iraquíes torturados por norteamericanos maquillados y sonrientes para la pose tienen la eficacia de las nuevas armas, cambian gobiernos, desvían fondos, hacen desaparecer completamente de la escena y de las conciencias muertes mucho más numerosas, más repetidas, con mucho, más crueles. Y no faltan, en este panorama, defensores de una suiza española salvada como islote de buen vivir e indiferencia, empeñados en elevar ésta última a rasgo definitorio de la naturalmente inexistente conciencia nacional. Es un curioso empeño en un país que aún no ha olvidado los centenares de miles de muertos en una guerra con fuerte componente ideológico, ni los bien documentados siglos de lucha y recuperación contra invasiones africanas, y que pone todo su afán en ignorar que el mundo de libertades, bienestar y derechos del que los vates de la arcadia ecléctica gozan duraría muy poco de derrumbarse las bases que lo defienden y sustentan. El pan y cebolla casan tan poco con la acracia como con el amor.
El escapismo como sistema y la oportuna dosificación de la amnesia son normas de obligado cumplimiento para los interesados en capitalizar los dividendos o para el intelectual prisionero de su propia pose. Existe una generalizada dinámica de destrucción de coordenadas espacio-temporales y erradicación inquisitorial de logros. Las consecuencias van alcanzando niveles trágicos. Ya se trate de la solitaria superpotencia mundial, con una aguda impresión de asedio, ingratitud y aislamiento que la hace más agresiva de lo que debiera y mucho más débil de lo que parece, ya se abunde diariamente en titulares que parecen deleitarse en la descomposición geopolítica sin ofrecer análisis, aportaciones y planificaciones meditadas, lo cierto es que, bajo banderas ilusorias de taumaturgia verbal, gran parte de la opinión coquetea con el cumplimiento del dicho de que los dioses cumplen los deseos de los hombres que quieren perder, y, mucho antes de que la totalidad de la población se haya sumado al alegre club del bienestar gratuito y los compartimentos estancos, ya estará todo perdido.
Se deambula por un espacio cambiante y mudable en el que el individuo que se reivindica tal destaca desagradablemente como insolidario del rebaño que le corresponde. Es el reino de mafias benevolentes y de sectas cuyo papismo supera ampliamente al de Roma. Se acompaña de grandes dosis de victimismo que pueda ser cosechado en su momento por un peronismo new age cortado a la medida de las tribus y circunstancias. Hay tras esto una filosofía peculiar y fragmentaria, de la que quizás no son conscientes sus autores, respecto al espacio y el tiempo, una historiografía en la que la libertad y la persona quedan reducidas a entes de razón social, el Derecho a usos y a fueros, el sujeto político a grey y masa (cuyo coro dirigirá, de forma natural, el aceitado engranaje de la comunicación populista). Es un mundo de inexistente reflexión e imposible albedrío, que oscila entre el rito y el instinto, el miedo y la confianza ilusoria en el bienestar indefinido; es el territorio que tiene como horizonte una sonrisa fija tensada sobre las contradicciones que atraviesan el espacio del planeta. Carece de historia; ésta pasa a ser una discontinua serie de interpretaciones subjetivas, una oferta de actos sin más rango ni criterio que las apetencias de quien mejor se haga oír. Se trata del grado cero de la palabra civilización.
HORIZONTE
Las consideraciones, más o menos etéreas, sobre filosofía y teoría política no deberían hacer perder de vista un tierra a tierra marcado por la necesidad, el aprovechamiento y la urgencia que rigen el mecanismo de explotación de las utopías. El ápice es dinero, a libre disposición, obtenido sin fruto social ni méritos y mantenido con protección legal. Las mafias se extienden como apéndice indispensable, orla, y a veces también parte del cuerpo, de las altas clientelas, y se caracterizan, antes y ahora, por el miedo que inspiran, los recursos que manejan y el silencio que imponen. Su rasgo peculiar en la actualidad es la feliz simbiosis democrática en la que prosperan y esperan fagocitar a su huésped.
El movimiento financiero es inseparable de estos procesos, y se ofrece, por ejemplo, con una claridad meridiana en casos como el vasco, donde se amalgaman el pistolerismo y explosivos de ETA, el “impuesto revolucionario” (léase extorsión, coacción y recurso al asesinato puro y simple), el entramado burocrático, testaferros y servicios, las relaciones con bancos o cajas de ahorros, la capitalización de los fondos obtenidos, el empresariado, la fachada sociopolítica, las exenciones fiscales y las oportunas reformas legislativas. La inversión de los dividendos del producto embolsado según las variadas formas del expolio y el chantaje es similar, en su organigrama, al rentable submundo que se aglutina en torno a otros iconos externos e internos. Pueden variar atrezzo, vestuario y decorado, pero la hoja de pago de la clientela no engaña. La tosquedad del ejemplo del terrorismo puede, en su claridad, resultar equívoca por cuanto vela la percepción de procesos semejantes de menor brutalidad y mayor calado. El recurso a la sangre es perfectamente prescindible, como demuestra, en otros ámbitos y regiones, la existencia de entramados igualmente coactivos. La sumisión y el silencio se obtienen por simple acumulación de poder mediático, inhibición del Gobierno central en la defensa de la igualdad ante la ley e indefensión de los individuos respecto a las clientelas constituidas, hacia cuyas arcas fluye el dinero por vía perfectamente legal.
El atentado del 11 de marzo de 2004 ha dado los frutos idóneos y puede calificarse de éxito. Pasado el tiempo adecuado para que se enfríe el clamor y se cierren, aunque en falso, las heridas, todo apunta al advenimiento de una Era de Clientelas, tanto a nivel nacional como en la zona geopolítica de parte de Europa. Al cabo de pocos años, la bajamar del apaciguamiento descubrirá en España lo que fue un país transformado en una federación cortada según las apetencias de los diversos caciques. El actual maximalismo alfombrará las concesiones futuras, los pactos con la oposición amordazarán y atarán las manos a los de por sí medrosos militantes de ésta, las clientelas liberales se sentarán a la mesa de Rebelión en la granja para reclamar, con cierta premura, lo que aún quede de botín y habrán de aplaudir la corona de paz ceñida por el terrorismo de turno a las sienes del maniquí sonriente que, en el parlamento español, garantice la amnistía y ascenso legal de los expresidiarios. La fila de víctimas abandonará mientras el comedor por la puerta de servicio. Una caricatura de Camelot en cuya Mesa Redonda se va a situar a codazos lo más granado del aldeanismo del privilegio y la aristocracia de los agentes sociales.
Esto se adereza con el nuevo discurso del chantaje, una derivación del guerracivilismo que agita iconos negativos de reemplazo; de ahí la insistencia nominal en la demonización post mortem política del ex presidente Aznar, el exorcismo recurrente de la guerra iraquí y el empeño en sustituir los hechos y personas concretos por colectivos y abstractos. Es tiempo de Pueblos, esencias, Islam, Civilizaciones, de palabras que no significan, fuera del estudio humanístico, en la práctica absolutamente nada pero que sirven de comodines para todo, y, muy en especial, para esconder el continuo ataque a los derechos generales, la igualdad ante la ley y ante el ministerio de Hacienda, la primacía de los individuos y la libertad. La última moda en iconos es la cromática: la España Negra, remozada para asustar a la opinión con Inquisición, oscurantismo, sotanas e integristas, sustituye en el discurso oficial a la Fascista o Cainita para los mismos fines prácticos de crear, como la copla, La Otra, que a nada tiene derecho (desde luego no a espacios televisivos, ni presencia en radio o prensa). Pero el supuesto sombrío bloque clerical está repleto de legos, de ateos y de agnósticos y se ha formado como reacción ante las aspiraciones autocráticas del clan dominante. Detrás de esas fachadas verbales de antiguos y remozados tópicos siempre hay un cliente, un comisario político y un oportunista que esperan vivir de ellas mientras duren. Se recluye, como de costumbre, a la oposición en el infierno de la derecha reaccionaria, enemiga de la democracia, la paz y el mundo árabe, y se vende como diálogo y entendimiento el apoyo a dictadores tan vistosos como impresentables y la adopción del perfil acomodaticio y mínimo, del pensamiento débil bautizado como tolerancia. Se trata de sustituir los valores de dimensión universal, que han forjado Europa y constituido su fuerza y la médula de su desarrollo por la inhibición y el servilismo como normas, sin más horizonte que el ventajismo coyuntural ni otra estrategia que la distribución a corto plazo, la continuidad del vital suministro de gas y petróleo y la componenda entre satrapías según su envergadura. El vuelco electoral de marzo se dirigía exactamente ahí.
En estructuras así producidas, la simetría entre la cima y la base produce un necesario, y nuevo, Cuerpo Dirigente. Ya no se trata del Presidente como Hombre de Estado, cabeza visible de un equipo que tiene planes, analiza situaciones, defiende proyectos y toma decisiones. Lo que existe es una sociedad voluntariamente anónima que promociona, gestiona e invierte en función de rentabilidades de carácter tribal, sin otra afinidad con lo que se ha tradicionalmente entendido por Gobierno que la aspiración al monopolio legal del mando y de la fuerza. Su afirmación en él dependerá del populismo que sea capaz de verter sobre una sociedad neta y decididamente partidaria de la propiedad privada, el mercado, las clases medias y liberales y el consumo, pero muy vulnerable a los ritos que se presentan periódicamente como sentimental adhesión a la utopía del bienestar igualitario y gratuito y la paz mundial.
La visión internacional, las grandes opciones en política exterior, no son, en este marco, sino una proyección amplificada del muy limitado catecismo de las clientelas. Pero más allá existe un peligroso trasfondo, el que denunciaba en los años cincuenta Camus, el prodigioso complot contra el espíritu y el albedrío por parte de pensadores de izquierdas que tomaban en esta tarea el relevo de la derecha colaboradora con el nazismo. En 2004 nadie, prácticamente, sabe ni dentro ni fuera de las aulas que podrían contabilizarse en unos cincuenta millones las víctimas de Stalin, por no hablar de otros países que se diluyen en exotismo oriental o caribeño, ni asocia el comunismo con ausencia de libertad y de partidos; las referencias a la dictadura franquista evocan un periodo homogéneo de opresión homologable a la de Hitler, la Unión Soviética o Corea del Norte; el conocimiento de Estados Unidos sirve a la manifestación y la caricatura y el término liberalismo se archiva, en el mejor de los casos, con los duelos y el polisón. Es improbable que en la prensa española de gran tirada aparezca un artículo de título tan provocador como El imperialismo ayuda al mundo, publicado en septiembre de 2005 en el Corriere della Sera, donde Robert D. Kaplan enumera misiones de ayuda de las fuerzas especiales estadounidenses en Colombia (lucha contra el narcotráfico), Filipinas (marginación de los extremistas islámicos e iniciativas rurales humanitarias), Nepal (intervenciones logísticas y médicas rápidas en caso de terremotos), Argelia y otros puntos del norte y del oeste de África (adiestramiento de tropas contra grupos fundamentalistas). Tampoco gozará por estos lares de publicación la experiencia de los estudiantes iraquíes que cursan en la Universidad de Bagdad asignaturas como Democracia Básica e Introducción a los Derechos Humanos, dentro de un programa educativo promovido por los norteamericanos para cimentar la futura sociedad civil. Es poco previsible que las ONG y los escudos humanos se presenten en las aulas iraquíes para defender plantas tan frágiles como la libertad académica, la igualdad ante la ley y la tolerancia de creencias y opiniones, que son de fugacidad garantizada si no hay fuerza legal que las defienda contra los grupos que recorren el campus obligando a velarse a las mujeres, asesinando profesores y aterrorizando a potenciales cooperantes extranjeros. La extensa brigada verbal que en Occidente loa las bellezas del diálogo y la mansedumbre se suele guardar con un cuidado exquisito de ir a practicarlos en la kale borroka de Bilbao o en los púlpitos de las apacibles mezquitas de Teherán. Cualquier referencia positiva a Estados Unidos es, por principio, censurable, y censurada; todo lo más puede aparecer de forma casual e irrelevante, ahogada por el caudal de vituperios. La denuncia del principio del Mal externo sirve a la clientela interna de confortable seña de identidad. Y significa ingreso fijo.
Respecto a ese tema, la divina Providencia (la cual, según las sagradas leyes de Murphy, demuestra que existe por la oportuna abundancia de infortunios) exhibe, a modo de epifanía, en las páginas de la prensa ejemplos de alto valor pedagógico. Raramente podrá encontrarse alguno más ilustrativo de la Izquierda como economato y monopolio que el aparecido en el diario El Mundo el 16 de noviembre de 2004 bajo el título-tomado de un cantautor-Más de cien mentiras. Y lo es por su veracidad, debida probablemente en parte a la escasa voluntad de hondura intelectual de la autora, a su instalación perdurable en la sinecura de los Buenos, con el marchamo de superioridad ética que esto supone, y al tufo de clientela satisfecha que transpira y que le permite, incluso, periódicas invocaciones sentimentales a las barricadas en una prosa esmaltada de metáforas. Ahí tenemos a esa parte de la izquierda cultural (que) ocupa, ocupamos, si no todos, muchos de los espacios del discurso público (…).Hemos ido llenándonos de cosas: columnas, secciones, contratos, tribunas, trabajos con productoras, con editoriales, programas en los medios, amigos que no imaginamos, aliados que tampoco imaginamos (…) .¿Por qué cuando tenemos casi todas las columnas, casi todas las tribunas, los libros, la música, no es éste un país en donde se esté debatiendo el núcleo duro de lo social? (sic). La verdad es que es difícil refutar, argumentar siquiera una desvergüenza tan adánica. Ese monopolio confeso, esa maraña de intereses que deja chiquita, en su fortaleza blindada, la voracidad del capitalista más feroz, alza su queja porque habían estado en la trinchera (…) Dueño de un alma en oferta que nunca vendimos (…).La izquierda de los cien motivos pensaba que, más allá de los hermosos gestos en donde no resulta difícil coincidir con la derecha, era posible trabajar sobre el núcleo duro de lo social(…). Olvidó que los derechos humanos, en los que tan sencillo era coincidir con la derecha, fueron y son fruto de una legitimidad revolucionaria (…).Olvidó que había una isla (Cuba) a la que tan falso y tranquilizador resultaba arrumbar llamándola “dictadura de izquierdas”, una isla en donde se luchaba precisamente porque los derechos humanos fueran en verdad derechos y no privilegios. Además de la continua invocación al enemigo, tan metafísico como útil, materializado en la derecha, el resto de la argumentación se apoya en invocaciones tribales, por una parte perfectamente ajenas a la vida real y a los proyectos y beneficios de esta secta de comisarios de la cultura, por otra causantes de la eliminación o de la desdicha de innumerables personas en países en los que, desgraciadamente, sí se han puesto en práctica esas experiencias desde un poder llamado socialista, comunista, anticapitalista e incluso libertario y encarnado oportunamente en un partido con todos los rasgos que la autora añora ver imprimidos en el núcleo duro de lo social.
El artículo es impagable por lo amoral, por la completa ausencia de percepción de un lobby dictatorial sin embargo tan explícito, por el supino y benévolo desdén hacia el mundo extramuros, una miopía que ni siquiera alcanzan a excusar los tímidos, y anémicos, intentos de aportar argumentos o datos. La expansión sentimental se justifica por sí misma, como melancólica, y estética, llamada para añadir a los muy materiales bienes de que la secta disfruta la excitante guinda del mayor valer en la eterna lucha opresores/oprimidos. Lo que en otros sería simple desfachatez y exhibición de oportunismo es aquí candidez genuina, en el peor de los sentidos posibles, en el de ceguera voluntaria, sincera y perfectamente autista que tapiza el rentable y tibio reducto de la tribu. Las víctimas-es un axioma-no hay ni que verlas. Por eso la autora no sólo las ignora olímpicamente (¿qué tal, entre Cuba y Venezuela, un circuito por Corea del Norte y su hambruna sólo paliada por la ayuda alimenticia de Estados Unidos?) en los países que sí instalaron en la práctica los sistemas que ella añora en el núcleo duro, sino que también le son ajenos desposeídos que le pillan mucho más cerca, los palestinos castizos, de Burgos, Chamberí o Cuenca, paisanos suyos a los que ha robado sus legítimas oportunidades y ha dejado sin tierra su clan. Porque tal vez, en el dolido y fugaz sobresalto ético que le provoca la hartura, no haya reparado en el pequeño detalle de que su feudo mediático se alza desde hace décadas sobre la pila de excluidos, aquéllos que, con iguales o mayores méritos que los dorados nuevos ricos, han sido sistemáticamente privados de esos contratos, columnas, sueldos, espacios, pantallas, subvenciones, publicaciones de sus libros, estrenos de sus obras y demás bienes culturales cuya abundancia a ella la abruma. ¿Se le ha pasado por la imaginación que hay gente, que, por propia iniciativa, sin invitación ni estipendio alguno y simplemente para ver y escribirlo, ha dado la vuelta a Cuba pagando con dinero local, alojándose en donde la iban acogiendo, que en España, por supuesto, nunca pudo publicar el libro en que narraba sus experiencias, que se horrorizó de hasta qué punto puede ser empobrecido un país, esquilmado por un partido que en alguna parte habrá depositado el botín, por un régimen que no ha debido su subsistencia sino a la interesada ayuda soviética, gente que ha leído en los textos escolares cubanos de historia cómo Fidel Castro exhortaba en el sesenta y dos a la URSS, durante la crisis de los misiles, a que entrase en guerra nuclear con Estados Unidos? ¿No le llama la atención que tan pocas-y tan fugaces-películas hayan tomado en treinta años como sujeto a las víctimas del terrorismo vasco y que haya habido que esperar a documentales recientes, en algunos casos de imposible visualización dado su efímero paso por las pantallas? ¿No encontrará curioso que, por el contrario, los productos-con harta frecuencia incomibles-de los coros y danzas de tópico y consigna sean objeto de publicidad innumerable, ni le extrañará que ni una de las novecientas víctimas de la banda vasca tenga cantor que alegrarle la muerte? ¿Saben los representantes de nómina de la revolución futura y el progreso por qué no se han visto prácticamente denuncias en los medios de comunicación sobre el desastre educativo de la reforma socialista española de 1990, que ha arrasado la enseñanza? ¿Les han llegado noticias de que en los institutos no se ha oído ni palabra en público contra ello por puro miedo al-ése sí-núcleo duro de las mafias sindical y política logse y que los rarísimos en abierta disidencia no pudieron publicar apenas artículo alguno y que lo han pagado muy caro en acoso, imposición de pésimas condiciones laborales y ostracismo? ¿Se le ha ocurrido alguna vez a la autora de Más de cien…que al derecho de pernada literario y artístico que tan inocentemente expone corresponde desde hace décadas en España una censura que, en purga y sectarismo, deja tamañita a los rústicos tachones de la tosca derecha? ¿Puede concebir la repugnancia hacia el club de El fin justifica los medios por simple instinto de honestidad personal, vergüenza ajena y apego a la terca verdad de los hechos?.
En cambio, con la valentía propia de alancear moro muerto, se ataca el fantasma de las sotanas y la represión cristiana con la seguridad de la ausencia de riesgos y el aplauso fácil, pero todo miramiento multicultural y subvención son pocos para alabar chilabas y engrasar imanes que enseñarán el desprecio hacia la mujer y la persecución del laicismo, que actuarán como inquisidores, confidentes y vasallos del rey, el ayatollah y el jeque que los sostienen y que mantendrán bajo espionaje y servidumbre a los inmigrados. La valiente prensa se guardará, como hasta ahora, muy bien de criticar a los que tienen por el mango la sartén del cuchillo y del petróleo. ¿Cuántas solidaridades explícitas ha habido con el amenazado Salman Rushdie, el asesinado Theo Van Gogh o con Oriana Fallaci, también amenazada de muerte pero a la que incluso el muy liberal Economist (21 de julio de 2005) se complace en tratar de racista llena de odio por los árabes?.Nadie se burla mejor de estos tópicos con los que se pretende encasillarla que la misma Oriana. Exentos de temor y de autocensura, sus escritos sirven para que otros se resguarden de potenciales violencias y atentados afirmando ante la galería que, a diferencia de esa racista visceral e impresentable, ellos están llenos de respeto por el mundo islámico.
La beatificación occidental del guerrillero palestino ha dejado per saecula a las muy reales víctimas de este conflicto prisioneras del tópico. Masacradas por sus hermanos árabes en muy mayor proporción que por los israelíes, esquilmadas de las inmensas cantidades de dinero que sobre sus organismos militares y políticos vierten unos reinos petroleros y un Occidente que compra así su buena conciencia, despreciados soberanamente por los ortodoxos judíos y por los gentiles de In God we trust, los refugiados son la vaca lechera de los donativos que en buena parte reposan en las cuentas en Suiza de las familias de los líderes. Son también carne de cañón excelente para el antiamericanismo primario, la negación de Israel y la exhibición de la kefia. Pero se habla muy escasamente de que esos palestinos se han distinguido por su profesionalidad, tolerancia y laicismo, quizás por el ingenio propio de los pueblos de diáspora, e importa muy poco que resulten más interesantes para la clientela que vive de ellos como eternos mártires y proveedores de muchachos con bombas que como vulgares ciudadanos. Una vez más, el conocimiento podría destruir el icono y, por ende, a sus sacerdotes. Sin necesidad de desplazarse a Oriente Medio, aquí también disponen la autora de Más de cien mentiras, el vate, el guitarrista, la orquesta y los incondicionales del público de una Palestina cultural pobladísima. La forman pequeños y heroicos editores reducidos al samizdat, periodistas y escritores que no hallan hueco en las columnas, cineastas y dramaturgos sin derecho a estreno, autores a los que, desde luego, no publicarán sus novelas y ensayos o éstos pasarán inadvertidos faltos del mínimo soporte publicitario, gentes esquilmadas en sus actividades y en sus vidas a las que no acompañarán cantautores ni mecheros encendidos, ni disfrutarán de apariciones televisivas, tertulias, conferencias, invitaciones ni simples empleos. Les han quitado el trabajo, la juventud y las ilusiones, pero, parafraseando a Muñoz Seca, no les podrán quitar el miedo que a la familia (en el sentido siciliano e hispánico del término) de la divina gauche tienen. No puede menos de felicitarse a los escritores, dramaturgos, poetas, ensayistas y columnistas de la trinchera a los que cita el artículo de El Mundo, dueños, como ahí se indica, de un alma que nunca vendimos. Respecto al cuerpo, les va francamente bien. Por aquí abajo, lo del alma ni se plantea: van de rebajas, los demonios ya no son lo que eran y Fausto está en paro. Pero, al menos, en el reino de la disidencia no hay recitar las mantras de rigor, callar la evidencia y alabar los discursos de cinco horas de Fidel Castro.
La bondadosa aureola es un capote de distracción coyuntural bordado con toda la imaginería de la marginación. La estrategia de las clientelas tras él ocultas se distingue del idealismo genuino en quién paga la factura, que, en estos casos es cargada a cuenta de terceros (extracción de los contribuyentes, presupuestos, disposiciones del dinero público) que no han dado su consentimiento para ello y a los que el Gobierno obliga, para sus propios fines propagandísticos y electorales, a hacerse cargo de ella. Las acciones propias del individuo comprometido y solidario son una apuesta arriesgada y noble, una donación generosa de energía, recursos y tiempo. Las clientelas incorporan a su decorado entidades de diversos tipos que, como algunas ONG, ejercen actividades encomiables pero se ven implicadas en la utilización política. Es curioso, por ejemplo, observar que una de ellas[3], que realiza una gran labor de asistencia médica en las zonas más desfavorecidas del planeta, incluyese en sus publicaciones de forma reiterada denuncias que sobrepasaban claramente la abominación de la guerra para convertirse, en 2003, en transparentes diatribas contra el entonces Gobierno español Éstas se hicieron más virulentas con la cercanía de las elecciones generales y la ofensiva mediática aferrada al ariete de la intervención en Irak. Tras el vuelco electoral del 11 de marzo, los textos pasaron a identificar explícitamente su discurso y finalidades benéficas con los del gobierno socialista (partido al que pertenece la fundadora de la entidad). En su resumen económico de 2004 esta organización no gubernamental informó de que la concesión de financiación pública había experimentado ese año en su caso un aumento del 76,2 por ciento (y la Tesorería un 73) respecto a 2003 debido principalmente a los mayores importes concedidos por la Administración estatal, con más de siete millones de euros (sic, Resumen de Memoria de 2004). La cifra es por sí sola significativa. Es fácil imaginar, ante estos datos y la anterior lectura de las cuñas sociopolíticas, los sentimientos de particulares a los que no ha guiado en sus donativos sino el deseo de colaborar en una buena obra. Son igualmente imaginables las reacciones de otras organizaciones benéficas que valoran la independencia y la ética, trabajan con lo que la libre colaboración de individuos solidarios les aporta y son conscientes del flaco servicio que a quien vale de por sí le acaban haciendo las larguezas de quien maneja el poder.
Es posible que el horizonte, al menos el inmediato, adquiera la poco halagüeña conformación de una tela de araña, una retícula de fragmentaciones que, por una parte, ofrezca en sus diminutos espacios generosas raciones de pan y autonomía pero contra cuyas fronteras, como en los universos virtuales de Mátrix, se choque a la menor aspiración a justicia, libertad real y merecidas remuneraciones, que no partes del botín. El aspersor del Estado de Propaganda se aplica a regar este tejido con promesas de indefinido bienestar y remendarlo con donativos que actúan de parachoques y garantía de impunidad y persistencia para la nueva, y opulenta, clase dominante. Este microcosmos tiene como reverso la proyección periódica de grandes iconos, sesiones de cine de verano ideológico que duran lo que la movilización electoral y la embriaguez.
Las utopías en sí mismas han pasado a reducirse al icono, de manera semejante a la asimilación del mensaje con el medio transmisor. El logotipo cargado de energía movilizadora y dotado de atractivo plástico ha usurpado el espacio del referente, el contenido del signo. Con la generosa ayuda de la ignorancia generalizada de conocimientos y de la impropiedad lingüística. De ahí la facilidad y ligereza en el empleo de términos de cuyo real sentido histórico o conceptual se ha perdido conciencia; o ésta no se ha tenido, gracias al desastre de la educación, jamás. En su acepción más al uso, la palabra utopía es una vaga aspiración a la extensión del bienestar, le ha ocurrido algo semejante a filosofía cuando se habla de Nuestra filosofía en la venta de platos congelados… El icono es manejable, mudable, perfectamente apto para el consumo de la juventud; funciona con el binomio impacto visual más efecto emotivo, la estética sustituye a la ética no sólo desplazando a ésta sino ocupando todo su lugar. Quedan sin embargo, para individuos inquietos y para el común de la gente cuando llega el momento de la reflexión, un hueco insustituible, una carencia necesaria afín a la angustia, ante las afirmaciones del fin de la Historia. La utopía también habría finalizado. Lo que suele perderse de vista es que su fin se debe a la labor de carroñeros que han ocupado con fines especulativos su territorio.
Hay orfandad de iconos, amenaza de camisetas blancas en las que no se sabe qué ponerse porque los motivos impresos en las actuales proceden en buena parte de tiempos pretéritos y reproducen rostros y signos ya desprestigiados por los hechos, aunque la plástica conserve su garra. La estrella roja, el Ché, la svástica se pasean sin gran convencimiento o han sido definitivamente reemplazadas por la moda heavy y la necrofilia versión agresiva. Camisetas, insignias y viejas guerras no bastan a personas, sobre todo jóvenes, que no se resignan a la extinción de los ideales y que acarrean como un peso las exigencias de unas inteligencia y generosidad faltas de cauces. Para ellos vale la pena, todavía, rescatar del secuestro en el que clientelas y secta los mantienen a Antonio Machado y a Miguel Hernández, para que aprendan a identificar a los que aquí y ahora van apestando la tierra. La utopía siempre ha tenido sus seguidores. Afortunadamente, porque sin ella es posible que nada hubiera levantado el vuelo, en la condición humana, más allá de la gris subsistencia. El monstruo que la acompaña le es quizás tan inseparable como la línea sutil que delimita la genialidad y la locura. La idea, por la que vale la pena morir, por la que vale la pena luchar y soñar, es al tiempo, por su misma naturaleza, inexistente y necesaria, como el horizonte, la matemática, la música, la justicia, la belleza, el ser de las cosas. Existe luego la utilización de la utopía, y los ropajes que ésta presta a quienes la colocan en sus arsenales y capitalizan en sus haberes, existe el envoltorio que procura a voluminosos paquetes de cadáveres, al pálido igualitarismo de la envidia, a las formas, diversas y tan semejantes, de la mediocridad.
La cronología de paraísos utópicos paseados bajo palio por la parroquia occidental tiene, en el siglo XX y este comienzo del XXI, claras etapas, vividas todas ellas con fases de deslumbramiento, devoción, persecución de disidencia y desencanto pronto reemplazado por el amor siguiente. Las cimas más perceptibles de estos, siempre platónicos y lejanos, edenes revolucionarios han sido, sucesivamente, la URSS, la China de Mao, el Irán de Jomeini desde la revolución de 1979 (seguida éste muy de cerca por el estallido del Líbano en 1982) y, por fin, el Islam de Osama Ben Laden, en el que se llega, con el terrorismo omnipresente y difuso, a la mayor cercanía de una abstracción ideal basada, desde el comienzo, en la negación de los valores y civilización occidentales. En Osama no hay país, argumentos, economía ni estado; es el perfecto icono, despojado de las adherencias de la realidad excepto en demostraciones de simple fuerza. Y tiene mucho dinero, que compra esa apetecible tecnología del mundo moderno (una cosa es el suicidio y otra vivir con modestos medios los años de la vida). La religión del no, de la destrucción y de la queja necesita, a la vez, de avances científicos y de ignorancia, de enemigos virtuales y de inagotables reservas de víctimas a las que hay que vengar. El fedayin y el guerrillero resultan positivos, no por sus finalidades, hechos y proyectos, sino como iconos de lucha, acción en estado puro como la que sedujo a las Vanguardias a principios del siglo XX. La vasta fábrica de victimismo ha funcionado durante décadas a pleno rendimiento dentro de Europa, entre los hijos de las poblaciones inmigradas, gracias a los favores, complicidades e impunidades de los países de asentamiento, que no han tenido la menor pretensión de enseñar y de defender las bases de su prosperidad material y moral. La periferia de las grandes ciudades alberga desde los años setenta, en Berlín, París o Londres, un tercer mundo adolescente al que asisten todos los derechos y al que dedica sus alabanzas lo más granado de la intelectualidad. Ésta, y el político que presume de solidario y calcula los votos futuribles, califican de manera invariable a esas bandas de muchachos forzados a cometer actos violentos por imperativo social. En esas revoluciones de fin de semana pueden militar gozosos, de manera vicaria, los cruzados contra el Occidente (y Estados Unidos) fuente de todos los males, sumisos y reverentes ante esos jóvenes rebeldes especializados en la destrucción de mobiliario urbano y otras muestras de decadencia y propiedad privada. La insultante sugerencia de que estos luchadores contra el sistema tienen en él todas las posibilidades de estudiar y de después buscarse un trabajo según su esfuerzo y merecimientos, y ello en medida infinitamente superior a sus padres y incomparablemente mejor a las opciones en sus países de origen, resulta de abominable cariz conservador.
Un nuevo síndrome sobrepasa ampliamente en funcionalidad y afiliados al de Estocolmo: El de David. Cada vez más la defensa utópica de los grandes ideales libertarios vertidos en moldes de parroquias voraces, se resuelve precisamente en lo opuesto: formas de servidumbre, irracionalismo y regresión. Se da por sentada la admiración hacia el más débil y la necesidad de la conciencia vigilante, que, automáticamente, es de izquierdas por simple ubicación espacial respecto al régimen de control de poderes existente. Se trata del síndrome de David, la transposición, desde el plano puramente moral, de las bienaventuranzas a un territorio que desde luego sí es de este mundo y pretende sacar durante su estancia terrenal ventajas desmesuradas de la exhibición, elevada a mérito prioritario, de la inferioridad comparativa. Goliat es cualquiera de más talla, sea mayoría de votantes, individuo aventajado o país próspero; eso le constituye en enemigo contra el que toda lucha es admirable y debe ser aplaudida por una sociedad que se considerará a sí misma vil si, además, no provee las armas y mantiene con el adecuado lujo y respeto a la nueva y prolífica casa de David. La muletilla, utilizada con profusión en estos casos, es la palabra poderosos, que se complace en mezclar cierta religión laica de la marginalidad y la carencia con una estrategia, bastante organizada, de su manejo como instrumento de extorsión. Naturalmente, de tal proceso quedan fuera la solidaridad, anhelo de justicia, la caridad y la honestidad genuinas; se ignora, del mismo modo, la atención concreta a necesidades precisas excepto si éstas gozan del beneficio del escándalo callejero. Sólo hay en estas bienaventuranzas unos dioses: los inmediatamente rentables, y, por muchas utopías que se invoquen, de lo que se trata es de que David no crezca y de poder acusar y derribar indefinidamente a Goliat.
Es, en realidad, esta afirmación por la negación de valores una faceta más de la característica huida de la racionalidad que ha marcado el pasado siglo y busca continuarse en el actual. Los años sesenta y setenta vieron el rápido florecer de generaciones en el mejor de los casos ávidas de cambios y experimentación de nuevas formas de vida cotidiana. En el peor, y más perdurable y extenso, caracterizadas por el entusiasta apoyo a la irracionalidad y la marginación por el simple hecho de serlo. Fueron, por ejemplo, los tiempos de enseñanzas del ilustre brujo don Juan, cuyos libros se constituyeron en biblia de hippies, días de exaltación de espíritus, tribus, vibraciones y poderes. Por supuesto, hasta el más fervoroso de los iniciados buscaba la ciencia tradicional cuando le dolían las muelas o su hijo se rompía el brazo, incorporaba a su paisaje electrodomésticos y acababa circulando en todo terreno por los campos adyacentes a su casa rural. El ecologismo recogió en su verde regazo los flecos de las sectas. Ahora se trataba de abominar de la energía nuclear, las autopistas o el cambio de cultivos con la misma energía con la que en otra época se produjeron manifestaciones contra la energía a vapor, el ferrocarril, el automóvil y la vacunación de los niños. Un examen más atento, y prolongado, de la situación revelaba límites claros a la negación del principio de realidad. Los hijos eran finalmente vacunados y sus padres, lejos de criarlos en comunas selváticas, los educaban en la creencia de su derecho a recibir gratuitamente de por vida alimentación y cobijo, como no podía ser menos en un mundo compuesto de víctimas y poderosos. El régimen de clientela es hereditario, y así la prole ha sido desde la infancia adoctrinada para rechazar la explotación (que incluye cualquier trabajo en cualquier entidad o empresa), lo que la aboca a vagos estudios indefinidos y pervivencia agarrada a las ubres del paro y las formas de asistencia social aunque se trate de mozos en la plenitud de la vida y con dos manos capaces de ganársela. Las jaculatorias de corte reivindicativo e idílico sustituyeron, con ventaja, al antiguo catecismo, los partidos hallaron en aldeanismos de corte romántico una mitología adaptable a las ambiciones de la oligarquía local. De estas carreras fulminantes hacia la irracionalidad ninguna quizás tan pedagógica e ilustrativa como, extramuros, la mal disimulada admiración por el terrorista que hace saltar autobuses junto con su humano contenido (¡Cómo estará el pobre para tener que hacer eso! exclama el izquierdista de pro). Es una actualización del guerrillero de póster y camiseta. Su versión doméstica intramuros sería el etarra al que su recurso cotidiano al asesinato hace paradigma y breviario de otros que no han pasado la frontera de la sangre, que coquetean parcialmente con ella y sus actores con la timidez admirativa de quien aporta su grano de arena al David que desafía a Goliat con la honda.
Magias, etnias, conjuros, regresión y usos ancestrales, viscosidad de las prácticas de los don Juan de Castaneda, de sus poderes, vibraciones y pócimas; chamanes, imanes, animales sagrados, plantas, fluidos, Naturaleza, grey, fe, tradiciones, veneración, exaltaciones, asentimiento, dualidad, adhesión, grito e imagen. Y enemigos, necesidad imperiosa de enemigos, y de lejano Edén guardado por un ángel que extiende cheques en blanco a los que son sus herederos y defensores por derecho. La época se caracteriza por la irregularidad de su tejido, por la coexistencia de oscurantismos, primitivismos y barbaries que no logran apagar del todo la percepción antigua de generales valores, de los universales que fueron alumbrados por siglos de esfuerzo, la sed de orden pacífico arrancado al Caos. Hay mucho de vuelta a las Edades Oscuras en la negativa a afrontar los hechos y su precio, en el retroceso a la tribu. Como en el paso de la Edad Media a la Moderna, el Estado central y pasablemente lejano y la Ley común para todos representan el espacio propio del ser humano que repugna las imposiciones, ritos, cargas y servidumbres del pueblo vasallo y que apela al monarca contra la opresión del aristócrata del vecino castillo. Finalmente, y más allá de la calidad o abundancia del pienso recibido, se trata de albedrío y de horizonte, del espacio intelectual propio del ser empeñado en la defensa de su razón contra la asfixia de preceptos culturales, relatividad obligada, determinismos étnicos y utopías convertidas en soma, euforizante, excusa y mordaza. Es el tiempo de sectas, que amagan rediles férreos y bucólicos, que la emprenden a golpes o a silencios contra el individuo solo y reflexivo, contra el sentido del humor, la memoria, la observación, la independencia y el trabajoso cambio, contra la clara luz del pensamiento, contra la risa y la conciencia irremediable de la tristeza. En vez del reino de la libertad, el de la servidumbre.
El secuestro de la Razón en nombre de la Buena Intención produce, en el mejor de los casos, anulaciones parciales del sentido crítico, amputaciones de la percepción de la realidad concretadas en el ejercicio intermitente de la censura, reducción a mínimos del juicio y opciones personales sustituidos por la inmersión en una vaga moralidad colectiva que diluye hasta la inexistencia responsabilidades y riesgos y proporciona un generalizado sentimiento de seguridad, protección y aceptación social. En el peor de los casos, cuando se dispone de extensas cotas de poder, el proceso lleva a la transformación en enemigos y la eliminación por millones, física o social, del adversario. La identificación de lo que hay con lo que debería haber conforma una cárcel virtual entre cuyas rejas se mantienen actualidad y pasado, enseñanza y comunicaciones, ciencia y cultura. Significa desconocer los resultados de estadísticas, las vivencias de los sucesos cotidianos, las páginas de la historia y las fundadas previsiones, los testimonios directos y el vocabulario preciso.
La utilización de la acronía es en tal proceso esencial porque permite invertir la causa-efecto. En 2005 son muchos los que en Europa (España a la cabeza) están firmemente convencidos de que la guerra de Irak precedió al 11 de septiembre de 2001, y no pasará mucho tiempo sin que se afirme que las Cruzadas motivaron como justa respuesta la invasión árabe el 711. El manejo de la historia digital, fragmentada como las piezas de un puzzle cuyos elementos se escogen, alinean y exhiben según las necesidades movilizadotas del momento, es en esta dinámica de gran importancia y se lleva a cabo regularmente en las grandes fuentes de formación de opiniones: Prensa, radio, televisión y libros de estudio. El ejercicio, en fin, de la experiencia, la observación y la razón debe, según esto, ser ignorado para ajustar el pensamiento y sus expresiones externas al puñado de preceptos imprescindibles. Así, hay que defender la coexistencia fraternal de las Tres Culturas de cuya amigable vecindad hicieron en la península ibérica alarde cristianos, moros y judíos. Obviamente esto choca de plano con los siglos de lucha, las crónicas y la palabra misma de Reconquista, pero se ajusta a la profesión de fe requerida. Cuando de pueblos, comunidades, religiones y etnias se hable, habrá que emplear epítetos exclusivamente positivos, en forma alguna sus contrarios; los sujetos podrán ser “hospitalarios”, “alegres” y “leales”, jamás violentos, fanáticos, perezosos y hostiles. De las tribus hispanas, la dedicada al pillaje como forma de vida no era agresiva, sino que tal rasgo denotaba simple adaptación al medio ambiente, otra norteña no permaneció anclada en el primitivismo ni se caracterizó por la brutalidad en sus ritos y hábitos, sino que fue descrita inadecuadamente por un historiador al que cegaban los prejuicios de su civilización grecorromana. A la sociología se le permite comentar el respeto hacia los ancianos entre los maoríes o la notable aptitud matemática de los hindúes, que les ha convertido en objeto de gran demanda en el mundo desarrollado, pero le está prohibida la publicación de estadísticas sobre el índice de criminalidad, la discriminación femenina y el rendimiento escolar y universitario de los distintos grupos. El temor a incurrir en delito de racismo, machismo, fascismo, imperialismo o colonialismo configura un enrejado de tabúes externos y favorece la proliferación de actitudes de gran indigencia ética y mental. Es el sustrato que, en el mundo desarrollado, nutre a las nuevas sectas y nuevos ricos y que distribuye entre los que comparten de manera vicaria sus ventajas grandes porciones de relativismo acomodaticio y de confortable sentimiento de seguridad. El terror al pecado de blasfemia política y al ostracismo mediático, la interiorización de la censura, la generalización de códigos binarios simples en expresiones y actitudes, el automatismo de la normativa de prejuicios imperante repugna al pensamiento y al impulso individual del ejercicio del albedrío. Continua y diariamente hay que asentir a clichés que superponen a la nitidez de los datos la interpretación correcta y el juicio de valor aceptable. Con la doble consecuencia de anquilosar las capacidades reales, intelectuales y éticas, del individuo y proyectar un universo ficticio en donde la democracia se vacía de sentido y cuyos habitantes serán incapaces, llegado el caso del inevitable enfrentamiento con el principio de realidad, de defender materialmente los principios y valores en los que se basa el sistema de derechos en el que viven y la civilización y progreso de los que disfrutan.
En el orden temporal, los primeros perjudicados son precisamente los elementos más inermes y vulnerables, también los más valientes, reflexivos, e independientes de entre esos grupos cuya defensa cultural se pretende. Sumergidos en el animalizado sujeto histórico de la cofradía, el clan y la etnia, traicionados por los países que fundaron sus propias sociedades en la libertad, la igualdad de oportunidades y la universalidad de los derechos humanos, estos individuos han visto en Londres cómo desfilaban en una manifestación permitida por el gobierno británico miles de musulmanes que pedían a gritos el asesinato de un escritor condenado por un ayatollah y que jaleaban a los que se ganaran el paraíso cortando su cabeza; han seguido en Francia el intento, ejemplificado con la muy tardía prohibición del velo, de restablecer las garantías de la Constitución, y llevan décadas siendo testigos de la cómoda ceguera occidental ante prácticas de discriminación vergonzosas cometidas en la más perfecta impunidad en nombre de la tolerancia por gentes que no conocen el ejercicio de tal término. Los que esperaban de Europa, además de pan y trabajo, un mejor sistema de vida han presenciado el muelle acomodo de los países de acogida a ritos y costumbres que, en las comunidades emigradas, niegan de plano la igualdad que la ley garantiza, y esto en nombre del respeto a religión y tradiciones que han servido de hoja de parra al interés económico y la falta de valor de políticos, jueces, teóricos y defensores de la identidad originaria, las raíces telúricas y los felices mosaicos pluriculturales, Siempre hicieron el gasto los más débiles, mujeres obligadas a la sumisión y a los golpes del sistema patriarcal, niños forjados en los hornos donde se cuece el fanatismo, jóvenes reticentes a la tradición impuesta, individuos en fin que pretendían serlo y emprender la ruta que su albedrío les marcara. Cuando se maneja, según el catecismo en vigor, el discurso de los usos y costumbres simétricos y respetables se está ejerciendo, de hecho, un racismo oportunista de nuevo cuño, que salvaguarda la violencia, el oscurantismo y la barbarie en reductos barnizados de indiferencia mientras tales rasgos no interfieran en los intereses esenciales de los que intercambian abalorios con el salvaje incapaz de cambio ni progreso.
La Ley es el refugio contra la grey, y se observa una rebelión contra ese horizonte vecinal y opresivo. El relativismo que empapa el discurso de la pasarela ideológica vende el feudalismo acogedor de las ventajas, y de la sumisión, con trasfondo de un planeta ocupado por sistemas homogéneos y seres bondadosos que sólo esperan para suspender su programa atómico, entregar la pistola o renunciar a lapidar mujeres al diálogo comprensivo y la seguridad del respeto a la diferencia.
Sade y Masoch no pueden vivir el uno sin el otro. La utopía sórdida, de oportunismo acomodaticio, manipulación mediática, réditos cercanos y proclamas vaporosas, vive en extraño maridaje, con una utopía sádica cristalizada en el fundamentalismo islamista, que, en tres décadas de silencio cómplice de los medios occidentales, ha ido alumbrando por una parte clientelas más exigentes respecto al producto del maná petrolífero; por otra, acompañadas por millones de figurantes, dictaduras teológicas que son un paradigma del oscurantismo y la servidumbre. El culto a la muerte es una de las señas de identidad totalitarias y ejerce sobre el público occidental la fascinación del terror puro, de la cruda existencia de una ávida barbarie que se hubiese querido reducida a espacios lejanos en la geografía o en el tiempo. Los borbotones de sangre indiscriminada tienen el don, desde las pantallas, de sacudir estómagos estragados en la habitual competición por enviar al espectador los excitantes más intensos. Fritz Lang hizo en el cine expresar al doctor Mabuse el ideal, incluido modo de empleo, del terrorismo que alcanza su apogeo por el terror en sí, la quiebra de la razón ante el crimen arbitrario y sin objeto, la disolución de los parámetros del mundo conocido ante la bancarrota de los servicios que aseguran el bienestar y la seguridad cotidianos, el estupor aleatorio de las muertes y atentados. Era, en plena eclosión del nazismo, la Alemania de 1932. Sigue manifestándose hoy. El perfil del Superhombre se define de nuevo, en sus atributos, en Alien, el 8º pasajero, cuando la cabeza del androide, a punto de ser destruido, justifica su admiración por el monstruo extraterrestre, que ha acabado con la tripulación de la nave, porque es una criatura de perfecta pureza, un superviviente sin conciencia, remordimientos ni sentido moral. Es el perfecto terrorista, logrado en cuanto especie y prescindible en sus miembros. En etapas actuales, mucho más rústicas, se impone la nueva y económica arma letal del suicida, tan imprevisible, utilitaria y rentable como la transformación en misiles de los aviones de pasajeros. Toda una antítesis de los valores de tradición occidental sobre el individuo, la felicidad y la vida, cuya humanidad coloca a quien los adopta en inicial y flagrante desventaja. Con ella contaron regímenes de tanta pureza fascista como el japonés de la Segunda Guerra Mundial, al que le parecía increíble que los soldados norteamericanos y británicos igualaran en devoción y resistencia a los de un emperador que, cuando la guerra estaba manifiestamente perdida, había anunciado preferir cien millones de muertos con honor a la rendición, pero que finalmente hubo de declarar, en 1945, (bajo presión norteamericana) a sus contritos súbditos que en realidad él no era Hijo del Cielo. Es dudoso que la educación histórica de los jóvenes europeos incluya, entre las descripciones pormenorizadas de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, algunas líneas sobre el terror extendido en el Pacífico por el imperialismo japonés, cuyo componente racista ideológico nada tuvo que envidiar a la mitología aria. El ¡Viva la muerte! luce hoy los atributos de un suicidio aplazado, de una dulce rendición que permita alargar indefinidamente la tregua de la grata existencia.
Por eso todas las armas se dirigen contra la guerra, aunque sea justa y el único recurso ante la agresión, la aniquilación o el sometimiento. No se apunta contra la Muerte, contra el suicidio, la autodestrucción programada, los crímenes impunes, la paz silenciosa de los cementerios. Se apunta contra cuanto pueda implicar esfuerzo, actuación, toma de postura. Y se trillan severamente los hechos hasta dejar únicamente a la luz pública las más negras ramas de los grandes árboles.
El icono iraquí se perfilará todavía largo tiempo en el horizonte, pero tiene más facetas de las que se cree. Posee un valor añadido que no interesa a los que se sirven de sus desgracias como veta de dividendos electorales porque se presta a incómodas reflexiones sobre el momento presente y mucho más sobre el futuro. También ofrece curiosas coincidencias: Justo a raíz de la matanza de Madrid, la ofensiva en Irak contra las tropas norteamericanas, y el número de bajas, evolucionó, en espacio de semanas, con la fulgurante rapidez de una operación largamente planificada. La curva estadística mostró una subida en flecha de veinte a ciento veinte muertos y de doscientos a mil doscientos heridos entre los soldados estadounidenses, y esa variación ocurría en marzo de 2004, donde alcanzó su clímax para luego descender algo.[4] Hace tiempo que las casualidades han pasado a ser norma.
La torpeza de Washington con una estrategia sin sutileza ni previsión, la grandilocuencia de un lenguaje oficial apocalíptico y la agresividad defensiva ante la incertidumbre y la soledad postbélica han favorecido el aprovechamiento de la caricatura estadounidense, en especial por parte de las clientelas del todo a cien en términos geopolíticos. Éstas ofrecen sustituir rápidamente el petróleo, dar un rodeo en los sitios peligrosos y aportar espiritualidad cuando de fondos, riesgos y presencia se trata. La charanga antiimperialista no deja oír otros análisis ni consideraciones. Por ejemplo: que se impone la implantación de una nación populosa, con aspiraciones a la modernidad y al laicismo en el centro mismo de una región neurálgica en la que las ambiciones de sus plutocracias y la interesada fanatización totalitaria de amplios sectores han desencadenado una dinámica incompatible con las libertades y logros civilizados. El oro fácil y los palacios babilónicos por docenas no bastan indefinidamente a los dictadores. Esa etapa deja paso al deseo de lujos de superior calado: la extensión del poder, la humillación de los vecinos y los iguales, la constatación deleitosa del temblor de los grandes de este mundo. En este sentido el caso Sadam era insostenible, independientemente de su armamento real, por el efecto dominó de su megalomanía, alianzas y aspiraciones. Si de simple rapiña petrolífera se hubiese tratado, era por demás evidente que resultan mucho más baratas y cómodas las alianzas con los tiranos locales respecto a la comercialización de los recursos que la puesta en marcha de una aparatosa guerra de ruinoso coste en dinero, prestigio y vidas.
Naturalmente el efecto dominó del contagio del terror como metodología es llamativo y constatable en modas como la de los secuestros aéreos o la imitación de los asesinos en serie. La fabricación y uso sistemático de hombres-bomba es fruto de la época, puesto que para matar a contingentes apreciables es necesaria la tecnología, que permite superar el atentado artesanal de bajo rendimiento. Pero bombas y suicidas no pasan de ser la espuma trágica de un mar de fondo. Hay en su utilización una estrategia, y el económico armamento kamikaze sirve a la perfección a otra clientela sin méritos: la de los ricos del petróleo que, a diferencia de los países que han salido adelante por su esfuerzo, no han puesto en pie sino dictaduras, no se han modernizado sino en los fines de semana en el Occidente pecador ni han aportado al Guinness otra cosa que el número de limusinas y yates. Ahora los millonarios de tercera generación, estragados de caviar, champaña y chicas top model, quieren pagarse el lujo de más poder, el juego a la coronación imperial y al temor de los envidiados infieles, sin molestas intervenciones democráticas y con el benevolente apoyo de sus socios comerciales europeos. La aspiración al nuevo botín de los creyentes, tras el gratuito rearme fruto de los yacimientos, ha entrado en su natural etapa expansiva, y para legalizarla existe el armazón irracional que tan buenos resultados ha dado con la doctrina de la paridad multicultural, puesto que sitúa sus actos más allá del bien y del mal, a cómoda distancia de cualquier intervención que modifique la carencia de derechos y libertades en sus países y que pudiere dar lugar a una indeseable clarificación en sus mercados y actividades contables, la cual revelaría una cartera de clientes occidentales que coincide con los más ardientes defensores de las no intervenciones.
El botín de la coacción con ropajes ideológicos no repara en fronteras y corre por las venas de los oleoductos conformando un paisaje político perteneciente al puro reino de la fuerza y la carencia de trabas morales, se perfila en terrenos tan próximos como invisibles para la amable ceguera rousseauniana de multitudes que ignoran el valor del sistema de vida del que gozan y prefieren creer en la fraternidad edénica del lobo y el cordero, y está sembrando la embriaguez de la fuga ante el peligro insoslayable e incitando al planeo libre sobre problemas de extraordinaria envergadura que se pretende soslayar con el simple espejismo del tópico y de la relativización distante. A las agradables perspectivas de un indefinido disfrute de los bienes y servicios mediante, llegado el caso, un intercambio de buenas palabras con quienes practican la violencia en estado puro se apuntan en Europa gobernantes y gobernados, con tanto mayor facilidad cuanto que se han sembrado juventudes enteras con la sal del desconocimiento. Éstas ignoran, por supuesto, la geografía e historia más elementales del mundo árabe, la frágil formación de sus estados, y, sobre todo, el dato clave de la relativamente reciente aparición del fundamentalismo islámico, de su estrecha relación con el abandono, por parte de Occidente, de capas amplísimas de población de esos países que pretendían incorporarse al mundo moderno, laico y civilizado al ritmo esforzado de la formación de sus clases medias, de la extensión del comercio, de sus movimientos cívicos y de sus intelectuales. Nada han aprendido en esta orilla del Mediterráneo acerca de la venta de esas gentes a los más oscuros regímenes clericales y los déspotas más impresentables a cambio de octanos, contratos, fuerza de trabajo y ausencia de problemas. Por supuesto, los estudiantes de Europa, y mayormente de España, no tienen la menor idea sobre países como el Yemen, que nada deben al petróleo y mucho a su esfuerzo, y en las colecciones de cromos aleatorios en las que se han convertido las páginas de historia de los libros de texto no figura el tratamiento paralelo del que han sido objeto los disidentes comunistas en Europa y los laicos progresistas que se alzaron en el mundo árabe contra la ubicua y asfixiante presencia del Islam en cada recoveco de la sociedad civil. Mientras, el terrorismo proporciona subsistencia vital a la constelación de dictaduras musulmanas feudales que, desde Marruecos a Arabia Saudita, venden al exterior su papel de moderados y de muros de contención de una barbarie islámica que es su alter ego providencial.
Occidente, por su parte, no da para dictadores porque los monstruos ya no son lo que eran, aunque el progresismo de nómina está haciendo grandes esfuerzos para propiciar la resurrección de grupos de extrema derecha y de izquierda extremísima. El Enemigo es por lo pronto legión ratonil cuyo programa se resume, en la práctica, a engullir graneros fruto del esfuerzo ajeno, o es el club de fans del Osama purificador que colme, en su destructora y vindicativa Parusía, las expectativas, entre masoquistas y amantes de las sensaciones fuertes, de una tribu que literalmente babea ante el robusto vengador islámico y se apresura a rendirle honores. En este sentido, España se invistió desde marzo del 2004 con la dudosa distinción de abanderado de claudicaciones y rendiciones preventivas; el Gobierno se ha desvivido por adelantarse a las peticiones del terrorismo con una constante exhibición de pirotecnia filoárabe en la que al patetismo sólo le supera el ridículo. Las clientelas del botín inmediato y el pacto con quien se tercie esperan de hecho, con impaciencia mal o nada disimulada y extrañeza por el retraso, los estallidos y los montones de cuerpos norteamericanos o ingleses. El fundamentalismo islámico-el cual no está ni mucho menos formado en su núcleo rector por suicidas ni por parias de la Tierra- sabe que el caso español ha sido, sin lugar a dudas, su mayor victoria estratégica, hasta el punto de favorecer la disgregación, y quizás desaparición de ese lugar como país y de dar el pistoletazo de salida para la aplicación de un mapa en el que la libertad, la razón y los estados de derecho no tendrán cabida.
El archipiélago Orwell es prolífico: el nuevo tratamiento de la Historia dará libros escolares aún más fragmentarios y diluidos, en los que los miles de víctimas de Mahattan se unirán a la matanza de Madrid en atroz pero lógica represalia de los pobres que levantan contra el Imperialismo, Occidente y el Mal su voz largo tiempo oprimida; las minorías y grupos sin gran afición al desarrollo por sus propios méritos desplegarán, en las lecciones de Ciencias Sociales y de Ámbito, de Lengua y de Literatura, de Arte y de Geografía, inacabables memoriales de agravios y chantajes permanentes, variantes polimorfas e inagotables del impuesto revolucionario, mientras la razón, el saber, la civilización duramente adquirida y la larga cosecha de milenios desaparecen devorados por burocracias prolíficas que eliminan cuanto no sirve para su engorde. Las sectas pactarán gustosas con sus bárbaros, les ofrecerán vasallaje, derechos y leyes a medida, cantidades ingentes de multiculturalismo por pantalla, página, aula y metro cuadrado, les rendirán la pleitesía del dinero y de la blanda aquiescencia a todas las concesiones, les harán entrega, como a los nazis los colaboradores de antaño, de los hombres y mujeres libres, tanto de Occidente como de gentes del Tercer Mundo que soñaron con sociedades civilizadas e iguales en derechos, los cubrirán de lisonjas y tributos que serán presentados a la mohína grey de contribuyentes como compensaciones debidas, les ofrecerán sobre todo la fascinada, medrosa admiración del cobarde hacia el primitivismo y la fuerza expeditiva del tosco adversario.
Siglo XXI, precedido de la mitología de los milenios, enmarcado, como una puerta, por las Torres Gemelas de Nueva York y el avión como un cuchillo; un edén florecido con nuevas plantas de metralla y fuego que tachonan, al albur, un paisaje que se creía conocido o previsible y que adquiere, de forma repentina, la topografía angustiosa del volcanismo inesperado. Con la perspectiva del primer lustro, puede aventurarse la apariencia de la Bestia apocalíptica: Será discreta, equidistante de la sonrisa inocua y del colectivo retrato de blandos gestores intercambiables. No vendrán los anticristos ni rameras babilónicas que, junto con el pecado de Eva, abren y cierran el profundo machismo bíblico. Será cosa de dulces corderos, de tranquilos defensores de la indefensión y de la nada, de varones beatíficos y matronas satisfechas del advenimiento de la igualdad aritmética. Porque hay algo infinitamente inquietante en la propagación, fuera de contexto, de la imagen del león junto a la oveja, en la utilización mundana del lenguaje evangélico, en la usurpación electoral de la colina de las Bienaventuranzas. Las albas túnicas, la representación del péplum esmaltado de impecable religiosidad laica, la exhibición de indefensas bondades, de parusías al alcance de la mano y planes urbanísticos de Jerusalén Celeste resultan tanto más inquietantes cuanto que, inevitablemente, el envés de la blanca toga es forzosamente el rudo (pero sincero) mundo material de intereses encontrados, de quién paga qué, de honestidad o ausencia de escrúpulos, de violencia o sometimiento a la ley, de conciencia clara, percibida y transmitida del precio en riesgos y en trabajo de cuanto se goza, de la monstruosidad, y nobleza, apatía o esfuerzo, bajeza o altura de miras que de cada individuo cabe esperarse. La flamante guía para el siglo XXI es un texto más para usos escolares que se distribuye, con regularidad parlamentaria a una población ciudadana que ha votado la solución indolora de sus problemas, el refugio en el tono menor, el perfil desvaído que sea ignorado por los violentos de la Tierra. Una lección más de prácticas incompatibles en coexistencia fraterna, costumbres que gozan de franquicia para desmenuzar al débil siempre y cuando lo hagan en relativo silencio, dictaduras minoritarias, censuras tan impregnadas y asumidas que ya no precisan de censores, tramoyas esponjosas, bienpensantes, que hasta el último minuto no dejan ver los infiernos implacables de la fuerza, el hierro, la sumisión. En el palimpsesto puede leerse con facilidad la larga serie de argumentos que vienen en apoyo del crudo hecho de apropiarse de los bienes ajenos. Es una lista, repartida para su aprendizaje, de nombres gregarios y educación en valores (que no en leyes) y en ciudadanía, de individuos invalidados por la existencia de pueblo, multitud, masa, etnia, autonomía, los cuales son los únicos sujetos en una historia vaga, desprovista de significado, simple añadido, sucesivo y momentáneo, de fragmentos ocasionales que los intereses y corrientes del momento crean y retiran luego de escena como si jamás hubiesen existido.
La inquietud se torna en alarma cuando el discurso vaga por espacios éticos de imposible cuestionamiento y se habla de paz, amor, justicia y atención a los humildes mientras, junto a Jekyll, se sienta, en dualidad permanente, Hyde, cuando el agitador propagandista y el dueño de las palabras y las pantallas son la inseparable sombra y la sustancia del presidente electo. El último reducto de unas trincheras de desazón y rutinaria fatiga está en ese recodo de la conciencia donde, pese a todo, late con percepción oscura la certeza del engaño, está en el alejamiento, con repugnancia instintiva, del cultivado encanto de las sectas y en la simple certidumbre de que el tierra a tierra está hecho de durezas y firmezas, de oposición y claros pactos. En el reino de este mundo tras la sonrisa beatífica, la suavidad de la lana y la pureza de miradas que se quieren nuevas existen, siempre, individuos entregados a los dientes del territorio inmisericorde de las realidades. El peligroso Ángel de la Humildad forma dúo inseparable con el de la Soberbia, y, en un medio no de arte, literatura o filosofía, sino de actos y de intereses enfrentados, la llamada a la Gran Paz se adscribe en la más vidriosa de las estrategias. La figura angélica y la tenebrosa son un tándem necesario, necesidades del guión, como ocurriera otrora en España, en los ochenta, cuando fue preciso construir a la imagen y semejanza de las aspiraciones de cambio, juventud y modernidad de un país que salía del franquismo un líder que representara a los dioses (socialismo, obrerismo) a los que no se quería servir pero que era hermoso invocar. Dorian Gray, que arrastró en otros tiempos, fundidas, la simpática juventud del ideal y las fangosas huestes de clientes, se materializó veinte años más tarde en un desdoblamiento distinto, codo a codo el retrato impecable y la degradación profunda del original.
Es hora de los señores de la pequeña guerra, de los nuevos ricos y de los nuevos brujos que, a diferencia de los antiguos, nada invierten sino la codicia y que pastorean una grey ansiosa de vivir como viven aquéllos de los que a grandes voces abomina. Su utopía es la imposición de una retícula de recaudadores e inquisidores que les aseguren la gratuidad ilimitada del buen pasar y la sumisión al totalitarismo light plasmado en leyes por gobiernos amorfos y populistas en nombre de la defensa de las minorías, la discriminación positiva y la relatividad de los principios. Sobre esta utopía de subsuelo, y en paralelismo no por antagónico menos consecuente, se extiende un fanatismo musulmán de amplio espectro y largo alcance que proporciona a su nueva parroquia europea la indispensable droga del enfrentamiento (virtual) respecto a Estados Unidos y la civilización occidental. Se trata, en cierto modo, de una antiutopía, caracterizada por la perfecta ausencia de libertad, a la que los adeptos del exotismo árabe a distancia se guardarían muy bien-como ya ocurrió con el comunismo-de enviar a sus hijas pero que ofrece el atractivo contestatario del desafío a los poderosos y la aureola de lo irracional.
Es tiempo generalizado de horror vacui, y con él de corrientes oscuras que aspiran a ocupar las cavidades dejadas por el poderoso mar de las creencias, a instalarse en el lugar de esfuerzos, hazañas, religiones, fidelidades, ideales, transcendencias, metas. El vacío lo es tanto más cuanto que, en buena ley, nada permite creer en finalidades que avalen una ética. En un universo donde todo ser vivo se nutre de otro y con frecuencia muere para garantizar la supervivencia del grupo y de los genes, la pretensión humana de superioridad existencial basada en la moral y la conciencia reflexiva resulta, si se despoja de compromiso personal, fe y metafísica, empeño vano. Bondad y justicia, mandamientos y leyes no serían sino una simple maniobra de preservación de la especie, para la que, llegada a un punto de desarrollo en el que se valora más el cerebro y su banco de datos que la fuerza física, es rentable conservar a los viejos y a los débiles. La pasión inútil de la compasión dejaría, al evaporarse, al descubierto una fría y desguarnecida fortaleza en la cual se apresuran a instalarse los vendedores del botín rápido y el pensamiento corto. Los brujos, que siempre han vivido de abominar de penicilina y vacunas y denigrar universalidades y razonamientos para explotar así a sus anchas el baratillo de pócimas y sortilegios, proliferan y prosperan, en ideas como en política, en fueros como en doblones que llegan a su bolsa. Se trata de un todo barato, e incluso por nada, de gobiernos compuestos de sociedades anónimas de demagogos a los que su misma insignificancia procura las simpatías de un público adiestrado para rehuir cualquier forma de rigor, carácter, riesgo y excelencia.
España es particularmente vulnerable. Ha hecho falta que se llegue a la zona oscura de la democracia, que se alcancen en el reparto, el soborno y el trueque insospechadas cotas de indignidad, para que comiencen a parpadear en el inconsciente colectivo las lucecitas rojas de las alarmas y se advierta la tan eludida desnudez del emperador. Y el tiempo de chantaje pasa a ser tiempo de peligro. Sin embargo el horizonte podría ser otro, alzarse entre los rotos iconos, con parecidas extensión y fuerza a las que impulsaron en los años setenta el cambio, una voluntad firme y generalizada de renovación y mejor futuro, en movimiento semejante a la gran ola de fondo a la que, mucho más que a los que luego la han reivindicado y capitalizado, se debió la transición democrática. Por encima de la medrosa oposición y del permanente secuestro del lenguaje. Un rechazo definitivo a la impostura y al hastío. Paralelo al reconocimiento, en éstas y en otras latitudes, de páginas de historia oscurecidas y de inquietudes silenciadas.
Sobre todas las víctimas se extiende el hermoso cuerpo desnudo de la utopía, abominable en su uso, en la sordidez de sus mercaderes y de sus simulacros, y sin embargo tan necesario. Yace como debe, a una distancia preceptiva, bastante para que sea imposible tocarlo, pero suficiente para distinguir el color de sus ojos. Se cerrarán todas las puertas si éstos definitivamente se cierran, quedará un parcelado universo de descubrimientos mecánicos y hazañas reducidas a las sesiones de pasión virtual. No restarán de los gigantes sino los ogros, el temeroso recuerdo de pasados monstruos, pero desparecerán con la utopía la generosidad gratuita y exaltada, el inalcanzable listón de mejores horizontes, la admirable locura del Quijote, el salto sobre el riesgo y en el vacío que impulsó a los individuos y a la especie a una grandeza cuya existencia ellos mismos ignoraban.
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ÍNDICE
Introducción
Cui prodest?
¡Bienvenido, Mr. Mao!
Acuerdo en la granja
La cárcel verbal
11 de Marzo
El efecto Aleph
Horizonte
[1] Mercedes Ruiz Paz: La secta pedagógica.
[2] La autora expuso en parte cui prodest? en Papeles Salmantinos de Educación-Universidad Pontificia de Salamanca.
[3] La autora no considera conveniente decir el nombre de la entidad, cuyas actividades benefician a numerosas personas necesitadas, pero responde de la exactitud de los datos sobre esta ONG española.
[4] The Economist. 11 a 17 de Septiembre de 2004.
https://www.elrincondecasandra.es/libros/EL ARCHIPIÉLAGO ORWELL
Una persona joven, pero que abandona lentamente el territorio de la adolescencia, repite las frases que para ella han escrito los responsables de la escuela de lenguas donde estudia. Sin asomo de duda, sin que la menor perplejidad aflore hasta sus ojos, enuncia:
No importa que las palabras de los conductores sean ininteligibles para nosotros, porque comprendemos su sentido.
Y en él, que no lo ve, se encarna y muestra uno de los más puros ejemplos de un universo tan vasto como carente de cartografía, los caminos opuesto a la libertad que configuran el pensamiento y el sistema totalitarios. Nada sabe-y todavía nada sé-de George Orwell, de la unión de contrarios y la violación impasible de la lógica, de la disolución del razonamiento y de la sumisión última por la cual la Tierra no se mueve y dos más dos sumarán la cantidad que los dirigentes quieran. El estudiante repite su texto, cuya pronunciación deberá mejorar en las clases con la profesora occidental.
Estamos en otro mundo. No es de recibo extrapolar la China de los setenta a la Europa de los ochenta, a la España del clarear del siglo XXI; tiempo inmemorial separa aquel planeta de este otro, que late sin fronteras ni horarios en un portulano de mensajes cruzados, pantallas y vacío. Y sin embargo las frases de imposible entierro, los gestos, temores, poder y servidumbres encienden las alarmas, mantienen su apremio y su vigencia, sobrenadan a las capas de piel ajada y desaparecida, al cambio de los seres y de los años. Habría que recluirlos en el desván donde el anciano militar cuenta incansablemente su batalla, en el derruido territorio que almacena los andamios de las tres cuartas partes de una vida; sería prudente alejarles de la triste tribu de excombatientes del 68; deberían despacharse sin más para que dejen sitio y aire a la voraz construcción de un presente apremiado por su volátil caducidad. Es imposible. Mundo de Orwell, archipiélago de Orwell, quien te probó lo sabe, tu contacto, tu aspecto frente a frente, y, no menos estremecedor, el extenso muro de caras mudas que te salvaguardaron y velaron, que ofrecieron en ti una superficie propia para el trazado de las quimeras y los sueños, los turbios cálculos personales y las mudables formas del rencor. Hubo un largo tiempo de muros, y cada rostro silencioso fue un solidario bloque de las altas paredes encaladas. Aventados sistemas y fronteras, no por ello desaparecieron de la existencia. Sus remolinos giran, poseen grandes y estables feudos, se enredan en las zonas de sombra descuidadas por la precaria lucidez de cada día, medran en reductos desprotegidos a los que su poca rentabilidad concede escasa atención.
Estábamos en otro mundo-y entonces la conciencia se arrellana en los confortables límites de un puesto seguro, sonríe displicente ante las obsesiones caducas y se compadece de un bagaje vital tan pobre que sólo le cabe agitar espantos del pasado- , las cosas ya no son, nunca podrán ser así, la televisión lo muestra todos los días, como ofrecería imágenes-todo llegará- del pasado remoto en el que los cruzados medían lanzas o que primates diminutos disimulaban su existencia tras las hojas. De aquel 1973-74 llega una presencia que no es única, cuya característica reside, justamente, en la reiteración infinita, a través de personas similares, de una muy reducida gama de consignas, de media docena de tópicos desligados de las nociones de objetividad y de verdad, con los que se pretende representar el vasto universo e incluso las dimensiones históricas de pasado, presente y futuro. Estudiantes y profesores chinos de lengua española memorizan, redactan, repiten. El conocimiento discurre por esos canales y queda absorbido como pintura fresca por una mente adiestrada en su propia anulación. La profesora extranjera observa. Todavía ella misma carece de instrumentos de juicio, de una terminología que abarque la inmensidad del fenómeno que presencia. Pero observa, y esa observación -bienaventuradamente exenta de escrúpulos pluriculturales- va alimentándose en el fondo del aislamiento y la distancia con el calor de la indignación.
Nada puede salir de China y muy poco entrar en ella. Los manuales modestísimos, de fabricación propia, de que se valen en los centros de enseñanza, son, como cualquier escrito no oficial, material secreto cuya divulgación entraría en el espionaje. La última catástrofe, la Gran Revolución Cultural Proletaria, comienza tímidamente a remitir. Hay un hábito de cataclismo, de inundación como las de los grandes ríos, cuya avalancha arrastra y anega para retirarse luego a tomar fuerzas. Ocurrió anteriormente con las Cien Flores, y con el Gran Salto Adelante. ¿Pueden imaginarse apelativos más conformes a la distorsión completa de la realidad que éstos, que se refieren a la destrucción cultural absoluta, la purga generalizada de intelectuales y el hundimiento de la economía respectivamente?.
El material de enseñanza es secreto, pero será sacado del país y, pobre compensación para los sinsabores de la espía, empleado en su tesis doctoral sobre el lenguaje totalitario. Curiosamente, en aquel fajo de textos elaborados y utilizados por los profesores chinos de español para sus clases el tiempo ha tenido extraños efectos: Cubiertos de polvo y encanecidos, sin embargo han revelado su persistencia de espejos, se han empecinado en pervivir, fragmentados entre los comportamientos y las formas de las regiones libres, han conservado la voz de una increíble y vasta historia que se diría haber sido gritada en frecuencias inaudibles para el resto de la familia humana, una historia de gran silencio e incomparable servidumbre repetida luego en escenarios menores y preservada hasta hoy, y hasta todos los mañanas, en las formas variables de la sumisión.
Vamos de una revolución a otra. La Gran Cultural erradicó cualquier cultura excepto consignas que caben en un puñado de libros. Lo hizo, especialmente en 1966-69 de una forma física, pero sobre todo desplegó una inmensa capacidad de sometimiento, hizo permeables hasta los últimos estratos de la conciencia y los configuró con su marchamo. En este 73-74 la prensa occidental habla alegremente de la segunda Revolución Cultural y la china se limita a afirmar que el gran experimento continúa; se ha enviado durante años a estudiantes, oficinistas, intelectuales, profesores, a trabajar en el campo y ahora se continúa su reciclaje. Incluso, con todas las prevenciones profilácticas que la pureza ideológica requiere, se comienza a contratar extranjeros en número particularmente insignificante respecto a la vastedad del país. El otoño va a transcurrir para la nueva profesora de español en el Instituto de Lenguas Extranjeras de Xian[1], la antigua capital, mil kilómetros hacia el interior; el invierno en un centro de Pekín para funcionarios con destinos en el extranjero, y, antes de la primavera, un nuevo cambio la envía al Instituto de Lenguas Extranjeras Número 2, de la capital, donde terminará el curso no sin visitar, en días libres, otras ciudades.
La pureza totalitaria de esta época es tal que la sitúa más allá de descubrimientos y reflexiones. Tiene la perfección de la porcelana, el brillo y la textura lisa y homogénea de un rostro horneado a la escala inconcebible de los planetas. Cualquier fragmento de su masa igual refleja la composición del resto y todos giran en un lento caleidoscopio que repite las formas de patrones perfectos. Cualquier sector es representativo, cualquiera es válido, el régimen de vida de los alumnos, el de los docentes, el material de enseñanza, la metodología didáctica, los textos, sus temas, estructuración y vocabulario. La unicidad seduce, el monoteísmo quizás embriaga, y es probable que se olvide que hubo, no hace tanto tiempo, otras cosas, otras lecturas, arte, otros caminos hacia la alegría de vivir. En Occidente circulan tan sólo pequeñas copias de la pulida superficie que recubre, opaca e inmaculada, gran parte del mapa de Asia. Hay, en los crisoles de Europa y América, los mismos ingredientes y piezas, pero dispersas en la multiplicidad de opciones. Las visitas, visitas oficiales, a la República Popular China navegan como las figuras pegadas sobre el espejo de un costurero. De vuelta al Oeste, difunden el reflejo que de sí mismos y de un armonioso recinto alcanzaron a ver. En alguna parte, al final de los mapas, como en los antiguos trazados medievales, existe un lugar en el que se ha fundado, esta vez sí, un sistema extraordinario. Nadie parece traspasar la frontera de porcelana, horadar su superficie ya consolidada por dos décadas de un régimen instaurado sub specie aeternitatis.
Es una sensación útil. La unicidad vende. Ella proporcionará, tanto hacia el este como al oeste, formas de vida, de impensable exquisitez por cuanto más raras, a los que manejan la aplicación de las normas, los enriquecerá con justificaciones de una simpleza inapelable, y borrará tenazmente los rasgos que constituyen la individualidad.
El tiempo ha agrietado la porcelana. Como era obvio, pero omitido, bajo ella se aprietan capas de diverso material, masa de gentes dispar y granulosa que busca acomodo bajo la mudable superficie. Formas de actuar, de ser, gestos de una evasiva o de una mano, alguien que toma posesión, desplaza y ríe, silencio, órdenes, la indeseada compañía que borra y arrincona al yo solitario, simplicidad y seguridad de lo repetido y hecho, ausencia de pasado y un presente tan breve y tan mudable como la imagen que de él se proporciona. Con los mismos materiales, pero de tamaño diverso, no han cesado jamás de fabricarse, en puntos dispersos, sin aparente relación, las mismas maquetas, los mismos destinatarios de perjuicios y beneficios. Se salta a otro siglo, se llega a otro milenio con la vaga certidumbre de que los grandes, trágicos fenómenos apenas existieron o, más bien, pertenecen a la categoría imprevisible de las catástrofes naturales. Nunca habitó tanto el olvido como en las dimensiones apenas abarcables, en los grandes números a los que quedan reducidas las diferencias de los individuos.
Todo es abstracto, explicable, es casi Historia. Pero llega un estudiante repitiendo una frase, entra en la memoria y ya no sale nunca de ella.
Si los estudiantes de español del instituto de Xian se hubieran encontrado viviendo veintitrés siglos antes quizás, salvando las diferencias de paisaje urbano y vestuario, no se hubiesen sentido demasiado desplazados. Como durante la Revolución Cultural, un gran emperador, Shih Huang-ti, de la dinastía Chin (de donde procede China, con la -a del sánscrito, que significa tierra), se impuso a principados y ducados, controló impuestos, unificó leyes, pesos y medidas. También el pensamiento, y, para asegurarse su monopolio, hizo quemar todos los libros, excepto la biblioteca imperial, y ordenó enterrar vivos a los letrados tras amputarles pies y manos. Mao Tse-tung lanzó una campaña de glorificación de este dictador eficaz, que hizo construir la Gran Muralla, sometió a vasallaje a países limítrofes y quiso alzar, metafórica y físicamente, una impronta de gigante en terreno raso. Mao vio en él desde su juventud un alter ego histórico al que emuló y superó en el coste humano de los millones de habitantes con los que construyó y destruyó durante sus experimentos de ingeniería social.
No lejos de Xian la tierra se eleva en suaves colinas cuya regularidad homogénea delata lo artificial de su origen. Pero en 1973 son un secreto, un misterio oficial de iniciados cuyas primicias el visitante sin categoría sólo puede degustar en la breve visita a la tumba de una princesa menor. Estudiantes y agricultores, pequeños, grandes y diminutos miembros del universal sistema de funcionarios, obran como si sólo el reducido número de monumentos listados oficialmente existiera, a ninguno escapa la evidencia del ondulado horizonte, de los ocasionales comentarios sobre un objeto que aflora inadvertidamente a la luz, una entrada subterránea hallada mientras se cultivaban los campos y, según las órdenes, vuelta a cegar. No es momento de que existan. Pese a su grandeza, pasarán décadas hasta que el Gobierno, con su palabra, conceda carta de realidad a las ocultas ciudades funerarias del otro Gran Emperador. Estudiantes y profesores chinos han alcanzado esa etapa de adiestramiento en la que no se percibe sino lo que se ha indicado previamente. Tumbas Chin, exacta parábola de la verdad medida y dosificada por el Estado, Estado enterrado dentro del Estado, formas sobre y junto a las que deambulan, omitiéndolas, los súbditos de veintitrés siglos después. Quizás aquí los ladrones de enterramientos reales prosperaron escasamente por temor o por desorientación ante un paisaje que el hábito agrícola ha moldeado incesantemente en su capa de fértil barro. Shih Huang-ti quería la vida eterna. Unas de las colinas, colocadas como tazones en el noroeste de Shanxí, encierra la grande e inexpugnable ciudad de los muertos, la persistencia en forma de constelaciones doradas, lechos de jade y ríos de mercurio, la seguridad garantizada por un numeroso ejército de arcilla. El emperador reposa entre sus seis mil soldados, infantes y jinetes, a los que capitanea desde el minucioso palacio al que descendió el 210 a.C. para ceder a regañadientes a la muerte un cuerpo ahíto de bebidas que prometían la inmortalidad. En 1973 d. C. nadie habla de la previsible desaparición de Mao, quien, tras impregnar todos los espacios del presente y del recuerdo nacionales, vivirá, mientras por directiva no se comunique lo contrario, tras los muros de la Ciudad Prohibida. Los estudiantes manejan la Historia con parquedad y reticencia, de ella retienen y citan el puñado de hechos que reflejan, en distantes y distorsionados espejos, el ángulo propio a la verdad oficial. Es muy probable que aparentaran sorprenderse si se les dijera que, tras el reinado de Shih Huang-ti, cuajaron rebeliones contra las levas para ejército y obras públicas, que la clase ilustrada no se acomodó a la desaparición de los libros y el control de opiniones, que el poder se deslizó hasta las manos del eunuco favorito y la dinastía cayó y fue reemplazada, tras luchas, por los Han y, posteriormente, por el inigualado esplendor T’ang, del siglo VII al X.
Más allá del lujo bárbaro, los megalitos y las piedras preciosas, hay un superior disfrute del poder: el pasado como materia dúctil, la docilidad de una memoria común y dirigida, la selección de figuras en las que se proyecta y consolida el mito, la imaginería destinada a ocupar altares en la nueva religión oficial. Mao no eligió al fundador de los Han, cuya dinastía se mantuvo cuatro siglos y dio nombre a la mayor parte de la población de China. Pudo, sin embargo, haberse identificado con él, puesto que Liu Bang se hizo con el trono en el 206 a. C. tras ascender por la espada y por la astucia desde sus modestos orígenes. Es posible que no pluguiese al Presidente la liberalización de economía y comercio y el sincretismo filosófico y religioso del emperador han, quizás aquellas gentes le parecieron excesivamente propensas al hallazgo y goce de bienes terrenales: la brújula, el papel, la porcelana vidriada, el cultivo del té, la fabricación del vino. Ni siquiera escogió al emperador Wu-ti, que marcó desde el siglo II a. C. las más amplias fronteras del imperio, reivindicadas los dos milenios siguientes. Demasiado movimiento, demasiadas caravanas que recorrían la Ruta de la Seda, comerciaban y comunicaban con Occidente, demasiado llamativa la floración de las letras y las artes. Mao eligió a Huang-ti, e incluso pasó por alto en las crónicas las concesiones imperiales a la propiedad privada.
El estudiante de Xian memoriza, como hicieron durante veintidós siglos los aspirantes al servicio estatal en la más larga e ininterrumpida burocracia que se conoce. Está doblemente indefenso, ante los suyos y el peso de una continuidad que se supone determinante y frente a los ajenos, el juicio de Occidente, que le hace sin remisión reo de la tradición y el hábito. La palabra, en él, es instrumento antagónico de la libertad. Como sus profesores y como todas y cada una de las personas con las que se encuentra (excepto los contadísimos extranjeros, seres de nueva y exótica especie zoológica), vive en un mundo que es por definición El Centro, tal que el nombre de su país, Chung Kuo (China), indica, se mueve en un territorio cerrado por su misma extensión, sellado al este por el ancho y solitario océano y al oeste y al norte por las más altas montañas y por un páramo inacabable de desiertos y estepas. El orgullo patrio es, en las enseñanzas recibidas, indispensable, pero tal vez los manuales de historia, fajos de folios de redacción casera pasados por decenas de cribas ansiosas de eliminar toda heterodoxia, omiten que esa ciudad de Xian fue, con el nombre de Ch’ang An, Larga Paz, seis veces mayor en los años dorados de la dinastía T’ang, que la habitaron, a más de población local que hizo de ella la capital más populosa de su tiempo, diez mil extranjeros. Persas, indostánicos, árabes, cristianos, mazdeístas, judíos, nestorianos, pasaron, compraron, vendieron y fundaron más de dos mil establecimientos comerciales. También predicaron, se convirtieron, vieron llegar desde la India los primeros libros búdicos en las alforjas del monje Hsüang Tsang, que tradujo pacientemente del sánscrito al chino los diecinueve tomos, uno por año. Eran tiempos de viajes, esos momentos que, como en la vida personal, marcan una inflexión, una orientación decisiva respecto al futuro. El camino fue cegado siglos más tarde y la involución y la autarquía marcaron al país. Durante esos treinta años del 629 al 659 d.C. Hsüang Tsang recorrió la India recopilando el Tripitaka, conjunto de enseñanzas de Buda, atravesó helados puertos de montaña, el río Tarim, los desiertos del Turquestán, de Afganistán y del Gobi, y entró para siempre en la leyenda en la mítica historia Peregrinaje a Occidente, fértil cantera hasta hoy para literatura, música y arte. Acosaron al monje hermosas brujas y le defendieron compañeros maravillosos: Chu Pa-che, el hombre con cabeza de cerdo, Se Hi-siang, el fiel y devoto asistente, y el Rey de los Monos, el más popular y simpático miembro de la imaginería tradicional, valiente, astuto, capaz de setenta y dos transformaciones y dotado de un garrote mágico que permitió al grupo desafiar al Rey de los Cielos, el Emperador del Jade, en su mismo reino. Mientras tales cosas ocurrían en el país aéreo de los mitos, las rutas terrestres estaban muy frecuentadas, y no sólo por gentes con ansias de comercio. La dinastía T’ang quería abrir su país, y para ello buscó alianzas con poblaciones limítrofes, como la tribu turca de los uigures, envió embajadas, recibió vasallaje de los príncipes hindúes. La religión y la filosofía generaban escuelas de pensamiento imbuidas de poesía y sincretismo, la literatura tenía ya ese perfume de melancolía que sólo aparece en la madurez de las civilizaciones, un sorprendente tono de añoranza de edades de oro que nunca fueron, un gusto por los placeres tocado por el sentimiento de la fugacidad de las cosas. Por entonces, en islas vecinas que se habían afanado en copiar el esplendor T’ang, una dama de la corte heian, Murasaki Shikibu, tejía la primera novela de Japón y del mundo, Genji Monogatari. Pocos siglos antes, en China, una mujer muy distinta había logrado ocupar, en solitario, el trono imperial. La imagen de la emperatriz Wu Tzu-tien nos llega aureolada de su extraña y poderosa personalidad: concubina de escaso rango, implacable, eliminadora de cualquiera, consanguíneo o no, que pudiera hacerle sombra, bella, extremadamente inteligente. El transcurso del tiempo ha otorgado a seres y sucesos la apacible disposición de los retratos, la homogeneidad engañosa de la seda, los ha reducido a un esqueleto de obras de arte en materias duras y les ha dado una apariencia de permanencia inevitable destinada a la reiteración. Pero el reverso del tapiz de concubinas, favoritos, asesinatos, emperadores niños, generales y alianzas es un hervor de tierras dadas y confiscadas, fueros, exenciones y tributos, la tensión medieval entre el emperador que intenta apoyarse en el pueblo para afianzar el Estado y las apetencias y privilegios de la nobleza levantisca. En el ocaso de los Han del oeste, el regente Wang Mang pagó con su vida transformaciones audaces: distribución de tierras, abolición de la esclavitud, limitaciones a la servidumbre. El resultado fue una revuelta generalizada de los Cejas Rojas, campesinos del norte que se aliaron con las grandes familias, tomaron Ch’ang An y asesinaron a Wang el 23 d.C.. El olvido sabiamente administrado por los dirigentes velará, como la cara oculta de la luna, media historia de China, cubrirá a viajeros y amantes, a filósofos solitarios y a buenos vividores dados a la poesía y al vino de arroz. De todas estas figuras del pasado, de los años y milenio de complejos movimientos, luchas, hallazgos, obras públicas, guerras, cosechas y reformas, apenas se retendrá en el siglo XX, para alimento de la memoria colectiva, la idea de un gobernante unificador y absoluto, las rebeliones campesinas, y poco más.
También el arte debió bajar a las catacumbas. El de los Han había revelado vasijas de una impecable pureza y la larga maestría de los metales con la que, desde hacía mil años, los Shang ya habían honrado a sus muertos y venerado a los dragones de la vida y del agua. La seda no tardó en cubrir muros con paisajes y retratos que tenían la perfecta calma y la vaporosa inconsistencia de lo ideal. Como en la Victoria de Samotracia, la libertad vino a plasmarse en un caballo volador de bronce cuyo casco se apoya en una sorprendida golondrina. El estudiante de Xian no pregunta por estos objetos, supervivientes de cuadros rasgados y jarrones estrellados contra el suelo; la visita a las salas que los acogen no figura en su programa. De hecho, durante la Gran Revolución Cultural Proletaria, fue de buen tono arrasar museos y templos y marcar, al destruirlos, el amor por el mundo raso y nuevo que el Gobierno prometía. Sin embargo hace falta mucha cal para tantos cadáveres; la profesora occidental es conducida, como gran deferencia, ante las vitrinas esquilmadas de un museo provincial que vuelve a abrir tímida, y raramente, sus puertas. Frente a las vitrinas, viejas y mal iluminadas, que encierran un tesoro, los acompañantes chinos nada dicen. Se detienen y se limitan a escuchar las alabanzas de la extranjera. No niegan ni asienten porque hasta ayer esos objetos eran iconos reprobables del pasado, competidores vencidos del orden nuevo. Pero en los ojos de los de más edad chispea, junto al orgullo nacional, la satisfacción vicaria del reconocimiento de la evidencia, recibida a través de un visitante occidental a quien sí se le permite expresarla. En las salas del museo provincial el mundo supuesto gira con lentitud para descubrir la faz oscura de un pasado que hirvió de posibilidades, allí continúa volando, desde los Han hasta ese instante, sin pausa alguna, el caballo de bronce.
A la blancura de la porcelana T’ang se sumó el verde del celadón, sus matices marinos como las aguas que se surcaban desde los Han con la impaciencia de otras orillas. Debido al impulso de la dinastía Song y a la utilización de la brújula, el compás y los compartimentos estancos, Kwanchow, Chuanchow, Yangchow eran ya en el s. X d. C. grandes centros de comercio y tráfico entre la costa, y las cercanas islas, y Ningpo, Hangchow, Kanpu y Shanghai puertos importantes. Atraídos por esta riqueza, comenzaban a avanzar, desde las mesetas del norte, hordas que invadirían, se asentarían y acabarían fundando la dinastía Yuan. Cuando en el siglo XIII Marco Polo llega ante el trono del emperador chino, que le recibe en su esplendorosa corte de Cambaluc, hoy Pekín, éste no tiene nada de han; es un mongol nieto de Gengis Khan, ilustrado, adaptado a su reino y budista. Ni Kublai ni los suyos cuadran en la imagen de la China eterna y la masa han invariable y profunda. Por entonces se plantea la necesidad de una marina poderosa. Kublai Khan envió en 1281 una gran flota para invadir el Japón y ésta corrió suerte parecida a la Invencible. Los japoneses se hicieron desde entonces los amos del mar y sus naves caían con frecuencia sobre las costas chinas, particularmente en la provincia de Shantung. En el siglo XIV, durante el reinado de los primeros Ming, cuyos descendientes ocuparán el trono hasta 1644, el emperador turco-mongol Tamerlán presiona por el oeste las fronteras del Imperio del Centro y corta durante largos años las rutas comerciales con la India y Asia occidental. El país se vio obligado a buscar salidas por mar a sus exportaciones e importaciones y a sus proyectos de expansión política. China vendía o revendía seda, porcelana, algodón, oro, plata, cobre, hierro, pimienta, nuez moscada, y adquiría marfil, cuerno de rinoceronte, hierbas medicinales, plumas de pavo real, animales tropicales,, especias, perlas, piedras preciosas, paños teñidos. En el siglo XIV, unos cincuenta años antes de la explosión de los descubrimientos occidentales, el emperador Yung Lo, de la dinastía Ming, envió a su eunuco Cheng Ho al mando de una flota con el fin de afianzar lazos diplomáticos, comerciales y de prestigio con Borneo, Sumatra, la India. Durante treinta años, en los que realizó siete viajes, el eunuco imperial fondeó en Java, Sumatra, Malaca, Calicut (que luego visitaría Vasco de Gama), Ceilán, Cochín, Siam, las islas Maldivas, el golfo Pérsico, Ormuz, Adén, Mogadiscio, la costa de África oriental.
Era un mundo flotante de más de veintisiete mil personas: soldados, marinos, escribas, geománticos, físicos, e incluso pasaje como peregrinos musulmanes camino de la Meca. Los historiadores narran que en el cuarto viaje zarparon sesenta y tres navíos, cada uno con cerca de cuatrocientas treinta personas a bordo. Cheng Ho y Ma Huan describieron con detalle su asombro al hallar chinos cantoneses establecidos en Java, Sumatra y Champa que habían emigrado del continente durante la dinastía T’ang. Ambos se admiraron ante las culturas con las que iban poniéndose en contacto y Ma Huan visitó la tumba de Mahoma, en Medina, y quedó impresionado por la mezquita de la Kaaba, en la Meca.
Hasta esta precisa encrucijada, no ya geográfica sino histórica, China y sus gentes se sitúan en campo propicio al contacto exterior, a la edad moderna y al futuro. Aún no se ha impuesto el general control de conductas y formas. La escultura, unas veces expresionista, otras de un naturalismo de la mejor calidad, refinada en ocasiones, la pintura exquisita, todo en el arte Han, Wei, T’ang, hasta los Song y Yuan, habla de genio, apertura, creatividad. Pero, con el giro, durante los Ming, hacia una política de autarquía burocrática, el arte se hace amanerado, barroco, reflejo de un ambiente xenófobo, aislante, que prohibe los viajes, se cuece lentamente en su propio jugo y teme al cambio y a lo extranjero. De hecho, la expedición del eunuco real fue, pese a su volumen, bastante menos significativa que la floreciente actividad anterior de intercambio y comercio que marcó la época de los Song. Las navegaciones de Cheng Ho tienen mucho de apoteosis final, de fastuosa embajada destinada, más que a efectos prácticos, a mostrar el poder de la dinastía Ming, que, desde el siglo XIV, cerrará las ventanas del país. La dinastía manchú de los Ching (1644-1911) perpetuará celosamente el asfixiante sistema recibido. La China con la que tomará contacto Europa y la imagen que se difundirá del Imperio del Medio será la de un hermético y compartimentado país, y esas chinerías, que para los occidentales representan por antonomasia su arte, muy pocos sospecharán que no son sino la monótona producción, que suple con detallismo y minuciosidad la falta de belleza, nervio y genio, de un bizantinismo de siglos: abrumadores jarrones en los ricos salones burgueses, leones pasados por una permanente feroz, retorcimiento, curvas, decadencia. Pero China fue, pudo y tal vez pueda aún ser otra cosa; en ella supo manifestarse el genio auténtico de las formas puras, de la creatividad en su esplendor, del espíritu de la libertad plasmado en el vuelo de un caballo de bronce.
El contacto con el mundo exterior que representan las navegaciones no tiene continuación. Tras Cheng Ho, las expediciones marítimas son prohibidas; la corte las tacha de inútiles y dispendiosas y se llega hasta el extremo de penar como delito capital el hecho de construir naves transoceánicas. En realidad, es el espíritu de apertura allende fronteras lo que es anatematizado, y así se ordena la quema de diarios y crónicas de navegación de estos viajes. Despojados los archivos, no quedarán de aquella aventura sino las descripciones y relatos de los participantes, que pasarán a la literatura popular china con el nombre de Las aventuras del eunuco San Pao, y que perduran en los topónimos de los lugares por él visitados.
La primera regla del pensamiento absoluto es el desdén por lo externo. Cuando los estudiantes chinos de finales del siglo XX aprenden características de otros países aprenden poco, en realidad apenas nada porque esas naciones no son sino lejanos ejemplos de un proceso que China lidera. La curiosidad gratuita, no digamos la admiración por lo foráneo, serían francamente mal vistas y peor recompensadas. Diariamente responden sumisos al espejo de la madrastra de Blancanieves que nada puede compararse a la tierra que pisan, a los gobernantes que les dirigen y al régimen bajo el que han tenido la suerte de nacer; y lo repiten en el fondo de su corazón. La geografía de la que se valen reproduce un mundo de perfiles fantasmagóricos, hinchado o exhausto según la adhesión a la causa, pintado de vivos colores o reducido a la grisura en función de la proximidad a metas designadas.
Apreciamos lo adecuado de vuestra disposición y la justa pleitesía que rendís al emperador a cuyo poder se someten los demás reinos. Volved y decid a vuestro rey que nuestro glorioso imperio no necesita de vuestros presentes porque China posee en abundancia todo lo que puede ambicionarse. Nada deseamos ni precisamos de cuanto hay más allá, ni consideramos que, en lejanas tierras, puedan existir objetos dignos de nuestra curiosidad e interés. El príncipe que os envía ha obrado como le corresponde al mostrar sumisión y vasallaje al Hijo del Cielo. Decidle que esperamos que, en el futuro, no descuide el cumplimiento de sus obligaciones y persista en su respetuosa actitud.
Así habló el emperador de China a los primeros embajadores de monarcas europeos, que llegaron hasta él con regalos al comienzo de la era vertiginosa de la modernidad y los descubrimientos. En proceso inverso al del eunuco Chen Ho, al oeste del Imperio del Medio hombres audaces surcaban océanos, circunnavegaban el planeta, emprendían aventuras solitarias con un puñado de compañeros, quemaban barcos para acorralar a los suyos hacia lo desconocido, se extasiaban ante los misterios, uno tras otro desvelado, de animales, plantas, ríos, aire, imprimían por cientos los dibujos de máquinas y de costas remotas, exhumaban belleza de las ruinas clásicas y dialogaban febrilmente de una esquina a otra de Europa. Ciertas opciones se habían, por uno y otro lado, consumado y producían sus efectos con el seguro ritmo de la suma de voluntades, la inercia del rechazo y la aceleración inevitable. Dos relojes habían comenzado marchas opuestas en los extremos de la antigua Ruta de la Seda, abandonada y cubierta, desde hacía tiempo, de fina arena y restos de caravanas y viajeros.
El país hubiera podido continuar siendo un mundo, en la mente de sus dirigentes, y, al mismo tiempo, una parte en el vasto conjunto de posibilidades que la evolución ofrece; sus monarcas participaban de la autocracia y el autoritarismo propios de todos los reinos y feudos medievales. Algo fue sin embargo más allá, en dirección netamente contraria a la inquietud europea. Los sinólogos hablan de un cosmopolitismo quemado, con derroteros y mapas, en los umbrales de la Edad Moderna, ponen en la época Ming el primer jalón del proceso de impregnación totalitaria del sistema y recuperan las voces de amplias minorías discordantes con la imagen compacta que el país a los extranjeros ofrece. Éstos lo conocerán en una época bizantina y tardía y retendrán de aquella nación lejana un sentimiento de esclavitud, exquisitez y podredumbre.
La percepción de su diáspora no les salva del aislamiento. Son clanes, compactos clanes de comerciantes, camareros, cocineros y dueños de restaurantes, que trabajan intensamente, se enriquecen con rapidez y se atraen tarde o temprano, como toda minoría emprendedora y próspera, la envidia de la población local. Los hombres son también exportados a ultramar en lotes de pura fuerza de trabajo. En un caso y otro las triadas, mafias, sociedades secretas, añaden hermetismo a las sucesivas capas de material aislante, cultura y lengua incluidas, en las que se recluyen estos grupos, que generan el tradicionalismo defensivo propio de toda minoría inmigrada. Llegados al siglo XX y en un contexto planetario, las naciones subdesarrolladas, de las que China formaba en el XIX agudamente parte y de las que sólo ha empezado a despegarse en las postrimerías del milenio, muestran en escala diversa el mismo, y nocivo, reflejo de crispación xenófoba frente a las exigencias de la modernización, anhelada e incompatible con hábitos medievales e intocables fundamentalismos. El gobierno maoísta chino colocó a sus súbditos frente a la contradicción entre la existencia de naciones de superior desarrollo, el cual se precisaba, y la indiscutible superioridad nacional de lo que nunca dejó de ser el Imperio del Centro, y la resolvió con percepciones y consignas sin relación alguna con la realidad, cuya captación y naturaleza misma se supeditaban a la correcta versión oficial. Bajo condiciones de presión extrema, es posible lograr en ingentes cantidades de población local las reacciones defensivas propias de las diásporas y el desvanecimiento selectivo de lo que representa, en el mundo externo, contradicciones flagrantes con la visión estatal.
Profesores y estudiantes de la China de 1974 habitan un enorme país y se mueven en el más pequeño de los universos. Su vida transcurre en un cañamazo bien determinado, la unidad de trabajo, en la que han sido colocados por la cascada de dirigentes, cascada cuyo camino inverso es tan difícil de remontar como el Niágara. Fuera del rectángulo no hay salvación porque se existe en función de tareas y lugares asignados. Ni siquiera se trata de eficacia. A las clases de la profesora extranjera traída tras arduas gestiones y de la que conviene exprimir hasta la última gota, acude una alumna que emplea en sueño beatífico el tiempo íntegro de su asistencia y que, cuando despierta o antes de cerrar los ojos, sólo marca la comunicación con el mundo exterior a base de sonrisas perdidas en su grueso rostro. Los profesores alaban su buena voluntad y no mencionan el mérito, transparente, que le otorga, contra toda lógica, una silla en el aula: Está allí en virtud de superiores apoyos, y en los argumentos que la avalan, pese a su incapacidad evidente para, no ya los estudios de intérprete, sino cualquier afán intelectual, figura una correcta extracción sociopolítica a la que el credo oficial, mezcla de nepotismo y determinación mesiánica, prima sobre la constatación de la evidencia.
Lo que importa es la forma, el diario sacrificio a la exactitud burocrática que lima cualquier rasgo individual y suprime de raíz indeseables diferencias que implicarían desiguales capacidades y méritos; hay que estar el mismo espacio de tiempo haciendo cosas semejantes en los mismos sitios, someterse, adaptarse, hallarse situado en todo momento en un lugar adecuado y localizable. Por ello la soledad se ha reducido al mínimo y a la unidad de trabajo, o estudio, no le es ajeno detalle alguno de las vidas de sus componentes. Los responsables del grupo actúan como casamenteros cuando un empleado llega a la edad -tardía- aconsejable para el matrimonio, a ellos incumben los raros permisos, los escasos días de vacaciones anuales, las autorizaciones de desplazamiento tras comprobar las causas que lo motivan. Veinte años después, una de las profesoras chinas de español dirá, sin rebelión e incluso con tal mansedumbre que la frase brota incongruente de la apacible sonrisa con la que la pronuncia: A mi generación nos sacrificaron. Robaron nuestra juventud. Dieciséis, veinte, treinta años, joven, menos joven, maduro, casado con un cónyuge al que sólo se ve, con suerte, dos semanas al año, tal vez hijos, uno, que queda, a mil kilómetros de distancia, al cuidado de los abuelos, importancia suprema de las órdenes, del puesto designado y de la obediencia, seres intercambiables, porque todos los son según el atroz ideal que rellena con igualdad forzosa mil millones de vasijas.
Vuelve a la memoria, una y otra vez, lo que para el resto será siempre olvido, porque hay víctimas, que por numerosas que sean, no gozarán de monumento alguno. Acude la figura mínima de Shu, agobiada por el jadeo de su corazón enfermo, separada, por el puesto de trabajo, desde hacía ya diez años, de su marido, privada de un bebé al que veía sólo en Año Nuevo. También acuden las virginidades forzosas, prolongadas hasta el matrimonio bien entrada la treintena y seguidas de una castidad de once meses de cada doce. Persisten sobre todo los ritos que afianzaban la cuadrícula e imprimirían carácter. Ayudados por el reiterado y sabio uso de algo llamado educación, de las palabras.
El estudiante que repite y el profesor que, en otro tono, repite exactamente lo mismo, no limitan sólo con grandes distancias. De Occidente les separan guarismos, datos globales, previsiones y estadísticas. Éstos forman una barrera infranqueable entre ellos y la atención que los occidentales pudieran otorgarles. Shu, los otros, sus perecederas existencias, están vendidos por la ley de los grandes números, por el tratamiento en cifras que se hace de su país. No son individuos. Son un colectivo inquietante y monstruoso que pesa, por su volumen, en los gráficos de población mundial. Cualquier sistema es bueno si garantiza el control, el silencio y la moderada curva demográfica de China. Los seres concretos carecen de existencia, su significado es intercambiable y sustituible. De todo análisis, incluso de toda compasión, les separa, además de la lejanía, el sentimiento de fatalidad con el que se observa la evolución de un animal desmesurado para cuyo tratamiento no sirven las medidas y consideraciones habituales. El sistema comunista chino gozó-y de hecho, con sus expectativas de mercado, goza-del privilegio de lo inevitable. Sólo puede quizás ponerse otro ejemplo de parecido silencio occidental, aquél del que disfrutan la segregación y la barbarie cotidianas ejercidas en el mundo islámico y blindadas por el temor a venganzas fanáticas y el respeto a los petrodólares. Protegidos por el peso irremediable de los hechos, los dirigentes chinos experimentan, comprueban, aniquilan y planifican desde 1949. Nada hay que no pueda ser avalado por la estadística, ratificado por una interpretación enfocada en el adecuado ángulo, justificado por un futuro de grandes catástrofes evitadas y lejanos pero definitivos logros. Y pocas sensaciones proporcionan la embriaguez y la fuerza que experimenta el que ve plegarse bajo su mano, hasta el horizonte, una cosecha futura de cabezas inclinadas al ritmo de su palabra.
El lugar que ha servido de punto de partida a estas reflexiones, no se presta, sin embargo, a transposiciones universales, grandes aventuras ideológicas y significativas teorías históricas. Todo transcurre en una pequeña comunidad de tintes rurales, ritmo apacible y ambiente familiar que vive su tranquila vida al son de programas acatados con aplicación. Es un gulag inatacable, suave y educativo, tan esquivo al tacto como la piel sedosa de un felino sin junturas. La escuela estatal de idiomas se asemeja a tantos otros millones de unidades de trabajo que recubren con su tapiz la extensión de un país equivalente a Europa. Pero sólo aparentemente; la homogeneidad es engañosa, la presencia de extranjeros indica una previa y cautelosa selección. La sensación, sin embargo, del todo en cada una de las partes es tan fuerte, tan lograda, que los visitantes occidentales acudirán, observarán y se marcharán convencidos de que cada respuesta, explicación y sonrisa atañe al conjunto del territorio y a cada uno de sus habitantes, al fin y al cabo tan parecidos.
Como si no bastaran Historia, extensión y demografía, acude también la antigüedad del sistema educativo a añadir una argolla más a las razones de que se vale Occidente para separar a estas gentes del mundo de los hombres libres. Basta con recordar, desde un lejano pasado, el empecinamiento en la memoria, la repetición, la reverencia hacia el poder establecido y el rechazo de las innovaciones. Aparece Confucio, predicando, no aventuras espirituales, sino, muy al contrario, cadenas jerárquicas tan apegadas al terruño como las cosechas, que no alzan la cabeza sino para recibir el sol y la lluvia enviados por el emperador o el merecido castigo de los superiores. Vendrá luego Mencio, que recoge y difunde las enseñanzas todavía vivas en los descendientes del maestro. El pueblo hizo de estos filósofos escépticos dioses y oraciones de sus máximas, quemó incienso a sus figurillas y cubrió sus figuras de leyendas. Los reyes se apresuraron a petrificar el confucianismo como única doctrina ortodoxa que consagraba el principio de autoridad, la sumisión y la reverencia; en el 136 d. C. los Han fijaron por escrito los quince autores clásicos y una docena de años después ya funcionaba en China el más antiguo sistema de exámenes que se conoce. Los candidatos al funcionariado memorizaban durante años y reproducían en el largo encierro de las pruebas los textos de aprobación oficial.
El poder los ha utilizado como pedestal durante siglos, ha abominado de ellos luego, cuando no deseaba compartir el panteón con otros dioses. Pero, rotas sus estatuas, aparece el perfil reconocible del inquieto sabio que busca solución a los males. Vivieron ambos en esa edad confusa que la historia china ha bautizado líricamente como periodo de Primavera y Otoño y luego de los Estados Combatientes, del s. VIII al III a. de C., vagaron por territorios devastados por la guerra, entre señores feudales que dedicaban a asesinarse buena parte de sus energías. Eran filósofos sociales y, más que filósofos, recopiladores y preceptores. Defendían una paz que permitiera aflorar lo mejor de los seres humanos, no concebían bien alguno si los reyes no garantizaban al menos a la gente del común protección, subsistencia y orden, buscaban el príncipe ejemplar, el gobierno de los justos en los que se reflejaba la armonía del Cielo. Como en todas las épocas confusas, creyeron en la Edad de Oro, en libros antiguos que recogían perdida sabiduría. De hecho, se nutren de crónicas, anales y odas rituales que formaban ya parte de la tradición literaria. A mayor desengaño, más añoraron tiempos de dirigentes perfectos. Confucio, que ha quedado como el prototipo de aversión a la exploración y el cambio, fue un inquieto viajero que, de una corte a otra, buscó el gobernante ideal, desempeñó cargos públicos y no olvidó ni su juventud pobre ni el apego a las tradiciones de su lugar y a su familia. ¿Qué mejor sistema político que el paternalismo bondadoso de un rey equitable que se instruye en las enseñanzas adecuadas?. Ahora bien, si el monarca era despótico e injusto perdía la ayuda del Cielo y el respeto de sus vasallos, a los que les era lícito destronarlo. Así explicaban los filósofos los cambios, y de la fugacidad de poder y honores se valían para convencer a los soberanos de la importancia de su educación moral. Es el viejo sueño áulico del intelectual, de Aristóteles y Platón al que espera ser nombrado, tras el último cambio de Gobierno, consejero del ministro: descubrir las verdades al dueño de los actos, domeñar al caballo de la violencia estatal. No se trata sino del despotismo benéfico e ilustrado que ha sido, hasta fechas muy recientes, la mejor alternativa posible al crudo empleo de la fuerza. Con distintas dosis de conformidad y desengaño, ambos filósofos acabaron sus vidas reducidos a su círculo de discípulos, con escasa añoranza, en Confucio al menos, de cargos a los que ya no aspiraba porque había logrado, al decir de los antiguos, la alegría del áurea mediócritas en el disfrute de los modestos placeres de la vida; un hedonismo bastante ajeno a la rígida imagen consagrada por el retrato oficial. Nos hallamos ante un paraíso que consiste en estudiar y ser funcionario, ideal nada lejano al del moderno Estado de Bienestar.
De igual manera que los emperadores se sirvieron de Confucio y de Mencio para avalar con firmas lo que era una recopilación de normas conservadoras con halagadoras pretensiones de sabiduría ancestral, los dirigentes posteriores han recurrido al mismo método con semejantes fines, pero con el régimen establecido en 1949 se alcanzó el virtuosismo. Para bien y para mal los jóvenes, y adultos, del instituto de lenguas extranjeras carecen de la posibilidad de leer a los clásicos porque éstos fueron eliminados, sobre todo desde la irónicamente llamada Revolución Cultural, de la estanterías de librerías y bibliotecas para dejar sitio, en exclusiva, a la media docena de obras de autores marxistas-leninistas, con el Presidente en primer lugar. Cuando la pedagogía estatal lo juzga oportuno, se hace circular un fragmento literario anterior adulterado, privado de su contexto y comentado según las directivas. Confucio tuvo así derecho a un revival inesperado cuando el Buró Político decidió lanzar la campaña Pi Lin, Pi Kon (¡Criticad a Lin Piao, criticad a Confucio!). Una revolución palaciega fallida había obligado a huir al delfín de Mao Tse-tung, Lin Piao, y sobre su muerte y la de su hijo se montó una historia rocambolesca que llegó hasta cada unidad de trabajo, instituto incluido, en forma de inefables textos de crítica dirigida y predigerida basada en la identificación de Lin con Kon y del tándem con la esencia del reaccionarismo antirrevolucionario.
De tener acceso a su propia historia, los estudiantes hubieran quizás frecuentado a un contemporáneo de Confucio de especial, pero opuesta, peligrosidad; una figura simpática y misteriosa que amaba la soledad y la exploración de las rutas internas que van liberando el espíritu. Lao-tsé pudo incluso preceder, y guiar, a Buda y a los primeros filósofos. También pudo vivir en épocas posteriores y reunir en sus enseñanzas la sabiduría legendaria de otros sabios. Su carrera es inversa a la de los razonables funcionarios; abandonó su puesto de bibliotecario oficial de los Chou y marchó hacia el oeste. Una hermosa leyenda narra cómo dejó el manuscrito de su Tao Te Ching al jefe de la guarnición que vigilaba el puesto de la frontera y desapareció luego camino de Occidente, que verá .después en su obra profundas analogías con el neoplatonismo, el estoicismo y los gnósticos. Ni político ni maestro, Lao-tsé desdeña la acción y busca el Tao, la Vía que une al indivíduo a la armonía del universo, admite la natural propensión de la naturaleza a la dinámica bipolar de contrarios, observa, bajo la vertiginosa mudanza del tiempo y la multiplicidad de los seres, la reconfortante quietud del vacío y de la eternidad, aconseja la prudente economía de la cuota de energía vital que a cada persona corresponde durante su existencia y sigue ejerciendo un atractivo del que carecen estadistas y consejeros. Su figura, de filósofo y místico ha atraído a la literatura y al arte, que desborda de pinturas de eremitas aislados en sus cuevas y de poemas sobre la montaña brumosa y la variación inmutable de la corriente del río. Tuvo además un discípulo, Chuang-tsu, que glosó sus ideas con rara belleza literaria. Mucho se ha hablado en Europa de las coincidencias entre Lao-tsé y los griegos, pero éstas se sitúan en el pensamiento puro y la búsqueda del ente divino que cabe descubir en cada ser, en el recurrente mito de la Edad de Oro, esa añoranza de un estado superior perdido que deja a la persona tendida en el suelo degradado de una tierra impura, los ojos fijos en el alto y lejano reino del que quedan vagos recuerdos de perfección. Estas consideraciones encaminadas a la pasiva y personal meditación no abrieron la puerta al pensamiento especulativo y a la ciencia; Lao-tsé es un antiprometeo con las metas de los solitarios. Como Mencio y Confucio, tampoco él se libró de los altares, la devoción y el incienso, ni de la desaparición de sus libros en la segunda mitad del s. XX.
Ya en la remota antigüedad el medio formaba parte del mensaje. Además de hacer de los clásicos, especialmente confucianos, el corpus de los exámenes estatales, los Han los grabaron en piedra en el 175 d. C. El papel ya había aparecido hacía siete décadas, sin embargo para la primera impresión de los sabios oficiales habrá que esperar al Periodo de las Cinco Dinastías, en el año mil. Los escritos budistas, que habían llegado con Hsüang Tsang, el monje peregrino, tres siglos antes, tienen, como la Biblia, una función motora en las actividades de imprenta, pero ésta va a reflejar la general involución autárquica china y, paralelamente al terreno comercial y político, se reducirá a la exégesis y reiteración de los contenidos de un círculo cerrado. El jesuita Mateo Ricci, primer sinólogo europeo y figura extraordinaria por todos los conceptos, es un paréntesis de apertura, leve y orientada hacia las armas y la observación de los cuerpos celestes, de la dinastía Ming al comienzo del siglo diecisiete. El gran despertar llega en el diecinueve, con el primer periódico en chino en Shanghai, el ritmo acelerado de publicaciones y el establecimiento de escuelas modernas, de forma que la remota antigüedad y la alta edad media, tras cubrir dos mil años, llegan a las puertas del siglo veinte y chocan sin transición con el mundo nuevo, que dispone en 1906 la supresión del sistema tradicional de exámenes y publica, en unas décadas vertiginosas, traducciones de obras extranjeras, revistas, llamadas a la huelga de estudiantes y profesores, debates sobre, política, ciencia, democracia y revolución literaria, programas de sindicatos y partidos, y las novelas, cuentos y ensayos de Lu Sin, que, con su desesperanzada tristeza, avivan la llama de la indignación nacional.
Para los enseñantes y enseñados de la China de los setenta el pasado es territorio de la nada, el teatro de sombras de contados héroes que se alzan y esfuman sin continuidad ni matices, que crecen de la pasta amorfa llamada las amplias masas, un humus popular bien nitrogenado por la opresión y la pobreza, elementos indispensables para la adecuada conciencia de clase fuera de la cual no hay salvación. Nada echan de menos en las estanterías porque no deben echarlo. Bastan gramáticas, diccionarios y los contadísimos libros en lenguas extranjeras cuyas páginas deletrean sin comprender su significado.
Falta, sobre todo, la belleza. La simple belleza en la caprichosa música de su forma, la inutilidad gloriosa de lo hermoso que, por sí mismo, es libertad. Podrían estar obras que pertenecen a la sustancia de la lengua, que asistieron a su nacimiento, como El Libro de las Odas, antología de poemas de entre el siglo X y el VII a. C., o las sentidas e íntimas elegías de Qu Yuan y los versos de Tao Qian y de la poetisa Tzu-yeh. Deberían estar, para la monotonía de las tardes y los silencios de las noches largas, los tejidos de historias de bandoleros, brujas, ogros, fantasmas, magos, campesinos, doncellas maltratadas y valientes muchachos enamorados; en los anaqueles brillan los huecos de Historia de los Tres Reinos, A las orillas del agua, Los Estudiantes, y la grande y terrible novela costumbrista escrita por Tsao Hsueh-qin en tiempos de la dinastía Ching, El sueño de la Cámara Roja. Faltan los viejos compañeros de cuyas manos han recorrido los campos, las calles y los sueños cientos de generaciones: las colecciones de poemas Tang, los versos de leve e imborrable gracia, e involuntaria transcendencia, de Li Po, Wang Wei, Tu Fu. Ellos supieron del esplendor de la naturaleza y del placer de la amistad y el vino, sentaron a su vera a la poesía, la pintura y la música, y midieron los días por la bruma, el ocaso, la luna y el amanecer. Desconfiaban de mayores permanencias que la de las imágenes en el agua. Su reino no era, a veces, de este mundo; el taoísta Li Po se creía inmortal y afín a la sustancia áurea de las cosas. No distinguían en un cuadro la frontera entre la realidad y lo pintado y, en un universo que hubiera sido grato a Borges, hablaron de caminos que se adentran en las montañas que acompañan una caligrafía. Dice mucho de la capacidad de destrucción del Gobierno de la República Popular el que ni siquiera tolerase a tan desinteresados pensadores. Mientras, para buena parte de los intelectuales de Occidente fue fácil acomodarse a la caricatura de pensamiento que el sistema maoísta ofrecía. Bastaba con ver en la población de aquel lejano país, tan enorme y tan ajeno, un termitero hecho a la repetición y a la sumisión desde la aurora de su Historia, y de ésta se espumaba un confucianismo en todo acorde con la eterna trama mandarinal que parecía destinada a dirigir, con general aquiescencia, los destinos de China.
Lengua y pensamiento
En la soledad de un despacho estilo soviético años cincuenta, la profesora europea hojea textos recientes cuyos caracteres son reconocibles en fotografías de trozos de hueso y caparazón de tortuga con conjuros que pudieron grabarse hace tres mil quinientos años. Mientras las civilizaciones iban y venían, destruían, creaban y, del dibujo inicial de los seres, pasaban a la rápida representación de los sonidos, dotándose así de una formidable y ágil herramienta intelectual, en China se dibujó el pictograma del agua, del campo y del fuego, y miles de otros, combinados pero no fonéticos, inalterables prácticamente hasta hoy. Hay un vértigo de continuidad en la percepción de tal universo, de un enrejado de nociones recortadas en perfiles precisos y superpuestas a las mentes de la población de un continente, a través de la Edad Antigua, Media, Moderna y Contemporánea.
Se trata de un espacio comunicativo compuesto de millares de átomos monosilábicos diferenciados semánticamente según el tono, combinados para generar nuevas palabras y encapsulados visualmente en caracteres de raíz iconográfica. Naturalmente en tal sistema el orden de los elementos de la frase es esencial para su correcta interpretación, el discurso sólo adquiere significado en su conjunto, y debe ayudarse de deícticos que actúan como clasificadores. Hay algo en ello de persistentemente geomántico, como si la leyenda de sus orígenes continuara manteniendo en maridaje los oráculos y la invención de la escritura, atribuidos ambos al sabio y mítico emperador Fu Hsi en fechas tan increíbles como el 2800 a. C. Él y su predecesor Sui Jen comienzan, al decir de Lao-Tsé, a gobernar el mundo, seguidos de Sheng Nung, que enseña a los hombres la agricultura, y de Huang Ti, que les muestra el arte de construir casas. No carece quizás de significado el hecho de que la escritura, el hallazgo de los ocho diagramas mágicos y el dominio de la visión del porvenir por medio de caracteres grabados en concha y hueso, preceda al descubrimiento de las artes esenciales para la vida. Como en el logos bíblico y griego, la palabra está actuando como principio de diferenciación y orden, sin lo que no hay civilización ni historia posible.
El Imperio del Medio irradia influencia a cada rama del árbol lingüístico al que pertenece. Su tronco, el chino-tibetano, cubre buena parte de Asia, pero también coexiste con el uralo-altaico, que agrupa a mongoles, manchúes y uigures. La lengua china se fragmenta a su vez en numerosos dialectos, lo suficientemente diversos como para resultar ininteligibles entre sí. Pero el predominio político, la estabilidad agrícola del rico corazón de loess, las tierras, a veces catastrófica pero regularmente irrigadas, la fuerza de la civilización tempranamente desarrollada, han mostrado un poder de cohesión extraordinario. Recuerda a un Egipto circular al que grandes ríos hubieran sujetado y alimentado, a un Latín mantenido por encima de lenguas vulgares y adoptado por vecinos y vasallos. Si de imperios se trata, es algo mayor que los Estados Unidos, pero sus zonas no cultivables son mucho más amplias. Las diferencias entre las distintas regiones son tan grandes en el plano humano como en el climático y geográfico. En el norte, entre gentes que viven en tierras altas y secas de temperaturas extremas y fundan su alimentación en el trigo, encontramos dos importantes minorías: los mongoles y los turki (uigures), que son musulmanes. En el sur, infinitamente más poblado, agrupado junto al lecho de los ríos-el río Amarillo o Huang Ho, el Yangtsé kiang o río Azul, el Chou Kiang o río Perla, etc-y en la costa, cuya base nutritiva es el arroz, vive ese tipo de poblaciones con que los europeos ha tenido contacto y a las que han identificado con la generalidad de los chinos. En el sudeste habitan además varias minorías: coreana, chuang, miao, puyi, yi, más la tibetana al oeste, aunque en este último caso, el del Tíbet, hay que hablar de un país invadido desde 1949 y no de una minoría nacional. En el censo, que es impreciso, estos grupos podrían sumar unos cuarenta millones de personas. La gran masa de la población propiamente china, que se llama a sí misma han-ren y a veces tang-ren en recuerdo de las famosas dinastías, está empleando una escritura pictográfica homogénea pero las lenguas que habla equivalen a las nuestras románicas. Aproximadamente más de cincuenta millones de personas emplean el dialecto Wu, unos treinta el Xiang, quince el Kang, treinta el Hakka y cifras similares el Yue y el Min. Hay, por supuesto, que contar también con las divisiones y subdivisiones dialectales dentro de cada región. Una de estas lenguas, el mandarín o chino del norte, netamente mayoritaria frente a la suma de las demás, es la general, la empleada y difundida progresivamente por los gobernantes con la voluntad de centralización que se manifiesta desde el siglo III a.C., de manera que del XV en adelante la variante culta y cultivada del dialecto de Pekín, el kuan jua, es el instrumento de comunicación oficial. Llegado el momento del gran cambio, de la expulsión de los emperadores y la fundación de la República en 1911, se planteó con carácter de urgencia el fortalecimiento de la unidad del país y para ello se creó en 1915 el Comité para la Búsqueda de una Lengua Nacional.
Pese a la sensación de mosaico mantenido artificialmente, existe una argamasa común y palpable de un extremo a otro del territorio e incluso en las colonias chinas de ultramar, la impronta del grupo humano con civilización más avanzada y fuerte, de la que la lengua es la simple manifestación plástica. Los han de procedencias muy dispares, que, para entenderse durante una conversación trazan en el aire o en la palma de la mano el carácter de la palabra cuyo sonido es para cada uno distinto, comparten rasgos que para el observador externo resultan inconfundibles. En Asia, como en Europa y América, el radical fraccionamiento lingüístico se ha dado o no en función del aislamiento y de la multiplicidad de núcleos de población con peso significativo. Esa dinámica ha mantenido modelos homogéneos de las costas del Cantábrico a la Patagonia y de Nueva Zelanda a Irlanda. En China el mantenimiento de la escritura con pictogramas ha tenido efecto doble: por una parte constituía un esperanto natural semejante a la iconografía de códigos generalizados, por otra la misma fijeza de esos signos y lo elevado de su número y variantes combinatorias hacía de ellos un sistema de jaulas a las que la expresión invidual no hallaba fácil acceso. Se ha hablado, en cuanto a la escritura china actual, de escritura morfémica puesto que, pese a sus remanentes pictográficos, se fundamenta en la reproducción de sonidos en unidades significantes mínimas que son más amplias que los fonemas-consonantes y vocales-utilizados por otros sistemas alfabéticos. El sistema morfémico, basado en elementos sonoros mayores que el fonema, es más estable durante largos periodos de tiempo que el fonemático y permite a personas de dialectos y pronunciaciones muy distintos leer y usar los mismos signos. Esta ventaja resulta muy atractiva desde el punto de vista político a la hora de establecer las grandes rutas del pensamiento
La contrapartida es la dificultad y jerarquización del aprendizaje, que sitúa a los clásicos fuera del alcance de un chino actual que carezca de estudios previos. Naturalmente el vertiginoso analfabetismo funcional, lingüístico e histórico, que están cosechando algunos sistemas educativos europeos (el español es buen ejemplo) está también situando buena parte de la literatura en limbos inaccesibles. La característica, y la gran desventaja práctica, del chino escrito reside en que para su lectura se precisa conocer gran número de caracteres, número que va en aumento según se amplían conocimientos, cultura y vocabulario. El lector occidental, una vez aprendidas las veintitantas letras de su alfabeto, puede leer cualquier texto. El lector de chino necesita manejar entre tres y cuatro mil caracteres para poder leer un periódico, y un conocedor de la literatura clásica precisaba identificar no menos de diez mil. El famoso diccionario Kang Xi, que data de 1716 y fue reimprimido en 1958, contenía unos cuarenta mil caracteres, pero es probable que cerca de treinta y cuatro mil fueran redundantes. Los profesores universitarios dicen conocer entre seis y ocho mil.
Cada carácter está compuesto por trazos, de uno a treinta y seis, cuya colocación es importante y complicada. Ello ha hecho que la mecanografía en China fuese una tarea sinfónica de especialistas y que la impresión, e incluso la emisión de un simple telegrama, implicara grandes problemas de tiempo, material, coste y posibilidad de error. A efectos de transcripción alfabética, desde 1892 se utilizó del sistema británico Wade-Giles. La contradictoria situación china es ser, por una parte, la primera lengua mundial, puesto que más de mil millones de personas la utilizan, pero su especial evolución, naturaleza y condicionamientos impiden el salto adaptativo que en otros idiomas y escrituras sí se ha llevado a cabo. El baihua, modelo estatal, simplificado y generalizado del pekinés, sustituye en 1917 a la lengua clásica, y el putonghua es el idioma oficial para todo el país a partir del año fundacional de la República Popular China, en 1949, culminando así la vieja tarea que comenzara el emperador Shih Huang-ti con medios harto drásticos. Respecto a la urgente adaptación a la grafía romanizada que el siglo XX impone, a partir de 1958 se adopta el pinyin en telegramas y textos para escolares. Su uso se generaliza, desde 1979, en la Agencia Internacional de Noticias Xinhua. Veinte años después, la informática ha devorado la reproducción mecánica y buena parte de los territorios del lenguaje escrito; la comunicación se apoya en códigos y soportes que abren sin duda panoramas insospechados, pero las innovaciones son fenómenos muy diluidos en la dinámica de una lengua y escritura que, al haber perdido sus antiguos rasgos flexivos y poseer numerosos homónimos, se ve sujeta a la primacía de la jerarquía sintáctica y a una inevitable gradación en el acceso al conocimiento, al libre recorrido por el léxico y a la apreciación de sus propios clásicos.
Desde Occidente, desde los ojos de occidente, es difícil no establecer, de nuevo, una cadena sutil entre el hoy en China, el mañana y el siempre, con cambios epidérmicos en el clero y la casta mandarinal que sólo afirmarían una estructura de base tan fatal y repetida como las fases lunares. Realidades, seres e historia son recreados y legitimados por caracteres de concentrado poder que los sacerdotes Shang graban y descifran, que ondean en edificios y paneles, que el Partido tiene, él solo, autoridad para interpretar, imponer y difundir. La extrapolación impone su abuso al hervor de los acontecimientos y las vidas. Por el patio, y por millones de patios, de un centro de enseñanza pasean los estudiantes, repitiendo textos de esta escritura que tiene un papel de filtro y ha trillado desde siempre la burocracia mandarinal calcando con fidelidad la arquitectura de su pirámide. Pero la escritura no es sólo un molde, un cliché del medio que lo genera. Es un factor activo, que produce y reproduce condiciones sociales y estructuras mentales. Se basa en la memorización, la repetición perseverante, la minuciosidad detallista, el apego respetuoso al modelo (cualquier ligero desplazamiento de un trazo da significados distintos). Marca una dependencia larga, prácticamente constante, de las fuentes de aprendizaje: Aunque se hayan memorizado cuatro, seis, ocho mil caracteres, diez mil, quedan más, cuyo conocimiento significa la ascensión a nuevas plataformas culturales y sociales. Esta larga dependencia de los modelos es característica y ha forjado ciertamente a su vez la mentalidad china. Cuando un occidental ha aprendido a leer y a escribir, aunque ignore amplios campos de las ciencias y de las artes, tiene sin embargo ya las llaves para adentrarse, si lo desea, autónomamente en ellas; su escritura puede ser grosera, rápida, inconclusa, pero, en general, resultará legible. La sumisión a maestros y textos es, en China, infinitamente más estrecha, el tiempo y la energía que deben dedicarse al aprendizaje de lectura y escritura mucho mayor, el efecto que produce este proceso en la mente posee sin duda características muy diversas a las propias del que se mueve por el hogar de los conceptos con el veloz auxilio de un puñado de letras.
Del ápice del poder llegan las normas que han de plasmar hábilmente los exégetas y aedos de las secciones culturales del Partido. De ellas desciende un entramado creciente y celular que reproduce, amplía y glosa discursos y textos. La neutralidad, incluso la de las simples leyes geométricas o naturales, apenas existe. La materia extranjera, foránea, se ha desvanecido. En los recintos últimos de la base de la pirámide desembocan fajos de documentos aptos (sinónimo de aconsejable, y éste de obligatorio) para el consumo. ¿Cómo no ceder a la tentación de ver en estas ordenadas filas de trazos con tendencia cúbica, que gozan del privilegio impositivo de la imagen y de la disciplina de la limitación conceptual, una radiografía del sistema entero, postrero eslabón de un largo hábito en el que el manejo de símbolos, la formación y reproducción de las ideas, son cualitativamente distintos a los caracterizados por el uso del alfabeto fonético?. Vendrán sinólogos, que estudiarán adecuadamente la relación entre sociología, psicología y formas de escritura. La profesora mira ojos que miran imágenes, que introducen en formas las ideas, moldeadas por su estuche pictográfico. Luego escucha repetir, tenaz, dócilmente, frases en la lengua extranjera, y halla en ese castellano pasado por la criba de un método ideológico previo la cristalización de anteriores mecanismos los cuales colorean la forma en que el sujeto ve el mundo y condicionan su actitud respecto a él. El nuevo aprendizaje corre por los cauces ya excavados y va a los moldes preexistentes. Le acompañan la inseparable música de la memorización y el recitado y la conciencia de que, en el sistema chino, la educación moral ha formado simplemente una unidad con el concepto de educación en sí.
Como talismanes venidos de otras épocas, pero cargados de poder, sobre la mesa reposan esas grafías capaces de fascinar al forastero ignorante de las lenguas orientales. La introducción en el significado y la historia de estos signos, perdurables como un metal precioso, supervivientes de los albores de la comunicación visualizada, ahonda el impacto que producen. La revista gubernamental Pekín Informa comenta el descubrimiento, en la provincia de Hopei, de un millar de tablillas de bambú con inscripciones de dos mil doscientos años de antigüedad, e ilustra el artículo con la fotografía de una de ellas. Los caracteres son perfectamente identificables con los actuales; no resultan extraños el embrujo, el amor que ha inspirado la caligrafía china entre sus adeptos. Situarse, por ejemplo, ante uno de los extraordinarios poemas de la época Tang es hallarse ante un mensaje conceptual y estético, ante una idea estilizada, finamente matizada, un uno de pensamiento y forma.
El pragmatismo reclamaba, empero, sus derechos. Por ello el grupo de escritores progresistas que había apoyado, en 1919, el Movimiento del Cuatro de Mayo, que marca un hito en el nacimiento de la democracia en China, se declara contra el antiguo sistema de escritura y el artificial estilo clásico llamado wen yan. En su lugar adoptan un tipo de lengua basada en la vernácula y semejante a la que se utilizó en las grandes novelas medievales; es la xin biahua o peihua (nueva habla corriente). Lejos de tratarse de una simple discusión académica, la iniciativa tenía mucho de conmovedor sacrificio en aras del anhelado renacimiento del país. Significaba, para un novelista y ensayista de la talla de Lu Sin, vestir su prosa, acostumbrada a moverse en la riqueza de la mejor literatura, con el tejido grosero de una apresurada simplificación vulgaIsa Un viejo amigo suyo, Lin Yutang, defendió la occidentalización radical de la gramática, de la sintaxis e incluso de la escritura. Fue una generación que vivió, como la española del 98, apasionadamente la necesidad de ruptura, el dolor y el amor por su país, la urgencia de un cambio para el que el destrozo de barreras tradicionales era visto como necesaria etapa hacia la liberación. Había que dejar atrás, cortar amarras con el imperio estancado y caduco, ignorar añoranzas y temores y atreverse a traer, en su integridad, desde Occidente, los valores y sistemas que alumbrarían un nuevo futuro. El régimen establecido en 1949 capitalizó el recuerdo y el prestigio de este grupo para su causa, beatificó a sus principales figuras y transformó a aquel puñado de demócratas en precursores de purgas de tabla rasa, anulación de la Historia y del páramo de pensamiento único que fue la Revolución Cultural. Cuando Lu Sin, que vive de 1881 a 1936, defiende sin paliativos, en la lengua como en los demás aspectos sociales, la europeización y modernización, está supeditando su envergadura de escritor, sus sentimientos nacionalistas y su valoración estética a la honestidad personal y la responsabilidad política. La febril voluntad de ruptura con el pasado que manifiestan él y sus coetáneos hunde sus raíces en la conciencia del peso y poder de la tradición tanto en China como en ellos mismos; de ahí la violencia de sus ataques hacia las formas de lo antiguo, la desmesura contradictoria de sus reacciones y la a veces ingenua esperanza que depositaron en la rápida adopción de los sistemas occidentales.
El sistema maoísta comenzó a ganar la guerra antes de nacer, en esos años críticos que se resuelven en una inolvidable traición. La Primera Guerra Mundial se acercaba a su fin. Japón, que había invadido el débil gigante continental y mostrado una virulencia que se repetiría, multiplicada, dos décadas más tarde, buscaba asegurar sus conquistas. Los jóvenes y los intelectuales chinos habían puesto desde principios de siglo su confianza en los modelos e ideales de Occidente como clave para la transformación de su país en un estado democrático y moderno. Aquella fe chocó de plano con el Tratado de Versalles. China confiaba en el apoyo de Estados Unidos frente a las pretensiones japonesas y creía en la política norteamericana de puertas abiertas, los renovadores contaron con la solidez y sinceridad de los principios morales y políticos de ese mundo hacia el que ahora se volvían y al que necesitaban. Pero en la mesa de negociaciones no se trató de principios sino de pactos sobre zonas de influencia y sobre la retirada, por parte de Japón, de una cláusula sobre igualdad racial en la que el Presidente Wilson veía un serio peligro de emigración oriental masiva. La delegación china se negó a firmar el Tratado.
Cuando las noticias llegaron a la universidad de Pekín cuantos habían puesto su confianza en Occidente se sintieron traicionados, abandonados a los invasores y a sí mismos. La manifestación del cuatro de mayo de 1919 dio nombre al movimiento, que se extendió por todo el país, contra la invasión japonesa y la corrupción local. Los intelectuales chinos descubrían lo que ya habían visto, y habían de ver, muchas otras capas de progresistas de países subdesarrollados. Tuvieron fe en los ideales proclamados por Europa y América, rompieron sus prejuicios, embridaron su orgullo, se creyeron habitantes de un mundo único en el cual nacionalismo y progreso consistían en aplicar cada vez lo mejor viniera de donde viniere. Eran la minoría que luchaba por empujar a una masa sometida, pasiva y alimentada con fanatismo e ignorancia hacia horizontes liberales y modernos. Se hallaron con el regateo mercantil de los Estados, con el miedo que su demografía y su pobreza inspiraban y con algo peor: con la ayuda activa a partidos y movimientos locales que les privarían de derechos y libertad, por parte de los supuestos simpatizantes occidentales de las fuerzas del progreso. De un abandono a otro, las finas capas democráticas que se habían ido formando trabajosamente en países de reciente despertar estarían destinadas a desaparecer, involuntarios rehenes del temor y de la necesidad europea de lejanas utopías, en un proceso que contribuyó de manera decisiva, a lo largo del siglo XX, a la formación y mantenimiento de los archipiélagos de Orwell.
Por otra parte, difícilmente podía Occidente sustraerse a la consideración de la situación china sin superponerle, inconscientemente, la imagen y estructuras de la Edad Media europea. Se trataba de un imperio antiguo, llegado a las puertas mismas de la época contemporánea con el bagaje fosilizado de una élite letrada y rectora que fundía los rasgos del señor feudal y los del clérigo, que se valía de los impuestos y del dominio y prestigio de palabras de cuya escritura tenía el monopolio. Lo novedoso del fenómeno era su persistencia. Alrededor de la pequeña pirámide de letrados se extendía, como en los campos medievales, un mar de personas que no sabían leer, vivían las vidas inseguras y trabajosas que Europa conociera antes de la revolución industrial y recibían los mensajes escritos con una mezcla de reverencia y temor. Nada extraordinario en el hecho de que la burocracia ancestral no hiciera sino cambiar de vestiduras y de formas, que la alfabetización se confundiera con el adoctrinamiento y que, finalmente, educación fuese sinónimo de propaganda. Una vez más la ley de los grandes números y de los enormes problemas a solventar en breve plazo justificaba a priori cualquier método, obviaba la observación crítica y condenaba a la nada ante la opinión mundial a cuantos intentaban hacerse oír sin someterse a los clichés del determinismo histórico y de las exigencias de metas indiscutibles que bañaban el discurso oficial en un continuo estado de excepción.
No era China la única, y España sabe algo del tema, que afrontaba el salto al Estado moderno con una población en gran parte analfabeta. La aceleración de la Historia ha distorsionado la visión del último siglo y puesto en un desmesurado primer plano a supervivientes y monopolizadores del espacio comunicativo. Desde el XIX la preocupación por la alfabetización y la educación ocupaba un puesto prioritario en las actividades de reformadores, regeneracionistas, revolucionarios y de prácticamente cualquier intelectual, y los chinos no fueron excepción al ideal de las repúblicas de profesores y sabios. Pero con dos corrientes que, si bien parecieron entremezclarse en sus orígenes, se decantaron pronto en direcciones opuestas: El partido comunista, por su mismo credo y naturaleza, estaba abocado a supeditar la educación a sus fines, al monopolio de su liderazgo y a la anulación, finalmente, de la realidad. Los demás, progresistas y renovadores, luchaban por mejoras de urgente aplicación, por concretos ideales de cambio a los que la reflexión, la formación y el compromiso individual dotaba de un marco moral; y fueron derrotados por la fuerza de los credos simples, de los hechos consumados y de la lógica del poder. Tras ambos se encontraba el fresco recuerdo de la burocracia mandarinal contra la que unos y otros se rebelaban. Sin embargo el transcurrir del tiempo haría patente que el verdadero heredero de aquélla sería el nuevo Gobierno chino, mientras el resto, moderno, abierto y realmente diferente, desaparecía o era hecho desaparecer. Lu Sin, con su humanidad profunda y angustiada, su labor docente y sus obras breves y sentidas, fue el pensador que marcó a toda su época. El régimen comunista no le borró como a tantos otros, sino que le reemplazó por un Lu Sin glorioso y deificado sin afinidad alguna con aquel escritor cuya auténtica grandeza había residido en la amargura conflictiva, el deseo de honestidad y la envergadura literaria. Mao Tse-tung maquilla su cadáver, le nombra generalísimo de la revolución cultural china, portaestandarte del nuevo sistema, y, finalmente, hace de él el comunista que jamás fue. No le faltaba razón al escritor al encresparse y rechazar el papel de líder del pensamiento que se empeñaban en otorgarle sus admiradores, y no en vano había puesto en guardia a la juventud china contra la abundancia de guías y gurús políticos, de los que desconfiaba profundamente. Sus escritos reflejan, con una claridad difícilmente superable, la posición de los intelectuales de su época respecto a la necesidad de cambio y a Occidente:
Cada vez que leo libros chinos tengo la impresión de que me hundo en un pasivo letargo que me aleja de la vida. Cuando leo libros extranjeros-exceptuando los libros hindúes-me pongo en contacto con la vida, me siento inclinado a la acción. Los libros chinos, incluso los que defienden la confrontación con el mundo exterior, respiran un optimismo de cadáveres. Los libros extranjeros, incluso los que son derrotistas o desesperados, expresan un derrotismo y una desesperanza de hombres vivos. En mi opinión, los jóvenes deberían leer lo menos posible, incluso nada en absoluto, de libros chinos, y leer lo más posible de libros extranjeros. Si sólo leen unos pocos libros chinos lo peor que puede pasarles es que sean algo incapaces de redactar composiciones literarias. Pero lo esencial para jóvenes de hoy no es hablar sino actuar; lo principal es que estén vivos.
En jardines de sueño, entre los macizos de flores raras, hermosas mujeres pensativas pasean su ociosidad sobrenatural; a la llamada de la grulla, las blancas nubes se alejan…Son sin duda visiones seductoras para la imaginación-pero, por mi parte, yo no puedo olvidar esta condición humana que es la mía-[2]
Al principio del siglo XX estos sectores de gente educada y con inquietudes ocupaban un espacio mínimo en el mapa demográfico, pero constituían la levadura natural del futuro progreso. Eran estudiantes y profesionales que atacaban el confucianismo y la estructura jerárquica de sumisión y defendían la liberación de la mujer. Muchos habían estado becados en Occidente o Japón, o estudiado en escuelas extranjeras, y pedían, desde las asociaciones que habían formado, en la universidad, la calle y los periódicos, tecnificación, apertura y democracia. Los contactos con otros países les habían hecho tomar brusca y amarga conciencia del atraso del propio. Eran el producto de la dinámica imparable que el Gobierno mismo se había visto obligado a poner en marcha ante la ineludible necesidad de modernizarse. La derrota frente a Japón, en 1895, y el reparto del imperio en zonas de influencia de las potencias occidentales ya no permitían la desdeñosa respuesta dada siglos antes por el emperador a los embajadores europeos. La luz había penetrado al echar las puertas abajo, y revelaba un reino de momias mantenido por estructuras caducas y polvorientas, que las reformas educativas de 1901, 1905 y 1911, tras el derrocamiento de la dinastía manchú, no hacían sino resaltar. El abrumador peso de los datos mostraba que hasta la primera década del siglo XX no se había introducido en el currículum el estudio de las Matemáticas, la Geografía, las Ciencias Naturales, la Historia Mundial y la formación profesional, que en los años treinta sólo un quince por ciento de los niños acudían a la escuela primaria y un porcentaje mucho menor a la secundaria, que la primera universidad, la de Pekín, no databa sino de 1898 y que, en 1948, para un territorio de diez millones de km2. y una población de cerca de seiscientos millones de habitantes, de la que la mitad tenía menos de veinticinco años, no había más que unos ciento cincuenta mil estudiantes repartidos en doscientos siete institutos de enseñanza superior.
Por diversos que fueran gobiernos y motivos, la modernización pasaba, con todos ellos, por cambios en el sistema de comunicación gráfica. El Comité de Investigación para la Reforma de la Lengua China Escrita había ya había simplificado en 1956 los caracteres más complicados y publicado un nuevo alfabeto. Se variaba además la disposición, que pasaba a ser en filas horizontales leídas de izquierda a derecha, como en los sistemas europeos, y no en hileras verticales de derecha a izquierda, de una a otra parte de la página, a la manera tradicional, consiguiendo así mayor rapidez en la lectura, puesto que el campo visual del ojo humano es más amplio en horizontal que en vertical. Durante la Revolución Cultural, en 1966, hubo carteles pidiendo una reducción drástica de caracteres, apoyada al parecer por el mismo Mao, pero tuvo escaso eco, ahogada por problemas mucho más graves y por la imposibilidad de representar cada carácter por un solo sonido. A lo largo de los años siguientes se ha continuado recurriendo al alfabeto romanizado como ayuda en el aprendizaje de nuevas palabras, lenguas extranjeras, nombres propios, y, de forma muy significativa, con la finalidad permanente de contribuir a la unificación lingüística del país. Su papel como auxiliar en el contacto con el mundo circundante parece imprescindible, pero el paso generalizado y total de la escritura pictográfica a la fonemática, es, por la variedad de lenguas que en la práctica componen China, extraordinariamente complejo y está unido a mutaciones de envergadura muy superior a la lingüística.
Mientras, los textos han cumplido, durante décadas, su función. Como un cedazo lanzado en las aguas de la realidad, llegan a la gente del instituto-segunda mitad del siglo XX; años setenta-noticias, informes y opiniones en función de los cuales se disponen sus vidas. Forman la verdad incuestionable, que se plasma, como la lengua oficial, en un puñado de folios. Cuanto éstos no nombran o autorizan simplemente no existe, desaparece, figura como delito o como graciosa concesión. Shu alaba la bondad paternal y oficiosa de los dirigentes del Partido, que sin duda, afirma, se ocupan de que, un día, ella pueda volver junto a su hijo y su marido para gastar los años que todavía le permita su corazón enfermo entre los suyos. No habla Shu de cuanto ya le ha sido negado, de los grandes trozos de tiempo, de satisfacción, de intimidad, de existencia privada, de cambio, conocimientos, variedad, afecto, viajes, que han sido simplemente omitidos en el trato que por parte del sistema recibe. En lugar de esto agradece el bocado ocasional que se le introduce entre los mimbres de la jaula, y deja su vida consciente discurrir sólo por la topografía oficial.
El imperio que pronto dejaría de serlo había comenzado su segundo Viaje al Oeste, por motivos y caminos muy distintos a los del venerable monje Hsüang Tsang. Ya no se trataba de volver cargado de escrituras búdicas y pasar el resto de sus días traduciéndolas en la dorada Xian del siglo VII. Ahora había que copiar la técnica, el armamento, robar el fuego a los bárbaros, aprender, como lo había hecho Japón, a imitar, multiplicar y despreciar. Las lenguas extranjeras se abren como ventanas en el tejido desgarrado e irregular del país. Quizás los estudiantes recordasen que el primer emperador Ming, Hung Wu, fundó en el siglo XIV, dentro de las directivas de su política de expansión comercial, una sin duda pionera escuela de intérpretes. Hubo después épocas en que, de forma paralela e inversa a los contactos con el sánscrito de las sutras, los jesuitas abrieron brecha en la sinología, y a ellos les siguieron misioneros de iglesias diversas. En tiempos mucho más lejanos la Ruta de la Seda había traído el eco de iraníes, judíos, cristianos y árabes. Los intercambios lingüísticos eran, en cualquier caso, extraordinariamente limitados y se situaban en las orlas del imperio a las que, por ejemplo, los soldados y religiosos españoles llevaban, en sus visitas, intérpretes filipinos. China no se encuentra confrontada con los países occidentales y sus lenguas hasta el siglo XIX, cuando, tras el final de la Guerra del Opio y la firma del Tratado de Nanking, la corte imperial se ve abocada a abrir fronteras y otorgar concesiones territoriales y económicas. La derrota de la Segunda Guerra, de 1858 a 1860, abre la navegación por el río Yangtsé a las potencias extranjeras, que gozarán de acceso diplomático y comercial, aranceles especiales y protección y privilegios para sus ciudadanos. Las esferas de influencia se sitúan en Manchuria, Mongolia Exterior y Sinkiang para Rusia; a Alemania corresponde el puerto de Kiaochow, en la provincia de Shangtung; los japoneses ocuparon la parte sur de Manchuria en 1931 y, durante una guerra de agresión que se caracterizó por su crueldad, invadieron diversos territorios, abandonados luego y que, tras la rendición de Japón en 1945, los Estados Unidos ayudaron a Chiang Kai-shek a recuperar. La presencia de Gran Bretaña es profunda y extensa, desde el Tíbet a los puertos y grandes ciudades del sur, entre las que estaba Hong Kong, que ya había sido cedido en el siglo XIX y que vio ampliados sus territorios con los de Kowloon; gozaba además de la promesa de consideración preferencial y exclusiva en el valle del Yangtsé. Francia también había obtenido garantías en el reconocimiento de su soberanía en Indochina y la cesión de los territorios limítrofes en la costa y el interior.
Las zonas de influencia no son fijas, siguen las peripecias de las guerras mundiales, de la de Estados Unidos contra el Japón, y de las disputas de las potencias entre ellas. Esta entrada brutal en la era contemporánea rompe, para bien y para mal, el rígido caparazón de la antigua China y alumbra, entre denuncias del imperialismo y exigencias de occidentalización, la transformación irreversible de lo que pocos años antes se consideraba inmutable reino. Éste hervía sin embargo con la rápida corriente de los tiempos, y su monarquía mandarinal era una tapa pétrea empeñada en contener e invertir la Historia. Nada plasma mejor la fosilizada política de la última dirigente Ching que el barco de mármol que se hizo construir en el Palacio de Verano con los fondos que las potencias occidentales, tras el armisticio que siguió a la entrada en Pekín de las tropas franco-británicas, le habían asignado para que dotase a China de una flota moderna. La temible regente, Tzu Hsi, seguía de cerca los intentos reformistas del joven emperador Kuang Shu, que apoyaba las iniciativas del grupo progresista liderado por Kang You-wei y veía como único futuro para el país su modernización, especialmente económica y educativa, y el establecimiento de una monarquía constitucional. La camarilla militar manchú, con Tzu Hsi al frente, aisló al emperador, ejecutó a cuantos progresistas pudo capturar y lanzó en 1900 una de las campañas xenófobas de las que tanto gustaba la emperatriz y que prendían tan fácilmente en la población humillada por la palmaria constatación de su inferioridad económica y militar. El alzamiento de los Bóxer, sociedad apoyada oficiosamente por la corte, se dedicó-no por vez primera- a la matanza de extranjeros, misioneros en su mayoría, hasta que las tropas occidentales entraron en Pekín. Ya era tarde para los planes reformistas con los que la monarquía Ching pretendió encalar su fachada y para los gestos como el abandono, en 1905, del milenario sistema de exámenes para funcionarios. Sun Yat Sen, educado en occidente, representaba, por su honestidad y fervor, el punto de referencia de los que propugnaban un rápido y decisivo cambio, que se produce en 1911, con la caída de la dinastía manchú, y la proclamación, un año después, de la tan esperada república. Nacía sin embargo ésta con el inmenso lastre de una población hecha a los usos medievales, a la peligrosa alternancia de resentimiento y orgullo irracionales por igual, y a la extrema ignorancia del espacio exterior. Tanto en China como en Japón, la democracia, los Estados modernos, habían sido impuestos tras derrumbar sistemas teocráticos, imperios por derecho divino, lo que nunca había impedido que sus muy humanos monarcas ocuparan el trono tras golpes de Estado, batallas y ejecuciones de sus predecesores, y que las dinastías reinantes fueran durante varias generaciones de origen extranjero, como mongoles o manchúes. Este siglo era distinto: las fronteras se habían abierto; Occidente, deseado, odiado, todavía apenas conocido, estaba ahí.
La influencia de Europa y América se afincará a lo largo de la costa, en los puertos, en la rica zona minera de Manchuria-hoy provincia de Heilungkiang-, y en las vías de comunicación fluviales y ferroviarias. Las enormes extensiones del interior apenas se verán afectadas por el contacto con los demonios extranjeros con una excepción: las escuelas de misiones, que han llegado hasta zonas remotas y gozan de prestigio social y pedagógico pero cuyo número será siempre escaso y que, tras servir de blanco a los ataques xenófobos y políticos, serán erradicadas durante los primeros años del régimen del 49 ó, como el resto de las confesiones religiosas, descenderán durante décadas a las catacumbas. Paralelamente, la liturgia de masas del PCChino se apropia de todos los espacios y ritos de forma similar a la del nacionalsocialismo alemán durante los años de predominio nazi. La exacerbación de la patria y del orgullo etnocéntrico, apenas velado por un credo marxista supuestamente universal, hace de las religiones occidentales una manifestación más de la agresión imperialista, un atentado contra los valores eternos de la gran China y un puente de espías y saboteadores que debe ser dinamitado, junto con otros caminos por los que algunos habían emprendido el viaje al Oeste.
La avanzadilla, mínima y conmovedora por las extraordinarias dimensiones que para los que la vivieron representaba su aventura, fue el grupo de ciento veinte estudiantes chinos enviados en 1872 a Estados Unidos, a los que siguieron otros que esperaban licenciarse en universidades de Japón y de Europa. Unos iban con becas gubernamentales o facilitadas por el país de acogida, otros por cuenta propia, un porcentaje considerable se dedicó a la ingeniería, la medicina, la agricultura, las ciencias naturales. Sobre todos ejercía el gobierno chino una estrecha vigilancia; a los que marcharon a Estados Unidos les fueron distribuidos calendarios con las fechas de los ritos que debían celebrar, la embajada supervisaba su actitud, se les exigía que llevaran minuciosos diarios de sus actividades, eran animados a concentrarse en el estudio y se les prohibía el matrimonio con extranjeras. Con fines muy distintos, abandonados a su suerte y considerados como simple mercancía, les habían precedido los coolies, cuyos supervivientes al trabajo en las minas de oro y en los ferrocarriles de California, aferrados a la lengua y usos que habían llevado como único caudal, formaban colonias en diversas ciudades de América. En situaciones económicas y sociales fundamentalmente diversas, sometidos a estricto control o ignorados por Pekín, los chinos han comenzado sus contactos externos con extrema reticencia a la mezcla y la apertura, como si en el platillo opuesto de la balanza se amontonaran excesivos siglos de aislamiento que precisasen de mucho más que décadas para hallar un equilibrio.
El inglés era (de hecho, lo sigue siendo) la llave hacia el saber y las técnicas, la puerta de la política y el comercio, la lengua de las ciencias y la vía hacia sociedades que hacían gala de prosperidad y esplendor. Los personajes de las novelas de Lu Sin emplean sus escasos recursos en enviar a sus hijos a escuelas donde se garantiza la comprensión de la lengua extranjera y su fluido uso. Pero lo que en principio había sido una forma utilitaria de arrebatar a Occidente los secretos de su poder militar se amplió pronto al vasto dominio de la literatura y, además de obras sobre el arte de la guerra, la estrategia y la balística, comenzaron a llegar a China traducciones de Spencer, Huxley, Stuart Mill, Hume, Adam Smith, Darwin, que en pocos años se hicieron indispensables en las bibliotecas de los estudiantes. Caso hubo en el que la literatura, la fuerza de su sentido y su belleza, saltó incluso sobre la ignorancia de la lengua, como los caracteres trazados por poetas remotos o los sonidos del ruso habían arrastrado hacia su desconocido universo a la profesora occidental. Así, un letrado llamado Lin Chu tradujo por sí solo noventa y tres libros ingleses, veinticinco franceses, diecinueve norteamericanos y seis rusos. No conocía lengua extranjera alguna, colaboraba con occidentales que sabían un poco de chino y que le explicaban el texto. Luego tomaba su pincel y lo transcribía en el chino clásico. De ese modo fueron revelados Dickens, Walter Scott, Stevenson, Victor Hugo, Dumas, Balzac, Cervantes, Tolstoi. Lin Chu tuvo numerosos imitadores. Se vertieron también muchos libros al chino a partir de traducciones japonesas. El interés de los lectores se centraba principalmente en obras de ciencia, filosofía y en las grandes novelas de la literatura mundial, y la aproximación a los textos se llevó a cabo, en lenguas distintas a la inglesa, a partir de traducciones previas y no del idioma original. Los lectores, la curiosidad y la difusión de los autores occidentales se extienden con intensidad y rapidez en un movimiento descubridor que no había tenido anteriormente parangón jamás. En 1912 el joven Mao Tse-tung pasa seis meses leyendo en la biblioteca de la ciudad de Changsha, provincia de Hunan. Previamente había asistido a una escuela comercial pero el empleo del inglés en buena parte de las clases le impidió continuar. Él ni conoce ni conocerá nunca lenguas extranjeras, pero su experiencia muestra que incluso en una ciudad interior de provincias existían ya, a principios de siglo, numerosas traducciones de Montesquieu, Adam Smith, Mill, Rousseau, Spencer, Darwin. Unas décadas más adelante, Mao eliminará de los anaqueles a todos ellos con eficacia y resultados mucho más devastadores que los del atraso, el aislamiento o la pobreza.
Los profesores chinos de 1973 reflejan aún el desvaído eco del viejo conflicto de los Ilustrados; de hecho han heredado el término, puesto que el régimen les cataloga genéricamente como jóvenes instruidos. Ya no lo son tanto. En ningún sentido. Sucesivas purgas, temores, autocríticas y trillas han reducido su mundo intelectual a un perímetro escaso que se caracteriza por la labranza circular del mismo terreno. Han debido olvidar lo que, por antiguo o foráneo, se consideraba cargado de valores eliminables. Han participado en sesiones de denuncia, ataque, degradación y loa. Se han regalado, como prenda de amor o amistad, las obras completas del Presidente Mao y han bordado su rostro a punto de cruz. Han aprendido que un gigantesco monumento de yeso en forma de antorcha es mucho más bello que el gentil y antiguo templo vecino, puesto que aquél simboliza la revolución, y así lo repiten a la extranjera a la que acompañan como intérpretes. De la misma forma responden sin pestañear que les parecen abominables los acordes de Bach, Beethoven o Mozart, porque la campaña oficial en boga ha colocado a la música clásica en el pervertido infierno de los valores burgueses. Antes de llegar a esta etapa de absoluto control estatal sus padres y abuelos conocieron campos de batalla menos devastados y más ruidosos, participaron del dilema entre el reconocimiento y el deseo de los superiores valores y logros alcanzados en occidente y el cariño y la fidelidad al propio país. Eran tiempos en que se podía confesar la preferencia y necesidad de los hallazgos de civilizaciones ajenas con la candidez con la que Lu Sin aconseja dejar la autóctona e impregnarse en la literatura extranjera, tiempos en los que el término nacionalismo no estaba todavía encanallado por los intereses espurios, el desahogo tribal y la estupidez rampante. El nacionalismo significó, en las minorías del XIX y primera mitad del XX, un sentimiento de genuino amor y preocupación que imponía el reconocimiento del atraso y la aceptación ávida de cuanto lo paliase, tuvo un fuerte componente intelectual porque se trataba de grupos de formación cultural elevada y de individuos con marcada personalidad y trayectoria profesional con frecuencia prometedora que escogieron invertir en el cambio del país su energías, su seguridad y su futuro. La distancia que les separa de los, posteriores, especialistas en la creación de cotos patrióticos privilegiados y de defensores de la exención fiscal es completa. Aquéllos fueron utópicos en el sentido más noble de una palabra que también ha encanallado luego su vecindad al asesinato; sus actitudes estuvieron cargadas de duda y de una búsqueda de corte humanista, abierta y plural. Y se encontraron solos.
Ilustrados, afrancesados, anglófilos, extranjerizantes, modernistas, lacayos, vendidos, prófugos, renegados, apátridas. Llueven los adjetivos sobre cuantos hubieron de enfrentarse al dilema entre nacionalismo y reconocimiento objetivo de los valores. Francia ofrecía a los Ilustrados españoles el modelo de un régimen de laicidad, libertades y adelantos en mucho preferible al de su país, como el que Estados Unidos inspirara antes a Francia y como Occidente mostraría después a los que pretendían alejarse de las teocracias, los caciques, las cárceles de la tradición y la implacable servidumbre gregaria de los usos de la tribu. Pero pasaron las épocas de conceptos universales y los que, desde países en desarrollo, habían aspirado limpiamente a sistemas de derechos individuales, constituciones y Estado no confesional se vieron relegados al doble ostracismo del régimen local y al de los pactos y la indiferencia, o reprobación, de la opinión de esos países desarrollados en los que se habían inspirado para un mejor futuro.
Las lámparas pequeñas a las que alimentaba el sentido común, la capacidad crítica y la independencia intelectual quedaron en China-como bien ilustra el ejemplo de las estrellas de su bandera- progresivamente eclipsadas por la potente unicidad del sol Osiris-Mao Tse-tung que se levanta-así reza el himno-sobre el horizonte. Desaparecieron anuladas por el enorme disco que, en su apoteosis, sostenía al extremo de cada rayo un libro rojo. El ocaso revela que las lámparas todavía están ahí.
Pero el eclipse va a ser largo porque a partir de los años treinta se está tejiendo una epopeya mítica que va a envolver educación, cultura y propaganda en sus pliegues durante varias generaciones. En 1934 ha comenzado la Larga Marcha del Ejército Rojo que, desde su soviet de Kiangsí, rompe el cerco de Chiang Kai-shek y se abre paso hacia el norte. Dos años más tarde la décima parte de los cien mil hombres que partieron conseguirá llegar viva a Yenán, tras recorrer diez mil kilómetros y atravesar nueve provincias en un semicírculo que roza las estribaciones del Tíbet y las fuentes del río Yangtsé. Los corresponsales norteamericanos que visitan la zona en los años cuarenta tienen la impresión de hallarse en una vasta escuela primaria. Se practica la enseñanza colectiva y se recurre al uso limitado de la escritura latinizada del chino para acelerar el aprendizaje. Mao había preconizado la fusión de politización y alfabetización del campesinado y los soldados debían ocuparse de la tarea y dedicar dos horas diarias a leer y escribir y otras dos al comentario de periódicos, con una metodología de trabajo en cadena en la que cada cual enseñaba al que sabía menos que él. Esto no se llevaba a cabo en establecimientos docentes sino por medio de actividades introducidas en la vida cotidiana. Los caracteres de hornillo, mesa, mijo y trigo se pegaban en lugares visibles o sobre los propios objetos para ser memorizados de un día a otro. Luego se acudía a las clases nocturnas. Durante el día los megáfonos repetían las consignas de los carteles, que los campesinos deletreaban en voz alta. En el periodo de Yenán, hasta 1949, funcionan dos universidades de los soviets chinos; su reglamento se basa en la unión de teoría y práctica, la alternancia con el trabajo manual y el hincapié en la metodología social y colectiva. Taxativamente se anuncia que El espíritu doctrinario del aprendizaje libresco, muerto, será concienzudamente corregido. No se trata ya de trabajo en la clandestinidad sino de un vasto Estado dentro del Estado organizado, controlado y sometido a un claro corpus de directivas, entre las que están el desarrollo de la democracia en la enseñanza y la conveniencia de animar a que se planteen preguntas y se aviven las discusiones con objeto de cultivar la independencia de pensamiento y de crítica.
Las premisas, en una primera lectura, resultan tan éticas como estéticas y, enmarcadas en su ambiente entusiasta y prometedor, enamoraron tanto a los corresponsales extranjeros como a los jóvenes chinos. Por una parte correspondían a las necesidades y al contexto de los soviets de Yenán, por otra canalizaban el violento rechazo de la juventud patriota respecto a un pasado opresivo en el que la cultura momificada pasaba como un cadáver de mano en mano entre los mandarines. Unos segundos de reflexión y sana toma de distancia, a los que puede añadirse cierta perspectiva histórica, hacen patente, empero, el claro esbozo de un programa perdurable que, en sus métodos e intenciones, no deja resquicio para la menor discrepancia. Las campañas alfabetizadoras, las sesiones instructivas, los enriquecedores debates, no tienen como finalidad el individuo, su progreso, el abanico libre de sus posibilidades; están supeditados en todo momento a un ideal político de rango superior, realización futura y premisas incuestionables en el que el sujeto de atención, y de simple existencia filosófica, son las diversas categorías de grupos sociales englobadas en la abstracción mayor, indiscutible y todopoderosa que se define como las amplias masas. Lectura y educación no sólo sirven para; son propaganda, sin que haya distinción entre ésta y aquéllas. Existe un pecado original de intención que separa de raíz las iniciativas maoístas, y marxistas en general, de las de otros reformistas y revolucionarios: el objeto de su tarea no son las personas sino el sistema, y hacia él y su ideal de completo desarrollo marchan sobre esas baldosas de buenas intenciones y lenguaje de bondad inatacable que pavimentan el camino del infierno. En la construcción del archipiélago Orwell se ha tomado una dirección fundamental, y fundamentalmente distinta a los diversos movimientos-misiones pedagógicas, bibliotecas populares, compañías de teatro ambulantes- que se dedicaron, en el XIX y principios de XX, a la labor de llevar cultura y progreso, belleza clásica y nuevo arte a las aldeas, los iletrados y los desposeídos. La política de Yenán consiste en la sumisión completa a los fines únicos del grupo único dirigente, fuertemente personalizado por Mao Tse-tung. No se trata de medidas provisionales destinadas a paliar las urgentes carencias de la extrema penuria del campesinado. Lo que parece simples observaciones de sentido común a las que no puede otorgarse más que el mérito ocasional de la utilidad inmediata se transforma en el credo y guía del sistema, de manera que la propaganda sustituye a información y educación de forma perdurable, el lenguaje invierte su sentido y democracia, discusión y crítica pasan a significar exactamente sus conceptos contrarios por cuanto se mueven en un marco totalizador que sólo concibe su empleo como servidores de las verdades de obligado, y entusiasta, asentimiento. En su unión indisoluble del trabajo manual y el intelectual, de teoría y práctica, y en la supeditación de arte, ciencia, literatura y pensamiento a la producción y las amplias masas Mao marca las reglas cardinales que impondrá durante varias décadas y de las que se valdrán su régimen y sus continuadores para eliminar toda disensión. Él ya había expresado estas constantes en su primera publicación conocida: un artículo, aparecido en abril de 1917, sobre la conveniencia de la educación física en la formación. En sus escritos de Yenán en 1940 sobre el materialismo dialéctico el idealismo es ya uno de los grandes enemigos filosóficos de cuya contaminación deberán guardarse los intelectuales. Si alguna duda les quedaba a éstos sobre el porvenir que les reservaba el nuevo régimen, desde luego la serie de conferencias que Mao les dedicó en 1942 se la aclaró suficientemente:
En la vida del pueblo se encierra siempre una mina de materia prima para el arte y la literatura, son cosas en su estado natural toscas, pero, a la vez, son las más vivas, las más ricas, y las más elementales, en este sentido, hacen palidecer a todo el arte y la literatura y constituyen el manantial único e inagotable de éstos. Es la única fuente, es la única posible, no puede haber otra (…) En este mundo no hay nada por encima del utilitarismo; en una sociedad de clases lo que no es el utilitarismo de una clase tiene que ser el de otra (…) No existe en la realidad el arte por el arte, el arte por encima de las clases, ni el arte que se desenvuelva paralela o independientemente de la política. (…) Por lo tanto, el trabajo del Partido en arte y literatura ocupa una posición determinada y fijada en el conjunto de su labor revolucionaria, y está subordinado a la tarea revolucionaria establecida por el Partido en un periodo revolucionario dado. Toda oposición a ello conducirá, de seguro, al dualismo o al pluralismo, y, en esencia, equivale a “política marxista, arte burgués”, como en el caso de Trotsky. (…) El arte y la literatura están subordinados a la política (…) Entonces, ¿no destruye el marxismo el “impulso creador?. Sí; ciertamente destruirá los impulsos creadores feudales, burgueses, pequeño-burgueses, del liberalismo, del individualismo, del nihilismo, del arte por el arte, de concepciones aristocráticas, decadentes, pesimistas, así como todos los otros impulsos creadores que no sean de las masas populares ni del proletariado. En lo que se refiere a los artistas y escritores proletarios, ¿no deben ser destruidos semejantes impulsos?. Yo creo que sí; tienen que ser destruidos totalmente, y a medida que se destruyan podrá edificarse lo nuevo.[3]
El discurso, en sí, tiene claros precedentes a escala nacional; en el estalinismo por supuesto, que enuncia premisas muy parecidas, pero también en el nazismo y sus trabajos prácticos de incineración de obras decadentes. Como línea de pensamiento, significa una completa fractura respecto a la apuesta griega por la teoría, sigue dirección opuesta a la liberación de la contingencia, de la religión-cuyo lugar ocupa en el marxismo el dogma político- y de la presión del grupo que es para la filosofía occidental condición indispensable para acceder a la pureza especulativa y a las colinas solitarias de la reflexión individual. El pragmatismo aspira a la canalización utilitaria de técnicas que han nacido en los descarnados territorios de las matemáticas, la geometría y de las consideraciones sobre el ser humano, los componentes del universo y la nada, limita la cultura al círculo de la experiencia inmediata y de la práctica y prohibe elevar la vista a la oscuridad cuajada de extrañas e inútiles estrellas.
La recapitulación de las consignas expresadas en los primeros escritos de Mao muestra, pues, una serie de ideas muy limitadas en su número y profundidad, a las que el tono categórico, la aparente simplicidad incuestionable y la finalidad supuestamente benéfica impulsa a calificar de verdaderas sin serlo en absoluto. De hecho enuncian perfectas falsedades, datos parciales, observaciones partidistas. Resultan halagadoras para las supuestas amplias masas por la misma pobreza de su análisis, entroncan con el pragmatismo tradicional y rural y, al eliminar los conceptos de excelencia, especulación teórica, valoración del individuo y creación libre, reducen el horizonte a dimensiones de mínimo esfuerzo intelectual. Se trata de simples estrategias coyunturales, pero la situación de poder por parte del Partido que las propugna, del Jefe que las afirma, hace de ellas dogmas. Sus inseparables compañeros son la denuncia, represión y eliminación de cualquier planteamiento, actividad, obra y persona concreta que les sea ajena. Su eficacia en la construcción de parcelas totalitarias, y las dimensiones de éstas, dependerán de la cantidad de poder de la que los que las utilizan dispongan. Podrán construir, no ya islas, sino un vasto continente del tamaño de la República Popular China. Eliminarán física o socialmente a unas cuantas decenas de millones de personas-ay de los disidentes cuando se manejan cifras macroscópicas-. Reducirán, en cuatro años de experimento camboyano, la población en un tercio. O deberán conformarse, en el caso de países democráticos, con los acogedores cotos de Educación y Cultura que la coyuntura o las votaciones ofrezcan a partidos y grupos de presión.
El discurso de Yenán es pieza clave, y ello salta a la vista si se compara con las directivas que van a ir rigiendo el desarrollo del régimen una vez instalado en Pekín. Lo que en los soviets podía considerarse como medidas de excepción dada la situación de guerra toma cuerpo de Ley en el nuevo Estado. El aviso a navegantes intelectuales es crucial por su énfasis tajante en la función de los productos de creación y pensamiento, por las normas estrictas en las que los enmarca, por la supeditación que fija, de entonces a hoy, de los intelectuales al Partido, y sobre todo por la manera inapelable con que elimina el derecho de existencia de todo campo, impulso, inspiración, obra, que no entre en lo expresamente indicado como bueno.
Mientras, las pequeñas ventanas de las lenguas extranjeras se iban cerrando; en nada correspondían a las necesidades de civiles y tropa. Los atisbos del exterior podían aún hallarse en los conocimientos de idiomas y autores occidentales de algunos de los líderes, estudiantes y profesores que llegaban a Yenán y en los principios del internacionalismo proletario, que hacían al Partido Comunista Chino mantener relaciones con otros partidos, seguir las luchas que tenían lugar en el resto del mundo y que impulsaron a Mao Tse-tung a escribir su Carta al pueblo español en 1937.
Como en la práctica mayoría de las Constituciones modernas, la de la República Popular China proclama, en 1949, el derecho de todo ciudadano a recibir educación. Pero no cualquiera. La literatura y las artes estarán, como reza el artículo 45, al servicio del pueblo y servirán para el esclarecimiento de su conciencia política y para fomentar su trabajo entusiasta. El acceso a la enseñanza será universal, pero marcado por lo que hoy se llamaría discriminación positiva, que prima a campesinos, obreros y, por supuesto, miembros del Partido y del Ejército (los cuales son, ambos, prácticamente entidad única) en todos los niveles, materias, convocatorias y circunstancias. Esta educación está indisolublemente unida al adoctrinamiento político y a la propaganda; siendo los tres términos en la práctica sinónimos, y así el artículo 47, al tiempo que prevé las clases que en su tiempo libre recibirán trabajadores y cuadros, ordena la educación política revolucionaria de los jóvenes intelectuales e intelectuales de estilo antiguo, de forma planificada y sistemática. Para el enfoque de Historia, Economía, Política, Cultura y Asuntos Internacionales el artículo 44 establece la aplicación de un punto de vista histórico-científico, y, en general, todas estas materias estarán caracterizadas por los rasgos de nuevas, democráticas, científicas y populares.
Tal panorama de apariencia casi idílica implica, en su aplicación y en el desarrollo del auténtico significado de sus términos, consecuencias que, lejos de asociarse en exclusiva al mundo asiático, a la nueva estructura administrativa o a un determinado periodo temporal, son perfectamente reconocibles porque se manifiestan, si se presentan las condiciones oportunas, en lugares y ocasiones muy diversos. Al tratarse en el proceso chino de una auténtica revolución, en cuanto afianzamiento de una clase recién llegada al poder, ésta precisa legitimación y la crea de una forma absoluta: buscando la anulación del pasado, excepto en muy contados rasgos nacionales, substituyéndolo por una conveniente mitología y proponiéndose la creación ex nihilo de un tipo de hombre pura materia prima en la que moldear el futuro. Es la famosa aspiración de Mao a la página en blanco, la anulación de los rasgos individuales y de la personal cuota de tradiciones, usos e historias, que se considera, por su desarrollo en las contaminadas tierras de épocas anteriores, una enfermedad. Nada asociado al mundo anterior al 49, a la especulación gratuita, a la elevación sobre el gusto y aceptación de los grandes contingentes campesinos, militares, obreros tiene carta de ciudadanía en el país nuevo. Como, naturalmente, la herencia biológica y cultural es inseparable de cada ser humano, esto genera de entrada un inmenso y permanente estado de excepción puesto que en realidad cada ciudadano es, y se sabe, potencial culpable que sólo limitará su culpabilidad señalando la de otros y garantizando contrición y propósito de enmienda. La lobotomía individual e histórica, el pecado original y el síndrome de lazareto son condiciones perfectas para la manipulación de contingentes cuya extensión variará según la cuota de poder de la que se disponga. Reúnen dosis significativas de ignorancia, miedo e imperiosa necesidad de aceptación por el grupo y, por su vaguedad, constituyen la base idónea para adaptaciones posteriores según movilizaciones y circunstancias.
La juventud adquiere por fuerza en este contexto un valor predominante. Es tanto más fiable cuanto más cercana a la infancia y se trata de la clase menos contaminada por sus orígenes, la hoja en blanco, el espejo implacable, y delator, de los vicios de la vieja generación. El sistema-hombres maduros que se prolongarán a sí mismos en una gerontocracia interminable-mantiene a los adultos en una pinza para la que recurre, además de a sus órganos de control, al limpio y entusiasta instrumento de la masa infantil y adolescente ascendida al rango de paradigma y norma.
Los distintos estamentos sociales han sido, a su vez, congelados en momentos y formas que son de por sí transitorios en el curso de la existencia, y se los ha reducido a estereotipos durables en espera de la fusión futura en la perfecta igualdad de la utopía. Obreros, Campesinos, Soldados, Jóvenes pertenecen a los arquetipos platónicos. La movilidad social-y también, en muchos aspectos, la física e intelectual-ha desaparecido, queda englobada en el vasto movimiento de masa cuyo ritmo es tan firme como imparable. Fuera de la incorporación a esta ola de irremisible ley histórica no puede esperarse la menor salvación.
Hay, sin embargo, enemigos con los que por fuerza hay que convivir porque el carácter de su objetividad es tan irrebatible como el peso inerte de los metales o la expansión de las ondas. La urgencia de la adquisición de técnica impone al pensamiento que se quiere nuevo, total y único una curiosa esquizofrenia voluntariamente consentida por dirigentes cuya prioridad es el rearme. La generalidad de las consignas atañe al conjunto de las ciencias humanas, al ejercicio meditativo, recopilador, ético y estético del pensamiento, pero evita territorios en los que la estrategia a corto plazo es primordial y no permite experimentos voluntaristas ni digresiones sobre la creatividad de las masas o la prometedora aportación del campesinado. China necesitaba técnica, y esta palabra ocupa un espacio significativo en las directivas. Se trata de moldear a los elementos como a un aliado más, darles la forma de la meta fijada o azotar las olas como el rey persa, y transmitir así a las miríadas de constructores de la gran nación futura el sentimiento de continuo combate y crecientes victorias. Las consignas pueden suplantar a la metodología científica con costes desdeñables-puentes caídos, cosechas perdidas, millares de muertos- en numerosos casos, pero existen reductos en los que la eficacia sola cuenta, la crudeza cristalina de la reflexión y la soledad, el fruto del silencio, la insobornable exigencia de las matemáticas. La República Popular dedicará una parte importante de esfuerzos y recursos a la consecución del armamento atómico. Los estudios y experimentos serán secretos, en zonas alejadas, y nada tendrán que ver con las llamadas a la socialización y politización de ciencias y artes que cubren el país. Se concentrarán en la capacidad intelectual y en la premura de incuestionables resultados y constituirán una burbuja aislada, un mundo atento a las leyes de la evidencia y al principio de realidad sumergido en un océano de consignas en sentido contrario.
Una ventana al oeste, al territorio impreciso de los países extranjeros, se ha mantenido abierta con especial amplitud: la Unión Soviética es el canal de modernización y ayuda, el correligionario en un mundo hostil y el puente con movimientos afines. Pese a la necesidad y a la afinidad de regímenes, la carga de desconfianza, de antigua hostilidad de vecinos y de orgullo patrio para el que el forzoso reconocimiento del atraso es un insulto, es enorme y está destinada a transformarse en la belicosa tirantez que los estados militares precisan. Por lo pronto se aprende el ruso, se ven algunas películas albanesas y coreanas y, con tan parco horizonte referencial, se transmite el mapa del planeta.
Los grandes movimientos educativos, en los que escolarización es sinónimo de propaganda, han llegado a la mayor parte del territorio. No se trata fundamentalmente de transmisión de conocimientos; ni siquiera se considera oportuno un currículum general o un calendario aconsejable. Cada organismo, guardería y escuela es estatal. En cada caso la tarea prioritaria consistirá en la reverencia a las premisas sociales, en la adhesión visible y activa a las movilizaciones, tareas y aprendizaje de datos que, por el lugar o la coyuntura, tienen preferencia. En los años cincuenta ya está instalado un sistema que, sin alardes técnicos ni espionaje sofisticado, es perfectamente capaz de controlar a una extensísima población. Se trata de un panal de Comités Populares supervisados y dirigidos a todos sus niveles por miembros del Partido Comunista, dividido a su vez en las diversas capas que, inseparables del Ejército, se van estrechando en los ápices de los países-provincia de los que, por su naturaleza y extensión, en realidad China está formada, y que se concentran de manera definitiva en el núcleo de la cima. La fragmentación, la supuesta adaptación, pluralidad y descentralización de los saberes básicos constituye un importante recurso de la manipulación permanente, sumerge de continuo a los sujetos infantiles, adolescentes, adultos, en un perpetuo estado de inseguridad cuya única fuente definitiva de elementos estables es los textos transmitidos por los delegados del Gobierno. La realidad se difumina hasta desaparecer en beneficio de la interpretación correcta de los datos, de su pertinencia. Hay un zarandeo continuo de experimentos, movilizaciones, llamadas al combate, gozoso para los más jóvenes, a los que ofrece el sucedáneo de la libertad, temible para los mayores, a los que no queda más refugio que la minuciosa atención a la ortodoxia estatal. Son sintomáticas, en este sentido, la aparición, fisión y desaparición de los ministerios. El de Educación se había inaugurado en octubre de 1949. El de Educación Superior en el 52, para ser abolido en el 58 y restablecido en 1964; de él dependían universidades importantes, institutos de lenguas extranjeras y centros de formación del profesorado. La atención del régimen a cuanto concierne a educación y cultura es extrema puesto que ambas constituyen el ámbito, por antonomasia, del control del individuo. Más se aleja éste de la etapa de formación infantil mayor es su diferenciación en aptitudes, capacidad, dotes y esfuerzo. Queda atrás el homogéneo colectivo, la supuesta blancura de la página, el papel del voluntarismo como nivelador forzoso. El régimen, los sectores de él más acérrimamente enraízados a la perdurabilidad del poder, no puede admitir la diferenciación que tenazmente brota en las hornadas de estudiantes y que es una fuerza considerable-como saben muy bien los líderes por el recuerdo de su propia juventud-concentrada en universidades y centros de enseñanza superior a los que no se puede mantener, con la adecuada firmeza, bajo el control que los comités ejercen en los escolares y el medio rural. La evidencia sale tenazmente al paso del mito de la materia prima virgen, las revoluciones multitudinarias, los grupos anónimos, los individuos intercambiables y las premisas de infalible aplicación. Se ha extendido el acceso a la enseñanza, pero faltan calidad y rigor. En 1956 Liu Shao-shi, que será nombrado Presidente de la República en el 58 y al que Mao designará más tarde villano oficial, asegura que La educación universal ya no es tan urgente ahora; actualmente el problema es todavía la educación superior y la necesidad de especialistas.
Desde sus comienzos Mao y el Partido han presentado como antitéticos y excluyentes conceptos como mayoría y élite, extensión y calidad, colectivo y persona, en beneficio siempre del primer término puesto que la extensión numérica concede instantánea preeminencia moral. Esto ha significado la implantación de un sistema educativo que, más allá de la alfabetización, es en buena parte ficticio y falso en sus términos, que se apoya en la voluntaria confusión y mezcla de edades y niveles, que se enorgullece de haber hecho proliferar centros de secundaria que son simples escuelas básicas, universidades que nada tienen del rango de tal excepto el título, y que se mueve en la perfecta impunidad que le otorga el dominio de los documentos oficiales. Obviamente esto significa la asimilación de cualquier discrepancia a un atentado contra la extensión de la cultura al pueblo. El procedimiento entra dentro de la manipulación clásica y ha seguido utilizándose-en España, sin ir más lejos-hasta nuestros días. Lo peculiar del caso chino es la enorme dimensión en la que es empleado. Cuando, vista la urgencia de disponer de cuadros que doten al país de una estructura moderna, se elevan voces contra la sumisión del sistema educativo a un rasero, además de ocupado en buena parte por la politización, conceptualmente muy bajo, la reacción del régimen, controlado en sus poderes fácticos por un Mao y un Ejército que no se han distinguido nunca por su estima de las labores de la mente, es lenta, calculada y arrasadora. Las acusaciones de revisionismo, burgués, partidario de una educación elitista alejada de las masas, que en los medios culturales de Occidente no han pasado de ser el recurso oportunista de partidos espurios, son, en situaciones de absoluto poder, letales. Por cierto, las estadísticas sobre escolarización en la China de los años cuarenta y cincuenta en ningún momento recuerdan el tejido educativo destruido, la trama-frágil, pero existente-y, por supuesto, como en todo comienzo y lugar, minoritaria-de personas cultivadas que desaparecieron o emigraron, o los que se vieron forzados a disimular, comprimir u olvidar sus conocimientos para ofrecer la imagen inocua del maestro rural. La Historia de los vencedores se volcó en el mito del mañana en pro del cual eran lícitos todos los métodos y precios. El silencio ha cubierto cuantos presentes estaban siendo y pudieron haber llegado a ser.
En mayo de 1956 el Partido lanza en forma de consigna, suscrita fervorosamente por Mao desde principios del 57, la cita clásica Que cien flores se abran; que cien escuelas de pensamiento rivalicen, animando a los intelectuales a que expresen sus críticas. Éstos, primero prudentes, abandonan la reserva, y la críticas no se paran en el detalle sino que se alzan contra el completo poder del Partido Comunista en todos los órdenes. La profesora occidental lee, años más tarde, sus historias, y reflexiona sobre el peculiar empleo del Gobierno chino de la metáfora, ante la cual siempre conviene huir a distancia conveniente, buscar barricada, armarse contra pétalos, juncos y primaverales brisas tras los que inevitablemente desciende el mazazo definitivo. Durante unos meses los profesores tuvieron, por vez primera, la oportunidad de expresar sus puntos de vista, y en ellos salieron a la luz todas las deficiencias de la educación superior y, más allá, las trabas a la más elemental libertad y uso del conocimiento:
La Universidad del Pueblo es universidad sólo de nombre, y se parece a una escuela secundaria en el contenido de su instrucción y en los métodos de enseñanza de escuela primaria.-Li Hsi-san.
La Universidad del Pueblo no es algo parecido a una escuela, sino una gran colmena de dogmatismo. Todo lo que en ella se hace es diseminar dogmatismo.-Hsu Meng-hsiung.
Cuando leen, muchos profesores de la Universidad del Pueblo no tienen opiniones propias. No hacen sino usar al por mayor material pedagógico traducido del ruso.-Lang Lang-tien.
La floración primaveral tiene poco porvenir. Durante el verano de 1957, y terminados los exámenes de licenciatura, el Consejo de Ministros hace saber que Todas las escuelas deben emitir las conclusiones de las encuestas políticas sobre los diplomados de este año; esas encuestas deben llevarse a cabo partiendo del comportamiento cotidiano del estudiante y sobre todo basándose en su comportamiento último durante el reciente movimiento de rectificación. El 1 de agosto se aprueba la Ley de la Educación por el Trabajo, que es una reforma educativa forzada aplicada a aquéllos que procede por petición de los servicios del Ministerio de Gobernación o de la Seguridad Pública, del organismo, de la asociación, de la empresa, de la escuela o de cualquier organización de la que dependa el interesado, o por el cabeza de familia o tutor.1
Es decir, cuando las flores han alcanzado la altura mínima segable el Buró Político lanza la campaña siguiente, llamada Movimiento Antiderechista o, con ese gentil uso de las metáforas que caracteriza al régimen, de Rectificación y que consiste en un vasto programa de delación a todos los niveles, del familiar y amistoso al estamental, para proceder seguidamente al envío a trabajos forzados de los licenciados que se han hecho notar por sus opiniones. Con la peculiaridad de que, al no existir marco jurídico ni tratarse de una condena con penas precisas, los destinos son tan diversos como indefinidos en su duración y carecen de control y recurso. Incluso deben aceptarse como una benévola oportunidad reformadora. La estrategia es doble: Dispersa, marca el paso y fanatiza a los estudiantes. Anula, aisla y reduce al ostracismo y el descrédito a las generaciones de más edad, puesto que cualquier crítica de la situación es inmediatamente etiquetada como la impotencia de los mayores para apreciar las bondades del nuevo sistema. La utilización de dualidades temporales que, por simple ubicación cronológica, quedan investidas del Bien o del Mal categóricos es un continuo recurso de estos procesos de justificación y ataque; su extrema simpleza intelectual y la visceralidad que excitan les hace altamente populares entre los sectores más jóvenes y menos cultos de la población.
Sin dejar el terreno de la Botánica, el Partido a continuación se dedica a la Campaña contra las hierbas venenosas, que consiste en aplicar el Movimiento de Rectificación a la eliminación, como mínimo social y política, de los que durante las Cien flores habían expresado ideas disconformes con las directivas estatales y la estructura del poder. Se trata en realidad de la obertura de una sinfonía de muy superior envergadura en la que los intelectuales han servido de simple bocado preliminar, un ensayo de la campaña más violenta que Mao había emprendido jamás: el Gran Salto Adelante. La grandiosidad, de la que en el extranjero sólo se ha visto la superficie y no los terribles efectos, de estos movimientos ha ocultado sectores y personas, numerosos, que ofrecieron otras alternativas y rechazaron las impuestas por una fuerza superior. En los años cincuenta en China todavía no se ha coagulado por completo el archipiélago de Orwell aunque la unificación del bloque se adivina ya tan irremisible como la llegada del frío del invierno; las expresiones que se encuentran en boca de los que expusieron sus críticas en el foro de Las Cien Flores podrían pertenecer a cualquier intelectual, han sido planteadas antes y después de esas fechas, en circunstancias similares y países muy lejanos, poseen todavía el aroma del pensamiento libre y, contra lo que se repetirá hasta la saciedad sobre los condicionamientos inevitables de la milenaria sumisión asiática y su mandarinato intemporal, obedecen a la simple evidencia de la lógica y la reflexión. Dentro y fuera del Gobierno formado en 1949 existen opciones que no son siempre, de manera prioritaria, simple lucha por el mando. Y se manifiestan en la arena pública de la Enseñanza.
La Educación ha sido aquí, como ocurre habitualmente en distintas latitudes, un terreno de prueba, una maqueta que se pliega cuando corresponde pasar al mundo de la acción, a las sólidas premisas económicas, a los enfrentamientos de camarillas y jefes. La Cultura tiene un papel alegórico y con frecuencia premonitorio; en su reducido escenario los políticos representan proyectos conscientemente inviables que anulan otras posibilidades de expresión y tienen la virtud extraordinaria de justificar su dominio y copar el espacio disponible. Las aulas fueron en China la tarjeta de visita de facciones que, desde el Buró Central, propugnaban diferentes vías. Mao y los sectores más fundamentalistas del tándem Partido Comunista/Ejército aspiran-lo harán siempre- a repetir el modelo de Yenán, la comuna agrícola, el soviet obrero, el leninismo puro. El primer plan quinquenal, diseñado por moderados con apoyo de gentes de solvencia profesional y ciertas garantías de modernización y progreso, no les satisface, ven incluso en las pequeñas mejoras y los compromisos cotidianos para la construcción del país y la elevación del nivel de vida de los ciudadanos una amenaza contra el Estado Futuro, el Mañana radicalmente distinto, luminoso y que requiere ahora cuanta energía y medios estén disponibles. La Educación, con su espeso poso de tradiciones y de saberes minoritarios, representa esa sociedad necesitada de una buena poda. Como todo dirigente, Mao ensalzará la importancia de las aulas; pero éstas, al este y al oeste, servirán de caja de resonancia, sala de pruebas e involuntarios alféreces de ejércitos que los estudiantes desconocen. Tras las inevitables declaraciones sobre la importancia decisiva de la Enseñanza, la atención será desviada al crudo reino de los intereses y de los actos.
Si los calendarios no impusieran sus cifras, el instituto de 1973 podría estar anclado casi en cualquier lugar y en una de las muchas fechas a las que se refiere la gloriosa historia oficial del país. O quizás después; o antes. En un espacio rural, cercano pero apartado de la villa, enhebrado a otros centros similares en los que se vive al ritmo lento de las referencias a la misma idea. Alguien pasa, leyendo en voz alta. Uno duerme con la cabeza apoyada en la gorra y el rostro a medias escondido por el termo del té. Todos visten de forma similar, una mezcla de campesino y obrero que alude a la clase trabajadora. No hay más técnica que la rudimentaria de principios de siglo ni otros ruidos que el roce de un cepillo sobre la madera y el cacareo y los gruñidos de animales domésticos. El interior, lo que encierran las tapas de los pocos libros, las gomas de muchas carpetas, los párpados de los profesores que descansan en los reducidos cubículos del edificio adyacente, es del mismo estilo. Se ha logrado, sin duda, un viejo y repetido sueño: el que nace de la fijación a una época de juventud y, a partir de ahí, intenta, durante toda la vida, reconstruir el escenario del pasado y exaltante esplendor, y lo justifica sobradamente por la sinceridad de la querencia, por la pasión de ideales cuya sangre adherida se ha olvidado o jamás se ve. Sobre el instituto somnoliento Mao continúa jugando a Yenán, lo habrá hecho cada década desde el 49, y lo hará hasta la ficción final de apoteosis que le rodea en su lecho de muerte. La profesora extranjera percibe, en la aparente pacífica armonía de este reducto cíclico, la engañosa distorsión de las formas, la ineluctable, incluso consoladora, procesión del tiempo. No. Nada se repite, nada puede disponer una vez y otra el paisaje campestre de las tiernas e ingenuas ilustraciones que decoran las paredes, las canciones, los gritos entusiastas de lucha contra el enemigo y por la producción. Muy de mañana los altavoces han despertado al personal del centro con las acostumbradas consignas, himnos y vibrantes tonos de violín. Alguien vendrá por la tarde, de la fábrica cercana, y contará cuán desgraciada era su existencia antes del 49 y qué felices les ha hecho el Partido a él y a su familia. El relato es un palimpsesto de las primeras comunas, fue cartilla tras la Gran Marcha y se ha reutilizado en campañas sucesivas y escenarios tan cuidadosamente semejantes que sólo la evidencia del calendario y los sutiles, pero insorbornables, arañazos de los sucesos transcurridos marcan el paso de las épocas. Contra el sólido telón del mito originario, el líder sostiene la bandera de su legitimidad, y revive incansablemente la epopeya, actores y escenarios del gran momento pasado cuyos hechos se funden con el agudo sentimiento de victoria y la tersa textura de la piel. En un vértigo del cual nada las pequeñas vidas saben, él se ha visto proyectado a las alturas del demiurgo, ha encontrado el material dispuesto para la transformación entre sus manos; y todos los siglos del mundo por delante. Hacer uno, dos, mil Yenán.
El Gran Salto Adelante pretende ya la unificación del continente totalitario. Sigue a los grandes planes quinquenales estalinistas, respecto a los que China actúa como orgulloso y magnificador espejo emulatorio, y embarca al país entero en la primera catástrofe cuyas cifras de muertos le colocan en uno de los primeros puestos del ranking de exterminaciones del siglo XX. Según la práctica habitual, el núcleo maoísta, afirmado por la purga anterior y por el apoyo del Ejército y de una población con amplio componente juvenil, ya pasablemente fanatizada y cortada del mundo exterior y de cualquier punto de referencia que no perteneciese a los dados por el régimen, rompe amarras con la evidencia, desdeña las vidas individuales como necesarios costes del proyecto y propugna un voluntarismo férreamente dirigido con el que se garantiza el salto, en breve espacio de tiempo, a la modernización industrial, el fulgurante avance respecto a sus vecinos y el resto del planeta, la consecución de la meta comunista tan imperfectamente pretendida por la Unión Soviética y las diminutas Albania y Corea. La trama económica existente salta en pedazos, las familias son agrupadas en comedores comunales y sus cacerolas y cucharas fundidas en cientos de miles de hornos que, en estadísticas ficticias, presumen de superar día a día las cotas de producción de hierro y acero a base de vomitar lingotes inservibles. Esta vez se hará un Yenán obrero, quemando etapas y campesinado y proclamando milagrosos logros en todos los terrenos.
Para educación y cultura es un genocidio durable, que, por otra parte, se reanudará, apenas restañadas las heridas, con el Yenán siguiente. El intelectual y profesional de edad madura sólo puede ejercer la ciencia y el arte de la supervivencia; bajo las imperativas consignas de que el trabajo productivo debe estar unido a todas las actividades, los intelectuales someterse a los trabajadores y la práctica llevar la voz cantante sobre la teoría, los centros de enseñanza superior no conservan de tales sino el nombre. Se asiste a una proliferación de universidades rojas y expertas, simples centros de adoctrinamiento y escuelas de tiempo libre fundadas por las autoridades locales. Su principal función es engrosar las estadísticas de prodigiosos avances y, sin duda, no menos prodigiosa disminución del fracaso escolar. El descenso vertiginoso de niveles reales, la devoción por las magnitudes numéricas, el desdén por el concepto de calidad y la coacción y el terror ya tan organizados que forman parte de la médula de los comportamientos y llegan a no percibirse como tales dan los rasgos clave de la época.
Los síndromes de Yenán nunca pudieron ser atacados frontalmente por los que, desde el Gobierno, conservaban cierta visión racional. La maquinaria era extraordinariamente eficaz en un pilar de la construcciones orwellianas: la perfusión a las masas de un comportamiento, por mayoritario, adecuado, la creación de certidumbre en la orientación exclusiva de la legitimidad moral, la consagración definitiva del hito fundacional mitológico que se funde con el diseño indiscutible del futuro. En sordina y cuidadosos de mostrar públicamente su adhesión a las consignas de Mao, el Buró Político y el Consejo de Estado intentaron codificar por decreto las horas empleadas en el trabajo manual por unos estudiantes y profesionales cuyo nivel y rendimiento bajaban a ojos vistas. El Partido controla por entonces de forma completa todos los aspectos de la Educación y las directivas son obtener en tiempo mínimo resultados espectaculares y rápidas hornadas de especialistas, mantener un trasvase e intercambio constante de lugares de trabajo, de enseñanza e individuos, reducir los años de estudio, acrecentar el trabajo físico.
Exige muy especial consideración el tratamiento, en tales procesos, del factor tiempo. En sí, el tiempo del que la persona dispone está ligado indisolublemente a su libertad, como lo están las posibilidades de soledad, la elección de compañía y el ejercicio plural de la información y de la reflexión. Las campañas descritas aspiran a ocupar todo el espacio mental y físico del individuo, le sitúan perennemente enrolado en grupos, perteneciente a células, comités, departamentos y equipos, muestran el típico horror vacui de todo comisario político que se precie a la cuadrícula disponible y la desconfianza inherente al burócrata socialista respecto a autonomía e iniciativa. El régimen precisa de la movilización permanente, programa actividades continuas y dispone un ritmo de vida comunitario cuya única posibilidad de desconexión y aislamiento es el sueño. Puede disfrutar fácilmente, hasta derrumbarse por la evidencia de su ruina, de apoyos mayoritarios porque se sustenta en las capas del tejido social menos exigentes y más proclives a la sumisión. Proporciona, a cambio de control, la seguridad de lo gregario y se especializa en la ocupación sistemática de cada uno de los caminos por los que pudieran presentarse otras formas y opciones al pensamiento. El ejercicio de la individualidad se ve cada segundo mediatizado por el peso del colectivo que gravita en todo su volumen, como una masa de agua considerable, entre el sujeto y la superficie de la realidad. Al precio de algunas decenas, quizás centenas, de millones de víctimas por hambrunas, trabajos forzados, suicidios y represalias y al de una miseria intelectual difícilmente igualable el Gran Salto Adelante nos habrá dejado un cumplido ejemplo de metodología totalitaria.
Anteriormente, y durante los años que preceden a la campaña del Gran Salto, la década ha estado en buena parte marcada por el general esfuerzo pedagógico cuya efervescencia y reciente organización permite ciertos márgenes de pluralismo. En las empresas, el comité del Partido selecciona a los trabajadores que acudirán a las clases en sus horas libres. Entre 1957 y 1960 las cifras de matriculados alcanzan bruscamente cotas astronómicas. Reflejan simplemente el general procedimiento de adornar las estadísticas con los más fantásticos datos de producción, aplicado por igual a las toneladas de cereales, de acero o de diplomados. Priman el concepto de área, las disciplinas tecnológicas y la adecuación a las necesidades de la planificación. Respecto a la selección de estudiantes de enseñanza superior, su admisión a los exámenes de ingreso, que duran varios días, está condicionada a los certificados de presentación que proporcionan al candidato su escuela secundaria, unidad de trabajo o destacamento del Ejército. El temario varía según la carrera solicitada pero en todos los casos se exigen conocimientos políticos y lengua china. Con frecuencia, pero de forma variable según temporadas y materias, se incluye también un idioma extranjero, el ruso o el inglés, aunque con exenciones en el caso de candidatos que no los habían cursado en la escuela secundaria. Se consideraba esencial el origen del estudiante, sus referencias familiares favorables como militante, soldado, campesino o proletario, y se completaba su perfil con el examen de conocimientos políticos, que consistía en un test sobre su ideología y actitud respecto a campañas como las Cien Flores o el Gran Salto Adelante.
Las ventanas al oeste se fueron cerrando. Ya a mediados de los cincuenta los escritores europeos invitados a observar la revolución de la República Popular, y que serán tan fervientes propagandistas de ella como colaboradores por omisión en las ingentes cantidades de sumisión y dolor que ésta genera, hablarán de librerías estatales con obras chinas y, aparte, una sección de literatura internacional-donde, por cierto, no se citan libros hispanoamericanos ni españoles ni traducciones de éstos-en la que olvidan observar si el acceso es libre para la población local.1 Llega el turno de cerrarse a la última ventana que, con todos sus condicionamientos y distorsiones, se había mantenido abierta hacia el exterior: comienza el conflicto con la Unión Soviética como consecuencia lógica de una dinámica imparable de nacionalismo, autarquía y construcción en gran escala del hecho diferencial. A partir de ahí se abrirán ventanas extrañas cuyo recuadro ofrece vistas ficticias pintadas en un gran muro que rodea a los visitantes, los ciudadanos y al mundo voluntarista de los dirigentes.
A diferencia de la URSS, de la que fueron filtrándose datos, informes de disidentes y las evidencias cercanas de la situación en los Países del Este y del Muro, el régimen chino disfrutará durante décadas de la discreción, la opacidad y el beneplácito de los comentaristas europeos. Las ficciones de alegres campesinos, abundantes cosechas, prósperas aldeas y pulcros proletarios, que se desplegaban y plegaban a lo largo del recorrido de las visitas de Mao Tse-tung, han animado sin duda con su coreografía el turismo político-social de los extranjeros a los que se permitía entrar en el país. Era además de mal gusto, y se recibía con extrema frialdad, cualquier observación de éstos sobre los posibles problemas de la economía china, tema que sus anfitriones consideraban de categoría exclusivamente doméstica y restringida al ámbito privado. Si en Occidente se barajaban cifras de muertos, datos sobre la vertiginosa regresión industrial y la ruina agrícola, éstos se consideraban automáticamente como infundios lanzados por los servicios de propaganda norteamericanos. La Europa que arrastraba desde 1945 la deuda, primero militar y luego de reconstrucción económica, con Estados Unidos se complació en buscar lejanas independencias y gozar, alineándose junto a ellas, del reflejo de sus desafíos a la rica potencia cuya decisiva intervención se habían visto obligadas a agradecer las democracias del viejo continente a partir de la Segunda Guerra Mundial.
-¿Siempre quisiste estudiar español?
Pregunta la profesora extranjera al apacible colega que repasa sus apuntes.
-Oh, no. Al principio elegí el ruso. Para poder interrogar a los prisioneros.
En cuestión de diez años la nueva ventana al oeste se ha reducido a un búnker mientras los paisajes del mundo exterior han sido reemplazados por biombos decorados con una geografía humana que procede de las mentes y de la voluntad del Buró Político. La gran Rusia representó desde 1950 la nueva apertura hacia el espacio extranjero, el aprendizaje de su lengua reemplazó masivamente al inglés y la aislada China recibió ávidamente de ella, en la cruda época de la Guerra Fría, enormes cantidades de material científico, libros de texto, traducciones y obras literarias. La cultura anglosajona pasaba a un segundo plano y era recibida a través del filtro previo de las ediciones soviéticas. Entre las dos repúblicas populares circuló una corriente de profesores, becarios, formadores y estudiantes que probablemente duplicaba a los anteriores contingentes de jóvenes chinos que acudieron a universidades norteamericanas pero que no significa apertura alguna real del país sino involución. Las cifras pueden parecer elevadas respecto a las precedentes, pero son mínimas comparadas a la población de China, dependen rígidamente de las disposiciones y beneplácito oficiales y nada tienen que ver con la libertad o fluidez de desplazamientos ni con la ampliación del horizonte intelectual aunque ésta en ocasiones se diera. Se trataba de transplantar industria, copiar técnica, quemar etapas y cumplir planes. Durante diez años, en las escuelas superiores se aprende, enseña y lee en ruso, los dirigentes exhortan continua y fervorosamente al aprendizaje de los cooperantes soviéticos, y éstos enseñan, además de sus materias, teoría política según la premisa de que todo conocimiento está supeditado al enfoque en una correcta línea ideológica.
El ejercicio gimnástico según el cual las operaciones de la mente se adaptan a etapa, molde, ritmos e itinerario recoge las premisas de Yenán, las afianza con los usos ya habituales al discurso propio del régimen soviético y cumple a la perfección su papel de creación selectiva de la realidad. La utilización, durante este periodo, de la referencia de origen de la Unión Soviética como recurso de autoridad, el hincapié a la atención y la modestia con las que habían de seguirse sus enseñanzas, permiten a Pekín, a partir del enfriamiento de las relaciones entre ambos países, canalizar el descontento y la rebeldía hacia el indispensable enemigo exterior. Las declaraciones de amistad y admiración inquebrantables se verán reemplazadas, tras la ruptura, por todo tipo de quejas: copia literal de los materiales y métodos soviéticos sin ocuparse de las peculiaridades chinas, servilismo ante los textos extranjeros, transplante literal, sin modificación alguna, de los programas pedagógicos, abrumadoras tareas para los estudiantes, alto porcentaje de suspensos, actitud acrítica, mecánica y repetitiva de los profesores chinos ante los textos soviéticos, actitud altiva de los expertos extranjeros, etc, etc. Nada de esto era nuevo. El Acuerdo Chino-Soviético de Cooperación Técnica y Científica databa del 54 y en él se preveía el intercambio de científicos y estudiantes de la forma que mejor garantizara un aprovechamiento óptimo, por parte de la República Popular China, de los conocimientos de la URSS; el acuerdo incluía la sistemática adopción de la práctica y teoría soviéticas y la rápida traducción de los textos rusos .Nuevos acuerdos se firmarían cuatro años más tarde, cuando ya Mao Tse-tung estaba lanzando el Gran Salto Adelante, de forma que la campaña no sólo resquebrajó todas las estructuras del país sino que también sacudió las bases en que se sustentaba la cooperación con el hermano mayor socialista hasta culminar en la, aparentemente, brusca ruptura y la salida del país de los expertos soviéticos que, junto con sus familias, residían en China.
-¡Sintieron tanto marcharse…!. Algunos lloraban. La mujer del ingeniero me quería mucho, me trataba como a un hijo.
El bibliotecario sonríe mientras contesta a las preguntas de la profesora extranjera sobre el ambiente anterior a la ruptura con Moscú. Su respuesta sería un hermoso ejemplo del final predominio del sentir individual sobre las consignas, una grieta en la superficie del muro del discurso oficial, si no fuera porque, en distintas ocasiones y labios, cuando ella alude al tema, escucha frases del tipo:
-Me invitaron con frecuencia a comer. La señora me quería como una madre.
-Éramos para ellos su familia.
-Se sentían muy felices en China.
-No comprendían. Lloraron al dejarnos.
-Una despedida triste….
Ocurre que lo adecuado es distinguir entre las sanas inclinaciones del pueblo ruso-la masa es buena, a veces engañada, obligada otras a tomar falsos caminos-y las nefastas opciones de sus dirigentes. Hay que pensarlo, conviene repetirlo. Y lo repiten, como los tonos líricos integrados en los decididos acordes de un himno. Tarde, mucho más tarde, la cooperante comprenderá que las expansiones sentimentales forman parte necesaria del rígido proceso de alineación de la mente según una doctrina, y que, a mayor invasión monocolor del espacio interno, más imprescindible se hace el desahogo del suspiro y las lágrimas que, aplicado en el momento justo y según los ritmos y estímulos establecidos, circula por la esclusa, restablece niveles, y deja inalterados en la superficie los perfiles costeros de la topografía ortodoxa.
Llega también un día, para la extranjera, el lechero intempestivo de las botellas negras, la disposición inapelable, vertical, cuyo origen se pierde en un vértice gris. Con la misma premura que los expertos rusos, recibe, de las autoridades chinas, la orden de partida. Su presencia ya no es grata. El vacío se instala en torno suyo, el teléfono enmudece, los afectuosos conocidos han desaparecido enclaustrados en permanentes reuniones, se desplaza en un halo de cuidadosa soledad donde un saludo podría parecer la nota discordante en su nuevo estado de inminente y definitiva ausencia. Toda expresión de familiaridad y afecto ha quedado eliminada del trato de los que la rodean. Sólo en una ocasión de breve coincidencia a solas ve, como en el escaparate de una tienda cerrada, el vaho de conmiseración que acristala los ojos de un colega chino con el que ha intentado intercambiar unas frases y que, sentado frente a ella, al otro lado de la mesa, alza un rostro silencioso que se hunde enseguida en el fajo de papeles cuya primera página lee una y otra vez.
-Se volvieron locos.-dicen los comentadores rusos cuando hablan del ambiente que rodeó la ruptura con China-Estaban convencidos de que podían hacer puentes, diccionarios, operaciones quirúrgicas y planes hidrológicos con el pensamiento de Mao. Era imposible trabajar con ellos. Veían espías, detractores y saboteadores en cualquiera que no mostrara su entusiasmo por la campaña con la que debían saltar cincuenta, cien años hacia adelante.
Sustituyendo lugares y líderes, había mucho en las consignas chinas de las tremendas planificaciones estalinistas, los campos desolados y el obediente culto al acero. Se habla de una disparidad radical, entre los gobiernos de ambos países, cuando el Buró Político chino pisó el acelerador para dotarse de armamento nuclear. En el oleaje que zarandeó a millones de individuos, que vació en cuestión de días fábricas, embalses y departamentos de universidades y que dejó sin piezas de repuesto a las apenas instaladas cadenas de montaje podría existir un epicentro soberano cuyos trabajos Pekín se guardaba muy bien de turbar con experimentos ideológicos: la prioridad atómica.
Las ventanas al oeste lo son, durante esta primera década de gobierno del Partido Comunista Chino, como rampa utilitaria hacia la técnica; inglés y ruso funcionan como claves de ingeniería, electrónica, bioquímica y agronomía.. El ritmo es acelerado, los textos resumidos, los especialistas jóvenes, lo cual dice mucho de la purga que se ha efectuado, entre las capas cultivadas, durante los primeros años del régimen. El recurso a la memoria sigue en vigor, esta vez para reemplazar la comprensión dificultosa de páginas traducidas y extractadas con apresuramiento. El Ministerio de Educación Superior somete a un examen y a un filtro severo a los estudiantes y científicos que proyecta enviar al extranjero-en su mayoría a la Unión Soviética, pero también a Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón y otros países-para completar sus conocimientos. La Academia de Ciencias-como, en general, todas las instituciones culturales-ejerce, con su presidente Kuo Mo-yo, una labor de selección en la que ocupa lugar preponderante la fidelidad indiscutible al Partido Comunista. La planificación según estos criterios no parece siempre ajustarse a necesidades y eficacia; así, mientras la Agencia China de Noticias Sinjua informa, en 1955, de que buena parte de los estudiantes chinos enviados a la Unión Soviética se hallan en grandes dificultades para seguir las explicaciones a causa de su insuficiente conocimiento de la lengua del país, por otra parte, en el 57-58, se citan numerosos casos de graduados en ruso y en lenguas orientales cuyo número no corresponde a las necesidades del Estado, de forma que, no sabiendo dónde colocarlos, las instituciones se los enviaban de unas a otras. A pesar de los pesares sin embargo, y hasta el voluntarioso ensayo y golpe de poder maoísta del 58, durante esos primeros años el país ha ido estableciendo una red pedagógica, secundaria y superior y presenta un crecimiento sostenido de centros de enseñanza y de materias, en las que el español, al que la distancia geográfica y política sitúan fuera de la atención e intereses de la República Popular, es prácticamente inexistente.
Los estudios de Humanidades suelen recibir el primer golpe cuando se emprenden campañas que, como el Gran Salto Adelante y tantas otras, son incompatibles con la individualidad y gratuidad del pensamiento. Arte, Historia, Filosofía, Lingüística son los primeros, en 1958, en ser acusados de pecar contra la directiva de integrar el aprendizaje a la producción. Así, por ejemplo, los estudiantes de lenguas extranjeras aseguran que el alfabeto latino no tiene relación con el trabajo productivo. Las declaraciones de este tipo, que aparecen en las publicaciones de los departamentos, corresponden a la necesidad de manifestar la adecuada asimilación y aplicación de las consignas recibidas con el debido celo expresado en ejemplos concretos. Una de las tareas metódicas del circuito político consiste en enviar acuse de recibo de las circulares, incluyendo datos locales que avalen a efectos burocráticos la integración de las directivas a la actividad cotidiana. El impedimento, los argumentos a contrario, la defensa de la teoría filosófica o la belleza artística per se son inimaginables; pero la sumisión no basta. Se precisa la prueba escrita, debidamente ordenada en el flujo y reflujo de documentos que nutren al sistema, según la cual los nocivos usos anteriores han sido reemplazados, a la luz de la campaña en curso, por una nueva metodología y actitud.
El Gran Salto Adelante fracciona y diezma las todavía recientes estructuras educativas. Hay un gran silencio, una notable escasez de datos respecto al terrible trienio 59-60-61. Mao culpa a las malas cosechas y a la infidelidad de Moscú del desastre económico. El hambre es tal que los centros de enseñanza se paralizan para que estudiantes y profesores, que pasan buena parte del tiempo acostados, economicen al máximo esfuerzo y energía vital. Quizás también para que no utilicen la que les queda en elucubraciones extemporáneas que puedan poner en tela de juicio las explicaciones oficiales. Los expertos rusos han recibido, el 16 de julio de 1960 la orden repentina de regresar a su país y su retirada, que probablemente se gestó tiempo atrás en las altas cúpulas de los burós políticos, aparece ante la opinión pública como una traición, un orgulloso gesto de prepotencia que dejaba proyectos inconclusos y complejos industriales esquilmados de planos y repuestos. Los soviéticos hablan de fanatismo y delirio. Mao dispone ahora de las imágenes de un grande y próximo enemigo y de un planeta carcomido por la corrupción del capital. Su figura se eleva en un país devastado en el que los dirigentes más moderados carecen de peso y de fuerza para oponérsele. Son años de violenta fuga hacia adelante, el fallido salto lleva al Gran Timonel a concentrar el foco de atención en la escena internacional y planear, frente al aislamiento y los imperativos domésticos de la realidad, el liderazgo de la revolución mundial. Durante la crisis de los misiles, en 1962, Mao, junto con Fidel Castro, reprocha a la URSS su retirada. Como el presidente cubano, el Gobierno chino hubiera visto con agrado una confrontación nuclear, que no podía redundar, por cierto, sino en el debilitamiento del otrora gran hermano socialista. Pekín acusa al nuevo gobierno de Moscú de revisionismo y traición a la ideología comunista y a las enseñanzas de Marx y Lenin. Entre tanto, pese a las hambrunas, la crisis industrial, el aislamiento y la regresión, China continúa, en el lejano Sinkiang, el desarrollo de su armamento atómico, acelera la ocupación del Tíbet y se enfrenta con la India por cuestiones fronterizas que son una llamada de atención a cuantos hubieran podido creer en su debilidad.
Desde los despachos y la voluntad del Buró Político se dibuja una geografía nueva en la que China ocupa el liderazgo que siempre debió ser suyo e ilumina al desorientado magma de estados descolonizados y a los islotes dispersos de ideología común. Son tiempos de ayuda a los partidos comunistas de Vietnam y Laos, de estrechos lazos con Albania y de infiltración en movimientos marxistas que a veces se desdoblan en facciones prochina y prosoviética. Mientras en política interior Mao se ve forzado a permitir que, con Liu Shao-shi como presidente del Partido, los moderados reorganicen la maltrecha economía, cara al extranjero el régimen chino exporta la victoriosa certidumbre de su revolución, envía al pragmático pero siempre fiel Chou En-lai de gira por Asia y África y ocupa un lugar esencial en la iconografía del siglo XX.
Carteles. Carteles de una geografía ideológica en cierto modo medieval que coexisten, de puertas adentro, con las inmediatas exigencias de la razón práctica. En veladas cuya atmósfera apacible advertirá más tarde que es engañosa la extranjera averigua cuál era el contenido de los libros, las imágenes de las ilustraciones que cubrían las paredes, los fragmentos seleccionados que constituían el mundo de las aulas y las lentes hacia el espacio exterior. Dice mucho de la envergadura de la catástrofe del final de los cincuenta la rapidez con la que, pese a todo el poder de Mao, se intentó subsanar desde principios de los sesenta el daño ocasionado por el grande y fallido Salto. No otra cosa significan los reglamentos para escuelas primarias y secundarias esbozados desde 1961 y promulgados el 63 en los que cuadros chinos intentaban restañar los perjuicios ocasionados a la economía y la formación por medio de una política pragmática, prudente y dotada de un mínimo de realismo y análisis científico. Mao, siempre monopolizador de la pureza teórica y dueño de las claves carismáticas, sentimentalo-religiosas, de la movilización de masas, debía por algún tiempo dejar a los técnicos, economistas, administradores, la confusa tarea de habérselas con las realidades del país y con las ingratas concesiones a la praxis. Esto le serviría más tarde, durante su nuevo Yenán de la Revolución Cultural, para hacer de estos cuadros fáciles blancos de las excitadas iras antirrevisionistas y antiburguesas de la juventud.
Los occidentales que recorrieron algunas escuelas chinas y se entrevistaron con alumnos en esa época hablan de una recuperación de los valores de adquisición del saber, esfuerzo, rigor científico y logro académico. El énfasis se sitúa en los conceptos de conocimientos, estudio, capacidad y resultados. Ciertamente la formación política ocupa más espacio que la década precedente, pero ya no se distorsiona de manera continua el ritmo lectivo. Naturalmente los comentadores foráneos, en general benévolos por afán contemporizador respecto a cuanto a Mao y al nuevo régimen concerniera, se apresuran a señalar que The economic versus political, or pragmatic versus ideological formulations are false dichotomies.1 La misma autora afirma to say that the 1961-66 educational policy-makers were emphasizing economic development while Mao stressed politics would be simplistic and inaccurate. Con la perspectiva dada por el tiempo, o con simple visión objetiva de la realidad, pocas dudas podían tenerse sobre el papel que las consignas de Mao reservaban a la libertad del conocimiento y a la adquisición de saber. En el limitado espacio temporal y físico de las escuelas y de las jornadas lectivas, la vigilancia y perfusión política significaba un control permanente pese al cual, pero sin extralimitaciones, podían moverse los profesores y trabajar los alumnos, sabedores ambos de que su futuro finalmente dependía, no sólo del diploma obtenido, sino del beneplácito que a su conducta otorgaran los representantes del Partido. Susan Shirk omite el empleo que después fue hecho por Mao de la necesaria política pragmática versus los que la llevaron a cabo. Por decirlo llanamente, los reglamentos del 63 fueron el fruto de gente seria, harta de experimentos ubicuos y que, pocos años más tarde, había de pagar su iniciativa.
Desde la distancia que otorga la composición de artículos en la atmósfera de una sociedad libre, resulta quizás dificultoso dar, en la situación de los habitantes del mundo pedagógico chino de la época, el adecuado peso a términos como praxis y política, porque ésta finalmente poseía el poder-aunque se hiciese mayor o menor hincapié en él según rachas y conveniencias-de delimitar todas las fronteras, disponer de relojes y calendarios y canalizar desde su origen las fuentes de información. En el respiro entre dos campañas, se estaba dando en la China de los sesenta una curiosa dicotomía a la que Occidente no era ajeno: Continuaban, por una parte, las consignas, las profesiones de fe en dogmas de, no sólo imposible, sino indeseable cumplimiento, que sin embargo, en una primera lectura y a niveles primarios y viscerales, podían revestirse de grandes atractivos por su simplicidad y por el fácil consenso popular que a los dirigentes procuraban. En el terreno concreto, sin embargo, se buscaban resultados tangibles y medios adecuados. Educación y Cultura reflejaban, como siempre, la esencia del proceso que se estaba dando en todas las actividades. El objetivo había vuelto a ser la calidad de la enseñanza, del graduado, del profesional, lo cual ponía en segundo plano las escuelas mitad trabajo/mitad estudio, fundadas durante el Gran Salto Adelante, para dedicarse a las de estudio a tiempo completo. La prensa de la época afirma que las primeras tendrían como finalidad formar trabajadores con cultura y conciencia socialista que defendieran-según reza el vocabulario militarista en boga-el frente de la agricultura, mientras que las segundas se encargarían de los estudiantes capacitados para cursar estudios superiores. Cantidad deja de ser sinónimo o representación futurible de calidad. El Ministerio dictó medidas severas para elevar un nivel de conocimientos que, a todas luces, estaba bajo mínimos; en éstas subrayaba la importancia de matemáticas y lengua y la necesidad de unificar unos programas escolares y material pedagógico que la ofensiva contra universalidad, abstracción, tradición y teoría había reducido a un deslavazado mosaico de ensayos, localismos y propuestas. Se recordaba asimismo la necesidad de cuidar la calidad y dignidad académica del profesorado, nada bien parada en el experimento anterior, y para ello se dictó una serie de medidas a fin de aumentar su bienestar y mejorar su estatuto. En ellas se incluía la revisión de sus condiciones de trabajo, el ajuste de la escala de salarios y la concesión de primas a la antigüedad. No está de más reproducir un extracto de aquel reglamento educativo por las semejanzas que revela con lugares y años muy distantes ya de la China del 63.
I-Reglas Generales.
1-…La enseñanza será lo más importante…los conocimientos fundamentales y el entrenamiento en las ciencias básicas, de forma que los estudiantes tengan la base cultural necesaria para sus puestos de trabajo o para continuar estudiando tras su graduación.
4-…Es necesario llevar a cabo en profundidad la línea política del Partido hacia los intelectuales…el trabajo de unidad y educación de los intelectuales…Los profesores serán respetados y atendidos. Es necesario prestar atención a la mejora del estatuto social de los profesores y mejorar progresivamente su nivel de vida…
7-Los Comités del Partido ejercerán estrechamente su función directiva a todos los niveles en las escuelas secundarias de jornada completa. Se prestará atención a llevar a cabo trabajo ideológico y político entre profesores, estudiantes, dirigentes y auxiliares…
Afloran con toda claridad en el texto los dos elementos fundamentales: la voluntad de mejora real y la necesidad de mantener las obligadas referencias ideológicas, entre las que figura, por ejemplo, la disposición que incluye en el calendario un mes de trabajo manual para los alumnos y quince días para los profesores, con exención de los varones mayores de cuarenta y cinco años y las mujeres de más de cuarenta. Los estudios de lenguas extranjeras-ruso e inglés-se consideran esenciales. Se impone la generalización de libros de texto y de temarios y la necesidad de dar a las materias-lengua, historia, geografía-su contenido específico, separándolas de las clases de formación política. Se indica la conveniencia de ayudar a los estudiantes de menor capacidad pero se insiste en el desarrollo del talento de los más destacados. Los canales de educación ideológico-política están claramente establecidos. Su dirección corresponde a la célula del Partido en la escuela y la enseñanza se llevará a cabo a través del trabajo del profesor en clase, de las actividades de la Liga de la Juventud Comunista y de los Jóvenes Pioneros y por medio de clases de política.
Por abrumador que parezca, y es, el volumen que ocupa el adoctrinamiento político, conviene observar que las indicaciones expresas procuran delimitar sectores no destinados a él, lo que representa un avance intelectual indudable respecto a situaciones de continua permeabilidad entre materias y omnipresencia de las consignas. El orden en que se citan las tareas de los profesores no es aleatorio, como no lo es ningún detalle que implica jerarquía en los documentos oficiales chinos:
35-La principal tarea de los profesores es enseñar a los estudiantes bien…Las condiciones básicas son…:
Enseñar buenas lecciones.
Preocuparse con afecto por los estudiantes.
Servirles de modelo.
Estudiar asiduamente…y estudiar el marxismo-leninismo y las obras de Mao Tse-tung. Estudiar a fondo en su especialidad.
38-Procuraremos estabilizar el trabajo de los profesores. No cambiarles repetidamente de escuela o de materia enseñada…Excepto en circunstancias extraordinarias, el estudio político y las reuniones del Partido, la Liga y la Unión (de Profesores) y las actividades sociales se mantendrán en los límites de la sexta parte del tiempo de trabajo…
No hay que echar, empero, campana alguna al vuelo cuando se intenta ver en estas medidas los tímidos rasgos de un sexenio liberal y, en este sentido, no le falta razón a Susan Shirk cuando habla de la falsa dicotomía entre política y práctica. La República Popular China ha sido objeto, como es habitual uso, de la adulación general a la situación establecida, y más dadas las cualidades de extensión, fuerza y aparente irreversibilidad que caracterizaban a su régimen. Nadie pensaba que los condicionantes de base pudieran cambiar; por ello la crítica se resumía a las variantes y el detalle y estaba viciada por una perspectiva que implicaba la aceptación, con esperanza de componendas, del conjunto. Esto sin contar con la general simpatía que inspiraba un sistema todavía en rodaje, que parecía garantizar el orden y proclamaba como finalidad el bienestar de millones de personas. Mucho después de sus épocas fundacionales el Partido Comunista Chino continuaba gozando, en todas sus disposiciones, de la benevolencia de la opinión mundial, nada dispuesta al análisis del sistema que llevaba funcionando desde bastante antes del 49, en los grandes soviets de Yenán, y que había probado anteriormente los desastres que podía ocasionar en su homólogo ruso. Muy al contrario, éstos reforzaron la general simpatía hacia el experimento chino. Representaba la segunda oportunidad de algo que quizás en un primer ensayo podía no haber salido bien. A partir de esta consideración de rango prioritario, la permanente situación coactiva inherente a cada esfera de actividad del régimen se difumina en un segundo plano de supuesto necesario. Las normas educativas antes citadas se sitúan, por ejemplo, bajo las prioridades y disposiciones que describe más tarde, el apartado 7º:
VII-Trabajo Administrativo.
41-El director es la persona responsable de la administración de la escuela. Bajo la dirección del Comité local del Partido y del departamento educativo administrativo en funciones.
45-El municipio es responsable de admisiones, castigos….
46-La dirección del Partido Comunista es la garantía básica de que las escuelas están bien administradas.
47-Los Comités del Partido asignarán cuadros del Partido a todos los niveles en forma planificada.
48-La Liga de la Juventud Comunista, bajo la dirección del Partido, desarrollará activamente su función de asistente del Partido y ayudará a la administración de la escuela a hacer una buena labor.
Los cuadros dirigentes de la escuela deben estudiar asiduamente marxismo-leninismo y las obras de Mao Tse-tung.
Cualquier veleidad de lectura aperturista queda descartada. El marco de la acción educativa no puede ser más estanco ni férreo. Lo que se persigue es obtener cierto rendimiento por las mismas razones que habían obligado a racionalizar mínimamente el ritmo de comunas rurales y fábricas. Incluso este período de discretísimo coto a los más llamativos excesos será imperdonable para el maoísmo, que ya prepara contra el traidor Liu Shao-shi las violentas acusaciones de revisionismo en la enseñanza que lanzará pocos años después.
El hincapié que se hizo respecto al aprendizaje de lenguas extranjeras es notable y recuerda a esos últimos barcos que el emperador enviara, más por prestigio que por avidez de conocimientos, antes de amurallarse contra el mundo exterior. El estudio de idiomas se restablece y recomienda en las escuelas secundarias e incluso en las primarias que tuvieran posibilidades de ofrecerlo. Es curioso que en 1963, fresca la ruptura y en plena crisis las relaciones con Moscú, se siga aconsejando, junto con el inglés, la enseñanza del ruso.
11-…Las lenguas extranjeras son un importante instrumento para el estudio científico y el conocimiento cultural, así que debemos esforzarnos más en reforzar los cursos de aprendizaje…Según los recursos de enseñanza disponibles las escuelas establecerán cursos de ruso o inglés. Debemos gradualmente llegar a un punto en el que los graduados de las escuelas secundarias, ciclo superior, tengan nociones suficientes para la lectura de lenguas extranjeras.
Conociendo el espíritu de aprovechamiento y economía del país, la explicación es simple: Pese a la ruptura, los textos de procedencia soviética seguían circulando por China y constituían un material científico y pedagógico de gran importancia. Más aún si se tiene en cuenta que buena parte de los profesores formados en los años cincuenta no conocían sino el ruso y que éste además era para los universitarios chinos la lengua vehicular de traducciones y resúmenes de obras científicas anglosajonas. La comisión encargada de redactar el reglamento educativo intentaba establecer programas modernos, similares a los de las escuelas occidentales y abiertos a la previsible y progresiva apertura de China al mundo. ¿Los cuadros en el poder en 1963 no eran acaso los jóvenes que habían abogado con tal fervor en los años anteriores a la victoria por la implantación de corrientes occidentales como la democracia, la república, el marxismo; y por la lectura y conocimiento de obras extranjeras que les habían alimentado a ellos mismos?.
A mediados de los sesenta el Ministerio de Educación Nacional responde a los escasos visitantes extranjeros que no dispone de estadísticas, sin embargo Robert Guillain, tras su viaje, da algunas cifras que sorprenden por la escasez que, a niveles altos y medios, reflejan. Señala que en 1964 se graduaron doscientas mil personas en estudios superiores, había tres millones de profesores y noventa de alumnos de primaria. La gran mayoría de estudiantes se dedicaba a las ciencias y, en el polo opuesto, un porcentaje mínimo al derecho o la economía. Esto, incluso añadiendo las clases nocturnas para adultos, difícilmente puede presentarse como un deslumbrante logro en un país de tal población y subraya sin necesidad de comentarios el efecto de las campañas, y el ambiente, que barrían regularmente las aulas. Guillain anota la intensidad del adoctrinamiento político a todos los niveles, de la guardería a la universidad, anotación que contradice las acusaciones hechas a cuadros académicos durante la Revolución Cultural según las cuales no se daba a la política la importancia debida, y que ratifica la capacidad del sistema de superarse a sí mismo en movilizaciones desastrosas. En la guardería la niñera explica cómo enseña a niños de cuatro y seis años a amar a los amigos y a odiar a los enemigos de clase. Los enemigos son los terratenientes, los reaccionarios, los imperialistas americanos. Un periódico proclama Nuestros bebés que están aprendiendo a hablar saben ya balbucear “¡Presidente Mao!”…En la guardería juegan a desfilar bajo las banderas rojas, cantan canciones revolucionarias…Gritan “¡Viva Mao!. ¡Viva el Partido Comunista!”. En la universidad el adoctrinamiento marxista toma todas las formas posibles. Hay sesiones en las se informa a los estudiantes de lo que conviene pensar sobre la actualidad política (inútil añadir que ni estudiantes ni pueblo llano tienen acceso a forma de comunicación libre alguna, sea emisión de radio, prensa o cualquier tipo de documento grabado o impreso). En las sesiones citadas se difunden y comentan las tesis oficiales y se rechazan las desviaciones condenadas por el Partido. La autocrítica y la crítica pública de otros se practican con frecuencia, asegurando así la atmósfera de delación y vigilancia mutua y el control ubicuo de cada persona por el Partido. Hay aquí-observa Guillain-de doscientos a trescientos millones de jóvenes chinos que forman la juventud más dócil, más políticamente correcta, más dispuesta a aclamar a sus jefes que ha existido nunca en un país totalitario
La Revolución Cultural supo capitalizar esa muda e intensa represión, y canalizó adecuadamente hacia los objetivos deseados la soterrada agresividad resultante. Dos años más tarde esa juventud estrictamente dirigida en pensamiento, palabra y obra no aclamará sino a un jefe.
Amanece sobre un instituto de lenguas que, en este país, puede ser cualquiera, que, sorprendentemente, podría ser aquél-pese a los siete años transcurridos, a las tormentas desencadenadas y disueltas durante ese periodo-en el que transcurre la estancia de un de inglés cuyas memorias la profesora extranjera lee,. Nada ha cambiado de forma substancial entre lo que ella vive y lo descrito, el mismo reloj da vueltas en su círculo y los jóvenes recorren un patio al que dan las ventanas del edificio rectangular. Allí viven, como los profesores y como, en su soledad, la cooperante preferiría incluso vivir ella misma. Porque en realidad no hay ciudades. Existen huertos, aceras y muros que delimitan talleres, casas, cooperativas, calles. Fuera de la unidad de trabajo no hay salvación. En la escuela se vive siempre en un régimen de internado, que los estudiantes abandonan en las vacaciones de verano y de año nuevo. Su jornada es comunitaria y llena hasta los bordes desde el fin del sueño, a las cinco o las seis de la mañana, según la estación, hasta que se apagan las luces a las nueve y media de la noche. Hacen gimnasia, se duchan, desayunan, van a clase, comen, hacen religiosamente la siesta, vuelven a clase, cenan, estudian, duermen. Sus actividades se concentran en el estudio de lengua extranjera, lengua china, política, educación física y entrenamiento militar. Durante el recreo los altavoces transmiten música y consignas. Las habitaciones son conventuales y sin apenas calefacción. En la biblioteca los estudiantes leen sin quitarse su gruesa chaqueta guateada. No existen laboratorios de lenguas; sólo radios y grabadoras.
Por entonces, en ese curso del 65-66, maestros y alumnos desgranan, con mayor o menor fortuna, cadenas gramaticales en la lengua que practican pero sus conocimientos sobre el país y la literatura a los que pertenece son de una pobreza extrema. Los profesores de mayor nivel y más edad utilizan algunos textos literarios que desaparecerán según vayan llegando directivas de dar énfasis a la enseñanza oral, el léxico imprescindible para un intérprete y los temas políticos chinos. El personal universitario gana unos trescientos yuanes al mes. Un año más tarde los guardias rojos reducirán un sesenta por ciento sus salarios, que se seguirán considerando excesivos porque el supuesto status preferencial de los intelectuales-silenciando sus méritos- parece ser socorrido blanco común de las campañas políticas. Los salarios de los colegas de la cooperante extranjera no sobrepasan, en 1973, los sesenta yuanes mensuales, lo que equivalía a unas mil ochocientas pesetas. El profesor de inglés gozaba del insólito lujo de la compañía: la expansión dada al estudio de las lenguas extranjeras había hecho que, en los años sesenta, se contratara a gran número de cooperantes nativos cuyas dotes profesionales no solían ir en consonancia con sus simpatías hacia el régimen. Se escogían a propuesta de intermediarios como las asociaciones de amistad con la República Popular y los partidos comunistas y socialistas alejados de la obediencia soviética. Las relaciones que con ellos mantenían sus colegas locales no superaban, en trato humano, a las establecidas con la grabadora. Según aumentaba la presión política preludio de la Revolución Cultural, los chinos extremaban, respecto a los extranjeros, cortesía, prevención y distancias. Con razones, como el pasado y el futuro mostraban, sobradas para ello. La atmósfera pedagógica era igualmente imprecisa y cauta, atrincherada en repeticiones y tópicos, atenta a los cambios que, de un día para otro, marcara la prensa oficial (los medios de comunicación en su totalidad lo eran, y continuaron siéndolo). En esa época, como en las posteriores, se daba una curiosa, pero habitual en tal contexto, contradicción: la labor docente carecía de posibilidades de planificación y centralización en sus planes y contenidos pero esto, lejos de representar espacios variados de libertad, era la inestabilidad mantenida voluntariamente por un sistema que no permitía más seguridades que las marcadas, día a día, por él mismo y que fragmentaba de continuo el ascenso del pensamiento hacia categorías altas y universales, sometiéndole a la dependencia del localismo y la ignorancia a causa de la amenaza que implicaban la reflexión y el logro personal.
Medidos en perímetro y contactos, enfundados en la diferencia que todo se encarga de subrayar, los extranjeros lo son infinitamente. El gran archipiélago que un largo invierno está fundiendo en una superficie sin fisuras escupe la materia ajena; la ideología nunca dice rechazar por razones de etnia, pero su patria es más exclusiva que la de los antiguos mitos y la sangre. Por él circulan observadores occidentales que, en su abrumadora mayoría, no verán más que lo que deben, no contarán sino lo que se les ha suavemente indicado. En él también residen esos cooperantes que adquieren súbitamente una dignidad oficiosa cuyo especial consideración justifica su aislamiento. Ganan poco, pero ese poco es entre seis y doce veces más que sus colegas chinos, viven en apartamentos que para la gran Esparta oriental son un lujo, su horario y trabajo son más reducidos, su nivel de decisión e información son nulos, les corresponde preparar y supervisar textos, pero cualquier comentario sobre la incomible jerga política que deben aceptar en ellos se encuentra con el vacío cortés y con la incompetencia lingüística de las autoridades.
La cooperante extranjera se sorprende al leer el relato del inglés. Ella creía que hubo, antes del 66, una bonanza, cierto respiro, y lo que encuentra es el retrato inmutable del mismo universo que a ella la rodea, sin veleidades de humanismo o apertura que tal vez sólo el ansia por hallar el factor humano y la progresión hacia la mejora hizo imaginar a los extranjeros que la habían precedido. Lee los textos: Hoy es el Día Nacional. El cielo es azul. El sol es brillante. Estamos contentos.
Esto es un retrato del Presidente Mao. El Presidente Mao es nuestro gran dirigente. Amamos al Presidente Mao. Somos buenos alumnos del Presidente Mao.
Y siguen ejercicios del tipo: ¿Aman ustedes al Presidente Mao?-Sí, amamos al Presidente Mao.-¿Qué dice el Presidente Mao.-Dice que hay que estudiar a fondo y hacer progresos cada día.
Para segundo curso emplean textos más elaborados, como Karl Marx: científico y revolucionario, adaptado de un artículo de Paul Lafargue, que utilizan durante quince clases, desgranan, repiten, memorizan y fragmentan de una forma exhaustiva.
El mismo texto se sigue utilizando en el centro en el que la cooperante extranjera, en 1973, trabaja.
Y el mismo método. Porque, lejos de representar innovación y riqueza, la fabricación artesanal y colectiva de material destinado al aprendizaje es un dechado de restricción y medianía que se vacuna contra la responsabilidad personal con el recurso al empleo previo por otros y a la autoría de grupo, el cual, a su vez, ha glosado un fragmento colectivamente seleccionado y sometido a diversas aprobaciones. Garantizada su inocuidad ideológica-que el cliché abundante, la reiteración y la mediocridad estética e intelectual aseguran-, el texto se somete a un proceso minucioso de preguntas/respuestas agrupadas por párrafos, que cubren vocabulario y modelos de construcción. Lo acompañan las frecuentes audiciones de grabaciones del texto, y las repeticiones de él por los estudiantes en voz alta. El entrenamiento en este ping-pong catequístico permite a los alumnos desgranar sus frases al vigoroso ritmo de un contestador automático. Los profesores chinos se aferran a la repetición y a los escritos y rehúyen las variantes propias de la lengua hablada, los imprevistos y los cambios. Cuando sus colegas extranjeros les proponen cambios metodológicos, zambullidas en el uso vivo y coloquial, aquéllos defienden los párrafos y usos que les proporcionan seguridad y expresan los conceptos abstractos que precisan introducir constantemente en las consignas políticas; también alegan que los métodos defendidos por los extranjeros de países imperialistas son de origen americano. Los raros y muy moderados intentos innovadores se verán cortados por los acontecimientos que, en 1966, colapsarán toda la vida académica.
Las ilustraciones y dibujos venían en ayuda de la escasa capacidad gestual y la poca seguridad del docente local. Éste solía permanecer en pie, envarado, frente a la clase, al estilo antiguo. Sus alumnos mantenían al escucharle una curiosa actitud frente a la verdad: se suponía que el contenido de las frases debía ser tan correcto como su gramática. Nunca se hacía uso del sentido del humor ni de la fantasía y el texto parecía investido, por el hecho de serlo, de una autoridad probablemente relacionada con el monopolio oficial de la difusión de información y de la palabra escrita.
Nunca se valorará lo suficiente, en todas sus dimensiones, el peso del componente miedo en aquella etapa Y en las demás-incluida, por supuesto, la actual-en la que éste se utiliza, se difunde y presta su inestimable ayuda a la añoranza de control y medianía. La palabra no se suele citar jamás y despierta una reacción de inusitada defensa y exposición de principios cuando el elemento exterior, la cooperante extranjera, plantea explícitamente la palmaria evidencia del temor y restricciones que bañan la práctica cotidiana. Por entonces, en China, una de las responsables políticas del instituto, miembro del Partido, afirmaba con solemnidad el común disgusto ante la suposición de la censura de actos y palabras ya que ellos gozaban de la plena libertad de la dictadura del proletariado. Acto seguido se volvía a la exégesis de párrafos de los que se trillaban líneas de perfecta corrección. El mecanismo tenía las ventajas de la facilidad intelectual, por su ínfimo nivel discursivo, y de la indiscutible aceptación, no sólo por los dirigentes, sino también por los alumnos a los que iba destinado, los cuales mal podían atreverse a criticar la forma, gramática, interés o criterio de selección de páginas que repetían loas al Presidente y al Partido y consignas de obligado cumplimiento. La metodología que justifica la pobreza del contenido con la fidelidad a los principios es generalmente utilizada en tales campañas. La peculiaridad china radicaba en la inmensidad de su extensión y en el monopolio absoluto del poder.
El grupo de profesores, en su recopilación previa, se inclina sobre traducciones de las obras de Mao Tse-tung, de discursos y editoriales aparecidos en boletines de la Agencia de Noticias Sinjua, y sobre viejos manuales repetidamente expurgados. Las innovaciones, que pueden presentarse como revolucionarias y entusiastas, operan, en cualquier caso, sobre materiales semejantes y giran, en constante referencia, en torno a frases del Líder. No todos los estudiantes, sin embargo, reciben aprovisionamiento por los mismos canales. En el sistema educativo se refleja la red piramidal que rige la sociedad en su conjunto, y así los escogidos para el funcionariado en departamentos dependientes del Ministerio de Asuntos Exteriores sí tienen acceso a cierta cantidad de escritos extranjeros, que consistía en gran parte en artículos de periódicos occidentales de ideología afín (quizás convendría evitar, por profilaxis léxica, el recurso a izquierdas/derechas), pero que también incluía diarios de amplia circulación.
De haberse detenido el tiempo ese año, todo el proceso emprendido por el Buró Político chino figuraría ya en el pódium de las dictaduras totales típicas del siglo XX. Pero los meses siguientes probarían que el perfeccionamiento en control y sumisión es tarea siempre superable.
Cultura. Palabra terrible, peligrosa. Tanto que en su nombre, en el nombre de las mejores palabras, se envuelven las peores abominaciones, los movimientos que aplanan con lenta seguridad las cimas, las barreras que sofocan con su tela oscura bocas reducidas a la costumbre del silencio. Pocos se atreven a sacar la pistola limpiamente ante el hervor insoportable de la inteligencia y le proclaman la guerra con la brutalidad de la fuerza y del grito. El uso habitual consiste en tomar la Cultura, y hacerla avanzar vestida para la circunstancia, transformada en la sumisa vaciedad de su contrario, alhajada del discurso del aspirante a comisario general. La acompaña el sucedáneo de notables, con diplomas de título robado, uniformes de la misma talla y clamores de unidad. Y tras ella siempre quedan bibliotecas abandonadas, libros reducidos a páginas sueltas y carteles, mientras en la línea del horizonte intelectuales recientemente desmochados y cargados de arena rellenan los cimientos de un inútil y enorme edificio de congresos.
Gran Revolución Cultural Proletaria. Sólo la primera palabra, por su gigantismo, corresponde. En cuanto al resto, el movimiento estaba destinado a mantener en el absoluto poder, de forma indefinida, al Presidente, el grueso del Ejército y el núcleo ortodoxo del Partido Comunista Chino. Era tiempo de otro Yenán, de la catarsis regular y predecible en la que se sumergían jefes sin más paraíso que la vieja guerra y que extraían de ella la nueva juventud de una continua justificación, el gusto excitante de una forma de existir.
Los compañeros de la profesora extranjera son-lo descubrirá pronto-supervivientes. Tienen la espalda, y algo permanente en su interior, curvada en la postura de quien está acostumbrado a presentar la mínima oposición al viento fuerte, de quien jamás cometerá el pecado nefando de destacar entre iguales. Tras ellos existe un pasado que para ella, para Isa, es inimaginable, pero que sin embargo comienza a imaginar. Porque un buen día de 1973 alguien a quien reprocha el ridículo de las danzas, Libro Rojo en mano, a las que ellos poco antes se libraban mañana y noche frente al retrato de Mao, le responde:
-Tú no sabes lo que hemos pasado.
Y ella se da cuenta de que lo sabe, y de que nada, ni horizontes, ni promesas, ni devociones ni silogismos, justifica que nadie pase por aquello. Sólo ha comenzado a saber el principio, pero no existen puertas hacia el secreto. La evidencia siempre ha estado allí, desplegada, temible, protegida ante el mundo por la aparentemente irremediable solidez de su espanto. No ha sido necesario un viaje al continente oscuro donde, en un pueblo perdido de la selva africana, al final del trayecto por un remoto río. un hombre se encuentra a otro que ha hallado el corazón inexplicable del horror. Éste de China es un horror organizado, tranquilo, bajo un cielo límpido, explicado con argumentos razonables, ofrecido con finalidades benéficas. Puede habitarse en él y no advertir el metal implacable del que están hechos sus sueños. Se ha visitado entre sonrisas, va a perdurar por el argumento doble del hecho consumado y la consumada cobardía de quienes, de lejos, jugueteaban con el sonido de las palabras y sonreían a un paraíso que podía ser su propio, e inocuo, Yenán.
La evidencia no comenzó con aquellas palabras. Viene del avión y de los primeros pasos, de la recepción, las calles, el enorme mural sobre el Presidente y los muros alumbrados por una bombilla triste. Existió continuamente, incluso en los sueños y en las escapadas a la naturaleza, en la que Isa bebía la sensación de algo gratuito y libre, en el arte que emergía entre cascotes sus restos de náufrago. Pisaba el territorio más devastado de libertad que imaginarse pudiera.
El cual construyó sutilmente, más allá de la experiencia y del recuerdo, inacabables caminos que ella debería, obligada por la inutilidad misma de la empresa, recorrer.
La Gran Revolución Cultural Proletaria, campaña de movilización de masas en gigantesco formato, tuvo una larga y cuidadosa preparación del material y métodos por parte de MaoTse-tung y el Mariscal Lin Piao mucho antes de que apareciera el veinticinco de mayo de 1966 en un muro de la Universidad de Pekín el tadzupao (cartel en grandes caracteres) de siete profesores criticando a las autoridades académicas. Las instituciones de enseñanza cierran. Los alumnos, ahora Guardias Rojos, se desplazan junto con los profesores, ven al Gran Líder en la plaza de Tien An Men, visitan los lugares sagrados revolucionarios, viajan por el país. Un océano de citas del Presidente, pequeño Libro Rojo y todo tipo de medios de comunicación barre sustancialmente cuanto no es-en cultura, arte, literatura, pensamiento, etc, etc, etc-Mao Tse-tung.
El telón desciende con cierta brusquedad, desplegado por el EPL, Ejército Popular de Liberación. Éste se encarga también, con la notable rapidez y eficacia que la práctica proporciona, de retirar de escena, fragmentar y depositar en diversos lugares de la extensa geografía china a los figurantes. La apoteosis deja entrever la remisión y el declive. El 22 de febrero de 1967 tiene lugar en Pekín un Congreso de Guardias Rojos, la juventud sigue enzarzada en torneos de celo maoísta, pero ya se esbozan llamadas al orden desde el Comité Central, hacia el que, con lenta certidumbre, el Presidente canaliza las etapas finales, y decisivas, de la purga contra los que le reprocharon la catástrofe del Gran Salto Adelante. En 1969-70-71 intelectuales y profesores se reeducan en el campo y las fábricas, los estudiantes trabajan en comunas agrícolas. Museos y monumentos están cerrados esperando que se rectifique, según las nuevas directivas, su material, o porque ha sido dañado su patrimonio artístico por el celo de destrucción de lo viejo para que brote lo nuevo de los Guardias Rojos. Librerías y bibliotecas han sufrido una severísima purga tras la que no ha quedado prácticamente sino la efigie y textos-multiplicados en mil formatos y caracteres-de MaoTse-tung, y , en menor cantidad, de los clásicos del marxismo.
Naturalmente el uso de términos como reeducar y sus variantes, véase rectificar, la vuelta a la forma recta y justa, la utilización de todo cuanto a educación y cultura concierne, tienen un papel muy específico, se sitúan en primera fila entre los utensilios para extirpar la libertad, la calidad, la individualidad y la inteligencia, y para ello se valen de un óptimo definido, de un puñado de conceptos de elemental expresión y comprensión a los cuales se desplaza el polo único de referencia, de manera que, fuera de ellos, valores, personas y objetos dejan simplemente de existir o son tolerados según el utilitarismo inmediato que pueden presentar para los que han logrado el monopolio de la autoridad. En China se dio una conjunción rara, probablemente única, de clanes de poder superpuestos, y de ahí la insólita dimensión del fenómeno. En casos más fragmentarios y archipiélagos reducidos se utilizarán recursos semejantes, pero en un formato en función del perímetro de las parcelas de autoridad disponibles.
El mundo exterior también cierra en el 66. Ya había sido reemplazado previamente por un curioso decorado de islotes revolucionarios empeñados en la lucha contra las fuerzas del mal, en África, Hispanoamérica, rincones de Asia, y por un océano general de pobres y oprimidos sobre cuya corteza tectónica imperaba, por la sola fuerza de las armas y el dinero, la vegetación espuria del mercantilismo y el capital. Ahora que las universidades se vacían, que de las escuelas parten escuadrones con banderas y que los libros saben, temblorosos, que llegó su hora, cuanto es extranjero se cotiza a mínimos, incluidas las lenguas que tardarán años en volver a escucharse en las aulas. Por el contrario, hay un gozoso reencuentro con la xenofobia, que nunca ha estado demasiado lejos de la llamada a las vísceras y las movilizaciones. El imprescindible enemigo externo tiene los pálidos colores de la piel de los occidentales, el pelo claro y los ojos acuosos de los banqueros. Las excepciones, los raros justos que han ayudado a la causa china y del proletariado internacional, se pasean bajo palio y quedan luego convenientemente aislados en su urna. Si anteriormente era difícil, controlado, mal visto, el contacto con extranjeros, a mayor auge de las movilizaciones más imposible y sospechoso éste resulta. La China que denunció la vida elitista de las minorías coloniales ha reducido desde el 49 la presencia occidental a una élite forzada cuyas fronteras la Revolución Cultural limita prácticamente a la escasa presencia diplomática. Los estudiantes de los institutos de lenguas tienen una actuación señalada, durante esta época, en razón de su dependencia del Ministerio de Asuntos Exteriores, el cual es violentamente criticado por los guardias rojos, sobre todo a partir de los incidentes contra legaciones y establecimientos chinos en Indonesia, donde, tras un oscuro intento de golpe de Estado y enfrentamientos con grupos marxistas, estalló en 1965 una violenta ola de agresiones, especialmente en el campo, a cargo de unidades militares y grupos musulmanes, que se saldó con cientos de miles de muertos y con la expulsión y pérdida de bienes de la próspera colonia china. El apoyo a grupos maoístas en otros lugares contribuía al aislamiento diplomático de Pekín y avivaba la agitación en Hong Kong. Pero tal situación producía cierto exaltante sentimiento de faro y asedio. Frente al degradado Hermano Soviético y el capitalismo abocado a los vertederos de la Historia, China ocupaba el lugar del Centro que siempre había sido el suyo. El mundo, y ella misma, disponían de población suficiente para permitirse todos los experimentos y audacias con el saldo desdeñable de millones de víctimas que carecían de relevancia en contraste con el futuro que se pensaba construir.
Los estudiantes reprochan, en 1967, a un Ministerio de Asuntos Exteriores cuyo único aliado incondicional en Occidente es Albania haber favorecido moralmente la aniquilación de los movimientos comunistas indonesios, y centran sus críticas en la visita que Liu Shao-shih había realizado a ese país en 1963. Los guardias rojos extienden sus acusaciones a todos los funcionarios del Ministerio, atacan el edificio y se apoderan de documentos en los que esperan encontrar pruebas contra los traidores. La consigna de estos alumnos de institutos de lenguas extranjeras, organizados en lo que denominaban centro de contacto de rebeldes revolucionarios, era desenmascarar completamente a los traidores emboscados en esta institución burguesa. Algunos altos cargos como Chen Yi se negaron a aceptar su control y les aconsejaron que fueran a pelear a Vietnam y no a su despacho. Otros, como Chou En-lai, discutieron con ellos cuarenta y ocho horas seguidas.
Pese a la aparente anarquía que parece señorearse de algunas provincias, al caos económico y social, a las luchas entre facciones maoístas con rojos de todos los tonos del espectro y a los miles de muertos, nada tan predecible y ordenado como este supuesto movimiento de masas, cuyo pasos son observables desde principios de los sesenta y llevan la impronta del Ejército y de buena parte del Partido Comunista. En septiembre de 1962 había tenido lugar el X Pleno del Comité Central, que años después sería presentado por los maoístas como la inauguración de la gran revolución cultural socialista. En el 63 se puso en marcha la gran revolución, es decir, una campaña masiva de adoctrinamiento político centrada en el culto a Mao y al colectivismo y en la exposición, entre los ciento treinta millones de jóvenes que no los habían vivido, de los males de la antigua sociedad. En febrero del 64 se dio luz verde a la campaña Aprender del Ejército, en el que ya había organizado desde 1961 el Mariscal Lin Piao el estudio del maoísmo y llevado a cabo experiencias de trabajo movilizador de masas cuyos métodos serían generalizados luego con toda la juventud y en todo el país. Además del tono castrense, no podía faltar en escuelas y universidades, como ocurrió a los pocos meses, el movimiento de rectificación cultural, con purga y destitución de intelectuales y censura de organizaciones y obras. Esto no significó la paralización de la vida académica pero dio ya comienzo a la práctica de enviar a trabajar al campo a las personas con un nivel de educación y, en periodos alternados con los lectivos, a muchos estudiantes. También significó la entrada en el cuerpo directivo de los centros de enseñanza, entre ellos en los de lenguas extranjeras, de militares. La ocupación de los espacios educativos y culturales con elementos extraños al mundo profesional y académico, cuya función cardinal es la vigilancia y la imposición de las consignas del régimen, es método recurrente en todos los amagos de construcción del mundo orwelliano. La República Popular China ha sido, en ese sentido, un prototipo. El profesorado anglosajón de institutos de lenguas extranjeras cuenta que, en esta época, el Decano y el representante del Departamento de Inglés eran simples exoficiales del EPL (Ejército Popular de Liberación) que ignoraban por completo la lengua. Esto se repetía en todas las especialidades.
En 1965 Lin Piao lanza un fenómeno editorial al que sólo su gratuidad y posesión forzosa impiden figurar entre los best seller de todas las épocas. Se trata del Pequeño Libro Rojo, una recopilación de citas del Presidente Mao difundida primero en el Ejército para el uso catequístico de los soldados pero destinada-como su tirada prueba-a unificar el pensamiento de los setecientos millones de chinos. Todo está ya prácticamente listo, y el 16 de mayo del 66 el Comité Central del Partido envía a los cuadros de éste una circular, cuya autoría los comentadores coinciden en atribuir a Mao, conteniendo directivas sobre cómo debe desarrollarse la Revolución Cultural. De hecho el 7 de mayo el Presidente había dirigido a Lin una carta programática en la que aprobaba su trabajo en el seno del Ejército, veía en el Mariscal a su más fiel seguidor y le dejaba terreno libre para iniciar en gran escala la unificación general ideológica. En uno de los puntos se lee: La escolaridad debe ser reducida, y debe llevarse a cabo la revolución en la Enseñanza. No puede durar más el dominio de los intelectuales burgueses en nuestros centros.
El recurso al laminado de intelectuales y cultura es, en el texto, explícito, naturalmente bajo el lema (que sustituye, como enemigo, en el interior, al imperialismo y capitalismo en el exterior) de erradicar lo burgués. El término, requiere-y requerirá-cierta exégesis porque es una de las palabras-fetiche de indispensable uso en la construcción de los vastos campos de reeducación y trabajo y en sus más o menos modestas imitaciones. Burgués asumirá años más tarde, junto con la categoría sociomaléfica, su sentido etimológico cuando los autores del experimento comunista más auténtico, concentrado y puro, los khmeres rojos, vacíen y dinamiten las ciudades y construyan en Camboya un régimen que no hubiera podido existir sin el continuo apoyo de Pekín y que dejará tras de sí los cadáveres de un tercio de la población.
El 18 de mayo de 1966 Lin Piao pronuncia un discurso ante el Buró Político en el que sitúa a Mao por encima de todos los pensadores comunistas y hace de él el más grande marxista-leninista de nuestra época, genial, creador, integral. El 25 siete profesores de filosofía de la Universidad de Pekín colocan el cartel que da por inaugurada la Revolución Cultural, redactado principalmente por una joven profesora, Nieh Yuan-tsu. Mao lo califica de inmediato de Manifiesto de la Comuna de Pekín de los años sesenta de este siglo XX y lo hace reproducir el uno de junio en todo el país. En él se hallaban bastantes citas y extractos de la Circular del 16 de Mayo, que no había sido publicada y a la que habían tenido acceso, al parecer, solamente los cuadros. Ésta sería difundida en mayo del 67. El 13 de junio, para facilitar el desarrollo de la campaña, el Comité Central y el Consejo de Estado deciden postponer seis meses la incorporación de estudiantes en instituciones de enseñanza superior y transformar los métodos pedagógicos. El Renmin Ripao (Diario del Pueblo) apela en su editorial del 18 de junio a cambiar de raíz el sistema educativo. Durante junio y julio grupos de trabajo designados al efecto por el Comité Central recorren los centros para cumplir las consignas de la Revolución Cultural. Los dirigentes de estos grupos, Teng Siao-ping y Liu Shao-shi, serán después desacreditados por Mao y condenados durante la II Sesión Plenaria del Comité Central del Partido, que tiene lugar del uno al doce de agosto de 1966. El movimiento ocupa desde la primavera toda la vida académica. El foco principal es la Universidad de Pekín, Pei-ta, y la Universidad Técnica de Tsinghua, a las que comienzan a acudir estudiantes de otros centros para asistir a los mítines. El 5 de agosto el Renmin Ripao publica el tadzupao de Mao Tse-tung incitando a la crítica de los altos dirigentes. El 8 de agosto aparece la Declaración en Dieciséis Puntos del Comité Central sobre la Revolución Cultural y la forma de llevarla a cabo. Las clases han cesado hace meses. Escuelas y universidades permanecen abiertas como lugares de discusión. Los estudiantes llegan por millones a Pekín desde los puntos más distantes del país. La primera gran concentración de guardias rojos en la plaza de Tien An Men tiene lugar el 18 de agosto. En ocho ocasiones, entre agosto y noviembre de 1966, Mao Tse-tung se mostrará en Pekín a más de once millones de enfervorizados jóvenes cuyos apasionados debates versan sobre quién posee el rojo más intenso y la fidelidad más absoluta al Líder. Muchos estudiantes salen de la capital y se dirigen a otras ciudades a intercambiar experiencias. También peregrinan a los lugares sagrados revolucionarios, Shaosan, pueblo natal de Mao, y Yenán. Este inmenso trasiego de jóvenes se lleva a cabo bajo una planificación estatal cuidadosa que provee de permisos de viaje y de carnets de transporte gratuito y que proporciona alojamiento y alimentación a esos millones de escolares y universitarios. Se trata de una movilización de masas extremadamente bien programada cuyos grupos compiten en ser cada uno más maoísta que los demás y atacar con mayor ahinco a cualquiera, cuadros y a miembros del Comité Central incluidos, sospechoso de oponerse a las ideas del Presidente del Partido.
En 1967 la situación continúa. Se forman comités revolucionarios en las entidades, los cuales sustituyen a los anteriores cuerpos directivos y van tomando a su cargo la depuración en nombre de la pureza ideológica y la sustitución de lo viejo por lo nuevo. Este último recurso es de ayuda inestimable en tales campañas, ya gocen éstas del espacio ilimitado que las dictaduras proporcionan, ya deban someterse a los cotos que les ofrecen los regímenes democráticos. El lema renovación, reforma o modernización a toda costa, se encuentra infaliblemente en cualquier veleidad de monopolización y manipulación tomando como base la plataforma educativa. La delimitación entre los necesarios y lógicos procesos de cambio y las aspiraciones al control completo y la imposición se halla en la consideración, o no, de lo previo o cuanto se le asemeje como el enemigo a abatir. La eliminación de lo viejo, la censura de lo anterior y lo existente, la valoración de la innovación simplemente por ser tal, es fuente de represión inagotable y permite promocionar, con la ayuda de las capas menos formadas o calificadas, los más bajos niveles intelectuales, profesionales y éticos. La página en blanco es uno de los temas favoritos del Líder, que suspira por el espacio raso, el individuo sin experiencia, memoria ni historia, el ser colectivo, anónimo, tan desnudo y disponible como en la infancia. Mediocre filósofo y literato, lamentable economista, Mao es sin embargo un buen militar y un notable estratega en el desplazamiento y utilización de multitudes, muy semejantes por la edad, en esta ocasión, a las que acaudillara treinta años antes.
Los jóvenes que reprochaban al Ministerio del Interior su colaboración por defecto en la represión anticomunista de Indonesia hubieran quedado sorprendidos de habérseles hecho notar que las milicias, musulmanas o no y relacionadas o no con el Gobierno de Yakarta, que se habían cebado en los chinos perseguían a los mismos enemigos que los más rojos de los guardias, y por razones finalmente muy semejantes. Porque la diáspora china, como la india, la vietnamita o la judía, se ha caracterizado por su laboriosidad y espíritu emprendedor y mercantil, que le procuraba en breve plazo un nivel de prosperidad muy superior al de los nativos de su entorno y despertaba las consiguientes envidias. Éstas han sido regularmente utilizadas por gobiernos y aspirantes a incautarse de la riqueza de sus vecinos y han ofrecido un blanco fácil al desahogo de una pobreza propia que estaba lejos de ser resultado de la prosperidad ajena. La destrucción de tiendas y restaurantes, las matanzas de comerciantes y oficinistas, la expulsión de minorías y la incautación de empresas se encuadran perfectamente en la ortodoxia comunista puesto que son medidas contra la economía de mercado, el beneficio, la burguesía y la acumulación de capital, cuya erradicación era dogma de los guardias rojos y de su Gran Timonel.
Naturalmente durante la Revolución Cultural no todo ha sido caos, improvisación, alabanzas a la vida rural y sustitución de la eficacia por las consignas. Es altamente improbable que en las centrales atómicas se instalase un equipo directivo de reclutas y obreros para iluminar las mentes, iniciar a físicos y matemáticos en el trabajo manual y supervisar el manejo del uranio. En el lejano Sinkiang los científicos que se ocupan de logística y armamento no pierden un segundo, y las vastas instalaciones en las que se vive en un régimen de confinamiento y extrema vigilancia son cuidadosamente preservadas de toda perturbación. El principio de realidad y el irrecuperable valor del tiempo gozan allí de todos sus derechos.. Mientras las ciudades ofrecen a diario un variado panorama de movilizaciones y los intelectuales burgueses se preparan para la reeducación de trabajos forzados, la República Popular China hace explotar en 1967 su primera bomba de hidrógeno.
De hecho, a partir de marzo del 67 las escuelas primarias y secundarias habían comenzado a abrir sus puertas y a debatir los planes de trabajo y la forma que adoptarían los centros en adelante, de manera que se adaptasen de manera óptima a las directivas de Mao y a la opinión del Ejército, que había ido entrando en ellas para formar parte de su dirección y reorganizar la vida escolar. Los comités directivos se llamaron alianzas de tres en uno-parece que el sintagma es grato al mundo socialista-, es decir, de obreros o campesinos, soldados del EPL y de profesores y estudiantes. El tercio de poder decisorio de estos últimos y, dentro de ellos, del profesorado, era, obviamente, mucho más reducido que lo que la proporción, de por sí minoritaria, indica, puesto que se trataba de demostrar, no ya su sumisión, sino su fervorosa adhesión a las directivas del Presidente, transmitidas por Ejército y Proletariado. Los equipos obreros de propaganda del pensamiento maotsetung entraron en las universidades aproximadamente en agosto de 1968. Al establecimiento de estos comités fue siguiendo la reapertura de los centros, pero no su funcionamiento normal y regular. En general, se puede hablar de una vuelta al orden a partir del otoño.
Pero ese orden es el resultante de una purga sin parangón en la Historia, de una técnica de tabla rasa e implantación sistemática de controles que hace de la represión de las Cien Flores y del Gran Salto Adelante puros circuitos de prueba.
La XII Sesión Plenaria del Comité Central del Partido tiene lugar del trece al treinta y uno de octubre de 1968. Destituye a Liu Shao-shi oficialmente y hace un balance de los resultados de la Revolución Cultural. Esto es la coronación visible de un proceso de denigraciones , desapariciones y cambios de puesto según el método acostumbrado que, en una inversión absoluta del ritmo propio de las democracias, primero toma disposiciones, plantea estrategias, ejecuta sus planes mientras penetra por sectores la opinión y, muy en último término, oficializa con los medios de comunicación, de cuyo monopolio dispone, los hechos. Por esas fechas ya se han suprimido los permisos de viaje, el transporte gratuito y cuantos medios había puesto el Estado a disposición de la enorme coreografía de los guardias rojos, que se encuentran, junto con buena parte del cuerpo docente e investigador y la tímida franja de profesionales que hubiera podido constituir el amago de una clase media, reeducándose en granjas dirigidas por el Ejército. Los jóvenes son gente sin más referencias que el Partido ni otro horizonte que el régimen de Mao en su recuerdo. Hasta la Revolución Cultural la vastedad de su país era sólo para ellos abstracta e ilusoria; su vida cotidiana y su porvenir inmediato dependían, como en cada uno de los ciudadanos, del centro de estudio y la célula de trabajo. Las perspectivas se reducían a un muro similar a otros muchos en un espacio rural o urbano en el que la inexistencia de la iniciativa privada no ofrecía sorpresa alguna. Ningún desplazamiento era posible sin un permiso y unas circunstancias al respecto. Se encontraron con la embriaguez de la distancia y del grupo, con alojamientos en que dormir y cantinas en que entrar. Podían alzar la voz contra los adultos, disfrutar con la humillación de viejos, de cuadros, de profesores; vivían su año cero y la cultura, los frutos de la memoria y del pasado, eran lo suficientemente débiles, después de más de tres lustros de régimen, como para considerarlos rastrojos sin más utilidad que el vigorizante ejercicio de su extirpado.
Su generación no halló el poder sino la prisión irremisible del olvido, de las tareas monótonas y de la perfecta vigilancia de extensiones desnudas que la hacen innecesaria. Habían-pero carecían de medios incluso para saberlo-sacrificado todos y cada uno de los individuos al Grupo, a divinidades insaciables sentadas en el futuro y constituidas de puntos homogéneos. Se encontraron con la única realidad tangible: la limitada vida y el limitado cuerpo, el calendario, las relaciones, los afectos, la imposibilidad de opción.
En 1969 todavía algunos grupos discuten en las escuelas las relaciones con fábricas y comunas. Se ha creado una capa social nueva, los jóvenes instruidos, que, tras abandonar la crisálida de guardias rojos, se distribuyen, muy lejos de sus hogares, por todo el país no siempre con el beneplácito de centros industriales y agrícolas poco dispuestos a alimentarlos. Hay que dedicarse al trabajo manual, a la obra en grupo, la que sea, y, lo mismo que durante el Gran Salto Adelante se habían fundido en lingotes inútiles cacerolas y cucharas, ahora se abren zanjas y se desecan lagos que habrá posteriormente que rellenar. La normalización sigue su curso. Del uno al veintitrés de abril se celebra el IX Congreso del Partido Comunista Chino; en él se nombra al nuevo Comité Central y se adoptan los estatutos. Poco después, el trece de mayo, el Diario del Pueblo publica un plan sobre la transformación de la Educación que lleva el nombre del comité revolucionario del municipio que lo firma. El Programa Kirín es ampliamente comentado en los medios oficiales y tomado como modelo. Su aparición y difusión, deben, naturalmente, muy poco a la audacia creadora de las autoridades municipales. Es práctica habitual del sistema hacer aparecer de forma localizada y casi fortuita las directivas de general alcance. El programa, dirigido a la escuela secundaria, es una recuperación de asignaturas y conocimientos que se juzgan indispensables para la industrialización de base. Es el caso de las matemáticas y el inglés, que desplaza definitivamente al ruso.
Con la limpieza de un diagrama y la perspectiva que ya el tiempo va proporcionando, se separan, en lo que se llamó Revolución Cultural, los perfiles de sus componentes. Quedan aquéllos a los que fue útil, y también los elementos necesarios o inofensivos guardados al margen de la marejada; queda por último la materia humana que formó las figuras de un paisaje y ahora es limo privado de luz y de forma que abona la uniformidad de la tierra. Se ve por transparencia en el conjunto la agitación de las pasiones, de la más fuerte de todas, la envidia, y también el éxtasis de la ilimitada obediencia. Y la fría, imperturbable maquinaria, de las razones prácticas y los intereses, su persistente esqueleto de metal. La profesora extranjera observa los papeles, ya caídos en desuso pero de imposible destrucción porque todavía los protege la sacralidad de la autoridad suprema que nombran, aunque su exégeta haya caído en desgracia porque en la cima cabía el nombre de Mao sólo.
China es un gran país socialista de dictadura del proletariado y tiene una población de setecientos millones de habitantes. Necesita un pensamiento unificado, un pensamiento revolucionario, un pensamiento justo. Y este pensamiento es el pensamiento maotsetung. (Lin Piao-11 de marzo de 1966).
Los estudiantes, al mismo tiempo que se consagran a sus estudios, deben adquirir otros conocimientos simultáneamente. Es decir: deben instruirse no sólo en el plano cultural sino igualmente en los planos industrial, agrícola y militar; también deben criticar a la burguesía. La escolaridad debe ser reducida y debe llevarse a cabo una revolución en la Enseñanza. El dominio de los intelectuales burgueses en nuestros centros de enseñanza no debe durar más. (Carta de Mao Tse-tung a Lin Piao-7 de mayo de 1966)
La forma del planteamiento es de por sí tremenda, categórica, reiterativa, ejercicio sublimado de poder sobre la superficie de setecientas cabezas, en su interior. Se ha dado un paso insólito. No se trata de fe religiosa, de obediencia al rey, de unificación de pesos y medidas y desaparición de señoríos feudales. El encadenamiento de afirmaciones es tan arbitrario como indiscutible. La semejanza de estilo entre el autor de uno y otro texto es absoluta. En la carta de Mao la expresión de obligación acompaña casi a cada término. Se trata de acorralar a un supuesto enemigo al que la difusa purga retroactiva no deja resquicio alguno de salvación. El discurso del Líder suplanta limpiamente la realidad, la complejidad de una sociedad, y de tal tamaño, queda reducida a un puñado de sectores cuya meta, como la de los individuos, es la unificación final. El mundo intelectual es una peligrosa excrecencia cuya peligrosidad sólo se ve controlada por la fragmentación, la mezcla y la vigilancia continua.
Pronto la correspondencia entre el Líder y su Delfín cristaliza en el documento que se hace público dos meses después:
Punto 9- Los grupos, comités y congresos de la Revolución Cultural en los centros docentes deben estar compuestos principalmente por estudiantes revolucionarios. Al mismo tiempo deben incluir a un cierto número de representantes de los profesores y empleados revolucionarios.
Punto I0- Reforma Educativa. La política formulada por el camarada Mao Tse-tung de que la enseñanza debe servir a la política proletaria y combinarse con el trabajo productivo tiene que aplicarse en todo tipo de escuelas, para que todos los que reciben la educación se desarrollen moral, intelectual y físicamente y lleguen a ser trabajadores cultos y con conciencia socialista.
El periodo de estudios debe acortarse. Los programas de estudio deben ser menos y mejores. El material de enseñanza debe ser cabalmente transformado, en algunos casos comenzando por simplificar el material complicado. La tarea principal de los estudiantes es estudiar, pero deben también aprender otras cosas. Es decir, no sólo deben estudiar los libros, sino aprender el trabajo industrial, la agricultura y los asuntos militares y, cuando se presente el caso, tomar parte en la lucha de la Revolución Cultural para criticar a la burguesía.
Punto 14- La Gran Revolución Cultural Proletaria tiene por objeto hacer más revolucionaria la conciencia del hombre, lo que le permitirá conseguir más, más rápidos, mejores y más económicos resultados en todos los campos de nuestro trabajo
(Decisión en dieciséis puntos del Comité Central del Partido Comunista Chino-agosto de 1966)
Es semejante a muchas Constituciones, a no pocos pronunciamientos y exposiciones de principios. Pero no se parece a ninguno de ellos. Su objetivo se halla dentro del hombre, de uno en realidad inexistente, que puede ser cualquiera, intercambiable, carente de entidad, derechos y sustancia, presto a ser introducido, colocado en apretadas líneas, en el horno una vez se ha rellenado del adecuado contenido. Está aquí, incluso, ausente el espacio que media entre el dios bíblico y su conflictiva criatura. Y no faltan ninguno de los nuevos Jinetes del Apocalipsis: la unificación, la depuración, la simplificación, el gregarismo. Las consignas no son meras directivas que marcan fines aconsejables en la dinámica social. Su radio de acción es completo, su efecto está diseñado para ser total y cubrir cada repliegue de la actividad humana las veinticuatro horas del día. Lo que desde Occidente se hojeaba como curiosas páginas de libros bienpensantes, en Oriente reunía los poderes del legislativo, el ejecutivo y el judicial en una indisociable mezcla de clan, congregación y ejército.
La profesora extranjera mira, por encima del hombro y del fajo de hojas amarillentas, a sus dos colegas nativos que dormitan sobre la rutina diaria. No hay cadáveres, no hay víctimas ni referencias a sucesos de años pasados. Sobreviven; y las palabras felicidad, deseo, voluntad, desdicha, ira tienen en ellos la misma inconsistencia que revolución, lucha, burguesía, rebelde, pensamiento en los textos. Simples soportes de planteamientos y mandatos. Ya no agitan mañana y noche el Pequeño Libro Rojo pero éste, preservado por la sacralidad de su autor, reposa como un gran escapulario en los anaqueles:
Sin visión política justa se está como sin alma(…).Todos los organismos y todas las organizaciones deben asumir la responsabilidad del trabajo ideológico y político. Y esta tarea incumbe al Partido Comunista, a la Liga de la Juventud, a los organismos gubernamentales directamente interesados, y, con mayor razón, a los directivos y a los profesores de los centros escolares. (Mao Tse-tung-Citas-Pequeño Libro Rojo.)
En la cabeza de uno de ellos, apoyada en el codo, asoma, madrugador, un cabello blanco entre la superficie lisa, corta y negra. La juventud se ha evaporado en esa media docena de años. Son los mismos que en el 67 pero han perdido el brillo, la luz prestada por la excitación de sus grandes reuniones de estudiantes, cuando uno de los incontables grupos, bautizado El Este es Rojo, editaba su revista y pasaba los días en interminables discusiones en las que los estudiantes criticaban su educación pasada y proponían ideas para la futura. ¿Para qué sirve-decía un alumno de arquitectura-estudiar los planos de Notre Dame en París, o del templo de Buda, en Londres? (el cual resultó ser la catedral de San Pablo). ¿Qué relación tienen esas estructuras con las necesidades de la construcción en la China de hoy?. El destacamento, como gustaban, por terminología militar, llamarse, reivindicaba poseer el apoyo de la mayoría, tres mil de los cinco mil estudiantes de su facultad y gran parte del cuerpo profesoral. Sus principales contrincantes fueron los de Bandera Roja, a los que más tarde se unieron en una gran alianza.
Las visitas de extranjeros se redujeron al mínimo durante la Revolución Cultural, y ese mínimo solía estar formado por devotos que añadían al entusiasmo local el celo del converso. Por ello los escasos testimonios revisten un especial interés; ofrecen la visión de aquella coreografía sin común escala con nada conocido desde el ángulo insólito de personas que procedían del libre espacio exterior pero que adaptaron por completo su percepción a la sumisión ideológica. En la antología del más absoluto abandono de la capacidad de raciocinio, o, si sacrificamos la piedad del eufemismo a la propiedad lingüística, de la más profunda estupidez, pueden situarse las páginas de Gregorio Bermann sobre psicopedagogía y metodología del aprendizaje. Su libro La salud mental en China es un ejemplo inestimable, no ya de acriticismo, sino del conmovedor fervor religioso del neófito occidental en la nueva Meca. Es particularmente digna de mención la parte en que se describe la psicoterapia de psicóticos profundos haciéndoles escuchar unas horas por día canciones revolucionarias durante algunos meses, hasta que las repetían y acompañaban con letras del tipo: Soy una paciente del hospital psiquiátrico. ¡Qué vida tan agradable pasamos aquí!. Está muy bien eso de que la administración del hospital nos proporcione buenas ocupaciones que nos distraen .Nos dan películas una vez por semana; en todos los rincones se oyen cantos revolucionarios. Son muy instructivos.
El resto de la terapia no desmerece del tratamiento descrito.
También se nos cita la existencia de un departamento de psicología de la educación, dependiente de ese Ministerio, que se dedicaba al estudio del desarrollo mental de los niños en edad escolar, su lenguaje y su forma de pensar, la metodología en el aprendizaje de las asignaturas fundamentales, el comportamiento y la disciplina. No se utilizaban test de inteligencia ni de personalidad, pero sí cuestionarios sobre su nivel cultural y vocación. La memorización y el estudio intensivo de textos marcados era habitual de la metodología pedagógica, que continuaba así una muy antigua tradición de exégesis.
En mayo del 69 el Diario del Pueblo difundió el llamado programa Kirín, que contenía las directivas para escuelas primarias y secundarias:
Capítulo III-Trabajo ideológico y político.
Artículo 4-(…)La tarea fundamental en el trabajo ideológico y político de esas escuelas es asegurarse de que (…) el pensamiento maotsetung esté en primer lugar en todo el trabajo de la escuela.
Artículo 8-Se combinará la educación en la escuela, la sociedad y la familia.(…)
Artículo 14-Hay que eliminar las restricciones de edad para la inscripción, que fueron reforzadas por la vía revisionista contrarrevolucionaria. El antiguo sistema de exámenes debe ser abolido, así como dejar a los estudiantes en la misma clase sin promoción. Hay que permitir a los estudiantes que se destacan política, ideológicamente y en sus estudios ascender de grado.
El ingreso en las escuelas secundarias se llevará a cabo por recomendación y selección, dando prioridad a los hijos de los obreros, campesinos pobres y campesinos medios de la capa inferior, de mártires revolucionarios y de soldados.
Capítulo VI-Enseñanza.
Artículo 24-(…) adherir a los principios de dar preeminencia a la política proletaria de combinar la teoría con la práctica y hacer las asignaturas más cortas y mejores(…).
En la escuela secundaria se darán cinco asignaturas: Educación en el pensamiento maotsetung (incluyendo historia moderna china, historia china contemporánea e historia de la lucha entre las dos líneas en el seno del Partido), conocimientos elementales de agricultura (incluyendo matemáticas, física, química y geografía económica), literatura revolucionaria y arte (incluida lengua), entrenamiento militar y educación física (incluyendo el estudio de los conceptos del Presidente Mao sobre la guerra popular, reforzando así la idea de prepararse contra la guerra, y actividades de entrenamiento militar y educación física) y trabajo productivo.
En las asignaturas (…) la política es de máxima importancia y deberá ser puesta en primer plano (…), a las asignaturas de conocimientos y cultura general (…) se dedicará aproximadamente un sesenta por ciento de los periodos de estudio en la escuela secundaria y no menos del setenta por ciento en la escuela primaria.
Artículo 25-(…) las escuelas darán clase unas cuarenta semanas al año (incluido el tiempo tomado por los cursos en trabajo manual productivo) y los estudiantes se ausentarán treinta y cinco días durante la época de mayor ocupación en la cosecha en el campo.
Artículo 26-Según las instrucciones del Presidente Mao de que “el material de enseñanza tendrá carácter local”, puede incluirse material de la localidad y de los pueblos, junto al material pedagógico del Estado. Las localidades organizarán a los obreros, campesinos y soldados y profesores y estudiantes revolucionarios para recopilar material de enseñanza en la zona como complemento del material pedagógico.
Artículo 27-En la enseñanza, la teoría se combinará con la práctica (…), Se animará a los estudiantes a investigar por sí mismos (…). Se seguirá el método de que profesores y estudiantes aprendan unos de otros y hagan comentarios sobre sus enseñanzas.
De estas directivas, que no en vano pertenecen al año que marca, con el IX Congreso del Partido Comunista Chino, la eliminación de cuantos moderados habían osado oponerse al meXianismo de Mao, llama la atención, por una parte, la contradicción entre la idílica y bondadosa simpleza que ofrecen en su primera lectura y la perfecta coacción, mutilación y negación del hecho intelectual que la más somera reflexión sobre ellas no tarda en revelar. No se trata de un limitado experimento pedagógico sino de disposiciones imperativas para las que no existen ni alternativa ni rechazo, y que además, no sólo proscriben cuanto no imponen, sino que también hacen de cualquier divagación extramuros el delito de pensamiento y el enemigo a abatir. Por otra parte es credo que ni mucho menos se ha circunscrito a las lejanas condiciones del socialismo asiático; muy al contrario, resulta espectacular encontrar estos clichés bastantes años después en el contexto de países prósperos del mundo occidental. La dinámica es simple y escasamente novedosa, aunque en la China comunista las dimensiones de su aplicación constituyeron un fenómeno distinto de manifestaciones anteriores. Substancialmente se trata de una sublimación del irracionalismo, de la sustitución del saber, la razón y la lógica por una idea, un culto a la voluntad única fijada en un ser concreto, en Mao, o en un ente comunitario, y de ficción, las amplias masas, que desplaza y proscribe los conceptos de la calidad y el valor.
Los estudiantes exponían e imponían. Una de las maniobras clave del maoísmo fue la adulación de la juventud, la creación de una pinza adolescentes/incondicionales entre la que quedaba aplastado el sector maduro, culto y reflexivo. El Líder puso en pie a una incontable guardia pretoriana, al peligroso animal de los veinte años, y le dio plenos poderes para denunciar y perseguir al enemigo, a los representantes de la autoridad más próximos, a profesores, decanos, escritores, periodistas, y también a sus propios padres. Los guardias rojos nada sabían de la situación interior y exterior, ni de la historia pasada o presente, como era lógico esperar de la formación filtrada y remodelada que les daba el sistema. Pero encauzaban su energía en la crítica de lo que habían conocido, en el sistema educativo, en el que rastreaban cuanto era antiguo, burgués y condenable. La metodología pedagógica-dicen- pone en primer lugar los conocimientos librescos, desprecia la práctica, corta a los estudiantes de los obreros y campesinos y los separa de los grandes movimientos revolucionarios de la sociedad. Los exámenes son el sistema antidemocrático por excelencia. El calendario lectivo es excesivamente largo; si el tiempo de estudios se reduce a la mitad, un profesor podría enseñar al doble de alumnos. El sistema nos transforma en una élite revisionista, separada de las masas, y, además, no corresponde a las necesidades técnicas del país. Sus vehementes declaraciones al extranjero que los visita en 1966 podrían reflejar tan buena intención y pasión socialista como flagrante ingenuidad, fruto del espacio maniqueo en el que se movía su limitado haz de consignas. En realidad el contenido de éstas importaba poco. La más bella y justa máxima resultaría aberrante presentada en forma de martilleo exclusivo en un ambiente en el que ciencia y verdad eran patrimonio de un solo e incontestable líder que moldeaba a su sabor las oleadas irracionales de adhesión.
Su reflexión y su acción se acomodaban sin dificultad al más fácil de los esquemas: la bipolaridad entre seguidores de Mao (buenos, revolucionarios) y solapados adversarios (reaccionarios, burgueses). Ningún dios tenía cabida entre Ormuz y Ahrimán, ni podía haberla para la cultura, la educación, el arte y las muchas dimensiones del ser humano. Las escuelas de tipo Kirín excluían otro tipo de escuelas, los modelos de buenos individuos cabían en cuatro líneas. Se perseguía implantar un sistema que tenía como valor primero la producción (aunque proclamara que era el hombre) puesto que el ser humano no era considerado sino como un receptor de consignas que actuaría en función de ellas, un bien económico valioso propiedad de la Patria. En pocos años se formarían pues, al mínimo gasto, personas preparadas exclusiva, funcionalmente, para puestos concretos. Esto elimina naturalmente a las ciencias humanas, que son reemplazadas en todos los órdenes por el pensamiento maotsetung. Los dirigentes se proponen aprovechar al máximo las fuerzas e iniciativas de las masas previamente empapadas de una educación y endoctrinamiento estrictamente pragmáticos, funcionales y de muy cortos alcances. Ello acerca paradójicamente a ensayos de prácticas similares en países de capitalismo avanzado: La cultura proporcionada a los individuos debe adaptarse a las exigencias productivas. Cualquier veleidad de información transcendente, de conocimiento gratuito y puro, es inútil, e incluso peligrosa, para el sistema. Importa promocionar los valores y métodos de pensamiento necesarios para la reproducción del esquema social. En un ambiente tan alejado de China Popular como podía ser el estadounidense, Marcuse hablaba de un ataque concertado que se llevaba a cabo para desviar a las escuelas y universidades hacia esquemas propios de la formación profesional, para reducir los estudios de humanidades y ciencias sociales y hacer descender en general el nivel de la enseñanza. Esto llevaría, según él, a la creación de una gigantesca fuerza de trabajo entrenada desde la infancia en la tarea de reproducir su existencia social, su sometimiento y la estructura que la había creado. Mientras el pensador marxista-freudiano deslumbraba a la juventud occidental de los sesenta, en las antípodas de Estados Unidos, como una irónica pirueta de la Historia, el Gobierno de la República Popular China, rigurosamento atento al comunismo puro, imponía a la más vasta escala concebible el esquema de dominio contra cuyos síntomas el filósofo norteamericano ponía a sus lectores en guardia.
Ha existido y existe, en cualquier caso, asimismo, en algunos países de Europa una generalizada tendencia que elimina de la enseñanza el concepto de adquisición de valores intelectuales como vehículo de expansión y ampliación de las aptitudes del individuo. La prioridad pasa a ser la formación de piezas de utilidad inmediata con el menor gasto y esfuerzo posible. El adoctrinamiento ofrece distintas apariencias, pero se caracteriza por los escasos márgenes de elección. El fenómeno no carece, como se verá en su momento, de parentesco ideológico con el mundo feliz del régimen asiático, al que ha tomado prestados algunos de sus lemas.
Respecto a China, tras la lluvia de mucho más de cuarenta días que cubrió y aplanó los territorios del instinto de libertad y de la inteligencia, queda la perplejidad de quien observa la anegada llanura en la que la vida continúa su persistente labor. La contradicción entre las llamadas a la rebelión, a la crítica y a la revolución y la obediencia absoluta a un pensamiento único de un único hombre es tan enorme que los guardias rojos, inmersos y formados por el sistema, no supieron captarla. O, si lo hicieron, pasaron a formar parte de un silencioso hacinamiento de víctimas cuyas voces no llegaron a Occidente jamás.
Marea baja
El mundo, de repente, se ha vuelto monocolor, se ha vuelto quizás de sólo dos o tres colores. Nadie lo comenta. Nadie parece extrañarse. Viene gente de fuera, hablan, pasean, compran, escuchan, se van; el monocorde aspecto del conjunto, la entrenada escenificación de los comportamientos, la espectacular semejanza de las frases no parecen inquietarles. Regresan a países que ofrecen todos los colores del espectro, y allí escriben, dan charlas, muestran diapositivas y hacen un alegre comentario, tocado de breves pinceladas de crítica, de esas brillantes estampas de uniformes azules, carteles rojos, mazorcas doradas y sonrisas blancas. Pero China no tiene colores, carece de los tonos que dan el rechazo y la duda, lleva blusas cerradas hasta el cuello, trenzas apretadas y un rostro liso lavado de perplejidad y de maquillaje. La Revolución Cultural se encarnizó con la cultura, persiguió y cauterizó la floración terca de los intelectuales, pero, aleccionada por las hambrunas del Gran Salto, conmocionó escasamente el medio rural y las fábricas siguiendo la máxima del Partido que prohibía expresamente interferir en la producción.
Tras cuatro años de cierre, han empezado a abrirse las aulas. La reapertura tiene mucho de apariencia y concierne a una parte mínima de la Enseñanza Superior, que se ampliará con lentitud y acoge un número casi testimonial de estudiantes. En 1971 la Universidad Tecnológica de Tsinghua no cuenta sino con dos mil ochocientos alumnos, mientras que antes de la Revolución Cultural la matrícula ascendía a doce mil. La década de los setenta comienza con una apariencia de actividad que tiene no poco de simbólica y se desarrolla, además, en condiciones precarias sometidas al control estricto de los infinitos comisarios políticos que ha producido la última ola de depuraciones. Las Facultades son una cáscara y un nombre en el que la sustancia de la actividad intelectual está ausente. Gran parte de los estudiantes, entre los que también figuraban adolescentes de Secundaria, se reeducan en el campo, con frecuencia en zonas ásperas y aisladas que distan miles de kilómetros de sus hogares. Allí permanecerán durante años, muchos no regresarán, lo harán otros cuando su juventud quede atrás como una cosecha irrecuperable. El Ejército, que algo sabe de manejo de grandes contingentes, se ha encargado de guardarles y por él, presente en comités y directivas, pasan permisos, licencias y solicitudes. Trenes y carreteras existen para los poseedores de un pase, de una justificación de viaje. No hay cifras ni datos sobre el gran desplazamiento de profesores, profesionales, estudiantes, ni sobre las bajas. A veces llegan a las familias cartas que invariablemente muestran el mismo optimismo entusiasta, idéntica adhesión, cartas que podrían haber sido impresas por millones de ejemplares, reduciendo su escritura al encabezamiento y la firma.
Las directivas de Mao Tse-tung respecto a la Universidad-en la que él jamás estudió-son del estilo amplio, inspirado y pedestre que suele emplear el Líder para cualquier tema, en pedagogía como en literatura, en ciencia como en arte. Mao concibe los centros de enseñanza superior como escuelas de formación profesional acelerada:
Los centros de enseñanza superior son necesarios; me refiero principalmente a las escuelas científicas y técnicas. De todas formas hay que acortar la escolaridad, llevar a cabo la revolución en la enseñanza, poner la política proletaria en el puesto de mando (…) Los estudiantes deben ser escogidos entre los obreros y los campesinos, que tienen experiencia práctica; tras algunos años de estudios, volverán a la práctica de la producción.
El Presidente no ha disimulado nunca la mezcla de desprecio y desconfianza que le inspiran los intelectuales, y ha hecho gala de ello, citando como argumento de autoridad que, exceptuando Marx y Lenin, los grandes comunistas como Stalin no habían ido a la universidad. Para nada la precisaban puesto que los verdaderos conocimientos no se adquirían en las aulas. Sin embargo aconseja paternalmente a los guardias rojos comenzar muy jóvenes el estudio de lenguas extranjeras y se lamenta de no haber podido hacerlo él mismo. Los largos aprendizajes, servicio militar incluido, le parecen sin embargo inútiles y para él lo ideal sería seis meses de soldado, a continuación un año como campesino y dos luego de obrero.
La idea de la persona intercambiable, rellenable sucesivamente de distintas materias, siempre disponible según las normas del momento y carente de perfil individual pertenece desde antiguo al socialismo de corte militar que impregna el credo del sistema. Mao nunca ha reparado en gastos a la hora de disponer de millones de hombres. Es famosa su estrategia de la guerra de oleadas, según la cual China nunca podría ser vencida gracias a lo fácil que era para su Gobierno ir reemplazando, según caían, unos miles de soldados por otros. La teoría del hombre nuevo e impoluto, del ser homogéneo, de la mecánica castrense y administrativa y del igualitario moldeado de la masa social alcanza aquí su sublimación. Los escritos que la reflejan, lejos de ser simple representación de ideas, nacen como premisas infalibles y universales, únicas aplicables-en todos los terrenos-y se hallan fuera de toda discusión. Cuando, en países de estructura no totalitaria, se coquetee con aspiraciones semejantes en la frágil probeta que es la educación y la cultura, se buscará el apoyo de la Ley, el vago recurso a enunciados en cuya conmovedora filantropía se alberga el deseo de la tabla rasa.
Pero no se podía prescindir siempre de la élite, la cultura y la inteligencia. Ya en 1970 las interminables glosas a las citas de Mao se acompañan de ciertas denuncias a los llamados excesos de la ultraizquierda, que significan un intento de recuperación de los intelectuales. Naturalmente se defiende la dirección a cargo de los obreros, presentes, junto con el Ejército, en los cuerpos rectores de las universidades, pero se sugiere la conveniencia de cierto margen de actuación y aprovechamiento de los intelectuales (siempre y cuando éstos sean revolucionarios) y se reprocha el recurso a medios brutales. Se trata de una maniobra de rescate de supervivientes del profesorado. Éste sin embargo, en consignas que recuerdan al laminado y chapado de una fábrica de automóviles, deberá pasar por procesos de reeducación, estancias de trabajo en el campo, sesiones políticas, y despojarse de sus viejos prejuicios de propiedad privada de los conocimientos, superioridad de la teoría, servilismo hacia lo extranjero, búsqueda de fama y de satisfacción del interés personal.[4]
Esto, cuyo ideal parece ser el organigrama de una colmena, se traduce en el empleo sistemático de la violencia física y psíquica, la anulación de todo derecho, la extorsión de confesiones y las condenas indefinidas a penas de exilio, trabajos forzados, invalidación profesional y prisión. Las personas que, silenciosas y apacibles, deambulan junto a la cooperante extrajera afloran como maderos en un mar cuyo fondo sirve de invisible asiento a innumerables naufragios. Los más jóvenes de los guardias rojos arrastraron a profesores, médicos, traductores, los pasearon con capirotes y mandiles que denunciaban en grandes caracteres su lacra de reaccionarios y burgueses. En interminables sesiones de crítica y autocrítica les obligaron a confesar su vileza, a denunciar a amigos, colegas, hijos y cónyuges. Les hicieron escribir una, diez, cien veces la lista de sus pecados y el acta de contrición. En sus efectos personales encontraron, y quemaron, un libro en idioma extranjero, una blusa de encaje, la reproducción de una pintura antigua, las fotos de una fiesta de cumpleaños. Las desapariciones no se debieron sólo al excesivo entusiasmo de los encargados de la limpieza ética, a los que se les fue la mano en un puñetazo o un empujón a destiempo; los ritos de abominación concluían con frecuencia en el suicidio. Existían, por supuesto, las ejecuciones, en cuya aplicación el sistema chino posee un récord de rapidez, pero en principio los condenados no estaban destinados a la eliminación física. Bajo palabras de las que ninguna representaba la cruda realidad, se perseguía vaciar el cuerpo de sustancia, dejarlo limpio y listo para la infusión de nueva materia. El triunfo del régimen consistía en desactivar cada uno de los resortes de la querencia y voluntad individual, comprimirlos bajo una capa de eufemismos que robaba a la agresión, la persecución, la cárcel y la muerte incluso sus nombres, que reducía los campos de trabajo a residencias rurales y las confesiones forzadas a tonificantes intercambios de experiencias. Como en los ángeles rebeldes, en el oscuro sector de los enemigos hay una gradación: antipartido, archienemigos de clase, capitalistas, enemigos de clase, reaccionarios, revisionistas, burgueses. El infierno es adaptable y el grado de condenación toma como punto de referencia el mayor o menor alejamiento del estado beatífico de revolucionario, es decir, seguidor del Partido Comunista. En cada perversión existen categorías y matices susceptibles de delimitar la culpa, y entre los condenados se pasea, balanceando su escapulario, un representante del Buró Político deseoso de enriquecer con nuevas confesiones su cifra de beneficios.
Al comienzo de los setenta el mundo extranjero ha desaparecido; es más, menudean las advertencias contra la actitud servil respecto a lo foráneo y se propugna, por ejemplo, una reforma radical de los manuales de enseñanza que elimine de ellos la llamada filosofía compradora. El régimen recurre sin rebozo, cada vez que lo precisa, a los viejos, y nada olvidados, prejuicios xenófobos y los agita vestidos para la ocasión de imperialismo neocolonial. Mao desearía la eliminación de los rasgos de definen, y delimitan, los centros de enseñanza, y propugna las escuelas a puertas abiertas, la instalación en los núcleos docentes de talleres y granjas, los periodos de trabajo agrícola, la gestión conjunta de universidades y fábricas. El saber en sí, la teoría, la calidad, la especialización, la universalidad de los conocimientos, son objeto de abominación e incesantemente criticados como ejemplos de la línea revisionista de Liu Shao-shi:
(los reaccionarios) se entregan a una inversión de la historia, se apropian de los descubrimientos e invenciones de los trabajadores, defienden la “preponderancia de los expertos” para ayudar a la burguesía a asegurar su monopolio de la ciencia y la técnica; predican la “superioridad de la teoría”, comercializan la enseñanza, hacen de ella deliberadamente un misterio y la encarecen para favorecer así al reino de los intelectuales burgueses en las escuelas; afirman “el papel decisivo de las condiciones materiales y técnicas”, niegan ese factor determinante que es el hombre y reprimen la inmensa fuerza creadora de las masas populares (…) Nosotros hemos comprendido perfectamente que el invencible pensamiento maotsetung es el arma ideológica fundamental en la redacción de los nuevos manuales de enseñanza. (Op. Cit.)
Tres décadas después, los tópicos invocados dejan, en el lector europeo, una curiosa sensación de déjà vu, en fechas, por cierto, recientes. Si se sustituye el invencible pensamiento maotsetung por la invocación a alguna supuestamente genial ley o reforma educativa, el ataque a cuanto enriquece y diversifica el pensamiento humano parece ser tópico de obligado cumplimiento, y la devastación producida por sus aplicaciones depende simplemente de la fuerza de la que en ese momento el sector en el poder disponga.
La situación también evoca el general conflicto de la universidad respecto al sistema. En países y regímenes diversos se enfrentan los defensores de ésta como centro de formación en sentido amplio y crítico, con tendencia universal y emparentado con la tradición humanística, con los partidarios de la universidad-escuela especializada que producirá, en el mínimo de tiempo y con el gasto mínimo, los individuos necesarios, sea a los grandes monopolios y firmas capitalistas, sea al Estado planificador y patrón. Los primeros pueden ser acusados de elitistas y separados de la vida cotidiana; los segundos de alienadores y manipuladores del individuo en pro de la economía, la burocracia o el trust. Buena parte de las fórmulas maoístas tienen-salvando las abismales distancias de naturaleza del régimen-paralelos en los experimentos de universidades norteamericanas, y en algunas europeas, sobre formación fuera de las aulas, fraccionamiento y reducción de los periodos lectivos e intercalación de semanas o meses de actividades independientes. La tendencia a abaratar costes y tiempo lleva a confundir y desvirtuar los rasgos propios de los estudios superiores y el concepto de la universidad misma, en un intento, supuestamente democratizador, de repartir diplomas que no corresponden a lo que por tal nivel solía entenderse.
A la hora de concretar realmente la reforma de la enseñanza que debe seguir a la Revolución Cultural, los textos chinos tienen visibles dificultades. Es mucho más fácil despellejar al enemigo que reemplazarlo. Tras reiteradas denuncias de los antiguos métodos pedagógicos libro en mano, fórmula en boca, teorías sin relación con la realidad, se vuelve a la cala segura de las citas de Mao y se insiste en los puntos principales: ir de la práctica a la teoría, mezclar trabajo y estudio, abreviar etapas, pero, eso sí, mantener los exámenes. Hay varias páginas de generalidades cuajadas de citas, literales o desarrolladas, del Presidente, y, tras este verbalismo, brillan por su ausencia criterios de contenidos, programas concretos, análisis calificados. El mismo tono preside las charlas que sobre el tema se llevan a cabo en diversas universidades, a las que, respecto a las ciencias, se las concibe como apéndices de los departamentos estatales según ramas de producción. Estos últimos irían marcando cada año tanto el número como el tipo de graduados necesario, graduados que se formarían en distintos periodos de tiempo para adecuarlos a la demanda. Esto en cuanto a la formación técnica; la político-moral aglutinaría el conjunto de estudiantes en un clima de obediencia productiva y austeridad personal. Se citan dos ejemplos de las funestas consecuencias de la falta de educación política entre los jóvenes: Uno es un huérfano rescatado de su pobreza y enviado por el Estado a la universidad. A raíz de su ingreso en ella comenzó a despreciar a los obreros, se dedicó al estudio de su especialidad y degeneró. El otro caso cuenta la historia de un obrero hijo de obrero (es decir, de extracción intachable). Estudiaba Arte. Pues bien, este joven prometedor se puso a escuchar discos ye-yes y los gamberros poco a poco le pervirtieron. (sic)
Las amplias directivas maoístas en las que los dirigentes intentan encajar las necesidades de la especialización, la eficacia y la investigación se hacen mucho más espinosas si se pasa de las facultades de ciencias a las de letras. El pensamiento único del Gran Timonel no es la mejor garantía para un desarrollo floreciente de Filosofía, Historia, Literatura y Arte. El sinólogo Simon Leys aporta una visión de lucidez inusitada sobre este periodo y describe la situación con una tranquila ironía a la que, como materia crítica, basta la simple observación de los hechos durante su visita, en 1972, a las universidades y escuelas secundarias chinas.[5]Respecto a estas últimas, en estudios cuyos programas han sido aligerados de numerosas materias y su duración reducida, la Teoría Política ocupa el lugar de asignatura fundamental, de manera semejante a la Religión en las escuelas confesionales de Occidente con la diferencia de que ésta ni en sus momentos más florecientes gozó en Europa de tal apoyo logístico. El curso es impartido por el profesor en presencia de un miembro del grupo obreros-soldados que se ocupa de que el discurso se mantenga dentro de la más estricta ortodoxia. En la práctica, la clase consiste esencialmente en un comentario escolástico de editoriales del Diario del Pueblo y de artículos de Bandera Roja (publicaciones ambas, por supuesto, oficiales). En Lengua y Literatura China el noventa por ciento de la materia dada pertenecía al periodo moderno y el diez por ciento (todo un récord en un país con tal historia literaria) al clásico. Ese noventa por ciento de literatura moderna se basaba principalmente en la prosa de Mao Tse-tung, una selección de artículos ideológicos contemporáneos y uno o dos fragmentos escogidos de Lu Sin. Respecto a la lengua clásica, la materia monotemática eran los poemas de Mao. Las otras asignaturas eran lengua extranjera, geografía e historia, matemáticas, química, física, agricultura, entrenamiento militar y cultura revolucionaria. La duración de los estudios secundarios había pasado de seis a cuatro años, el trabajo manual en campos y talleres se alternaba con el docente, continuaba el sistema de exámenes y la metodología mostraba el acostumbrado formalismo tradicional.
No deja de resultar llamativo el contraste, el exquisito uso de la neolengua, en un medio que dice caracterizarse por la ruptura, la revolución y el cambio, pero que, en la práctica cotidiana, está impregnado de dogmatismo autoritario y caracterizado, de la cima a la base, por el temor y por formas de represión consustanciales e integradas a la rutina diaria y a un modo de vida en el que la esfera de lo privado deja de existir. El más patente logro de la Revolución Cultural ha sido el empobrecimiento del contenido de la enseñanza, al eliminar los conocimientos literarios e históricos que forman su base.
El mundo exterior que a través de las lenguas extranjeras se observa tiene un perfil de tronera y, lejos de arrojar alguna luz sobre la geografía humana del resto del planeta, vierte sobre ella el contenido monocolor local. Se estudia inglés, y en algunos casos ruso. El contenido de los manuales es antologías de citas de Mao y artículos del Diario del Pueblo y Bandera Roja traducidos del chino. Se trata pues de traducciones empedradas de clichés y sometidas a un formalismo rígido. Calidad, claridad y eficacia se sacrifican a la pureza ideológica. Aunque en los setenta ya se reconoce, en los centros de enseñanza, que el material de la Revolución Cultural, que continúan empleando en sus clases, es nulo para los alumnos en lo que a aprendizaje lingüístico se refiere, sin embargo nadie osa arriesgarse a enviar a la papelera textos blindados por la evangélica autoridad que los respalda.
La enseñanza superior no ha resuelto la polémica entre formar rojos y formar expertos. Los sesenta habían puesto en primer plano total la rojez, pero la realidad ha ido reclamando sus derechos y pidiendo conocimientos, de forma que las autoridades introducen discretas recomendaciones en vistas a asegurar algún nivel profesional. Para ello se aprovechan de la última conjura palaciega: El Mariscal Lin Piao, portaestandarte de la Revolución Cultural, Mejor Alumno del Presidente y Delfín en su sucesión, ha desaparecido en 1971. Y lo ha hecho oportunamente, porque la alternancia pendular que caracteriza al régimen pide que, tras las últimas movilización, campaña y purga, se recupere la estabilidad. De ahí la hegemonía de Chou En-lai y la actividad diplomática que llevará, ese mismo año a la retirada del veto de Estados Unidos y la entrada de la República Popular China en la ONU en lugar de Taiwan. Con la táctica acostumbrada de goteo informativo, el Partido atribuye primero la desaparición de Lin a un accidente de aviación, que se enriquecerá progresivamente con los aditamentos propios de una historia de traición y espionaje, de forma que el antiguo Ministro de Defensa acabará apareciendo como un torpe agente de Moscú que, fallido su criminal intento de eliminar al Gran Líder, no alcanza el territorio soviético, hacia el que huye con su hijo, por falta de combustible. Esto permite al Gobierno cargar a la cuenta del difunto lo que comenzará a llamarse excesos de la Revolución Cultural y aconsejar un prudente equilibrio entre la rojez y la eficacia. Tales llamadas a la rectificación y la prudencia hubieran sido tachadas de revisionismo burgués pocos años antes y sus autores enviados al merecido vertedero campestre tras ser sometidos a innumerables sesiones de autocrítica. Pero en 1971 el sistema lleva un tiempo suficiente de rodaje como para permitirse cambiar, en espacio mínimo, la música y la letra de las consignas sin que el seguimiento del coro se resienta.
Es pues, de nuevo, momento de desmontar los escenarios irreales de consignas maoístas ya ensayadas en el notorio fracaso del Gran Salto Adelante. Mao ha disfrutado de su último Yenán. Las universidades deben ahora compaginar el aparente respeto a la letra con medidas de corte muy distinto. El Presidente había afirmado que bastaba con dos o tres años de estudios universitarios, luego es imposible alargarlos de nuevo oficialmente, pero se recurre a fórmulas semestrales intermedias cuya suma añade un curso o dos al total. El tiempo dedicado a las clases de política disminuye, gracias a la bienaventurada traición de Lin Piao que facilita la denuncia de sus excesos. El proceso, sin embargo, por el que se obtienen parcelas de relativa racionalidad es lento. Los estudiantes son escogidos en función de que cumplan cuatro condiciones: haber hecho dos años de trabajo manual, presentar una solicitud de entrada, estar apoyados por las masas (véase los representantes del Partido en los comités de obreros y campesinos) y que su petición sea ratificada por las autoridades locales. La universidad puede además organizar un examen de ingreso en el caso de que el número de aspirantes supere al de plazas disponibles. El temor a ser calificados de derechistas lleva a los seleccionadores a aplicar, en este proceso de filtro, una demagogia del analfabetismo tipo in dubio pro stulto nada desconocida en otras latitudes y geniales reformas educativas supuestamente democráticas. Los profesores rescatados del destierro tras haber pasado penalidades sin cuento han visto muy mermado su nivel profesional y, a partir de su reincorporación a las aulas, muestran respecto a sus alumnos y las autoridades del centro las mayores y más temerosas prudencia y sumisión y el más alto grado posible de reserva e inseguridad. Han recorrido, entre golpes y burlas, los paraninfos, y luego pasado largos años rompiendo piedras y recogiendo excrementos. Sin descubrir por cierto, gracias a ello, nuevos principios pedagógicos. Han perdido toda autoridad frente a estudiantes a los que nada osan exigir. Están todavía frescos los recuerdos de las humillaciones públicas y los malos tratos de los que unos adolescentes dotados de todos los derechos les habían hecho objeto. La disciplina, el respeto, la calidad, la exigencia y el rigor figuraron durante años en el índice de aberraciones propias de la mentalidad reaccionaria. Nada queda de las mínimas seguridad y estima necesarias para el que enseña y su actividad carece de base al dejar de serlo la transmisión de conocimientos. Se vuelve finalmente a las aulas como se ocupan viviendas confiscadas y repartidas en cubículos que apenas guardan la apariencia de lo que constituyó su función primordial.
Cambio de archipiélago
En la calle suenan tambores y el estallido de fuegos artificiales. El estruendo llega hasta las tranquilas habitaciones del Hotel de la Amistad, traspasa la distancia que le separa del centro de Pekín, la reja con la garita del guardia, el gran patio y la no menos gran fachada, regular, gris, soviética en su concepción y sinizada ligeramente en los detalles. La cooperante se sorprende. Ella acaba de aterrizar y proviene de España, un país que todavía no tiene relaciones diplomáticas con la República Popular y que bordea su transición de régimen. Estaría bien un golpe de Estado aquí, qué curioso. Pregunta luego a la señora que le han asignado como intérprete, y ella le dice, con condescendiente sonrisa ante la broma, que allí no hay golpes de Estado, se trata de las celebraciones de la clausura del X Congreso del Partido Comunista. Cuando la extranjera tiene ocasión de observar el ambiente más de cerca advierte que todo está muy bien preparado, que descienden por las entonces solitarias avenidas camiones con su orquesta, vehículos con altavoces, y que un despliegue de lucecitas y banderolas remacha los festejos. Cada vez que el Buró Político envía nuevas tablas desde su Sinaí estos israelitas asiáticos danzan y agitan címbalos, desfondan enormes tambores con mazas tan contundentes como los mandamientos que se hacen públicos tras el secreto de las deliberaciones, hacen llegar hasta el último rincón y al más modesto de los viandantes la obligación de unirse al gozo de la epifanía burocrática.
Ella todavía no lo sabe, pero pertenece a una casta de extraños sacerdotes de los que la rebeldía, la solitaria y acostumbrada rebeldía, le impedirá formar parte, una curiosa congregación que busca en lejanos territorios a sus víctimas y se confiesa fiel a paraísos que se guardaría mucho de hollar. China figuraba en el repertorio de los paraísos y ha ido allí por eso, para ver la realización de un mundo nuevo, del sistema que en nada se parece a otros y ha borrado de las relaciones entre personas la turbia explotación por intereses, la voracidad del dinero y el lento robo en trabajos sombríos de las horas de la vida. La profesora extranjera viene del corazón gris de las ciudades de Europa y ha dejado atrás barrios tristes que rodean a las estaciones, bares equívocos de patética oferta, paredes en las que alguien pintó fuera los inmigrantes, trenes que van y vienen en la gélida madrugada y el anochecer temprano, hombres del caliente sur que creen con la ingenuidad de los niños en la economía sin capitales, en edades doradas en las que se vivía en la armonía idílica del león y el cordero. Ha cruzado la frontera que separa aún España del desarrollo y ha esperado, con inquietud por sus paquetes de conservas y embutidos, entre la gente que lleva maletas de cartón atadas con sogas y las van poniendo en el mostrador tras el que inspeccionan guardias desdeñosos que hablan francés.
El mundo puede ser otra cosa distinta del insoportable hastío de Bruselas, del París salvaje que se extiende en torno al frío y bello corazón de La Cité, diferente de países del lejano planeta de los pobres, de los que sólo conoce la orla sahariana y en los que hierve tal ansia de futuro, tan denodado empeño en creer que alguien les robó, en algún recodo de la Historia, la dicha. Ellos, como ella, personajes sin fin de creados intereses, precisaban sentirse superiores a su propia vida.
China miraba complaciente a naciones de poco peso y a grupúsculos. Con ellos adornaba la ficticia geografía, que mostraba a los suyos, del espacio exterior. La profesora extranjera es un grano de arena advenedizo, mostrenco de partido y militancia, al que pronto expulsará el engranaje, un ser que obra según sus impulsos guiado por un viejo instinto de libertad al que acompaña la pausa fría, extemporánea en el clímax de la pasión y del rechazo, de la razón. Cuando se mezcle con otros colegas que llegan como navegantes a las playas de la tierra prometida, ella estará sola, gustará de la misma distancia que ya antes le impedía unirse a aquella variedad de grupos que ofrecían la España del futuro. La distancia, reencontrada a la vuelta, amalgamada primero por la experiencia y el chantaje de la coyuntura, luego afirmada, convertida en un edificio de paredes resistentes, cada año un poco más altas, pronto un viejo edificio sin más salida que la inmensidad del cielo y la memoria.
En Pekín del 73 confluyen los primeros cooperantes extranjeros que, tras el desierto de la Revolución Cultural, han ido llegando al socaire de una modesta apertura que, en comparación con fechas anteriores, pasa por espectacular. A los sones de la Internacional China se ha sumido en el más brutal aislamiento de su historia moderna. Las cifras que se barajan desde 1949 son, en sí mismas, mínimas en relación con el país y con la presencia foránea antes del triunfo de la revolución, se habla de siete mil expertos rusos en la capital en 1958, de más de mil cooperantes en el Hotel de la Amistad . En los años sesenta se había reclutado un contingente apreciable de profesores destinados a los centros de enseñanza de lenguas, a las editoriales y a las emisiones de radio, pero a partir de 1966 la atmósfera se hizo irrespirable. Las escuelas cesaron en sus actividades lectivas y fueron después cerradas. A los cooperantes se les prohibía participar en las actividades de sus centros y prácticamente se les mantenía confinados en el recinto del hotel, del que pasaron al avión rumbo a sus países respectivos mientras que sus colegas chinos eran denunciados, atacados y enviados a reeducarse a campos de trabajo. Algunos extranjeros, que habían tenido relaciones con grupos posteriormente caídos en desgracia y calificados de ultraizquierdistas, estuvieron presos durante años.
O continúan estándolo. La nueva cooperante recibe, entre la lluvia de mensajes que le dirigen los residentes del hotel, uno en el que gusta por primera vez el sabor de una auténtica dictadura. Hay que tener cuidado, dicen; los chinos saben ser tan atentos como implacables. Circula la historia de alguien retenido meses, ¿o un año?, en su habitación. Escribía autocríticas. No les satisfacían. Y hubo una mujer, trabajaba, parece, en corrección de pruebas en inglés. No se sabe. Su gobierno investigó. Nadie sabe. Allí, por vez primera, la recién llegada echa un vistazo a cárceles que en nada se parecen a las ordinarias, a persecuciones y arrestos al lado de los cuales aquéllos de los que ella tiene noticia recuerdan a una bulliciosa charla de café. Éstos son otra cosa, parecen transcurrir bajo el agua, en un líquido opaco y espeso que actúa como reja y muro, que desdibuja el perfil de las prisiones, anula las sentencias y los jueces y se instala con la omnipotencia de Dios en cada centímetro de espacio. Luego avanza, penetra por orificios, más allá de la piel, en el mayor silencio, toma posesión, disuelve, traslada en madrugadas frías a lugares anónimos, perdida la cuenta del reloj y del calendario. Sin que nadie vuelva la mirada. Alguien no está; o está en alguna parte, parcial, precariamente, como se borran y modifican líneas en una hoja de papel. Los que han vuelto tienen quizás la transparencia de un empeño tenaz por lograr la invisibilidad, la perfecta adaptación; son el casco de embarcaciones de las que se ha arrojado cuanto constituía el pasaje para evitar el hundimiento. La cooperante recuerda unos ojos azules, mestizos, entrevistos en un breve encuentro. Los raros matrimonios mixtos no se fueron durante la Revolución Cultural, y por ellos pasó sin duda el oleaje de las críticas, la exigencia de fidelidades a aquel blanco fácil para denuncias y tópicos.
En 1970, con probablemente no más de trescientos extranjeros, la ciudad de Pekín está quizás como la soñaron los emperadores más herméticos, toda ella, como el país, una vasta Ciudad Prohibida, una bandera en la que debería figurar como símbolo su larga muralla alzada contra las arenas y el viento. Tres años más tarde el cambio en política exterior se ha traducido en la luz verde a las contrataciones. La mayor parte de los colegas que la cooperante encuentra han llegado hace no más de diez meses. Los franceses son un grupo relativamente extenso y con cierta coherencia, que ha sido seleccionado por mediación del centro de Amistades Franco-Chinas. De manera más dispersa, hay ingleses, alemanes, nórdicos, latinoamericanos, africanos y árabes. Apenas puede hablarse-especialmente en los últimos tres casos-de titulación y profesionalidad y las calificaciones se reducen al hecho de tener la lengua extranjera como materna. Los fichajes se han hecho por filiación socio-política, por relaciones con centros del tipo del francés, a través de personas conocidas, por motivos de índole diplomática en el caso de países del Tercer Mundo, en los que el trato se ha llevado a cabo con los gobiernos respectivos. De la veintena que, en Pekín, figuran como expertos en lengua española, ninguno parece haber hecho estudios superiores de traductor-intérprete, ni de Letras y Filología Románica. Hay algunos elementos intelectualmente brillantes, con buen estilo periodístico, y un número grande de bajo nivel docente y lingüístico, o sencillamente de cultura general muy débil. Son personas enviadas por mediación de sus partidos y militancias, les acompañan esposas que sobrepasan a sus maridos en sumisión ideológica. La limitación intelectual suele ser en ellos proporcionalmente directa a la aquiescencia incondicional. Aunque el puesto le ha sido ofrecido por mediación de Amistades Belgo-Chinas, la nueva cooperante trae su título universitario, pero no es el caso habitual, y pronto advertirá la avidez con la que su alumnado recibe un menú pedagógico que parece apreciar en muy superior medida al que en estudio del español se le tenía acostumbrado. El sacerdocio latinoamericano se muestra en algunos casos de un maoísmo evangélico, ni siquiera temperado por la ocasional-pero cobarde-ironía de los franceses. El ambiente colonial segrega con rapidez su refugio madrepórico y las pretensiones de fusión y descubrimiento se reducen a los improperios de una comunidad de vecinos y las rutinas de la permanencia limitada. Los expertos trabajan como correctores de textos en el centro de Traducciones y Ediciones en Lenguas Extranjeras, en la Radio, en la Agencia China de Noticias Sinjua y, como profesores, en escuelas, institutos y universidades. Compran algunas cosas. Viajan en los establecidos circuitos. Ven un diminuto mundo. Es posible que la dimensión inabarcable del que les rodeaba vele, a los más, otro horizonte.
Allí había recalado un viejo, único español, que merece al menos el homenaje mínimo de un punto y aparte. La edad y lo transcurrido en ella habían reducido su mente a una pulpa agresiva y variable. Había vivido, como el abandonado pirata de la Isla del Tesoro, en China los diez últimos años, enclaustrado en el solitario Hotel de la Amistad durante la Revolución Cultural, aferrado a una fidelidad absoluta al gobierno chino y a un pasado de exilios. Hablaba de Álvarez del Vayo y, con fruición, de las humillaciones que había visto infligir a los intelectuales, durante la purga del 67. Su religión era única, rencorosa y triste, encerrada en la cárcel de obediencias sin las cuales su perfil y el de su vida se disolvían. Hubo para él una vuelta a España y un reencuentro con ella, y con la muerte, años después.
Los cooperantes constituían un curiosa clase de reyes por un corto espacio de tiempo. Se les recibía con ciertas atenciones y honores por completo desacostumbrados para el ciudadano medio de un modesto país, cobraban sueldos que, en relación al salario local de sus homólogos, unos sesenta yuanes mensuales, parecían astronómicos sin serlo, porque su vida discurría obligatoriamente por un circuito elevado y distinto.1 La esperanza de hacer fortuna no figuraba, pues, entre los atractivos del puesto y la modestia del pasar se acentuaba en los numerosos casos de matrimonios con hijos. Las esposas solían formar una subclase de expertos de segunda categoría. Llegaban sin contrato, pedían generalmente, al poco tiempo de estancia, un puesto de trabajo, que les era concedido con iguales deberes, horario y condiciones que el resto de los cooperantes pero con sueldo muy inferior sin que nadie pareciera recordar aquello de a trabajo igual salario igual.
La cooperante había firmado sin mirarlo el papel que en la embajada de China le presentaron. En Europa hubiese discutido condiciones que marcaban ocho horas de trabajo diarias seis días a la semana y que dejaban siempre al criterio final del patrón numerosos puntos. Ella hubiera ido gratis. Se le abrían las puertas, cerradas a la mayoría, de un mundo sorprendente al que iba en la más completa soledad, ni siquiera respaldada por la diplomacia de su país. Asia. El sistema socialista asentado, llevado a la práctica en su plenitud, un país sin clases ni capital privado. Si algún lugar era la respuesta materializada a sus preguntas era aquél. Y, en verdad, China lo fue.
Más tarde, en la compresión de intensidad temporal que supusieron los meses de su estancia, pudo comprobar que ni siquiera las estipulaciones del contrato respecto al preaviso de finalización e indemnizaciones se cumplían. Pero no reparó en ello, absorta como estaba en contenciosos de superior envergadura que implicaban su aislamiento y la empujaban a terrenos que lindaban con la inexistencia civil. Muy pronto también supo que el alojamiento gratuito y los servicios de transporte tenían más de confinamiento que de oferta. El Gobierno había logrado, respecto a los occidentales, la perfección colonial, capaz de introducirlos en las construcciones y pasadizos preparados para ellos, de permitirles el paseo periódico en un trillado circuito, y de devolverlos al exterior con su virginidad turística en buena parte intacta.
El gran mapa de China se encogía y estrechaba para los extranjeros, que precisaban un visado para desplazarse más allá de veinte kilómetros de Pekín. Quedaba reducido a un puñado de grandes ciudades como Xian, Shanghai, Nankín y Hangchow, a las que se sumaban los llamados lugares sagrados revolucionarios tal que Yenán (que no fue visitado por la cooperante) y las tumbas Ming. Carreteras y ferrocarriles cruzaban por extensiones grandes y prohibidas; pero fértiles en mitos, con la atracción de lo ignorado y el victorioso brillo cuyo reflejo era sólo visible en las páginas satinadas de la prensa oficial. Allí se construían probablemente poblaciones prósperas, aldeas tranquilas de innumerables y bien repartidas cosechas. Con la docilidad con que se aclama a la dinastía reinante se admiraba el país enmarcado por los discursos y los grandes números, avalado por el progreso y las estadísticas. Era una geografía platónica, indiscutible, desdeñables sus fracasos, destinada, por la inmutabilidad y la solidez sin fisuras de su cima, a planear sobre crítica y sospecha.
Con consciente minuciosidad, los responsables chinos mantenían cerrada la ventana de la lengua, los batientes que podían abrirse al espacio exterior, a la gente que comía y bebía su té en puestos de la calle, que apuraba sus tazas de cerveza y alcohol local y que venía de provincias para hacer compras en el gran almacén de la calle Wang Fu Chin. La mayor parte de los cooperantes tenían la intención, a su llegada, de aprender el idioma del país y, en el caso de algunos que ya habían cursado estudios de él, era el principal de sus objetivos. En teoría les asistía el derecho a pedir clases y su centro de trabajo debía proporcionárselas gratuitamente. Esa gratuidad, como tantas otras, resultaba ser un factor negativo porque les impedía elegir su profesor y mantener con él mayor soltura de relaciones. El occidental no podía exigir regularidad en las lecciones, atención, eficacia; las clases se espaciaban, se relajaban y arrastraban en una desganada y cortés monotonía. Comenzadas con el empeño decidido del neófito, vegetaban y acababan sucumbiendo de muerte natural.
La razón clave y máxima por la que los cooperantes extranjeros no aprendían el mandarín no residía, empero, en la pobreza de las clases recibidas, ni en la tan aludida dificultad intrínseca y fuera de serie de la lengua, sino simplemente en la imposibilidad de practicarla por falta de contacto humano y por el aislamiento en la vida cotidiana. El pei-jua o lengua china oficial es, desde luego, de muy arduo dominio para un occidental por su estructura ajena a nuestro tronco lingüístico, por la pronunciación, su sistema de tonos semánticamente diferenciales. Su escritura resulta trabajosa y pide ciertas habilidades caligráficas. Pero, por el contrario, es relativamente fácil aprender el chino hablado lo suficiente como para comprender y mantener conversaciones simples. La posibilidad de inmersión en un ambiente motivador estaba, en este caso, ausente. Los extranjeros solían volver, tras dos años en Pekín, con el puñado de palabras que poseían cuando llegaron, y ello se debía al régimen de aislacionismo y encuadramiento con intérprete obligatorio en el que se les hacía vivir, a los lugares especiales en los que transcurría su existencia apartada de la realidad china cotidiana y a la reserva y cortés distanciamiento de los occidentales que el sistema imponía a cualquier chino que no perteneciese al centro de trabajo en el que éstos prestaban sus servicios.
Había una mendicidad conmovedora en los ta-pidza (narices grandes, apelativo popular con el que, junto con diablos, se conoce en el país a los forasteros) que deambulaban por las calles en busca del ansiado, modesto contacto espontáneo. En un intento de camuflaje y transformismo, recurrían a bufandas y gorros que redujeran al mínimo su exótica anatomía descubierta. La invencible vitalidad de la gente del común masticaba, sorbía y tarareaba canciones populares, inalcanzables y agolpados en los lugares públicos, conscientes sin duda del riesgo de acusación de espionaje que podía recaer sobre cualquiera que se comunicara con un extranjero ajeno a su unidad laboral. Las cicatrices de la revolución Cultural estaban frescas, sus directivas nunca habían sido derogadas. Por el contrario, resultaba más cómodo para el sistema mantener un clima de ligera permisividad provisional que podía, en cualquier momento, endurecerse.
Los cooperantes cuyos conocimientos les permitían la lectura de la prensa veían ésta limitada a los grandes diarios Renmin Ripao, Kuangming Ripao y Hongchi, y les estaba estrictamente prohibida la adquisición de la local o de la militar (excepto el arriba citado Bandera Roja, Hongchi.). Esto, en relación con la vida cotidiana, significaba la imposibilidad de estar al corriente del programa de cines y teatros, de las exposiciones de pintura y fotografía y de las actividades deportivas, puesto que tales informaciones sólo aparecían en los periódicos locales. En cuanto a las noticias del extranjero, podían adquirir unos boletines diarios que se publicaban en varios idiomas, el español entre ellos, y contenían, en las páginas elaboradas por la agencia Sinjua, más propaganda que información. Los abonados a diarios y revistas occidentales los recibían normalmente y también podían recurrir a las salas de lectura de sus embajadas, que prestaban, como en el caso de la francesa, un servicio cultural inestimable. Los aparatos de radio, adquiridos a buen precio en la vecina Hong Kong, adquirían especial entidad de naves, de flotantes lanchas que permitían escapadas fugaces a territorios de libre expresión y saltaban sobre el aislamiento y las distancias. Los programas chinos en español tenían la animada variedad de un panel de la Gran Muralla, pero eran superados en exhortaciones plúmbeas por los de Corea del Norte. Las reflexiones derivadas de su audición no resultaban, para la nueva cooperante, consoladoras para disculpar su propia estupidez. Debía reconocer que, sin necesidad de desplazamientos y estancias en las sucesivas alma mater del socialismo, habría bastado la comparación entre aquellas emisoras y la BBC, o las de Australia o Canadá, para sacar las conclusiones apropiadas sobre el comunismo real. Eso sin contar visitas y referencias a algunos países del Este y Unión Soviética y dejando de lado el endeble andamiaje filosófico del materialismo histórico, la dictadura de la clase mesiánicamente elegida y el determinismo futurible. La evidencia estaba allí desde Europa, desde la ciudad propia, la reflexión y unos cuantos libros, incluso en el seno de dictaduras más o menos personalistas y militares que resultaban sin embargo un lujurioso balneario en comparación con el manto gris y duradero que se había extendido desde la Revolución de Octubre. Más que de un error o de un reprobable eclipse ético la cooperante se sentía culpable de un pecado de imperdonable estupidez. Y lo sorprendente, una vez atravesado el espejo y llegada con bastante rapidez al otro lado de la evidencia, era el tranquilo e impasible aplomo con el que otros la ignoraban. Los visitantes tejían sus vidas, echaban un vistazo a las ajenas y espumaban elementos que podían incorporar sin esfuerzo a esquemas queridos o confortables. Adquirían con la rapidez de los indígenas el reflejo de ignorar las ausencias, disociaban comunismo y socialismo de materias tratadas como ganga fortuita o añadidos exóticos aunque éstas fueran la masa única de la única palpable realidad.
Pero nada reemplaza a un paseo por la calle, al gesto de unos ojos huidizos y a la candorosa indiferencia con la que se ve a alguien asentir a una sarta de despropósitos. La Librería Central de Pekín es un edificio moderno con amplio escaparate. Ocupa dos plantas rectangulares largas y espaciosas. Su semejanza con el letrero que en la puerta ostenta termina ahí. Ha sido suplantada por un decorado, semejante al de esos lomos falsos que amueblan los pretenciosos salones de algunos ricos. Toda la cultura de un inmenso y viejo país que presenció los balbuceos de la imprenta y el papel se ha evaporado. Estanterías que, en el polo opuesto de la biblioteca de Borges, reducen a un reiterado simulacro la grafía inacabable de los escritores. Aquí la variación reside en el tipo de impresión, color y tamaño. Los autores se limitan a los clásicos y neoclásicos marxistas, a Lu Sin, algunas historias de trabajadores modelo y muy poco más. Marx, Engels, Lenin, Stalin, Kim Il-Sung, Enver Hodja, y, Mao, omnipresente, que reina en el vértice señero de la pureza ideológica. Mao en todos los formatos, principio y fin de las hileras, bondadoso en su devoción paternal por el pueblo, lírico en sus poemas juveniles, enérgico en sus consignas, categórico en sus definiciones, beligerante en sus estrategias, definitivo en el conjunto de sus obras. La Revolución Cultural proscribió las demás obras, tanto de chinos como de extranjeros. Los libros se han colocado de plano de forma que se rellene el vacío inevitable. A veces se ven textos científicos, algunos en ruso.
En el primer piso se venden carteles reproduciendo escenas de los ballets y óperas modelo, también citas de Mao para colgar o enmarcar, en todos los colores, tamaños y caligrafías. Al lado está la sección de reproducciones del Presidente: Mao niño, Mao adolescente, Mao joven, Mao en su madurez,. Mao anciano. También se ofrecen retratos de Marx, Engels, Stalin, Lenin, Kim Il-Sung y Enver Hodja. Pueden adquirirse asimismo postales, reproducciones, mapas y modelos de caligrafía.
Existe una sección destinada a lectura y préstamo en la que los muchachos devoran cuadernos de relatos de acción cuyos héroes defienden la Patria en las fronteras o persiguen a espías y agentes infiltrados. No son enemigos los que faltan; el Gobierno chino proporciona a sus gentes generosas raciones de imperialistas, burgueses, reaccionarios y solapados defensores de la antigua y corrupta sociedad. La guerra de Corea es un filón de norteamericanos perversos y los territorios limítrofes del Imperio del Medio están generosamente abastecidos de elementos belicosos prestos a la invasión.
La cooperante empieza a dudar de las bondades y el desinterés de la alfabetización masiva. Se ha hecho ya una idea aproximada-pero necesariamente imprecisa-de lo que en el país la gente puede leer. Respecto al cuánto, ha visto muy escasos lectores en los parques y transportes públicos y tiene la impresión de que las obras del Presidente Mao, los clásicos marxistas, el oasis literario de Lu Sin y las hagiografías de héroes de la producción y de la lucha no bastan para cubrir necesidades. Recuerda al profesor chino del primer instituto de Pekín en el que trabajó. Decía éste leer muchas novelas en español. Como ella le felicitara por su esfuerzo en el dominio del idioma, él respondió:
-No. Es que en chino no hay.
La profesora de español es, en China, una orwelliana avant la lettre. No ha leído todavía 1984, y, tras su regreso a España, cuando lo haga, una tarde de invierno, cerrará el libro al terminar la última línea y bajará a la calle para sentir a la gente, con un ataque de miedo insuperable que tiene mucho del frío glacial de los paisajes de De Quirico. Sabe que nunca saldrá del todo de aquella librería cuyos falsos volúmenes no reproducen sino una voluntad abrumadora y ajena a la vida y el pensamiento, un puro gesto de dominio que aplasta como una mano al que recorre las estanterías con su frágil y temerosa individualidad a cuestas.
Sin embargo resulta sin duda factible pasear por esa superficie satinada sin mayores traumas. El Gobierno chino es tan capaz de preservar sus intereses como de dar una imagen halagüeña de sus márgenes intelectuales. Las Ediciones en Lenguas Extranjeras, de Pekín, Guozi Shudian, distribuyen al extranjero, por un sistema de suscripciones, diarios y revistas en lenguas que van del chino, mongol, coreano, tibetano y kazajo al español, italiano, alemán, francés, inglés, sueco, ruso, árabe, japonés, hindi, indonesio, swahili, urdú, vietnamita y esperanto. La versión lingüística depende del tipo de publicación, que, en función de sus contenidos, se destina a propaganda de los logros del régimen, temas literarios y científicos o difusión de las tesis chinas sobre política internacional. A esto se añade una serie de revistas especializadas en materias como arqueología, astronomía o genética, que se redactan en chino con extractos de sus artículos principales e índices en inglés. Guozi Shudian tiene también el monopolio de la distribución y adaptación de publicaciones extranjeras, a lo que se añade la canalización de intercambios y préstamos a través de la Biblioteca Nacional de Pekín y el Instituto de Información Técnica y Científica de la Academia de Ciencias. De hecho, el caudal de conocimientos de un puñado de dirigentes y de una capa escogida de personas en nada contradice la masiva ignorancia del resto. La información discurre por un sistema vertical de esclusas en el que no se admiten veleidades. La materia, predigerida y dosificada en cantidades precisas, llega, cuando se considera oportuno, a los niveles autorizados por un sistema pormenorizado de documentos, circulares, canales y disposiciones. La censura carece en este contexto de significado porque, en un Estado que ha logrado un control de tales características, la retención informativa se ha efectuado en la base y, en un paso que va mucho más allá de los primarios métodos de coacción, los receptores parecen carecer de los elementos que les permitirían percibir y apreciar las informaciones peligrosas para el régimen.
En la enorme plaza y las avenidas cuyos bordes producen la impresión de solitaria lejanía de los grandes ríos los edificios culturales públicos exhiben sus puertas cerradas y el interior aquejado de un largo reajuste. La Revolución Cultural ha exigido su depuración ideológica, la sedimentación posterior se atiene al prudente rechazo de responsabilidades y al día a día de la interpretación de las directivas. Allí están la Biblioteca Nacional, bajo mínimos, y el Museo de Historia. Los años irán cubriendo salas y paredes con el crecimiento vegetal, irreprimible, de personas y objetos. Gente muy joven, hijos de los guardias rojos, llenarán este mismo espacio, engañados, como los observadores del exterior, sobre el cambio del régimen, la aparente, ineluctable deriva hacia la libertad.
No. El Buró Político Chino no construía, al socaire de la senilidad de Mao, pasadizos hacia la pluralidad y la apertura. Pero supo perfectamente vender la moderada imagen y acuñarla incluso en una fórmula que, décadas más tarde, pasaría por original. Desde las prudentes reformas del principio de los sesenta hasta la explosión de la economía de mercado, pasando por la recogida de banderas tras la Revolución Cultural, nada había escapado ni debía escapar del Partido y del Ejército. Pekín se especializó tempranamente en mantener el poder en manos de su clase rectora y dar rienda suelta a cuanto no le perjudicase. Sus proclamas serán, invariablemente, ortodoxas y se reclamarán de Mao Tse-tung y el comunismo. No hay en ellas la más mínima pretensión, ni necesidad, de coherencia; son fieles al imposible discurso y la lógica irracional que les han sido desde siempre propios. Jamás ha entrado en sus planes dar cuentas a la opinión, explicar sus posturas, responder de sus actos. Es un clan único de poderes totales, y las exhortaciones al enriquecimiento, la voracidad de bienes de la que da ejemplo a sus súbditos, las consignas un país, dos sistemas, el socialismo capitalista, las incompatibles dualidades tranquilamente enunciadas, moldean un nuevo archipiélago, sometido tan sólo a la ley y límites que su dueño marca y vigorosamente movido por los impulsos eléctricos del más descarnado interés.
Desde Occidente, podía creerse con facilidad en la irremediable transformación del viejo comunismo, su deriva hacia formas que, por ser de mercado y adornarse con los últimos productos de la técnica, automáticamente se suponen más abiertas y en franco camino hacia una sociedad democrática y un sistema liberal. Mientras esto se da por descontado, el archipiélago, en sus nuevas formas, se afirma y crece.
El X Congreso Nacional del Partido Comunista de China puede así, en 1973, permitirse afirmar en la letra premisas continuistas contrarias al pragmatismo que ya se impone en los hechos. Ninguna contradicción le es ajena; muy al contrario, es él quien marca, cuando y donde corresponde, la coherencia y la ética. No han leído probablemente a Lampedusa ni a Maquiavelo, pero dominan como ninguno de ellos la técnica del cambio oportuno y la reserva precisa. Se ha entrado en una etapa que marcaron, en 1972, el establecimiento de relaciones diplomáticas con Japón y la visita del Presidente Nixon. Es tiempo de enriquecerse, de renovar las armas del Ejército, de ir ocupando el hueco que se adivina en la agostada Unión Soviética. Pero las actas del 73 reafirman a Mao y a Chou En-lai mientras rubrican la definitiva defunción, como sucesor, del extinto Lin Piao. Sus apartados reiteran las consignas del lejano Yenán sin que se espere de lector alguno la menor perplejidad ante la incongruencia que respecto a las nuevas directivas marcan. Se trata del habitual epílogo sobre la base de la situación preexistente, la confirmación de la bondad de lo realizado y la sumisión a los puntos fundamentales, a los que preside la autoridad suprema del Partido. Por ello conviene subrayar la continuidad del sistema (revolución) y su proceso, la disponibilidad sobre los jóvenes, la ocupación de los centros de cultura, el control ubicuo del tejido social.
Hay que proseguir y llevar a feliz término la revolución en el arte y la literatura y la educación y la salud pública, hacer un buen trabajo respecto a los jóvenes instruidos que van a las zonas montañosas y otras zonas rurales, manejar bien las escuelas de cuadros “7 de Mayo” y apoyar las nuevas cosas del socialismo (…).
(…) La Gran Revolución Cultural Proletaria es una gran revolución política realizada por el proletariado, bajo las condiciones del socialismo, contra la burguesía y todas las demás clases explotadoras, y es también una profunda campaña por la consolidación del Partido (…) el Partido debe dirigirlo todo (…).
Artículo II-Se crea una célula, una célula general o comité de base, según sean las necesidades de la lucha revolucionaria y el número de miembros del Partido, en cada fábrica, mina (…) centro de enseñanza (…) y cualquier otra unidad de base.1
La campaña, en 1973, de crítica a Lin Piao y a Confucio es una metáfora del alejamiento de un modelo que ya resulta decididamente incompatible con más rentables aspiraciones, pero no por ello, tras el Congreso Nacional del Pueblo, la Nueva Constitución Simplificada de enero del 75 hace otra cosa que avalar, con la unanimidad acostumbrada respecto a lo decidido por el Partido, el monopolio de un poder al que en nada ya disgusta, sino que favorece, la prosperidad generalizada de la población. El rehabilitado y sufrido Teng Siao-ping no tardará en lanzar su famoso ¡Enriqueceos!, seguido sin dificultad por las masas que, en adelante, agitarán carnets de cheques en vez de pequeños libros rojos. Pero el rigor de la forma persiste, porque el marco estricto de un maximalismo utópico, la imprecisión legal, la exigencia explícita y la imprescindible permisividad rutinaria abonan la vivencia cotidiana del temor y la culpabilidad y son elementos indispensables del perpetuo estado de excepción que, en nombre de las grandes aspiraciones y la pureza, eleva la hipocresía a la categoría de las bellas artes.
Mao ocupa oportunamente su lugar, en 1976, entre los monumentos de la gran plaza. En su mausoleo hay montañas que marcan el horizonte de un Yenán eterno y ficticio.
La arquitectura, que no engaña, ofrece en todos los centros de trabajo de la cooperante extranjera, tanto en Pekín como en la lejana Xian del interior, un marco rectangular de muros, cubos de tamaños diversos en función de su jerarquía, recintos invisibles desde el exterior, pequeñas ciudades prohibidas en blanco y negro desprovistas del carmesí brillante de la de la capital pero seguidoras de la vieja tradición de secretismo, del muro medial de la recepción contra el que se estrellaban los malos genios (que sólo son capaces de desplazarse en línea recta) y las miradas de los viandantes. Un cartel a mitad de la ruta entre el núcleo de la población y el instituto reza en chino, ruso e inglés: Paso prohibido a los extranjeros. Los bloques de ladrillo ocre-gris que recuerdan a las viviendas obreras del siglo XIX tienen como único decorado grandes paneles rojos con frases del Gran Líder. Sobre el alero, en enormes caracteres, se lee: ¡Viva el Presidente Mao Tse-tung!. Sus citas, reproducidas en pizarras y carteles, cubren los muros. Detrás del edificio principal están las viviendas de profesores y alumnos, las cantinas, el depósito de carbón, las calderas, los vestuarios del campo de deportes, las letrinas y las oficinas y biblioteca. En el huerto se cultivan frutas y hortalizas. Los animales domésticos-cerdos, gallinas-retozan y efectúan su labor de basurero ambulante.
El interior es uniforme, agrisado, sin la menor nota de color o decoración. Las bombillas débiles y las puertas marrones no animan el conjunto. La calefacción es tardía, intermitente y más bien simbólica, la temperatura gélida. El mobiliario de aulas y sala de profesores es, con la excepción del destinado al profesor extranjero, espartano, muy usado y sin concesión alguna al detalle o al gusto personal. Resulta un paradigma de la Revolución Cultural. Las letrinas son a la turca, separadas por sexos pero las mismas para alumnos y profesores. Hay en el interior además una pileta con grifos y, por supuesto, ningún espejo. Es notable el grado de suciedad, pero no existe ni un solo letrero escrito en las paredes.
Por la parte trasera se ven las obras con las que se continúa y amplía la red de túneles con la que el instituto, como toda entidad en China, debe contar, hecha por ellos mismos en previsión de las siempre presentes invasiones, enemigos y guerras. Se trata de sencillas excavaciones de pasillos y ensanches subterráneos de ladrillo y arcos de cemento. Los carteles recuerdan las consignas de Mao: Cavar profundos túneles, hacer reservas de cereales y nunca pretender la hegemonía. Preparar al pueblo contra la guerra y las calamidades naturales. En el suelo se abren de cuando en cuando los respiraderos de los túneles.
La cantina de los alumnos no parece tener sino sus cuatro paredes y las mesas, además de citas de Mao. En la de los profesores hay mesas y bancos muy usados, vasares para los tazones, un mostrador para embutidos y salazones de verduras y ventanillas por las que se recogen los platos. Frente al comedor, fuera, los tazones se enjuagan en una pileta larga provista de grifos de agua fría, tras haber echado las sobras en la tina de los cerdos. En el ala opuesta se alzan casas para el personal, que, según su situación familiar, comparte o no habitación. En la de mi intérprete, a la que su marido visita alguna vez, hay una cama grande, una estantería con libros, otra con vajilla, flores artificiales, tapetes y el retrato de Mao bordado a punto de cruz por una sobrina suya. La calefacción consiste en estufillas de carbón sobre las que también se guisa, sacándolas fuera. Las letrinas, comunes, están al final del pasillo. Las paredes son de un gris desconchado.
La descripción puede hacerse extensiva a infinitos centros semejantes. Presenta, con leves variantes cuantitativas, los usuales ingredientes de los edificios chinos: gusto por cierta monumentalidad formalista (fachada del edificio central), utilitarismo que marca firmemente la voluntad de alejamiento de preocupaciones estéticas, que serían tachadas de individualismo burgués, tono rural, separación de elementos, descuido y suciedad en los servicios públicos (cantina, letrinas), delimitación, ocultamiento y separación (el omnipresente muro cuadrangular). Su aspecto general es el de una maciza y desangelada escuela de enseñanza media de voluntad de apariencia fuertemente agrícola. No es difícil imaginar, al verla, la suerte que han corrido los estudios de literatura, historia y arte.
En cuanto al entorno ideológico, tadzupaos y pizarras protegidas de la lluvia por un alero reproducen las consignas al uso, los editoriales del Diario del Pueblo, citas de Mao, exhortaciones y buenos propósitos. Los alumnos de francés se han mostrado singularmente activos con la tiza y el pincel:
Cálida bienvenida a vosotros, compañeros de armas, que venís del primer frente de los tres movimientos revolucionarios. Cálida bienvenida a vosotros, nuevos estudiantes obreros, campesinos, soldados del instituto socialista de nuevo cuño. Animados de un sentimiento de orgullo legítimo, habéis entrado alegremente en el instituto de nuevo tipo en el que se forman los intelectuales revolucionarios del proletariado, y a vosotros corresponde una labor histórica: estudiar en la universidad, dirigirla y transformarla sirviéndoos del pensamiento maotsetung.(…)
Queridos camaradas, hemos venido de todos los puntos del país. Nos reunimos aquí para un fin común. Desde ahora viviremos, trabajaremos y estudiaremos todos juntos, Unámonos más estrechamente siguiendo las enseñanzas del Presidente Mao. ¡Unámonos para obtener victorias aun mayores!. Llevemos a cabo lo mejor posible los deberes que nos han sido encomendados por el Partido en el informe del X Congreso.
Las citas de Mao, en este contexto tan desprovisto de alicientes visuales, tienen cierta recurrencia hipnótica, llenan los ojos, despliegan en un film en blanco y negro fogonazos de color, trazos gruesos cuyos ángulos han perdido la gracia de la antigua caligrafía y parecen mantener entre los dientes las ideas. Su vocabulario se reduce a un manojo de palabras, cada día presentes. Se anda continuamente sobre una bandera junto a la cual apenas nada significa la masa anónima de la vida gris.
¡Unámonos para obtener victorias aun mayores!
Si la línea es justa, se tienen soldados, incluso si ahora no se tiene ni uno solo, y se conseguirá el poder incluso si todavía no se posee.
Practicar el marxismo y no el revisionismo, trabajar por la unidad y no por la escisión, dar prueba de franqueza y de rectitud y no tramar complots e intrigas.
Ir a contracorriente es un principio del marxismo-leninismo.
Los países quieren la independencia, las naciones quieren la liberación y los pueblos quieren la revolución; esto se ha vuelto ya una corriente irresistible de la Historia.
China es como un apetitoso trozo de carne que todo el mundo codicia, pero esta carne es muy dura, y desde hace años nadie ha podido hincarle el diente.
El peligro de una nueva guerra mundial no ha desaparecido y los pueblos del mundo deben estar preparados para ello; pero hoy en el mundo la tendencia principal es la revolución.
Llevar hasta el fin la lucha contra el revisionismo moderno. En el plano interior debemos conformarnos a la línea y los principios políticos fundamentales definidos por el Partido Comunista para todo el periodo histórico del socialismo, perseverar en la continuación de la revolución bajo la dictadura del proletariado, unir todas las fuerzas susceptibles de ser unidas, y trabajar para hacer de nuestro país un poderoso estado socialista, a fin de hacer una contribución a la Humanidad.
Prepararse en previsión de una guerra y de calamidades naturales y hacer todo en el interés del pueblo.
Mantener alta la vigilancia y estar completamente preparados para el eventual desencadenamiento de una guerra de agresión por parte del imperialismo, y sobre todo para el desencadenamiento de un ataque sorpresa por el socialimperialismo revisionista soviético contra nuestro país. Que el heroico Ejército Popular de Liberación y las amplias masas de la milicia popular estén continuamente alerta para eliminar a todo enemigo intruso.
Leer y estudiar concienzudamente para dominar bien el marxismo.
Siempre es en las grandes tempestades cuando se elevan los continuadores de la revolución proletaria.
El desorden en la tierra engendra el orden en la tierra. Al cabo de siete u ocho años todo vuelve a empezar. Los genios malignos aparecen por su propio impulso en escena. Está determinado así por su naturaleza de clase y no pueden obrar de otra forma.
Para estar seguros de que nuestro Partido y nuestro país no cambiarán de color debemos, no sólo tener una línea y una política justas, sino también educar y formar a millones de continuadores de la causa revolucionaria del proletariado.
Todo miembro del Partido Comunista Chino debe:
La declaración de principios es de una simplicidad que la hace transparente en exceso. De igual manera que la vuelta al estado zoológicamente primitivo es en el hombre una perversión, un retroceso animal al que en nada embellece la supuesta pureza originaria, en estas premisas existe una simplificación contra natura, un sutil, profundo, recurso al engaño. Como manipulación puede parecer grosera, como éxito político indiscutible, como jerusalén marxista un éxito. Su simpleza lo delata, obvia la compleja variedad de los seres, la extensión de ambiciones y pasiones, las múltiples variantes del goce. Tras esta granja edénica hay un país del siglo XX en el que tan artificial sería adecuar el todo a la mayoría campesina como imponer en las oficinas el uso del arado. El discurso reproducido por estos estudiantes se mueve entre la mimética del mundo militar, la obediencia al único partido al que el Líder sirve de Moisés, Biblia, y Bandera, y el convencimiento de que fuera de este perímetro no hay salvación. Nada, ni nadie, existe por sí mismo sino en función de las tareas asignadas.
El tiempo tiene una periodicidad cíclica que garantiza, y exige, la vigilancia frente al enemigo, la encarnación del Mal o Antirrevolución, congénito a partes degeneradas del cuerpo social. Bastan siete años para que las semillas del aburguesamiento y el revisionismo crezcan de nuevo, la mitad de una generación, el espacio que media entre inconsciencia y madurez, entre especulación y trabajo, folletos y libros, infancia y sexo, indigencia y ahorros, trashumancia y hogar propio. Mao ha ido colocando sus yenán entre una campaña y otra, cuando evolución, reflexión y fracaso inclinan las miradas hacia el crecimiento de plantas de colores distintos del rojo. Entonces se impone el exorcismo, la siega de los genios septenarios que cualquiera, el padre, la novia, el mejor amigo, puede llevar en este momento en su interior. Ninguno de esos métodos es nuevo, pero jamás habían sido empleados juntos, en tal escala y con semejante éxito. De ahí la novedad, el perfil de terra ignota amasada con viejos materiales que la República Popular presenta.
China ocupa el onfalo que han acostumbrado a adjudicarle todos sus gobernantes. Es-según el tradicional gusto por las metáforas culinarias-el jugoso solomillo a cuyo alrededor babean las hambrientas jaurías de los países extranjeros. Las situaciones bélicas se multiplican: enemigos domésticos de puntual y perversa aparición, asedio externo, telón impredecible de enfrentamiento mundial, cascada de independencias y revoluciones en los cinco continentes. Por lo pronto se dispone, en puertas, de un enemigo providencial que encarna el peor de los pecados: la revolución traicionada. La Unión Soviética es un Luzbel que ha descendido vertiginosamente desde su cima de Lenin, Stalin y Octubre a la oscura imagen de la Gran Caída. En términos más prácticos, es, por lo pronto, el competidor más peligroso de Asia. La India también posee colmillos atómicos, pero Pekín sabe que la democracia debilita y que los países molestamente sometidos a su opinión pública y a ciertos principios no tienen a la hora de la acción la autonomía agresiva que debieran.
La situación general garantiza, en suma, enemigos para unos cuantos cientos de años y deja amplio margen para la construcción interna del perfecto socialismo. El estado de excepción se eterniza, y con él las llamadas a la unidad, a la consulta a las masas y a la búsqueda del beneficio de la mayoría. Esto debe traducirse como el permanente sometimiento a los representantes del Partido (llamados de las masas) que vigilan y presiden los centros rectores de cada unidad de trabajo, deciden la compatibilidad entre las aspiraciones individuales y el bien mayoritario, reciben las delaciones y exigen la autoinculpación. Cada término colectivo significa, en su realización material, personas, sectores e intereses muy concretos. La inevitable muletilla obreros, campesinos y soldados, de cuyos tres frentes revolucionarios se supone proceden los nuevos estudiantes y cualquiera con aceptable pedigree, pertenece asimismo al terreno de la ficción. No quiere decir que lo sean o lo hayan sido; ni siquiera que provengan de familia obrera, campesina o militar. En numerosísimas ocasiones el alumno presentado como campesino es hijo de empleados, de cuadros, ha seguido los estudios primarios y secundarios en la ciudad, pero pasó algún tiempo en una comuna, en el campo, como hicieron millones de jóvenes que partieron a él durante la Revolución Cultural.
El Instituto de Lenguas de Xian es presentado a la cooperante extranjera por un pulcro anciano al que, todos sonrisas, acompañan dos hombres con aspecto de hallarse perfectamente al margen del lugar. Su función es, según traduce la intérprete, ejercer la tutela y supervisión política del antiguo director, purgado y situado ahora bajo la égida del director miembro del Partido y del comité revolucionario del instituto. El depuesto y semirrepuesto decano es un intelectual de barba blanca y frágil esqueleto. Hace una presentación de la trayectoria del centro esmaltada de continuas citas sobre el asombroso progreso pedagógico que ha representado el recurso al pensamiento maotsetung. En ningún momento pierde su rostro el aspecto apacible y digno, ni se modifica la nerviosa sonrisa de los comisarios del Partido y la dirección, que dan vueltas a la gorra que tienen entre las manos. El anciano habla de estudios de cuatro años, en principio limitados al ruso, y ampliados luego al inglés, alemán, francés y español. Cita la reducción en la duración de los estudios, según las directivas, y habla de decenas de miles de volúmenes en lenguas extranjeras que posee la biblioteca pero de los cuales la profesora no hallará luego sino un puñado testimonial. Bajo el discurso que desgrana y se extiende como la superficie de una lápida es fácil imaginar las humillaciones del pasado, el acoso, la agresión y la supervivencia. Su generación posee todavía un fulgor de libertad perceptible que no se observa en las posteriores. Visible quizás en el tono pausado, en la tenue distancia que la cooperante distingue entre él y su discurso:
Antes de la Gran Revolución Cultural Proletaria Liu Shao-shi y Lin Piao aplicaron la línea revisionista en la educación: formar alumnos para la burguesía, saboteando la línea del Presidente Mao. Dominaron entonces los intelectuales burgueses, fueron criticados, reconocieron sus errores y continúan entre nosotros. La Gran Revolución Cultural Proletaria fue iniciada por el Presidente Mao en 1966. Las masas la apoyaron con entusiasmo, pero Liu Shao-shi y los suyos saboteaban la línea proletaria. Como consecuencia de estos sucesos cambió la enseñanza en el instituto. El ocho de junio de 1967 se fundó el comité revolucionario del instituto. En octubre de 1968 el grupo de obreros del Ejército Popular de Liberación para la propaganda del pensamiento maotsetung entró en el instituto para dirigir todo; se emprendió pues la transformación del sistema de educación, orientación, enseñanza y métodos pedagógicos según la línea del Presidente Mao: “La educación debe servir a la política proletaria y combinarse con el trabajo productivo.” La dirección de nuestro comité revolucionario dirige a los profesores y alumnos para estudiar a Marx, Engels, Lenin, el Presidente Mao, las lenguas extranjeras, y para educarse en el campo y en las fábricas.
La presentación del instituto terminada, volverá a verle pocas veces, y éstas de forma breve y ocasional. Nunca sabrá su formación ni su pasado, ignorará siempre qué estudios hizo este intelectual de categoría visiblemente superior a su entorno, qué libros amó, de qué pecados le culparon, si sus propios volúmenes, acotados y subrayados, ardieron junto con los que contenía la biblioteca en las piras públicas que consumían el material burgués o si se encuentran en una habitación polvorienta y tapiada a la que la profesora extranjera no tendrá jamás acceso. Ignorará las cosas que calló y que dijo cuando le zarandearon y le pidieron autocríticas y cómo obligó a los trazos elegantes de su pincel a plegarse a la angulosa caligrafía que exigían los tiempos. Nunca sabrá quién sobrevivió de su familia, qué hijos o qué nietos purgan todavía en algún lugar remoto la extracción social distinguida de sus parientes. Sólo se le dirá que el anciano vive tranquilo y feliz, que su salud es excelente y prueba de ello son los largos recorridos que hace todos los días en bicicleta.
Las explicaciones generales sobre organización, profesores y alumnos no hacen sino abundar en la imagen edénica de esa comunidad escolar cara a las socializaciones en la que imperan comités ideológicos sin más valor intelectual que sus fidelidades, una pirámide de sustantivos colectivos-equipo, célula, comité, grupo-de la que aquéllos que realmente poseen titulación académica y conocimientos constituyen una parte mínima y sojuzgada en todo momento a supuestas encarnaciones, por disposición oficial, del bien común. El rosario de tópicos que, cuando permanecen parcialmente en el terreno de la utopía, se juzgan, con tan culpable como errónea ligereza, como irrealizables pero buenos aquí se han realizado, y no configuran precisamente lugares deseables. En el instituto hay una gran cantidad de personal de funciones indefinidas, que ocupa puestos y justifica con su control sobre los otros su propia presencia. Son capas extensas de nepotismo y paro encubierto que han encuadrado, desactivado y reducido a mínimos la substancia académica. En la cima se encuentra, claro está, la célula del Partido Comunista, a la que revierten las decisiones finales, y junto a ella el comité revolucionario creado con la Revolución Cultural. De ellos parte la larga cadena con ramificaciones en subdirectores, directores y agrupaciones de todo tipo.
La admisión de alumnos pasa, en sus unidades de origen y destino, por un filtro similar en el que la prioridad se sitúa en los buenos informes obtenidos de los cuadros políticos. Hay soldados que estudian ruso para, en caso de enfrentamiento con la Unión Soviética, interrogar a los prisioneros. Cuando solicita precisiones, la cooperante advierte con rapidez la gran dificultad que representa obtener cifras. Ninguno de sus interlocutores desea proporcionar datos concretos. El sistema se encarga de disuadirles de ello por la relatividad temporal y el peso impresionante de los modelos de las cuotas oficiales. Se vive de burocracia, de cifras ilusorias, logros crecientes y éxitos incuestionables. Las campañas y consignas pueden variar con el viento en un breve espacio temporal. La prudencia ordena imprecisión y cautela. A esto se añade el factor coyuntural de la calidad del intérprete. El valor profesional de éste es proporcional a la importancia del extranjero que acompaña, y desde luego la cooperante, sin peso diplomático ni político alguno, lo que recibe es en realidad licenciados en prácticas que cometen errores considerables y añaden o sisan alegremente en las cifras uno o dos ceros. La elección de intérprete-acompañante es, además, política, y así cuando este cargo recaía en miembros del partido su rango no estaba forzosamente en consonancia con sus capacidades lingüísticas.
La mayoría de los alumnos se dedica al inglés y el español ocupa el último lugar, tras el alemán y el francés. Todos viven en régimen de internado, con quince días de vacaciones, el curso dividido en dos semestres e interrumpido por periodos de trabajo manual. En el horario se incluyen el entrenamiento militar y las sesiones de formación política. Hay en estos jóvenes una mezcla de aniñamiento extremo y de encuadramiento adulto. Son el resultado de un igualitarismo que ha actuado de manera muy especial en las edades de la vida en las que despunta y se afirma la diferenciación de los individuos, la variedad de disposiciones, capacidad, inteligencia, esfuerzo, mérito, creatividad, observación, ambición. Proceden de la truncada Educación Secundaria y del comienzo en las universidades. Nada tiene de casual la elección de esa etapa educativa para pasar sobre ella la cuchilla de la igualación a mínimos que ha actuado también, y de forma mucho más poderosa, sobre profesores que ahora forman una masa homogénea apenas distinguible de sus alumnos excepto por el temor que hacia ellos, y hacia los diversos comités y la masa de la comunidad educativa, experimentan. No en vano la Revolución Cultural mezcló, confundió y desmochó precisamente tal franja de población y de educación en la que elevaban sus perfiles la personalidad, la voluntad individual y el mérito.
Entre los profesores se advierte una desproporción entre oferta y demanda según el reciente cambio del viento. Hay todavía una gran cantidad de enseñantes de ruso cuyo número ya no se no justifica por el de soldados que se entrenan para el interrogatorio de futuros prisioneros. La decena que compone el departamento de español se reduce a nueve realmente presentes. El ausente es una mujer que se encuentra en el periodo anual de vacaciones, único en el que se reúne con su marido e hijos. El de mayor edad, jefe y cuadro político, está reconvirtiéndose al español desde su origen de profesor de ruso. Es, junto con otra profesora, miembro del Partido y la autoridad de ambos sobre el resto es patente. Los profesores se han formado en institutos de lenguas extranjeras de Pekín, Xian y Shanghai. Uno, el más joven, estuvo en Cuba, sin duda en tiempos de idilio internacional previo a la ruptura con el gran hermano soviético. Otro, de unos veintiocho años, se reveló desde las primeras frases como el único que tenía un nivel de español realmente bueno. Era originario de Pekín, en cuya universidad había estudiado. Todos se mostraban intimidados e hicieron hincapié en la pobreza de nivel, de vocabulario, la falta de soltura en el manejo de la lengua, la necesidad de aprovechar los conocimientos de la profesora extranjera. Sus problemas profesionales eran enormes, su formación desigual, habían permanecido años trabajando en el campo, y ahora se encontraban con las inmensas lagunas de la ruptura intelectual del pasado, la inminencia de la incorporación docente y las confusas exigencias de la campaña en el candelero, la Revolución Educativa, cuyos tadzupaos tapizaban el instituto. Sus carencias eran tan patéticas como las causas de ellas, a las que ninguno citaba mientras mal que bien intentaban paliarlas a fuerza de machacamiento memorístico y diccionario. A la inseguridad personal y social unían la falta de experiencia docente, el conocimiento superficial de la lengua y la artificial estructura lingüística de los materiales que manejaban.
Bastaría darse un paseo por zonas limítrofes más allá de las fronteras de la República Popular China para que el mito de los meritorios logros obtenidos por el valiente sistema socialista en su prodigiosa derrota del atraso secular se desmoronase. Incluso ante la evidencia, apuntala el mito, por supuesto, el mecanismo de fe religiosa con el que se desdeña la acelerada modernización de Malasia, Japón, Indonesia, Hong Kong o Singapur como simple fruto de la rapiña capitalista. Bien empezada la segunda mitad del siglo XX, las instalaciones chinas tienen-excepto las de armamento nuclear-un aspecto decimonónico del que emergen ocasionales y polvorientos productos de la técnica. Los laboratorios de lenguas no son otra cosa, cuando existen, que salas de grabación con magnetófonos y cintas, a los que se suman algunos aparatos de radio. Estaban en voga las mágicas virtudes del método audiovisual, pero el instituto de Xian no contaba sino con un proyector arcaico y unas pocas diapositivas de deportes y de lugares sagrados revolucionarios. La visita a la biblioteca redujo las astronómicas cifras citadas por el subdirector a unas cuantas estanterías. La mayor parte de los volúmenes eran traducciones de las obras de Mao Tse-tung, había también otras obras marxistas, algunos cuentos y novelas cubanas y un puñado de españolas como Doña Perfecta, una antología del 98 y poco más. Entre las cubanas destacaba una pieza del más depurado realismo socialista: Maestra voluntaria. Se trataba de un relato en primera persona y narraba las vicisitudes y ejemplar dedicación de una muchacha que se incorpora con fervor a la campaña de alfabetización promovida por el Gobierno en tiempos de la joven revolución castrista. La novelita era un compendio de clichés sociopolíticos, sentimentalismo apto para todos los públicos y mensajes entusiastas. Existía en ella una visión de la sexualidad del más puro cuño estalinista que sin embargo, en comparación con la absoluta omisión del sexo en la literatura, el arte y la cultura maoísta, ofrecía a los lectores chinos, por las mismas razones que las inefables películas albanesas, especiales atractivos. En un pasaje de la novela los voluntarios son transportados a la zona de la sierra. Una muchacha comenta con una compañera que los chicos están muy buenos. La protagonista de la historia oye la frase y hace una sentida reflexión sobre el probable pasado de prostituta de la voluntaria frívola. Ni que decir tiene que el desierto literario de las bibliotecas chinas proporcionaba a estas obras una altura sin común proporción con su calidad.
El instituto recibía, con semestres de retraso, periódicos cubanos y algunos mejicanos. De ambos se tomaba material para textos, pero lo que utilizaban con profusión, como todas las escuelas chinas, era artículos de la edición de Pekín Informa en español. Con esta publicación oficial no había peligro de críticas por desviacionismo en el uso de textos y autores burgueses. El español de Pekín Informa era horrendo, no tanto por sus faltas gramaticales sino por el estilo, traducción quasi literal por miedo a apartarse del texto madre, lo que daba un tono absolutamente forzado, teatral e incomible. El pulido final de tales materiales era tarea del profesor extranjero y ocasionaba a éste no pocos problemas de conciencia profesional, amén de los puramente éticos. El cooperante advertía a los colegas chinos de la extraordinaria mediocridad artificial de aquel lenguaje, repleto de clichés y calcos, pero no servía de gran cosa. Y no exactamente por mala voluntad de la plantilla local, sino por el peso continuo de la supeditación a la ortodoxia oficial, que les mantenía moralmente encorvados para ofrecer perfil y resistencia planos y evitar el mínimo riesgo.
Siguiendo el voluntarismo artesano de la Revolución Cultural, y en función de la purga de todo tipo de libros y del pánico hacia la responsabilidad de escribir una sola línea personal, utilizaban como único material pedagógico fajos de folios que repetían tópicos una y mil veces expurgados. A tales clichés pertenecen cuantos discursos de presentación, bienvenida, introducción y relación de proyectos se pronuncian. La posterior experiencia permite constatar a la cooperante la relevancia e intensidad del fenómeno de repetición: Impermeable a las diferencias del medio y a las distancias, el mimetismo ortodoxo engarza ubicuamente en cadenas semejantes los mismos discursos y halla su materialización física en la similar disposición de los objetos de los salones de recepción.
Sin embargo podría aceptarse-¿por qué no?-el sistema chino como una benévola institución que, con sus austeros medios, defiende la causa de los desheredados y les reserva el reino del mañana. Los observadores extranjeros han podido limitarse a esto, motivados por el aspecto de su clase: veintitantos alumnos cuyas edades oscilan entre los diecinueve y los veinticinco años, vegonzosos, llenos de buena voluntad y deseo de aprender, con los brazos modosamente cruzados, de talla regular, aspecto saludable y capas de ropa gris, añil, utilitaria, que igualan su aspecto y les protegen del frío del recinto. Roto el hielo, son agradabilísimos de trato y muestran una conmovedora avidez por exprimir al profesor extranjero. Todos proceden de la provincia de Hopei, han sido guardias rojos durante la Revolución Cultural, cuentan sin excepción que por entonces vieron en carne mortal al Presidente Mao y que todas las chicas, y buena parte de los chicos, lloraban por el extraordinario amor que hacia él sienten. Tras la gran experiencia de la plaza Tien An Men, hicieron a pie hasta Yenán la peregrinación de la Larga Marcha y luego estuvieron trabajando en el campo.
Sus conocimientos geográficos eran tan limitados como el atlas minúsculo, los nombres sólo en chino, que manejaban. Incluso en el caso de puntos del Globo cuyos datos, por tratamiento en temas políticos, les son familiares, tales datos carecen de conexión con el contexto y, desligados de historia y sociología, se reducen a meras consignas. Como en el mapa mundial que cuelga de la pared, en su mapa interno se encuentra primero China, en el centro y bien coloreada de rojo. Más allá el par de monstruos imperialistas, USA y URSS; entre ellos Europa atenazada por ambos lados. Los relatos de profesores extranjeros coinciden en resaltar su general desconocimiento. De Francia, saben el establecimiento de las relaciones diplomáticas con De Gaulle y el centenario de la Comuna. Respecto a Gran Bretaña, los universitarios de Pekín, tras haber asistido a la proyección de una película basada en Oliver Twist, parecían convencidos de que aquél era el estado de la sociedad inglesa actual. Entre 1964 y 1966 los profesores de francés debían, en la misma universidad, explicar textos desprovistos de todo carácter literario siguiendo un manual impuesto que se componía de enunciados dogmáticos como El capitalismo esclaviza al pueblo. o Los imperialistas son tigres de papel. Ciertos cooperantes podían permanecer en paz con su conciencia repitiendo estas fórmulas que correspondían a su credo. Otros se rebelaron: varios profesores se negaron a explicar a sus alumnos textos en los que se afirmaba que, en Francia, los hijos de las clases trabajadoras rara vez podían saciar su hambre y que, en París, muchos obreros, incapaces de pagar un alquiler, dormían bajo los puentes.
Si vagas eran las nociones de Europa de los estudiantes de Xian, más todavía lo eran las de España en particular. Sus conocimientos, como sus intereses, estaban más desarrollados en lo referente a Hispanoamérica. Sabían sin embargo de la Guerra Civil del 36 e incluso uno de sus textos versaba sobre la victoria de un grupo de partisanos españoles contra la guardia civil. Ahora bien, la apertura de relaciones diplomáticas Pekín-Madrid había significado automáticamente una total sordina del internacionalismo proletario enfocado hacia la Península Ibérica: Ni la más leve referencia a la lucha por la democracia en España, ni la menor observación sobre su Gobierno. Si se comentaba en privado a los profesores las reacciones a que había dado lugar el establecimiento de lazos oficiales entre la República Popular China y el régimen de Franco, el interlocutor se apresuraba a afirmar que ellos estaban al tanto de la heroica lucha española contra el fascismo; pero su incomodidad y rechazo del tema eran evidentes. No deseaban en realidad saber; esperaban recibir del Partido las informaciones y opiniones que correspondía adoptar. El conocimiento por otras vías les producía la desazón de lo inclasificable y la angustia del peligro. Las charlas semanales sobre España e Hispanoamérica de la profesora extranjera eran grabadas para servir de ejercicio de comprensión de la lengua, no por su contenido. De hecho, estudiantes y profesores parecían tener vedado el instintivo mecanismo de la curiosidad. No había preguntas sobre la vida cotidiana en otras latitudes; el patente interés por tales temas hubiera desentonado, puesto que escapaba a las finalidades oficiales.
La metodología de profesores y alumnos no podía ser más formalista, envarada y opuesta a la jerga de supuesta experimentación revolucionaria. Repetición y memoria eran los dos pilares pedagógicos, y el hábito venía de lejos puesto que la memorización de gran cantidad de textos es, desde la escuela primaria, de rigor y está marcada como tal en cada una de las lecciones. En el tiempo de asueto o de estudio individual era un extraño espectáculo oír voces solitarias que recitaban entre los árboles en un tono subido y cruzarse con alumnos peripatéticos que, convertidos en auténticas casetes movibles, declamaban una y otra vez el mismo pasaje. En este sentido el estajanovismo y la emulación en las cifras de productividad alcanzaron cotas francamente notables: menudean los testimonios de cooperantes que, en los años cincuenta-sesenta, dan fe del temprano coro de repetidores de frases y palabras sueltas que saludaba, en las escuelas, al amanecer y competían en la repetición, cientos o miles de veces, de un vocablo extranjero cuya pronunciación, desgraciadamente, era con frecuencia errónea.
La actitud física era en sí misma ilustración perfecta de la represiva sumisión que presidía todos sus actos. La expresividad corporal estaba por completo ausente, el elemento visual, plástico, era excluido de las clases, en las que el profesor se mantenía rígido, aferrado a libro, diccionario y gramática y sin recurrir siquiera al dibujo en la pizarra, no digamos al mimo. Desde su estrado fijaba la teoría y desmenuzaba frases a la caza de errores, de forma muy acorde con el ambiente de febril y general búsqueda de corrección ideológica. El mayor enemigo de todos ellos, también en el aprendizaje de idiomas, era el miedo a expresarse, pero con los profesores resultaba infinitamente más arduo quebrar los moldes del formalismo, el temor a decir cosas incorrectas, a perder la cara si osaban romper su parálisis con gestos.
Los profesores estaban, además, forzosamente embarcados en una dinámica que les impedía toda planificación metodológica de su tarea y que reducía al individuo a un pelele de sucesivas movilizaciones, cambios repentinos, modificaciones inaplazables y exigencias prioritarias. La vida académica, la labor profesional se situaban, por dogma, bajo la autoridad del Partido y sus consignas, y éste no perdía ocasión de hacerlo sentir desmembrando cualquier asomo de afirmación estructurada de la actividad intelectual. La llamada a la Revolución Educativa es, en este sentido, de gran eficacia puesto que permite mantener la atmósfera docente bajo un continuo régimen de inseguridad. La cooperante advirtió de inmediato la imposibilidad de planificación alguna. Menudeaban las reuniones sorpresa a las cuales debían acudir todos o parte de los profesores y alumnos, se llegaba por la mañana al instituto e inmediatamente había que cambiar cualquier plan de trabajo porque enseñantes y enseñados tenían discusión o estudio político. Sobre qué o para qué generalmente lo ignoraban. Era una aplicación masiva de órdenes que descendían con la misma irreversibilidad que la lluvia, y la gente se encontraba ante el documento, la consigna o la campaña que debía asimilar y desarrollar. Nadie hubiera osado poner en duda la superioridad de lo más moderno y reciente respecto a lo que estaba en uso o lo anterior, puesto que la innovación misma implicaba excelencia indiscutible. Era imperativa la experimentación constante con nuevos materiales, no por sus bondades, sino porque así figuraba en las directivas vigentes, que prescribían la movilización continua, alababan la autosuficiencia y otorgaban a la ideología y al gran entusiasmo de las masas virtudes taumatúrgicas sin la menor relación con la eficacia real.
El español era la más pequeña y joven ventana al exterior del Instituto de Lenguas de Xian y quizás de la ciudad entera. Se había introducido su estudio en el sesenta y cinco, tras la ruptura chino-soviética y las nuevas directivas en política internacional que obligaron a ampliar el número de lenguas estudiadas donde anteriormente sólo se aprendía ruso y algo de inglés. Influían las relaciones con Cuba, en la que estudiaban becarios chinos, y el peso del bloque hispanohablante de América Latina, con cuyos grupos y gobiernos de simpatías marxistas mantenía China lazos diversos, que se vieron muy ampliados, como las necesidades de traductores e intérpretes, con el ingreso en las Naciones Unidas. Dentro de la imprecisión, y claro desfase, entre las cifras que sobre profesorado y alumnos proporcionaban las autoridades del instituto y la realidad observable, resultaba evidente que la sección de español era en unos y otros la más reducida. Por otra parte el cuerpo profesoral podía calificarse de desmesurado en relación con la escasa y dosificada cuota de alumnos admisibles por año. Obviamente existía una masa de graduados subempleada que vegetaba corrigiendo textos, estudiando y ayudando a los pocos profesores que daban realmente clase. A su regreso de los años pasados en el campo se les había distribuido en los centros sin la menor consideración por situación familiar, eficacia o formación, y desde luego sin planificación alguna. Las diferencias académicas eran grandes entre ellos y el nivel de muchos francamente rudimentario.
Se trataba de una muestra más del extenso paro encubierto que a lo largo y ancho del país y a través de los diversas capas de su población, escondía el supuesto pleno empleo del régimen socialista. Por otra parte, al haber eliminado con la selección fruto de la Revolución Cultural los criterios académicos como clave en el acceso a las universidades, eso produjo un descenso brutal de nivel de manera que, ni aun forzando el sistema, se conseguía encontrar candidatos que reunieran a la vez un pedigree políticamente impecable y un mínimo de preparación intelectual. Hasta tal punto que las autoridades se vieron obligadas a autorizar a las universidades provinciales a que reclutasen estudiantes de cualquier lugar de China, y no sólo provenientes del territorio de su jurisdicción.
Respecto al profesorado extranjero, la cooperante española nunca supo cuántos habían enseñado en el instituto antes de la Revolución Cultural. Al llegar ella el ambiente era pionero y en extremo solitario, con la única presencia foránea de un anciano matrimonio de Sri Lanka que enseñaba inglés. Se añadió un francés más tarde y, meses después, una pareja alemana.
Una tarde parda y fría de otoño. Los colegiales….van entrando en fila de a dos, con sus sillas a cuestas; también los profesores. Es el mitin de recepción de los nuevos estudiantes. En el estrado del escenario hay dispuestas dos mesas con sus inevitables termos de agua caliente, tazas, micrófono. Encima gran retrato de Mao sonriendo satisfecho. Los alumnos se colocan y se ponen en pie a las voces de mando de sus jefes de grupo. El ambiente tiene un inconfundible aire marcial, ¡Un, dos, tres!, ¡De pie!, ¡Sentados!; una mezcla de escuela primaria y cuartel, pero sin rigidez ni tensión aparentes, ya larga costumbre.
En el estrado se sientan un dirigente del comité revolucionario del instituto, otro del equipo obrero de propaganda del pensamiento maotsetung, un representante del centro, el subdirector y un militar del Ejército Popular de Liberación para la propaganda del pensamiento del Presidente que comienza el acto dando la bienvenida a los nuevos alumnos. Se canta el himno nacional El Este es rojo.
El subdirector da principio a los discursos:
Damos una calurosa bienvenida a los nuevos estudiantes. Felicitamos a los profesores extranjeros presentes por encontrarse aquí para ayudarnos a construir el socialismo y les deseamos grandes éxitos en su trabajo. También esperamos obtener grandes éxitos en la Revolución Educativa. El 21 de julio el Presidente Mao dio iniciativas para la educación. En función de éstas, los estudiantes debían ser admitidos según su experiencia práctica en el trabajo y según su conducta. El aspecto del instituto ha cambiado con la admisión masiva de obreros, campesinos y soldados, que estudian y al mismo tiempo administran el instituto y lo transforman con su rica experiencia, ya que los recién llegados han pasado dos años en el campo o la fábrica y nos aportan la fuerza que nace de la práctica y contribuye a la construcción del socialismo. Los alumnos obreros, campesinos, soldados, llegan a las aulas como fruto de la victoria de la Revolución Cultural y de la línea del Presidente Mao.
El informe del X Congreso nos dice que la situación interior y exterior es hoy excelente. Hay desorden y confusión internacional que favorece la rebelión y la lucha de los pueblos del mundo contra la opresión. Tenemos amigos en todo el mundo. La situación interior es excelente. Bajo la guía de nuestro gran dirigente el Presidente Mao, las camarillas y las líneas reaccionarias de Lin Piao y sus secuaces han sido abatidas, se continúa obteniendo importantes victorias en lo político, económico y militar.
Tras la Gran Revolución Cultural Proletaria, el instituto sufrió grandes cambios. En octubre de 1969 el equipo para la propaganda del pensamiento maotsetung entró en el instituto y nos educó grandemente en la lucha de clases. Se rectificó con la crítica el estilo de trabajo y hoy basamos el estudio en lo material. Los alumnos nuevos están llamados a jugar un papel importante, son fuerzas nuevas, son exigentes consigo mismos. Es nuestro deber estudiar documentos políticos, sobre todo los del X Congreso, asimilar su esencia y marchar rectamente por la línea del pensamiento maotsetung pues, como dice el Presidente Mao, el que sea o no correcta la línea en lo político lo decide todo. Debemos llevar adelante el movimiento de crítica del revisionismo, asimilar bien el marxismo y pensamiento maotsetung para elevar la capacidad de crítica. Es necesario poner la política en el primer puesto. Los alumnos deben seguir siendo fieles a la clase trabajadora, que los envía, no dejarse quizás influenciar por el espíritu burgués que aún persiste en el instituto. Deben de transformar el instituto con el pensamiento maotsetung. Perduran entre nosotros defectos debidos a la influencia burguesa a los que hay que resistir. Es deber de los alumnos transformar su concepción del mundo porque en el marxismo el proletariado debe cambiar todos sus conceptos de la naturaleza. Es también necesaria la ayuda de los intelectuales progresistas. A los profesores toca la responsabilidad de la enseñanza y hay que aprender de ellos con modestia. Hay que estudiar para la revolución mundial y para la revolución china impulsados por un motivo correcto: la construcción del socialismo según los principios de calidad, cantidad, rapidez y economía. Nuestros alumnos llegan de todos los rincones del país. ¡Reforcemos la unidad y el estímulo para obtener victorias aún mayores!.
Al llegar a estas páginas, el lector habrá ya sin duda experimentado cierta sensación de repetición y hastío. Probablemente ha descubierto grietas considerables en las paredes del paraíso y ha comenzado a otorgar a las variantes menores de la maldad la importancia que se les debe como necesarios ingredientes de la existencia. Imagine pues la repetición que durante escasos lapsos de tiempo ha degustado convertida en norma señera del marco vital de los individuos, multiplicada en cuantos formatos, materiales y perfiles imaginarse pueda, transmitida por todos y cada uno de los canales y medios. Se hará, quizás, pálidamente cargo entonces del terreno que él, desde la seguridad de su reducto y la inviolable fortaleza de su sillón, pisa de manera fugaz y que millones de semejantes recorren, perciben y oyen sin alternativa ni respiro temporal ni espacial algunos.
Tras el discurso del subdirector, que es un escrupuloso resumen de las actas del X Congreso del Partido Comunista Chino, terminados los aplausos, hablan los representantes de los profesores y veteranos y nuevos alumnos, que repiten fielmente los temas ya expuestos por el primer orador. El acto se asemeja a una prueba de arte dramático en la que se hace a varios actores recitar el mismo texto. Ninguna referencia concreta al instituto de Xian, a su situación presente y pasada. Lo expresado puede servir para todas las escuelas, alumnos y profesores de China porque se trata sencillamente del enunciado de un ideal, del programa oficial, de lo que debe ser, como si ya lo fuera en ese lugar y momento concretos. Es el reino de los arquetipos: La Escuela, Los Nuevos Estudiantes, Los Estudiantes Veteranos, Los Profesores. La experiencia posterior demostraría a la cooperante el papel esencial de la idealización y la generalización en la lengua hablada y escrita. Discursos, presentaciones, informes, se despegan de su contexto real, eluden o rozan, sin darles mayor importancia, las cifras, los datos, y, muy especialmente, los conflictos reales, y se dirigen hacia El Modelo, hacia el reino de las Ideas Puras Oficiales.
En Occidente se piensa que la Revolución Cultural terminó en 1969. La versión oficial de los dirigentes chinos era que esa revolución continuaba y se prolongaba en 1973 en la campaña de la Revolución Educativa. El mantenimiento del control desde luego pasa por la ininterrumpida sucesión de campañas legitimadoras, preferentemente asociadas a un referente verbal sacralizado, véase revolución, socialismo, democratización, etc. El método no es, por supuesto, exclusivo del régimen comunista chino aunque allí se mostrara en todo su esplendor. Según directivas del Comité Central enviadas a las células del Partido de cada centro de enseñanza, los profesores y alumnos debían ser movilizados y escribir tadzupaos.
Así pues, con motivo de dicha campaña, que se insertaba en el movimiento de crítica a Lin Piao y Confucio conocido por el musical llamamiento Pi-Lin, Pi-Kon!, los horarios del instituto se vieron totalmente trastocados. La semana de mayor auge de la campaña hubo, en vez de clases, tres días de reuniones continuas de crítica a Confucio, y la semana precedente tuvieron lugar varias sesiones de información sobre documentos puestos en circulación por el Buró del Partido. Según las directivas sobre la Revolución Educativa, se pretendía reformar completamente la enseñanza, tanto en los métodos y material pedagógico como en el sistema de exámenes, el de admisión de alumnos y en la forma de dirigir y administrar los institutos. Se insistía en las directivas dadas por Mao durante la Revolución Cultural sobre la necesidad de unir la teoría a la práctica, dar vivacidad a las clases, disminuir los formalismos académicos, el aparato burocrático, el número de cursos y asignaturas. El bajo nivel de los estudiantes que se habían matriculado en los últimos años planteaba evidentes problemas y se apuntaba como necesidad primordial la de una formación pedagógica y profesional nueva y profunda de los profesores.
Naturalmente a nadie puede escapar la incoherencia de esta amalgama de planteamientos mal avenidos, la contradicción entre dogmas y hechos y la arbitrariedad de las conclusiones. El régimen precisaba mantener, como fuente de referencia definitivamente aureolada de un nimbo intocable, la doctrina del Pequeño Libro Rojo y los años sesenta; le interesaba sostener en todo instante la espada de Damocles sobre los potenciales culpables de actitudes antiguas y reaccionarias, simbolizadas por Kon (Confucio), pero necesitaba también algún que otro margen de eficacia, y para eso estaba la condena de Lin (Lin Piao),en cuya cuenta, con el fin de apaciguar los más que justificables terrores de la élite profesional, se cargaban los excesos de celo. La inmensa trama burocrática avalada por el maoísmo y respaldada por la autoridad incuestionable del Partido (comisarios, supervisores, orientadores, controladores, secretarios, directores, jefes de equipo, equipos rectores, etc, etc) se caracterizaba por su ignorancia académica, su hostilidad hacia lo intelectual y por una mediocridad que hallaba su medio propio en la inquebrantable adhesión. A la autoridad ideológico-policial de que esta clase gozaba se añadió la formación pedagógica, lo que les otorgaba el derecho a mantener sometido al profesorado mediante el juicio sobre su aptitud para la docencia y les permitía pontificar de manera decisiva sobre la adquisición de conocimientos de los que ellos mismos carecían. El Gobierno disponía además de una masa considerable de personas de muy primario nivel de formación y procedencias dispares a las que convenía colocar y promocionar en función de las expectativas en ellas suscitadas por las campañas. Ahí se incluían maestros y alfabetizadores ocasionales, o simplemente aquéllos a los que complacía un puesto en el mundo de la docencia. En nombre de la lucha contra el elitismo, se ofrecían a esta mayoría posiciones de dominio en institutos, escuelas superiores y universidades, aunque en el caso de éstas últimas y en las materias más técnicas el proceso se veía limitado por cierto principio mínimo de realidad. La necesidad de que los edificios se mantuvieran en pie y que los aviones volasen preservaba en parte a las ciencias, pero las materias humanísticas eran terreno privilegiado para la invasión y ocupación ardientemente promocionadas por las revoluciones cultural y educativa.
No es casual el recurso, en las consignas, al tópico de la necesidad imperiosa de completo cambio acorde con la visión, tan cara a Mao, del país como una página en blanco poblada de hombres vírgenes de memoria, historia y rasgos personales. La valoración de pasado y presente implica los conocimientos, hábito reflexivo y rigor intelectual que no suelen caracterizar a los comisariados políticos. Por el contrario, la bandera iconoclasta afirmaba al régimen y a los suyos como únicos representantes del futuro y eliminaba la molesta necesidad de referencias. El sintagma de obligado uso reformar completamente equivalía a otorgarse a sí mismos plenos poderes, dar carta blanca para invadir territorios de los que ningún mérito propio les hacía merecedores y envolver cualquier objeción en el halo de la sospecha de infidelidad ideológica. La continua, completa reforma garantizaba continua presión y poder, y exigía ininterrumpidos envíos a los superiores de informes, proyectos, críticas y relaciones. Todo esto favorecido por tratarse de un campo tan vulnerable como la cultura, en la que, por grandes que sean los desmanes, no suelen producir a corto plazo muertos ni llamativos accidentes.
Así pues, en superficie, y con el acostumbrado método de la fuga hacia adelante, había que deducir que el régimen imponía dosis dobles de los nada involuntarios errores que habían generado el arrasado perfil del panorama docente. La caída libre en el nivel de los nuevos estudiantes obedecía exactamente a las disposiciones de las campañas Cultural y Educativa que se pretendía oficialmente intensificar. Para obtener aun mayores éxitos, se proponía, en un alarde de funambulismo lógico y desafío a las elementales leyes de causa y efecto, hacer recaer en el profesorado la tarea de adecuarse a la ignorancia creada, mantenida y promocionada por la burocracia del régimen, y esto por medio de una nueva formación profesional y pedagógica. El menor asomo de discusión abierta hubiera puesto en evidencia la incompatibilidad entre premisas, exposición y hechos y hubiese revelado la ausencia de hilo argumentativo. Pero los redactores de los documentos no tenían pretensión alguna de verosimilitud. Las autoridades podían permitirse cualquier expresión verbal; su indiferencia respecto a la arbitrariedad y su desprecio de la lógica eran tan grandes como la certidumbre del acatamiento por parte de unos sujetos ya largamente entrenados en la deglución de tales materias. Dentro de la inconsistencia flagrante de las conclusiones oficiales, fuerza era reconocerles hasta cierto virtuosismo en el ejercicio de inversión del análisis de los hechos.
-¿Encuestas?. ¿Para qué quiere hacer varias encuestas?. Si todos le van a contestar lo mismo…
El subdirector, perplejo, hace transmitir su respuesta a la petición de la cooperante, que ha preparado cuestionarios para todos sus colegas y alumnos. En verdad los extranjeros tienen curiosas pretensiones. Como un favor, al que no son ajenas la amistad y la confianza que la unen a la gente de su departamento y, de ella, al miembro del Partido que goza de mayor autoridad, se permite a cuatro profesores responder individual y oralmente a las preguntas. De los alumnos, sólo, tras áspero regateo, seis de ellos, tres chicos y tres chicas, serán autorizados para hacerlo por el método de enviarle meses más tarde por correo a Pekín, donde ha sido trasladada, los cuestionarios completados.
L cooperante tiene por entonces tales deseos de creer en posibilidades de contacto humano que saltan sobre todas las fronteras que acepta como muestra de ello lo que, al tiempo, sabe es un virtuoso ejercicio de propaganda. Sin embargo, como en la grava del lecho de un río, es imposible extraer de las personas que trata granos aislados de la corriente y los terrones y rocas que llevan la mayor parte de su vidas haciéndolos rodar y transportándolos. Por eso, sin ilusión pero con la emoción del que lo sabe, pese a todo, documento único de un tiempo absurdo de miedos y espías, examina en soledad los folios que contienen líneas de preguntas y respuestas, agita el cedazo y descubre en él afanes, rescoldos, fragmentos de individuos limados y agrisados por contacto continuo, mezclados con la escoria entre la que apenas destaca su mínima presencia, la forma de aristas casi imperceptibles al tacto y que hubieron en algún momento de componer el perfil de sus aspiraciones, el rastro de lo que hoy son inalterables sonrisas y en un tiempo férreamente olvidado fueron simple dolor.
La cooperante no ignora, además de su propia ansiedad, el efecto espejo, que la impulsa a ver en el material que despliega entre sus manos la turbulencia que se agita en una mente que a estas personas de la China del setenta y tres les es del todo ajena. No tan del todo, se dice, no tan del todo. Contadme vuestro paraíso, decidme la bienaventuranza de cuanto vivís utilizando las frases que ya conozco. He rodado por otros moldes. La diferencia estaba en que había más espacio, circulaba aire, era posible cambiar rumbo, detenerse en el margen. Era sobre todo posible reivindicar la tristeza, poseer la negación y el rechazo. No parece ningún triunfo, y sin embargo la clave está ahí.
Encuesta a M.
Tengo cuarenta años y soy profesora. Estoy casada y tengo un hijo de quince que reside conmigo. Mi marido es técnico y también habita en Xian. Durante la semana vivo en el instituto y los sábados voy a mi casa con mi familia. Mi padre era empleado, ganaba cien yuanes mensuales. Mi madre no trabajaba. Soy de Pekín, pero pronto nos trasladamos a Nankín. Antes de 1949 no vivíamos mal pero bajo el gobierno del Kuomingtang la moneda se devaluaba continuamente de un día a otro y pasábamos apuros. Además por aquella época murió mi madre. La casa de mi familia tenía, para siete personas, unas cuatro habitaciones y cocina, sin sanitarios, con agua corriente, estufa, cocina de carbón y electricidad. Comíamos bien, excepto en 1945, que hubo dificultades. He tomado leche algunas veces. Aun ahora tomo de cuando en cuando un vaso de leche de oveja. Viví en Nankín hasta 1956, fecha en la que fui a Jarbín a estudiar ruso. En 1960 ingresé en el Instituto nº 1 de Lenguas Extranjeras de Pekín. Por entonces murió mi padre.
Primero estuve en la escuela de Pekín y luego en la de Nankín, que era excelente, estatal, aneja a la universidad, muy barata y mixta. En aquel tiempo todavía los cursos no tenían contenido político. Había concursos de oratoria que consistían en recitar, accionando, un texto escrito por el profesor. Yo era siempre la mejor en esto; solía tener el diploma de primera de la clase. Antes de la Liberación no había escuelas de trabajo manual. Entre 1949 y 1958 sólo se hacían labores de limpieza, pero a partir del 58 se puso en marcha la campaña, guiada por el Presidente Mao, para ir al campo o a las fábricas.
Mis peores recuerdos de cuando era niña creo que son las patatas. Cuando yo tenía diez años las comíamos todos los días porque apenas había dinero. Era necesario ir a por ellas, y pesaban. Mi hermano mayor no podía comprar los cigarrillos por paquetes sino sueltos. A veces comíamos sólo arroz y patatas. Tengo muy buen recuerdo de las comidas típicas, muy ricas, que hacía mi madre con alimentos que traía de su pueblo natal. También me acuerdo de los gatos; me gustaban mucho y teníamos una gata que dormía con nosotras. Me gustaba cantar, escribir con caracteres grandes, con pincel, sobre todo la palabra “bondad”.
Comencé mis estudios superiores, que eran gratuitos, en Nankín, en 1950, para ser enfermera. Duraban dos años. Cuando ya lo era me admitieron para entrar en la escuela de idiomas. A los exámenes de ingreso se presentaban tanto los estudiantes del hospital como los de otras entidades, y las enfermeras tenían preferencia sobre los graduados. Así pues en 1956 entré mediante examen en el Instituto de Lenguas de Jarbín para estudiar ruso durante cuatro años. El Gobierno me pagaba veintisiete yuanes al mes. Por entonces me casé, y pudimos estar juntos mi marido y yo a partir de 1960. Ese mismo año entré a estudiar español en el Instituto nº 1 de Lenguas de Pekín, sin examen. Me envió el Gobierno y se me pagaba mi sueldo normal. Lo escogí a propuesta de las autoridades; hacían falta profesores y traductores porque muchos países hablan español. Además, es más fácil que el francés. Mis mayores dificultades son la redacción, la comprensión, la gramática, la distinción entre oclusivas sordas y sonoras y entre la r, la l y la n porque soy del norte. Concretamente, me resulta muy complicado el subjuntivo pasado, las frases impersonales, la sintaxis y la unión de frases. Comprendo bastante bien el español y lo traduzco al chino, pero la inversa es mucho más difícil. Mis profesores fueron tres chinos y dos o tres extranjeros. El Gobierno decidirá si soy traductora, profesora o intérprete. Prefiero traductora porque es más fácil.
Cuando era enfermera no hice trabajo manual porque practicábamos en nuestra profesión. En Jarbín durante seis meses construimos edificios, segamos, criamos cerdos. Cuando estudiábamos en Pekín también íbamos al campo a segar y cosechar, pero no mucho porque éramos empleados del Estado y ya habíamos trabajado.
Respecto a mi vida de familia, cuando ambos estábamos en Pekín a mi marido le dieron su puesto de trabajo en Xian. Entonces el Gobierno también envió una oferta de profesora para mí. Pagamos por el apartamento tres yuanes y medio mensuales, incluida el agua, medio yuan de electricidad y medio de tasa por la radio. 1 En el instituto pago por mi habitación unos dos yuanes y las comidas en la cantina me cuestan quince al mes. El material de enseñanza es gratuito. En Pekín ganaba sesenta y dos yuanes. Ahora gano sesenta y cinco y medio, y mi marido exactamente lo mismo porque, aunque la profesión es distinta, tenemos los dos igual calificación. Ahorramos, en conjunto, unos veinte yuanes al mes. No tenemos cámara de fotos ni máquina de coser, pero sí dos bicicletas, dos relojes y dos radios. La asistencia médica es gratuita para nosotros, mi hijo paga el cincuenta por ciento.
Di a luz a mi hijo en el hospital. El permiso de maternidad es de cincuenta y seis días. En el instituto no hay casa-cuna, lo cual es un problema. Sí que hay guardería. En casa, mi marido hace la compra y cocina. Yo limpio. Lavamos entre todos la ropa. Mi hijo hace menos, es perezoso. Los dos saben coser, pero no hacer punto. No quiero tener más de un hijo, así que uso el esterilet, que se obtiene gratuitamente en el hospital. También tuve dos abortos, que se llevan a cabo sin dificultad y gratis hasta los dos meses de embarazo. A veces usamos preservativo. Hay mucha publicidad para que se empleen los métodos anticonceptivos.
Las fiestas y domingos hago comida mejor. Vamos al parque o al cine. Leo, coso. En las vacaciones si tenemos dinero vamos a Nankín o a Pekín, pero por lo general no podemos porque el Estado no paga vacaciones gratuitas a mi marido porque vive conmigo.
En cuanto a los contactos con extranjeros, como enfermera conocí a rusos mientras trabajaba en Nankín. Luego siempre fueron relaciones de alumna a profesor. Mantuve correspondencia con una rusa, fui intérprete de un periodista cubano, en Xian conocí a un matrimonio colombiano, también al anciano profesor español que vive en Pekín y a ti, pero nunca fueron relaciones continuadas ni espontáneas. Siempre eran a causa del trabajo. Me llama la atención en los extranjeros el carácter abierto; dicen lo que piensan, sobre todo tú. Algunos son tercos, no comprenden China en su totalidad por falta de conocimientos sobre ella. Las mujeres son coquetas. Siempre están juntos el marido y la mujer.
He leído a Marx, Engels, Lenin, Stalin, Cervantes, Shakespeare, Gorki, Twain, Tolstoi, Simonov, Blasco Ibáñez, Pérez Galdós, Alarcón.
Nunca viajé fuera de China, pero conozco muchas ciudades de mi país.
Soy miembro del Partido Comunista Chino, ingresé pronto en él. Me encargo, en el instituto, de hacer informes, transmitir y coordinar. Hay discusiones de crítica y autocrítica de los miembros, se discute sobre la admisión de alguien, leemos documentos oficiales y de autores marxistas, hacemos el plan de trabajo de la célula del departamento y discutimos sobre el papel del Partido y el comportamiento de los comunistas. Tras la Revolución Cultural, trabajé en una fábrica y en una granja. Esa Revolución y la Educativa me parecen estrechamente ligadas por la finalidad de afianzar el dominio del proletariado en las escuelas.
Me gustaría conocer Europa, y también comprobar en qué estado se encuentra la Unión Soviética.
Encuesta a H.
Tengo treinta y cuatro años. Soy profesor, casado. Tenemos dos niños pequeños que están con nosotros. Mi mujer también es profesora. Residimos ambos en un pueblo en los alrededores de Xian. Durante la semana escolar vivo en mi habitación del instituto y los fines de semana voy a mi casa.
Mis padres eran campesinos en un pueblo del norte, distrito de San Yuan. Los ingresos dependían de las cosechas. Cuando eran buenas podíamos contar con un yuan diario, si eran medianas con setenta fens, y si malas con cincuenta fens al día. También trabajábamos la tierra de un rico y nos quedábamos con el cuarenta por ciento del producto. Durante los años cincuenta y uno, cincuenta y dos y cincuenta y tres las cosechas fueron excelentes; la familia tuvo reservas de cereales y de algodón y prosperó. En 1952 lluvias torrenciales derribaron nuestra casa, como muchas otras, pero teníamos dinero para construir una nueva. Fue por esa época cuando yo ingresé en el Ejército Popular de Liberación, en Yenán. Tenía quince años.
En 1958 mi pueblo entró en la comuna. Durante los años que siguieron el país tuvo dificultades, calamidades naturales y la retirada de la Unión Soviética, pero no lo pasamos mal en mi aldea porque las cosechas fueron abundantes y se vivía mejor. Fueron tiempos difíciles para China porque tuvo que reembolsar rápidamente las deudas que había contraído con la URSS.
De niño fui a una escuela primaria y a continuación a otra de curas cristianos que mis padres pagaban con enormes sacrificios. Pasé mucha hambre, pero estaba empeñado en estudiar. En la Universidad de Yenán fui ayudante de enseñanza de marxismo-leninismo. A continuación me entrené en una escuela de mantenimiento de la seguridad pública. En 1955 trabajé en Urumchi, capital de Sinkiang. Anteriormente estaba en Altai. Por solicitud mía, ingresé en el Instituto de Lenguas Extranjeras de Xian y estudié ruso durante cuatro años. El comité del Partido me mandó después a Pekín, y allí continué estudiando dos años más. En ambas ciudades había uno o dos meses de trabajo manual en el campo durante el año escolar. Seguía cobrando mi sueldo. Domino mejor el ruso que el español, aunque lo voy olvidando. Trabajé y practiqué con rusos.
En 1965 hacían falta profesores de español, así que escogí esta lengua. Sólo la he estudiado ocho meses con un profesor español, así que mi nivel es muy bajo. Lo más difícil para mí es la conversación ,la fonética y la comprensión. Me cuesta especialmente trabajo pronunciar la s y dar entonación a las frases. Comprendo peor a los de América Latina, a los cubanos. Mientras estudié no sabía si iba a ser profesor, traductor o intérprete. Supe que había un puesto en Xian y lo solicité porque mi familia vivía aquí.
En el instituto pago un yuan y medio de alquiler, más cincuenta fens de electricidad. En mi casa lo mismo. Tenemos una sola habitación. Somos cuatro, con dos niños. Al mes gasto en la cantina unos quince yuanes. El material de enseñanza corre a cargo del instituto. Gano sesenta y cinco yuanes mensuales y no ahorro nada, tengo deudas, no me administro bien. Disponemos de aparato fotográfico, bicicleta, reloj y radio. Máquina de coser no. Mis hijos nacieron en el hospital y disfrutamos de seguridad social gratuita. Los días de fiesta trabajo en casa; siempre se junta mucho que hacer. También leo, voy al cine. En las vacaciones estudio. He estado tres meses haciendo trabajo manual en el norte de la provincia de Shensí. Me gusta más que enseñar, descansaba más. Nunca salí de China, pero visité casi todo el país excepto el Tíbet.
De extranjeros, he conocido, como dije, a rusos y españoles. En cuanto a libros, he leído a Marx, Engels, Lenin, Stalin, Tolstoi, Turgueniev, Brenski, Pushkin, Christophe, Twain y otros.
Soy miembro del Partido. Participo en el instituto en las reuniones de la célula y en los grupos de estudios marxistas y movimientos políticos de crítica. Opino que la Revolución Educativa plantea problemas complejos, como los de la reforma de métodos de enseñanza y del sistema de exámenes.
Me gustaría conocer España y otros países.
Encuesta a C.
Tengo veintinueve años, soy profesor, soltero. Vivo en el instituto durante el año escolar y voy a casa de mi familia, en Pekín, durante las vacaciones. Mis padres son los dos profesores. Somos siete hermanos. Mi padre gana ahora unos cincuenta yuanes mensuales y mi madre antes de jubilarse unos sesenta. Ahora, jubilada, cuarenta al mes. Mi familia era de clase media, pequeña burguesía. Vivíamos mejor que muchos pero con dificultades. Por ejemplo: mi hermana mayor antes de 1949 no pudo terminar sus estudios de secundaria por falta de dinero y hubo de aprender el oficio de comadrona. Entre 1949 y 1960 los demás hermanos terminamos los estudios universitarios con becas. De esta forma, cuando algunos se graduaron, la acumulación de salarios mejoró la situación familiar.
Mi casa era una de ésas típicas de Pekín, con varios apartamentos que se abren a un patio central común cuadrado. Mi familia tenía tres habitaciones grandes y una cocina de carbón. Los sanitarios eran comunes. Había estufas de carbón, electricidad y agua corriente. Comíamos bien, huevos, carne. He tomado alguna vez leche de vaca.
Mi escuela era del Estado, mixta, gratuita; sólo se pagaban los libros, los cuadernos y un yuan y medio por semestre para gastos de agua caliente y limpieza. Hacíamos algún trabajo manual sencillo, como ayudar a transportar verduras, limpiar, plantar árboles. Entre los nueve y los quince años fui pionero. Llevábamos pañuelo rojo como símbolo de la bandera nacional y nos saludábamos poniendo los cinco dedos sobre la cabeza. Esto significaba que teníamos presentes los cinco amores: patria, pueblo, ciencia, trabajo y bien común, y que los intereses del pueblo estaban por encima de todo. Para ingresar en los pioneros había que ser presentado por dos miembros y era necesario que se aprobara la solicitud. Entre nosotros mismos fijábamos nuestras actividades de reuniones, trabajo manual, etc. Los niños de mi grupo solían elegirme a mí y yo estaba muy orgulloso. En cierta ocasión no me eligieron. Volví a casa muy deprimido. Recuerdo que mi madre me dijo que así no me enorgullecería demasiado. Estaba triste y aquel día empecé mi diario.
Recuerdos que me impresionaron…..Durante una charla entre pioneros y padres de héroes de la guerra de Corea, uno de ellos narró cómo su hijo se había sacrificado tapando con el pecho una brecha de una fortaleza Me causó una gran impresión. Otro recuerdo es de la primera y única vez que me pegó mi padre cuando tenía nueve años porque creyó que había pegado a mi hermanito, que estaba enfermo y se cayó de la cama cuando estábamos jugando.
Mi escuela secundaria, gratuita y no mixta, era la mejor de Pekín y muy pocos lograban entrar a ella. Sólo otro de mi grupo y yo aprobamos el examen de ingreso y fuimos admitidos, recomendados también por nuestros profesores. Había una asignatura de política en la que estudiábamos las clases, la lucha de clases, la vía socialista y la comunista y la historia del desarrollo de la Humanidad. Me gustaban mucho los libros y desde primer grado leía novelas y periódicos. Recomencé mi diario con regularidad. En 1958, durante el Gran Salto Adelante, siguiendo la directiva del Presidente Mao “La enseñanza debe estar al servicio de la política proletaria y combinarse con el trabajo productivo.”, mi escuela se puso de acuerdo con una fábrica de transformadores, que montó dos talleres en ella, y cada mes los alumnos trabajaban allí algún tiempo junto con los obreros. Disfrutábamos así tanto como estudiando porque hacíamos algo. La mayoría queríamos ir al campo en la época de vacaciones para integrarnos con los campesinos.
En la Escuela nº 2 de Lenguas Extranjeras de Pekín entré por examen. Todo corría a cuenta del Estado excepto la comida, pero se subvencionaba la cantina a los que lo precisaban, y recibían incluso algún dinero de bolsillo. Las clases eran mixtas y los estudios duraban tres años. En las sesiones de trabajo manual construimos nosotros mismos el campo de deportes y el muro del recinto; trabajábamos además en el campo un mes. Cuando ingresé en Peita, la universidad de Pekín, los estudios duraban cinco años.
Yo había pedido estudiar español a causa del triunfo en 1959 de la revolución cubana. Mis gustos siempre fueron literarios y leía tanto como me era posible. Me interesaba sobre todo ser profesor o traductor. Intérprete me parecía demasiado simple. Nuestros profesores de consulta eran chinos y los que nos daban clase extranjeros: un español, que fue el único con grado de doctor, un argentino, una uruguaya y un cubano. Mis mayores dificultades con la lengua española son la distinción entre oclusivas sordas y sonoras, la pronunciación de la rr y la diferenciación entre z y s. También me como algunos sonidos al hablar. En gramática me cuesta el empleo del subjuntivo. En comprensión y conversación me falta vocabulario, pero lo suplo fácilmente con síntesis y giros.
No he hecho el servicio militar porque los universitarios no deben ir si no hacen falta y en el campus había entrenamiento miltar. Trabajé dos años en el campo, en una granja del Ejército Popular de Liberación, para transformar mi concepto del mundo. Cuando me gradué la Universidad me envió a este puesto sin que yo lo escogiera. Mi trabajo me gusta. Tengo en el instituto una habitación compartida por la que pago setenta y cinco fens (céntimos de yuan) mensuales y quince yuanes al mes por las comidas en la cantina. El material de enseñanza me lo da el centro. El mes que viene me aumentan el sueldo a cincuenta y ocho yuanes con cincuenta fens. La asistencia médica es gratuita. Tengo máquina fotográfica, bicicleta, reloj y radio.
Voy a Pekín dos veces al año en vacaciones, una pagada por el instituto y otra por mí. Las horas libres y los días de fiesta leo novelas y documentos, hago visitas, charlo con los colegas. En el instituto hacemos trabajo manual una tarde a la semana. Además, a partir de la Revolución Cultural, todos los cuadros deben ir a trabajar en la Escuela del 7 de Mayo durante tres meses seguidos por turno. Pueden ir acompañando a los alumnos.
Respecto a los extranjeros, sólo he tenido contacto con mis profesores. Creo que son amigos, que trabajan con entusiasmo, aunque algunos a veces se muestran poco amistosos. Los occidentales son muy distintos, son espontáneos, expresan lo que sienten. Los chinos son reservados. Me llama la atención en los extranjeros su mayor fuerza y salud física. Tienen más energía que los chinos, más curiosidad, mucho entusiasmo por conocer China y apoyarnos moralmente.
He leído obras de Heredia, Schiller, Martí, Galdós, Tolstoi, Shakespeare, Balzac, Cervantes, Shelley, Gogol, Swift, Merimée, Goethe, leyendas mitológicas griegas, libros de Mora, Gorki, Chejov y de otros autores latinoamericanos y marxistas. Nunca he estado en el extranjero pero he viajado por casi toda China.
Respecto a la formación política, nos reunimos una vez por semana, por la tarde, para estudiar autores marxistas. También tenemos reuniones especiales de la sección de español. Hay además actividades de la Liga de Juventudes Comunistas en las que se discute, se practica la crítica y la autocrítica y se escuchan informes de obreros, campesinos y soldados. No soy miembro del Partido pero espero con entusiasmo ser admitido en él. Respecto a la Revolución Educativa, opino que se precisan intelectuales de nuevo cuño que estén al servicio de las masas, y no élites escogidas y separadas del pueblo al estilo antiguo.
Me gustaría conocer América Latina. También España.
Encuesta a F.
Tengo veintiocho años, soy profesora, casada desde hace cuatro meses, sin hijos. Mi marido, también profesor, enseña en un instituto de la provincia de Seztchuan. Resido en el instituto. Mi familia es de Pekín, mi padre trabajaba de obrero en una fábrica y ganaba unos setenta yuanes mensuales. Mi madre se dedicaba a las labores de casa. Éramos cuatro hermanos, dos chicos y dos chicas. Ellos empezaron a trabajar en 1960. Nuestra casa tenía tres habitaciones y una cocina. Los sanitarios eran comunes y estaban fuera. Había un patio central con una palmera datilera. Teníamos agua corriente, estufa de carbón para calentarnos y guisar y luz eléctrica. Comíamos bien. He probado la leche, pero rara vez.
Mi escuela era mixta y costaba cuatro yuanes anuales. A los trece años pasé a la escuela secundaria, que era sólo de niñas y costaba diez. En la escuela primaria no había trabajo manual; sí en la secundaria, íbamos unas cuatro horas por semana a trabajar al campo o a la fábrica. En ambas se estudiaba política.. Mis mejores recuerdos de esta época son de 1958. Era el Gran Salto Adelante. Los peores son las malas notas en la escuela porque no era buena estudiante.
A continuación pasé a la enseñanza superior. Para ello había que presentar una solicitud y aprobar el examen de admisión. Entré en una filial del Instituto de Lenguas de Shanghai y estudié tres años. Todos los gastos corrían a cargo del Estado excepto los libros de texto, que pagaba mi padre. Escogí español porque hacían falta traductores para América Latina, pero la finalidad de mis estudios era ser profesora. Mis mayores dificultades en esta lengua son la distinción entre oclusivas sordas y sonoras, la sintaxis y la redacción; pero sobre todo me cuesta mucho hablar. Mis profesores fueron dos chilenos y los demás chinos.
He trabajado en el campo; estuve en la provincia de Hopei e hice artículos para el Comité del Partido Comunista sobre la situación rural.
Llegué aquí porque necesitaban gente que supiera español y me mandaron a mí. Tengo una habitación compartida por la que pago medio yuan mensual. Las comidas en la cantina me cuestan quince yuanes y gano cuarenta y ocho al mes. El material de enseñanza me lo proporciona el centro. Ahorro unos quince yuanes mensuales. No tengo cámara fotográfica ni máquina de coser. Sí bicicleta, reloj de pulsera y radio. En el instituto dispongo de asistencia médica completa gratuita.
Como vivo separada de mi marido no necesito anticonceptivos. Le veo en las vacaciones, dos veces al año. En mi tiempo libre voy al parque, a veces a nadar. Como los demás, hago trabajo manual, en la construcción de viviendas, medio día a la semana.
Los únicos extranjeros que he conocido eran mis profesores: chilenos, cubanos, bolivianos, y ahora una española; me parece distinta de los sudamericanos. Respecto a los chinos, los extranjeros tienen costumbres distintas. Me llama la atención su franqueza, dinamismo y entusiasmo.
He leído sobre todo libros de autores extranjeros marxistas, y algunos que no lo eran. Conozco a Lillo, Palacio Valdés, León Tolstoi, Pushkin, Turgueniev, Dostoievski, Maupassant, Molière, Twain, Hemingway, Tagore. Nunca estuve fuera de China, pero he viajado bastante por mi país.
Respecto a mis actividades políticas, estudio las obras marxistas con la ayuda del profesor H. Hemos dedicado a esto un mes juntos, en verano. Participamos en la crítica a Confucio y Mencio y en la Revolución Educativa. Nos reunimos todos para hablar de la situación mundial dos o tres veces al mes.
Durante la Revolución Cultural fui guardia roja, estuve, con los demás, en Pekín y vi al Presidente Mao. Después hicimos un viaje pie de dos meses, hasta Yenán, en recuerdo de la Gran Marcha. No soy miembro del Partido pero participo en todas las actividades políticas. Me parece muy necesaria la Revolución Educativa, pero difícil por las influencias burguesas y revisionistas que aún existen y por la falta de experiencia profesional de los profesores jóvenes.
Me gustaría conocer América Latina.
En los relatos sorprende, de entrada, una diferencia generacional que no justifica la distancia biológica. Hay un lapso de una decena de años entre M. y H. y los dos profesores más jóvenes. Sin embargo en el tono de los dos primeros, en su horizonte y actitud, se percibe una fisura respecto a los segundos. M. tenía dieciséis años, H. diez en 1949, mientras que las vidas de C. y F. se han desarrollado, excepto la primera infancia, enteramente en el régimen actual, sus primeros y fuertes recuerdos están unidos a él y la Revolución Cultural les ha hallado al final de sus estudios superiores, jóvenes pero no adolescentes1.
La cooperante siente que no se engaña ni superpone juicios propios cuando observa el efecto que ha producido en M. y H. el alcance de sus experiencias vitales. También sabe que no puede probarlo, que palabras, gestos, comportamiento y detalles hablan en la mujer de cuarenta años y en el hombre de treinta y cuatro de un antiguo espacio de tiempo ajeno a los posteriores moldes, en los que, por cierto, ambos se introdujeron con habilidad y presteza y de los que sacaron el material para edificar sus vidas. Hubo dos infancias, penosa y campesina, marcada por la voluntad, en el uno, urbana y de activa clase media en la otra. Ninguna pertenece a los manuales ni se acomoda a los clichés que desgranan los manidos textos. En ambas existieron expectativas orientadas hacia un proyecto individual. Sus colegas más jóvenes ya han recibido, en la escuela primaria, el marco del proyecto completo, bien soldado, definido en el espacio y en los años venideros, repetido y único.
Los cuatro relatos, por su número, no pueden tener la menor pretensión de encuestas, pero sí admiten la generalización propia de su medio planificado, e incluso hablan, con la elocuencia que permiten las circunstancias, del conflicto con la URSS, el comportamiento sexual, el nivel de vida y la visión del mundo exterior. Las respuestas están, por supuesto, filtradas, mediatizadas y recortadas según una ideología precisa, pero hay, en la evidencia de este control, cierta inocencia que impide hablar de franca hipocresía, un condicionamiento y limitaciones que sitúan a aquellos profesores en un limbo semirrural, en una representación continua de papeles modélicos que cada cual recitaba según sus posibilidades y que no podía evitar mezclar con retazos ocasionales del tejido de su vida.
Según esto, el país que existía antes de lo que los calendarios oficiales señalan como fecha de la Liberación poco tenía de página en blanco o páramo medieval, sino que bregaba con la incorporación al mundo moderno; existían escuelas estatales de calidad, baratas y mixtas, en las que materias en desuso como oratoria y declamación fueron reemplazadas, según avanzaban los años cincuenta, por política y trabajo manual. En el campo, el salto de la primaria al nivel superior representaba un notable esfuerzo económico. Estos centros, llevados con frecuencia por misioneros cristianos, eran, pese a su coste, apreciados por su nivel y a las aulas acudían también, aunque en porcentajes mínimos, algunas muchachas. Yenán, los soviets chinos, el Ejército Popular y el Partido constituían, según las insistentes normas de Mao, núcleos de educación, formación y organización posterior de la vida profesional de sus miembros. El sistema de exámenes se ha ido manteniendo, bajo diversas formas, durante todos los avatares políticos y las pruebas han continuado siendo duras y selectivas, aunque los funcionarios disfrutasen, una vez superadas éstas, del mantenimiento de su nivel económico y de una progresión y jerarquía estables. En el caso de centros superiores de lenguas, el estudio se concentraba en las materias esenciales: idioma extranjero, chino, política y gimnasia. El pragmatismo comparte el espacio docente con las preceptivas política y formación paramilitar pero rehúsa la dispersión y tiende al mayor aprovechamiento. La ruptura chino-soviética de 1960 concentra el aprendizaje del ruso en fines militares y hace que, por disposición estatal, los profesores se reconviertan en otras lenguas como el inglés, francés, español o árabe. Mientras, las campañas sacuden cada vez más el mundo educativo y alargan las estancias en campo y fábricas.
Cuando llega la Revolución Cultural M. tiene treinta y tres años y H. veintisiete. Se unen, por supuesto, a sus estudiantes con el redoblado fervor del reo potencial. Aunque son miembros del Partido, su grado en el escalafón es modesto y su influencia en las altas esferas mínima. Participan en críticas, autocríticas, debates, desplazamientos y actividades plastico-musicales de adhesión al pensamiento maotsetung. Diariamente, frente al retrato de Mao, ejecutan una danza, Libro Rojo en mano, en homenaje del Líder, le confiesan sus faltas, expresan sus buenos propósitos y entonan alabanzas. La cooperante les pregunta, con fingida candidez, si a nadie se le ocurría que tales prácticas eran un tanto ridículas, y ellos responden que en aquellos tiempos era inadmisible negarse a ello. Aquellos tiempos no son tan lejanos, pero los profesores chinos parecen haber desarrollado un curso acelerado de la teoría de Darwin y les caracteriza cierta ductilidad inalterable según la cual son capaces de adaptarse sin fracturas a los cambios de corriente, que reciben con equitable e idéntico entusiasmo y olvidan con la misma prontitud. El fugaz destello de un horizonte distinto que cree entreverse en M. y H. va desapareciendo con la aproximación al presente; ninguno de los cuatro planteará, ni por lo más remoto, la menor objeción, asomo de análisis o duda respecto a la actual campaña de la Revolución Educativa. Las palabras-fetiche burgués, revolución, masas son siempre manejadas con pinzas que impiden la fractura de su cáscara y vetan todo examen semántico de su interior. C. y F. han vivido el 66-67 con la efervescencia de los veinte años, y a los entusiasmos verbales de rigor se añade quizás el aura que reserva la memoria a los grandes recuerdos de la juventud Pero con la aproximación de la treintena el descenso de temperatura les obliga a volver la vista hacia el previsible paisaje que rodeará su madurez. De hecho, durante largos años tras este 1973 en el que los relatos transcurren, uno y otra vivirán en Xian, se reunirán con su familia o su pareja raramente, se casará con su novia C. sin vivir juntos por ello, tendrá un hijo, que cuidará sola, F. Ninguno podía suponer el futuro que, como premio, les reservaba, el Líder al que, mezclados con el millón de frenéticos guardias rojos, aclamaron en la plaza de Tien An Men.
Ninguno concebía, ni citaba, contactos libres con extranjeros. Numerosos o escasos, cuantos habían tenido se resumían a relaciones de trabajo, dotadas, pues, de una justificación oficial. Esta falta de contacto con la lengua viva se había transformado en separación completa durante los años en el campo. Se explicaban así su inseguridad, su férreo recurso a la memorización de gramática y diccionario; llegados a terrenos faltos de señalización gramatical o impredecibles, como la entonación, se encontraban perdidos. Su tenacidad y ahínco resultaban con frecuencia sorprendentes. Eran las únicas armas que poseían para afianzarse en un medio en el que, de todas maneras, no existían grupos académicos que pudieran hacerles sombra, y con ellas lograban un meritorio nivel
Los cuatro, y de manera muy especial los dos hombres, han sobrenadado en virtud de unos rasgos personales y una base que les ha hecho imponerse a las circunstancias. Pero nada hubieran logrado de no unir a esas cualidades una impecable actitud respecto a la doctrina oficial. M. era en extremo vivaz y diestra en sacar partido de la coyuntura. H. poseía una tenacidad autodidacta fuera de serie y un perfil de inconfundible aparatchik. En el caso de C. se unían una extraordinaria inteligencia y una formación académica muy completa y larga; había una abismal distancia entre su nivel cultural y lingüístico y el de F., primario y lastrado por la timidez de sus carencias. En el foso que había entre intelectuales de la talla de C. y profesores formados posteriormente podía apreciarse la profundidad de la fractura de la Revolución de los sesenta y el empobrecimiento cultural que su reduccionismo había generado.
El regateo con la dirección del instituto había reducido a seis las solicitadas encuestas a los veinticinco alumnos de español. Se remitieron, meses más tarde, a la cooperante por correo, rasgo que, teniendo en cuenta el sistema, siempre será digno de agradecer.
La homogeneidad de respuestas de estos alumnos de segundo año, tres chicos y tres chicas, ha aconsejado cierta condensación. Todos tienen entre veinte y veintidós años y de dos a cuatro hermanos. De sus padres, tres son cuadros, uno está en el Ejército, el otro es obrero y el otro minero. De las madres, una es dependienta, otra obrera, otra está en el Ejército, otra trabaja en el campo en una comuna, una se dedica a sus labores, y en un caso no se cita a la madre. Los alumnos dicen haber trabajado en el campo como jóvenes instruidos.
A la pregunta sobre los cambios ocurridos en su familia y modo de vida, responden de la siguiente forma:
Antes de 1949
Chicas
A-Vivíamos en la miseria.
B-Mi familia vivía en el campo. Mi padre servía en el Octavo Ejército. Todos vivían en la miseria.
C-Antes de la Liberación mi padre trabajaba en una fábrica pero ganaba poco. Toda mi familia pasó mucha hambre y privaciones. Como no tenía dinero, murió un hermano mío cuando era muy niño. Mis hermanos no podían ir a la escuela.
Chicos
D-Mi pueblo natal se hallaba en la zona montañosa de Pekín. Era poca la tierra cultivada. Mi abuelo y mi tío trabajaban en la mina para los patrones y dejaban la tierra a otros familiares porque eran siete bocas. Su vida era de miseria.Un año de malas cosechas abandonaron mi pueblo natal para buscar la forma de vivir. En el camino murieron mi tío y un hijo suyo.
E-Peor.
F-Antes de la Liberación toda mi familia vivía en la miseria. Apenas tenían tierra y sólo una habitación. Mi abuela y mi padre se veían obligados a trabajar para un terrateniente. Casi no tenían ropa ni comida. Pasaban hambre y vivían cubiertos de harapos.
Entre 1949 y 1958
Chicas
A-Nuestra vida mejoraba poco a poco.
B-Toda mi familia vivía en Pekín. Las condiciones de vida han cambiado mucho.
C-Después de la Liberación el poder de Chiang Kai-shek fue derribado. Los trabajadores se hicieron dueños del país. La vida de mi familia ya ha cambiado mucho. Tenemos buenas condiciones de vida. Todos mis hermanos fueron a la escuela. Eso se debe al poder popular.
Chicos
D-Después de la Liberación los pobres mineros se hicieron dueños de la mina. Mis padres trabajan en la mina. Mi casa se trasladó a las nuevas viviendas. Mi padre, un pobre aprendiz en la vieja sociedad, ingresó en el Partido Comunista de China y tomó el cargo de cuadro en la empresa socialista.
E-Mejor.
F-Después de la Liberación toda la familia recibió tierra y seis habitaciones. Después del movimiento de cooperativización agrícola vivimos cada vez más felices. En 1951 mi padre participó en el trabajo revolucionario. Mi madre toma parte en el trabajo de agricultura.
Entre 1958 y 1973
Chicas
A-Llevamos una vida más feliz cada día que pasa.
B-Como todos mis hermanos empezaron a trabajar,la vida de mi familia se elevó a un nivel mucho mejor que antes.
C-Durante estos años mi familia cambió mucho. Mis cuatro hermanos tienen trabajo pero dos no trabajan en esta ciudad. Mi hermanita estudia en la escuela. Yo soy la primera estudiante de mi familia.
Chicos
D-Mi familia tenía por primera vez tres miembros de ella estudiantes de escuela secundaria. Yo llegué a ser el primer estudiante de mi familia.
E-Mucho mejor.
F-No responde.
¿Dónde está su casa?. Breve descripción del pueblo o ciudad.
Chicas
A-Está en el sur de la provincia de Shensí. Mi pueblo es pintoresco y ameno. Cerca de él se extiende una montaña, al subirla se puede contemplar el panorama y los campos bien cultivados abajo.
B-Está en Pekín, que es una ciudad conocida por todos.
C-Está en Xian. Ésta es una de las ciudades más grandes. Es famosa por su cultura antigua. La pagoda del Gran Ánsar, de sesenta y cuatro metros de alto y de siete pisos. En los suburbios orientales se encuentra el museo Pampoo; es una aldea de la sociedad primitiva. En el centro de la ciudad están la Torre de la Campana y la del Tambor, que se utilizaron antiguamente para avisar de la hora.
Chicos
D-Mi casa está en las afueras de Pekín. La vía ferroviaria se extiende hacia el fondo del valle. Junto a ella hay una carretera por la que van y vienen los camiones cargados, y al pie del valle se establecen las minas modernas. A sus lados están los barrios residenciales de los obreros, que tienen grandes almacenes, hospitales, centro de correos y escuelas primaria y secundaria. Los mineros trabajan con gran empeño. El Gobierno les da buenas condiciones de vida. A todas horas en todo el valle reían un ambiente de alegría y energía.
E-Mi casa está en la ciudad de Wuhan, de la provincia de Hopei. Es una de las grandes ciudades de nuestro país. Es bonita y moderna.
F-Mi casa está en la provincia de Seztchuan. Después de la Liberación hay muchos cambios en mi pueblo. Construyeron obras hidráulicas, canales, embalses, instalaciones eléctricas, nuevas viviendas y quince escuelas primarias. Plantaron más de doscientos mil árboles. La producción fue excelente. Ahora están esforzándose por hacer realidad la mecanización del campo.
Respecto a la descripción de su casa, ninguno entra en detalles y se limitan a enumerar algunos enseres y la existencia de agua corriente o de pozo, electricidad y cocina o estufa de carbón y leña. Añaden que están satisfechos y que, gracias a la dirección del Partido y del Presidente Mao, han mejorado y no les falta de nada. No tienen tierra propia ni animales, excepto en el caso de F., en cuya casa crían aves de corral y cerdos. El ajuar comprende bicicleta, reloj, radio y, aveces, máquina de coser y cámara fotográfica. Suelen comprar ropa y calzado hecho, aunque en ocasiones lo cose la madre.
Respecto a la alimentación, todos afirman que es muy buena y mejor que antes (la indispensable apostilla se refiere a un tiempo anterior al 49 que en realidad no han conocido y subraya también la continua mejora debida al Partido). Cuando hacen hincapié en la abundante presencia de verduras en la dieta añaden que éstas son más alimenticias-nunca que la carne escasee, como es el caso en el menú cotidiano-. Por la misma razón si no poseen un objeto en vez de no lo tenemos escriben no lo necesitamos. B. dice que Los cocineros de nuestro instituto tienen un alto nivel de hacer la comida. Por eso todos los días comemos cosas ricas, como panecillos, arroz, torta frita, raviolis, empanadas, tortitas de harina fritas…y diversas verduras, como col, pepino, apio, cebolla, berenjena, calabaza…También comemos carne, huevos, pescado, gallina, carne de vaca, de oveja…En las fiestas mejor. Excepto en el caso de B. y por motivos de salud, ninguno dice haber tomado, ni querer tomar, leche.
Respecto a los ingresos, presupuesto y ahorro familiar, o los ignoran o hablan de ello vagamente.
La homogeneidad de las respuestas se intensifica al llegar a las preguntas sobre su situación personal y su vida antes de llegar al Instituto de Lenguas de Xian.. Todos dicen que participaron en la Revolución Cultural, que interrumpió sus estudios en la escuela, y después trabajaron en el campo entre dos y tres años, excepto en el caso del muchacho soldado, que ya servía en el Ejército. El mejor recuerdo de los seis jóvenes es su entrada en la escuela y en la organización de los pequeños pioneros rojos. No hablan de malos recuerdos. De su infancia, recalcan su temprano deseo de aprender y de servir a la patria. Sus colegios eran amplios, buenos y bonitos.
Los seis declaran haber visto extranjeros en la calle o en el cine pero, exceptuando su profesora actual, no han tenido jamás contacto con ellos.
A la pregunta sobre su pasada actividad laboral, horario, sueldo y elección del puesto de trabajo, responden todos únicamente que, en efecto, han trabajado en el campo con jornadas de ocho horas o más. Insisten en que es necesario seguir las directivas del Presidente Mao y dedicarse al trabajo manual y aseguran que sus condiciones de vida eran buenas.
En el plano político, los seis han sido guardias rojos durante la Revolución Cultural y, de pequeños, pioneros. Luego ingresaron en las Juventudes Comunistas. El mayor deseo de todos-excepto de un muchacho que ya lo había logrado-era ser miembro del Partido, y su impresión más intensa fue ver con sus propios ojos al Presidente Mao en Tien An Men.
En cuanto al procedimiento de ingreso en el Instituto de Lenguas, las respuestas son literalmente las mismas, con levísimas variantes:
Me alisté por mi voluntad, recomendado por las masas-campesinos pobres y campesinos medios de la capa inferior, ratificado por los dirigentes, aprobado por la célula del Partido y revisado por los directores del Instituto.
Respecto a la elección del español, los seis aseguran que les agrada el estudio de esta lengua y que se han dedicado a ella por directiva del Partido, que precisa traductores e intérpretes de castellano. También afirman estudiarlo para propagar el marxismo-leninismo y pensamiento maotsetung y apoyar la revolución mundial. Sus dificultades de aprendizaje coinciden en buena parte con las de los profesores.
Todos dicen gozar de buena salud (ésta es, además, requisito-según descripción del proceso de selección- en su ingreso en escuelas superiores) y disponer de asistencia médica gratuita.
Llegados a la pregunta sobre su diversión favorita en horas libres y días de fiesta, la homogeneidad es de nuevo clamorosa: los seis dedican sus ocios a estudiar marxismo-leninismo y pensamiento maotsetung; también a hacer labores útiles para sí o los demás, ir a pasear, de visita, hacer deporte, asistir a espectáculos, leer, tocar instrumentos, escribir.
La anterior homogeneidad se ve superada por las respuestas a la opinión sobre el periodo de trabajo manual-un mes al año-y los mejores y peores recuerdos de éste. Existe un acuerdo con una fábrica de estampados y tintes y el instituto, que siempre envía allí a los alumnos. No hay malos recuerdos. Beneficia al pueblo. Los obreros nos trataban con mucho cariño. Esto me impresionó profundamente. Trabajan con ahínco y energía día tras día, año tras año, haciendo contribuciones a la construcción socialista. El completo cambio y el futuro luminoso me estimulaban a estudiar con entusiasmo. Aprendemos de sus grandes espíritus y superiores calidades. Estamos decididos a seguir las enseñanzas del Presidente Mao y convertirnos en trabajadores cultos y con conciencia socialista. Siento que hayamos estado tan poco tiempo.
En cuanto a sus proyectos de futuro, los seis aseguran no tener deseos personales, sino que éstos se identifican con la voluntad del Partido y las necesidades del país y de la revolución, que les asignarán destino.
La pregunta número treinta y dos, que reza ¿Le gustaría vivir solo, con amigos, con su familia?. ¿Piensa casarse?. ¿Cuándo?. ¿Cuántos hijos quisiera tener? es, de todas, la que más pasan por alto estos jóvenes de veinte a veintidós años. Como máximo, se refieren a ella indirectamente, respondiendo que ahora no es momento para ellos de pensar sino en el estudio y en cumplir bien las tareas que les ha encomendado el Partido. Dicen preferir la vida comunitaria.
A ¿Cómo imagina el futuro de China y del resto del mundo?.¿Qué país le gustaría más visitar? la respuesta general consiste en largos párrafos en que se afirma la confianza en la victoria de la revolución mundial y la derrota del imperialismo, con el establecimiento del comunismo en el mundo entero. Creen que China se pondrá en breve en cabeza de los países industrializados. Ninguno indica qué país le gustaría visitar.
Cuando se les pide su opinión sobre la Revolución Educativa los seis evitan la respuesta, sea dejando el espacio en blanco, sea diciendo que el movimiento todavía se encuentra en estado experimental, o bien insertan algunas citas de Mao sobre el tema.
Hay, de nuevo, un salto de generación en el que la presión del medio se impone al hecho biológico. La diferencia con sus profesores es aproximadamente de una decena de años, pero existe un lapso ellos y sus mayores, una carencia de individualidad y horizonte que sólo la diferencia formativa explica. Son los jóvenes que todavía no habían nacido en el 49 y que se encontraban en la escuela, con trece, catorce, dieciséis años, cuando sobrevino la Revolución Cultural. Fueron los adolescentes guardias rojos, los que en todos los centros presentan como estudiantes de nuevo cuño obreros, campesinos y soldados. En realidad, vienen con frecuencia de ciudades y de familia de cuadros pero han pasado periodos largos de trabajo agrícola e industrial. Las respuestas, prácticamente calcadas, dan la foto-robot del muchacho anheloso de ajustarse al modelo propugnado por el régimen. En lo que escriben, ortográficamente corregido en rojo por un profesor, no puede esperarse la menor espontaneidad. Todos los moldes se superponen, desde la censura interiorizada hasta las hileras de clichés tomadas de traducciones en la lengua extranjera, pasando por los habituales sintagmas y enumeraciones de manual. Apenas puede decirse que mientan; simplemente reproducen lo que debe ser la verdad y que, por tanto, lo es para ellos. Se lleva más puntos en este ejercicio el que es capaz de introducir en cada pregunta la respuesta adecuada dada a ella por el Partido, Mao Tse-tung y las Actas del X Congreso. Los cuestionarios están, por cierto, atiborrados de citas no entrecomilladas, lo cual es perfectamente lógico puesto que, en el marco del sistema, sería inútil separar las consignas oficiales de la realidad o lo que debe serlo. Han hecho y enviado sus deberes, que les sirven de prueba para los guiones de conversación de los que se servirán quizás con extranjeros en su futura vida de intérpetes.
Naturalmente, sus familias de entre cuatro y siete hermanos-todavía no alcanzadas por la planificación familiar-prosperan desde el 49. El currículum, las expectativas y perspectivas son prácticamente corales, con detalles que ponen una pincelada de involuntario, y trágico, realismo en la impecable ortodoxia de sus relatos. Así, uno de los chicos cuenta cómo, durante la Revolución Cultural, destruimos a Liu Shao-shi y a su camarilla, y también vestigios burgueses y revisionistas, muchos retratos de Budas y no pocos templos de monjes, etc, etc…Muchísimo. Las hazañas que relata consisten en el vasto genocidio cultural que llevaron a cabo los guardias rojos dirigidos por las consignas de Mao y que redujo a ceniza y ruinas gran parte del patrimonio artístico nacional y, en el Tíbet, más del noventa por ciento de los monasterios.
En esta generación se ha cumplido-y ello no es rasgo vano-la completa socialización a cargo del régimen. Ellos aprendieron las primeras letras y frases en la guardería en forma de cantos al Partido y expresiones de amor al Presidente, supieron que el nombre de Mao reunía el conjunto de las bondades y que la blasfemia era inimaginable, pasaron de la casa-cuna al jardín de infancia, de éste a la primaria y de ahí a la escuela en un continuum de fidelidad carmesí esmaltado por una iconografía sencilla y un mecanismo de exigencia-respuesta cuyo manejo binario, al tiempo que puerilizaba y atrofiaba los centros de responsabilidad adulta, les proporcionaba generosas dosis de confortable seguridad y garantizada satisfacción. La dimensión individual, especialmente las opciones no comunitarias y el sexo, es relegada a la inexistencia, que funciona como alternativa a la perplejidad o la angustia.
Junto a la familia, dentro de ella y, llegado el caso, contra ella, las células del Partido les han encuadrado en diversos niveles de socialización desde su más temprana infancia, mostrando a pioneritos, pioneros y juventudes comunistas la única escalera cuyos envidiables peldaños finales eran los carnets de miembro adulto. A ello ha contribuido la prolongada ausencia del hogar que implican el extenso horario y las múltiples actividades de las escuelas, los periodos de trabajo manual, la participación en campañas, la eliminación de espacios individuales y susceptibles de ser empleados de forma opcional o solitaria. El modelo Yenán ha establecido una general canalización comunitaria y minuciosa.
Los silencios en ciertas respuestas tenían su contrapartida en el fácil recitado de citas, que estaba curiosamente ausente en el caso de la Revolución Educativa. No tengo opiniones maduras. responde C. Y esto significa que el Partido no había divulgado directivas y consignas explícitas al respecto; se enmarcaba en la prohibición que el subdirector expresara a la cooperante de enviar al extranjero información sobre esa campaña. En el sistema del Partido Comunista Chino-y cualquier otro de similar estructura-la reflexión y los datos se manejan de forma inversa a la dinámica propia del pensamiento libre: sólo puede ser considerado y difundido aquéllo que se autoriza, el segmento de la realidad que los dirigentes juzgan bueno traer a la superficie, oficializada, de la existencia.
La contradicción entre una realidad conocida por la cooperante-por ejemplo, el tipo de alimentación ofrecida por la cantina del instituto-y lo expresado en las respuestas no parecía preocuparles. Las afirmaciones sobre la bondad de las comidas eran manifiestamente falsas. Los alumnos no ignoraban que la profesora extranjera estaba al corriente de ello, e incluso de las quejas y críticas. Pero el cliché perfeccionista se imponía en las alabanzas al alto nivel profesional de los cocineros y a la exquisitez de los platos. Los estudiantes manifestaban, en general, en su expresión una distancia respecto a la experiencia palpable considerablemente mayor que la de los profesores, y ésta era evidente en las consideraciones sobre el futuro, dictadas por el desconocimiento y la prudencia. Sus justificaciones del aprendizaje del español eran de orden mucho más abstracto, con un vago tratamiento global de los países y sin referencias a amigos ni enemigos.
Nada, en fin, ofrecía alternativas, en el caso de los alumnos al recurso al formalismo y convencionalismo. Muy por el contrario, a su débil conocimiento de la lengua apuntalado con frases hechas se unía la precariedad de su status, la completa dependencia de las autoridades, representadas por la inmediata vigilancia de la célula del Partido, el destino incierto que les sería asignado en función de su comportamiento y fidelidad. Sus respuestas no se habían efectuado, como las de los profesores, durante una charla a solas con la cooperante, sino que constituyeron deberes escritos dirigidos y supervisados. Y además, de acuerdo con la percepción del concentrado lapso generacional y más allá de los condicionamientos de circunstancias, se apreciaba en aquellos jóvenes que habían cruzado el umbral de los veinte años un grado de madurez muy por debajo de su edad real.
Medianos, grandes, pequeños, edificios, recintos, aulas y despachos, todos podrían intercambiarse, sacarse de la gran caja donde se almacenan e imbrican, desplegarse sobre la mesa y volverse luego a guardar, ajustado cada uno a los ángulos del precedente.
Pero el centro de esta caja no es el del círculo, se encuentra arriba, en los escalones más próximos al poder. Así, aunque los institutos en los cuales la extranjera enseña se asemejen en el aplicado cumplimiento de la misma monotonía física, los diferencia de manera notable la proximidad del cuadro de mandos, de esa red burocrática y ese Recinto Prohibido tras cuyos muros rojos se libran afelpadas batallas de violencia mucho mayor, y con frecuencia efecto más mortífero, que Waterloo. Desde Pekín los institutos de provincias, la Xian lejana en el antiguo corazón de las tierras del oeste, resultan de una familiar confianza que hace más crudo el perfil descaradamente policial de los funcionarios de la severa ciudad del norte. La violencia de los enfrentamientos ha ido decreciendo con la distancia a las grandes urbes y ello explica las relativas benignidad y cordialidad de la población interior y antigua, su desconcierto y buena voluntad ante la desacostumbrada presencia de una extranjera, el inamovible peso de las limitaciones templado sin embargo por vetas de contacto humano inencontrables en la capital
El Instituto de Lenguas Extranjeras de Pekín es una caja más, nueva, similar, grande, destinada a acoger, además de a los estudiantes locales, a los funcionarios destinados al Exterior y a los extranjeros que aprenden chino. Hay, como de costumbre, gigantismo, inútiles espacios vacíos, ninguna concesión a la imaginación o la estética. La escasa población estudiantil, a la que casi igualan en número los profesores, rellena tan sólo una ínfima parte. Pese a la presencia impresionante del edificio central, con su altura alternada de blanco y gris y coronada de tejas amarillas, el utilitarismo no corre parejas con el confort, los ascensores aún no funcionan y la calefacción ya ha tenido tiempo de estropearse por deficiencias en las tuberías. El frío es glacial. La suciedad de los servicios y los lavabos atrancados contrastan con el blanco reciente de las paredes. La cantina de los profesores es un vasto hangar oscuro similar al de Xian con sufridas mesas de madera y muy pocos bancos y taburetes, de forma que la mayoría come de pie, lo que no facilita las charlas de sobremesa. Ante la sorpresa de la cooperante por la inexistencia de sillas en escuela tan moderna se le responde que antes había pero que los profesores se las llevaban a sus casas. Las pilas de bolas de carbón se amontonan junto a las paredes. Los tadzupaos recuerdan la campaña Pi-Lin, Pi-Kon! pegados a la entrada y suspendidos de cordeles en el interior como ropa puesta a secar, con lo que ponen al menos un detalle de variación en el color, si no en el contenido.
El centro, que se considera escaparate por albergar alumnado extranjero, es sin embargo al parecer un dechado de limpieza y claridad si se compara con otras escuelas de idiomas. La cantina para estudiantes foráneos resulta lujosa: luz, higiene, manteles de plástico, mesas, sillas y menús muy por encima en calidad, presentación y calorías de los servidos a los chinos. Incluso, en vez de llevar cada cual su tazón y palillos, dispone de platos, vasos, cubiertos y personal para retirar la vajilla sucia. En la cantina de profesores se come mucho mejor que en la del anterior centro de trabajo de la cooperante y todos los días figura en el menú un plato o dos con algo de carne. Las casas para profesores son similares a las de Xian y, pese a la juventud de los bloques, ya parecen opacas y usadas, limpias pero grises.
La sala en la que se efectúa la presentación es tan similar a otras salas y las palabras a otras palabras que la extranjera se sorprende a sí misma superponiendo por anticipado frases y objetos, en un mecanismo muy semejante al utilizado por los chinos. Pocos meses han bastado para adquirir el automatismo del esperado ritmo, por el que fluye sin el menor esfuerzo una materia cada vez más lejana de la observación y el pensamiento. Los que la rodean llevan inmersos en ello la mayor parte de sus vidas y cuanto dicen discurre como el aceite por un engranaje del que es previsible cada trazo. De nuevo el antiguo director de antes de la Revolución Cultural ha pasado a ser un subordinado del cuadro del Partido que le supervisa. La última parte de la presentación se dedica a establecer una línea divisoria entre el tratamiento ofrecido a los estudiantes extranjeros, que no pueden participar en las actividades políticas de los chinos como la Reforma Educativa y la crítica a Lin Piao y Confucio, mientras que los cooperantes sí. Esto da pie a una cuña sobre la posición china oficial, ilustrada con cita de Mao que distingue entre las necesarias relaciones diplomáticas y la distinción entre países e individuos amigos y enemigos. Así pues se ordena expresamente a la cooperante la discreción:
Las informaciones que ofrece la prensa occidental sobre China no suelen ser conformes a la realidad ni estar de acuerdo con nuestra posición política. El Primer Ministro Chou En-lai dio en el X Congreso del Partido el enfoque general
Los estudiantes extranjeros llegan a estudiar a China en virtud de tratados bilaterales con sus países y nosotros no sabemos qué clase de individuos son. Así pues usted no debe hacer comentarios con ellos sobre las actividades políticas en las que los cooperantes sí participan.
Pasan los días de una estancia de la profesora extranjera en este centro que desde el comienzo se preveía como breve y el tono no desmiente la rodada frialdad burocrática de la acogida. Estamos muy lejos de la improvisación de la aislada Xian. Ésta es una caja próxima a la cúspide, fronteriza de Asuntos Exteriores y en el tramo final que corona el Ministerio de Educación. Todo se mantendrá en los límites. Son impensables las charlas a solas con colegas chinos, los relatos de sus vidas, el sucedáneo de encuestas, las veladas en el solitario hotel. La frescura de un alumnado joven ha sido reemplazada por funcionarios cuya edad se sitúa entre los treinta y cinco y los cincuenta y tantos años. Su reserva respecto a empleos anteriores y destinos futuros es completa. Ciertamente es gente de cierta importancia puesto que han pasado la fina criba que tamiza el personal que sale al extranjero. Todos son hombres, lo que da que pensar respecto al acceso de las mujeres a puestos de responsabilidad. Viven en el centro en régimen de internado aunque algunos tengan a sus familias cerca. La opacidad se intensifica por la falta de improvisación y espontaneidad durante el nuevo y tardío aprendizaje.
En los profesores de la sección de español hay una neta diferencia entre la generación que sobrepasan la treintena, con un nivel lingüístico más o menos aceptable y encargados de diversas actividades, y el grupo gris que vegeta y se mueve de forma tan borrosa que es difícil saber incluso su número. La irregularidad en la asistencia a causa de reuniones, sesiones políticas, trabajo manual, etc, no deja finalmente tener ideas concretas sobre cuáles son sus tareas específicas. La cooperante no cree haber llegado jamás a ver a los diez profesores chinos de español (para catorce estudiantes) de los que el director le habló durante la presentación, pero sabe que estas diferencias entre cifras y realidades son el pan cotidiano en China. W que tiene más de cuarenta años, habla y gesticula con abundancia y cierta precipitación, con un dominio fruto de sus años de becario en La Habana. Cuenta que los estudiantes chinos durante su estancia permanecían juntos, en grupo, guisándose entre ellos, y que excluían toda relación sexual con las cubanas pese a la-explicada con sabrosos detalles-buena voluntad de éstas. Es patente el aislamiento y el rechazo a la integración (vetada además, sin duda, por consigna gubernamental) . W es un voraz lector y especifica con toda naturalidad:
Sí; ahora estoy con una novela cubana. Leo mucho en español porque como en chino no hay nada que leer….
Ts., algo mayor que W, es hombre silencioso, de exquisita cortesía y perceptible valor intelectual. En su juventud vivió en Tailandia con sus padres, regresó a China, estudió ruso, español más tarde, tras la Revolución Cultural estuvo en el campo y actualmente se dedica a la selección de material
Los esposos L y T. tienen unos treinta y cinco años. L da clase. Su marido, T., parece que no; su timidez y reserva impiden trabar conversación con él
Integran también la sección tres muchachas jóvenes extremadamente átonas. Sólo se las ve apasionadas y expansivas durante las partidas de ping-pong, que ocupan buena parte de su jornada laboral. Dos de ellas están casadas pero ninguna vive con su marido. El de H. está en África. El de L es soldado. Ella dará a luz dentro de un mes. Él no viene al nacimiento de su primer hijo porque está demasiado lejos. Ambas tienen profesionalmente la misma historia: estudiaron español tan sólo durante ocho meses, empezó la Revolución Cultural, trabajaron unos años en el campo y se incorporaron a partir de 1972 a la plantilla del instituto. No dan clase. La tercera muchacha estudió tres años en el Instituto de Lenguas del Ejército. Luego hizo portugués y trabajó un año como traductora. De 1967 a 1971 no ejerció, luego, del 71 al 73, trabajó en una fábrica y actualmente redacta materiales de enseñanza.
En realidad el currículum de esta generación más joven coincide en la fractura formativa, la ruptura académica de mediados de los sesenta y su epígono de destierro fabril y campestre que duró, por ejemplo, en el último caso siete años, y que continúa en ilustrados de los que la cooperante no tendrá noticia jamás. Al toque de las últimas consignas, la administración recupera antiguos profesores y estudiantes que, en el espíritu movilizador a toda costa del Gran Salto Adelante, han realizado obras con frecuencia inútiles, representan en las poblaciones rurales indeseables bocas de más o se almacenan en las granjas del Ejército llamadas Escuelas del 7 de Mayo. Estas cantidades ingentes de paro encubierto pasan a distribuirse, de forma confusa, en las diversas entidades, recubiertos los sujetos, cualquiera que sea su calificación, con el título de profesor. Aunque el Buró Político comience a pedir ahora resultados, el sistema tiene los pies lastrados por el cemento de su dogmatismo formal e inevitable que lleva a los cuadros a manejar contingentes, globalizar y hablar de resultados de manera siempre atenta a la imagen complaciente que deben mostrar a sus superiores, con perfecto alejamiento de un análisis objetivo y una inversión eficaz del capital humano que pasarían por reconocer diferencias de capacidad, especialización y calidad en absoluto compatibles con el credo igualitario y la práctica de gregarismo intercambiable. Revueltos en el mismo recipiente se hallan desde catedráticos veteranos hasta estudiantes que apenas han seguido un curso de español, etiquetados todos como-por seguir la terminología de la época-el frente de la enseñanza. Y esto en medio de la falta de planificación, de unificación de programas, textos y materias, y para colmo dentro de la confusa corriente de vagas directivas voluntaristas de la Revolución Educativa.
No se trata sólo, en el caso del Estado, de desorientación y vacilaciones en la atribución de puestos a los profesores vueltos del campo. La inseguridad no es eficaz pero sí es políticamente rentable, garantiza desmovilización y sumisión, sitúa permanentemente a los profesores, y nuevos licenciados, en un clima de ausencia de derechos que también implica la fácil, y perceptible, dejadez de los deberes, pero que resulta para las autoridades preferible al germen de reivindicación que conlleva el reconocimiento de la calificación profesional. La Burocracia-y esto es esencial para la exquisita pirámide de comisarios ideológicos-halla aquí terreno escogido y abundantes tropas de refresco, porque, de esta variada masa docente, sus sectores más ignorantes e incapaces adherirán con entusiasmo a la selección y exégesis de documentos, materiales, textos e informes, a cuya elaboración, discusión y corrección dedicarán la mayor parte de su fantasmagórico horario laboral
Las cajas por edades son, en este centro de Pekín, en extremo similares a las de Xian. La generación que realizó sus estudios superiores en los años cincuenta tiene un grado de conocimientos en general muy superior en todos los niveles al de los jóvenes. Esto se observa por supuesto en el plano profesional, pero lo que llama la atención en ellos es la existencia de una viveza, de una riqueza intelectual, que se echa en falta en generaciones posteriores, mucho más uniformizadas y estereotipadas y con un bagaje cultural infinitamente más pobre.
Si la seguridad es una cuerda, los métodos de aprendizaje y el contenido de los textos parecen hechos para ir cada uno cortando cotidianamente con su cuchillito una a una las fibras. La cooperante observa las clases dadas por chinos, el prefecto ambiente, con este alumnado adulto, de una primaria decimonónica, el recitado de las reglas gramaticales y de los verbos a coro, y la ausencia de diálogo, gesticulación y elementos plásticos y dinámicos. Las frases empleadas como ejemplos son consignas y están plagadas, como el vocabulario en general, de términos morales y expresiones de obligación del tipo deber, está bien, está mal, hay que, tenemos que. Hay un ensañamiento en los acertijos, en el uso de homónimos y sinónimos, que tiene mucho de tortura para estudiantes de nivel lingüístico tan modesto. Se insiste en la caza del error, y los que no hay que cometer se escriben en la pizarra. La clase de conversación consiste en dos alumnos que salen al estrado y se recitan allí el uno al otro el diálogo que figura en los manuales y han aprendido de memoria previamente. Cuando han terminado el profesor pregunta a los demás qué errores, que ellos han ido anotando, cometieron. Es notable que, en plena campaña de crítica a Confucio, la metodología resulte tan rabiosamente confuciana, con su moralismo y cuidado de las formas. De hecho, los contenidos, lo que se dice, carece de importancia, en el aprendizaje de lenguas como en la expresión habitual. Cuenta la sumisión adaptativa a un ritmo, a unas premisas cambiantes pero siempre fijadas y preceptivas.
Las actividades políticas son también un ejercicio que deleitaría, y arrancaría una sonrisa irónica, a Confucio. Nada más lejos de la efervescencia que sugieren que la dócil realidad, el apacible estudio de los documentos enviados por el Partido, que se muestran o leen a la profesora extranjera, según la consigna de participación, sin que se le permita tomar notas; todo es secreto y prohibido mientras no haya autorización expresa. En un caso se trata de fotocopias que son presentadas como el Plan cinco siete uno (u chi i, en la pronunciación china parecido a sublevación armada). Se trata nada menos que del cuaderno secreto del complot de Lin Piao contra el Presidente Mao, en el que figuran fotos de pilotos traidores y de un avión. Se incluye la confesión y descripción del complot realizada por un conjurado y una carta de Mao a su mujer, Chiang Ching, en 1966, en la cual ya expresaba sus reservas respecto a Lin. El desdén del Gobierno por la facultad de raciocinio de sus súbditos y por su inexistente capacidad de expresión crítica no puede ser mayor. Aquí tenemos al Gran Timonel dejando durante lo más florido de la Revolución Cultural las riendas y representación del movimiento a un dudoso mariscal que depone y dispone de vidas y destinos en un experimento a lo grande en un laboratorio poblado por millones de personas. Lin Piao ha pasado a figurar en el panteón inverso de los architraidores, sin duda porque la URSS ya estaba muy vista y el capitalismo incorporado a las exigencias de las relaciones internacionales y de la renovación logística.
La habitual y patológica afición china al secreto impedía también saber los porcentajes y procedencia de los estudiantes extranjeros. El dominio de la lengua no garantizaba ni mucho menos la integración. La cooperante charla con una muchacha japonesa a la que faltaba un curso para doctorarse en obstetricia en la universidad de Pekín. Toda su vida de veintidós años había transcurrido en China, donde residían sus padres, pero eso no era óbice para que anhelara vivamente, una vez obtenido su diploma, marchar al Japón, porque, según decía, se sentía aislada y extranjera. El conocimiento del idioma, el bajo nivel de ingresos, que los acercaba a la media local, y la supuesta cohabitación con chinos no eran, tampoco, determinantes en la asimilación de los estudiantes occidentales. Aunque se alojaran en los mismos edificios que los chinos no había un contacto significativo porque éstos formaban grupo aparte, especialmente las mujeres. Entre los chicos existía más relación con los extranjeros, visitas y charlas en los cuartos, pero la amistad quedaba ahí. Jamás un estudiante chino había invitado a salir con él un domingo o a ir a su casa a un compañero occidental, y las invitaciones generales a sus fiestas de éstos últimos eran siempre rehusadas por unos condiscípulos locales a los que estaba prohibido bailar y que solían quedarse en el instituto los días festivos alegando que Pekín estaba demasiado lejos y que debían estudiar. Les resultaba en extremo incomprensible que los occidentales se divirtieran, organizasen reuniones, saliesen, y sin embargo asimilaran y prepararan covenientemente la materia. El hecho de que, en sus largas charlas vespertinas con los extranjeros, emplearan el vocabulario y frases de la lección estudiada ese día apuntaba a motivos mucho más pragmáticos e interesados que el deseo de confraternización.
La siguiente caja fue el Instituto Nº 2 de Lenguas Extranjeras de Pekín, el más alejado, diez kilómetros al este, en pleno campo y precedido de un aura de maoísmo virulento durante la Revolución Cultural, lo que se traduce en un especial protagonismo a la hora de purgas, ataques y autos de fe. Semeja a todos y a cualquiera de sus homólogos: una serie de edificios sin belleza, grises, con zonas de árboles, setos y tierra y un muro rodeando el recinto. La calefacción brilla por su ausencia, se da clase con el abrigo puesto y el agua se hiela en los pasillos. Los servicios están tan sucios como de costumbre, el piso es de cemento y los gruesos muros de ladrillo transpiran frío. Sola la floración de tadzupaos pone una nota de color, pero ésta acaba resultando amarga, por el desprecio que implica respecto a la pequeña vida cotidiana de los individuos sometida al pardo escenario, por su monopolio del brillo y la diferencia. En la cantina, idéntica a las de otros centros, no hay bancos ni sillas en absoluto. El altavoz desgrana mientras se come artículos políticos. Se ha dispuesto, para los cooperantes extranjeros que lo deseen, una habitación especial que les sirve de comedor y en la que se sirven menús de superior calidad. Las habitaciones de los profesores chinos se reducen a una habitación espaciosa con cocinita y fregadero. Las bombillas sin pantalla, la pintura maltratada y el cemento del suelo da a estos interiores semejantes a millones de hogares chinos un aire adocenado y triste. Los objetos son los mismos que los de todas las casas que la cooperante ha visitado y colocados en la misma disposición. Hay una letrina para cada tres familias y, fuera, unas duchas que funcionan una o dos veces por semana. De las paredes de cal de las clases cuelgan fotos y caligrafías de Mao y del comunista modelo, Lei-Feng; también un alfabeto y tres mapas: muy grande el de China, mediano el del mundo y pequeño el de Hispanoamérica.
La presentación, salvando las fechas y origen como departamento de la Agencia de Noticias Sinjua, es un calco de las anteriores. Hay detalles que, en efecto, corroboran su carácter extremo y una frialdad agresiva que no es sólo la atmosférica. Se dice a la cooperante que Los institutos más antiguos admitieron alumnos más pronto pero éste estuvo ocupado hasta 1972 con la crítica a Liu Shao-shi y la Revolución Cultural. Luego averigua que el centro adoptó posiciones netamente ultraizquierdistas, apoyando con mayor fervor si cabe que los otros a Lin Piao y a su hijo Lin Li-kuo. Fue sede del violento Grupo 16 de Mayo y a sus alumnos se atribuían diversas actividades fanáticas y xenófobas, como el incendio de la embajada británica.
En la presentación se insiste en que las condiciones materiales (manifiestamente mediocres) tienen menos importancia que la fidelidad a la correcta línea política del Presidente Mao, para lo que se llevan a cabo con entusiasmo todos los movimientos y campañas, transformando mediante la fuerza ideológica el entorno.
La utilización de este conocido cliché marxista no es detalle desdeñable. Se trata de un dogma del que emana el desdén hacia objetividad e individuos, que ha sido el núcleo de las grandes campañas y perdura en los sectores más ortodoxos. Es el fundamentalismo maoísta según el cual el pensamiento maotsetung mueve montañas y está dotado de virtud inigualable capaz de, como una potencia nuclear, modelar el entorno físico. Sus dosificadores son los diversos directores, supervisores y propagandistas instalados por la Revolución Cultural en puestos de mando, a los que se somete el conjunto del claustro y que se ramifica, bajo los diez miembros del Partido que forman el grupo dirigente, en células comunistas distribuidas por facultades y sectores y en comités revolucionarios. La confusión que el organigrama muestra respecto a la delimitación de autoridades y cargos se revela en la práctica como un completo monopolio de autoridad y decisiones por parte de los habituales cargos del Partido y un mantenimiento honorífico de los grupos obreros de propaganda del pensamiento de Mao que llegaron durante la campaña de los sesenta. No existe ningún tipo de organización autónoma, con capacidad de proposición y de discusión real, ni entre profesores ni entre alumnos. Se espera únicamente de ambos colectivos la buena asimilación y puesta en práctica de las directivas emanadas de la célula rectora.
En el calendario menudean las reuniones y discusiones de formación política en sesiones fijas de tres tardes por semana más las eventuales, lo que sobrepasa con mucho al espacio dedicado a ello en otros centros, y consisten en el estudio de las obras de Marx, Engels, Lenin, Stalin y Mao, a lo que se añade la crítica a Lin Piao, Confucio y Mencio, las actividades correspondientes a la Revolución Educativa y los mítines. Cada observación de los dirigentes durante la presentación del instituto apunta hacia el rigor de los planteamientos y la persistencia de las directivas de la Revolución Cultural. Así, cuando se explican los mecanismos de selección de alumnos, se hace hincapié en que la política reina y el nivel académico ocupa un muy subsidiario lugar en nada semejante al de los países capitalistas ni al de China antes de 1966, época en que la admisión se llevaba a cabo según la nota de examen y el rendimiento intelectual.
Queda además claro que por parte de las nada cordiales autoridades hay una voluntad evidente de mantener a la nueva cooperante a muy profiláctica distancia. Tanto es así que en su horario se ha excluido la posibilidad de contacto directo con los alumnos: sólo daría clase a los profesores y ayudaría a la preparación de textos. Tras áspera lucha, logra enseñar ciertos días a los estudiantes, pero no se la autoriza a darles la charla semanal sobre España e Hispanoamérica ni se acepta el uso de canciones o material visual. En esto los dirigentes llevan estrictamente a la práctica su criterio de selección intelectual inversa: decantan sus preferencias por una profesora sudamericana de un nivel no ya bajo sino inexistente, puesto que se trataba de la cónyuge de un cooperante sin más titulación que la fidelidad incondicional a la incondicional fidelidad maoísta mostrada por su marido.
El Instituto nº 2 de Lenguas Extranjeras es ciertamente una caja cerca ya de la cúspide, del restringido territorio donde se deciden, sin miramiento alguno, las vidas y minúsculas haciendas. En él la cooperante advierte la gélida proximidad del núcleo de cuanto hasta ahora ha percibido. Le llegan historias de un profesor inglés, de una traductora, que desaparecieron cubiertos por los movimientos de este inmenso mar político en cuyo oleaje habían alegremente participado. Gracias a un piadoso mecanismo de omisión temporal, ella no había adquirido sino escasas veces conciencia de su indefensión absoluta, de la insignificancia de su presencia entre el vasto engranaje de multitudes ajenas. Xian la había rodeado de una vaga convicción de inmunidad diplomática, de especie protegida por su rareza. En Pekín no hay tal, ni siquiera la torpeza salvadora con la que en el lejano instituto de provincias dirigentes y colegas habían manejado su llegada y sus rasgos de animal impredecible. Ahora está entre gente de enemigos y lo sabe, habituados a una ferocidad metálica de silenciosos golpes y decisiones sin remisión, gente de rostro tenso por donde no parece haber resbalado más placer que la victoria sobre el antagonista. La extranjera ha caminado sin mirar sino a los metros de tierra inmediatos para no sentir el vacío, se ha guardado de levantar la vista hacia la magnitud abrumadora del horizonte, se ha negado a saber de riesgos, ha optado por la estupidez y la ingenuidad. No posee sino un caducado pasaporte de un Gobierno que carece de tratados con la República Popular China y que ignora su presencia en el país, y está a la merced de un sistema en el que no existen ni derechos ni garantías. Pero, rodeada de docenas, miles, millones de seres a los que falta lo mismo en mucho mayor grado, se sentía, pese a todo, fuerte, protegida y vergonzosamente privilegiada. Quiere convencerse de que ignora el miedo, de que, tras cuanto supone y ha visto, no tiene derecho a él. Se niega terminantemente a conceder una sombra de razón a las puestas en guardia de aquéllos que, antes de su partida, la prevenían sobre posibles males, a las historias de la Guerra Fría. Teme al ridículo y al sonrojo de hallarse a sí misma ganada por el fantasma de relatos semejantes. Se esfuerza por no mirar sino el rostro cercano, la ruta por la que sus pasos discurren. Es en vano. Desde el primer segundo, cuando el avión aterrizó en un aeropuerto húmedo y poco frecuentado, supo de los edificios, pasillos, muros grises, y el gran retrato monstruoso, como las letras rojas, que reinaban únicas en un mundo por lo demás privado de brillos, movimiento y luz. Tras cada rostro se ha extendido ante ella, apresuradamente, la apretada pintura de toda una vida y, más que sus palabras, oía el obligado silencio, veía el hueco de lo que, en otras condiciones, hubiese podido ser y no fue. Ahora conoce, con la certidumbre física del trato y el ácido sabor de la evidencia; y la magnitud de lo que la rodea de nuevo diluye el temor por su propia persona en sentimientos forzados a medirse con una escala muy diferente.
Los alumnos a los que había insistido en dar clase eran un grupo de muchachos y muchachas de entre los veinte y veinticinco años, aunque, por el infantilismo de que daban muestras, se les hubieran atribuido cinco menos. Resaltaban, en comparación con los del Xian, su reserva y la represión que evidenciaban. Jamás se atrevían a dar juicios personales sobre el material que querían emplear en las clases, el uso de diapositivas, etc, y se atenían, caso de conocerlas, a repetir las tesis de la direccion y a generalidades conformistas. De lo contrario, guardaban silencio. La actitud física iba sin embargo más allá en el plano expresivo con frecuencia que la verbal. Así, cada vez que la profesora extranjera entraba con periódicos y revistas que recibía de Europa, se los quitaban prácticamente de las manos para leerlos con avidez y preguntarle sobre Occidente. Con el trato, se permitieron pedirle en préstamo la prensa que llevaba. Decían entender todas las palabras pero, con cierto analfabetismo ideológico, quedaban ayunos del significado. Había en ellos y en sus profesores tres niveles de espontaneidad y expresividad que eran, en orden decreciente: Cuando se hallaban solos, en las pocas oportunidades en que la cooperante podía mantener un diálogo privado. Cuando se encontraban en un pequeño grupo homogéneo, de conocidos. Cuando entre ellos había un cuadro. La atmósfera del grupo cambiaba sensiblemente según asistiera o no-lo general era lo primero, puesto que seguía las clases y era un estudiante más-el alumno responsable, enlace con la dirección, encargado de tomar la palabra cada vez que se planteaban cuestiones de opinión. Se trataba del guía político que existe en cada clase por disposición oficial y tiene como misión resolver los problemas ideológicos de sus compañeros. El clima fue claramente menos inhibido, los demás se expresaron con mucho mayor soltura y libertad, los días que él faltó.
Llamaba la atención en el aula la existencia de algunos en absoluto dotados para el estudio ni deseosos de dedicarse a las lenguas. Sucedía que, una vez entrados en el centro, todos debían graduarse y ningún profesor se hubiese atrevido a oponerse al pase de uno de estos estudiantes enviados por las células del Partido y que venían de las amplias masas de obreros, campesinos y soldados. El régimen chino había logrado ciertamente un grado cero de fracaso escolar; era, por ejemplo, notoria entre el profesorado extranjero de la Universidad de Pekín la imposibilidad de suspender. Las autoridades les obligaban a subir la puntuación, y con muy mayor motivo si el sujeto, además de incapaz y obtuso, era activista político o provenía de impecable origen proletario.
En el ambiente de trabajo, llama la atención de la cooperante la omnipresencia del supervisor del partido, del que, junto, en teoría, el obrero W, dependen las directivas. Este cuadro por supuesto no tiene la más leve idea de idioma alguno excepto el propio. Su labor es de supervisión y censura política, su actitud netamente hostil hacia los occidentales. El obrero agregado como dirigente de la sección no es sino un hombre de paja a su lado. De los profesores, la cifra de treinta y uno dada por el director era burocrática e irreal. Imposible saber ni su número ni sus ocupaciones. Las diferencias de nivel en dominio del español, cultura general y capacidad intelectual eran acusadísimas, a favor indiscutiblemente de los de mayor edad. Había algo en extremo rígido en la atmósfera. Se encargaba de la representación de los docentes U, mujer de treinta y seis años, muy retraída, viuda y con dos hijos. S., de edad similar, descollaba intelectualmente y hablaba un español muy aceptable. De la misma generación eran M, lingüista que hablaba del tronco chino-tibetano y de la teoría estaliniana del lenguaje, y K también responsable de la sección. L era una madre de familia que se expresaba lenta y penosamente, mientras que X, shanghailesa muy viva pero de mediocre nivel lingüístico, rondaba la treintena y tenía un bebé que estaba con su madre en el sur porque ella no tenía costumbre de cuidar niños y éste le impediría trabajar. Los demás eran un coro inconstante y difuminado. Corregían sin decir palabra, sentados en sus mesas, repetían textos en voz alta, se hundían en papeles y diccionarios y jugaban al ping-pong con la atención propia del único juguete. A esto quedaban reducidas las directivas sobre cooperación dinámica que repetían con insistencia las consignas de la Revolución Educativa.
Un fantasma recorría el departamento, personaje de sonrisa petrificada, español plúmbeo y actividad indefinida. El tiempo revelaría que se trataba, además de un responsable, de un miembro de probablemente la policía social u organismo análogo. Aunque aseguraba haber estado durante un largo periodo en misión en el norte de China, la indiscreción de una de las profesoras descubre que en realidad residió en Guinea con un grupo ocupado en la instalación de una fábrica de papel.
Lo menos que se puede decir de la actividad de todos ellos es que era discutible. Más concretamente, apenas trabajaban. Se ausentaban con frecuencia, era inútil pedirles que hiciesen una redacción cada quince días, resúmenes de alguna obra, fichas de los libros de la biblioteca. Ni había formación ni esfuerzo, ni se molestaban en escribir y leer. Tampoco les interesaban los métodos de enseñanza de lenguas. Únicamente memorizaban y repetían. El profesor extranjero está concebido como máquina rectificadora de textos, repetidora y grabadora de frases correctas en correcta fonética, diccionario y gramática viviente. La comunicación es nula. La cosificación total. Y ello en perfecta antinomia con las directivas repetidas hasta la saciedad en las campañas en pro de la dinámica pedagógica, la primacía dada a la práctica y los intercambios de experiencias. Es la mansedumbre del coreado ¡Hay que ir contra corriente! que debe traducirse en la praxis en Cuando todos vayan contra corriente yo iré contra corriente, premisa válida, sin distinción de estamentos, para el conjunto del país, ligada a la completa alienación que preside sus destinos. Ni sus vidas, ni las verdades que deben creer ni el acierto de las opciones ni las desgracias o beneficios que de ellas obtengan les pertenecen, sino que serán determinadas por disposiciones ajenas. Su papel se reduce a la aceptable adecuación a los patrones. Su situación laboral y familiar, el lugar de residencia, la ropa que será conveniente vestir y los textos que habrá que haber leído son responsabilidad de superiores instancias. En el plano puramente material, hay un abismo entre la actividad de sus vecinos asiáticos de Singapur, Hong Kong, de las afanosas colonias chinas desperdigadas por el mundo, y el somnoliento ritmo de los súbditos de Pekín.
A la natural falta de incentivos del régimen colectivista se suman, en el medio donde la cooperante se mueve, un retraimiento y elusión de responsabilidades específico y extremo. los profesores son el blanco de múltiples críticas: las de alumnos, responsables políticos, directivos del centro…Pertenecen a la clase media ilustrada, plato escogido de las iras de la Revolución Cultural. Son intelectuales, pero no cuadros, vulnerables y carentes de respaldo alguno. Como consecuencia natural se atrincheran en la ortodoxia, los textos oficiales y puros. Pedirles que sacrifiquen su propia seguridad mínima vital a la ética de la profesión es, teniendo en cuenta el medio en el que se mueven, una demanda de heroísmo excesivo y probablemente inútil.
El archipiélago Orwell es terreno de monte bajo. El régimen desmocha periódicamente iniciativa e inteligencias, ofrece élites como pasto del rencor de fondo de las frustraciones generalizadas, y luego se halla ante la uniformidad de la chata vegetación de matorrales y la ausencia de cuadros medios con los que construir el entramado mínimo de una sociedad moderna. Sobre los profesores han llovido y llueven consignas y campañas cuyo signo varía con el viento. Nada extraño que en el país circule el dicho La enseñanza es un oficio peligroso. Que se lo digan a Sócrates.
La Revolución Cultural ha empeorado, en todos los sentidos, la suerte del profesorado. A diferencia de los demás trabajadores, no hay para ellos edad de retiro, y se arguye la escasez y la necesidad que el país tiene de su experiencia. El absurdo del argumento, ante la evidencia de un porcentaje de dos a cuatro alumnos por cada profesor, encubre la situación de bancarrota educativa fruto de directivas y campañas. El nivel de la mayor parte es extremadamente bajo y desigual, el absentismo, las purgas, los destierros, la irregularidad de la vida académica, la nula planificación, la pobreza del material pedagógico cobran su peaje. Desaparecida la espuma fútil de ordenancismo voluntarista, la marea descubre un panorama en el que los pocos restos aprovechables provienen de épocas anteriores al gran desastre y de disposiciones e inteligencias cuyas posibilidades las circunstancias no han logrado cercenar en su totalidad. No ha faltado en el proceso la reducción a mínimos del tiempo de vacaciones, que en 1973 era de dos semanas en verano y una en el Año Nuevo chino. Los profesores pertenecen al patrimonio del centro como el mobiliario, y se parte, en la utilización de sus servicios, de una disponibilidad completa, garantizada y versátil. Son el relleno más o menos pedagógico de los lugares de acogida juvenil, a los que además les mantiene atados corto el bajo nivel de ingresos. Sumados los sueldos de un matrimonio de docentes, con una hija pequeña cuya guardería y tres comidas diarias, de lunes a sábado, deben pagar, ni el ocio ni los ingresos dan para esparcimientos. De hecho, la pareja apenas salía del recinto del instituto. Los domingos se dedicaban a la limpieza y a sus hijos. En las vacaciones de Año Nuevo las horas, más que en pasear por la ciudad, se iban en hacer cola en las tiendas para comprar los alimentos necesarios, y en guisar y recibir a los parientes. En verano juzgaban que el calor era excesivo para aventurarse fuera de casa, y en cuanto a viajes largos, el de Hangchow, para ver a sus padres, resultaba inalcanzable para su presupuesto.
Del concepto patrimonial del Estado respecto a los empleados da adecuada idea el caso de la profesora shanghailesa. Esta muchacha confirmaba a la cooperante que la separación indefinida de matrimonios era en la República Popular China moneda corriente, sin que los cónyuges tuvieran la menor idea sobre su duración. El marido de X era técnico, habían vivido juntos en Pekín, pero él fue enviado en misión a una ciudad lejana, cerca de la frontera con la URSS, por un máximo, creían ellos, de dos o tres meses. Pasado ese tiempo, seguían sin saber, ni de forma aproximada, la fecha del retorno. X creía, según las cartas recibidas, que la ausencia de su marido podía prolongarse por tres, seis meses, un año, o más. Ambos lo ignoraban. Ella estaba, además, separada de su bebé desde prácticamente el nacimiento de éste.
La prioridad es la transformación ideológica: Reflejar la línea fundamental del Partido Comunista y seguir sus directivas. Combinar la teoría y la práctica en tres aspectos:
1-Enseñanza y textos combinados con la realidad de la lucha de clases actual.
2-Combinar los textos con las necesidades de los trabajos futuros en Asuntos Exteriores.
3-Basarse en el nivel actual de lengua española de los alumnos.
(Instrucciones difundidas por la Dirección del Instituto para la selección y elaboración de textos.)
Las cribas sucesivas por parte de secciones, departamentos, representantes, responsables, colegas del mismo centro y de otros similares, despojan a los textos que se emplean de cualquier veleidad de apreciación intelectual o estética. Es el reino del equipo, y fuera de una pureza maoísta inatacable en la que refugiarse a la menor crítica no hay salvación. Éstas son ya las tierras compactas, aledañas al núcleo del continente totalitario, fruto de un socialismo depurado en el que el individuo carece de existencia y no hay, de página a página y de línea a línea, la menor brizna de iniciativa personal. El grado de censura es simplemente inimaginable porque supera al término y carece incluso de referencias adecuadamente comparativas. El Santo Oficio, la prensa del Movimiento, las virtuosas novelas victorianas y los poemas épicos al Augusto César son un chispeante hervidero en el que los parámetros oficiales coexisten, en un transparente juego de presencias y referencias, con la independencia del ingenio y del impulso. Este continente no tiene igual. Pudo tenerlo en el nazi, pero faltaron años y asentamiento para la petrificación definitiva de éste. El creado por China aspira a la superación de sí mismo, al viaje al extremo de su lógica que se manifiesta plenamente aquí.
En un despacho de ambiente tenso y silencioso se corrigen materiales que circulan entre los diversos institutos. Hay artículos de Mao, un informe de Chou En-lai, algunos fragmentos, continuamente limados y podados, de periódicos y de novelas y, frente a la cooperante, tres volúmenes de frases cuya gramática debe revisar. Los alumnos disponen del conjunto, diálogos y ejercicios de fonética incluidos, desde comienzo de curso, lo que impide la inducción directa y el aprendizaje práctico y favorece la inicial memorización. La normativa reza que los textos versarán, en primer lugar, sobre la China moderna y el Partido Comunista, aludirán a la situación internacional y a los países en los que se habla la lengua extranjera, tendrán un contenido acorde con los criterios oficiales de bondad y esto se resaltará con notas críticas y modificaciones de los originales, el lenguaje será actual, no se estudiará literatura excepto en contados casos de algunas novelas como lectura fuera de clase. Los proyectos de redacción seguirán la línea de masas, con consultas a los comités de obreros propagandistas del pensamiento maotsetung, a los cuadros y a los estudiantes.
En este Alcázar de la Revolución Cultural y del Gran Líder ni siquiera se permite, como sí en otros centros, mostrar a los profesores-no digamos a los alumnos-material audiovisual. La cooperante debería someter diapositivas y grabaciones a la censura previa de una dirección que ignora todo respecto a lengua y contexto y hace continua gala de una xenofobia rampante. Los responsables evitan dar explicaciones, rehúsan entrevistarse con la profesora extranjera y se limitan a subrayar la imposibilidad de que los profesores vean, oigan y juzguen sobre la conveniencia de su empleo. La dirección saca a relucir consignas según las cuales los chinos deben elaborar ellos mismos las láminas pertinentes. Todo el material que la cooperante se ha agenciado con no pocos esfuerzos-vistas de calles, ciudades, parques, restaurantes, tiendas-es rechazado sin que nadie, ningún responsable, se moleste en verlo. Los argumentos son de una puerilidad asombrosa: la responsable U habría juzgado inútil para la clase una diapositiva vista al trasluz, se invoca el principio del centralismo democrático, que otorga la razón automáticamente al voluntario grupo de ciegos. La imagen, cualquier imagen, está cargada de utilitarismo e ideología, carece, como las personas, de inocencia. De recurrir a ellas. los profesores chinos podían ser acusados de servilismo hacia el extranjero o de difusión de las ideas burguesas. El interés por la enseñanza audiovisual, en la esperanza de lograr convertir con ella a los estudiantes en hablantes de español en un tiempo récord, chocaba en realidad con una imposible escisión entre la lengua y el tejido vital que la segregaba.
Se ha inculcado el pánico a la contaminación externa, al mundo que bulle de microbios ideológicos tras las asépticas fronteras establecidas por el Partido. Bajo las premisas formales del Internacionalismo Proletario, el país vive una xenofobia virulenta, nacida de la imprescindible necesidad para el sistema de asedio y enemigos. Como ejemplo del verbo socavar, en uno de los manuales se escribe La literatura y el arte occidentales socavan la moral del pueblo chino. El aprendizaje de idiomas implica el alambicado ejercicio de tomar las palabras sin mancharse con las ajenas y reprobables ideas que las bañan. Continúa siendo el ruso que se aprende para interrogar a los prisioneros, el arma contra esas armas, la domesticación del objeto extraño para los fines propios según la consigna Aprender a pensar en lenguas extranjeras no significa aprender la forma de pensar del extranjero. El régimen del 49 ha potenciado, en la práctica, el más virulento nacionalismo egocéntrico de la historia china tras extirpar los brotes de modernización y apertura que proliferaran desde el siglo anterior y que difundieron personajes caracterizados por la amplitud y la inquietud de sus ideas.
Hay varios rojos en este universo daltónico. Atrincherados tras las más recias murallas de la devoción hacia la correcta doctrina, se encuentran los que han hecho del monopolio de la censura su modo de vida, los que hallan -la especie es reconocible en cualquier continente- en la agresiva fidelidad al ideario la justificación social y el prestigio. Bajo la colcha maoísta rebullen, y tiran hacia sí, muy distintos compañeros de cama. En el Instituto nº 2 se enquistan aquéllos para los que cualquier concesión al pragmatismo es un comienzo del fin del poder. Ha empezado un nuevo reparto cuya ferocidad se ve aumentada por la sombra ineluctable de la nueva generación y del siglo XXI. Mientras, repiten, y repetirán, el ¡Matamos, matamos, matamos! del poeta ruso. Hay muchas formas de matar y la especialidad local es hacerlo sin ruido, con esa técnica que consiste en sorber los impulsos vitales, eliminar la iniciativa, robar el tiempo, obligar a la aquiescencia hasta que el hueso mismo, como los pies de las antiguas damas, olvida su primitiva forma que le permitía alejarse y correr. Es, quizás, la mayor ignominia de las muchas que con el baqueteado término de educación, y reeducación, se han recubierto.
La cooperante sabe que hay gestos que, una vez entrados, no van a salir jamás de su vida, que, en el espacio de segundos, han ocupado, como una enfermedad, su parcela. La mano de K es uno de ellos. Las diapositivas-calles, parques, edificios y paisajes de una ciudad de Europa-están sobre la mesa. La extranjera comenta y se admira de que la mera contemplación, en vistas a su uso, pueda estar vedada. El profesor K coge una de ellas, la mira al trasluz de la tarde; puede ser una casa, un grupo de viandantes, una tienda. De repente la suelta, los dedos se retraen hacia la manga de bordes raídos, buscan refugio en los lápices, la taza de agua tibia, la chaqueta gris. En la puerta, que se ha abierto suavemente, se perfila la cara lisa de expresión y de saludo, sin resquicios, del agente político. K ha desviado la vista para no atraer la suya, que, desde el otro extremo, parece balancearse por el cuarto antes de avanzar con un paso lento y los ojos del profesional de la vigilancia. No da señales de advertir la turbación. Va entre las mesas, no pregunta. Ha cambiado la acidez del aire. Toda la humillación, toda la sumisión de K está en esa mano bruscamente abatida, disimulada, abortada en su gesto. Y la cooperante no lo perdonará jamás.
Como para el resto de sus compatriotas, cualquier publicación extranjera es totalmente inaccesible para sus colegas. El único lugar que recibe todo tipo de prensa exterior es la Agencia China de Noticias Sinjua. Cuando quieren utilizar un artículo, del cual tienen la referencia nominal, como material pedagógico los profesores se dirigen a Sinjua, dan la referencia y piden que se les permita consultar esa parte exclusivamente. Se habla de la posibilidad de ciertas suscripciones mediante permisos especiales. En cuanto a los libros, su importación está severamente reglamentada. La Librería Central de Pekín presentaba anualmente en cada departamento una lista de títulos ya seleccionados entre los que los profesores debían escoger. Esa selección se realizaba, pues, a ciegas, sin referencias de contenido, y permitía la incongruente fraternidad en las estanterías de la iconografía china de lucha tercermundista junto a versiones infantiles españolas del Antiguo y Nuevo Testamento y de la Conquista de América en el mejor estilo de los manuales de los años cincuenta, con caballero heroico, misionero abnegado e indios de rodillas agradecidos.
La selección de textos originales da lugar a escenas que, de no constituir por sí mismas botones camiseros de muestra de inimaginables volúmenes de represión, encontrarían lugar adecuado en tiras cómicas y antologías del disparate. Véase algunas de ellas:
La cooperante ha seleccionado para comprensión oral un texto breve de Julio Camba. El escritor visita una tienda de trajes hechos e intenta, sin éxito, abotonarse la chaqueta. El dueño defiende la impecable hechura de las prendas y a Camba no le queda pues como conclusión sino que el mal cortado es él. El responsable veta el empleo del texto porque no corresponde a la realidad, ya que en China todos los vendedores sirven al pueblo.
-¿Insinúa usted que en España, donde ocurre la historia, hay vendedores que no sirven al pueblo?-pregunta la cooperante.
-Oh, no.
-Pues los hay, créame.
El texto no se usa.
Para el tercer año la extranjera presenta un reportaje sobre el entierro de Pablo Neruda en el Santiago de Chile amordazado por la Junta. Se le comunica que es inadecuado y ya ha sido reemplazado por otro sobre la construcción del puente sobre el río Yangtsé. Se le aclara que Neruda está incluido en el índice de autores condenados, por haber escrito un poema contra el Presidente Mao.
También se elimina un análisis, bien documentado y tomado de una revista de solvencia, sobre la emigración en Europa. Lo reemplaza el ditirambo escrito por un diplomático y aparecido en un periódico mejicano con el título La sonrisa china.
-Queremos textos sobre China-dicen.
Cuando se habla del extranjero es para pintar una sociedad decimonónica de hambre, explotación y esclavitud, frente a la que resalte la feliz vida de los obreros de la República Popular.
La cooperante selecciona pues un artículo sobre economía china de Leontieff, francamente elogioso, aparecido en un periódico español. La censura de la sección corta sin embargo las dos únicas líneas que comportaban un asomo de análisis crítico y de duda. En ellas se decía que Pekín, por lo pronto, no podía permitirse lujos y que correspondía al futuro plantearse el problema de mayor demanda cualitativa, incluyendo el terreno de las libertades.
-Es inadmisible. No podemos admitir esto. Dice que en China no hay libertad ahora, lo cual es falso porque los chinos la gozan plenamente. Lo que no existe es la libertad burguesa.-dicho esto con la contundencia de quien ignora el perfecto ejemplo de neolengua que está enunciando.
La lucha de clases es una fuente de irracionalidad que produce de continuo espléndidos frutos. A ella no escapa concepto alguno y, con el feliz desdoblamiento que implica, habrá plantas, cadenas lógicas y circunvoluciones planetarias que serán malas o buenas según pertenezcan a la clase elegida por el jehová marxista o a su contraria.
En un cuento de Cardosa, el viejo campesino al que mataron a su hijo en la guerra prefiere tirar su rejón al pozo mejor que dárselo al cabo cuando se presenta a recoger hierro viejo para fundir armas que servirán para matar a otros muchachos y dejar solos a sus padres. él. Los profesores chinos no podían arriesgarse a opinar sobre el cuento. Necesitaban saber si la guerra era justa o injusta, la línea política del escritor, su intencionalidad, etc. Nada había de prudencia de juicio en su actitud y todo del miedo que impregnaba sus actos. La innegable comicidad del asunto desde la segura distancia del occidental adquiría tintes de profundo patetismo vista a la altura de quienes carecían de salidas y se caracterizaban por la incapacidad de abordar la realidad sin la ortopedia de directivas, sin una polarización previa bien/mal dada por el Partido. Su trayectoria mental consistía en saltar limpiamente sobre el hecho concreto porque disponían de la respuesta aun antes de que éste se produjera. De no existir directivas, la regla era abstenerse de opinar.
Un pasaje de López Salinas levantó ásperas discusiones antes de ser aceptado como lectura para casa de los alumnos. Los profesores debían incluir en el manual un texto español original que cuadrara con el movimiento de crítica a Confucio, lo cual evidentemente no era fácil. Salinas reflejaba los lazos seculares del conformismo religioso entre el campesinado de Andalucía, por lo que a la cooperante le pareció adecuado. Sin embargo era ideológicamente imperfecto porque los campesinos, o alguno de ellos, no manifestaban como conclusión sentimientos de rebeldía y llamadas a la lucha. El responsable añadió una nota explicativa que marcaba la justa línea que hubieran debido tomar los descuidados campesinos andaluces.
El desinterés por el mundo exterior es, en el régimen chino, olímpico excepto cuando se trata de deformarlo. Interesa en primer lugar China, y según los parámetros de la ortodoxia estatal; el resto del planeta sirve a esta visión. Como comprensión oral de los alumnos de segundo año, un profesor chino había redactado el texto siguiente: la historia pasa en Washington, donde grandes almacenes, parques y rascacielos son exclusivamente para los ricos. Los trabajadores están desprovistos de todo y viven peor que las bestias, sufriendo hambre y frío. Un obrero norteamericano en paro recoge del suelo en un mercado restos de verduras con que alimentar a su familia. Por desgracia tropieza con un rico banquero y le mancha el traje. El potentado le golpea y llama a un policía para que le arreste.
Impune, cotidianamente, el régimen del Partido Comunista Chino ha vertido sobre sus ciudadanos las mentiras más crasas, las falsedades más evidentes, desde la infancia, en la adolescencia, durante el resto de la vida y a todos los niveles, ha privado de información, formación y referencias, y ha hecho un medio ambiente y un hábito de la deformación y de la reducción a mínimos del pensamiento. Los países extranjeros no podían ser olvidados, tanto por las indispensables exigencias de la política exterior y la diplomacia como por el hecho de que el Internacionalismo constituía uno de los grandes mantras rituales de los dirigentes. Trabajamos para la Revolución. Estudiamos para la Revolución. cuentan entre las frases que primero repiten los alumnos y a las que a veces acompaña la coletilla de internacional. La realidad externa, los hechos concretos, son incompatibles con la imagen mesiánica de ese país que se complace en verse como líder de la liberación de una Humanidad a la que ha logrado ofrecer el más extenso ejemplo de ausencia de libertades.
La didáctica del aprendizaje lingüístico sigue el mismo esquema que la de la ideología. Está basada en la detección de los errores de un individuo por parte del grupo y del profesor, que escribe lo que no es correcto en la pizarra, y parte, sin excepción, de páginas, frases y temas previamente aprendidos y memorizados:
-¿Eres tú buen alumno del Presidente Mao?
-Sí, lo soy.
-¿Por qué?
-Porque estudio todos los días las obras escogidas del Presidente Mao.
Alain Peyrefitte describe una clase de francés en la Universidad de Pekín en 1971:
Un joven (…)sale a la pizarra para escribir una frase de su invención que ilustre el empleo del infinitivo:”Antes de la Liberación, mis padres estaban obligados a trabajar en las propiedades de un terrateniente”. Sus camaradas le señalan enseguida sus errores de ortografía o de sintaxis. (…) Uno a uno, se van levantando para fabricar una copia de este modelo (…) “Antes de la Revolución, estábamos obligados a comprar automóviles al extranjero; hoy podemos construir automóviles de buena calidad” (…) El estudiante que sale luego a la pizarra debe proponer una frase que contenga la palabra “aprender”. Sus camaradas le relevan desde sus asientos: “Es en la lucha donde se aprende a luchar. Para responder al gran llamamiento del Presidente Mao, he decidido aprender a nadar” (…) Mientras prosiguen los intercambios, hojeo el folleto multicopiado que cada estudiante tiene ante sí. Es el manual de francés de primer curso.(…), comienza así: “El imperialismo americano teme a los pueblos revolucionarios del mundo. El imperialismo americano no inspira temor a los pueblos revolucionarios, pues es un tigre de papel”. Ejemplo de interrogación: (…) “¿Qué hacéis si os enteráis de que vuestro camarada está en el error?”. Ejemplo de forma pasiva: “Los capitalistas explotan a los obreros; los obreros son explotados por los capitalistas. Los obreros no serán explotados por los capitalistas”. Viene, luego, un texto de Franz Fanon sobre el movimiento de liberación de África.
Unos años después no parece que haya habido enormes cambios en las clases a las que asiste la cooperante española. El mensaje siempre es de dirección única, emana de fuentes previas y de un profesor muy en su papel tradicional, rígido, nervioso, que trata al alumnado de usted con voces casi de mando y no se sirve ni de un dibujo ni de un gesto. Los ejemplos están tomados de publicaciones chinas traducidas al español, como Pekín Informa, y los alumnos los repiten en un flujo y reflujo de la misma materia en circuito cerrado. Es un vocabulario desencarnado de elementos cotidianos, en el que apenas hacen su aparición las palabras usuales pero en el que sí figuran términos abstractos de empleo mucho menos frecuente. A lo largo de la misma mañana la cooperante asiste a dos clases de léxico de segundo año, con el mismo material y distintos profesores y estudiantes. En ambas clases sucesivas los alumnos dan exactamente los mismos ejemplos, de tipo ideológico y económico. La realidad, la existencia cotidiana, las personas, están ausentes de este mundo lingüístico en el que se construyen frases como conjuntos de un mecano:
Todos los éxitos que hemos logrado se deben al Partido Comunista Chino y al Presidente Mao.
La victoria de la Revolución Cultural se debe a la línea correcta del proletariado y del Presidente Mao.
La vida feliz se debe al sistema socialista.
Los éxitos logrados en la Revolución Cultural Proletaria se deben a la sabia dirección del Partido.
Debido a la explotación del terrateniente, los campesinos tuvieron que ir al noroeste.
Antonioni hizo en vano una película reaccionaria, pues los pueblos del mundo no la creían.
La inclusión de Antonioni forma parte de las inefables muestras de xenofobia. Como incluso en tal régimen es insufrible el estado de aburrimiento continuo, las sesiones políticas se aderezaban con campañas pintorescas, como las de abominación de la música clásica y la de denigración del cineasta Antonioni. Éste último había filmado una película sobre China que obviamente no reflejaba, según las autoridades, impecable entusiasmo y gloriosa situación. El director italiano fue precipitado sin demora en el Tártaro de los reaccionarios enemigos de la República Popular. En cuanto a Mozart y Beethoven, eran sin duda agentes de la burguesía capaces de contaminar con sus notas la pura conciencia de la clase proletaria. El Gobierno de Pekín disponía de vates occidentales a la altura de sí y de las circunstancias. Bastaba para ello leer, por ejemplo, los panegíricos maoístas de la prensa mejicana, que ofrecían una mezcla de nacionalismo folklórico y populismo al por mayor difícilmente superable. No se quedaban atrás medios más refinados, entre los que desde luego brillaban por su incondicional fidelidad al Gran Timonel los artículos del corresponsal del diario francés Le Monde.
La cooperante continúa presenciando clases en las que los alumnos desgranan términos curiosamente impropios de su nivel, como déficit, multifacética, guarismo, y meditan variantes de la frase En aquel entonces el capitalismo y la burguesía compradora controlaban las arterias económicas de Shanghai. Hay silencio y a continuación surge lo que se diría un coro de monólogos en los que se advierte, no la dificultad natural del aprendizaje, sino otro elemento que quizás también percibió Peyrefitte cuando observa
Pero es una lengua extraña, cuya gramática, cuyos sonidos y cuyas palabras son los mismos que los del francés, y sin embargo han perdido su tono y su sabor (…) , una lengua aséptica, automática, tan irreal en definitiva como la de las señoritas que dan los comunicados en nuestros aeropuertos.
Como ejercicio práctico en vistas a su trabajo futuro de intérpretes que acompañarán a los visitantes extranjeros, los alumnos del Instituto Nº 2 van a una fábrica textil y en ella se entrenan en el ritual. Las profesoras extranjeras hacen el papel de turistas. También les acompañan algunos profesores chinos de la sección. Los alumnos van sentándose por turnos y traduciendo lo que dice el responsable. Así se prepara, hasta ser totalmente digerido, el texto de presentación de una fábrica, comuna, escuela, que figura, con leves diferencias, en sus manuales, que han memorizado, que les han devuelto cotidianamente los mil espejos del Diario del Pueblo o Pekín Informa.
Comienza la representación precedida por la consigna de que hay que transformar el instituto en una escuela socialista del pensamiento maotsetung. Los alumnos van traduciendo por turnos: Situación, extensión, efectivos, plantilla, condiciones laborales-entre las que no se incluyen las primas al rendimiento pero sí el privilegio de ser colocado en el cuadro de honor-productividad y servicios sociales. Vienen luego las declaraciones políticas de principios En tiempos de Liu Shao-shi los dirigentes de la fábrica se apoyaban poco en las masas; tras la Gran Revolución Cultural Proletaria se ha elevado el nivel político y la unión con las amplias masas.(…) Respecto a la lucha contra la línea de Lin Piao, hemos comenzado a combatirla en enero de 1974, según las indicaciones del Presidente Mao. Lin Piao seguía una línea ultraderechista y de restauración del capitalismo. Sus seguidores vilipendiaban a los obreros diciendo que no podían administrar bien las fábricas. Muchos dirigentes despreciaban participar en el trabajo manual junto con los obreros. Hoy esto se ha corregido. Etc, etc.
Los alumnos del Instituto Nº 2 no tendrán la menor dificultad para ser intérpretes en todas las fábricas de China. Les bastará con aprenderse un texto e ir cambiando cifras y topónimos. Hay que reconocer, sin embargo, que el celo oficialista se supera a sí mismo en las muestras de inquebrantable adhesión porque el maridaje del en principio ultraizquierdista, Lin Piao, adalid del maoísmo, el trabajo manual y la inmersión obrera, con la línea ultraderechista y la restauración del capitalismo es un tour de force, un rien ne va plus que no llama mayormente la atención porque hace tiempo que el discurso, y sus intérpretes, habitan territorios sideralmente alejados de la lógica, por no hablar de la veracidad.
Viene a continuación un segundo cliché que forma parte consustancial del libreto. Se trata de la exposición de la vida de una obrera y pertenece al género relato de amarguras, en el que se comparan los sufrimientos antes del 49 con la felicidad que reina en la era presente: Trabajaba desde niña, con escaso salario, sin libertad, golpeada por los capataces. Estaba en una fábrica de Shanghai y, aunque cobraba más, no bastaba para satisfacer las necesidades normales de la vida. La casa de mi familia estaba en el campo y teníamos dos habitaciones para ocho personas. La obrera no continúa su triste historia porque la sesión de entrenamiento se juzga acabada. Los alumnos leen unas líneas que llevaban preparadas en las que indican su propósito de ir a trabajar a la fábrica.
Las prácticas como presentadores de una guardería son en todo similares. Otro ejercicio práctico consiste en exponer, ante condiscípulos, autoridades y profesores, cómo pasaron sus vacaciones de invierno. Una muchacha explica que las ha aprovechado para visitar a los compañeros y maestros obreros de la fábrica en la que trabajó dos años. Ha observado cambios en la actividad política a causa de la campaña de crítica a Lin Piao y a Confucio, que los trabajadores siguen con entusiasmo, como muestra la ingente cantidad de tadzupaos. Los éxitos de la Revolución Cultural y los de esta campaña han elevado la conciencia de la lucha de clases. (…) La revolución promueve la producción y viceversa. cita; y termina exhortando a sus compañeros a criticar más a Lin Piao, aumentando así la producción. Pide disculpas por sus errores y faltas lingüísticos y asegura que estudiará con mayor tesón. Habla un muchacho: Un día escuchaba la radio cuando tuvo una carta de su hermano mayor, al que no había visto desde hacía tres años, diciendo que llegaba a Pekín ese día por la noche. El hermano era un joven instruido que había permanecido tres años trabajando en Mongolia Interior. Era la víspera de la Fiesta de Primavera. Llegó el tren con rostros alegres. Su hermano tenía mejor aspecto físico que cuando se fue. Una vez en casa, contó muchas cosas del campo. Seguía en Mongolia estudiando las obras del Presidente Mao y de otros ideólogos marxistas. Habló de la lucha de los campesinos contra la sequía; trabajaban hasta caer desmayados pero obtuvieron así una rica cosecha. El alumno ha hecho también, escuchando a su hermano, progresos ideológicos, y, como el anterior orador, pide que se disculpen sus faltas. A continuación habla una chica que se dedicó, asimismo, a visitar a antiguos compañeros, que se reeducan y tienen éxitos. Por ejemplo: uno de ellos se distinguió en la construcción de un puente. Otro se lanzó sin vacilar entre las llamas para salvar los bienes del Estado. Al recobrar el conocimiento en el hospital, lo primero que preguntó fue ¿Cómo están los bienes del Estado?. Termina afirmando su determinación de participar a conciencia en la Revolución Educativa y en la crítica a Lin Piao y, naturalmente, solicita disculpas por sus errores. La muchacha siguiente centra su discurso en los que se muestran compasivos hacia Liu Shao-shi y Confucio. Ella visitó a sus abuelos y aprendió mucho de los campesinos, cuya brigada estaba inmersa en un movimiento de crítica al revisionismo. El campo ha cambiado en la nueva China. Termina proponiéndose cumplir la tarea de estudio que le ha dado el Partido, etc, etc.
La sesión es clausurada por un obrero del equipo de propaganda del pensamiento maotsetung que pone en guardia sobre la tendencia derechista que afirma que el nivel de los alumnos obreros, campesinos y soldados es bajo. La sesión muestra la falsedad de tales infundios. Los éxitos obtenidos en español, y en la excelente situación industrial, se deben al Partido y al Presidente Mao. Se impone la continua vigilancia para que el país no cambie de color y prosiga la línea en servicio del pueblo.
Las intervenciones son, en realidad, glosas de otras glosas, fotocopias seriadas en contenido y estructura. Los temas son siempre ejemplares y muestran un parentesco inmediato con las situaciones y los prototipos que se exhiben en la escena, la pantalla, que se estudian en los libros de texto y se leen en la prensa. Tanto los alumnos como el obrero, han reproducido con frecuencia el editorial del Diario del Pueblo y las consignas en circulación. La estructura de cada charla es también igual: figura como núcleo una experiencia ejemplar vivida en el campo de la producción en contacto con el pueblo, que sigue con vigor el movimiento de crítica Pi-Lin! Pi-Kon! y, como consecuencia, logra grandes éxitos a la par en el plano ideológico y en el laboral, gracias a la acertada línea política del Partido y del Presidente. El núcleo va precedido o, más corrientemente, seguido de la expresión de firmes y ejemplares propósitos y de excusas por los errores. El estilo consiste en engarzar clichés, produciendo así un texto sumamente impersonal dada la generalidad del contenido y los materiales empleados, con un tono pedagógico y moralista en el que no hay el más leve asomo de problemática y predominan las expresiones de deber y obligación.
El lao tong (trabajo manual) ocupa un importante espacio en un calendario escolar sumamente arbitrario, en el que las actividades académicas son continuamente interrumpidas por la imperativa liturgia de sesiones políticas diversas, desplazamientos a la fábrica textil cercana, construcción de refugios atómicos, limpieza del edificio y labores agrarias. Hay mucho de exorcismo y culto obrerista en este sistema basado en los ritos. Pedagógicamente son nefastos porque impiden toda planificación y rompen el ritmo de aprendizaje. En absoluto se aprovecha el lao tong para introducir, con las nuevas situaciones, nuevo vocabulario de español pero al menos los alumnos reciben con cierta alegría este paréntesis en el ritmo escolar. Por otra parte es de rigor mostrar absoluta disponibilidad e irreprimible gozo ante la perspectiva de cambiar el bolígrafo por la azada. Era peculiar, en este tema, el comportamiento de los profesores extranjeros, que habían emprendido, con el grupo de franceses maoístas a la cabeza, fiera lucha para lograr que se les integrase en tal actividad, invocando el internacionalismo proletario y procurando vencer a golpe de cita del Gran Líder la reticencia de las autoridades del instituto. La cooperante española no se queda atrás y disfruta de unas vacaciones en la fábrica textil, aleccionada por una amable obrera y admitida a la reunión política vespertina en la que se repetían (¿adivinará el lector?) las consignas de Lin Piao y Confucio y se incluían en la lista de grandes logros los treinta y dos tadzupaos escritos y el estudio, en los días y horas de descanso, de las obras de Marx, Engels, Lenin, Stalin y el Presidente Mao.
Las reuniones de la fábrica ofrecen una casi exacta semejanza con los discursos escuchados en los mítines del instituto. Siguen además el guión de los textos repartidos a los alumnos antes de ir a los talleres. La actividad incluye la visita a una familia obrera y la presentación de redacciones sobre la experiencia una vez terminado el periodo de trabajo. Éstas reflejan, invariablemente, admiración de los estudiantes respecto a los trabajadores, constataciónde su elevada conciencia de clase y de sus desvelos por la revolución mundial:
Fuimos a casa de una obrera que, aunque había sobrepasado la edad de la jubilación, continuaba trabajando. Nos dijo que antes de la Gran Revolución Cultural Proletaria no había diálogo estudiantes-obreros. Ahora sí.
Cuando entré en el taller tuve una impresión inolvidable. Los hilos venían de un lado a otro. Los obreros sonreían, las máquinas sonaban con armoniosa melodía…
La cooperante interrumpe a ese alumno para preguntarle en qué taller estaba él. En tejeduría-dice. Le explica que ella estaba en el de hilados y que las máquinas hacían un ruido muy molesto y no armoniosas melodías. Él responde que en su taller sí las hacían, y continúa:
Había obreros veteranos que trabajaban en el mismo taller desde hacía dieciocho años sin rotación y no les importaba pues daban todo su esfuerzo por hacer de China el país más avanzado del mundo. Una obrera de mi turno había sido novia-niña y obrera-niña. Ella nos contó su triste vida pasada, que era en realidad una crítica a Lin Piao.
Para el relato de sus experiencias los alumnos van tomando la palabra a indicación del profesor chino, que-por irónico que pueda parecer-les pide iniciativa e improvisación. En general cuesta gran trabajo arrancarles de su silencio; sobre todo las chicas son prácticamente inexpugnables en su timidez. La atmósfera es penosa por su espesa carga de estereotipo e inhibición. Cuando alguien habla los otros apenas escuchan y algunos dormitan sin disimulo sobre las mesas. Sus disertaciones son copias fieles de las que figuran en sus manuales y no hay en ellas ni el más leve planteamiento de problemas o dudas.
La guerra del lao tong merece una ampliación explicativa porque ilumina ciertas peculiaridades del sistema y por la decisiva incidencia que tuvo en la suerte de la cooperante, quien vio, con este incidente, coronado su ya de por sí azaroso periplo chino. El profesorado extranjero esperaba con regocijo ejercer su derecho de participación en las actividades de sus centros en igualdad con sus colegas y sus alumnos, esto según directivas de Chou En-lai, que, en el páramo del maoísmo acérrimo, representaba el papel de elemento abierto y liberal (lo cual debe traducirse por partidario de una dictadura con ligeros y estratégicos toques de adaptación al mundo y a las circunstancias.) La ultramontana dirección del Instituto Nº 2, cuando llegó el momento de que alumnos y profesores partieran hacia la fábrica textil para cumplir su periodo semestral de cinco semanas de trabajo, impidió a los cooperantes sumarse a ellos alegando endebles razones del preocupación por su comodidad, y sólo les permitió ir a los talleres dos tardes por semana. Naturalmente los profesores y alumnos chinos se inhibieron o dijeron desconocer el conflicto. No se olvide que las consignas sobre consultar a las amplias masas no pasan en general de ser pura demagogia. En aquellas lejanas tierras asiáticas, como en otras latitudes, se percibía con suma claridad el Reunión de pastores, oveja muerta. y se evitaba con extraordinaria destreza el contacto, e incluso la apariencia de percepción de la oveja dedicada al sacrificio. Las amplias masas estaban muy entrenadas en el quiebro, el desenfoque visual, la interferencia auditiva, vivían entre apariciones, incongruencias, desapariciones, despropósitos de tamaño monumental y negaciones de la evidencia palmaria, las ovejas estaban, se esfumaban, cambiaban de color y balaban de manera imprevista sin que nada mereciera observaciones no pedidas por las autoridades. Si la oveja era extranjera, pertenecía de pleno derecho a un terreno fronterizo con la mendaz y caliginosa existencia de los malvados genios.
En respuesta a la segregación ordenada por la dirección del instituto, la cooperante española se declaró en huelga. Durante una semana acudió a su casi vacío departamento con las obras de Mao bajo el brazo y se dedicó-para gran exasperación de los dirigentes-exclusivamente a estudiarlas. Explicó a las autoridades que seguía las directivas del Líder de que, en todo, la correcta visión política es lo más importante. Éstas no parecieron convencidas, insistieron en que los cooperantes estaban para ayudar a la edificación del socialismo y que lo harían mejor yendo sólo dos tardes por semana a la fábrica y dedicando el resto del tiempo a corregir textos. Su actitud es tachada de contraria al centralismo democrático. La cooperante contraataca: según la ideología del sistema, la elevación de su nivel político en la fábrica debería automáticamente elevar su nivel laboral en cantidad y calidad. Los dirigentes palidecen, no a causa del temor sino de la cólera, y miran con animosidad la pesada pila de obras completas del Gran Timonel (regalo inevitable de despedida de los colegas de Xian) que la profesora extranjera ha dispuesto como una barbacana sobre la mesa. La acusación de que responsables no estén siguiendo adecuadamente las consignas de Mao es como si les hubiesen mentado a la autora de sus días. El edificio sin actividad docente tiene a la vez la resonancia de lo hueco y el hermetismo gris de sus tristes muros de los que parece que nada va a salir jamás. No hay compañeros ni homólogos. La correctora, mujer del iluminado maoísta colombiano, reposa en sus aposentos del hotel a donde, tras asegurar su asentimiento a las autoridades en todo, se ha llevado algunos textos para glosarlos con su semianalfabetismo funcional. Los franceses, de profesión sus izquierdas, no consideran esta contradicción en el seno del proletariado digna de acción directa. La huelga de la profesora española es un punto en un despacho vacío al que rodean kilómetros y habitantes innumerables para los que no existe esa palabra. Es un acto surrealista-y piensa entrañablemente en Buñuel-pero no totalmente gratuito. Es un acto necesario, y será el gran lujo que, sobrepasando al antiguo jade y las pinturas en seda que no figuran en su equipaje, se llevará cuando se vaya.
Diez días más tarde, los cooperantes de los departamentos de francés y de alemán-ellos son varios y forman un grupo-por los mismos motivos decidieron al fin pasar a la reivindicación conjunta de trato igualitario respecto a sus colegas chinos, condición sin la cual presentarían la dimisión. La dirección hizo cuanto estuvo en su mano para impedir su estancia en la fábrica. Sólo tras múltiples maniobras, nada limpias, infructuosas, el subdirector permitió a los profesores extranjeros acudir a los talleres dos semanas seguidas.
Pasados algún tiempo de trabajo en el centro textil, la cooperante española fue convocada, mediante una llamada de teléfono a intempestivas horas de la noche, a una reunión con los directores de su sección. El instituto estaba vacío; algunos profesores continuaban en la fábrica. Se le hizo saber que se prescindía de sus servicios, alegando como razón oficial que ya había suficientes profesores chinos y que existían entre ella y los cuadros disparidades de opinión. Durante la discusión subsiguiente, la profesora U saca un cuaderno y, con la misma dulce modosidad con la que pedía correcciones de sus faltas de español y se sonrojaba al aceptar un regalo por sus segundas nupcias, lee frases que la profesora extranjera ha dicho en la intimidad de cualquier conversación y ella ha ido anotando cuidadosamente; las introduce con reverencia a efectos de glosa y apoyo de las afirmaciones de las autoridades y espera, con los ojos bajos y el cuaderno en el regazo, el momento oportuno para cada intervención. El auto de fe es un remedo, una diminuta maqueta de los métodos y del sistema, y visiblemente sabe a poco a los cuadros, cuya omnipotencia habitual limita la condición foránea del sujeto. La representación proporciona una edificante muestra de lo que deben de ser en tamaño natural las sesiones de crítica y discusión de masas, los métodos por los que se reduce a mínimos el espacio no vigilado. Para la construcción del archipiélago donde la libertad se reduce a briznas o está ausente la técnica tiene menos importancia de lo que Orwell pensara. Sobran pantallas, televisiones activas, grabaciones y altavoces. Basta con transformar a los individuos en reproductores y cámaras y recoger, en interminables reuniones de acusación múltiple, la cosecha de la fatiga, la vileza y el miedo.
La extranjera no se hace la menor ilusión sobre el efecto de las argumentaciones, pero le interesa mover hasta el final las piezas según las reglas a las que sabe pretenden atenerse sus interlocutores. Por último, pide se haga constar que esa partida se lleva a cabo contra su voluntad y que solicita que colegas y alumnos sean informados y den su opinión. Tal información jamás se llevó a cabo y nunca volvió a ver a sus alumnos.
Entre la fecha de la partida y la notificación discurrió un tiempo de no-persona, una estancia indefinida en el limbo con vagos intentos oficiales de salvar las apariencias entre los que se incluyó la visita a Shanghai, estrechamente vigilada por una profesora U que, además de intérprete, ejercía como espía honorario y restringía fotografías, paseos y actividades En el tren que lleva a ambas a Shanghai la extranjera le da un nuevo cuaderno para que no le falte material en que anotar lo que dice. En Pekín, una campana aislante cubre a la ex-cooperante y la aisla con el aura de los caídos en desgracia, de los alejados de los nuestros por el regular soplo de la purga. Nadie, de los escasos conocidos chinos, contesta al teléfono, nadie da señales de existencia de entre los profesores de Xian. Las relaciones se han ido podando y el irónicamente llamado Hotel de la Amistad adquiere de día en día el aspecto de una silenciosa pajarera en la que los espacios entre las aves se multiplican. El desdén oficial, la falta de los agasajos reglamentarios, de la cena de despedida, se supone una injuria que en sujetos sensibles a la semiología local debería producir daños morales insuperables. En la extranjera alimenta su vigoroso caudal de indignación y aguza los medios de que se vale para sacar el material escrito que considera valioso. La marcha al aeropuerto es un largo ejercicio de humillaciones, una sombra de las frías miserias que serían el lote inacabable de un ciudadano local. Cortesía y sonrisas han desaparecido, como la atención y las relaciones individuales. Algunos de los que fueran colegas se han transformado, junto con traductores, en auxiliares de la policía. Quedan registros innumerables, expolios de fotografías, escritos y regalos, la azafata que reclama a la última pasajera del avión y el fuselaje aplanado y descolorido por la luz pesada y mate del comienzo de la tarde.
En este punto me veo necesariamente obligado a manifestar una opinión que será mal acogida por la mayoría de la gente; pero, pese a ello, como, de hecho, me parece que es verdadera, no voy a soslayarla. (Heródoto. Historia. Libro VII)
Nosotros, personalmente, ya sabemos sin ningún género de dudas que el Medo cuenta con un potencial muy superior al nuestro, así que, desde luego, huelga que nos eches en cara esa inferioridad. Pero, pese a todo, prendados como estamos de la libertad, nos defenderemos como podamos. (Heródoto. Historia. Libro VIII)
Los documentos utilizados en las clases en China, las traducciones de reuniones y circulares, las retahílas de presentaciones de fábricas, relatos de obreros y glosas de directivas han sido recuperados por la cooperante gracias a quien los llevó consigo e introdujo en el correo al otro lado de la frontera. Ahora forman sobre la mesa una pila inocua de material secreto procedente del país en el que lo es todo, hasta la anodina lección sobre el uso de las preposiciones. Se esperaría al agitarlos microfilms y contraseñas de espías, y no la pobreza de las hojas cruzadas por una mecanografía con errores en la que el tiempo irá agrisando el azulado original. Pese a ser material raro en Occidente y a que hubieran sido sin duda juzgados dignos de aprecio en bastantes países, su destino será cobijarse entre las tapas de una tesis doctoral y desaparecer a partir de entonces, como una lata pasada de fecha, en las probables incineradoras de algún depósito universitario hispano.
El tiempo transcurrido les ha privado del carácter reservado y lejano, pero también los ha empujado hacia terrenos de otra Historia, la que permite perspectiva y vislumbra los territorios del futuro, tanto los que ella ansiaría como los que no desearía pisar, los que lucharía hasta la última mota en el reloj de arena por que jamás vean la luz, Oscuras zonas tan aparentemente inermes en su desfasado simplismo, en su caduca y burda representación del movimiento social. Hojea documentos y se dice que nada va a repetirse, pero que todo está sin embargo vivo, en una cadena de causas y semillas que, como las lenguas, no hace sino plasmar actos. Son ahora folios inocuos adelgazados y frágiles por el tiempo transcurrido. Pronto se animan, transmiten, y en ellos resalta, como una tinta de contraste, el vacío de las líneas no permitidas, del pensamiento anulado. La cooperante (el oficio imprimió carácter) los examina, compara, costea con ellos un archipiélago que no ha cesado nunca de cambiar de forma.
Y echa de menos a Heródoto. También a Tucídides. Ignora si el siglo XX del Imperio del Medio hubiera sido el que fue si, en la antigüedad, el emperador no hubiera decidido un día castrar al más grande de sus historiadores, el cual continuó luego su minucioso trabajo. La digresión carece sin duda de relevancia, pero hay un hueco perceptible de aquella libertad cara al moderno corazón que pierde el aire en que respira cuando se extirpa el derecho al recuerdo.
Los escritos chinos del 73 que la que fue cooperante maneja coinciden, como los comportamientos de los sujetos que los compusieron y leyeron, en el denominador común de una inhibición consciente e inconsciente llevada al extremo de anular tanto la memoria como la posibilidad de captación de la realidad, la cual quedaba mediatizada ex ovo por el contexto inhibidor. La Historia era hecha y rehecha continuamente según los criterios políticos del momento, los personajes aparecían y desaparecían de páginas y fotos, los sucesos saltaban en el tiempo o ingresaban en el limbo. Shaoshan, pueblo natal de Mao, y Yenan, sede del primer soviet, se ha convertido en el vasto museo del Gran Timonel, y ello ha implicado un activo cambio de fechas y recorte de documentos gráficos, de forma que todo el movimiento campesino, social y político proceda y se refiera a su sola persona, con pinceladas discretas de figurantes que fueron, en realidad líderes de igual o mayor antigüedad y gran importancia.. Los guías no lo ignoran, pero repiten sus textos sin vacilar. La infalibilidad del Presidente y del Partido obliga a continuos ejercicios de amnesia en los que, con la seriedad y rutina más naturales, se exige al individuo que exprese su convencimiento de hechos sucesivamente contradictorios, que ignore evidencias y afirme bien asentados conocimiento de verdades impuestas como tal el día anterior. Era recurso habitual en los mítines y documentos políticos mostrar en miembros excomulgados de la Directiva, como Lin-Piao o Liu Shao-shi, tendencias prenatales a la traición y revisionismo; para ello se coloreaban-de manera, a decir verdad, bastante burda-sus acciones y palabras por medio de frases fuera de contexto. En la aproximación a cualquier artículo no había ni sombra de metodología crítica y se ignoraban fecha, autor y fuentes. Cuando se hacía a colegas y estudiantes alguna observación sobre las contradicciones históricas o lógicas en las que estaban incurriendo no parecían comprender. Tras el leve descarrilamiento mental, repetían un argumento inconsistente ya citado y continuaban, como si la realidad y la lógica misma palidecieran y se eclipsaran ante la fuente de la que recibían información y directivas. Se trataba de la curiosa actitud respecto a la verdad que llamaba la atención de los profesores extranjeros. Uno relataba la sorpresa y desconcierto del estudiante a cuyo saludo matinal, en vez del habitual I’m fine, thank you; how are you? aprendido en la lección del día anterior, había respondido I’m tired out, comrade. No se trataba de un simple automatismo lingüístico, sino que reflejaba la general tendencia en el auditorio a suponer la corrección de todas las frases, tanto en gramática como en contenidos, y la paralela incapacidad para aventurarse en el humor, el juego o la fantasía.
Tales mecanismos reposaban sobre una estructura en la que el Bien era monopolizado por Mao Tse-tung y el Partido y el Mal por todos los demás no aquiescentes. De estos últimos se elegían símbolos de la negación pura, tanto más perversos cuanto más afines y, en tiempos, más cercanos compañeros del dirigente. El sistema era por demás utilitario, puesto que permitía cierta descarga periódica de errores, catástrofes y responsabilidades en un alter ego oportunamente demonizado hacia el que podía canalizarse el descontento popular. Como en los individuos, se abortaba igualmente en la sociedad, desde el Buró Político, el proceso lógico de análisis y crítica que hubiera debido llevar a la rebelión contra el monopolio del poder y sus jefes. Periódicamente el sistema de purgas proporcionaba como pasto algunas hornadas de burgueses, revisionistas y reaccionarios coronados por escogidos compañeros de armas del Presidente para los que se reservaban títulos de mayor rango: traidores a la Patria, agentes del imperialismo, espías de la URSS, de la CIA o de ambos, o servidores del Kuomingtang. Ni siquiera se juzgaron precisos procesos similares a los de Moscú, tal era el desdén, el control y el dominio del Gobierno chino respecto a la masa sobre la que se asentaba.
A la limitación temática correspondían otras espaciales y cronológicas; no se trataba sólo de marcar un recuadro en el espacio o en el tiempo. El empleo frecuente de párrafos sin ligazón directa con la vida cotidiana y la existencia individual, la abundancia de oraciones que son consignas, afirmaciones más o menos abstractas, imperativos morales, verdades inamovibles, instrucciones e informaciones de fuente ortodoxa, configuraban en el hablante un universo intemporal, u-tópico en el sentido originario de la palabra. La vida del pueblo es muy feliz. Todo eso se debe a la sabia dirección del Presidente Mao y del Partido. Debemos dedicar más energía en aras de la construcción socialista. El pueblo chino recuperará sin duda alguna Taiwan, territorio inalienable de China. Afirmamos que el pueblo camboyano vencerá., etc, llevan al estudiante una serie de mensajes cuya característica común es el principio de autoridad. En virtud de éste se conjugan dos factores sólo contradictorios en apariencia: la inmutabilidad del mundo y su extrema relatividad. Para juzgar esto bastaba ir siguiendo de año a año y de mes a mes las noticias y artículos de la prensa y publicaciones chinas, de los que eran fiel reflejo los textos usados para la enseñanza de lenguas extranjeras. Se veía entonces que, al no existir una realidad objetiva propiamente dicha, sino un sucedáneo creado, borrado y remodelado por el Gobierno, se producía el singular fenómeno de la ahistoricidad de los textos, la elaboración del pasado según las sucesivas directivas y consignas. De esa variabilidad participan a su vez el presente y el futuro, cuyas imágenes son mutables. Aquel material docente era prueba fiel de los mecanismos lingüísticos por los que un universo verbal reemplaza al real y lo anula con la fuerza que le otorga la autoridad de que dimana, los poderes de difusión del centro emisor de consignas y la ausencia de mensajes que pudieran competir con él.
Quizás convendría recordar que la práctica, de fuerte sabor medieval, de reescribir la Historia al son del poder del momento ha sido secular en ese país, con una rara e ininterrumpida persistencia, y se resumía en la consigna alabar o injuriar. El historiador, burócrata del funcionariado, marcaba, desde su coyuntura, la visión oficial adecuada respecto a las precedentes dinastías valiéndose del tradicional entramado de citas y tópicos que, en cada ocasión, debían servir para ensalzar al monarca de turno y ensombrecer a los pasados. En febrero de 1966 un grupo de intelectuales, barridos por la purga posterior, se aferraban en China, frente a las autoridades, a la defensa de la verdad objetiva:
Es absolutamente necesario mantener el principio según el cual la búsqueda de la verdad debe desarrollarse a partir de los hechos, así como el principio según el cual todos los hombres son iguales ante la verdad. Hay que persuadir con argumentos razonables, y no actuar como los tiranos académicos que deciden sobre todo sin debate y abusan de su autoridad para aplastar a sus adversarios. El maoísmo condena su postura: “Todos los hombres son iguales ante la verdad” es un slogan burgués. 1
En su artículo The Prevention of Literature Orwell aborda el problema de la libertad intelectual:
the dangerous proposition that freedom is undesirable and that intellectual honesty is a form of antisocial selfishness (…) The ennemies of intellectual liberty always try to present their case as a plea for discipline versus individualism (…) Freedom of the intellect means the freedom to report what one has seen, heard, and felt, and not to be obliged to fabricate imaginary facts and feelings. The familiar tirades against “escapism”, “individualism”, “romanticism” and so forth, are merely a forensic device, the aim of which is to make the perversion of history seem respectable.
(la peligrosa propuesta de que la libertad es indeseable y de que la honestidad intelectual es un tipo de egoísmo antisocial (…) Los enemigos de la libertad intelectual siempre tratan de presentar su caso como una defensa de disciplina versus individualismo (…) La libertad del intelecto significa la libertad de contar lo que se ha visto, oído y sentido, y no estar obligado a fabricar hechos y sentimientos imaginarios. Las diatribas habituales contra el “escapismo”, el “individualismo”, el “romanticismno”, etc, etc, son simplemente artilugios legalistas cuya finalidad es hacer que la perversión de la historia parezca algo respetable.-trad. de la aut.).
En 1984 el pasado es simplemente lo que el Partido quiere que sea. Los procedimientos del Gobierno chino, las fotografías claramente trucadas en las que incluso se ve el espacio gris de personajes eliminados del grupo, tienen, pese a darse en el último cuarto del siglo XX, un sabor paleólitico, burdo; sin embargo delatan una atmósfera de indiferencia e impunidad en la que no vale la pena detenerse en mayores sofisticaciones. El 11 de marzo de 1973, con motivo del establecimiento de relaciones diplomáticas entre la República Popular y España, el Renmin Ripao (Diario del Pueblo) publicó un resumen de nuestra historia moderna. En él estaba ausente la muy citada carta de Mao Tse-tung en 1937 al pueblo español, en la que se mostraba seguro de la victoria del Frente Popular y, en su lugar, se decía:
En 1931 fue derribada la Monarquía y se estableció la República. En febrero de 1936 se estableció un gobierno de coalición con la participación del Frente Popular. En abril de 1939 el general Franco se hizo con el poder: en julio de 1947 España declaró que se transformaba en una Monarquía. La Jefatura del Estado y la Presidencia del Gobierno siguieron siendo ejercidas por el general Franco.
Tras el golpe de Estado en Chile y la muerte del Presidente electo, Salvador Allende, el tratamiento periodístico de noticias sobre el país consistió en alusiones ligerísimas o silencio. De modo semejante, naciones y sucesos eran presentados según dependencia estricta de las relaciones y expectativas del Gobierno chino respecto a ellos. Éstas podían cambiar con gran rapidez, y con la misma presteza debían hacerlo las mentes, a las que un mecanismo de instintiva conservación de la cordura dividía en compartimentos, de manera que el superior asintiera con convencimiento a las afirmaciones más dispares. Los libros escolares estaban concebidos, desde el nivel más infantil, para separar sucesos y personajes en dos grandes bloques: antes y después de la toma del poder por el Partido Comunista, a favor y en contra de sus directivas. La señalización imprescindible para el ejercicio de las facultades de comprensión y retención se efectúa, no por medio del habitual recurso a la secuencia lógica y lineal, sino que ésta es sustituida por la creación de bloques, arquetipos, dogmas, puntales ideológicos que sobrenadan en una oscuridad carente de límites y son el único refugio contra el vértigo de la completa desorientación. La forma de la narración está haciendo historia, en el hilo de su relato y en la trama misma de su forma, en los epítetos, eufemismos, sintagmas de elementos incompatibles hermanados por un discurso que poco a poco los fija, cristaliza y engloba en frases conativas destinadas a dar la única imagen histórica aceptable. En este sentido analiza probablemente Faye la introducción del adjetivo totalitario en la lengua italiana (discurso de Mussolini en el teatro Augusteo el 22 de junio de 1925) y su progresiva inclusión en la narrativa hasta que el concepto se convierte en presente aceptable y futuro deseado y programado como meta.[6]
La vecindad, la perspectiva del poder, la simple proximidad de privilegios, impulsan al control de las diversas facetas de la expresión lingüística. La crítica de estos lenguajes, de esta semántica y de esta historia se hace imposible con el monopolio de los medios de difusión, llega, en el Estado total, al subyugamiento absoluto, o quizás, de manera más angustiosa, a la marginal irrelevancia.
Las proposiciones enigmáticamente tachadas por Marx en el manuscrito de la “Ideología alemana” son más imperiosas que nunca: la historia puede “dividirse en historia de la naturaleza e historia de los hombres, pero” afirmaba la frase tachada, “no conocemos sino una sola ciencia: la ciencia de la historia.”[7]
El monopolio estatal chino de la expresión y las particularidades del país han llevado a ciertos comentadores occidentales a una especie de estructuralismo semántico extremadamente peligroso. Así como los maoístas se empeñaron en hacer de los chinos conejos de indias del Hombre Nuevo, ciertos estructuralistas, a base de relativismo semántico cultural, han hallado justificación a todas las sumisiones y manipulaciones. Las preguntas que se plantea el investigador y el viajero carecerían de pertinencia aplicadas a esas latitudes, la libertad no sería sino una particularidad histórica o geográfica europea cuya mención, aplicada al contexto de la R. P. China, no denotaría sino torpeza e ignorancia. El temor a la inexactitud, real, existente en la traducción de términos y textos se ha empleado abundantemente como excusa para eludir la crítica y adoptar la cómoda explicación de naturaleza china sui generis. Como tantos relativismos, el semántico sólo es aceptable si no se olvida que el monopolio del lenguaje ha venido perteneciendo en ese país a un Gobierno y a un sistema concretos y definidos.
Uno de los conejos de indias de aquella China tan cara a los observadores, un profesor de edad madura que apenas habla, entra en la habitación; aparta las telarañas del tiempo transcurrido, aparta las distancias y se sienta. Vuelta al último instituto de Pekín. Este Hombre Nuevo tiene pocas intenciones de serlo. Lleva allende la piel, lo mismo que en el cuerpo, el bagaje de las capas sucesivas de existencia, la pretensión a pequeñas felicidades cotidianas, la familiaridad, con el occidental, con cualquiera, de la manga manchada de tiza y de la forma de coger el cigarrillo. El recuerdo, en su claridad, es perfecto, carece de la duplicidad de los sentimientos y de los billetes falsos, su nitidez es total. Están solos en el despacho y la profesora extranjera le cuenta, en un lenguaje también empedrado de clichés y de tópicos, los proyectos que tiene para el curso próximo, cuán beneficiosa le será esta estancia cuando vuelva a su lugar de origen, su interés por China. Él sabe que ya habla a una ausente, que se ha decidido, en reuniones de las que ella no tiene noticia, fijarle fecha para que abandone el país y que esto es tan inapelable como la puesta del sol. La escucha y calla; tiene los hombros caídos y el pelo cortado en punta, espeso y entrecano. Ella se ha embarcado en el entusiasmo, las descripciones, la admiración, y entonces ve en su interlocutor silencioso y discreto un brillo curioso, furtivo, delatado por la luz lateral de la tarde que los dos reciben de la ventana abierta. Sin qué ni por qué a este hombre se le han empañado los ojos. Es un instante, una expresión, un gesto sin comentario. Sólo más tarde-la convocatoria, la precipitación de la partida, el registro, la escala, con pie todavía inseguro, en el aeropuerto de Atenas-sabrá el significado de un rasgo de conmoción mínimo que avistó la superficie de ese ordenado conjunto de acciones que era el hombre que tenía ante ella.
Las personas que, durante la estancia en China, fue encontrando tenían desde luego formas de comportamiento comunes. Se regían por una inhibición consciente e inconsciente que les permitía filtrar, según consignas e intereses, la realidad hasta insospechados extremos. Habían conservado de la sociedad tradicional la necesidad imperiosa de no perder la cara, mantener las apariencias, conservar cierta categoría a ojos de los demás. Eran herederos de jerarquías fosilizadas, de comportamientos asignados a cada lugar social; se trataba de un escalafón de funcionarios a las dimensiones de un país. El nuevo régimen lo sabía, y utilizaba con la sabiduría del experto en artes marciales el descrédito y la humillación. Las ocasiones de crítica eran incontables por la escasez del reducto de la vida privada. Su seguridad, su vida material, dependían estrechamente de la forma en que cada cual se mostrara en la recta línea, y la necesidad había desarrollado en ellos un virtuosismo en la expresión de la actitud conveniente. Caminaban, de forma casi física, por una cuadrícula interminable y diminuta, cuyas casillas negras-el mal-no sólo debían evitarse, sino que cumplía marcar el repudio hacia ellas en todas sus formas. El ballet de fidelidad ideológica que realizaban durante la Revolución Cultural, las danzas de las guarderías, las memorables óperas revolucionarias, son la final expresión plástica de esta exigencia. A cambio, en este juego de recriminación/recompensa, el sistema ofrecía grandes dosis de una seguridad nunca adquirida, siempre ligada a ejercicios cotidianos de adhesión. Eran escolares permanentes, alumnos del Gobierno sometidos a pruebas regulares, a la presentación de esos deberes orales y escritos en que consistían las reuniones de reflexión sobre consignas y los tadzupaos. La forma de escribir un diario constituía objeto de estudio desde la Enseñanza Primaria, y dice mucho del egoísmo y la pereza crítica de no pocos comentadores occidentales el hecho de que hayan presentado esas prácticas como una fuente de eterna juventud intelectual. La cooperante sabe los riesgos enormes que yacen bajo la aparente bondad de tópicos como la formación y revisión permanentes. Son el retén del dirigente puntilloso, la garantía de arbitrariedad y sumisiones, a ellos se encomienda la reproducción, y ampliación de todas las sensaciones inhibidoras, las inseguridades angustiosas, las abrumadoras dependencias de la infancia. Se arrebata al adulto su hogar psicológico, el espacio, el domicilio inviolable suyo, individual, al abrigo de revisiones continuas, se anula en él el sentido de la responsabilidad personal y queda anclado en el deforme remedo de la madurez que es la puerilidad forzosa.
The weakness of the child is that it starts with a blank sheet. It neither understands nor questions the society in which it lives, and because of its credulity other people can work upon it, infecting it with the sense of inferiority and the dread of offending, against mysterious, terrible laws…[8]
(La debilidad del niño es que comienza con una página en blanco. Ni comprende ni pone en tela de juicio la sociedad en la que vive, y, a causa de su credulidad, otros pueden influir en él infectándole con sentimientos de inferioridad y con el temor de quebrantar leyes misteriosas y terribles…-trad. de la aut. )
Los profesores reunían, quintaesenciados, todos los rasgos que de manera variable podían observarse en el ciudadano de a pie. El terreno de la cultura siempre es el más vulnerable, el sometido al bombardeo de apariencias, a la toma inmediata de la fachada, al escaparate de las exigencias más espurias y los más obscenos hartazgos de control. Sus reivindicaciones eran más patéticas porque se veían obligados, en una de las mil facetas del síndrome de Estocolmo, a exigir raciones dobladas de medicamentos antiburgueses, a reclamar reforma ideológica y transformación del pensamiento, a encontrar la presencia de la política, de los obreros y de las masas en la Enseñanza insuficiente y a pedir que los representantes del proletariado residieran en permanencia en los institutos. De su grado de sumisión daban idea las propuestas, en sus tadzupaos, de los alumnos. Éstos se quejaban de que no se les dedicara la más completa de las atenciones, de que no se los tratase con una disponibilidad que incluía ir a verles a sus dormitorios para charlar sobre sus problemas personales y completar su formación ideológica. El infeliz cuadro docente contraatacaba aludiendo a que sus orígenes burgueses les impedían educar a los estudiantes, pero no por ello éstos renunciaban a la confortable idea de disponer de un servicio veinticuatro horas, muy bien visto en general por la sociedad.
El pliego de quejas del alumnado, en universidad e institutos, solía coincidir. Los reproches venían, en buena medida, de los menos dotados para el estudio, que denunciaban la falta de igualdad en resultados, calificaciones y trato, abominaban de los exámenes y consideraban altamente reaccionarios el suspenso y la expulsión por bajo nivel en conocimientos y trabajo. La Revolución Cultural había difundido la consigna de que todos los alumnos debían progresar conjuntamente, por lo que el desmentido de la realidad académica y la capacidad intelectual se juzgaba una traición a la línea proletaria, que se agudizaba en el caso de que las malas notas recayesen en alumnos de origen obrero. También se consideraba deplorable servilismo confuciano la exigencia de que se trabajase para aprobar, en vez poner en primer lugar consideraciones sociopolíticas como el servicio al pueblo. Otro atentado a la igualdad consistía en el desdoblamiento de las clases en grupos según el nivel lingüístico de los alumnos, numerosas en el caso de nivel inferior, con un programa reducido y que duraban todo el año. Los estudiantes rechazaban ser incluidos en ellas, pedían la fragmentación en unidades de cuatro alumnos y querían disponer día y noche de un profesor que, con su labor continua, compensara las carencias más graves. En ningún caso se citaban el mérito o la inteligencia, sino un igualitarismo de Procusto que gozaba de tan numeroso asentimiento como extendido es el sentimiento de la envidia. En el hervor de sus movimientos y reivindicaciones, los estudiantes se beneficiaban a la vez de una libertad mayor y menor que sus profesores. Aún no podía acusárseles de lo que no habían sido, de lo que no habían hecho, y les cabía la indeterminación del futuro y la protección de un pasado vivido desde sus comienzos a la sombra del régimen, mostraban la energía ampliamente disponible de una joven generación. Pero aleteaban en un muy reducido espacio aunque se esforzaran en quemar en él irreprimibles anhelos; de ojos adentro, su albedrío era menor que el de los adultos porque en éstos quedaba un asomo de antiguos senderos, propios de otra geología, previos a la Nueva Época, y quedaba incluso un fino rastro de tristeza que a veces es el último reducto inviolado de la integridad personal.
La alimentación de su intelecto seguía la tónica de las generales líneas de la dieta. Que hayan sido considerados por el Gobierno documentos secretos los textos utilizados en las clases da idea de la megalomanía ocultista del régimen. Nunca habrá habido material de espionaje menos digno de atención, excepto si se utiliza como arma mortal, dado su extraordinario poder de aburrimiento. Y sin embargo fueron, en Occidente, piezas tan raras como la correspondencia de un antiguo rey o la transcripción de conversaciones delatoras, y hubo que sacarlos del país por medios dignos de más altas tareas y bajo la amenaza de riesgos de imposible cálculo. Hoy les queda un desteñido valor histórico con sabor a paleografía educativa y florilegio de pioneros. Fueron menú cotidiano, plato único de centenares de miles de personas, y vale por ello, quizás, la pena reproducir literalmente, faltas de ortografía y sintaxis incluidas, fragmentos de aquellas lecciones de español compuestas por profesores chinos para sus alumnos.
Ejemplos de uso de palabras:
Formular opiniones en una reunión sobre la Revolución Educativa.
No adoptamos ideas malas.
Formular una calurosa bienvenida a los amigos extranjeros.
Los huéspedes extranjeros nos formularon sus sentimientos amistosos.
Los jóvenes de la nueva China deben adoptar una firme posición en la lucha de clases.
Aceptar modestamente las críticas de sus compañeros.
Los niños adoptan buena educación.
El camarada aceptó mis opiniones y corrigió sus errores.
Ante los imperialistas y lacayos revisionistas adoptamos firmes medidas y luchamos hasta el fin.
Reeducar las ideas malas.
Adoptar opiniones correctas ajenas está bien.
Persistimos siempre en los principios de autoindependencia, autosostenimiento, autodecisión.
Hemos de persistir en estudiar.
Persistir en la revolución bajo la dictadura del proletariado es propio de comunistas verdaderos.
Es nuestro deber apoyar a los pueblos del Tercer Mundo que persisten en principios justos.
Persistimos en el internacionalismo proletario.
Persistir en los estudios de las obras de Marx, Engels, Lenin y el Presidente Mao es útil.
La lucha de clases persiste en el socialismo.
De acuerdo con la política de nuestro país, establecimos relaciones con Argentina.
El poder nace del fusil.
Bajo la dirección del Partido Comunista de China y del Presidente Mao los campesinos lograron, con su valentía y sabiduría, un gran triunfo armados con el pensamiento maotsetung.
El combatiente inmotal luchó heroicamente contra los enemigos.
(Instituto de Lenguas Extranjeras de Xian)
No importa que las palabras de los conductores sean ininteligibles para nosotros, porque comprendemos su sentido.
Hay que compensar la falta de capacidad con mayor trabajo.
Presentar nuestro trabajo como si fuera bueno en todos sus aspectos es contradecir los hechos.
Primero, orientarlos en su trabajo. Esto implica dejarlos desplegar su iniciativa en el trabajo para que se atrevan a asumir responsabilidades y, al mismo tiempo, darles indicaciones oportunas para que, a la luz de la línea política del Partido, puedan poner en pleno juego su espíritu creador.
Todas las ideas sin excepción llevan su sello de clase.
Los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos.
Estudiaba sin cesar y por fin llegó a ser un gran escritor.
La profesión de abogado fue suprimida por la revolución por estimar que complica los problemas en vez de simplificarlos.
No debemos entrar en componendas con los imperialistas yanquis.
China se opone terminantemente a la división en el movimiento comunista internacional.
China ofrece ayudar a todos los marxistas leninistas que luchan incesantemente por su liberación.
Los revisionistas se oponen a la lucha armada como medio de tomar el poder.
La Unión Soviética, como un país europeo, no tiene nada que ver con los asuntos de Asia.
En los países capitalistas hay muchos buenos trabajadores que se ven obligados a pedir limosna por no tener trabajo.
Los niños pobres españoles andan descalzos y hambrientos por las calles, no tienen nada que comer.
Los profesores extranjeros deben dar consultas a los profesores chinos y clase de conversación a los alumnos y en nada mejor podemos utilizarlos.
(Instituto nº 2 de Lenguas Extranjeras de Pekín)
Entre el material que se encontraba en la sección de español del Instituto nº 2 de Lenguas Extranjeras de Pekín figuraban algunos volúmenes de citas del Presidente Mao seleccionadas por los profesores, a las que se mezclaban párrafos de artículos del Diario del Pueblo traducidos al español.
Estos volúmenes, compuestos en años anteriores, estaban sometidos por entonces a una labor de revisión ideológica, en busca de tendencias “limpiaoístas” que pudieran contenerse en ellos, y, por tanto, apartados de uso.
Representan, con notable pureza, el tipo de dieta literaria que durante un largo periodo había constituido el plato de base, por no decir único, de los centros de enseñanza y de los medios culturales.
La Gran Revolución Cultural Proletaria es, en esencia, una gran revolución política emprendida, en las condiciones del socialismo, por el proletariado contra la burguesía y todas las clases explotadoras; es la continuación de la prolongada lucha entre el Partido Comunista de China y las amplias masas populares revolucionarias bajo su dirección, por una parte, y los reaccionarios del Kuomingtang por la otra, es la continuación de la lucha de clases entre el proletariado y la burguesía.
Este asunto (la película de Wu Sun y otras obras) ha sido iniciado por dos “personas sin importancia”, en tanto que “los personajes importantes” generalmente no lo toman en cuenta o hasta lo obstaculizan, forman un frente único con escritores burgueses sobre la base de idealismo y son gustosos cautivos de la burguesía.
EN LO IDEOLÓGICO
Ocurrió así lo mismo cuando se proyectaron las películas “Historia íntima de la corte Ching” y la “Vida de Wu Sung”. Desde que fué exhibida en todo el país aún no se ha criticado ni repudiado la película “Historia íntima de la corte Ching”, calificada de patriótica aunque de hecho es un film de traición a la patria. La “Vida de Wu Sung” ha sido criticada pero, hasta ahora no se han extraído lecciones, y, lo que es más, se presenta la extraña situación en que se tolera el idealismo de Yu Ping-mo y se impiden los vigorosos artículos de crítica escritos por “personas sin importancia”. Esto merece toda nuestra atención.
Han dejado salir de sus guaridas a todos los monstruos y demonios, que han saturado, durante muchos años, nuestros periódicos, la radiodifusión, revistas y libros, manuales, discursos, obras literarias, manuales, discursos, obras literarias y artísticas, películas, la ópera y el drama, los guyi (narraciones artísticas), artes plásticas, músicas, danzas, etc. Al hacer todo esto, no han abogado nunca por la necesidad de adoptar la dirección del proletariado ni de solicitar la ratificación de nadie. Esta comparación hace ver en qué posición se han ubicado lo autores del informe esquemático.
Los últimos 15 años han sido testigos de una aguda lucha de clases en el frente de la literatura y el arte, y la cuestión de quién vencerá a quién aún no se ha solucionado. Si el proletariado no ocupa las posiciones en la literatura y el arte,la burguesía lo hará. Esta lucha es inevitable. Se trata de una extremadamente amplia y profunda revolución socialista en el terreno ideológico. Si las cosas no se hacen bien, surgirá el revisionismo. Debemos mantener en alto la gran bandera roja del pensamiento de Mao Tse-tung y llevar inflexiblemente hasta el fin esta revolución.
En cada rama del saber puede haber muchas escuelas y tendencias: en el aspecto de la concepción del mundo, sin embargo, en la actualidad básicamente existen sólo dos escuelas, la proletaria y la burguesa. Es una u otra, la concepción proletaria del mundo o la burguesa.
Si se es un escritor o un artista burgués, no se encanalizará (sic) al proletariado sino a la burguesía y si se es un escritor o artista proletario no se encanalizará a la burguesía sino al proletariado y al pueblo trabajador: se debe ser lo uno o lo otro.
El blanco principal del movimiento actual son aquellos elementos del seno del Partido que ocupan puestos dirigentes y siguen el camino capitalista.
Denunciar por completo la posición reaccionaria burguesa de las llamadas “autoridades académicas” antipartido y antisocialistas, criticar y repudiar a fondo las ideas reaccionarias burguesas en los círculos académicos, educacionales, periódicos, (sic) literarios y artísticos y editoriales, y apoderarse de la dirección en estos dominios de la cultura. Para realizarlo, hay que, al mismo tiempo, criticar y repudiar a los que se han infiltrado en el Partido, el gobierno, el ejército y los diversos sectores culturales, y depurar a todos estos de dichos representantes burgueses o remover (sic) algunos de ellos de sus cargos.
Suprimir el “grupo de los cinco a cargo de la Revolución Cultural” y sus oficinas e instituir un nuevo grupo encargado de la Revolución Cultural, subordinado directamente al Comité del Buró Político.
El libro sobre autoeducación de los comunistas (se refiere al libro de Liu Shao-shi Cómo ser un buen comunista, cuyo título chino es Del perfeccionamiento de los comunistas) es engañosa charlatanería, está divorciado de la viva lucha de clases, de la revolución y de la lucha política. No habla en absoluto del problema del poder político como problema fundamental de la revolución, ni de la cuestión de la dictadura del proletariado. Proclama una teoría idealista de autoeducación y promueve sinuosamente el individualismo burgués y la obediencia servil.
ATREVERSE A LUCHAR, A HACER LA REVOLUCIÓN Y A VENCER
¿Van acaso a acobardarse los chinos ante las dificultades, cuando no temen ni a la muerte.?
Me parece enteramente posible producir algunas bombas atómicas y de hidrógeno en un plazo de diez años.
A fin de combatir la agresión imperialista debemos crear una poderosa marina.
De todo lo que existe en el mundo, lo más precioso es el hombre. Bajo la dirección del Partido Comunista, mientras existan hombres, se podrá realizar toda clase de milagros.
TENER CONFIANZA EN LAS MASAS Y APOYARNOS EN ELLAS
Hay que dejar que las masas se eduquen a sí mismas en este gran movimiento revolucionario y aprendan a distinguir entre lo justo y lo erróneo, entre la forma correcta de proceder y la incorrecta.
DEBEN HACER LA REVOLUCIÓN EN LA ENSEÑANZA
Acabar totalmente con la dominación de los intelectuales burgueses sobre nuestros centros docentes (pocas directivas concretas, exámenes, acortar estudios, concentrar asignaturas, etc).
REVOLUCIÓN CULTURAL
Tiene por objetivo hacer más revolucionaria la conciencia del hombre, lo que le permitirá conseguir más, más rápidos, mejores y más económicos resultados en todos los campos de nuestro trabajo.
Otros textos eran como sigue:
LA FÁBRICA DE MÁQUINAS ELÉCTRICAS DE GRAN VOLUMEN DE PEKÍN
Elaborado por los profesores chinos del Instituto nº2 de Lenguas Extranjeras de Pekín, tras visitar a los responsables de la fábrica y anotar los datos. Se destinaba a los alumnos de tercer año. Aunque en el programa figuraba como “base de conversación”, se trata de la presentación a los visitantes extranjeros de dichos talleres, que figuran en el habitual periplo del turismo socialista. Buena parte del texto se dedica a subrayar el papel de la Revolución Cultural, del Partido, del Presidente Mao y del Partido en el aumento y mejora de la producción, las relaciones con la universidad y escuelas técnicas, las condiciones de trabajo y las prestaciones sociales. Entre éstas últimas se incluye el dato de que la edad de jubilación es para los obreros los sesenta años, para las obreras los cincuenta y para las empleadas los cincuenta y cinco, con el setenta por ciento del salario. El texto concluye con el habitual epígono de modestas excusas sobre las carencias y petición de sugerencias.
(No ya sólo desde el punto lingüístico, sino también desde el sociológico, es interesante observar, según el contenido de estos textos, que las seguridades que el sistema ofrecía eran, en la vida laboral cotidiana, muy reales y en algunos casos han persistido. La empresa-ciertamente modelo, y como tal objeto de visitas foráneas- se encargaba de la fácil satisfacción de las necesidades inmediatas del trabajador, como guarderías, vivienda y servicios, y las condiciones del retiro eran-y son- más ventajosas que las europeas. Hasta el día de hoy -año 2001- la edad de jubilación en China para empleados públicos es, para las mujeres, los cincuenta y cinco años, excepto si su labor se considera de necesaria prolongación hasta los sesenta.)
TENEMOS AMIGOS EN TODO EL MUNDO
El Presidente Mao se entrevista con los camaradas Le Duan, Phan Van Kong y Le Thanh Nghi.
Calurosa bienvenida al Presidente Congoleño Marien Ngouabi en Pekín
Comunicado conjunto sobre el establecimiento de relaciones diplomáticas entre la República Popular China y los Estados Unidos Mexicanos.
Grandiosa recepción en honor de los huéspedes invitados al Torneo-Invitación de Tenis de Mesa de AAA..
Se trata, en todos los casos, de textos tomados de las hojas de Pekín Informa o el Diario del Pueblo en su versión española y páginas dedicadas a recepción de huéspedes extranjeros. Todos ellos abundan en los mismos efusivos clichés (atmósfera plena de sentimientos fraternales, fuertes apretones de manos, abrazos, calurosa bienvenida, conversación muy cordial, cálidos saludos, alegrías, penas y triunfos compartidos, alegres clamores brindados por las masas, atmósfera jubilosa de amistad, desbordante entusiasmo, efusivo encuentro, entusiastas aplausos y ovaciones del numeroso público, grandiosa recepción, salva de calurosos aplausos, unidad, cooperación, amistad, igualdad. Sigue un glosario, notas de gramática y ejercicios.
El último texto citado pertenece a la llamada “diplomacia del ping-pong” e incluye párrafos particularmente expresivos: Durante el transcurso de la recepción. se oían sin cesar los alegres acordes musicales de “La flor de la amistad se abre lozanamente” y “La amistad se extiende por el mundo entero.” Los deportistas, con sus vestimentas nacionales de gran colorido, se movieron de mesa en mesa para brindar y saludarse mutuamente. En todo el salón, lleno de júbilo, reinaba una emotiva atmósfera de amistad y unidad entre los pueblos de los tres continentes.
Textos utilizados para traducción directa, del chino al español:
La delegación del Partido y el Gobierno de Vietnam termina su visita a China.
Bienvenida a la Delegación Militar de Amistad de Albania.
Hablan los amigos extranjeros del Torneo-Invitación Amistoso de Tenis de Mesa AAA
Un ejercicio de uso de formas verbales, dadas entre paréntesis en infinitivo, se basa en la siguiente historia: En 1955 el Presidente Mao habla con soldados que vuelven del campo, revisa él mismo con cuidado sus informes, corrige amable y cuidadosamente sus faltas de ortografía y redacción y les anima a que sigan clases nocturnas; se ocupa luego de la creación de escuelas especiales para este fin. Los soldados que antes eran incapaces de expresarse adquieren, con el paso del tiempo, un alto nivel y algunos componen poesías.
La presencia de clichés sociopolíticos en las frases modelo de uso de palabras era variable y podía oscilar, por ejemplo, entre un sesenta y cinco y un treinta por ciento, dejando para las demás usos más simples y cotidianos. Dentro de éstas últimas pueden citarse:
Ej. del verbo RECUPERAR
El pueblo chino recuperará sin duda alguna Taiwan, territorio inalienable de China.
Con la “Revolución de Enero” de 1967 se estableció el Comité Revolucionario Municipal de Shanghai despaés (sic) de recuperar, de abajo a arriba, el poder usurpado por los dirigentes seguidores del camino capitalista de esta ciudad.
Después de 1949 el pueblo chino recuperó los (sic) aduanas ocupadas por el imperialismo.
Ej. del verbo DEPENDER
La navegación en los mares depende del timonel; hacer la revolución depende del pensamiento Mao Tse-tung.
Esperamos obtener ayuda extranjera, pero no debemos depender de ella.
La transición de la nueva democracia al socialismo depende principalmente de la alianza de la clase obrera con la clase campesina.
Ej. Ej. de AUMENTAR EN……….Y %
En 1949 China tenía 117 mil estudiantes de los centros de enseñanza superior; en 1958 el número de estudiantes universitavos (sic) llegó a 660 mil, es decir, aumentó en 4,7 en comparación con 1949.
Según datos comprobados, en 1958, el valor global de la producción industrial aumentó en el 66 por ciento en comparación con 1957.
Hay que añadir que los ejemplos que se prestan a la inclusión de números, datos, comparaciones y porcentajes son especialmente erráticos y reflejan la indiferencia de los autores respecto a la veracidad de los contenidos, que manifiestamente no iban a ser puestos por nadie en tela de juicio. Seguían presentándose épocas económicamente catastróficas como éxitos que se adornaban de imposibles guarismos. Es el caso del último ejemplo citado, que pertenece al Gran Salto Adelante. con sus colectivizaciones forzosas, su proliferación de hornos de inútil fundición de metal y sus hambrunas, expresados sin embargo con un 66 % de aumento de la producción industrial. La lluvia de falsos datos, a través de ejemplos numéricos, oscilaba siempre entre los incrementos constantes de todos los aspectos de la economía y servicios chinos y los conflictos y retrocesos de las otras (devaluación del dólar, pérdidas de libras esterlinas).
Las referencias al mundo exterior omitían cualquier aspecto concreto de la geografía, ciudades y hábitos de otros países, reduciéndose al mapa ideológico oficial:
El pueblo sudcoreano no goza de la libertad de palabra.
Es de notar que en los países capitalistas no existe la democracia verdadera.
Afirmamos que el pueblo camboyano vencerá.
Las cifras arriba mencionadas prueban que la economía nacional de Albania ha logrado un gran desarrollo en los últimos diez años.
Marx predijo que el comunismo se hará realidad en todo el mundo.
China cada día amplía sus relaciones con otroz (sic) países.
El socialimperialismo soviético intentó ampliar sus influencias en los países del tercer mundo
El fracaso de la guerra de los Seis Días se debió a que el revisionismo soviético vendieron (sic) a los pueblos árabes.
En tres años el pueblo argelino ha recorrido una larga vía en el desarrollo nacional.
El contraste y alternancia no son casuales. En las últimas frases la ampliación de la presencia de la diplomacia china en el exterior se hace seguir de la observación sobre las aviesas intenciones del expansionismo soviético y se completa con un ejemplo de éste.
Figura en esta lección un texto dialogado: DEL PARAÍSO DE LOS AVENTUREROS A LA GRAN CIUDAD SOCIALISTA.
B-¿De qué trata este texto?.
A-Lo principal es que describe los cambios que ha experimentado Shanghai después de la liberación. Lo que cuenta el texto nos atrae tanto que lo hemos leído 3 veces.
B-Eso sí, pero no solamente Shanghai, sino también las otras ciudades de China. Precisamente acabo de terminar de leer un artículo llamado “Nuevo aspecto de una antigua ciudad”.
A-¿A qué ciudad se refiere usted?.
B-A la ciudad Jefei, capital de la provincia de Anjui, es una ciudad con dos mil años de historia, situada en la parte este de China, entre los ríos Yangtsé y Juai.
A-¿También se ha hecho una comparación de lo de ahora con lo de antes?.
B-¡Cómo no!. Sin la comparación dificilmente (sic) se logra distinguir entre las cosas buenas y las malas.
A-Afirmo que la ciudad Jefei se hallaba en un estado muy miserable como Shanghai antes de la liberación.
B-Cierto. Antes de la liberación Jefei estuvo bajo la dominación de las clases feudales y de la camarilla de Chiang Kai-shek, presentaba un aspecto muy triste y frío; casas bajas y desarregladas, calles estechas (sic) y sucias, por las cuales vagaban mendigando muchas personas.
(…)
El texto continúa varias páginas, en el mismo tono de enumeración de logros urbanísticos, económicos, sociales. Los felices habitantes manifiestan que antes vivían en el infierno y ahora viven en el paraíso. El diálogo finaliza con los párrafos siguientes:
A-Sí, ahora la vida del pueblo es muy feliz. Todo eso se debe a la sabia dirección del Presidente Mao y del Partido. Pero debemos saber que nuestro país aún es una (sic) país relativamente atrasado en la economía. Por lo tanto debemos dedicar más energía en aras de la construcción socialista.
B-Tienes razón. Esta charla ha sido muy provechosa para nuestro conocimiento y estudio.
La densidad de frases de contenido político en las listas de modelos de uso de vocabulario aumenta a partir de las primeras lecciones del manual.
Ej. de RECORRER
El Presidente Mao recorrió todo el país.
Durante la Gran Marcha el Ejército Rojo recorrió 25.000 li ( 1 li = 500 m. ).
Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo.
Ej de ESTAR ALERTA
El pueblo chino siempre está alerta para defender la patria.
El socialimperialismo intenta por todos los medios desatar una nueva guerra, por eso tenemos que estar alerta.
(consciente o inconscientemente, se está siguiendo de nuevo aquí el método de hacer seguir el ejemplo positivo de China de su contrapartida antagónica.)
Los centinelas siempre estaban alerta para que nadie se acercara al depósito de armamentos.
José siempre está alerta contra los espías del gobierno reaccionario.
Ej de PONERSE AL ALCANCE
El jefe guerrillero dió la orden de no disparar hasta que el enemigo se pusiera al alcance de nuestros fusiles.
Tomás amenazaba con dar una lección al capataz si se ponía a su alcance.
Antes de retirarse de la montaña Pablo quemó todos los documentos del Partido para que no pusieran (sic) al alcance de los enemigos.
Ej. de DESCUIDARSE
No debemos descuidar la vigilancia revolucionaria, porque los enemigos de clase siempre intentan restaurar el capitalismo en China.
No debemos descuidar la atención al estudio político.
Ej. de ESCAPARSE
Con la ayuda de los guerrilleros Pablo escapó de la cárcel.
Como los guerrilleros se descuidaron un poco, se escaparon tres prisioneros.
En la batalla 56 soldados enemigos huyeron, pero 40 de los cuales (sic) no lograron escaparse del cerco del Ejército Popular de Liberación y cayeron prisioneros.
Aunque este terrateniente huyó, no escapará al castigo del pueblo.
Ej de IMPEDIR
Los soldados del Ejército Rojo tomaron rápido la aldea y así que (sic) impidieron el ataque de los enemigos.
El gobierno reaccionario impide la reunión de más de tres personas.
Las calumnias y ataques del revisionismo soviético no puede (sic) impedir nuestra marcha.
El revisionismo soviético siempre impide que los pueblos árabes liberen sus territorios ocupados por Israel.
Ej. de EMPRENDER
En octubre de 1934 el Ejército Rojo de Obreros y Campesinos rompió el cerco de Chiang Kai-shek y emprendió la Gran Marcha.
En 1957 se emprendió la campaña contra los derechistas.
Ej. de MENCIONAR
En su artúculo (sic) Juan mencionó varias citas del Presidente Mao.
En su conferencia el profesor japonés mencionó muchas palabras de Confucio para comprobar que éste era un pregonero de la esclavitud.
Ej. de REINAR
Reinó una gran unidad en el X Congreso Nacional del Partido Comunista de China.
Reinó una atmósfera cordial y fraternal en el fanquete (sic) ofrecido por el ministro de Relaciones Exteriores en honor de la delegación coreana.
Los ejemplos de uso de palabras oscilaban entre dos y seis frases. Aparte de las netamente políticas, muchas eran de contenido moral, ejemplos de buena conducta:
Todos los días Juan se acostaba lo más tarde que podía para trabajar más.
Juan siempre concurre a las asambleas de su sindicato y a menudo se acuesta a altas horas de la noche.
Ver en la redacción de todas y cada una de las frases una intención manipuladora es estimar los métodos del archipiélago a la vez en menos y en más de lo que valen. La cultura, formación e información no eran, en buena parte de los casos, mucho mayores en los encargados de la tarea que en los destinatarios, las cuartillas habían pasado por innumerables manos y filtros y reflejaban a la vez la limitación de las fuentes y el automatismo de las conductas. El lector occidental las ojea con cierta presuposición de que se trata tan sólo de un puñado de lecciones, de un manual entre los muchos que circulaban. Ése es su error. La muestra es banal y escalofriante por su generalización, por su monopolio de mensajes, canal, contexto y escritura. Su misma reiteración produce un efecto rítmico que, sin llegar a tranquilizar, disuelve alarma y reticencias en la aceptación forzosa de lo previsible, en la simplicidad del hábito y de peculiares convenciones sociales.
El largo texto LLEVAR HASTA EL FIN LA LUCHA DE CRÍTICA A LIN PIAO Y A CONFUCIO fue distribuido a los alumnos de segundo curso de español como material de lectura fuera del horario lectivo y había sido tomado por los profesores chinos del boletín en castellano de la Agencia China de Noticias Sinjua. Este tipo de literatura-por así llamarla- reemplazaba a los escasos, expurgados y conflictivos cuentos y novelas y presentaba el atractivo insuperable de su irrebatible ortodoxia emanada de fuente oficial.
Pese a su evidente pastosidad ritual y a su extensión, es de tal manera exponente de su categoría que tal vez resulta provechosa la reproducción in extenso.
El encabezamiento: incluye la referencia de fecha y origen-2 de febrero de 1974-y la afirmación de que se trata del texto íntegro:
Iniciada y dirigida personalmente por nuestro gran líder el Presidente Mao, está desplegándose en todos los frentes una lucha política de masas tendiente a profundizar la crítica a Lin Piao y a Confucio.
Los reaccionarios chinos así como los reaccionarios extranjeros y los cabecillas de las líneas oportunistas a través de la historia, todos ellos rinden culto a Confucio. Desde hace medio siglo, al mismo tiempo que ha guiado la revolución china y luchado contra los reaccionarios de dentro y fuera del país y contra las líneas oportunistas, el Presidente Mao ha criticado reiteradamente el confucianismo y las ideas reaccionarias de culto a Confucio en oposición a los partidarios del gobierno mediante la Ley. Lin Piao, arribista burgués, intrigante, elemento de doble faz, renegado y vendepatria, es un verdadero discípulo de Confucio. Él, al igual que todos los reaccionarios moribundos del pasado, rindió culto a Confucio en oposición a los partidarios del gobierno mediante la ley, atacó al emperador Chin Shijueng y tomó la doctrina de Confucio y Mencio como un arma ideológica reaccionaria al servicio de su maguinación (sic) para usurpar la dirección del partido, arrebatar el poder del estado y restaurar el capitalismo. Sólo criticando la doctrina de Confucio y Mencio propugnada por Lin Piao, se podrá hacer una crítica aun más profunda y cabal de la esencia ultraderechista de la línea revisionista contrarrevolucionaria de Lin Piao. Esto tiene una gran importancia práctica y una honda significación histórica para fortalecer la educación en cuanto a la línea ideológica y política, a seguir firmemente y aplicar de manera cabal la línea revolucionaria del Presidente consolidar y desarrollar los ricos frutos de la gran revolución cultural proletaria, consolidar la dictadura del proletariado y prevenir la restauración del capitalismo.
Lin Piao, este embaucador político que no leía libros, periódicos ni documentos, era un gran déspota del partido, un gran caudillo militar que no poseía ningún conocimiento. Ocultó (sic) en madrigueras que no soportaban la luz del día, en medio de sus fanáticos secuaces e incluso públicamente, propalaba con vehemencia la doctrina de Confucio y Mencio. Fragmentos de esa doctrina también los dejó escritos en paredes o los anotó en su diario a guisa de “máximas”. ¿Por qué pregonaba dicha doctrina con tal fanatismo? porque se trata de una doctrina que aboga por la restauración de viejos regímenes sociales. Pertenecientes a un mismo sistema ideológico reaccionario, tanto Lin Piao como Confucio y Mencio pretendían restablecer viejos regímenes sociales con el fin de dar marcha atrás a la historia.
Confucio y Mencio formularon el reaccionario programa de “practicar la continencia y retornar a los ritos”, programa destinado a restaurar el régimen esclavista. Proclamaban que “Si un día se logra practicar la continencia y retornar a los ritos, todos los hombres se somenterán (sic) a la benevolencia”, es decir, una vez realizado esto, todo el mundo se sometería dócilmente a su dominación. Posteriormente al Noveno Congreso Nacional del Partido Comunista de China, Lin Piao pregonó en varias ocasiones “de los miles de asuntos, el más importante es el de practicar la continencia y retornar a los ritos”. Esto revela plenamente su impaciente ambición de subvertir la dictadura del proletariado, considerando la restaunación (sic) del capitalismo como el más importante asunto.
Confucio y Mencio sostenían que algunas personas “poseen conocimientos innatos”. Preguntaron presuntuosamente: “¿Si se quiere que en la tierra reine tranquilidad y orden, quién más en el mundo de hoy, fuera de mí, puede hacer esto realidad?.”
Lin Piao se servía de la reaccionaria teoría del “genio innato” como programa teórico antipartido. Se equiparaba a sí mismo con el caballo celestial, se consideraba el más noble de los hombres y un ser sobrenatural y clamaba: “el caballo celestial corre al galope por el firmamento, solo y sin rival”, conspirando para usurpar la direccion del partido y arrebatar el poder con el propósito de establecer un régimen dictatorial.
Confucio y Mencio pregonaban: “los nobles nacen inteligentes y los de abajo estúpidos, esto no puede ser cambiado”. Al preconizar esta concepción idealista de la historia, Lin Piao vilipendiaba a los trabajadores afirmando que éstos acostumbraban decir a los otros: “que consiga mucho dinero” y que únicamente prensaban en cosas como “aceite, sal, salsa, vinagre y leña”.
Confucio y Mencio propugnaron “la virtud, la benevolencia y la justicia”, y “la lealtad e indulgencia”. Lin Piao vociferó: “el que se basa en la virtud prosperará, mientras que el que recurre a la violencia perecerá”. Utilizó sentencias confucianas para atacar con perversidad la violencia revolucionaria y la dictadura del proletariado.
Confucio y Mencio pregonaron “la doctrina del justo medio”, Lin Piao gritó a voz en cuello (sic) que la doctrina del justo medio era “razonable”, oponiéndose a la filosofía marxista de la lucha y lanzó la calumnia de que la lucha antirrevisionista había sobre pasado (sic) los límites en un intento de capitular ante el revisionismo soviético y convertir a nuestro país en una colonia del social imperialismo soviético.
Confucio y Mencio abogaron por la filosofía de la vida de “recogerse para luego extenderse”. Lin Piao dijo que “me veo obligado a anidar temporalmente en la guarida del tigre” y «ya puedo usar hábilmente la táctica de cambiar según las circunstancias”. Con estas declaraciones confesó involuntariamente que era un arribista y conspirador burgués anidando a nuestro lado y que recurría a la misma táctica con que juegan los elementos contrarrevolucionarios de doble faz.
Confucio y Mencio pregonaron el absurdo de que “quienes trabajan con la mente están llamados a gobernar, mientras que los que trabajan con las manos deben ser gobernados”. Lin Piao atacó el camino del siete de mayo” diciendo calumniosamente que “el envío de cuadros a trabajar en las escuelas “siete de mayo” es una forma velada de desempleo”, y que el envío de jóvenes instruidos a establecerse en el campo “es una forma velada de corrección mediante trabajos forzados” en un vano intento de torpedear el gran plan estratégico del Presidente Mao enderezado a combatir y prevenir el revisionismo y preparar continuadores de la causa revolucionaria del proletariado.
Los discípulos de Confucio y Mencio sostenían: “deben ser abolidas las cien escuelas prar (sic) rendir culto única y exclusivamente al confucianismo.” Abrigando el sueño de establecer la dinastía hereditaria de los Lin, Lin Piao enseñó a sus hijos que había que venerar a Confucio y estudiar los cánones confucianos, y, como un punto de educación para su hijo, transcribió para él la experiencia de gobernante que el rey Wen de la dinastía Chou, cabecilla de los esclavistas, transmitió en su lecho de muerte a su hijo, el rey Wu.
Todo esto demuestra que la crítica a Confucio es realmente una parte importante de la crítica a Lin Piao y que va dirigida a arrancar la antigua raíz revisionista de Lin Piao y a criticar todavía más a fondo a éste. La crítica a Lin Piao y a Confucio es una seria lucha de clases que actualmente se desarrolla en nuestro país, es una revolución cabal en el terreno ideológico, significa declarar la guerra al feudalismo, al capitalismo y al revisionismo, constituye un duro golpe al imperialismo, el revisionismo y la reacción, y es el asunto de mayor importancia para todo el partido, el ejército y el pueblo de China.
Adoptar una actitud activa o pasiva en al crítica a Lin Piao y a Confucio, importante problema de principio, tiene el significado de una prueba para cada uno de los dirigentes. La filosofía del Partido Comunista es la filosofía de la lucha. Para continuar la revolución bajo la dictadura del proletariado, tenemos que llevar hasta el fin la lucha de crítica a Lin Piao y a Confucio. Luchando se avanza y dejando de luchar, se retrocede, se fracasa y se cae en el revisionismo. Los que trabajan en la esfera militar deben estudiar la cultura y los que trabajan en la base económica deben comprender los problemas de la superestructura. La cuestión esencial reside en criticar o abstenerse de criticar. Los que se deciden a criticar podrán liberarse ideológicamente, erradicar las supersticiones y avanzar, desafiando las dificultades.
Los dirigentes a todos los niveles deben colocarse a la vanguardia de la lucha y discutir y aprehender la crítica a Lin Piao y al Confucio como asunto de importancia primordial. Deben estudiar a conciencia el marxismo-leninismo-pensamiento Mao Tsetung y una serie de obras e instrucciones del Presidente Mao sobre la crítica a Lin Piao y a Confucio, y avanzar a la cabeza de la crítica. Tienen que movilizar a las masas para que comprendan los argumentos reaccionarios de Confucio y Mencio con los absurdos reaccionarios y crímenes contrarrevolucionarios de Lin Piao y para que los critiquen punto por punto. Deben relacionar esta crítica con la actual lucha de clases y lucha entre las dos líneas, persistir en la revolución y oponerse a todo lo que signifique retroceso, asumir una correcta actitud hacia la Gran Revolución Cultural Proletaria y apoyar con pleno entusiasmo las nuevas cosas socialistas. Deben penetrar en la base para hacer experimentaciones en unidades piloto, formar nuevas fuerzas vertebrales y prestar atención a los ejemplos típicos. Deben estudiar constantemente las nuevas técnicas que surjan en la crítica a Lin Piao y a Confucio y diferenciar rigurosamente los dos tipos de contradicciones de distinta naturaleza y, en particular, tratar de manera acertada las contradicciones en el seno del pueblo a fin de atenerse firmemente a la orientación fundamental de la lucha.
Las grandes masas de obreros, campesinos y soldados constituyen la fuerza principal en la crítica a Lin Piao y a Confucio. Armados con el Pensamiento Mao Tse-tung, ellos son los más valientes en atreverse a romper con los viejos conceptos tradicionales, y los más expertos en la crítica a Lin Piao y a Confucio. “Confucio quería retornar a los ritos mientras que Lin Piao pretendía restaurar el capitalismo. No hay ninguna diferencia entre uno y otro.” que certero es este análisis exclamación (sic) , los obreros, campesinos y soldados han puesto el dedo en la llaga de Lin Piao en su pregón de la doctrina de Confucio y Mencio. La crítica a Lin Piao y Confucio se realizará a fondo siempre y cuando los obreros, campesinos y soldados tomen parte en ella. Los cuadros e intelectuales revolucionarios deben participar activamente en esta lucha y esforzarse por transformar su concepción del mundo. Aquellos intelectuales que fueron envenenados más hondamente por el confucianismo tiene que autoeducarse en esta lucha y es seguro que los progresos que hagan serán aplaudidos por los obreros, campesinos y soldados.
“No me importa que el viento sople y la ola golpee: es mejor que dar vueltas ociosas en un patio”. Debemos fomentar el espíritu revolucionario de ir contra la corriente, avanzar desafiando la tempestad y, bajo la dirección del Comité Central del Partido encabezado por el Presidente Mao, llevar hasta el fin la lucha de crítica a Lin Piao y a Confucio.
El artículo precisa de pocos comentarios. Es un tejido verbal tupido e impermeable, reforzado por reiteraciones, letanías y epítetos constantes que le dan cierto aire, a contrario, de epopeya, un insistente, y desafinado, canto a las fuerzas del mal que no deja ni el menor resquicio a los supuestos debates y discusiones que afirma impulsar. Se trata de una partitura pródigamente repartida al extenso coro. Ni crítica, ni opiniones ni, por descontado, ir a contracorriente tienen el menor parecido con lo que comúnmente se entiende por tales términos; éstos han sido reducidos a una cáscara verbal que recubre el vacío o sus simples contrarios ligados a la sumisión. El recurso a la metáfora histórica, bastante común en los usos chinos, permite el ataque por personajes interpuestos. Así el emperador que unifica el Imperio del Medio, Shi Huang-ti, es un protomao al que la villanía de funcionarios y filósofos osa contradecir. De hecho, la Historia es una reproducción ilimitada de limitados tipos situados en los extremos positivo y negativo del espectro. Lin está acorazado por una permanente alambrada de improperios que asegura la señalización para el lector y la fidelidad ortodoxa del periodista. Las conclusiones y relaciones causa-efecto en citas, ejemplos y datos son de una tal gratuidad que sólo pueden interpretarse como pruebas obvias de la extirpación de todo asomo de libertad de raciocinio y se engarzan sobre la base de interpretaciones y glosas sin más argumento que la fidelidad a la revelación interpretada por el Líder.
Es oportuno resaltar que a este tipo de textos, entre otros, se refiere la sumisa corriente occidental del estructuralismo semántico cuando, en sus comentarios sobre el sistema de la R. P. China, se refugia con ejemplar modestia en la imposibilidad de aplicar a los súbditos del régimen de Pekín términos de contenido tan diverso según las latitudes como libertad y razonamiento. Basta para rebatir tan cómodo recurso al relativismo la simple observación de artículos sobre China como Así se apoderó Estados Unidos del Canal de Panamá y El puente sobre el río Yangtsé, aparecidos en la revista cubana Granma y en Siempre. Su ortodoxia maoísta y su semejanza con los de Pekín Informa eran tales que el profesorado chino no tuvo problema alguno para emplearlos. Su lectura revela que, por encima de los miles de kilómetros que median entre Hispanoamérica y el corazón de Asia y más allá de etnias, civilizaciones, historia y lengua, sistema político y régimen resultan determinantes y son perfectamente capaces de crear lenguajes, hechos y mentes a su imagen y semejanza. La consanguinidad cultural del archipiélago que nos ocupa, de Albania a Corea del Norte y de la R. P. China a grupos y países de ideología afín, ofrece en fondo y forma, cambiados los topónimos, no ya un paralelo, sino prácticamente un calco multiplicado por la fuerza coactiva y excluyente de las directivas que lo producen.
El texto de base para una lección de segundo curso CANAL BANDERA ROJA: AMPLIAS PERSPECTIVAS fue tomado probablemente por los profesores de las publicaciones en español Pekín Informa o China Reconstruye. El tema es un clásico de la propaganda oficial: la construcción de un canal en Linsien, que se presenta como ejemplo de la capacidad de las masas y se cita a todos los visitantes extranjeros. Existía también una película sobre el tema. Las grandes obras públicas constituyen, con el anonimato y proliferación de sus actores, el ritmo de epopeya y la ausencia de individualidad, género especialmente adecuado para la literatura y estética del régimen.
Antes de la instauración del Poder Popular, Linsien, igual que toda China, se hallaba en la miseria. Los linsieneses decían que era zona de “cuatro pobrezas”: pobreza en las montañas, en el suelo, en fuentes de agua y naturalmente en la gente. Pero el peor de los males que debía soportar la población distrital (sic) y que unían a todo el pueblo oprimido de China, eran aquellas “tres montañas” que pesaban sobre él: la dominación imperialista, el feudalismo y el capitalismo burocrático. Eran éstas la causa de base.
Bajo la acertada guía del Partido Comunista de China, encabezado por el Presidente Mao, el pueblo linsienés cobró conciencia de su condición y se unió al movimiento práctico que habría de destruir las bases de toda la opresión y explotación existentes.
El establecimiento del Poder Popular emancipó en gran medida las fuerzas productivas. Luego de puesta en ejecución la Reforma Agraria, el pueblo del distrito sintió que el trabajar individualmente no correspondía a las necesidades del desarrollo provocado por la revolución.
Con las correctas orientaciones del Presidente Mao y del Partido los campesinos tomaron el camino de la colectivización. La cooperación socialista se había puesto en marcha; con su desarrollo, los hombres de Linsien fueron comprendiendo la importante necesidad del riego, de la construcción de obras hidráulicas, para la agricultura, y comenzaron a construir pequeños canales y depósitos de agua. Pero estos trabajos fueron en un principio aislados: podían resolver el problema temporal mas no radicalmente y de una vez para todas.
En 1958 se formó en el país la Comuna Popular Rural.
En Linsien, la Comuna infundió a los campesinos nueva energía y ese mismo año se construyó el primer canal de gran envergadura: el Héroe. Fue entonces que los linsieneses comprendieron que el solo almacenamiento de las aguas no podía resolver de raíz el problema. Los campesinos decidieron aprovechar las aguas del río Chang, que recorre los límites oriental y septentrional del distrito, construyendo un gran canal que las introdujera en Linsien. Esta proposición fue apoyada por el Partido. Las masas, junto con técnicos y cuadros se entregaron a planificar la construcción, que se inició en 1960.
Desde su mismo comienzo, la construcción del canal estuvo marcada por la lucha de clases y entre las dos líneas. Los contrarrevolucionarios blandieron el argumento de las dificultades, de la carencia de “expertos” y “eruditos” y hasta la imposibilidad de construir la obra porque está en contra de lo que decían “autoridades” extranjeras en la materia. Por su parte, los constructores de la obra, templados en las luchas anteriores y con mucha experiencia acumulada en la práctica, respondieron: “Las dificultades son temporales, si trabajamos tenazmente las superaremos y convertiremos en ventajas”. Le pusieron a la obra el nombre de : Canal Bandera Roja.
Capítulo aparte merecen la juventud y la mujer.
A principio de 1960, en la primera etapa de la obra, el canal llegó hasta una montaña rocosa, sin pasar la cual no podía seguir adelante en la mejor forma. Los jóvenes del distrito organizaron en seguida una brigada de choque para abrir un túnel. Se lanzaron con ímpetu revolucionario a una verdadeda (sic) guerra popular contra la montaña rocosa. En julio de 1961 completaron la obra. En honor del espíritu revolucionario de los jóvenes, la dirección de la obla (sic) bautizó el túnel con el nombre de Juventud.
En un principio, algunas personas influenciadas por al vieja fuerza de la costumbre, se opusieron a que las mujeres participaran en los trabajos pesados. Pero apoyadas por la dirección del Partido y las masas en jeneral (sic) el grupo de la “Muchachas de Hierro” empuñaron cinceles, barras y martillo (sic) pesados y se lanzaron al combate. Con el tiempo adquirieron práctica y pudieron trabajar a la par de los hombres y gente experimentadas. Este grupo de jóvenes sintetiza el papel vertebral que jugó la mujer en la construcción del Canal Bandera Roja.
Siguiendo el ejemplo de Tachai y siempre decididos a librar luchas arduas y basarse en sus propias fuerzas, los comuneros linsieneses avanzaron en la construcción de este gran canal. La naturaleza iba cediendo paso a los valientes. Para 1966, gran parte de la construcción había sido realizada, mas aún quedaba mucho por recorrer para llegar al final del proyecto. Fue en ese año que se inició la Gran Revolución Cultural Proletaria, que habría de infundir a los comuneros un espíritu renovado y templarlos todavía más. En esta revolución se criticaron muchas teorías y prácticas erróneas, tales como el poner los incentivos materiales al mando y otras, productos de la influencia liushaochista revisionista. Los comuneros reafirmaron su voluntad de servicio al pueblo y a la clase socialista, y comprendieron más a fondo la importancia de la construcción hidráulica. Muchos habitantes de zonas vecinas se integraron al ejército de constructores, dando así mayor impulso a la obra.
En el verano de 1969,el Canal fue terminado en lo fundamental. En total se había construido hasta entonces un canal principio, dos ramificaciones y muchos canales secundarios además de muchas acequias. Quedaba sí constituido un sistema de riego.
Como era de esperar, la construcción trajo mucho provecho. En 1971, por ejemplo, se logró un rendimiento en cereales de 250 kilos por mu. El año pasado, en el que fuimos testigos de una de las sequías más fuertes en varios decenios, en Linsien sólo llovió dos veces desde la siembra hasta la recolección de la cosecha, la precipitación de lluvia apenas si llegó a unos 30 mm. No obstante, la cosecha se consideró buena. Hoy el distrito ya no depende más del Estado en lo referente a cereales, y, por el contrario, suministra a éste sus excedentes.
Si bien el tema es, evidentemente, distinto, las semejanzas entre los relatos épicos de luchas contra la Naturaleza, las descripciones de fábricas y de las victorias en el citado como frente de la producción y la estrategia bélica en las denuncias del enemigo ideológico son, amén de abundantes, substanciales por la fuente, trasfondo, elaboración e intención que las anima. EL MAESTRO HAY CHA-CHI CUENTA SU VIDA pertenece a un género conocido como relato de amarguras. El texto se incluía en el material de estudio que los alumnos de segundo curso llevaron durante su estancia de un mes en la fábrica textil y es traducción de una charla dada por un obrero veterano (al que suele referirse en estos casos como maestro obrero).
Nací antes de la liberación y toda mi ninez (sic) y mi juventud las pasé en medio de la más horrenda miseria. Mi padre era conductor de ricksha, y con nosotros vivía un tío que desempenaba (sic) ese mismo oficio. Trabajando de sol a sol, y con el dinero que los dos llevaban a la casa mi familia apenas lograba sobrevivir. Una vez, durante la invasión japonesa, mi padre tuvo que llevar a un oficial del ejército japonés, de un lugar a otro de la ciudad. Pero, al llegar a su destino, el oficial se negó a pagarle. Como mi padre le reclamara el dinero adeudado, aquel lo golpeó salvajemente hasta dejarlo tendido en el suelo y sin conocimiento. De allí fue recogido por unos compañeros de trabajo y llevado a la casa. Poco después mi madre, que no tenía un centavo para pagar un médico, lo vio morir sin poder hacer nada por él. A raíz de la muerte de mi padre, fue todavía más angustiosa la miseria en que quedamos ella, un hermano menor y yo. No tuvimos más remedio que salir a las calles a pedir limosna. El pan de salvado lo considerábamos entonces como un exquisito manjar y era toda fiesta cuando conseguíamos algunos residuos de soya. Al poco tiempo murió el tío, que era el único que nos había ayudado con lo que podía desde la muerte de mi padre. No sabría decir cuántos años habían pasado hasta el día en que mi madre murió envenenada con unos restos de comida que había sacado de un tacho de basura. Fue entonces cuando mi hermanito y yo nos convertimos en ninos (sic) vagabundos. A partir de ese momento nuestro hogar fueron las calles y templos de la ciudad. Buscábamos todo rincón que nos defendiera un poco del riguroso frío en el invierno. Para comprender el drama de los ninos (sic) desamparados en aquella época uno tiene que haberlo vivido. Yo no encuentro palabras con las cuales poder describirles esa situación. No recuerdo ahora cómo, mi hermanito y yo fuimos a parar a un orfelinato. Esa casa era una especie de cárcel donde los niños eran convertidos en obreros sin salario que recibían por toda alimentación un pan de maíz al día y que eran cruelmente castigados cuando sus fuerzas no les alcanzaban para producir lo que los amos exigían. No se podrá saber nunca cuántos niños dejaron sus vidas allí. Mi hermano menor fue uno de ellos. Yo logré escapar al destino de morir allí gracias a la ayuda de un pariente lejano que se enteró de que yo estaba recluido en esa cárcel que llamaban orfelinato. Volví entonces a mi anterior vida de pordiosero. Pero, como donde hay opresión hay resistencia, por ese entonces los menesteroisos (sic) de Pekín encontramos una forma de luchar contra el hambre: quitábamos a los ricos un poco de lo que les sobraba. Yo caí preso una manana (sic) en que un rico comerciante que nos había contratedo (sic) a un grupo de niños para trasladar cestos de frutas a su tienda, se dio cuenta de que nosotros le habíamos robado una parte del maní para repartirlo entre todos. Tampoco recuerdo ahora cuánto tiempo pasé en la cárcel, pero sí hay algo que tengo bien presente: la noche en que fui sacado de la prisión por miembros del Ejército Popular de Liberación. Cuando la puerta fue abierta, todos nos lanzamos a la calle. Un hombre alto se paró delante de nosotros y nos dijo: “Soy miembro del Ejército Popular de Liberación. Desde este momento ustedes están liberados.” Enseguida fuimos llevados a la sede del Ejército Popular de Liberación, donde nos dieron comida, ropa guateada, mantas y otros elementos de primera necesidad. El EPL nos organizó luego un cursillo de estudio para explicarnos el significado de la revolución. Poco después, aquellos que tenían hogar fueron enviados a reunirse con sus familias; en cuanto a los demás, se nos dio oportunidad de trabajar. En ese momento mi vida experimentó un gran cambio. Se puede decir que con la Liberación para mí comenzó una nueva vida. A diferencia de los que han tenido la dicha de nacer en la nueva sociedad, yo no pude gozar de una infancia feliz. Por qué habría que preguntarse. Porque los trabajadores no teníamos el poder. En la vieja sociedad el poder estaba en manos de los explotadores, y esta es la razón de que el pueblo fuera oprimido y aguantara hambre. Todos debemos comprender claramente que la nueva vida que ahora llevamos no fue ganada fácilmente sino a costa de la sangre de miles y miles de mártires. Debemos construir el socialismo con nuestras propias manos y defenderlo aun a costa de nuestras vidas. Dirigida por el Presidente Mao, la revolución es invencible. El pueblo chino entero está avanzando por el ancho camino del socialismo hacia el comunismo.
Los relatos de amarguras constituían un elemento habitual de las manifestaciones orales y escritas del sistema. Se trata de la vida antes del cambio de régimen, en 1949, contada en forma autobiográfica por el protagonista. En otro texto, destinado por su amplitud a la lectura fuera de clase, una obrera anciana relataba su historia y la de los suyos durante la niñez y adolescencia. La temática era muy similar al aquí reproducido. Estas sesiones tenían un importante componente social. La cooperante las recuerda con precisión en una tarde escolar y gris en la que el calor provenía de las filas apretadas de estudiantes y profesores. El obrero desgrana una historia obviamente conocida en argumento y ritmo y escuchada a menudo por los presentes. Es tiempo, según las pausas y las cimas del relato, de expresar sentimientos: compasión, indignación, tristeza, optimismo. Sentada una fila más atrás, una muchacha apoya la cabeza sobre el hombro de su compañera y se enjuga los ojos. Otras acompañan el discreto llanto. Algunas han seguido la opción diversa y duermen recostadas suavemente sobre su vecina o tendidas con mayor amplitud en el asiento. Los chicos tienen actitudes paralelas pero más moderadas, aunque no se quedan atrás en los gestos de rechazo o en el sueño. Cuando el orador enfila la recta final y el resbalar de las sillas marca la inminencia del fin de la sesión las lágrimas se secan con la súbita rapidez del rocío a pleno sol.
Como éstas, la cooperante sabe que ha habido sesiones para el agradecimiento, la repulsa, el arrepentimiento y el odio. Ahora es sólo un auditorio; en otras en las que ella no está presente hay un elaborado, repetido drama de acusaciones y citas, de viejas cuentas pendientes y de ansiosas aspiraciones de promoción. Un día, una semana, una y otra vez. Sólo se le permite el acceso a esta portada de una inmensa biblioteca, a un estrado que se cubrió durante la Revolución Cultural de actores frenéticos, que no ha sido, de hecho, retirado jamás, que ofrece como recompensa inefable el desagüe de sentimientos cotidianamente reservados, la sabia canalización de un caudal de anulaciones personales nunca bastante neutralizado por el coordinado entusiasmo y la resignación.
La riqueza es una sensación penosa, vergonzosa. La profesora se supo, por entonces, rica; en cantidades que jamás hubiera sospechado. Su mente se había movido entre montones de oro y cofres abiertos a los que podía acudir y de donde podía servirse grandes raciones de saber. Allí estaban los profesores chinos rodeados por la limitación material de sus fuentes y por la otra, más certera, de la seguridad personal, como un enrejado cuyo fino alambre había penetrado poco a poco en su piel, se había hundido hasta la médula y les dejaba en superficie el hábito de la acomodación y la sonrisa. Se movían diestramente en su celda que nadie parecía ver y que para buena parte de los occidentales presentaba la ventaja de simplemente no existir. De lo que del exterior llegaba, diccionarios y gramáticas podían ser admisibles. Los manuales de aprendizaje eran ya problemáticos porque su mera adquisición y uso entraban en contradicción con la consigna maoísta de que cada entidad elaborase su propio material, contando con sus propias fuerzas y haciendo gala de desdén respecto al servilismo de lo extranjero. Las fuentes extranjeras eran terreno extraordinariamente peligroso minado por acusaciones de heterodoxia. La aproximación sólo podía realizarse por grupos, filtros y con el respaldo de una entidad oficial.
El segundo criterio depurador, el funcionalismo, limitaba aún más el terreno. Los alumnos aprenderían exclusivamente lo que iban a precisar para llevar a cabo su papel de intérpretes, traductores y quizás profesores. El aspecto formativo, y por supuesto el humanístico, quedaban eliminados, no porque la relación entre la materia estudiada y su trabajo futuro no tuviese valores positivos, sino porque la directiva Los textos estarán estrechamente relacionados con el trabajo que van a desempeñar los alumnos.” excluía cuanto no fuese un utilitarismo de terruño, momento y circunstancia. Había que atenerse a los cuatro temas cardinales, que eran, por orden de importancia, la China moderna, la línea política del Partido Comunista y de China, la situación internacional y los conocimientos generales sobre los países hispanohablantes, de una manera y proporción que dejaba a los dos últimos puntos un espacio extraordinariamente restringido.
Filtrados hasta el agotamiento de sus reaccionarios microbios, los textos españoles originales debían atenerse a los criterios de: contenido bueno y progresista, lenguaje moderno, modificación de los defectos políticos reformando el texto o mediante notas, utilización de algunos complementarios negativos acompañados de la crítica consiguiente. Esto significa que, tras separar de la prensa y literatura hispánicas artículos de algunos periódicos marxistas-leninistas, relatos de vidas miserables, descripciones geográficas y artículos laudatorios de China, prácticamente todo lo restante es políticamente negativo y podría usarse sólo de forma secundaria y manejándolo con enormes precauciones.
El concepto de rigor, propiedad intelectual y respeto por autor y fuente carece, para el régimen, de existencia. Cualquier producto-literario u otro-es utilizable, modificable y fragmentable, según una lógica para la que la objetividad no existe, sino que es creada continuamente en función de las directivas, y de acuerdo con el vacío oficial del derecho per se del individuo y del rechazo de las diferencias en capacidad y en actividad intelectual. Ni la literatura ni la cultura extranjeras podían, naturalmente, tener apenas cabida en este esquema. Pero tal limitación no está exenta de partidarios por su faceta populista. Ofrece, al estudiante y a cualquiera de muy limitados recursos, el agradable señuelo de la facilidad extrema, puesto que amputa estilo, complejidad, abstracción temporal y espacial y sucesión histórica.
La aparente multiplicidad en la elaboración de textos, según la directiva maoísta de la autosuficiencia, no era fuente de originalidad sino lo contrario. El intercambio de experiencias, al estar regido en todos los centros exactamente por las mismas directivas-y temores-, al depender de fuentes oficiales idénticas y hallarse sometido al común peligro de críticas, daba lugar al conformismo más perfecto y a la más exacta repetición que imaginarse pueda.
En sus finalidades, el material empleado se atenía, respecto a la política e ideológica, a la reproducción y glosa de las tesis del Partido, Mao Tse-tung, Marx, Engels, Lenin y Stalin, a la alabanza de la autosuficiencia y de las relaciones con el Tercer Mundo y con partidos afines, a la exaltación del nacionalismo y a la creación de sentimientos de odio y abominación respecto al pasado y a sus representantes. Las finalidades lingüísticas y formativas se ceñían, dentro de este marco, a hacer de los alumnos fieles traductores, intérpretes y reproductores en castellano sea de los textos chinos preparados para los extranjeros, sea de las preguntas o solicitudes que los visitantes pudieran formular.
Un editorial del Jiefangjun Bao (Diario del Ejército de Liberación) del 18 de abril de 1966 titulado Aguda lucha de clases en el frente cultural enumera con gran claridad los principios en que se basa la censura respecto a cualquier escrito e incita al descubrimiento y persecución de los disidentes:
En los 16 años transcurridos desde la fundación de nuestra República Popular, siempre ha existido en los círculos literarios y artísticos una línea negra antipartido y antisocialista opuesta al pensamiento de Mao Tse-tung. Esta línea negra es la unión de las ideas burguesas y revisionistas contemporáneas sobre la literatura y el arte y de lo que ha venido a llamarse la literatura y el arte de los años 30. Sus expresiones típicas son teorías tales como:
La teoría de “escribir lo verdadero”, por la que abogaban los revisionistas (…) con el afán de buscar los “lados oscuros” de la sociedad socialista y las lacras dejadas por la historia para pintar con oscuros contornos nuestra espléndida sociedad socialista.
La teoría del “amplio camino del realismo”, propugnada por algunos escritores y artistas antipartido y antisocialistas que se oponían a la obra del Presidente Mao: “Charlas en el foro de Yenán sobre arte y literatura”, argüía que ésta era ya anticuada y que había que abrir otro camino más amplio (…). Sostenían que los escritores debían escribir lo que les complaciera de acuerdo con “su diferente experiencia personal de la vida, su educación, temperamento e individualidad artística”.
La teoría de la “profundización del realismo” (…) Debían escribir sobre los asuntos “cotidianos” para “revelar la grandeza en cosas pequeñas” (…) la única descripción realista era la plasmación de “personajes medios” llenos de contradicciones internas (…) La teoría de la “profundización del realismo”. tomada directamente del realismo crítico de la burguesía, era del todo reaccionaria.
La teoría de oposición a “el tema como factor importante” (…) Los escritores proletarios deben considerar qué tema es de valor para el pueblo antes de empezar a escribir y que cada asunto concreto debe ser escogido con el propósito de desarrollar la ideología proletaria, eliminar la burguesa y alentar a las masas a seguir con firmeza el camino socialista. Pero según los defensores de dicha teoría, estos puntos de vista correctos eran restricciones y cadenas (…) ellos abogaban por escribir obras con mayor “interés humano”, “amor de la humanidad”, referentes a “gente insignificante” y “hechos secundarios”. El verdadero objetivo de estas opiniones era desviar la literatura y el arte del campo de servir a la política del proletariado.
La teoría de la oposición a “lo que huele a pólvora”(…) pedían a los escritores que descartaran los “cánones” (probable errata por “cañones”) de la revolución y se rebelaran contra la “ortodoxia” de la guerra. Esta teoría era un reflejo de la tendencia revisionista en los círculos literarios y artísticos de nuestro país.
(…) Algunas obras tergiversan los hechos históricos, centrándose en la descripción de las líneas erróneas en lugar de las correctas; otras describen a personajes heroicos que infringen la disciplina, o crean héroes sólo para hacerlos morir en un artificial desenlace trágico. Ciertas obras no presentan a personajes heroicos sino sólo a personajes “medios” que son en realidad retrógrados, caricaturizando la imagen de los obreros, campesinos y soldados; al describir al enemigo no revelan su naturaleza de clase como explotador y opresor del pueblo y llegan hasta embellecerlo. Hay además otras obras que se dedican exclusivamente al amor, cayendo en gustos vulgares y sosteniendo que el “amor” y la “muerte” son temas eternos. Toda esta basura burguesa y revisionista debe ser combatida resueltamente.[9]
Hay una interesante coincidencia de pareceres entre los relativistas occidentales y los dirigentes del Ejército de la R. P. China. Unos y otros están, desde luego, de acuerdo en el rechazo, según el régimen político, la clase social y la latitud, de los grandes temas universales. Curiosamente los intelectuales del país en cuestión, tan chinos de nacimiento, cultura y residencia como los militares autores del editorial citado, parecen en perfecta sintonía con cualquier escritor americano y europeo en lo que a personajes y sentimientos se refiere y no hay mayores problemas de traducción cuando se trata de amor y de muerte.
Tras la Revolución Cultural, las novedades literarias fueron, comprensiblemente escasas y pertenecían a un género al pie de la letra colectivo: eran conjuntos de relatos, escritos por grupos de soldados, campesinos y obreros, cuyos rasgos no resultan demasiado exóticos para quien ha conocido la voga occidental de los talleres de poesía y demás bellas artes y la imperativa exigencia de actos de fe en las excelencias de la labor en equipo y la terminología fabril. El maoísmo es, en este terreno, un pionero con capacidad de monopolio. El número inaugural de la revista mensual literaria que apareció por entonces en Pekín pedía colaboraciones y definía con precisión el único tipo de literatura autorizada:
Novelas, ensayos, reportajes y obras artísticas que posean un contenido revolucionario y una forma sana. Éstas deben:
1-Elogiar con sentimientos proletarios profundos y entusiastas al grandioso Presidente Mao, elogiar al grandioso, glorioso e infalible Partido comunista chino, elogiar la grandiosa victoria de la línea revolucionaria proletaria del Presidente Mao.
2-Tomando como ejemplo las óperas revolucionarias modelo, deben poner todo su empeño en crear héroes obreros y campesinos.
3-Tomando como base la lucha entre las dos líneas, deben reflejar la lucha popular revolucionaria llevada a cabo en nuestro país desde hace medio siglo bajo la dirección de nuestro Partido.
(…) en lo que respecta a la teoría literaria y artística, acogeremos todos los textos que tengan un carácter de masa, revolucionaria y militante y que tengan a gala el uso de una lengua simple (…) los ensayos cortos de vulgarización que contengan ideas y análisis (…) sobre temas como el estudio de las teorías literarias y artísticas del marxismo-leninismo, (…) el pensamiento literario y artístico de Mao Tse-tung (…).
Realmente, como bien observa Simon Leys, es la inteligencia al poder.
En su pequeño reducto, los textos en lenguas extranjeras hubieron también de atenerse a estas premisas, y dar ejemplo de ellas por su peligrosa función de contacto con el exterior. La redundancia no es en vano el recurso lingüístico más evidente cuando se recorre el archipiélago chino de la época: la imperativa recurrencia de los mismos términos expresa la dependencia y exigüidad del circuito, la identificación de cualquier aspecto vital y social con idénticas directivas. Por ello, la relación de los temas tratados en los textos de español no es sino la vuelta al fatigoso estribillo: visitas a centros productivos o de servicios e interés social, descripciones de monumentos, ciudades y obras públicas, documentos de estudio y propaganda política, autores marxistas, relatos de amarguras, diplomacia y relaciones internacionales, historia, textos bélicos. Respecto a los dos últimos tipos, se trata generalmente de épocas recientes y con el PCC y Mao Tse-tung como protagonistas. En muy menor medida, había alusiones a la historia antigua, mientras que la de países extranjeros sólo aparecía como ejemplo de movimientos antiimperialistas o para describir la pobreza en contraste con el bienestar de la República Popular. Los textos bélicos solían tener como base la guerra de resistencia contra el Japón y la Larga Marcha. En los pocos ejemplos extranjeros pueden citarse algunos de lucha de guerrillas, como las españolas contra la guardia civil o las latinoamericanas.
El espacio ocupado por el lenguaje bélico era, sin comparación, mucho mayor que el de las historias clasificadas como tales y correspondía a la ideología y métodos de un régimen que se obligaba a presentar cada aspecto de la vida como una lucha contra fuerzas del mal en perpetuo acecho.
La sonrisa de Aristóteles
En último extremo, era la risa, el incontenible eco de la ironía de los muy mortales, lo que en aquella sucesión de cubículos se echaba en falta, la clara risa que hubiera derribado muros y arrasado la coreografía inalterable de los comités con la desnudez del ingenio y la gratuidad irrebatible de la evidencia. La risa hubiera hecho saltar uno tras otro grandes decorados de escayola, hubiese tocado en el aire temeroso su campana enorme; y ya nada hubiera sido lo mismo, las personas habrían recuperado cada una sus anhelos, sus reales palabras como pájaros que vuelven, su pequeña vida, y también todos los distintos colores encerrados entre el pavimento y la superficie lejana del sol. En el archipiélago cabía morir por una risa, abrazándose a la ironía que era como un túnel que podía abrirse hacia latitudes mejores.
La cooperante tuvo ocasión de disfrutar de la media docena-no hay hipérbole-de espectáculos de pureza garantizada, de las óperas y ballets revolucionarios modelo creados en el clímax de la Revolución Cultural por la mujer de Mao, Chiang Ching. Una vez desbrozadas las artes y las letras de cuanto tenía asomos de tradicionalista, derechista, burgués, individualista, humanista o contrarrevolucionario, podía edificarse sobre un terreno reducido al solar original. Durante largos años los escenarios de un país de ochocientos millones de habitantes se nutrieron de un puñado de obras y arquetipos, de páginas y motivos similares, de las mismas canciones y los mismos gestos. Evolucionaban en escena buenos altos, ágiles, blancos y rosados y malos pequeños y torvos a los que, para más señas, delataba la chepa y el color verdoso. Las pasiones eran puramente revolucionarias, aunque los entendidos sabían la existencia de un noviazgo entre el soldado y la muchacha acosada por el terrateniente. Pero cara al público sólo existían el amor al pueblo, al Ejército y al Partido. Se incluía un martiriólogo de héroes apresados por los perversos. Aquéllos morían, como Juana de Arco, en la hoguera, sin perder en ningún momento el fiero gesto de desafío ni dejar de abrumar, entre las llamas, al enemigo con sus arias y su desdén. Al final de la obra descendía un Mao en su epifanía salvadora, especie de medallón iluminado hacia el que todos los actores levantaban las manos y enviaban sus alabanzas. El esquematismo ideológico recordaba a un auto sacramental, pero forzaba las tintas más que éste. El vestuario se atenía por lo general a la austeridad espartana y la pasarela obrerista, pero podía resultar brillante en comparación con la capa de vestiduras mortecinas que, a excepción de los niños, comenzaba en la primera fila del patio de butacas.
Las exposiciones pictóricas iluminaban un idílico mundo campestre e industrial de abundantes cosechas, cerezos en floración permanente y fábricas recorridas por las armoniosas melodías de las que hablaban, como resumen de sus visitas, los alumnos. Parecía que la reproducción de un desconchado hubiera podido sumir a su autor en el desastre. Era, en todos los terrenos, el reino de los arquetipos, una transposición platónica a la que no habían rozado ni la lógica de Platón ni Aristóteles ni la estética de los faraones egipcios. Cada modelo se subdividía en las variantes precisas para cubrir las necesidades oficiales de representación ideológica:
El arquetipo del Campesino existía en tres formatos. El Anciano aparece sobre todo en los relatos de amarguras. Es bueno, ha sido explotado y ha sufrido durante el antiguo régimen una miseria inenarrable a la que la trágica historia familiar da tonos francamente tremendistas. Es laborioso y lleno de ingenio, tenaz, fiel e inflexible en sus ataques contra los enemigos del Partido. Cuenta su vida desgraciada como ejemplo para que los jóvenes aprecien su felicidad presente y les aporta su experiencia laboral. El Hombre Maduro es cuadro rural. Resuelve dificultades y contradicciones mediante el estudio vespertino y nocturno de las obras de Mao Tse-tung. Es bondadoso, comprensivo y asequible, y no escatima, en su trabajo diario, esfuerzo alguno. El Joven Del Campo suele presentarse en las variantes Instruido, es decir, estudiante que ha sido enviado a una comuna, o como Joven Cuadro. Es leal y generoso, resuelve, gracias al estudio del pensamiento maotsetung y a los consejos de un cuadro maduro y las observaciones de viejos campesinos, los conflictos que se presentan en su adaptación a la vida agrícola.
El Obrero también tiene avatares. Él mismo lo es, con diferencia de vestimenta y entorno, del Campesino. El Obrero Veterano se presenta como un hombre de edad que cuenta los sufrimientos de la sociedad antigua y la felicidad de la nueva. Es valioso por su experiencia, como se reitera en las frases de presentación: Los viejos obreros son preciosos bienes de la Patria.” En el Obrero Maduro y el Joven las cualidades de laboriosidad, ingenio, etc, se asemejan entre sí y ambas a las del Veterano. Se subraya sin embargo más en estos dos últimos su papel de primer plano, activos participantes en las ceremonias políticas, de acuerdo con la premisa marxista y maoísta de que la clase obrera debe dirigirlo todo puesto que es la forma más avanzada de los trabajadores. No suele aparecer el Joven Instruido, que se ha incorporado a la fábrica como Joven Obrero.
El Soldado, ya sea como Veterano, Maduro o Joven, es una figura dotada de virtudes en mayor grado todavía que campesinos y obreros, ejemplo de solidez, prudencia, fraternidad y correcta aplicación de las directivas. Los soldados aparecen raramente en los textos para estudiantes de lenguas extranjeras porque los cuarteles y destacamentos del Ejército no están en el programa de visitas y, por tanto, los futuros traductores e intérpretes no precisan memorizar presentaciones destinadas a ese ambiente. El santoral posee aquí un ejemplo concreto: el Soldadito Lei Feng. La Revolución Cultural popularizó una creación depurada que reunía todos los atributos del panteón proletario. Su vida era una sucesión de sacrificios, proezas sobrehumanas y devoción. Las noches se dedicaban al estudio de Mao y de los escritos del Partido. Durante el día, con ejemplar discreción, no dejaba escapar ocasión alguna de ayudar al prójimo y de proteger y acrecentar el patrimonio del país. Las hazañas de Lei Feng ocupan numerosos episodios y acaban, como era presumible, en la trágica muerte del mártir para salvar las vidas y bienes de la colectividad. Las historias del soldadito ejemplar fueron largo tiempo de consumo obligado para niños y adultos, se presentaron como verídicas y debían recibirse con la seriedad y transcendencia que la calidad moral de la enseñanza presuponía.
La Mujer en el campesinado aparece como Anciana que recuerda los sufrimientos de la antigua sociedad, alecciona a los jóvenes y agradece la felicidad de la nueva. También como Joven Ilustrada que se ha establecido en el campo. La Obrera suele participar de las características del Obrero. Tanto en las grandes fábricas como en los talleres vecinales se subraya su papel productivo. El tratamiento de la Mujer suele ser global, por contingentes de éstas. Aparece poco como Cuadro y prácticamente nada como soldado.
El Niño siempre encarna los valores positivos de las consignas: dinamismo, laboriosidad, entusiasmo. El Niño y la Niña son el Pequeño Pionero o Pionera, el Buen Escolar, hijo de campesino u obrero, siempre cuidadoso de los bienes de la colectividad y atento en el espionaje de posibles enemigos del régimen. Es personaje habitual de lecturas y manuales escolares. Un tipo concreto es el Hijo Bueno del Malo: se trata del padre traidor, saboteador, cuyo hijito, fiel al Partido, le denuncia y ayuda a su descubrimiento y captura.
El Intelectual brilla por su ausencia, excepto en el caso de los Jóvenes Ilustrados (que no pueden clasificarse como verdaderos intelectuales pues, por regla general, se trata de estudiantes que han cursado estudios primarios y secundarios y, a veces, han acudido a la universidad o a una escuela superior.). Como excepción, aparece uno en los textos, de cuando en cuando, haciendo su autocrítica, pero se le niega la existencia hasta en el reino de las Ideas. Pertenece a lo que convendrá llamar Los Grandes Ausentes del Lenguaje.
El Malo tiene papeles muy cortos en el reparto. Normalmente está muy caracterizado, casi tanto como cuando actúa sobre las tablas, en las que le hacen inconfundible desde el primer instante su fealdad, encorvamiento y maquillaje verde-gris. Se trata siempre de un terrateniente, burgués o capitalista que se dedica a sabotear la producción, a pequeños hurtos o al mercado negro. El segundo tipo de Malo, mucho más inmaterial que el primero, es el seguidor de líneas políticamente erróneas y de dirigentes caídos en una de las purgas. Generalmente los Cuadros Empeñados en la Vía Capitalista se materializan mal y no se dan de ellos y de su actuación ejemplos concretos. Es notable la ausencia de Malas, de personajes negativos femeninos. Pese a la igualdad de la mitad del cielo, a las mujeres les quedaba todavía mucho camino por recorrer para alcanzar la categoría de enemigos individualizados.
El Comité al mando de la Revolución Cultural no sólo carecía del menor asomo de sentido del humor sino que se había empeñado conscientemente en la elaboración de prototipos:
Las excelentes cualidades de los héroes surgidos de entre los obreros, campesinos y soldados bajo la guía de la acertada línea del Partido, son una expresión concentrada del carácter de clase del proletariado. Debemos trabajar con pleno entusiasmo y hacer todo lo posible para crear imágenes heroicas de obreros, campesinos y soldados. Debemos crear arquetipos (…) nuestros escritores deben sintetizar el material obtenido de la vida real y acumulado en el curso de largo tiempo, y crear toda clase de personajes típicos.[10]
Los crearon. Bastaba con concentrar las satinadas ilustraciones de Pekín Informa y China Reconstruye, resumirlas en un somero panteón de enormes dimensiones y eliminar el resto. Occidente amó estos cromos, que circularon con la aureola de la felicidad apacible del pueblo llano y las costumbres justas; los artistas hallaron un delicioso perfume ecológico en esas sonrisas que tenían cosechas y frutales como fondo, e introdujeron en su pintura, cansada y marchante, los motivos kitsch y cool del indigenismo social.
Los arquetipos anunciados por las purgas, en Yenan, de la Literatura y el Arte, elevados a la categoría suma y exclusiva en los años sesenta, hubieran quizás merecido sólo la sonrisa de no haber significado la anulación de los muy reales individuos; vivían de la carne y la sangre de los cuerpos diversos e imperfectos, constituían un eficaz ejército de entes de razón tanto más manejables por el régimen cuanto que eran los únicos oficialmente dotados del derecho a la existencia. El lenguaje se movía, simultáneamente, con colectivos y alegaba que en ellos se resumía la clase, el motor supremo e indiscutible. Así, bajo la apariencia de cierto realismo de la mayoría, no se estaba haciendo sino emplear un idealismo estereotipado cuya función primordial consistía en ahogar las invidualidades. Arquetipos y colectivos fundamentaban la estética y el discurso, del cotidiano al literario, y paseaban en solitario, como las criaturas desmesuradas de los comics japoneses, por un paisaje atravesado por seres diminutos y perecederos.
Las encarnaciones del Obrero, las Masas, la Campesina, el Pueblo son entes que no se definen sino por sus funciones. En la práctica, los personajes son el aumento de productos, las cosechas, la maquinaria.
En la famosa constitución estalinista (adoptada en 1935), se encuentran magníficas palabras: “El trabajo en nuestro país es asunto de honor, audacia y heroísmo”.
En la aplicación concreta, el trabajo fue erigido como algo superior a los hombres. Fue deificado, y ante él todos los ciudadanos debían hacer cotidianas ofrendas.
También los artistas estaban obligados a hacer sacrificios ante ese dios abstracto, “el trabajo”, y a reducir la vida espiritual del país al nivel de la descripción de los diferentes aspectos del “trabajo”.
Así, el acero se convirtió en el héroe principal de numerosas novelas. Otras fueron consagradas a la edificación de una casa o a la siembra del trigo. En esas obras, las personas tenían un papel secundario. Por lo demás, no estaban vivas, eran accesorios que permitían darle más valor al trabajo.
Los poetas viajaban de un extremo a otro del país para ver las nuevas construcciones, para admirar las máquinas modernas. Los hombres que se servían de esas máquinas les interesaban poco.
Si las máquinas supieran leer, cuánto hubiesen apreciado los poemas de esa época. Para los hombres, desgraciadamente, no tenían ningún interés.[11]
Los Arquetipos son el pedestal de bienes y funciones. Híbridos del personaje idealizado, propuesto como modelo, y de la pura entelequia, se encuentran la Patria, el Padre-Soberano-Sabio (encarnado perfectamente por Mao en su iconografía plástico-verbal), el Partido-Estado, la utopía de la Luminosa Sociedad Futura, el Mañana Melodioso, China misma, pero no el país real, sino la edénica a cuya fabricación han contribuido con largueza los incondicionales de Occidente. No es nuevo el recurso al buen salvaje, a la refinada civilización y el ordenado reino por el que ya se paseó la fantasía europea en el siglo XVIII. Mao tuvo algo de Reina del País de Punt, de fuente de los admirados relatos sobre los etíopes macrobios. Con la diferencia de que en siglo XX los occidentales estaban bien informados.
El lugar que la Patria ocupa en los arquetipos es predominante y reproduce con exactitud el esquema mental que identifica, para sus habitantes, China e Imperio del Medio. La repetición de este arquetipo asociado al conjunto del país borra en el hablante la posibilidad de una peligrosa identificación de los intereses de la Patria y los de la clase dominante de los funcionarios estatales. El nacionalismo es la summa ratio de una religión desprovista de otras y que, sin embargo, se pretende internacionalista y universal. El hilo del discurso no dejaba en esto lugar a dudas por su carácter claustrofóbico y devoto sin más alternativa que la traición.
Más allá del territorio cubierto por la expresión autorizada se extienden amplias zonas de sombra, la tierra de los Grandes Ausentes del Lenguaje: lugares, pensamientos, pasiones, hechos, realidades humanas que se omiten en el discurso, que pertenecen al limbo de lo inservible, de la ganga que acompaña, aún, al Hombre Nuevo.
Los ángeles políticos no tienen sexo. Muchachos y muchachas mantenían distancias, ayudados por la ausencia de espacio privado. El Partido imponía matrimonios tardíos, que suponían un trámite formal sin durable convivencia puesto que primaban los intereses del Estado y, por tanto, el lejano destino laboral. Cuanto corresponde al terreno sentimental, sensual, sexual, erótico no ocupaba, en textos ni referencias lugar alguno. Se empleaba con profusión el verbo amar referido al Partido y al Presidente Mao, y el sustantivo odio respecto a los enemigos; ambas palabras se hallaban restringidas funcionalmente a esos objetos, formaban cuerpo con ellos en clichés y epítetos, y no existían en las demás acepciones. Cuando un profesor chino traducía en clase, con dificultad, la palabra amor, pronunciada por la cooperante extranjera, la alumna que había planteado la pregunta enrojecía violentamente. El poema de Miguel Hernández Menos tu vientre era de imposible comprensión, no ya para los estudiantes, sino para los profesores chinos de español. En un texto de La mina, de López Salinas, un mozo canturreaba: A una serrana yo vi / junto a la orilla del río; / estaba lavando ropa / y no tenía marío. El poema fue eliminado por la censura. El acceso a la lírica estaba perfectamente vedado a los estudiantes de lenguas extranjeras a causa de la gran limitación de su vocabulario. De éste se omitían también buena parte del cuerpo humano y sus funciones. El cuerpo era citado y tratado como un objeto productor y productivo, bien de la patria o sólido producto del bienestar social. Jamás por sí mismo.
Se cumplía, una vez más, la canalización normativa de la energía del individuo, de la libido, de las pulsiones, hacia la producción, la guerra o la movilización, aquí política, en otros contextos patriarcal, sectaria, religiosa. Aquellas personas eran trabajo, eran inversión estatal, hipotecas de futuro, y en absoluto se pertenecían ni se hacían a sí mismas en el trenzado individual de experiencias, preferencias y opciones que es la vida. Formaban parte de un plan, y en él estaban por igual, según las circunstancias, los encuentros de los cónyuges quince días al año, los anticonceptivos sistemáticos y los abortos obligatorios, las virginidades prolongadas a veces hasta bien entrados los treinta y los matrimonios preceptivos pasada esa edad, para los cuales conocidos y entidades de trabajo actuaban como intermediarios y casamenteros porque era el orden social adecuado. El discreto trámite burocrático de la boda no significaba un cambio sustancial en el ritmo de la existencia. Las prioridades iban al trabajo y durante dos, cinco, diez años los esposos continuaban residiendo en ciudades distantes y reduciendo su conocimiento bíblico a dos o tres semanas anuales que podían, como en el largo periodo que siguió a la Revolución Cultural, no existir. Las referencias a transgresiones por parte de chicos y chicas de los internados eran escasísimas, se citaban con el susurro de lo innombrable y llevaban aparejadas la expulsión y separación de los criminales. Como en los prolos de 1984 y en la casta inferior de Huxley, los campesinos y los habitantes de zonas lejanas salían mejor parados porque la represión se centraba en las orlas inmediatas al aparato del Partido, en el incómodo simulacro de clase media, intelectuales e ilustrados, precisamente porque, pese a la profesión oficial de fe sobre el papel rector del proletariado, las masas y las mayorías, la evidencia del valor cualitativo y de la función de vanguardia de las minorías mantenía contra ellas una alerta permanente.
La eliminación de las esclavitudes biológicas, la universalización del control de la natalidad y la homologación de los sexos eran ajenas al principio del placer, opuestas a la liberación. Se concebían como premisas para disponer de los ciudadanos cuando y en la forma en que correspondiera. La eficacia del condicionamiento era, desde Occidente, difícilmente concebible. Correspondía a una elaboración, transformación y amputación del individuo emprendidas desde edad muy temprana, mantenidas cotidianamente por el juego de reiteraciones y de silencios. El lenguaje tiene un papel esencial en esta toma de conciencia, o en este sumirse en la inconsciencia culpable, innombrable, innombrada. Los sustantivos que formaban un puente delicado entre el mundo de los sentidos y el individuo, los adjetivos de matiz, de tono, de sensualidad, de fineza, desaparecen para ser sustituidos por un mundo verbal escueto, abotargado a fuerza de maximalismos, embrutecido por antagonismos y exhortaciones. Como en la literatura religiosa, el placer no existe per se, el contacto epidérmico con el mundo es futilidad condenable. Los grandes ausentes del universo mental lo eran también del lingüístico, en el que se habían arrasado campos semánticos enteros. La palabra configuraba tenazmente la existencia o inexistencia del ámbito de conceptos y relegaba la masa de pulsiones, pasiones y ansiedades a un reducto oscuro e indiferenciado que, al no tener nombre, no existía. El pragmatismo se encargaba con presteza de construir equilibrios alternativos necesarios para la subsistencia; diferenciaba para ello lo adecuado y lo posible de cuanto oficialmente carecía de consideración, y era habitual vivir, expresarse y pensar a dos niveles: uno explícito, cotidiano, aprobado y conveniente, es decir, real. El otro era un intruso permanente sin tarjeta de identidad, sin residencia ni nombre, afloraba en las ocasiones inevitables, se valía de la vergonzosa tolerancia de su condición ilegal y ocupaba el sótano al que nunca se debían llevar visitas. Entre él y la conciencia se habían cortado cuidadosamente todos los puentes por medio de una censura que formaba ya cuerpo con la entera personalidad. Ésta era sin duda uno de los grandes logros del régimen porque había logrado interiorizarse hasta el punto de dejar de serlo.
Simétricamente a la anulación del erotismo, florecía cierta exaltación de los placeres y privaciones alimenticios y del dolor. Los relatos de amarguras y las vidas de héroes se complacían en la descripción de hambres, enfermedades, martirios, con un lujo de detalles, una insistencia que también se hallan en las hagiografías religiosas. En el caso de China se daban con frecuencia lo que podría llamarse un sadismo y erotismo estomacales en los que desahogar la libido.
No por racionalizado y meditado el fenómeno de la distorsión de la energía de los instintos, de su capitalización por el Estado, de los niveles de coerción y del monopolio del verbo dejaba a la cooperante menos absorta. Todo podía explicarse. Nada era comprensible. Y ante el frío equilibrio de los análisis se elevaba una ola de sublevación y repugnancia, un instinto de afinidad y calor tal vez sólo justificado por el irreprimible deseo de creer, por la empatía con los seres cercanos. Sobre la mesa en la que se desplegaban los planos del Hombre Nuevo y se trazaban las metas de progreso la inversión de carburante humano en obras de utilidad social, la sublimación, eran calculables y se hacían con usura, reservando a la satisfacción personal cantidades mínimas. Curiosamente habían sobrepasado con creces las pesadillas capitalistas auguradas por Marcuse. En las páginas que los alumnos leían las alienaciones del Hombre-Producto, el Hombre-Patria y el Hombre-Masa caminaban, como los gigantes de Goya, sobre asustadas miríadas de hombres, les sustituían a ellos y a las posibilidades de la lengua, al acceso a la literatura, al ilimitado campo de los matices y de las saludables proposiciones dubitativas.
En el otro extremo del mundo, Occidente, con las prolongaciones del 68, mitificaba el rito de la libertad sexual y hablaba con divertida curiosidad del exótico caso chino de castidad insoportable. El credo en boga era por entonces, en su versión de consumo rápido y digestión ligera, la guerra a la represión a frecuente golpe de ariete genital, lo que hacía doblemente patético el puritanismo socialista y, por extensión, a los sometidos temporalmente a sus normas. A mediados de los setenta, cuando la ex-cooperante volvió a España y comenzó a intentar explicar el mundo que había dejado tras sí, el interés del periodista con quien conversaba en la redacción de un semanario parecía girar en torno a la lacerante cuestión ¿Cómo te las arreglaste?. ¿Cómo podía un ser humano vivir, días, semanas y largos meses, sin el coito reglamentario?. Era una retención tan impensable como la de orina, el famoso, simple e indispensable vaso de agua tan citado en los postulados al uso. El resto. el enorme resto del paisaje, empalidecía en contraste con los llamativos tonos de la escandalosa abstinencia sexual.
No les cabía la suerte a los pobladores del archipiélago Mao de que sus privaciones se hubieran resumido a una abstinencia reglamentada, al control localizado de unos órganos, a la hibernación utilitaria y la descongelación esporádica y tardía del aparato reproductor. El régimen les había arrebatado la imprescindible extensión de la ternura, la fidelidad y el refugio de los apegos, el silencioso recurso a la compasión, y había desviado esas querencias hacia sí, hacia las entidades estatales, sus cimas visibles, hacia las abstracciones de miles, millones de hombres y el Moloch del bien común. El vasto robo se extendía al completo ámbito de los afectos, a la levedad de perfumes y perfiles, a la piel y a las citas, a las formas y versos prohibidos y a las relaciones rotas por la inseguridad y la distancia. Faltaba ese último reducto de la risa, el rincón inviolable de la confianza. Había que denunciar, criticar, repetir frases, reprochar gestos, abandonar familia, mentir a los amigos y tratar a los camaradas como hermanos. La represión iba mucho más allá del eros simple y preciso: Vetaba la dedicación abstraída en el ideal religioso, prohibía el aislamiento y la pasión dual comunicada, privaba de cuanto proporciona el indispensable calor del cotidiano afecto, libre y personal.
La República Popular China era, en verdad, el reino obligatorio del nosotros, y el resultado nada tenía de halagüeño. El hincapié en la solidaridad y el conjunto, la encarnizada persecución de lo individual, habían derivado en la desaparición del yo, sustituido por los figurantes de situaciones tipificadas. Las artes plásticas, el teatro y el cine, precisaban de protagonismos visibles pero en el papel la pluralidad y lo colectivo carecían de impedimentos físicos en su presentación y rezumaban de plurales genéricos en proposiciones universales (Los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos. Las amplias masas….). Viene, inevitablemente, a la memoria Evtushenko:
Hubo un tiempo, después de la Revolución, en que los poetas comunistas fundaron la asociación de la “cultura proletaria”, y, creyendo ingenuamente servir así a su ideal, al hablar decidieron servirse únicamente del “nosotros”. Utilizaron desesperadamente su talento para sofocar su propio método. Los sucesores escribieron ya en primera persona del singular. Pero siguieron soportando el peso de ese gigantesco accesorio llamado “nosotros”. Si uno de ellos decía “amo” se escuchaba “amamos”, de tal modo estaban prisioneros de sus artificios.
En esta época nuestros críticos literarios se ingeniaron para inventar la teoría del “héroe lírico”. El poeta, dijeron, debe cantar las virtudes superiores. Debe aparecer, en sus obras, no como es, sino como un prototipo del hombre perfecto.
Los adeptos de esta teoría escribieron frecuentemente lo que creían eran poemas autobiográficos. Allí se encontraban, en efecto, el nombre de su ciudad natal, la lista de los países que visitaron y otros detalles personales. Pero sus obras estaban vacías, al punto que era imposible distinguir unas de otras.
Afectos y vida cotidiana, placer e irremediable tristeza, imaginación y lirismo, realismo y humor estaban ausentes en los textos, que se componían de un eterno presente, idealizado, dorado y rosa al que las pinceladas sobre subsanables errores y los toque sombríos respecto al pasado servían para realzar el cuadro de una actualidad que carecía de las contingencias del tiempo y del espacio. Profesores y alumnos esperaban que las frases fueran tan serias impecables y estrictas en su encadenamiento lógico como en su estructura gramatical. El elemento humorístico era un diminuto terrorista susceptible de sembrar el desconcierto y la angustia ante la pérdida de las coordenadas. El optimismo, productivo, emprendedor y propio de la bondad del sistema, es, en tal medio, la tónica obligada. Están abolidas las frases y vocablos que expresen sentimientos de tristeza, desesperación, desazón, melancolía. Éstos se reservan en exclusiva para los relatos de amarguras sobre la sociedad de antes del 49, y corresponde a la era posterior las palabras alegría, entusiasmo, feliz.
No se elimina por decreto, ni en China ni en parte alguna, el “dolorido sentir”, en cuya oscuridad suelen germinar los frutos más nobles, pero la tristeza siempre ha sido pecaminosa para los gobernadores de archipiélagos:
De hecho, escribía para mí. Componía poemas sobre mis dudas, sobre mi espera de un gran amor, sobre la diferencia entre la verdad y la mentira, sobre los sufrimientos de los hombres que me rodeaban.
En cierto momento, me arriesgué a llevar uno mis poemas a la redacción donde antes se me recibía con entusiasmo.-Pero, ¿qué te sucede?-gritó un día el jefe de la sección poética de uno de esos diarios-.¿Escribes como un viejo desengañado? ¡Tenemos necesidad de una poesía joven y optimista y no de esos lloriqueos!.
No era un viejo desengañado. Simplemente había madurado. Mi interlocutor, por el contrario, no pudo rebasar la inconsciencia juvenil. Para él, la reflexión era sinónimo de tristeza y de pesimismo.
El ardor optimista , si carece de fundamento, no podrá ser el motor de la acción humana(…). Yo permanecí optimista, pero mi optimismo había dejado de ser rosa. Ahora llevaba una gama de colores, incluía el negro. Por ello era sincero.
Era necesario luchar para que triunfara esta concepción del optimismo, ya que nuestros críticos literarios defendían aún la teoría de la “ausencia de conflictos en el mundo socialista”. Intentaban demostrar que, en la vida soviética, el conflicto no podía existir entre los malos y los buenos, sino únicamente entre los buenos y los mejores (…). El optimismo oficial era de rigor en todas partes. Rostros de obreros mecánicamente sonrientes y caras de koljosianos nos esperaban en las portadas de todos los libros. Todas las novelas y relatos tenían un desenlace edificante.
Durante una conversación con el autor de un film del más apoteósico y estúpido optimismo, el poeta pregunta:
-¿Cómo pudo realizar semejante cosa? .También yo hice poemas de ese género, pero era sólo un chiquillo. Usted ya era un hombre serio y formado.
Él me sonrió tristemente.
-Lo más terrible, vea usted, es que fui sincero. Creí que mi obra era necesaria para la construcción del comunismo. Y además creía en Stalin.[12]
La eliminación del yo, del yo con minúscula, variable, individual, pormenorizado, implicaba la desaparición del otro con iguales características. En tal sistema sólo podían quedar frente a frente un Ellos y un Nosotros separados por antagónico desconocimiento. De ahí la erradicación de los libros de viajes. En los textos, los países extranjeros y sus habitantes no eran jamás abordados desde el ángulo de la curiosidad y la observación, sino que se limitaban a ser soportes y complementos de las tesis geopolíticas oficiales. El interés gratuito por algo exterior a China y a sus intereses hubiera sido considerado culpable.
En la descripción de su mundo de 1984, resumido en tres superestados, Orwell explica la necesidad para cada uno de ellos de que sus ciudadanos no entren jamás realmente en contacto con los de los otros:
El ciudadano medio de Oceanía nunca ve a un ciudadano de Eurasia, ni de Asia Oriental-aparte de los prisioneros-y se le prohibe que aprenda lenguas extranjeras. Si se le permitiera entrar en relación con extranjeros, descubriría que son criaturas iguales a él en lo esencial y que casi todo lo que se le ha dicho sobre ellos es una sarta de mentiras. Se rompería así el mundo cerrado en que vive y quizás desaparecieran el miedo, el odio y la rigidez fanática en que se basa su moral(…).En los tres (estados) existe la misma estructura piramidal, idéntica adoración a un jefe semidivino, la misma economía orientada hacia una guerra continua.
El sistema absoluto precisa de un universo cerrado, aunque-la contradicción es sólo aparente-abogue por internacionalismos planetarios. Su estructura excluye por su naturaleza misma al Otro excepto como justificación bélica. Llevado a sus últimas consecuencias, la simple existencia de algo fuera de él, de planetas que no giren en torno a la Tierra, es insoportable, del mismo modo que la dedicación exigida a los entes estatales no puede coexistir con los afectos individuales.
Quien va a dedicarse a amar a Dios, o a la humanidad entera, no puede poner sus preferencias en un solo individuo. (…) en este punto, la actitud religiosa y la actitud humanista dejar de ser conciliables (…).Ser humano consiste esencialmente en no buscar la perfección, en aceptar cometer un pecado por lealtad a un amigo (…) Indudablemente el alcohol y el tabaco son cosas que un santo debe evitar, pero la santidad es una cosa que deben evitar los hombres.[13]
Los grandes ausentes producían grandes tabúes, todo un trasfondo que, en variante de negros y grises, ocupaba el vasto espacio no acotado por la terminología oficial. De ahí la extremada tensión y el malestar violento que podía despertar entre los interlocutores chinos la palabra miedo:
-No es posible utilizar el texto, sobre la muerte de Salvador Allende, que tomaste de un periódico español-dice la responsable política del departamento a la cooperante.
-¿Por qué?.
-Los profesores no pueden comentarlo.
-No comprendo cómo hay tanto miedo a expresar opiniones personales.
La observación es acogida con extrema tirantez. Sigue una reunión del departamento de español en pleno para hacer saber que no nos ha gustado que se diga que tenemos miedo. Los chinos son perfectamente libres, no temen a nada. Disfrutamos de la completa libertad de la dictadura del proletariado.
La palabra era un tabú extraordinario precisamente por su pertinencia. El complicado juego verbal de omisiones, antítesis, paradojas y eufemismos no era sino el recurso para despojar a las realidades de existencia suprimiendo su auténtico apelativo. En este sentido, tal vez la verdad es siempre revolucionaria. La verbalización de los ausentes significaba darles existencia, romper el orden de lo establecido, desvelar caminos a un pensamiento que hasta entonces discurría por una sola dimensión. El hablante no podía reaccionar sino con la angustia que, por ejemplo, experimentan ciertos sujetos patológicamente reprimidos ante las alusiones al sexo. El sistema, los medios de comunicación, las directivas, lo que continuamente lee y oye tienden a crear en él-y de hecho lo logran-un reflejo negativo, desagradable, ante palabras, frases, connotaciones semánticas que no se hallan en la tipificación oficial. Se trata de una defensa que el individuo desarrolla para evitar conflictos dolorosos provenientes de su medio social. El rechazo limita y empobrece, pero al menos ahorra en parte la angustia y favorece la adaptación a condiciones que no puede cambiar y hacia las que le es indispensable, en pro de un mínimo de equilibrio vital, mostrar aceptación.
un entrenamiento mental complicado, que comienza en la infancia y se concentra en torno a las palabras neolingüísticas “paracrimen”, “negroblanco” y “doblepensar”, le convierte en un ser incapaz de pensar demasiado sobre cualquier tema (…) las especulaciones que podrían quizá llevar a una actitud escéptica o rebelde son aplastadas en sus comienzos, o, mejor dicho, antes de asomar a la consciencia, mediante la disciplina interna adquirida desde la niñez. La primera etapa de esta disciplina, que puede ser enseñada incluso a los niños, se llama en neolengua “paracrimen”. “Paracrimen” significa la facultad de parar, de cortar en seco, de modo casi instintivo, todo pensamiento peligroso que pretenda salir a la superficie. Incluye esta facultad la de no percibir las analogías, de no darse cuenta de los errores de la lógica, de no comprender los razonamientos más sencillos (…) y de sentirse fastidiado e incluso asqueado por todo pensamiento orientado en una dirección herética.”Paracrimen” equivale, pues, a estupidez protectora.[14]
En la galería de ausentes no puede faltar el conflicto real, cuyo espacio ocupa un doble desactivado y solucionado de antemano por un desarrollo ortodoxo que la gente conoce tan bien como el argumento de la media docena de óperas o ballets modelo. El conflicto aparente aparece unido a casos y circunstancias muy concretos; se da, sea entre el cuadro de buena voluntad pero equivocado en su forma de abordar una cuestión y cuyos errores rectifica, gracias al pensamiento maotsetung, felizmente al final, al tiempo que cubre de elogios al subordinado que se opuso a sus erróneas prácticas y con el que anteriormente se enfrentara, sea respecto a un grupo o individuo que se hallan ante dificultades que en principio parecen complicadas pero que logran dominar gracias al esfuerzo y a la recta visión política. En cualquier caso todos los caminos llevan a Mao y a su división de las contradicciones en antagónicas (suscitadas por enemigos) y no antagónicas (producidas en el seno del pueblo; normales, sanas y pacíficas). La clasificación en uno u otro rango corresponde al Presidente y al Partido. Los conflictos de nefanda categoría implicaban la presencia de un adversario del sistema, que podía ser el saboteador, tratante del mercado negro, etc, y era infaliblemente descubierto. En el caso de enemigos de alta categoría, como Lin Piao, no existía asomo de conflicto por cuanto el planteamiento que los caracterizaba como tales no dejaba, desde el principio, resquicio alguno a la discusión, fuera ésta de forma. En el texto Llevar hasta el fin la lucha de crítica a Lin Piao y a Confucio el personaje negativo era introducido nada menos que por la lista de epítetos siguiente: Lin Piao, arribista, burgués, intrigante, elemento de doble faz, renegado y vendepatria. El conflicto que pudiera plantearse respecto a la línea y los hechos del denunciado es inexistente por la firme catalogación previa.
No deja de ser curioso que se haya señalado como gran originalidad del maoísmo, entre las corrientes marxistas, el haber introducido la idea del conflicto y las contradicciones, persistentes aun después del triunfo de la revolución socialista. El Gran Líder recuperó esa inevitabilidad de las contradicciones en pro de su poder legislativo en la materia, afirmando de esta forma mucho más su autoridad ideológica que si hubiese instituido un sistema de revolución lograda y establecida. El recurso a la conflictividad era simplemente un mecanismo de continuo control. Suplantados y domeñados por el poder fáctico, los intelectuales ocupaban, como enemigos, un pobre lugar. Sólo de cuando en cuando se llevaba a escena a un anciano considerado de tal categoría para que confesara en pública autocrítica sus inclinaciones elitistas y burguesas e hiciera acto de adhesión al pensamiento oficial.
Ordenados, como bloques de viviendas de exacta e incolora semejanza, se extienden las pequeñas galaxias de los textos que reproducen, cada uno, un sistema interior. La estructura copia la estructura del primero al siguiente: un planteamiento inicial en el que ya se dan las premisas correctas, una parte central larga, lineal, acumulativa, y una conclusión que recoge la premisa inicial, es notablemente homogénea y guarda gran parecido en todos los tipos de textos. La correspondencia de los clichés iniciales y finales con la exposición central es detalle que carece de importancia. Se trata de bizantinismo ritual.
La hilaridad salvadora se echa singularmente en falta con textos como Maligna intención y viles medios-Crítica de la película antichina “Chung Kuo” (China), filmada por Michelangelo Antonioni, aparecido en español en Pekín Informa en 1974 y traducción a su vez de un artículo del Diario del Pueblo.
Se trataba de una película, rodada en China con toda legalidad y facilidades por el director italiano, que los chinos-salvo muy escasas excepciones de cuadros y organismos-ni habían visto ni verían. Tras el título, la introducción comprende párrafos como La película antichina “Chung Kuo” (…) constituye un reflejo de los muy hostiles sentimientos hacia la nueva China que profesa el puñado de imperialistas y socialimperialistas del mundo. La aparición de este film es un serio incidente antichino y una desmedida provocación contra nuestro pueblo (…) (Antonioni), hostil hacia el pueblo chino y con métodos muy despreciables que servían a sus segundas intenciones, aprovechó su visita para recoger en particular materiales que podían ser usados para calumniar y atacar a China y, con ello, trató de alcanzar fines inconfesables (…) (es) un prontuario de escenas y tomas maliciosamente tergiversadas para atacar a nuestros dirigentes, difamar la Nueva China socialista, denigrar nuestra Gran Revolución Cultural Proletaria, e injuriar a nuestro pueblo. Al ver esta película, todo chino que tenga cierta dignidad nacional sólo puede sentir gran indignación.
Vista la introducción, no cabe al lector sombra de duda sobre el margen de elección crítica que se le presenta. El menor asomo de actitud neutra, objetiva o meramente curiosa ante lo que posteriormente se expone significa ser tachado de cualquiera de los anatemas del texto. La densidad de despectivos, puntuados por interrogaciones retóricas, es extraordinaria, la pauta obligatoria indudable: sólo puede sentir gran indignación. El análisis de este artículo merecería por derecho propio un capítulo e incluso un pequeño volumen. La parte expositiva se halla dividida, con números romanos, como sigue:
I-Descripción y crítica de las diversas tomas.
Cada toma de este “documental” hace un comentario: comentarios políticos sumamente perversos que calumnian y arrojan fango a China a través de recursos artísticos reaccionarios, comentarios políticos inescrupulosos y descaradamente antichinos, anticomunistas y contrarrevolucionarios. (…) “Antonioni dice con rencor que “seríamos ingenuos si pensáramos encontrar un “paraíso rural” en la China de hoy”. ¿Acaso no es descaradamente calumnioso pintar el campo chino como un infierno terrestre más de veinte años después de la liberación?.
II-Hincapié en la crítica de ciertos puntos que actúan como resortes del orgullo nacional y afirmación de los logros actuales:
Antonioni describe al pueblo chino como una muchedumbre ofuscada, ignorante, aislada del mundo, de cara triste, lánguida, renuente a la higiene y obsesionada por comer y beber. (…) Con “orgullo de un europeo”, Antonioni hecha fango de modo deliberado al pueblo chino; (…) ¿no propaga reiteradamente en su cinta que el pueblo chino carece de libertad?. Se burla descaradamente de una reunión de discusión de obreros diciendo que sus intervenciones son “repetitivas y monótonas”, que “no es un debate verdadero” (…) Alegó delirantemente que, debido a las “reservas de la gente”, “los sentimientos y los dolores son casi invisibles” (…) Los únicos que sienten “dolor” son el puñado de reaccionarios que intentan restaurar en China la dictadura de los terratenientes y de la burguesía compradora.
III-Crítica de los procedimientos técnicos empleados en el rodaje:
Las técnicas a que recurrió Antonioni (…) son también sumamente reaccionarias y arteras (…) Cuando filmó el gran puente sobre el río Yangtsé, en Nankín, el camarágrafo eligió deliberadamente muy manos ángulos (…) Por añadidura incluyó una toma de pantalones asoleándose debajo del puente con la intención de desfigurarlo (…) En los comentarios de la película, el cineasta afirma abiertamente que rodó muchas escenas a hurtadillas como si fuera un espía (…) Además se queja de que “no ha sido fácil moverse con una cámara en la calle Chienmen”. ¿No ha sido fácil para quién? No es fácil para un ladrón.
IV-Generalización. Alcance y conclusión: Alabanza a Mao y a la recta línea del PCC.
Nuestros enemigos no se resignan a su fracaso en China. Atacar la revolución china y difamar a la Nueva China socialista es una manera de preparar la opinión pública para una restauración contrarrevolucionaria en China y para reducir de nuevo a China a colonia o semicolonia.
Todo el mundo sabe que la camarilla de los renegados revisionistas soviéticos es la cabeza de lanza y el respaldo general de las campañas antichinas que se desatan en el terreno internacional (…) todas estas torpes difamaciones sólo sirvieron para poner al descubierto la repugnante catadura de los renegados revisionistas soviéticos (…) El pueblo chino avanzará firme y valerosamente por el camino socialista. Como señaló hace mucho nuestro gran líder el Presidente Mao.
El artículo, utilizado como material para los estudiantes de español, es un dechado de tópicos-anatemas, adjetivación, recurso a motivaciones irracionales-dentro de la más típica manipulación de la opinión de masas-patriotismo, orgullo, xenofobia-; su estructuración es un calco fidedigno de la forma en que se reciben esquemas verbales en los que van a insertarse procesos mentales. No por grosero y primario el texto carece de operatividad. La manipulación, que resulta rudimentaria para el observador externo, tiene muy distinto carácter en el consumo local, donde disfruta de la impunidad del monopolio. La tranquilidad con que niega claras evidencias dice lo suficiente sobre el paisaje social en que se mueve y la consideración que le merece al redactor el público al que se dirige.
Otro ejemplo típico de tales estructuras sería Lin Piao y la doctrina de Confucio y Mencio, artículo aparecido en Pekín Informa en español en 1974 y traducción a su vez de uno publicado en Hongqi (Bandera Roja) . Le servían de introducción párrafos como La vigorosa lucha presente para criticar a Confucio es parte integral de la crítica a Lin Piao y es precisamente una batalla para arrancar de raíz la línea revisionista contrarrevolucionaria de Lin Piao. La guarida de Lin Piao estaba anegada de basura confuciana y apestaba a pútrido confucianismo. (…) La línea política de Lin Piao era una línea revisionista contrarrevolucionaria, una línea ultraderechista de restauración y retroceso. Seguían una serie de columnas en las que motivos muy repetitivos-presentados como hipotéticas pruebas-se engarzaban y justificaban unos a otros sin justificarse ninguno por sí mismo. Los párrafos se cerraban con ejemplos como el siguiente: Si la conspiración de Lin Piao, el superespía, hubiera logrado éxito, la hermosa tierra china habría sido hollada por los tanques de los revisionistas soviéticos, los gangsters socialimperialistas habrían corrido a voluntad por China y el pueblo chino habría sido subyugado y esclavizado. La conclusión se resume al mandato: No criticar a Confucio y al concepto de venerar el confucianismo y combatir a la escuela legista es, de hecho, no criticar a Lin Piao(…) ¡Bajo la dirección del Presidente Mao y el Comité Central del Partido debemos desarrollar el consecuente espíritu revolucionario del proletariado para conquistar nuevas victorias en la lucha por criticar a Lin Piao y Confucio!”.
Si la reproducción extractada de dos ejemplos de este esquema resulta ya tediosa, imagínese pues su efecto empleado, más o menos diluido, de forma continua. Tanto la temática como la estructura marcan en los textos, más allá de su piel verbal, una constelación de núcleos de interés, prácticamente exclusivos, subrayados y destinados a ser grabados por todos los medios en el hablante, mientras que el vasto campo restante de la realidad carece de existencia. El discurso es predominantemente a-racional, a-objetivo, es emotivo, encauzado desde un principio por juicios de valor. La abundancia de frases ampulosas, loas, imprecaciones, está en proporción directa con la carencia de precisión, concreción y encadenamiento lógico. Naturalmente ningún ejemplo de esto es más claro que los textos de campañas políticas, en los que se lleva al máximo el alejamiento del proceso racional para introducir al hablante en un medio emotivo, manipulable y moldeable en todo instante por los dueños y emisores de la palabra. Esa estructura, cuyos puntales son autoridad y emotividad bien canalizada, reproduce la dominante del sistema; por otra parte forma al receptor en la adquisición de ciertos reflejos mentales como la anulación de la visión objetiva y la necesidad y búsqueda ansiosas de la ortodoxia. El espacio externo-que, en este caso, es el mundo más allá de China-llega al hablante filtrado y conformado por un hábito, previamente cristalizado, de captación. El maniqueísmo es forzoso. Los manuales repetían hasta la saciedad uno de los dogmas marxistas: Todas las ideas sin excepción llevan su sello de clase. Pero el plácet, el pertenecer a la buena clase o no, es otorgado por la autoridad que determina si la realidad, el hecho, la frase se clasifican en el campo positivo o en el negativo. De ahí la proliferación de palabras de contenido semántico normativo, ético, que delimitan las zonas y núcleos del “Bien” y del “Mal” en el texto, y que repiten constantemente la importancia de saber colocarse en la recta línea:
No adoptamos ideas malas.
Los jóvenes de la nueva China deben adoptar una firme posición en la lucha de clases.
El camarada aceptó mis opiniones y corrigió sus errores.
Reeducar las malas ideas.
Adoptar opiniones correctas ajenas está bien.
El Partido siempre es grande, glorioso, correcto; el Presidente Mao es el Gran Líder, su pensamiento luminoso e infalible; el campesinado es valiente, sabio, laborioso; la clase obrera dirigente, combativa; los estudiantes son buenos alumnos del pensamiento maotsetung, dinámicos; los soldados sirven al pueblo, etc, etc. En el otro polo de este mundo resplandeciente se halla el ejército de la sombra, el Mal, los traidores, enemigos de clase, revisionistas y demás ralea, que son siempre un puñado (puñado imprescindible, porque para que exista el Bien tiene que haber al menos una porción mínima de Mal). Las expresiones de obligación impregnan los textos, las frases y las actitudes de los alumnos (Hay que…, No debemos…, Tenemos que…, ….persistir en los principios…, Bajo la dirección..., Es nuestro deber...) En vez de aprender la lengua a partir de lo concreto se les han enseñado rosarios de consignas abstractas, semántica inmaterial que configura, no el mundo del que la nueva lengua podría darles una más amplia visión, sino la forma en la que deben abordar prudentemente ese mundo, las estrechas lindes por las que pueden moverse en él.
Cuando los profesores chinos de español daban como frase modelo Todas las ideas sin excepción llevan su sello de clase, habían tomado esas líneas de Mao Tse-tung, quien, a su vez, estaba citando el Manifiesto del Partido Comunista, de Karl Marx y Friedrich Engels (Las ideas dominantes de una época nunca han sido otra cosa que las ideas de la clase dominante). Lógicamente pues, en China las ideas, no sólo dominantes sino únicas con posibilidad de expresarse, eran también las de la clase dominante: el Partido.
El Partido crea una ciencia, fabrica una objetividad regida por nuevas leyes naturales, distribuye un manual de aprehensión y aprendizaje. El proceso es un gran acto de fe de extensión y dogmas muy superiores, en alcance y fuerza, a los anteriormente conocidos. Su meta engloba hasta al último individuo de una sociedad colectivizada, su mecanismo de exclusión es total. En buen marxista, Mao explica que las ideas justas provienen de la práctica social, de su adecuación con una realidad en sí cambiante por la continua interacción con el hombre según la dinámica dialéctica. Pero no podemos menos de observar que entre el hombre y la realidad se halla el lenguaje, los medios de comunicación y los grupos que los controlan. La vieja cuestión sobre el origen de las ideas justas continúa estando ligada a la crítica de la transposición verbal de la realidad, al análisis de la función del relato, que distribuye calificaciones y, simultáneamente, fabrica, con los materiales de acarreo, y produce, cara al futuro, la Historia.
La revolución se plantea de inmediato el problema de dar la palabra a la clase que pretende liberar, que debe liberarse por sí misma con el impulso de las vanguardias conscientes, las cuales toman sobre sí el poder y monopolio del relato. Se supone que se ha dado la palabra a los pobres porque éstos son la representación más genuina de la clase y las ideas justas. Y se ha privado de expresión al resto, al coro de clases injustas y erróneas ideas. El resultado es un reparto de cartillas perfectamente plasmado, en el zenit de la Revolución Cultural, por los millones de Pequeños Libros Rojos, y ejemplificado por los relatos de amarguras. Lo que se pretendió liberación ha logrado, en un curioso proceso de inversión metodológica, cotas difícilmente superables en el uso del corset de estereotipos.
Los conversos suelen mostrar doble celo que sus convertidores. En este sentido los maoístas occidentales nos ofrecen pruebas de un maniqueísmo químicamente puro. El Glosario de términos de la Revolución Cultural, de Daubier, aporta definiciones tan inefables como Línea reaccionaria-burguesa=conjunto de las manifestaciones de la línea política de Liu Shao-shi antes y durante la Revolución Cultural. Línea Revolucionaria proletaria=la línea opuesta a la línea reaccionaria burguesa; es encarnada por Mao Tse-tung. Rebeldes o revolucionarios proletarios=son todos aquellos que defienden la línea revolucionaria de Mao Tse-tung.
No por su apariencia tajante y su serio tono moralista deja de presentar este lenguaje la ambigüedad que nunca falta en los textos religiosos y dogmáticos. Las llamadas a la iniciativa coexisten con los avisos sobre la necesidad de atenerse a la recta línea y seguir el camino ortodoxo. Las obras escogidas de Mao Tse-tung en español constituían una de las lecturas de base de los alumnos y son una serie de loables máximas de doble filo en contradicción unas con otras. Las llamadas a la rebelión, al espíritu de nadar contra corriente, alternan con las advertencias sobre la necesidad de disciplina y obediencia al Partido. No se trata de un recurso gratuito: en un régimen de directivas voluntaristas y cambiantes, la necesidad de hacer descifrar día a día consignas contradictorias proporciona a la burocracia estatal la seguridad del acierto. La sibila política no comete errores; el receptor es culpable de no haber estudiado con la suficiente atención o de no interpretar de la forma adecuada. La ambigüedad se ve reforzada por la intercambiabilidad de los clichés y por la continua manipulación del presente y del pasado.
La religiosidad que evocan inevitablemente los textos maoístas encuentra un eco magnificado en los occidentales conversos, véase el artículo Crónicas al vuelo. Pekín, la limpia y asombrosamente despejada., firmado por A. M. y publicado en un periódico mejicano:
(…) durante mis prolongadas conversaciones con mi amigo chino Li Tung-hai[15] creí estar hablando con el propio Mao o, por lo menos, con el Mao cuyas máximas y doctrina a través de sus poemas y de sus obras completas me son familiares desde hace años (…) Mao Tse-tung, el estadista mayor de todos los tiempos. Mao, el Hombre, cuyo amor a la humanidad tiene un solo antecesor directo, el propio Jesús.
El resto del artículo no desmiente el tono inicial. Entre otras agudas observaciones, la autora nos dice que todos (los chinos) portan, sin excepción, calcetines blancos. Parece que ello sea una parte importante de su dignidad y refuta la creencia del color amarillo de los chinos dando una explicación científica: No hay raza amarilla. Quizá fueron amarillos allá por la época en que japoneses e ingleses los convirtieron desdichadamente en opiómanos, en el siglo pasado y principios de éste.
El belicismo es inseparable del discurso propio de este archipiélago, y ello por el estado de confrontación permanente que se pretende transmitir. Existen textos que tratan sobre guerras reales, pero la magnitud del fenómeno reside en la extensión de la semántica bélica a cualquier medio. Bajo este tratamiento, se crea el hábito de percibir el mundo en términos de combate, antagonismo, vigilancia, perpetuo estado de excepción, lo que conviene sobremanera a la doctrina gubernamental y a la práctica del control social. Se habla continuamente de lucha de clases, ante los imperialistas y lacayos revisionistas adoptamos firmes medidas y luchamos hasta el fin, ….armados con el pensamiento maotsetung, …el frente de la producción, …el frente de la experimentación científica, …templarse en los tres grandes frentes, combate, héroe, enemigos, brigada de choque para abrir un túnel, ímpetu revolucionario, empuñaron cinceles, barras y martillos pesados y se lanzaron al combate, librar luchas arduas. En la vida cotidiana la heroica guerra es la producción transfigurada. El lenguaje bélico es antagónico de la reflexión; su finalidad es movilizar, controlar y utilizar al sujeto, limitar su percepción a los objetivos que se señala, mecanizar y polarizar sus reflejos. El hincapié en la pervivencia de enemigos de clase, espías, traidores es imprescindible para el sistema. La continua lucha de clases legitima la continua dictadura. En el Sumario del foro sobre el trabajo literario y artístico en las fuerzas armadas convocado por la camarada Chiang Ching por encargo del camarada Lin Piao en Shanghai, en 1966-plena Revolución Cultural-se lee: Debemos rectificar el estilo de nuestros escritos, estimular la producción de artículos cortos y fácilmente accesibles, convertir nuestra crítica literaria y artística en dagas y granadas de mano, y aprender a usarlas con eficacia en combates a corta distancia.
En la cultura el efecto de tal lenguaje puede ser devastador; el entorno es pensado de esa manera, militarizado, considerado en función de eficacia y objetivos, lo que comporta la eliminación de otros terrenos y matices. Es un discurso de praxis, de sí, no, y lo más posible, de simplificación y de urgencia. Cuando en él se habla de estudio, es el estudio de las órdenes recibidas, de su buena comprensión indispensable para el buen cumplimiento de los fines. Y, como es lógico, se substancia en el principio de autoridad. Su impropiedad lo caracteriza; valga el ejemplo de que, aunque China pudiera tener enemigos reales, no se hallaba en estado de guerra. A falta de providenciales Viet-Nam o Corea, nada más simple que extender el conflicto a un enfrentamiento planetario que leyes históricas tan ineluctables como las físicas prolongan hasta la Parusía lejana del triunfo completo del proletariado. La continua o periódica fijación de la animosidad general contra enemigos señalados impide que los sentimientos negativos tomen cauces imprevistos. La burocracia estatal, el Partido, ofrecen a gentes sobre las que ejercen una imposición férrea y por las que en absoluto han sido elegidos un simulacro de antagonismo, bautizado como proletariado y burguesía. Los términos sirven esencialmente para crear un automatismo infalible de corte dual, un por y contra de opresores y oprimidos que siempre tiene, además, a su favor la simpleza del razonamiento. La opresión real desaparece, con sus opresores, tras la liturgia del escenario, el Buró Político ofrece como pasto a las amplias masas algunos de sus miembros molestos, incita sin descanso a una denuncia sin la cual no hay esperanzas de promoción, y retiene el aparato entero de un indiscutido poder.
El sufrido terreno de la cultura es, una vez más, terreno elegido para la oferta pública de fieras y gladiadores. Mao abolió tempranamente la libertad de expresión y la creatividad artística en su discurso a los intelectuales en Yenan, en 1942, y fijó explícitamente las premisas de un maniqueísmo según las pautas del Partido: En este mundo no hay nada por encima del utilitarismo; en una sociedad de clases, lo que no es el utilitarismo de una clase tiene que ser el de otra.
El lenguaje bélico, extrapolado, pasó a ocupar en China todos los terrenos. Sus expresiones han sido piedras angulares, imanes y soles en un universo semántico aureolado por la autoridad central para el que funciona como recolector de energías, unificador y polarizador. Llegado el régimen a ese punto, ya no es necesaria una marcialización violenta ni en exceso rígida. El enemigo se da por añadidura.
Las constelaciones son aquí muy limitadas, palabras clave que interesa no cambien jamás de significado, sistemas hostiles a Galileo que deben girar según directivas indiscutibles unas en el sentido positivo (tradúzcase, si se desea, como izquierda en homenaje a la propuesta de los guardias rojos de invertir la simbología de las luces de los semáforos), otras en el reprobable y nefasto de las diestras agujas del reloj. En torno al puñado de sustantivos sacralizados por el rito evolucionan adjetivos calificativos despectivos o encomiásticos. Éstos se especializan, agrupan distribuyen según los nombres de los que son epíteto casi inseparable, de manera que el conjunto forma automáticamente un núcleo lingüístico en la mente del hablante se haya escrito o no en su totalidad. El resultado produce una falsa impresión de fluidez verbal. La rapidez con la que los chinos hispanohablantes desgranaban y engarzaban fórmulas llevaba al observador novicio a creer que su dominio del castellano era notable. No había tal; se trataba de un mecanismo puramente reflejo antagónico de la cultura, una reacción condicionada más propia de la cibernética que del aprendizaje humano. Antes de 1949 las masas trabajadoras vivían en un abismo de amargura, trabajaba como bestia de carga, sociedad siniestra, vida inhumana, explotación cruel, situación desesperada. Ahora excelente tratamiento, vida feliz, gran líder, el Presidente Mao, la dirección del grandioso, glorioso y correcto Partido Comunista de China, pleno triunfo, excelentes éxitos,. Liu Shao-shi es puntualmente renegado y vendeobrero, lo soviético revisionista y socialimperialista, la lucha entre el proletariado y las clases explotadoras aguda y vigorosa, las obras de los caídos o criticados en las purgas son basuras, hierbas venenosas, los lugares donde éstos residían guaridas, los criticados enarbolan banderas negras, raídas, frente a la gran bandera roja del pensamiento maotsetung, acompaña al nombre de Lin Piao una sólida letanía de arribista burgués, intrigante, elemento de doble faz, renegado y vendepatria, todos los eliminados políticamente llevaban a cabo maquinaciones para usurpar la dirección del partido, arrebatar el poder del estado y restaurar el capitalismo, las críticas que se les hacen siempre deben ser profundas y cabales, la esencia de estos traidores es ultraderechista, su línea o su ideología revisionista contrarrevolucionaria, la Revolución Cultural es indefectiblemente la Gran Revolución Cultural Proletaria y produce ricos frutos, acompañan a los criticados fanáticos secuaces que proclaman o formulan programas reaccionarios, sus frases o sus actos revelan plenamente perversas intenciones, ambición de subvertir la dictadura del proletariado, restaurar el capitalismo. La lista sería larga pero podría llegar a ser completa. Significa esto que el lenguaje empleado por el sistema chino-del cual es un aspecto el español enseñado a los estudiantes-está compuesto por clichés. A fuerza de escuchar un epíteto como incansable acompañante de cierto sustantivo, por una parte se pierde la conciencia de que ese sustantivo pudiera tener otras connotaciones, por otra ambos forman un todo lingüístico y conceptual. El mundo, los seres que lo componen, la vida, el ambiente cotidiano, son fijados en moldes funcionales precisos, designados por el régimen. Las personas no existen per se. Lo mismo que el Gobierno fabrica la realidad objetiva según las circunstancias, asimismo los seres son odres rellenables en cada avatar sociopolítico con la adjetivación del momento, coloreados con los epítetos de costumbre. En el plano general, esto reproduce la idea del sistema respecto a los súbditos: una persona-vasija, persona-página en blanco sobre la que escribir, borrar, escribir de nuevo. Las dotes particulares se consideran como inexistentes excepto en las que ayudan a hacer del individuo un elemento más productivo. Lo importante es llenarlo hasta los bordes de la masa apropiada. En esta óptica perfectamente pragmática lo que no sirve no tiene razón de existir.
Con el uso fijo y repetido, las palabras y frases que se han convertido en compañeros inseparables de los sujetos pierden progresivamente su valor distintivo real; metáforas y epítetos se vacían semánticamente, pasan a ser elementos muertos de cadenas lingüísticas al tiempo cada vez más altisonantes y hueras. A fuerza de ser la vida siempre feliz, el Partido siempre glorioso y correcto, sus enseñanzas infalibles, las manifestaciones entusiásticas y los enemigos perversos, torpes y escasos, entonces todos esos adjetivos se vuelven tan genéricos como el hombre es mortal o la nieve es blanca, y pierden su función específica distintiva, calificativa, puesto que los sujetos no pueden ser sino felices, glorioso, etc. Los alumnos empleaban un español ampuloso y monocorde no sólo por las dificultades fonéticas y de entonación sino por la vaciedad automática de las fórmulas.
La ampulosidad de las metáforas y el maximalismo de los adjetivos desdibujaba, con el gran uso, el contenido semántico, neutralizaba su carga emotiva y borraba la imagen visual. Cuando se compara a los traidores con insectos nocivos, lobos con piel de cordero, se habla de sus doctrinas como de hierbas venenosas que es preciso arrancar de cuajo, se designa al Presidente como el astro resplandeciente que ilumina todo al alzarse por el horizonte, es dudoso que el hablante visualice las imágenes que repite y oye. De ahí la facilidad, tan chocante para los observadores extranjeros, con que el chino recibe, al cambiar el Gobierno la dirección de sus críticas, el cambio de sujetos a los que se califica, o el empleo de imágenes positivas maximalistas donde antes había injurias. Se trata de clichés intercambiables. La abundancia de frases preparadas y listas para consumo, de calificativos en bandeja, redunda en la anulación-por falta de ejercicio-de la actividad indagadora, selectiva, de la mente. Sin otro esfuerzo que la memorización, el hablante halla el predicado,la oración, ya confeccionados, no le es preciso pensar. La dificultad de los interlocutores de la cooperante para encadenar el discurso en un sentido distinto al de los clichés verbales marcados era evidente, material y palpable.
Son, en chino, muy frecuentes las abreviaturas, las frases compuestas con la primera sílaba de cada una de las palabras conocidas que la componen. Por ejemplo: ¡Pi-Lin, Pi-Kon!, consigna de la campaña política en curso en el 74, significa ¡Criticar a Lin-Piao, criticar a Confucio!.Hay también fuerte tendencia a la abreviación por medio de numerales; la prensa china hablaba del Grupo de los 4 para designar a Wang-Hung-wen, Chan Chung-chiao, Chiang-Ching y Yao Wen-yuan, del estilo de 3 y 8, de las 3 citas constantemente leídas. Esta tendencia tiene, en chino como en castellano u otra lengua, el efecto de disminuir la conciencia del hablante y facilitar la repetición mecánica por la reducción de materia fónica. En la abreviatura pueden, además, contenerse falsedades evidentes, hermanarse elementos antagónicos, expresarse absurdos lógicos; poco importa.
Concorde con la rigurosa estrechez de su espacio mental, el idioma del archipiélago se caracteriza por la reducción del caudal semántico y de sus posibilidades. El habla toma de la lengua una porción pequeña y funcional que, como esa minoría rectora vanguardia del proletariado, como esa clase predestinada para guiar hacia el mañana, se cubre de todos los oropeles y deja la sombra y la intemperie para el resto. Acude a la mente de manera irresistible la descripción de la neolengua que hace Orwell por boca de uno de sus personajes de 1984:
Creerás, seguramente, que nuestro principal trabajo consiste en inventar nuevas palabras. Nada de eso. Lo que hacemos es destruir palabras, centenares de palabras cada día. Estamos podando el idioma para dejarlo en los huesos (…) . Por supuesto las principales víctimas son los verbos y los adjetivos, pero también hay centenares de nombres de los que puede uno prescindir (…) ¿No ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente?. Al final acabaremos haciendo imposible todo crimen del pensamiento. En efecto, ¿cómo puede haber “crimental” si cada concepto se expresa claramente con una sola palabra, palabra cuyo significado está decidido rigurosamente y con todos sus significados secundarios eliminados y olvidados para siempre?.
La neolengua, idioma oficial de Oceanía, usaba palabras y expresiones abreviadas: Miniver=Ministerio de la Verdad, crimental=crimen mental. Se impone la prudencia ante los paralelismos abusivos, pero la semejanza entre la ficción de Orwell y la China de Mao, sobre todo en tiempos de la Revolución Cultural, es tal, y tan genial la visión profética de un régimen totalitario y del papel del lenguaje en ese sistema, que es imposible no evocar 1984 cuando se comenta el fenómeno chino.
La apropiación de la realidad, la falsificación rigurosa y metódica de la vida y de las vidas individuales alcanza su clímax con el eufemismo y la unión de contrarios. Se ha ascendido de manera signficativa en la escala; ya no se trata de recursos acumulativos ni de simple sustracción, translación o amputación de elementos. Se va más allá, a la cuidada distorsión del contenido semántico y, finalmente, a la identificación del término con su contrario. Lógicamente la palabra revolución (como en otros contextos progresismo) figura en primera línea. Repetida como un conjuro, una consigna y un requisito indispensable para la salud del discurso, significa para el régimen el orden establecido, el sistema en vigor. En el plano laboral es la producción: Persistir en la revolución bajo la dictadura del proletariado es propio de comunistas verdaderos. Se habla de los comités revolucionarios de gestión, del deber revolucionario de corregir los errores con rapidez y eficacia, de la contribución (por el trabajo) a la revolución socialista de China y a la revolución mundial. Naturalmente Todos (los obreros chinos) trabajan con entusiasmo para la revolución y construcción socialistas y han logrado grandes éxitos, y Hacer la revolución depende del pensamiento maotsetung.
Cuando el régimen habla de Democracia o nueva democracia se refiere al poder ejercido por el ínfimo porcentaje que representa el Comité Central respecto al total de la población. La frase En los países capitalistas no existe democracia verdadera quiere decir que carecen del sistema de poder del Partido Comunista Chino. Entre el eufemismo y la unión de contrarios se halla la expresión centralismo democrático. Por construcción socialista se entiende la productividad. Donde dice enemigos de clase debe leerse las personas no gratas al Partido, y restaurar el capitalismo en China significa obrar de forma distinta a las consignas oficiales. Estudio político es la lectura, aprendizaje y asimilación de textos y documentos difundidos por las células del Partido y Los derechistas son aquéllos a los que éste considera opuestos a sus campañas.
Un ejemplo de la mixtificación de lo que se llama pueblo o amplias masas es la declaración de ciencia infusa que figura en el texto El puente sobre el río Yangtsé:
Al principio pudo parecer un sueño. China no tenía grandes maquinarias ni tecnología avanzada. Viendo ahora el puente de Nankín, que es uno de los colosos del mundo, se entiende bien por qué un trabajo de tal envergadura pudo parecer un sueño. Sin embargo el pueblo estimó necesario el puente y puso manos a la obra simplemente.
Debe pues entenderse, según estas líneas, que el pueblo supo, por el solo hecho de ser pueblo (=clase mitificada por el régimen y dotada de todo tipo de virtudes) lo que tenía que hacer.
Contrarrevolucionario es el pecador político, el opuesto a las directivas oficiales; lucha de clases es la disparidad o falta de aceptación que pudieran encontrar tales directivas; en Se lanzaron con ímpetu revolucionario a una verdadera guerra popular contra la montaña rocosa metáfora y prosopopeya se unen para dar tintes bélicos a la perforación de un túnel y, al mismo tiempo, se identifica la dedicación a las obras públicas con la guerra justa. Gran Revolución Cultural Popular Proletaria participa del eufemismo y de la unión de contrarios; la realidad que recubre el nombre es la de una severísima purga en todos los campos de la cultura, la destrucción de libros y monumentos, la eliminación de los intelectuales y la reducción al maoísmo más estricto, mientras que proletaria no pasa de ser, como en tantas otras ocasiones, una cláusula de estilo. Incentivos materiales es el término que designa, abominándolas como pertenecientes a la línea de Liu Shao-shi, las primas a la productividad, mientras que las primas razonables aparecen en el discurso como perfectamente ortodoxas.
Obviamente los términos marxistas, o de contenido simplemente social, ocupan lugar preferente en la unión de contrarios: Rebelde se entiende como seguidor de las máximas de Mao Tse-tung, en contraposición a los que, supuestamente, se han opuesto a ellas; resultaría por tanto el curioso fenómeno de un país de cerca de ochocientos millones de rebeldes declarados. La máxima ir contra corriente, que despierta al oído occidental bellas resonancias anticonformistas, significa embarcarse en una campaña de crítica a algunos cuadros lanzada, organizada y supervisada por el Buró Político.
Cuando de la finalidad de la toma del poder se trata, para una serie de actos similares se emplea un lenguaje desdoblado en positivo y negativo. Si se designa como A al grupo que se encuentra en posición de fuerza, controla los medios de expresión y lanza la campaña y ataques verbales contra B, A critica profundamente, B ataca; A fortalece la educación para seguir firmemente y aplicar de manera cabal la línea revolucionaria, B maquina para usurpar la dirección del Partido, arrebatar el poder del Estado y restaurar el capitalismo; A enseña, educa, B pregona (texto: Llevar hasta el fin la lucha de crítica a Lin Piao y a Confucio). Los términos crítica y autocrítica (que quizás valdría más traducir como acusación y autoacusación) eran jaculatoria cotidiana en la vida china y significaban una práctica más y menos inquietante que lo que en Occidente tales palabras pueden evocar. El régimen se aprovechaba para su uso de una tradición de humillación ante los superiores y de exageradas, y defensivas, expresiones de modestia, de manera que la reiteración y ritual de las sesiones hacían de esta variante de ejercicios espirituales un ingrediente familiar en el horizonte maoísta. Pero esta misma cotidianidad desdibujaba el peligro y producía, con su ritmo previsible, una grave devastación de las capas profundas de la personalidad, una degradación de afectos, respeto y fidelidades sociales, una intemperie de la mente y de los sentimientos que extirpaba, con el diario paso de la segadora, cualquier veleidad de disensión. Fenómeno semejante ocurría con fórmulas clave de la vida sociopolítica, como eran el estudio y discusión de documentos o la expresión de sugerencias: Nada tenían que ver con lo que indicaban y, más aún, indicaban lo contrario, constituían un periódico ceremonial de obediencia. Los reunidos oían largos discursos sobre cómo debían aplicar las directivas decididas por las autoridades y transmitidas por los cuadros del Partido, aplaudían, expresaban invariablemente su calurosa adhesión y prometían poner en el cumplimiento todo su empeño. Cada acto de rebeldía, crítica y discusión era una pública manifestación de vasallaje.
Se han planteado interrogantes sobre el exacto contenido de los términos chinos. El país importó una civilización técnica y un movimiento político (el marxismo-leninismo) que le eran ajenos. El nacionalismo, las tradiciones, las metas de los cuadros y la estrategia de los líderes se valieron de palabras y conceptos foráneos y los tiñeron y modelaron según las circunstancias. El sumo autor de los textos de cuya repetición y glosa se ha nutrido el régimen, Mao Tse-tung, desconocía las lenguas extranjeras y se situaba en un medio campesino en el que burguesía se identificaba con terrateniente y proletariado con clase social desprovista de propiedades. Surgen cuestiones sobre la intencionalidad de distorsión semántica de los que poseían, en la R. P. China, la voz y la palabra, se duda sobre las fronteras entre la impropiedad en el uso del significante y la impropiedad en el significado. No era cuestión de inocencia, de irremediable condicionamiento, y nada más ilustrativo de ello que el efecto producido en los individuos y los beneficios que obtenía por medio de tales instrumentos el Gobierno. Precisamente la insistencia exterior en el relativismo de los términos y de las costumbres proporcionó al régimen una de sus mejores justificaciones.
La unión de contrarios, el uso generalizado del eufemismo y de la mutabilidad permanente tanto de la historia como de la realidad objetiva producían en hablante, oyente, lector, alumnos y profesores una curiosa dualidad mental y expresiva, una escisión que podría denominarse “esquizofrenia necesaria”. La objetividad y la memoria son indispensables en la vida práctica y no desaparecen; sin embargo su funcionamiento debe anularse cada vez que existe contradicción con las consignas.
“negroblanco” (…) tiene dos significados contradictorios. Aplicada a un contrario significa la costumbre de asegurar descaradamente que lo negro es blanco, en contradicción con la realidad de los hechos. Aplicada a un miembro del Partido significa la buena y leal voluntad de afirmar que lo negro es blanco cuando la disciplina del Partido lo exija. Pero también se designa con esa palabra la facultad de creer que lo negro es blanco, más aún, de saber que lo negro es blanco y olvidar que alguna vez se creyó lo contrario (…) “Doblepensar” significa el poder, la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente (…). El gran éxito del Partido es haber logrado un sistema de pensamiento en que tanto la consciencia como la inconsciencia pueden existir simultáneamente.[16]
Vuelve una frase, compuesta por los profesores chinos de español del Instituto de Lenguas Extranjeras nº 2 de Pekín, que quedará como perfecta muestra de unión de contrarios y suplantación del raciocinio: No importa que las palabras de los conductores sean ininteligibles para nosotros, porque comprendemos su sentido.
Fuera de las palabras, no puede olvidarse la estructura de celdilllas de vigilancia y autovigilancia en que todos ellos habitaban, la reglamentada canalización de autoridad e informaciones, la capitalización por parte del sistema de sentimientos positivos y negativos, de energía, agresividad, aspiraciones, frustraciones y ansias, los reductos de seguridad como el automatismo memorístico y el apego a la pauta y el modelo, el miedo al error, la necesidad de imitación y de beneplácito. Se obtenía a cambio, con la limitación de la inteligencia y la disolución de la conciencia autónoma, una considerable reducción de la angustia, como el dolor de una amputación que se olvida; se lograba la acogedora integración gregaria que permitía ignorar la vasta mentira de las repeticiones cotidianas.
Orwell hubiera quedado sorprendido al comprobar que la República Popular China no precisaba de los adelantos de la sociedad técnica avanzada y podía arreglárselas con medios mucho más artesanales para vigilar a su población. Bastaba con transformar a los ciudadanos en transmisores, y lo hicieron. Cierto que radio y altavoces desgranaban directivas en trenes y cantinas, que los despertares eran amenizados por la campaña en curso con los alegres sones, como fondo, de un himno militar, pero la televisión hacía por entonces tímido acto de presencia y los ordenadores pertenecían al futuro. Los mass media eran simplemente la reproducción humana, y ésta cumplía su cometido con notable fidelidad. Las pantallas-espía, los captadores continuos de conversaciones, los detectores del pensamiento y demás fruslerías técnicas imaginadas por los autores de ficción se revelaban como superfluas, del mismo modo que los dirigentes confiaban en que, sin recurso a armamento sofisticado, los millones de habitantes disponibles les bastaban para ganar la guerra, por oleadas de bajas, a un enemigo exhausto.
El cultivo de la capacidad repetitiva implicaba un tratamiento especial de lo que se llama memoria. Ésta es, en sí, necesaria por cuanto constituye un fichero autónomo y personal. En el caso maoísta se había llevado a cabo en primer lugar una sustitución por la cual se eliminaba, reducía y conformaba la memoria objetiva y se calificaban los antiguos y tradicionales métodos memorísticos de reaccionarios y nefandos. Así preparado el terreno, era el momento de implantar el monocultivo oficial. La metodología se enmarca en la lógica del materialismo histórico, para el que pasado y futuro son simple materia regulable: No queremos una enseñanza memorística, pero necesitamos desarrollar y perfeccionar la memoria de cada estudiante dándole hechos esenciales (…) asimilarlos con espíritu crítico. aconseja Lenin en La cultura y la revolución cultural. Los principios de Mao y de la Revolución Educativa abogaban sin cesar por la enseñanza crítica, analítica, no memorística, y producían, en el raso terreno resultante, una espléndida contradicción entre las palabras y los hechos, hermosas máximas casi libertarias antagónicas de la cosecha de sumisiones. Para esto, mientras abominaba públicamente de los métodos antiguos, el Partido no dudaba en aprovecharse de la vieja tradición literaria de la cita, del virtuosismo en reiteraciones, resúmenes, ampliaciones y glosas. Las llamadas a la rebeldía, la creatividad y el análisis se resolvían en una vasta imposición, en un plano monocorde, sin posibilidades de elección y ni siquiera de juego dialéctico; el edificio resultante era de una funcionalidad roma y demoledora y en él no habitaba más pregunta que la retórica, destinada a recibir la respuesta incondicional.
A la cooperante le quedaban todas las preguntas y, sobre ellas, entre ellas, la clara certidumbre de un tejido de presencias, vivas, silenciosas, mantenidas por las circunstancias en el reducto del adecuado lugar. Era fácil considerarlas el producto necesario de una coyuntura histórica, los escalones transitorios de un bienestar inminente, la sala de espera del Mañana. La cooperante no dudó ni un segundo respecto a la identidad común que la unía a las miradas, los gestos, los deseos y la indefensa condición de las personas con las que le había correspondido coexistir. No le bastaba la insistencia de sus compañeros occidentales sobre la conciencia feliz, el discreto disfrute de una existencia segura del que los chinos gozaban. No le valía el paralelismo con la globalización del consumidor norteamericano, ni la simpatía benévola con la que habían descrito el régimen, tras su paseo por China los ideólogos occidentales. Simone de Beauvoir no pestañeaba al desgranar, en La Larga Marcha, sus análisis: Kant expresaba el mundo burgués, Confucio el feudal, ninguno la verdad de los oprimidos; de ahí se infería el alba liberadora de palabras, hombres e ideas que el nuevo sistema de Pekín representaba. Era el tipo de opinión y de razonamiento más extendido. Había una comodidad evidente en la identificación de las denominaciones justas de los mandarines con el Verbo de los clérigos de la Edad Media y las Ideas de Platón; era una forma de dejar acciones, lenguaje y leyes en manos del siguiente gobernante y absolverle por simple contraste con la situación anterior.
El maoísmo había ido más lejos que Stalin en la consideración del lenguaje. Para éste era una función ligada directamente a la actividad productiva del hombre. Para aquél se trataba, no sólo de un mecanismo que formaba, a la vez, la conciencia y el medio circundante, sino de algo de mayor calibre: los escritos del Líder eran la suma energeia, adquirían el poder bíblico de un génesis social, movilizaban, controlaban y se materializaban en productividad económica. En una entrevista sostenida con Kuo Mo-jo, presidente de la Academia de Ciencias de China, en 1971, Alain Peyrefitte planteó interrogantes sobre el papel del pensamiento maotsetung. Lo esencial es pensar bien-responde KuoMo-jo-Para cultivar bien el arroz, para fundir bien el acero, para cuidar bien a los enfermos, es preciso, en primer lugar, pensar bien. Antes de la Revolución Cultural, en las escuelas, las Universidades, los teatros, los periódicos, se pensaba mal. Valía la pena cerrarlos para, luego, ponerlos en condiciones de enseñar a pensar bien.
En resumen, ¿en el comienzo era el verbo?-añade Peyrefitte-Pensemos bien y todo lo demás se nos dará por añadidura.
En Pekín Informa se lee en 1976:
El Presidente Mao subrayó consecuentemente que sería posible conquistar la victoria siempre y cuando se obedezcan las órdenes en todas las acciones y se actúe al unísono (…) el propio Presidente Mao nos dirigió en el canto de “Las Tres Reglas Cardinales de Disciplina y las Ocho Advertencias” y nos enseñó que no solamente debíamos cantarlo sino que también debíamos interpretarlo y actuar de acuerdo con él. Reiteró una y otra vez el principio del centralismo democrático consistente en la subordinación del individuo a la organización, de la minoría a la mayoría, del nivel inferior al superior, y de todo el Partido al Comité Central y educó en esto a todo el Partido, a fin de unificar la comprensión, la política, el plan, el comando y la acción y marchar al mismo paso para conquistar la victoria. Ahora, en las circunstancias en que se ha logrado la magna victoria en la lucha por aplastar la “banda de lo cuatro”, al obedecer en todas las acciones las órdenes del Comité Central del Partido encabezado por el Presidente Jua, todo el Partido, todo el Ejército y el pueblo del país entero deben consolidar y desarrollar esta victoria, poner en juego el espíritu revolucionario de golpear al perro caído en el agua (…) Exterminada esta gavilla de dioses de la plaga que es la “banda de los cuatro”, en los 9,6 millones de kilómetros cuadrados del territorio chino, los 800 millones de seres del pueblo con más de 30 millones de militantes del partido encabezado por el Presidente Jua, están transformando su entusiasmo e iniciativa por el socialismo ya avivados en poderosa fuerza motriz para empeñarse en la revolución, promover la producción, el trabajo y los preparativos para enfrentar la guerra. (…) Se presenta ante nosotros una situación política en la que hay tanto centralismo como democracia, tanto disciplina como libertad, tanto unidad de voluntad como satisfacción moral, individual y vivacidad. La corriente revolucionaria integrada por los centenares de millones de seres del pueblo chino está avanzando impetuosamente con fuerza capaz de derrumbar los montes y vaciar los mares.[17]
Este texto, que sella las luchas palaciegas tras la muerte del Gran Líder y la eliminación de la “Banda de los Cuatro”, formada por la viuda de Mao y sus incondicionales, es perfectamente consecuente con escritos anteriores y resume y concentra todos los recursos a los que, sean los dirigentes cuales fueren, recurre el régimen: belicismo, unión de contrarios, ruptura lógica. Poner en juego el espíritu revolucionario golpeando al perro caído en el agua, es decir, atacando a los condenados por el Partido, es uno de los más típicos ejemplos de perversión de una palabra, en este caso revolución. Pero lo que resalta con más fuerza es la forma en que imágenes, frases, epítetos, todo en fin se distribuye de forma radial en torno a la obediencia unánime, indiscutible y masiva al Partido y al Presidente que lo encarna. La alienación del ciudadano, del individuo solo o en grupo, es completa.
Sólo igualaba, quizás, en magnitud al fenómeno chino la benévola reacción occidental. Parecía asistirse, con una sonrisa, desde la altura y lejanía de los palcos, a la vasta violación de la realidad, a la superposición de la consigna a la evidencia, a la sustitución de las noticias y del mapa por una novela de Dickens y un portulano de fabulosos monstruos y fronteras. La cooperante no ignoraba que el Verbo puede reemplazar subjetivamente al Objeto, pero dos y dos no eran cinco, la rebelión no consistía en apoyar las directivas oficiales, la revolución no era el orden establecido, el enjambre de entidades llamadas por decreto revolucionarias. No hacía falta tener ideas justas, ni denominaciones correctas; bastaba con no renunciar a las palabras, con aferrarse a la primaria evidencia de los hechos, a la instintiva expresión de las miradas, pensar en los números, en la suma fiable de sus elementos, poner la palma en la veraz y tenaz superficie de las cosas. Todo confluía para arrinconar a aquella gente con nombres, apellidos, amigos, hijos, deseos y defectos en una concepción del mundo determinada por raza, historia y entorno; ideogramas, milenios, proclamas, multitudes cubrían y desdibujaban el perfil conocido de los rostros y, pese a ello, contra la vastedad de la corriente, sobrenadaba en el individuo extranjero, pero no irremediablemente distinto, la voluntad de atenerse a su situación real. Finalmente no resultaba difícil no traicionar. Sólo era penoso, requería hacerse cargo de un fardo que nadie iría a buscar nunca, que ocuparía, como el cadáver en la escena del absurdo, un lugar cada vez mayor.
Veinte años son todo
-No hubo muchas víctimas, en nuestro instituto no hubo, casi, víctimas.
F lleva en España medio año. Su dominio del castellano ha ido subiendo cotas durante varias estancias como becaria en países extranjeros. Ha llegado a Madrid y se ha apresurado a tomar contacto con la antigua profesora que, hace mucho tiempo, cuando ella era la más joven del seminario de español, estuvo en su instituto. Isa la lleva a todas partes, a lo largo y a lo ancho de la geografía peninsular y al corazón de las dulces noches de la ciudad. F absorbe como una esponja, pero no deja escapar nada. Apenas una gota de pasado, ni una palabra de acontecimientos políticos; alusiones dispersas a su infancia y su primera juventud. Isa no puede aprovecharse de su posición de anfitrión, del dominio que le otorga este tutelaje temporal y oficioso.
Hoy, sin especial emoción ni motivo, F ha citado, de pasada, la historia de un muerto.
-Fue por las críticas de la Revolución Cultural, ya sabes. Se suicidó tirándose a un pozo. ¿Lo recuerdas? Donde la caseta de herramientas para el jardín.
-Debieron de ser terribles esas sesiones. ¿Y tú….?
-Yo no hice daño a ninguna persona.
F ha envejecido sin cambiar. De la forma milagrosa en que actúan el tiempo y el espacio, está ahora ahí, donde Isa jamás pensó que estuviera, en el salón de su casa, y, tras la piel ajada y las arrugas, conserva la expresión de timidez e infancia con la que se ha inclinado sobre su hijo, sobre los diccionarios y los impresos, con la que mira cada espectáculo, cada restaurante y cada paisaje. Ha aprendido a tomar algo de leche, que antes le causaba repugnancia, y ha residido, durante sus estancias en Hispanoamérica, siempre en el grupo y círculo de los becarios chinos. Por eso la experiencia es en España distinta. Una auténtica inmersión pues, aunque viva en un piso compartido con compatriotas, sale mucho más, y con más españoles, que ellos y la perfección de su castellano la ha hecho muy solicitada como traductora e intérprete.
Isa explora, a veces, los aledaños de ese pasado y esos ritos contra los que sus viejas preguntas continúan estrellándose. No las plantea; hay una insoportable sensación de abuso en el intento de extraer de F recuerdos, análisis, respuestas. Ella posee su propia gran muralla, la que también llevan ( Isa lo ha comprobado, lo sigue comprobando cada vez que un encuentro se presenta ) los compañeros de entonces. Y tras esta muralla no hay rebelión. No hay nada, un espacio desmenuzado, aceptado, irremediable, que no se menciona, como en las guerras.
En el instituto, junto a la caseta del jardín, había, en efecto, un pozo. Aquel recinto fue escenario, igual que los otros, simultáneamente, de un extremo a otro del país, de humillaciones, vejaciones, torturas, destierros y muertes. Lo mismo que los demás extranjeros, Isa ha caminado sobre pozos en los que flotan cuerpos como aquél, anduvo por un decorado extenso, cuidado en los detalles, de límites precisos y réplicas medidas. El Gobierno de China Popular ha gozado de la franquicia de lo innumerable, de lo que cabía suponer pero se ignoraba y no interesaba demasiado precisar. Durante la Gran Revolución Cultural Proletaria, que luego ha pasado a denominarse en China Los Diez Años de Caos, fueron probablemente eliminadas entre ocho y diez millones de personas, arrestadas unos doscientos millones, enviados al campo un ochenta por ciento de los adolescentes ciudadanos-por ejemplo, un millón en Shanghai-, arrasados los monumentos-como la gran mayoría de los monasterios tibetanos-, quemados los libros. La anterior campaña maoísta, en 1958, el Gran Salto Adelante, tuvo, según estudios demográficos, un costo humano de sesenta millones de personas, debido en buena parte a las tremendas hambrunas producidas por el hundimiento económico del país en virtud de las voluntariosas directivas del Gran Líder, víctimas a las que habría que sumar las de la purga política del 1957-58.
Con F no hay las largas conversaciones que, pasados la vigilancia y el peligro, podían esperarse, no hay confidencias. No las necesita. Ha aceptado el archipiélago, del principio al fin.
-¿No echabas de menos a tu familia, a tus amigos, cuando, de jovencita, te mandaron a los campos de trabajo?.
-Todo el mundo estaba igual. Éramos muchos, miles, habíamos visto al Presidente. En la primera granja comíamos bien, patos, verdura fresca. Desecamos un lago grande para ganar terreno cultivable. Luego hubo que volverlo a anegar, dieron contraorden, no había sido una buena idea, los animales morían. Pasé varios años.
Es una más de los exguardias rojos que rondan la cincuentena. Desde la guardería, el PCCh y Mao fueron su fe y su referencia. La información era monocolor, la vida reglamentada y previsible, los desplazamientos raramente permitidos. La Revolución Cultural estaba siendo cuidadosamente preparada por Mao Tse-tung y el comandante Lin Piao desde principios de los sesenta; llegó como una ola de Pequeños Libros Rojos, estatuas, pinturas y bordados del Líder, y ofreció a los muchachos la libertad, los viajes y los trenes, el acceso a la capital y la voz cantante para condenar a los que se atrevieron a criticar el Gran Salto Adelante. Les enrolaron en una festiva guerra contra el Mal etiquetado de Capitalismo, Burguesía, Tradición, y plasmado en dirigentes molestos como Liu Shao-shi, en historia, patrimonio artístico, personas de edad, intelectuales, artistas, escritores, centros urbanos, restos del pasado, retazos de sociedad civil.
F lo pasó bien porque se pasa bien en las guerras. Estuvo en los desfiles, agitó el Libro, participó en debates las veinticuatro horas del día y conoció el éxtasis de ser uno con un millón congregado en la plaza de Tien Men, de comulgar con un rostro y unas consignas. Incluso entonces, mientras sus compañeros organizaban autos de fe y comunas, quemaban libros y paseaban herejes, es muy posible que ella no hiciera daño a ninguna persona. Luego, a finales de agosto del 68, el Ejército los retiró de escena. Mientras las hojas del calendario, y el entusiasmo, caían los jóvenes que habían sido estudiantes se encontraron en lugares distantes, cavando, picando, construyendo barracones y dirigiendo a la yunta bajo la vigilancia de soldados que se ocupaban de que no abandonasen el lugar.
Los exguardias rojos pasaron así cinco, diez, quince años, o toda la vida, según influencias y circunstancias, a cientos o miles de kilómetros de su hogar, vivieron a nivel de subsistencia, olvidaron sus estudios, carecieron de relaciones sexuales hasta el tardío matrimonio autorizado y se aparearon en fugaces encuentros con sus cónyuges. Como F. Luego crió sola a su niño. Vio a su marido a veces. Se reunieron más tarde; y se separaron durante años, por motivos de trabajo, cuando en uno u otro caso se les asignaron becas en el extranjero.
– Nos robaron la juventud. Robaron la juventud a nuestra generación.
F ha dicho esto sin mayor énfasis, sin rebelión alguna. Como se habla de terremotos o de alguna crecida del gran río. No se ha rescatado. En ningún momento ha buscado culpables, ni ha justificado el impulso que la llevó a sí misma a participar en campañas y movimientos, secundar acciones, afirmar inquebrantable adhesión a premisas que, con signo opuesto, el Partido hace públicas cada pocos años. A todas asiente. No ha tenido reparos en dejar cada vez lo que por yo se entiende en las manos que lo reclamaban y seguir, cuerpo adelante, sobre la pasajera ondulación de consignas respecto a cuya fuente no posee el menor poder.
Ha viajado. Su hijo único tiene ante sí una brillante carrera. Ella no acaba de entender a los jóvenes: el único ideal que tienen parece ser ganar dinero. El Gobierno ha dicho que hay que ser rico. Un país, dos sistemas. Capitalismo y marxismo. Socialismo de mercado. Está bien. Nunca habla de política o economía por las mismas razones que eliminan de su horizonte temas exóticos y ajenos. Se jubilará pronto. Aprovecha, en este viaje, cuanto se le ofrece, pasea, en Granada, con Isa por la noche junto a las murallas iluminadas de La Alhambra, va a las verbenas y a las actuaciones en la Plaza Mayor, conoce calles, parques, historias y espectáculos.
-¡Qué bonito es el cielo de Madrid!
Isa se sorprende al oírle espontáneamente el tópico, los fondos de los cuadros de Velázquez y la transparencia luminosa, creado, nuevo, en la expresión de la visitante, que, antes de que el pringoso gris de una contaminación incontrolada lo cubriese, conoció también en Xian un cielo de meseta, raso y azul.
El español de F ya posee los giros y expresiones del habla de Madrid. Tanto que le ofrecen un trabajo de traducción pagado en dólares que representan toda una fortuna imposible de desdeñar para una nativa del industrioso Imperio del Medio, una compatriota de los voraces inmigrados que ahorran, acumulan e ignoran cuanto no se traduce en el clan, sus intereses y sus negocios.
-¡Pero esa traducción es muchos dólares! Cuando vuelvas podrías…
-Oh, sabes, no lo voy a coger…-F se expresa con una dejadez ni siquiera dubitativa. Ha estado en un concierto al aire libre y hecho un entusiasta resumen mímico de los movimientos del público-Me queda poco tiempo en España. Ya trabajaré cuando llegue a China y esté todos los días en mi mesa. Al fin y al cabo, no necesito tanto dinero.
Indiferente a los determinantes que, por origen, grupo y cultura, deberían marcar su comportamiento, la persona que Isa encontró en el regimiento tardío de la Revolución Cultural aspira a sorber cada minuto de los que la ciudad cálida, promiscua en sonidos, caminos y sabores todavía le ofrece. Nunca será disidente, ni analizará las causas, ni los beneficiarios, ni las víctimas. Pero ahora se acerca el tiempo de volver, y dice:
-Este año ha sido el mejor de mi vida.
C, tan semejante a F por la edad como lejano por las características, ha seguido otros rumbos.
-¿Ingresaste pronto en el Partido después de marcharme yo?.
-Sí, claro. Me admitieron unos años más tarde. Sin eso no había nada que hacer.
La conversación transcurre en un salón de té clásico y tranquilo, sin el bullicio de los locales del sur-que, por cierto, también se cerraron durante la Revolución Cultural-. Le ha costado, ha sorteado las envidias a causa de su soltura y su inteligencia, ha vivido un nuevo amago de exilio, pero C está situado bien, lo estará mejor, lo sabe. Pese a su verbosidad y nerviosismo, se coloca con pericia al lado de quien y cuando hace falta. Isa no ignora que recurrre a ella porque en ese momento piensa que la relación puede serle útil. Durante años no ha contestado a sus cartas, ni siquiera a las tarjetas de Año Nuevo que siempre fueron las últimas y tenaces botellas que siguieron atravesando un mar de silencio. F las correspondía. C sólo al principio. H apenas. M nunca.
-Los chinos no tienen sentimientos. Sólo intereses-le había dicho alguien a Isa.
Y sin duda tenía razón. Ella era perfectamente consciente de que el mantenimiento de aquellas relaciones lejanas era voluntad bilateral pura y que, más allá de la amistad, del apego personal mezclado a personales recuerdos, había la decisión de no perder lo que podía salvarse de una monstruosidad anónimamente cotidiana, del dominio inexpresable cuya losa cubría el país entero, territorios enteros, como un cielo segundo de metal que negaba la existencia de espacio más arriba. Isa les precisaba como justificación de un acto de fe. Y había la sensación, la continua sensación de nueva rica en un mundo de indescriptible pobreza de libertades, el remordimiento del silencio del de ellos, al oeste del mapa, y de su propia riqueza en palabras, caminos, protestas, pasaportes. Pasó el tiempo. Las noticias que los amigos chinos a veces enviaban se espaciaron, desaparecieron, afloraron a veces de manera súbita por la urgencia de una demanda. La utilizaban en las pequeñas cosas en que pudieran necesitarla, se acordaban de escribirle cuando precisaban contactos, ayudas, acogida de conocidos que iban a Europa. Lo hacían de una forma tan clara, tan neta, que no cabía ofensa. No podía haberla porque la gente de aquel tiempo, de China, ocupaba para Isa un lugar aparte en el cual exigencia y fidelidad carecían de sentido. Nada cabía pedirles y mucho ofrecerles, porque venían de un territorio de carencias irrecuperables, de experiencias y años extensos, silenciosos e indescriptibles que antes de ser recordados ya estaban condenados al olvido. Se movían sorteando impedimentos de control, divisas, información y pasaporte, llegaban con su aspecto lunar sobre el que el traje occidental y los actos corrientes de la vida tenían un aire forzado, ni siquiera se planteaban la conveniencia de un discreto disimulo al exigir ayuda encaminada a la meta de sus propósitos. Ignoraban en buena medida al occidental que tenían ante sí. Isa observaba con cierta curiosidad entomológica aquellas exhibiciones de descarnado interés, hacía lo que le era posible, les veía alejarse. Poseían un argumento cuya existencia ignoraban y ante el que la negativa era imposible.
La mujer y la hija de C acuden también a la cita y le son presentadas. Hace calor en Pekín esa tarde. Una vez más, es una historia de larga separación, castidad prolongada, esporádicas visitas conyugales, reunión bajo un mismo techo y luego estancias durante algunos años de él en países extranjeros. C hace carrera y, consecuentemente, tiene enemigos, apoyos, ambiciosos planes. Su fidelidad por el nuevo líder, el de la consigna “¡Enriqueceos!”, el apóstol de la modernización y el pragmatismo, es ilimitada. Los enemigos del actual hombre fuerte del Partido, que sufrió los ataques de la Revolución Cultural, lo son de la gente de valía, como C, de los profesionales emprendedores, de las antiguas víctimas.
C habla del Gobierno con apasionado fervor.
-¡Teng Xiao-ping es mi ídolo!-dice.
Siempre ha sido un hombre de pasión. Y de olvido. Posee ese sorprendente mecanismo que a todos ellos les es común: un espíritu en compartimentos estancos, un cerebro que se regula en terrazas y esclusas, como los campos de arroz, en el que la noche desciende por sectores y vela al exterior, y a la conciencia, el estado de sus vecinos, el edificio próximo que alberga recuerdos y experiencias que no conviene iluminar.
-He visto a H Tiene problemas de familia. Ha envejecido. Me interesaba mucho localizarle. Es buena persona…-Isa le habla de su visita a la ciudad interior en la que se conocieron, a la que C, desde que consiguió salir, nunca ha vuelto.
-¿Lo es?. Lo fue quizás contigo. Era de los jefes, siempre estuvo en el Partido. En los mítines de la Revolución Cultural recuerdo su puño en mi cara.-C hace un gesto. Recurre muchas veces en su expresión a movimientos tomados del teatro que retrotraen a las marionetas ideológicas de las óperas modelo.
Él es capaz de este hervor momentáneo, de la hipérbole de ademanes y palabras. F está en el extremo opuesto, en la calmosa sensatez de su carácter pacífico. Pero ellos dos, y el resto, comparten, más allá de la superficie, la parcelación interior del territorio. Ahora C es todo proximidad, manifiesta sentimientos, pide cosas. En cuanto la visitante extranjera se levante de ese asiento, deje el hotel, tome el avión, desaparecerá totalmente, aunque sus cartas, la tenaz felicitación de Año Nuevo, luchen por mantener contacto. C no responderá nunca; la ha hundido en lo que no interesa para fin alguno, en la zona de sombra.
H envía cartas sorprendentes. Tan raras como las chispas fugaces de un cielo clausurado, con, entre ellas, espacios inmensos de silencio, de años. De repente, una exclamación, una petición, el borde de una tempestad en una conciencia lejana, ajena en todo y sin embargo próxima por la experiencia común, por el descenso fortuito, inolvidable, que, a través de él, y de otros, hizo la extranjera a la certidumbre de un fondo compartido, de una masa compuesta por los mismos ingredientes.
Puedo hacer muchos tipos de trabajo. Conozco varias lenguas extranjeras. Sólo necesito que me ofrezcan una oportunidad para ir.
Miro las fotos. Pienso en ti cada día.
Es depresión, se dijo al recibirla, es depresión. Lo que no impidió que el mundo se le hiciera mil pedazos mientras, inclinada sobre la mesa, la carta se le volvía turbia. Nada podía hacer. Nada para ayudar. Una fidelidad sin norte ni provecho.
H había lanzado aquel mensaje, desesperado y extenso, .escrito a lápiz en unas hojas de papel finísimo, en los años ochenta. Páginas que preocuparon a la destinataria por la seguridad de su antiguo amigo. ¿Cómo habría pasado la carta la censura?. Naturalmente no había, en realidad, crítica al régimen, pero cualquier expresión de descontento, de deseo de huida, lo eran. H tenía a su favor la categoría, su veterano carnet del Partido, el conocimiento del callejero burocrático. Sin duda sabía moverse; por ello se permitía el supremo lujo de ignorar toda precaución. Había una historia personal, una historia de entonces, revivida, recorrida al parecer con los pasos circulares de la obsesión.
Por encima de todo la profesora extranjera subrayó la llamada de auxilio que contenía aquella carta, y le respondió explicándole su impotencia, la extensión mínima de su círculo. Se quedó con el renovado sabor del remordimiento de los ricos, del lujo de su libertad y sus posibilidades en contraste con las líneas pidiendo cambiar, salir, llegar.
La siguiente carta-mediaron respecto a la anterior años- correspondió a la China del pragmatismo. H se había metido en negocios, montaba sociedades, pedía informes sobre inversores y empresas, tenía, junto con un amigo, proyectos. Respondió, él también, al esquema que seguían cada uno de los otros, abrumó súbitamente con sus peticiones y luego, cuando la extranjera hizo cuanto pudo, sin el éxito que deseaba, no volvió a escribir más. Era tiempo de carnets del Partido más nuevos. Ya no podía cortar el paso, hundir en una granja, a los intelectuales como C. H cultivó sus parcelas, sus contactos y sus asociados.
Le ha visto en el restaurante, muy cerca de donde ambos trabajaron. De nuevo ha transcurrido el suficiente intervalo como para que la persona que le ofrece brindis tenga poco en común con la que, en su desesperación primero, en su interés después, le envió dos cartas. Incluso es inútil mencionarlo; son puertas cerradas, pisos que se van dejando para habitar en casas nuevas. H se ha metido en algunos negocios, está adaptado, en la medida de sus posibilidades, al enriqueceos, en su caso sacar un sobresueldo, porque ya la cresta de la ola para su generación pasó. Cabe que haya sido un canalla, o, al menos, ciertamente brutal durante los años sesenta.
Las máximas, el credo político, era un útil pasaporte de odios muy anteriores a la consigna, un blanqueo de rencores, celos, envidia, que por fin podían mostrarse con la toga severa de la justicia, que salían con la cabeza alta para dar, a plena luz, su paseo triunfal.
Se tiró a un pozo-había dicho F-Se tiró a un pozo. ¿Y quién mejor podía haberle obligado a suicidarse que el dirigente de la célula del Partido?. H, que la abrigaba en su despacho con una manta para que descansara echada en el sofá, que remetía los bordes con sus manos de campesino, había agitado puños y consignas, empujado a la muerte con el mismo tesón con el que estudiaba lenguas extranjeras, quizás causado la muerte. Ahora era apacible, amistoso y distante, ya disuelto en la etapa última de la vida que pronto cortaría del todo los filamentos que pudieran quedar entre ellos.
-¡Salud!
-¡Salud!
-¿Qué sabes de M?-pregunta ella.
-Volvió a casarse. Tras el accidente de su hijo, todo se le derrumbó. Vive en otra ciudad.-le dice H, que, como compañero del Partido, algo debe de saber.
M era una mujer atractiva. Tenía sus discretas aventuras extraconyugales. Quizás hubo denuncia, o quizás rechazó tenerlas con quien convenía. Dieron el divorcio a petición del marido, y luego al parecer la casaron con un viejo. H practicaba el espionaje doméstico de la camarada aprovechando el vapor etílico que seguía a los banquetes y a los brindis. Entonces, cuando estaba a solas con la cooperante, le hacía preguntas en las que ella, pese a la semiembriaguez, veía brillar la lucecita de peligro y a las que respondía invariablemente con alabanzas de la conducta de M. En los chinos no existía frontera alguna entre la vileza y lo conveniente. La delación era hábito y la simulación virtud. Humanista era una acusación frecuente que empleaban, en el tono ligero e inocuo con el que se trata con irresponsables, dirigiéndose a la extranjera. Podía ser, entre ellos, un delito, una propensión criminal, un abandono a concesiones personales por encima de las máximas, de la fundamental distinción entre los enemigos y los amigos de clase.
De M no ha sabido, pese a su tenacidad epistolar, la extranjera nunca nada. De todas formas fue mujer que mantuvo siempre su reserva. Ejerció su oficio de intérprete y nada más. Pero tenía rostro, la rodeaba el recuerdo de palabras, y ocupaba por ello un lugar en la densidad honda a la que habían descendido y reposaban los que conoció en aquella época.
Sabe Isa perfectamente que no hizo sino costearlos, que son territorios, más allá de los bordes, ajenos y desconocidos, pardas superficies ignoradas por sus mapas. Cada uno, cada situación, el país entero, es un piso del que no ha visto sino el encaje del mantel del salón, el que se saca para las visitas, y, por el rabillo del ojo, el interior, de pasada, de alguno de los principales cuartos. Hay la planta baja, el sótano, los áticos, el trastero, una serie de pasillos por los que llevaban a gente que no solía volver, interminables cubículos más lejanos, más aislados, más oscuros, cuando ya ni vale la pena hablar de policía ni de engaño porque es el aire que se está respirando. Y cree, sin embargo, saber tanto de ellos.
Los demás-conocidos, exalumnos, amigos de alguien que les había dado su dirección-solían aterrizar de improvisto, apenas una llamada y un programa muy apretado de necesidades que parecían exigencias. Luego se iban y lo más frecuente era que no enviasen ni una tarjeta de reconocimiento cortés. Correspondían de manera tan estricta al dicho de que los chinos no tienen corazón sino intereses que resultaban, en su dirigismo estricto hacia fines inmediatos, curiosos prototipos de determinación mecánica. El último otoño del siglo XX llegó, en su tercera visita a Europa, el profesor Y, que enseñaba en una universidad del sur de China, un hombre de la generación antigua, desde siempre en el Partido, distante, se diría indiferente respecto al pasado próximo, historiador que, sin pasión alguna, rebatía la ocupación, en 1950, del Tíbet y hablaba de documentos de vasallaje. Sus estancias en Europa, en delegaciones, en congresos, siempre integrado en la cápsula de sus compatriotas, no habían rozado el estricto ritmo de sus hábitos y de sus preferencias gastronómicas; tan sólo obligado por las circunstancias se enfrentaba, como quien planta cara al enemigo con desconocidas armas de cuchillo y tenedor, a platos occidentales. Había introducido en su fichero la conveniencia de buscar, tras el divorcio, nueva esposa, tenía un claro perfil de las características en el que cualquier toque sentimental brillaba por su ausencia. Bastaba con que le fuera presentada una mujer disponible que casara, por edad y circunstancias, con la demanda para que, en cuestión de horas, presentara su oferta. En la última visita le acompañaba el profesor J, veinte años más joven, cuyas inquietudes se centraban exclusivamente en los avances de la electrónica y en la necesidad imperativa de que se le ayudara, puesto que sólo hablaba inglés, para ponerse en contacto con los departamentos de investigación de algunas universidades españolas. Su técnica de máximo aprovechamiento en tiempo mínimo pilló desprevenido a un amigo al que, tras un encuentro fortuito, Isa le presentó. En cuanto supo que éste era profesor de informática, el compañero de Y hizo blanco al recién llegado de una batería de preguntas a cuyas exigencias el estupefacto hispano no sabía cómo escapar.
-¡J trabaja mucho, muchos gastos, su hijo va a una escuela privada!. ¡China ahora más capitalista que nadie!.-todo esto lo dice Y con una sonrisa festiva, apoyada por su compañero al que se le traduce de vez en cuando la conversación.
Como lo han dicho H, C, F. La misma sonrisa que el hispanista N, que fue desterrado y condenado a labores agrícolas y que rehizo después, sobre el hueco de los años perdidos, su vida a la sombra de la figura de Cervantes. El profesor Y vivió, una tras otra, las consignas del régimen, el encendido maoísmo, las purgas, el zarandeo de destituciones e incondicionales alabanzas. Ha coreado fervientes adhesiones al socialismo e indignadas denuncias del revisionismo burgués, ha agotado los improperios dirigidos contra el capitalismo y sus lacayos y ha garantizado al comunismo eterna fidelidad. El Buró Político cambió el color de la escena con la misma facilidad con la que se pulsa el interruptor de un foco, y el capitalismo es ahora excelente, la riqueza encomiable, el beneficio y las leyes de mercado dignos de la mayor atención. Ninguno de estos términos es, por decreto de la autoridad competente, incompatible con el credo oficial socialista, el comunismo futuro y la figura de Mao, instalado ya para la eternidad en los altares de la imaginería nacional. Nadie de los que llegan, testigos, actores, víctimas de las incongruencias de clanes en el poder renovados pero inalterables, muestra indignación, perplejidad, rebeldía. Nadie intenta siquiera rescatar su propia imagen, salvar su juventud, justificar ideales en cuyo nombre se dispuso de sus existencias, despedazar análisis, desenmascarar solemnes falsedades, arrasar mitos. Ni siquiera manifiestan la expresión de una discreta curiosidad por la situación futura. Hay una encarnizada adaptación de insectos al momento y el medio, un rechazo infranqueable de cuanto no se relaciona con intereses inmediatos. Y la risa que es simple aceptación y punto final.
En casa de Isa, tras una jornada maratoniana de estación, alojamiento y orientación sobre lugares de interés, Y y J se permiten un respiro. En el salón hay un gran mapa del mundo, muchas fotografías en color de diversos países y al lado el recorte, enmarcado y ampliado, de la primera página de un periódico anglosajón: Seis de junio de 1989: imagen en blanco y negro de la plaza Tien Men, de Pekín; un hombre solitario, en la mano, por toda arma, una bolsa de plástico, de pie frente a una columna de cuatro tanques a la que impide avanzar.
-¿Dónde es aquí?. ¿Y esto?. ¿África, América del Sur?-van preguntando los dos visitantes mientras recorren las fotos de la pared.
-Eso es Brasil. Aquello Zanzíbar. Y esto-Isa se desplaza y señala directamente el recuadro.-es Pekín, la plaza de Tien Men.
-¡Pekín, claro, Pekín!-dicen entre sonrisas. Y, aunque es imposible no verlo, no lo miran.
No harán, sobre el recorte, el menor comentario.
Ninguno de los que había ido encontrando y fueron guardias rojos había hecho el menor esfuerzo por salvar su pasado. Lo habían dejado hundirse como una ofelia, quizás impacientes de que se cerraran sobre él las rememoraciones, de que descendiera a un fondo sin miradas. Isa los había llamado La Generación del Gran Recuerdo, gente de cincuenta años que formó parte del millón de adolescentes reunidos en la plaza de Tien Men que gritaron las alabanzas del Líder hasta enronquecer. Aquello quedaba, en el mejor de los casos, enquistado en un tiempo de dorada irresponsabilidad, comunión y pasión y obedecía a la propia lógica de su catarsis. Los antiguos estudiantes desterrados formaron luego a veces bandas de delincuentes, hordas urbanas de inmigrados ilegales, unos volvieron, otros desaparecieron, el tiempo los vistió, como el ocaso, color de resignación y ceniza. Los dirigentes, con cambios sólo de nombres, continuaban, se amurallaban y defendían su clan, distribuían el poder con otras reglas, con otros signos, soltaban el 89 tanques sobre la plaza que dos décadas atrás otros jóvenes habían también ocupado. Veinte años después, en vez de una alfombra de Libros Rojos, los muchachos construyeron una torpe imitación de la Estatua de la Libertad para escarnio de los descendientes occidentales del 68, una Diosa de la Democracia que miraba hacia Estados Unidos, hacia un horizonte de posibilidades al que instintivamente aspiraban y del que se les privó mientras la deidad, y ellos mismos, eran reducidos a escombros. Fin del siglo XX. Tiempo de logística y rearme, de modernización del Ejército y de nueva vigilancia de fronteras; tiempo de señores de la guerra, de completo dominio del Tíbet y Sinkiang.
La Generación del Gran Recuerdo repite, también hoy, las consignas. Como un aplauso, un patético homenaje involuntario a la duradera eficacia del archipiélago.
Los que se hicieron un hueco en la balsa de la modernización, abrazados a las máximas de apertura económica de Teng Xiao-ping, hubieron de mirar hacia otro lado cuando la ola de exigencias democráticas hizo en 1979 dar marcha atrás al Buró del Partido Comunista y desencadenar una nueva purga. Las manifestaciones del 76 que siguieron a la muerte de Mao habían gritado ¡No más emperadores! y exigido apertura hacia Occidente y libertad interna. Se continuaron en un movimiento democrático que impregnó, el otoño del 78, desde Pekín a las grandes ciudades y vio desfilar exguardias rojos que pretendían regresar a sus hogares y represaliados de las diversas purgas que solicitaban la revisión de sus expedientes. Contra ello el Gobierno alzó una barrera de prohibiciones: de expresión, discusión, prensa, de la Liga de Derechos Humanos, de la comunicación con extranjeros. El Código Penal del 79 había sido el primero en la historia de la República Popular e iba a quedar en letra muerta, la arbitrariedad del ejecutivo era-es-absoluta y China se ha hecho célebre por su generosa y presta aplicación de la pena de muerte, por las ejecuciones públicas y por el tráfico con órganos de condenados. El término contrarrevolucionario designa cómodamente a cualquiera que disienta del sistema y lo asimila al criminal común. El gulag, la población concentracionaria, se estimaba en 1985 en unos quince millones de personas. Los autores de la literatura de samizdat, los difusores de publicaciones clandestinas, no parecían compartir el relativismo cultural tan en boga en Occidente:
¡No podemos seguir tolerando esta situación! ¡Como si los derechos humanos y la democracia fueran monopolio exclusivo de la burguesía occidental, mientras que el proletariado oriental sólo necesitaría dictaduras en todos los terrenos, superestructura incluida! (tadzupao pegado en el Muro de la Democracia, de Pekín).
Somos ciudadanos del mundo. Hay que abrir las fronteras, estimular los intercambios comerciales y culturales, dejar circular la mano de obra. Los ciudadanos reclaman la libertad de salir del país. (Liga China de Derechos Humanos).
Si la única dificultad fuera que los mandarines tienen un concepto del mundo mandarinal y los hombres normales un concepto normal del mundo, no habría problema, pero los mandarines quieren, cueste lo que cueste, hacer la felicidad de las generaciones futuras, llevar a cabo hazañas inolvidables, y no toleran que se cambie un átomo en sus proyectos concebidos “enteramente en el interés del pueblo”. (Liu Ching, disidente).
No hay mejor lápida que el vasto territorio de los números. Las víctimas, cuando sobrepasan ciertas cifras, lo son mucho menos. Además, cuanto mejor está hecho el archipiélago más carecen de espectacularidad. Sobrevolada en el tiempo y la distancia, la geografía orwell parece simplemente un terreno de peculiar estructura que invita a la descripción social, al análisis teórico y que pertenece a la sobremesa meditativa del sabio, a las veladas del filósofo y al material de que están hechos los seminarios de historia contemporánea. Pero había beneficiarios. Todo no quedaba en la puesta en práctica de ideales de discutible eficacia impulsados por hombres íntegros. La sumisión al futuro, la más implacable e inapelable de las sumisiones, otorgaba ilimitados derechos a un clan que transmitía las claves de su estructura dentro del círculo de sus fieles. Éstos gozaban de la mayor riqueza: la distinción entre forzosamente iguales, las especiales raciones de seguridad, las ventajas en la vida cotidiana. El régimen saciaba, sobre todo, la más antigua de las pasiones, la motivación bíblica del primer crimen:
si accediera a ese poder, hasta lograría desviar de sus habituales principios al mejor hombre del mundo, ya que, debido a la prosperidad de que goza, en su corazón cobra aliento la soberbia; y la envidia es connatural al hombre desde su origen (…) envidia a los más destacados mientras están en su corte y se hallan con vida, se lleva bien, en cambio, con los ciudadanos de peor ralea.[18]
Suele subestimarse la fuerza de la envidia, su simplicidad irrefutable y el terreno extenso de su arraigo. El manejo del término igualdad, si no se limita a derechos, es un arma letal extraordinaria cuando se trata de segar espigas y cabezas que sobrepasan, tiene garantizadas la buena acogida multitudinaria y la eficacia en motivaciones a corto plazo, siembra de sal pero ofrece el atractivo irresistible de la esterilidad del vecino. El maoísmo era un ejemplo excelente de persecución de la excelencia, de negación de realidades evidentes como la pluralidad de aptitudes y la disparidad de capacidades, voluntad y energías. Contra esto, contra la constatación de lo innegable, se procuró un armazón ideológico que aligeraba a las gentes de la responsabilidad de sus vidas y repartía victimismo. Los ritos de confesiones públicas, denuncias y críticas ofrecieron a intelectuales y profesionales como pasto regular de unas mayorías que entendían su imposición en todos los terrenos como ortodoxia e inalienable derecho. Tenían, además del futuro, el argumento de las buenas intenciones, los solidarios y equitables bienes que sólo podían sembrarse con el previo desbroce. Junto con la fidelidad, se les distribuía una recta conciencia impermeable a la reflexión, a las comparaciones y a la rebelión. El reverso, la alternativa, era una coyuntura angustiosa, difícilmente soportable porque sólo podía ser identificada con la traición.
Los funcionarios del régimen formaban, mientras tanto, una minoría a salvo de toda denuncia, confortablemente defendida por las consignas y por su color gris. Hasta el día de hoy son, pese a y sobre los muchos vaivenes de las directivas políticas, un perdurable tejido de intereses por cuya compacta superficie resbalan, y son proyectados hacia los emisores, ataques y críticas. Sigue estando formado por el clan Partido-Ejército, que posee desde los mejores cotos económicos a la más granada selección de oportunidades y ventajas para sí y su progenie. Mientras, desde el 49, ha ido pagándose cada una de estas ventajas, cada imposición del dogma, con la eliminación de cuantos eran externos y no asimilables a la trama, a los que se sumaba el necesario cupo de víctimas propiciatorias y blancos escogidos de la violencia popular. Lejos de ser el archipiélago un ente de razón plasmado, de manera secundaria, en actores fortuitos y marcado de forma subsidiaria por actos y sucesos, el proceso es más bien inverso, un edificio a la medida de inquilinos de muy concretas características, adquirido y mantenido por éstos al precio del cuidadoso y general cultivo de resortes tan irracionales como sórdidos.
La civilización era un bosque irregular y espeso contra el que resultaba grato predicar quemas, prodigar desdenes, distribuir la euforia de la tábula rasa, un lugar donde nada había sido ni podría ser más grande que el sujeto repetido por la millonaria extensión de sus iguales. La razón y la evidencia traicionadas eran el simple reverso del hermoso rostro del totalitarismo, de su halagadora oferta de igualdad que alimentaba a un archipiélago de lotófagos, carentes de historia y de pasado, ajenos al mensaje que sus ojos les ofrecían. La glorificación del grupo, la mayoría elevada a los únicos altares, abría al fin la puerta a un paraíso mucho más cercano que la sociedad sin clases prometida por los profetas: el edén libre de responsabilidad personal y de reflexión.
Bajo el clan, a considerable distancia de los dirigentes, se hallaba una masa de beneficiarios de distinto orden, lo suficientemente extensa como para ofrecer a la pirámide un apoyo duradero. Eran abundantes los que, por razones sociales y políticas, habían sido privados de sus puestos. En su lugar llegaron a hospitales, fábricas, universidades y ministerios los comisarios ideológicos, grupos directivos a los que calificaba como tales el nombramiento oficial del Partido en virtud de su fidelidad a las consignas y su extracción obrera y campesina. Ellos reemplazaron, sojuzgaron o expulsaron a médicos, bibliotecarios, profesores, ingenieros y arquitectos, cerraron aulas, tuvieron, en talleres y granjas, regimientos de estudiantes bajo sus órdenes, accedieron vertiginosamente a niveles directivos, y se mostraron dignos de ellos persiguiendo los conceptos mismos de categoría y de intelectual. Como el lenguaje fielmente refleja, siempre eran grupos, colectivos que trataban con otros colectivos, delegaciones, representantes y equipos cuya metodología se basaba en reuniones, mítines y asambleas. El individuo-distinto, histórico, calificable y peculiar-no existía, era de utilidad nula para la liturgia fácil del liderazgo con el que la nueva clase se justificaba. Había un necesario placer en el ejercicio de la potestad de convocarlos, en la aspersión de consignas y el recurso al principio de superior autoridad, en la repetición de citas y la alusión a la triste suerte reservada a reticentes y tibios. Hubo mucho de disfrute en el masivo ejercicio de la dictadura del proletariado, material, continua, física, y también no poco goce en la ascensión sin etapas ni peajes a las plataformas de dominio social. Los comités directivos maoístas fueron siendo, calladamente, reemplazados a medida que su existencia resultaba catastrófica en exceso. Por entonces la mortalidad en operaciones quirúrgicas, partos, accidentes de la construcción y fallos de vehículos pasaba a engrosar el capítulo de pérdidas por motivos de determinismo histórico y serviría de tema para un género literario posterior basado en la triste descripción de las consecuencias de la campaña del 66. Los comisarios no fueron, sin embargo, desalojados del reducto de la cultura. Aviones, puentes, proyectos hidráulicos y clínicas admitían pocas bromas, tenían fallos demasiado estrepitosos y disminuían la producción. Con universidades, institutos, bibliotecas y museos era posible permitirse, sin embargo, una prolongación del experimento maoísta; quizás por la cantidad considerable de personas sin más legitimación, luces ni mérito que las adhesiones igualitarias que no estaban en absoluto dispuestas a abandonar los despachos y a renunciar a los placeres del dominio sobre la asustada y sumisa grey intelectual. Cultura y Administración continuaron proporcionando un acogedor reducto a la tropa de los beneficiarios, que apretaban las filas ante la sola mención de criterios que hicieran peligrar la salvadora prohibición de sobrepasar la altura mínima. Otros sectores se diversificaban, modernizaban e introducían con prudencia criterios de eficacia. Enseñanza, Artes y Letras continuaron siendo, en los setenta, un feudo de la Revolución Cultural, e incluso prolongaron, tras la muerte de Mao y las loas oficiales al pragmatismo, la defensa de una mediocridad que el régimen consideraba, no sin motivo, su propio bastión.
Hubo un terreno de gran victoria. Mao Tse-tung pudo ganar su batalla después de muerto y disfrutar de un juguete funerario a la medida y dimensiones de los deseos más profundos y persistentes de su corazón. Fue un homenaje como el que los súbditos de Shih Huang-ti habían dispuesto en la tumba imperial: ejércitos de terracota, mares de mercurio y cielos de pedrería, el reino entero encerrado en una cripta y concentrado en substancias de inalterable perfección. Poco importa el austero pabellón que alberga en Tien Men la momia del Líder, porque el verdadero monumento a sus enseñanzas es mucho mayor y se alza en otra parte. El Comunismo puro, las máximas del Gran Salto Adelante y las de la Gran Revolución Cultural Proletaria se realizaron rigurosa, exacta y completamente en un lugar cercano bajo el apoyo, guía y responsabilidad directa del Gobierno Chino. El Mañana socialista, la Parusía de Marx y de Lenin fue hoy, y fue en Camboya.
Durante cuatro años Camboya fue probeta de la utopía, escenario de un fenómeno único: allí se llevó a cabo hasta sus últimas consecuencias el experimento del Hombre Nuevo, se hicieron realidad la abolición del dinero, la vuelta al campo y el abandono de las ciudades, el nacionalismo radical y la perfecta xenofobia, el régimen de autarquía, la sociedad sin clases, la desaparición de las élites (excepto, naturalmente, el Partido), la aniquilación de los intelectuales en el sentido literal y etimológico del término, la generalización del trabajo manual, la supresión del individuo, la instauración del igualitarismo. Todos los tópicos en que se ha complacido una supuesta izquierda occidental cómoda, poco amante de análisis y siempre dispuesta a defender paraísos a costa de otros, se hicieron en ese rincón del sudeste asiático realidad. Como ocurrió en la Unión Soviética, en Corea del Norte, en Albania y, por supuesto, en China. Pero el caso de Camboya es único en la concentración de espacio y tiempo y en el rigor del experimento. Los khmeres rojos aislaron su probeta del mundo exterior en abril de 1975, poco antes de la retirada estadounidense y la caída de Saigón. El ejército vietnamita irrumpió en enero de 1979 y se encontró con un genocidio de casi un tercio de la población y la reducción de un país antes abundante en recursos, donde se comía bien y que comenzaba su modernización a un territorio famélico y desolado, sin ciudades, hospitales, escuelas ni carreteras.
A mediados de los años sesenta Camboya es un país sin especial importancia que extiende su pequeño territorio de menos de doscientos mil kms.2 entre dos naciones de numerosa y activa población: Tailandia y Vietnam. El río Mekong atraviesa los bosques de esta cuña tropical de seis millones de habitantes que nunca se han distinguido por especial belicosidad, son budistas y se dedican a la agricultura, la pesca y la explotación forestal. Hay un muy modesto vivir pero no hambrunas. En 1968 se iniciaban tímidos intentos industriales a los que debía servir la salida al mar, al golfo de Siam, por el puerto de Sihanoukville. La década de los setenta es una lección acelerada de métodos de destrucción. Tras la independencia, en 1953, el príncipe Sihanuk había mantenido una política de inteligente equilibrio respecto a las potencias; éste se rompe cuando la península de Indochina se vuelve escenario bélico.
La atmósfera de Phnom Penh se había degradado desde principios de los sesenta. Al tiempo que hacía gala de neutralidad, el Gobierno de Camboya se complacía en una crítica implacable de los países occidentales y justificaba el ascenso comunista en Vietnam. Paradójicamente, ese apoyo diplomático y moral a las iniciativas de Hanoi se acompañaba en el interior del país de una verdadera caza de brujas. Sihanuk perseguía sin tregua a los comunistas camboyanos. (…) El malestar se debía también a la galopante corrupción. El régimen se descomponía inexorablemente. Malversaciones e injusticias se multiplicaban. Paralelamente, se acentuaba la represión. (…) Sihanuk corría hacia su perdición. Descuidaba su política de estricta neutralidad. Había permitido a vietcongs y norvietnamitas utilizar el puerto marítimo de Kompong Song y gran parte del territorio khmer para hacer llegar a Vietnam del Sur municiones y material militar.[19]
China y la URSS sostienen a las guerrillas comunistas y se disputan entre sí la hegemonía asiática. Estados Unidos apoya a los regímenes de signo contrario. La equidistancia es inviable y en 1970 hay un golpe de Estado que coloca, con el apoyo norteamericano, a Lon Nol como Presidente y destrona a Norodom Sihanuk, el cual se decanta por el asilo y apoyo de Pekín, sellando así el destino de Camboya. El ejército de Lon Nol carga contra cuantos considera sospechosos o enemigos, sean marxistas o comunidades cristianas, la imposible neutralidad ha desaparecido, los ecos de la guerra de Vietnam se hacen cada vez más cercanos y menudean las incursiones sudvietnamitas en la frontera este, avanzan desde el norte las tropas del vietcong.
el nacionalismo khmer había impulsado a miles de jóvenes y de veteranos a alistarse en las tropas republicanas. Este ejército improvisado, compuesto de soldados de fortuna, intentaba frenar, al precio de numerosas bajas, la invasión norvietnamita. Los dirigentes de Phnom Penh, amenazados de asedio por la maquinaria bélica vietcong, pidieron entonces ayuda militar a americanos y sudvietnamitas. Al aceptar esa alianza táctica no teníamos la impresión de que estábamos sellando un pacto con el diablo.(op. cit.)
Convertida Camboya en un pasillo bélico, su población se halla sometida a intereses en los que de ninguna manera figuran los derechos de la población civil, aterrorizada y confusa por las guerrillas foráneas y por la autóctona de cuatro mil khmeres rojos aprovisionados en armas, alimentos y consignas por Pekín. Washington, fiel a su increíble torpeza en el sudeste asiático, envía a sus bombarderos B-52, que arrojan indiscriminadamente más de medio millón de toneladas de explosivos sobre una población indefensa, en un país que no está en guerra y cuyo régimen es aliado, Estados Unidos lanza en cuatro años tres veces más cantidad de bombas que las que se emplearon contra Japón en la Segunda Guerra Mundial. Los aviones norteamericanos las tiran a ciegas sobre la selva. Quedan miles de muertos, sembrados arrasados para la cosecha y abonados para la desesperación en la que buscarán, en un principio, apoyo popular las guerrillas de los khmeres rojos. Se seguía por entonces, desde el Pentágono, la estrategia de la tierra quemada, que incluía la destrucción física de pueblos enteros para privar de refugio y abastecimiento a los adversarios. La lejana lucha no resulta finalmente ni atractiva para la opinión ni rentable para el presupuesto y Estados Unidos se retira, dejando tras sí a buena parte de sus aliados y una capital, Phnom Penh, ocupada por un ejército que se guía por el más ortodoxo maoísmo. A través de él China se opone a la Unión Soviética y a su creciente influencia en un Vietnam enfrentado a su propia y ruinosa situación de postguerra y al bloqueo.
Hasta el último día del régimen republicano, (la población) se había adaptado a la guerra. Había aprendido a sobrevivir, a afrontar la situación.(…) comíamos lo suficiente (…) La gran miseria, es decir, la pobreza absoluta, no había existido en Phnom Penh ni siquiera en las horas más críticas del régimen republicano. Excepto algunas interrupciones debidas a disparos de los guerrilleros, las escuelas continuaron abiertas hasta el último momento. La organización y el funcionamiento de los servicios públicos apenas habían sido perturbados. (…) Habíamos intentado seguir viviendo como antes. Era una ciudad extensa, acogedora, grata, donde se vivía bien. Había jardines, parques y árboles en flor…Al final del conflicto Phnom Penh tenía más de tres millones de habitantes. Mentalmente rechazábamos la guerra aferrándonos a la vida familiar, a la calidez de las relaciones humanas.(op. cit.)
Los khmeres rojos se encuentran ante un país absolutamente a su merced, empobrecido y aterrado, que acepta con agradecimiento la paz y recibe a los jóvenes e inquietantes soldados, de rostros sin sonrisa y gestos expeditivos con flores y vítores.
Tenían entre catorce y dieciocho años. Sus jefes treinta por término medio. (…) la impasibilidad de los khmeres rojos nos impresionaba. No parecían sorprendidos por nuestra acogida. Estábamos intrigados por la severidad de los gestos de aquellos adolescentes. Desfilaban con dignidad pero no confraternizaban. Desconfiaban de nosotros. (…) Parecía que evitaban aproximarse a las cosas de la ciudad.(…) no hablaban, no se inmutaban. (…) la misma mirada fija en rostros sin expresión (op. cit.)
Comienzan cuatro años de una nueva agresión cuya metódica crueldad la hermana con los campos nazis de exterminio, pero a los que supera con mucho porque se ejerce sobre compatriotas y se hace para construir el paraíso. Es el punto cero, la completa destrucción de los derechos humanos, porque la persona para el Partido no existe sino como sujeto de directivas y proyecto político. Saloth Sar, jefe del Partido Comunista Khmer, conocido como Pol Pot, dirige el Angkar, secreto poder estatal señor de la vida y de la muerte a quien se deben todas las fidelidades. Los soldados son, en gran parte, extremadamente jóvenes, criados en la dureza de la jungla, el encuadramiento militar y la dependencia de sus jefes; pertenecen al mismo peligroso animal de los veinte años que su precedente los guardias rojos, son una especie de pioneros selváticos que miran con rencor y desdén el corrupto y blando mundo de las ciudades. El nuevo Gobierno se inspira, para el nombre y para el ideal furiosamente nacionalista, en Angkor, las imponentes ruinas de una civilización khmer hacía ocho siglos extinta. El credo es de una gran simplicidad: toda la población adulta está contaminada-en mayor o menor grado según su nivel de instrucción-ideológicamente, puesto que pertenece a una historia y formación social distintas a las que el Estado se plantea como modelo. Esta población será, pues, utilizada, desplazada, internada en campos de trabajos forzados, eliminada físicamente y, sobre todo, hecha perecer por malos tratos, enfermedades y hambre. Las ciudades son vaciadas a punta de fusil del día a la noche, comenzando por la capital, puesto que el ideal es grupos agrarios.
(el khmer rojo dice) “Sabemos que es peligroso dejar las ciudades intactas, habitadas. Es el centro de la contestación y de los gropúsculos.(…) Es verdaderamente imposible controlar una ciudad. Hemos evacuado las ciudades para acabar con todas las resistencias, para destruir la cuna del capitalismo reaccionario y mercantil. Echar a los ciudadanos es eliminar los gérmenes de la resistencia anti-khmeres rojos. (op. cit)
Miles de ciudadanos mueren en el forzado éxodo, especialmente los enfermos y heridos sacados de los hospitales y, en general, los más débiles.
Ni siquiera había enfermeros para ocuparse, durante esta ruta del éxodo, de las víctimas de desfallecimientos o de ataques de nervios. Cada familia debía atender a sus enfermos (…) contar con sus propias reservas de alimentos. Ninguna ración de arroz fue distribuida por los khmeres rojos. Nada estaba preparado para recibir a las familias. No había ni mantas ni agua. (op. cit.)
Las ejecuciones siegan continuamente a aquéllos cuya edad los convierte en meros sacos de pensamientos y hábitos indeseables. La cúpula secreta del Angkar experimenta, con las manos totalmente libres y las armas proporcionadas por China, en búsqueda de su futuro paraíso; para ello se vale, siguiendo fielmente las técnicas de la Revolución Cultural, del segmento de población más manipulable, adolescentes y niños adiestrados y fanatizados en los que el vacío de experiencias y juicio crítico se considera como pureza social y a los que se alecciona en la devoción íntegra al Partido y la ausencia de otros afectos.
El soldado era analfabeto: “Esos libros contienen pensamientos imperialistas.(…) Esta escritura es imperialista” (…) Me di cuenta de que el francés y el inglés eran dos lenguas prohibidas en la nueva Camboya. (…) Incluso los libros escritos en lengua khmer (…), según el soldado, eran reliquias de la cultura feudal. (…) Detestaban a los intelectuales, a los especialistas. Afirmaban que los diplomas eran papel inútil (…) Lo que contaba era el trabajo concreto.(…) Las obras públicas se ejecutaban contra todo sentido común El resultado era lamentable: canales en sentido inverso, diques destruidos por las primeras lluvias. (…) La organización rural de los khmeres rojos estaba calcada del modelo de las comunas populares chinas. La cooperativa era la emanación del pensamiento marxista-leninista.(…) Ningún trabajo era definitivo. De un día a otro el equipo de enfermeros se encontraba cocinando, pescando o cultivando hortalizas. El personal del hospital debía ser polivalente. (…)Todos, hasta los imbéciles notorios, debían dar pruebas de espíritu de iniciativa. (…) Los khmeres rojos empleaban un vocabulario lleno de arcaísmos. Ese lenguaje especial nos había llamado la atención en Cheu Khmau. Como revolucionarios integristas, introducían el igualitarismo en el vocabulario.(…) El tema de la prueba y de la purificación volvía constantemente en los sermones de los cuadros (…) El hombre privado de lazos familiares, de propiedad, de gustos individuales, era bien considerado (…) Se creía otro hombre, pero le habían inyectado una personalidad ficticia. El ignorante, pese a todos los lavados de cerebro, sigue siendo un ignorante. (…) colocado en puestos de mando, podía matar a sus compatriotas sin el menor escrúpulo.(op. cit.)
La reducida extensión y población y las circunstancias de aislamiento hacen del régimen un espécimen químicamente puro del fin justifica los medios y una indiscutible ejemplificación de la teoría del partido único exclusivo representante de los intereses del pueblo y constructor, al precio que los líderes juzguen conveniente, de un futuro de modélica igualdad. En este sentido el Angkar ofrece a la Historia un caso de consecuencia política en la teoría-práctica que recuerda a las realizaciones hitlerianas o a las purgas estalinistas, aunque en el caso de Camboya lo apretado del tiempo hace el ejemplo más visible. El exterminio de un tercio de sus compatriotas, unos dos de los seis millones de habitantes, no es, con resultar abrumador, el principal rasgo de la dictadura de los khmeres rojos. Lo que tipifica estas muertes y hace de ellas un tema de obligada reflexión para la conciencia mundial es la densidad de su terror, la estupidez sublimada en teoría que sirve de base a los antiguos guerrilleros cuando aplican en toda su pureza la supeditación incondicional a las metas propuestas. Dado un fin, que es la consecución de una sociedad nueva, edénica, sin clases, absolutamente igualitaria, desprovista de relaciones de comercio, de trabajo asalariado y de moneda, éste fin justifica cualquier acción. En tal esquema el primer enemigo es el ser humano, por su congénita pluralidad y contradicciones, sometido a sentimientos y a lazos afectivos, a aspiraciones intelectuales y a ambición social. El enemigo será menor cuanto menos persona formada, tal es el caso del niño, y el único ciudadano aceptable para el régimen sería, pues, el inexistente, en el que cabe la proyección de todas las utopías. Para llegar al socialismo en tan breve lapso han tenido que quemar etapas, con resultados de solidez incontestable y metodología que, si bien extrema, no puede menos de inspirar simpatía entre los ilustrados del mundo occidental. Los khmeres rojos hicieron realidad los más hondos sueños del ferviente contestatario, del marginal de nómina, dinamitaron bancos, borraron las huellas del imperialismo destruyendo desde las gafas hasta el último medicamento importado (pero no redujeron su propio armamento a hachas y flechas), volvieron a los sanos remedios campestres y a las bondades de la selección natural, extirparon del tejido social a los individuos sospechosos de comprender algún idioma extranjero, tener estudios o simplemente saber leer, eliminaron, con los servicios públicos, al Estado, ese cómodo Satán al que maldecir para “épater les bourgeois”.
Los khmeres rojos fundaban su política, su “progreso ideológico” en la selección natural(…) La gente desaparecía. Los más robustos no eran los más resistentes (…) Las enfermedades diezmaban a las familias (…) La alimentación era la principal causa de las hecatombes. (…) No se hablaba de ejecución; se decía “reeducación”. Para el pueblo nuevo, la reeducación significaba la pena capital (…) Los cadáveres, según los khmeres rojos, constituían un abono valioso para alimentar la tierra, mejorar el rendimiento de los cultivos. (…)Por supuesto que ya no había corrupción, ni tráfico de influencias. Pero ¿qué se comía?. Más vale soportar la injusticia con la boca llena que alabar la igualdad en la miseria, el hambre, los trabajos forzados y la muerte. Ésa era la realidad de la sociedad sin clases. (…) estaban corrompidos por el poder. Era peor que la corrupción por el dinero. La corrupción de los antiguos regímenes al menos no eliminaba la libertad de expresión.(op. cit.)
El precio del experimento, esas vagas cifras de víctimas de las que nunca se podrá tener precisión, puede excusarse: Los líderes actuaban por finalidades altruistas, y tan biensonantes como igualdad, autonomía, nacionalismo y socialización. El país había logrado, en un tiempo récord, marcas que para sí quisieran los defensores de la economía de trueque primitiva: nada menos que la desaparición de la sucia excrecencia del dinero, la ecológica vuelta a la naturaleza mientras se hundían ciudades, arte, hospitales y carreteras, la purificación con las sanas labores agrícolas e incluso el abono de los campos con los cadáveres que iban cayendo. Se podrá acusar al Angkar de muchas cosas, pero desde luego en igualitarismo fue un éxito. De no resultar tan llamativas las fosas comunes, tan lentamente biodegradables las pirámides de cráneos que aún hoy constituyen los monumentos conmemorativos del comunismo camboyano, el pequeño país hubiera podido ofrecerse como parque temático de ideologías alternativas para estancias de vacaciones de occidentales hastiados de las corrupciones de la civilización.
El 13 de octubre de 1977 entré en Francia, llegué a París. Organicé entonces una serie de conferencias para describir, ante los periodistas occidentales, la situación real del pueblo camboyano. Salvo raras excepciones, los espíritus partisanos e incrédulos no querían creer, en esa época, el genocidio que Pol Pot y sus acólitos habían planificado metódicamente. (…) los medios oficiales de los países occidentales no prestaban atención a las llamadas de los refugiados de Camboya(…) las buenas conciencias del Este y del Oeste (…) cerraban los ojos a los crímenes del Angkar, ese monstruo engendrado por ideologías, por teóricos fanáticos y perturbados que habían estudiado, “hecho sus prácticas” en Europa, en China o en Vietnam. (op. cit.)
Las cifras son, en su vaguedad, terribles. Se habla, según las fuentes, de entre uno y cuatro millones de muertos; el equivalente en España sería, sobre una población de cuarenta millones, especular con entre trece y veintiséis millones de víctimas. Hay en Phnom Penh una escuela, Tuol Sleng, que los khmer rojos utilizaron como prisión y centro de torturas y que hoy ha sido transformada en Museo del Genocidio, un museo artesanal y pobre en el que, junto a un mapa del país formado con calaveras, se exhibe un panel de cifras en el que se lee que del 17-04-75 al 7-1-79, durante el régimen de Pol Pot, hubo, en una población que superaba los 7 millones de habitantes, las siguientes pérdidas: 3.314.768 muertos y desaparecidos, 141.868 inválidos, 200.000 huérfanos, 635.522 edificios destruidos, entre los cuales se cuentan escuelas, hospitales, enfermerías, laboratorios, templos budistas y mezquitas, 1.507.416 cabezas de ganado muertas, toda la infraestructura industrial destruida, en la que se incluyen más de cien fábricas del Estado y mixtas y 3.700 unidades de producción artesanal; se añade el abandono de la capital y de todos los centros urbanos-más de un centenar-y cientos de kilómetros de extensiones agrarias arrasadas. En Tuol Sleng se torturó a más de diecisiete mil personas, que después fueron asesinadas en el también visitable Choeunk Ek. Existen todavía las celdas minúsculas, los instrumentos de tortura durante cuya aplicación los presos tenían prohibido gritar, las fotografías de presos, de verdugos, de la documentación y de los cadáveres hallados tras la huida de los khmeres rojos. Nadie intervino cuando esto ocurría. Las protestas extranjeras se alzaron únicamente por la intervención vietnamita.
Los chinos que yo había visto en los camiones eran técnicos y consejeros de la República Popular de China. China era amiga y aliada de la “Kampuchea democrática”. La indiferencia de aquellos aliados nos repugnaba.(…)
Nos habríamos puesto bajo la protección de cualquiera si hubiera podido salvarnos. Incluso de un perro que, ladrando, hubiera hecho huir a los khmeres rojos…Le habríamos tratado como a un aliado sin discutir.
Nos importaba un bledo la naturaleza o la nacionalidad de nuestro eventual protector. En esos momentos, habríamos aclamado a cualquiera: Japoneses, americanos, franceses, chinos, e incluso vietnamitas si hubieran venido a liberarnos. Un hombre que se está ahogando ¿verifica la nacionalidad e intenciones del que le tiende un palo para que se agarre?. (op, cit.)
En 1979 Vietnam toma Phnom Penh y los khmeres rojos, siempre apoyados por Pekín, se refugian en la jungla. Los camboyanos reciben a los invasores con la misma alegría con que hubiesen aceptado a cualquiera que les librase de la pesadilla de Pol Pot. Occidente va descubriendo poco a poco el horror a que ha sido sometida esa nación. La tragedia no ha transcurrido, sin embargo, en total secreto: Desde su gestación hasta su epílogo la República Popular China es activo copartícipe, silencioso aliado y retaguardia indispensable. El maoísmo ha visto al fin realizados los ideales que la extensión, complejidad y disparidad de tendencias impidieron llevar a cabo en su propio país. Ha sacrificado además, sin pestañear, a una población indefensa a la prioridad estratégica de quitar zonas de influencia a la URSS. Nadie pidió a Pekín cuentas, no habrá Nuremberg para los que, desde el Buró Político, alimentaron, dirigieron y sostuvieron a los autores materiales del genocidio de Camboya.
Sin ser rentable, incluso con resultados negativos para los que podrían haberse considerado la cima de su pirámide, el socialismo disfrutó también aquí del status de argumentación satisfactoria, de escala hacia un Grial para cuya obtención se imponía el salto en el vacío. El vasto público chino, al que no puede atribuirse total ignorancia de lo que ocurría en la vecindad de sus fronteras, no reprochó lo sucedido en Camboya, no ha pedido cuentas a su Gobierno, como no las pidió de la ocupación del Tíbet. Participó de esa mezcla de mínimo común denominador intelectual y de satisfacción vicaria basada en identificaciones colectivas que sacian la vieja pasión de Caín. El nacionalismo, la destrucción de las clases sociales y de los niveles culturales distribuyen raciones considerables de bienestar emocional perfectamente adaptado a capas fáciles e inmediatas de sentimientos cuya visceralidad se viste de armazones y motivaciones políticas.
El Sr. Pieng tenía un nombre, y una curiosa semejanza en su expresión a la de los antiguos compañeros de Isa cuando rozaban, sin mayor énfasis, recuerdos ligados a la Revolución Cultural o a cualquier suceso anterior o posterior. Era como si una mano con los dedos extendidos hubiese caído regularmente sobre sus vidas y ellos se apartaran, deslizaran el cuerpo con mayor o menor habilidad hacia los huecos, evitasen la palma y recomenzaran camino observando sólo de refilón a aquéllos a los que había cogido de plano el golpe. El Sr. Pieng vive en el pueblo limítrofe con las fastuosas ruinas de Angkor y proporciona en su casa un alojamiento limpio a los todavía escasos turistas. Él también se fingió analfabeto durante la época de los khmeres rojos, y también fue enterrando o viendo desaparecer a hijo, hija, suegro y parientes. Cuenta, no muchas, historias, y lo hace con esa terrible sonrisa de alejamiento y distancia, con el rostro de alguien que repite una fábula pasada a otros, una sonrisa en la que el interlocutor busca en vano rebeldía, oculto rencor, indignación. Como si también se hubiera amputado eso, en simetría con los enjambres de lisiados que recorren calles y carreteras e ilustran el récord nacional de víctimas de minas. Los supervivientes del completo ensayo general de la utopía camboyana están destinados a que se les olvide antes de recordados, a que los cubra la selva, a que se reproduzcan como ella hasta tapar las ruinas. Los huidos a Europa, a América, se dispersaron con la discreción del agua y, como el Sr. Pieng, no se consideraron materia de reivindicaciones y denuncias. Viven.
Su sonrisa, como las evasivas de conocidos, chinos y no chinos, de ésta y de otras épocas, tiene, probablemente, mucho de la vergüenza de las víctimas, de ese volumen imborrable y proporcional a humillación, injusticia y agresiones que acompaña a los que lo han sufrido y multiplica en ellos el pudor y el sonrojo que los culpables no sienten o rechazan. Las víctimas, salvo afortunadas excepciones coyunturales, son silenciosas. En el mundo actual, de triunfadores, se sienten casi culpables de haberlo sido, experimentan, frente a las maniobras del aprendiz de comisario político, el calculado frenesí del propagandista, la invariable avidez del trepa, el pudor de la repugnancia refleja, de la percepción de un aura de materia particularmente vil que a ellos, y no a sus portadores, es notoria. El caso límite es el verdugo y el preso, pero las etapas dependen de la oportunidad.
Pasan las décadas, llega el nuevo siglo con alharacas de milenio, de luna de papel. La mutación técnica ha vuelto de espaldas la cuna tibia en que se mece la gente de Occidente, al abrigo de intemperies y de cortes de suministros, arrebujada en el placer de lo asequible y fiable, del mundo pequeño y surcado de rutas familiares. Y tranquilamente espera la madura progresión del ritmo de las cosas, el imparable proceso que la ciencia garantiza. Queda la masa de impulsos, de finalidades y codicias acomodadas al útil molde de un aparente esquema racional, acicaladas por el uso, enraizadas en un terreno previamente despojado de competidores por el eficaz desbroce propio de la maquinaria del archipiélago. Están los inquilinos del sistema que difícilmente se resignarán a dejar de serlo, acostumbrados por el largo rodaje a esa especialización en ocupar y defender nichos. Pasan nuevos viajeros, que ven edificios de cristal, bisutería electrónica, maquillajes franceses y modelos diseñados para los cuerpos del futuro. Olvidan que la capa de modernidad y técnica puede superponerse a la más pura barbarie, que refinamiento y crueldad coexisten, que la superficie satinada de cotizaciones de bolsa, pasarelas y ordenadores podría dejar paso, por la conmoción de sus grietas y la presión de impacientes ambiciones, a la regresión hacia paisajes, alambradas y opresiones que nunca han dejado de estar presentes.
El socialismo ha tenido un papel impagable como legitimador de una clase muy especial de beneficiarios que aúnan la inanidad personal, la duplicidad práctica y la pretensión a óptimas justificaciones morales. El clan Partido-Ejército continúa ocupando en China su acostumbrado lugar. Ha sobrenadado la inapelable bancarrota económica y lanzado, bajo las consignas imposibles de capitalismo socialista y un país, dos sistemas, una profesión de ilimitado monopolio del poder. Mientras al oeste los Estados-naciones ceden el paso a unidades amplias de intereses y de cultura engarzadas por libres e imparables corrientes de comunicación, comercio y dinero, en el lejano este se sueña con un movimiento inverso, con una entrada en la modernidad que se entiende como acumulación de fuerza y ocupación del espacio de antiguos imperios. En sus placas tectónicas presiona un militarismo, mucho más ambicioso que la torpe carnicería de los Balcanes, cuyo diseño comenzó a trazarse en 1972 y fue motivo cardinal de las visitas de Kissinger y Nixon. El Gobierno chino lleva lustros invirtiendo, silenciosamente, enormes sumas en armamento, el Partido se ha fundido completamente con el Ejército y la economía sigue la ley de la jungla, con un crecimiento e inflación tan acelerados y desiguales que pueden resultar explosivos. En la amalgama del clan en el poder, todos los militares de algún rango son miembros del Partido Comunista, que a mediados de los noventa sumaba unos cincuenta y dos millones de personas, un 4,3 por ciento de la población. De éstos, treinta millones eran cuadros dirigentes empresariales cuyos sueldos, sin contar los ingresos adyacentes, han aumentado de forma espectacular. El Ejército chino es propietario de miles de compañías comerciales, situadas en buena parte en las ricas zonas del sur. De aquí resulta una tupida red de intereses, presta a defenderlos como ocurrió en la masacre de estudiantes de Tien Men.
Hay una zona enorme, remota y secreta que se extiende en la frontera norte y noroeste. De las llanuras mongolas y las frías tierras de Manchuria se pasa a las altas mesetas que ascienden hacia el Himalaya. Allí se produjeron, desde 1964, las explosiones nucleares, pruebas que Pekín continúa con cortés indiferencia hacia las observaciones de Occidente. Ya en los sesenta Mao marcó los pasos de una diplomacia que permitiera en su momento la asesoría, en compras de material bélico y sistemas de seguridad, de Estados Unidos, cuya superioridad técnica siempre envidió. Invadido el Tíbet en 1950, aplastada su rebelión en el 59 y arrasado el país el 66, es hoy un territorio militar chino. En sus intentos de frenar la nuclearización de Corea del Norte, Washington ofreció a China, a cambio de sus buenos oficios, promesas de asistencia, especialmente en simulación de pruebas nucleares, e intentó evitar que Pekín exportase misiles y material radioactivo, sabedor de que, si no había substanciosas contrapartidas, ninguna consideración ética le impediría vender armamento atómico a dictaduras y países en conflicto como Pakistán. No puede descartarse la idea de que Pekín acaricie el sueño de ocupar el espacio geopolítico dejado por la extinta Unión Soviética y alzarse como la gran potencia asiática rodeada de vasallos. Este sueño imperial, tan probable como peligroso, ofrece las justificaciones finales y enemigos externos indispensables a las dictaduras, desvía críticas y enmascara el conflicto interno, que es, realmente, el gran enemigo. El armamentismo acelerado se legitima de esta forma, y con él la última dinastía mandarinal representada por el Buró Político. Para ello se ha recurrido, aderezados de neomaoísmo, al viejo chovinismo han y al nacionalismo xenófobo, siempre socorrido recurso en las dificultades del salto a la modernidad.
Al sur la situación es igualmente conflictiva: Pekín reclama grandes áreas del Mar del Sur de China y marca como propias en sus mapas franjas que se adentran en aguas de Vietnam, Malasia, Filipinas, Brunei, y que contienen, además de algunas islas, importantísimos yacimientos de gas y petróleo. Estados Unidos se mostraba dispuesto a impulsar y salvaguardar el área del APEC (Cooperación Económica Asia-Pacífico), pero actualmente las opciones de Washington en política exterior podrían inclinarse hacia el gran escudo protector de los intereses nacionales y la presión sobre aliados tibios para que se hagan cargo de sus propias responsabilidades defensivas. China pertenece al APEC, pero pretende un liberalismo sin libertad y un capitalismo sin democracia. Sus vecinos costeros temen que el Pentágono rehúse hacerse cargo de la seguridad de la zona del Pacífico y China intente imponerles nuevas fronteras. En 1958 Mao Tse-tung ordenó el bombardeo de la isla de Quemoy, perteneciente al Gobierno de Taiwan, para mostrar a los rusos su independencia y ausencia de temor a una respuesta atómica norteamericana. Mao declaró en diversas ocasiones que podía permitirse el lujo de que muriesen decenas e incluso centenas de millones de chinos porque la población del país era muy abundante y se repondría en breve. De hecho, llevó la idea a la práctica, con el prometido coste humano, en sus desastrosos experimentos del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. La tendencia, por otros medios, no ha hecho sino continuar. Las inversiones en Ejército y armamento crecieron, en los años noventa, a una velocidad vertiginosa y se estimaron en 1993 en entre cuarenta y sesenta mil millones de dólares, lo que colocaría a la República Popular en el tercero, o quizás segundo, puesto, tras Estados unidos y a la par o por encima de Rusia. En 1994 el presupuesto chino oficial de Defensa fue de seis mil millones de dólares, más del doble que en 1987, y el presupuesto real estimado por los observadores extranjeros podría ser seis veces superior y estar dedicado en buena parte a la moderna flota, dotada de nuevos lanzamisiles y submarinos y a las masivas compras de armas rusas. El Tíbet es una plataforma logística con al menos nueve aeropuertos, once estaciones de radar y numerosas bases balísticas. Desde él las ciudades soviéticas quedan en el área de tiro: Moscú sólo está a tres mil kilómetros, Delhi a cuatrocientos, y desde Sinkiang hay la posibilidad de cortar Siberia en dos. Al sur, se están construyendo puertos de gran calado para la nueva flota y Pekín se ha fijado como meta la primera mitad del siglo XXI para poseer fuerzas de despliegue rápido que aseguren su predominio en todo el Mar del Este. China necesitará todavía muchos años para que el conjunto de sus habitantes viva mejor, pero precisa de pocos si suma y concentra sus recursos en dotarse del último grito en ejército de tierra, mar y aire y de un variado arsenal nuclear. Mientras disocie economía y derechos humanos, enriquecimiento y libertades, Gobierno y democracia, los países de Asia y del Pacífico tienen sobradas razones para inquietarse.
Este excelente Ejército no apunta solamente hacia el exterior. China tiene el mayor gulag del mundo, una población carcelaria que se estimaba en los años noventa en diez millones de personas distribuidas en unos dos mil campos de trabajos forzados, situados con frecuencia en las desérticas zonas del noroeste. Las garantías jurídicas no existen, hay prisioneros políticos-nunca considerados como tales-, de opinión, periodistas, independentistas tibetanos, estudiantes, religiosos, etc. Un tercio del té y numerosos productos de exportación proceden de esta mano de obra.
Pero hay fisuras, filtración de informes, complicidad con guardianes, redes de comunicación a las que poner coto se hace imposible. Entre los disidentes circuló hace unos años la llamada Carta para la Paz, proyecto concreto y realista que ofrecía un compromiso democratizador al régimen. Aparcando en el rincón de los admirables sueños el idealismo heroico de los estudiantes de Tien Men, se ha pretendido negociar puntos precisos que sirvieran de base para la reforma de la legislación y dirigieran al país hacia un sistema pluralista de acuerdo con las resoluciones de las Naciones Unidas y los Derechos Humanos en un marco que integrara a Taiwan y a los hoy incorporados a la República, con especial estatuto, Hong Kong y Macao.
El Partido Comunista no ignora la necesidad de ofrecer, al menos, una apariencia de evolución y compromiso. Además de a los disidentes, se enfrenta en el interior a las pretensiones de provincias de la talla de países que cuentan con una vieja tradición de señores de la guerra acostumbrados a ser reyes en sus estados. Los grados de riqueza y desarrollo son muy diversos; la China profunda mira con envidia las zonas especiales, escaparates modernos de los que se encuentra a años luz. Parte de la población no ha podido engancharse al nuevo capitalismo preconizado por el régimen y, desprovista del mínimo vital asegurado por el proteccionismo anterior, ha quedado totalmente desasistida, Del recalentamiento económico y las limitaciones del espectacular neocapitalismo chino da idea el hecho de que, si bien el índice de crecimiento del país sobrepasó el nueve por ciento y llegó al trece por ciento en 1993, el coste de la vida en enero del 94 era, en treinta y cinco grandes ciudades chinas, un 23,3 por ciento más elevado que el año anterior y la inflación rozaba el treinta por ciento. En cuanto al déficit, éste se estimó en marzo de 1994 en ocho mil millones de dólares, es decir, tres veces más que en el año anterior, debido en buena parte a un quince por ciento de aumento de los gastos gubernamentales, como la subida de un cincuenta por ciento de los sueldos de los funcionarios. La brusca liberalización del mercado y la rienda suelta dada a la competencia sin que existieran mecanismos de regulación y gestión produjo desequilibrios como un paro oficial reconocido de doscientos treinta millones de personas, el veinte por ciento de la población total. Las cifras, en cuanto oficiales, merecen una credibilidad muy relativa. El Gobierno se ve obligado a exhibir castigos ejemplares de casos de corrupción en su seno; además la influencia del Partido en las zonas rurales ya no es la que era como consecuencia de la liberalización económica.
Ninguno de estos datos es comparable, como fuente de inquietud, a la ideología, hábitos y comportamientos que pueden dirigir las manos que activen palancas, botones y armas. Porque una de las principales características del archipiélago orwell es el páramo que su marea deja, la destrucción del tejido cívico, de las defensas culturales, morales, psicológicas que cincuenta años de comunismo han producido. Intercambiado el maoísmo por el culto al dinero, y quizás éste por el poder, nada se alza entre consignas y actos, entre satisfacción y víctimas. Los sistemas totalitarios disfrutan de una inmensa ventaja que Occidente finge ignorar o desestima: su absoluta carencia de escrúpulos. Generalmente conservan sin gran esfuerzo una base de fidelidades modeladas en el simple credo de la seguridad, el interés y la aquiescencia a la política externa de los dirigentes de la nación. El lanzamiento de un proyectil, la ocupación de un territorio, el tráfico con órganos de presos, los guarismos en el número de bajas y el recurso a métodos de coste humano y moral inaceptable no representan problema alguno cuando no existe ni constitución, ni derechos, ni principios ni ética ciudadana ante los que responder. La aventura militarista es perfectamente posible en las nuevas fronteras del Pacífico. Y la movible topografía del archipiélago, el núcleo de sus dirigentes, descarnado de toda consideración que no sea las metas propuestas y las codicias tribales, posee, frente a los países de tradición humanista, las gentes con querencia de libertad dentro y fuera de sus fronteras y las personas retenidas por la humana consideración , una peligrosa fuerza.
Ha llegado Ling, una alumna de F, que lo fue de Isa. Trae, junto con recuerdos, buenos augurios para el Año Nuevo chino, que comienza con la primavera, y excusas por la pereza en escribir, un regalo más de ésos que forman un broche entre periodos de tiempo indeterminados y llegan en paquetes encomendados a becarios, colegas y conocidos de conocidos. Esta vez es una cabeza de Buda, de jade claro y turbio, que cabe en la palma de la mano y se acomoda a la piel con suavidad. Se parece a F, el rostro apenas existente de perfil, plano, bondadoso, líneas horizontales de ojos, largos lóbulos y una sonrisa de meditación o circunstancias.
La emisaria, esta última hornada de los profesores de español, muestra un notable dominio de la lengua incluso en sus fonemas más difíciles, y menor habilidad en el manejo de los cubiertos y la degustación de nuevos platos. Está asustada porque han robado el bolso con el pasaporte a una de sus compañeras y no se atreven a salir de noche, pero lo harán, con su grupo de extranjeros que siguen el curso semestral dedicado a los nuevos hispanistas. Les cabe a las de su origen la desgracia de que las confundan con ricos turistas japoneses. Pero no se defiende mal, vive en casa de una española, se mueve con africanos, americanos de norte y sur, asiáticos. Pasaron los tiempos de grupos cerrados de becarios, colocados en pisos y vigilados de cerca por la embajada. Ling cuenta que es incómodo en China no encontrar sino muy trabajosamente prensa extranjera, que viajar resulta problemático, no por la obtención de pasaporte turístico sino por la de visado, y que ahora tal vez se autorice en ciertos casos a tener más de un hijo. Las cosas van mejor, repite, las cosas van bien. En su horizonte, joven, la pregunta de Isa sobre si sería posible una nueva matanza de Tien Men es una exploración desconcertante en edades oscuras, y es respondida con una firme negativa.
Ella, la reciente licenciada que se complace en recorrer un Madrid siempre en obras y que aún se admira de que las instituciones oficiales sean de libre acceso para nacionales y extranjeros, que va explorando parques y estatuas y se aventura en recintos con olor a guisos que desconoce, es en sí una respuesta. Al otro lado de las décadas transcurridas, su interlocutora sabe que la ignorancia, la afortunada ignorancia remansada en esos ojos tan jóvenes, es el contrapeso de una masa antigua, de una sobrecarga de recuerdos repartidos y asimilados de diferente manera por Isa y la gente, F, H, C, que conoció. También ella tiene que luchar contra su propio síndrome de Estocolmo, el cariñoso mantenimiento del enemigo que puede velar la evidencia de la realidad actual, el tranquilo ejercicio de la razón. Ling se desliza por un territorio sin archipiélagos, y su ignorancia ha crecido desde el fondo lodoso al que no llegaban ni el espacio ni la libertad de acción, se ha gestado apoyada en la cansada mansedumbre de muchos como F, se abre a la completa disposición de todas las alternativas. Es futuro. En nada la conciernen las generalidades con las que cómodamente se engloba el ente inconcebible de mil doscientos millones de habitantes al que es imposible no recurrir para expresar juicios y manejar términos.
Las islas, las formas de las islas, su especial oscuridad y las ciegas calas donde se arremansa lo peor, el bajo fondo de instintos de ignorancia y dominio, la vieja estupidez contra la que luchaban en vano los dioses mitológicos y la búsqueda envidiosa del enemigo fácil. Las islas existen, los campos perdidos en Sinkiang, las colinas calcinadas que fueron templos, el despacho al que se aferra el más torpe y servil de los pobladores de archipiélagos, la mano que se retira y la que se alarga para buscar obediencias, votos, dinero.
Ahora importa explicarle a Ling las diferencias entre los platos que el menú ofrece, la definición de raciones, montados, pinchos y tapas, y el laborioso aprendizaje que le espera para el que no le faltarán Virgilios.
II
Tiempo de chantaje
Isa está en un apartamento del mal llamado Hotel de la Amistad, de Pekín, en el que los cooperantes, sometidos al perímetro colonial que las circunstancias imponen, se despellejan a placer superponiendo al crudo cotilleo de las vidas privadas complicados ropajes de terminología política. La Navidad, invisible por estas latitudes, se aproxima ante la indiferencia de un calendario lunar que sólo dará paso al nuevo año cuando florezcan los primeros almendros. Ha sido destinada a la capital y dejó atrás, en la ciudad del interior, una experiencia extraña de soledad y de compañía, un contacto breve, preciso, guiado por la voluntad y el instinto, con personas destinadas a ser anónimas, ajenas y distintas, con las que, sin embargo, tocó fondo en un terreno inolvidable y común.
Sólo hay un español entre los residentes del hotel, un fiero y contradictorio anciano que pasa en sus afectos del apoyo incondicional al odio, que se declara a gritos defensor en todo del gobierno chino y gusta de definirse como de los de Álvarez del Vayo, el estalinista violento que se exilió a América y se especializó, desde la seguridad de la libertad de prensa, en virulentas andanadas contra otros periodistas. Vázquez es uno de los pocos extranjeros que han permanecido en Pekín durante la Revolución Cultural y narra con placer evidente las humillaciones que, desde su ventana, veía inferir a intérpretes y personal, los paseos por el patio con corozas y letreros, los autos de fe caros al maoísmo. Goza proclamando, goza excomulgando, y tiene pocas fuentes de goce más.
Hoy es un día especial, se ha convocado al puñado de latinoamericanos, a algún francés, y a ella, en su casa. Todos forman parte de cierta Hermandad Antifranquista cuya implícita existencia obviamente no se discute, que se define por el rechazo de la dictadura española y la impaciente espera de un cambio. Los franceses son exquisitos guerrilleros platónicos que muestran una superioridad condescendiente respecto a sus atrasados vecinos subpirinaicos. Los hispanoamericanos se decantan, de forma más pedestre y franca, en dos extremos: uno de ignorancia y dogmatismo tan primarios como supinos y otro sometido a las angustias de la duda y las servidumbres de ejercicio racional. La celebración es, sin embargo, unánime. Se escancian licores y hay que alzar las copas al cielo:
Han matado a Carrero Blanco.
Colaborador del Generalísimo, Almirante, hombre de confianza, Presidente del Gobierno, laborioso diseñador de la modernización económica y de una sucesión que preveía la coronación del Príncipe Juan Carlos.
Isa apenas sabe ni siquiera esto de él. Es un símbolo del régimen, de un Jefe militar autocrático, de un cascarón caduco bajo el que bullen y están por rasgar el apolillado disfraz las impacientes floraciones de un país moderno.
-¡Enhorabuena!
-¡España avanza!
¿Se dijo viva ETA?. No lo recuerda, hay un espacio en blanco. Quizás se dijo, y, voluntariamente, no lo recuerda.
Pudo no decirse, pero incluso en este momento, en el conjunto de signos negros sobre el blanco del papel esas mayúsculas son el único trazo que se marca con un rojo pastoso.
Han matado a un tipo representativo de la dictadura ya en franco declive, en inevitable transición. Pusieron una gran carga explosiva al paso de su coche y éste voló, como el bíblico carro de fuego, sobre los tejados vecinos y se aplastó, con sus ocupantes-a los que ni se citó y ni de los que ahora ella recuerda la existencia-en el patio. Una acción conseguida, un golpe de espectacularidad lograda, un aldabonazo del cambio.
Ambiente de fiesta, de plácemes y albricias que es obligado compartir, agradecer. En la lejana, enorme dictadura de aquel gran enemigo contra el que justificaba su labor el general que había mantenido en España durante cuatro décadas las riendas del poder; canciones y palmadas en el corazón del sistema regido por el Partido Comunista, no su entelequia ni esbozo aproximado: El sistema en carne mortal, tiempo y evidencias, a cuya vera la hojarasca de folletos, planes y proclamas no pasaban de ser espumosas charlas de café.
Nunca había sido de ellos. A Isa le faltaba esa obediencia y fe de grupo. Era animal de intemperie, espacio y viento. Pero jamás había estado contra ellos. Era inimaginable hallarse del lado del orden y los hechos, de la religión que pretendía legislar con su cuerpo, de la gente, en fin, que formaba una plúmbea masa gris carente de excitación, rupturas, audacia. Comunistas, marxistas, socialistas, los otros, los de enfrente, los del margen fraternal y revuelto, anarquistas, republicanos, Villalar y sus comuneros, ismos de despeinado y lustroso pelaje, ellos formaban el cliché brillante de una imagen sepia y agotada.
-¡Por la libertad!
En China, donde menos la había y su misma mención se había reducido al absurdo reproduciendo una novela, 1984, que por entonces Isa ignoraba.
Bebieron para celebrar un asesinato. Alzaron las copas, las apuraron. La palabra, todavía no formada, tardaría muy largo tiempo en desgranarse, a, s, e, s…., en encadenarse luego. Sin embargo ya entonces ella no puso el adecuado entusiasmo en el rito del vino, algo se esquivaba, no compartía las bromas de Vázquez, el confortable escudo de la delegación, la distancia.
Nunca tragó la alegría, ni el líquido. Han pasado muchos años, y todavía ese brindis continúa descendiendo como la teja de Ben Hur; está atravesado en su garganta.
Anteriormente los credos se definían por negaciones, y las negaciones se habían plantado como grandes murallas de injusticia desde el primer choque directo con el precio de las cosas de cada día, desde el rechazo de un escenario que no podía ser tan gris. Antes del paso por las entrañas fronterizas de los Pirineos había las guerras de otros, una independencia congénita apenas afectada por limitaciones. Había pasaporte, libros, radios y periódicos, conversaciones de tono subido, tertulias, había el complejo y triste laberinto de una adolescencia adversa, de una juventud a la que sólo la distancia lograría limar las peores aristas. Isa cada día ajustaba cuentas con un yo implacable y cavaba un metro hacia la supuesta superficie, las grietas por donde se filtrara luz. Mientras otros terminaban sus carreras, hacían oposiciones y se casaban con parejas de condición semejante, ella mezclaba y taraceaba los trozos de diversas existencias, en países distintos, de la mano de un emigrante con el que compartía la inmensa carga de desdén que a ellos reservaba la Europa rica.
El gozne se situaba en unos pasillos, Irún-Hendaya, por donde se cambiaba de tren y de línea en el mapa para poner pie en tierras francesas. Isa pasaba con la gente de los sesenta, la mayoría trabajadores manuales, que iban enseñando maletas y atados con cuerdas a los aduaneros y consideraban una catástrofe la confiscación de embutidos. Había separaciones metálicas, exigencias en otro idioma y técnicas de manejo de ganado. París no era la primorosa maqueta de isla, avenidas y catedral, ni el gozoso refugio de la bohemia-hacía falta, para ésta, dinero-, no era la rosa de boulevares y plazas tan perfectas como un cristal de cuarzo perfumadas de elegancia. Se extendía en barrios impersonales e interminables, en cafés y comercios idénticos que la menor sombra del atardecer sumía en una inseguridad sospechosa. La ciudad de la avaricia y el ahorro, de las pretensiones y la fría belleza neoclásica recibía con la aspereza del poder y el aplomo de quien sabe el valor de sus monedas, encauzaba a la gente que llegaba como Isa hacia largos túneles de olor rancio en los que transcurría, en trayectos de ida y vuelta, buena parte de la existencia.
Todo empujaba hacia una rebeldía solidaria, hacia la necesidad de mundos que no fueran éste, que admitieran. sin rapacidad ni lucha, generosas porciones de felicidad. Se hablaba de España, en Francia, en Bélgica, y se esperaba de cada exiliado voluntario un pasado y proyecto belicosos de los que Isa estaba lejos de presumir. Siempre había la línea, la del carnet y el encuadre, las militancias y el credo en el que absoluto creía. Porque no todo era reacción, sentimiento y vivencia inmediata. Había noticias, recuerdos y lecturas, había reflexión, turbia pero fiel a la mirada y al análisis. El razonamiento se sentaba y sonreía ante el asentimiento beatífico a la existencia de inalterables clases sociales dotadas de ingénita bondad por su pobreza, a la maldad intrínseca de la capacidad desigual y del comercio, a la ensoñación de edades de oro sin pronombres posesivos en las que las tribus repartían generosamente cada fruto y cada trozo de la caza. El setenta por ciento de los libros apoyaba a Cuba y a China, a los fundamentos de la Unión Soviética y a los experimentos socialistas africanos. Los restantes estaban en anaqueles a los que hubiera sido del peor gusto asomarse. En el exilio, los políticos preparaban el nuevo gobierno de Madrid, el Secretario de los comunistas defendía, en una conferencia en Bruselas, la alianza con otros partidos y, una vez en el poder, la eliminación de éstos. Sus camaradas reafirmaban el pilar en el que se basaba su indiscutido prestigio y autoridad: eran, siempre fueron, los únicos oponentes serios, organizados, del franquismo, y ello les legitimaba y dotaba a un programa de por sí imposible mezcla de marxismo-leninismo y democracia de una aureola de obligado respeto.
A casa de Isa llegó un día un militante que procedía del país vasco. Durante su corta estancia en Bruselas durmió en un sofá al que desbordaba con su peso, buscó manuales de guerrilla urbana y robó el corazón de la más hermosa muchacha rubia del círculo de simpatizantes. La desdeñada e insistente pareja de la chica, un belga con perfil de escribiente, desaparecía ante la estatura y porte de este luchador de pelo y ojos oscuros que le miraba con la piedad del cortador de troncos.
Las actividades sociales giraban en torno a actos contra la guerra de Vietnam, apoyos al Tercer Mundo, charlas y protestas. El Socorro Rojo gratificaba con un letrero de ¡Racista! pintado en carmesí en su fachada al que se había negado a alquilar un apartamento a Isa y su pareja, que habían descubierto por entonces que no eran tan blancos como creían. Se hicieron buenos amigos de dos socorristas; eran un matrimonio de segundas nupcias, la mujer, enérgica y angulosa, dispuesta a dar batallas perdidas; él tiernamente apegado a la alternancia a su situación, al porvenir que, sin duda, reservaba para ellos su oro tras un recodo del cemento. Isa guardaba el recuerdo de la barba color tabaco y la mirada dulce cuando él, con profundo convencimiento, le decía: Yo creo que se volverá a trabajar la tierra con caballos. Lo pensaba. En lugar de las militancias de programa y estrategia contra el capital, Andy veía las playas bajo las losas, sus armas se reducían al spray rojo, sus sueños a los campos idílicos a los que por fin partió, con su mujer y el niño, a criar cabras en Ardèche y donde Isa les perdió la pista.
El tiempo transcurría. En mayo del 68 Isa había vuelto a Madrid para examinarse del final de Filosofía y Letras. Siguió desde allí las crónicas que él le mandaba desde París: batallas callejeras, recorridos por hospitales, formación y disolución de grupos, una fugaz presencia en primer plano, bajo los focos. Parecía feliz. Ella lamentó habérselo perdido pero-siempre esa distancia-al tiempo sabía que, en buena parte, no habría participado, que no creía en las consignas, llenas sin embargo de belleza poética, que percibía turbiamente una falsedad fundamental, una base de negación excitante, bien alimentada y simple en la que los grandes divos franceses, vestidos de filoobreros para la ocasión, vendían prensa de artículos siempre idénticos en su denuncia del imperialismo y el capital. Cambiar la vida, hacerla verdadera, cómo no seguirlo, cuando la vida era horas de túneles color azogue cortados por el gris rata de las estaciones, fábricas malsanas y artesanales de velas que empleaban estudiantes a salario reducido, olor de parafina y un jefe que seguía con ojos y labios glotones las nalgas de las empleadas y daba al negocio un aire de charcutería satisfecha, buhardillas con servicios exteriores y comunes, el brillo de las gafas de un tendero que aprovecha la ignorancia del idioma de dos españolas recién llegadas para venderles dos huevos al precio exorbitante de cada uno un franco, carnets falsificados para poder acceder a la cantina de estudiantes, y un mundo a increíble distancia que vivía como se debía vivir.
Ella tenía una retaguardia de libros y saberes que actuaba como lastre y no le permitía flotar al simple flujo de corriente y multitudes. Conocía sus márgenes, y conocía también suficientemente, desde la infancia, la pobreza como para no albergar hacia ella el menor sentimiento melancólico, la más mínima valoración ética. La pobreza, los tristes barrios, las comadres deformadas a los pocos meses de matrimonio, eran simplemente un hoyo del que salir, y se salía con esfuerzo, con trabajo, con becas. Era un proceso crudo que dejaba pocos márgenes a la fantasía. Sobre todo si no se tenía mucha. En caso contrario, si subsistía un mar de fondo de solidaridad, de empatía que hubiese querido arrancar como una infección, entonces la combinación de elementos era una autopista que conducía directamente al fracaso.
De ahí, y de la completa falta de los sentimientos de la fe y del pecado, su distanciamiento, su pasión fría y sin compromisos por los hechos, la curiosidad y la paralela incapacidad absoluta de autoengaño, el afincamiento en un terreno nada grato donde verdad y libertad formaban la única sustancia respirable. Esto incluía ir hasta el final de los señuelos, sin más compañía que los propios pasos, lanzar hacia la posible meta todo el impulso de la acumulada indignación, y recibir en plena cara los restos de un sueño fragmentado por su evidente falsedad. Quedaba lo peor: observar a la avispada carroña dedicada a construirse nichos confortables con los productos de aquel reciclaje.
Hacia atrás, en una niñez y adolescencia tejidas con los mismos años que la postguerra, existía la Era Casposa, que se iba desmigajando como el pan aguado según iban y venían personas, imágenes y noticias, brillaban los electrodomésticos y el tiempo giraba con creciente rapidez. En los hogares se había hablado muy poco de la guerra, las Leyes Orgánicas importaban menos que el acné, los libros prohibidos se encontraban en la inmediata trastienda y el Nacionalcatolicismo envejecía arrinconado como los tristes leones del zoo. Isa vivió la infancia como las sombras que reproducían la calle en la pared del dormitorio, y escudriñó en ellas y en la lectura temprana y voraz los fundamentos de la caverna platónica que construía en la cama y la inmovilidad, meses primero, después años. Las represiones religiosas y morales con las que parecían haber sido oprimidos-y disfrutado no poco-buena parte de sus compañeros ocupaban un lugar mínimo en su formación y secundario en sus preocupaciones, tanta era la certidumbre de su inalterable libertad. Aquello no era el archipiélago-que, por entonces, no conocía-. Tenía simplemente rasgos, fragmentos de su caricatura, e incluso en sus más represivas manifestaciones, policía, ejército, distaba de resultar aterrador. A él pertenecían, como una finca, los símbolos del país. De ello resultaba un curioso vacío que se hizo más patente allende fronteras. Porque Isa carecía de lo que para otros constituía la patria, le correspondía, por lo visto, construirla según el modelo de una república truncada en la cuna a la que el silencio, la magnificación y la distancia habían revestido de una aureola ideal.
La negación era un territorio sin límites, jalonado de perfección y de frutos rápidamente maduros, todos los sistemas podían intentarse y ninguno anulaba a los otros; se sucedían como si la buena voluntad garantizase la imposible convivencia, la existencia simultánea de las premisas de un delicioso grupo de anarquistas afincados en la calle Libertad a los que cortaban la luz por falta de pago y los vigorosos dogmas de un marxismo que jamás había tolerado competidores. Ningún horizonte era tan ancho como el que el franquismo permitía porque desde su bloque fragmentado y de improrrogable caducidad podía imaginarse todo. Sin embargo la misma necesidad de enfrentamiento había robado, desde muy pronto, en silencio, buena parte de la perspectiva, había sometido a los inquietos y modernizados españoles a un único ángulo en la percepción de la historia, en el enfoque del presente. Y ello de manera más tajante que los acartonados principios del ordenancismo conservador y de su melancólico recuerdo del pasado imperial.
Más atrás, aún más atrás, la España antigua, que unos se esforzaban por mitificar y otros por olvidar, había existido, y era raída, vital, estrecha y deseosa de escapadas, el mosaico de un turberculoso que escupe sangre, un guardia civil que malvive, con su numerosa familia, en el bajo de la casa de vecinos-emigración pueblerina en buena parte-donde Isa habita, el lujo de un ascensor con solemnidades de hierro, el relato de bonos de racionamiento y recuperación de mondas de patata, el ozonopino de los cines y los cien gramos de jamón tallados como una joya, el cura del instituto pidiendo perdón a los altos cielos, frente a un auditorio de niñas sobrecogidas, para las alumnas que se habían fugado de los ejercicios espirituales, profesores, profesores excelentes que mucho más tarde, no la meritocracia del franquismo sino la avidez de los nuevos ricos que le sucedieron, condenaría a la extinción, el dinero que no se tenía, el trabajo, cualquier trabajo, la huelga de transportes en la que habían cortado a una chica la trenza, la gente áspera que venía de los pueblos del sur, los ajos que vendía un niño y que compró la madre de Isa tras dirigirle a su hija una consulta cómplice, el señor del Régimen que llevaba un anillo, era alto y parecía contento de la vida, los estudios de cultura general y mecanografía que en principio, como mujer, se le reservaban, la beca, los libros, las aulas, una plataforma que tiraba hacia arriba y dejaba el círculo de comadres, sus sillas y sus niños atrás.
Cuando Isa volvió de China, en 1974, eran tiempos de verdad inoportuna. Para publicar esperó. El país vestía un traje de la talla inadecuada, mal abrochado y con los zapatos al revés. Estallaban las costuras de una vida moderna. El franquismo había ido terminando por etapas, pero dio el coletazo agónico de unos fusilamientos que puso en la vía de alta velocidad a la abolición de la pena de muerte, a poco de establecerse el sistema parlamentario representativo. El general se extinguía, lo había dejado todo bien atado, obrado de acuerdo con sus consejeros y seguido, contra su propio impulso, la corriente inevitable de la Historia. Pero el asesinato del viejo y fiel compañero, de Carrero Blanco, despertó una última, e irrefrenable, ansiedad de venganza, por todas las concesiones, por la irremediable traición de sus próximos y del tiempo, por lo que conservaba de sí mismo. Por víctimas interpuestas, resumidas en la persona de un muchacho al que toda la presión internacional para el indulto no libró del terror, la soledad y el verdugo. El día del ajusticiamiento, que sabía a vuelta a un vergonzoso pasado, a metal y a barbarie, ella pensó que aquellos hombres jóvenes no volverían a hacer el amor, a derrocharse con otro cuerpo, a abrir los ojos. El sorbo por el asesinato de Carrero contenía un soporífero, lo había relegado al olvido, al automatismo que clasificaba las buenas y malas muertes, pero continuaba en la garganta. Las cosas se habían escindido hacía tiempo en una realidad vecina a la neolengua, pero ella escribía con reparos, reservaba sus páginas, hablaba de China en artículos que eran mirados con desconfianza por redactores proclives a ver en las críticas al amigo americano. Cuajaban dos expresiones, y una, ficticia, se imponía al mundo real y tomaba durablemente posesión de la cultura y de la historia como si fuese la herencia debida, los intereses atrasados de la deuda de la mítica Guerra Civil. En la otra se hallaban desde los restos vergonzantes del régimen periclitado a los hacedores del paso a un sistema homólogo de las democracias europeas.
Isa no había corrido en la Facultad-desventajas de las limitaciones físicas-ante guardias civiles ningunos ni tenía un lustroso pasado de luchadora por la libertad excepto en las solitarias opciones personales. Participaba de la efervescente embriaguez de la inminencia del cambio, respiraba el aire contestatario y reservaba un maltrecho hueco para la idea de un socialismo que fuera alternativa a la crudeza de las exclusivas leyes de mercado. En su interior, tras la vuelta de China, el archipiélago Orwell se había depositado, se había adormecido pero crecía, y poco a poco lanzaba alfilerazos de vigilancia, sobresaltos del juicio crítico, de la evidencia, la razón.
Por fuera, era imperativa la comunión con un decálogo en realidad simple que operaba con los expeditivos métodos del Juicio Final. Los Benditos estaban a la Izquierda, y ésta comprendía cualquiera que hubiese estado en el campo de los perdedores de la Guerra Civil, fuese anarquista, estalinista acérrimo, socialista indiferenciado o republicano de a pie. Convenía ser pobre o, al menos, asalariado, gremio, pueblo y masa, partidario de autonomía o independencia de región, provincia o barrio, revolucionario, progresista, marginal, apátrida, anticlerical, agnóstico y contrario a cualquier élite de arte, literatura, ciencia o pensamiento. La visión del extranjero recordaba, en su simplicidad, a los mapas geopolíticos chinos: pulposo imperialismo norteamericano, movimientos populares destinados a la victoria y países de un socialismo que, con sus comprensibles errores, merecía siempre respeto. Los Malditos se agrupaban a la Derecha y comprendían empresarios, ricos, banqueros, élites, militares, policías, curas, políticos y burócratas relacionados con el Gobierno y el Régimen, creyentes, burgueses, ilustrados liberales, anticomunistas, fascistas, monárquicos, tradicionalistas, conservadores, reformistas y defensores de la entidad nacional. Cuanto se refiriera a la nación, el nombre y derivados mismos de España, así como cualquier apreciación positiva sobre su pasado, personajes relevantes e Historia, eran blanco de abominaciones. Se trataba de una capilla sixtina interactiva ante la que se oraba en permanencia y que proporcionaba dosis nada desdeñables de identidad satisfecha y de ilusión. Resultó también, muy pronto, una generosa fuente de empleos y acomodos que formó cuerpo con la plástica de la superficie desde su envés.
-¿Sufre mucho? Pero ¿sufre mucho?.
Melita se cuelga del brazo de los amigos médicos y les apremia, con los ojos brillantes de ilusión, a una respuesta afirmativa. Ella quiere que la agonía de Franco se prolongue, que sea dolorosa, mientras los partes médicos, los intereses de los beneficiarios del régimen que con él se extingue, la maquinaria del hospital alargan, en efecto, durante interminables días la boqueada última, la asfixia. Melita, de familia de industriales que le proporcionan un piso de lujo al noroeste de Madrid, precisa fuentes de excitación y las extrae de la militancia y la camaradería, de la prodigalidad y también de la avaricia y el abandono cuando el objeto ha perdido su interés. Como la mayoría, mantiene el champán en la nevera para brindar en cuanto el parte anuncie la notificación definitiva. Fiesta. En el monigote de un cuerpo derruido y senil, como en las Fallas, se queman los rencores del colegio de monjas, las viejas pieles de españoles nuevos, el sexo nunca bastante ni suficientemente logrado, el padre, la madre, los apuros, las decepciones, las perspectivas de un trabajo gris.
-¿Sufrió mucho?-Melita lame, en sus labios, el sabor continuo del tabaco y termina la noche en un happening en el que participan-el dormitorio es amplio e innovador-Pedro y Juan.
Con tenacidad silenciosa, equilibrios, desastres y componendas que constituían el trabajoso andamiaje con el que se ensamblan las sociedades civiles, iba, por otro lado, lejos de la iconografía pero sometido a ella en las formas, fabricándose el nuevo régimen político, similar al resto de los europeos en sus mediocridades y bondades de mal menor. Nada tenía que ver con los prototipos que manejaba la imaginería ideológica y consagraba el lenguaje; era el fruto de gentes de las postrimerías del gobierno autocrático y del general Franco mismo, pero su pilar más firme, el ingeniero que lo construyó, como un puente romano, durante los setenta y ochenta y que lo hizo capaz de resistir a las tormentas, fue la voluntad de modernización, de tranquilidad y de compromiso de la mayoría de la gente del país. No querían guerras, se alejaban de ellas con un sordo rechazo, observaban la fiesta de los cantores de las revoluciones y les dejaban para ellos la pista, pero deseaban vivir sobre la tierra, mejorada, del viejo suelo que estaban pisando.
Fui a ver a Nixon y me dijo que estaba muy preocupado con la situación en España. “Quiero que vayas y hables con Franco sobre lo que acontecerá después de él”. Yo le dije: “Señor presidente, ése es un asunto que no se discute en España desde hace cuarenta años”. “Él comprenderá, váyase”, dijo.
Fui. Toda la noche en el avión pensaba cómo se lo iba a preguntar. Me recibió en el Pardo con el ministro López Bravo. Franco estaba en pie. Le di una carta de Nixon en la que le pedía que hablara francamente conmigo. Yo había estado con Eisenhower y Franco me conocía. “Su presidente quiere que le hable francamente, ¿de qué?”. Yo le dije: “Mi general, por un accidente de la historia, el presidente de Estados Unidos tiene mucha responsabilidad en varias partes del mundo. Él está muy preocupado por la situación en el Mediterráneo occidental, tiene mucho respeto por su opinión y quiere saber cómo ve usted los acontecimientos del futuro en el Mediterráneo occidental”.
Él me dijo: “Lo que interesa realmente a su presidente es lo que acontecerá en España después de mi muerte, ¿no?”. Le dije, “Mi general, sí”.
“Siéntese, se lo voy a decir. Yo he creado ciertas instituciones, nadie piensa que funcionarán. Están equivocados. El Príncipe será Rey, porque no hay alternativa. España irá lejos en el camino que desean ustedes, los ingleses y los franceses: democracia, pornografía, droga y qué sé yo. Habrá grandes locuras, pero ninguna de ellas será fatal para España”. Yo le dije, “Pero mi general, ¿cómo puede usted estar tan seguro?”. “Porque yo voy a dejar algo que no encontré al asumir el gobierno de este país hace cuarenta años”.
Yo pensé que iba a decir las Fuerzas Armadas, pero él dijo: “La clase media española. Diga a su presidente que confíe en el buen sentido del pueblo español, no habrá otra guerra civil”. (Declaraciones de Vernon Walters, militar y diplomático norteamericano, sobre su entrevista con Francisco Franco-Diario ABC, 15-8-2000).
La gran ventaja era saber exactamente dónde se estaba, situarse, sin, a decir verdad, notable esfuerzo, en un mundo dual con seguras inversiones de futuro. El gran enemigo, la Derecha, se reducía al gigantesco rostro de un anciano compuesto por retazos del antiguo país, que se iba muriendo por fragmentos, etapas y parcelas, al que era excitante, preceptivo y grato atacar. Los peligros salpimentaban sin exceso la vida cotidiana, le daban un sabor de expectativa. La malvada Derecha podía coagularse en la cara congestionada y descompuesta de un compañero de Universidad que, durante un mitin en el Paraninfo, pasa al lado de Isa gritando, desde el piso alto ¡Eso es mentira! a los oradores, y niega que los nazis exterminaran a seis millones de judíos. De Gonzalo se dice que tiene un póster de Hitler en su cuarto. Es, por entonces, un muchacho de familia acomodada, lleno de pasión, Tradición y Orden. Es también la buena persona que Isa avistará de cuando en cuando en las varias décadas que siguen, el erudito pasablemente ilustre, leal, formalista y religioso que ha seguido el sendero previsible marcado por los setos que cuadricularon su adolescencia. También podía ser el Enemigo un grupo de matones, con todos los rasgos de la delincuencia común, que irrumpen, dirigidos por el de más edad, en el Café Gijón y, en el silencio que desciende sobre las mesas, apostrofan a Isa porque está leyendo papeles izquierdistas. Es, indudablemente, la tarde de plomo en que se desfila frente a los cadáveres de los abogados laboralistas que unos pistoleros de extrema derecha han asesinado en su despacho de la calle de Atocha
Ha habido-1981-un intento de golpe de Estado en el que un señor, que, para la prensa extranjera iba disfrazado de militar decimonónico y que llevaba, en realidad, su uniforme de teniente coronel de la guardia civil, se ha puesto a disparar tiros en el Congreso de los Diputados. Al día siguiente-de una noche que Isa había pasado en casa de un colega conocido militante comunista-termina la tragicomedia con un caluroso suspiro de alivio por parte de los ciudadanos, y se convoca seguidamente una marcha en defensa de la Constitución y la democracia que reúne en Madrid más de un millón de personas. Para los que, como ella, no tienen bandera de partido, el punto de observación es variable; se empina y no consigue, por la superior talla de la mayoría de los que la rodean, obtener una vista de conjunto. ¿Quiere que la suba, señorita?, ofrece, cortés, un señor muy bien vestido y alto que desfila con su familia justo detrás. Son de Alianza Popular, según anuncia la insignia de la solapa. A unos pasos, los bullangueros anarquistas despliegan pancartas vistosas. No es masa. Es una alfombra de gente que cubre, de un extremo a otro, las calles del centro de una ciudad iluminada, una oleada suave y sonora de voluntad pacífica común. Años noventa; otra manifestación. Tras un secuestro y un chantaje emocional que ha inundado el país a través de los medios de comunicación, ETA ha descerrajado varios tiros en la cabeza a un concejal muy joven, Miguel Ángel Blanco. Madrid se echa a la calle sin convocatorias, cubre las avenidas, la plaza de La Cibeles, Sol, Colón. Son un millón probablemente los que piden el fin de los asesinatos, el rechazo se ha levantado como la espuma con la lenta, esperada caída de la última gota de sangre. Hay parterres de flores en el paseo de Recoletos, y esta multitud lo recorre procurando no pisarlos, esquivando las islas de color en el césped, y rechazando la muerte mientras andan.
El grupo independentista vasco ha matado ya abundantemente, y con la impunidad que le otorga la temerosa y nueva democracia. ¿ Y los demás no son hijos de madre?, dicen dos guardias civiles. Van en el mismo compartimento de tren que Isa, en unos años que todavía tienen sabor de carbonilla, en los cuales el cambio de régimen está aún muy próximo y ella ha enhebrado conversación y sacado los tópicos de la represión franquista con un aire justificatorio que la pareja, madura, seca y triste, que viaja hacia el norte no recibe con excesivo entusiasmo. Por entonces los guardias mueren como si no existieran, se los entierra en ceremonias rápidas que eliminen exhibiciones de mal gusto, se les mata con cierta profusión desde las amnistías y el cambio. Los ejecutores encuentran pocos obstáculos y gozan, en el exterior, de buena acogida y mejor prensa. Sorben dinero y sorben el incomparable vino de la guerra, que, como tal, todo lo justifica. El Verbo milita a su favor: ajustician, exigen, imponen, recaudan, batallan, desafían. Nadie menciona su proyecto de una minicorea del norte, de una albania cantábrica. Pertenecen a la casta de enemigos de Franco, y eso da un derecho de pernada sobre los hechos y sobre el lenguaje. Juegan al pin-pan-pun con uniformes que apenas parecen contener cuerpos, cadáveres que se retiran a toda prisa de escena porque eso complace a la opinión. Enriquecen la gama de trofeos con variedad de edades, sexos, ocupaciones y orígenes. La opinión se molesta un poco. En el seguro refugio francés comienza a temerse la extensión del hábito. Suman más de ochocientas víctimas. Algo en la báscula lingüística oscila de la valiente lucha por la independencia a la práctica del asesinato.
Tal vez se trata de los hijos del apuesto guerrillero que compraba manuales de lucha urbana en Bruselas. ETA, como la sixtina de Derechas e Izquierdas dispuestas en abanico a ambos lados de una figura central desdibujada, tenía a su favor la iconografía, la evidente superioridad estética del tocado guerrero, el vigor, el asalto, el libertador selvático y el desdeñoso radical; su perfil arrasaba y no admitía siquiera comparaciones con el autobús, la hipoteca, el paseo por el parque y el inspector de Hacienda. Era hermoso construir, inevitable y cómodamente, la vida cotidiana en lo segundo y reservar la profesión de fe para aquel mundo identificado vagamente como revolucionario, de izquierdas, socialista, antiburgués. Encerrado en la más segura caverna, se mantenía secuestrado el lenguaje y fuera se vendían palabras sin más consistencia que la necesidad de proporcionar envolturas a sueños de tertulia y sobremesa, gozar batallas imaginarias y distribuir condecoraciones y marchamos gratuitos que aseguraban la pertenencia al campo del Bien. ETA, a fin de cuentas, había llevado-y lo llevó hasta la entrada en el siglo XXI-la neolengua a su forma más pura, uniéndola a actos, eliminando a tiros y a bombas a los contrarios, sembrando el terror. Pero su calificativo de fascistas, nacionalistas españoles a cualquier oponente pertenecía al lenguaje común según la ya larga moda al uso; nada era tan fácil como ser incluido en el vasto territorio del fascismo. Durante décadas, el simple roce de evidencias, como que el dictador, respecto al comunismo, hubiese combatido algo en sí nefasto que había causado muchas más víctimas que el nazismo por su larga implantación en numerosos países, era fuente de angustia y, por ello, de entrada, rechazable. El desguace de la segunda república española por militancias tan expeditivas en los fines como desdeñosas de los medios y su papel determinante en la gestación del golpe de Estado franquista era reflexión de alto riesgo y entrañaba seguros peligros de destierro al lazareto de los reaccionarios. La mención del lado oscuro, del archipiélago de dolor y servidumbre que tapaban el rojo de las banderas, el análisis de la incoherencia de las proclamas, el rescate del pasado para que se viesen a la luz todas sus formas, eran tareas de imposible cumplimiento, quedaban reducidas al sector enemigo, al subtítulo de derechista, burgués e impresentable con que eran expuestos a la vergüenza tales individuos.
Había una patrístrica para exculpar a los intelectuales que habían defendido al comunismo y, por ende, para justificar a otros que, mucho más jóvenes, no se aventuraban tampoco fuera del acogedor círculo de los simpatizantes de la rúbrica socialista, de izquierdas y partidario de un marxismo aún por venir. Eran sesudos varones que recurrían, en un curioso ejercicio de funambulismo cronológico, a la obligatoria decantación entre uno de los dos bloques, a la necesaria militancia, al menos platónica, en el campo que se oponía al nazismo. Idéntico razonamiento era utilizado, cuarenta años más tarde, para inclinarse ante un Partido Comunista Español cuyo máximo atributo era la organizada oposición al régimen franquista. Esto dejaba en sus pedestales a Benjamin y a Sarte (pero, naturalmente, ignoraba a la solitaria y valerosa especie de los Orwell). Se trataba a la Historia como si la II Guerra Mundial hubiera sido ayer y cada cual hubiese vivido y hubiese sido empujado al abandono del ejercicio racional, al rechazo de la evidencia y al desprecio por las vidas ajenas bajo la irresistible coacción de hechos que, sin embargo, ya en su época pertenecían al lejano pasado.
España gozó enseguida de corrientes culturales adecuadas que cristalizaron en los calificativos de débil y mínimo. Eran el necesario apoyo de la filosofía de lo aparente, el postmodernismo, que en sí nada indicaba excepto el lapso huero entre pasadas teorías y futuros hallazgos. En la práctica constituyó una purga de cuanto implicara permanencia, grandeza, transcendencia, superación o valor. Era un culto al relativismo del menor esfuerzo, a la pirotecnia condescendiente del gesto y la palabra fácil, y a cierta amnesia que cubría las décadas últimas y las reemplazaba por un agradable mito. Bajo esta superficie en la que rielaba una imagen halagadora y ficticia crecían los sólidos entramados del ritmo económico y social y, sin haberlo recordado, se olvidaba el franquismo, se hablaba de comunismos y revoluciones como ensueños respetables, héroes con los que nadie contaba sentarse a la mesa a la hora de comer.
Nadie quería vivir en un sistema socialista, por no hablar de comunismos reales, pero eran dioses de invocación necesaria y culto por control remoto. Cada cual deseaba y disfrutaba, en la medida de sus posibilidades, de la modesta democracia burguesa, las prótesis dentales y los electrodomésticos, y aspiraba al ahorro en banca, el turbodiesel y las ventajas de la economía de mercado, pero era indispensable para medrar la mención despectiva de los poderosos, el primitivismo ecológico de fin de semana y la práctica del progresismo virtual. El discreto encanto de la esquizofrenia se instaló, con intención perdurable, en una capa delgada, pero la más visible y la que controlaba el derecho de peaje para acceder a cuanto se relacionara con la Cultura. Se ejerció, por otra parte, un chantaje continuo por medio de la espada de Damocles de la palabra derechas, mantenida sobre las cabezas de la competencia.
Todo esto no hubiera pasado de comprensible ley del péndulo y moda pasajera si España, en razón de los particulares condicionamientos de su proceso, no hubiera sido escenario de una exhaustiva utilización del chantaje con logrados fines de obtención de dividendos, imposición de imagen y promoción económica, política y social.
El proceso, además recurrir a una generalizada amnesia voluntaria, se había tejido con una práctica que constituyó sin duda uno de sus pilares más negativos: la creación y mantenimiento de la idea de las dos Españas que, al modo de Ahura Mazda y Arihmán, representaban el Bien y el Mal y agrupaban, en los campos antagónicos, de la reacción y el progreso, a un numeroso muestrario de sectores y rasgos sociales. La doctrina marxista se incorporó fácilmente, con su dualidad y determinismo histórico, en esta trama, pero el dudoso honor de la fijación y asentamiento de los términos correspondió a la iniciativa y propaganda de la dictadura impuesta desde el 39. A la victoria militar siguió, no la paz, sino la exhibición continua y obscena de la victoria franquista sobre una parte considerable de la población de su país, sobre una República que había llegado al Gobierno entre el alborozo popular y sin sangre. Como el común de las dictaduras, ésta necesitaba de enemigo, y recurrió al más imperdonable de los recursos: un permanente memorándum de vencedores y vencidos. El Régimen capitalizó necesariamente, para sí, los símbolos generales de identidad patria y los hizo prácticamente inservibles por su completa identificación, a la llegada de la democracia, con el sistema anterior. Fue, ciertamente, una de las lacras de mayor y peor calado. Imposible la hais dejado para vos y para mí. España se acercaba al conjunto de naciones europeas sin saber si era una ni cómo presentarse, avergonzada de su propio nombre, bandera, pasado y heráldica. La lingüística se despachó por entonces con una generosa serie de eufemismos, metonimias y perífrasis destinados a evitar símbolos, expresiones y actitudes familiares a la ultraderecha.
El vacío resultante pedía algún tipo de materia, y fue rellenado con una identidad ficticia. Parte del régimen democrático, que ocupaba cara al público extensión substancial en cuanto a la proyección de imagen, asumió la imperdonable, pero tentadora, dicotomía, las españas enfrentadas, no en el campo de sangre, pero sí en el cultural y verbal, del que los grupos elevados al poder por influencias del momento se hicieron prácticamente dueños. Y consagró, en los años que siguieron, un durable monopolio que aspiraba a gozar de las ventajas, prosperidad y eficacia de la burguesía, el desarrollo y la economía de mercado sin riesgos, formación ni esfuerzos y preservando la apariencia que, a falta de mejor definición, se autodenominaba izquierdista, social y contestataria.
Más profunda que las divisiones y categorías impuestas por artificiosidades políticas, existió una cuestión de talante, que trillaba en conservadores y progresistas según la menor o mayor apetencia de libertad y extendía sus raíces en el complejo territorio de afectos, aspiraciones y vida privada. El conjunto de rasgos era ahí indudable y el contrario se identificaba por el rechazo de un infierno minúsculo: el salón adornado con fotos de bautizo, comunión y boda, la disposición eterna de los muebles, el respingo ante lo exterior, lo inferior, lo ajeno, la animosidad respecto al sexo, el humor, el absurdo. Los afines se reconocían en concretas querencias, en la celosa posesión del cuerpo, las prohibiciones que se quebraban como cristales, el tintineo de la audacia y de la risa, la defensa del divorcio y del derecho al aborto médico, el horizonte ilimitado y transgresor, la solidaridad todavía no invadida por comercializaciones posteriores, la impresión de aventura y posibilidades, que podían con frecuencia resumirse en modestas degustaciones de drogas de bajo índice de dureza y en la inocente osadía de la innovación sexual. Lo que había sido ilusión y floración libertaria de por sí perecible se transformó en breve en bizantinismo destinado a dorar una cultura de iconos que se cotizaban en el nuevo mercado, mientras volvía por sus fueros un ansia de seguridades incompatible con el pasado impulso y madura para la confortable sumisión.
A Melita y sus amigos Isa los reencuentra aquí y allá, en contadas y dispersas ocasiones. Los divisa de manera fugaz cuando se deslizan por la cresta de la ola, y probablemente no la distinguen, no la saludan. Les ha ido bien, les continúa yendo muy aceptablemente, con un agradable pasar que, en buena medida, procede de puestos ligados a entidades públicas y por la inclusión oportuna en los intelectuales y artistas orgánicos. Mantienen, como los trofeos deportivos, los pulidos términos de su primitivo discurso que reposan en la vitrina y han sido claves en el afianzamiento de su promoción. A los veinte años había que ser algo, volcar sentimientos, hallar un cauce al entusiasmo, enemigos a la rebeldía. La visión de la lucha de clases se presentaba en un cielo vacío y expectante, y produjo la conmoción de las revelaciones, el cambio súbito de perspectivas y la comprensión instantánea de las desdichas, la historia y de las leyes del mundo. Demasiado para renunciar a ello fácilmente y demasiado fácil para haberlo creído. Isa tiene un pasado que ocultar, cartel al fondo del dormitorio con enorme rostro de Mao formado por puntos rojos que son cientos de personas. Muy propio. Podía haber sido peor: también se vendía en los puestos de iconografía izquierdista del mercadillo de Bruselas una colcha con la imagen gigantesca del Gran Timonel. Hay más páginas que prefiere pasar rápidamente, pequeños esqueletos arrinconados en la esquina del armario, caídos tras los cajones. Visita a Nepal. Isa es la traductora de una pareja de amigos españoles que quiere comprar drogas para amortizar su viaje a la vuelta. Primero una masa de hierba del tamaño de un puño. Poca cosa, humo, euforia, ningún riesgo. Tras la cena, les sirve de intermediaria con los nepalíes que negocian el precio de algo más caro, un polvo blanco. Los rostros, sentados en el suelo en círculo, son mórbidos a la luz de la única bombilla, ojos caídos, mirada vaga, extraordinaria palidez, ojeras, un sabor a líquido malsano en el ambiente. No hace sino de intérprete, una amistosa ayuda inocua. Despacio, posteriormente, ha seguido el trayecto probable de la sustancia blanca que parecía haber chupado la sangre y el brillo de los ojos en aquella trastienda. Un pequeño esqueleto de sí misma se le ha quedado encerrado en un armario limitado por esos rostros, en círculo.
A los veinte años había que ser algo, rápidamente. Y luego, como los profesores chinos que repetían mansamente las normas que habían podado su juventud, se continuaba aceptando, reafirmando, procurando quizás salvar lo que se había sido, manteniendo enjuto sobre el remanso turbio del final de la corriente al joven que se había empapado en la pureza del comienzo, sin mirar, sin analizar. Por el simple imperativo de un síndrome de Estocolmo que ordenaba preservar lo que ya formaba parte del yo. Porque, tras el rapto y la convivencia con militancias e ideas, no se regresaba del todo, era penoso y descarnado el desmentido, la rasa brutalidad de la evidencia, y poco airosa la visión retrospectiva del entusiasta rehén. El chantaje se recibió, por ello, con alegría. Justificaba inversiones, arropaba pasados, era incluso extremadamente útil a la hora de atribuir responsabilidades y fracasos. El enemigo, de alguna forma, siempre había estado ahí. Continuaba estándolo-la mala clase de poderosos, burgueses, elitistas y ricos-, y eso permitía el recurso a cualquier medio y lo avalaba con la certeza de una superior identidad moral.
En los años noventa Isa pensó que quizás se estaba llegando al final de la censura. Aún existía la clasificación de buenos y malos, que reinaba por el temor y se valía de la manipulación lingüística. Las etiquetas derechas, izquierdas, reaccionario, progresista, fascista, demócrata se habían distribuido según las conveniencias de la nueva clase dominante, del club que se atribuía en exclusiva la superioridad ética y atemorizaba con el sambenito de anticomunista impresentable, franquista camuflado o capitalista burgués a cualquiera que disintiese o que hiciera peligrar los beneficios obtenidos. La peculiar esquizofrenia hispánica, nutrida por el vacuum de identidad nacional y por el tenaz olvido voluntario de medio siglo de historia, agotaba sus recursos. Se quería vivir como los americanos, pero no se perdía ocasión de denunciar el perverso imperialismo yanqui y de proclamar la fervorosa adhesión a supuestas democracias populares en las que nadie tenía la menor intención de instalarse. Se condenaba un capitalismo a cuyo nivel se suspiraba por llegar, se votaban las siglas de un Partido Socialista Obrero con la esperanza de obtener una decente democracia burguesa y un puesto aceptable en los países modernos desarrollados, se excomulgaba-con ayuda del deporte nacional de la envidia-en nombre de la igualdad a cualquiera que poseyera riqueza o que sobresaliese y, simultáneamente, se lamentaba la inexistencia de una sólida y competitiva economía. En este contexto, era de absoluta lógica que los votados actuaran contra sus siglas y contra el interés público y la ética privada.
El fenómeno estaba emparentado con el misterioso acriticismo que alienó a una parte considerable de los intelectuales europeos ya desde la Revolución de Octubre y que en España, a causa de la reacción antifranquista, del horror vacui interno y de la interesada utilización legitimadora de la terminología marxista, se había prolongado. De nuevo, y con muy poca fortuna, Isa se sabía ajena al adecuado club, el postmodernismo de buen tono en el que importaba repetir ciertos mantras: lo que importa es el yo y mis amigos; la realidad no existe, luego no tengo compromisos; mi ser es pura imagen mudable y la verdad presuntuosa apariencia; por lo tanto la defensa de valores éticos es un rasgo de censurable mal gusto; todo es relativo; todo vale. El sombrerazo estratégico del snob a purezas políticas lejanas-paralelo a su permisividad respecto a las corrupciones próximas-y sus evasivas en terrenos concretos complementaban la filiación a la decadencia placentera: Si no existen sino imágenes y cambios tampoco hay realidades ni deberes. Lo objetivo es simple coyuntura o algo tan remoto que a nada obliga. Los postmodernos fueron el lujo áulico de un Gobierno empapado en la prepotencia de su impunidad. Al lenguaje y al pensamiento fácil se apuntaron muchos mientras hubo pan y circo. Otros simplemente lo soportaron. Su necesaria contrapartida social era el populismo demagógico, la manipulación, simple pero en absoluto inocente, en vistas a intereses de clientela y a expensas del erario público.
El postmodernismo podía utilizar como motto un ¡Ay de los vencedores!. Porque en el remanso finisecular eran difícilmente perdonables grandezas y victorias que sobrepasaran el inmediato círculo de bienes de uso, colegas y amigos. El antiamericanismo continuaba siendo uno de los tópicos de rigor. Los Estados Unidos siempre habían sido culpables de un crimen sobre todos imperdonable: ser el país más influyente, más fuerte y más rico. Y no por su intrínseca perversidad, sino por convicciones, formas de trabajo y organización y por su aprovechamiento de abundantes, pero no exclusivos ni mayoritariamente ajenos, recursos. Representaban un papel extremadamente útil como enemigo físico y metafísico: el perfecto adversario. Porque tal vez no se puede vivir sin archipiélagos, sin versátiles sucedáneos de Satán que atraigan odios y eviten el enfadoso ejercicio personal de la reflexión.
El Tío Sam podía ocupar tranquilamente un lugar destacado en la sixtina del retablo. Siempre había tenido, por añadidura, el descaro de exhibir con igual impudor sus lacras y sus ideales e incluso de llevar éstos a la práctica. Llega su pretensión hasta el extremo de considerar el estado de Derecho, la democracia y la libertad, que proclamaron años antes que la revolución francesa, como logros deseables para el conjunto del planeta. Ello bastaba para hacerles acreedores de la animosidad soterrada de las mismas naciones e individuos que en las emergencias clamaban por su ayuda. Cuando en la España que se había pasado tantos años soñando con Hollywood y brindando por las guerrillas se analizaba la política norteamericana, siempre transparentaban el gozo y la ansiedad de que salpicara el barro al gigante poderoso y torpe. La “actitud correcta” requería gringofobias y desdenes hacia la envidiada sociedad técnica avanzada, compasión por los pequeños Sadams aplastados por Goliat, ironía respecto al fornido marine doquiera que estuviese. Se reprochó amargamente a Washington su ofensiva contra Iraq porque no había sido acordada por la ONU, pero esa misma organización, ante la extensión y gravedad de los conflictos, instó a la Casa Blanca a que no repatriara a sus soldados de Somalia antes del desarme de los señores de la guerra, misión humanitaria que había llevado a cabo Estados Unidos sin ser explícitamente nombrado para ello por el Congreso de Seguridad. Cincuenta años atrás, Norteamérica había cometido otra agresión imperdonable: desembarcó para defender a una Europa acorralada por el nazismo. Aunque todavía no se había acuñado el término, cuya intervención honra a los franceses, de deber de injerencia humanitaria, se consideró que los ideales de la civilización y la libertad valían más que el no intervencionismo y las fronteras. A continuación el plan Marshall levantó la economía ocidental y Washington mantuvo en gran parte el peso de la Guerra Fría, sin la cual los sistemas totalitarios y su ruina no se hubiesen detenido en Centroeuropa. A mediados de los noventa podían aprovecharse las pintadas todavía frescas del Yanqui, go home y modificarlas en Yanqui, come home porque el imperialismo empezaba a pecar por defecto: la ONU estaba desbordada, en el Tercer Mundo eran legión los que preferían ser invadidos a aguantar lo que tenían en casa y multitud los que se lanzaban a atravesar muros, mares y fronteras para ser aceptados en Estados Unidos o Gran Bretaña. Para desesperación de ambos. El viejo continente había pasado del pasacalles nacionalista al sentimental bolero Si tú me dejas. Europa hubiera visto con alivio una intervención en Bosnia de esos americanos que, por otra parte, eran presentados como invasores prepotentes y sobre cuya pericia en el lanzamiento de paquetes de alimentos se hacía burla (olvidando que los aviones debían volar a gran altura porque no tenían derecho a ser protegidos de la artillería serbia por aparatos de guerra). Había que gritar no a la OTAN, y esperar que, cuando llegaba el tiempo irremediable de la fuerza, fuese la OTAN la que respondiera, y, preferentemente, que Estados Unidos pusiera la mayoría de los soldados y de las armas.
Isa había esperado la caducidad de las etiquetas, la excarcelación de un voto cautivo de fidelidades tribales pero que tal vez podría elevarse hasta el análisis de opciones y acciones concretas. Se preguntaba si cabía alguna posibilidad de que ética y progresismo recuperasen su validez de contenidos e implicaran lucidez, esfuerzo, coherencia con el propio discurso, valía, conciencia social, riesgo y enfrentamiento con un espacio no señalizado. Por lo pronto, había que continuar sorteando los islotes de la neolengua, el chantaje moderno/retrógrado, izquierdas/derechas, nosotros/ellos, antes/ahora. Era el epílogo de la retórica de las dos Españas, uno de los últimos frutos históricos del franquismo y un derivado de las traiciones al pensamiento racional que habían presidido el siglo XX. Pero también, y de forma decisiva y primaria, era la ubre de la que se nutrían muchos, aquéllos cuyos principales méritos eran la carencia de éstos y la avidez, y no iban a resignarse a la dieta.
En los años noventa había llegado a esperar el final de la censura, y, con ella, del archipiélago que tejía la gran araña de los nuevos intereses, compactos, enredados, bocas superpuestas, de un gobierno y de otro gobierno, a las que alimentar. Y era una espera inútil porque no había reparado en el veloz crecimiento, bajo sus pies, de las islas, vivaces islas familiares a Orwell entre las que no circulaban las palabras, ni el aire. Tampoco quedaba, para los desencantados navegantes, ilusión alguna que arañar en el fondo de la caja de Pandora.
La caja había rebosado de ilusión. Estaba, en realidad, cubierta de espejos que hablaban de una muy lograda creación de imagen. Alegremente embarcado en la idea moderna que quería tener de sí y en la borrachera del olvido, el país acogió abiertos brazos y urnas a un líder y a un partido cuyo perfil era producto de una cuidadosa fabricación. La prensa extranjera trató durante más de tres lustros al Secretario del Partido Socialista Obrero Español como a Cenicienta el príncipe del cuento. Tras el franquismo, el PSOE saltó bruscamente al primer plano de la opinión con una campaña extensa, eficaz y arrolladora, cuyos elevados costes hubieron de correr forzosamente a cargo, en el exterior, de otros partidos y grupos, que pasaron factura en los años que siguieron. La fabricación de imagen y de líder hizo sombra al marketing de cantantes famosos, se creó a la medida lo que gustaba a una mayoría de españoles, y se hizo en la certidumbre de que la inversión era rentable. Lo fue, dadas las facilidades que se ofrecieron a la especulación foránea sin contrapartidas, y sobre todo si se considera el apresuramiento en firmar acuerdos con la CEE sin la indispensable y larga negociación. Por otra parte España vivía sus epígonos de reserva folklórica y país romántico, algo tercermundista; su joven régimen disfrutaba en el exterior de una predisposición benevolente. A esta inercia se sumaron en la opinión europea los restos del complejo derechas / izquierdas, que el PSOE manipuló en el interior y exterior con tanta insistencia como impropiedad y falta de escrúpulos. Desde principios de los ochenta el Gobierno gozó de la embriaguez de la mayoría absoluta y de un envidiable trato por parte de la prensa extranjera.
I982. Se votaba a la juventud y al cambio, al aire fresco y a una justicia que aguardaban, entre muchos, los dedos cansados de faenas de la madre de Isa. Hay un volumen que se puede cortar en el aire de esperanza, de irrepetible inocencia que ignoraba sus contradicciones y su olvido, que respiraba y veía encarnado el futuro en un Presidente campechano y radiante de seguridad en su triunfo. Que era el único triunfo posible y había sido preparado con mucha más habilidad de lo que la desmañada euforia aparentaba. Isa votó por él, como el resto, en una gran ola de identificación que nunca hubiera sido compatible con los sombríos restos de gobiernos precedentes. Tampoco con el carrusel de partidos de los ismos más variados que celebraban su entrada en sociedad con queimadas y libaciones en restaurantes modestos del viejo Madrid. En los espejos de catorce años de mando, desde muy temprano, el Presidente socialista ha ido cambiando. Se diría que, tras el rostro del 82, las consignas y la sonrisa que, como una moneda, hacen brillar sus fieles, las líneas y colores se han ido separando, los trazos han adquirido la curva de la codicia de mando, el gesto continuo del reparto, el sesgo del dominio de los trucos, el olor a la golosina de la libre disposición. Y es la cara de Dorian Gray la que crece y se adueña de toda la imagen, una cara que nunca mereció la papeleta que metió en la urna, con ilusión y manos torpes, una mujer mayor y fatigada que pertenecía a los que trabajaron siempre y nunca se les ocurrió presumir de descamisados. El Presidente tiene, cada vez más, un rostro hinchado que ha ido adquiriendo un curioso parecido con carteles de líderes de otras iconografías.
Han transcurrido calendarios; se han ganado nuevas elecciones. Hace tiempo que el Gobierno reparte el P.I.B. como una hacienda, que las leyes son bulas, desahucios y privilegios, que se envuelve desde pantallas y prensa al complaciente público en un peronismo campechano que se endeuda con gracia y esquila la piel de toro con solera. Los votantes continúan aferrados al líder con la tenacidad del que necesita creer que ha sido lo que ni el líder ni ellos fueron. No es necesario al Presidente el enriquecimiento personal; supera a ese placer con mucho la satisfacción recibida por las dádivas, la primacía en el círculo de amigos, en la sumisión de contrarios, en la coreografía de los grandes. Él está por encima del lucro y del cohecho porque dispone de la forma de las leyes y modela cada organismo y actividad públicos a su sabor, ocupa Justicia, Administración, Comercio y Cultura hasta los últimos intersticios de la concha, y crea una red vagamente medieval de promociones, remuneraciones y lealtades vitalicias. No se trata de dirigentes intelectuales, ni de individuos de profesión y envergadura. De hecho, desconfían de esas élites y se apresuran, evangelio de la neolengua en mano, a crear, a su imagen y semejanza, literatos y artistas. Son un producto de la exigencia de los tiempos, y se ven pronto sobrepasados por las dimensiones de la tarea, el rango y el escenario. El Gobierno del PSOE no es el de la República de Profesores y está igualmente lejos de estimar la meritocracia que el franquismo sí había valorado. Por el contrario, dispone de un catecismo simple, multiuso y grato al poco reflexivo votante. Basta con exhibir la patente de defensor de los oprimidos, con alegar la sorda e incansable guerra entre Ricos y Pobres, las victorias y las deudas contraídas por los primeros desde los albores de la Prehistoria y la lógica revancha, llegado su turno, de los representantes de los segundos. Tras siglos y milenios de explotación nada más razonable que el reparto, el embolso de dividendos y el monopolio de la superioridad moral.
Desde el extranjero las loas continuaban. Publicaciones tan sólidas como The Economist presentaba en su número extraordinario The World in 1995 (diciembre del 94) al Gobierno de Madrid y a su presidente bajo los focos más favorables. Que una revista anglosajona conocida por el rigor de su análisis encargase las líneas de resumen del panorama español a un articulista de esa nacionalidad estrechamente ligado al periódico que servía de portavoz al PSOE daba la medida de la habilidad del partido en el poder para crear y mantener una imagen, cara al exterior, disociada de la realidad interna. The Economist auguraba para el año entrante la permanencia, pese a las dificultades, del señor González en el poder. La figura de éste aparecía en el artículo cansada, acosada y digna, víctima quizás de la usura del tiempo y de la corrupción de sus colaboradores, pero en ningún caso responsable o implicada en daños fundamentales para el país. El propio interesado hubiera suscrito el texto con placer.
Sorprendentemente, el contenido sobre España del Economist del 14 de enero del 95, en análisis elaborado esta vez por la redacción de la revista, variaba sustancialmente: la situación del presidente español empeora y se encona; es el principio del fin, y, lo que es más grave, esto marca un proceso de creciente desconfianza de los españoles en sus instituciones democráticas y debilita la solvencia internacional de la nación. Es una rareza tal cambio de opinión en tan pocos días tratándose de previsiones a un año vista. Afloran también-aflorarán siempre, por mucha cal viva que se haya empleado en enterrarlas-las manos de dos terroristas con la uñas arrancadas, y los veintisiete crímenes de un grupo paramilitar que organiza su propia guerra contra los que ametrallan y vuelven al cercano hogar francés con la tranquilidad de quien finaliza su horario laboral. Ocurre que la imagen fabricada para la coyuntura de los ochenta tiene fecha de caducidad, el espejismo comienza a disolverse. De repente va apareciendo la profundidad del endeudamiento español, la insostenible carga de las diecisiete autonomías con aspiraciones de virreinato subvencionado, el desguace de las instituciones y el arañado fondo de la marmita de las reservas. Ningún dato, sin embargo, era en el 95 nuevo: hacía años que los gráficos mostraban a la peseta como la menos fiable de las monedas del sistema monetario europeo, los escándalos y corrupciones no habían comenzado ayer, las incongruencias entre fastos y realidades tampoco.
Había una explicación suplementaria: A la gran mayoría del 82 había sucedido el día de gloria, la entrada de España en la CEE en 1986, y la posterior incorporación a la Unión Europea en el 93 con el Tratado de Maastricht. Europa no había sido raptada; accedió a subirse a la grupa del toro ibérico a cambio de una dote cuyos pagos distaban de estar claros. Se observaba una sorprendente coincidencia entre el oportuno apoyo alemán y norteamericano, la propuesta de nuevo Secretario de la OTAN, las consecuencias electorales internas de su nombramiento y las loas por parte de publicaciones extranjeras (“Después de Felipe González”-The Economist-18-11-95; o el fervoroso y caudillista “Olé, Felipe!”-editorial de Le Monde-20-12-95). Era inquietante el exceso de incienso al Presidente español, la atribución a su persona de todo el mérito de la transición democrática, la amnesia respecto a la verdad histórica y al período 1975-1982, la identificación del líder con la modernización del país. Lo habitual entre dirigentes de la CEE era regateos, discusiones, áspera negociación, reservas. El benevolente acriticismo respecto al Gobierno hablaba de acuerdos desventajosos, de futuros compromisos nada claros, de subvenciones que eran pan para hoy y hambre para mañana, de pérdida de competitividad. No era extraño que a muchos países se les hiciera cuesta arriba la idea de perder a tan comprensivos negociadores. La foto europea había tenido un precio.
Por esas fechas se reajustaban los frentes Este y Sur de Europa y se calculaban los costes de la pacificación balcánica. España aspiraba a la vez a la virginidad y al próspero matrimonio; se jugaba de nuevo, cara a la galería, a la duplicidad entre los buenos deseos y el coste inapelable de las realidades. Excepto si se aceptaba en Centroeuropa y otros escenarios futuros la vuelta a la tribu y la regresión a prácticas bárbaras y a un feudalismo autárquico medieval, la defensa de sistemas democráticos, derechos y libertades conllevaba y conllevaría, mientras durase la desigual pubertad que había sido llamada por la ciencia-ficción el final de la infancia, el empleo de la fuerza, el pago en impuestos y en cadáveres. La distinción entre integración o no a la estructura militar de la OTAN era puro sofisma, pertenecía a la visión bucólica de cuerpos de intervención que eran un cruce entre destacamentos de choque y hermanitas de la caridad, que camuflaba los imperativos de la violencia tras la asistencia civil. En la práctica, podía resumirse a la utilización del territorio sin que Madrid formase parte de los centros de decisión. Si España había ingresado en la organización, tendría que hacerlo con todas las consecuencias y sin la posibilidad de elegir intervenciones a la carta. Podía optar por retirarse, pero siempre y cuando se estuviera dispuesto a pagar el precio que ello suponía. El nombramiento de un Secretario español consagraba la adhesión explícita y un principio de realidad aceptado hacía tiempo por buena parte del electorado, al que la pertenencia de España a la OTAN había evitado quizás, por cierto, la posibilidad de triunfo de un 23-F.
Puestos a escoger, dejar el campo al gran policía americano tenía las ventajas de quejarse de un enemigo único, mientras que pagarse en soldados y dinero el hacer de policía uno mismo resultaba complejo, oneroso y desagradable. Era grato a la opinión parar los pies a genocidas sin derramar una gota de sangre, utilizar el mejor armamento y pasar la factura al Washington que se tachaba de gendarme mundial. Se continuaba, sin embargo, jugando a la dualidad entre las invocaciones y los hechos. No existían muchas opciones: o había valores-y además, pero no de manera forzosamente simultánea, intereses-que se consideraban universales y que valía la pena defender, o se aceptaban los tiranos, la regresión y la jungla bajo la hoja de parra del pluralismo cultural y se apartaba la vista de casos como las mujeres de Afganistán, cuya situación era infinitamente peor que la del último negro del apartheid. Iberia, desde luego, no era en este terreno la única; el siglo se acercaba a su final arrastrando el lastre de viejos complejos ante los nacionalismos y ante un pacifismo irracional que era la bendición de invasores y amantes de limpiezas étnicas. No faltaban el recurso al antimilitarismo indiscriminado y la pretensión de sacar ventaja de la presencia en organismos internacionales y en el próspero bloque occidental pero sin las servidumbres que ello conllevaba en gastos y peligros. Los pacifistas solían olvidar que Gandhi hubiera durado poquísimo si sus protestas y ayunos, en vez de en la India británica, hubiesen tenido lugar frente al palacio de Sadam Husein; tampoco reparaban en que sólo la decisiva intervención de Estados Unidos, y no las amonestaciones de la tibia Europa, habían obligado a la ex Yugoslavia a firmar la paz.
Sobre las mesas con manteles de hule se pasan tazas de orujo, vasos de vino. Gente de partidos imposibles brinda en Madrid. El local, denso de humo y de vapor de guiso, está en la calle estrecha donde vivió, hace tres siglos, un famoso escritor. Todos se han legalizado y el público corea, sin excepción, vivas y proclamas. Es inimaginable, junto a ellos, un grupo de derechas con pancartas de Dios, Patria, Rey y no al aborto. Isa sorbe su cuenco. El país es feliz; lo ignora pero posee ese goce de vivir que disculpa la irreflexión y el olvido, que impide la fría cólera y la máquina eficaz de los archipiélagos. Como en los individuos, quizás también aquí la felicidad es incompatible con la Historia.
No siempre puede materializarse el discurso en sus inevitables consecuencias. A veces ni siquiera se desea. Es dudoso que Platón hubiera pretendido pasar más de unas ocasionales vacaciones en la República que proyectaba. En no pocas utopías, incluido el Paraíso católico, el agente letal del genocidio hubiese sido el tedio. Pero los utensilios verbales del proyecto ofrecen múltiples aplicaciones que sólo deben ser explicadas ante el Mañana, Dios y la Historia. Como esos plazos de presentación de beneficios son largos, los intereses suelen revertir en los instaladores de la maqueta.
Con la cercanía del siglo XXI, podía aspirarse al final de la censura, a la reducción a sus justos términos de la terminología e iconos exhibidos en décadas de manipulación provechosa. Pero el método izquierda-derecha era en España excesivamente rentable para permitir el abandono porque estableció, nutrió y mantuvo a una clase amplia que marcó los canales de comunicación al resto de la población y construyó para sí un reducto blindado en Educación, Cultura y en la maquinaria estatal. No a todo el mundo le gusta construir Camboyas pero, si le gusta y se beneficia, cada uno construye la Camboya que puede.
Isa había vuelto del síndrome de Estocolmo por vía lenta. Aun así resultaba una velocidad de vértigo vista la red ferroviaria. El contacto directo con las diversas formas del archipiélago y las inmersiones sin paliativos ni intermediarios en la crudeza de las realidades le habían proporcionado, sin embargo, una provisión de anticuerpos quizás en exceso generosa. En cualquier caso irremediable. No cabía autoengaño ni aceptación de engaño; ni siquiera la suave componenda con ese mundo dual que se teje con palabras y tópicos lejanos a los hechos. Por imperativos de ganarse la vida y preservar el oro de su tiempo, se encontró instalada en un reducto que, casualmente, dio en ser escenario, en la medida de sus posibilidades y formato, de una representación esperpéntica de las ya familiares técnicas de destrucción de la cultura y purga de intelectuales. El partido en el gobierno precisaba, a mediados de los ochenta, de legitimaciones. Su presencia se basaba en ayuda y coyuntura, su justificación en la imagen social conjugada con la realidad, evidente e indiscutible para votantes y votados, de las ventajas del capitalismo y la economía de mercado. Eran ricos recientes, de peso intelectual escaso y perspectivas que se vertían por entero en la embriaguez del dominio que les daba su triunfo. Heredaban consignas en otros lugares de Europa ya periclitadas pero que en España podían serles útiles. Precisaban en primer lugar, aunque ni siquiera entre ellos mismos se lo plantearan en tan crudos términos, dar acomodo, premiar y garantizar las fidelidades de una clientela amplia, ofrecer igualitarismo testimonial en un estilo híbrido de Méjico y de los descamisados.
No se trataba de corrientes generales de pensamiento ni de la lógica inercia de tendencias de alcance mundial. Esto se aprovechó primero como argumento, luego como alegato y finalmente como excusa, pero substancialmente consistió en tomar una porción amplia del sistema educativo, en concreto el destinado a adolescentes hasta el umbral universitario, rebajarlo, diluirlo y asimilarlo a etapas inferiores, abrir así las puertas a la instalación en él de capas relativamente numerosas de gente de calificación académica breve que trabajaba en sectores primarios, manuales e infantiles, y ejercer al tiempo una opresión y degradación generalizadas contra los que ocupaban por especialización y méritos puestos que ahora, anulados derecho, saber y lógica, se ponían a libre disposición. Con ello se colocaba y promocionaba como profesores de filosofía y matemáticas a docentes de párvulos y especialistas en talleres de carpintería, y se enviaba a vigilar infantes y mantener encerrados a jóvenes sin la menor intención de dedicarse al estudio a licenciados que había obtenido sus puestos por carreras universitarias, especialización y concurso público. Lo que anteriormente eran en la Enseñanza dos sectores bien diferenciados, uno, de corte global, dedicado a niños y atendido por maestros y otro centrado en el conocimiento de materias importantes y precisas, que cubría en cuatro años la preparación juvenil y era terreno propio de profesorado idóneo para tal fin, pasaba a convertirse en una bolsa física e intelectualmente indiferenciada, llamada Enseñanza Secundaria, en la que los antiguos estudios se reducían a la mitad de cursos, las asignaturas de base desaparecían, se mezclaban o se minimizaban, mientras ocupaba su espacio una festiva imitación de juegos, sugerencias y pasatiempos. El éxito estaba garantizado por la abolición de exigencias, pruebas de paso, nivel de conocimientos, repetición de curso, aprobado por materias. Párvulos y adolescentes debían formar un continuum encapsulado en el recinto de una prolongada infancia en el que entraban y por el que discurrían sin más trabas que el paseo por un aparcamiento público y del que salían con el ticket sistemático que les correspondía según el tiempo transcurrido. Quedaban garantizadas la igualdad, la retirada, durante el día, de los adolescentes de las calles y la desaparición del fracaso escolar. Y, frente a los adultos escépticos, se exhibía además el servicio de una floración exuberante de burocracia adjunta, de pedagogos que sabían cómo saber, que enseñaban a los enseñantes, orientaban a los reticentes, aconsejaban por ley, convocaban por decreto, exigían encuestas, regurgitaban fotocopias, impartían cursillos, enviaban informes y reunían por imposición normativa, cumpliendo así el ferviente sueño de las familias postmodernas que consistía en distribuir generosas raciones de vigilancia filial y materna solicitud entre los servicios sociales del Estado.
Lo que se dio en llamar la Reforma Educativa, con un énfasis que superaba a los teólogos de Trento y con una defensa de la trama que veía en las posteriores propuestas de cambio una amenaza de fisura en el Titanic, constituyó, desde su gestación a mediados de los ochenta, hasta la Ley del 90 que organizaba toda la enseñanza española y durante su imposición posterior, una curiosa muestra de fraude y folklore maoísta, de nepotismo político y monopolio ideológico, de fortaleza logística y oficina de empleo. Se había presentado ornada, sobre todas las cosas, de las virtudes de democracia e igualdad, asimiladas a la extensión gratuita de la Enseñanza hasta los dieciséis años, y aderezada de una innumerable cohorte de gracias teologales y cardinales que garantizaban la atención personalizada a individuos, problemas, niveles y aptitudes. La castellana palabra mentira palidece y se esfuerza para estar a la altura del abismo que mediaba entre contenido y letra. Al crear aquella sucesión de tópicos, la cascada de utopías y clichés de obligada reverencia que hacían de la Ley un monumento al pensamiento mínimo, no se pretendía reflexión y colaboración menos todavía. Se trataba de crear una vistosa cortina de humo populista y de ofrecer a una clientela ávida de puestos y huérfana de títulos el reparto gratuito de lo que habían sido cátedras, jefaturas, agregaciones, clases de bachillerato y de curso de preparación para la universidad, Latín, Lengua, Literatura, Matemáticas, Historia, Ciencias Naturales, Física, Filosofía y Griego. De forma paralela, desde las alturas y los grandes cargos de despachos alfombrados hasta el mezquino agraciado con los restos del reparto y la moqueta polvorienta de los institutos, un sinnúmero de expertos pedagogos cobraban sueldos, recibían nombramientos de asesor, subsecretario y consejero, disponían, imponían, predicaban la sumisión a la Ley, vigilaban y amenazaban. Importaba al Gobierno autor de la Reforma y a sus dos sindicatos afines premiar a una clientela de base mientras se laminaba a los profesionales independientes que ocupaban niveles apetecibles y condiciones de trabajo de las que había que apropiarse por la vía rápida. Era indispensable asegurar no sólo votos, sino el control de la extensa parcela que, desde 1982, la clase que ejercía el poder consideraba como suya.
La neolengua funcionaba como eficaz blindaje que arropaba en progresista, izquierdas, democrático y sindical a grupos y conductas del más puro corte siciliano que no admitían competencia y eran tan feroces como ficticia su supuesta representatividad. Sus agentes eran los más próximos a la carne de cañón de que se nutrían, y defendían la Ley, los aumentos presupuestarios, los centros de formación de formadores y los expertos pedagógicos con el ardor de quien goza de la manumisión del aula, del sueldo íntegro y del cortejo de prebendas. Sus militantes paseaban los pendones verbales y las jaculatorias ideológicas que los hacían intocables; a ellos iban los fondos para cursillos, los puntos para promociones, el control de plantillas y asignaturas y los miles de millones que ellos se encargarían de canalizar distribuyendo café y ordenadores para todos. La palabra sindicato proporcionaba a UGT y CCOO la inmunidad completa, el temeroso respeto automático debido a los iconos del diálogo social. Mantenidos ambos a pensión completa por el erario estatal y liberados de servidumbres laborales, servían para dar al Gobierno una imagen de diálogo que era pura ficción porque ni representaban a los niveles superiores de la Enseñanza ni vivían de las cuotas de sus escasos afiliados reales. Formaban parte de la panoplia necesaria al decorado, tenían aún sentido en otros sectores y contextos, pero su pretensión era presentarse como dueños exclusivos del terreno, representantes de una gran masa indiferenciada y global. Por ello habían colaborado en la Ley de Enseñanza, la habían empedrado de clichés y jerga populista que sustituían al simple criterio intelectual de contenidos y al discurso racional, y por eso, en pro de una defensa cerrada de la privilegiada y en buena parte superflua clase que ellos mismos, como miembros de esos sindicatos, constituían, reaccionaban con extrema violencia ante cualquier cambio de la Reforma. Su ortodoxia era tanto más inflexible cuanto que la hueca muralla de tópicos era el bastión único que poseían.
Tanto en el caso de los dos sindicatos como en el del partido con el que formaban frente, la intransigencia correspondía al miedo a la desnudez del emperador, a la inconsistencia-eliminadas campañas de imagen, coacciones y manipulaciones- de su propia razón de ser. Se seguían las reglas del buen representante: asimilar la convicción en la bondad del producto. Pero la Ley de Educación de 1990 desafiaba, en su redacción, contenidos y desarrollo, a las más piadosas actitudes de conmiseración intelectual, tal era su insistente empeño en la generalización de la estulticia. Esto constituía, empero, un detalle ancilar y secundario. No se trataba del torpe fruto de nobles y confusos anhelos de justicia social, de un sendero jalonado de escollos y de errores pero encaminado al bien público e iluminado por el imprescindible resplandor de la utopía. Fue, desde su gestación, un fraude, consciente y concebido como tal, una prevaricación a la vasta escala en la que se elaboran y firman las leyes generales; representaba una oferta a la opinión pública tan amplia como falsa, un desvío de fondos de innumerables guarismos, la inmunidad de un cohecho perdurable de votos e influencias; y fue sobre todo una regresión de extraordinario calado que bloqueó toda posibilidad de una eficaz reforma democrática de la enseñanza estatal. La justificación ideológica se distribuyó sobre el edificio a posteriori. Para ello se echó mano del mítico, y siniestro, imperio de la pedagogía, de los ya por entonces fallidos experimentos británicos y de una mezcla de calcos lingüísticos anglosajones y de lindezas autóctonas de corte obrerista políticamente correcto que produjo una jerga de inanidad sorprendente. Paralela a las lagunas presupuestarias, pero con frecuentes transvases, corrían los jugosísimos ingresos de empresas editoriales afines al nuevo régimen, las cuales hallaron un filón perdurable en el revuelto de fichas, temas y épocas que caracterizaba a los lamentables libros de texto de la Reforma.
El partido en el gobierno exhibía como principal florón algo que era de imprescindible cumplimiento para cualquiera que hubiese accedido, en aquella época, al poder en España: la extensión de la escolarización obligatoria y gratuita hasta los dieciséis años. Sentada esta premisa, y ofrecidos innumerables servicios que cubrían, de la guardería al preservativo, todas las posibilidades de unos jóvenes cómodamente aparcados hasta los dieciocho años, nunca se pormenorizaron presupuestos. No había financiación, ni se pretendía colocar a personal especializado en gabinetes de psicología, centros politécnicos, vigilancia, cuidados especiales, asesoría psicosocial, orientación laboral, guardianes de párvulos, maestros de primaria, profesores de las distintas asignaturas de media. Tras los apartados, normas y premisas que llenaban las páginas del Boletín Oficial del Estado no existían sino cheques sin fondos, empresas ficticias, dividendos que revertían en los bolsillos de la extensa clase en el poder, de sus allegados y de la vasta orla que se consideraba fiel al clan. La realidad consistía en la transformación de los institutos en cajas mezcla de secundaria rebajada y escuela primaria en la que los antiguos profesores, titulares de especialidades, agregadurías y cátedras que habían obtenido por oposición, fuesen dedicados a cualquier tarea, de docencia o vigilancia con cualquiera, ya fuesen niños de la edad más tierna, elementos conflictivos y violentos que imponían al resto su ley o discapacitados para los que se consideraba que introducirlos sin mayor preparación ni gasto en un aula era un logro social. Naturalmente esto incluía la declarada guerra a la especialización y adquisición de conocimientos y tuvo como consecuencia, amén de una injusticia flagrante que a nadie importaba sino a los interesados, un descenso brutal en el nivel de los alumnos, cuyo desarrollo intelectual quedaba congelado, contra natura, en un estado de infancia permanente. El antiguo profesorado de Enseñanza Media debía impartir temas sin relación alguna con su formación y título y era carne de cañón sumisa y disponible para el nutrido comisariado de pedagogos de la Reforma. El absurdo era imprescindible porque sólo su confusa arbitrariedad permitía poner a disposición de la nueva especie rapaz huecos, cargos y puestos.
La censura lingüística se hizo feroz y la tímida afirmación de que la novedad fuera nociva, de que hubieran existido mejores sistemas, imposible. El franquismo acudía en socorro del Gobierno con su papel irreemplazable de enemigo que legitimaba cuanto le fuera ajeno. Cualquier alusión a la propia categoría académica, a los diplomas laboriosamente obtenidos y a la pretensión de mantener, en virtud de esto, las merecidas condiciones de trabajo, atribuciones y puestos era considerada reaccionaria muestra de elitismo. Catedráticos y agregados, jefes de seminario y profesores de Bachillerato, no sólo dejaban de existir por decreto sino que sólo podían referirse a sí mismos como indiferenciados miembros de una comunidad. Cualquier alusión a méritos comprobables, categorías obvias, conocimientos indiscutibles, tangibles diferencias y derechos sólida y racionalmente asentados era un atentado contra la democracia, identificada por virtud de una espuria maniobra lingüística con una igualdad de tabla rasa y mínimo común denominador que se materializaba para profesores y alumnos en la dictadura de los peores.
El componente miedo se extendía justamente donde debiera haber empezado la zona de la libertad, y lo hacía de una forma difusa y omnipresente, porque de la red de los nuevos clérigos culturales, de los supuestos representantes, portavoces, predicadores de cursillos y mandarines de nombramiento instantáneo dependían todas las pequeñas ventajas que podían marcar de forma decisiva las condiciones del trabajo cotidiano. A ellos se debía sumisión, asentimiento y el medroso silencio con el que se acogía, con las órdenes, la certidumbre de que cada curso era peor que el anterior e iba a ser mejor que el siguiente. Los muros se estrechaban como en las casas de Boris Vian, se cubrían de aditamentos de guardería, se multiplicaban los jueces: consejos escolares en los que gente ajena a la profesión y amante del club social exigía y mandaba, alumnos investidos de todos los derechos y sin más deber que la permanencia en el interior del centro, floración de comunidades, células, representantes y asambleas, confusión que permitía a los de base hacer rápidas carreras sobre el espinazo de aquéllos que, por decreto, se había desplazado o hecho desaparecer, horarios de los que se exigía maximalismo y agotamiento mientras se amagaba con la reducción de los espacios de libertad que constituían la única contrapartida al diluvio de amenazas y exigencias. Jamás había asomo de protesta alguna. Imperaba el ambiente catequístico, la anulación de autonomía, responsabilidad, valor intelectual, creatividad. Cada degradación era aceptada con una actitud genuflexa que hubiera resultado insólita en tiempos de la dictadura. Las trabas franquistas tenían algo de burdo e inocente en comparación con el viscoso temor que, sin sobresaltos, sin comentario alguno, se había extendido como un líquido y se componía de pequeños repartos de prebendas mínimas, despojos de escasa cuantía, chantaje cómplice, fidelidad tribal, fatalidad asumida y la evidencia de la extraordinaria estupidez de ley, normativa y jerga oficial.
La Ley del 90 era una gran probeta con la que el partido socialista en el gobierno podía permitirse lujos imposibles en otros terrenos, disfrutar con el mecano de la comuna soñada en sus años jóvenes, la revolución sin revoluciones, el comunismo intramuros, la distribución automática de igualitarismo social. Era un híbrido de maoísmo revenido y exaltación del Sistema de Bienestar. Por ello no había subsecretario, consejero, jerarca o aspirante a la Presidencia que no ofreciese a la sociedad, por medio de lo que habían sido lugares de estudio de calidad nada despreciable, guarderías a tiempo completo, salas de juegos presididas por animadores sociales y sucedáneos parentales e institutos con vocación farmacéutica y puertas abiertas vacaciones, noches y fines de semana. Había un placer añadido en asignar cualquier tipo de tareas a aquellos intelectuales sin brillo mediático, en disponer de aquella tropa de profesionales sin defensa que se habían pretendido élite, que hablaban todavía de cátedras, diplomas, oposiciones y doctorados como si no se hallaran en la gloriosa época de la igualdad y aún se considerasen superiores a los trabajadores rasos. Toda ocasión era buena para recordarles que ahora eran piezas idénticas en la misma bolsa y que él, desde el despacho, deslumbraría a la afición exigiendo al profesorado la presencia continua en aparcamientos juveniles de indudable interés social.
Evidentemente el Partido en el poder nunca hubiera podido permitirse el experimento con ingenieros, aeronautas o cirujanos; hubiese sido difícilmente explicable al pasaje la permutabilidad de piloto y azafata, al enfermo la operación decidida según criterio del consejo de personal, a las víctimas del hundimiento del puente los valores igualitarios que habían presidido su diseño. La Enseñanza era la gaseosa para innovadores hallazgos que, por sólo romper con lo anterior, adquirían carta de excelencia. Y el único terreno de pruebas sin riesgo visible, a corto plazo, de víctimas. A largo, el hormigón había fraguado lo suficiente como para ocupar de manera estable cada resquicio y entendía como molde la igualdad de Procusto, que se aplicaba desde a aptitudes y méritos hasta al desarrollo biológico, desde a la eliminación de tarimas hasta a la homologación y fusión de edificios de colegios infantiles e institutos, desde a la elección uniforme de literatura pueril hasta a la omisión de las diferencias individuales obvias.
La década de la mitad de los ochenta hasta la de los noventa fue prodigiosa en la acumulación de delitos económicos que corrieron a cargo del PSOE, entonces en el Gobierno, pero de los miles de millones desviados con los fastos del 92, las interesadas expropiaciones, los fondos embolsados a beneficio de inventario y el ruinoso reparto de las arcas públicas ninguno tuvo la gravedad del fraude de la Logse. Los demás fueron delitos puntuales, técnicas más o menos burdas de enriquecimiento de corto alcance, provechosos blindajes contra la previsible salida del poder. La Ley del 90 imposibilitó la reforma educativa democrática, vendió a las capas sociales que dependían más de la enseñanza gratuita pública y, al destruir el que era un nada desdeñable nivel de calidad, segregó a los centros estatales reduciéndolos a contenedores de aquéllos que no podían acceder a los de pago. Las ambiciones oficiales iban más allá de la financiación nunca fijada y gastada de antemano en otros fines, no se limitaban a la oferta engañosa con la que se distraía al público de la corrupción que empapaba al régimen: El sector cultural y educativo era un pilar de poder y una inversión que de ninguna manera debía abandonarse, que los destinados a sucederles en el gobierno no podrían permitirse, por muchos diputados que tuviesen, tocar. La alternancia en el oficio político pedía el respeto mutuo de cotos y parcelas, la distribución de ubres y la clonación de entidades. Cuando el Partido Popular ganó, sucesivamente, dos elecciones, bordeó con consideración exquisita los feudos de su antecesor, mantuvo los puestos y nóminas que pedían el buen gusto y la reciprocidad futurible y, sabedor de que la revocación y sustitución de una ley tan empapada en populismo e intereses no ofrecía votos sino enfrentamientos y disgustos, eligió mantener un marco legal al que adornaría con alguna hoja de parra como refuerzos de humanidades y consejos píos. Sus mandarines locales recurrieron al populismo de saldo y al estajanovismo de portada con la misma alegría que lo habían hecho los precedentes. La oferta de depósitos en consigna hasta los dieciocho o veintitantos años sirvió de nuevo para cubrir pasados dudosos, ambiciones futuras y pretensiones presentes de Godoy provincial. El nuevo Gobierno se comportó con la más ejemplar cobardía: compró el satisfecho asentimiento del clero pedagógico y sindical, confirmó sus prerrogativas, aplaudió su protagonismo y les otorgó el control de certificados y nombramientos. Aquella opción política supuestamente liberal se encargó de laminar lo que quedaba de independencia, calidad según niveles y diplomas, espacios de libertad y ventajas ganadas por méritos propios, y vendió al profesorado a las familias deseosas de disponer de un suplemento gratuito de guardianes. Nadie ignoraba la interesada confusión que había presidido en los ochenta la elaboración de la Ley, pero, en vez de derogarla y sustituirla, el Partido Popular optó por desviar la mirada, sacudirse el polvo del lento hundimiento de lo que había sido Enseñanza Media, avalar con el silencio la estulticia y la injusticia y comprar al clan del gobierno precedente y a los dos supuestos interlocutores sociales con larguezas presupuestarias destinadas a alimentar de por vida a los causantes del desastre, fomentar monopolios y apariencias y completar una ruina que ya era de por sí difícilmente superable.
La situación no está a la altura de la Revolución Cultural; han faltado medios que nunca llegarán y que no se querría que llegaran. Está lejos de los experimentos totales, cuando los países de partido único tenían a su disposición a cada una de las personas, bienes, edificios, páginas que comprendían sus fronteras. Hay que conformarse con el casposo perímetro de taifas burocráticas, con el generalato de ministerios y con las armas de circulares, expedientes y fotocopias; pero no es poco si se firman los decretos, se dictan órdenes, se considera la distancia que media entre el ajado recluso y la cara del triunfador ante el espejo, si se contempla el panorama desde la otra orilla, desde el confortable sillón del nuevo sueldo, el hijo que estudia en la enseñanza privada, el activo intercambio de favores y el sabor de la ropa y los amigos de marca. Son purgas benignas (No sé de qué se quejan. Qué exageración, por Dios, Camboya). Es gente de poco, que ni siquiera dispondrá nunca de los diez minutos de audiencia en televisión. Simplemente los arrinconan, se van los que pueden, sobrevive el resto, intenta acostumbrarse y traga la piel viscosa del sapo, se humilla (Hay peor. No tiene importancia), piensa en la ventana abierta de la vejez. El tiempo transcurre y trabaja a favor de la cúspide, de la simple razón del último cambio y el argumento de autoridad de lo más moderno. Y lo que se lleva es este adolescente aparcado en clase, en el mejor de los casos como un bulto que ni insulta ni grita para buscarse diversión, en el peor como el virrey de la nueva e inevitable dictadura, que pasa sin conocimiento alguno de curso en curso, y aprende, como única materia, la inutilidad del esfuerzo y la lógica del gratis total. Él no lo sabe, pero es una avanzadilla de algo, figura como pendón del Partido que lo creara y que lo multiplica. Al régimen no le faltan los apoyos de los que el mínimo común denominador y la fuerza jamás carecen, esa base de colaboradores con la blandura y calidez del lodo, tan gratos a un público que aspira a disponer de padres suplementarios, al individuo que considera un insulto cualquier rasgo de superioridad ajena, al los que esperan alojarse en los huecos vacíos por desahucio.
La Reforma Educativa de los ochenta-noventa tiene, sin embargo, algunas ventajas: ha ofrecido a la Historia un cumplido ejemplo de esos reductos que gustan de fabricarse, a coste ajeno y con la extensión que su cuota de poder les permite, los amigos de los archipiélagos.
El sistema público de Enseñanza para los adolescentes es el reducto de la irracionalidad. La aparente paradoja se explica sin esfuerzo: La contradicción entre la presumible seriedad de los contenidos y el manejo de lo irracional se encuentra en la manera de abordar el tema como objeto sea de proyecciones, sea de manipulaciones, en el primer caso inconscientes, en el segundo mucho menos. La Enseñanza actúa como Segundo Sexo, es en cierta forma el Otro social. En ella, sucedáneo de los padres pero sin beneficiar de la ambigua carga afectiva ligada a éstos, vierte el individuo el resquemor por carencias, inadaptaciones y fracasos. A ella recurre la familia como guardián y educador vicario a cuya esfera ansía transferir responsabilidades que en realidad corresponden al hogar. Sobre ella descarga la sociedad, sin mayor análisis, sus deseos de mejora colectiva y su protesta por problemas generalizados.
El poder, por su parte, hace uso de ella cuando precisa ofrecer una imagen ficticia de cambio a barato o nulo coste, y muy en especial en coyunturas económicas escasamente gratas. Frente a medidas impopulares, al Ministerio de Educación suele caberle el recitado de un prometedor libreto de voluntarismos gratuitos que muy poco tiene que ver con el acceso a la cultura.
Embarcados en la facilidad de los planteamientos duales, se ha dado en dividir el concepto de Enseñanza en dos bandos antagónicos: Los partidarios de la transmisión de conocimientos han vestido la camiseta de conservadores y, por ende, reaccionarios, elitistas y gremiales. En el campo opuesto se sitúan los defensores de una actividad definida por la simple fuerza del verbo como global, creativa, progresista en suma. Nadie, durante largos años de imposición, hubiera osado negar su apoyo a estos últimos y prometedores adjetivos. Henos pues instalados en pleno reino del discurso irracional. Con tan sencillos elementos el poder puede pagarse, sin desembolsar un céntimo del erario público, cuantas reformas, renovaciones, e incluso revoluciones educativas precise ofrecer a una opinión pública en otros planos muy descontenta por degradaciones en su nivel de vida y en sus propias posibilidades cotidianas.
En los ochenta, mientras que en el resto de Europa se observaba una prudente reconsideración de la importancia de los conocimientos en sí, tras haber constatado que el activismo pedagógico sin más giraba en el vacío y que el descenso de nivel cultural ni se compensaba con voluntarismo ni solucionaba el paro, en España se defendió como genialmente innovador lo que otros ya se habían visto obligados a desandar. Con el agravante de que en este país se presentaba como progresista lo que, en realidad, era profundamente antidemocrático. No había en ello ingenuidad bienintencionada ni comprensibles errores. Era una maniobra de distracción, un fraude consciente y una ocupación en toda regla de la Administración del Estado por parte del PSOE, partido por entonces en el poder, y de clientelas sindicales y políticas mayormente de básica que se apuntaron a una escalada del escalafón gratuita y fulgurante. Los Presupuestos Generales fueron un exponente inequívoco de cuál era en realidad la estrategia educativa gubernamental; en ellos se advertía-caso insólito en una nación del área occidental-un descenso en las partidas del Ministerio de Educación (y, en general, en los servicios públicos) y, dentro ya de esas cantidades, una ausencia de fondos destinados a la Reforma Educativa supuestamente primordial y viento en popa.
El recurso a la demagogia de la facilidad servía para desviar la atención de carencias reales. No fue casual si se emplearon hasta la saciedad términos sumamente atractivos-despertar la creatividad, expresión libre, adecuación a la sociedad moderna-pero carentes de concreción, faltos de rigor y que convienen más al jardín de infancia que al adolescente en el umbral de la madurez cuyo desarrollo pide ya manjares conceptuales más serios. La sociedad se siente halagada por la perspectiva de un diploma de estudios medios obtenido sin esfuerzo y sin conflicto; su accesibilidad por el bajísimo común denominador de los contenidos se confunde con progresismo. El proceso trabaja, sin embargo, en sentido contrario, en el de ahondar desde la temprana juventud las diferencias sociales: El alumno de familia modesta, de extracción sociocultural humilde, no dispone sino, estrictamente, de los conocimientos que puede adquirir en el instituto y de los medios que le ofrezca éste. Siendo, como es, mentalmente laborioso, lento, exigente y complejo el proceso mental que, tras aprendizajes, adquisiciones, conceptualizaciones y abstracciones, permite el salto hasta la creatividad y la argumentación científica, el adolescente se estancará con frecuencia en la manipulación sin que ésta le facilite por sí sola el paso cualitativo a niveles superiores. Por el contrario, el alumno de clase acomodada completará y perfeccionará sin problemas su formación, fuera del centro, con la biblioteca, los discos, la conversación misma y el nivel lingüístico de sus padres, las salidas, los cursillos y los viajes. Y, como la observación demuestra, se alzará sin esfuerzo hasta la abstracción y creación tomando impulso en la capa formativa de que el primero carece.
Mientras no se ofrezcan muy concretas y bien canalizadas inversiones, se dé a cada ciclo y edad el tratamiento y rigor adecuado y se respeten estrictamente las especializaciones del profesorado según niveles, titulación y asignaturas, al tiempo que se proporciona personal auxiliar idóneo para vigilancia, atención psicopedagógica, orientación y tareas de animación social, la palabra reforma no tiene más sentido que el provecho que proporciona a sus autores y adláteres, en los que se agrupa el ávido y temible clero de predicadores pedagógicos. Cuanto represente una reducción en la cantidad y en la calidad de los conocimientos dispensados por la Enseñanza Pública es, bajo los ropajes del populismo y la retórica, una manipulación antidemocrática que se sustenta con los recursos más manidos de la facilidad intelectual, y significa la construcción de una gran máquina puerilizadora de los adolescentes que acabará, como es actualmente el caso, lanzándolos a una sociedad profundamente selectiva en la que estarán, laboral y humanamente, indefensos.
Los profesores, que eran por entonces todavía de Enseñanza Media y, en virtud de supuestas globalizaciones igualitarias, pasaron a ser confusa masa multiuso, se han movido bajo un techo de posibilidades mínimo. Corren a cargo del azar o del juego de las influencias y de las relaciones sociales los albures de un cambio sustancial, de una progresión apreciable, pero, en el orden general de las cosas, se encuentran tempranamente encasillados en un estrechísimo y repetitivo marco. En él le recluirá durante el resto de su vida activa el sistema de compartimentos estancos del tejido cultural español, segmentado en celosos cotos de forma que el paso a la universidad, a otros organismos, a la investigación, a la estancia en el extranjero, al año sabático, no pasan por lo normal de ser sueños producto de la claustrofobia. Los cambios se realizarán exclusivamente en horizontal, logrando, con el paso de los años, ubicaciones más favorables en el tablero geográfico de los traslados. Hasta esta última posibilidad se ha minimizado con el fraccionamiento endocéntrico de las autonomías, la falta de plazas y el defensivo apego al conocido mal menor.
Existe una razonable proporción que se acomoda a la estratificación de sus perspectivas y las desarrolla con pulcritud y con un margen de honesta complacencia. Pero el necesario efecto ortopédico del techo de posibilidades, de su física exigüidad profesional, es con frecuencia un choque y un rechazo, una frustración de las energías y un encauzamiento de éstas hacia satisfacciones sustitutorias. El techo al podía aspirar un profesor de Enseñanza Media estaba tan bajo, es actualmente tan arbitrario, asfixiante y mínimo, que cualquier parcela de realización personal, el mínimo retazo de prestigio en esa microunidad que es un centro de enseñanza y esas microcortes que son su claustro, puede resultar apetecible y ser disputada con una acritud que la ausencia o irrelevancia de incentivos salariales hace casi incomprensible. El premio es mínimo, pero también el máximo a que puede aspirarse en ese contexto. Era de esto ilustración el ejemplo ofrecido por la estancia, a mediados de los ochenta, en un centro piloto. Las porciones de poder eran allí indudablemente más grandes que cuanto se maneja en un instituto normal, incluían-de facto si no de iure-la admisión y la expulsión de miembros, la modelación flexible de los programas, la perpetuación de un núcleo en sus cargos; e indudablemente todo ello ofrecía atractivos lo bastante fuertes como para sacrificar a ellos la racionalidad, identificar las relaciones humanas con las relaciones políticas y a éstas con el bien común, y supeditar las evidencias a los compromisos. Empero todo ello no bastaba, por los simples caminos de la lógica, para comprender actitudes de una agresividad insólita en un medio sin intereses económicos en juego. Los había sociales y políticos: estos institutos se suponían viveros y probetas de la catástrofe que, en forma de la Ley de 1990, se avecinaba, hijos, pues, ideológicos del todopoderoso clan progresista, que agrupaba por entonces no sólo al gobierno sino a diez millones de votantes. Eran vanguardias de la Reforma en proceso de gestación e imposición, puesto que se obligó a incorporarse a ella por anticipado a numerosos centros, a los que se presentaba como voluntarios del experimento. Según los iba deglutiendo la Logse (Ley General de Ordenación del Sistema Educativo) y el paso de los años revelaba los lamentables resultados, se daba el fenómeno contrario: Nadie, en los institutos, quiere ser jefe de estudios, director, secretario, ni tutor siquiera, y poco importa el plus salarial ofrecido. Es un caso de terror y huida ante promoción y nombramiento que en cualquier empresa, hubiera resultado insólito A falta de voluntario alguno, son nombrados por simple imposición oficial, lo que, por sí solo, da la medida del fracaso.
El análisis administrativo que demuestre las carencias de ese estatuto híbrido y confuso que era el de los centros piloto importa poco. Sí interesa señalar que la violencia de las posiciones, de la madeja de intereses creados, rencillas y situaciones establecidas, no era fruto de la peculiar personalidad de individuos, ni correspondía finalmente a un plan de muy largo alcance. Con cualquier grupo docente al que se hubiera dado en régimen de práctica omnipotencia-y con claros vasallajes en la canalización del ingreso de nuevos miembros-las mínimas, pero comparativamente grandes parcelas de motivación, hubiera ocurrido exactamente lo mismo. Y en cualquier caso el grupo desplazado finalmente de su parcela por una tardía, torpe, quizás lógica, reacción de los organismos de los que el centro depende vivirá su situación como injusta y desarrollará en torno a ella un caudal de animosidad sin común proporción con la materia en juego.
Estas reacciones se dan con peculiar fuerza en centros experimentales. Con distinta virulencia, no son sin embargo extrañas a otros y pertenecen a la universal dinámica de la justificación y defensa de estructuras por sus beneficiarios de la que es buen ejemplo el largo reinado del clero pedagógico. En el primer caso, cristalizan socialmente en un complejo de falsa élite del que se hace partícipe al alumnado; el docente, por su parte, tiende a superponer a su personaje real uno artificial dotado de ejemplaridad y dedicación acartonadas y ampulosamente falsas.
El profesor se mueve, pues, en un medio singularmente angosto y de un techo de altura mínima. Realidad y Administración le recuerdan las dimensiones de su jaula y de su modesto pasar, pero simultáneamente sobre ese colectivo se proyecta e impone una imagen que oscila entre el sacerdocio y el criado pedagogo. Entra aquí el muy especial cariz de su conciencia de clase: económicamente, por fuerza de la nómina, se pertenece a una franja media con magras posibilidades de mejora y fuertemente proletarizada en sus coordenadas básicas si el núcleo familiar depende de ese único sueldo. La imagen que se recibe es otra y se encuentra a caballo entre el digno prototipo del maestro y el subalterno destino del preceptor. La volatilidad del mercado laboral ha venido a otorgar a los reducidos pero seguros haberes del docente público una categoría especial que, por una parte, los hace vagamente codiciables y, por lo tanto, mejora la raída y antigua imagen. Por otra parte excita al inagotable filón hispánico de la envidia y hace que la opinión les haga sentir la estabilidad de empleo y sus condiciones de trabajo como una culpable deuda social en cuyo complejo se deleitan los sectores intelectualmente débiles del profesorado. Materialmente, el status no da para altos vuelos. Formalmente, se pertenece a la élite cultural, pero a una élite que se circunscribía a los límites del Bachillerato y COU y pasó luego a diluirse en la bolsa mixta dominada por rasgos de escuela elemental. El resultado es cierta dicotomía-que puede, según los casos, llegar a ser trágica-entre la imagen ideal y la cruda realidad. Los inexistentes horizontes profesionales, intelectuales, se reemplazan por unos horizontes ficticios de sublimación de la tarea cotidiana, o, al menos, de apariencia de sublimación cara a la galería social.
Esto puede alcanzar su apoteosis cuando conviene cubrir intereses o justificar actitudes. Se crea entonces la obligación de dar una imagen, retóricamente vana en su expresión aunque la salpiquen actos concretos de identificación del individuo con su papel, con el personaje del profesional modélico. Grupos pedagógicos, equipos encargados de predicar la buena nueva de la Logse, centros experimentales, elaboradores de cursillos, coincidían en la necesidad de justificar su ocupación de una parcela de poder con la exhibición de una creencia casi mística en las virtudes de la enseñanza, utilizando para ello tonos que tenían ciertamente la virtud de infundir una repugnancia perdurable hacia el tema en cualquier mediano conocedor de su oficio poco dotado para los esquemas retóricos y las apetencias de mando.
Ningún gobierno, ni en los ochenta, ni en los noventa, ni en los tímidos pasos del siglo XXI, ofreció caminos para la ampliación del techo de posibilidades, el PSOE porque practicaba, según la letra de la Ley, la globalización docente, que significaba arbitrariedad y raseros mínimos, el PP porque se aprovechó de la situación y optó por jornaleros de sueldo fijo y disponibilidad permanente. Unos y otros coincidían en la sola oferta de cursillos pedagógicos, que eran la forma de alimentar expertos, pedagogos y sindicatos y controlar promociones y plantillas. No hubo una voluntad de ventanas abiertas y apoyo al mérito y los individuos, de intercambios, becas, fomento de la adquisición de nuevas licenciaturas, permeabilidad, ruptura del hábito de la cooptación universitaria, disminución de las horas lectivas, año sabático, estancias en el extranjero, transparencia en las comisiones de servicio, fluidez en la investigación. Por el contrario, la Enseñanza Media fue precipitada a la olla común que era, con jirones de bachillerato, una Primaria, y se ajustó la tapadera de forma que, sin gastos extra, el Gobierno dispusiera, al meter el cazo, de porciones homogéneas de guardería.
En este espacio raquítico de pobres diablos, como definía un colega, se hacía notar la escisión entre la realidad y las pretensiones, maternales, paternales o apostólicas, de magnificar la labor. La alternativa intermedia, simplemente profesional, en la que la dedicación no se presentase unida a la necesidad de dar imagen sino como una sencilla opción individual brillaba por su ausencia, falta de un sustento social y administrativo que canalizara y ofreciese posibilidades de promoción. Mención aparte merece un peculiar sector sociológico que se ha popularmente denominado señoras de segundo sueldo. Significa que un sector apreciable de este gremio se compone de docentes-no exclusivamente del género femenino, aunque éste sea mayoría-cuyos cónyuges aportan la parte sustancial de los ingresos domésticos. La nómina profesoral es una ayuda y el ejercicio de la profesión tiende al poco conflictivo club social, el conformismo, las exigencias intelectuales y laborales mínimas y la visión del instituto como ampliación del cuarto de estar del domicilio cercano. Respecto al resto, pasada la conocida frontera de los cinco años de docencia, el profesor suele haber ya adquirido una conciencia clara de las limitaciones de su marco, su sistema nervioso ha sido convenientemente usado y deteriorado por clases multitudinarias a una frecuencia semanal tres veces superior al horario lectivo de un docente de universidad y la rutina se ha convertido en la tabla de salvación contra tensión y fatiga. La adaptación llega al coste de una reclusión en la mecánica del oficio, o de una sublimación que a la larga o a la corta se revela ficticia, y un contemporizar con el vago fondo de inútiles apetencias y expectativas que en otras circunstancias no hubieran tenido por qué resultar desmesuradas.
La reciente demanda ciudadana de sucedáneo de guarderías para sus jóvenes es producto del desarrollo de la sociedad de bienestar, el apetito de ocio, la escasa presencia-y deseo de presencia-parental en los hogares y la creación, propia de los países ricos, de una capa de población en estado flotante entre el final de la niñez, la universidad de aluvión y las lejanas perspectivas de incorporación en el mundo laboral. De los centros de enseñanza no se pide cultura sino aparcamiento, que los gobiernos pretenden ofrecer a los votantes sin meterse en gastos, echando mano del mismo personal que en su momento contrataron para otros usos. Ello significa una aglutinación antinatura de los jóvenes en forzadas infancias, en reductos regidos por sistemas educativos que han borrado las nada caprichosas divisiones que, por biología y sentido común, habían separado niños y adolescentes, Elemental y Media, bachilleres y pupilos de primaria. Con la eliminación por decreto de los cuerpos profesionales de agregados y catedráticos y la fusión de alumnos en la llamada Secundaria, los diablos se hicieron mucho más pobres, más temerosos y completamente inermes ante los atropellos, que llovían directamente, sin necesidad de justificación ni excusa, de instancias ministeriales. Lo que había sido la capa de profesionales dedicada a los adolescentes perdió su carácter específico, su genuino quehacer intelectual, su valor y sus saberes, y pasó a ser sentida por la opinión como una etapa ancilar de la Enseñanza Superior, de la que la separaban espacios jerárquico-administrativos infranqueables, y, mientras tanto, como un aparcamiento de utilidad social.
La conciencia ambigua respecto a este tipo de profesorado siempre gustó de fundarse en un equívoco entre presencia física, hora lectiva, calidad pedagógica y horarios laborales; equívoco cuidadosamente mantenido por la Administración, ora como zurriago cuando los tiempos piden chivos expiatorios y estajanovismos televisivos, ora como esponja de reivindicaciones. Lo que no sea la guardería de alumnos, cuanto más continua e invariable mejor, está prácticamente penalizado en lo que respecta al profesorado, de Enseñanza Media y luego, y cada vez más, Secundario, penalizaciones que van desde el curso en el extranjero pagado de su propio bolsillo por el titular de idiomas hasta el año sabático penosamente autofinanciado y purgado con la bajada vertiginosa en el escalafón y la incertidumbre del regreso. Las licencias por estudios están sometidas a un visto bueno de la inspección muy semejante al antiguo certificado parroquial de buena conducta y brillan por su excepcionalidad y por la incógnita de su graciosa concesión.
La justificación oficial de la rareza de ese tipo de permisos ha sido su falta de rentabilidad y el insolidario comportamiento de los beneficiarios, que, tras disfrutar de la licencia, prefieren continuar en el extranjero y no regresan a volcar en su medio laboral de origen los frutos obtenidos. El argumento no puede menos de arrancar una sonrisa ácida. Mientras se ofrezca al individuo con inquietudes un horizonte cerrado en el que un permiso de estudios represente el irrepetible premio de una tómbola es ilusorio imaginar que va a volver de motu proprio a encarcelarse rápida y mansamente por el resto de sus días en las mismas coordenadas que sabe penalizarían muy seriamente un segundo intento. España exhibe, en estos terrenos, su vieja veta tercermundista, reacia a la movilidad y la pluralidad de ofertas y perspectivas. Bastaría con crear condiciones que valoren, o, al menos, no castiguen el desplazamiento y el cambio para que el cuadro se resolviera con un índice positivo de rentabilidad económica y cultural respecto a ambas partes. La infantilización propia de la Logse ha impulsado la corriente en sentido inverso; el prototipo es el maestro (mejor maestra: más servicial y sufridora) estable, como la pareja unida y los padres no divorciados, conviene el sucedáneo de mamá repetida de un curso a otro, e incomoda la percepción plural de los individuos, la constatación de sus diferencias y criterios, la comparación inevitable entre agudeza, envergadura y saber y la mansedumbre reiterativa del servicio doméstico escolar habitual.
La apertura requiere, aquí como en otros terrenos, un desembolso mucho más mental que monetario, una amplitud de criterios y un margen de audacia, pluralismo e imaginación que no ha estado jamás-excepto en los valientes intentos regeneracionistas y anteriores a la Guerra Civil-al alcance de la política estatal. Ya a lo largo de 1983 fue antológica la avalancha de ordenancismo despectivo con que se gratificó a los profesores de Enseñanza Media, haciéndoles, muy contra su voluntad, actuar de comparsas en un show doméstico estilo Gran Salto Adelante. Quien esto escribe anotaba por entonces:
Si mañana se anunciase que se incorpora a las obligaciones del profesorado de Bachillerato el establecimiento de turnos de noche a domicilio en que los padres saldrían tranquilos al cine mientras el profesor vela el sueño de sus hijos y supervisa sus deberes, la opinión pública ciertamente aplaudiría. Poco le falta a la hipérbole para dejar de serlo.
Y tan poco. El Ministerio ha festejado la entrada del milenio con una campaña de populismo particularmente deleznable en la que, de nuevo pero con amenazas concretadas con calendarios, se presenta ante la opinión a un profesorado, denigrado hasta la náusea y atropellado hasta el cansancio, con la coroza de vagos que precisan se alargue lo más posible el número de sus días lectivos. Evidentemente a los polvos de la Logse, que es de por sí un tratado de teoría y práctica de la demagogia, se han sumado las aspiraciones del experto educativo de turno-esta vez en la Comunidad de Madrid-de hacerse notar en el cargo y merecer los favores del virrey.
Porque uno de los rasgos del sector que nos ocupa es su indefensión, la timorata tibieza de sus quejas, la actitud pastueña con la que reciben espuela y alforjas, en parte quizás debida a las fallidas huelgas de los ochenta y a la traición sindical. Muchas son las profesiones cuyas exigencias no guardan relación directa con la presencia física medida cronométricamente. Es el caso del abogado y del médico, del docente de universidad y del artista. Pero el profesorado de instituto es un caso excepcional de vulnerabilidad y de conciencia confusa en lo que respecta al cumplimiento de sus funciones. Lo que en otras profesiones se considera lógico y exigido por la naturaleza de la actividad misma, en el profesor-cuyos horarios, vacaciones y días festivos se instalan permanentemente cara al público a través de los alumnos y sus familias-es rápida y desdeñosamente tachado de ociosidad y abuso (con la generosa y pródiga ayuda de los portavoces del Gobierno y el populismo mediático). Su rendimiento no se juzga sino en función de su presencia física, en la que se aprecia su papel de guardián del reducto juvenil, no los conocimientos que imparte. En el mejor de los casos, la opinión pública se compadece de su nivel salarial y le incluye en el trapicheo hispánico de los económicamente débiles, mientras el Gobierno condiciona la futurible mejora de sus nóminas a que abandone sus notorios hábitos de pereza.
A partir de la segunda mitad de los años ochenta y, sobre todo, tras la completa implantación de la Logse en la década posterior, la calidad de vida de aquéllos que ya podían ser obligados a enseñar cualquier materia, a cualquiera, a cualquier nivel y edad fue objeto de un proceso de degradación inmisericorde que no podía sino convertir a los que por titulación y oposición eran agregados y catedráticos en maestros de primaria y a los institutos en contenedores que servían de sala de espera de los doce a los dieciocho años. Finalmente, se coronó la oferta de guardería ofreciendo a unos padres encantados de la gratuita ampliación del servicio doméstico la permanente apertura de los centros. El frustrado candidato del partido socialista a la Presidencia en las últimas elecciones del siglo XX tuvo la escasa originalidad de ilustrar su mortecino programa con la promesa de institutos abiertos los fines de semana. El partido popular no quiso quedarse atrás: la campaña oficial de la Comunidad de Madrid en el 2001 para la eliminación de unas vacaciones que constituían la única ventaja y respiro del profesorado estatal dio la medida del desprecio que por ellos sentía y de lo que se podía esperar de la clase política fuera quien fuese.
El alumnado de la Administración
La Administración mantiene conscientemente, pues, una atmósfera de culpabilización permisiva respecto a esos pupilos díscolos que son los profesores y la vende al mejor postor electoral. Existe una cuadrícula maximalista de horas lectivas, de intervalos que no bastan para satisfacer las necesidades fisiológicas; lo demás es para los representantes de la autoridad horarios laborales ficticios que encubren la repetición monótona, la desidia y el pluriempleo. De cuando en cuando, al vaivén de los cambios ministeriales, llega el temor en forma de amenaza de vigilancia, rigor y fichajes que en nada son relevantes para la actividad que cada profesor en su clase realiza. Los interesados capean como pueden el temporal, la superioridad ofrece a la opinión fáciles chivos expiatorios, el desdén hacia el profesor aumenta algunos grados; y así hasta el exorcismo burocrático siguiente.
Ocurre que, al tiempo que les niegan las motivaciones y compensaciones apropiadas, aquéllos de los que emanan las directivas dispensan a sus subordinados un trato propio de alumnos algo crecidos respecto a cuyo rendimiento la única prueba de actividad intelectual es el confinamiento en los compartidos espacios del instituto. Este tipo de infantilización extensa y simétrica a la del alumnado, junto con la ausencia de respeto profesional, tan común en el trato que se reserva al colectivo, ocupan el vacío de la asesoría y la eficacia, pero son para la burocracia irreemplazables porque de ellos extrae su sustento la extensa tribu de los expertos pedagógicos. El complicado e inútil edificio de organismos de formación, cursillos y asesorías se derrumbaría por la base en cuanto le faltaran las armas coactivas que el ministerio le proporciona, el filtro y monopolio con el que le han dotado. Y quedaría la escueta evidencia de que tanto el profesor que prefiere atenerse a una labor tradicional y bien delimitada como el que investiga son necesarios, pero ninguno de ambos tipos es de eficacia cuantificable por la presencia física, fuera de las horas lectivas y de ciertas dedicaciones. Y ni uno ni otro precisan, para hacer bien su labor, de expertos en cómo enseñar. Es de considerar la enorme diferencia entre lo exigido por las distintas materias: mientras que el profesor de Física o de Ciencias debe disponer de material experimental que se halla en un laboratorio y su tarea se presta especialmente al trabajo en equipo, en el caso del profesor de Letras su laboratorio se encuentra mayoritariamente en su cerebro, más allá de las paredes del centro, en las salas de conferencias, exposiciones, museos y bibliotecas, en el teatro y en la velada poética, en la soledad de la lectura en su domicilio y en el silencio del análisis literario. Esto lo lleva a cabo, no sólo al margen de su labor profesional, sino con un sentimiento de escapismo defensivo.
Interesa a la burocracia perpetuar esta especial atmósfera mezcla de culpabilidad vaga e indiferencia. La vulnerabilidad del profesorado de Enseñanza Media, y luego Secundaria, ha sido y es muy peculiar porque éste se halla continuamente en falta respecto a unos horarios y exigencias tan inútiles como teóricos y unas obligaciones que se intenta confusamente presentar como propias de su función y cuyo carácter totalizador él rechaza. Baste con recordar la abominable frase La enseñanza es un sacerdocio.
Se infiere que debe aparentarse, con mayor o menor autoconvicción, la vivencia vocacional y su corolario de identificación de la persona individual con su función en el más amplio uso del término dedicación exclusiva. Esto proporciona quizás una valiosa compensación psicológica frente a la sociedad y una defensa contra el medio. La mitificación ofrece una cuota de autoestima, pero el principio de realidad suele volver, tarde o temprano, por sus fueros. En un oficio que se había caracterizado por acoger a individuos que valoran más su libertad, su actividad personal y su autonomía que el horizonte financiero y el prestigio, la laminadora ha descendido a raseros de la más ramplona homogeneidad utilitaria. La gente a cuya independencia solía acompañar-y no por precisamente por azar-una evergadura intelectual más que notable se ha nombrado especie a extinguir en pro del modelo materno-filial de escuela primaria que extiende su archipiélago monocolor sobre enseñantes y enseñados
La línea de sombra
Isa no pretende deshojar los datos numéricos que dibujan, en sus gráficos, la incidencia de las enfermedades profesionales. Pero no se le olvida la expresión de Pepe el primer día de su vuelta. Pepe ha tenido, por segunda vez, una angina de pecho. Está en esa línea de edad-Omnes vulnerant. Última necat-que empieza a clarear con las bajas, todavía ninguna irremediable, ya premonitorias. Pero a Pepe aún le quedan lustros que gastar, proyectos, obras que a veces exhibe en galerías y son como puertas hacia el universo que, éste sí, es exclusivamente suyo e introduce en un campo desolado, en objetos de engañosa inocencia y ojos de juguetona perversidad. Pepe, que rebosaba energía y es hombre brusco y fuerte, de carcajada homérica, desde hace dos años se ha inclinado y callado, como la grieta en un muro, como la piel de un viejo árbol. Le han venido, en secuela, los males, de huesos, de tendones, de corazón. Comenzó a subir muy despacio las escaleras, a sorber café sin cafeína y a despotricar sin pasión. Tuvo un amago de infarto, luego otro. A la vuelta ha cogido a Isa del brazo, con la energía de otros tiempos, y le ha dicho lo que ella, que le observa, ya sabía, que todo arranca en un punto preciso, un insulto impune, en plena clase, a gritos, de un alumno como tantos que ya los profesores saben que hay que pasar por la humillación de soportar hagan lo que hagan, día a día, aprobarlos de año en año, hasta que, si hay suerte y sus padres no insisten en aparcarlos en el instituto todavía más, cumplidos los dieciocho, se vayan.
Nadie duda-pero nadie cita a la hora de echar en cara a los docentes sus ocios excesivos-de la usura física y psíquica que produce el mantener la atención de varias decenas de adolescentes durante horas. Los padecimientos mentales y nerviosos se clasifican como enfermedad profesional y el número de aquejados de depresiones, neurosis y trastornos de la conducta es, a partir de cierta edad, estremecedor. Parece que entre el cuarto y quinto año del ejercicio de la profesión se delimita fatalmente la frontera más allá de cuyo margen se extienden el cansancio, el descorazonamiento y las patologías. Consumida la capa de ilusiones, novedad y audacias, castradas las aspiraciones individuales por la lógica gerontocracia del escalafón, queda al descubierto la labor corrosiva de tres tensiones: la del aula en sí, la generada por las relaciones con su patrón, la Administración, y la tensión respecto a sí mismo, a las propias aspiraciones.
En el aula se halla frente a un numeroso grupo de personas que se encuentran en clase contra su voluntad y a las que el ambiente familiar y social no inculca la más mínima noción del esfuerzo, la deferencia y la gratificación no inmediata. El profesor representa la obligación aburrida y el resabio de un principio de autoridad caduco. Su clientela conoce bien la escasa valoración social de ese docente, compara sus ingresos con los de la mayor parte de sus padres e ironiza sobre ello, o exige de él servicios intelectuales mimetizando la actitud del patrón descontento que suele ser la que adopta ante el profesor la sociedad. Él no arranca ni la autoridad indiscutida y las compensaciones afectivas, lúdicas y maternales del parvulario ni el aprecio y la autonomía de que goza el profesor de universidad. La usura psíquica que padece es una enfermedad profesional vergonzante, invisible para aquéllos que, en absoluta ignorancia de las servidumbres del oficio, se complacen en culpabilizarla tachando de ocio cuanto no es presencia física ante sus hijos. El docente recibe así las consecuencias de un estado de ánimo azuzado por la Administración y los cazadores de votos, y queda totalmente inerme ante la opinión pública, el Estado-patrón y ante sí mismo.
La tensión frente al patrón-Estado está marcada por un antagonismo en el que el enseñante busca eludir las nunca favorables intervenciones burocráticas al tiempo que salvaguarda sus magras parcelas de bienestar. Cuando el Gobierno habla de innovaciones en la Educación, sorprendentemente el profesor (primer conocedor del problema, primer motor e inmediato implicado) parece ser considerado por las autoridades como ser de nula capacidad analítica y decisoria, ancilar y famélico, cuya no conflictividad se supone poder comprar con recortados aumentos salariales. La Administración no hace en esto, en verdad, sino satisfacer y justificar a sus propias clientelas internas y proyectar las deficiencias del mundo burocrático que le es propio sobre otro mundo radicalmente distinto, como es el de las aulas. Así, en lugar de favorecer el interés y la responsabilidad de ese colectivo con un trato respetuoso e inteligente de igual a igual, no sabe optar sino por posturas de ordenancismo, por llamadas a la burocratización dotadas de tanto autoritarismo como ignorancia y tras las que transparenta el proyecto ideal de una vasta oficina y una fábrica por horas y por pieza de expedición de diplomas.
La tensión respecto a sí mismo no requiere, después de lo ya dicho, mayores comentarios. El concepto vertical de los estamentos docentes desacredita a quien se ha quedado varado en el de Secundaria, y la ausencia de alternativas no permite a los que están satisfechos con su profesión discernir si se trata de placer auténtico o de necesidad hecha virtud. La enseñanza ha representado y representa, para muchos licenciados, la amarga razón práctica en que confluyen carreras y ambiciones muy diversas. Como en la Edad Media, este supuesto sacerdocio se hace obligatorio por el hambre y la falta de mayorazgo. La profesión, como tal, viene dada por la práctica. Existe el acceso a un sueldo mediante unas oposiciones y un diploma. Luego, si hay suerte, el hábito, con asaltos-cada vez más espaciados y débiles-de inquietud y necesidad de cambio. Las pretensiones de crear carrera docente, centro expedidor de diplomas de capacitación, formadores de formadores, no pasan de ser la organizada línea defensiva con la que gente de baja titulación, aun menor envergadura y especialización inexistente se ha tallado un lucrativo reino de taifas pedagógico amurallado de clichés progresistas, sustancioso e inamovible.
Gran parte de los profesionales que se ocupan de la cultura presentan las características citadas supra, pero raramente los márgenes de expectativa son tan mezquinos como en el profesor de instituto. El sociólogo Alberto Moncada describe el actual sistema educativo como un vasto aparcamiento juvenil de esos millares de adolescentes forzosos sin hueco en el mundo laboral. Una encuesta masiva entre el profesorado de institutos tendría serios riesgos de definir a la enseñanza como un no menos vasto, y además vitalicio, aparcamiento de frustrados.
La Logse ha logrado en esto maravillas, porque las condiciones de la Enseñanza Media eran paradisiacas comparadas con el reducto en el que la Ley del 90 ha convertido la Secundaria. La gozosa igualdad obliga al catedrático de Latín a dar clase de francés, y al de Física a vigilar párvulos en el eufemismo de estudio dirigido. No hay especializaciones, ni cuentan diplomas, oposiciones ni asignaturas. Los maestros han hecho, gracias al impulso de los dos sindicatos acorazados con la bula de progresistas, una carrera fulgurante que de repente los capacita para ocupar, en el barbecho de libre disposición del alumnado de doce a casi veinte años, el puesto docente de cualquier nivel. Arrebatándoselo, como es lógico, a los que lo poseían por capacitación y derecho. Del Bachillerato y el COU queda un resto testimonial y jibarizado. La idea misma de exigencia, o selección, es culpable, y los niños pasan suavemente, en estado semianalfabeto, al instituto desde la Primaria, y continúan pasando, con igual automatismo y suavidad, de curso a curso en virtud de la promoción obligatoria. Con menor fortuna, el que fue profesorado de Medias pasea las orejas de burro de su degradación innegable, se humilla, recibe diariamente de los alumnos más groseros y violentos su cuota de dictadura de los peores, compadece al oprimido resto de la clase al que se le arrebata la posibilidad de aprender ;y cuenta las horas, los minutos y los años que le separan de una salida del aula que ningún estudiante ansía tanto como él.
Mientras, con la lógica asamblearia de la basura televisiva, el Gobierno-poco importan las fechas, siempre es el mismo-le ofrece como víctima propiciatoria de una sociedad que lo que desearía es ver funcionar la guardería de adolescentes incómodos a ritmo de horas veinticuatro los doce meses del año.
Solidaridad y corporativismo
El Estado suele presentarse como el adversario y gendarme de su criatura, los trabajadores de la función pública, y como tal traduce los cambios políticos en exigencias formales. Procura, y más en el caso de un partido que se define como socialista, erigirse en adalid de la igualdad y entrar en combate contra el egoísmo y corporativismo en miras al bien común, pero no es capaz de filtrar el bebé antes de arrojar el agua de la bañera, olvida que creatividad y excelencia tienen la libertad como precio, y asimila el corporativismo a cualquier defensa legítima de las condiciones de trabajo de los distintos grupos profesionales. En numerosos casos, no lo hace por inocente idealismo, sino por librarse de la incomodidad que los derechos de otros representan, por el concepto patrimonial del Estado y por la tendencia de los partidos en el gobierno, y muy particularmente de los idearios socialistas, a invadir todas las esferas del poder civil. La extensión del atropello depende de las fuerzas en presencia y la capacidad de réplica del contrario. Poco tienen que temer los defendidos por el dinero, la popularidad o el prestigio. En el caso de Cultura y Educación su suerte está echada, porque no pueden sino claudicar ante el arma del Boletín Oficial del Estado.
El corporativismo es, para los amantes del laminado, simplemente el sector de los otros. Hay una lógica sana e inevitable en las solidaridades inmediatas y las posibilidades de autoorganización, y esto es defendible, sin necesidad de recurrir a baremos morales, porque genera núcleos laborales más eficaces, flexibles y cohesionados, capaces por sí mismos, y sin continua sumisión y referencia a la letra impresa, de cumplir sus funciones. La solidaridad gremial, las referencias humanamente asequibles, favorecen el enraízamiento profesional del individuo y su tranquilidad personal y abonan, cuando éstos son necesarios, el espíritu del trabajo en equipo y el intercambio docente. Por su independencia y dispersión, por su escasa capacidad de oposición y réplica, los profesores de lo que fue Enseñanza Media han sido un ejemplo de manual de ejercicio de prepotencia impune por parte del gobierno que, de un plumazo, como introducción a la Ley del 90, borró de la existencia oficial a Agregados y Catedráticos. Más allá incluso, la censura fue tan fuerte que el solo hecho de aludir a los Cuerpos desaparecidos, de nombrar sus títulos como tales, se consideraba reprobable muestra de elitismo y quién sabe si de inclinaciones ocultas, si no fascistas, al menos sí reaccionarias. Naturalmente la evidencia de que la pertenencia a esos Cuerpos profesionales era fruto de esfuerzo y mérito, de años de estudios universitarios, titulaciones y oposiciones abiertas al común de los ciudadanos, de que las condiciones de trabajo que conllevaban era base del trato firmado por el profesor estatal y en todo ajenas a las de los diplomados en las Escuelas Normales para ejercer en la Primaria, era eliminada por el nuevo régimen. Esto ha desvirtuado además el título de Maestro, que ya no es alguien de merecida categoría por su especialización y titulación en una franja de edad y aprendizaje concretos. Ahora es un intruso empujado por presiones políticas y sindicales, tras el desalojo de los profesionales idóneos, a dar clase a niveles que no son los suyos y de materias que desconoce porque no pertenecen a su título y oposición. La igualación artificial le ha promocionado tan artificialmente como a los alumnos que pasan por inercia de un curso a otro, y ha llevado al que era un buen docente de Primaria, con la dignidad e importancia que esto conlleva, a ser un mal profesor de etapas de Secundaria que no le corresponden. También él asume la censura y evita definirse como maestro por complejo de menor categoría.
Antes, durante y sobre todo a partir de esta maniobra, no ha cesado el ministerio de prodigarse en las técnicas de infantilización medrosa de sus súbditos. La táctica ha sido, desde luego, un triste éxito. No hay rumor alarmista que no encuentre, en lugar de protesta, bovina mansedumbre en el profesorado. La referencia continua a inminentes disposiciones, siempre restrictivas, siempre encaminadas a deteriorar los márgenes de autonomía profesional, a recortar vacaciones e imponer inútiles fichajes se reciben con la sumisión del criado de antaño. Los docentes han asimilado el desdén y el sentimiento de culpabilidad, e incluso de parasitismo, con el que les han venido gratificando. Hallan, si no justo, sí normal que se les trate de forma que despertaría la indignación legítima de otros colectivos; se resignan periódicamente a ser víctimas propiciatorias de un patrón cuyas iras esperan, con tiempo y silencio, capear; tienen mucho de rebaños desorientados por un granjero que no resultó ser el líder indicado y por dos sindicatos que emplean sus desvelos en el voto mayoritario de las ovejas.
Probablemente hay una buena dosis de deformación profesional en el condicionamiento que hace a ciertos profesores alumnos algo crecidos frente a un superior inapelable en cuya presencia sólo cabe hurtar cuerpo al golpe y asentir, con la esperanza de engañarle en cuanto vuelva la espalda. La conciencia y orgullo activamente apoyados en razonamientos son excepción o están ausentes, y sólo se presentan, de cuando en cuando, algunas referencias a reivindicaciones económicas o problemas de escalafón sobre el fondo uniforme de la encogida idea de sí mismo. El buen tono es el vergonzante, el de asentimiento tácito ante dogmas de estupidez arbitraria, alimentados por la fuerza del tópico social, que etiquetan de absentista, ocioso, privilegiado. Esta postura, su indigencia en mecanismos de defensa de la calidad de vida laboral, es insólita en cualquier colectivo asalariado que no sea el que fue Media, no ha merecido, defendiéndolo, gozar del nombramiento que legítimamente adquirió y se ha colgado sin chistar el letrero genérico de Secundaria.
El atraso de las ciencias en España en este siglo, ¿quién puede dudar que proceda de la falta de protección que hallan sus profesores?. Hay cochero en Madrid que gana trescientos pesos duros, y cocinero que funda mayorazgos; pero no hay quien no sepa que se h a de morir de hambre como se entregue a las ciencias; exceptuadas las del ergo que son las únicas que dan qué comer.
Los pocos que cultivan las otras, son como los aventureros voluntarios de los ejércitos, que no llevan paga y se exponen más. Es un gusto oírles hablar de matemáticas, física moderna, historia natural, derecho de gentes, y antigüedades y letras humanas, a veces con más recato que si hiciesen moneda falsa. Viven en la oscuridad y mueren como vivieron.[20]
La sociedad conserva el tópico, el Gobierno lo manipula, el profesorado lo interioriza. Y esto llega a extremos tales que muy raro es el profesor que osa desentonar diciendo que esa autodenigración no está objetivamente justificada por llamativos niveles de incompetencia y absentismo, sino muy al contrario. Los medios de comunicación se hacen puntualmente, a su vez, caja de resonancia de clichés tan gozosamente recibidos por un pueblo que nunca se ha repuesto de la añoranza de los autos de fe. La Universidad tiene siempre posibilidades infinitamente mayores de hacerse oír y de hacerse respetar, tanto por la influencia sociopolítica de sus miembros como por la plantilla de éstos. La Enseñanza, antes Media y hoy-en el sentido extenso de la palabra-Secundaria, no es sino receptora de las decisiones que sobre ella toman otras instancias, y se ha transformado además en un parque temático de vago igualitarismo socialista precisamente por el profundo desdén y prevención que por sus Cuerpos, niveles y sectores profesionales sienten el actual y el anterior gobierno. Aunque estos que bautizan como corporativismos sean el precio de la calidad y de la eficacia, aunque el desprecio oficial esconda la conciencia del atropello, aunque un último reducto de racionalidad les asegure que lo ocurrido hasta ahora ha sido un fraude y el sistema en curso una confusa deriva hacia el mínimo común denominador y la asignación inútil de presupuestos, sin embargo temen acercarse, tocar el caótico entramado, asumir palabras tabú como élite, Cuerpos, selección, especialidades, enfrentarse a la acelerada infantilización y parar la máquina. Prefieren mantenerse a distancia y manejar la Enseñanza valiéndose de las pinzas de supuestos representantes, de sindicatos a los que, a cambio de la pensión completa con la que les gratifican, piden una superficie de paz social, mientras continúan sirviéndose del concilio de pedagogos para dar a sus decisiones una fachada de tecnicismo inapelable.
El profesor objeto de fijaciones
Actor inevitable de su gran teatro del mundo, en el profesor se proyectan tanto las fijaciones que guardan los padres desde su infancia como la ambivalencia amor-odio que la dependencia propia de la edad genera en los adolescentes. Él es la imagen inmediatamente visible que representa ese mecanismo inevitablemente represor de la aculturación social. La familia también ejerce tal papel, pero se halla protegida por afectividades y autocensuras, mientras que, a lo largo de la vida y ya dejado muy atrás el periodo escolar, el profesor persistirá en el recuerdo como el estamento con el que ha tenido el más largo e intenso contacto la mayor parte de la población, en proporciones muy superiores a las que corresponden a sacerdotes o médicos.
Cuando los padres acuden al instituto a procurar que se den a su hijo las claves del éxito, ven ante sí al causante de que ellos no lo lograsen; siempre existe un supuesto tácito Si mi profesor cuando yo era pequeño…. En el orden de excusas con las que cada cual justifica el desfase entre la realidad y las aspiraciones, figura en primer lugar, naturalmente, el recurso culpabilizador de la familia, pero en segundo está el profesor, que, de haberse dedicado con más ahínco a hacer amables algunos saberes, hubiera quizás abierto las puertas de otras posibilidades de vida. Los padres gustan de sentirse, llegado el momento, jueces de los que en tiempos lo fueron de ellos mismos, y saben que la sociedad y la Administración aplauden o, al menos, toleran en ellos hacia los profesores intromisiones, exigencias y propósitos que resultarían impensables e inadmisibles dirigidos a otro grupo de profesionales. El profesor está lejos de disfrutar de la enésima parte del respeto con que se escucha y trata al médico o al abogado. Muy por el contrario, hay una general aceptación del hecho de que cualquiera, padre o alumno, puede poner en entredicho su capacidad profesional y su presentación de la materia en la cual está calificado.
Simultáneamente, los alumnos imponen al profesor una usura afectiva que se suma a la intelectual y nerviosa. El tradicional complejo de inferioridad culpable de los trabajadores de la degradada Enseñanza Media hace que se observe incluso con tímido recelo al colega que se atreve a deslindar sus obligaciones profesionales de la asistencia social y sentimental a sus pupilos. Lo que es impulso gratuito perteneciente a la esfera del libre albedrío de cada enseñante pasa a ser considerado como una obligación suya más, en paridad laboral con los conocimientos de la materia que imparte. Paternalismo y maternalismo son exigidos como un derecho y considerados como un deber, sea cual fuere la edad del alumnado, bajo la mirada satisfecha de una sociedad cada vez más celosa de sus ocios, cuyos padres aman delegar así sus responsabilidades, y con el beneplácito de políticos que apoyan cuanto les represente, a bajo coste, votos potenciales de familias que se complacerían en sumar a la figura del profesor las del esclavo pedagogo y la canguro.
Esto se añade al placer que experimentan algunos profesores-normalmente también asiduos al club del segundo sueldo y la mesa camilla-en el ejercicio de esta maternidad-paternidad delegada, que les reviste a sus propios ojos de cierta dignidad, enmascara el hecho palmario de la humillación cotidiana y tempera en ocasiones las carencias de su vida personal. En este sentido se inscribe la bajeza de la imposición del perfil de maestra voluntaria, esa maniobra, apoyada coercitivamente por la Reforma, para que los profesores de bachillerato impartan clase a un alumnado de infantes en espera de alfabetización respecto a cuya docencia tienen, lógicamente, tantos conocimientos, vocación y titulación como en previsión meteorológica o fontanería. Por supuesto, no faltan, en el club del máximo conformismo y el mínimo coeficiente intelectual, voces entusiastas cuyo rasgo más destacable es sumarse a las mayores estulticias siempre y cuando sigan la corriente del poder establecido, las cuales declamarán las bellezas de que el catedrático de filosofía dirija los trabajos manuales, y, con trémulo acento maternal, afirmarán la conveniencia de ocuparse de los niños desde la más temprana edad. A quien no quiera optar por esta modalidad de fecundación in vitro y reconvertirse en progenitor interino, parvulista ni misionero, simplemente se le obliga; para algo se tiene la Ley en la mano con sus normas, inspecciones y variado-y nada democrático-catálogo de formas de presión.
Esto significa un doble robo: al profesorado calificado y a los alumnos del nivel idóneo. En ambos casos se les despoja de clases de Física, Literatura o Latín para entregar esas horas lectivas al procedente de Primaria, apadrinado por el partido-logse y sus dos sindicatos. El todo lleva a una malsana confusión de límites entre el ejercicio pedagógico y el aprendizaje de datos por una parte y el principio de autoridad y de dependencia que tiñe las relaciones familiares por otra, al tiempo que contribuye al desvanecimiento del perfil del profesor como profesional en la transmisión de conocimientos de una materia. Los adolescentes se inclinan hacia estas desviaciones afectivas por las carencias propias de sus años y por otras más coyunturales como la falsa independencia que la sociedad actual les ofrece, y las alternan con una transferencia de la rebelión contra el padre que tiene como blanco la figura próxima y despojada de connotaciones emotivas que es el profesor. Tras la imagen de libertad y omnipotencia que se hace espejear ante sus ojos los jóvenes no ignoran que se esconde una realidad parca en ofertas, difícil y supeditada a la posesión de unos ingresos de los cuales carecen. La dependencia material completa y prolongada de la familia contrasta con la engañosa difusión de una autonomía ideal. Buena parte de los impulsos que esto despierta se vuelca hacia el representante físico inmediato del sistema, el aculturador que les mantiene contra su voluntad varias horas diarias en el aula.
Fijaciones afectivas, desmesura en las atenciones personales y en la tutela y exceso de proteccionismo tienen como consecuencia retrasar o cegar el camino del adolescente hacia la madurez al impedirle adquirir la conciencia del riesgo y de la responsabilidad, deteriorando así el proceso de formación del propio criterio. Esto se traduce en un haz de tensiones que inciden multiplicada y continuamente en el profesor de Enseñanza, hasta qué punto hoy Secundaria, y que se ven agravadas por la inexistencia de auténticos gabinetes profesionales psicopedagógicos y de orientación a los que correspondería hacerse cargo de tales problemáticas, cuyas fronteras limitan las irrefutables diferencias de capacidades y de actitud Ante ellas sólo cabe disponer de centros de formación profesional adecuados para los que se niegan claramente al estudio, en lugar de obligarles a la permanencia en el aula y someter, a sus compañeros y a los docentes, a la dictadura de los peores.
En trabajo alguno, excepto en la enseñanza actual, se supone la humillación incluida en el sueldo. Ésta es real, explícita, reiterada y abundante. Los alumnos la ejercen convencidos de su impunidad, los padres la consideran tal vez molesta pero disculpable, la sociedad la integra al ejercicio de la profesión docente como la capa de tizne a los obreros de la minería, la ley reglamenta las supuestas sanciones contra ella de tal forma que hace imposible la defensa del injuriado. Con la Reforma se ha creado en este tema todo un mecanismo de cierta sutileza. Naturalmente el ambiente es defensivo y lejano, implica la sordera y ceguera voluntarias del profesor ante insultos, gestos obscenos y agresiones que, se espera, no pasen al ataque físico de él o de sus pertenencias. La aceptación es tan insólita que no existe trabajador alguno, fuera del del aula, cuyo deber se suponga que incluye leer y oír que su madre era puta o su cónyuge adúltero. Es lo que lleva largamente encajado Mónica, al borde de la jubilación, que cometió la torpeza de mantener, desde conocimientos y categoría académica que lo avalan y la sitúan por encima de la media, un nivel de exigencia en perfecta disconformidad con la práctica del aprobado general y la maternal indulgencia. Los clanes docentes amigos de contemporizar con las asociaciones de padres la llaman, como ellos y durante las reuniones conjuntas, la Villena (la homologación no consiste sólo en la quema de tarimas) y lamentan a coro la intolerancia de ese fósil de eras anteriores a la logse. Mónica, que ha sorteado, con una valentía solitaria que desmiente su aspecto frágil, además de invectivas, bombas fétidas, denuncias a la inspección y empujones por la escalera, ve acercarse el fin de una carrera laboral que pudo haber tenido resultados excelentes como quien aguarda que corten el alambre de espino. Adalberto paga el peaje de un tic nervioso y un tartamudeo que los jóvenes carnívoros del aula provocan, imitan y corean con fruición. Nada debe importar ni nada importa. Hace poco-el caso dista de ser único-un estudiante amenazó a clase y profesor con una escopeta de cañones recortados. Cosas de chicos, dijo el padre. El centro no puso denuncia, y no por que, en el fondo, no hubiera deseado ver al niño de diecisiete años condenado a galeras, sino por la perfecta inoperancia del recurso. De hecho, conviene silenciar cuanto ocurre porque, de lo contrario, se creará una mala imagen, menos padres enviarán a sus hijos y la ya escasa matrícula, puesto que la degradación logse ha canalizado hacia la enseñanza privada a buena parte de los que antes confiaban en la pública, pondrá en peligro de traslado forzoso a los docentes que han acomodado su vida en torno a la plaza en propiedad.
La situación no carece, sin embargo, de alicientes: Permite ver sumidos en idéntica miseria a los que antes destacaban por nivel y méritos, ofrece generosas raciones de servilismo y atracones de autoflagelación a los numerosos adictos a tales placeres, puede adornarse incluso con un exquisito decorado pedagógico que convierta en oro las oleadas de materia fecal. Así Silvina, que se presenta cada día con un nuevo modelo que prueba sus desvelos por la elegancia de las formas, proclama gozosa su aprecio de las caricaturas y mimos que de ella y otros profesores hacen los alumnos en revistas y obras teatrales-también está sin duda incluido en el sueldo-, las ensalza con patético afán y ha encontrado el escudo perfecto ayudando a los muchachos en la tarea, celebrando sus ocurrencias e intentado convencer a los demás de la satisfacción que le proporciona tan creativa actividad. Ella no cita-nadie cita-el sacrilegio que representaría el que un profesor hiciera amago de imitar o burlarse de un alumno o imprimiera chistes sobre ellos y sus familias. Un ingenioso vate adolescente ha glosado, viñetas al apoyo, la sospechada operación de lifting de Aurorita, pero no el visible implante capilar de Marco Antonio porque, en circunstancias equivalentes, al sector masculino suele adjudicársele un resto de respeto y de temor del que el femenino, blanco de las burlas de la camada como pieza más débil, carece.
Nihil novum sub sole: Es ya antigua la exhortación del pedagogo escocés Alexander Neill a que los alumnos comenzaran su vida escolar llamando asno imbécil a su educador y que éste demostrase su valía aceptándolo como lo más natural del mundo. Neill creó en 1921 la escuela de Summerhill, que se hizo famosa en Gran Bretaña por su ruptura con el concepto de enseñanza reglamentada. Los alumnos, de los cinco hasta los dieciséis años, vivían en este internado rural en un régimen de completa libertad de asistir, o no, a las clases que desearan y de decir a los profesores cuanto les pareciera. El individualismo libertario de Neill tuvo gran eco en los movimientos norteamericanos de los años sesenta, y tal vez, vista la situación española, no le han faltado admiradores europeos que han decidido animosamente erigirse en avanzadilla de la modernidad pedagógica, siempre y cuando los que se trate de imbéciles o algo peor (¿lo hay?) no sean ellos y sus familias. El experimento de Summerhill, que se daba en un internado de pago y con alumnos juzgados por centros anteriores o por sus padres con frecuencia como difíciles o especiales, ha revelado, con el paso de los años, un resultado desigual. Ha habido alumnos que han cursado luego carreras brillantes y dicen gozar de una formación satisfactoria. En cambio otros pasaron una feliz infancia y adolescencia pero se situaron en la madurez con un desconocimiento prácticamente completo de las ciencias más elementales y en un estado que rozaba el analfabetismo.
Fue obra tuya (de Dios) conmigo el que me dejara persuadir de ir a Roma para enseñar allí lo que venía enseñando en Cartago. Y debo confesarte los motivos de esta decisión, ya que, incluso en asuntos como éstos, manifiestas tus altísimos secretos y la misericordia que estás siempre dispuesto a hacer presente en nosotros.
La decisión de ir a Roma no fue por ganar más dinero ni mayores honores, aunque así me lo prometieran los amigos que me aconsejaban la marcha. Naturalmente que estas consideraciones también pesaban en mí entonces. Pero el motivo más importante y casi único fue que los jóvenes estudiantes de Roma-según había oído-eran más tranquilos y estaban sometidos a una disciplina más severa. No se les permitía, por ejemplo, irrumpir violentamente y cuando les viniera en gana en las clases de maestros que no fueran los suyos. Tampoco eran admitidos en ellas sin el permiso del maestro. En Cartago, por el contrario, los estudiantes estaban sin control y su conducta era intemperante. Entraban alborotadamente y sin respeto en las aulas, trastornando el orden impuesto por el maestro en beneficio de los alumnos. Su estupidez era increíble hasta el punto de cometer gamberradas que deberían ser castigadas por la ley, si la costumbre no los protegiera. (…) Cierto que aquí (en Roma) no encontré las gamberradas de estudiantes alborotadores de Cartago, pero llegué a saber que, en cualquier momento, los estudiantes se podían amotinar para no pagar el estipendio a sus maestros y pasarse a otro maestro. (…) Creo que los odiaba más por lo que había de sufrir de ellos que por el mal que podían hacer a cualquier maestro.[21]
Las escasas perspectivas actuales de un cambio de horizonte hacen comprensible el recurso a la patrística del siglo IV d. C.
La humillación tiene sus deleites: Se la puede llamar igualdad y deseo de justicia. Pone en bandeja al paciente crónico de rijosa envidia el regalo de poder llamar probidad y celo distributivo al reparto de cadenas. El barrido ha sido eficaz: Elvira, que además de su trabajo docente, dirigió un departamento de investigaciones de literatura histórica, impulsó y enriqueció una excelente revista de estudios madrileños y que daba, con su sola presencia, una idea de la envergadura que la enseñanza media tuvo y podría haber tenido, ha sido suavemente impulsada a recluirse en un centro donde sólo aspira a dar sus clases e irse. Precedió a la eliminación, cuando era jefe de seminario de su anterior instituto, el activo boicot que le declararon los partidarios de logse maternal, destete tardío y un horizonte en forma de mesa camilla para el que la simple presencia de aquella mujer marcada en la frente por el estigma de brillante catedrática de pata negra era una provocación y un insulto. Lope se quedó en la cuneta de la depresión, tez amarillenta y un convulsivo apego a rituales que ha desembocado en la cadena de bajas, los ojos huidizos y la chispa esporádica de indignaciones desproporcionadas. Rodolfo nunca se quedará en cuneta alguna: sin cesar de alabar los méritos de la Reforma, ha acumulado baremo, apoyos y puntos para huir de ella, y se prepara para ocupar un despacho prometedor cubierto de la inevitable alfombra que tejen las miserias de los menos hábiles.
Si pudieran, si Rodolfo y sus colegas en la lucha por la imposición de consignas sindicales y en la persecución de cualquier puesto-licencia, comisión-que los aleje de los alumnos de la ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria creada por la Ley de 1990, a la que convendría llamar exclusivamente “IT”, en homenaje perverso a Stephen King.[22]), pudieran, los exilios de los heterodoxos hubiesen sido definitivos, las represalias condenas al trabajo físico y al hambre, las murmuraciones se transformarían en delaciones policiales y asambleas multitudinarias de autocrítica que llegarían a la exaltación anónima de la destrucción individual. Con los mimbres a su alcance hacen lo que pueden: perjudican a los jóvenes objeto oficial de sus desvelos aumentando cada día su puerilidad y su ignorancia, se encastillan en el viejo e indigno argumento, refugio de colaboradores, de la obediencia debida, se hacen firmar órdenes que les sirven para obligar a colegas a someterse a actividades nocivas, inútiles y contraproducentes y protestan de su inocencia al tiempo que apoyan la fuga hacia adelante y la intensificación de los daños. Todo ello en nombre de bellos ideales de igualdad y justicia guarnecidos de proclamas de compungido sentimiento ante las medidas inevitables, comprensión afectuosa e inexistencia de animosidad personal. Si pudieran…Pero a su alcance no está más que una pequeña Camboya en cuyos límites caben amagos totalitarios de formato modesto, que al menos proporcionan migajas de beneficios y placeres desprendidas del modelo inspirador.
Lo peor de la reforma de la Enseñanza Media española es que no requería medidas geniales, insólitas ni drásticas, y eso descorazona a cualquier político, sobre todo cuando tiene que marcar las diferencias respecto a un sistema anterior en el que nada podía existir que no fuese abominable y digno de los basureros de la Historia. La Reforma educativa gestada por el PSOE en los ochenta equivale al desecado de la red pantanos puesto que éstos habían sido construidos a órdenes del dictador. El sistema educativo español era bueno, razonablemente estructurado y mucho menos elitista que buena parte de sus homólogos europeos. Para su democratización, extendiendo la gratuidad obligatoria hasta los dieciséis años, no hacía falta sino una política inteligente de inversiones y de gestión de recursos humanos. Pero la humildad y el respeto al saber estaban reñidas con una maniobra de estrategia partidista y fuegos de artificio. Las primeras imposiciones anticipadas de la nueva Ley de Educación revelaron con toda claridad los rasgos que la caracterizaban: burocratismo, arbitrariedad autoritaria, completo desdén por el cuerpo docente y un voluntarismo demagógico desordenadamente experimental y dependiente del grupo efímero en el poder. Hacía falta una óptica muy distinta, consciente de sus limitaciones e imprescindibles exigencias, una adaptación inteligente a situaciones y materias sacando el mejor partido posible de los cuerpos profesionales y cubriendo con personal especializado las necesidades nuevas. Se precisaba la adecuación con los países desarrollados de la Europa del Mercado Común y no frenéticas carreras tercermundistas hacia atrás; no planes maravillosos ni rendimientos estajanovistas pesados en balanza de tendero, sino que se gastase dinero en la Enseñanza Pública por encima de los intereses privados, populistas y sindicales, de forma que la inversión en fondos y en respeto redundara en beneficios y eficacia, diluyese conflictos y vigorizase la conciencia profesional y la responsabilidad individual.
Viene siendo recurrente que la prudente sencillez de las reformas se vea continuamente desvirtuada por utopías mesiánicas que insisten en hacer de la Enseñanza la Gran Panacea decimonónica, la piedra filosofal de nuestros males sociales, cara a los Ilustrados desde el siglo XVIII hasta la Segunda República española. La Enseñanza es comodín igualmente útil para los que utilizan el tema a efectos de coyuntura política tergiversándolo, sea en masivas socializaciones reglamentadas por una Administración autoritaria que distribuye primas al rendimiento, sea en bloques de futuros trabajadores creados estrictamente a la medida de la demanda de las grandes empresas, sea en un híbrido de ambas opciones, más encaminado por la burocracia estatal (alejada del ejercicio de la pedagogía) a justificarse ante la opinión pública que nacido de una real y razonable preocupación por la formación y el aprendizaje de adolescentes. Quien desee buscar claros ejemplos prácticos de lo último no tiene sino que leer cualquiera de las declaraciones sobre la Enseñanza Media y los docentes expresadas por el gobierno español a partir de 1983.
En noviembre de 1981 la Conferencia Internacional de Educación de la UNESCO se planteaba en Ginebra el problema de formación intelectual y adecuación al mercado de trabajo, en forma de una dicotomía Humanismo/Economicismo que resultaba, como era de esperar, un callejón sin salida. Estados Unidos y regímenes políticos como los de Chile y Argentina propugnaban acérrimamente una educación al servicio exclusivo de la economía, con cursillos de corta duración y eliminación de las carreras llamadas humanísticas. Otros países, entre los cuales estaban Méjico, Francia y España misma, defendían una educación humanista y una economía al servicio del hombre y no a la inversa. La UNESCO se hallaba impotente para ofrecer soluciones válidas al incremento del paro, al superávit de licenciados, a las herencias coloniales y a los calcos estadounidenses de cuya importancia se quejan los países del Tercer Mundo, y se expresaba un claro temor de que la frustración juvenil se decantara en violencia y crimen.[23]
El planteamiento ya parece de por sí sospechoso por lo bipolar. La Enseñanza ni puede ni debe solucionar la problemática sociolaboral del país, excepto si decide abandonar limpiamente su papel formativo y volver a la concepción de siglos pasados por la que se incorporaba a los niños a la producción en el más breve plazo. Como esta concepción no resultaba ni siquiera económica por la extensión del paro, que alcanzaría con el PSOE índices catastróficos, la Administración española se vio tentada por ese utilitarismo a corto plazo que tan ruinoso se ha revelado siempre a largo: eliminar materias “inútiles”, soltar lastre intelectual, abaratar conceptos, someter, en nombre de la igualdad, a los alumnos con aptitudes e interés a la talla mínima del lecho de Procusto, reducir el Bachillerato a dos años, rellenar los espacios que ocupaban las asignaturas de reflexión y base (Física, Filosofía, Latín, Griego, Lengua, Literatura, Ciencias) con una lluvia de simulacros de oficios, y colocar artísticos letreros del tipo preparación a la vida activa, ámbito, diversificación a las salas de espera donde estudiantes que no lo eran sino de nombre aguardaban el momento de abandonar las aulas. Precisamente una de las claves de la inferioridad económica española era su penuria en ciencia especulativa, en teóricos e investigadores. Por ello afirmaciones de apariencia tan bien intencionada como que había que preparar a los alumnos para la vida, no para la ciencia, para el trabajo productivo, no para el éxito personal, escondían-y esconden-un peligro enorme cuando vida y trabajo productivo se reducen en la realidad a una coyuntura política o socioeconómica determinadas, en un esquema en el que, por la alienación a abstracciones colectivas sociales, el enriquecimiento cultural del individuo concreto queda perennemente sacrificado en aras de un utilitarismo ramplonamente estéril a medio y a largo plazo. Esto cae especialmente de plano sobre los alumnos provenientes de clases desfavorecidas, que no hallarán, ni en su hogar por supuesto, ni en la escuela el fondo de conocimientos y de especulaciones con que se nutren la Humanidad, el progreso y el desarrollo personal.
Los alumnos precisan de una buena formación amplia y general en las asignaturas no “rentables” a corto plazo, pero profundamente formativas e impulsoras de una irreemplazable gimnasia intelectual. Tras la etapa de mecanicismo utilitario experimental, se ha esbozado en Europa una clara vuelta al enfoque humanista. Pero no en España, que ha seguido el proceso inverso-Logse obliga-, ha impuesto en el menú educativo los manjares pasados de fecha de sus vecinos y continúa, por imperativos que nada tienen que ver con la planificación pedagógica y todo con la desesperada resistencia a mover la trama de intereses que el nuevo sistema ha creado, oficialmente aferrada a los restos del naufragio.
Las cantidades ingentes de demagogia sobre la enseñanza a puertas abiertas, la relación con el medio, la apreciación de los rasgos locales, el predominio de la práctica han dado un panorama cultural de horizontes mínimos, en el que grandeza, hondura, belleza y universalidad son reemplazadas por la visión entomológica de los edificios inmediatos. Un léxico obrerista impuesto por las circunstancias y cortado por patrones de los tiempos de Mao ha actuado de telonero de este mundo pueril y raquítico, bautizando de taller la introducción a actividades intelectuales para cuyo disfrute se precisa la conciencia de calidad, rigor y categorías y el contacto con las grandes obras.
Si bien es cierto que la literatura es la gran amiga de la vida, ésta también es el mayor enemigo de la literatura.(…) En la Revolución Cultural los chinos quisieron destruir la literatura, y se intentó en todos los países comunistas. Cualquiera podía escribir un poema, y bajo ese semblante democrático se destruía la literatura en nombre del pueblo.[24]
La revolución sin revoluciones
La Enseñanza es la revolución cuando no ha habido revoluciones. Se agita para desviar la atención del congelado principio de realidad, de la sucesión de historias y de Historia que deja un sabor agridulce de sueños desmenuzados y de la tranquilizadora continuación de las cosas. En la China de Mao ofrecía una representación multitudinaria del estilo de la ópera de Pekín. En el modesto formato de la España de los ochenta, resultaba muy útil como espacio teatral en el que autores del libreto, amigos del artista y público veían proyectada la revolución que jamás habían hecho ni tenían la menor intención de hacer, tras la lucha, que nunca había tenido lugar, contra la pasada dictadura y mucho después de que la épica dual hubiera transformado el pasado en un duelo interminable entre ofensores y ofendidos.
A la hora de elegir figurantes, la Universidad se preservó por su influencia y prestigio, ante los que el Estado retrocedía, conformándose con rebañar mandarinatos y distribuirlos, por el sistema de jubilaciones anticipadas, a su clientela. En cambio los estudiantes de Enseñanza Media eran escasamente susceptibles de manifestarse pidiendo mejor formación y sus profesores se guardaban muy mucho de exponerse en la picota de los reaccionarios. Por ello se vertió en este sector la parafernalia y terminología propias de la exaltación revolucionaria; toda prudencia, humildad, tacto, quedaron proscritos. Se recurrió a las decisiones piramidales y a la exhibición de la más desnuda prepotencia oficial.
De forma simultánea, quedaban intocados otros sectores sin duda necesitados de cambios, a los que se trataba con exquisita precaución.
La Enseñanza ejerce así de nuevo su función de Panacea, pero adaptada en este caso a la de sucedáneo de la Revolución. La misma palabra reforma se encuentra cargada en este caso de una agresividad administrativa de la cual carece cuando se aplica a otros planos sociales y políticos. La que se impuso como Educativa se caracterizaba por opciones autoritarias y productivistas que brillaban-y no por su genio-a causa del desfase que suponían respecto a las corrientes del mundo moderno; resaltaba su inequívoco sello tercermundista, su retórica de socialismos añejos aplicada a un país de problemática muy contemporánea. Asombraban, en el tratamiento del tema, el simplismo y la ignorancia, cierto mecanicismo autocrático que disponía de la masa docente a base de ritmos de producción intensivos y de exhibiciones de trabajadores modelo. El recurso a esta terminología no pasaba de ser aderezo demagógico, la pobre argumentación que convenía a unos esquemas socioeconómicos caducos. Las coincidencias con el programa de la China del 66 son tantas y tan textuales que cuesta hablar de simple coincidencia. Baste para ello releer, en el capítulo I, los títulos Plataforma continental, Marea baja, Tierra adentro, Veinte años son todo, Historias, Cajas chinas. De eliminar el contexto y las fechas, no supone el menor esfuerzo incluir en la campaña educativa de la España de los ochenta la lista de consignas: Proliferación de comités que sustituyen en la dirección a los estamentos profesionales, primacía de la obediencia a las directivas y sustitución de alma por conciencia política, depuración y unificación, acortamiento de los estudios pre y universitarios, simplificación y recorte de programas y materias de base, eliminación de pruebas de conocimientos y promoción automática de los estudiantes de curso a curso, material de enseñanza con carácter local, adulación de la juventud y sumisión del profesorado a los alumnos y a los diversos colectivos, desdén por especialización, nivel académico y títulos, reducción de los estudios de Humanidades, eliminación de valores intelectuales objetivos y universales, desprecio por la formación de tipo universitario, colectivización de actividades y rechazo de la adquisición personal de conocimientos y del esfuerzo y mérito propios, apertura permanente de los centros, eliminación o minimización de la historia y literatura de épocas anteriores a la actual, asignación de puestos laborales en función de la fidelidad a las normas y según premisas de libre disposición estatal de un colectivo indistinto, anulación del individuo, que se reemplaza por un ideal de sujeto intercambiable, rellenable, permanentemente disponible y carente de personalidad diferenciada.
En el mundo desarrollado del que España forma parte coexisten, paradójicamente, altos índices de paro y búsqueda de empleo con exigencias de calidad de vida y rechazo del trabajo en cuanto actividad repetitiva, alienante y forzosa:
En toda Europa, la mayoría de las personas que tienen un empleo prefieren disponer de más tiempo libre antes que recibir sueldos más altos. Quieren que sus trabajos encajen en sus vidas y no al revés (…) Cuanto menos agotador y alienante es el trabajo, mayores son los deseos de actividades propias de cada individuo (…) El futuro de la izquierda depende de su capacidad para satisfacer las necesidades y aspiraciones de la gente más allá de su esfera de trabajo, especialmente en lo que concierne a la forma de vida.[25].
Dice mucho del desprecio gubernamental por los enseñantes la carrera tomada exactamente en sentido contrario. La Administración pretende reducir los imperativos actuales al pasado y vender a la opinión cierto igualitarismo obrerista en el que no se consideran sino las horas de producción.
Por una vez, la conveniencia política está de acuerdo con la realidad. Pues, a no ser que destruyamos el mundo para poder tener el privilegio (si es que sobrevivimos) de trabajar para su reconstrucción, ya no es posible contar con más puestos de trabajo a pleno tiempo para todos. La alternativa a más tiempo libre para todos no es más trabajo y un trabajo más duro, sino más desempleo y fatigas. (op. cit.)
Mientras tanto en la Enseñanza española se había suprimido una de las raras opciones laborales que existían en nuestra sociedad entre menos tiempo menos sueldo, sin que ello sirviese para otra cosa que para aumentar, por una parte, la insatisfacción, y por otra el paro. En contraste con sus vecinos europeos, no existe ya la dedicación normal que, con menos horas que la exclusiva y un salario más, pero no ridículamente, reducido, permitía acogerse a tal posibilidad. Y esto en uno de los pocos trabajos que se caracteriza, a causa de la independencia de cursos y unidades lectivas, por la facilidad de su distribución. Por el contrario, al tiempo que se negocian jubilaciones anticipadas con numerosos sectores y que hasta la República Popular China establece la edad para las mujeres entre los cincuenta y los cincuenta y cinco años, respecto al profesor se incita a la prolongación hasta la lápida de su vida laboral y no se hace ni siquiera alusión al año sabático, que es un derecho en otros sistemas.
La alternativa (…) es la redistribución planificada y constante de la cada vez menor fuerza de trabajo asalariada necesaria, a fin de que todos puedan seguir trabajando cada vez menos, disponiendo de unos ingresos garantizados. Esta redistribución del trabajo es ya conocida por los más modernos dirigentes obreros (…) El principio sobre el que se sustentan tales convenios es que las horas de trabajo eliminadas por la automatización se pagan a la misma tarifa que aquellas que siguen siendo necesarias. La cantidad de ingresos no depende ya de la cantidad de trabajo realizado. Este punto había sido ya expuesto por los socialistas ricardianos y posteriormente por Marx (…) El futuro de la izquierda depende de su capacidad para hacer frente a la actual revolución posindustrial, no con un esfuerzo nostálgico para dar marcha atrás al tiempo, sino con un fuerte sentido de futuro, contemplando los grandes espacios que pueden abrirse para la libertad, la creatividad y la colaboración voluntaria más allá de la crisis del actual orden económico y social. (op. cit.).
El repentino florecimiento de ensayos sobre la desbeatificación del Trabajo debería incitar cuando menos a cierta reflexión. El auge de las teorías de Paul Lafarge está lejos de ser simple pereza y parasitismo. Consiste, cada vez más claramente, en una búsqueda de fórmulas en las que la ociosidad, en el rico sentido etimológico de la palabra, adquiera derecho de ciudadanía y coexistencia con formas de producción y consumo hechas a la medida de la satisfacción humana. Se habla de espacios sociales discontinuos formados por una esfera que aseguraría la producción planificada de todo lo necesario e imprescindible, y de otra esfera autónoma de individuos libremente asociados que producirían lo que particularmente considerasen apetecible y deseable.
Y esta frugalidad, se nos advierte, es hoy posible ya que el problema no está en la producción, sino en la distribución. El colectivo Andret y Ellul calcula que, en base al desarrollo tecnológico actual, trabajando sólo dos horas por día no hay razón para que disminuya el nivel de vida (…) Obviamente, en una coyuntura marcada por el paro y sus secuelas, reivindicar a Lafargue puede considerarse como una “boutade”, como una broma de mal gusto, como ganas de “epatar”, o, incluso, como un insulto o provocación. En cualquier caso, lo que nadie puede negar es que los seguidores de Lafargue poseen, además de su dosis de utopismo, la virtud de advertirnos que el trabajo “per se” no nos hará libres, como rezaba la sentencia nazi en el campo de concentración de Auschwitz.[26].
En este movimiento, con el que el cuerpo social reacciona masiva y vigorosamente en pro de las calidades de vida y la salvaguardia del individuo, el vasto sector de cuantos trabajan en la Enseñanza que era Media no sólo está marginado, sino que se le ha encerrado en el vagón que va en dirección contraria. Los interesados mismos se muestran renuentes, silenciosos, tibiamente reformistas y expectantes de soluciones exteriores a remolque de exigencias exógenas. Constituyen uno de los últimos reductos de white collars, tirando más bien a azul porcelana, sobre el que la demagogia obrerista de los líderes gubernamentales ha ejercido una función culpabilizadora que los representantes del poder cultivan celosamente. Y ello porque conviene disponer de un colectivo que se preste a ser el último de la lista, un destacamento de kamikazes descremados que se flagele con periodicidad y se someta sin chistar a la lógica del empeoramiento progresivo. Esto significa empleo fijo y campo franco para el nutrido comisariado de vigilantes del cumplimiento de la Ley, porque éstos no suelen tener más brillo
que la fidelidad al que les nombra, más mérito que la invocación a las bellezas del trabajo infatigable, ni otras prendas intelectuales que la maestría en la delación y la vigilancia. Sin estajanovismo no son nada, pero su mediocridad es consciente de sí misma y les impulsa a defender el mantenimiento del sistema que les es propio, la red nutricia que se desvanecería tan pronto como entrasen en sus mallas la inteligencia y la libertad.
De la toma indolora de un Palacio de Invierno
Tanto aquéllos cuyas conciencias precisan de cierto horizonte como los que necesitan justificar un puesto de responsabilidad u optan por hacer tajantemente bandera de doctrinas anteriores o se saben condenados a bracear en incertidumbres que no les darán el consuelo de lo absoluto y ni siquiera las dulzuras del ideal. Intelectualmente, hace tiempo que se proclama el abandono de la utopía. Reflexivamente, se asume con gran dificultad tal abandono y raramente éste se incorpora a la metodología interna, que sigue siendo fundamentalmente maniquea además de marcada por las incoherencias lógicas que en ella han ido dejando los totalitarismos del siglo XX.
La conjunción en España de, por una parte, la crisis del cambio de régimen y la llegada al poder político de un partido de terminología-e incluso a veces, en algunos de sus militantes, de vagas convicciones-obrerista, y en cualquier caso obligado a dar una imagen de tal, y, por otra parte, de una pretendida reforma del sector público (y de la Enseñanza Media pues) en plan toma de un desguarnecido Palacio de Invierno, ha dado lugar a una ejemplificación singularmente didáctica de los postreros usos de la iconografía proletaria. Ésta, como una pesada argamasa uniforme, se supone mágicamente capaz de tapar los huecos de una problemática que le es ajena y reemplazar con el encofrado desequilibrios de vigas y de cimientos.
Esa liturgia, manida pero en ciertos estratos irreemplazada, exige que el intelectual sea un parásito vergonzante, el único trabajo auténtico la jornada de cuatrocientos ochenta minutos y, si es posible, a pico y pala, o, en su defecto, el bloque de documentos y los codos hincados-profundamente-en la mesa, en la misma mesa. De ahí se pasa a considerar a todo el que no trabaja de minero, aceitunero o que está en paro, como un burgués explotador, y los profesores se ven, pues, ascendidos-nunca soñaron tal-a la categoría del capitalista vampiro aunque sin sus ventajas, deudores de ese proletariado en el que los obreristas necesitan creer como imaginería para, así, creer en sí mismos, y especialmente para obviar el vértigo y el esfuerzo intelectual que representa la planificación de un futuro fluido y rebelde a las normas previstas.
El profesor de Secundaria, y antes Media, explota al labrador y al cantero y vive gozosamente con el zumo extraído del parado y del obrero del metal, cuyos sudores bebe en sus culpables ocios junto a su café culpable (quien esto escribe no necesita recurrir a la hipérbole: está reproduciendo una conversación). De ahí a que la primera dosis intensiva de Panacea pase por buscar la mimetización en bloque de este sector público con el status de los trabajadores más desfavorecidos la distancia es mínima.
La argumentación sorprende ante todo por su perfecta falta, y ni siquiera pretensión, de lógica dentro del más puro estilo de unión de contrarios y suma de diversos. Se presentan gratuitamente situaciones distintas enlazadas, atribuyéndoles categorías de causa-efecto: proletario versus intelectual, honesto trabajo cuantificable versus turbias dedicaciones que llevan en su naturaleza el fraude. Es el territorio del mito, la iconografía cuyo cumplido corolario ha llegado en algunos países y ocasiones hasta el disfraz físico de trabajador manual.
En ningún momento se plantean las premisas elementales, la validez o invalidez de la labor fundamental, que en el ejemplo dado consiste en transmitir conocimientos, activar y enriquecer el mundo intelectual de los alumnos. Lo que se evoca es un ritual igualitario al que no justifica más que la necesidad de actores en un una obra sobrada de directores escénicos. El evidente arcaísmo que señalaba Baudrillard en estas actitudes procede de una defensa crispada, de las angustias de los nuevos regímenes a la hora de organizar un mundo que ya no funciona por ninguna de las leyes familiares a lo que confortablemente se etiquetaba como izquierda. El relativo bienestar ha producido en Occidente una defensa cada vez más cerrada por parte del individuo de sus parcelas de autonomía y de satisfacción, de la misma forma que todo ocio, al dejar más espacio al pensamiento, trabaja hacia la singularización de las conciencias. Desde mediados de los ochenta le tocó al sector público y al profesorado protagonizar en España el exorcismo de los males sociales. El proceso es demasiado fácil y fullero para ser erróneo, no digamos inocente. Por el contrario, puede ser sincera-aunque no por ello menos obtusa- la reacción del intelectual que se cree obligado, por fidelidad a la tribu de los que considera buenos, a sentirse culpable del paro y demás carencias. La anécdota se inserta en el rosario de autocríticas, en los vastos ejercicios espirituales con que lleva fustigándose gozosamente la autobautizada izquierda europea desde hace décadas. El proceso tiene, además, grandes ventajas porque es, en realidad, una mullida forma de conformismo: elimina la reflexión, el planteamiento de rebeliones, las incómodas protestas y enfrentamientos con enemigos mucho más cercanos que las vagas premisas ideológicas y, con un plus de buena conciencia, rubrica los placeres de la sumisión y reduce la problemática al ejercicio de técnicas para acomodarse cada cual en el hueco más asequible, cultivar la parcela de amistades y pequeños beneficios y asegurarse un pasar hogareño sin sobresaltos.
La tradición judeocristiana ha prestado unos cimientos envidiables a la conciencia pecadora, de cuyo discreto encanto nuestro siglo XX y el que comienza son, al parecer, extremadamente golosos. Al Buen Salvaje rousseauniano corrompido simplemente por el hecho social le ha sucedido el Buen Tercermundista explotado por todos y cada uno de los europeos. Asia, África, América Latina poseen la intacta virginidad de la utopía.
Mais les intellectuels européens ont pris, de longue date, l’habitude de se couvrir la tête de cendre et d’annoncer leur propre effacement. Aragon, dès 1925, se pourléchait de notre imminente agonie. Sartre s’est surpassé dans l’autodétestation avec sa préface à Frantz Fanon (…) Instrument brouillon mais décisif de cette contrition forcée: la télévision, avec ses images lancinantes d’orbites creuses et ses chiffres de misère en vrac, d’où toute âme sensible ne peut que conclure à notre ignominie. Nous exterminons ces enfants-squelettes, nous sommes des nazis économiques, nous devrions rougir de seulement survivire, etc. C’est la prime au carnage le mieux filmé, au démuni le plus geignard, la porte ouverte aux campagnes débiles telle l’invitation récente à manger moins de viande (…)
Autres auxiliaires, généralement involontaires, d’un mimétisme de mauvais aloi: l’ethnologie et l’idéologie du bon sauvage qui s’y mêle. Ou encore, plus nigaude, la vogue du spiritualisme hindou (ce Club Méditerranée de l’âme), des sectes bidons et de l’oecuménisme à la Garaudy, réducteur des diversités. Décidément, les Blancs du Nord seraient les plus grands criminels de l’histoire, génocidaires par essence, forbans par nature, affameurs par cynisme foncier, l’ordure des nations: auto-accusation morale qui, par parenthèse, nous maintient, ainsi que nos victimes, dans une irrresponsabilité infantile.[27]
( Pero los intelectuales europeos hace tiempo que han cogido la costumbre de cubrise la cabeza de cenizas y anunciar su propia desaparición. Aragon, desde 1925, se relamía ante nuestra agonía inminente. Sartre se ha superado a sí mismo en la autodenigración con su prólogo a Franz Fanon (…) Instrumento confuso pero decisivo de esta contrición forzada: la televisión, con sus imágenes desgarradoras de órbitas hundidas y sus cifras de miseria a granel, de las que cualquiera con espíritu sensible no puede sacar como conclusión sino nuestra ignominia. Nosotros exterminamos a esos niños esqueléticos, nosotros somos los nazis de la economía, deberíamos ruborizarnos por el simple hecho de sobrevivir, etc. Se trata de la prima a la matanza mejor filmada, al desdichado que más gime, la puerta abierta a campañas de tan profunda estupidez como la reciente invitación a comer menos carne (…) Otros auxiliares, generalmente involuntarios, de un mimetismo de mala ley: la etnología y la ideología del buen salvaje que se mezcla a ella. O, aún más estúpida, la moda del espiritualismo hindú (ese Club Méditerranée del alma), de las sectas de pacotilla y del ecumenismo a lo Garaudy, reductor de diversidades. Decididamente, los Blancos del Norte serían los mayores criminales de la historia, genocidas por esencia, bandidos por naturaleza, causantes de las hambrunas por cinismo innato, la basura de las naciones: autoacusación moral que, por paréntesis, nos mantiene, así como a nuestras víctimas, en un estado de irresponsabilidad infantil. Trad.de la autora).
Como los buenos salvajes escasean y los tercermundistas quedan lejos y suelen pasarse al bando contrario en cuanto tienen la ocasión, se les ha reemplazado, para uso local, con víctimas honorarias más próximas a las que se pueda recurrir para mostrar a las víctimas reales cuán afortunadas son en comparación con aquéllas. El obrerismo continúa funcionando, aunque los ingresos de fontaneros y albañiles lleven varias cabezas de ventaja a buena parte de las nóminas y pese a que la argumentación es nula y se limita a sumar peras y manzanas.
En formato doméstico y a corto plazo, los gobiernos encuentran grandes ventajas en el fomento de estos tópicos, hechos para crear sumisiones y mellar críticas. La culpabilidad actúa como desvitalizador de las actitudes más lúcidas o más enérgicas; ella será la que produzca el avergonzado y mudo asentimiento de numerosos profesionales, el balido del Muchos están peor ante una ducha de improperios y amenazas que se ha vuelto cotidiana, pero en la que un examen más cauto revela una ausencia total de razonamiento lógico y de datos objetivos. A los profesores les corresponde ser perezosos, explotadores e indignos con la misma alegre facilidad con que el empleado de banca es un lacayo del capitalismo y el intérprete chino de Mozart un vendido al imperialismo occidental. Todo depende de quién, cuándo y para qué otorga los certificados.
Puesto que de certificados se trata, es difícil no ceder a la tentación de reproducir algunos de los cursillos ofrecidos por el ínclito ICE, ese instituto de Ciencias de la Educación y Alcázar de la Logse al que se debe, en proporción nada desdeñable, la ruina de la Enseñanza Media, porque es materialización, refugio y símbolo del cónclave pedagógico que, a profiláctica distancia de la tiza, se ha labrado un lucido porvenir a costa de los docentes. El folleto para el 21 de abril de 2001 reza:
Metodología didáctica de la Enseñanza Secundaria-Universidad Autónoma de Madrid.
Metodología didáctica en secundaria
1-Cómo favorecer la motivación de los alumnos: 65 técnicas para lograrlo.
(…)
4-Como “desempeorarse”(sic). Análisis del “Ego Docente del profesor de secundaria: 300 defectos principales
El folleto no especifica si se reparten en el curso cilicios y flagelo, o si pueden sumarse como créditos la participación en procesiones de penitentes y los retiros de examen de conciencia. Pero brilla en estas páginas la esperanza de que el alumno logre algún día perdonar la exigencia de los que, quizás, intentaron introducir en su mente conocimientos para él extraños. Se adivina en el cursillo un horizonte de firmes propósitos de humildad que se materialicen en tareas de voluntariado como vigilante de recreos, ordenador de mochilas y adecentador del aula: Y en un agradecimiento infinito hacia los que, desde despacho y obras completas de los grandes benefactores de la Humanidad, emplean su vocación de formador de formadores en tareas tan ingratas como prometedoras. Los trescientos defectos son sólo el comienzo. La lucha-y el filón de cargos y sueldos-continúa.
La tecnificación del Humanismo
Sobre las áreas de Letras incide una continua lluvia de metodología técnica, idónea quizás para ciertas asignaturas de Ciencias pero inadecuada para materias que, por su substancia misma, reclaman un tratamiento distinto y dan sus mejores frutos con frecuencia protegidas por la autoformación y la libertad individual. Esto no niega en modo alguno las ventajas del trabajo en equipo, pero sí rechaza que ésa sea la sola y única forma óptima para todos los docentes. El uso de material no accesible fuera del centro condiciona a veces las actividades, pero, como tónica general, los que enseñan-enseñaban-a adolescentes no dan sus mejores frutos, y ni siquiera su rendimiento habitual, sino cuando gozan de amplios espacios de formación autónoma y de márgenes permisivos con que desarrollarla. El control dirigista y la continua exigencia de público por parte del que precisa de coro para justificar burocráticamente su presencia son factores decisivos en el deterioro profesional.
Con el fervor propio de los neófitos, la metología de las ciencias, armada de su superior consideración socioeconómica, invade el campo humanista y desdeña en él toda labor que no se ajuste a los usos del biólogo, el matemático y el físico. Se encuentra con la escasa resistencia de un personal más que medianamente inseguro y acomplejado, y avanza por un terreno abonado por la visión que se quiere ejecutiva y moderna de las altas instancias. La eliminación de las lenguas clásicas, de las horas lectivas antes destinadas a Historia, Lengua, Latín y Griego, corre, además, el comprobable peligro de no ser ni siquiera sustituidas por su equivalencia en Física o Matemáticas, sino simplemente eliminadas, junto con cursos enteros de Bachillerato (es el caso español desde 1990), para ofrecer el conjunto bajo la vaga forma de áreas, palabra dotada de cierto prestigio geométrico. La Logse impone un puré bajo en neuronas que contiene retazos aguados de algunos saberes. Se parte del presupuesto que condena la concreción, la calidad, la envergadura y la categoría, que precisa la poda de asignaturas fundamentales para hacer sitio a la puerilidad y confusión de niveles primarios transplantados-con los encargados de su magisterio-a la enseñanza de adolescentes. La consigna de lo mezclado, anónimo e indistinto destiñe sobre la totalidad del sistema, condena los valores objetivos, asimila Peluquería y Química e impone al individuo la dictadura del equipo y la forzosa homogeneidad de pareceres. Las diferencias-de criterio, actuación, enfoque-, lejos de ser enriquecedoras, se juzgan nocivas e incompatibles: El esquema, a todos los niveles, está hecho para someter al conjunto a un molde relleno de un batido pedagógico de docentes intercambiables. Libertad de cátedra y libertad intelectual no son sino términos nostálgicos, restos de una época pretérita, y su uso resulta aún más irónico cuando se considera la supuesta autonomía de los centros favorecida por la Reforma. Porque esa dinámica proliferación de textos que son un sofrito acrónico de fichas y una exégesis de clichés según el catecismo progresista al uso, el destierro a los basureros de la historia de Geografía y Literatura, Ciencias Naturales y Filosofía, para reemplazarlas por el rastreo entusiasta del barrio del alumno y el estudio del folklore de su comunidad autónoma han producido una censura de peligrosidad extremada, semejante además en la caricatura que su contexto le permite al bullicio demoledor de la Revolución Cultural China.
El derecho a la autoestima
Por autoestima se entiende el necesario y saludable aprecio de sí mismo de que toda persona debe disfrutar para mantener relaciones sanas consigo y con su entorno. Una de las claves de que se valió el PSOE fue precisamente, por encima de los derrotismos usuales, impulsar a los españoles al optimismo, revalorizarles su propia identidad como país y como individuos, limpiar de complejos su presente e imbuirles seguridad ante el futuro. Esto se hizo al precio de cierta amnesia colectiva, que va pasando factura, y de un espejismo de limitada caducidad.
Es curioso que se haya recurrido luego a maniobras de signo contrario siendo el recurso, como es, de una eficacia y de una oportunidad probadas. En la arena nacional, los valores de cambio han sido la flagelación-esos deliciosos rigores de los que ya se ha hablado-y el autoescarnio. En la microarena de la Enseñanza, que era todavía en los ochenta Media, se diría que los interesados y sus jefes se recrearon en dar una imagen coyuntural mediocre y catastrofista, lo que justificaba sotto voce el consenso de necesidad de mano dura y otorgaba al Gobierno poderes discrecionales que se tradujeron en la invasión de las instituciones.
Se ha subrayado, aunque nunca lo suficiente, la tibia e indefinida conciencia refleja del profesorado. En su mayoría el colectivo tiene un comportamiento timorato y gustosamente acomplejable. Ninguna afirmación parecía lo suficientemente dura ni tinta lo bastante negra para pintar el estado de la Enseñanza en España, se partía del supuesto de que la situación era radicalmente mala, y esa radicalidad asumida justificaba por sí misma todas las reformas.
Desentonaba llamativamente la simple afirmación de que no era así, de que las enseñanzas impartidas eran de nivel más que aceptable, los institutos no se derrumbaban y el colectivo profesoral no estaba masivamente formado por ineptos ayunos de guías pedagógicos, defraudadores, absentistas, corporativistas desalmados e indiferentes. Frente al vistoso catastrofismo adobado de adjetivos maximalistas (“todos”, “absolutamente”, “por completo”, “radicalmente”, etc) una visión ecuánime y serena hubiese apuntado la existencia de un colectivo con niveles de interés por su trabajo y por las personas con las que tenía contacto diario que en nada desmerecían, y eran con frecuencia superiores, de los de otros cuerpos profesionales. Bajo condiciones de motivación económica y promoción intelectual extremadamente débiles, se llevaban dando sin embargo en la Enseñanza Media comportamientos que no se caracterizaban por la dejación ni por el incumplimiento mayoritario. Al contrario, no era raro encontrar en esa labor grados de dedicación poco abundantes en otras.
Se trata de una faceta de la panacea decimonónica, del mito de la Educación Fuente del Bien y del Mal, y de la tendencia a magnificarla en positivo y en negativo. Los trabajadores del metal o de las comunicaciones pueden reivindicar sin reparo sus necesidades específicas y asumen el rendimiento vario de sus sectores. Con el profesorado se ha conseguido un sentimiento de defraudadores públicos en potencia, evidentemente acompañado de desprecio hacia lo que les concierne. Resulta difícil creer que haya alguna posibilidad de mejorar razonablemente la Enseñanza con mayúscula si los enseñantes, con minúscula, no recuperan un mínimo grado de autoestima. En este sentido, es ilustrativa la actitud de quienes, por diversos motivos, se han identificado como los destinados a llevar a cabo la limpieza de los Establos de Augias que, a su entender, eran material y potencialmente los institutos, y a poner coto a cualquier brote de insumisión ante los Grandes Ideales Igualitarios de la Reforma. Lejos de aspirar a progesistas de las Luces, ni siquiera brillaron como absolutistas ilustrados porque la distribución era de sombras, de recorte del saber y de veloces incursiones en territorios ajenos a la Razón. Había mucho de todo con el pueblo pero sin el pueblo cuando se diseñaba e imponía un sistema de Enseñanza sin contar en absoluto con los profesores, pero no puede olvidarse que la comparación con ilustrados, liberales o absolutistas, es de pura forma, porque en este caso se trataba de prioridades de clientela, de imperativos de obtención, y oferta, de cargos, nóminas, votos y puestos; no de ideas nacidas de la pureza del deseo de cambio. El armazón ideológico venía a justificar un producto definido por el cui prodest?, por la radiografía de sus beneficiarios, la cual, como documento comprobable, puede examinarse en sus efectos casi tres lustros después, cuando ya se ha extendido la Logse a sus últimas, y desdichadas, consecuencias.
Obviamente, el cui prodest? no se presenta jamás en su cruda desnudez: Reviste las cualidades de la túnica que, por necesidad y apariencia, está llamada a formar parte de la piel. Su versión castiza es la rotunda interrogación retórica de Los intereses creados: ¿Quién no se considera superior a su propia vida?. Esto enlaza con las actitudes de religiosidad laica que brotan con frecuencia en esta profesión y constituyen una variante particularmente nefasta de la peligrosa identificación del individuo con sus funciones sociales. Se presta a ello el contacto diario con personas sobre las que se ejerce (ejercía) un grado de autoridad, la similitud con algunas células familiares, y una serie de mecanismos cuya enumeración sería larga. Como rasgo social, es en extremo significativa la presencia en la Enseñanza Media, ahora Secundaria, de un número considerable de mujeres. El sector femenino está pasando, en esta época de transición, de la exclusiva dedicación al círculo de la familia, el trabajo casero y los sentimientos a las actividades profesionales. El proceso no ha hecho sino comenzar. Su madurez en extensión y, sobre todo, en profundidad ocupará todavía algunas generaciones. Hoy por hoy esto incide en la Enseñanza en dos aspectos: la consideración del trabajo docente como un apéndice subsidiario de la economía familiar y, en el polo opuesto, la necesidad de hacer de esa labor una completa justificación personal en la que se vuelcan sentimientos y querencias desmesuradas. Entre ambos polos se sitúa el síndrome que se podría llamar del cuarto de estar o la mesa camilla, la tendencia a hacer del instituto una prolongación hogareña repartida entre los íntimos con una óptica de familiar amparo , pero de violenta agresividad excluyente a la hora de defender para sí y los suyos el dominio de ese lugar que se considera patrimonio propio y que suele estar cercano al domicilio. El elemento femenino es, en este último caso, no único pero sí ampliamente mayoritario, las conversaciones abundan en la terminología maternal, los alumnos (quince, diecisiete años) son niños, precedidos por el posesivo, las conversaciones en espacios de descanso y fuera del centro giran en torno a comidillas sobre las ocurrencias de los infantes y los problemas adultos de salud, la temática externa, el interés intelectual son mínimos, pero la intolerancia es, en caso de defensa de un territorio que se considera adquirido, absoluta y el rechazo de los que poseen mayores méritos académicos y profesionales total. Por ello este sector ha resultado especialmente receptivo a la Logse, puesto que su ecosistema está en realidad mucho más cerca de la escuela primaria local que de lo que eran la Media y el auténtico Bachillerato. El Ministerio lo ha entendido perfectamente así y se ha valido de él para formar equipos directivos, imponer la Reforma por anticipado, asegurar la purga y el ostracismo de los catedráticos y agregados disidentes, forzar la fusión física y administrativa de institutos y colegios bajo el eufemismo de integración y presentar los hechos como inamovibles.
Como en política, también en numerosos casos profesionales la mujer todavía obedece a mecanismos de entregas absolutas por una incapacidad de distanciamiento y de pluralización de los intereses que sólo el tiempo irá haciendo desaparecer. Es obvio, sin embargo, que el tipo de sacerdote laico de la Enseñanza no es exclusivamente femenino. Le caracterizan actitudes monolíticas y autoritarias apoyadasa en invocaciones al Bien Común y al Servicio Público. Esto le permite asumir la postura de superior pureza del censor y hacer pesar sobre sus colegas un desdén fundado en la incapacidad de éstos para tan excelsos grados de dedicación y devoción.
Nada de ello tendría mayor interés si no abonara el característico complejo de culpabilidad latente y no tergiversase la sana y razonable dedicación profesional; amén de los escasos beneficios que obtienen los alumnos de estos apóstoles que se identifican mucho más con los padres obsesivos que con los propios adolescentes. El peligro capital de la religiosidad laica, de los moralismos al uso, es su incapacidad profunda de vivir la tolerancia, su impotencia respecto a la pluralidad. Los evangelistas no suelen conformarse con la idea de que existen otros mundos además del que ellos escogen para predicar.
En la Enseñanza Media se han encontrado siempre doctores y licenciados que no han canalizado el ejercicio de su título por caminos más ambiciosos socialmente y de mayor riesgo y remuneración. En las últimas décadas se han volcado en ella los que, tras la universidad, temían el paro y las estrecheces de un mercado laboral roído por la crisis económica. Existe, por último, un tercer componente de personas que realmente la han escogido como opción, laboral y de una cierta calidad de vida preferible a mejores sueldos. En el fortuito aporte de la valía intelectual de muchos de los que han sido empujados por la crisis hacia las aulas y en el de otros para los que en la existencia la libertad y el tiempo cuentan más que la nómina se encontraba el abanico de posibilidades más esperanzador. Es lo que el burocratismo estatal y la legislación reinante están destruyendo de raíz. Quien puede, abandona; individuos de una calidad notable, de excelente formación, han sido confinados, o se han confinado por fuerza de las circunstancias, a los rincones más grises en espera de la liberación de lo que la burocracia ha convertido en pelotón de castigo en la guardería. Porque la continua usura en la calidad de vida ha hecho odioso su trabajo y ha falseado el único ejercicio real de su labor: dar clase y darla bien.
El techo de posibilidades de los alumnos
Si el techo de posibilidades de los profesores se caracteriza por su raquitismo, el de los alumnos es gris, no sólo por la inevitable monotonía y aburrimiento que conlleva toda actividad impuesta, sino por el plomizo horizonte de incertidumbre que perfilan los índices de paro, la precariedad de los contratos laborales y la amputación de la dimensión adulta que su edad normalmente hubiera de ellos requerido. A este tono brumoso se añade la carga de eufemismos, la incongruencia de proclamas de enseñanza dinámica, metodología revolucionaria, evaluación permanente. Los alumnos prefieren atenerse a unas claras y bien delimitadas reglas del juego obligatorio que en todo grupo humano constituye el adiestramiento del individuo para integrarle en la sociedad. Un notorio riesgo reside en el momento en el que el profesor magnifica su papel y el papel de la docencia y se indigna de que no se comparta la transcendencia de su visión. El techo físico de los alumnos es un cubo de cemento en el que pasan seis o más horas diarias. Llegados al curso final, sus intereses se vuelcan en la selectividad y la nota media que deben alcanzar para ingresar en según qué facultades. El instituto, y su periodo de aprendizaje, ha perdido aceleradamente función propia alguna: recibe niños en un estado de semianalfabetismo que se dejan pasar, indiscriminadamente, desde la Primaria, prolonga ésta con eufemísticas promociones, sin estudio, saber ni mérito, hasta los dieciséis, dieciocho o más años porque se impone la oferta casi indefinida del aparcamiento del joven, concentra en dos cursos de algo que sólo conserva del Bachillerato el nombre lo que se daba antes en cuatro de formación Media, hace por primera vez en esta etapa chocar a los adolescentes que se ha venido manteniendo en la infancia contra algo que empieza a parecerse al principio de realidad. Y abre las puertas de la guardería para verterlos, cuando ya la familia debe resignarse-muy a su pesar-a hacerse cargo por completo de este adulto, en la jungla. La Reforma Educativa impuesta por el PSOE y mantenida cómodamente por el PP es un enorme altavoz que les promete, como a los compañeros de Pinocho en la Ciudad del Placer, diversiones continuas, esfuerzo nulo, inexistencia de exámenes, aprobados para todos, salas de charla y mesas cubiertas de dibujos, muñecos de papel y lapiceros de colores. El altavoz truena e insiste: ninguno es menos que otro, nada tiene que envidiar el vago al estudioso, el que atiende al que insulta. Muy al contrario, al peor de ellos le asisten-de forma paralela a la práctica impunidad del criminal juvenil-el abanico protector del que sus víctimas carecen e impondrá su ley al conjunto cuanto y como le plazca.
A menos exigencias de conocimientos y de elemental corrección, más interiorizan los alumnos la certidumbre de que se les debe a perpetuidad el derecho, sin la menor contrapartida, a recibir completa asistencia, inmerecidas gratificaciones, exención absoluta de pago, indefinida tregua en la necesidad de asumir responsabilidades. Su educación se ha transformado en un adiestramiento parasitario, en un forzoso anclaje intemporal al que falta el principio de realidad, la aceptación del riesgo personal y de la conciencia de la inevitabilidad de la fatiga y del trabajo solitario. Ante las llamadas al orden, a la atención, a la necesidad de simple reflexión reaccionan con auténtica sorpresa. La simple expresión de ideas por escrito les parece tarea abrumadora. Exámenes, reválidas, selectividades son reprobables muestras de represión, fósiles de dictaduras pretéritas. El fraude, que consagra una normativa del noventa que ofrece todo sin proporcionar nada, es de calado porque, al reducirlos legalmente a una categoría infantil que por edad y desarrollo mental no les corresponde, les están amputando etapas imprescindibles y privándoles de los alimentos necesarios para su crecimiento.
La familia recibe esta oferta con alegría; es más, aspira a que el instituto los tome a su cargo, prolongue indefinidamente la responsabilidad completa del colegio-es la idea materializada en los centros de integración-y aplaude la pinza tutor-padres que convierte a aquél en continuo sustituto de éstos que debería sentarse a su cabecera, hurgar en sus más escondidos pensamientos, disipar sus dudas sexuales y mecerles con la autoafirmación que necesitan. Pero el alumno no es ya un párvulo por mucho que se le quiera reducir a tal y él mismo siga el juego por la comodidad que implica; precisa de espacios de libertad, de autonomía y distanciamiento respecto al local donde pasa más de la mitad de la jornada. Hay un carácter profundamente malsano en esa aspiración totalizadora al control de los niños que ya no lo son, que no lo son de los profesores y que nunca deberían serlo por grande que sea la presión ejercida por la opinión pública en este sentido (la palabra integración es, por demás, fraudulenta: incluye, con ligereza triunfalista digna de juzgado de guardia, la inclusión en las aulas de estudiantes afectados de discapacidades profundas sin que se les asigne personal especializado y sin que existan siquiera rampas o ascensores en el edificio). Pero esa ampliación de supuestos espacios sociales de acogida es la gran chocolatina que el Gobierno, sabedor de la falacia del sistema y presto a aprovecharse de su demagogia, está dispuesto a vender a cambio de votos: explotación del personal existente ampliando horarios e imponiendo tareas fuera de su área profesional; y a cambio también de los huecos laborales que estas necesidades artificiales y ficticias ponen a disposición de la clientela de burócratas, orientadores, pedagogos y consejeros.
Con ser gravísimo el descenso en los conocimientos, la amputación de las asignaturas humanísticas, la reducción y mezcla de materias, como la Literatura y la Lengua, en un resumen fragmentado y arbitrario ayuno de hilazón histórica y transfondo cultural, las claves del vasto robo del nivel de enseñanza que a este alumnado hubiera correspondido se encuentran en la eliminación de los conceptos mismos de estudio, mérito individual, trabajo intelectual y esfuerzo. Se vive en una sociedad de consumo inmediato y la fiebre de mostrar aplicaciones prácticas alcanza, en su deseo de motivar, extremos ridículos, cediendo a la vertiente paternalista del Estado-Providencia, que convierte a los alumnos en eternos lactantes. El hecho en sí de aprender no existe como valor, la utilización y el desarrollo de la memoria, de la conceptualización, de la capacidad de abstracción, de síntesis y de análisis se suponen reemplazadas por vagas actividades semimanuales, por supuesto en equipo y ligadas a los cuatro tópicos del indispensable catecismo que acabará haciendo del arte, de la historia y de la literatura españolas el más timorato de los páramos.
Eliminadas socialmente, hasta edades muy tardías, competencia y el riesgo, los jóvenes se decantan, con más ferocidad que en el sistema de enseñanza anterior, entre los que provienen de familias capaces de pagarles estudios en centros eficaces y selectivos y los que se ven reducidos al deteriorado almacén en que se van convirtiendo las instituciones públicas. Se ha construido en esta probeta un especimen de sociedad que, como va ocurriendo en las corrientes de su entorno, adolece de la ignorancia del precio, se acuna en la muelle impresión de gratuidad y distancia, sea cuando se trata de alabar ideologías de realización ajena y remota, sea cuando el adolescente ve como prolongación lógica de tan larga infancia su paso a la Enseñanza Superior de un país que tiene el más desmesurado porcentaje de universitarios del mundo, a facultades donde va a instalarse, no porque tenga especial vocación ni intención de estudio; simplemente a causa de que le parece lógico el traslado a un nuevo aparcamiento indefinido que considera, como el anterior, servicio obligatorio y gratuito puesto a su disposición en bienes y servicios con la naturalidad con la que las hojas brotan en primavera.
En marzo de 2001 hubo una manifestación que puede considerarse ejemplar. El partido en el Gobierno, según su medrosa política de conservación de la Ley del 90 con algún que otro parche vergonzante para tapar las carencias más escandalosas, había hablado de mejora de calidad y exigencia avaladas por pruebas de paso entre los ciclos. Se cubrieron entonces los institutos, con sospechosa simultaneidad, de carteles de cuidada impresión en los que el sindicato de estudiantes convocaba en rojo al ¡Todos contra la Contrarreforma del PP!, y rechazaba con indignación cualquier intento de mejora de saberes y de rigor selectivo, que por entonces era inexistente. No pasaba sin duda por las mentes de ninguno de los manifestantes, que en su mayor parte estaban ya en la edad, no de la plastilina, sino del preservativo, que sus estudios eran pagados, silla a silla y mes a mes, por la cuota extraída de los trabajadores del exterior, que les correspondía cumplir su parte y que los que los alimentaban tenían derecho a exigir la comprobación de sus inversiones. La lógica continuaba siendo la defensa del niño que tira el plato de comida al suelo. La estrategia, cortada por el burdo patrón que delataban los carteles de la convocatoria, consistía sin más en atacar defensivamente al Gobierno para que no se le ocurriese mover ni un milímetro la silla de una Logse que continuaba siendo el economato de la clientela y sindicatos del gobierno anterior, a la que se había sumado, notoriamente en la Comunidad de Madrid, parte de la del PP deseosa, a su vez, de ingresar en ese club de demagogos que siempre se presenta en sociedad pretendiendo imponer, por medio de los institutos, guarderías ampliadas de la incómoda grey juvenil.
Café y ordenadores
Tras la achicoria cuyo reparto equitativo no la ha transformado en café, amaga otra falacia de tamaño al menos tan monumental como la Gran Revolución Cultural Educativa de 1990. Se trata de peticiones, y concesiones, de presupuestos repletos de guarismos con los que la calabaza se transformará en carroza electrónica, los alumnos en receptores del conocimiento universal y las materias en digeribles píldoras de sabiduría en formato de discos. Con una pasada de ordenadores, el sistema aparecerá modernizado y rejuvenecido, las conciencias oficiales satisfechas, la opinión feliz por las pioneras inversiones educativas y la clientela de Administración y de los dos sindicatos aún más felices porque esto les permite control de fondos, cursillos sin cuento e infinitos puestos en los que, sin más capacitación que la pericia de la tecla, desbancarán al docto y silenciarán al profesorado. El timo que se prepara va a ser antológico. La obvia adaptación al cambio informático es plataforma utilizable para manipular valores y metodologías y aprovecharse del papanatismo ambiente. De hecho, en estos terrenos vieron su oportunidad buena parte de los destacamentos logse. Evidentemente es más asequible por la vía rápida el cursillo de ordenadores que otras titulaciones, especializaciones, categorías y niveles para cuya adquisición han hecho falta años, pruebas y conocimientos. En los centros de lo que fue Enseñanza Media se impuso, en opciones, horarios, publicidad, la golosa oferta de pantalla, y con ella ocuparon con rapidez las primeras filas del espacio docente expertos del ramo que solían unir a su devoción técnica la que les inspiraba la Reforma. En la situación actual, sin una poda del lastre de la Ley del 90, la superposición de aditamentos informáticos equivale a la distribución de bonos para juegos de rol.
A nadie escapa que los métodos y técnicas van a sufrir una transformación tan radical como la que media entre el dirigible y las líneas aéreas regulares. La parte mecánica, acumulativa, almacenable y repetitiva de la enseñanza va a correr a cargo de la sistematización audiovisual. El papel del profesor sufrirá una remodelación intensa y forzosamente cualitativa, se ampliarán sus funciones de guía en la selección de fuentes y saberes y disminuirá el tiempo lectivo y la presencia física horaria. El material de consulta se multiplicará, contenido en un espacio mínimo de fácil acceso. Cualquiera que sea ahora la vena gubernamental formalista que pretende hacer pantalla de humo con disposiciones de un estajanovismo trasnochado e inútil, lo cierto es que las cosas no van por ese camino y que incluso el punto en el que nos encontramos está ya sobrepasado por los hechos.
El siglo que apunta deja entrever una posibilidad de existencia para la expansión óptima de las facultades individuales y para la opción de libertad responsable en el doble prisma de profesor y alumno. La técnica puede facilitar una serie de medios que suplirán a las cuerdas vocales, la pizarra, la fatiga física y la monotonía de las repeticiones. El estudiante dispondrá de estos medios y lo importante será la orientación en su uso, la forma de contrarrestar la inercia de la imagen con el cultivo de la reflexión crítica y de la memoria, y mantener, llenándolo de sentido, el factor humano. Harán falta locales apropiados y material opcional con cuyo contacto alumnos liberados en gran parte del esquema caduco de la obligada asistencia a todo, motivados y no abrumados en la medida de lo posible, den al vocablo estudiar el sentido que piden los tiempos.
Hasta ahora, como dice el adagio chino, con poner el letrero ya se ha pensado que existía la tienda. Se habla de modernidad y avances, de internautas y bancos de datos. Puro mito en las condiciones materiales existentes que, en pleno Madrid, distrito norte, siglo XXI, se reducen, por ejemplo, a dar clase todo el invierno con el abrigo puesto por deficiencia crónica de la calefacción, moverse entre paredes sucias, techos desconchados, mesas cubiertas de pintadas, rejas, pizarras rechinantes y añosas, largos tramos de escaleras sin ascensor, persianas rotas, polvo y aspecto carcelario.
Se habla también de dinámica y creatividad, de atención personalizada y perfiles minuciosos. Mito de nuevo. La tarea de limpieza de eufemismos es ardua en un medio tan propicio al verbalismo oficial y, por vulnerable y atacado, tan ansioso de autojustificación. Se ha contrastado artificialmente el método secular autoritario y pasivo con otro, que sería maravilloso e idílico, permisivo, activo, creativo, etc, etc. De esta ola se van decantando conclusiones más modestas, entre las que no es la menor la constatación, ahora sobradamente comprobada, de que no siempre las innovaciones, por ser las últimas, son las mejores.
-Desde luego, dedicamos todo nuestro cuidado a la descendencia. También en este aspecto tuvimos que tomar medidas muy distintas de las que existían anteriormente, cuando se dejaba la crianza al arbitrio del individuo. No, ahora ejercemos una asistencia que comprende al ser humano en su integridad sin omisiones hasta su vigésimo año de vida. Hemos perfeccionado los medios de la enseñanza audiovisual y trabajamos con programas que se adecúan a cada uno hasta en los detalles más nimios. Cada cual recibe una instrucción especialmente calculada para él, de acuerdo a sus talentos e inclinaciones. Es lógico que también entrenemos las cualidades del carácter y los modos de obrar. El resultado son personas en equilibrio consigo mismas y con el medio. Las tareas que les asignamos posteriormente se corresponden con sus capacidades y preferencias. Y están dispuestas a obrar de modo correcto y a adaptarse a las necesidades del sistema. Ya no se sojuzga a nadie, ni física ni espiritualmente, ni de modo directo ni indirecto.
El objetivo final del desarrollo debe ser una captación y elaboración total de la información; para ello, el ciudadano debe cumplir también, en el marco de sus actvidades diarias, con su deber informativo; otros medios para la obtención de datos son las pruebas y los tests, algunos de los cuales se aplican de forma declarada y otros (para conservar la espontaneidad) de forma enmascarada. El material de datos psicológicos, junto con los resultados corrientes de las revisiones médicas, brindan una imagen abarcadora de la personalidad. De acuerdo al principio de la identidad entre Estado y ciudadano, no hay una esfera privada ni un derecho al secreto frente a las autoridades de captación de datos. Según los fundamentos positivistas de la información, la personalidad no es más que la suma de todos los datos individuales medibles. Sólo puede cumplimentarse el derecho del ciudadano a la protección y a la seguridad cuando hay una total transparencia de la estructura de la personalidad. Por tanto, el deber de la revelación ha sido incorporado como constituyente integral al párrafo I de la Ley Fundamental. [28]
Desde ese mundo de la ciencia-ficción que los vaivenes de la aceleración histórica dejan cada vez atrás llega el perfil sutil, diseñado desde los corredores de la infancia, de lo que podrían ser las vastas e impalpables dictaduras del mañana, mañanas entremezclados con el hoy, sazonados con la risueña prepotencia del bárbaro que juega con los mágicos poderes de los dioses y con la miseria de los que han visto en el dominio de las técnicas al uso la prótesis para un bagaje de inteligencia personal singularmente mezquino, y se han apresurado a utilizarlo como escala de su progresión social. No en vano la extensión del desastre intelectual de la reforma educativa comenzada en los ochenta dispuso de una fuerza de choque que se investía a sí misma con todos los atributos de la falsa ciencia, con el monopolio de la informática y la modernidad. Las milicias de la Reforma tenían ahí su oportunidad de ascenso rápido, de control indiscutido ante un público tomado de imprevisto y momentáneamente indefenso. La aprovecharon para deslumbrar con su función sacramental, desalojaron y despojaron, ocuparon desde los modestos aulas, horarios, grupos, nombramientos y cursillos hasta las alturas asesoras, mediáticas y ministeriales. Y vendieron su producto mediante el que, con el toque mágico de miles de millones y de conectores, hileras de mandriles se afanarían sobre sus teclados hasta transformarse-sin duda por la final ley de las variantes combinatorias-en cumplidos y razonables humanos. Esta orden de pretorianos-sacerdotes ha ido perdiendo buena parte de su lustre según se ha generalizado la informática, se ha incorporado el sistema global e instantáneo de comunicaciones a la vida cotidiana y se van apreciando los avances de las ciencias en sus necesarias contrapartidas, su esplendor y sus limitaciones. La función que la ciencia ha tenido en manos de los que la han utilizado, en provecho propio, para resultados contrarios a la inteligencia queda como un aviso para navegantes.
Milenarismo, productividad y paro
No se ha hecho secreto en estas líneas de la necesidad de dignidad, como premisa inmediata para cualquier proyecto, vasto o limitado, que modifique las condiciones en las que el profesorado trabaja. Se ha añadido y subrayado la urgencia de un saneamiento de las presiones que intentan dar dimensiones utópicas, pseudorreligiosas y fariseas al fenómeno de la enseñanza, y esto por un mínimo de higiene mental.
La profesión es propicia a la atomización, y lo es también a cierto mesianismo dirigista por la limitación del techo de posibilidades y por la magnificación e identificación de afectos insatisfechos con el papel docente. La dificultad reside en procurar espacios al derecho, a la pluralidad, a la delimitación profiláctica de tareas y al distanciamiento. Hay una premisa simple que se va filtrando tras más de un siglo de apasionados absolutos: el precio de la democracia, del bienestar, de la libertad, y, en general, de esos valores llamados humanistas es un margen de riesgo, de incertidumbre, de errores, de ineficacias, de inesperadas diferencias y de fracasos. Sólo los sistemas totalitarios aseguran cuotas diamantinas de producción, pero la producción así obtenida se condena a sí misma, es pura criatura burocrática alumbrada a costa de los valores creativos, originales, del factor humano. En los sistemas de funcionamiento democrático, cualquiera que sea su escala, la aceptación del margen de pérdidas, de la angustia de las inseguridades y del enfrentamiento solitario con el edificio de la propia personalidad es el precio; subyace en ellos la impresión de que la libertad, la satisfacción y el respeto no sólo son rentables: Son productividad en sí, pero de otro signo. Depende de qué sociedad se quiere. Un simple caso de prioridades.
Se entra en el siglo XXI con cierto terror ante un milenarismo técnico cuyo tren se escapa, y con la sensación de una masa abrumadora de personas a las que no se sabe, laboralmente, dónde poner. Miedo, crisis y desconcierto han producido curiosos rebrotes de exorcismos estajanovistas a los cuales no son ajenos la satisfacción de ser mandado y mandar, el placer de la imposición sobre los otros y también sobre sí mismo, la amalgama, en fin, de motivaciones cuya racionalización visible en el exterior, y a veces en la propia conciencia, puede tomar la forma de Bien Común, Orden, Eficacia, devoción al Servicio Público, con los cuales suelen legitimarse autoritariamente toda manipulación y todo fraude.
Son dioses desfasados pero de formulismo siempre listo para el consumo y de fácil y tentador recurso. La coyuntura incita a recordar y a refrescar algunos rasgos históricos de aquella religión laica, teleguiada por la nomenklatura en el poder, pieza de museo pero cuya liturgia aún caldea algunos espíritus. Hoy esas consignas son recordadas con melancolía-y aplicadas con ridículo-por la burocracia tecnológica, sin consideración de si ésta se coloca a las supuestas izquierda o derecha del espectro político:
El 26 de junio de 1940 el Presídium de la URSS hizo público un decreto que permitía llevar ante los tribunales a los trabajadores que se hubieran ausentado o que se presentaran con un retraso de veinte minutos, y condenarlos a trabajos forzados. La cuota diaria de certificados por enfermedad que los médicos de los hospitales podían extender se limitó a un número fijo, independiente del número de enfermos reales. Se instituyeron libretas, de función estrictamente disciplinaria, en las que se iban consignando todos los avatares de la vida laboral, actitud, cambios y rendimientos, y, según las cuales, el interesado podía obtener, o no, un nuevo empleo o la jubilación. Las cadencias se aceleraron enormemente.
Ya en los años veinte, el neotaylorismo había fascinado a los dirigentes de la URSS y había sido introducido bajo el nombre de NOT (Organización Científica del Trabajo). La primera conferencia panrusa del NOT, en enero de 1921, planteó cómo se podía obtener, en la sociedad socialista, rendimientos óptimos con el máximo de alegría en el trabajo. El fisiólogo Bechterev expuso su ponencia sobre La explotación racional de la fuerza humana en el trabajo.[29]
La liturgia continúa aunque el movimiento haya caído en desuso, pero se engalana con un nuevo modelo agresivo-ejecutivo made in USA sobre un fondo japonés de himnos a la empresa.
¡Qué es lo que ocurre exactamente hoy?. Citemos a la revista del PCUS “Komunist”: “La disciplina del trabajo socialista comporta, por un lado, la obligación, de parte de los administradores, de organizar racionalmente el trabajo; por otro lado, la obligación, por parte de los obreros y los empleados, de consagrar todas sus fuerzas al trabajo.
Y comenta Voslensky:
No se les pide mucho a los obreros: simplemente sacrificar la totalidad de sus fuerzas al trabajo.
Siguiendo esta lógica, la Administración es el órgano especializado en organizar el trabajo, sacar de él el máximo rendimiento, contabilizarlo y controlarlo.
La Nomenklatura considera que su misión esencial consiste en elevar al máximo las normas de producción, lo que desde su punto de vista es justo. A pesar de que suele extenderse, en la prensa, en largas tiradas sobre el indefectible entusiasmo que el pueblo soviético siente por el trabajo, la Nomenklatura, en el fondo de sí misma, está persuadida de que esta banda de perezosos no trabaja más que a medias, que se niega obstinadamente a darlo todo al Estado, que hay que romper esta especie de huelga de celo permanente.
La semejanza entre estas líneas y el tono que ha presidido las directivas de algunos prohombres del régimen actual es tan grande que explica una comparación en principio aparentemente desmesurada. La probeta de Enseñanza no es tan pequeña: afecta a varios miles de profesores y a bastantes miles más de alumnos que van siendo aparcados en la aulas y finalmente las dejan con un título simbólico. Es obvio que no se trata de un parangón entre el sovietismo y la política española, pero ésta última desde luego no se halla en absoluto exenta, cuando se le presenta la oportunidad, del recurso a la manipulación, el abuso y la exacerbación de la psicosis de perro pastor frente a rebaño perezoso. Se viene intentando una vez más en nuestra Historia-y ya parece que va la vencida-dar el salto definitivo a la Edad Contemporánea sin haber pasado por la Moderna. La falta de integración profunda de los mecanismos democráticos en la vida cotidiana deja amplios espacios para todos los complejos de nomenklatura. Existe una idea clara de la modernización como meta, que es hacia lo que oscila la mayor parte del país, pero tras ese término se sitúan distintas realidades: Hay fines materiales ligados a intereses, fines sociales y psicológicos confusos, y medios faltos de coherencia y sobrados de un populismo de la peor ley:
El presidente de la Comunidad de Madrid (…) entiende “perfectamente” el planteamiento de los docentes, pero cree que llegarán a un acuerdo con la Comunidad cuando comprendan que sus reivindicaciones deben pesar menos que los derechos de los estudiantes y que el objetivo de la medida es una mayor calidad de la educación.[30]
El presidente de la Comunidad está realizando, en estas declaraciones, cuando habla sobre una huelga docente contra la imposición de un calendario escolar en el que se aumentan los días lectivos, un llamativo ejercicio de inversión de términos. Al dictado del gabinete asesor que para estos temas ha nombrado, está enhebrando como probadas afirmaciones que no sólo son vagas sino falsas, asimila, con arbitrariedad generalista, calidad educativa con simple tiempo de permanencia de la globalidad del alumnado en centros a su vez globales; pretende ocupar, sin coste alguno, titulares en la prensa, asume y establece, sin más argumento que la imposición, que se prive al profesorado de uno de los rasgos que fueron determinantes en el contrato que con la Administración firmaron y que constituye hoy por hoy su única compensación y respiro, un calendario y unos días que obedecen, no a graciosas concesiones a la pereza, sino al complemento necesario de la usura de una profesión cuyas tensiones durante la permanencia en el aula alcanzan grados difícilmente soportables si no se intercalan periodos de respiro que existen y se respetan en los demás países europeos. La campaña no se limita al anuncio oficial sino que disfruta, a micrófono unánime, de vasto refuerzo mediático. Los reporteros exponen a los niños la injusticia de que los profesores tengan más vacaciones que sus papás. En ningún momento añaden la apostilla de que las carreras universitarias y oposiciones que hicieron esos profesores para acceder a tan, por lo visto, envidiable posición estaban abiertas a cualquier español sin discriminación de edad, religión o sexo. Tampoco ignoran el escaso entusiasmo de los papás por encerrarse varias horas con decenas de niños y adolescentes.
El Presidente gusta de planear a la elegante distancia de los intachables, se precia de mantener con la oposición relaciones excelentes, y no puede menos de ser tal porque, gracias a él, ésta ya no precisa serlo excepto cuando se la despierta para alguna actividad testimonial. Por el contrario, conserva puestos y prebendas como lo hacía con el anterior partido en el poder. De tal felicidad sólo están excluidas las víctimas de normas y leyes tan nocivas como la intocable e intocada del 90, de nombramientos que reafirman, con ligeras alteraciones en el mobiliario, el acomodo vitalicio. Los dos gobiernos se han sucedido en un gran baile de intercambio de parejas, sin salir del salón y sin que mengüen la barra libre ni la bandeja de canapés, y han practicado, avant la lettre, la clonación de organismos y cargos. El Presidente pasea, conversa y recibe escoltado por los amables beneficiarios del anterior desastre. Escucha, asiente e inaugura con unción y benevolencia de Pantocrátor mientras delega el manejo de los asuntos mundanos en esos delegados que son la viva imagen de la integración. Practica, en tertulias y conciertos, la elegancia exquisita del regalo al antiguo adversario político. Es una bellísima estampa de convivencia y tolerancia; augura mañanas ininterrumpidos de alternancia dual que no es sino facetas de una realidad única basada en el común interés de los participantes.
La demagogia nunca es casual. Cuando, desde el otoño de 2000, el alto cargo de turno decide recurrir a la oferta gratuita de ampliación del tiempo de guardería en los institutos, con la maniobra está cubriendo turbias etapas del pasado, abonando sus ambiciones de futuro y barnizando el presente con fidelidad áulica. Tiene que hacer méritos. Maneja sus mimbres con los que le urge procurarse cierto grado de notoriedad a coste presupuestario mínimo. Ha recurrido alegremente a la neolengua y vendido con gran aparato escénico que ya no habrá Semana Blanca (ergo, más tiempo de estudio y guardería disponible) Está llamando semana a tres días que se intercalan en el segundo y largo trimestre y que son en Inglaterra o Francia aproximadamente una docena de jornadas de reglamentario, y nada superfluo, periodo de reposo, dentro de un ritmo, en países con cierta tradición educativa eficaz, que siguen como norma la introducción de un periodo de descanso de las actividades lectivas aproximadamente cada mes y medio. El Consejero de Educación de la Comunidad de Madrid (e incluso hasta el Presidente o el último conserje, por lo obvio) sabe que lo ocurrido en España como consecuencia de la Reforma Educativa es un desastre, que nada tiene que ver la calidad con aumentos forzados del calendario y que la mejora real pediría cambios de otra envergadura acogidos con extrema agresividad por las clientelas sociopolíticas para las que la situación actual es su sistema ecológico. Tanto él como el Pantocrátor desdeñan a un profesorado al que introducen, con la comodidad que la ley les permite, en un saco único, y con el que saben pueden permitirse-la tradición en ello es larga-atropellos que no soportarían los demás sectores. Han escogido el término profesional para sustituir, en el catón de la nomenklatura siglo XXI, a otras preceptivas abstracciones. El Presidente lo utiliza como imperativo moral en el que se funden exigencias de alto rango frente a las que desaparecen derechos y necesidades individuales. Ofrece servicios inexistentes y voluntariado forzoso. Pretende imponer que su vicerreinato se distinga como aquél en el que los enseñantes tengan menos vacaciones que en ningún sitio de España o Europa. Está empleando la neolengua con singular soltura, calidad y profesional se remiten precisamente a sus contrarios, a la degradación y al hundimiento en la mediocridad uniforme y el desánimo. Ni la maniobra, por el espurio corte de sus métodos, ni el contenido de la probeta son insignificantes: El nuevo Gobierno (cuyas siglas del PP poco importan) se distancia todavía del anterior por el baremo, difícilmente alcanzable, del partido socialista en corrupción y dispendio, pero ya está claro el lugar que reserva a la ética, y también lo está que ha vendido a quien considera rentable vender.
El Estado es débil y es clientela. Mucho más desde el fraccionamiento de las autonomías. El Gobierno, que parece una palabra impresionante, no es gran cosa: representación exterior, algunas atribuciones de defensa y de prestigio, la firma en documentos oficiales y el extremo de una cadena sobre cuyos eslabones carece de real autoridad. La debilidad pide rugidos y actuación de domador frente a una amalgama de absentistas, gandules, indeseables y defraudadores en potencia. Y la cobardía selecciona, lógicamente, al colectivo más medroso. La tentación del despotismo con pretensiones de ilustrado es grande, y las satisfacciones que procura su ejercicio compensan el despliegue de inútiles rituales de dominio. Probablemente para los que se sitúan a sí mismos en esta capa directiva uno de los mayores-e inconfesados pero evidentes-placeres consiste en sorprender los acentos de sumisión y los reflejos del miedo que despiertan en los demás, ese miedo que, cuando un ser medianamente sano lo descubre en los ojos de su interlocutor, no le produce sino vergüenza y abrumadora impresión del propio ridículo. Ni la Administración ni los responsables del Estado han adquirido conciencia de la peligrosa legitimidad y anonimato que la Burocracia ofrece a este tipo de conductas, y ello no sólo porque la coacción ya no es valor de cambio, sino porque se está atacando frontalmente el verdadero bien común primordial. En la Enseñanza que fue Media la pasividad temerosa, teatral o mimética respecto a las consignas estatales ha ocupado el terreno de las iniciativas que sí precisa la sociedad: las de individualismo, libertad, humanismo, saber, independencia y alegría de vivir.
Palabras, palabras.
En la novela (que no carece de ninguno de requisitos para incluirla en el Índice de Libros Convenientes) un cazador-gringo y malvado-ha matado a los cachorros de la tigrilla y herido al macho. La alumna, que en otro tiempo sería de Bachillerato y ahora está anclada en un sucedáneo de Entretenimiento Cultural Prolongado, habla, en un ejercicio sobre esa lectura, del compañero sentimental de la tigresa. Ya no hay machos, queridas ni amantes, los infusorios forman fugaces parejas de hecho y a la representación de El Mercader de Venecia debe añadirse, en apostilla, un extraño rugido final que lanza un actor en solitario para afirmar, por si hubiera dudas, el rechazo del director al antisemitismo. Poco falta para que la mesa, en vez de coja, esté discapacitada, y para que la suerte no sea negra sino de color. El decálogo de pluralidad cultural, vida sana, indigenismo, igualdad de sexos, actitudes de interés social, actividades en grupo, ecología, pacifismo y responsabilidad delegada en la opresión social ha ido expurgando minuciosamente las lecturas que deben llegar a los jóvenes. Al lado de los pontífices que pueblan este Sinaí se sientan asesores cuidadosos de que no se pida esfuerzo alguno de comprensión y de que la tarea de recorrer algunas páginas o, incluso, escribir unas líneas no represente un trauma.
La rica historia de la literatura española, el tejido sangriento y jugoso de la literatura universal se van reduciendo al puñado de obras adaptadas, recortadas y escogidas. Hace siglos (es decir, sólo una decena escasa de años) se leían El Quijote y La Celestina en los institutos. Tal pretensión, respecto a idéntico nivel de edades que entonces, sería hoy un despropósito y no puede ni siquiera plantearse. Que, en su lengua original y con la ayuda del profesor, los alumnos fueran, no hace tanto tiempo, perfectamente capaces de entender el Poema de Mío Çid da idea de la dimensión de un desastre que se extiende en el espacio y en el tiempo, en las épocas, ahora confusas y desconocidas, de siglos pretéritos y en territorios que, igualmente, se ignoran. Hay mucho de panorama medieval en esta regresión de la cultura a las Oscuras Edades, a vagos portulanos y a seres y hechos que cuelgan ocasionalmente de algún muro de la memoria sobre el que ha caído el foco caprichoso de un trabajo monográfico servido en bandeja por el ordenador.
Una de las primeras innovaciones de los centros piloto, en su papel de vanguardia de la Reforma, dispuso en los ochenta la mezcla de Literatura y Lengua. Fue la avanzadilla de sofritos memorables y abrió brecha para el drástico recorte de la Ley del 90 en estas materias, que, en lugar de estudiarse por separado en el adecuado número de horas lectivas, pasaban a hojearse en algunas clases conjuntas que no equivalían ni al cincuenta por ciento de tiempo anteriormente disponible. La modernización, fuera la que fuese siempre y cuando permitiera adornarse al asesor pedagógico con nuevos florones, obró de forma parecida y envió al limbo de la inexistencia a concretos estudios de Ciencias Naturales, Física y Química imponiendo, en cambio, el vuelo rasante por áreas de variado contenido. El consumo, en tiempo mínimo, del picadillo procedente de diversas materias hacía sitio a asignaturas tan peregrinas como la encuadernación, el ámbito o la expresión corporal. Esto proporcionaba huecos a docentes asustados por la reducción demográfica del alumnado y del tiempo lectivo de sus materias, y, además portadores con frecuencia de un diploma de magisterio y de los apoyos de los dos sindicatos logse. El rechazo que ya por entonces se asentaba, bajo color experimental, en los centros piloto respecto a la Edad Media, el Siglo de Oro y los clásicos era el comienzo de la progresiva eliminación de las Humanidades. Se producía en un ambiente de desprestigio de los saberes no directamente aplicables y en el que Latín y Griego, cultura antigua y mundo grecorromano se preparaban para su pronta fosilización, que llegaría incluso a peregrinos estudios superiores de Lengua y Literatura en que los filólogos y estudiosos de lenguas románicas no conocerán el latín.
Coherentes con las exigencias legales y prontos a continuar la explotación de una de las empresas, la edición de libros de texto, que ha hecho más rápidos millonarios en la España democrática, las editoriales agrupan a equipos de redactores-pedagogos, que se convierten así en fervientes implicados, fiduciariamente hablando, en el mantenimiento de la Reforma y que imponen por métodos de presión diversos en los institutos los libros en que han participado sus familiares y amigos. Son concentrados de fichas de diversos autores y orígenes que saltan, sin pretensiones de homogeneidad temática o cronológica, por un recorrido que pretende abarcar, a vista de Concorde, lo que anteriormente se estudiaba en más del doble de tiempo. La penuria intelectual se rellena con abundantes ilustraciones y el todo se barniza con generosas dosis de educación en valores, que parece partir del supuesto de que, hasta la Nueva Era Logse, los profesores se han dedicado a incitar al racismo, el acoso sexual y el asesinato. Paternalmente, en un tratamiento de tú continuo, se exhorta al infante, sea cual fuere su fecha de nacimiento, a discutir afablemente con su compañero-compañera (el morfema genérico es indispensable) sobre temas de cuyo transfondo histórico, literario, científico, no tiene la menor idea, y va a continuar sin tenerla mientras promociona de un curso a otro como se llega de una colina hasta el llano sin más méritos que la ley de la gravedad. Para mayor claridad intelectiva se les gratifica con esquemas abundantes, fotogramas de cine y televisión y escenas de la vida cotidiana (ramplonas, si es posible) que alejen cualquier sospecha de teoría, elitismo, excelencia cualitativa e historicismo, rasgos propios de épocas reaccionarias y caducas. La presión de empresas editoriales, algunas muy afines al gobierno anterior, es tal que la ministra de educación del PP aludió como argumento para no cambiar la Logse la imposibilidad de sustituir los actuales libros de texto, lo cual entraba en el silogismo barroco y transformaba las consecuencias en causas: los libros son un desastre porque la normas y programas son un desastre, ergo, hay que conservar las normas para no cambiar los libros. Con mayor sentido práctico y forzados por las circunstancias, los alumnos, llegados al microscópico bachillerato, en el que por primera vez empiezan a tomar algunos conciencia del principio de realidad, recurren a los antiguos manuales de BUP y COU de hermanos y amigos.
Desde sus albores, la Ley de Educación consagra un vocabulario nuevo que la refleja y define; se ha elaborado con el expeditivo procedimiento de calcar trasnochados términos ingleses que corresponden a experimentos fallidos y sazonarlos con consignas sociopolíticas de obligado cumplimiento, de forma que el producto presente ese aire peculiar entre predicador adventista y tecnócrata por correspondencia. A partir de su presentación en sociedad, el uso de esta jerga define a un clero. Se trata de un léxico de tan sorprendente vaciedad y textura tan repulsiva que su empleo voluntario delata sin lugar a dudas a los comisarios pedagógicos y beneficiarios del sistema, a los que rodea la corte habitual de subclientes y el círculo más amplio de conformistas especializados en el asentimiento como mal menor. El término curricular viene en cabeza en la definición del usuario y no puede pronunciarse impunemente sin que califique al emisor. Le sigue la fruición en el deletreo de transversal, áreas, habilidades y destrezas. Les acompañan ámbito, promoción, diversificación y garantía social. Por su carácter particularmente horrendo, ocupan rango preferente sintagmas como estrategias didácticas o procesos actitudinales, y es notable la incidencia de un léxico entre circense y fabril-instrumento, taller, herramientas, habilidades, destrezas-que evoca de forma irresistible el adiestramiento de chimpancés. Cierra el desfile, casi de incógnito por la conciencia de su ignominia pero condenada a la existencia por la letra impresa, la sustitución del recreo por segmento de ocio.
Privado de conceptos y de palabras, al alumno le queda, como la música, la imagen, el fluido hipnótico y digerible dotado de la engañosa apariencia del conocimiento inmediato. La imagen es, sin embargo, necesaria, y no sólo para defenderse de ella, sino para rendir el adecuado tributo a su fuerza o su belleza y marcar sus límites. Se encuentra, empero, en una vecindad lingüística y metodológica tal que se la culpan de los males que no tiene. El peligro se halla en la excusa que su manejo ofrece, en las millonarias pretensiones de un clero pedagógico disfrazado de sacerdotes informáticos que se apresta a ocupar, ratón en mano, cualquier hueco de presupuesto y de poder. Las consignas recibidas por los dos sindicatos se ciñen, especialmente, a un esquema de notable simplicidad y que, por ello, debe resultar convincente para el pueblo llano: la Logse funcionaría si se le concedieran los presupuestos de que carece, los miles de millones necesarios para alumbrar aulas donde se refleje en miles de pantallas el siglo XXI. Y para este fin hay infinitas posibilidades de formadores de formadores, de control de cursillos. Porque la pobre informática, inocente como toda técnica, tiende a constituirse en refugio de buena parte del clero revenido y ansioso de cualquier forma de monopolio de plataformas estratégicas y rentables. Cara a la galería, todo se espera del milagroso salto de la prehistórica tiza al microchip; se trata de nuevo de la panacea educativa, el ungüento amarillo de las vastas guarderías informatizadas, una réplica de la utopía decimonónica, de la conmovedora fe de los Ilustrados en el poder de la educación.
De puertas adentro, la paradoja es que no se precisan tan ingentes cantidades de dinero, y, sobre todo, no por esos canales de reparto. Con poner a los especialistas por titulación en materias y edades concretas dando clase a quien les corresponde y sólo de la asignatura que les corresponde habría ya, de entrada, una mejora sustancial inmensa. Pero no conviene, porque esto es singularmente fácil, limpio y económico, no permite baile de millones, intermediarios e influencias, y además cierra a los no especializados en la real Enseñanza Media sino en Primaria y en Formación Profesional la posibilidad de ocupar horas lectivas de cualquier grupo de alumnos sin reparar en niveles, materias ni temas.
Alguien corre con los gastos, lleva largo tiempo pagando altos precios. Cada hora, en lugares muy diversos, hay un profesor que cierra su cartera y sale, con un suspiro de alivio. Deja atrás una hora perdida y procura olvidar la perspectiva de las que serán ineluctablemente peores que sus precedentes. Durante el recorrido del reloj eléctrico ha inclinado la cabeza, barajado papeles, intercalado, cuando ha podido, preguntas e inaudibles respuestas; procurando siempre evitar las burlas aparentando, simplemente, no distinguir ni oír. También deja detrás a algunos alumnos que quizás quisieron escuchar algo, que un día preguntaron y reflexionaron sobre un mundo que en su casa no poseen, pero desaparecieron tras el imperativo predominio de los que ahora han venido a llamarse objetores de estudios, cuya principal objeción es la vieja reticencia a que alguien sepa lo que ellos no quieren o no pueden saber. El profesor se lleva su cartera llena, sin haberlas usado, de palabras, que en otro tiempo hiciera navegar y que encontraban puertos, hacían ellas mismas barcos.
Progresivamente, las palabras se han ido apagando, desapareciendo en el olvido de la memoria anquilosada y el inexistente hábito de la conceptualización. Cargadas de tiempo y de la dual presencia de la bondad y la maldad para las que han sido objeto, fueron reducidas a la selección de la comprensión inmediata, el utilitarismo más romo y a la poda de cuanto socialmente no consideraba apto una época-ésta-cargada con la más inatacable y profunda de las censuras. Recitemos en grupo y en un salón para no fumadores una rima de Bécquer, dos de Campoamor y el manifiesto ecologista de un jefe indio. Hay que salvar a Caperucita, que la sirena que consiguió un alma obtenga sólo un príncipe, que los benéficos representantes del culto solar de lejanas tierras extraigan con destreza el corazón y que el viaje cultural consista en la visita al Coto de Doñana y el día en Isla Mágica. Importa comenzar ayer la historia, y no prolongar la geografía más allá de los límites del abono mensual de transporte, flotar en una papilla de cooperación universal, gratuidad completa y animales amenazados porque conviene que haya una causa por la que hacer amago de luchar. Un niño de ficción, de la próxima revolución cultural, espera con la pistola cargada a que su padre saque furtivamente un cigarrillo.
La reconversión educativa.
Estoy totalmente en contra de unificarme y reunirme sin cesar, pero daría mi vida porque usted pudiera hacerlo. ¿Le importaría pagar con la misma moneda?. Parafraseando a Voltaire, y a Murphy, éste podría ser el motto del individuo que ve, mientras le retiran la tarima por su deleznable relente autoritario y le exigen que homologue criterios y produzca su cuota de encuestas, aproximarse la apisonadora. En los años ochenta ya no le cabía a Isa duda de que el ideal estatal de instituto de Enseñanza Media que le aguardaba podía plasmarse en la guardería vagamente informatizada: un reducto en el que, para comodidad de parientes y alborozo de poderes fácticos, los adolescentes, sin hueco social, se verían confinados, distraídos con juegos manuales no muy más allá del mecano y la plastilina, bajo la vigilancia de profesores degradados de su nivel intelectual y compentencias primordiales. Isa veía acercarse al Ejército de Consejos, Equipos, Asesores, Orientadores y Formadores y se sabía perdida. Unos años después era, en efecto, el rehén en libertad vigilada de la cohorte segregada por una normativa que precisaba absolutamente de una tropa para existir. El recurso era antiguo, y vieja la estrategia que consistía en disfrazarse con los aditamentos del recurso al anonimato y al colectivo, a la Norma y la Moral utilizadas como bienes patrimoniales, vestirse de autoridad a través de ellos como el mediocre sacerdote en la broncínea estatua del oráculo, y adquirir la personalidad suplementaria del ente conjunto. Las huestes, ligeras de escrúpulos y de académico equipaje, se deslizaron sin obstáculos sobre la atonía y el silencio, firmaron y recibieron papeles, treparon a los sillones y a los sueldos, y ofrecieron, infaliblemente, a la opinión el paternal gesto de quien no regatearía nada a sus hijos. Eran promociones de rapidez fulminante y imposible rechazo por aquéllos de los que explotación y cansancio servían a la nueva clase rectora de materia prima; en sus espinazos se descargaban, con acento mosaico y diatribas al incumplimiento y la pereza, órdenes, exigencias y convocatorias bajo la amenaza de mayores males si caía sobre ellos todo el peso de la Ley. La apropiación del Bien Común y el Cumplimiento, de las palabras y la Norma, lejos de pertenecer al reino de las ideas y el discurso, significaba males y bienes muy concretos en el espacio esencial de la vida diaria: A todos los niveles, en todos los puestos, una nomenklatura amasada de fidelidades, formalismo y apreciables cantidades de esa mediocridad que se confunde con la vileza sin ni siquiera advertirlo desplazaba, ocupaba, se asentaba y disponía, desde un extremo a otro del tejido y de las bases a la cima. El método había producido grandes placeres a los consejos directivos de centros de trabajo y de estudio de otros países y sistemas, les había otorgado inesperada categoría y reducido los desastres a beneficio de inventario. Ahora, desde el tomismo de comunidades y consejos escolares de perfecta ignorancia profesional y a los que se debía obligado asentimiento, pasando por la presencia y exigencia continua de protagonismo y burocracia de los representantes de las amplias masas en la versión que se había dado popularmente por llamar los comisarios de la logse, el individuo era pieza de libre disposición, ocios culpables y derechos sospechosos, imprescindible para abrumarle con la petición coercitiva de documentos, encuestas, casilleros y reuniones que figuraran luego en la vital corriente de papel impreso destinada a nutrir estamentos más elevados de la pirámide.
De la informática se esperan rápidas y económicas técnicas de embuchado del puñado de saberes aún indispensables y la pronta disposición para oscilar entre el parado indefinido y el técnico en electrónica.
Como esto siga así, la escolaridad secundaria va a ser pronto sustituida por la movilización y el entrenamiento militar. Al fin y al cabo, las guerras han sido el procedimiento tradicional para acabar con el desempleo y el exceso de población juvenil[31]
Desde bastantes años atrás, en el Madrid del 83, la situación había estado para Isa clara: una antigua ley de Educación en su momento, y pese a todas las carencias, importante-y nunca desarrollada en los aspectos positivos que ciertamente encerraba ni dotada tampoco de la financiación necesaria-sobre la que se procuraba lanzar total descrédito y edificar, tras su desguace, una fachada populista carente de cimientos económicos y bases elementales, puesto que en realidad los compromisos materiales del gobierno del PSOE se dirigían hacia sectores de muy mayor costo, y los compromisos ideológicos se encontraban en buena parte deslumbrados por países bastante más ricos, a lo que se sumaba la premura por dar una imagen electoral de cambio.
Parecía que a España, en razón de su atraso, le hubiera correspondido vivir una aceleración añadida a la vertiginosa del siglo XX. El consumo superficial de ideologías, corrientes y símbolos alcanzaba ritmos trepidantes. Era como si sobre la piel del país se fueran proyectando rápidamente los cortometrajes de procesos modernos que se declaraban obsoletos a velocidad pasmosa. El ansia de adecuación incidía en la óptica educativa. A la Enseñanza Media se le encargaba de adiestrar a los estudiantes en el subtratamiento de la información, en el trillado de ese material bruto vertido diariamente por los ordenadores, en la sustitución del conocimiento por metodologías de clasificación de datos, en las aproximaciones superficiales y múltiples a un máximo de actividades y terrenos que eran áreas potenciales de consumo. En los últimos cincuenta años se había pasado de la escolarización cuantitativa a la cualitativa, por imperativos éticos y con vistas a su rentabilidad, hasta que el proceso tropezó de lleno con la crisis, las dudas, el crecimiento cero y el final de la utopía del desarrollo indefinido. En los ochenta, con un afán de provisionalidad muy postmodernista, el Gobierno utilizaba el sistema educativo para legitimar una imagen de cambio.
Las reformas hablaban de metodología y a veces, vagamente, de contenidos, pero obviaban la deontología. Y hacían bien, porque, de analizarla, resultaría sin lugar a dudas que la otra cara de la guardería juvenil es el local de espera y entrenamiento para la oficina de empleo. Los derechos del adolescente a recibir una serie de saberes cuya importancia él no puede calibrar pero que forman su legítima herencia social, la masa de su cultura histórico-geográfica, y que son patrimonio universal, el que se deba en justicia facilitarle al menos plataformas mínimas que le permitan gozar de horizontes más amplios en estética, sensibilidad y pensamiento, todo esto era omitido. Las premisas eran otras, y en ellas la deontología-y la axiología-estaban por completo ausentes.
existe la necesidad de preparar al alumno para la vida como persona y como ciudadano (…) Las expectativas profesionales prevén un incremento importantísimo del sector terciario y aconsejan una formación integral más que una preparación limitada a una actividad económica concreta.[32]
Cuando se habla, en los medios oficiales, de preparar para la vida más vale esperar lo peor. La neolengua atacaba de nuevo; donde se hablaba de evitar el fracaso escolar había que leer poner el listón a ras del suelo y reducir las exigencias a límites pueriles; por desarrollo integral se entendía una incultura aplastante; y por dinámica el babel resultante de cuarenta personas encerradas a más de seis horas diarias con un profesor. Con las personas así provistas se esperaba satisfacer a un sector terciario, es decir, un sector de servicios que serían tanto más serviles cuanto que la formación recibida desde luego no daría para que los individuos que salieran de la enseñanza pública tuvieran otra opción.
El conjunto de folios enviados por el MEC en 1983 como un esbozo de la reforma no merecía largos comentarios porque era un auténtico rosario de los tópicos con los que periódicamente se exorcizan, desde la socorrida plataforma de la Enseñanza, todos los males sociales: llamadas al dinamismo continuo, cruzada contra la teoría, despertares de la creatividad y el sentido crítico, y demás entusiastas y enfáticos lugares comunes carentes de argumentación real.
Yo no puedo olvidar-concluye el director general-el diagnóstico estremecedor del último informe del Club de Roma, que hace ya tres años nos avisaba a todos los educadores del mundo de la absoluta obsolescencia de los contenidos y métodos de la enseñanza que se estaba impartiendo en aquellos momentos. Se nos advertía entonces, por ejemplo, y lo dramático es que no hemos hecho absolutamente nada todavía, que en el año 2000, una fecha cada día más próxima, serían necesarias un 70% de profesiones nuevas, absolutamente distintas de las actuales. El cambio que esta realidad inminente comporta nos obliga a modificar radicalmente los postulados de todo el sistema educativo, y en esta línea se encuentra la transformación que intentamos impulsar en el ámbito de la enseñanza secundaria española.[33]
Más claro imposible. En lugar de establecer una red de centros politécnicos adecuadamente dotados y, con un paciente análisis de niveles por edades y aptitudes, dar su lugar a la Enseñanza Básica y el suyo al Bachillerato y la Media, el director proyecta un conglomerado en el que se funden remedos de profesión y saberes confusos, con identificación de los institutos como antesala de la oficina de empleo y de vida como mercado laboral. Por lo tanto, dado que los días seguirían teniendo veinticuatro horas y que el calendario escolar no podía multiplicarse ni los alumnos recurrir a la mitosis, se podaban limpiamente conocimientos básicos, las horas semanales de, por ejemplo, Lengua y Matemáticas pasaban de cinco a tres, Historia, Filosofía y Arte gozaban de una compresión aun mayor, mientras que las lenguas clásicas se vertían en los basureros de la Historia. A cambio se esperaba oficialmente hacer con ello sitio a un vertiginoso contacto con el setenta por ciento de nuevas profesiones necesarias para el año 2000. Saber, lo que se dice saber, aprender algo, adquirir conocimientos, sería consecuencia fortuita de la incesante dinámica y suma de felices ocurrencias del alumnado, entre las que quizás podría aprovechar el profesor para introducir una rápida cuña de teoría vergonzante.
Se busca una metodología más activa en las asignaturas tradicionales. Las enseñanzas artísticas en este plan experimental sólo han de ocuparse de la reflexión teórica o histórica sobre la materia en cuestión en la medida en que sirva de forma inmediata para la práctica artística: dibujo, talleres de teatro, alfarería, laboratorios fotográficos, interpretación musical, cine. Con todo ello se persigue la formación integral (teórico-práctica) de los muchachos y romper la actual situación de pasividad receptiva que sufre nuestro alumnado.[34]
Esto significaba, como fue el caso, unas ocho horas a la semana de actividades tecnológicas y artísticas que ocuparían los espacios de las materias básicas, y un bachillerato rebajado a un nivel de conocimientos ínfimo, en el que se insuflase un batido de formaciones profesionales que difícilmente tranquilizaría al Club de Roma. El fraude era de toda evidencia; aquella tierra de Jauja poblada de estudios cinematográficos, cámaras, auditorios y talleres no existía sino en la imaginación, nunca hubiera podido realizarse excepto construyendo en cada instituto un politécnico ampliamente dotado anejo, jamás tuvo financiaciones ni siquiera lejanamente adecuadas a tal fin, e incluso no era pertinente porque fundir tal Frankestein docente en la Enseñanza Media equivalía a amputar de materias fundamentales a los adolescentes y, por otra parte, negar a los que se inclinasen por ella auténticos centros de formación profesional.
Evidentemente el público (consumidores y espectadores de la enseñanza) se sintieron halagados por términos como actividad, liberación, creatividad, y por la idea de guarderías a jornada plena repletas de distracciones, en las que, deleitándose, los alumnos se encaminasen hacia un seguro puesto de trabajo. La realidad fue rastrera: los horarios continuarían dando una media de más de seis horas diarias-mucho más tiempo que el deseable-del estudiante en el centro, sin dejarle espacio para que pudiese disfrutar del ocio real, hacer lo que quiera y dónde quiera, pero, eso sí, al desaparecer la concentración y la exigencia, se le sumergiría en una vorágine de actividades intranscendentes mientras se difuminaban los límites entre la vida personal, la esfera privada y las obligaciones debidas al estudio. La piedra clave de cualquier mejora real se omitía, reduciendo las llamadas a la dinámica a puro verbalismo: los profesores eran elementos ajenos de los que pedagogos y autoridades ministeriales disponían a su antojo. Ni siquiera se reducía, de forma tajante, el número de alumnos por aula, puesto que implicaba una ampliación de presupuesto. Con una ignorancia absoluta, ni inocente ni desinteresada, del principio de realidad y del oficio, se vertían sobre la enseñanza utopías, no ya irrealizables, sino, tras su apariencia idílica, tan falsas como nocivas. Tras el Homo Habilis y el Homo Sapiens, debía resultar de los proyectos del MEC un Homo Admirabilis que, al final del bachillerato, sería capaz de utilizar de forma crítica las fuentes de información. Actuar de forma creativa. Razonar con corrección lógica, tener una visión integradora de las distintas áreas del saber. Dominar las aptitudes y habilidades técnicas más comunes. Tener una actitud crítica y no dogmática ante la realidad. Dominar los métodos de estudio, etc. (op. cit.). Lo que se dice un Leonardo asequible para todas las bolsas, aunque sólo sabría quién era Leonardo si hubiese hecho fortuitamente un trabajo monográfico sobre él.
No es difícil rastrear aquí el envidiado y prestigioso fantasma de la Institución Libre de Enseñanza. Las condiciones de la España actual no eran, empero, las de 1876, año en el que Francisco Giner de los Ríos fundara un centro en el que verter toda la nobleza ética de sus ideales krausistas. En un país atrasado y clerical aquello era un reducto de la inteligencia, un pasadizo hacia la tolerancia y la cultura; sus focos (escuelas Montessori de Italia, escuelas experimentales de la Telegraph House, en Inglaterra, escuelas de Parker, Dalton y Putney en Estados Unidos) brillaban como raras avanzadillas de educación progresista.
El énfasis krausista en la adopción de una visión tolerante y evolucionista de la historia cultural y legal influye en las obras de Joaquín Costa, Eduardo Hinojosa y Rafael Altamira. La teoría legal krausista inspiró la obra de Concepción Arenal. El énfasis krausista en la plenitud, la receptividad y el amor a la vida y a la belleza en todas sus manifestaciones es un elemento integrante de la Historia del Arte de Manuel B. Cossío, y de la poesía de Antonio Machado, Pedro Salinas y Jorge Guillén.[35]
Ahora bien, había transcurrido más de un siglo, con la afortunada extensión de la enseñanza laica estatal. Los institutos no eran aquel escogido y reducido plantel de estudiantes y de docentes, sino una red multitudinaria materialmente imposible, por condicionamientos sociales y económicos, de convertir en miles de instituciones libres de enseñanza. Los que en los ochenta, desde el poder, hablaban de panaceas educativas maquilladas en un estilo que se quería de Giner de los Ríos hubieran hecho bien en recordar que en la Institución los profesores eran la pieza clave y que siempre fueron tratados con el respeto y la dignidad que ello requería.
Siguiendo el ejemplo de ilustres antecesores asiáticos que habían tenido la suerte de trabajar con más vastos contingentes y medios, el partido socialista español, fuerte de sus diez millones de votos y sus perspectivas de ilimitado horizonte gubernamental, aspiró también al Hombre Nuevo y a la página en blanco. Presentación y metodología se basaban en descalificaciones absolutas de cuanto anteriormente se había hecho, sumándose así al exorcismo antifranquista y la amnesia colectiva que fueron uno de los rasgos principales del periodo conocido como transición. Casi cualquier cosa es mejor que lo que tenemos actualmente declaraba José Segovia, Director General de Enseñanzas Medias, a la prensa en el 83. Se endosaba a la teoría la causa de todos los males con un empeño e insistencia que apenas resultaban comprensibles en personas de cierta (aunque, en verdad, nunca se distinguieran por ella) formación intelectual. La teoría era la causante de la inoperancia del bachillerato, la castradora de la creatividad y del sentido crítico, un remanente medieval de aquellas clases universitarias dadas en latín. Las nuevas orientaciones metodológicas comenzaban, en lingüística, diciendo que los objetivos serían eminentemente prácticos, por lo cual debería suprimirse la Historia Literaria, siendo reemplazada por una antología de textos en orden de progresiva dificultad precedidos, a lo más, por una introducción histórico-biográfica no superior a diez líneas. Las deficiencias lingüísticas de los alumnos aparecían como promovidas, para más inri (sic) por unos programas que dan prioridad a nociones teóricas y abstractas sobre la realidad viva de la expresión.
Los conocimientos de gramática, fonología, semántica o historia literaria sólo se impartirán en la medida en que contribuyen a facilitar el dominio de la expresión y la comprensión.
Objetivos específicos (en Literatura): Conocer muestras de la literatura española.[36]
Esto no podía sino producir cotas de incultura, vulgarización en el sentido más peyorativo del término, confusión cronológica y espacial, incapacidad para la estructuración de conocimientos y atomización de aprendizajes impresionantes y, ciertamente, a la altura de los modelos que las inspiraban. De ellas resulta un individuo incapaz incluso de aprender, orgulloso de sus carencias, perfecto modelo orteguiano del hombre masa y el señorito satisfecho, ignorante del precio y la excelencia, indefenso ante el sistema por falta de mundos culturales propios, infantilizado y opuesto al esfuerzo personal. Porque en la óptica de la Reforma se confundía constantemente la pasividad con la actitud-mezcla de respeto hacia los conocimientos de otros, modestia y conciencia de la necesidad de adquirir saberes-sin la cual no existe aprendizaje posible.
En las expectativas laborales, el informe del MEC preveía un incremento importantísimo del sector terciario y aconsejaba una formación integral más que una preparación limitada a una actividad económica concreta. Desde luego con formación tan empobrecida en sus facetas teóricas era muy improbable que el país produjese investigadores. Todo lo más hornadas de mano de obra plastificada y tecnificada propia para el subtratamiento de patentes extranjeras y, afrotunadamente, un amplio sector destinado a la hostelería.
El paso del tiempo no ha cambiado un ápice los criterios. Las premisas, por cierto pudor vergonzante, apenas se sacan a relucir, pero el tejido segregado por la Reforma que se hizo Ley en el 90 es demasiado espeso para retirar la manta que se ha hecho carne con las capas de beneficiarios que abriga. Hay auténtico pánico a tirar del hilo que corre el riesgo de devanar un entramado que se sostiene por la complicada mezcla de intercambios de poder y aparato legal. Los simplistas textos de los años ochenta no pasan de ser su decorado.
Al Estado-providencia y la Escuela-providencia no puede menos de corresponderles un profesor igualmente providencial. La prolongación de la enseñanza secundaria obligatoria hasta los dieciséis años (y los dieciocho o veinte en la práctica) corría desde el principio el claro peligro de convertirse, en palabras del sociólogo Alberto Moncada, en un procedimiento de prolongar la infancia. Esto ha ido ocurriendo desde hace ya tiempo, pero los enfoques de los ochenta estaban abocados a llevar el proceso a límites extremos. Al adolescente se le mantiene, mucho más allá de los márgenes naturales, en un estado de niñez forzoso aunque sus disposiciones o sus deseos no le inclinen al estudio y, por el contrario, quiera iniciarse en aprendizajes técnicos e incorporarse activamente a la sociedad. Es posible que ésta no le ofrezca como recepción sino empleos mal remunerados y sin interés o el paro, pero cabe plantearse qué es mejor para él, si la opción o la falta de ella. Retenido a su pesar en la guardería-instituto, se le continuará administrando un puré suficiente para que se crea merecedor de todo pero no para que se considere obligado a nada. Vegetará en una metodología que le mantiene e incluso le teme, como teme a sus padres, y que no le inculca ni la más mínima noción de autoexigencia ni de asunción de riesgos individuales. Le faltan las principales maestras en los ritos de paso al territorio de la madurez: competencia y necesidad. La ubre del sistema-providencia se interpone entre él y la conciencia adulta.
Lo que esperan del profesor, sobre todo filósofo, es que les ayude a resolver sus “problemas”-No es que le parezca mal, pero, a fin de cuentas, él no está ahí para eso-. Ser paternalizados-maternalizados. El instituto al completo es una guardería que acaba-¡por fin!-con la clase de Filosofía. Esos niños que no saben pensar, y ni siquiera hablar, por supuesto no leen.[37]
La Ley de 1990 confirmó, de hecho, en España un cambio en la relación profesor-alumno anteriormente esbozado pero a partir de ahí promocionado e impuesto. Se destruía la referencia basada en el superior conocimiento, la madurez y en razonables distancias de experiencia, responsabilidad y autoridad. Para el profesor el alumno pasó a ser el enemigo porque la ley le había vuelto su siervo, porque los padres apoyarían sistemáticamente a sus vástagos, porque sólo le cabía defenderse frente a un patrón-Estado y una tropa de cómitres que no contaban con él sino para ofrecerle periódicamente como carnaza a las iras de la opinión. La antigua relación de confianza, que era individual y se nutría del respeto de los sectores profesionales y de la conciencia asumida de la distinta categoría entre los saberes, el peso ético y las acciones de las personas, se había pulverizado. Pero no por ello conseguía el alumno, dotado de todos los derechos y ufano de su impunidad, cotas de libertad mayores; se trataba de una libertad degradada a su caricatura, ejercida a corto plazo en espacios muy reducidos y con actitudes identificables con la facilidad de los instintos. Por el contrario, el Estudiante-enemigo había perdido al Profesor-referente puesto que el recurso a la solvencia moral, a la superioridad de conocimientos reconocidas como tales, son incompatibles con el Profesor-criado, el Profesor-Tancredo, o su patético sucedáneo el Profesor-colega. El atropello legal había impuesto estos últimos papeles con la misma arbitrariedad cuartelera con la que exigía funciones de padres, madres y confesores suplementarios y había destruido con ello la libre iniciativa. Con la quema simbólica de tarimas se afirmaba la inanidad de categorías y conocimientos. Frente a burlas y descréditos quedaban las diversas variantes de la barricada de supervivencia.
Las visiones estatales materializadas en la Ley del 90 no hablan del profesorado sino en un tono que, pasando por el ridículo, raya en las proezas circenses. Se suponía que eran personas que habían conseguido un puesto tras probar niveles académicos al menos respetables, y cuya función vertebral era dar clase bien. La normativa les condena a ejercer, además, como psicólogos, encargados de guardería, jefes de personal, consejeros áulicos y asesores morales de padres y madres, padres suplentes, animadores de grupos, iniciadores en los ritos de paso de la adolescencia, y, siguiendo la lógica demencial de las áreas afines, quién sabe si como peluqueros, electricistas o albañiles.
el profesor debe introducir al alumno en el mundo de los adultos, mediar en los frecuentes conflictos generacionales, orientar profesionalmente. (op. cit.).
El MEC utiliza un original y económico concepto del pluriempleo para ofrecer, sin mayor gasto de equipos de psicólogos-de los que, naturalmente, los centros carecen y no se habla-o aumento de personal, una completa gama en la que la plurivalencia transformista del licenciado y doctor en Físicas o Historia le permitirá cumplir sus múltiples funciones; incluso la de dar clase de su materia. El silencio más completo reina en los documentos oficiales respecto a los puntos realmente susceptibles de mejorar el status de la enseñanza media cualitativamente: nada que aluda a la ampliación del techo de posibilidades de los profesores, nada encaminado a facilitar la permeabilidad media-escuelas superiores-universidad, nada en cuanto a investigación, becas y estancias en el extranjero, nada respecto al año sabático, nada etc. Y estas nadas no deben entenderse como ausencias, sino como voluntad estatal clara, desde un principio, encaminada a aislar a los docentes de ese nivel en un reducto profesional, social e intelectual reducido a Primaria, hermético, discriminado y exiguo.
También es verdad que, para la cortina de humo y la guardería que se proyectaba no hacía falta más y la calidad hubiera resultado incluso incómoda.
La infantilización de adultos, la exigencia, cada vez más palpable, de ser mater y paternizados, en términos de Maschino, es proceso que goza de unas facetas populistas incontestables. Parientes y sociedad se regocijan ante la idea de descargar la responsabilidad molesta que representan los adolescentes en algún tipo de estructura que deje a los padres libres. Mucho más que los conocimientos, importa el hecho de mantener a los alumnos en un lugar fijo y vigilado un máximo de horas. Prueba fehaciente de ello es la generalizada falta de respeto con que es tratada la actividad profesional docente por la opinión pública. El trabajo del médico, del abogado o del fontanero se acepta. El del profesor se critica a las primeras de cambio como si cualquiera fuera válido para opinar sobre cómo debe impartirse una clase de Matemáticas o Literatura. En este sentido, la Administración de uno y otro Gobierno ha ejercido una labor sumamente eficaz al prensentar a funcionarios en general y a profesores en particular en los más despectivos tonos, de modo y manera que, en sarcástica expresión de una colega, todavía deberíamos darnos por contentos conque no se nos aplique la Ley de Vagos y Maleantes. Por supuesto la ley, de hecho, ha acabado aplicándose: basta con observar, a través de los años y, por ejemplo, en el 200-2001, la indignidad de la campaña lanzada unilateralmente por las autoridades de la Comunidad de Madrid para presentarse al público como la que, de las autonomías, los países de Europa y de la Galaxia, ofrecería el tiempo anual de apertura de los institutos más extenso.
En este marco de presiones y manipulaciones por el que se ha pretendido presentar a un profesorado de la enseñanza pública de talante laico y liberal como misioneros forzosos que se deben a los imperativos de una vocación excelsa que planea muy por encima de rastreras reivindicaciones profesionales hay que situar la pretensión de endosar los apetecibles rasgos del colegio privado a los centros públicos. Se querrían asociaciones e insignias, devociones y tutelajes de amplio espectro, actos conmemorativos y reuniones de familia y de fraternidad. Una especie de metro de Moscú con los mármoles al servicio del pueblo. En realidad lo que ha habido, además del fraude, la carencia de inversiones reales pormenorizadas y los irremediables complejos de políticos aspirantes a nuevo rico, es una maniobra de extorsión de servicios indebidos, respecto al personal docente, del que se pretendía exigir la dedicación propia de los miembros de órdenes religiosas especializadas en este sector pero sin matiz confesional. Naturalmente se prefería obviar que el perfil del liberal que ejerce, durante el tiempo que su horario le impone, este trabajo es perfectamente ajeno al del religioso, al que se supone sometido a la obediencia y a la plena dedicación a una tarea asignada por la Orden que constituye para él familia, espacio vital y círculo social.
Para tales maniobras es necesario jugar con la necesaria dualidad Profesor-providencia/Profesor parásito. Es el conocido método empleado, por ejemplo, con la grey femenina cuando se la hecho oscilar entre Santísima Virgen o Prostituta, la utilización de extremos que permiten ignorar, manipular y someter a sujetos muy reales. La mitificación encomiástica del Profesor-Misionero, Padre, Madre y Gurú constituye el haz forzoso de un envés humillante, abusivo y sórdido, en el que se impone por decreto todo tipo de servidumbres que no dejan, por su vaguedad y amplitud, resquicios a la reivindicación, la protesta y el derecho y bajo las que se laminan libertad, inteligencia e individuos. La vigilancia de este reducto se encomienda a la escuadrilla logse correspondiente, armada, además de con apoyos políticos, mediáticos y sindicales, con el monopolio de las palabras. Suyos son el Bien Común y el Servicio Público, el Trabajo y el Esfuerzo, la Moral y la Responsabilidad, la Dedicación y la Presencia. Patrimonializan, asímismo, sintagmas y cadenas completas de discurso, como Nos pagan para esto, Es la Ley, que tienen siempre la virtud de colocar a los interlocutores en el bando de la delincuencia y la conciencia culpable. En el envés, todos los abusos son posibles. El profesor es un bien mostrenco al que resulta gratificante enviar a trabajar a cualquier parte. Esto procura incluso cierto placer al socialista revenido, al igualitario de salón que se permite, aunque sea en tan reducido formato, disfrutar de una imagen como aquéllas que contaban, cuando la revolución de Mao: ya que no se puede hacer campesinos a los banqueros ni enviar al subsecretario a que le traiga un café, por lo menos siempre queda poner a los señores catedráticos a patrullar pasillos y escribir sobres. Todo un logro.
La situación sólo se ve aliviada por esos reductos impredecibles de cordialidad individual, de sentido común y transgresión salvadora que son capaces de aflorar hasta en las peores circunstancias. Estos comportamientos, y la calidad personal que repugna la mezquindad oficializada y retrocede ante la incuestionable frontera que delimita el provecho propio a cambio del daño ajeno, son los que han sobrenadado, en ocasiones, al ordenancismo, las consignas y la generalizada miseria en vivencias y comportamientos segregada por la logse. Incluso en un ambiente tan degradado como el impuesto por la purga-reforma educativa, tan proclive al arribismo, las envidias y la justificación sentenciosa de la pequeña canallada cotidiana, el factor humano podía, a hurtadillas del sistema y de los que veían en él una ventajosa plataforma, introducir-como Isa constató en su centro-cierta reconfortante solicitud nacida de la inclinación de gente dotada de especial afabilidad, de ese buen natural sin el que, observaba don Quijote, poco valen dotes de mayor lustre.
El infantilismo de los jóvenes, que ya se constataba hace unas décadas, ha dado un salto considerable. Bajo la aparente seguridad, lenguaje desgarrado y desarrollo físico de los adolescentes, se distorsiona y detiene el movimiento hacia la madurez. En parte se debe a la tardía integración a la responsabilidad social, al alejamiento indefinido en su horizonte del mundo del trabajo, los compromisos y los riesgos. La falsa democratización de la Enseñanza ha multiplicado el virus de la puerilidad. Lo ha hecho rebajando el nivel (lo que se llama eufemísticamente reducción del fracaso escolar), prolongando la escolaridad forzosa en individuos y edades no aconsejables y eliminando de la formación los alimentos de apropiada textura intelectual. El resultado es que bajo actitudes aparentemente dadas a la discusión y al debate-mejor si más multitudinario y ruidoso-, hay adolescentes con un nivel conceptual y un acervo de conocimientos paupérrimo. Lo que triunfalmente se llama capacidad crítica y actitud dinámica debe traducirse como la impaciencia pueril del que necesita continua distracción y satisfacciones inmediatas, mezclado esto con la falta de corrección elemental y de respeto hacia su profesorado y sus compañeros. La idea del esfuerzo, del riesgo personal asumido, del oro gris de la memoria, del saber o no saber, del valor de la labor tenaz no inmediatamente agradable ni rentable a corto plazo, va a desaparecer para dejar tras de a sí un individuo que, tras su exigente prepotencia, se halla estremecedoramente pobre e indefenso.
Su profesor lo está infinitamente más. Para atarle, y bien atarle, lejos ya de los toscos métodos de la antigua censura, existen los hilos de la telaraña normativa segregada por los graves zánganos de la nomenklatura. Como la democracia es inversamente proporcional al número de consejos, asociaciones y equipos directivos oficiales, cualquier protesta produce una simple vibración de la tela, pronto apagada por el zumbido sentencioso del depositario de las consignas, el cual está siempre presto a bajar, tablas de la Ley en mano, de su Sinaí. La Reforma Educativa española ofrece, en este sentido, un plantel de burócratas innumerable. El volumen de papel generado es paralelo a la estulticia pretenciosa del contenido, que proporciona, sin embargo, fluido nutricio a su clero elaborador. El informe, por poner un ejemplo, que debe acompañar a cada materia suspensa de 4º de la ESO está redactado, no como guía de estudio (el estudiante sabe perfectamente cuál es el programa de cada asignatura y su desconocimiento de él; en numerosos casos ni siquiera se ha molestado en examinarse), sino como alegato de excusa por no haber aprobado al alumno. Naturalmente su falta de esfuerzo, capacidad, mérito, conocimientos, no impide que éste promocione y titule, que pase al curso siguiente en cumplida e irremediable ignorancia del anterior. El pliego de descargo por el que el profesor intenta hacerse perdonar por la sociedad su baja calificación no se resume, naturalmente, en las insobornables cifras y siglas de perfecta comprensión para cualquiera. Por supuesto-prodigios de la neolengua-han desaparecido los ceros y MD. (muy deficiente); el INS. (insuficiente) recubre piadoso tanto al que no se ha dignado hacer ni un examen y ha mostrado la participación intelectual de una silla como al que, sin aprobar, procuró escribir unas líneas y obtuvo un 3. El informe comporta valoraciones para las que se supone al profesor de Matemáticas o Lengua dotado de la bíblica percepción de la desnudez de las almas. Debe juzgar, según reza la normativa, en qué medida este ocupante de un espacio en el aula ha logrado Conocer y valorar en el grado adecuado los contenidos correspondientes a cada área en los siguientes aspectos: medio físico, desarrollo científico y tecnológico, patrimonio cultural y su conservación, funcionamiento del propio cuerpo, funcionamiento de las sociedades. Desarrollar normas sociales de comportamiento con actitudes de solidaridad, respeto y tolerancia ante las diferencias de sexo, ideológicas, religiosas sociales y raciales. Etc, etc. Está claro que el equipo redactor logse cobra por líneas, carece de sentido del ridículo y muestra una incontrolada fruición catequística de cuño postmoderno.
El fraude de las calificaciones finales es múltiple: Fraude al alumno, al que se priva de la necesaria y terapéutica repetición del curso y materias que desconoce, al que se niega la toma de conciencia de su edad (estamos hablando de personas de entre quince y dieciocho años) y responsabilidad y en el que se refuerza el anclaje en el victimismo y la pereza. Fraude a sus compañeros de clase, a los que tal ejemplo y compañía roban tiempo lectivo y anulan la intención de estudio. Fraude a la familia, por las mismas razones que al alumno y porque se la sumerge también en la verbología de globalizaciones, compensaciones y áreas que escamotea la nítida percepción del nivel real de su hijo. Fraude a la sociedad en su conjunto por la participación en el engaño populista colectivo y por la malversación del presupuesto. En el profesorado, al fraude se suman el abuso y la humillación que inevitablemente representa someterse a prácticas de estupidez denigrante y pésimos efectos, las cuales sin embargo son aplaudidas por un sector docente cuyos imperativos son las consignas de defensa de la Reforma, el temor a la escasez de alumnos y una alergia incontrolable a cuanto implique saber y mérito individual.
Sobrecoge en estas juntas de calificación el ambiente de falta de libertad, el interminable alargamiento de las sesiones, la pesadez de un trabajo que, en contraste con la atmósfera agradable y operativa de tareas similares en el sistema anterior, ha perdido ahora cuanto de gratificante tenía. Algunos protestan por la obvia inutilidad del rito, por el absurdo que con sus firmas en el acta avalan, pero nadie se castiga a sí mismo con posturas honestas que no harían sino acarrearle sinsabores, enfrentamientos estériles y veladas represalias. No; ante el zurriago burocrático que sobre él se cierne, el profesor sale del paso con los cuatro tópicos de la hipocresía habitual y consiente en los mayores despropósitos. Ya ha pagado el diezmo a los que medran a su costa. El regusto humillante se olvida pronto. También la sumisión al equipo pedagógico, a sus portavoces logse. Incluso se pretende no advertir que jamás hubo tales niveles de imposición y represión, ni en los años ochenta ni en el franquismo. Nunca la condición de funcionario había significado “no podemos decir nada”, afirmación que ahora se oye en los claustros. Existía, por el contrario, un animado ambiente de discusión o rechazo.Ha descendido el gran silencio de la protesta inútil y el consentimiento forzoso, el miedo a los que en un tiempo se presentaron como defensores de la libertad.
Estamos ante una nueva variante del Mito de la Comunidad traspuesto a institutos, una manifestación más de la Panacea, de la Piedra Filosofal capaz de percibir y conformar todas las mutaciones de los alevines de ciudadano. La sociedad puede descansar tranquila: el Espíritu descenderá sobre el profesorado de sus hijos y le proporcionará la radiografía correcta de su interna trama, les explicará los mejores métodos para valorar adecuadamente el funcionamiento del propio cuerpo, estimar de manera entrañable las diferencias de sexo, religión, ideología o raza, y resolver problemas y situaciones mediante razonamientos lógicos y procesos intuitivos fruto de un análisis anterior (sic).
Es conveniente, empero, cuando se analizan los mitos legitimadores no perder de vista su función sustancial, artificialmente creada e impuesta aunque relegada al inconsciente por razones de comodidad moral, de servir de base y apoyo a una aprovechada clase de individuos. El mito en sí suele ser, en el mejor de los casos, más o menos poético. En el peor-véase la sarta de jaculatorias utópicas citadas supra- es de una desarmante y letal estupidez. Pero no hay inocencia. La Reforma Educativa de 1990 es un significativo botón de muestra, y haría mal quien lo despreciara, porque condiciona la vida diaria de los que lo sufren y porque es un importantísimo coto de poder. Por el dominio de estos cotos compiten grupos de presión cuya cercanía de las mafias está en proporción del temor que inspiran, la coacción que ejercen y la trama entrelazada a las influencias políticas en la que se sustentan. El ejemplo de los dos sindicatos españoles paladines de la logse que se definen a sí mismos como de clase no es, en este sentido, baladí. La premisa, y el chantaje fundacional, parten de una falacia notoria: el dogma de una naturaleza esencialista y estanca. Tal cosa es particularmente insostenible en una sociedad plural y dinámica con abundancia de clases medias, pequeños empresarios y extendida aspiración a las inversiones y el ahorro bancario. Ni Comisiones Obreras ni la Unión General de Trabajadores carecen sin duda de paralelos en otros países, pero el chantaje legitimador postfranquista les ha otorgado especial impunidad, siendo en particular esto evidente en la unión de UGT al PSOE, partido durante largo tiempo en el Gobierno y nunca, de una u otra forma, ausente de él. La implicación de este sindicato en una espectacular estafa inmobiliaria no le impidió prosperar y alojarse en sedes cuyas dimensiones arquitectónicas proclaman los sólidos apoyos del propietario. Con todo, la participación, por omisión de denuncia o por lucro, en delitos económicos no constituye, ni mucho menos la mancha más grave. Lo que ha marcado indeleblemente a ambos sindicatos-y, por supuesto, al Gobierno responsable-es su cooperación activa y consciente en una injusticia, el impagable servicio prestado a los partidarios del desguace de los sectores públicos y de su reducción a prestaciones de caridad social, su nunca desmentido apoyo a una maniobra que se ha distinguido por el atropello y la degradación.
La defensa a ultranza del remedo de revolución cultural española es, a principios del siglo XXI, caso digno de análisis. Al no existir un muro ni una Bolsa de valores que pudieran física y visiblemente derrumbarse, los incondicionales de la Reforma Educativa optaron por la impermeabilidad a las constataciones del fracaso, por la fuga hacia adelante y por la insistencia. Constituyen una excelente muestra de persistencia del chantaje y del síndrome de Estocolmo, aunque con rehenes voluntarios porque la argumentación está de tal modo ayuna de base y de ingenio que sólo puede convencer a los muy empeñados en ignorar la evidencia. El esquema, dentro de la debilidad intelectual del maniqueísmo de primeros auxilios, se reduce a culpar del fracaso a un gobierno derechista que no destina fondos suficientes a la Enseñanza pública y los otorga a la privada, de manera que la clientela opta por matricularse en los colegios concertados. Es difícil conceder a los incondicionales del anterior partido gobernante el beneficio del olvido. Resulta transparente que nunca se hubiese impuesto la Ley del 90 de no significar, de inmediato, la puesta a disposición de puestos, dinero e influencia para el partido socialista y los dos sindicatos que reclamaban monopolio de legitimidad progresista.
Se da además el caso de que el sistema de Enseñanza Media preexistente era de muy aceptable calidad y de alto nivel del profesorado. Los estigmatizados términos Agregados y Catedráticos, con los que se denominaba a los dedicados, por asignaturas, a este nivel de docencia, significaban personas con títulos de doctor y de licenciado, que habían pasado por duras oposiciones y demostrado el dominio de un largo temario. A esos institutos públicos llevaban a sus hijos capas extensas, y de muy diversa capacidad económica, de la población, y ello no sólo por la gratuidad, sino por un nivel académico igual o mejor que el de los centros de pago. Esto hacía del sistema español una enseñanza estatal social y democrática en grado, por ejemplo, ampliamente superior a su homólogo inglés, caracterizado por el elitismo tradicional. El PSOE tuvo todas las oportunidades presupuestarias y políticas para extender, junto con la enseñanza gratuita hasta los dieciséis años, calidad, diversidad, tecnificación y especialización. Tenía diez millones de votos, mayoría absoluta y, a su entera disposición, un caudal de apoyo, ilusión y medios económicos irrepetible. En lugar de obrar como la aspiración a una buena reforma educativa hubiese exigido, el partido en el poder prevaricó, desvió y escamoteó fondos, acomodó vasallos y decapitó las capas superiores, materias, niveles y profesorado de Enseñanza Media.
La decapitación incluía verdugos benignos. De ahí las negociaciones y acuerdos sobre el retiro anticipado o jubilación logse. Sin tener los rasgos coercitivos de la obligatoria en la Universidad durante los años justos para que los recién llegados al poder pudiera colocarse en las vacantes, facilita, desde luego, la salida de escena de docentes hastiados de su situación. La oferta es coyuntural y nada tiene de generosa. Al contrario, está ofreciendo una limitada posibilidad de jubilación a los sesenta años cuando hay numerosos países que la tienen, en este sector, a los cincuenta y cinco e incluso antes. Puesto que la oferta es temporal, una vez despejado el panorama de profesionales reivindicativos e incómodos, se amplían los espacios colonizables. El eufemismo adaptación a las nuevas exigencias viene a significar imponer a una clientela agradecida de maestros y profesores de formación profesional en todos los niveles de educación de adolescentes, los cuales proceden a su vez de una Primaria que ha perdido todo significado formativo. No hay, por parte de aquéllos, protesta alguna sino obediente aceptación ante la promoción-regalo a esta ampliación escolar que no guarda de la enseñanza media sino el recuerdo del nombre y la cáscara de algunos términos. El tema se considera, además, vidrioso; impera la ley del silencio. Hay que vencer, para tratarlo, cierto pudor; la reserva que nace de la convivencia laboral, que hace prácticamente imposible, sin despertar susceptibilidades o exponerse a los improperios del sector dominante, el análisis de las causas económicas y sociológicas del fenómeno.
El resultado, a fecha de 2001, no puede ser menos democrático ni social: abandono de los centros públicos en beneficio de los privados. Hay cierto patetismo en la decepción, y la defensa encarnizada, de los que fueron utilizados como arietes de la Reforma y observan cómo su centro se despuebla y la maniobra ni siquiera les ha servido para garantizarles la permanencia en él. Cualesquiera que sean las iniciativas del partido actual, lo cierto es que a su predecesor, oficialmente progresista, corresponde el dudoso privilegio de haber ofrecido a la enseñanza de pago el mejor regalo posible.
En líneas generales, el espacio de realidad vaciado por la cruda constatación de utopías insostenibles es rellenado por organizaciones y personas especializadas en el parasitismo estatal, por la construcción de tramas de poderes fácticos y fáticos y por tergiversación de corte populista. No es banal, por tanto, el ejemplo de lo ocurrido en España con la supuesta Reforma de la Enseñanza. La negación de la estulticia de sus textos, redacción y normativa, la opresión ejercida por un sector clientelar y el sometimiento pasivo del resto reproducen con inconfundible fidelidad las pastosas formas de las dictaduras cotidianas, a las que caracteriza la preceptiva estupidez. Tales ocupaciones de terreno penalizan saber e iniciativa, lastran la eficacia y el mérito y pervierten, con la imposición de lo más mediocre, la vida social. Destiñen, por otra parte, sobre organizaciones imprescindibles para la defensa de trabajadores y asalariados, minan la credibilidad y bloquean la labor de representantes honestos de un funcionariado indispensable y de un sindicalismo de buena ley cuyo perfil modesto y necesario es difícil distinguir hoy, esfumado tras la grasa y el humo de subvenciones e intereses.
La penalización individual
Se diría que el sistema precisa cobrarse un impuesto sobre individuos porque son tales, que necesita penalizar las ideas y actitudes genuinas, la creatividad y el pluralismo. La infantilización alcanza, no sólo a los jóvenes, sino a los adultos mismos encargados de enseñarles y cuya vida profesional se está intentando reducir a unificaciones forzadas. La utilización de colectivos, el empleo abusivo de generalidades, es además maniobra cotidiana en la estrategia política. La emplearán los peores alumnos para hacer fácil barricada (Nadie sabe…Toda la clase dice…) lo mismo que parte del profesorado cuando desliza, por ejemplo, en un documento de claustro, de texto por lo demás digno, la frase Los trabajadores de la enseñanza hemos cargado voluntariamente con todo el peso de las Reformas. El término voluntariamente es rigurosamente falso, pues omite al nutrido contingente que se ha visto obligado a someterse a la normativa por pura imposición legal. En el mismo sentido va el nada inocente sintagma trabajadores de la enseñanza, acuñado por los dos sindicatos defensores de la Ley del 90, globalista y generalizador. Entran también en este juego de eufemismos y rituales los exorcismos equipo y reunión, que se basan en imposiciones y estrategias y sirven de conjuro, argumento y económica manera de reemplazar la calidad por la cantidad, medida ésta en reiteraciones y rimeros de informes. Al que se basta a sí mismo, y recurre a quién y cuándo desea, al que pretende actuar al margen, con mejores frutos, se le tachará de incumplimiento y será objeto de presiones y represalias. Por naturaleza, y por contingencia operativa, el defensor de actuaciones grupales no soporta la alternativa solitaria y carece de respeto individual. El burocratismo gregario es una adición compulsiva que no admite heterodoxos, rechaza el pluralismo con una violencia que revela la fragilidad de su base y precisa desesperadamente de auditorio y de huestes. Transparenta, en este baile de continuos intercambios de impresiones, la pretensión de absoluto, el protagonismo y la necesidad de justificación. Se trata, desde luego, de uno de los más eficaces esterilizadores del pensamiento y de un rasgo inconfundible que delata a todas las variantes del comisario político.
Desde que Jan llegó teníamos todas las semanas dos o tres “reuniones oficiales” que, robándonos mucho tiempo, tuvieron el inevitable efecto paralizador de cambiar súbitamente la atmósfera de amistosa y cordial informalidad de nuestra oficina en solemnidad burocrática.[38]
Isa recordaba con especial horror las abundantes y obligatorias reuniones que fueron, en el centro piloto de la Reforma, preludio de la plaga que se avecinaba: lucimientos gratuitos, técnicas del buen activista sindical, largos espacios de tiempo rellenos con el principio de autoridad.. Había que estar allí, dar una imagen, permitir a los que precisaban de público hacerse ver y oír. Ella mientras añoraba el instituto en el que había trabajado anteriormente y en el que director y jefes tuvieron siempre la rara sabiduría de abordar sólo en el momento necesario y con la gente imprescindible los asuntos, dejando amplísimos márgenes de autonomía en una atmósfera sincera y relajante, desprovista de pretensiones. Aquello funcionaba como una seda. Llegó la Ley, sembrando con la furia de una gallina ponedora células, consejos, equipos, tutores de tutores y coordinadores de coordinación. Proliferaron las exaltaciones al intercambio, los compuestos de un prefijo con al que se le daba uso intensivo, los cursillos con títulos tan inefables como Convivir es vivir. Y ya no había habido sino la supervivencia de la hierba por la que se pasea la cortadora de césped.
De forma curiosamente paralela, también se redujeron a fragmentos las unidades estéticas y literarias. Extirpados el sentido histórico y el sentido transcendente, fenómenos, nombres, acontecimientos y fechas aparecen como lejanos y ausentes al sujeto. Quedan párrafos, líneas, capítulos dislocados, páginas desordenadas, migajas de arquitectura y de belleza. Al alumno, infantilizado de manera permanente a golpe de proteccionismo, potitos de conocimientos básicos y lonchas de texto, le corresponde un profesor cuya dignidad profesional y personal ha dejado paso al temeroso subalterno y al celador que vigila la situación en los lavabos y cierra las puertas.
Los milenarismos no son precisamente propicios a las humildades; hay cierta fiebre primaveral de tirar los papeles viejos y limpiar la casa, apetencia de la destrucción y del cero con bien pocos espacios para la tolerancia y la revisión. Existió (y existe) un gran terror de no estar a la moda técnico-ideológica, en buena parte debido a la necesidad de justificar puestos de adquisición reciente. En la Gran Reforma Educativa subyace la impresión del sacrificio necesario: el profesor-individuo va a centrifugarse, envasarse y controlarse, mezclado y homogeneizado con otros de su especie, irrigado con los urgentes saberes de las necesidades del momento; la neurona quebrada y en casa, la gran casa en que se recojan y se apilen algunos miles de jóvenes sobrantes expuestos, en las tinieblas exteriores, a la delincuencia y al paro (y en las interiores a la ignorancia, el matonismo y la lactancia indefinida). La neolengua ha creado interdisciplinario para calificar a la homologación forzada cuyo producto es el mínimo común denominador cualitativo. El hacinamiento de docentes en cubos desprovistos de posibilidades de soledad, de confort y de materiales de consulta es dudoso que produzca una atmósfera de intercambio pareja a la de la corte de Alfonso X el Sabio. Las posibilidades se inclinan más bien hacia un aumento notable de agresividades y neurosis en relación directa con la hojarasca de protagonismos y el anhelo de huida que levanta la menor brisa en panorama tan estanco. El agua de la pecera va siendo lo suficientemente escasa como para que urja precipitarse sobre cualquier plataforma. Estamos una vez más en la fábula de los jefes y de los indios, ante la tranquila posibilidad del indio de a pie de serlo sin jefes y la impotencia del jefe para serlo sin indios. La oficialización de contactos interdisciplinarios, intercambio de experiencias didácticas, proyectos transversales profusa y obligatoriamente implantada garantiza a unos el tedio y la usura de horas mejor empleadas, pero a otros tiene la inmensa virtud de asegurarles un público. Pasaron sin embargo los tiempos en que, como en el centro piloto, tenía atractivos un mínimo sucedáneo de poder. Los institutos son hoy una curiosa empresa en la que nadie, ni con aumentos de sueldo ni sin ellos, quiere estar en la dirección e incluso rechaza lo que era antaño simple tarea de tutoría, en la que sólo se aceptan cargos bajo imposición de autoridades superiores y donde, en tiempos de búsqueda de directores y de jefes de estudios, el personal se pasea lívido con certificados médicos de dolencias diversas, preparados para caso de nombramiento, en el bolsillo
La isla y la botella
Isa no se hace la más ligera ilusión de cambios sustanciales en el desastre porque la Reforma, una vez instalada, se apoya en pilares tan poderosos como el populismo, los intereses establecidos y el mínimo común denominador intelectual. El Gobierno-ningún gobierno-no va a situarse a contracorriente por el simple beneficio de la razón, la verdad y la eficacia. Nadie con poder y deseos de conservarlo invertirá un ápice en iniciativas sin más horizonte, a corto plazo, que la pérdida de votos, el aumento de conflictos con sindicatos y con amigos del gobierno anterior que revelarían entonces facetas singularmente broncas y la ingrata tarea de desmontar un entramado burocrático que se quiere blindado. Mientras escribe, Isa sólo pretende sobrevivir y trazar líneas; quizás no es sobrevivir siquiera, o se funde vivir con las palabras. Pretende escribir, y tampoco con objetivo y pretensión. Sólo por la inevitable identificación del acto con la existencia.
Si tuviera posibilidad de ello, saldría en menos tiempo del que esta línea se termina del trabajo que efectúa, una forma, enseñando, como otra de ganarse la vida; nada más. Siente un sagrado terror cuando le llegan ecos de voces líricas, que no toman la palabra por su propio interés, eso jamás, sino por el bienestar social, por la inquietud que les inspiran los adolescentes. Ella no se expresa sino por sí, por simple prolongación de la observación de ciertos hechos, por imperativos del gozo bíblico de dar nombre a las cosas, por el sabor último e irrenunciable de la libertad del pensamiento, sin gravedad ni trabas, que dispone de su propio espacio y de su altura. Ve, desde la isla, su movible topografía, su variable vegetación, brotar conocidas formas que el tiempo sólo hace cambiar para las indispensables adaptaciones. Y la curiosidad la lleva a describirlas, a prever su crecimiento, a divagar sobre lo que hubiera podido ser su alternativa y las plantas que, bajo ellas, han sofocado.
No tiene la menor intención de dar soluciones, que ignora, ni de ofrecer aspectos positivos en lo que, al fin y al cabo, forma parte de la lógica de la comida y la atención rápidas, de las votaciones semanales y las encuestas instantáneas. El más desesperanzador aspecto del fenómeno es, precisamente, la clara axiología de su variada gama de mediocridades, la obviedad de la base en que funda sus planteamientos, la banal evidencia de los imprescindibles cambios que no van a ocurrir.
La exigencia social de guarderías para mantener en ellas el mayor tiempo posible a sus hijos, sea cual fuere su edad, es incompatible con la existencia de cuerpos profesionales especializados en el estudio. De querer aumentar el nivel educativo, sólo cabe recurrir a medidas, si bien de coste asequible, de aplicación extraordinariamente ardua porque exigen cambios legales y reorganización administrativa de calado. Sin desmontar falacias de obligado asentimiento, como las bondades de la unificación e igualación, no hay posibilidad alguna de mejora.
El proceso comenzaría por la clara división, en la enseñanza, de la parte de ésta dedicada a la transmisión de conocimientos y de la que ejerce labores de guardería, e implicaría automáticamente la designación de personal fijo, calificado por títulos, diplomas, oposiciones y certificados. Se halla, en la segunda, el personal destinado a labores de asistencia, sean éstas mantenimiento, conserjería, vigilancia, servicios de orden, bibliotecas, actividades sociales, oficina, documentación y equipos de psicólogos y orientadores. Ninguna de estas tareas puede adjudicarse por simples afinidades fantasistas o de conveniencia personal como se viene haciendo con el pretexto de que, a falta de horas lectivas, los interesados mismos prefieren dar clase de reciclaje de tizas o de danzas orientales mejor que desplazarse de instituto. Paralela y separadamente, se situarían los sectores dedicados a la docencia, que sería ejercida sin exigencias e interferencias ajenas a su actividad propia y en un ambiente en el que sólo el buen criterio, la responsabilidad profesional y las preferencias personales determinarían actitudes y relaciones, dominadas en todo momento por el marco e interés académicos y merecedoras, por lo tanto, de la estima social de la que actualmente carecen por el absoluto confusionismo que reina en torno a sus funciones.
Sin más gastos que el debido aprovechamiento del material humano ahora disponible, la mejora substancial está supeditada a la separación de los alumnos en ciclos según edades y niveles, y a la asignación a cada uno del profesorado específico. Esto de ninguna manera puede compaginarse con el sistema actual modelo logse; es exactamente lo opuesto: Separar la primaria en todos sus aspectos (personal, locales) de la enseñanza media a partir de los trece o catorce años, y dividir a esta última en una primera parte de materias básicas comunes y en una ramificación posterior que ofrezca, sea estudios de algunos-pero no una gama excesiva-de bachilleratos con una duración de entre tres y cuatro años, sea la formación profesional en buenos politécnicos completados con periodos de aprendizaje en empresas. La existencia de pruebas de paso de uno a otro nivel es aconsejable; la de exámenes, suspenso por materias y repetición de cada una de las no aprobadas, independientemente de su número, y de curso es esencial si se pretende realmente una mejora apreciable.
Se impone, además, la modestia y la reivindicación del viejo y fiel auxiliar de la memoria, de la imprescindible teoría, de la atención, la retención y la conciencia del insoslayable precio en solitario esfuerzo intelectual que la inteligencia y el conocimiento requieren. Se ha robado a los estudiantes la personal biblioteca mental que era obligación de la Enseñanza proporcionarles en años particularmente receptivos de su vida, y se ha abonado así la pasividad sobre la que vierten su caudal predigerido los medios de comunicación. El hincapié en la importancia de la investigación y el esfuerzo propio puede ser el antídoto contra la infantilización y gregarización que sufren y que todo el sistema contribuye a reforzar. La sustitución de las horas anteriormente dedicadas a historia, física o literatura por actividades manuales diversas y la inclusión de la teoría en el índice de temas prohibidos implican la eliminación en esos jóvenes de un concepto tan esencial como es el del tiempo, tiempo cultural y tiempo histórico, con el consiguiente desarraigo, pobreza mental y dependencia. Implica también en España perpetuar la vieja servidumbre tecnológica. Por ello la fórmula no reside en disminuir radicalmente las horas dedicadas a saberes fundamentales, sino en facilitar a los que lo deseen el contacto con actividades plásticas. Porque los niveles y hábitos de conceptualización y de abstracción que no se adquieren en la adolescencia son luego muy raramente alcanzables en la vida adulta, lo cual no ocurre con otras actividades.
Parece además extremadamente claro que las capacidades cerebrales de conexión son gigantescas y que el factor limitador es la velocidad de acceso por los sentidos. Hay que añadir que sólo se hacen adquisiciones con rapidez cuando se es joven y que después se está limitado por las posibilidades de aprendizaje que se ha tenido en la infancia.[39]
El currículum ha de ser sólido, con un nivel claro y exigente. La experiencia ha revelado hasta la saciedad una disminución de los saberes y facultades abstractas en las últimas generaciones, y contra esto de poco pueden servir los tonantes anatemas respecto a la enseñanza memorística y teórica, la pasividad, etc. Muy al contrario, si se pretende ofrecer al adolescente algo mínimamente válido y valioso, entonces cumple reconocer, sin desentenderse del futuro, lo que se debe al pasado. Bastante se ha engañado ya a la galería con clichés como enseñanza activa, espontaneidad y evaluación permanente que no significan sino ignorancia atomizada para su mejor reparto. Pero eran términos demasiado golosos como para que los grupos en el poder no se sirvieran de ellos. La reincorporación, en el corpus de asignaturas, de las lenguas clásicas, adquiere así todo su sentido, no en el papel de lujos accesorios, sino como importantes formadoras de la gimnasia del pensamiento y como necesario transfondo de la cultura europea. El latín y el griego aúnan a su básica personalidad de sustrato vivo de la civilización occidental el humanismo universal que los inspira y el hecho de que su aprendizaje favorece-en forma similar a las matemáticas-los mecanismos cerebrales de síntesis y análisis, de analogía, denotación y connotación. El planteamiento que defiende su vuelta tras el exilio es ante todo práctico, por la elemental constatación de que la persona dotada de una formación seria, profunda y extensa se halla mejor pertrechada para adaptarse luego a diversos medios laborales aunque sus conocimientos juveniles no tuvieran relación directa con lo exigido por su nuevo empleo. Más aún: esta formación, consciente de la esencial importancia de lo que, precisamente, no sirve para algo inmediato, es la debida a esa edad, la genuinamente social y gratuita que abre puertas a las que, si no, jamás la mayor parte de los alumnos se hubieran acercado, las cuales les ofrecerán más tarde, aunque aparentemente las hayan olvidado, el paso franco a su territorio, la visión de horizontes una vez atisbados, el alimento de un patrimonio personal inalienable y el refugio más fiel.
Ninguno de los cambios apuntados puede disociarse de reestructuraciones que chocan con la normativa actual, van unidos a la asignación a cada nivel, exclusivamente, del profesorado idóneo: maestros a primaria y formación profesional, catedráticos y agregados a media, y, dentro de esto, es de rigor que la labor docente se ejerza en la asignatura de titulación y especialidad, lo cual es incompatible con el voluntariamente difuso sistema de áreas.
La inversión, en respeto y en presupuesto, debe ir prioritariamente encaminada, una vez cubiertas las necesidades básicas y asegurado el mantenimiento de edificios y material, a garantizar a los alumnos la igualdad de oportunidades con un sistema de ayudas y becas mucho más amplio que el actual y que tenga el importante valor añadido de incidir en la conciencia del mérito y del esfuerzo personales. Lo que hay no favorece sino la dictadura de los peores sobre los demás alumnos y la segregación de la enseñanza pública como obligado reducto del que no puede pagarse otra. Uno de los aspectos más irónicos de la Ley del 90 es que se presentara como un logro progresista cuando lo que ha hecho es prestar los mejores servicios a la enseñanza privada. A ella se dirige actualmente buena parte de una clase media que antes no hubiese dudado en optar por el buen nivel de la pública; la degradación de los institutos ha invertido la tendencia y hundido lo que fue una excelente oportunidad de ampliar cualitativa y cuantitativamente la enseñanza estatal. Llega a los centros una clase de alumnos respecto a los cuales el trato será la piedra de toque de la existencia, o no, de una enseñanza democrática. Los hijos de los emigrantes, lejos de traer en sí un peligro de degradación de la calidad-¿más todavía?-y de delincuencia, se suelen caracterizar por el deseo de ascenso social y aprovechamiento propio de las familias pobres. Quien haya viajado por el Tercer Mundo sabe de esa impresión penosa que produce el hambre de estudios en jóvenes que carecen de recursos, de la avidez con que reciben cualquier posibilidad de escolarización y mejora, y del sentimiento de injusticia que el occidental experimenta ante los mimados adolescentes de su país que desprecian y tiran la educación al suelo como la comida. Los hijos de emigrantes valorarán en los institutos españoles lo que sus compañeros desdeñan por gratuito, pero siempre y cuando no se encuentren rodeados de lo peor de la cabaña local.
Semejante inversión en respeto y presupuesto es precisa en lo que al profesorado se refiere para reducir sus justas proporciones un horario lectivo que tiende a la hipocresía y al maximalismo contraproducente, y facilitarle la real permeabilidad con universidad y escuelas superiores, los estudios de ampliación o de otras licenciaturas, el año sabático, la investigación, la movilidad en España y en el extranjero y actividades intelectuales diversas. Es muy difícil que esto se compatibilice con cursillos dados por pedagogos logse sobre utilización didáctica de la jerga callejera o reciclaje de tarimas. Son, además, los tiempos suficientemente menguados como para que se recuerde la necesidad de salvaguardar la pluralidad de criterios y la libertad de cátedra, seriamente amenazadas por la censura de nuevo cuño.
La alternativa inmovilista con algún que otro parche vergonzante, que es a lo que se tiende en la actualidad, va a intensificar entre el profesorado la misma selección natural que en los alumnos. País hay ya en Europa en que la especie se hace deficitaria y rara. En Iberia no sería improbable que llegue un momento en el que haya que poner un kiosko en Tarifa para contratar docentes según los inmigrantes vayan saltando de las pateras.
Tras los cambios de gran calado en el armazón legal de la normativa, vendrían las reparaciones diversas, los grupos con un máximo de veintidós alumnos, los equipos audiovisuales y la necesidad de rellenar, aunque sea de forma mínima, las lagunas culturales causadas por la Logse y que tienen las dimensiones del Mediterráneo. El simbolismo más elemental de Mitología, Biblia, folklore, las imágenes más arraigadas en el Arte, la Literatura y la Historia de Occidente, los hitos cronológicos más significativos, son ahora ajenos a gente en el umbral de la madurez, desconocen la fecha del descubrimiento de América, las clasificaciones de flora y fauna, los episodios más reproducidos y comentados de Antiguo y Nuevo Testamento, epopeyas, manifestaciones de dioses y hazañas de héroes; ignoran el orden de llegada-y la llegada-de celtas, iberos, romanos, germanos y árabes; en historia moderna, España parece haber comenzado con sus padres, tras un periodo de dictadura en el que nada existía ni se publicaba que entronca directamente, con un oscuro túnel de opresión, a Franco con Felipe II; su analfabetismo funcional corre parejas con el iconográfico y les veta el acceso a toda la riqueza intelectual acumulada por una Europa a cuyo núcleo de civilización sin embargo pertenecen.
Conviene insistir, por mucho que los adolescentes estorben a los responsables de su existencia, en la necesidad de distanciamiento respecto al centro de estudios. En la lógica hiperprotectora al uso, el joven puede encontrarse virtualmente copado entre los diversos representantes del sistema-profesores, padres, tutores-que tienden a invadir incluso sus breves reductos temporales de libertad. No se puede hacer del instituto una segunda casa, un híbrido de salón social y asilo juvenil. Por higiene mental, los adolescentes-y los que no lo son-harán bien en pluralizar sus zonas de reunión, compañías e intereses, y separarlos del lugar al que acuden por la obligatoriedad de las clases. Esto lo hacen ya siempre que pueden por sano instinto de defensa frente a las inevitables pretensiones totalizadoras de todo sistema en cuanto tal. Lo que sí conviene que encuentren en el instituto es un centro de información activa, continua, renovada, sobre la nada desdeñable oferta cultural que semanalmente ofrece una ciudad como Madrid. No se trata de guiar en visitas organizadas de grupos, lo que conlleva obligatoriedad y merma de placer estético. El objetivo sería darles las claves, mostrarles la existencia de esos pequeños mundos diarios a disposición del que invierta en ellos el esfuerzo e interés requerido; habrá quien lo haga. Esta labor se hace tanto más apremiante en los barrios-dormitorio, cuyos jóvenes apenas conocen otros límites que las masas de hormigón, el pub, la discoteca y la galería comercial. Los resultados serían, además del enriquecimiento personal, el favorecer la independencia, la diferenciación según aptitudes y el sentido del propio esfuerzo y la autonomía; esto contra la infantilización y el maternal canibalismo del sistema.
La tarea más difícil y necesaria es hacerles adquirir de alguna forma la conciencia del precio. Carecen-y en eso son representantes y avanzadilla de una clara tendencia en la conducta y percepción occidental-del sentido del valor de cuanto les rodea, la simple idea de que alguien paga los servicios que utilizan y el espacio que ocupan no les aflora. Tal vez la esperanza esté en esos hijos de la necesidad que van llegando al país y a los que la referencia y los recuerdos de sus padres les hace valorar la educación que el mimado y ahíto indígena desdeña. En el siglo XIV, y en un libro por demás delicioso, algo se dice sobre esto:
recordemos en el pasado cuánto aprovechó a toda la república cristiana no el haber educado a los estudiantes en las delicias de Sardanápalo ni en las riquezas de Creso, sino más bien haber ayudado a los pobres con una modesta enseñanza. ¿Cuántos hemos visto con nuestros ojos, cuántos hemos recogido en las escrituras, que sin distinguirse por la claridad de su linaje, sin esperanza de gozar herencia alguna, y sustentados sólo en su virtud de varones íntegros, merecieron alcanzar las cátedras apostólicas? (…) Por lo cual, tras haber examinado en todo punto las necesidades humanas con ojos de caritativa consideración, el afecto de nuestra compasión nos movió a llevar piadoso auxilio especialmente a ese género tan oscuro de hombres, que sin embargo exhalan tal olor de esperanza para la marcha de la Iglesia, y proporcionarles no sólo lo necesario para el sustento, sino ante todo y sobre todo libros utilísimos para el estudio. (…) El deseable tesoro de la sabiduría y de la ciencia, que todos los hombres por instinto natural desean, aventaja infinitamente a todas las riquezas del mundo, (…) Por ti (la sabiduría), abandonada la natural rusticidad, pulidos el carácter y el lenguaje, arrancados de raíz los abrojos de los vicios, alcanzan cumbre de los honores, y llegan a ser padres de la patria y favoritos de príncipes, aquellos que, sin ti, de azadones y de rejas de arado hubiesen forjado lanzas, o quizá apacentado cerdos con el hijo pródigo.[40]
Respecto al conjunto del alumnado, no es despropósito, reducida a razonables dimensiones, la previsión de contactos que les hagan palpar, tanto el trabajo manual del que cuanto tienen en las manos les llega, como el infinito desnivel que, en otras latitudes, les separa de multitud de personas de su edad para las cuales la posibilidad de obtener un puesto escolar pertenece al inalcanzable reino de los sueños. Se corre el riesgo de que el movimiento pendular de defensa respecto a las utopías de igualación de los seres aniquile la necesaria igualdad de derechos y posibilidades, desdeñe las carencias y los negativos condicionamientos de partida, bañe en el desprestigio los términos de solidaridad y servicio público prostituidos por un progresismo de conveniencia. La recuperación no será fácil.
Los cambios deseables son obvios, como el desastre, desde su fundación, era evidente. Bastaba para ello hojear someramente el centón de tópicos llamado Libro blanco de la Reforma. Cuestión muy distinta es la posibilidad y la voluntad de llevarlos a cabo. Desde mediados de los noventa, el cambio en el poder, la mayoría absoluta obtenida en las últimas elecciones de la década, habían permitido esperar que se pusiera coto a una dinámica que está significando cada día un retroceso intelectual mayor. No hubo tal. Puesto que se negaba a derogar la Logse y tocar a la red de intereses creados, a un gobierno como el del PP, en principio nada partidario de la Ley de sus predecesores, sólo le quedaba añadir aditamentos sin alterar el conjunto. En esta línea se sitúan las insinuaciones de reválidas, la potenciación de la formación profesional y los muy limitados aumentos lectivos en ciertas materias. Es notable el profundo silencio oficial respecto a la distribución adecuada del personal docente, y es así porque ahí el Gobierno sabe que se toparía de lleno con la red de intereses, con los clamores de los dos sindicatos que utilizaron la Logse para colocar a sus afiliados y simpatizantes de primaria y formación profesional en cualquier materia y nivel de secundaria, con los promocionados a puestos de inspección, coordinación, formación, direcciones, asesorías y orientaciones, todos ellos sin relación con méritos reales y calificaciones académicas. La marea negra de la clientela logse aparece como de imposible limpiado. Es labor titánica, aunque indispensable para una mejora sustancial. En vista de ello la lógica electoral impone cierto maquillaje de primeros auxilios en espera de que, dentro de unos pocos años, el gobierno nacido de las siguientes elecciones dé algunos pases al miura más lamentable de la plaza. El volumen de temor oficial, los pasos inseguros, las objeciones vergonzantes de los ministros, la insistencia en la venia de los supuestos representantes sociales, resultan casi conmovedores si no representaran el cohecho con la injusticia y haber abandonado a la humillación y al ostracismo a personas numerosas y concretas. Es más fácil salir con calma de un coche destruido en un atentado que desafiar mes a mes al pandemónium de la oposición y afrontar la usura cotidiana de las peticiones, protestas y resistencias de lustrosas guerrillas administrativas y mediáticas.
Se sabe perfectamente-y estos últimos lustros quedan como muestra de ello- que los Portavoces de los Trabajadores de la Enseñanza lo son de bien pocos, que las Comunidades Escolares, las Asociaciones de Estudiantes, las de Padres en nada representan la profesionalidad y los conocimientos, que se complacen en el protagonismo y en las desmesuradas cotas de poder que les otorgó la Logse, que su ignorancia de los temas sólo se equipara con la prepotencia de la que se han visto investidos y con su incontinente afición a auditorios y mesas redondas, y que, si bien han tenido un efecto desastroso en la Educación, han ejercido empero con concienzuda eficacia su papel represivo y laminador de la parte más calificada y honesta del profesorado e impuesto con ejemplar tesón la mediocridad preceptiva. Es notorio que tales organismos han sido diseñados desde su gestación como bastiones de la política de la Reforma de los ochenta, que les cumple defenderla hasta la última almena y clamar contra cuanto signifique calidad, profesionalidad y méritos. Es evidente que, a cargo del presupuesto y a efectos de populismo, pueden crearse asociaciones y mesas redondas infinitas: de Abuelos de Alumnos, de Defensores de la Fauna y Flora en el Aula, de Hermanos Primogénitos, de Promotores de Asociaciones y Reuniones en los Centros, etc, que serán todas acogidas por una mayoría de corifeos como plataformas de expresión democrática, refugios del pluralismo, ejemplos de gestión igualitaria, y, a un nivel más pedestre, como proveedoras de cargos, subvenciones y posibilidades de exigir presencia y burocracia a los colegas para el propio beneficio. Bajo esa capa de conjuros verbales colectivos, de entes de ficción logística, está una mayoría ajena a ella, los estudiantes, profesores y padres que respetan sus respectivos territorios y no precisan rituales gregarios para expresarse, que saben que hay que saber y que, como siempre ha ocurrido, tratan los problemas que les conciernen con el profesor que corresponde. También esto ha sido destruido para implantar el clima de ejercicios espirituales periódicos, ritos de control y autocrítica y complacientes autos de fe. A un partido liberal, tecnócrata, hábil gestor pero mortecino ilustrado, difícilmente podría pedírsele el heroísmo del cambio cuando la situación actual es puro beneficio para la enseñanza privada y para el aceitado entendimiento con la constelación del PSOE. Aquélla le garantiza una bolsa de votos, ésta la bonanza gubernativa. Su actitud es pura, y comprensiblemente, estratégica: dar tiempo al tiempo, añadir, desplazar, atenerse a prioridades. Éstas últimas son económicas y electorales. Incluso aunque sea un gobierno que se quiere honesto en sus actuaciones, no pueden esperarse de él en Educación fogosos impulsos éticos y ambiciones de largo alcance. Todo lo más la tibia componenda provisional que demuestran los hechos.
En el rapto del lenguaje, la contrapartida de esta dejación es la paz social, que se obtiene con facilidad extraordinaria cuando los representantes se han convertido en un apéndice administrativo bien remunerado y liberado de compromisos laborales. A mejor status más paz. El reducto sindical, además de apetecible, ha estado acorazado por su identificación con progresismo y democracia. Poco importa si su representación real (como era el caso de Comisiones Obreras y UGT en la Enseñanza Media, y en múltiples sectores) es mínima. Se necesitaban como marchamo, interlocutor y portavoz oficial. De hecho, se siguen necesitando, pero no en su forma actual, dependientes de la nutricia nómina de la Administración (extraída de forma obligatoria de los impuestos de todos los contribuyentes) y no de las cuotas de sus afiliados, y lastrados por la interesada connivencia con el poder, de la que son ejemplo la defensa de la Logse, la imposición abusiva del Cuerpo Único y la anulación por decreto de cuerpos profesionales políticamente indefensos. Las etapas de su actuación han obedecido, en estos lustros, a un proceso claramente sistematizable: Desde mediados de los ochenta los dos sindicatos, en estrecho matrimonio-especialmente UGT-con el Partido Socialista. participaron con marcado activismo en la imposición de la Reforma, que implicaba el igualitarismo por decreto de enseñantes y enseñados y abría las puertas al ejercicio impune del clientelismo arbitrario, al manejo de presupuestos y plantillas y al prestigio de la intimidad con el poder. A partir de la aparición, en 1990, de la Ley, continuaron la línea anterior, aumentaron el populismo de corte maoísta folklórico con aditamentos tomados del desguace por quiebra del experimento anglosajón y se establecieron como correas de transmisión de consignas logse e instrumentos de imposición, anulación de la disidencia y vigilancia. La continua y enfática referencia a los principios fundamentales de la Reforma y su identificación con éstos y con sus depositarios los pedagogos les otorgaba el monopolio representativo y verbal. Llegado el punto en que, pese a las ingentes cantidades de propaganda de los poderosos medios de comunicación afines al gobierno anterior, comenzó a aflorar a la superficie de la opinión pública la evidencia del desastre, recibieron la consigna de fuga hacia adelante, defensa cerrada de la Reforma Educativa y presencia intensificada en consejos, asociaciones, cursillos y coloquios. Nada más aleccionador sobre su filiación, y sobre su nivel intelectual, que oírles, en distintos centros, repetir las mismas frases, subrayar con vehemencia idénticos tópicos, desplegar estrategias semejantes. Indefectiblemente, todos ellos amaban las reuniones, fuente inagotable de enriquecimiento, a todos inquietaban hasta el insomnio problemas ocasionales, detalles formales y casos minoritarios, ninguno establecía relación causa-efecto entre la normativa general, el armazón legal en sí mismo y las deficiencias observadas, sino que las hacían responsabilidad de insuficiencias presupuestarias achacables al nuevo gobierno, todos exhibían una solidaridad inquebrantable hacia sus compañeros de trabajo y ninguno desdeñaba cualquier nombramiento, licencia, asesoría o comisión que les alejase del aula y de las consecuencias de la Logse. El uso del lenguaje era igualmente definitorio en su recurso al manual de léxico y sintagmas políticamente correctos. La infeliz morfología continuaba siendo destinada a campo de tiro de la nueva superestructura cultural: la -a fue llamada a filas como morfema igualitario, ondeó en el pendón del progreso y se pretendió honrar, con su uso, al postergado género femenino. En realidad fue sometida a tratos inhumanos y degradantes, salpimentó de compañeros y compañeras, trabajadores y trabajadoras, jóvenes y jóvenas el discurso y citó, en el papel satinado de los cuadernos pedagógicos, a la Sra. X miembra de la Federació de MRPs del País Valenciá.[41] La tardanza en calar el desastre hasta la pública evidencia se explica por la estrecha relación del partido socialista anteriormente en el poder y la galaxia comunicativa que engloba diversos medios, entre los que se encuentran el diario de mayor tirada, e imagen oficialmente progresista, y la editorial que ha obtenido enormes beneficios con los libros de texto.
El asambleísmo ha tenido también, en todo este proceso, un papel de extraordinaria relevancia que ejemplifica las tesis de Ortega sobre la transposiciones aberrantes de los procedimientos democráticos. Del socialismo ficticio al que ha servido de escenario la enseñanza media española se infería la general infalibilidad de la votación mayoritaria, ya se tratase del principio de Arquímedes, las fechas del reinado de los Austrias o la asignación del catedrático de filosofía a la enseñanza de párvulos y del maestro de gimnasia a repaso de inglés. Lo más parecido a una ideología que se puede observar en este fenómeno es la animosidad hacia la diferencia individual; la adolescencia, edad en la que ésta aparece con claridad innegable, constituía el terreno elegido para pasear la apisonadora igualitaria de manera que sobre la llanura resultante transitara un público tan desprovisto de diferencias como de exigencias. Los simulacros ideológicos no por burdos fueron menos recurrentes en el discurso, pero se redujeron paulatinamente a un lenguaje defensivo de supuestos valores democráticos en grave peligro con la llegada de un nuevo partido en el Gobierno. Al comienzo de la primera década de 2000, comenzó a imponerse una estrategia de salvamento de mobiliario y aggiornamento de imagen, cierta distancia entre los dos sindicatos mismos, un razonable pavor de ser desplazados por gente de más valer y por organismos realmente representativos, una repentina urgencia de discutir las hasta entonces obviadas condiciones de trabajo del profesorado. Las preguntas que se plantean al siglo XXI incluyen cuestiones de tanto calado como la pertinencia o no de la existencia de los sindicatos, el desfase entre su verbalismo decimonónico, los dogmas de la lucha de clases y las pretensiones de unificación de los trabajadores en bloque frente a los patronos por una parte y la realidad plural, con predominio de clases medias, diversa, profesionalizada y compuesta por individuos con aspiraciones y grados muy distintos de bienestar por otra. Los dos sindicatos que se han venido adjudicando el título de representantes prioritarios de los trabajadores resultan, más bien, oficinas nutridas por el Estado a fines testimoniales, publicitarios y burocráticos. Aferrados a legitimaciones pretéritas, carecen en muchos sectores de la menor relevancia, pero cabe la posibilidad de nuevas asociaciones capaces de representatividad, pluralidad y cambio, cuya imagen no esté unida a vecindades y colaboraciones como las de triste memoria del ejemplo educativo
¿Quién teme a la lingua franca?
La estrechez de espíritu, la negación de la universalidad, y su necesaria contrapartida de exaltación del más ridículo localismo provinciano se observa, cuando en educación se abordan temas lingüísticos, en la temerosa contemplación de invasiones anglosajonas y la entre petulante y dubitativa visión del futuro del español. Esto desde un país en el que la obligación constitucional de empleo del castellano junto con las lenguas de las autonomías es pura infracción consentida y constante. Si de apoyos se trata, la lengua española está ciertamente más protegida y goza de superior respeto en cualquier otra nación hispanoamericana. Los textos oficiales de la llamada madre patria ofrecen con frecuencia de España una imagen fragmentaria e incluso vergonzante y servil: la de un país que todavía precisa ser aceptado por el resto de Europa, que carece de historia y de geografía unitarias y que se mueve entre la vanagloria de la expansión lingüística y el complejo. Los agraciados con dorados exilios de cargos en el extranjero tienen con frecuencia como brillante bagaje académico un pasado como elaborador o comisario de la logse, y su consigna es eliminar competencia, lucir una fachada mezcla de estajanovismo, celo japonés y lucecita del Pardo y mostrar actividad frenética, dedicación ejemplar y expansión vertiginosa de las conversiones a la lengua de Cervantes. Se ha recurrido, por ejemplo, a ofertas gratuitas de material y servicios que rayan en el buzoneo y que serían difícilmente imaginables por parte de la Alianza Francesa o el Instituto Británico. El victimismo respecto a la expansión del inglés se aúna con un triunfalismo numérico pueril que no da al castellano la mesurada dimensión cualitativa que le corresponde y se guarda de considerar la escasez de obras en español mundialmente traducidas o la pobreza de los índices de lectura. La apariencia de difusión ha sido manipulada por los mismos que en España han logrado minimizar el estudio de esta lengua y han hecho desaparecer de los programas de enseñanza la Historia, Geografía y Literatura del país como tal. No es ajena a este proceso la Ley de Economato, más antigua e implacable que la mosaica y más generalizada que las de Murphy, según la cual todo cargo tiende a justificarse a sí mismo y a crear una fiel clientela adicta al mismo hábito. Los sueldos de los destinados en el extranjero son paraísos de riqueza en el panorama mesetario de la enseñanza y crean una fuerte dinámica clientelar a la que, en sí, la objetividad y la eficacia son, salvo error u omisión, ajenas.
El antiamericanismo es un tópico rentable a efectos de visceralidad inmediata. Hay, por ello, discursos que se complacen en las visiones de un gigante estadounidense literalmente sumergido por el mundo hispanohablante. La exaltación gratuita del nacionalismo goza con el vértigo de los números, vibra con la expansión demográfica latina, se detiene, entristecida, ante el irregular y diglósico empleo de la lengua española al no pertenecer a potencias industriales de reconocido rango, apela a medidas de urgencia y barricadas. Una consideración más reposada se guarda de hacer del castellano una lengua de hablar por casa mientras se reservan totalmente al inglés más nobles y científicos usos, pero tampoco acoge con trompetas imperiales un crecimiento simplemente debido a mayores índices de natalidad que están destinados a reducirse según avance el nivel sociocultural y mejore la condición femenina. Más esperanza de una merecida extensión reside en la forma de reconsiderar, en la enseñanza, una dimensión científica que la desdichada Reforma española ha reducido a un burdo enjambre de manualidades, destrezas y ocurrencias. Se echa largamente en falta la conciencia de la especulación sobre naturaleza, materia y número como elementos imprescindibles de un árbol con raíces presocráticas, tronco renacentista e injertos venidos del oriente. La formación de anteriores generaciones ha sido imperfecta y coja por la dicotomía excesiva entre Ciencias y Letras, que, como la de Alma y Cuerpo, cortaba el posterior acceso intelectual a campos vitales de la realidad. Pasado el ¡Que inventen ellos!, el país ha tenido que adentrarse con estremecedora desnudez en un mundo nuevo que se había hecho en su ausencia. La diglosia científica del castellano no corresponde a imperialismos coercitivos, sino a la palmaria limitación de su esfera de intereses.
Es, sin embargo, real la expansión constante del español-excepto en la Península-, su situación en cuarto lugar por el número de hablantes (tras el chino, el inglés y el hindi), su oficialidad en una veintena de países y las previsiones, hacia el año 2050 por el Anuario del Instituto Cervantes, de unos quinientos cincuenta millones de personas que lo tendrán como lengua materna, y esto sólo en los países donde es el idioma oficial, sin contar, pues, los hispanos de Estados unidos y los que lo utilizan como vehículo comunicativo secundario. Como cualquier otra lengua, ni se impone ni se destruye; es el molde plástico, vivo y cambiante de la comunidad que la emplea y vale lo que los que la hablan, tiene, o no, el peso cultural y técnico de éstos y refleja, a lo largo de los siglos, una vitalidad notable. Es posible su dimensión, en el futuro, como canal comunicativo internacional. Nada de esto es óbice para la consideración, paralela, del inglés como lingua franca en un puesto ganado limpiamente por su descubrimiento y expansión de la revolución industrial y la actual de tecnología e informática y por el carácter eminentemente utilitario y funcional que hace de esta lengua (que puede, en otros planos, acoger la belleza de un Shakespeare) el latín del siglo XXI.
Se está, pues, en condiciones de responder a la pregunta de Rubén Darío. Efectivamente, muchos millones de hombres hablaremos inglés. Y no será ninguna tragedia ni el español desaparecerá por ello. Al contrario, el uso de varios idiomas, la disposición de una lingua franca es fenómeno bienvenido y ajustado a las necesidades del planeta, a las ambiciones del espíritu y a la multiplicación de accesos a riquezas que pueden serlo de conocimiento y de libertad aunque, en esta infancia del mundo del mañana, el intercambio se reduzca en mayoritario porcentaje a la capitalización de mensajes sin más contenido que la diversión del ruido continuo y la distracción del salvaje con el juguete nuevo.
Con la tendencia a las dualidades propia de cierta inercia pesimista del pensamiento, es posible imaginar, por una parte, un modelo educativo que produciría, bajo distintos barnices embellecedores, un ser apto para la cadena de montaje informático con patente extranjera, alimentado con retales de oficios y datos y narcotizado con la engañosa certidumbre de su suficiencia, capacidad crítica y libre albedrío consistente en poder elegir entre infinitas cadenas de televisión. Es muy probable que este ser tan postmodernista en su falta de raíces, en su ausencia del tiempo como conciencia, no rinda lo que el Estado parece esperar de él, ni siquiera con estímulos consumistas puntuales. En todo caso, difícilmente será creativo y su capacidad teórica y voluntad personal de superación quedarán minimizadas. Si procede del periodo logse, la poda habrá sido severa: suprimida la historia del arte por inútil, la general y la de la literatura por el mismo motivo, de igual forma eliminado el lastre superfluo de la filosofía y buena parte de las especulaciones de la matemática. Ya habrán precedido en los basureros de la Historia el latín y el griego, que esperan que en breve se sumen a su reunión lingüística y dibujo artístico. Ciencias Naturales y geografía permiten podas amplísimas, no existe utilidad inmediata alguna en saber la ubicación del Tíbet o el Neolítico, ni los intereses nacionales o autonómicos pasan por la descripción de los lamelibranquios o la observación de infusorios, fuera de la industria de conservas. Ninguna de estas materias tenía futuro. Lo malo es que tal vez ello significa que, si es así, la especie tampoco lo tiene. Sin recurrir a cursillos de orientación, es posible saber que el contacto y apreciación de la belleza, sean los Guerreros de Riace o una ecuación matemática, alimenta los mecanismos de la satisfacción y el entendimiento armónico con el entorno. También que no es obviable para los humanos la conciencia del pasado y el sentido del futuro; significaría, no un existencialismo audaz y enriquecedor vivido en la lucidez, sino una desesperanza radical fustigada por el continuo imperativo de la satisfacción inmediata y por la no menos continua desazón del logro fácil. Implica destapar en la caja de Pandora infinitas cantidades de violencia, porque ésta es el lógico recurso ante situaciones cegadas. Si la Enseñanza apuntala, en épocas de la vida sedientas de referencias y raíces, este culto al Vacío, no cabe duda de que se obtendrá, el psicológico y también probablemente, en breve plazo, el físico.
La otra opción puede que consistiera en una apuesta por la cultura entendida como integración dinámica, en espiral, de la ciencia y del núcleo de la civilización greco-latino-europea en el que Occidente está inserto y que es su manera de participar en la evolución planetaria, y añadirle el horizonte, que las comunicaciones hacen felizmente próximo, de un Oriente cada vez menos exótico y lejano
La dualidad es uno de los esquemas posibles de pensamiento frente al que la realidad despliega un territorio sin caminos, pero queda por saber si realmente interesa formar seres infantilizados por fáciles metas conductistas o, por el contrario, adultos dotados, los que por él opten, de un sólido bagaje intelectual y el necesario espíritu crítico para disfrutar de cuanto existe, rebelarse o crear.
Diario de a bordo
La botella ha dado la vuelta y regresa al remitente con todas sus preguntas y mensajes. Poco importa. En la inmensidad del horizonte marino que agrandan las dimensiones de la isla, es tiempo sólo de sobrevivir, de reflexionar sobre el curioso encadenamiento de los hechos, de observar la escena por la que transitan, al ritmo de un acelerado auto calderoniano, los Comisarios, Crimentales, Blancosnegros, Neolenguas, Doblepensar y la inagotable cantera de extras dispuestos a amar a un Hermano enorme mientras éste les garantice la pequeñez igualitaria de sus compatriotas y la reducción a no-persona de los disidentes.
Isa no tiene la menor pretensión pedagógica. Es más, la palabra misma le produce cierto sarpullido benigno siempre y cuando no aparezca utilizada como arma letal por un depredador a la caza de meritorios puntos y carne de reuniones. Cultura, Educación, son curiosos predios del armamento ideológico experimental, cortijos del partido con mayor audiencia, pueden ser, han sido, monumentales fortalezas, kilométricos campos de trabajo, callados cementerios sin pasado ni futuro, pero eso fue rápidamente olvidado y las víctimas abonan discretamente los vastos territorios del anonimato y la tronchada desdicha de sus vidas, la sucesión de años sin aurora, de empeños sin fruto, se inscribe en el capítulo de pérdidas que sólo ellos recuerdan, en la tenacidad de la amargura, o en las brutales estadísticas de muertos que se reducen a guarismos y papel.
Le inspira, sin embargo, curiosidad la vivaz, repetida floración de las camboyas, los bonsais de revoluciones culturales, los recursos-limitados por la fuerza de las circunstancias pero con el marchamo inconfundible del archipiélago-a la forzada igualitarización, esa forma de tanatofilia intelectual tan poderosa como la pulsión de muerte física, ese terror ante la vertiginosa soledad de la diferencia y del destino. De sus distintos aspectos, dentro del juego de chantajes, componendas y voluntarios engaños que fueron las primeras décadas de la democracia española, le llama la atención el experimento educativo durante los años de indiscutido poder de un partido que se decía representante de un socialismo en el que nadie, ni él, por supuesto, quería vivir pero de cuya idea se vivía en una curiosa duplicidad de discurso y acciones, ritos y deseos.
Dentro de aquella Reforma que condicionó la actividad de los que, como Isa, se encontraban atados por el trabajo a ese medio, no es ya la falsedad, el fraude, la corrupción o la injusticia lo que le parece más llamativo. Atrae su curiosidad el fenómeno de las adhesiones masivas a la estupidez manifiesta, la gran adhesión, en buena parte silenciosa pero cierta, a premisas de puerilidad insostenible, la autocensura que, sin necesidad de recurrir a explícitas coacciones, procuró el asentimiento. En el fondo, muy en el fondo, ésa es siempre la incógnita más enredada en la raíz misma de la angustia, la pregunta sobre la actitud de miles de personas que colaboran, ceden, aplauden, se encuentran y se dan calor en una plataforma que, por su bajo nivel, a todos reúne y que no saben luego abandonar.
La Reforma, esa Ley del 90 que el tiempo hará anecdótica, gozó de esa aquiescencia. Ni sus vagos tópicos ni su argumentación nula ni sus contradicciones palmarias o la evidencia material de los intereses y manipulación a que servían sus fines precisaban de intrincado análisis. Tampoco eran indispensables geniales dotes para prever sus nocivos efectos en el alumnado y la degradación laboral que prometía. Pasaron los años, desde la preparación y primeras imposiciones de los ochenta hasta la completa extensión en la década posterior. Isa intenta comprender, una vez más, las razones del silencio, la colaboración, la sumisión.
La primera explicación, la más clásica, es los beneficios del cambio obtenidos por los convecinos del poder. La radiografía del cui prodest? nunca engaña y en ella quedan, sin desmentido posible, los años, cargos, puestos ocupados, las oposiciones ficticias, los accesos fulgurantes, los puntos y méritos prodigiosamente acumulados. No es un proceso anónimo, son pirámides que se construyen con nombres y apellidos y, desde los oropeles del ministro y el director general hasta quien vota para eliminar al jefe de seminario honesto que no se aviene a imponer un texto con soborno editorial pero detestable, cada cual es consciente de que el grande o minúsculo botín obtenido tiene la exacta contrapartida de un perjuicio, un tránsito por el enfangado terreno que se pretendía no ver, la marca de esa gota de lodo insensible a los detergentes.
Pero el cui prodest?, el crudo beneficio personal, no basta. Hay un corolario que lo perfuma y cubre hasta hacerlo desaparecer de la conciencia. Y existe un tipo de bien que es la más dorada fruta del archipiélago. Brota incluso en la austeridad ingrata del árbol pobre, en la sincera protesta del que asegura no haber alcanzado beneficio alguno, hallarse exento de corrupciones. Su peligro entonces es mayor porque el supremo goce de su pulpa reside en el sabor jugoso del poder, en el deleite de someter y someterse. El Movimiento Educativo lo dio, adiestró a un tropel en la táctica de la distinción repentina y la vía rápida con la vieja y paradójica estrategia del apostolado de la igualdad, del liderazgo de la indiferenciación, la modernidad y el Hombre Nuevo. Disfrutaron de ello. Los demás soportaban y callaban.
Había un cui prodest? de modestas proporciones, pero extenso: La Logse ofrecía, con su rasero mínimo y su recogida y almacenamiento indiscriminado de alumnos en depósitos de distrito, una posibilidad de escuelita primaria de por vida a docentes que aspiraban a su hueco estable en el instituto del barrio. La fusión con el parvulario, la jibarización de la enseñanza media y del bachillerato no les inquietaban; por el contrario, iban a procurarles, aunque la materia prima demográfica bajase, un flujo de alumnos cuya variada edad y niveles eran garantía de número. Poco dados a la reivindicación y a la exigencia intelectual, se proclamaban pragmáticos, estaban convencidos de los superiores valores de la minuciosidad sobre el brillo y la inteligencia, y les cuadraba a la perfección una normativa que laminaba categorías cualitativas y académicas y compañeros cuya superioridad jerárquica y envergadura profesional nunca habían soportado. Dispusieron la escuelita como el cuarto de estar de su vecina casa, se rodearon de un estable círculo de parecidas afinidades e intereses, intimaron familiarmente con los padres, les ofrecieron su continua disponibilidad, lamentaron, con ellos, la incomprensión y rigidez de algunos colegas, y empujaron suave, maternalmente, a éstos hacia los extremos, eliminando así, en beneficio del instituto, a los que hacía indeseables para su centro la hostil actitud respecto a la logse.
Era grande el peso del factor sociológico en esta connivencia, pasiva o activamente aceptada, con la inanidad, el pausado y diario atropello y el absurdo. El comisario, el portavoz de consignas, es, al tiempo, el conocido colega con el que se sorbe diariamente el café y se habla de vida, familia y dolencias. En ese contexto de pequeño círculo de obligada convivencia se tiende a identificar funciones con relaciones personales, a anteponer-y hacer saber al resto que se antepone-el espíritu de defensa de la casa a cualquier consideración ética o análisis racional: Es positivo que el profesor de filosofía dé inglés porque esto le permite no desplazarse del centro; es aceptable, por la misma razón, que gratifiquen al de francés con cargos de coordinador, especialista en actividades culturales y teatrales, orientador o experto en relaciones con los padres, aunque esto implique causar a los demás un continuo perjuicio con su insistencia en actividades que justifiquen burocráticamente su cargo, u obligue a asentir cuando se legitima patéticamente a sí mismo y al sistema que le mantiene.
Por generación y coyuntura, el profesorado de los ochenta era gente aquejada del síndrome de Estocolmo, ligada visceralmente a los queridos raptores que habían ilusionado su intelecto, protagonizado sus rebeliones de café, alimentado, con ideales de igualdad y fraternidad la pasión de encendidos discursos e inspirado los libros de su primera biblioteca. Habían unido la imagen de su propia juventud, de un pasado revolucionario y una actitud inconformista, ficticia en buena parte pero en la que necesitaban creer, a aquel partido, siglas y vocablos totémicos (comunismo, revolución, socialismo, progresismo, izquierdas) de tal forma mezclados al yo que se volvieron inseparables, les proporcionaron la tibia seguridad del clan, el indispensable techo ideológico impermeable al ariete de la evidencia y las filtraciones de la razón. Cualquier cambio, enfrentamiento, crítica, era traición pura y simple. Valga como ejemplo de una irracionalidad que podía revestirse de pretensiones cerebrales la saña con la que, en pleno 2001 y en casos tan sangrantes-metafórica y literalmente hablando-como las votaciones-en las que los representantes de la democracia se jugaban la vida- en el País Vasco, miembros del clan Estocolmo no desprovistos de inteligencia afirmaban su visceral rechazo a actitudes como la bravura de los diputados del Partido Popular, puesto que ésta beneficiaba al Presidente. El credo era simple: multiculturalismo, expresiones locales, fragmentadas hasta el infinito, aceptables por igual sin que existiese superioridad en valor y civilización alguna, uso sistemático de desvanecidos referentes demonizados-nazismo, franquismo-y, discreción o encomio de comunismo y socialismo, adhesión automática a grupos, actos y expresiones contra capitalismo, Estados Unidos, mecanismos de mercado, naciones establecidas e instituciones económicas y políticas de carácter global, rechazo de un coglomerado de fuerzas del mal bautizado como Derechas con el que había que mantener distancias y marcar la posición opuesta por medio de numerosos ritos verbales. Sin el fuerte componente tribal de esa sociedad de ex-alumnos de un vago club de fidelidad progresista, y sin su vértigo ante la traición de la evidencia y su hábito del pensamiento predigerido, la extrema necesidad que mostraban de albergarse bajo consignas que los propios hechos desmentían resiste a toda comprensión. Los raptores estaban ahí, les eran precisos, y se fundían, como papel y cera, con los raptados.
El factor político tuvo características negativas de signo contrario a lo largo de gobiernos de distintas siglas. Si al Partido Socialista revenía la paternidad de la Reforma Educativa, al Partido Popular correspondió, durante sus dos legislaturas la peor de las decisiones posibles: las complacencias y parches que permitieron la persistencia y ahondamiento negativo de la situación. La dinámica sólo admitía el resuelto cambio de rumbo o la alimentación, con diversas dosis de gasolina, del fuego. Al P.P. corresponde la responsabilidad de no haber afrontado el problema más grave-aunque no el más llamativo-del país. Mala era la situación de la Justicia, mantenida por su red de intereses turbios. El terrorismo aún constituye un cáncer criado con mimo desde hace treinta años a golpe de concesiones, cobardías y ruinosos peajes pagados al coro de victimismos autonómicos. Pero, en adecuada perspectiva, la actitud, por omisión, del P.P. en legislación educativa es su mayor fallo.
El miedo y la coacción, muy reales, marcaron, en los centros que habían sido de Enseñanza Media, un largo periodo con insólitos pasividad y silencio. Había que aceptar, o al menos no distinguirse por el rechazo. La fuerza estaba completamente en manos del partido y sindicatos logse y sus allegados, que continuaron luego ocupando, con o sin Gobierno, la Administración. Las minúsculas, pero preciosas, ventajas cotidianas, la aspiración a licencias, nombramientos, promociones, dependían de la extensa y ramificada correa de transmisión que se identificaba con el colega, el inspector y el visitante, que condicionaba el tono de las conversaciones. La Reforma era el todo conmigo, nada sin mí. Eso podía significar la necesidad de presentar la renuncia, debido a las insostenibles presiones del comisariado de la Reforma, a un puesto de asesor lingüístico áspera y limpiamente conseguido, la relegación a tareas subalternas bajo el mando de los fieles propagandistas de la campaña, el infalible y puntual deterioro de condiciones de trabajo, horarios y asignación de grupos, la difuminación estratégica de conocidos que no consideraban oportuno comprometer su imagen con el trato de disidentes molestos, y un general grado de medrosidad, silencios y expectativa de agresión y erosión progresivas de la calidad de vida laboral que no había tenido precedentes, franquismo incluido, jamás. El conjunto, en pleno, de los que estuvieron en tales circunstancias, se impregnó de esa miseria especial que segregan la estupidez y la indignidad asumidas, de las que eran actores, partícipes y, a veces, inductores notorios. Naturalmente eso no podía compensarse sino con la banalización, la idealización o el silencio. Sea nada importaba demasiado porque pertenecía a uno más de los avatares de las cosas y daría paso a nuevos imperativos a los que también habría que someterse, sea la situación no era tan mala, podía ser peor y, de hecho, lo era en otros sectores, sea era bueno advertir sus ventajas y obviar sus inconvenientes. La idealización acompañaba, como normalmente ocurre, la racionalización de la indignidad, la transformación de la comunión diaria con la humillación de la vejación impune, la inanidad normativa y el absurdo de la tarea inútil, y las hacía digeribles por el yo en forma de condena del egoísmo de los disidentes y alabanza de la noble dedicación voluntaria a una causa justa que abría brillantes puertas al bienestar social. El más leve asomo de raciocinio, la lectura más somera de los textos de la Reforma, el ejercicio más modesto de la tranquila observación bastaba para dar al traste con el edificio autojustificatorio. Pero la necesidad de ofrecer y ofrecerse, además de beneficios, una buena imagen de sí es motor tan resistente como vigoroso.
El factor de la simple estupidez, contra la que los antiguos dioses luchaban en vano, no es desdeñable en este contexto porque, lejos de ser utilizado como insulto, es fundamental puesto que en él reside uno de los pilares que mantenían el sistema. Se caracterizaba éste, como la geralidad de las tendencias dotadas de componentes con mayor o menor afinidad totalitaria, por la potenciación de circunstancias que favorecerían el florecimiento y predominio de los fondos más pobres del pensamiento débil, las tendencias más viscerales y los instintos de bajo calado como la envidia y la racionalización de las deficiencias personales. Había una auténtica, vigorosa y explícita promoción de la necedad, en sociedad e individuos que, en diferentes circunstancias, hubiesen podido desarrollar capacidades superiores, rasgos inteligentes y mejores de sí mismos. El marco ambiental imponía la franca retirada o el tímido retroceso a cualquier amago de denuncia, fuera ésta de la falsificación histórica, de los ritos de amnesia voluntaria o de las consignas populistas de obligado asentimiento.
Planeaba sobre todo esto un factor ideológico de mayor amplitud. No se pretendían sólo guarderías indistintas de la infancia a la madurez. Se quería más: todos en la universidad, con las mismas puntuaciones, todos sobresaliente, cirujanos, ingenieros atletas. Lejos de aspirar a la igualdad de oportunidades, la sociedad había llegado a exigir la homogeneidad de valores, capacidades y méritos, reaccionaba con violencia ante la idea misma de puntuaciones, inteligencias, capacidades diversas, les parecía un atentado contra la democracia. No. Todos debían entrar a todas las facultades, que exigirían lo mismo y les distribuirían semejantes diplomas. Los conceptos, y la evidencia, de minoría, excelencia, élite, eran impronunciables e insultantes, se lanzaban como una acusación en el Congreso, se consideraban una aspiración inadmisible por parte de universidades, políticos e individuos. El líder del Partido Socialista se apresuró a recibir las propuestas del Gobierno sobre pruebas de control de conocimientos de un ciclo a otro y criterios de admisión a cargo de las distintas Facultades con el anuncio de que se trataba de restaurar el modelo educativo reaccionario del 54, de volver a un modelo feudal (…) nos encontraríamos con una jungla, pues cada Universidad podría elegir el modelo de acceso, y aseguró que, de estar en el poder, anularían tal reforma educativa. No por azar, también abundaba en esta idea el mismo consejero de Educación de la Comunidad de Madrid que había lanzado poco antes la vomitiva campaña populista de prolongación del calendario lectivo como garantía de la calidad de la enseñanza, y, por supuesto, a esto se unían, asegurando que era el ataque más grave a la enseñanza pública desde el franquismo, unos estudiantes integrados en la constelación de organizaciones que mantenía con cuidado sumo la red de intereses política y sindical de la logse. A esto respondía, en el mismo diario-ABC del 21-4-2001-donde figuraban estas declaraciones, la carta de un lector, Ángel Beleña: (…) Seamos claros: en el sistema educativo actual, un profesor que exige no hace más que crearse problemas (frente a alumnos, padres, autoridades educativas), además de tener que elaborar sesudos informes que justifiquen, en su caso, por qué ha suspendido. Si aprueba a todo el mundo, nadie le va a reclamar. (…) Para UGT, la reválida creará “un grave problema social con los que no la aprueben”. ¿Suprimimos todo examen para no crear un problema social con los que suspenden? ¿Está sugiriendo que ahora se da el título de Secundaria a casi todo el mundo para no crear un problema social? El Sindicato (¿) de Estudiantes dice que la reválida es para evitar que los hijos de los trabajadores accedan a la Universidad y “elitizar” la enseñanza superior. No lo entiendo, ¿es que habrá que pagar para hacer el examen de reválida?. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra? Otro argumento “incontestable”: en tiempos de Franco había reválida. Tengo entendido que también había semáforos, no sé qué hacen que no los han quitado. (…).
La exigencia es, no ya de bienes materiales, sino de capacidades intelectuales iguales para todos, de desaparición de las clases en el sentido lato y de imposición como verdad de cuanto, en cualquier circunstancia, sea apoyado por la mayoría. Ortega hubiera hallado materializadas hasta insospechados límites sus teorías, pero ni siquiera hubiese quizás podido emplear el término rebelión de los mediocres, porque se ha pasado a la dictadura de niveles que su falta de exigencia y densidad generaliza sobre el resto, se trata de una activa voluntad de rechazo a cuanto y cuantos, por sus méritos y esfuerzo, no por sus cuentas bancarias, destacan y sobrepasan, es un odio pasivo a la excelencia alimentado por un populismo fácil que encuentra en él buenos rendimientos políticos a corto plazo y siembra a largo peligrosas cosechas. La estulticia ocupa, caprichosamente, el papel de la Diosa Razón y el del motor histórico y se complace en la alabanza del mínimo común denominador y del listón a ras de tierra. Sin esto, es imposible comprender las largas y dóciles fidelidades.
Hay pequeñas camboyas de las que no se sale, no se quiere salir, nunca.
Habrá sido el siglo XX el de las grandes cegueras voluntarias. Recuerda al mundo de los exploradores de un planeta que hubieran recorrido en todas direcciones y cartografiado la superficie sin verlo realmente jamás, superponiendo llanuras a sus cordilleras, anchos caminos a lagos hondos y colinas, anotando amaneceres de astros equivocados, completando el atlas de sus deseos y de sus pasados entusiasmos. Resulta en extremo sencillo reducir el enigma de las ciegas devociones a los bandos contrarios, a la esencial necesidad de defender a comunistas o a fascistas, al capitalismo o al pueblo, a pobres o a ricos, a dominantes o dominados. La dualidad viene de distorsiones posteriores en la metodología historiográfica, que, a efecto retroactivo, han reducido a dicotomías antagónicas las descripciones y análisis de cualquier época, sea el diecinueve, los tiempos de Cristo o los de Gilgamesh. Quizás aquí se halla una de las raíces de la angustiosa necesidad de contrarios, de la introducción del intelecto en una película inacabable de salvadores y culpables. Porque había que situarse, con el automatismo de un ritual, en el adecuado bando y, al tiempo, consagrar con ello la generalizada hipocresía, puesto que aspiraciones materiales, hábitos, intereses y costumbres en nada correspondían a los grandes credos por los que otros, y bajo los que otros, habían muerto.
Los signos, los nombres, continuaban, mucho después, ejerciendo su función totémica necesaria, avalada por su misma inexistencia que permitía otorgarles todas las virtudes. Los esquemas de socialismo y comunismo se habían realizado en países que eran-o siempre parecían-lejanos, el buen salvaje se codeaba con el puro representante de etnias auténticas-que antes lo fue de la raza aria- en un edén de tolerancias mutuas. Era imprescindible creer que en el albor de otras épocas habían sin duda existido las teselas diminutas de una miríada de culturas que dibujaban sobre el planeta el colorido mantel de cuadrículas diversas de valor estrictamente equivalente. Por lo tanto, como ya preludiara Mayo del 68, las generaciones crecidas en la abundancia de alimentos y de calma debían centrar sus iras en el ataque a los torpes representantes del mundo empresarial, la globalización, el libre comercio y la apertura de mercados, y clamar contra la moderna jungla, tan distinta, en su fealdad, de los aromáticos bosques del Amazonas.
Cabía plantearse si la dualidad en la expresión del pensamiento que había marcado a hornadas enteras de intelectuales y que continuaba actuando por la rentable inercia de la manipulación de masas deseosas de aplaudir cualquier término que implicase pueblo y colectivo heredaba su mecánica del relato de pasadas guerras o de la simple necesidad de razonar entre dos polos de expresión. La lluvia de mensajes, la exigencia de juicios inmediatos, de filiaciones solubles e instantáneas, ha hinchado prodigiosamente el ámbito de la realidad, aunque el fenómeno tenga mucho de espejismo y signifique, en la práctica, simulacros de información y de razonamiento de los que están ausentes la responsabilidad y la reflexión. Quedan, en ese globo flotante de manifestaciones contradictorias, las exigencias profundas y básicas que procuran, psicológicamente, un hogar, que marcan el umbral de la cueva y delimitan el territorio, que permiten ver, elegir, pensar.
Estamos obligados a reducir a un esquema lo cognoscible. A ese fin tienden los admirables instrumentos que nos hemos construido en el curso de nuestra evolución y que son específicos del género humano: el lenguaje y el pensamiento conceptual.
También tendemos a simplificar la historia (…) la exigencia de dividir el campo entre “nosotros” y “ellos” es tan imperiosa-tal vez por razones que se remontan a nuestros orígenes de animales sociales-que ese esquema de bipartición amigo-enemigo prevalece sobre todos los demás.[42]
Los archipiélagos totalitarios, nazismo y comunismo, presentaban una necesaria complementariedad, y, más que eso, notables afinidades. Isa se preguntaba si hubieran podido existir el uno sin el otro, porque lo que era claro es que la utilización posterior recurría continuamente a la referencia negativa del primero para dignificar al segundo. De manera semejante, el discurso español había desecado para uso permanente el término fascismo, que acechaba a cualquier sospechoso de disidencia de los adecuados parámetros que la corrección marcaba.
La fuerza de la Utopía-la de Hitler es mucho más simple y rudimentaria (que la de Lenin)-vendría a decir: “tenemos una ciencia absoluta de lo que es la realidad, de lo que hay que hacer, entonces tenemos el derecho a organizar un Poder absoluto y de eliminar a todos los que se oponen o no se oponen pero pueden ser un obstáculo”. El poder de la Utopía y de la ideología es necesariamente totalitario y exterminador. (…) Hitler odiaba el socialismo pero a pesar de eso se consideraba como el mejor discípulo de Marx (…) naturalmente el nacionalsocialismo fue una reacción al peligro comunista en Alemania durante los años 20; al mismo tiempo los nacionalsocialistas admiraban mucho a Lenin porque había reconstruido un Estado fuerte. Y la categoría política que tanto los comunistas como los nazis consideraban como peor de todas era la socialdemocracia. Stalin, no cabe duda, después de la famosa noche de los “cuchillos largos” se inspiró en ello para el terror comunista. Tenían una admiración mutua y las negociaciones y los contactos entre el nazismo y el comunismo empezaron mucho antes del pacto germano-soviético de 1939. Por ejemplo, se sabe muy bien que Hitler mandó a la Unión Soviética, en las primeras décadas de los años 30, funcionarios alemanes para estudiar el sistema de los campos de concentración comunistas. La estructura de los dos regímenes era muy parececida.[43]
La época no es tan lejana como puede parecer; está colocada tras las brumas de un pasado que se quiere remoto, entre el cual y el presente sólo ha transcurrido medio siglo, pero sobre el que se han cerrado las puertas de la amnesia, de la manipulación y del desconocimiento de la Historia, quizás con el afán de hacer vivir a los que venían un mundo rico y nuevo, pero robándoles en su acuario de flotante riqueza el suelo turbio indispensable para afianzarse. Era un tiempo en que las gentes de veinte años se alineaban con un totalitarismo u otro, convencidos de servir a un ideal. De los que no lo hicieron, e, incluso, conscientemente, se aferraron a su ética personal y a su lucidez, apenas queda ni el recuerdo. Algunos nombres sobrenadan. El común ha desaparecido bajo el silencio o la igualadora muerte, ha sido mantenido además bajo la superficie del anonimato por la coactiva animosidad de los que adoraban a otros dioses. En el testimonio de Primo Levi pueden seguirse importantes hitos del proceso: Primero, y siempre, el cálido agradecimiento y la admiración hacia el Ejército Rojo que había salvado a los supervivientes del campo nazi de exterminio, el perdurable afecto hacia aquellas tropas desorganizadas, rudas, valientes y humanas. Pero, en ese aparcamiento itinerante de los liberados por diversos puntos de la Unión Soviética hasta, finalmente y tras impensables desvíos, volver a Italia, incluso en ese ambiente de euforia, permisividad y benevolencia, se filtran a la superficie de las páginas de La tregua los rasgos distintivos del sistema totalitario: Entre las borracheras, la improvisación y las fiestas aparece la figura del Teniente, políglota, reservado, temido y frío, en el que se percibe sin esfuerzo el perfil del comisario político. El país por el que el contingente de ex-prisioneros es desplazado al albur de los días está dotado, pese a la anarquía cotidiana, de infranqueables fronteras y regido por una burocracia soberana en su arbitrariedad, su ignorancia y su incuestionable e ilimitado poder sobre los individuos. La información se asimila a la propaganda, la realidad se manipula, las consignas cambian con rapidez; así Levi observa la desaparición de los tres retratos de los aliados y la sustitución, a brocha gorda, del ¡Proletarios de todo el mundo, uníos! para pintar en su lugar Adelante hacia Occidente.
Todavía las oleadas de aquel gran hundimiento de continentes, de la Segunda Guerra Mundial, llegan con su onda y su resaca callada a lamer los bordes del siglo XXI. De no romper Hitler unilateralmente la alianza sellada con Stalin en 1939, el Partido Nazi y el Comunista Soviético hubieran aplicado conjuntamente sus esfuerzos, inspirados en un tronco común de odio a la inteligencia, a los derechos humanos y a los individuos, en aplastar libertades y democracias. Pero Alemania, embriagada por sus primeros y rápidos triunfos, atacó por sorpresa a la URSS en 1941. La desesperada defensa a esa invasión, y la despiadada política de Stalin en la construcción de diques a base de millones de muertos en los que se enfangaron, para alivio del resto de Europa, las fuerzas alemanas, hizo del Partido Comunista un forzado aliado de la libertad, secuestró a los medios de comunicación y consagró, hasta ayer, el chantaje.
El nazismo vivió lo suficiente para adjudicarse el papel perdurable de Enemigo y ofrecer como contraste, en el mundo de la postguerra, su negra aureola de derrotado y de elitista, invasor y peligroso. Enarboló con descaro la Muerte y la Servidumbre y sirvió al menos de reactivo para que calara en el conocimiento hasta la médula el valor de la libertad. Duró un puñado de años, en contraste con el más de medio siglo de regímenes socialistas que arruinaron naciones y no se derrumbaron sino por su interna capacidad corrosiva. Como negativo balance cuantitativo este totalitarismo supera a aquél. Pero el nazismo concentró en ese período un extremo refinamiento en la técnica del exterminio, una teoría racial y una práctica genocida que llevó la inhumanidad a las más altas cotas del espanto. De ahí la identificación-con frecuencia abusiva-de fascistas cuando se trata de movimientos de un marxismo fundamentalista de cariz nacional. De ahí también el olvido del genocidio ideológico, la lenta, inmisericorde, tenaz destrucción física de sucesivos contingentes humanos que desfilaron, como los prisioneros rusos sacados por Stalin de los campos alemanes, de un gulag a otro gulag. Las formas eran otras, se perseguía la contaminación, no de la sangre, sino de la idea, y la purificación se llevaba frecuentemente a cabo por defecto, dejando al hambre, el abandono y el clima la tarea que en otras latitudes habían desempeñado los hornos y el gas. El comunismo era afable, universal y reflejo de esperanzas, había capitalizado buenos sentimientos, inspirado a los que luchaban por la libertad, sufrido millones de víctimas, escondido hábilmente las que su propio régimen ocasionaba. Él mismo ponía en los ojos, a los extranjeros, las vendas, y se las aceptaban con una sonrisa. Uno de sus más fieles aliados fue, en Occidente, la rabia del consumidor de ideas, las temibles iras del cerebral puro.
Los intelectuales se comprometen más que los demás porque un obrero que ha sido comunista un día ve que los partidos comunistas ya no existen o que ya no tienen fuerza y lo admite. (… A los intelectuales) no les gusta que un equipo de historiadores muy serios y científicos les diga que fueron cómplices de crímenes contra la Humanidad (…) casi cien millones de seres humanos en la Unión Soviética, China, Camboya, Etiopía, sin contar las guerras, ejecuciones o el hambre. Pero lo que les enfureció con el “Libro negro” es la teoría de la naturaleza, lógicamente, criminógena en la esencia misma del comunismo.( Revel. op. cit.).
El cerebral se niega a que le arrebaten su único caudal, el reino de la idea, en la que refugia y comprime las satisfacciones y excitación que produce en seres más activos la experiencia directa. En este proceso vive, sin desplazarse de su habitual espacio, los largos viajes y las grandes pasiones, goza del calor de la hueste, despierta admiración, arriesga y libra batallas, descubre territorios, defiende almenas. De ahí el tenaz mantenimiento de la propia ceguera, la actitud ortodoxa que omite la praxis, obvia el fracaso y culpa a la coyuntura y no a la verdad fundamental de la teoría. El artista hallaba, a su vez, el factor estético en el movimiento soberbio y el adalid victorioso, la rebelión arrolladora del pueblo oprimido, la escalinata del Palacio de Invierno, el guerrillero defensor de ideales imposibles. Ahí estaban la chispa y la belleza de la llama, condenadas por su misma esencia a la brevedad, el instante suspendido que encierra la adecuación de la justicia y la grandeza, el tema destinado al lienzo, la escultura y las páginas de novelas y de versos. No se concibe la estatua ecuestre de un inspector de Hacienda, el monumento a la lavadora y la aspirina. Los totalitarismos ofrecían el recurso a una plástica sobrepuesta a la componenda cotidiana. Mientras que el fascismo se hundió con rapidez en una apoteosis de cartón piedra, el marxismo continuó alimentando a Occidente con una mezcla de ética y de estética gratuitas. La incapacidad para reconocer como tal las ruinas es rasgo inconfundible del archipiélago, y se encuentra abundantemente distribuida entre epifanías a las que España no es ajena. Todo es explicable, pero no por ello pertenece menos a la historia universal de la infamia.
El recurso a la creencia en la repetición de épocas y sucesos facilita una dejación moral apoyada en la fatalidad. El pensamiento fácil encuentra su metodología idónea en el antagonismo dual y la visión cíclica, que ofrecen, con mínimo gasto neuronal, explicaciones instantáneas de la realidad y eliminan la tensión de opciones y análisis cotidianos. Sin embargo ni la Historia se repite ni los sistemas, como los individuos, son todos iguales; pero el archipiélago sopla donde quiere y busca acomodo en el cansancio producido por el peso de los molestos dones del albedrío y la memoria, en el desconcierto ante revelaciones y cambios, en las aristas de la responsabilidad y la evidencia y en la muelle delegación del criterio individual. El archipiélago tiende actualmente a construirse en forma de pinza con núcleos rectores enquistados en la cima y falso poder en la base. Entre ambos las víctimas son los individuos. La administración estatal ofrece reductos ecológicamente óptimos para los nuevos explotadores, de naturaleza agresivamente parasitaria y metodología endocéntrica. Éstos precisan crear, dentro de su misma pirámide, una grey expiatoria que les sirve de justificación externa y de tropa multiuso. Infaliblemente muestran, como se ha visto, los atributos propios del oficio, en los que no falta la reivindicación ostentosa de buena conciencia, la selección de carnaza entre los sectores más indefensos, la humillación del individuo obligado a participar en su propia degradación. La tarea goza del valioso apoyo de los que invocan al relativismo de “todos son iguales”, “siempre será así”, “cualquiera haríamos lo mismo”, “¿qué es la justicia?”, “¿quién tiene la verdad?”. Bajo cada una de estas profesiones de fe en la cobardía militante y la comodidad personal hay alguien machacado en su honestidad, su valor y sus derechos.
La probeta vasca ha sido un buen ejemplo de chantaje llevado hasta sus extremas consecuencias y de fiel cumplimiento de la ley del Economato. Los sucesivos gobiernos centrales habían alimentado en la victimista zona del norte, a base de excepciones jurídicas y de desproporcionadas transfusiones del erario público, una situación privilegiada cuyos agraciados se complacían en amagar con la independencia y disfrutar de sus beneficios sin ninguno de sus costes. Pocas cosas impulsan tanto la aparición de señas de identidad como una fiscalidad preferente, ni fortalecen los hechos diferenciales como oír a diario un general coro de alabanzas a las extraordinarias nobleza y virtudes del terruño, misteriosamente dotadas de un toque sublime del que, por lo visto, el resto carece. Asunto distinto es que, en una visión menos lírica pero más avalada por pruebas tan resistentes como las lápidas de los cementerios, el hecho diferencial vasco haya residido en un nivel de cerrilismo, avaricia y falta de escrúpulos muy por encima del de los otros habitantes de la espaciosa España. El Camuñas pistola más independencia ha logrado siempre colocar en primer lugar la carpeta de su reconversión, primado Altos Hornos muy por delante de astilleros, minería o industrialización de otras regiones mucho más desfavorecidas pero que no incluían en su folklore la demencia racial ni el recurso al asesinato y, a falta de enjundia cultural, se ha adornado, a cargo del contribuyente extramuros, con un monolito dedicado, lógicamente, al arte contemporáneo. El terreno se abonó durante veinte años con un sistema educativo que, en su manipulación primaria, su exaltación visceral del localismo y su falsificación de la historia, parece un paroxismo de la ESO. La dolida extrañeza del resto de los españoles ante la evidencia palmaria, tras las elecciones de 2001, de que la mitad de la población vasca prefería el goteo del genocidio político de los oponentes, la irracionalidad y la sangre y la expulsión de otros, a cambio de mantener cargos y empleos ligados con el nacionalismo, nivel de vida y de gasto en peñas gastronómicas, generosas subvenciones y aristocráticos fueros llamaba la atención por su inocencia, por el empeño en ignorar que una red tan rentable de intereses no podía sino reafirmarse, sólidamente enraízada en la aversión tribal hacia la inteligencia y la individualidad. La cándida decepción de los españoles ante aquel rechazo, por impecable mayoría electoral y con perfecta información de las circunstancias, de los que siempre habían sentido como suyos iba más allá del enclave geográfico; se extendía a la conmoción del dogma de la fiabilidad de la democracia, chocaba de plano con la evidencia insoslayable de las decisiones viles tomadas por mayorías, derrocaba del panteón moderno al Probo y Representativo Ciudadano que había sucedido al Buen Salvaje, lo reemplazaba por el Sujeto Electoral que impone la mediocridad y la miseria ética, y se prolongaba hasta los confines filosóficos de la existencia del mal. Un lustro tras otro lustro, un muerto tras otro, habían hecho falta novecientos asesinatos y más de tres décadas para que el miedo de demócratas y liberales diera paso a palabra, protesta y oposición. Mientras, se habían pagado, instalado y mantenido, con el dinero del Estado de Derecho, organismos, libros, actividades y personas abiertamente dedicadas a la implantación de un sistema de opresión y a la propagación forzada de un pasado ficticio cortadas sobre patrones cuya irracional virulencia las marcaba, desde sus comienzos, con el típico cuño totalitario. El franquismo era, para todos ellos, indispensable, y desde luego hubiese sido preciso inventarlo de no haber existido durante cuarenta años que se pretendían ajenos a la población del país. El exorcismo, largo tiempo después de la desaparición de un régimen que no había sido derrocado por oposición alguna y que había dispuesto las líneas generales en que se basaba la sucesión, continuaba, alegremente repetido por usuarios que lo asimilaban a cualquier impedimento a sus voluntades y lo esgrimían como amenazadora letra escarlata.
Vuelta sobre el ajeno y el propio pasado. Sobre las ramificaciones en el presente. Algo tan instintivo como tender las manos para calentarse en aquella brillante hoguera ideológica. La lucha de clases ofrecía, entre sus muchas ventajas, la de procurar un instantáneo bagaje multiuso para cualquier tipo de análisis, proporcionaba ese calor inefable de los sistemas totales y los grandes descubrimientos, hacía sentir el choque deslumbrante de una percepción global, ilimitada en el tiempo y en el espacio, semejante a lo que debe de experimentarse en la repentina conversión a las grandes religiones. En realidad la Verdad importaba bastante menos que la compañía en su postfranquismo de tertulia y café interminables donde nadie se aventuraba a dar un paso fuera del círculo declarado de los buenos. Era especialmente adecuada para los entristecidos solitarios, a los que introducía en la camaradería interminable de los oprimidos, y para los que veían en su combate una victoria segura por la fuerza del número. Era dual, pero esto no explica la anulación del ejercicio del pensamiento si no se recurre a causalidades distintas.
La lucha contra la razón fue la primera, un remanente del romanticismo que, ante el desesperado hueco dejado por las creencias transcendentales, optó por la traición más peligrosa, la que renuncia a la hilazón ingrata de la lógica y la observación tenaz, la que abomina del raciocinio y sustituye el saber por la Gran Idea, que se llamaba política en este caso y tenía todos los atributos de las reveladas por los dioses. La nostalgia del absoluto imponía lo relativo absolutamente. Fueron tiempos de nuevos Nietzsche, de reivindicación de la Voluntad como factor supremo que arrinconaba con desdén la modestia tenaz del análisis y el conocimiento. Desde ahí el salto al derecho de matar a los que no poseen esa verdad absoluta que evitará, con el advenimiento de la Sociedad Nueva, futuras víctimas es fácil, depende tan sólo de la afición y disposición a tales tareas de sus consumidores, de dosis suplementarias de orgullo, de carencias de empatía y de placer. Isa conoce los infiernos de la Buena Causa, las limpias intenciones que pavimentan los desolados caminos de la desdicha, el viento que hace un ruido feroz, que impide sentarse a un lado y, en solitario, reflexionar. El camino arrastra, forma pendiente, no hay retroceso sin ignominia.
Estamos en una contradicción permanente. Por ejemplo, “Le Monde”-conocido por sus inclinaciones de simpatía con el comunismo sin ser verdaderamente compañeros de viaje-publicó durante el verano dos páginas sobre Cuba que son completamente desoladoras. Un fracaso en todos los aspectos: economía, derechos humanos, cultura…Pero al mismo tiempo cuando en el “Libro negro” se habla de que Castro ha matado a más gente en Cuba que Pinochet en Chile, no les gusta y protestan. Hay un comportamiento ambiguo. (Revel. op. cit.).
Le Monde pertenece a la constelación numerosa del mundo del mensaje y las palabras que, desde diarios y emisoras de corte moderno y liberal, ha alimentado, con su selección lingüística, el maniqueísmo de la época. El más somero estudio sobre utilización durante la segunda mitad del siglo XX de ciertos sustantivos y epítetos revela una desigualdad estadística abrumadora entre la aplicación de barbarie, matanza, crímenes, inhumano, genocidio, dictadura, a unos u otros sujetos, al nazismo o a los sistemas marxistas.
La huida de la razón se convirtió, anodinamente, en un enemigo de talla que utiliza las armas del contrario. Por ello se puso tal apresuramiento en ver en la barbarie nazi y la organización de la KGB, no la regresión metalizada que eran, el retroceso animal al salvajismo y el instinto, sino justamente su reverso: productos de una técnica y un desarrollo, de una cerebralidad que había que evitar y cuyo antídoto estaba en el redescubrimiento de formas atávicas, en la inmersión en el clan y en la especie, en la negación de la inteligencia. Con cierta astucia, se utilizó al progreso para negar el progreso, para rechazar la humanización como proceso y avance y conservar tan sólo los beneficios prácticos, las satisfacciones instantáneas, percepciones inconexas e impulsos.
La traición a la razón ha sido la más grave, la que niega el pasado y la memoria, la que socava el terreno del futuro con una fundamental falta de fe en civilización y mente, en individuo y evolución ascendente. Contra la razón se levantan mitos silvestres, utopías rurales, sangres, etnias, raíces, revelaciones, harturas y obediencias. El maquinismo, la microtécnica ofrecen manzanas maravillosas, toman a su cargo el pensamiento,solucionan-y con ello lo anulan-el futuro, hincan sus piezas en una carne cada vez más sumisa que abomina el riesgo, la complejidad, la exigencia moral, la tensión de un proyecto, la molesta carga del individual sentido de la existencia. Gritar hoy La inteligencia existe equivale al Dos y dos no son cinco de Orwell.
Hubo no poco de lujo en aquel mundo de declaraciones extremas que no exigía más coherencia que la verbal. A finales de los setenta Isa recuerda, a modo de parábola, un tribunal de oposiciones a profesores de Enseñanza Secundaria que recibió, de parte de ETA, claras indicaciones sobre la inconveniencia de suspender a dos decenas de vascos que a él se presentaban. Poco dados a la heroicidad, los jueces se apresuraron a bendecirlos con la adecuada puntuación, que significaba por entonces la posibilidad de elección de centro en cualquier lugar de la geografía española. Ninguno de ellos optó por el País Vasco, a cuyo futuro e idílico sistema de socialismo independiente sin duda juraban por Aitor defender. Los remedos de totalitarismos regionales, particularmente visibles en educación y cultura e impuestos por acuerdos de la transición democrática, fueron vivero incansable de un florilegio de fundamentalismos subvencionados para los que el mecanismo preceptivo de conducta era la referencia antagónica y perifrástica al país como tal, a sus representante y a sus símbolos. Se trataba del habitual recurso al pensamiento dual y mínimo y el nombre mismo de España estaba llamado a ocupar el hueco del Maligno, puesto que se unía a los discursos de Franco y a su dictadura. La carencia de referentes positivos, el vacío de praxis política, es tal en los aspirantes a virreinatos autonómicos y en la que se autodefine como casa de la izquierda que se ven obligados a pasear con regularidad los despojos franquistas en forzadas ceremonias del miedo.
Quizás convendría no olvidar que el comunismo-socialismo tiene un atractivo de gran importancia para los países en que no se instaura: Crea una burocracia a pan y manteles del denostado sistema burgués y de libre mercado la cual pretende el reparto, aprovechamiento y asignación de sueldo vitalicio vía presupuestos nacionales del Estado. Esta categoría se aferra firmemente al panal, se justifica mediante apelaciones al sistema democrático y es exactamente su contrario puesto que, hoy por hoy y sin duda para el futuro, el enemigo de las democracias no son las dictaduras al antiguo y claro estilo, sino el populismo asambleísta, la supuesta democracia directa que impone generalizaciones artificiales, subyuga a individuos y sectores ajenos a esta clase depredadora y erosiona, hasta la completa ruina, a los mejores, los más honestos y los más eficaces. Es el pariente gorrón de la familia definida por el dicho de la Unión Soviética Al comienzo existía el matriarcado; luego vino el patriarcado. Y ahora tenemos al secretariado. Se vale-sin gran convencimiento excepto en casos de notoria cortedad crítica o seguidismo gregario-de apelaciones a la solidaridad, al reparto de lo acumulado por los ricos y a la extensión abusiva y coyuntural de la ley del número. Es una maniobra que forma pinza con los supuestos representantes de las masas y el Gobierno que los subvenciona, constituye, en principio y durante largo tiempo, para su clientela una fuente de beneficios económicos y sociales que llega a soldar privilegios e ideario verbal sin solución de continuidad visible incluso para la conciencia de los interesados, aunque, por supuesto, el más somero análisis revela la naturaleza de la estructura. El prototipo de cui prodest? en formato común y utilitario presenta cierta vaga relación ideológica con relativismo y multiculturalismo, que son sus patrones lógicos: Es sujeto que siempre justifica y se adapta, considera el análisis de causas politización excesiva y la adopción de la jerga preceptivo formalismo; su seguimiento de normas absurdas y la aceptación de órdenes nocivas suelen atenerse en exclusiva a la visión de la parcela y el detalle. Tiene costumbre, y práctica, de hacerse un hueco confortable y desplazar al resto a zonas ingratas bajo la consigna de que alguien debe encargarse de ello, obvia por sistema las responsabilidades de iniciativas de desdichado cumplimiento a las que aplaudió con entusiasmo, marca su presencia en función de auditorio, desvía la atención de inoportunas críticas con observaciones de circunstancia, procura que se confunda eficacia con movimiento continuo. No es desdeñable, en este terreno, el ejemplo español y la actuación de los dos sindicatos ligados al partido socialista en la construcción de la máquina de ocupación y desguace de Educación y Cultura. Se trata de un reducido botón de muestra de estas tácticas dentro de un conjunto temporal y espacial mucho más amplio, nada tiene que ver con el sindicalismo profesional y la defensa de derechos; concentra de manera sumamente didáctica-en todos los sentidos del término-los rasgos de un fenómeno que se ha enquistado en las democracias y se perfila como su principal parásito y el peor enemigo de ellas y de la libertad.
La lógica del dispendio va unida a la de creación, mantenimiento y superposición de clientelas; la de la imagen precisa de golpes de efecto y deslumbramientos competitivos. De ambas puede servir de ejemplo la proclamación ministerial de entidades redundantes, comisiones prescindibles, auditorios faraónicos dotados de partidas billonarias que canalizará sin duda una constelación de organizaciones dirigidas por ávidos mediadores sociales por completo ajenos a profesionalidad y racionalidad. Se trata de dar y de tocar poder, crear y ocupar celdillas en una colmena de reinas diseñada con el dirigismo ordenancista propio del socialismo autoritario. La faceta educativa no refleja, finalmente, sino la generalidad de un modelo. Las formas de vida y la expresión de los patrones culturales se han ido caracterizando por un Pan y Circo que impone el canon de Eróstrato entendido como obligada extensión de las formas degradadas e inferiores a causa de la facilidad y visceralidad que ofrecen a la captación y degustación inmediata. No se trata de una faceta más, como siempre las ha habido, de concesiones al mal gusto, la sal gorda y la procacidad escatológica y festiva. Caracteriza al ambiente la negación doctrinal de escala de valores, el feísmo y miserabilismo preceptivos y el imperativo cutre, la visión horizontal, fragmentada e instantánea del mundo sub specie de ilimitada discoteca, la afirmación orgullosa de una pluralidad para la cual valen igual, cada uno en su terreno, la técnica de Pavarotti que la del eructo bien conseguido. Filosóficamente, se inserta en el dogma de la multiculturalidad, que es su marco externo. Los libros de texto están plagados de interminables, y coercitivos, actos de fe en el valor intercambiable y homogéneo de todas las manifestaciones del espíritu y la actividad humana, se despacha con unas pocas líneas el origen y situación del español, la extensión del inglés, la evolución de las lenguas románicas, pero se dedican numerosos párrafos a la igualdad estricta entre cualquier grupo, hablantes, variaciones y acervo literario; se impone dedicar la misma atención a la feliz ocurrencia que expresa, entre grito y grito, el quinceañero y un tratado de Aristóteles; la caída fortuita de una lata en la papelera durante las clases del taller de plástica puede superar en arte a El aguador de Sevilla y las civilizaciones deben enorgullecerse tanto de la Declaración de Derechos Humanos y de la invención del papel como del sacrificio de los primogénitos y de la ablación de clítoris. La fragmentación y simplificación neolingüísticas son predicadas por doquier con los comentarios despectivos sobre los diccionarios generales, los estudios sobre El Quijote en píldoras (sic) con motivo de un funeral-homenaje a Cervantes y las halagüeñas perspectivas de distribución de iconos con los que se navegue por las lagunas del analfabetismo virtual. Del estado de las capacidades de secuenciación temporal es imposible poner ejemplos sin que parezcan perlas anecdóticas. Son, sin embargo, venero cotidiano, valga el caso de la muchachita de dieciséis años, no de las peores alumnas, que escribe tranquilamente que el castellano viene del latín hace millones de años puesto que esta última lengua se hablaba en casi todo el mundo, y llegó a la Península con la invasión de Marruecos. Por cierto, a la pregunta sobre narrativa en España desde 1939 a la actualidad, los alumnos han contestado como un solo hombre y una sola mujer que desde entonces hasta 1975 había Franco, la censura, y no se podían expresar los sentimientos, por lo que hubo muy pocas obras, que florecieron con espectacular abundancia cuando el dictador murió. Ni que decir tiene que estos estudiantes son producto del último curso de la ESO (“It”). Los clásicos del terror parecen ignorar dos principios: “Los malos siempre ganan.” y “El mayor horror es el cotidiano.”
Hay, en fin, un movimiento impositivo, y con respaldo oficial, de reducción a mínimos que, como argumento de autoridad, no había tenido precedentes. El empequeñecimiento claustrofóbico, que repugna al intelecto de aceptable amplitud pero engolosina al aspirante a corifeo, ofrece en las autonomías españolas un venero inagotable de ejemplos de claudicaciones, distorsión y logradas caricaturas conseguidas con la fórmula magistral de subvenciones, nacionalismo centrípeto y victimismos históricos. Las piras de elementos alienígenas no se detienen en los topónimos en castellano y los escritos públicos, exclusivamente-contra lo que la Constitución aceptada en su día por los diversos gobiernos de taifas prescribe-en la lengua local. Elimina, maquilla y recorta geografía e historia y reduce la cultura a los productos del terruño de la familia extensa. En épocas recientes, los exámenes de Selectividad (neolengua por cierto: aprueba la inmensa mayoría) que marcan el acceso a la universidad para los jóvenes de Secundaria, no incluyen en Cataluña, Valencia, País Vasco y Canarias ni una sola pregunta de Literatura. Se reducen a lingüística y comentario de texto, seccionando así del mapa mental la universal dimensión de las obras y escritores españoles e hispanoamericanos.
La realidad, dominada por una censura anónima que veta todo criterio de exigencia, se reduce a un reparto equitativo de basura y a la inevitable construcción de un elitismo acorazado en el sentido más negativo del término, el accesible a los privilegiados por la fortuna y la influencia, puesto que la calidad, como el espacio, la soledad y el silencio, se perfilan como exquisitos lujos reservados al reducido club de los pudientes. Ni faltan el pan ni el circo; lo difícil es escapar de ellos, rechazarlos, haber probado alguna vez otros manjares. Porque lo que caracteriza al populismo y su cultivo de lo peor y de los peores es la imposición, con pretensiones intelectuales, de patrones despreciables, el peaje de grosería de una cultura-espectáculo subvencionada, de consumo instantáneo y predigerido, que sigue, como la política, el ritmo de la moda y de la audiencia. Lo que Lope llamaba necedad para dar gusto al público que la pide es, comparativamente, obra de arte e ingenio; la norma actual se refiere a una obligatoria antología de bajezas que constituye el rito de paso. El calificativo de cultural satisface a los receptores, los reafirma en su idea de la igualdad de valor de gustos, obras e individuos, les proporciona la tranquilizadora impresión de plenitud, de pertenencia a un conjunto y un nivel por definición suficiente, dueños por herencia debida de una cómoda civilización en la que, tomando como ejemplo a un Eróstrato que desconocen, conviene arrasar los monumentos para hacer destacar así la exigüidad de la talla propia.
Los monumentos, como el pensamiento, son tenaces. Puestos a eliminar transcendencia, a seguir las enseñanzas de los santos patrones Eróstrato y Procusto, habría que destruir, por coherencia ideológica, la Alhambra y la Sixtina, el gótico y el románico, a Bach y a Leonardo, el Partenón y las catedrales, las Pirámides y los cuadros de Tiziano y de Velázquez. Todos se inspiraron en creencias monárquicas o religiosas o se efectuaron bajo instituciones que servían a tal fin. El mundo quedaría singularmente mondo tras la poda, desde Altamira a Roma, de cuanto así se ha creado. Incluso personalidades como Picasso y Einstein extraían el alimento de su extraordinaria sustancia de un terreno y un medio que había sido y era propicio a las exigencias de su expansión. La desertificación será mucho más eficaz si se completa el proceso con la purga de literatura incorrecta que en educación ya ha comenzado y promete piras que dejarán pálidos de envidia a Hitler y a Mao; la coherencia exige una trilla de libros racistas, machistas, antiecológicos y, por cualquier aspecto, reaccionarios. Ya se ha conseguido descafeinar el final de Caperucita y de la sirenita de Andersen. Se puede esperar lo peor; esto mientras que las pantallas chorrean sangre de películas y noticiarios.
El problema es que, mal que pese, sin élites ni minorías, lo que se ha llamado cultura no puede existir; queda reducido a una vasta excrecencia animal que reclama bisutería técnica con la avidez de la voracidad compensatoria. La inundación impositiva de la igualdad de mínimos está unida a la desaparición del riesgo y del sentido del precio. Se extiende a todas las edades por su carácter de ideología predominante en el supuesto Estado de Bienestar, pero se enseña, de forma activa, por medio de la lactancia prolongada de una masa juvenil que considera normal el parasitismo en la residencia paterna mucho más allá de los límites biológicos y el estancamiento, sin vocación ni voluntad de estudio alguna, en aulas y cafeterías como lógicas antesalas de la madurez o el paro. Es llamativo en ella la completa ausencia de la noción de origen y de contrapartida de lo que halla a su disposición, la conciencia de exigible gratuidad sin más obligación que la displicente asistencia a la prolongada ubre educativa y la reivindicación a entrada libre y estancia ilimitada en cualquier universidad, sin que a ésta le sea lícito condicionar el ingreso. Forzoso es observar que, contra las optimistas previsiones de los Ilustrados, se desprecia lo que no se paga, al menos en su forma de Enseñanza-Monte de Piedad prelaboral.
No es, ni mucho menos, exclusivo de esta franja de población y edad la ausencia de los conceptos de precio y de riesgo. La sorprendente premonición, en los años treinta, de Ortega la ilustra con una precisión que merecería, por sí sola, varios y pormenorizados volúmenes:
Heredero de un pasado larguísimo y genial-genial de inspiraciones y de esfuerzos-, el nuevo vulgo ha sido mimado por el mundo en torno. Mimar es no limitar los deseos, dar la impresión a un ser de que todo le está permitido y a nada está obligado. La criatura sometida a este régimen no tiene la experiencia de sus propios confines. A fuerza de evitarle toda presión en derredor, todo choque con otros seres, llega a creer efectivamente que sólo él existe, y se acostumbra a no contar con los demás, sobre todo a no contar con nadie como superior a él. Esta sensación de la superioridad ajena sólo podía proporcionársela quien, más fuerte que él, le hubiese obligado a renunciar a un deseo, a reducirse, a contenerse. Así habría aprendido esta esencial disciplina: “Ahí concluyo yo y empieza otro que puede más que yo. En el mundo, por lo visto, hay dos: yo y otro superior a mí.” Al hombre medio de otras épocas le enseñaba cotidianamente su mundo esta elemental sabiduría, porque era un mundo tan toscamente organizado, que las catástrofes eran frecuentes y no había en él nada seguro, abundante ni estable. Pero las nuevas masas se encuentran con un paisaje lleno de posibilidades y, además, seguro, y todo ello presto, a su disposición, sin depender de su previo esfuerzo, como hallamos el sol en lo alto sin que nosotros lo hayamos subido al hombro. (…) Mi tesis es, pues esta: la perfección misma con que el siglo XIX ha dado una organización a ciertos órdenes de la vida, es origen de que las masas beneficiarias no la consideren como organización, sino como naturaleza. (…) no les preocupa más que su bienestar, y, al mismo tiempo, son insolidarias de las causas de ese bienestar.[44]
Ortega no vivió la televisión, el referéndum instantáneo, las consultas semanales de opinión, la cultura de la red y la industria del ocio, pero supo otear horizontes. Su tesis corresponde a los tres pilares que como generoso botón de muestra han tenido campañas ya descritas y se apuntan como bases del prototipo social: El populismo y el miedo a la pérdida de seguridad, la promoción de la mediocridad y del mínimo común denominador intelectual y los intereses económicos y sociales de una burocracia de especial y peligroso cuño, apoyado el conjunto en pasiones de tan antigua solera como la envidia. El tiempo ha venido a corroborar sus inquietudes respecto a la factura final de una dicha que parece que no tiene precio y puede pagarse muy cara. El individuo que con estos métodos se perfila se basa también en tres pilares: carece de responsabilidad personal en sus decisiones (se apoya en el grupo), de distancia crítica en sus juicios (no hay tiempo de reflexión ni distanciamiento, la información es mudable e inmediata), de implicación moral en sus actos (son producto del condicionamiento social y genético). La seguridad, junto con los sucedáneos de comunicación, es hoy producto mercantil de fabricación intensiva que ha creado adicción y demanda y se nutre en buena parte de la creación de miedos, falsos enemigos e innecesarios anestésicos. El temor, mimosamente preservado por sus inversores, se aferra a la posesión-derecho de un bienestar continuo, juega con peligros de opereta y ocasionales audacias tipo velocidad en carretera y puenting, pero incrusta su vivencia diaria en placeres cotidianos respecto a los que no admite ningún sacrificio. En el nombre de esa temible felicidad obligatoria que caracteriza al portulano de las nuevas islas, la verdad de relaciones y compromisos, la coherencia entre promesas y actos, el recurso a las viejas seguridades de amistad o principios se reducen al intercambio apresurado entre dos navegantes que temen perder el ritmo que les permita disfrutar de la satisfacción siguiente. La abolición del riesgo llega a su cima con el advenimiento del reino virtual, de la compraventa de múltiples formas de llenar horas con mensajes que, más que nunca, se reducen al medio y a la comercialización en cadena de la función fática. Es posible vivir de la cuna a la tumba la vida en forma de sucedáneos, de pasillo de simulaciones elegibles con una tarjeta y un mando. De la mano de la ausencia de precios y la negación del dolor, avanza un viajero de nuevo tipo, simple cámara que no se desplaza sino con el simulacro y la pupila, que transita, de la mórula a la incineración, en una larga y perversa infancia que ignora los riesgos y la lucha, que se defiende contra el hormiguero del hambre y el atraso cuando muy reales emigrantes avanzan más acá del punto del teleobjetivo y que habla de defender pensiones y tradiciones desde el recinto insonorizado de un eterno salón familiar. De ello la fascinación hacia el mundo electrónico que permite poseer experiencias sin vivirlas, que da poder y al tiempo hace de la carne y sangre, de sus servidumbres y del peaje de sacrificios y fracasos, objetos de mirada curiosa y atención medida, un paseo apacible de viejos adolescentes.
Ni islas ni personas existen sino en sus representaciones difundidas. El habitante que exige su derecho a la esperanza y la desesperanza no podrá poner el pie en ellas porque son falsas, están construidas de la referencia lograda durante los minutos de celebridad y audiencia que han sustituido al Paraíso. De no obtenerlos, la anihilación le aguarda. Como, por otra parte, ese edén lo es mucho menos de lo que parece, está limitado a un sector y una parte escasa del planeta y lo dosifica quien dispone las parcelas de tiempo y los bonos intercambiables por bienes, es norma la tensión por la expectativa del siguiente salto a la isla próxima, por la pérdida continua de alternativas que hubieran podido ser más placenteras que lo logrado, por la humillación más grave: la de la no existencia a la que condena a sus nuevos pobres un ambiente de fama y comunicación momentáneas que puede desvanecerse como la bruma.
A cada época sus castillos, su Jerusalén Celeste, su interminable cuadrícula y los aposentos en los que, por jerarquías, se disponen de forma concéntrica los habitantes. La maqueta que viene, que crece desde el interior y ya está aquí, podría consistir en una red de anulaciones parciales de los individuos, una aplicación selectiva de la indefensión y del despojo. Isa conoce la curiosa situación de no-persona, los recodos del aparente error y del silencio, el fallo que se dice mecánico, informático, y nunca se sabrá si lo fue. Se encadenan las casualidades. Pantallas, listados de elaboración anónima en los que un nombre aparece con muchos puntos menos que los que por simple matemática le corresponden. Concursos en que se le ha restado casi la mitad del resultado debido. El plazo de reclamación es mínimo y puede fácilmente pasar desapercibido. Juego fosforescente e intangible de datos parciales, erróneos, obviados, que, a la hora de la anulación o del acoso, alguien siempre posee. Elecciones sindicales: un nombre es el único que no figura en la nómina de profesores del centro, aunque lleva en él varios años. Plaza obtenida en el extranjero tras reñido concurso público de méritos: al llegar encuentra ya instalado en la dirección a alguien con puntuación menor y procedente de la misma convocatoria; se trata de un patético producto de la telaraña administrativa, especializado en la sinuosidad ascendente en busca del propio provecho, en la adulación y en la viscosidad del oportunismo, que utilizará el cargo para hacer a la otra persona la vida imposible con un acoso de insultos en privado y denuncias por escrito si se aleja unos metros de su mesa y que la obligará, a los pocos meses, a optar por la dignidad de la renuncia a un puesto generalmente codiciado que podría haber ejercido seis años y en el que se considera, dado lo elevado del sueldo, insólito el abandono. Año dos mil: las peores condiciones de trabajo que ha tenido nunca y que son el precio al que otros compraron y repartieron los dividendos de un fraude. Nada de esto tiene envergadura ni importancia fuera de la anecdótica ( Cuál no será la indefensión de la mansa corriente de los dispersos, eventuales, foráneos, de los muy necesitados), ni van en ello la seguridad o la vida. Sólo trozos de vida, sobre la que pasa, en una vez y otra, la goma que borra un poco más el espacio asequible, la mano que, sin estridencias, roba y distribuye. Naturalmente el severo código del discurso correcto veta la explícita mención de tan deleznables detalles. Tienta a Isa-por breves instantes-la sumisión al chantaje firmemente instalado, la colaboración con el buen gusto que, antes de enunciadas esas nimiedades, ya las veta: historias pequeñas, agravios imaginarios, mezquino interés, recuelo de pretensiones persecutorias. El chantaje es sabio; ordena callar y permite, un día y otro día, la erosión y el saqueo organizado de parcelas de ese tiempo y de ese esfuerzo que son el único oro irrepetible. Puede que únicamente existan noticias espectaculares reflejadas en la pantalla y el papel satinado, la dictadura se desmenuzará en porciones selectivas. Y esa sutil opresión, la sonrisa feliz que encierra, hasta el infinito, otras sonrisas, subirá como la marea de las malas mañanas y cubrirá, con una aquiescencia irrebatible, el ritmo cotidiano.
La dependencia de opiniones momentáneas va unida al factor cobardía, tan difícil de deslindar de los inevitables compromisos y tan recurrente en gobernantes y gobernados, como es el caso de una transición española que se alarga al infinito y pretende vivir de los dividendos de pactos originarios y del silencio, de la propina y de las concesiones medrosas. El guiso se cuece tras el biombo de cadena radiofónica y periódico que se han pretendido representantes de la modernidad, han acogido a lo más granado de los intelectuales de primera línea de playa y han sido y siguen siendo de la empresa de comunicación estrechamente ligada al partido forjado en su momento para representar el cambio. Es sintomático en este sentido que las críticas sobre la degradada situación educativa nunca ascienden hasta un análisis concreto, y personalizado, de raíces y causas; los intelectuales del clan se quedan en el relativismo temporal de buen tono, comulgan con las equivalentes o superiores mediocridades de épocas pasadas y ridiculizan la amargura de encanecidos coetáneos que esconden en el ropero los harapos del 68, Nunca hubo Edad de Oro, afirman, y, como nunca la hubo, tampoco el oro existe. Eso les permite igualar, en tiempos y ocasiones, a los metales y pretender una forja uniforme, épocas plomizas sin fisuras en las que sólo el patetismo nostálgico se esfuerza en distinguir quilates, orfebres y bisutería.
El rechazo del concepto de calidad, la extensión, en terrenos y temas que nada tienen que ver con el Parlamento, de la legitimación por aclamación mayoritaria se constituyen en rasgos fundamentales del espacio social. Tal vez ésta sea muestra y preludio de la era de los gobiernos de simple gestión, pulcros administradores del erario público, buenos contables y moderadores del consejo de accionistas y la reunión con los pares europeos. Pero ¿qué ocurre cuando de opciones políticas de otro rango se trata, cuando se ponen en la balanza, frente e incluso contra la opinión pública, decisiones que implican una opción moral, un cambio de rumbo, una apuesta de futuro en sentido lato, cuando se habla de educación, tribunales, protección de los más humanos derechos, pena de muerte, injerencia humanitaria, sistema penitenciario, genética?. La reducción a los factores gestor y mediático aparece poco menos que letal, transforma el horizonte en una medida cuadrícula de disposiciones previsibles. Ese Gobierno Sociedad Anónima tiene entre sus manos, con toda la legalidad del mundo, un instrumento de terror: la denuncia, persecución y castigo de los transgresores del cumplimiento exacto de las leyes. Éstos constituyen el entero conjunto de la población; por algo existen en la jurisprudencia sabias disposiciones que templan el mecanismo del Derecho con la necesaria adaptación a sentido común y circunstancias. La anulación del Summum ius, summa iniuria es la tentación permanente del comisario y del burócrata, la gran enemiga de las libertades en manos de una justicia completamente ciega que hace planear sobre ciudadanos atrapados en la red maximalista de las normas la culpabilidad y los castigos a los que invariablemente se hacen acreedores. El Dios te ve toma las formas familiares del delegado y del ordenador de Hacienda, del inspector orgulloso de haber creado fama de implacable y del director recién nombrado que apunta en cuadrículas los retrasos de sus compañeros. Surge entonces la melancolía de un gobierno de hombres y para hombres, de irrepetibles ejemplares humanos que se expongan frente a sus representados a riesgos, errores, fracasos y aciertos. Y esto no por añoranzas de liderazgo ni por exigencias paternalistas, sino por deseo de que marquen las decisiones con su impronta y de que antepongan la valentía histórica al cálculo cuidadoso en la administración de los dividendos políticos que deberán heredar en breve sus sucesores.
Se integra, además, España en el círculo de sociedades herederas de las grandes cegueras voluntarias, que repiten, por inercia o conveniencia, sus esquemas verbales, que se han declarado con harta frecuencia simpatizantes de sistemas en los que de forma alguna quisieran realmente vivir y que han optado por el escudo militar y estratégico estadounidense mientras corean el Go home! al aborrecible gendarme americano y envían a sus hijos a hacer un master en Montana. Es, probablemente, esta contradicción, en Europa, el rasgo más hondamente característico de la última época. En otras latitudes, quizás por haber vivido la revolución, el cambio de sistema, el experimento político en toda su crudeza y por haber afrontado condiciones extremas, la población tiene cierta ventaja que en Asia se hace cada vez más patente. Ellos sí han pagado precios, han arriesgado hacienda y condiciones de vida en una desdichada apuesta social, se han visto imponer consignas en las que en principio algunos creyeron. En comparación, el público de Occidente, pese a la cercanía de los Países del Este, no ha hecho sino asistir a un vasto espectáculo del que le separaban los telones de acero y de bambú. España tenía en esto palco preferencial con Cuba, lejana pero próxima y respecto a la cual hasta hoy se ejerce, junto con el antinorteamericanismo primario, una especie de Dómund de la revolución virtual con una dictadura más larga que la franquista e infinitamente más ruinosa y carcelaria, que ha hecho de la isla la estricta colonia de la URSS y ahora de China y del capitalismo hotelero sin escrúpulos. Pero Cuba era útil, servía como referente del progresismo de visita-con dólares-y de la buena conciencia a control remoto. Era unas bambalinas en las que, a bajo precio, cualquiera podía hacerse fotografías con el disfraz de Che, guerrillero selvático o alegre recolector de zafra. (La isla es entrañable. Isa la recuerda como una balsa de la que se desgajaban con regularidad, y se hundían con frecuencia en el cálido mar, barquichuelas mínimas que nunca gozaron de la compasión y la cobertura de prensa de las pateras. La ha recorrido de uno a otro extremo con dinero y medios locales y escaramuzas con la policía, nunca ha olvidado a los que la acogieron en sus casas, a los que aseguró que nunca iba a olvidar. Recientemente, 2001, una antigua conocida con sustancioso nombramiento en Miami le habla del facherío de Florida, le cuenta su dorada estancia, brinda.).
Las contradicciones se benefician, para su tranquilo vivir, de la ausencia de enemigos reales contra los que choquen la sonrisa y el hastío de la rutina diaria. Podría imaginarse, más allá de Ortega, el futuro de la especie humana que previó a finales del siglo XIX H. G. Wells, seres víctimas de su propio éxito a los que la gratuidad de la existencia, la erradicación de la aspereza y los obstáculos que habían hecho crecerse a los antiguos, la ausencia de ambiciones y de necesidad de superación, habían reducido a un gentil ganado de pequeños frugívoros que pasaban sus días durmiendo en los grandes y ruinosos edificios del pasado, alimentándose y reproduciéndose, y que servían de rebaño y subsistencia a la otra rama de origen vagamente humano, los carnívoros que vivían en el subsuelo. Situada en pleno vértice de épocas e ideologías, La Máquina del Tiempo destila bien poca esperanza, y lleva su visión hasta el frío ocaso de un definitivo atardecer. Para George Orwell, ningún escritor inglés había marcado tan hondamente como Wells a sus contemporáneos. Ninguno introduce, ciertamente, con tan clara sensación de realidad, de fábula que es, al tiempo, percepción física, en los espacios del porvenir y la utopía, a la cual conoció, en sus diversas manifestaciones, muy de cerca en una vida que transcurre entre 1866 y 1946. Ahí están, más allá de los tiranos, la infantilización, la felicidad por decreto, la reducción de contrarios y de contrariedades a un blando paisaje en el que retozan seres de edad, sexo y apariencia difícilmente distinguibles. En la pugna libertad/seguridad, nuestra época tiene el peligroso privilegio de obtener la segunda hasta límites que recubran la primera.
El manso y dulce acuario donde una mano desde la superficie reparte con regularidad el pienso puede volver en menos tiempo del que sus inquilinos creen a la prehistoria, chocar con el principio de realidad y el crudo reino de la fuerza. La posibilidad es difícilmente imaginable para una opinión forjada en el relativismo, en la equivalencia de países y sistemas, en la inconsciencia de riesgos y de esfuerzos, que desconoce el sentido real de la palabra enemigo y el bronce de las auténticas opresiones. El mundo continúa más allá de las fronteras, se mezcla y difumina en una globalidad de viajes y economía. Pero está construido de intereses, es, en grandes parcelas, heredero y feudo de señores de archipiélago que mantienen su pretensión de poder y gozan de la apreciable ventaja de la ausencia de limitaciones morales. De manera segura, el Partido Comunista Chino ha obtenido, en gran parte de Estados Unidos, la modernización técnica que precisaba su armamento y, una vez la ha llevado a cabo, marca de forma inequívoca su intención de ocupar el hueco de la URSS y de erigirse en gran potencia de Asia. No sólo de ella. Más allá de la estrategia nacional, hay una peligrosa cuestión de ideario y régimen, de clanes semejantes en Corea o el Caribe. Cuba, que nunca ha sido tan colonia como con Castro, que ha vivido de la Unión Soviética en régimen de alimentación asistida, hubiera visto forzosamente disolverse, por pura miseria y bancarrota, su sistema de gobierno de no haber encontrado un nuevo arrendatario. China dispone de ella para su base flotante frente a las costas norteamericanas, y con ello prepara una crisis que puede hacer palidecer a la de los misiles de los años sesenta. El amigo chino concede a este desdichado territorio que fue próspero y constituye, para cualquiera que no se limite a su estancia en los hoteles, un modelo de absoluta carencia, créditos generosos. El Clan Partido-Ejército no ha variado, en Pekín, tanto como se cree. Ni cede un átomo de poder real ni tiene la menor intención democrática ni pretende modernizarse excepto en la corbata, el armamento nuclear y los utensilios técnicos. Practica un aprovechamiento industrioso de la extracción y venta de órganos de los numerosos condenados a muerte, es impermeable a periodistas y opinión respecto a lo que ocurre en sus zonas del noroeste, en el ocupado Tíbet y en el bien poblado gulag, y jamás ha mostrado remordimiento alguno por la matanza de Tien An Men. Occidente olvida porque el olvido es funcional y práctico. Incluso recurre-pese a los desmentidos de la genética-a los viejos tópicos del peligro amarillo en lugar de asaltar francamente, aunque sólo sea con las palabras y las letras, los viejos palacios del terror y reconocer, al otro lado de la verja, gentes mucho más afines a las libertades que a los ancestrales prototipos en los que la generalización los encierra. En Pekín se formaron colas de varios kilómetros para comprar libros extranjeros hasta entonces censurados. Sus estudiantes multiplican intercambios y becas, sus trabajadores se desplazan, la gente, mil doscientos millones, se busca la vida. Las décadas transcurridas desde Mao no han variado, sin embargo, tanto la esencia del régimen como las democracias preferirían creer, porque es difícil distinguir la barbarie moral cuando se viste al estilo de la City y utiliza los mismos juguetes electrónicos. Se trata de un espejismo idéntico al que impedía asociar al culto intérprete de Bach con su imagen simultánea de partidario del Holocausto. La topografía descrita por Orwell es sorprendentemente semejante de un extremo a otro del planeta, sin relación con tono de la piel, latitud o idioma y escasamente afectada por el transcurso del tiempo que se pretende creer mágicamente capaz de alumbrar, por su misma inercia, un mundo ordenado en ritmos de progreso.
Estreno. En la pantalla, los malos son grises, están lívidos y tienen un aire que recuerda vagamente a los agresivos extraterrestres de los primeros tiempos de la ciencia-ficción. Van vestidos de negro y su expresión es amargada y tensa incluso en el gozo de la victoria. El plano de fondo, con banderas, presenta el escasamente eufórico diseño de una esquela. Sus antagonistas, los buenos, son guapos, altos e impecables, están dotados de los mejores sentimientos, respiran optimismo y salud, se mueven entre luces y objetos de brillante colorido, viven grandes amores e inquebrantables amistades y, pese a que la acción transcurre en los años cuarenta, no fuman.
No estamos en la China de la Revolución Cultural. Aunque podría ser, salvando detalles, una de las óperas revolucionarias maoístas, se trata del estreno mundial, sincronizado con la fiesta nacional de Estados Unidos y el aniversario del evento, de Pearl Harbor, USA 2001. La película rezuma dólares y anemia intelectual en iguales dosis. Es una pretenciosa mezcla de novela rosa y pirotecnia, con generosas explosiones en cadena, japoneses verdosos y muchachitas de pasarela impecablemente vestidas y maquilladas que se enamoran del galán primero, del galán segundo y, menos verosímilmente, del endeble tartaja. Es inevitable el contraste con Tora!, Tora!, Tora!, 1970; el mismo tema pero un abismo de calidad y materia gris entre ambas. Tora! es excelente en ritmo, actuación, diálogos, tomas. Algo ha ocurrido entre una y otra. La recién horneada y supermillonaria producción concentra un periodo peligrosamente largo de estulticia vencedora; es el producto de tres décadas de riego programado de grandes superficies a base de márketing, efectos especiales y público serie B. El fenómeno no es casual, sino símbolo y norma de un brutal descenso de la inteligencia, sometida a la censura del producto de masas políticamente correcto. Estados Unidos, el país que razona su superioridad en toneladas de producción de frutas, piensos e idearios singularmente homogéneos, no es ya el que alumbraba obras memorables en el cine y la literatura. Puede que en ello haya tenido cierta incidencia el hábito de la impunidad asumida como privilegio natural, la generalizada ausencia de conciencia de precio. Nadie, ni en la Federación de barras y estrellas ni en el resto del planeta, espera que el Gobierno de Washington deba algún día responder de las bombas atómicas lanzadas conscientemente sobre una población civil, hombres, mujeres, ancianos y niños incinerados con la misma lógica con la que Mao o Stalin justificaban, a base de la teoría preventiva, el mañana luminoso, la economía de bajas futuras y el mal menor, cualquier exterminación masiva. No habrá Nuremberg para Hiroshima y Nagasaki; tampoco para una Camboya primitiva, neutral, diminuta e indefensa a la que plancharon con bombas los B 52, sin duda con la loable intención de cerrar el paso a una dictadura comunista pero desde luego con la más crasa y torpe ignorancia del medio, con criminal desdén por sus habitantes y con eficacia nula. Han sido muchos años de virtualidad y lejanía. Algo, lo real, ha quedado anulado. No tienen hoy cabida en sus pantallas ni en las páginas de sus best sellers hombres como Steinbeck, Hammett o Bogart (¿dónde fumarían?). La hipertrofia de la Libertad se ha comido las libertades y la estatua ya no lleva una antorcha, sino una denuncia, porque el deporte nacional consiste en acechar la menor ocasión de sacar dinero al vecino, al proveedor, al que acaba de fregar el suelo y a la empresa que fabrica los cigarrillos que, en pleno ejercicio de su albedrío y facultades mentales, compraba un pariente. El espacio aéreo está cubierto de bandadas de abogados que se ofrecen para compartir los beneficios de las indemnizaciones, el terrestre de letreros que, cada cien pasos, subrayan prohibiciones, advertencias y llamadas impositivas al orden y a la ley, de forma que la exaltación continua de los derechos individuales ha reducido a mínimos el territorio real de éstos, que entra fatalmente en contradicción con el espacio percibible, respirable, audible y transitable del prójimo. La densidad de Don’ts!, con punto de admiración, por metro cuadrado hace sin duda salivar de placer al legalista más obseso. Los alimentos, plagados de sucedáneos de la grasa, el azúcar y de cuantos peligros la Naturaleza produjo torpe y espontáneamente, se apresuran a advertir, en largas columnas minuciosas, de composición y efectos. No se trata de caritativa solicitud sino de múltiples escudos de prevención y defensa. La antorcha de la estatua alumbra una nación de justicia cortada a la medida del prestigio de gabinetes legales y de la sanidad más cara del mundo, de forma que, tras la aparente embriaguez del ilimitado espacio del paisaje de los grandes horizontes, acecha la posibilidad de hallarse, por enfermedad, infracción o accidente, hundido en un proceso legal cuyos costes hipotequen al sujeto el resto de su vida.
Una vida física que conviene dé al sistema los menos problemas posibles y deje al maquillador de difuntos o a la ciencia un cadáver en buen estado. Para ello están la Religión de la Vida Sana, que llena el hueco de otras transcendencias, y el integrismo ecologista. Ambos convierten al infractor en especie singularmente desprotegida que pasea su existencia culpable, su café, copa, puro y escasa apetencia de alpinismo y maratones dedicados a una buena causa, por un planeta en el que la presencia de la especie humana ha sido un error irreparable y constituye un delito sangrante contra los derechos de rocas, animales y plantas. Curiosamente, en este Templo gigantesco de la Vida Sana y los alimentos biológicos, orgánicos y exentos de intoxicantes se da la gama más extrema, abundante y completa de gordos, un porcentaje de obesidad que debería hacer escorar el eje planetario con la avidez de bollos, dulces y pastas (nunca prohibidos aunque es probable que ocasionen más infartos que toda la cosecha tabaquera de Virginia) que rellenan el vacío de cocina local. La confusión es continua entre dimensiones y calidades, entre la extensión de ganadería y cultivos y la curiosa semejanza de la oferta. Por los supermercados se extienden atractivas pilas de frutas y verduras que se distinguen por la homogeneidad absoluta de las variantes: Cada manzana, melocotón, tomate y zanahoria tienen exactamente el mismo tamaño, color y forma, y, bajo su perfecta apariencia, carecen en buena medida de sabor y de perfume. Son clones, producidos por frutales que, hasta el confín del horizonte, crecen los metros justos exigidos por la recolectora y se alternan con praderas igualmente vastas puntilladas de vacas de solomillo especializado. La élite, los muy ricos, que sí saben lo que es la buena vida, será de degustadores de la cata añeja, el soufflé, la caza, el erotismo aureolado con el perfume de lo pecaminoso y el humo del veguero. Mientras, la masa consumirá pan negro y brotes de soja, hará sus libaciones diarias de macrobiótica, correrá jadeante las diez millas dominicales de rigor y, según la gráfica y terapéutica expresión inglesa, tendrá sexo (have sex) con el perfeccionismo de quien se cepilla concienzudamente los dientes. Porque es particularmente grande la diferencia entre el to have y el have not.
La prensa dedica primeras páginas a la euforia que arrasa la opinión: todo abierto, bienes y servicios, veinticuatro horas al día siete días a la semana. Apoteosis de la libertad, acceso inmediato, satisfacción instantánea, golf a las tres de la madrugada y excursión a la droguería a las cuatro. Compras, en cualquier momento, ganancia creciente, esas compras que sustituyen a la vida social, el ocio, el paseo y el contacto urbano como el aparcamiento, la gasolinera y el centro comercial reemplazan la existencia de ciudades y pueblos. Algo que, en su exaltación del consumo, tiene un eco de explosión de puro vacío y entra en la imperiosa y visible dinámica de la necesidad de gastar. Se multiplican las disneylandias para adultos, de las que Las Vegas es un buen ejemplo. El circuito se nutre de la adquisición de productos innecesarios, funciona con la avidez imparable de la máquina de monedas, en la que el usuario necesita verter las ganancias y adquirir piezas de nuevo para meterlas en la ranura. La última moda es la reivindicación de la kids attitude, del comportamiento infantil en personas de pelo en pecho. So pretexto de compartir actvidades con sus hijos, acuden a restaurantes de reciente creación en los que se mezcla la decoración y personajes de la Guerra de las Galaxias, Venecia, París o la Atlántida con juegos interactivos, abducciones por una nave espacial, encuentros con el capitán Nemo y comida adaptada a las circunstancias. Se ha ido muchos grados más allá de la moda años sesenta de ser colegas de sus hijos y de la sumisión a los omnipotentes caprichos del niño para que no tenga frustraciones. Ahora no se trata de mantener a los jóvenes en una infancia prolongada, sino de la regresión hacia ella de los adultos; lo cual naturalmente implica el rechazo de la responsabilidad, el riesgo y el esfuerzo intelectual. Pronto habrá asociaciones defendiendo los derechos del ciudadano que pretende continuar siendo niño. Hasta que, falta de fondos que la nutran, la rueda se rompa y se pare. Las tendencias observadas en Educación se ven así ejemplificadas, no como fenómenos de un campo específico, sino en cuanto metonimias y metáforas de la totalidad del sistema y del conjunto de la población. El modelo americano-que lo es occidental-ofrece victimismo, infantilización, ausencia-curiosamente coexistente con la aspereza financiera de la jungla-del sentido de la proporción y del precio, guardería generalizada y adiestramiento en la puerilidad de cuarentones y sesentones que buscan una moral y una existencia tan inocuas como los sucedáneos de helados y licores y los alimentos carentes de glucosa, lactosa, hidratos, proteínas y grasas.
La riqueza del país es cierta, circulan grandes cantidades de dinero para adquirir y usar objetos de grandes dimensiones: coches, motos, sombreros, helados, yates. Esto incluye la defensa a ultranza del billete, un dólar que, mucho más allá de su utilidad monetaria, es todo un símbolo y se reviste de cierta sacralidad. Las amplias tierras de Norteamérica recibieron desde el dieciocho la crema, por fuerza, edad y espíritu emprendedor, de la población activa de una Europa en plena rampa de la Revolución Industrial, un capital humano de potencial y energía considerables, gente dispuesta y obligada a tirar hacia adelante, en la flor de la juventud, la necesidad y las expectativas, buscadores, roturadores, exploradores y colonos esforzados y ambiciosos. De ahí la aspereza de leyes que castigan el robo al máximo y no perdonan ni olvidan el menor delito, los chicos de trece y de catorce años condenados como adultos, el general apoyo a la pena de muerte, el padre orgulloso de la buena puntería de su hijo adolescente. Es un país creado por autónomos, con el conservadurismo feroz, las virtudes y defectos del trabajador individual que no tolera merma en sus ingresos. Tierra del dólar, tierra del mito, del orgullo de una divisa fuerte, de pobladores con ojos tan sólo para el futuro y la inversión. Por ello la importancia religiosa de la propiedad y del dinero. La pena de muerte, la posesión de armas, son variantes, apenas pulidas por el paso del escaso tiempo, de la Ley de Lynch y la del Talión. Más allá del puñado de villas cosmopolitas no hay ciudades, se desconocen el ágora, la plaza. Lo que tiene el nombre de pueblo es el cruce de caminos, el alto en la gasolinera, el supermercado y sus aledaños de talleres, cafetería y algunos servicios. Desde el coche, y con el coche, se come, se compra y se hace el amor. No se trata de villas sino de una floración comercial, un relevo en un paisaje de ranchos, lejos de la orla escasa de capitales de la costa, asentamientos distantes entre sí, próximos de la belleza, algo inhumana en su extensión, de cañones, sierras, desiertos y fondos volcánicos de erosión y geología reciente.
Como las cumbres de aristas todavía no suavizadas por el viento y los estanques de lodo en estado de ebullición, Estados Unidos es también una amalgama de suturas todavía frescas y de continuos y nuevos injertos de los muchos que continúan llegando para trabajar y ser pagados con la moneda más fuerte del mundo. De manera adyacente, penden arracimadas enormes ramas de individuos que coinciden en numerosos casos con la población negra y se han decantado-como una parte significativa de la joven generación del Reino Unido-por la marginalidad y la delincuencia, en una mezcla letal de victimismo e ira. Mientras, Chinatown bulle de una actividad que no tolera la clásica estampa del vagabundo tendido en la acera.
Sobre esta sociedad diferenciada, emulsión sin apenas mezclas, se extiende la censura que ya se ha hecho habitual también en Europa: Es preciso ocultar la evidencia, exponer en las galerías de arte cuadros de indios envueltos en la bandera americana (ellos, cuyas casas de las reservas se abstienen, comprensiblemente, de lucir la enseña nacional), es necesario colmar de eufemismos; todo menos exponerse a la acusación de racista y xenófobo. Se impone la solidaridad enlatada, la discriminación positiva con todas sus aberrantes variaciones, de forma que, una vez más, el individuo desaparece; ya no vale por sus aptitudes y su trabajo, por la voluntad y el esfuerzo: le engullen la abstracción y la tribu, el color de la piel que al tiempo le socorre y le margina, que consagra una diferencia cultural, querida o no, respecto a la cual todos los elogios son pocos pero a la que los hechos cargan de una artificialidad acrónica e impuesta.
Los vagabundos rodean el corazón de la ciudad como la espuma sucia de la limpieza de la city. La urbe costera y de clima sureño es su meca; les permite dormir al raso y reciben además una importante subvención mensual que se supone destinada a anestesiar los conatos de criminalidad. El trabajador se queja del destino de sus tasas. Se trata de una de las grandes interrogantes de los experimentos del siglo XX: un sistema de asistencia es imprescindible, pero éste crea y mantiene el parasitismo, el victimismo y la creciente degradación de personas que, sin la premura de la necesidad insoslayable y el incentivo de la competencia, se van hundiendo en una espiral vegetativa a cuya inercia se suman las drogas y el alcohol. El país arrastra una bolsa de asistidos a la que los republicanos se esfuerzan por cerrar el grifo de las provisiones. Esto es recibido con alegría por los asalariados que pagan los impuestos de los que las subvenciones proceden, pero significa el abandono de enfermos e impedidos y un aumento de la criminalidad cuando los marginales, voluntarios o forzosos, se hallan sin ingresos. Los demócratas acumulan votos de los sectores más pobres y apoyan los programas sociales a base de tasas a la población productiva. El ciclo continúa. En el otro polo del espectro se encuentran los experimentos socialistas y comunistas, la exigencia de trabajo como deuda social, la penalización del vagabundeo; pero su solidaridad obligatoria, la oficialización burocrática, han anulado el espíritu de iniciativa, la producción de riqueza, el progreso y la libertad personal.
Dos experimentos que distan de ser un éxito aunque su comparación no implique simetría: El comunismo se reveló un fracaso. La jungla de un capitalismo salvaje dejado a las leyes del más fuerte resulta invivible; los programas diseñados por el Estado de Bienestar se ven incapaces de hallar el esquivo punto de equilibrio entre la necesaria asistencia a personas improductivas y la desvitalización del cuerpo social.
Sobre el vacío de las utopías planea una nueva especie, conversos que han volcado su antiguo fervor comunista en un neoliberalismo particularmente agresivo que utiliza en todo momento como referencia patrístrica los usos y leyes de los Estados Unidos de América. El anticomunismo, históricamente justificable, les sirve en este caso para exigir como general panacea la práctica desaparición del sector público, y para ver un ruinoso enemigo en cada intento y defensa del mantenimiento de servicios estatales y financiación de entidades que no producen directamente riqueza. Su ideal, de un brusco retroceso decimonónico, separaría tajantemente un reducto destinado a la caridad y la limosna y vería en cada privatización una batalla ganada en la lucha por la libertad. El ataque en toda regla al sector público goza del impulso ofrecido por la bancarrota comunista y por el deplorable ejemplo, en el seno de los sistemas democráticos, de las mafias oficiosas de corte estatal. Los rapsodas que, desde la orilla este del Atlántico, glosan las odas de Wall Street, ignoran el polvo acumulado en las esquinas y el envés de las alfombras y el sutil, decadente aroma en una nación enfangada en el imposible acoplamiento de un supuesto y multipluralísimo concierto social y una realidad que oscila entre las añoranzas puritanas, la caridad abstemia, la ignorancia del mundo extramuros y la lógica aspiración, una vez descubierta, a la buena vida. El converso al liberalismo a ultranza admite que la calidad de existencia cotidiana de sus paisanos europeos es, con diferencia, superior a la de Norteamérica por mucho que Oregón produzca el setenta por ciento de pastos del planeta y aunque las toneladas de cereales y piensos se midan en guarismos abrumadores. Sabe que el ambiente de continua competición e inseguridad permanente, el panorama de una semana de vacaciones anual (tres o cuatro, con un poco de suerte, a los veinte años en la empresa), la alimentación a base de fast food y la reducción de componentes habituales de la existencia diaria-como el vino, la mesa adecuadamente dispuesta, la calidez de las relaciones personales, el ocio y las salidas y espectáculos-a artículos de lujo y ocasiones fastas no es precisamente un modelo seductor para gentes de Italia, España, Francia, larga y profundamente duchas en el saber vivir y asentadas todavía, pese a los embates de la ignorancia y la nueva barbarie a la que tan meritoriamente ha contribuido la reforma educativa española, en el humanismo. Pero, en su deseo de nuevos dioses a los que orar o en su negativa a advertir el envejecimiento de los que admirara, cuya fresca sonrisa y sinceros ideales han sido sometidos a infinitos estiramientos de piel, el converso filtra y separa la América de todos los derechos y libertades de la poco tentadora vivencia concreta de su sistema y omite en el análisis la comparación europea con esa sustancia horneada de antiguo que constituye en buena parte la simple felicidad de la existencia y no se calcula en cifras, pero que puede destruirse con la aplicación insistente de un rasero único. Europa optó por el individuo, por una densidad de variaciones que resulta, en otras magnitudes y latitudes, difícilmente comprensible y de la que la calidad es producto directo. La apuesta individual de Europa sigue siendo necesaria y valiosa. Ninguna tarea es hoy en ella más perentoria que la recuperación del ejercicio del pensamiento. En este sentido, pasadas las épocas de las grandes fugas de cerebros y energía, el Viejo Continente puede estar tomando incluso una lenta ventaja en creatividad y en ciencia.
Con pasión semejante al antiamericanismo de antaño, el converso sólo ve en las democracias occidentales enemigos en forma de parásitos, burocracia, intervencionismo e impuestos, y probablemente en el fragor de la lucha no repara en que civilización va unida a servicios públicos, a la trabajosa construcción-como muy bien saben los países del Tercer Mundo-de un Estado, a los transportes en horas e itinerarios que nunca serán rentables, al correo que llega y a los médicos que no permitirán la muerte en la calle de una persona sin seguro, a la enseñanza que ofrezca un buen producto al común de la población, al derecho garantizado, no por el gabinete de abogados que el adinerado puede costearse, sino por la asesoría legal abierta al ciudadano.
Quizás, finalmente, los extremos se tocan y el capitalismo más liberal se encuentra en la vecindad peligrosa del totalitarismo de antiguo cuño y banderas rojas, y es posible que de ahí venga la sensación de libertad vigilada que, en contraste con la auténtica que se respira en la vieja Inglaterra, hoy se experimenta en Estados Unidos, la impresión de potenciales y múltiples infracciones y riesgos, la conciencia de vulnerabilidad a falta de dinero o de armas, que trenza un extraño puente entre países gigantes a uno y otro lado del Pacífico.
Todo parece lejano, estos países, el pasado. También las utopías, que, sumergidas por el remolino que han creado los totalitarismos al hundirse, corren peligro incluso de carecer de derecho a la existencia y formar, con asesina o ideología sintagmas indisolubles que den al traste con la solidaridad y con cualquier pretensión a la generosidad, la indignación, la justicia y la nobleza. Que un hedonista convicto y gozoso como Fernando Savater arriesgue en el País Vasco lo más valioso, la vida, por defender la libertad en la forma de vivirla es ejemplo de un idealismo necesario que está arraigado, y forma materia con la sustancia de lo que se considera humano. Savater dijo, hace años, que no querría habitar en un mundo donde nadie fuera capaz de morir por una idea. Probablemente entonces aún no sabía él mismo que, como un Thomas Becket sin fe ninguna, se vería abocado a exponerse a la muerte, en un medio que sustituye la discusión por el asesinato, por deseo de una vida que merezca su nombre.
La banalización misma del término totalitario, como del de fascista, constituye, en sí, un serio peligro. El sistema actual, en Europa, no lo es políticamente, pero cuando de totalitarismo se habla conviene entender un proceso que actúa de manera incesante e irregular. No hay una concentración de poder en manos de un solo grupo o partido, ni siquiera un control -¿para qué tomarse tantas molestias?- de todos los aspectos de la vida de la población. Pero sí existe una técnica de dominio de los medios comunicativos-en el caso del Partido Popular español por vía de concesiones estatales, con el partido anterior por medios más burdos de amiguismo y corrupción directa-, de forma que la población sepa lo que conviene en las dosis convenientes. Esto, combinado con el bienestar de la sopa boba, esboza totalitarismos de nueva generación tan mutantes como los virus, inatacables y en los que la víctima es directamente el individuo. El nuevo proceso totalitario, que viene del siglo XIX y del que son testimonios la desaparición de las grandes figuras solitarias, se caracteriza por una especial animosidad contra la grandeza, una perversión del término democracia y una imposición generalizada del gregarismo y el anonimato. Apunta todas sus baterías hacia la anulación del individuo y no advierte que, con él, elimina la fuente y raíz fundamental del progreso y la aventura humana.
Flotan demasiadas islas en demasiados archipiélagos que, como las erupciones volcánicas, no han cesado en ningún momento de bullir y dibujar sus abismos y sus cumbres. La más temible es la formada por corrientes que, sin el menor ruido, recorrerán, de manera subterránea, los cauces del Estado de Bienestar. No habrá imposiciones ni dictadores. Sólo una topografía que tal vez acabará fundiéndose con el perfil cotidiano del horizonte. Simplemente el silencio, la multitud que empuja y arrincona como la gran cabeza de un enorme rebaño.
La Islas Felices. Por fin aquéllas de los bienaventurados en las que no habrá sino sonrisas y desaparecerá tras la omisión y el maquillaje cualquier asomo de tensión y angustia. Donde ningún gulag es preciso y se hunden en un mar de moderadas satisfacciones los que adoraban a distintos dioses. Isa sabe que pasará junto a alguien que la mirará de soslayo, entre extrañado y ofendido por la incomodidad de una frase y que olvidará de inmediato la pequeña idea que se había introducido unos instantes en la apacible epidermis de la dicha garantizada; sabe que irá transparentándose, como ha hecho hace años, existiendo un poco menos, expresando un poco menos cada día, buscando páginas y coloquio donde sus dedos sólo atraviesan aire y espacio apresurado por el que transita el ejército numeroso de otras palabras. Habrá lejanos gestos que esbozan familiaridades incongruentes, que borran su nombre de la pantalla líquida de sus memorias en cuanto ella desaparece. Isa se aferra a un retazo de libertad, a un trozo de cristal sangrante y roto que casi forma parte de su mano y desentona en el azul pálido y el benigno desvanecimiento del día. Sin estridencias, cubre la isla y el horizonte un mar seguro, de tibias corrientes que repugnan el esfuerzo, que observan con atención curiosa y momentánea absurdos aspavientos de algún náufrago. Que anegan sus labios con la indiferencia del más seguro de los archipiélagos.
No es éste un libro con pretensiones de erudición. Se trata simplemente de una obra reflexiva. Puede, sin embargo, resultar útil la mención de algunas referencias.
Capítulo I: Recuerdo de China.
Para el capítulo Recuerdo de China se ha utilizado material contenido en la tesis doctoral que, con el título La enseñanza de lenguas modernas en China Continental, defendió la autora el año 1977 en la Universidad Complutense de Madrid. El título original (que hubo de cambiar, a indicación de las autoridades) era El español en China Popular: Relación entre aprendizaje lingüístico, estructura mental y visión del mundo. La obra se centraba en la observación, y análisis, del lenguaje totalitario.
La bibliografía aquí reproducida figura, en parte, en dicha tesis:
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–ROSÚA, Mercedes: La generación del gran recuerdo. Col. Goliárdica. CUPSA.(Planeta). Madrid. 1977.
-ROY, M.N.: Revolución y contrarrevolucion en China. Col. Roca. México, 1972.
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-SHICKEL, Joachim: China: revolución en la literatura. Ed.Barral. Barcelona, 1966.
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-SNOW, Edgar: La China contemporánea. Col. Popular. Tiempo presente. Fondo de Cultura Económica. México, 1961.
-SNOW, Edgar: La longue révolution. Stock. Paris, 1973.
-SUCHODOLSKY, Bogdan: Fundamentos de pedagogía socialista. Ediciones de Bolsillo. Editorial Laia. Barcelona, 1974.
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-UNION GÉNÉRALE D’EDITIONS: Pour être un bon communiste, par Liou Chao-chi, suivi du rapport du IXe Congrès du Parti Communiste Chinois par Lin Piao. Présentation de Patrik Kessel. Col. 10/18. Paris, 1970.
-WHEELWRIGHT, E. L.: Desarrollo y revolución cultural en China, por … y Bruce Mc FARLANE. Ed. Nuestro Tiempo. México, 1972.
-YANG Jong-Kuo: Confucius. Le “sage” des classes réactionnaires. Ediciones en Lenguas Extranjeras. Pekín, 1974.
-YUEN Ren-chao: Iniciación a la lingüística. Ed. Cátedra. Madrid, 1975.
Han sido posteriormente utilizados:
-HERÓDOTO: Historia. Ed. Gredos. Madrid, 2000.
-ORWELL, George: Rebelión en la granja-Ed. Destino. Madrid 1980.
-PIN YATHAY: L’utopie meurtrière. Ed. Complexe. Paris, 1989.
-ROSÚA DELGADO, Mercedes: Diario de China. I. Sian. Ed. De La Torre. Madrid, 1979.
-ROSÚA DELGADO, Mercedes: El Sol. Ed. A.D.I. Madrid, 1997.
-TUCÍDIDES: Historia de la guerra del Peloponeso. Ed. Alianza. Madrid, 1989.
Capítulo II: Tiempo de Chantaje.
-CADALSO, José: Cartas Marruecas Editora Nacional. Madrid, 1978.
-Cuadernos de Pedagogía. nº 299-Feb. 2001.
-DANCHIN, A.: Le patrimoine génétique-Diario Le Monde, 23-1-1984.
-DE BURY, Ricardo (Richard AUNGERVILLE), obispo de Durham y Canciller de Inglaterra: Filobiblion. Trad. del latín por E. Pascual Martín.-Ed. Anaya. 1995. Madrid.
-FRANKE, W. Herbert: Ypsilon Minus.
-Humanismo y Economicismo: Dos concepciones de la Educación. Diario El País-17-11-81.
-JACKSONS, G.: Vigencia del Krausismo-Diario El País-26-2-1984.
-KADARÉ, Ismaíl: Diario ABC-13-4-2000.
-KOESTLER, Arthur: Autobiografía, vol. 4-Ed. Alianza/EMECE.
-MASCHINO, Maurice: Vos enfants ne m’intéressent plus. y Voulez-vous vraiement des enfants idiots?-Ed. Hachette- Paris.
-MONCADA, Alberto: La Enseñanza Media en crisis. Diario El País. 9-4-1983.
-MEC: Hacia la reforma: Documentos de trabajo. MEC Julio 1983.
-POIROT-DELPECH, Bertrand; comentario del libro Le sanglot de l’homme blanc, de Pascal Bruckner-Diario Le Monde. Paris, 27-5-1983.
-PORTA, Miguel: Paul Lafargue cabalga de nuevo-Diario El País-16-1-1983.
-LEVI, Primo: Si esto es un hombre.-Muchnik Editores. Barcelona 2000.
-LEVI, Primo: La tregua.-Muchnik Editores. Barcelona 2000.
–LEVI, Primo: Los hundidos y los salvados-Personalia de Muchnik Ed. 2000.
-SEGOVIA, José, director general de Enseñanzas Medias-Diario El País-10-9-1983.
-VOSLENSKY, Michael: La Nomenklatura.
Capítulo III: Las Islas Felices.
-ORTEGA Y GASSET, José: La rebelión de las masas. Ed. Espasa Calpe, S.A. Madrid, 1997.
-REVEL, François: Entrevista en el Diario ABC, 24-11-2000, sobre su libro La gran mascarada.
-WELLS, H. G.: The Time Machine. Everyman. London, 1995.
——————–
A título de información complementaria, se citan algunos artículos de la autora. Su inclusión, que no obedece ciertamente a fines de autopropaganda, ofrece datos complementarios a quien se interese por estos temas. Se constata, al manejarlos y por las fechas y medios en los que aparecieron, la nula relación entre el interés personal de quien los firma y los grupos que estaban progresivamente en el poder. Es también curioso el detalle de la escasez, hasta fechas muy recientes, en el panorama español de análisis negativos de la Reforma Educativa, lo cual da la medida de la autocensura y el chantaje intelectual y social que viene presidiendo un largo periodo. El silencio fue, sobre todo, ensordecedor en los años ochenta, cuando se ensayaba, anunciaba y describía una campaña cuyos efectos eran ya perfectamente previsibles, y hubo de esperarse una década más para leer críticas de fondo y no meras insinuaciones vergonzantes sobre detalles corregibles en la incuestionable excelencia progresista del sistema. La dificultad de publicar artículos de libre y discordante opinión se hizo cada vez más aguda, hasta que cualquier posibilidad se vio pulverizada por los intereses creados y el populismo ambiente.
Parte de este material se incluye en la presente obra.
-ROSÚA DELGADO, Mercedes:
Artículos directamente relacionados con Educación y Cultura
-De la utilización política de la Enseñanza Media. Diario El País. 28 de junio de 1984.
–La Reforma, una pantalla de humo más. Revista de Enseñanza Media. Febrero de 1985.
–Crónica desde Londres. Diario El País. 2 de febrero de 1988.
–Enseñanza Media: de la guardería a la jungla. Diario El País. 2 de marzo de 1993.
–El final de la censura. Diario YA. 9 de junio de 1993.
–La estafa de Educación, I y II-Diario YA. 31 de octubre y 1 de noviembre de 1994.
–Parchís para todos-Diario YA. 4 de octubre 1995.
–Educación y miedo-Diario YA. 16 de enero de 1996.
–Generaciones del 98-Diario El Mundo. 10 de abril 1998.
–El indio y Murphy-Boletín del Colegio de Doctores y Licenciados. Octubre de 1999. Madrid.
–Cultura en el Exterior: La Ley implacable del Economato. www.docencia.com- Febrero de 2001
–Reparto de consignas. www.docencia.com- Septiembre de 2000
–Todo sobre el rodillo. www.docencia.com- Junio de 2000
–Comité de recepción. www.docencia.com- Diciembre de 2000
–Miedo a cobrar. www.docencia.com- Marzo de 2001
Articulos sobre otros temas
–La metodología del genocidio. Revista de Derechos Humanos. Madrid, Abril-Mayo de 1985.
–¡Ay de los vencedores!. Diario YA. 23 de junio de 1993.
–Medio siglo en la ópera. la Revolución Cultural. Diario ABC. Madrid, 26-12-1993.
–Camboya, la probeta rota. Diario Ya, Revista del domingo. Madrid, 30-10-94.
–España vista desde el exterior. Diario YA, 29 de enero de 1995.
–Eurasia: la frontera del Este. Diario Ya, Revista del domingo. Madrid, 5-02-95.
–La foto tenía un precio. Diario YA, 29 de enero de 1996.
–La edad de la razón. Diario YA, 19 de marzo de 1996.
–Tribu 2, individuo 1. www.docencia.com- Junio de 2001.
-Capítulo I: Recuerdo de China- p.2
-Imperio y periferia- p.6
-Lengua y pensamiento- p.16
-Segundo Viaje al Oeste- p.23
-Plataforma continental- p.46
-Marea baja- p.57
-Cambio de archipiélago- p. 63
-Historias- p.71
-Cajas chinas- p.96
-Tierra adentro p.104
-La ausencia de Heródoto- p.114
-La sonrisa de Aristóteles- p.136
Veinte años son todo- p.156
–Capítulo II: Tiempo de chantaje– p.174
-Brindis- p.175
-Y el Verbo se hizo izquierda- p.180
-Añoranza de Camboya- p.189
-La máquina de infantilizar: p.195
-Techo de posibilidades y techo de aspiraciones- p.197
-Imagen de sí y realidad- p.198
-Presencia y eficiencia- p.200
-El alumnado de la Administración- p.201
-La línea de sombra- p.202
-Solidaridad y corporativismo- p.204
-El profesor objeto de fijaciones- p.206
-Contra la panacea decimonónica- p.210
-La revolución sin revoluciones- p.212
-De la toma indolora de un Palacio de Invierno- p.213
-La tecnificación del Humanismo- p.217
-El derecho a la autoestima- p.217
-El techo de posibilidades de los alumnos- p.220
-Café y ordenadores- p.222
-Milenarismo, productividad y paro- p.223
-Palabras, palabras- p.227
-La reconversión educativa- p.229
-El Profesor-providencia- p.235
-Mitos y sindicatos- p.239
-La penalización individual- p.237
-La isla y la botella- p.238
-¿Quién teme a la lingua franca?– p.245
-El temor de Huxley- p.246
-Diario de a bordo- p.247
-Capítulo III: Las Islas Felices– p.252
Apéndice bibliográfico- p. I
Índice
[1] El nombre de esta ciudad puede encontrarse, en alfabeto latino, con las grafías Xian, Xi’an y Sian.
[2] LU SIN La mauvaise herbe. Traducido del chino y comentado por P. Ryckmans.
[3] Mao Tse-tung: Intervenciones en la conferencia de Yenán sobre arte y literatura.
1 Las disposiciones y citas se encuentran en el diario oficial Renmin Ripao, en L. A. Orleans Profesional Manpower and Education in Communist China y en S. Aray Les cent fleurs.
1 BEAUVOIR, Simone de La Larga Marcha.
1 SHIRK, Susan: The 1963 Temporary Work Regulations for full time Middle and Primary Schools. Commentary and translation. The China Quartely nº 55-1973.
[4] Luttons pour l’établissement d’une université scientifique et technique socialiste-Ed. en Lenguas Extranjeras de Pekín.-1970.
[5] LEYS, Simon-Ombres chinoises.
1 En 1973 el sueldo asignado a la cooperante era 460 yuanes mensuales, unas 14.000 pts, de las cuales se podían reservar 7000 en divisas.
1 Documentos del X Congreso Nacional del Partido Comunista de China-Ed. en Lenguas Extranjeras. Pekín 1973.
1 Se recuerda que un yuan equivalía, en 1973, a unas 30 pesetas.
1 Conviene recordar que todos, al expresar su edad, cuentan, según el método chino, el año en curso. En Occidente sería un año menos.
1 Galazs, Étienne. La bureaucratie céleste.
[6] J. P. FAYE La crítica del lenguaje y su economía.
[7] J. P. FAYE Op. Cit.
[8] George ORWELL: Such, such were the Joys.
[9] K. F. FAN: La Revolución Cultural China.
[10] K. H. FAN: La Revolución Cultural China-Sumario del foro sobre el trabajo literario y artístico en las fuerzas armadas convocado por la camarada Chiang Ching por encargo del camarada Lin Piao.
[11] Evgueni EVTUSHENKO: Autobiografía precoz.
[12] Evgueni EVTUSHENKO-Op. Cit.
[13] George ORWELL: Ensayos escogidos. Reflexiones sobre Gandhi.
[14] George ORWELL: 1984
[15] El reproductor de alta fidelidad de las obras de Mao es el intérprete y acompañante oficial asignado a la periodista por el Gobierno chino.
[16] George ORWELL-1984
[17] Los subrayados están en el original y son citas de Mao Tse-tung.
[18] HERÓDOTO:-Historia. Libro III.
[19] PIN YATHAY-L’utopie meurtrière. Un réscapé du génocide cambodgien témoigne. (traducción de la autora).
[20] CADALSO, José-Cartas Marruecas.
[21] SAN AGUSTÍN: Confesiones. Ed. Altaya S. A.-1973. Barcelona.
[22] It es una de las más conocidas novelas de terror de este autor. La traducción de su título al español es Eso, e indica un ser extraño y abominable.
[23] Humanismo y Economicismo: Dos concepciones de la Educación. Diario El País-17-11-81.
[24] KADARÉ, Ismaíl- Diario ABC-13-4-2000
[25] GORZ, André: La banalidad del pleno empleo.-Diario El País-29-5-1983
[26] PORTA, Miguel: Paul Lafargue cabalga de nuevo-Diario El País-16-1-1983
[27] POIROT-DELPECH, Bertrand; comentario del libro Le sanglot de l’homme blanc, de Pascal BRUCKNER-Diario Le Monde-Paris, 27-5-1983.
[28] FRANKE, W. Herbert: Ypsilon Minus.
[29] VOSLENSKY, Michael: La Nomenklatura.
[30] Diario ABC: 30-3-2001
[31] MONCADA, Alberto: La Enseñanza Media en crisis. Diario El País. 9-4-1983
[32] MEC: Hacia la reforma: Documentos de trabajo. MEC Julio 1983
[33] SEGOVIA, José, Director General de Enseñanzas Medias-Diario El País-10-9-1983
[34] Hacia la Reforma-Documentos de trabajo-MEC-julio de 1983.
[35] G. JACKSONS: Vigencia del Krausismo-Diario El País-26-2-1984
[36] Hacia la Reforma-Documentos de trabajo-MEC, julio del 83
[37] MASCHINO, Maurice: Vos enfants ne m’intéressent plus. y Voulez-vous vraiement des enfants idiots?-Ed. Hachette- Paris. (traducción de la autora).
[38] KOESTLER, Arthur: Autobiografía, vol. 4-Ed. Alianza/EMECE
[39] A. DANCHIN: Le patrimoine génétique-Diario Le Monde, 23-1-1984 (traducción de la autora).
[40] Ricardo DE BURY (Richard AUNGERVILLE), obispo de Durham y Canciller de Inglaterra-Filobiblion. Trad. del latín por E. Pascual Martín.-Ed. Anaya. 1995. Madrid.
[41] Cuadernos de Pedagogía, nº 299-Feb. 2001
[42] LEVI, Primo: Los hundidos y los salvados.-Personalia. Muchnik Editores.2000.
[43] REVEL, Jean-François: Diario ABC, 24-11-2000 (entrevista sobre su libro La gran mascarada).
[44] ORTEGA Y GASSET, José: La rebelión de las masas.-Ed. Austral. 1997, Madrid.
https://www.elrincondecasandra.es/resumen/DIARIO DE A BORDO-RESUMEN
Además de no abandonar el barco, las ratas se han hecho con el mando de la flota. Los humanos, confusos y amedrentados por la sangrienta explosión y hundimiento del buque-correo y por la tenaz referencia al mítico y terrible Diktátor, les han entregado el poder y son galeotes en las naves. Algunos recuerdan entonces el PNP, Pobre No País, que antaño y con otro nombre les perteneciera.
Los PIF, Piratas Irredentos Fundamentalistas, y sus disidentes los PIL, Piratas Irredentos Libres, se enfrentan y toman partido. A ellos se suman periodistas, observadores internacionales y finalmente gentes llegadas en sus naves desde diversos lugares, todos ansiosos por observar el igualitarismo perfecto logrado por la nueva sociedad.
Se suceden las alianzas, traiciones, enfrentamientos y descubrimientos entre los recién llegados, el Gobierno Rátida oficial y oculto y la organización de Resistencia Galeote. Aparecen mercenarios y asimilados rátidas, colaboradores, simpatizantes de los rebeldes humanos, seres de indefinido carácter anfibio, profeta cósmico, grupúsculos humanos idealistas en busca de la igualdad total, amores inesperados, raptos, horribles torturas fonéticas, rescates, agentes dobles, héroes, espías, armas insólitas, náufragos felices,
La epopeya está servida.
DIARIO DE A BORDO
Además de no abandonar el barco, las ratas se han hecho con el mando de la flota. Los humanos, confusos y amedrentados por la sangrienta explosión y hundimiento del buque-correo y por la tenaz referencia al mítico y terrible Diktátor, les han entregado el poder y son galeotes en las naves. Algunos recuerdan entonces el PNP, Pobre No País, que antaño y con otro nombre les perteneciera. Los PIF, Piratas Irredentos Fundamentalistas, y sus disidentes, los PIL, Piratas Irredentos Libres, se enfrentan y toman partido. A ellos se suman periodistas, observadores internacionales y finalmente gentes llegadas en sus naves desde diversos lugares, todos ansiosos por observar el igualitarismo perfecto logrado por la nueva sociedad.
Se suceden las alianzas, traiciones, enfrentamientos y descubrimientos entre los recién llegados el Gobierno Rátida, su presentación oficial y su devoción oculta y la organización de Resistencia Galeote. Aparecen mercenarios y asimilados a las ratas, colaboradores, simpatizantes de los rebeldes humanos, seres de indefinido carácter anfibio, un profeta cósmico, grupúsculos humanos idealistas en busca de la igualdad total, amores inesperados, raptos, horribles torturas fonéticas, rescates, agentes dobles, héroes, espías, armas insólitas, náufragos felices.
La epopeya está servida.
El Comité Central rátida ha organizado una presentación marítima a los medios internacionales. Reina la efervescencia en la sala de juntas. Mientras, pese a la sumisión creada por la apatía y el hábito, en los niveles inferiores circulan textos y noticias subversivas y mucho más lejos, en el escondido entramado subterráneo de la Cala de los Malditos, se hacen planes de sabotaje y de ataque, se reciben aliados, se preparan armas. Los dirigentes rátidas buscan mientras tanto apoyo e inspiración en el Salón de los Ritos Excitantes, en el que se entregan a la liturgia que los reafirma en su futuro y liderazgo.
A la nave capitana, escenario de los grandes actos gubernamentales, van llegando representantes de medios de comunicación y reporteros independientes; también personas de diferentes países atraídas por el nuevo sistema y nación que ha surgido y parece responder a movimientos e inquietudes igualitarias, respetuosos de toda vida planetaria y capaces de ofrecer alternativas salvadoras a los conflictos y tensiones. La evocación de un antiguo personaje prototipo del Mal, Diktator, planea sobre galeotes y concurrencia, siempre evocado por los jefes rátidas, que se atribuyen el mérito ancestral de la victoria sobre el monstruo y la instauración, tras un terrible atentado y su acceso al Gobierno, del durable imperio de la paz.
En el galeón principal no se repara en medios de luz, sonido, licores, gastronomía y dádivas para agasajar a los visitantes. La Jefe de Gobierno, Rata Primera, también llamada Rata Máxima e Igualísima, deslumbra y seduce desde el estrado. La acompañan Rata Segunda (Eminencia Gris), Rata Parda, a cargo de Propaganda y Comunicación, Rata Tercera (Ecónoma), Rata Mayor (Asuntos Municipales) y en segundo plano Rata Escribiente, Rata Pedagoga y representantes, distribuidos por la sala, de las Ratas de Guardia, el Comando Rataciclo, Ratas de Cloaca y la Policía del Silencio. Ameniza la función la Rata Cantora Pasta Supina.
Los licores, exhibiciones y la misma excitación y novedad del acto han producido visible embriaguez en buena parte de los asistentes. Una pareja de periodistas, Metáforos y Offing, sin embargo decide ir más allá de lo que se les ha presentado, toman contacto inesperadamente con la Resistencia Galeote, se adentran en los pasadizos clandestinos, descubren la lucha de los rebeldes, el rostro oculto del sistema rátida, y allí comienza también una sorprendente historia de amor entre uno de ellos y la rebelde Gal. Perseguidos luego por la escuadra rataciclo, logran burlarla y regresar a cubierta. Allí, impulsados por el instinto periodístico y la curiosidad, aprovechando la embriaguez de los vigilantes, se hacen con una chalupa y bogan hacia un navío con luces misteriosas. Así descubren el Galeón de los Ritos Oscuros. Son descubiertos, se hacen guiar para hallar la salida por un agente humano doble, peligran sus vidas y, rescatados de sus perseguidores ya en el mar por la rebelde Gabarra de los Lisiados, se los conduce a la Cala de los Malditos, donde Offing y Metáforos traban conocimiento con los organizadores del movimiento de la Resistencia, …..
……………………..
Diario de a bordo comenzó como un cuento de pocas páginas, un respiro, un divertimento necesario tras la densidad y la tensión de los libros anteriores. Ni siquiera era una fábula ni pretendía tener el menor significado. Era el placer de escribir y sonreír, de acoger a personajes que, al tiempo que aparecían en las letras, se veían también en imágenes. No iba a extenderse en su redacción más de unas semanas y veinte folios.
Ocurrió que los días y las líneas se alargaron, con intermitencias. Años. Aparecieron nuevos inquilinos de las páginas como quien llega a comer a una casa a la que en principio no ha sido invitado, y fueron capaces de llenar, si no un pequeño pueblo, sí un edificio.
Es un relato sin más pretensión que el instintivo hilo de deseo de libertad y felicidad que lo recorre.
Quien avisa no es traidor.
………………….
ÍNDICE
1-Con el diario en las manos.
2-El discurso del siglo XXI.
3-Consignas para un motín.
4-El salón de los ritos excitantes.
5-Oda rátida al episodio del buque correo.
6-La entrega de llaves.
7-El reparto del cofre.
8-El enviado de Piratas Irredentos.
9-Reparto de cargos.
10-Los Mercenarios Light.
11-Noticias internacionales.
12-La rampa viscosa.
13-Rueda de prensa.
14-Diktátor.
15-Gal
16-El Galeón de los Ritos Oscuros.
17-El cofre sin tesoro.
18-Camino de la Cala de los Malditos.
19-La Gabarra de los Lisiados.
20-Asamblea en la Sala Místico-Planetaria.
21-El dúo de la solución final.
22-La cruzada sexual.
23-Y en superficie…
24-La flota imperial.
25-El Congreso.
26-Himno del PIL
27-Confidencias.
28-Cónclave.
29-Las armas del Imperio.
30-Offing agente secreto.
31-El Hallazgo.
32-Traición y rapto.
33-Dulcita y el Imperio de la Felicidad.
34-Reparto de papeles.
35-Tercer grado.
36-El Foso de las Medusas Venenosas.
37-Duelos en Diktátor.
38-Hazañas Bélicas.
39-Asuntos de familia.
40-Santabárbara bendita.
41-De entre los muertos.
42-Lepóridos versus Mustélidos.
43-De Profundis
44-El final del imperio.
45-Testigos peligrosos.
46-Agitprop.
47-Desconcierto.
48- ¡Exclusiva! ¡Exclusiva!
49-El arma infantil.
50-Currículum.
51-La bandera engañosa.
52-Cuerpo a cuerpo-
53-Siempre nos quedará Diktátor.
54-Descubrimiento de la altura.
55- ¡Largad lastre! ¡Royendo amarras!
56-El mar era una fiesta.
57-El Club de la Eterna Venganza.
58-Gente’s News.
59-Migración
60-El Atolón de la Perfecta Igualdad.
61- Faros.
62-Los náufragos felices.
……………..
NOMENCLATURA
DE “DIARIO DE A BORDO”
-BABOR: Bien por antonomasia. Para los rátidas baborita es sinónimo de bueno.
-ESTRIBOR: Mal por antonomasia. Para los rátidas estriborita es sinónimo de malo.
RATAS:
-RATA PRIMERA, MÁXIMA, IGUALÍSIMA.
-RATA SEGUNDA: Eminencia Gris.
-RATA TERCERA: Ecónoma. Contabilidad, aprovisionamientos.
-RATA SECRETARIA.
-RATA PARDA: Propaganda, comunicación.
-RATA MAYOR: Asuntos municipales y administrativos. Delegada, a veces representante de Rata Máxima y aspirante a ocupar puesto semejante.
-RATAS DE LA GUARDIA: Una por galeote.
-COMANDO RATACICLO.
-CANTORA PASTA SUPINA.
-RATA PEDAGOGA: Directora del CORPUS NÍGRUM, formado por ratas pedagogas.
–MEDIALUNA ESPLENDOROSA. Seguidora incondicional y entusiasta.
-RATAS ARMA BIOLÓGICA: Apariencia dulce, peluche y mochilitas con peste bubónica.
-RATA PORTAVOZ DEL SECRETARIADO.
-RATA ESCRIBIENTE.
-RATAS DE CLOACA: Policía política.
-RATAS DEL SILENCIO.
-POLICÍA DEL SILENCIO.
–RATACICCLOS.
RÁTIDAS: REFERENCIAS, ASIMILADOS, ALIADOS Y/O ASPIRANTES A RÁTIDAS.
-DIKTÁTOR: Referencia temible continua. Antiguo dictador. Encarnación del Mal.
–GRAN CALAMAR INTELIGENTE: Espacial, líder cósmico. Juramento sagrado ¡Por el Gran Calamar!
-GORGONY: Sexy, sibila, ser ambiguo.
-MEDUSA BONDADOSA VENENOSA: Especie temible usada para torturar galeotes.
-DULCITA: Antes Dulce María del Escapulario. Nombrada Rata de Honor. Humana pero muy asimilada. Directora del Imperio de la Felicidad.
–KIMY: También denominada Ratafina y Pijirrata, Ayudante y joven sucesora de Dulcita. Humana pero colaboradora.
-KIM EL RADIANTE: Líder oriental, también llamado KIMYRATA III DEL NORTE.
-ASPIRANTES A RATAS.
COLECTIVOS RÁTIDAS Y COLABORADORES.
-A. U: ALCANTARILLAS UNIDAS
-RSI: RÁTIDAS SIN FRONTERAS
-ARM: ALIANZA RÁTIDA MUNDIAL.
-ML: MERCENARIOS LIGHT: Galeotes colaboradores ya muy asimilados, Mustélidos y PIF (Piratas Irredentos Fundamentalistas)
-MUSTÉLIDOS: Sicarios. Comadrejas, marta, hurón. Mercenarias, carnívoras.
-HLCE; HEROICOS LUCHADORES CONTRA ESTRIBOR. Partido de Ratas y Colaboradores.
-RIP: RÁTIDA INTERNACIONAL PLURALISTA.
-ARM: ALIANZA RÁTIDA MUNDIAL.
-TERMITEROS SIN DINERO.
-POLILLAS UNIDAS.
-PEQUEÑOS GUARDIAS CARMINÁCEOS.
PIRATAS
-PI. PIRATAS IRREDENTOS. Se dividen en:
1)-PIF: PIRATAS IRREDENTOS FUNDAMENTALISTAS.
2) PIL: PIRATAS IRREDENTOS LIBRES.
-ILUMINADO MAGNÍFICO: Jefe y líder político-religioso de los PIF.
-DIOS DEL ABURRIMIENTO SUMO: Adorado por los piratas irredentos fundamentalistas.
-CLERO TINTA NEGRA; Familiarmente llamado Del Chipirón. Temibles, policías religiosos del pirata Iluminado Magnífico.
-MUERTESANA: Antes llamado primero Buitre Reticente, luego Azor Espléndido. Caudillo de Iluminado y de los piratas PIF. Colaborador de las ratas. Hijo de papá rico de las dunas de uranio. Antagonista de Muerte Súbita, al que envidia. Sueña con el paraíso VIP.
-MUERTE SÚBITA: Jefe PIL. Se une a la rebelión galeote. Pareja de Angelina, pirata prófuga.
-ANGELINA: Pirata prófuga unida a los PIL. Pareja de Muerte Súbita.
GALEOTES, ALIADOS, AFINES E INDEPENDIENTES.
–GALEOTES.
-RESISTENCIA GALEOTE: Prófugos, rebeldes.
-KRAKY: Antes Remo nº 24
-ORKY: Antes Remo nº 32
-ÓSKAR: Hermano de Orky. Antes Remosumiso nº 14. Colaborador con las ratas, policía, prófugo y luego traidor.
-OFFING: Periodista de Albinia.
-METÁFOROS: Periodista de Megas Musakia.
-GAL (GALERNA): Antes galeote. Resistente. Pareja de Offing.
-ANGELINA: Ex pirata, prófuga. Pareja de Muerte Súbita.
-MUERTE SÚBITA: Jefe PIL (Piratas Irredentos Libres).
-PESOFIJO: Antes Remo nº 45.
-GLAMY: Chica de Óskar.
-SEGIS: Antes Remo 72. Intelectual.
-CHICAS DE LA TÉCNICA: Antes galeotes en la sala de máquinas.
-HESTON: Antiguo encargado de los Almacenes de Memoria.
-LEPÓRIDOS.
-EXTRANJEROS DIVERSOS, NAVEGANTES, PERIODISTAS.
-L S LUIS FERNANDO: Joven idealista antes miembro del BUM (Víctimas Unidas Mundial, B en vez de V por solidaridad con Víctimas de la Ortografía).
-EL EXILIADO: Huido de la opresión de género del Ducado de Mariburgo.
PAÍSES
-EURALIA: También llamado Continente de las Abominaciones Individuales.
-PNP: Pobre No País.
-ALBINIA.
-CAMEMBERIA.
–MEGAS MUSAKIA.
-NEVONIA.
-DUCADO DE MARIBURGO.
-OCEANIAS.
-ALBINIA OCEÁNICA.
-DOLARIA.
-TEUTONIA.
-DUNAS DE URANIO: Reino de Oriente Medio.
TOPÓNIMOS, HABITANTES Y LENGUAS.
-BUTIFALIA: Insaciables del Rincón Este.
-BUTIFALANA: Lengua hablada en Butifalia.
-BIPS: BRINCADORES INCESANTES PURASANGRE, también llamados Purasangre de la Montaña Norte y Montaraces Boinapétrea.
-PENÍNSULA DEL SUBSUELO FELIZ: Antes llamada Madre de la Sed.
-CUEVA DEL LASTRE.
-CALA DE LOS MALDITOS.
-ATOLÓN DE LA PERFECTA IGUALDAD.
-COSTA DE LAS BRUMAS.
-CUEVA DE LOS PRÓFUGOS.
COLECTIVOS
-BABORITAS: Los buenos por definición, utilizados como referencia del Bien por los Rátidas.
-ESTRIBORITAS: Los malos por definición, utilizados como referencia Mal por los rátidas.
-BUM: VÍCTIMAS UNIDAS MUNDIAL. V cambiada en B por solidaridad con Bíctimas de la Ortografía.
-CLUB DE LA ETERNA VENGANZA.
-CLUB DE VÍCTIMAS.
-LOS ANTIFOREVER.
-IGUALDAD RESIDENCIAL.
-SSS: SALVEMOS EL SISTEMA SOLAR.
-HERMAFRODITAS RADICALES.
-ECOLOGISTAS IMPLACABLES.
-NATURALISTAS FÉTIDOS.
-ASOCIACIÓN DE OPRIMIDOS INCONTABLES.
-QUEJOSOS’ POWER.
-CONEJILLAS DEL DUQUE: Pueblo vasallo del Duque Lanzaflorida.
-CONEJILLOS DEL DUQUE: Pueblo vasallo del Duque Lanzaflorida.
NAVES
-GALEÓN DE LOS RITOS OSCUROS
-GALERA MÍSTICO-PLANETARIA.
-GALERA DE APROVECHAMIENTO DE RECURSOS HUMANOS.
-GALEÓN DE CASTIGO.
-ALMACENES DE MEMORIA.
-BUQUE CORREO.
-YATE DEL PUEBLO.
-ALEGRE GALERA DE LA RERVOLUCIÓN GRATUITA.
-GABARRA INJFANTIL MIKY RATY.
-FLOTILLA LAMENTÁBILIS
-BUQUE-ESCUELA.
–GABARRA DE LOS LISIADOS.
-VARIADA FLOTA EXTRANJERA.
-EMBARCACIÓN DE LOS NÁUFRAGOS FELICES.
-CUEVA DEL LASTRE.
-CALA DE LOS MALDITOS.
-ATOLÓN DE LA PERFECTA IGUALDAD.
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Y ahora, ¿qué va a ser de nosotros sin bárbaros?
Esas gentes eran, al fin y al cabo, una solución.
P. Cavafis: “Esperando a los bárbaros”
Los capítulos de De la Transición a la Indefensión. Y Viceversa» pueden leerse cada uno, dada su estructura, como artículos aunque el libro en sí tenga un desarrollo progresivo y lineal.
Capítulos del libro De la Transición a la Indefensión. Y Viceversa.https://www.elrincondecasandra.es/transiciones/
A la transición pacífica, desde un régimen dictatorial a otro realmente parlamentario elegido con todas las reglas del sufragio universal y las normas electorales, sucedió rápidamente en España la generación y mantenimiento de una estructura oportunista, incrustada en la deseable y genuina, de carácter esencialmente parásito, autolegitimada por la mitificación como el Mal absoluto del régimen anterior y sostenida por (cap. 1 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa» Continue reading
En la España de las postrimerías del franquismo, en los años setenta y principios de los ochenta, hubo un primer proceso admirable por su pacifismo. Pero a la Transición A, la genuina, basada en valores tan positivos como el general deseo de concordia y la búsqueda del bien común ciudadano enmarcado en instituciones estables, libres, democráticas y similares a las de los países desarrollados europeos, siguió con lamentable rapidez la Transición B, que se desarrolló a partir y en el cuerpo mismo de la anterior, aunque con miras opuestas. Se sustenta en la elaboración y capitalización del antifranquismo como mito legitimador, y esto a todos los niveles, (cap. 2 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa») Continue reading
De la categoría a la anécdota: La ignorancia, vagancia y desánimo plañidero es la generosa cosecha de una vasta y pertinaz siembra, el fruto del filtro a contrario favoreciendo la mediocridad por decreto y la generalizaciónde la ingeniería social basada en el victimismo, extraordinariamente rentable en tramos electorales de corto plazo y gran control de los canales comunicativos. Por ejemplo: No existe una maquiavélica conjura para lograr que los estudiantes nada sepan, que (cap. 3 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa») Continue reading
Se trata del pensamiento, el saber, el sabor inconfundible de la excelencia que puede alcanzar lo humano. Los territorios de altura alguna vez, pese a todo, avistados son eliminados prestamente por la amnesia inducida cuando no por la denigración en nombre del igualitarismo. Están vetados la energía y el tiempo que debieron dedicarse a la reflexión, a la conciencia de la dificultad y el esplendor del razonamiento y de lo abstracto, a la imprescindible humildad del reconocimiento en otros de la grandeza que es el único camino para desarrollar la propia. Se les ha robado la riqueza y autonomía que dan lo aprendido, Continue reading
La cárcel, en la que aún se vive, ha durado demasiado tiempo. Ya, como el exoesqueleto de los artrópodos, no resulta cómoda y oprime por todos sitios al cuerpo social. Además comienza a escasear el rancho. Las premisas que, como las dos grandes puertas del Juicio Final, marcaban camino y categoría a justos y a réprobos, simplemente no eran ciertas, nunca lo fueron. Pero de ellas se amamantaron ideólogos y activistas, (cap. 6 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa») Continue reading
Democracia e Igualdad: conceptos cargados en principio de dignidad e intenciones nobles no sólo se han vaciado, sino que se utilizan favoreciendo a sus contrarios, y transformándolos así en armas peligrosas para los principios que nominalmente defienden. Las más añejas tiranías, los asesinos legales más longevos, los sistemas a los que no les caben los muertos en ningún armario, las más letales dictaduras se han bautizado a sí mismos y cara al mundo comoDemocracias Populares, (cap. 7 de «De la transición a la Indefensión. Y viceversa») Repúblicas Democráticas y Líderes del Pueblo.
No se trata de la obra clásica de Sun-Tzu, que analizó en la China del siglo IV a. C. todos los factores de la estrategia bélica con la sabia finalidad de vencer sin luchar, pero existe hoy un nuevo Arte de la Guerra que tiene con el antiguo dos puntos en común: la utilización del miedo y la difusión de una moral dominante que permita someter sin dar batalla. Se trata simplemente del aprovechamiento de la guerra, (cap. 8 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa») Continue reading
Nunca había sido tan rentable como en el siglo XX, y particularmente en España, declararse nacionalista, poner en pie todo un vasto edificio burocrático, enviar propaganda y propagandistas por el ancho mundo, nutrirse, como en el caldero mágico de Asterix, del cocimiento inagotable de los ancestrales agravios, (cap. 9 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa») Continue reading
El absurdo, elevado a categoría y por ello difícilmente atacable, impregna las expresiones culturales de la vida española con una violencia coercitiva que condena al ostracismo a los escasos disidentes. No de otra forma se explica la inacabable y fiel repetición de los mismos tópicos especialmente visible en (cap. 10 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»)
La maldición, aparentemente ancestral e inexplicable, que condena a España entre los países a ser aquél al que, como el del Ulises de Cavafis, es mejor llegar lo más tarde posible (o quizás no llegar), aquél del que incluso hay que renegar y rechazar cualquiera de los normales símbolos que utilizan sin complejos todas las naciones no es tópico inasequible al análisis. Sobre todo no si se van anotando sucesivos beneficiarios y circunstancias. cap. 11 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa») Continue reading
Cuando la corrupción es institucional, legal y sistemática para mantener el estado de cosas se impone una liturgia periódica de denuncia virtuosa. Hay que esconder, tras una fanfarria de hechos puntuales centrados en el delito personal, la colosal ruina del empleo estúpido, interesado y estéril del erario público, la financiación de obras pretenciosas y prescindibles, la permanencia del timo legal, la multiplicación de minigobiernos, cortes y satrapías. (cap. 12 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa») Continue reading
Paralela a la España a secas, al país en el que se ha hecho todo lo posible para eliminarlo como tal de la percepción, del uso mismo de su nombre y de sus símbolos y tradiciones, existe la España B, construida según guión y a efectos de uso. Para su difusión en el extranjero se han gastado sumas ingentes y no se ha reparado en esfuerzos. Naturalmente se obtienen, y esperan conseguir una parte y otra allende y aquende, dividendos considerables. Es la marca B export, (cap. 13 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»)
Que se haya erigido en icono español de renombre mundial la lucha de todos contra todos a base de tomates no deja de ser adecuada metáfora del país. Aquí moros y cristianos, toreros y miuras son reemplazados por el sanguíneo producto hortícola que encuentra así una muerte más honrosa que acabar en una lata, (cap. 14 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»)
El romanticismo resiste mal la prueba del Cui prodest?, que consiste en observar prosaicamente el por qué, a quién y en qué han beneficiado las iniciativas que se creían fruto de impulsos idealistas más o menos loables y generosos aunque con frecuencia fallidos. No hay tales nobleza de miras ni inocencia; ni siquiera (cap. 15 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa») Continue reading
La realidad es bastante menos romántica que sus versiones bipolares al estilo del cómic. Desde muy pronto la Transición, indefinida y abierta por sus propias definición y naturaleza, comenzó a generar cultivadores, defensores y gestores de lo más bajo en formas de ser y de actuar de individuos y de sociedad, en una imposición de la fealdad, la inanidad profesional y formativa y la banalidad, ignorancia y grosería como normas; una especie de clubes de orgullos agresivos, marginales y gratuitos Continue reading
Aunque el conflicto español entre la realidad y el deseo subvencionado (parafraseemos al poeta) es de peculiar gravedad no es único. Europa y por extensión el área de forma de vida con tradición occidental viven una sucesión de transiciones que encierran las unas a las otras como muñecas rusas. La ignorancia histórica de un pasado bastante reciente y que no debería ser olvidado junto con el halago popular en periodos gubernamentales de cuatro años ha impuesto la gratificación inmediata y la exigencia del (cap. 17 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa») Continue reading
El totalitarismo parcelario de España es el del esperpento. Véanse proclamas entusiastas cuya incongruencia es de una estupidez tal que es difícil creer que se hayan pronunciado en serio: Alianza de Civilizaciones, según la cual tanto
valdría la lapidación pública como el hábeas corpus, Prefiero morir a matar en boca de un Ministro de Defensa que, por supuesto, está cobrando por serlo, Oficina de Ideología de Género conveniente y lujosamente instalada en la ONU, Ministerio de Igualdad en el frontispicio de un edificio público (que no en una página de Orwell). Pero el volumen mismo de la estulticia oculta el del dinero que esto permite atesorar a los rentistas del invento. Nada hay de inocente, (cap. 18 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa») Continue reading
Quien salga de la Estación de Atocha, en pleno centro de Madrid, tal vez repare, aunque es poco probable, en que en la plazoleta se alza un cilindro de poca altura. No pasará junto a él porque está fuera del acceso de los peatones y del tránsito habitual. Se alza sobre un reborde de hormigón mordido por el tráfico y su fealdad de superficie envejecida contrasta con sus vecinos, la hermosa planta de la antigua estación remodelada y el airoso frente del que fue Ministerio de Agricultura. Podría ser el respiradero de alguna obra subterránea, el acceso a un parking o la gran funda en plástico de burbujas (cap. 19 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»)
En el Parlamento español, Las Cortes, faltan retratos. De las salas cuelgan los de cada presidente y ministro, pero frente por frente, en la pared opuesta, podrían alinearse otros; aunque, por el desprecio cosechado, tal vez hallarían mejor hueco en el dibujo de la alfombra. Sobrenada en el imaginario, por su insignificancia, el de un señor pequeño y nada joven. Va vestido con aseo, peinado hacia atrás el escaso pelo gris sin implantes. Lleva con esfuerzo una bandera española. Hay poca gente en la plaza madrileña, es una de tantas manifestaciones de víctimas del terrorismo. El señor está solo, y digno, (cap. 20 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa») Continue reading
La sensación de omnipotencia discurre, actualmente, paralela al peculiar, difuso, continuo sabor a indefensión profunda. Tal cosa parece, en principio, imposible por lo contradictorio: No lo es. Ambas corrientes coexisten. Todo puede saberse, mucho está al alcance de la mano, más todavía espera, en cuestión sólo de tiempo, ser clasificado y puesto en su casillero. Cada día es el final de la Historia, universal y propia, incluso la del recorrido mental por un cosmos cartografiado (cap. 21 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa») Continue reading
Al menos el pequeño ciudadano no está solo. Nunca se encontró más acompañado y su angustia vital correspondería a l’embarras du choix, como dirían los franceses, a la dificultad de elegir entre las múltiples ofertas para emplear el ocio, los cientos de amigos virtuales, los senderos que se ramifican ante él a cada paso ofreciéndole algo, y alguien, mejor que lo que tiene. La disponibilidad infinita de un medio que se abre ante él como la barra libre en un inmenso supermercado choca frontalmente con (cap. 22 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»)
En un vertiginoso descenso tierra a tierra, se descubre que la indefensión y sus variantes, el Clan Parásito, el Gran Hermano Dual, el Chantaje Zurdo, en el que se atribuye el monopolio metafísico del Bien a un ente llamado Izquierda, la especial negatividad centrífuga que, como una maldición genética, parece cebarse con España no son sino fenómenos coyunturales y perecederos cuya dimensión agiganta la ausencia de competidores explícitos, la reiteración de los tópicos y el aparente fatalismo del pensamiento fácil. Las técnicas para su erradicación son simples. (cap. 23 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»)
La pobreza del discurso es inseparable de la pobreza política, intelectual y social. Es inimaginable un Winston Churchill que se moviera con las muletas izquierdas/derechas. Si se hiciera pagar prenda en tertulias, televisiones, radios, aulas, editoriales y redacciones de periódico cada vez que se utilizan las palabrasderecha, izquierda, progresista y reaccionario sin explicar a qué actos corresponden se habría dado un primer paso para la necesaria eliminación del gran tirano anónimo (cap. 24 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»)
El terrorismo islámico llega para ser coronado como Rey antisistema, la antítesis vengadora de Estados Unidos, adornado de la fascinante y simple pureza del guerrero que sólo aspira a matar y a destruir la organización existente, que ofrece la seguridad de un credo de sumisión absoluta, la embriaguez de esa forma suprema de placer que es el poder de infligir terror y sufrimiento. Ocupa el hueco de iconos ya ajados de las esferas comunista, anarquista y neonazi. (cap. 25 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»). Continue reading
La irracionalidad confortable está bien provista de armas no por toscas menos eficaces. Con profusión, por su carácter de bandera gregaria ajena al análisis concreto se airean regularmente los banderines de enganche de palabras-icono del tipo de paz, guerra, aborto, género (en el sentido sexual). Su finalidad, ajena por completo al examen específico de problemáticas y a la toma beneficiosa y correcta de decisiones, no tiene más fin que precipitar en el líquido social elementos que se precisa, para manejarlos, que sean contrarios, antagónicos y empapados de la adrenalina adecuada a la exhibición de apoyo. (cap 27 de «De la Transición a la indefensión»). Continue reading
Es tiempo de ideas versus tiempo de tribus. La red ratonil es aún voraz pero también caduca. Antes de la plaga de las clientelas de la utopía, las utopías existieron. Como indicara Leonardo, cuanto se distingue y no pertenece a la Naturaleza ha sido primero una idea en una mente, para ir materializándose luego en lo que forma, con sus luces y sus sombras, cultura y civilización. Todo fue creación en alguien, (cap. 29 de «De la Transición a la indefensión. Y viceversa»). Continue reading
España no es ciertamente la única embarcada en cambios perceptibles de etapa, ni tiene el copy right del producto Transición. Aquello a lo que ella se enfrenta con la sensación inconfundible de paso a otra época sucede también en diversas medidas en el área occidental a la que pertenece, mientras que en el resto del mundo cada cual intenta resolver a su vez contradicciones que recuerdan a los dolores de crecimiento de los adolescentes. Tal vez se trata del fin de la infancia del que hablaba Arthur C. Clarke, del paso de la omnipotencia infantil al sano, y a la larga mucho más gratificante, principio de realidad. (cap. 32 de «De la Transición a la Indefensión»). Continue reading
De la Transición a la Indefensión. Y Viceversa. –Mercedes Rosúa
ISBN: 978-84-9949-876-8. Ed. Liber Factory-Madrid 2016
Sinopsis
En la palabra Transición, que se ha transformado en un icono coyuntural y españolizado, se engarza en este libro un texto fundamentalmente literario que considera las distintas, relacionadas y mudables situaciones de un mundo agitado por la aceleración de la Historia.
Las causas de indefensión individual, auténtica o simplemente percibida como tal, son diversas pero han alcanzado, con técnica, comunicaciones, clientelismo subvencionado utópico y servidumbre a dualidades preceptivas, una extensión y fuerza sin precedentes.
Es en esto fundamental la cárcel verbal, ideológica, fuertemente coercitiva, de las falsas dualidades. Derechas/Izquierdas, trabajadores/burgueses, progresistas/reaccionarios son marchamos ajenos a actos concretos, a momentos históricos y a análisis y nomenclaturas sociológicas determinados. Se trata simplemente de un mecanismo de chantaje y dominio que en el caso de España, particularmente vulnerable, se duplican con la amenaza de los calificativos de franquista, fascista, elitista o poderoso, eficazmente cargados con la munición del ostracismo y segregación profesional, laboral, cultural y social. Su uso como arma ofensiva ha garantizado la obtención de beneficios sin relación con los propios méritos y ha actuado como eficaz mecanismo de censura interna y externa.
Las dualidades ficticias, de por sí sólo aplicables como nomenclatura útil en estudios de sociología e historia, han pasado interesadamente a erigirse en dogmas, entes de razón dotados de una existencia propia que presidiría, a través del tiempo, la clasificación de personas, sectores, obras e ideas. Instrumento esencial para ello ha sido el robo de la Educación basada en conocimientos y adquisición de cultura y de conciencia del valor intelectual y del esfuerzo, para sustituirla por una imposición de los mínimos comunes denominadores y la fabricación de banderías gregarias y tribales. Esto ha ido minando y destruyendo los fundamentos del edificio educativo y de la herencia del saber en el espacio y en tiempo, para sustituirlos por una amalgama ocasional y oportunista de puntos resaltados, según consignas del momento, que carecen de sentido de causalidad, responsabilidad, rango de valores y cronología lineal.
Paralelo e imbricado en ello se ha impuesto, especialmente en España a causa de su débil flanco de guerracivilismo interesadamente cultivado, un mecanismo dual ávido e incesante de creación, mantenimiento y multiplicación de clientelas que a su vez aseguran con su fidelidad la prosperidad de sus creadores.
Esto ocurre en una época en la que a la vez se dan, globalmente, la sensación de omnipotencia y ubicuidad más absolutas y la más inusitada indefensión individual, simultáneas ambas como consecuencia del vertiginoso paso a la era digital y del precio a pagar por él. Nunca el individuo había sido tan dependiente de una técnica que escapa, en todas las facetas de la vida cotidiana, a su control. Enfrentado además a un universo del que, de repente, conoce la cartografía, detalles, tiempo desde su formación y quizás multiplicidad de sus existencias, la transición técnica y cósmica deja al limitado ciudadano de la Tierra sujeto al optimismo de rigor por el avance de la ciencia pero también a las eternas preguntas existenciales.
Sin embargo, una vez liberados –y es perfectamente factible- de la peste dual y su masa parásita, la amplitud de posibilidades que se abre a una España, una Europa, a las poblaciones víctimas de una dualidad asesina en los mal llamados países árabes y al vasto y laborioso horizonte de Asia es inmensa. Porque, recuperadas las Luces de la Razón, el análisis de los hechos concretos, los derechos y deberes de la persona y la conciencia de los precios que hay que pagar por la mejor y más libre forma de vivir que llamamos civilización (inconfundible cuando falta), el mundo y sus habitantes se mueven, en sus aceleradas transiciones sin las trabas de las clientelas inútiles y su peso muerto, hacia la necesaria recuperación del individuo.
Mercedes Rosúa Delgado
DE LA TRANSICIÓN A LA INDEFENSIÓN.
Y VICEVERSA
ÍNDICE
1-Transiciones.
2-Cómo fabricar transiciones (paga tribus y tendrás muchas).
3-La estupidez sin esfuerzo.
4-La Enseñanza como botín.
5-Educación para la indefensión.
6-Salir de la cárcel.
7-Totalitarismo light.
8-El nuevo arte de la guerra.
9-Del latín al bable.
10-La Era de la Marmota.
11-Historia de dos postguerras.
12-Sabiduría oriental o cómo acabar con las corrupciones.
13-Del Romanticismo y sus estragos. España parque temático.
14-La catarsis de la tomatina.
15-Variantes del Cui prodest?
16-El filtro inverso.
17-De transiciones y de muñecas rusas.
18-Del esperpento a la tragedia.
19-El Monumento al Olvido-11 M.
20-Galería.
21-El ciudadano de Piranesi.
22-La postmodernidad universal.
23-Hay vida ahí fuera.
24-Liberación.
25-Yihadismo y nueva dualidad.
26-El mundo “árabe” y su indefensión. Yihadistas honorarios.
27-En busca del individuo perdido.
28-Rescate.
29-Tiempo de ideas.
30-Tiempo de precios.
31-Transición final de trayecto.
32-Un mundo de transiciones.
Fotografías y portada de la autora
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Y ahora, ¿qué va a ser de nosotros sin bárbaros?
Esas gentes eran, al fin y al cabo, una solución.
P. Cavafis: “Esperando a los bárbaros”
Transiciones
A la transición pacífica, desde un régimen dictatorial a otro realmente parlamentario elegido con todas las reglas del sufragio universal y las normas electorales, sucedió rápidamente en España la generación y mantenimiento de una estructura oportunista, incrustada en la deseable y genuina, de carácter esencialmente parásito, autolegitimada por la mitificación como el Mal absoluto del régimen anterior y sostenida por la publicidad cultural y mediática. Esto ha consistido, y en buena parte aún consiste, en crear tribus que cobran por el hecho de serlo y en favorecer la proliferación de clientelas basadas específicamente en la ausencia de mérito propio y en el monopolio de un poder que se basa en los privilegios de comisariado social, en la unificación de cultura y educación según los tipos de propaganda y en la difusión del temor al ostracismo y la represalia.
La diferenciación rentable, crear tribus y pagarlas por serlo ha sido, desde muy pronto, la argamasa más asiduamente utilizada por arquitectos y albañiles de un entramado pseudoestatal hispano que ha crecido abrazando y asfixiando el árbol original de la Constitución. Siempre bajo el paraguas de proclamas utópicas finalmente a cargo del tesoro público, la metodología se basa en generar, delimitar, favorecer y blindar a grupos a los que se hace beneficiarios y deudores de inmerecidas cuotas de privilegios. Es exactamente la antítesis del Estado de Derecho compuesto por individuos sólo iguales ante la Ley y los derechos cívicos, pero que deberán lo que cada uno obtenga a sus dotes, obras y merecimientos.
La fábrica de fidelidades recibe apoyo y procura seguridad durante un espacio de tiempo, que en España se extiende desde el comienzo de los años 80 del pasado siglo hasta la actualidad, mientras existan fondos para ello. Si la estructura de clanes creada ad hoc persiste y prospera durante décadas, es porque la censura, en buena parte interna y asumida, ha impedido, no ya la denuncia, sino ni siquiera la verbalización de lo que sucede. La implosión, cuando llega, simplemente va haciendo saltar las mallas del tejido. Se carece incluso de terminología para la descripción de un estado de cosas que la percepción omite o justifica.
Las tribus prestamente generadas por el alter ego parásito de la Transición española se han formado con elementos cuyo denominador común es la falta de valía que justifique el puesto, prestigio, dinero, preeminencia e inmunidad de los que gozan. Nunca se componen de individuos en un contexto de igualdad ciudadana, no se trata de personas diferenciadas ni de obras concretas sometidas directamente a observación. Pertenecen a la iglesia terrenal de la Clase, la etiqueta política, el Opresor o el Oprimido, el Privilegiado o el Rebelde. La tribu puede serlo por el lugar que habita, por mitologías etnológicas, por hablas locales, por la opción y el género sexuales, por la inferioridad profesional, intelectual, social entendidas como rasgo meritorio, por la marginalidad. De forma que, lejos de paliar deficiencias, favorecer el desarrollo y aspirar y hacer aspirar a mejoras, lo que se potencia es la selección inversa y la multiplicación de lo peor en todos los aspectos, la dictadura del miembro, anónimo e irresponsable, sobre el ciudadano y la mediocridad militante como norma. Ello ejercido según una táctica agresiva que actúa en defensa propia de la numerosa, y bien alimentada clientela. De ahí el apoyo, férreo, largo y tenaz, al sistema por parte de un vivero de población adicta que ha sido moldeada según el baremo de los mínimos comunes denominadores.
Los genéricos anulan el análisis, persecución y castigo real de actos concretos. Este individuo no ha hecho tal cosa, no es persona ni jurídica ni de tipo alguno, no es responsable. Pertenece a un estrato gregario, semianimal, determinado por sexo, lugar, trabajo, usos, ingresos. Por ello nada más fácil, una vez creada esta conciencia de ganadería, que infundir en ella el odio a sus supuestos dueños, a cualquiera que, por cualquier concepto, resulta envidiable y sobrepasa al rebaño. La utilización de falso léxico es, en este caso, indispensable, las grandes palabras dignas de utilizarse con el mayor rigor o se desvirtúan o se vulgarizan de manera que pierdan todo sentido, terrorismo o genocidio pasan a ser cualquier cosa.
El parásito ha cubierto el árbol de tal manera que resulta difícil distinguir el tronco originario, las ramas que pugnan por abrirse paso hacia la copa, la tierra y las raíces mismas que, en su momento, le dieron base y existencia. Porque la Transición española no siempre fue la madeja de excrecencias sin más finalidad que la rapiña y el engorde. Y menos todavía la mutación taumatúrgica del viejo al nuevo sistema. Fue un proceso por el que circulaba la savia de la buena voluntad, de la amplitud de miras, cuyo marco era, no ya parejo, sino exactamente antagónico al horizonte tribal. El árbol incluía en su materia las semillas de voracidades y clanes, pero ni éstas fueron el componente principal ni el único. Las cubría y silenciaba un arranque general hacia arriba, un empuje de ilusión y de esperanza que contó sobre todo con el individuo y que fue sostenido por personas que, o dieron la talla, o engañaron a cuantos confiaron en que podían darla.
Décadas después, el desengaño ha sido proporcional al volumen de la ilusión invertida, al espejismo prometedor de mayor y segura dicha. Y el desengaño es tanto más letal cuanto que sus perfiles no son perceptibles, se difuminan en el vago panorama de generales, casi universales crisis. De forma que el enemigo siempre carece de rostro, de nombre, finalidades y orígenes. Es simplemente un avatar mudable según lo que reflejen las pantallas, y, por lo tanto, nada más fácil que someterse a las tribus cercanas, a la desaparición del país y de los principios y valores comunes, a la negación de las relaciones causa-efecto y a la vaciedad del término historia.
Son muy reales, sin embargo, los lotes y repartos, las gabelas aseguradas para el hoy y los tiempos venideros, las reservas y haberes diezmados hasta la extenuación. Con la grande, inmensa diferencia respecto a los normales casos, en otras naciones, de abusos, corrupción y rapiña de que en la España de la Transición dulce lo que ha crecido, más que hierbas parásitas, es un bosque paralelo sembrado desde su origen a efectos de expolio. Universidades, fundaciones, organizaciones, unidades políticas y administrativas, medios de comunicación, ministerios, cuerpos administrativos y judiciales, currículos de Enseñanza, leyes, aeropuertos se han ido creando ex ovo para cobrar de ellos y a través de ellos. La interminable polémica sobre las reformas educativas que ha producido ya en dos generaciones un bajísimo nivel se resume, tras el maquillaje del ideario, en la necesidad de quitar conocimientos para sustituirlos por consignas. Y esto con el fin inmediato de poder colocar, en lugar de a profesionales, a la fácil y agradecida clientela de comisariado, partido, sindicatos de nómina, votantes, colegas y simpatizantes. Sólo así se comprende el afán por eliminar de los programas de estudios, de las oposiciones y hasta de escuelitas de primaria y guarderías, el aprendizaje real, la jerarquía de importancia en los saberes, la posibilidad de que la inteligencia natural, el trabajo personal y el caudal de conocimientos hallen el hueco social que se les debe.
El atraco perfecto al hispánico modo ha consistido, y consiste, en crear y adueñarse de vastos sectores públicos y/o subvencionados y en diseñar, acotar y fidelizar rebaños de diversos hierros; véanse minorías raciales, sexuales, sociológicas, que se constituyen en receptores naturales de indemnización por ancestrales agravios, ofensas al orgullo de género y traumas debidos al represivo rojo de los semáforos o al aprendizaje de la ortografía[1]. En el amplísimo club tienen cabida amantes del patín solar y de la bicicleta urbana, defensores del carril para jabalíes y de la reintroducción del oso madroñero, amigos del piojo verde (en peligro de extinción) y, hablantes del castrapo o de las formas dialectales catalano-árabes del área barcelonense. Paralelamente, se elimina a un ritmo cada vez más acelerado el respeto a la vida privada y derechos del ciudadano sin mayores distingos, de forma que se acorrale a éste en el reducto de una libertad vigilada bajo sospecha de incorrección sociopolítica. Nadie será hijo de sus obras. No hay personas. Las que vayan quedando sirven para pagar, callar y ofrecer periódicamente sacrificios a los dioses Solidaridad, Progresismo y Democracia.
Cómo fabricar transiciones:
Paga tribus y tendrás muchas
En la España de las postrimerías del franquismo, en los años setenta y principios de los ochenta, hubo un primer proceso admirable por su pacifismo. Pero a la Transición A, la genuina, basada en valores tan positivos como el general deseo de concordia y la búsqueda del bien común ciudadano enmarcado en instituciones estables, libres, democráticas y similares a las de los países desarrollados europeos, siguió con lamentable rapidez la Transición B, que se desarrolló a partir y en el cuerpo mismo de la anterior, aunque con miras opuestas. Se sustenta en la elaboración y capitalización del antifranquismo como mito legitimador, y esto a todos los niveles, grupos, comunidades, áreas, individuos, por medio de la definición a contrario, de manera que no existan hechos concretos, que nada ni nadie valga por sí, sino que reciba bienes, remuneración, reconocimiento social y blindaje legal con la simple invocación de oponerse a la pasada dictadura y mediante la amenaza de incluir, a efecto retroactivo, a los demás en ella. Estamos ante un proceso eminentemente económico, aunque la profusión de verbología ideológica pudiera hacerlo parecer lo contrario. Tras disposiciones, leyes, iniciativas, declaraciones empedradas de solidario, igualdad, poderosos, social hay a poco que se mire una finalidad previa, que consiste en favorecer a las diversas tribus que se han ido creando para que, a su vez, apoyen al creador que garantiza su sustento. Esto sólo podría haberse dado en el siglo XX y principios del XXI porque únicamente ahí, como apéndice enfermizo del Estado de Bienestar, se da el fenómeno de las utopías subvencionadas, del victimismo rentable y de un chantaje ético que alcanza dimensiones inusitadas cuando impregna los medios de comunicación y la sobreabundancia de mensajes elimina el espacio crítico. Este proceso, ocasional, sectorial en el resto de países, alcanza en España un grado cualitativo y cuantitativo sin parangón porque la máquina de fabricar tribus adictas no se enfrenta a oposición alguna. La sociedad está intimidada, condicionada y cebada por la imagen que se le ofrece de vencedora en una batalla póstuma contra el enemigo ancestral y siempre alerta. Y desde el extranjero resulta halagador asimismo apoyar a los que se presentan como vencedores tardíos de la triste y lejana contienda, cuyo vago perfil es simplemente el de la última romántica guerra de antaño.
La estupidez sin esfuerzo
De la categoría a la anécdota: La ignorancia, vagancia y desánimo plañidero es la generosa cosecha de una vasta y pertinaz siembra, el fruto del filtro a contrario favoreciendo la mediocridad por decreto y la generalización de la ingeniería social basada en el victimismo, extraordinariamente rentable en tramos electorales de corto plazo y gran control de los canales comunicativos. Por ejemplo: No existe una maquiavélica conjura para lograr que los estudiantes nada sepan, que sean legión los jóvenes sin oficio ni beneficio que, cargados de títulos inútiles, se vean obligados a buscarse la vida en otros países. La aparentemente misteriosa razón por la que se han reducido, eliminado o minimizado en los programas de enseñanza de niños y adolescentes materias fundamentales como Ciencias Naturales, Lengua, Matemáticas, Filosofía, Geografía, Latín, Griego, Historia, la causa del mísero nivel actual, de la Primaria, donde se aprende a leer lo más tarde posible y el dictado está tan perseguido como los libros en Fahrenheit 451, y de la Universidad, que es un Parnaso del graffiti y un vertedero de envases del todo a cien, es de una sencillez meridiana: Había que repartir las horas lectivas y los puestos docentes entre aquéllos que llamarían los clásicos de menos valer, una masa sin profesionalidad, formación ni solvencia académica, cuya fidelidad a la repetición de consignas es directamente proporcional a los beneficios, prestigio y empleos recibidos. La diferenciación entre fanerógamas y criptógamas o la traducción de La Guerra de las Galias no están al alcance de cualquiera, pero los afiliados y miembros de los dos sindicatos mantenidos oficialmente a peso de oro hallaron amplio acomodo lectivo en la desastrosa Ley educativa de 1990, la nunca bastante denigrada, y, en la práctica en su mayoría aún vigente por la cobardía de los pretendidos gobiernos de la oposición, la LOGSE. La parafernalia ideológica que la cubría esconde una verdad sencillísima: De no haber servido para anular a los cuerpos profesionales y a los profesionales mismos para, así, disponer de sus puestos y colocar en ellos a clientela sociopolítica, la LOGSE no hubiera existido jamás. Las preguntas de los temarios de oposiciones que versaban sobre conocimientos se vieron sustituidas por adhesiones memorísticas a las jaculatorias del ideario con el que la clase dueña del discurso ha vestido su programa básico de toma del Estado como fuente de beneficios, y ello siguiendo al pie de la letra la táctica de la multiplicación selectiva de lo peor y los peores como garantía de adhesiones multitudinarias. A menor coeficiente intelectual, profesional y moral, mayor y más entusiasta apoyo a convocatorias de reuniones, cargos de coordinación, comisiones de seguimiento, especialistas en enseñar a enseñar, en aprender a aprender, tutores de tutores, inspectores de equipos, supervisores de aplicación de los principios (de género, igualdad, valores, ecologismo, derechos de los animales, amor planetario, fraternidad sostenible, etc. etc.).
Es infinitamente más fácil repetir los mantras de rigor que estudiar y aprobar cursos académicos, publicar investigaciones de enjundia, superar en buena lid pruebas serias y transparentes, cumplir rentablemente en una empresa, trabajar ocho horas, arriesgarse en un negocio propio. Cuando esta ingeniería social se aplica en dictaduras convictas y confesas tenemos una Democracia Popular. Cuando funciona paralela al Estado que se supone parlamentario y lo hace de forma creciente y con claras aspiraciones a absorber la mayor parte de los recursos tenemos el caso español, en el que los iconos Democracia, Igualdad y Justicia no pasan de ser caricaturas multitudinarias de sus referentes, significantes utilizados a modo de pancarta que han sido vaciados, durante décadas de aprovechamiento parásito, de su significado.
La maquinaría no se limita a la cooptación inversa, la de aquéllos de menos valía: Los fabrica. Y es profundamente antidemocrática porque se ensaña en los más débiles. Empeora, envilece, elimina los caminos de ascenso de cada persona a mejores categorías humanas, siembra, continuamente, con todo tipo de mensajes supra y subliminales, la aversión a la grandeza, la altura de miras y de pensamiento, a la jerarquía de valores, a los frutos del saber, a los términos mismos civilización y cultura. Esos peores que son su resultado y su más fiel y dependiente apoyo no son peores congénitos ni así marcados fatalmente por su origen socioeconómico. Se les ha privado, desde la escuela, de la conciencia de la mejora por el propio esfuerzo, se les ha arrebato su legítima herencia cultural, los conocimientos que les eran debidos, para encerrarlos en un reducto ovejuno y miserable, sin más horizonte que la vecindad, lo inmediato, la grey y el terruño; se les han quitado la filosofía y las lenguas clásicas, la amplitud de la geografía del mundo y la de su patria; les han arrebatado la literatura, el arte, la certidumbre de que, por el estudio y el trabajo, podían llegar lejos independientemente de sus orígenes y posibilidades económicas. Les han robado lo mejor de la Democracia, en su sentido real, universal, noble.
Junto con la libertad, la víctima a abatir en tal sistema es lógicamente el individuo con cuanto le protege y defiende. De ahí el desplazamiento, a todos los niveles, de la persona a la tribu, lo que equivale a la eliminación del lazo entre sujeto y objeto y, por ende, a la anulación de la responsabilidad en la propia vida. Los actos mismos no existen, como la realidad tampoco. Unos y otra pasan a ser manifestaciones transitorias y subjetivas de condiciones mudables según la conveniencia, favorables si así se obtiene beneficio y desfavorables e injustas si contravienen las consignas que caracterizan al clan. Cobijadas todas ellas bajo el paraguas ficticio de la doctrina del Mal Sistémico, fuente continua de injusticia y, por lo tanto, de legitimación. El llamado mundo de la cultura se vuelve una parodia de la libertad e inteligencia que la palabra cultura evoca. Nada que ver con riesgo, esfuerzo, amplitud, altura, sabiduría. Es sólo una reiterativa fábrica de tópicos duales destinada a empapar sin descanso a la masa social con la visión propia del mito rentable. Poco importa que sea creído, que resulte a todas luces incompatible con la Historia real, con la evidencia y con la lógica. Lo fundamental es que esa sociedad se perciba a sí misma embarcada en un movimiento que la transciende, una onda que recorre y explica presente, futuro y pasado y delimita, sin esfuerzo personal crítico alguno, los Benditos y los Malditos de un padre que es el padrino de los coordinadores de la distribución de papeles en la obra.
Sin subvenciones, sin apoyos, el otro mundo de la cultura bracea para respirar, crear y persistir. Hay jóvenes actores que se niegan a pertenecer a tribus, homosexuales que rechazan exhibirse con el grupo al que le pagan por serlo y resguardan su amor y su vida privada, hay intérpretes de vocación y de valía que aceptan, para comer, el enésimo papel secundario en el metraje alusivo a la Guerra Civil, hay músicos, pintores, poetas, guionistas que prefieren la sombra a la incondicional, secular y preceptiva adhesión a la corrección política, héroes anónimos de la cultura que sí merece el nombre, y el renombre.
Un expresivo cartel de la concentración-acampada de mayo de 2011 en Madrid pedía ¡Empleos públicos para todos!, otro No al exclavismo (sic) laboral seguido de Complot (sic; probablemente por boicot) a Mercadona. También, en el mejor estilo del 68, Lo queremos todo, y lo queremos ahora. Hay que reconocer que el gratis total es la madre de todas las leyes que conforman la Transición B, y que su originalidad es cero porque, bajo enunciados diversos, esas dos palabras resumen la oferta programática de numerosos líderes. Ahora bien, tal consigna, mediante el sabio uso del chantaje dual de quien lo niegue franquista, ha alcanzado en España, a fuer de cantidad en el empleo, una específica calidad. Desde niños, los futuros ciudadanos han sido convencidos de que se les debe todo, de que una oscura injusticia les ha privado de la seguridad, el bienestar, los artículos de consumo ofrecidos por la televisión y el sexo satisfactorio. Y ello de la cuna a la tumba. La ingesta de cantidades industriales de premisas, no sólo rigurosamente opuestas al principio de realidad sino perfectamente inviables, les ha infundido ante el primer asomo de exigencia de esfuerzo, indignación estéril, desahogo en forma de rabietas urbanas e impulsos de adhesión a las tribus parásitas y el pensamiento no ya débil sino paupérrimo. Han aceptado mansamente que se les adoctrine en la ignorancia histórica y geográfica, que estudien de los ríos tan sólo el tramo que pasa por su zona, que nada se deba al individuo y todo al medio. No han salido a la calle jamás durante décadas de adoctrinamiento descarado, no han denunciado nunca el robo de la herencia cultural del que han sido y son objeto, han aplaudido a los sátrapas del terruño porque les daban ocio, botellón y circo. Son los únicos en Europa que no tienen país, ni bandera, ni símbolos y referencias patrias, porque se les ha acostumbrado desde la infancia a considerarlo vergonzoso, de manera que su vacío intelectual formativo interno se corresponde con el gran vacío externo de referencia, que se suplanta con mitos locales y euforias deportivas.
La gratuidad ha sido ubicua, para ellos y para sus padres. En todos los sentidos, de manera que ni siquiera había que comprometerse en opciones morales, en denuncias de la injusticia flagrante, de la violencia próxima, del asesinato y el robo impunes, de la reincidencia descarada. Porque estaba mal visto, porque ni siquiera se nombraba, porque lo cubría el velo de idearios de lucha nacionalista, penuria económica, determinismo psicológico. Lo propio era que, en pleno sistema democrático parlamentario, las víctimas de los grupos independentistas parecieran leprosas, culpables y debieran llorar en silencio su muerto y su pena. Lo natural ha sido, y es, que el crimen común gozara de impunidad o de lenidad en casos múltiples y que fuera normal tener que codearse con el liberado asesino de su familia, que se destruyeran con rapidez inaudita las pruebas del mayor atentado terrorista de Europa, que las leyes se aplicaran a capricho de las taifas y los tribunales estuviesen al servicio del partido que los nombra. En tal contexto, la anécdota educativa, de cuyos polvos vienen buena parte de estos lodos, el exigir estudio para pasar de un curso al otro, buenas notas para merecer becas, exámenes de control de conocimientos, abono de parte de las matrículas que la sociedad subvenciona, reparación de destrozos causados en las instalaciones públicas, oposiciones basadas en un temario compuesto por materias esenciales, esto es absurdo, y por ende insultante.
A los jóvenes les han quitado mucho, pero el bloque parásito que ha hecho llover sobre ellos juguetes en forma de universidades inútiles, campus que son un vertedero, diplomas sin valor, cursos que ni se inauguran ni vale la pena que presida claustro de prestigio alguno, esa misma generosa fuente de barato barato y títulos todo a cien les ha ofrecido sin embargo un don inestimable: Les ha proporcionado un Enemigo, sempiterno, multiuso y económico puesto que no pide más esfuerzo que el del exorcismo esporádico.
Y ahí están, en pleno siglo XXI, utilizando, con ejemplar e inconsciente fidelidad al guión, reaccionario, franquista, fascista, inermes ante la desesperanza de un horizonte frente al que bruscamente se encuentran y en el que la vida no es gratis, sino difícil. Son muchos años de guardería para pasar, directamente, a la jungla.
La Enseñanza como botín
¿Para qué Leonardo? (Leonardo Da Vinci. Fragmento de “La Virgen de las Rocas”).
Pocos atracos pueden compararse a la apropiación, como botín, del entero sistema de Enseñanza. Merece el honor de clasificarse entre los robos más grandes jamás contados. Prueba de ello es la virulencia con la que se defiende, por sus ocupantes, el dominio del coto. Se trata, además, de un robo al que difumina la aparente inocuidad del sujeto. La Educación es un tópico al que siempre se rinde pleitesía verbal, pero que jamás se considera del rango de los temas que ocupan la portada de los periódicos. Y sin embargo no ha habido golpe de Estado tan determinante como el educativo. Imagínese lo que representa disponer a entera discreción de las seis o más horas del horario lectivo de todos los alumnos, del parvulario a una universidad cada día más infantilizada por el bajo nivel con el que a ella se accede, multiplíquense las jornadas en las aulas por los días del curso, por el número de individuos matriculados y por cada uno de los locales destinados a este fin y rellénense esas seis o más horas con el contenido que plazca impartido por quien convenga según afinidades, dependencias y fidelidades. Cuando se dispone de tal botín utilizable a efectos que nada tienen que ver con la transmisión de conocimientos y el desarrollo de la inteligencia, con barra libre para minimizar lo que fueron propiamente asignaturas y sustituirlas por populismos, nacionalismos, victimismo y consignas, entonces se tiene un poder mucho mayor y durable que el del dinero. Se dispone, y se ha dispuesto, como es el caso español, de miles de sujetos absolutamente vulnerables en los que verter desde la temprana infancia la completa ignorancia histórica, a los que privar de su herencia cultural inserta durante milenios en el área de Europa y en el devenir secular de su antiguo país. Se les priva del capital personal, del viático irreemplazable que es lo almacenado en la memoria, el único del que nadie podría despojarles, muy distinto a la información puntual y dispersa que irán hallando según necesidades del momento. Es una tropa a la que, en vistas al futuro y al presente mismo (no en vano se pretende hacer del niño sujeto político), se ha ejercitado en el abandono de la causalidad y la cronología y en la sumisión a los canales de datos y sucesos de los que dependerá su existencia entera, de forma que ellos no serán nada si el canal, de por sí en continuo cambio, les falla. Imposible y vetado que comprendan la riqueza de unos clásicos expulsados del espacio lectivo, que aprecien la guía señera de obras y personas de las que, como de las estrellas lejanas, sigue llegando su luz.
Educación para la indefensión
Véase indefensión por inanición. Ninguna falacia mayor que la pretensión de educar a los alumnos para la vida, es decir, privarles, en una edad crítica de gran plasticidad, de lo más esencial: Aquello que en apariencia para nada sirve, ninguna utilidad práctica inmediata tiene y que, precisamente por ello, es lo que posee mayor importancia. Se trata del pensamiento, el saber, el sabor inconfundible de la excelencia que puede alcanzar lo humano. Los territorios de altura alguna vez, pese a todo, avistados son eliminados prestamente por la amnesia inducida cuando no por la denigración en nombre del igualitarismo. Están vetados la energía y el tiempo que debieron dedicarse a la reflexión, a la conciencia de la dificultad y el esplendor del razonamiento y de lo abstracto, a la imprescindible humildad del reconocimiento en otros de la grandeza que es el único camino para desarrollar la propia. Se les ha robado la riqueza y autonomía que dan lo aprendido, las páginas de filosofía, ciencias naturales, lenguas vivas y lenguas clásicas que, con su espléndida estructura, claridad y contenido, siguen siendo la savia de la civilización a la que ellos pertenecen y a la que se ha sumado, comprensiblemente, buena parte del planeta. En verdad la consigna Aprender para la vida adquiere pleno fundamento en el caso de la vida de sus defensores, que la enuncian en beneficio propio y llevan viviendo cómodamente de ella y sus sucedáneos.
La barbarie utilitaria, vestida de falso tecnicismo y no de la grandeza que la Ciencia posee, ha extendido la virulencia de su plaga por el mundo desarrollado, de Japón a Estados Unidos pasando por Europa, con desigual fortuna pero importantes daños. La consigna es erradicar las Humanidades, concentrar las horas de aprendizaje en lo que se presenta como de inmediata aplicación y aplicable uso, véase matemáticas, física experimental, lenguas, informática y poco más. Filosofía, arte, latín, griego, literatura, historia quedarían como el lujo complementario, el patrimonio de una clase privilegiada que emprendería el sendero vital con una mochila mucho mejor provista intelectualmente que el resto. Queda para la gran mayoría que tenía como seguro plato de resistencia la enseñanza pública la indefensión intelectual por inanición. Porque los clásicos no han sido a través de los siglos considerados como tales por mero azar, porque nadie podrá robar el haber visto el cántaro de “El aguador de Sevilla”, de Velázquez, el rostro del ángel de Leonardo, la figurilla tallada en mármol en el Egeo en la que ya están los ideales mediterráneos. Sin la humanidad inmensa de Cervantes, sin la reflexión sobre la verdad, el ser, la nada, la bondad, el mal, el bien y la belleza, sin la ingeniería perfecta del latín, sin los coloquios de Sócrates y de Platón y la grandeza de los héroes de la Ilíada, sin el tejido de ideales, imágenes y mitos que permea y nutre con su leche el espacio cognitivo universal y europeo mal pueden afrontarse cuestiones clave como el terrorismo, la eutanasia, la incomprensible perfección de la maldad del Holocausto, la guerra justa, el tipo de vida, el tipo de muerte, el vértigo cósmico, la solidaridad, el odio, la caridad, el desinterés, la legitimidad de la defensa del débil y la responsabilidad individual.
Se trata de un robo muy largo por parte de la cuadrilla de pedagogos y sociólogos que parasitan el sistema educativo, prometen fórmulas de rápido empleo futuro y venden barato barato a la opinión el reciclado de los alumnos en piezas del engranaje al que se les entregará, por un magro sueldo desprovistos de defensa cultural alguna y de la forma más antidemocrática que existe, puesto que se habrá privado a los de menos medios económicos de la única fuente auténtica de igualdad y ascenso social. Los ladrones se han enriquecido, a plena luz y con la mayor legalidad, al precio de esos miles de rehenes usados para la construcción de feudos neomedievales, alistados desde la infancia en las huestes de defensores de la resurrección e imposición de dialectos, excitados por las cotidianas raciones de odio, divertidos por las pequeñas guerras y enemigos puestos a su disposición y mucho más apetecibles que los videojuegos, indispensables en fin como garantes de empleos, publicaciones, ganancias y, a su tiempo, votos para los expertos en sustituir enseñanza por adiestramiento e implantar como asignatura troncal la mediocridad que es la base de su inexistente formación.
Amén de la secta de los malditos del comisariado pedagógico, que no pasa de ser mano de obra del jefe, los grandes obstáculos para restablecer una Educación de calidad son paradójicamente su impopularidad, el número de sus enemigos y el hecho de que no precise, excepto en el caso de la Formación Profesional, cuantiosas inversiones. Se lleva larguísimo tiempo vendiendo a las familias salas de espera hasta los dieciocho años desde donde sus hijos pasen luego a la jungla del paro. Se ha predicado a la opinión el mito del título gratis, de la exacta igualdad en dedicación y vocación; se les ha convencido de la necesidad primordial del pedagogo, que desbanca con sus dotes taumatúrgicas a los caducos profesores especialistas. Se ha impregnado a la sociedad con el timo de la revolución igualitaria en la probeta del aula –por supuesto, bajo la dictadura de los expertos- y con el de la mágica adaptación al mercado laboral y los nuevos tiempos que, al revés que ocurre en Pinocho, convertiría sin esfuerzo al perezoso retoño en estudiante aplicado y ejecutivo triunfador. Sin precio alguno, como si el ejercicio de los circuitos cerebrales, la memorización y la lectura fueran letales de necesidad. Excelente homenaje coral a George Orwell y luminoso futuro de mañanas que cantan la dependencia absoluta del banco de datos, el distribuidor informático y el empresario que controle pantalla e innovaciones. Olvido programado desde la historia de la Antigüedad al 11 M. Todo, por supuesto, de la mano de quien en universidad, colegios e institutos sustituye saber por pastoreo alternando la soberbia del creador del Hombre Nuevo frente a su auditorio y la sumisión del temeroso siervo frente a los clanes y poderes fácticos a las que los sucesivos Gobiernos nunca desde hace décadas se han atrevido a enfrentarse.
Acostumbrados a infantilizar a unos adolescentes a los que, por otra parte, se abruma con información sexual y gratificación instantánea, mal pueden aceptar unos adultos encantados con el aparcamiento indefinido y los cuidadores-padres vicarios de sus hijos que el andamiaje es nocivo y ficticio. Como lo es la pinza de control permanente sobre ellos a la que aspiran, formada por familia y profesor en régimen informativo de 24 horas. No por repetida es menos falsa la imagen del maestro casi misionero, con una vocación que raya en el sacerdocio, feliz ante la estremecedora perspectiva de un contacto y supervisión constante con los padres. Éstos y aquéllos tienen su territorio y nada más saludable que la distancia, la profesionalidad en la materia que se imparte, los contactos reglamentados según horarios de tutorías y el razonable respeto, también hacia el adolescente, que precisa de espacio lo suficientemente libre como para que asuma elecciones, fracasos, soledad e iniciativas.
La dulce droga de la irresponsabilidad tiene antídoto y cura. Empezando por sus ladrillos elementales. La ruina del sistema educativo puede invertirse de forma extraordinariamente simple, con un corpus general de materias fundamentales y una metodología basada en la transmisión de conocimientos, en el reconocimiento de la obvia jerarquía de éstos y en el de la básica importancia del esfuerzo, la valía y las dotes personales. El precio es la desaparición del confuso aparcamiento de niños y adolescentes que se llamó la Bolsa de Trabajadores de la Enseñanza, del todos haciendo de todo a golpe de consigna, clientelismo político-sindical y estulticia que ha venido siendo, fuente de ingresos y reino de la dictadura de la secta pedagógica[2]. La importancia y excelente nivel que tuvo en tiempos la Educación Pública, la realmente democrática, necesaria, degradada y atacada tanto por sus supuestos defensores como por los amigos de la privatización universal, es recuperable. Precisa de un cuerpo de docentes nombrados por medio de oposiciones estatales abiertas basadas en titulación y dominio de materias. Necesita profesionales cuya independencia se respete, especializados según niveles y edades del alumnado, con una clara distinción entre Básica, Media y Formación Profesional. Le son indispensables exámenes que demuestren el dominio de cada temario y permitan así el paso lógico de un ciclo a otro. No hay más salida que atenerse a criterios de calidad y sabiduría que son antagónicos de la maraña de intereses caciquiles que infecta aulas, libros de texto y universidades superfluas sembradas como hongos según capricho del jeque local. Debe subsanar con atención y financiación adecuadas una larga carencia: la falta de buenos centros gratuitos de Formación Profesional, que son instalaciones costosas a las que nunca se han dedicado los fondos que de urgencia requieren mientras se multiplican universidades inútiles. Ese rescate de la Enseñanza es incompatible con la barata demagogia de la oferta de una eterna y confusa guardería donde el pedagogo mezcla de psicólogo, animador, ingeniero de almas y canguro distribuya píldoras informativas según la zona autonómica, el tópico mediático o las preferencias del nanogobierno de turno.
Gran desolación, caso de llevarse a cabo este rescate, en las prietas filas de cuantos verán desaparecer la fuente de fáciles colocaciones de afiliados, simpatizantes y votantes cautivos; indignada protesta de los ardientes defensores del tótum revolútum, de los dinamiteros de los colegios profesionales, de los amantes de la prohibición –insólita pero real en España- del uso de la lengua española. Pero el amenazador ruido inicial se disolvería con mucha mayor rapidez de lo que se cree ante el contacto con el insobornable, aunque por décadas postergado, principio de realidad. Las armas amenazadoras de estas huestes nada famélicas son de chapa y plástico, los atrezzos nacionalistas de guardarropía, y no resistirán el aire exterior ni el caudal de libertad y de posibilidades que proporciona al individuo desde sus comienzos el verdadero alimento intelectual.
Al alcance de los deseosos de trabajos prácticos que, además del incansable grial del dominio del inglés, les proporcionen sustancia directa cognitiva y reflexiva están los recorridos por el ancho mundo; limitados por el tiempo y, más que en los medios económicos, por el precio de austeridad, riesgo y fatiga que se acepte pagar. Por ejemplo, África. Nada que ver con la realidad virtual, el buen salvaje y el videojuego. Descubrirá la fundamental importancia de recorrer cincuenta kilómetros sin que te roben, te violen o te maten. Tal vez tome otra dirección y deambule por la jungla de asfalto sin seguridad social solícita ni tres comidas garantizadas. O se halle impensadamente en el neolítico, reflexionando sobre los albores de la especie en la seca inmensidad australiana. Puede que, en un instructivo circuito por las zonas del Islam, no le quede más remedio que poner en duda las alianzas de civilizaciones cuando vea que en el siglo XXI millares de mujeres son animales enjoyados que pasean la oscura cárcel ambulante que las cubre. Es probable que, en esta pedagogía desde la calle del barrio al resto del Globo, lea en los antiguos periódicos del museo de Hiroshima las declaraciones, previas a la bomba atómica, del Emperador negándose a la rendición y advirtiendo que eran preferibles cincuenta millones de muertos con honor, y es previsible que, al leerlo, sienta vacilar sus certidumbres y se asome a los abismos a los que se enfrentaron los hombres del siglo XX. En su recorrido irá trazando el retrato de sí mismo, de sus límites y de ese yo que sólo el desnudo contacto revela, averiguará los precios de lo que ya conoce. Llevaba en la mochila, tal vez de marca, dos viandas diferentes. Como una Alicia en el País de las Maravillas, el mordisco de una afirmará la maldad de la bestia humana; de la otra sus angélicos rasgos primigenios. Ninguna de ambas le valdrá como alimento en el oleaje continuo de las diferencias de los seres, pero muchas más manos le ayudarán que las que le hieran. Sabrá del mundo como pregunta, como exigencia. Y de su terrible belleza.
La democracia es etapas de lucidez, conocimiento y dignidad, y, sin recuperación de la herencia cultural y de los imperativos del saber, el mérito y el esfuerzo, su existencia es imposible. En un espacio nacional de igualdad de deberes y derechos no ha lugar el relativismo postmoderno, la interesada visión del mundo parcelado enemiga de los valores universales, amasada con oportunismo y cobardía y envuelta en diálogo y tolerancia. El individuo recupera la ética, los ideales y la facultad de juzgar, se alza sobre las tribus, desaparece el temor a emplear los justos términos, pierde el miedo a pensar sin censura y a verbalizar la evidencia, advierte la legitimidad, nada vergonzosa, del modesto sentido común, rechaza la ración extra de pienso que le ofrecía el jefe del clan más próximo. Ha aprendido. Sabe. Se sorprende al descubrir su sed, antes inconsciente y soterrada, de verdad, de bien, de belleza, observa que tales rasgos pertenecen a la generalidad de la especie, Y llegado a este punto no hay vuelta atrás.
Salir de la cárcel (para salir de la cárcel hay que verla primero)
El cuarto oscuro.
La cárcel, en la que aún se vive, ha durado demasiado tiempo. Ya, como el exoesqueleto de los artrópodos, no resulta cómoda y oprime por todos sitios al cuerpo social. Además comienza a escasear el rancho. Las premisas que, como las dos grandes puertas del Juicio Final, marcaban camino y categoría a justos y a réprobos, simplemente no eran ciertas, nunca lo fueron. Pero de ellas se amamantaron ideólogos y activistas, a ellas recurrieron como eje bipolar inalterable en el XIX, y de ellas lleva viviendo una especie improductiva multiforme durante el XX y lo que va del XXI. Para gran ruina de cuantos producen bienes reales, ejecutan servicios necesarios y son individuos con valor personal propio, y para estancamiento y miseria de los que sí precisan de atención, solidaridad y servicios públicos. Porque el espacio de éstos ha sido ocupado por los que viven de chupar su sustancia y se justifican apelando a la defensa de esos principios. Conviene subrayar que la parásita oficializada es especie zoológicamente nueva, puesto que aparece con el Estado de Bienestar durante la segunda mitad del siglo XX y actúa como tumor inseparable de aquél, al que obliga, por medio del chantaje ético y populista, a alimentarla de forma no sólo gratuita sino altamente onerosa.
Nunca existió, aplicada a los humanos, una dualidad transcendente, permanente y en la práctica indiscutible definida según los términos inalterables y antagónicos Clase Social Buena/Clase Social Mala, Izquierdas/Derechas, Progresistas/Reaccionarios. Existen, en cualquier momento, tiempo y lugar, actos y personas concretos, hechos, responsables, culpables, actores de la diminuta, fugaz y gran historia, esa historia que avanza, progresa, mejora o retrocede según el mosaico y el impulso de las iniciativas. La masa parasitaria se ha colocado entre la consciencia del sujeto y la evidencia, ha construido un muro, opaco y denso, entre la capacidad de percepción y raciocinio y la desnudez de los actos, y se ha quedado con la llave de la puerta. Nadie, excepto los beneficiarios de esta enorme y duradera ficción, podría, según esto, opinar, descifrar el caos de seres y de sucesos del mundo inmediato y del orbe exterior. Su visión dispone que, en su dimensión temporal, el orbe, humanos incluidos, se mueve por una planificada fuerza externa, un supremo relato regido por las fuerzas de la Historia o de la Naturaleza, que es descifrado en clave maniquea por el partido, la secta, el clero laico muy de este mundo. En la dimensión espacial del presente el orbe se convierte en una sólida cuadrícula impermeabilizada respecto al análisis crítico por el dogma de la respetabilísima igualdad de culturas. Al vetarse los juicios de valor, la jerarquía de calidad y las ideas, se veta asimismo la acción. Falto de la médula del pensamiento, el individuo se ve encadenado por el miedo al extrañamiento social y cubierto por la tibieza acolchada de la molicie y por la parálisis que produce la ausencia de visión alternativa.
Se vive hoy el final de la creencia en el sentido de la Historia, y esto produce una inmensa sensación de vértigo, semejante a la del descubrimiento de que la Tierra, lejos de ser el centro del Universo, es un planeta más que gira en el inabarcable y negro espacio del cosmos. Ante esto, la reacción puede ser furiosa, aldeana, introvertida, ansiosa de marcos de referencia familiares, asequibles, de puntos de partida y de llegada, de algo tan tentador como la explicación global, predigerida a los conflictos de cada día, un esquema tan polivalente como la navaja suiza, tan binario como la base informática: la máquina expendedora de etiquetas del Bien y del Mal. Sin la menor consideración por los hechos, por la tenacidad de las realidades, minúsculo ejemplo entre millares, en la segunda década del siglo XXI los jóvenes españoles se manifiestan y llaman a la huelga contra los que añoran el sistema educativo franquista. No tienen de éste la menor idea, y se sorprenderían si supieran que, académicamente hablando, producía individuos mucho mejor preparados que los planes de estudio posteriores y que no ha sido su extensión gratuita obligatoria lo que lo ha conducido a sus actuales niveles ínfimos, sino el espurio clientelismo de los diseñadores de la Enseñanza como su coto patrimonial.
Como utensilio canalla en el caso de sus beneficiarios o como reacción defensiva en sus pocos críticos, la falsedad bipolar ha sido útil forja de expolio y servidumbre de los tiempos modernos. En lugar de limitarse a su dominio propio, el de la Sociología y la Historia, ha generalizado el uso de sus barrotes de forma que encuadraran a la población entera, que se derramasen como la lluvia fina, mezclados con los más diversos materiales, durante las horas, los días y los años. Nadie debía estar a salvo de su clasificación, de su distribución ética del espacio, y en quienes la controlan y otorgan está la clave de ese poder que sólo se mide por la cantidad de los que medran a su sombra y por el número de los que han sido privados de lo que por obras y por dotes merecían. Incansablemente, porque viven de ello y sin ello no serían nada, repiten los miembros del club invisible los mantras izquierdas derecha como quien orina para marcar su territorio. Y, en un patético reflejo, caen de hoz y coz en la misma trampa los que deberían precisamente reivindicar la urgente necesidad de denunciar su empleo, aquéllos a los que la premura del ejercicio inmediato de crítica y brillantez acaba imposibilitando para el análisis simple y sucesivo de los actos.
Adiós, muros, adiós (Australia West).
En lugar alguno esto ha sido tan patente, y tan letal, como en España. En ella lleva viviendo de la fantasmagoría de los eternos dos bandos, de la ancestral guerra contra el Mal perdida por un Bien del que se reclaman únicos y legítimos representantes, una cantidad de parásitos que en otras latitudes no tiene parangón. Se fabricó y prolongó durante décadas, y con intención de permanencia, una guerra civil mítica, y se hizo basándose en elementos, seleccionados según necesidades del guión, procedentes de la cantera de la Guerra Civil pasada, los cuales eran coloreados y difundidos, de manera que planease en todo momento la amenaza de ser clasificado como simpatizante del bando maligno. Durante cuarenta años el ejercicio del mito legitimador ha servido para extraer substancia de cada tejido y órgano vivo y para bloquear a gente valiosa, que huye del país, falta de salidas y, sobre todo, de esperanza. Los nichos ecológicos del Estado paralelo son el reino de extraños y negativos dobles que han creado, modificado y nombrado cada empresa y organismo en función de que sirviera a sus adeptos, que han inundado las instituciones de sindicalistas pagados por el Gobierno, de maestros a los que no se exige el saber ni la transmisión de conocimientos sino el de consignas y órdenes tribales, de servicios supeditados a los nuevos caciques, de entidades bancarias y jurídicas a las órdenes del político que las coloca y nombra y a las que, por lo tanto, lo último que les pide es calidad ética y profesional, de cultura sometida a las exigencias del imprescindible guión maniqueo y al rosario de tópicos de obligado cumplimiento.
Por supuesto, el tipo de religión dual laica lleva existiendo largo tiempo, sus estragos carecen de fronteras y son más o menos graves en función de la menor o mayor salud, vitalidad y nivel de libertades individuales del tejido cívico. Pero en España se ha dado con particular virulencia por la rápida formación, con intención de perdurar, de un tumor decidido a vivir de los recursos procurados por otros y hacerlo en nombre de un mérito y legitimidad que vendrían de una lucha que no se dio, de unos riesgos que jamás se corrieron y de una superioridad intelectual, ética, profesional o simplemente humana inexistente. Todo ello bañado en el predominio agresivo en los medios de comunicación, enseñanza y cultura y en la actitud violenta hacia cualquiera que amenace a los habitantes de un coloso con pies de barro, sí, pero con garganta y estómago en los que ha desaparecido el patrimonio nacional. El recurso al perverso dictador, tan providencial para los beneficiarios del progresismo de nómina, ha permitido vivir a lo más y los más mediocres del chantaje, una vez se aseguraron el monopolio de las temibles etiquetas fascista, franquista, derecha, facha, reaccionario. El caso no sería tan grave si se hubiera limitado a la voracidad de un desmesurado organismo parásito, pero éste, al pretender perdurar y justificarse, ha llevado y lleva a cabo de forma implacable una trilla inversa, en la que se procura eliminar cualquier obra con visos de calidad, a los independientes con valor, tesón, inteligencia, inventiva, las asignaturas que implican rigor y conocimientos reales, las obras de arte basadas en la percepción inequívoca de la belleza. Los términos de igualdad y democracia se han rebajado a su acepción más peligrosa y mezquina. El bloque del mínimo común denominador simplemente los utiliza como ariete para derrumbar cuanto y cuantos valen más que él. Por eso es tan importante para este totalitarismo parcelario el control de educación, comunicación y cultura.
Al saqueo de lo que otros habían producido se une la dinámica imparable, excepto por el agotamiento final del combustible económico, de creación de entidades, cargos, organismos no por éstos en sí sino para colocar a vasallos en ellos. Así el fenómeno, que no se da en sitio alguno de Europa, de los aeropuertos, complejos deportivos, centros culturales, sedes monumentales, gigantescos teatros, megalomanías urbanas y rurales de distinto pelaje y el corolario de equipos, secretariados, direcciones, subdirecciones, campos de energías alternativas, escuelas en las que no se enseñan asignaturas de base ni la lengua española, facultades reducidas a centros de botellón y vertedero, universidades sin universitarios ni diplomas que tengan valor alguno. Éstos no son, ni mucho menos, errores ni iniciativas fallidas. Su finalidad previa fue crear ecosistemas para albergar clientelas. Todo ello no es solamente inútil y ruinoso, sino absurdo excepto por la lógica de la simple rapacidad, estulticia y falta de escrúpulos de ese asombro del orbe que sería, en discurso de los clásicos, la clase dominante surgida del chantaje postfranquista, de la medrosidad de los que deberían haberse opuesto y del desconcierto de una población oportunamente amordazada por el maniqueísmo preceptivo y enjaulada por la red carcelaria de las taifas.
El panorama no por cansino y reiterativo es insoluble. De hecho, la reiteración da ligeramente la medida de la normativa verbal y bienpensante en la que se ha venido estando inmersos. Sin embargo la situación es susceptible de cambiar, lo está haciendo a cada momento, y puede dar un giro drástico hacia la libertad y la altura intelectual si un número apreciable de ciudadanos se sitúa al otro lado de las rejas transparentes del largo condicionamiento verbal. La realidad del régimen parásito no implica nueva dualidad, estigma de clase ni determinismo histórico. El campo opuesto es variado, mutable, y, de cesar la dinámica de selección negativa, podrían aflorar valores genuinos en los mismos que se han sometido mansamente a la seguridad del pienso. Tampoco la conciencia de la situación debería dar lugar a una decantación de resentidos que se juzgan, con o sin razones objetivas, privados del reconocimiento y de los bienes que hubiesen debido corresponderles. La valoración por hechos reales y probada valía sigue siendo la medida real, independiente de lo que cada cual juzgue que es, fue o pudo ser.
El resumen sería: A partir de los años 80 lo que fue euforia del cambio de una dictadura a un sistema moderno de democracia parlamentaria se transformó, interiormente, en un proceso de creación y consolidación de grupos de interés centrados en la disposición y reparto del erario nacional. Exteriormente se complementó, de forma necesaria, con la elaboración y difusión de una imagen, absolutamente ficticia, que legitimaba las fachadas visibles de beneficiarios de esa retícula, les proporcionaba una mitología de representantes de la lucha contra el Mal (encarnado en los vencedores de la Guerra Civil terminada hacía décadas y en el dictador muerto de vejez sin que hubiera habido asomo de rebeliones populares) y se embarcaba al país en una esquizofrenia de eterna epopeya Pobres contra Ricos, Socialistas contra Burgueses que nada tenía que ver con las aspiraciones, actividades y vidas reales de la población. No todos los que participaron en aquella ilusionada Transición apoyaban ese proceso, que naturalmente coexistía con gente honesta, pero éstos fueron marginados y silenciados bajo amenaza de denuncia profranquista. La España previa a la Transición no era una nación totalitaria (aunque partidos que se decían defensores de la libertad apoyaron con entusiasmo regímenes totalitarios, dictaduras de la peor especie siempre y cuando tuvieran el marchamo comunista). La sociedad civil, sustentada en una amplia y moderna clase media que ya había cuajado antes del paso al sistema democrático, se acostumbró a vivir en una realidad doble: la verbal de los que reivindicaban como herencia su superioridad (con aspiraciones a la eliminación de otras realidades) de representantes del Bien y la complejidad de una nación moderna, con su libre mercado y diversidad de ocupaciones y dotes individuales.
Naturalmente el botín directo de los grupos de interés era, y es, el sector público, la administración del Estado. Ninguna corrupción ni robo puede comparársele. El más rentable de los latrocinios es el legal, consistente en autoadjudicarse beneficios de todo tipo, acapararlos en el presente, blindarlos respecto al futuro, dictar normas y distribuir obras según cohecho, y, en esa superior escala que ha constituido el rasgo distintivo del régimen español, trocear y clonar las fuentes de ingresos y fabricar ex nihilo una red social y geográfica de tribus pagadas por serlo, las cuales se transforman rápidamente en entusiastas defensoras del sistema parasitario. En él medraron y proliferaron hablantes de cualquier dialecto o lengua distinta de la oficial del país, nacionalistas de terruño, reivindicadores de agravios ancestrales diversos, asociaciones para la compensación de injurias históricas, victimismos variados y, en fin, clanes de reproducción asistida siempre caracterizados por el común denominador de la anulación del individuo y sus dotes y calidad en pro e interés de la grey, el nacimiento, el sexo, la ascendencia, la clase, la etnia, el clan. La laboriosa desmantelación de un edificio nacional realmente democrático de ciudadanos iguales ante la Ley tenía como necesario corolario la cooptación inversa, la promoción de lo peor y los peores, clientela ideal que defenderá con uñas y dientes a los que la mantienen y nombran.
En términos prácticos, la dualidad Buenos/Malos se reduce a parásitos activos y pasivos por una parte y por otra al amplísimo resto hijos de sus obras, variopintos, en su mayoría anónimos, desconcertados por la continua ducha de chantaje verbal en abierta oposición con la vida libre y confortable a la que aspiran y que contemplan y a los sucesivos cambios a lo largo de la existencia. Ellos son el ganado útil del bloque preceptivamente bueno al que, como a la abeja reina, deben alimentar en razón de su rango jerárquico. El Club de Utopías Subvencionadas se distingue del de la colmena en estar constituido por zánganos que anulan con el zumbido de las delicias comunitarias cualesquiera otros sonidos. La dualidad no es tal, en absoluto se trata de Partido de Izquierdas versus Partido de Derechas. El Bloque Beneficiario es en extremo amplio, jerarquizado y capilar. Señorea por supuesto su ápice una masa de nuevos ricos adosados a la Transición que llevan décadas distribuyendo carnets de identidad ideológica que, cual cupones de racionamiento, son indispensables para la adquisición de porciones de prosperidad y relevancia social. Al irse agotando, por imperativo biológico, la mina Izquierdas y antifranquismo honorífico, estos plutócratas sociológicos se han multiplicado y diversificado en vistas a la creación y explotación de vetas urbanas, tribales y de nacionalidades creadas por imperativos del cobro. Más allá de los nuevos, y ya institucionalizados, ricos se reparte una variada y nutritiva sopa. No todos los sopistas gozan de privilegios materiales, pero sí de uno de gran valor: Sentirse superiores al resto, amedrentar, silenciar, imponerse, ser escuchado, adquirir categoría, no por la valía propia, sino por la proclamación belicosa de un puñado de consignas y el confortable sentimiento de irresponsabilidad victimista y gregaria.
Cuando, por mimetismo dual y reflejo de autodefensa, algunos se identifican como Derechas resultan singularmente patéticos, porque están entrando en el fango que pretenden combatir, en el juego del adversario, y extrapolan lo que no son sino términos aplicables cada vez al análisis de épocas y hechos específicos en el marco de Historia y Sociología. La multiplicación sistemática de su empleo, reiterada hasta la náusea por los medios de comunicación y la vieja calaña de los trepas, es simplemente falsa e intelectualmente de una peligrosa facilidad maniquea que le garantiza adeptos de mínimo común denominador reflexivo. Se presenta como clasificación intemporal del género humano y constituye, con su chantaje verbal, precisamente el arma del oponente tanto en los que la utilizan con sentido positivo como en los que se apoyan en uno de sus términos para combatir a la entelequia que englobaría el otro. Pero es un recurso extraordinariamente cómodo, integrado en el habla cotidiana con la misma rutina que las frases de despedida y saludo, y evoca en cada término, no actos y personajes concretos, sino formas de presentarse, de pertenecer a una imagen y un club, opuesta a lo existente en un caso, conservadora hasta la caricatura en otro, irracional e infantiloide en la exigencia del se me debe todo sin precio en aquéllos, neocarlista en éstos. Cada vez que se emplea Derechas, Izquierdas sin análisis, justificación ni contexto se está añadiendo un barrote más a la celda y engordando al próspero gremio de los herreros.
La indefensión tiene como uno de sus principales pilares el desconcierto, la imposibilidad de asir, expresar y transmitir lo que realmente se observa y a lo que los demás y uno mismo aspiran, y ello por falta de instrumentos verbales no contaminados por condena social de alto riesgo, por la animosidad instantánea que despierta el roce de un invisible campo minado. Ay del que denuncie a los iconos consagrados y a los países y sistemas en los que de ninguna forma se querría vivir pero a los que hay forzosamente que alabar o, al menos, aceptar tibiamente mientras se denigra por sistema el bloque Occidente-Estados Unidos-Libre Comercio. En España el guerracivilismo, sumado a las fuerzas anteriores, duplica las tropas contra los indefensos sin ética ni discurso que ponerse. Y estas tropas, desde luego, no sirven a un partido, aunque haya partidos que las han utilizado, con gran diferencia, más que otros. Sirven al envilecimiento clientelar del sistema, y lo hacen e hicieron apropiándose en primer lugar de aulas y escenarios, copando vastos espacios preferentes en el tiempo, atención y energía de los canales comunicativos, borrando la distinción entre entretenimiento instantáneo y sustancia informativa, manteniendo fijo el ángulo y el punto de mira a gusto del magma parásito diversificado y reservando para el resto el desdén, la descalificación preventiva y la sombra.
Es fácil el salto desde la sensación de indefensión y desconcierto a la seguridad prometedora de las diferenciaciones, a la gratificante plataforma que ofrecen nacionalismos y clanes sociales que deifican la marginalidad, tanto más cuanto que ofrecen y procuran muy materiales beneficios amén del marchamo de superioridad sobre el resto, el cual forzosamente se compondrá pues de individuos de segunda clase ajenos y probablemente enemigos del Pueblo, la región ascendida a Nación, la Clase, los Buenos y Superiores en fin.
Hasta las cárceles tienen fecha de caducidad. Naturalmente el chantaje Izquierdas (Bondad e impunidad por definición)/Derechas (Maldad impresentable) y su marca hispánica Progresistas (antifranquistas a título póstumo)/Reaccionarios (el resto) envejecía con las generaciones por mucho que el bombardeo de mensajes diario auditivo y visual fuera con mayoría abrumadora monocolor. Entonces se impuso un volantazo cuya concreción plástica merece tratamiento aparte.
Totalitarismo light
Democracia e Igualdad: conceptos cargados en principio de dignidad e intenciones nobles no sólo se han vaciado, sino que se utilizan favoreciendo a sus contrarios, y transformándolos así en armas peligrosas para los principios que nominalmente defienden. Las más añejas tiranías, los asesinos legales más longevos, los sistemas a los que no les caben los muertos en ningún armario, las más letales dictaduras se han bautizado a sí mismos y cara al mundo como Democracias Populares, Repúblicas Democráticas y Líderes del Pueblo.
Igualdad ha servido y sirve, en una sociedad de bienes contados, para privar de los frutos de su trabajo, de sus oportunidades y de la expansión de sus capacidades a los que por sí mismos lo merecen para que ocupe su espacio lógico, por medio de la discriminación pervertida, cualquiera sin más atributos que la pertenencia a un colectivo y la insignia de de una reivindicación. Este Cuarto Estado, el Parásito, cuya finalidad exclusiva es el mantenimiento y multiplicación propios, es exactamente el auténtico reverso de la Solidaridad que proclama. Los términos democracia, solidaridad, igualdad actúan como sustitutos ideales de la persona, del análisis concreto y de la causalidad razonada, blindan contra la denuncia, la apropiación indebida y la gestión ruinosa y son oportunos maquillajes de la simple cobardía, el mero oportunismo a golpe de exaltación callejera y las evidencias del lucro personal. Nadie, o apenas, ve, al otro lado del estrepitoso montaje, a las silenciosas víctimas que, por justicia y por necesidad, hubieran debido disfrutar de buenos servicios públicos, ser las receptoras de ayuda genuinamente solidaria, gozar de representación democrática. La lógica de los bienes finitos y, según circunstancias, escasos priva en primer lugar a los indefensos de lo más necesario. Porque el espacio ético que les correspondía ha sido invadido
por el populismo y la demagogia de la clase usurpadora.
El término democracia no queda mejor parado. En su nombre se puede laminar a explosivos a cualquier país que formalmente no la tenga y sentirse, sin mayores riesgos, el Bueno de la película que se proyectará en todas las pantallas. Las mayores barbaridades gozan de patente de corso cuando se alega el apoyo ocasional por una mayoría. Valga como botón de muestra la benevolente ceguera con la que los puntillosos gobiernos occidentales vienen desde hace medio siglo tratando el apartheid femenino islámico, tanto en las naciones de origen como entre los que viven en Europa. A los más débiles, empezando por su debilidad física y siguiendo por la social, se los (y sobre todo las) machaca y anula por sistema en los barrios turcos de Alemania (la estrella amarilla agobiaba menos que el chador) como en los de Pakistán, en las zonas musulmanas de Cataluña como en Kandahar. Porque Respeto, Tradición, Diálogo, Cultura, Tolerancia se han convertido, como el nacionalismo a cargo del contribuyente, en el último refugio de los canallas. Todo con tal de no arriesgarse a la incomodidad del enfrentamiento diario para defender, -al menos de palabra y con un mínimo de valentía- derechos humanos libertad propia y ajena, dignidad y principios. Cualquier cosa menos mirar cara a cara la insobornable desnudez de los hechos, perder mano de obra rentable, irritar a la bestia de países respecto a los cuales la premisa implícita es que lo mejor que se puede esperar es que se despedacen entre ellos. Nada más fácil que pasar la mano por el lomo a los más fanáticos, violentos y peligrosos (a los que están debajo, aplastados por la barbarie, ni se les ve ni se les espera), afirmar cuánto se respetan sus usos y costumbres, firmar contratos y correr.
Hay puntos críticos, jalones en el espacio y en el tiempo que emergen como marcadores visibles de una corriente de curso prolongado y ancho a la que, al socaire del mantra de la rebeldía contra un Occidente en el cual se bienvive, la opinión se acomoda a una curiosa ignorancia de grandes zonas de percepción. Quizás se sitúa en los años sesenta del siglo XX el giro hacia una de las jaculatorias laicas que hará mejor fortuna: los multiculturalismos, las falsas igualdades y la inseparable, y previa, pérdida de juicios de valor y compromisos morales que ello conlleva. Son los tiempos de un Jomeini mimado y apoyado por el París de la Ilustración. Ahí se abandona la idea de la defensa de los Derechos Humanos, los valores universales, el concepto de civilización. La puerta del Infierno se abre a vastas salas alfombradas de buenas intenciones y mejores consignas en las que da gusto dormir la siesta, prometedores paraísos en los que las simples comprensión y espera producirían cambios excelentes, respeto hacia el débil, amor generalizado, aplaudido todo por los observadores desde una distancia profiláctica. Ya no hay hechos, se ha entrado de nuevo en la cresta de una ola de bienaventurada ceguera que permitirá prosperar inmensamente a los surfistas del populismo.
Será un nuevo hito, décadas más tarde, el discurso en Egipto del Presidente de Estados Unidos. Por primera vez alguien ha sido elegido para el cargo, no por sus obras ni programa, sino por el color de su piel, por la pertenencia física a un sector étnico. Los mismos motivos de clan ideológico previo, de realidad impostada y amputada, harán que se le otorgue el Nobel de la Paz antes de que ejecute hazaña alguna. No hablará en El Cairo más que a los que identifican religión, aquí Islam, con población, ley y forma de vida. Acariciará con su verbo exclusivamente a los estudiantes y auditorio de la gran mezquita y universidad musulmana. Obviará, por el simple hecho de haber elegido ese lugar para su único discurso, a todos los demás, en un país con ochenta millones de habitantes, a los individuos y sus derechos, a los oprimidos, a las mujeres, a los cristianos y a los laicos. Y consagrará la omisión respecto a injusticias que hay que denunciar, el silencio en cuanto a gente a la que hay que defender al menos con la palabra y la presencia, abandonando los valores universales que son lo más humano y medular de lo que él ahí representa. La gran pantalla ilustra perfectamente el cambio hacia un confortable relativismo abrigado con la piel de cordero de la tolerancia general: Se ha pasado del alienígena que devora sin contemplaciones a la tripulación de la nave espacial a la especie mortífera pero incomprendida. La gigantesca hormiga reina de El juego de Ender es un híbrido de Alien y E. T con predominio de los dulces y enormes ojos ovales del último. La película concluye con un tiernísimo diálogo en el que, en escena de inenarrable cursilería que sume a la espectadora en desesperada añoranza de Alien, monstruoso y feroz sin paliativos, al niño humano y al insecto se les escapan sendas lágrimas. Empapado en pacifismo, salvación de otras especies (en este caso la causante de varios millones de víctimas terrícolas) y diálogo cósmico, el protagonista vuela en búsqueda de un hogar para el huevo de la hormiga finada, en un periplo inverso al de la tripulante de la nave de Alien, que tan valientemente luchó por destruir al monstruo y a su progenie. En este bajo mundo, el transparente mensaje de Ender no puede menos de ser bien recibido por todo monstruo humano que cifre su objetivo en imponerse y destruir formas de vida civilizada mediante la violencia. Aplausos con todas las extremidades por parte de Al Qaeda, ETA y sucedáneos. Como telón de fondo, el de la obra en cartel Cambio de eje estratégico, que consiste, no ya en la lógica alianza con el área del Pacífico, sino en un repliegue a posiciones contemplativas, coyunturales y tibias en las que el esqueleto de jerarquía de valores ha sido extraído para sustituirlo por manuales de Claudique sin esfuerzo.
No en vano el profundo cambio en la política estadounidense –y por ende en la Occidental en sentido lato- coincide con el anuncio de Obama del abandono de los proyectos de vuelos espaciales. Se echa el cierre a la exploración de otros planetas, al envío de hombres a Marte. La NASA se convierte en un parque temático para visitas de fin de semana. Ya no opera, como impulso primordial, la necesidad de ir más allá, del descubrimiento como meta y escalón del umbral siguiente. Se invierten los términos, y lo que importa es programar previamente rentabilidades. Hay un cambio de época, un giro hacia el propio barrio, el pensamiento se ha hecho más pequeño y, al pretenderse utilitario, condiciona la grandeza de la idea inicial sin la cual nada se dará luego por añadidura. Habrá pequeños actos encerrados en días y en presupuestos pequeños y condicionados a lo que una información epidérmica haga llover con mayor frecuencia y por mayor número de canales.
La España del siglo XX y principios del XXI es un gran botón de muestra del mecanismo de anulación de un gran trozo de la realidad, de impregnación de ceguera selectiva e impotencia inducida respecto a la normal capacidad de juicio de actos concretos. Pero el caso español es un retazo, adecuado para el análisis por su proximidad y concentración de los elementos, del muestrario. Los regímenes totalitarios inauguran el ensayo general de ese proceso, que perece necesariamente de éxito, cuando logra implantarse como movimiento líder bajo las doctrinas paralelas, de comunistas y nazis. A partir de ese punto, y tenazmente, contra toda evidencia, ya no existirá para millones de personas lo que sus ojos ven y su mente enjuicia. Considerarán que el material bruto resultado del pensamiento debe estar sometido a la criba y filtro de leyes sociales, de la Historia, de la Clase, del Mito de la Eterna Lucha Antifranquista, del Mañana Igualitario, de Imperialismo contra Pueblos, de Clan, Micronación, Relativismo, Raza. Los muertos de un tiro en la nuca sólo habrán sido asesinados cuando, como en el caso hispánico del millar víctima de la ETA, cuando el guión coyuntural les conceda ese rango, las personas castradas, violadas, fusiladas, robadas lo habrán sido según conveniencia del relato.
Esto no es sino una tesela en el inmenso mosaico del silencio bajo el que, pertinazmente, se ha enterrado a millones de seres humanos eliminados durante, por y en sistemas comunistas y socialistas, siempre llamados populares. Hasta el día de hoy (véanse estadísticas y libros de texto). Las mismas fuerzas que actuaron en gran escala y con la impunidad del movimiento nazi o soviético llegado al poder la primera mitad del siglo XX siguen vendiendo bien, aunque sea en porciones y retazos, la envidia y el rencor apenas maquillados de igualdad forzosa y pretensiones de ingeniería social. No existen las dualidades transcendentes, ni la eterna Lucha de Clases o el callejero editado desde el Más Allá para la Historia. Pero sí existen la tremenda fuerza de la primera pasión bíblica, la tristeza por el bien ajeno, y la costumbre de legitimar el robo y el expolio con la creación de clanes nacionalistas y morales nuevas. Probablemente en el Edén lo más engañoso en la actuación de la serpiente no fue la oferta de la manzana sino hacerlo, junto con el Conocimiento y el Árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal, totalmente gratis, sin contrapartida alguna.
La doctrina bienpensante establece que la contemplación de la realidad exige claves previas las cuales, por su abanico reducido, eximen de la perplejidad, la incertidumbre y el esfuerzo de vérselas cara a cara con el mundo exterior y tener que forjarse juicios propios. La realidad es reaccionaria, cada cual habrá sido provisto de la previa explicación a ella. Ahora no se trata siquiera de silenciar la evidencia, de ocultarla, de hacerla invisible, sino de enseñar a la gente a que no la vea y, si la ve, que no la comente ni se extrañe, que actúe como si no existiera.
El nuevo Arte de la Guerra
No se trata de la obra clásica de Sun-Tzu, que analizó en la China del siglo IV a. C. todos los factores de la estrategia bélica con la sabia finalidad de vencer sin luchar, pero existe hoy un nuevo Arte de la Guerra que tiene con el antiguo dos puntos en común: la utilización del miedo y la difusión de una moral dominante que permita someter sin dar batalla. Se trata simplemente del aprovechamiento de la guerra, de la guerra por encargo, de la creación y mantenimiento de una atmósfera de enfrentamiento bélico que garantiza, en un mundo moderno impregnado de mensaje e imagen, la impunidad y el botín. El nuevo Arte de la Guerra nace del pensamiento débil, de la clientela improductiva y del chantaje dual, siendo éste último a la vez instrumento indispensable y terreno propicio. Hay que crear enemigos y guerra, y esto debe escapar a la racionalidad, la responsabilidad personal y los límites temporales.
Parafraseando el Si no hay Dios todo está permitido, si hay guerra, si hay un adversario preferentemente global y amorfo, el robo no es robo sino resarcimiento de anteriores e indebidas apropiaciones, la vileza es una simple cuestión de oportunidad y perspectiva, el asesinato es la adecuada respuesta a anteriores crímenes, la legítima defensa en el sentido más lato. Basta con decretar, convencer y convencerse de la existencia de un estado bélico continuo para que el terrorista sea un soldado más en el vasto campo de batalla social plagado de adversarios a los que se puede eliminar con toda legitimidad, sean estos policías, carteros, militantes de un partido, oficinistas de la City o niños de una guardería marcados por el pecado original de algún sector opresor.
En la vida cotidiana, la guerra es útil. Permite okupar la vivienda ajena, abstenerse de la enfadosa costumbre de pagar por la adquisición de bienes, amenazar y ejercer diversos tipos de violencia sin que la medrosidad ambiente se oponga a los deseos del guerrillero urbano, y además ofrece sin mayor esfuerzo una justificación moral a los actos, una placentera sensación de superioridad y dominio y una muy ventajosa promoción social con el apoyo de las diversas plataformas comunicativas, ansiosas de espectáculo y de víctimas y refractarias al aburrido pasar de la existencia burguesa.
España es, una vez más, un ejemplo de manual, con jalones muy precisos en el remozamiento y empleo de la guerra rentable. La civil de 1936- 1939 ha sido utilizada, envuelta en toda la parafernalia bipolar Izquierdas/Derechas, bien entrados los años setenta y luego, en plena democracia, como supremo argumento legitimador. El modo de empleo consistía en mantener la idea de un enemigo latente, trasiego de la maldad ejemplificada por el bando antaño vencedor, y justificar por ello una especie de solapado estado de excepción que legitimaría cualquier acto. La lógica guerrera y sus baterías de permanente reivindicación de agravios y de compensación por injurias se desgastaron con el paso del tiempo, de las generaciones y del uso. La clase parásita, que precisaba sucederse a sí misma y veía su arsenal exhausto, se lanzó con el nuevo milenio al terreno de la lógica bélica, trajo la ya antigua Guerra Civil al primer plano, la rodeó de alusiones y conmemoraciones ligadas a exigencias de paz planetaria y buenismo abrumador. El clímax, y la fractura decisiva con los usos del Estado de Derecho, se produjo en 2004, cuando tras la matanza de Madrid justo antes de las elecciones, se aprovechó ésta para manifestaciones contra el entonces Gobierno. El siguiente, llegado al poder, se apresuró a difundir el nuevo arte de la guerra, la Civil remozada, la búsqueda de cadáveres –sólo de los de un bando- de la contienda del siglo anterior, la insistencia en reparaciones, depuraciones y caza de brujas culpables a posteriori de cualquier afinidad con el bando del mal. Esto en un ambiente acobardado por la supuesta superioridad moral del adversario y por el continuo chantaje mediático, con el aplauso entusiasta de las víctimas creadas al efecto y dispuestas a ser objeto de resarcimiento. En los trenes de la estación de Madrid no se pusieron solamente bombas. Junto con los vagones, explotó una artillería retardada de resurrección guerracivilista con los más interesados y míseros fines.
En un plano más amplio, no faltan en el resto del mundo las variadas guerras santas, una especie de neofascismo (o neocomunismo, quid pro quo) de acción directa heredero de la lucha de clases, amigo de las denuncias de conjuras mundiales y poderosos en la sombra, que permite descargar en abstractos la responsabilidad y autoría de sus propios actos. El arte de la guerra a gusto de los consumidores se difunde porque es grato, divierte en los videojuegos, proporciona sin mayor esfuerzo intelectual una supuesta comprensión del mundo con folleto de respuestas instantáneas y catarsis de indignación con visos de ética. Y, sobre todo, viste de moral al descarado y sórdido ejercicio del propio interés.
La lucha, y la victoria, contra el ejército dual y las añejas tropas del chantaje ideológico deja sin duda el campo sembrado de víctimas de las que no pocas merecen al menos lápida si no primeros auxilios. La ignorancia de la historia del siglo XX es tan fenomenal, tan escorada que, ayudados por la ley del péndulo, se puede pasar limpiamente a demonizar a cualquiera que, bajo las banderas de comunismo y socialismo, haya luchado honesta y generosamente por mejorar la vida de sus semejantes. Cada uno de los que combatieron la injusticia que constataban no era un fragmento de Stalin ni de Mao, ni de los milicianos que en España volcaron su rencor en torturas, saqueos y asesinatos durante la Guerra Civil. Entre aquellos republicanos estuvo parte de la gente más solidaria. Tampoco son fragmentos de Hitler, Franco ni Mussolini los que vieron en el apoyo a los nacionales la defensa de su país, sus principios morales, el orden y las leyes. A la manipulación y la ignorancia históricas que empiezan en los primeros años de enseñanza hay que añadir el bombardeo a golpe de millones de muertos, la distorsión basada en el maratón de atrocidades, la puja sobre qué totalitarismo produjo mayor número de víctimas. Porque, si es cierto que el comunista, con sus hambrunas, gulag, exterminios gana la partida por extensión geográfica y duración (hasta hoy, en Corea del Norte) de su reino, también es indudable que el nazi, desde los años treinta a 1945, alcanza un grado cualitativo de abominación incomparable y nunca igualado a causa de su carácter genocida sistemático, industrializado, técnico, de su racismo provisto de toda la frialdad y eficacia de la modernidad y la ciencia, inspirado en las purgas y campos de concentración comunistas en un principio, pero luego insuperable e insuperado en la deshumanización y el mal.
En España los intentos de aprovechamiento de cadáveres han alcanzado cotas de macabra caricatura. En pleno 2016 el partido socialista pretendió seguir alimentando su discurso y su menguado crédito con las víctimas de una guerra que acabó en 1939 y propugnó, a fines electorales, rebuscar muertos (los que consideraba de su signo, no otros) en las cunetas.
Hay circuitos didácticos que deberían ser de obligado recorrido: algún campo de exterminio nazi, las que fueron prisiones y testigos en la Camboya de los Jemeres Rojos del genocidio de un tercio de la población en nombre del Comunismo perfecto, y, más cerca, los pequeños museos locales de países como Polonia y los Bálticos, que reproducen la infinita y ubicua opresión de la época soviética. Si el comunismo ha tenido, finalmente, un balance mucho peor, en lo que a número de víctimas y ruina se refiere, que el nazismo se debe probablemente a que poseía, además de las materiales, tres armas sin comparación más duraderas que las brutales de los nazis. Fueron éstas la extrema disolución de la responsabilidad personal en el Partido, la Clase y la Vanguardia trabajadora, la buena conciencia de la meta de la felicidad y justicia universales que les procuró apoyo perdurable y sin fronteras, y, last but not least, la ausencia de Gran Jefe mortal, encarnado en iconos perecederos, lo cual les otorgaba la perdurabilidad de la Iglesia.
Las peores víctimas de esta batalla no precisan lápida sino ayuda, porque son necesarias y viven aunque las cubran cuerpos muertos. Corren grave riesgo las utopías, el impulso generoso y solidario, la aspiración a esos imposibles que ha ido haciendo posibles la voluntad humana, la misma voluntad que ha producido lo peor, pero también lo mejor de cuanto se conoce.
Del latín al bable
Nunca había sido tan rentable como en el siglo XX, y particularmente en España, declararse nacionalista, poner en pie todo un vasto edificio burocrático, enviar propaganda y propagandistas por el ancho mundo, nutrirse, como en el caldero mágico de Asterix, del cocimiento inagotable de los ancestrales agravios, forjarse una armadura resplandeciente con metales proporcionados por el odioso enemigo y reprocharle con amargura la propia inferioridad en hablantes, extensión, peso histórico y presencia internacional. En la Península del mito tribal el movimiento ha sido inverso al del latín medieval y clásico: Éste fue la lingua franca del cosmopolitismo y los saberes. Aquél se ha embarcado en un acelerado proceso de jibarización, mapas estrictamente regionales, horizontes de barrio y aldea, arroyos preferibles a ríos, colinas a falta de montañas, historia de reyes impostados y batallas ficticias, maquetas en fin cercadas por alambre ideológico por donde transitan ciudadanos que se quieren exclusivos del terruño y a los que se enseña en la escuela desde la infancia a ignorar y odiar, por partes iguales, al país y a la lengua españoles. No hay en esto exageración alguna. Los libros de texto escolares avalan el dato, insólito en el resto de Europa y apenas comentado en una prensa extranjera que, sin embargo, se prodiga en ocasionales comentarios folklóricos o de apenas velada alabanza del terrorista como luchador valeroso. Es exactamente el proceso que, por imposición de las autoridades locales y por omisión de las gubernamentales, se viene dando en España hace largo tiempo y ha producido, desde que se llevó a cabo la desdichada transmisión de las competencias educativas a las Autonomías. El raquitismo intelectual y el despropósito económico han sembrado de minigobiernos, minipalacios y monumentos mini la entera geografía hispana, producido una incomparable clonación de coches y organismos oficiales, inundado televisiones y radios de predicadores de la diferencia étnica y de la lengua del último valle, todo ello a cargo de una vaca gubernamental hipotecada hasta las ubres. Gran éxito: Ya hay generaciones de niños que no hablan sino el habla de su zona, que han sido convencidos de que el enemigo se asienta al otro lado de su estrecho perímetro geográfico, que se ven como los soldados de un excitante juego de ordenador con Estrella de la Muerte sita en Madrid.
Los niños no cobran, pero sí sus maestros, profesores, rectores, directores, ministrines, con sueldos y prebendas procedentes de la Fuerza Oscura. No saben, pero sabrán quiénes y por qué les robaron su herencia y jibarizaron su cultura, sus saberes y su mundo. Descubrirán quizás cuánto cobraron las agencias de viaje que les embarcaron en el viaje del latín al bable. Toda irracionalidad ha tenido en España blindaje y asiento, con el bloque mediático funcionando a pleno pulmón tanto para aclamar como para mantener en silencio lo que convenía, hacia el interior y respecto al exterior. No deja de ser sintomática la ausencia de comentarios sobre fenómenos tan curiosos como que a los niños se lleve décadas aleccionándoles desde la escuela a aprender como referencia el terruño del que el resto de España es enemigo, a vivir en una nación que, única en Europa y en el resto del mundo, carece de bandera, tradición y nombre, en cuyos centros de enseñanza el uso de la lengua española está vedado. Algún espacio hubiese debido merecer tan insólito fenómeno en la prensa foránea. Curiosa, ejemplar discreción.
Ya no hay hechos concretos, no hay Historia, ni resultados, ni empresas, logros, fracasos, esfuerzo, riesgos. No hay, en Enseñanza, conocimientos valiosos per se. No existe la nación en cuanto comunidad de ciudadanos libres e iguales, ni hay tampoco Constitución, códigos civil y penal, delitos, recompensas. Existe, va existiendo, lo que sirve para que una tribu sociológica, sindical, autonómica nazca, crezca, cobre, se reproduzca y apoye a los jeques que mantienen, y se mantienen, en y de la red de intereses llamada Transición B. La espesa y continua capa de consignas políticas que recubre el entramado no pasa de ser epidérmica, aunque a fuer de reiterada los beneficiarios la adopten como credo común por la lógica de la facilidad, la ausencia de alternativa y la necesidad de aceptación por el grupo mediático dominante. No de otra forma podría explicarse un rasgo típico del totalitarismo que se da en estas parcelas de dimensión mudable que de él existen. Se trata de la negación de la evidencia y del sentido común y de la aceptación del absurdo. En el auge de los sistemas totalitarios, se llegaron a aceptar las monstruosidades de las que ha sido testigo la primera mitad del siglo XX, aunque repugnaran, no ya, por supuesto, a la moral, sino a la simple lógica e implicaran la destrucción del propio país y la de millones de sus ciudadanos. Cuando el totalitarismo se presenta de forma oportunista y dispersa, pero con un arraigo institucional variable, su meta es copar el sector público y, en él, Educación, Enseñanza y Cultura, porque a partir de éstos determina la presente y futura implantación y mantenimiento del poder tribal, de la red parásita que sin ellos no podría vivir y que ni siquiera habría visto la luz de la existencia a no ser por la legitimidad ficticia que se le confiere y el chantaje verbal que la acompaña.
Nadie creería en buena ley que se puede decretar que los niños no aprendan en la escuela, que los profesores den clase de lo que no saben y que los diplomas correspondan a conocimientos inexistentes. Sin embargo esto es lo que se instauró en la España de la reforma educativa de 1990, presentada e implantada por el partido socialista y mantenida, bajo formas diversas, a lo largo de décadas porque la oposición no osó derogarla cuando pudo y sus valedores la defendieron, bajo distintas siglas, con la ferocidad de quien sabe que le va en ello la alimentación presente, la futura y la de toda su clientela. El absurdo de instaurar que no se estudiaran prioritariamente asignaturas de base, que se copara el horario lectivo con necedades buenistas de obligado asentimiento, que se jibarizaran historia y geografía en pro de las tribus locales, que los desdichados alumnos pasaran sin aprobar de un curso a otro cargados de ignorancia satisfecha y de suspensos y que se les sometiera en el aula a la dictadura del más vago, el más ruidoso y el menos afín al estudio simplemente se aceptó, se acepta, con cierto momentáneo desconcierto, inevitable ante la confrontación con la verdad tenaz de los hechos, pero con el silencio cómplice de quien asiente por instinto ante el que domina. La ignorancia por decreto es algo tan increíble que simplemente no tiene cabida en el universo mental medio. La explicación es, sin embargo, extremadamente sencilla: La anulación de la Enseñanza basada en el saber era imprescindible para poner en los puestos educativos a cualquiera, sin formación, profesión ni merecimientos, que diera clase de cualquier cosa a estudiantes de cualquier nivel. Había que quitar, como se hizo, a catedráticos, a profesores por oposición rigurosa, eliminar criterios basados en materias fundamentales, rigor, esfuerzo, cualidades, estudio, y sustituirlos por miembros de la tribu cliente, véase sindicalistas de las dos correas de transmisión de los políticos en el Gobierno en 1990, gente del partido y afines, maestros que ocupaban el espacio docente de los extintos catedráticos, regionalistas ansiosos de reescribir la historia y de jurar fidelidad a la bandera local y al sueldo, contratados a los que la precariedad hacía defensores a ultranza de la sustitución de conocimientos por consignas y oposición por antigüedad. Ya de los ríos no se aprende el nacimiento y desembocadura, sólo el tramo que pasa por la comarca. No cabe asombrarse de la cosecha tribal. Sus profesores, salvo honrosas y heroicas excepciones, lucirán en clase sin empacho camiseta, pin y chapita ante los menores, perfectamente indefensos contra la manipulación. Es posible que a los chicos se les haga actuar en actos independentistas, animarles a que peguen en el recinto del instituto carteles en los que se llama asesino al Presidente del Gobierno, como ocurrió en 2004, y que se les prohíba hablar en castellano cuando salen al patio en el segmento de ocio, otrora llamado recreo. La insufrible parafernalia terminológica que siempre ha acompañado a la LOGSE (Ley de 1990) y sus recuelos no pasa de ser guarnición del modus vivendi del concurrido club del mínimo común denominador. Y aún lo es; de ahí la defensa de la barricada.
De haber vivido en la España de las últimas décadas, el gran escritor, pensador y grandísima persona Albert Camus no hubiera podido ser apoyado por su maestro de primaria, Louis Germain, al que envió su agradecimiento y cariño al recibir el Nobel de Literatura. Camus era huérfano de padre y de familia extremadamente pobre. Creció en la Argelia francesa. Louis Germain encauzó sus dotes, compensó la ausencia paterna y el analfabetismo materno y le informó sobre becas y ayudas, hasta la facultad de Filosofía. En España Camus hubiera aprendido a leer lo más tarde posible, y la misma tónica hubiera regido en cuanto a conocimientos en pro de la igualdad respecto al último de la clase, Louis Germain no hubiera tenido la dignidad de maestro ni hubiese ejercido, como hizo, con nobleza y eficacia su deber de enseñar y de impulsar al máximo la capacidad y esfuerzo de los alumnos, facilitándoles así el ascenso social y personal. De intentar tal cosa, hubiera sido un apestado reaccionario, rodeado de gente que se denominan maestros y que forman parte de la correa de transmisión de los dos sindicatos lujosamente mantenidos por el partido que ha hundido la Enseñanza española. Louis Germain sufriría el más severo ostracismo, no hubiera podido impartir conocimientos sino consignas, vería a los que fueron catedráticos vigilar los lavabos y a los maestros dar clase de materias y niveles que desconocen y defender encarnizadamente a los que les han milagrosamente promocionado. Albert Camus, cuya familia no tenía dinero para pagarle ni un máster ni una caja de lápices, habría resistido penosamente la dictadura de lo peor y los peores en el aula, no le habría sido permitido hablar y escribir en francés, ni a su maestro utilizar la lengua de su patria, sino que una tribu local habría impuesto el kabileño. El futuro escritor compadecería al infeliz Germain y hubiera abandonado el inútil aparcamiento antes centro de enseñanza. Camus, inteligente donde los haya, y Germain, honrado y sabio, serían cebo de la jauría del comisariado pedagógico, de los que engordan a base del control y espionaje de los profesores y de la ocupación del horario lectivo y de los temarios de oposición con el Aprender a aprender, Aprender a enseñar, Educación en valores, Conocer al alumno, Sexualidad para la igualdad de género, Infancia igualitaria, Igualdad en equipo. Afortunadamente Albert Camus estaba en la enseñanza francesa, en la segunda década del siglo XX.
No hay, en lo que al absurdo se refiere, tanta diferencia entre el alumno que, en vez de en matemáticas, latín, ciencias naturales, lengua, arte, emplea buena parte de las seis horas lectivas diarias en materias del tipo Valores para la solidaridad, Sexualidad creativa, Aprender a aprender cómo aprender. Discusión, formando grupos, sobre la patata y el dónut, Lucha nacionalista en mi aldea a través de los siglos y el mundo adulto. Al igual que la crasa estulticia de las consignas que pueblan aulas, discurso lectivo y libros de texto, también están blindadas contra la crítica obras, organismos, cuerpos de traductores de lenguas locales, asesorías, normas, inspecciones, equipos y delegados perfectamente inútiles. Todo se justifica por la fuente de autoridad y las iniciales premisas de Igualdad, Solidaridad y Valores Comunitarios. En un sistema totalitario puro habría un Líder que marcaría el puñado de axiomas indiscutibles y a partir de ahí no existiría absurdo posible porque Historia, hechos, pasado, futuro y presente deberían acomodarse a las leyes de la tesis enunciada. Como aquí estamos en el esperpento con rasgos de bonsai totalitario en lo que los medios del sector parásito Transición B lo permiten, hay que conformarse con territorios sociales acotados que se defienden con la mayor fiereza.
La Era de la Marmota
El absurdo, elevado a categoría y por ello difícilmente atacable, impregna las expresiones culturales de la vida española con una violencia coercitiva que condena al ostracismo a los escasos disidentes. No de otra forma se explica la inacabable y fiel repetición de los mismos tópicos especialmente visible en el cine subvencionado. Década tras década, con la fidelidad de quien si no ficha no come y con honrosas, valentísimas excepciones, se ha repetido hasta la extenuación el rosario de tópicos presididos por Guerra Civil milicianos buenos (encarnados luego en el bloque progresista del Bien) y adversarios franquistas malísimos (encarnados en Iglesia, Guardia Civil y un ente tipo Godzilla llamado Represión Sexual tan fantástico como el monstruo japonés). El Catecismo Cultural es de piñón fijo, a saber: Como la sesión es continua y hay que actualizarla un poco, el flamenco guitarrero, el número de la Benemérita y el adúltero de calzoncillo de segundas rebajas alternarán con la monja lesbiana, el empresario malvado, el cacique moda retro y el militar fosilizado en su uniforme. El comienzo de la película incluirá, a ser posible en los diez primeros minutos, expresiones sobre la urgente necesidad de coito. Se pronunciará un taco cada tres palabras. Aparecerán, ridiculizados, elementos y símbolos cristianos (pero serán tratados con cuidado exquisito los islámicos). Se seguirá el mismo criterio con personajes que encarnen a policías y fuerzas del orden y se procurará que muestren inclinación a la homosexualidad y la pederastia. Se ofrecerán, cuadren o no cuadren con el guión, numerosas escenas que variarán entre el sexo explícito, escasamente atractivo por la rudeza ginecológica y el discutible gusto en posturas y ropa interior, y las alusiones continuas a represiones sufridas y superadas. No escasearán, en todas sus variantes, los mantras caca, culo, pedo, pis, y las festivas referencias a coprofilia, delincuencia común y festivo consumo de drogas. Se evitarán, con atención vigilante, la exhibición, elogio y descripción de Belleza, Bondad, Inteligencia, Altruismo, Valor y Fidelidad. Los protagonistas aparecerán de mal humor, broncos y de trato desagradable precursor de inminentes desdichas, y no ahorrarán actitudes verbales y gestuales ofensivas y violentas. De citarse por alguno de sus símbolos o lugares de fácil reconocimiento, se ridiculizará e injuriará al propio país, si éste fuera España; no así cuando se trate de otras naciones, de tribus primitivas o de autonomías. Es importante que al final de la película los malos venzan, el criminal quede impune, el vampiro procree, el ladrón disfrute burlando a las fuerzas del orden y los maleantes se instalen, sin ser molestados, en un piso hogar de alguna aburrida familia de clase media. Por supuesto, cualquier ocasión será buena para describir la indecible y global perversidad, sin mezcla de bondad alguna, de los franquistas antes, durante y después de la Guerra. No existirán en las tomas ambientadas en los años treinta del pasado siglo civiles asesinados por los milicianos, ni seglares ni religiosos, aunque se contaran por miles. Y, lo más importante, con simples variaciones de attrezzo e intérpretes, esta misma película se proyectará, incansable, e incansablemente subvencionada, durante más de treinta años.
La amplia meseta ibérica parece adquirir rasgos de las praderas del Lejano Oeste. Surgen, multiplicadas por doquier, no una, sino centenares de marmotas que una y otra vez salen de su agujero para predecir la misma borrascosa primavera, alertar con sus chillidos sobre el pasado-presente nefasto, abrir, y cerrar, siempre el mismo paraguas y reclamar a la comunidad la distribución indefinida de vitualllas y edredones.
Historia de dos postguerras
La maldición, aparentemente ancestral e inexplicable, que condena a España entre los países a ser aquél al que, como el del Ulises de Cavafis, es mejor llegar lo más tarde posible (o quizás no llegar), aquél del que incluso hay que renegar y rechazar cualquiera de los normales símbolos que utilizan sin complejos todas las naciones no es tópico inasequible al análisis. Sobre todo no si se van anotando sucesivos beneficiarios y circunstancias. La debilidad no es mítica sino inducida. En un horizonte temporal nada lejano, mediados del siglo XX, la Europa de los Aliados sale fortalecida en sus miembros porque se ha enfrentado a un enemigo común. En sentido contrario, Alemania comulga unánimemente con la desgracia, la vergüenza y la tarea de reconstrucción. Los discursos de Winston Churchill representan lo mejor de los ciudadanos, lo más esforzado, generoso y valiente. En la posteridad los enemigos de cualquier grandeza escarbarán para arrojar alguna basura, encontrar fallos en los que, con la vista puesta más allá de sus fronteras y del Continente, se decían conscientes de defender los grandes ideales de libertad, cultura, civilización y derechos del individuo. Las naciones de la postguerra de la II Mundial salieron fortalecidas en su esencia y conciencia de tales, también empobrecidas y enfrentadas a miríadas de cuentas pendientes con los colaboracionistas, la jauría de vengadores de agravios a toro pasado y el Telón de Acero de la Guerra Fría. Pero tenían lo más importante: la visión de futuro, la claridad respecto a las aspiraciones y retos del presente y la unidad tanto interna como externa en el rechazo de peligros y males que, por haberlos visto muy de cerca, sabían que eran los peores enemigos.
En la divergencia durante los años cuarenta y cincuenta de España respecto a la evolución e ideario del bloque de los Aliados se gesta buena parte de la miseria política actual, no sólo en la autarquía de la dictadura franquista. Mientras que Churchill y Estados Unidos hablaban de la situación en el planeta, de los enormes retos de la era atómica, del futuro deseable, de la defensa de los principios medulares de la libertad individual, el bienestar y la prosperidad como antídoto contra dictaduras, de la salvaguarda de valores y tradiciones consustanciales a Europa y su proyección atlántica y dignos de ser defendidos por doquiera, en la Península se seguía el camino inverso en una visión caracterizada por la estrechez mental y geográfica y un bloqueo defensivo de lo inmediatamente propio alimentado con valores de pura apariencia tras los que se movían el complejo de inferioridad, la mediocridad y la avidez de los intereses locales.
La divergencia se fue ahondando porque el populismo necesita grandes cosechas de envidia que, como el pan, no debe faltar en el yantar cotidiano de los electores españoles. Para ello es necesario un auténtico odio a la grandeza ajena por serlo, aunque se vista la inquina de excusas sociopolíticas. Naturalmente nadie va a denunciar como males cósmicos el imperialismo de Luxemburgo o de Andorra, pero para eso están países extensos, activos, laboriosos, influyentes. En la mecánica rencorosa es también imprescindible la búsqueda de taras en personajes de enorme talla intelectual, personal, política. Se hoza, por ejemplo, en la figura de Winston Churchill e incluso se repite, con el deleite de quienes al fin han encontrado espacio para rebajarlo y con la ligereza de una leyenda urbana, el supuesto rechazo británico a la excesiva personalidad arrolladora de tal político en tiempos de paz. Pero se omite que su derrota electoral de 1945 obedeció en buena parte a que, tras cinco años de guerra y antes de lanzarse la bomba atómica, las tropas británicas temían verse involucradas en los uno o dos años más de combates en el Pacífico con un saldo de dos millones de bajas de los Aliados, que era el precio en que se calculaba la victoria sobre el fascismo nipón. Japón se rinde el 14 de agosto de 1945, a poco de las elecciones generales británicas. La Guerra del Pacífico fue probablemente el factor más determinante en el rechazo a tener como Premier en la paz al que lo había sido, ¡y cómo!, en la guerra. De hecho, Churchill teniendo un peso decisivo, lleva a la victoria al Partido Conservador y es de nuevo Primer Ministro en 1951. Deja el puesto, pero no el Parlamento, en 1955 a los 80 años de edad y muere diez años más tarde rodeado de admiración y agradecimiento.
En España el efecto de la postguerra fue, pues, en la segunda mitad del siglo XX, inverso al europeo. La suya había sido una guerra de facciones telonera de la mundial y penetrada por el ensayo general de los totalitarismos, empapada pronto en la irracionalidad, el rencor y la violencia como motores de cambio socia, en los que se anegaban las mejores personas e intenciones. La posible república moderna se transformó ya desde sus significativos preludios en opresión, fragmentación, expolio y recurso al asesinato, en un ambiente y en una época en la que a los veinte años quien no era comunista era fascista y viceversa. Su final dejó la impresión de algo trunco, de general fracaso nunca asumido, de intervención aliada que, vencido el nazismo, vendría a implantar para unos el país afín a sus vecinos, para otros la dictadura comunista que, paradójicamente, ya era en el mundo y fue una máquina de fabricar ruina y muertos por cientos de millones peor aún que la nazi por su duración. Al revés que Francia o Inglaterra, la primera cosecha española tras su guerra civil fue en gran medida de amargura y desconcierto. La segunda, en su momento, una duradera máquina de subsistencia, legitimación, chantaje y extorsión de bienes, cultura y ética basada en la mitificación del término Izquierda, en la ignorancia, secuestro y silenciamiento de la historia y en la implantación ubicua de un bloque parásito cuya única fuente de recursos y de prestigio era y es el mito nutricio de la eterna Guerra Civil y la República ideal y truncada cuyos réditos se les deben de generación en generación. El panorama no es ni mucho menos de nuevo una dualidad, igualmente falsa que la de Izquierdas/Derechas, que adquiriría la forma Oposición/Gobierno o Socialistas/Liberales. Hay sencillamente un filtro a contario que selecciona y promociona lo más mezquino, y por ello más fácil y extenso, de todos, en racimos y clanes puesto que el ruidoso factor gregario, apoyado en la telemática, y cuanto desdibuje la responsabilidad y percepción crítica del individuo es en este régimen vital. Y hay paralela y conjuntamente un statu quo tácito por el cual los supuestos opositores, dentro y fuera del Gobierno, que se reclamaban como defensores de derechos, nación igualitaria y libertades, viven enquistados en el tejido del sector público, blindados respecto a la Justicia con algún ocasional chivo expiatorio mediante y seguros de los pactos con los caciques que les perdonan la vida y garantizan holgada subsistencia mientras les gestionen, les mantengan gratis et amore y no se opongan al desguace tribal, a la tergiversación y destrucción de educación y cultura y realicen o permitan periódicamente la liturgia de los ritos de la República Mítica, el antifranquismo perpetuo y la guerra civil rediviva. Al bloque Parásito de cuantos carecen de mérito personal alguno y que han ido eliminando y orillando a los que sí trabajaron, arriesgaron y defendieron ideales nobles y la Constitución de los setenta, pronto e impunemente incumplida, les es indispensable el rito y el mito de Malos y Buenos de la Guerra Perdida. No tienen otra cosa, pero sí una de extrema importancia: La implantación en la sociedad del convencimiento de que ellos son mejores que el resto. Y lógicamente precisan azuzar lo más bajo en conductas y aptitudes hasta lograr niveles de completo ridículo, desde la pompa y circunstancia del hervidero ratonil de satrapías hasta orinar en público. La guerra es contra la excelencia, la valía, la productividad, el progreso, el saber y la memoria, contra cuanto sobrepase el rasero de una masa a la que se quiere anónima, unánime, rencorosa y dependiente.
De ahí la importancia cardinal del control educativo en el que, desde la primaria hasta la universidad, lo que se penaliza es el estudio, el conocimiento, las buenas calificaciones, el esfuerzo. Por el contrario, las becas se concederán a discreción de forma que, sin precio monetario ni intelectual, se pueda aparcar en las aulas, con aparente gratuidad pero por supuesto a cargo del contribuyente, por tiempo indefinido, disponer a capricho de las instalaciones y ensuciarlas y degradarlas si place, y recibir finalmente a granel diplomas que, por supuesto, ni avalan conocimientos ni tiene valor. Todo ello proclamando la perversidad del represivo sistema franquista que, triste paradoja, fuese de Franco o de Viriato era infinitamente mejor que el implantado a partir de 1990. Y no por el efecto colateral, indeseado pero inevitable, de su extensión democrática a la población entera ni por el cambio de los tiempos, sino por el rigor inmisericorde de los que desde el nuevo régimen y sus virreinatos autonómicos precisan como ecosistema ese ínfimo nivel. Nada tan delator de las intenciones carcelarias en la falsa dualidad Izquierdas/Derechas, Franquistas/Progresistas como la avidez por apropiarse del terreno formativo, desde la infancia a las Facultades; nada tan inequívoco como dato de seguras y lucrativas intenciones de manipulación y apropiación a beneficio muy personal que la agresividad con la que los grupos aferrados al reparto de puestos y poder entre sus huestes defienden el monopolio de las aulas, el destierro o minimización en los programas de estudio de cuantos saberes tienen real envergadura, de cuanto sirve, no para la falacia definida como para la vida, sino para pensar, adquirir conocimientos y conciencia de su jerarquía y del precio en solitario esfuerzo que conllevan, disponer de la propia reserva intelectual, de la biblioteca inasequible al robo y a la lluvia fugaz de mensajes ajenos al real aprendizaje.
Sin la ferocidad mostrada desde los tempranos años 80 del pasado siglo en la apropiación de lo que se ha venido presentando como única cultura sería incomprensible la situación actual. Simplemente afloran a la superficie los frutos de la prolongada y generalizada siembra de intereses. Cómo si no explicar la imposición de lenguas locales que no tuvieron auge alguno fuera de sus predios simplemente porque, como es regla puesto que en la práctica no existen hablas sino hablantes, los que las utilizaban no hicieron lo que otros, carecieron de la proyección que el castellano sí tuvo por razones semejantes a las que hacen que el inglés y no el swahili sea el idioma de la informática. Cómo entender el fracaso educativo si no se abandonan las proclamas histórico-metafísicas y se desciende a la simple y ubicua red capilar de gente que cobra de este fracaso y llega incluso a creerse superior al resto. No en vano existe una fina e inapelable línea que incluso los que pretenden radicales mejoras se guardan de traspasar mientras se refugian, una vez más, en supuestas dotes taumatúrgicas de la formación del profesorado. Ninguno se atreve, sobrado de temor y falto de esa modestia intelectual sin la cual no hay progreso, a, no sólo reivindicar con forzada retórica, sino a realmente garantizar por ley a ámbito nacional lo que ya está inventado: Programas basados en materias fundamentales, pruebas de nivel, aulas desinfectadas de oportunismos, localismos, clientelismos y consignas, clases impartidas por profesores según su nivel de diplomatura y conocimientos avalados por oposición pública.
El raquitismo de la cosecha es sólo comprensible gracias a la implantación, desde finales de los años ochenta del pasado siglo, de este temprano vivero de ignorancia preceptiva bajo el irónico nombre de progreso democrático. En él se lleva sembrando, junto con grano variopinto, la postguerra ficticia y el cómodo victimismo todo a cien. Y ahí residen, por la vaga conciencia de la indigencia intelectual y el desconcierto, buena parte de las causas del sentimiento de indefensión.
Sabiduría oriental o cómo acabar con las corrupciones
Cuando la corrupción es institucional, legal y sistemática para mantener el estado de cosas se impone una liturgia periódica de denuncia virtuosa. Hay que esconder, tras una fanfarria de hechos puntuales centrados en el delito personal, la colosal ruina del empleo estúpido, interesado y estéril del erario público, la financiación de obras pretenciosas y prescindibles, la permanencia del timo legal, la multiplicación de minigobiernos, cortes y satrapías. El vistoso capote de delincuencias menores agitado por los medios televisivos en momentos oportunos torea y dirige a su antojo al votante y la opinión ciudadana. En España han campeado y campean a sus anchas intocables de todo tipo y condición, familias enteras de los feudos nacionalistas, sindicatos y empresarios administradores seculares de los fondos europeos, con tal pericia que el país está en cabeza del paro, nubes de expolíticos venden sus contactos y hornadas de licenciados se expatrían provistos de sus diplomas inútiles sin que ninguno de los hacedores de las nefastas leyes educativas se responsabilice.
Naturalmente para la trama de intereses de Gobiernos prácticamente nacidos en el escaño del Parlamento las Clientelas de la Utopía subvencionadas y amamantadas son tan indispensables como el ying para el yang: Hay que exhibir hordas agresivas de revolución total para evitar que se repare en la perversión del libre mercado y el Estado de Derecho en forma de consejos de administración de bancos y grandes empresas formados por políticos, ministros y ex ministros, hace falta ruido mediático de fronda para ahogar la alianza oficial con la Justicia, a cuyos miembros nombran los partidos y apoyos virtuosos al “derecho a la vida” como si los demás sostuvieran sin discriminaciones la muerte, y ello por parte de los que no se han manifestado jamás contra la pena capital ni propuesto medidas prácticas reales en el marco legal y económico ni denunciado las causas que, integradas en el sistema, favorecen lógicamente la corrupción.
Paralelos, hasta juntarse en un charco estancado, corren los dos arroyos, el de la corrupción oficializada y el de los robos clásicos a base de comisiones fraudulentas, desvío de fondos, apropiación de capitales. Desembocan en el agudo sentimiento de indefensión ciudadana, se mire hacia donde se mire, sin hallar recambio ni desagüe al cauce del charco, alimentado además subterráneamente por una oscura, silenciosa y silenciada, pero cierta conciencia de culpabilidad vicaria, de cegueras oportunistas y selectivas, de 11 M que se descompone lentísima, inacabablemente, de embriaguez temporal a base de consignas que alababan paraísos en los que no se deseaba vivir, de historia de una lucha inexistente para gozar de los privilegios del eterno adversario.
Del pastel de más de treinta años de componendas y reparto del Estado se escoge oportunamente alguna guinda para exhibirla como implacable actuación contra los corruptos, se crean comisariados de buenas costumbres según conveniencia y audiencia, se inventa un chantaje en forma de denuncia sin pruebas que implica la muerte política del chivo, inocente o no, más a mano. El puritanismo selectivo es un arma de letal eficacia. Y es perfecta para desviar tiempo y energías y omitir la aplicación de leyes básicas existentes pero cuya transgresión nunca se paga, nadie devuelve jamás las inmensas sumas desaparecidas en el sumidero del despilfarro, la propaganda y los rentables acuerdos con grandes empresas. En cambio, aparecen y pueden aparecer en cualquier momento remedos de los ministerios orwellianos: Ministerio de la Transparencia, De la Gestión de Imputaciones, De la Defensa del Género Epiceno, De la Corrección Lingüística, De la Corrupción Preventiva (todo un clásico en la tradición del “crimental” de 1984), que ofrecerán la obligatoria Formación para la Ciudadanía en forma de cursos como “La bisexualidad sin esfuerzo”, “Lesbianismo para principiantes: teoría y práctica”, “Reciclaje de rosarios y belenes obsoletos” o “Las chirigotas en la literatura universal”. En todas las lenguas y dialectos peninsulares, por supuesto. Y, como nunca antes la cuota de pantalla, palabras y tiempo otorgada a grupos e individuos tuvo tanta importancia, organismos y consignas tendrán un éxito prácticamente asegurado, sobre todo los que cobren por ello. Es probable que la oposición se vea reducida a la impresora y el folleto semiclandestinos.
A mayor escala, las peores dictaduras están ciertamente exentas de corrupción,. Son, como Corea del Norte o la China maoísta, infiernos de perfecta pureza que no dudan, como en el caso coreano, en inaugurar una nueva forma de pena de muerte que ha sido su única aportación original a la historia actual de la humanidad: En Pyongyang el Ministro de Defensa se durmió durante el desfile nacional y el Gran Líder ordenó su fusilamiento (término impropio en espera de que se invente el adecuado) con un misil: He aquí un ejemplo de severidad y de responsabilidad en la aplicación de las leyes. Cabe imaginar la suerte, en parecidas circunstancias, de su homólogo español que afirmó que prefería morir a matar. Los sistemas totalitarios comunistas son vivos ejemplos del Paraíso de la igualdad, la felicidad y la ausencia de delincuencia por decreto y de la Revolución, el inconformismo y el perfecto progresismo universales. Los millones de muertos muy reales, las hambrunas, la falta total de libertad y vida privada han sido y son simples tropiezos a beneficio de inventario. Mientras el Paraíso llega, todo vale contra el Estado existente, puesto que legalidad, normas y usos y la existencia y patrimonio de sus gentes no son sino brotes de la injusticia radical, productos de una sopa primordial mal hecha que hay que rehacer. Llegado el advenimiento, los pequeños peces-víctima pasarán sin soluciones de continuidad a ser grandes depredadores (la semántica de la violencia en el discurso pacifista e idílico es cuanto menos sorprendente) guardianes del edén futurible.
En Occidente en el sentido más lato de tipo de civilización (la aburrida fórmula tradicional democracia, libertad individual, pensamiento racional, derechos humanos, propiedad, comercio) los paraísos se han apoyado por control remoto y con gran entusiasmo vicario. En España se ha reforzado el general edén platónico con otro superpuesto: el Paraíso truncado por la Guerra Civil. Es la República Dorada, reducto de prosperidad, paz y justicia, que, de continuar más allá de los años treinta, hubiera dado lugar al país soñado. Lamentablemente la historia es complicada y su estudio trabajoso. No hubo jamás aquel todo a cien para todos. Pero al menos la prolífica serpiente entregó a las generaciones venideras la posibilidad de ser siempre víctima. Junto con la expectativa de la Gran Pureza, que garantiza aquí y ahora la irresponsabilidad personal (por las vías del asambleísmo, el dominio mediático y la acción directa) y legitima todos los actos.
La China tradicional ofrece sin embargo un dicho digno de encomio: “El agua pura no cría peces.” Esta sabia máxima, junto con “Lo mejor es enemigo de lo bueno” y “Cada cual es hijo de sus obras” debería figurar, grabada en mármol, en salones, despachos y Congreso.
Del Romanticismo y sus estragos:
España parque temático.
Paralela a la España a secas, al país en el que se ha hecho todo lo posible para eliminarlo como tal de la percepción, del uso mismo de su nombre y de sus símbolos y tradiciones, existe la España B, construida según guión y a efectos de uso. Para su difusión en el extranjero se han gastado sumas ingentes y no se ha reparado en esfuerzos. Naturalmente se obtienen, y esperan conseguir una parte y otra allende y aquende, dividendos considerables. Es la marca B export, construida, y deconstruida, a base de omisiones y de un puñado de datos ciertos pero que no lo son cuando el cuadro, el espacio en el que se fija el foco, carece de partes indispensables de la realidad. No deja de ser extraña la ceguera de los corresponsales ante las espaciosas y tristes regiones de la Península donde salta a la vista la carencia de inversiones e industrialización. Se diría que, de cóctel en cóctel y de comida de trabajo en bebida de trabajo, han ido volando y posándose en las zonas más ricas de España, que lo son gracias al conjunto del país, para transmitir fielmente las quejas, vituperios y proclamas independentistas de quienes a todas luces están y han estado más favorecidos que el resto. Ídem de lienzo en la selección de entrevistados, interlocutores y fuentes. Es, en este sentido, ejemplar el hecho de que una publicación de prestigio, como The Economist haya escogido, para resumir la situación y perspectivas del país en sus números anuales, a quien representa en España el periódico insignia de la Transición B.
El tratamiento del atentado del 11de marzo de 2004 constituye también un ejemplo de desinformación: The Economist se apresuró –sin duda no fue el único- a incluirlo en la lista mundial de atentados islamistas, con una celeridad sorprendente la prensa extranjera comulgó con la nada probada afirmación de la autoría islámica, se repitió la tesis oficial, en absoluto avalada por los hechos, nada se dijo respecto a la precipitada destrucción de los vagones donde estallaron las bombas, nada en cuanto a la siembra de pruebas falsas y la eliminación de lo que podía haber dado pistas e indicios, ni palabra sobre la ausencia de autopsias de los supuestos suicidas, y vaguísimas alusiones al dato clave de que se desconoce el autor intelectual que planeó y dispuso la matanza, sin comentarios a la evidente voluntad de silencio que sigue hoy cubriendo el tema. Es curioso que ante un hecho de tal magnitud europea y mundial se hayan leído tan pocos análisis geopolíticos. Es innegable que el atentado de Madrid, con sus cientos de víctimas, tuvo como efecto un cambio radical de Gobierno, economía y geoestrategia tres días antes de las elecciones, en beneficio, obvio pero no sólo, del entramado de tribus y de los terroristas autóctonos. Pudo haber, o no haber, mano de obra etarra e islámica, pero han quedado resguardadas por la sombra las de los que, a un nivel superior, mecieron los ataúdes.
Es llamativo también que en la prensa extranjera el análisis de la situación española se centre con frecuencia en la cuestión catalana y que, para ello, efectúe un ejercicio de corta y pega basado en previas declaraciones de algún líder independentista. El caso catalán es un ejemplo de sustitución de la realidad palmaria por una confusa mezcla de censura, propaganda, autocensura y mitología a uso externo e interno, para gran dicha de cuantos corresponsales no dudan en asimilar el tema –la reivindicación tribal vende- a grupos foráneos sin la menor afinidad ni semejanza. El clan montaraz es un apéndice del atractivo folklore ibérico, sin violencias orientales y tan al alcance de la mano para ofrecerle comprensión y apoyo. Ello en justa correspondencia con las grandes sumas procedentes del erario público español que se emplean en implantar allende fronteras centros a efecto de embajadas oficiosas.
Esta cultura independentista de la queja tiene unos pies de barro amalgamado por una red de interesadas clientelas, se recubre de un aparato escénico perfectamente ficticio, blindado por el temor que ha logrado inspirar en quien proclame que el rey está desnudo, y desdeña el análisis concreto y los verdaderos méritos propios. Por esto mismo es incapaz de, tras percibir y aceptar la realidad, dar un enfoque positivo a la misma, promocionar sus reales valores, superar la hostilidad y el hastío que ha sembrado su rechazo de la “enemiga España” en el resto de la Península. A la región productora en un tiempo de riqueza y receptora de principales proyectos estatales de desarrollo y de ventajas proteccionistas le es fácil, cuando las vacas enflaquecen, clamar al expolio del que habría sido objeto desde la aurora de los tiempos, inventar dinastías regias, aferrarse a la orla del manto del norte europeo salvador cortando amarras con el reducto semiafricano de subdesarrollo. Tras coqueteos con racismos étnicos y fundamentalismos ancestrales risibles, Cataluña se aferra a la lengua, a falta de otro asidero, como elemento diferenciador y sustancial en su reivindicación nacionalista. Ocurre con la lengua catalana lo que pasaba antiguamente con la hija de familia rica nada agraciada excepto en la cuantiosa dote: No con su riqueza adquiría belleza, aunque sus padres la querían por ser su hija y para ellos no existía su fealdad. En el caso del catalán, se trata de un idioma particularmente cacofónico en sonidos y acento. Es así, como en otras lenguas, véanse el gaélico, el ruso, el italiano, sucede lo contrario, se trata de un factor puramente físico que algunas páginas literarias y canciones ayudan a hacer pasable pero no por ello, porque es imposible, pueden otorgarle la armonía tónica de la que carece. Sin embargo, para no ser tachados de anticatalanistas y reaccionarios, en un ejercicio de hipocresía forzada a nivel del país entero, se ha obligado al conjunto de la población española a oír, escribir y repetir el mantra “la bellísima lengua catalana”, tarea semejante a empeñarse en afirmar que Madrid es puerto de mar y merece un Ministerio de Marina Autonómica Manchega.
Respecto a la proyección internacional, sucede que castellanos, extremeños, andaluces, y otros españoles llevaron a cabo la aventura americana, que por ello millones de personas hablan fundamentalmente el mismo idioma desde una esquina de la Península a la Tierra del Fuego. Las lenguas no son sino la plasmación de cuanto sus hablantes hacen, y los de Cataluña no invirtieron valor, dinero ni energía en hazaña de tal envergadura. De sus empresas marítimas mediterráneas queda el recuerdo de una venganza y poco más. Sin un transfondo acomplejado no se entendería el empeño, no de afirmación, sino de diferenciación agresiva y búsqueda anhelante de reconocimiento foráneo. Así hasta el envenenamiento por hastío de propios y ajenos, que impide a Cataluña llevar a cabo una promoción necesaria, en España misma, de sus propios y muy reales valores, de su nivel musical, de su patrimonio artístico, de sus instituciones científicas punteras, en un ambiente donde haya entrado el aire fresco de la realidad.
El proceso, muy moderno, de florecimiento reivindicativo de nacionalidades y microestados es diferente a lo que se ha entendido en épocas anteriores como tal. Se inscribe en la dinámica de las clientelas franquicias de la utopía rentable de un edén sociopolítico –y étnico de forma vergonzante- fabricado al efecto, y se amalgama con mayores o menores fondos sentimentales y viscerales preexistentes, que son siempre plantas de rápido crecimiento con el riego adecuado. El esquema de su evolución es muy semejante en distintos lugares: Regiones que en su momento se beneficiaron de la captación de empresas estatales y trato comercial interno favorecido, de la pertenencia a la nación común, descubren en la actualidad, con sus nuevas perspectivas de ingresos, agravios ancestrales. Llegan las grandes revoluciones, la industrial, la técnica y la informática, cambia la geografía de las fuentes de ingresos, incomoda compartir con provincias menos afortunadas, y se clama por la independencia del poder central y el salto a una federación de microestados vagamente europeos. Dado el desprestigio, tras el nazismo, de las singularidades étnicas, aunque éstas se mantengan en sordina es forzoso aferrarse al elemento diferencial lingüístico. Cuando en Bélgica, país bastante artificial y de reciente creación pero eficazmente organizado, la riqueza estaba en la industria y minas de carbón de la parte valona la flamenca reivindicaba poco y el bilingüismo era habitual, coexistían el francés, propio de la zona sur fronteriza con Francia, y el neerlandés, variante del holandés, de la zona norte. Existe, además, una pequeña comunidad de habla alemana. La prosperidad del sur declinó, cambiaron las tornas, nuevas energías, técnica e informática oscilaron hacia la parte septentrional que, generadora de buena parte de los ingresos del país, hizo rápidamente bandera del nacionalismo lingüístico hasta dividir por barrios la pequeña Bruselas y lograr que los flamencos eviten cuidadosamente el empleo del francés, por lo que, dado que la proyección mundial del neerlandés es más bien escasa, se ven forzados a recurrir al inglés. De manera semejante en Escocia, bella pero hasta épocas recientes extremadamente pobre y encantada de sumarse a la revolución industrial comenzada en Inglaterra, coinciden hoy sus reivindicaciones independentistas con la reciente prosperidad económica y las fuentes de energía que promete el Mar del Norte. Afortunadamente no se les ha pasado por la imaginación (otro es el caso en latitudes más meridionales) la estupidez oceánica de imponer el gaélico como lengua nacional. A las clientelas en general nunca les falta un rasgo típico de todas ellas, nacionalistas o no: El rechazo de que tiene un precio aquello de cuanto disfrutan, la voluntaria ignorancia de que las ventajas incluyen siempre contrapartidas. El imperio romano lo fue durable y extensamente no por la fuerza bruta sino por la capacidad de organización, oferta de seguridad y obras públicas. Irlandeses y escoceses no han dudado, con sentidos práctico, cívico y de la grandeza muy británicos, en contar entre sus tesoros la lengua inglesa y dar a esa literatura algunos de sus mejores escritores. En el extremo opuesto se encuentra la variante perversa del small is beautiful, el vivero de envidias y de intereses creados agraciado con grandes porciones de espacio escénico en virtud de la estética de la tribu indomable, variante étnica de los parias de la tierra. Pantallas, ondas, discursos, cuadros y poemas se llenan mejor con la imagen de un revolucionario independentista que con la de un empleado del común. La estética desborda inevitablemente sobre la ética, lo llamativo y apasionante desplaza por fuerza a lo verídico en la era del reino de la comunicación visual. Ocurre con el mito español como con todos los mitos. El rasgo diferencial contemporáneo podría ser la creación de una clase de adoradores en nómina.
Dos ficciones se miran: Desde el resto de Europa, la que se tiene del parque temático español, mezcla de sesentayochismo, de una alegre y socialista Cuba a este lado del Atlántico y de micronaciones encantadas de que les paguen para serlo. Desde España se fija la vista dirección norte, en algo que tiene aún mucho del ¡Vente a Alemania, Pepe!, del inalcanzable dios del aprobado en modernidad y desarrollo del que hay que hacerse perdonar, a base de diezmos y primicias, Leyenda Negra, Franco, Catolicismo e Inquisición. Los corresponsales extranjeros pasean, y son paseados, por la imagen prefabricada, hemipléjica y acomodaticia del zurcido tribal que siempre espera el beneplácito del club U. E. y paga las copas para ganárselo.
Los aguerridos etarras gozaron de trato preferente tanto ético como estético; para eso está la excitación de la lucha, por persona interpuesta, en defensa de naciones oprimidas. No hay color entre el quasi nulo espacio dedicado a la descripción de los cadáveres, las torturas y la dictadura del miedo obra de los terroristas vascos y las entrevistas, exposiciones y análisis de lo que se presenta como conflicto bélico en una contienda heredada hasta la eternidad contra un dictador difunto. No se expone el simple, y poco glamuroso hecho, de que en España no existieron nunca dos bandos armados frente a frente, que las desdichadas víctimas son sin duda las únicas –y merecedoras al menos del Guinness de los récords- que no se han tomado jamás la venganza por su mano. Ellas esperaron, de forma ilusoria, que la justicia y el Estado de Derecho cumpliera su deber. Y se engañaron, mientras en el resto de Europa jugaban a ver sucedáneos del IRA o de tribus valerosas y maltratadas. La verdad es que tiene mucho más gancho periodístico hablar de Transiciones maravillosas, defensa de guerreros aborígenes, protección de de ballenas y de miuras y riesgo de dictaduras fascistas que ofrecer al lector la receta de la concordia al hispánico modo: Clientelas utópicas subvencionadas + mito negativo fundacional + red parásita tribal. Con un coulis abundante de diálogo, paz infinita y no menos infinito robo legalizado.
La utilización de una España ficticia, manejable y rentable como mito, tiene una doble vertiente: Ha habido y hay, por supuesto, la logística interna, indispensable para disponer de ella como botín. Pero la utilización externa es de suma importancia, con buena voluntad, ignorancia e inconsciencia por una parte, y por razones financieras sustanciosas por otra. Las tribus internas dan la mayor importancia a la imagen ofrecida al exterior porque ésta debe legitimarlas, y no han reparado en gastos para ello. Curiosamente un periódico español, y uno solo, emblemático en sus orígenes de la Transición en sí y que luego mutó en defensor de la Transición B y su lobby parásito, es el que se encuentra siempre en quioscos y hasta en pueblos perdidos de Europa, el que aparece traducido en diarios internacionales, se reparte en organismos y entidades diversos y se asocia al rostro moderno del país. El resto de la prensa española tiene escasa presencia en el exterior, aunque la informática está cambiando rápidamente el panorama. El periódico insignia, que tuvo su momento real de gloria cuando defendía Constitución, democracia y libertades, fue presta y hábilmente sustituido. Pasó a ser mascarón de proa de clanes para los que el mantenimiento del mito de las dos Españas Buenos/Malos era esencial porque no podían definirse sino a contrario y sorbían sin contrapartida la sustancia vital de los bienes sociales. Resulta imperativo para ese bloque mediático y sus representados identificarse con una única oposición a la difunta dictadura, y prolongar la lucha post mortem contra el villano.
Pero hasta los cadáveres se gastan; las generaciones se suceden y para continuar hay que cambiarse. Ha habido una negra Providencia en el desarrollo de los hechos, que se han acelerado en el siglo XXI. España era un país próspero e integrado, ya con peso internacional, en el área de Occidente Pero se invierten finanzas y política en horas veinticuatro, véase 2004 y años sucesivos. Lustro y pico después el cofre está vacío, la nación cada vez lo es menos y destaca, donde antes se distinguía de forma positiva, por lo endeble, confuso y vergonzante de su imagen e instituciones. El expolio, sin embargo, se difumina en una crisis financiera global que, paradójicamente, salva a los responsables autóctonos de la culpabilidad del desastre y coloca en muy segundo plano cuanto no sea recuperación o al menos subsistencia económica. La generalizada crisis providencial ha hecho disminuir la talla, de por sí gigantesca, de cohechos, malversaciones, corrupciones, mordidas, gabelas, extorsiones, robos, fraudes, rapiña, derroche, estupidez e ineficacia locales. No queda a los patrocinadores de la Transición B sino repetir esquemas, en una especie de Transición C donde son indispensables nuevos enemigos, englobados en el Gran Mal. Se está en ello.
La Transición nació cargada de buena voluntad, al menos en su base, en lo mejor de la mejor gente y en algunos de los que la pergeñaron. Se quería, ya antes de la muerte del dictador y con auténtica ansiedad a partir de ésta, verse y ser vista como país moderno europeo, democrático y semejante a sus vecinos respecto a estructura e instituciones. No sabía cómo librarse del lastre de la diferencia. Desde el extranjero, se la contemplaba con una visión fruto de la inercia del folklorismo romántico, El imaginario gustaba del primitivismo decimonónico a pocos kilómetros de sus fronteras, de la cabila africana sin serlo, del resort playero que ofrecía a la vez las razonables seguridades de Occidente y un subdesarrollo que abarataba precios y añadía excitación, y alcohol barato, a la vida. Las simpatías se canalizaron hacia ese guerrillero, anarquista, fundador de comunas, socialista generoso, comunista valiente, enemigo de Iglesia, Rey, Patrón y Dueño que el correcto ciudadano de latitudes más septentrionales lleva dentro y que sale a flote en la melancolía de novelas, copas y reflexiones sobre la juventud pasada y lo que pudo ser y no fue. Poco importaban los hechos. En el cuadro desentonaba que los valerosos muchachos de ETA fueran torturadores que dejaran morir de hambre y sed entre sus propios excrementos a los secuestrados, que vivieran implantando un clima de terror y chantaje en el norte de España, que mataran hombres, niños y mujeres, que descerrajaran tiros por la espalda en un país con democracia, parlamento y partidos. Que en Cataluña se ponga a calles el nombre de terroristas que prefirieron a los votos el método de poner bombas en el pecho a los secuestrados de manera que hubiera que recuperar luego sus trozos pegados a las paredes no tenía gran audiencia en foros europeos. Estas noticias ocupaban bien poco espacio en la prensa extranjera La doctrina del crimen simpático podría resumirse en el chiste publicado en un diario madrileño: “Ayer yo era simplemente un asesino, pero ahora tengo una teoría”. Poca tinta se ha gastado la prensa foránea en describir algunas hazañas bélicas de los liberadores vascos, la bomba en un gran supermercado, los tiros por la espalda, la mujer rematada delante de su hijo pequeño en plena fiesta popular, tras la que autoridades y lugareños no menos heroicos que los pistoleros continuaron con el festejo procurando no pisar la sangre. Tal vez los cronistas británicos redimían así otras omisiones, como la matanza nunca bien esclarecida ni juzgada, de Omagh, cuyas víctimas aún están pidiendo saber la verdad, y los alemanes los oportunos suicidios en cadena y en la cárcel, y Francia las alianzas de todo tipo con la hez de los dictadores africanos.
La inversión propagandística cara al exterior fue fenomenal, y todo un éxito. En la España recreada por necesidades foráneas se recuperaba en el extranjero la romántica Guerra Civil perdida, se enterraba el turbio colaboracionismo frente al ejército nazi y la deuda respecto a la intervención salvadora de Estados Unidos, se trazaban consoladores paralelos con una IRA y demás grupos que nada tenían que ver con el caso hispánico. No convenía saber, ni reflexionar, sobre aquella contienda, preludio de la Mundial, y cuál hubiera sido el destino de la Península de haber impuesto su régimen Stalin, el jefe último de las bienintencionadas Brigadas Internacionales. Con España podía vivirse de manera vicaria un socialismo que de ninguna forma se hubiese querido en tierra propia. Allí era lícito, fácil y agradable apoyar a ese comunismo ideal y fraterno que había formado parte de los sueños de juventud y respecto al que, cuando la cruda realidad de los millones de muertos llamó a las puertas del conocimiento y de la Historia, se había preferido cerrar los ojos. Era el Edén de las tribus felices para aquéllos que habían escupido en tierra propia la amarga fruta del independentismo insolidario y que, sin embargo, reservaban un resquicio sentimental para el culto a la raíz primigenia y la bandera de las ocasiones. En la España moderna, reflejada en el periódico insignia, las leyes eran benignas con delincuentes y niños descarriados que delinquían cientos de veces o violaban y quemaban vivas niñas en un comprensible arrebato de juventud. Estaba a un paso del Edén de pacífico diálogo entre el lobo y el cordero, el que todo país hubiera querido para sí pero, ¡ay!, sabía imposible. Ladrones de todo pelaje entraban y salían de la cárcel sin romperla ni mancharla. Las víctimas de terroristas, de la lenidad de las leyes, de la generalizada inhibición de jueces y políticos, no ocupaban, por poco atractivas y estéticas, espacio externo mediático. Y a falta de himno se cantaba España, por favor.
Con la Transición también el resto de Europa saldaba una deuda antigua de apoyo necesario a la dictadura de Franco y de olvido selectivo de los estragos, cesiones y componendas con el comunismo mundial. Se añadía el siempre agradable ingrediente de anticlericalismo y la sustitución de las fidelidades tradicionales, de los esquemas viejos, por una religión laica de corrección política y tentadora ingeniería social. En España todo despropósito, por nocivo y absurdo que fuera, podía gozar de buena prensa si se presentaba por y en el medio adecuado. La añoranza del tiempo en que se creyó en el Hombre Nuevo, antisistema, ex nihilo velaba con rosado beneplácito las ocurrencias, desastres, corrupciones y lamentables complacencias del sistema español. Era la utopía gratis total.
Aunque no a la hora del reparto. Porque de panorama tan agradable emergió, en lógica consecuencia, un país troceado, esquilmado por sus propios clanes mientras duró la bonanza estacional y comprado luego a precio de saldo por firmas foráneas una vez vaciada la caja y anunciada la ruina.
Es comprensible que los corresponsales extranjeros oscilen entre la copa en el madrileño Ritz, el Ave, la admiración por los bravos y primitivos guerreros del País Vasco y las referencias a Barcelona (que, casual pero quizás no gratuitamente, esmaltan sin venir a cuento numerosas películas), junto con incursiones folklórico-festivas en algún otro punto. Se vive, y viven, bien en Iberia. Lo que sería insólito allende fronteras pirenaicas no merece aquende atención: Que los fondos europeos de cohesión y para el desarrollo hayan venido desapareciendo sin que produjeran oficio ni beneficio, que los pueblos andaluces lleven décadas siendo un damero de cacicatos sociosindicales, que las familias de la rancia prosapia catalana tengan por uso acumular euros incontables procedentes de la extorsión ritual propia de sus cargos, que los escolares no puedan estudiar en español en buena parte de España, que se prohíba el uso de esa lengua en la señalización de carreteras y en los organismos públicos, que se multe a los que la usan o se les cierre el camino a empleos, son detalles que se omiten o minimizan. Es una nueva España del XIX pero informatizada, repartida en vistosos cotos de bandoleros, aldeanizada, cada vez con menor presencia y peso en los foros internacionales y más ignorante, gracias en buena parte a los sistemas educativos, de la geografía, historia y situación del mundo.
La práctica mafiosa se efectúa in Spain europea y elegantemente, con maneras y apariencias muy distintas de las sicilianas, aunque el botín sea mucho mayor, como lo es el número de los damnificados para los que no existe recurso alguno ni denuncia posible. Su indefensión es la de los peculiares parias habitantes de la zona de sombra donde nunca se posa el foco, la del ciudadano del común al que no asiste privilegio tribal ni mediático alguno. Porque de regiones como Cataluña se emigra porque no es posible escolarizar en español a los hijos y no todo el mundo puede pagarse el colegio privado y el máster. Porque son legión las obras inútiles, semiabandonadas y ruinosas excepto para quienes se embolsaron subvenciones y comisiones. Porque en esa misma Andalucía donde los líderes de los trabajadores se zampan mariscadas con las ayudas al paro muere un hombre con vómitos fecales tras días de obstrucción intestinal a causa de que se le negaron en el hospital las pruebas, tratamiento e intervención supuestamente por falta de presupuesto, y no ha habido más denuncia legal que la promovida por su hijo. Todo muy desagradable y poco noticiable. No cuadra en la foto. Mientras se mantenga la fachada de modernidad y consumo las incómodas máculas en el rostro de la Transición democrática sobran. Basta con las versiones reproducidas, a veces a golpe de corta y pega, a base de las fuentes del verdadero núcleo oficioso de asuntos exteriores, véase diario insignia del establishment y brigada de la cultura preceptiva, acompañados como guarnición por toques de esa acracia asambleísta con aderezo de terrorismo light e independentismo comarcal que queda tan bien en las fotos, y tan mal en la residencia propia.
Hay poca memoria de críticas en la prensa extranjera a la ausencia de división de poderes española, o sobre la justificada certidumbre de desamparo del ciudadano sin apoyos, la impunidad de los criminales reincidentes que se pasean por las calles, la lenidad de los sucesivos Gobiernos en la aplicación de las leyes, la miseria de los planes de estudio amputados de asignaturas fundamentales y empapados de consignas y manipulación de la historia. Igualmente difícil sería hallar análisis y denuncias foráneas sobre los fondos europeos malversados, la ruinosa prepotencia durante décadas de los dos sindicatos amalgamados con el régimen postransicional, los inmensos e inútiles dispendios, perfectamente legales e infinitamente peores que cualquier corrupción puntual, de los que nadie responde jamás con explicación, disculpas y devolución a cuenta de su propio patrimonio.
En sus veloces desplazamientos en el AVE no ha lugar a que los corresponsales que cubren la información sobre la extensa piel de Iberia se detengan a observar los vastos páramos dejados de lado en inversiones e industrialización. La más elemental constatación de las realidades que, en los distintos pueblos y territorios, van surgiendo ante sus ojos desmontaría por sí misma los victimismos y localismos rentables a los que ellos en sus columnas miman y de los que su visión española se nutre, salpimentada ésta con entrañables incursiones estéticas, folklóricas y paisajísticas en algún lugar desértico o mesetario en el que fijan temporalmente su atención para solaz de los lectores.
En general la Transición prolongada ha sido una especie de indefinida tregua respecto a las exigencias de cumplimiento real con los parámetros de las naciones avanzadas de la esfera occidental. Desde el extranjero España gozaba de la muelle condescendencia del agradable lugar en donde se pasan las vacaciones y de la expectativa indefinida de los vagos sueños de ideales asociaciones de tribus felices y semisocialismos humanísimos gratis total. Gratis sólo en apariencia. En lo inmediato es más fácil endosar baratijas en el trueque a los jefecillos de diecisiete tribus que a los representantes de una nación fuerte. Sin embargo el precio en inevitables facturas muy reales dista de reportar los esperados beneficios, porque un socio comercial débil y fragmentado puede ser deseable pero a más largo plazo su fiabilidad es escasa.
Fiel a la delicadeza en el trato de sus fuentes informativas, la prensa extranjera ha sido de una discreción ejemplar en lo que respecta al expolio generalizado y oficializado de gran parte de la población española, a su indefensión de facto y a la extorsión multiuso y multiforme obra del bloque Parásito, a las grandes zonas de impunidad y a los cabezas de lista –que tienen nombres, apellidos y muy desahogado pasar- del próspero club del chantaje Nosotros o los Malos de Antaño. Es más rentable, más rápido y más simpático obrar por inercia; se conservan más amigos, confidentes y puertas abiertas entre los que, al fin y al cabo, están en el candelero. Y los lectores adoran esa ruidosa espuma de floración y permisividad (que se confunde sin esfuerzo con la bondadosa tolerancia) de movimientos antisistema y ocupaciones de lo privado y de lo público. Mientras lo paguen otros.
Todo ello se mezcla a los naturales evolución y crecimiento biológicos, a la modernidad imparable que, con la transformación fundamental producida desde hace tres décadas por la revolución tecnológica y las comunicaciones, ha extendido una capa de merengue y tomatina sobre la estructura social toda y rellenado en apariencia huecos y zonas oscuras, de forma que la superficie evoca aún la homogénea blancura de la Transición, de una Constitución desde muy pronto –y en la mayor impunidad- no cumplida y que se pretende cambiar precisamente para acelerar el desguace del país y evitar que se cumpla.
En el siglo XIX los bandoleros gustaban, pero lejos, en óperas, relatos y dibujos costumbristas. Sigue gustando, amén de para las vacaciones, la España de las utopías verbales, de las ruidosas minorías festivas, del todo a cien y de la nación débil que nunca hará a las otras la competencia comercial y cuyo coste de Transición impecable empezó a pagarse a partir de los años ochenta al precio de mantener una inmensa red de clientelas improductivas. Por supuesto, Gran Bretaña, Francia u Holanda están muy lejos de la perfección y en sus armarios no falta la inevitable cuota de esqueletos, pero la defensa ciudadana frente al poder establecido, fático o fáctico, es mucho mayor que en España y el blindaje legal y social de los nuevos caciques, apoyado en el chantaje verbal guerracivilista, es allí inexistente. Esto es clave en el porcentaje, abrumador, de indefensos a este lado de los Pirineos, caracterizados además por situarse en una especie de limbo mediático, por carecer hasta de instrumentos verbales de denuncia e incluso de conceptualización respecto a lo que les ocurre debido a la censura interiorizada, el temor al rechazo social, la deformación cultural temprana y por la muy material, aunque silente, presión que ejerce la capilaridad de la red clientelar. El ciudadano español si no tiene dinero e influencias se sabe inerme ante el abuso y las leyes, no puede recurrir, como en Londres, al asesor legal gratuito de su zona que le garantiza, sin gastos, la denuncia y trámite de daños y robos de escasa –pero no para él- cuantía, ve como caso extraordinario y excepciones que simplemente confirman la regla el enjuiciamiento de un político, su desigualdad ante la ley es sensación asumida, cotidiana y sin común medida respecto a franceses o británicos. El hispano ha interiorizado la trampa del nosotros, que mete en el mismo saco a honrados y delincuentes, tramposos y veraces, bribones y gente honrada; en su mayoría acepta el así somos aunque ni él ni los suyos pertenezcan al grupo de los que, de una manera u otra, viven de la mentira y de lo ajeno, acepta mansamente el reflejo de ineficacia y falta de fiabilidad que con mayores o menores dosis de caridad compasiva ofrece de él la opinión foránea. Se refugia en su propia debilidad identitaria, que cultiva para beneficio propio el bloque parásito, y asume el estado de Transición eterna hacia una democracia y nación plenamente europeas como situado de forma inevitable en un inalcanzable horizonte.
El mito de la España Imposible es tentador, y no sólo como juguete filosófico y tema de tertulia en círculos escogidos. Presenta, además, indudables y muy materiales atractivos de consumo interno. Cuanto más se niegue lo que la ha conformado como nación más fácil es repartírsela por parcelas en un apetecible y mesurado desguace. Romanización, cristianización y todo lo que comparta una idea transcendente y un funcionamiento conjunto es antagónico de las aspiraciones a comunidades infinitas, sea de divinas acracias, sea de mercaderes al por menor (no tan lejanos éstos de aquéllas como pudiera parecer). Los buenos del mito de la España Imposible serán forzosamente las sucesivas bandas musulmanas, los reinos de Taifas, los altivos bandoleros y, en fin, cualquiera de categoría suficientemente agresiva y, a la vez, menor.
La Guerra Civil española no fue romántica, aunque la nombraran tal los amantes del que se apuntaba como último idealismo. La sintieron como romántica cuantos fueron a ella impulsados por sentimientos de solidaridad, antifascismo y nobleza. Pero el hecho es que Stalin y el bloque soviético apoyaban y proyectaban un monstruo cuya implantación en la sociedad española hubiera representado la catástrofe, el gulag y la servidumbre que han sido ampliamente documentadas y realizadas en los países del antiguo bloque del Este y en cualquiera de las sociedades comunistas de las que persisten algunos ejemplos particularmente siniestros hasta el día de hoy. La desdichada república se transformó pronto en el peor de los dilemas entre el nacionalcatolicismo de Franco, que derivó afortunadamente pronto en formas de economía abiertas y unidas al bloque occidental, y el totalitarismo comunista que aún hoy se intenta obviar y minimizar en los libros de texto. La España carne de mito goza de excesivos amigos del parque temático, de una Marca de distinta, entre atrasada y folklórica, que ha sumado a sus casetas de feria, amén de las de la acracia festiva y la gratuidad indefinida del botellón y los clanes vistosos con attrezzo a cargo del Ministerio de Hacienda, la de la Transición como se quisiera que hubiese siempre sido. Al dicho oriental de que los dioses nos libren de vivir tiempos interesantes convendría añadir que también nos libren de vivir tiempos románticos.
La catarsis de la tomatina
Que se haya erigido en icono español de renombre mundial la lucha de todos contra todos a base de tomates no deja de ser adecuada metáfora del país. Aquí moros y cristianos, toreros y miuras son reemplazados por el sanguíneo producto hortícola que encuentra así una muerte más honrosa que acabar en una lata, como ya lamentaba la sabiduría popular. Bienvenida la fiesta. Pero tal vez bajo ella hay sustratos que añoran, aunque lo saben imposible, pasar de la potencia al acto. La vieja dualidad Malos/Buenos basada en premisas guerracivilistas y exhumación de forzosos y eternos antagonismos sociales, vocabulario incluido, se sabe a sí misma una impostura. Pero la representación continúa, en foros políticos y televisiones mientras algo se espere obtener de ella y reparta generosas dosis de legitimidad.
Sin embargo, para llevar al extremo lógico sus consecuencias, habría que empeñarse en hazañas que se revelan imposibles, a causa de la molesta y terca complejidad de las realidades, que hace acompañar siempre los beneficios a sus precios y obliga a salvaguardar obras y hechos de épocas y autores detestables. La Revolución Cultural maoísta se propuso muy seriamente acabar con Lo Viejo, comenzar una página en blanco pues nada más igualitario que la nada. Los guardias rojos propusieron cambiar el color de los semáforos puesto que era reaccionario detenerse ante el símbolo de la revolución. La iniciativa ni siquiera en ambiente tan enfervorizado prosperó. La Revolución Cultural China, de la que nunca faltan en otras latitudes patéticos remedos, abrió brecha aboliendo la música clásica y sustituyéndola por la difusión por altavoces de himnos a todo volumen. En España, para ser por completo consecuentes, los Buenos del joven hombre nuevo deberían dinamitar los pantanos, construidos por orden del Jefe de la era predemocrática, purgar minuciosamente calles y ciudades, no ya de nombres alusivos a los Malos de la Guerra Civil, sino de cuanto se hizo, publicó, inauguró y legisló (leyes sociales incluidas) durante los casi cuarenta años de dictadura y, a ser posible, sembrar de sal las zonas contaminadas.
La consecuencia entre palabras y actos exige una labor mucho más exhaustiva en lo que a un adecuado anticlericalismo se refiere. Porque Iglesia y cristianismo son una trama de hilos históricos blancos y negros de imposible separación para la que no basta la consabida catarsis de matar al cura. El Estado habría de hacerse cargo de todas las tareas de asistencia y educación que durante siglos y hasta el momento actual efectúan religiosos, incluyendo las que se llevan a cabo en el Tercer Mundo. La erradicación de todo lo relacionado con el Mal no puede menos de incluir la titánica empresa de dinamitar, quemar, destruir cuantas obras están inspiradas en motivos cristianos. El inventario monumental y artístico del país experimentaría una reducción fácilmente imaginable proporcional a los solares donde hubo antes templos, las salas de los museos serían una sucesión de huecos y el patrimonio nacional cabría en espacio reducido. Por supuesto habría que eliminar toda la música sacra, empezando por Bach, para marcar postura, y continuando con el resto: Gregoriano, Misa Luba, Stabat Mater, Schubert,. Mozart, Haendel…Es dudoso que gracias a ello desaparecieran la pedofilia, la simonía en sus variantes de chantaje político, la irracionalidad y la raza prolífica de los inquisidores, los cuales, como miembros de iglesias ideológicas, no toleran competencia.
Necesariamente el proceso se decantaría en nuevas dualidades, con espectacular revival de variantes periclitadas de guerrilleros de Cristo, defensores sin paliativos del nasciturus desde el minuto uno con pena de muerte para las mujeres que no continúan el embarazo no deseado, partidarios de la abolición del color morado por su implicación feminista, brigadas para la erradicación de la palabra socialista, fans de la abolición de los servicios públicos y amigos de la distribución de armas para defender el derecho a la venta de armas.
Nada de esto es gratis et amore, sino un filón para la floreciente, como quizás nunca antes (ni siquiera, ni por asomo, con dictaduras periclitadas) especie de los censores. Ahí es nada: asesores, equipos, consejeros, unidades para la detección y persecución de antiecologistas, pacifistas, homófobos, ofensores del género (obviamente femenino), burgueses confesos, ciudadanos tibios en su entusiasmo hacia ciclistas y maratones y reaccionarios de toda calaña. En lo que concierne a esta especie no hay paro. Nunca gente con menos méritos había progresado tanto.
El organigrama no sería completo sin el Cuerpo de Fabricantes de Víctimas para que las víctimas se sientan tales y los voten. La variante visceral –en el sentido etimológico de la palabra- del nacionalismo es el gregarismo de género, el halago untuoso y ridículo hacia las mujeres entendidas por una grey y tan sólo por el hecho de serlo. Los indefensos morfemas –o y –es van directamente al paredón porque no cumplen suficientemente con la diferenciación sexual ya que se supone que las mujeres precisan de todo tipo de muletas, discriminaciones positivas y exhibiciones genitales para hacer valer como simples seres humanos su existencia. En la política llamada “de género” toda estupidez tiene su asiento. Para gran detrimento de los individuos, mujeres, hombres o viceversa, que valen y se hacen valer por sí mismos, y son, por tanto, el enemigo a abatir.
Afortunadamente, con la crisis económica se han reducido los dineros para pagar las mesnadas, hay una gran rebatiña en torno a cofre y, para mayor desdicha, ya no cabe en la arena pública ni en la nómina ni una víctima más.
Variantes del Cui prodest?
El romanticismo resiste mal la prueba del Cui prodest?, que consiste en observar prosaicamente el por qué, a quién y en qué han beneficiado las iniciativas que se creían fruto de impulsos idealistas más o menos loables y generosos aunque con frecuencia fallidos. No hay tales nobleza de miras ni inocencia; ni siquiera (si bien se hallan cantidades apreciables) torpeza o estupidez. Las obras inútiles, los dispendios millonarios y absurdos, las proclamas nacionalistas, los monumentos pretenciosos tan caros como antiestéticos obedecen ex ovo a la voluntad de cobrar y embolsarse cantidades ingentes, apariencia de poder y prestigio y potenciales votantes. No se trata de algunos casos esporádicos. Lo significativo en España es su número, el de los integrantes del clan, que los eleva durante las décadas posteriores a la sufrida Transición, de excepción a norma, categoría en sí, blindada a cualquier crítica seria, al ajuste de cuentas, a la responsabilidad del autor, no digamos a la devolución al erario público de las enormes cantidades malgastadas. Nadie paga nunca por los aeropuertos sin viajeros, por las instalaciones desiertas que caen lentamente en ruinas, por los museos y centros culturales que funcionaron justo el día de su inauguración, por el recorte en servicios públicos mientras que se ha cuadruplicado desde 1977 el número de funcionarios. Todo se ha creado, por las correas de fidelización de clientelas que son los dos sindicatos oficiosos, por los dos partidos que juegan alternativamente a poli malo poli bueno más por la red de las múltiples autonomías y virreinatos administrativos para sorber presupuesto y mantener las propias huestes, tan improductivas como fieles.
Si se conformaran con cobrar y ser mantenidos los efectos del mal no serían tan perversos, pero el parásito con cargo es una subespecie de la clientela singularmente peligrosa porque necesita justificar su puesto. El inquilino de los reductos de especies protegidas, sean de género, número, ideología o militancia, no se conforma con el mantenimiento a cargo del prójimo. El necio es incansable en sus fidelidades, el indigente intelectual trabaja como tal a todas horas excepto las del sueño, el ignorante descubre con rapidez el valor de la consigna, y con tal bagaje desplaza a cuanto y cuantos le superan. Éstos son su enemigo natural, y le es imprescindible atacarlos y neutralizarlos desde las raíces mismas sociales. La armada de necios profesionales no hace prisioneros y es letal, y particularmente peligrosa porque ellos consideran que deben hacerse valer en los despachos en los que les ha colocado la fidelidad ideológica y el amiguismo militante. El peligro de los corderos no es el silencio, sino que se empeñen en hablar. Un tonto con iniciativas eliminará como el eucalipto cuanto crezca a su alrededor, dejará moho y la hierba más rala, exigirá cuanto signifique la huida del conocimiento y el refugio en lo gregario, véase equipos, reuniones, asesores de asesores, coordinaciones tutoriales, controles de fidelidad a los preceptos ecopacifistas y nanonacionalistas, a las campas de igualdad, amor ambiental, paz universal, discriminación positiva de género. Antropológicamente hablando, han hallado el nicho ecológico que les ofrece la era de la selección inversa en forma de clones autonómicos, sindicales, provinciales, municipales, estatales, administrativos transformados en múltiples agencias de empleo.
Lo trágico es que no se trata de estulticia inevitable por congénita sino fabricada. Existe un empeño real, desde la guardería hasta las más altas esferas, en podar cuanto sobresale, tiene posibilidades, cumple, se esfuerza. Al tonto se le crea y mantiene en ese estado prodigándole generosas raciones de alabanzas a la mediocridad preceptiva y a la irresponsabilidad victimista. De ahí la temprana y persistente toma de territorios culturales clave y la infusión intravenosa de la pequeñez intelectual, del horizonte romo y de las miserias ética y estética como norma.
Nada ha sido ideal ni gratuito. Cada iniciativa ha correspondido al fervor de la colocación y el reparto, al mordisqueo al presupuesto gratis total y con perspectivas indefinidas de jugoso acomodo. La ley de 1990 que acabó con la Enseñanza, no hubiera existido como tal jamás de no servir como botín de reparto para el partido entonces en el poder y el tándem de sus dos sindicatos. Las innumerables instituciones autonómicas de defensa lingüística no deben asimismo su permanencia en el ser sino a lo que los integrantes cobran por ello. No sólo en dinero, que por supuesto también es bienvenido y procede del odiado Estado central, sino que parte importante de la remuneración consiste en parcelas y parcelitas de poder y prestigio, de sopa social nutricia y halago mediático con el que se retroalimenta el clan contento, aferrado al pezón de colectivos y entelequias gregarias, míticas y telúricas, incapaz de existir como individuo y ciudadano objeto de derecho y amparado por la libertad de la Constitución en una nación donde todos son libres, iguales e hijos de sus obras.
La versión romántica y exportable se desmorona ante el sencillo y eficaz análisis del Quién cobra por qué y Quién paga qué. Aparecen las poco gloriosas sagas de familias millonarias gracias a la ubre del nacionalismo, sagas tratadas con ejemplar consideración por la prensa extranjera. Se dibuja, por este simple método, un mapa de Iberia plagado de líneas rojas del propio interés que los aspirantes, no a padres pero sí a herederos de la legítima de la postransición, han traspasado sin el menor empacho y en las más perfectas discreción e impunidad. Se revela entonces una ya vieja trama de intereses creados tan capilar, extensa y firmemente hincada a todos los niveles que resulta descorazonadora y rezuma para quienes -que los hay- aspiran a un país pasablemente avanzado y limpio una indefensión sin nombre, enemigo ni forma que sólo se materializa en las carencias, en la percepción instintiva del fraude y de lo injusto, en la certidumbre de mejores sistemas posibles, en la rabia impotente, en el desconcierto respecto a la supuesta responsabilidad que al votante atañe en el estado de cosas y en la certidumbre, en la práctica, de que su capacidad de control, respuesta y cambio es nula y que lo que se le vende bajo el sagrado icono de democracia no pasa de ser una forma de expoliarle mientras él bracea a diario bajo un torrente de información y aparente omnipotencia comunicativa que se esfuma falta de formación sólida y espacio crítico.
El filtro inverso
La realidad es bastante menos romántica que sus versiones bipolares al estilo del cómic. Desde muy pronto la Transición, indefinida y abierta por sus propias definición y naturaleza, comenzó a generar cultivadores, defensores y gestores de lo más bajo en formas de ser y de actuar de individuos y de sociedad, en una imposición de la fealdad, la inanidad profesional y formativa y la banalidad, ignorancia y grosería como normas; una especie de clubes de orgullos agresivos, marginales y gratuitos que han impuesto la dictadura urbana y exigen de un Estado acobardado la coima y la inoperancia legal, con el enorme volumen de indefensión ciudadana que esto significa. Nada, en tal contexto, es más encomiable que el analfabetismo funcional, la abolición de las burguesas normas de ortografía y la obligatoriedad en las pantallas de todos los tamaños de esmaltar los diálogos con un taco cada diez segundos. La imposición del gregarismo y del grito, la micción en público y la apropiación de lo ajeno forman parte de la misma dinámica notablemente acelerada en 2015. Porque ese bloque de personas, devenidas masa y aglutinadas por la facilidad del rencor hacia cuanto posee valor y aspira a calidad y altura, es el escalón perfecto para que se lancen quienes aspiran a conseguir, amén de bienes de consumo y categoría social sin esfuerzo, jugosas porciones de poder político. Confían, y no sin razón aunque el reinado es fatalmente efímero, en que ese mínimo común denominador de la especie humana es lo bastante extenso y durable como para sustentarlos.
El punto al que se ha llegado en España, con marchamo oficial, en cuanto a imposición consciente de la dictadura de lo peor y los peores por el hecho de serlo carece de parangón civilizado. Sólo puede quizás explicarse por el largo chantaje dual previo, por la sacralización de lo mísero y negativo; una especie de cinco estrellas gastronómicas en la guía Michelín de la coprofagia. Difícilmente se comprendería si no el texto recitado en un acto oficial en Barcelona, promocionado y aplaudido por las autoridades. El vocabulario empleado en el supuesto poema “de género” era coño, vagina, útero e hijos de puta en una parodia del Padrenuestro que a nadie denigraba tanto como a las mujeres mismas. Esto a principios del año 2016 y patrocinado por el partido que en aquella ciudad rige los destinos municipales.
Las tropas de la actual caricatura de las revoluciones Francesa, la de Octubre y algunas más se distinguen por su afán de gratuidad e impunidad, su nula afición al riesgo y su oferta libérrima de paraísos todo a cien. Los líricos defensores de la vida en microcomunas selváticas se guardarían de ir, en vez de al dentista, al brujo local, no suelen enviar a sus hijas a educarse en países islámicos, no parecen haber considerado la posibilidad de renunciar a guardar sus ahorros en el banco y se guardan de repartir entre los sin techo los metros cuadrados de su vivienda.
Lo que todavía, por comodidad, falacia o inercia, gusta de definirse como sectores y medidas progresistas, representativas, democráticas frente al turbio enemigo poderoso heredado del pasado, así como sus supuestos adversarios, quienes, por otra parte, ponen todo su interés en contemporizar y conservar sus puestos, no pasa de ser actualmente una cuestión de ineficacia, torpeza y estulticia, sin necesidad de profundos análisis ideológicos. Se ha ido a menos y menos de una forma y manera espectaculares. La estadística sobre la formación, niveles y currículum de los personajes públicos y sus adláteres durante las últimas décadas revela, con la crudeza terca de los datos, un descenso paralelo a la promoción de los bloques parásitos, una pobreza intelectual que destiñe sobre los medios de comunicación y la supuesta cultura, y, por ende, sobre la población de cuyas necesidades y gustos pretenden ser espejo. Cuesta encontrar en la arena política (aunque haberlas haylas, y son objeto de feroces ataques) personas hermosas en su rebeldía que corren con los gastos y los riesgos de sus actos. El Parlamento emplea la mayor parte de su tiempo en puras cuestiones personales cuya posible faceta delictiva utilizable contra el adversario paladean unos y otros como una chocolatina. Los temas de envergadura, la situación mundial, las líneas maestras a seguir en problemas y en proyectos importantes, el horizonte económico global previsible, la gran, enorme indefensión ciudadana ocupan un espacio mínimo de minutos y de palabras. Y, de forma semejante, la proyección de la actualidad y lo que no lo es, que suele ser mucho más importante que lo meramente actual, es la de una dictadura de lo peor y los peores en el horizonte de un patio de vecinos. Se ha vuelto a unos niveles de provincianismo a los que sin duda no es ajeno el hervidero ratonil de los virreinatos autonómicos, pero desde luego ellos no son la única razón. La calidad del discurso es tal que a su lado los debates de la República del 31 parecen el Areópago de Atenas. Ocurre que la calidad simplemente humana ha descendido, se ha degradado de forma notable y que, a la inversa, los intereses creados han aumentado en pareja proporción. Todavía hoy el viejo manto de las falsas dualidades y la orfandad de referencias de los defensores de lo simplemente bueno, dotado de fundamento y de sentido común silencian el proceso y mantiene una sutilísima mordaza y un muy justificado temor ante la violencia y el poder fáctico, oficioso –y ahora oficial- de los conglomerados parásitos. Los mismos que vetan el acceso a presupuesto, bienes y servicios a aquéllos que intentan honradamente salir adelante y los necesitan.
No hay, como gustarían de creer los postrománticos nacionales y extranjeros, una réplica española del cuadro de Delacroix “La Libertad guiando al pueblo”, ni existen esas masas de oprimidos, víctimas, hambrientos y pobres de solemnidad a los que la élite de malvados explotadores pretende apagar la luz de la antorcha. Hay un largo mural de brochazos sucesivos que empezó con aportaciones múltiples de pintura y con buenos deseos y que se ha ido degradando según cada cual tiraba del lienzo para aprovechar sus fragmentos. La pericia de los pintores deja actualmente que desear, son equipos contratados a empresas externas según subasta a la oferta más barata. Los marcos se reutilizan o almacenan según el comité de limpieza ideológica, generosamente retribuido, ordena que se retiren personajes, temas y épocas. Y no falta quien proponga, en adecuación a los nuevos tiempos, a propuesta de los sindicatos y en alabanza de las masas, una sucesión de fotocopias-reproducción de los equipos de la limpieza. Porque en este caso la muchacha de la antorcha guía al pueblo hacia abajo.
De transiciones y de muñecas rusas
Aunque el conflicto español entre la realidad y el deseo subvencionado (parafraseemos al poeta) es de peculiar gravedad no es único. Europa y por extensión el área de forma de vida con tradición occidental viven una sucesión de transiciones que encierran las unas a las otras como muñecas rusas. La ignorancia histórica de un pasado bastante reciente y que no debería ser olvidado junto con el halago popular en periodos gubernamentales de cuatro años ha impuesto la gratificación inmediata y la exigencia del Estado, no ya de Bienestar, sino Benéfico, en un mundo igualmente benéfico por arte de birbirloque, un Estado Vigilante del la Dicha Generalizada y por lo tanto autorizado a la intromisión en la intimidad de los individuos, que deambulan felices unidos al soma por el cordón aislante del audio musical.
En algún momento se perdió la conciencia del precio de las situaciones y las cosas, se impuso una amplia y voluntariosa ceguera y se pasó, del compromiso con valores concretos y de beneficio probado, a la componenda fugaz y momentánea según la ley del mínimo esfuerzo y la fe inconsciente en el musculoso primo transatlántico. Pero el primo, aparte de no querer ya serlo en lo que a Europa concierne, también tiene sus propias muñecas rusas por las que transita, las múltiples alianzas que le hacen apetecible un bajo perfil. También él, Estados Unidos, dejó de lado las personas y los grandes principios universales y la insobornable solidez de los hechos en pro de las tribus, el show coyuntural y las etnias. Por primera vez se eligió Presidente en virtud del color de la piel y no del programa y los méritos. En cuestión de unos años se perdió la sustancia final que alimenta y conforma las actividades humanas y su producto, es decir, las ideas, se incluyó en el apartado de la inoportunidad y el mal gusto la defensa, al menos verbal y explícita, de principios que deberían regir en todo el planeta, derechos ciudadanos, y denuncia de su ausencia. En su lugar se mezcló con el plano ético el de las alianzas puntuales, la floración de núcleos de potencia comercial y la reorganización y volatilidad del comercio, el mantenimiento de un Ejército bueno para gastar dinero en él y para intervenciones sin previsión ni seguimiento abocadas al fracaso en la mejora de la vida de las poblaciones. A la opinión pública se le servía un predigerido de relativismo en dos lecciones: todo el mundo es (casi) bueno, las culturas (cualquier cosa, de los piojos a dinamitar imágenes y machacar al débil, es cultura) son sin excepción respetables, no hay que arriesgarse lo más mínimo a dar juicios de valor, no digamos a defender principios ni a oponer, llegado el caso, la fuerza a la barbarie. Es la definición del Paraíso para el criminal, el dictador, el terrorista y el cobarde. En su nombre, se abandonó a las capas más ilustradas, liberales y ansiosas de modernización del mal llamado mundo árabe (en realidad plural y complejo), se favoreció a fanáticos integristas, teócratas impresentables y hordas salidas de una edad media mucho más oscura que ninguna de Europa y amamantadas de irracionalidad, codicia agresiva y muy justificado complejo de inferioridad, gentes sometidas a los usos y costumbres religiosos más aburridos del planeta que tal vez no encuentran mejor distracción que suicidarse llevándose de paso por delante a cuantos puedan.
La excitación del Mal y el placer que produce infligirlo, la facilidad con la que puede obtenerse, aunque sea por un muy breve lapso de tiempo, la vivencia de superioridad y poder es, por doquier, comparable al chute de droga, más asequible que la heroína e incomparablemente más rápida que los métodos de dominación tradicionales. En los países islámicos en ella se decanta la tremenda y soterrada violencia diaria que genera la segregación de sexos, la anulación social y pública del femenino, la repugnancia y temor masculinos, incrustados como un reflejo condicionado, a la suciedad inherente a la percepción y sugerencia del cuerpo de mujer, a la humillación de que esa cosa reservada a la reproducción y placer del dueño se ofrezca a libre disposición visual. Tal caudal invisible de frustración, aburrimiento feroz, absurdo blindado por el temor y el dogma, percepción inevitable de inferioridad respecto a las personas libres toma formas metafísicas, místicas, bélicas, normalmente arropadas de una capa de pureza extrema y completo desdén por las uvas siempre verdes e inalcanzables.
El Mal, su realización placentera y su embriaguez son incomprensibles pero exportables, tienen su público allende el área islámica y gozan en Occidente del beneficio del estupor, de la carencia de instrumentos mentales y léxicos con los que manejar realidades que se creían lejanas y superadas, que sólo hallan afines en las pasadas guerras mundiales, en buena parte desconocidas por la generalizada ignorancia histórica. El Mal se suponía enfermedad, defensa, fruto de opresiones de clase, simple diferencia de criterios. Hasta verse confrontados con su real existencia, sin disculpas ni paliativos y sin posibilidad de alianzas, buenismos ni pactos. Y el Mal es tal que se nutre y crece en primer lugar a base de los habitantes de su lugar de origen, los más débiles, los inermes, para buscar luego la saciedad en esas sociedades occidentales despreciadas por su pasividad y carencia de principios.
En ese panorama, la indefensión de la gente del común es total, aunque la velen y maquillen el buen vivir cotidiano y la aparente lejanía (hasta que algún atentado los sienta a la mesa) de los conflictos. En un ambiente de rendición preventiva sólo quedan el halago a los bárbaros y la espera de que pasará la mala racha como ocurre con los fenómenos meteorológicos. La comparación con una Historia que se desconoce revela sin embargo la fractura y diferencia abismal entre un ideario básico, no tan lejano, de principios sometido, evidentemente, a las servidumbres de la práctica y la fluidez turbia de paisaje actual, carente de portulanos excepto el generalizado e inconsciente convencimiento del derecho a la gratuidad y la disolución en colectivos diversos y agresiones ancestrales de las responsabilidades de cada individuo. Una Transición notable, a la medida de la servidumbre que genera; y del reparto de placebos.
Estados Unidos ocupa todavía, sin duda por inercia y por falta de referente de recambio, el papel de polo negativo y mascarón del proa del Capitalismo en la dualidad izquierda buena/derecha mala sin la cual ni el lenguaje ni el cerebro parecen, en su gran mayoría, ser capaces de funcionar. Y, como en Europa, también los norteamericanos han adoptado, en lugar del análisis de hechos e individuos concretos, la perversa clasificación usada por el enemigo, la de los sucesivos miembros del club de la irracionalidad y del grupo parásito, y optan por la distante y torpe visión del mundo, con esporádicas cargas de elefantes que dejan los territorios intervenidos en peor situación que la previa al salvamento. Apuestan además por un distanciamiento respecto al Viejo Mundo comprensible porque éste último lleva décadas haciendo méritos para ello, mientras aquéllos pagaban en dinero y en muertos. Sin embargo la nueva estrategia, a la que no es ajena la reciente independencia petrolífera, es de corto alcance de miras porque ignora el valor más real, exportado y exportable a la mínima oportunidad que la gente tiene de adoptarlo: Los fundamentos en los que se basa el modo de vida occidental. Su defensa sólo cuesta, para empezar, la recuperación de la palabra, de, al menos, la denuncia verbal incansable, independiente de los necesarios acuerdos diplomáticos y de la esfera del comercio. Porque los justos términos ante la obviedad de hechos, discriminaciones, dictaduras, bondadosa estulticia, expolio cotidiano son los instrumentos en los que se encapsulan las ideas que a su vez producen cambios, logros, invenciones y el mejor progreso.
Las transiciones se llevan haciendo desde la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI en sentido contrario, alejándose a toda velocidad de cuanto significa compromiso, obviando las incómodas verbalización y precio de los actos. Crímenes, robos, apartheid femenino, violencia, destrozo y ocupación de lo público, no son tales ni reprobables; dependen de quién los haga, de sus circunstancias, intenciones y latitud.
El proceso en curso sería el de muñecas inversas, es decir, la introducción de las muñecas más grandes, los principios y valores de envergadura, en la muñeca más pequeña, la del aparente beneficio puntual de elementos anónimos aglutinados en el grupúsculo del agravio, la carencia y la intemporal referencia a la tribu, normalmente servidos con una guarnición irracional de vago paraíso futuro y ubicua conjura presente contra el bien común. A corto plazo esto es exactamente el mister Hyde de la democracia, el alter ego más oscuro, y más nocivo, de un sistema de Derecho con Constitución, Parlamento y votaciones periódicas, corrupciones inevitables pero, también, leyes, responsabilidad penal, prensa libre y separación de poderes. Según se produce el deslizamiento hacia la pseudodemocracia se acelera la técnica de ingeniería social: El denominador mínimo al más corto plazo es el que hay que ganarse y manejar en un clima de continua medida, composición y recomposición de la opinión, a la que se riega con irracionalidad y grandes dosis de adhesión sentimental en forma de asambleísmo y participación instantáneos, pero que al menor enfrentamiento con el efecto real de las utopías subvencionadas clamaría amargamente contra el deterioro y la pérdida de su actual forma de vida. Y descubriría que la única dualidad contra la que luchar es la del tejido productivo por una parte y por otra el tejido parásito que se procura mantener incrustado en aquél por todos los medios. Que fallen suministros esenciales, cajeros, policía, seguridad viaria, aviones, trenes, barcos, carreteras, farmacias, y el destinatario del discurso del paraíso gratuito virtual acaba descubriendo que vivir aceptablemente es una lucha mucho más trabajosa y menos nítida de lo que pensaba, que el Mal no es el gran dios del Dinero, el Satán bancario y el poderoso y rico por el hecho de serlo, sino que en cada caso, individuo y momento se impone un juicio de los actos y un reconocimiento de la legalidad y de las Leyes, que éstas valen lo que el coraje de las poblaciones de velar por ellas, que a nadie se le garantiza por el acto de nacer otra cosa que, si hay suerte y lo hace en una zona civilizada, la igualdad de derechos, y que, efectivamente, las ideas, encapsuladas para su actuación en las palabras, son las que producen cambios, inventos, degradación o progreso.
El eficaz utensilio ideológico de la falsa dualidad preceptiva está en directa relación con la trampa del pensamiento positivo forzoso, el sonríe o muere que ya están denunciando no pocos filósofos, que ha sido de rigor en Estados Unidos y ha desteñido sobre Europa. Se consiguen pocos votos con la descripción de las situaciones ingratas y la crudeza de las verdades, no se lleva la obligación de asumir la responsabilidad que es la médula de un sistema democrático decente, es cómodo el olvido de la simple existencia del Bien, de la necesidad ética y práctica de defenderlo. El estudio de Hannah Arendt sobre la banalidad del Mal no ha perdido un ápice de vigencia y, por el contrario, se ha diluido en dosis de fácil digestión por la mayoría. Y el ciudadano del común camina con un pie en el voluntarioso buenista del todo es relativo y otro pie en la explosión del antisistema alimentado por la ira de haber llegado tarde al reparto.
El fraccionamiento y minimización de los territorios, desde la floración de pseudonaciones aferradas al eterno victimismo hasta los viveros de mafias y tribus urbanas que ejercen el chantaje de la desproporción mediática, es el arma más eficaz contra el individuo libre, su trabajo, su seguridad y sus recursos. Todo para él dependerá de las consignas aplicadas en la estrechez del reducto, el lenguaje sufrirá un vuelco que despoje a los términos de su recto significado, desaparecerán, y serán incluso objeto de oprobio, las jerarquías elementales de bondad, verdad y belleza, las simples evidencias fruto del sentido común, de la decencia instintiva y primaria. Fuera de la pertenencia a alguno de los colectivos agraciados con patente de corso hay poca salvación.
Véase una simple pincelada a título de mínimo ejemplo: Festivo, y casi idílico, pueblito del País Vasco. Plaza, baile, música. Disparos. Cae muerta, en plena calle y delante de su hijo pequeño, una mujer. En tiempos perteneció a un grupo independentista que lleva cometiendo, en plena democracia española, numerosos asesinatos. La prensa extranjera los ha tratado con mimo y simpatía porque España parece condenada a ser el parque temático de utopías de nacionalismo terrorista que en el propio país sin embargo el resto de Europa prefiere ver lejos. En el pueblito idílico se ha formado un charco de sangre en el suelo. Los antiguos compañeros de la mujer han abandonado tranquilamente la escena. Los protege, y protegerá, un manto de temor, vileza asumida y olvido inducido, y ese manto cubre todo el pueblo. Retirado el cadáver, se echa serrín y no se suspenden canciones ni orquesta. Los bailarines procuran no pisar la zona. de serrín con sangre. De igual manera, la palabra crimen no existe en las mentes, se cubre, se rodea. Y continúa la fiesta. El nivel de vida es excelente en el País Vasco, no se pagan apenas impuestos, el perfil, convenientemente exportado, es el del cromo rural, la comida rica y los recios norteños.
No hay mejor ceguera que la selectiva. Se lleva sorteando mucho serrín empapado en incómodas materias. Y quien lo ha hecho y lo hace cada vez lo sabe.
Del esperpento a la tragedia
El totalitarismo parcelario de España es el del esperpento. Véanse proclamas entusiastas cuya incongruencia es de una estupidez tal que es difícil creer que se hayan pronunciado en serio: Alianza de Civilizaciones, según la cual tanto valdría la lapidación pública como el hábeas corpus, Prefiero morir a matar en boca de un Ministro de Defensa que, por supuesto, está cobrando por serlo, Oficina de Ideología de Género conveniente y lujosamente instalada en la ONU, Ministerio de Igualdad en el frontispicio de un edificio público (que no en una página de Orwell). Pero el volumen mismo de la estulticia oculta el del dinero que esto permite atesorar a los rentistas del invento. Nada hay de inocente, y la irremediable mediocridad de los dueños del lucrativo montaje postfranquista español no impide el suficiente grado de habilidad como para copar hacia el interior y el exterior buena parte de los medios de comunicación y dominar la propaganda. Porque en el escenario de la Transición guión y actores fueron prestamente sustituidos por la oferta de gratis total y facha el último. Aquí ha sido, y es, franquista, y aterrorizado del epíteto, cualquiera que negara el derecho de los dos sindicatos del sector partido socialista y aledaños, a ser fastuosa y perpetuamente mantenidos por el erario, es reaccionario e infame el que constata que los escolares no puedan estudiar en lengua española en amplísimas zonas, es un burgués deleznable y un conservador ultramontano el que afirma que los programas lectivos son desastrosos y abismalmente inferiores respecto a los de hace décadas, y merece la hoguera el que denuncia la manipulación histórica.
El esperpento ofrece escenarios para todos los gustos, que, curiosamente, hasta ayer no llamaron la atención de la prensa local ni de la foránea. Ahí están los fastuosos polideportivos en pueblos con población escasa y de edad provecta, la ratio demencial de universidades por habitante, las artísticas escombreras con pretensiones de decoración urbana. Forman parte de un vasto escenario ocupado por la fábrica de indemnizaciones, comisiones, dietas, pensiones vitalicias, retiros precoces, ayudas a festejos reivindicativos, pluses a minorías ofendidas, cacerías, hoteles, gorras, pancartas, carrozas, cenas, transporte, banderas, silbatos, folletos independentistas, tarjetas de crédito, indignados manifiestos, puñetas jurídicas subastadas al mejor postor, denuncias televisivas del capitalismo, clamores radiofónicos por la paz y el diálogo con el ladrón y asesino recuperados al efecto, coronas embargadas en Suiza y virreinatos dispuestos a que les corone y pague la enseña el Gobierno del que fue país común. Abonado todo ello por lo que se exprime del sueldo del infeliz ciudadano espectador quien, además, debe aplaudir obra y actores porque no hay más teatro ni función a donde ir.
Los ingredientes del caso español no son originales. Lo son su proporción y su orden temporal. Robos, fraudes, corrupción, populismo los hay por doquiera, pero no en cantidades industriales, no como estructura paralela, permanente, regular y básica del edificio nacional, que se va transformando a ojos vistas en una cáscara cuyos despojos del país que fue se disputan los clanes afanados en el reparto político-financiero y territorial. Desde luego esos ingredientes en normales sistemas democráticos no preceden y conforman los planos del edificio, la creación de organismos, los proyectos de obras, la normativa y las leyes. En España, en olas sucesivas de mayor o menor degradación, han sido creados ad hominen, para beneficiar a contratistas, receptores de comisiones, jeques locales, afiliados al sindicato, la asociación o el partido. Desde que comenzó, en los años ochenta, la degeneración de la que aparecía como transición ejemplar, se entró en un original proceso no lineal sino acelerado o contenido según clan en el poder y apetito y exigencias tribales. De ahí la sorprendente inutilidad, la palmaria estulticia, el derroche estéril de inversiones, el aprendizaje para la ignorancia, los microgobiernos autonómicos. La inutilidad es sólo aparente. Su creación, encarnizada defensa y mantenimiento adquieren pleno sentido porque son garantía de empleos, sueldos, gratificaciones, cohechos y ocupación de parcelas oficiales de libre disposición y manipulación. Indispensables para el proceso son el miedo y el control, generosamente subvencionado, de la opinión interna y externa. Para ello ha sido, y aún es, agente indispensable el chantaje verbal, dual y sociológico anteriormente descrito.
Se entiende mal la situación de la Península, la extraña sumisión que permea su ambiente, si no se considera ese invisible campo de minas que, en forma de iconos verbales, ha sido sembrado en su territorio. Se trata de un puñado de palabras en la que los significantes han sido vaciados de su normal significado para rellenarlos de otro llamativo, asociado a elementos rechazables, diseñado para la inmediata repulsa. España es desde luego el primero de ellos; no de otra forma podría explicarse la extraña orfandad de símbolos y de expresiones nacionales de este país en el conjunto de Europa, su ansiosa búsqueda de una identidad vicaria. Bajo la palabra no hay, sino en una minoría honrada e ilustrada, su auténtico significado de nación de ciudadanos libres e iguales en derechos y oportunidades. Para la gente del común, y por todos los medios, el término mismo es evitable, asociado con el negativo mito originario cuidadosamente criado al efecto. España, tras este vaciado y relleno del referente, debe ser, junto con banderas, escudos e himno, un ente que bordea el fascismo, el franquismo póstumo pero mantenido por exigencias del guión en el candelero, España será sólo gente bien vestida en calles y plazas de la zona rica, adolescentes pulcros enarbolando enseñas de otrora, niñas de buena familia, intelectuales de catolicismo, orden y naftalina. Todo ciudadano moderno que se precie huirá del icono y de las banderas como vampiro del ajo, y mostrará su repugnancia de buen gusto ante los símbolos patrios, que sólo serán aceptados cuando se trate de cobrar de un puesto, de beneficiarse de un acto en el que necesariamente figuran. El icono vergonzante ha recubierto por completo al primigenio, el de igualdad y libertades, aquél sinceramente querido con el afecto simple de lo ancestral y lo próximo, con la estima hacia territorios distintos pero comunes por los que no ha tanto se deambulaba sin conciencia de animosidades y fronteras. El significante verbal había de ser transformado en su contenido, reducido mitad a anatema mitad a una sustancia amorfa para cuya mención se utiliza todo tipo de pseudosinónimos, de forma que pueda ser troceado para su reparto.
La finalidad sociotribal es que el vocablo España no exista. Un espacio nacional de igualdad y libertades, de historia y horizontes amplios es incompatible con el ansioso reparto del botín y la justificación de la propia existencia por parte de los clanes. Éstos han trabajado con el mayor encono en destruir, de forma retroactiva, el contenido del término. El símbolo verbal que con esa forma agitan es el común enemigo al que se ha enseñado convenientemente a odiar y ridiculizar desde la escuela primaria. Cuando esto sucede sus habitantes no tienen más refugios que el círculo local y familiar inmediato y el cacique y líder que, al menos, les sirve de parapeto contra el complejo de inferioridad del europeo dudoso. Pasado el acné juvenil de ciudadano del cosmos, el adulto siente que la patria existe y que su deseada ciudadanía mundial se ejerce a través de ella, que no hay antagonismo sino extensión entre el conocimiento y los afectos del país en el que ha nacido y lo que más allá de las fronteras va encontrando. Pero le han provisto de un icono falso, al que apenas puede nombrar.
Ningún grito más agudo que el del silencio. En Hispania todo iba pasablemente en el más pasable de los mundos posibles, porque se vivía bien, con esa salsa acogedora condimentada con sol, buena dieta y paz turbada tan sólo por balazos esporádicos en la zona noreste. La Transición B se mantenía sin esfuerzo a flote e incluso bogaba sin problemas, sacando velamen. Los disidentes de la estricta corrección dual política desaparecían de foros televisivos, radios, charlas y periódicos, eran degradados en sus trabajos, eliminados de listas y promociones, pero no aparecían seguidamente con un tiro en la nuca en las cunetas. Gozaban del ostracismo light, de cierto estatus de apestado leve. Uno menos en el reparto de las mil y una recompensas al hervidero de tribus. Sin embargo del Callejón del Gato ya se había pasado a sombrías bocacalles laterales en las que podía pisarse un charco de sangre, por omisión de criminales no adecuadamente perseguidos, liberados en aras del buenismo con ellos y el malismo hacia sus antiguas y nuevas víctimas, por un caso, el GAL, de escuadrones de la tortura y de la muerte contratados por y en las cloacas del Estado, por un maridaje justicia-política-negocios incorporado a los menús habituales. Pero la gran línea roja se pasó más tarde.
Hasta entonces se había costeado por un mapa al estilo de los portulanos antiguos, en parte real y en parte fabuloso, en cuya cartografía se alternaban monstruos resucitados o creados según exigencias del guión y datos que se querían eficaces para llegar a la deseada cota del progreso europeo. A partir del 11 de marzo de 2004, y antes de él ya en sus preludios, se entró en las aguas abiertas, calmas y de una negrura profunda de la banalidad del Mal [3]
El Monumento al Olvido-11 M.
Quien salga de la Estación de Atocha, en pleno centro de Madrid, tal vez repare, aunque es poco probable, en que en la plazoleta se alza un cilindro de poca altura. No pasará junto a él porque está fuera del acceso de los peatones y del tránsito habitual. Se alza sobre un reborde de hormigón mordido por el tráfico y su fealdad de superficie envejecida contrasta con sus vecinos, la hermosa planta de la antigua estación remodelada y el airoso frente del que fue Ministerio de Agricultura. Podría ser el respiradero de alguna obra subterránea, el acceso a un parking o la gran funda en plástico de burbujas de algún contenedor. Incluso, aguzando una imaginación ya castigada por pavorosas y onerosas decoraciones urbanas, un gigantesco bote desteñido de bebida refrescante obra genial del sobrino de algún concejal.
Es gris, mate y polvoriento. Se confunde, en los días nublados, con el fondo y sobre él resbala, sin advertirlo, el ajetreo. Carece de elementos figurativos. Su diseño se diría que corresponde a la voluntad de no atraer atención alguna, una gigantesca lata desechable de continente y contenido amorfos, en el tono indefinido del humo de los escapes y la indiferencia.[4]
Es simplemente perfecto como ejemplo de la plasticidad de la arquitectura, siempre molde de la voluntad de los líderes y del bovino asentimiento de las sociedades. Ambos lo segregaron como el molusco la concha. Sólo el conocimiento previo informa de que el grueso cilindro fue erigido en conmemoración del mayor atentado terrorista de la historia de España, la matanza del 11 de marzo de 2004. Esa mañana, a la hora punta en que la gente venía al trabajo, se hicieron explotar con bombas los trenes, con el saldo de doscientos muertos y más de un millar de víctimas cuyos nombres oculta y mimetiza con el asfalto el sudario aislante.
Es improbable que, de observar el cilindro, cosa que prácticamente nadie hace, el curioso coincida con la visita oficial de algún político. Tales eventos ocurren muy raramente y a una velocidad vertiginosa. Se cumple el expediente de un preceptivo homenaje a las víctimas sin la menor ceremonia llamativa y con ese ritmo que delata, antes de entrar en el recinto, la premura de salir. Más allá, en uno de los bordes del Parque de El Retiro, un bosquecillo dedicado a la misma conmemoración y llamado, sin duda en un lapsus freudiano, “del Recuerdo”, permite también los perfectos anonimato y lejanía de la opinión pública. Si el viajero quiere matar el tiempo y pregunta, hallará, perfectamente disimulado en el gran hall central de la estación, el recinto subterráneo situado bajo el cilindro y que constituye todo el Monumento del 11 M. Normalmente se pasa de largo ante la pared opaca azul oscuro con indicación minúscula de contenido y horarios. Se trata simplemente de una mesa de folletos y algunas flores, un pasillo, los nombres de los asesinados en un azul pálido levemente iluminado en el muro y la sala circular sobre la que se levanta el cilindro externo a la que sirve de techo una cúpula semitransparente con frases. Por aquí no ha pasado la Historia, no hay explicaciones de ningún tipo, carecen de rostro y de leyenda matadores y muertos. Por no existir, no existe ni la insistente y preceptiva versión oficial de la autoría islamista, como si un último rubor hubiera impedido, una vez alcanzados los fines de los que manipularon la matanza, llevar la impostura hasta el epitafio. El folleto es asimismo breve, átono y con un texto dedicado mayormente a la arquitectura de la obra cuyo resultado, en verdad, plasma de maravilla en su burbuja la voluntad de borrar de la memoria, no ya el dolor, que al no haberse esclarecido realmente la masacre sigue, sino la vergüenza de aquella semana, del mes de marzo de 2004 y de las rendiciones incontables que a él siguieron.
El Monumento al 11 M -y demás víctimas del terrorismo puestos a aprovechar- es una tirita azul pálido con funda de plástico de color sucio colocada sobre una llaga abierta de las dimensiones de un cuerpo puesto a continuación del otro. Podría al menos, en un alarde figurativo, haberse dibujado bajo ella una gran boca sellada.
Había elecciones generales en España tres días después del atentado, y la víspera debía ser, según la legislación vigente, jornada de reflexión. En las jornadas que mediaron entre la matanza, el estado de shock de la población y las urnas todo el afán de los dos sindicatos y el partido de la oposición y sus afines se concentró en excitar la animosidad de los ciudadanos, no contra los autores del sabotaje, sino contra los políticos y el Presidente todavía en ejercicio. Los vagones de tren fueron desguazados y destruidos prácticamente en horas veinticuatro, en parte de la prensa, la que no pertenecía al sólido bloque mediático de los nuevos ricos del régimen, hubo pronto denuncias de que se había sembrado la investigación de pruebas falsas, destruido las auténticas como enseres de las víctimas, maquinaria, metales, y que se había ocultado el arma del crimen, el tipo de explosivo. Militantes, políticos y movimientos de oposición se lanzaron, aún calientes los muertos, a una actividad frenética de agitación y propaganda según la cual los criminales no eran los que habían puesto las bombas sino el partido por entonces en el poder. Ocurrió lo que no había sucedido en país alguno: En respuesta a una masacre ciudadana se llamó asesino, no a los que mataron, sino al Presidente democráticamente elegido, se cercaron las sedes de su partido, se infundió en la opinión, en nombre de la paz a toda costa, la rendición a los criminales, se culpabilizó la presencia española en la guerra de Irak, como si, contra toda lógica y obviedad de los hechos, el país nunca hubiera participado ni fuera jamás a participar en acción militar alguna, se violó la jornada de reflexión y se montaron grandes manifestaciones, acoso e insultos con un agitprop en toda regla que, desde luego, logró en tres días, contra todas las expectativas de voto anteriores, el cambio del gobierno por otro singularmente favorable al mosaico de intereses tribales, al nacionalismo rapaz, al grupo terrorista ETA, que había acabado con las vidas de casi mil personas en plena democracia, y a la doctrina de la blanda sumisión en política exterior.
La apoteosis de agitación-propaganda de 2004 fue precedida, mucho antes del 11 M, por un clima diario de rechazo y denuncia de la intervención en Oriente Medio y por la nada pacífica exaltación de una paz universal y, como el resto de los bienes, gratuita y garantizada. En los centros de enseñanza llevaban largo tiempo campeando sin rebozo, ante los niños y adolescentes, carteles, llamadas a concentraciones y pintadas contra los miembros del Gobierno, a los que se tachaba de fascistas, nazis y criminales, pintadas y proclamas que desaparecieron como por arte de magia desde el día siguiente a las elecciones. Con celeridad vertiginosa, los militares fueron repatriados desde sus misiones en el extranjero en medio de una lluvia de plumas de gallina que les enviaban los soldados en plaza de otras nacionalidades, el nuevo Presidente levitaba en su toma de posesión proclamando su afán de paz infinita, el Ministro del Ejército afirmaba (sin dar ejemplo pero cobrando puntualmente su sueldo) que prefería morir a matar.
El objetivo era revitalizar, en el imaginario popular, el mito dual indispensable, el que hacía décadas se vertía, fuese a base de lluvia fina o de bombardeo, desde los púlpitos oficiales y oficiosos: La existencia del Gran Enemigo, la España A, Mala, frente al País B, mosaico de tribus felices y seres benéficos cuyo camino hacia el edén fue truncado por la Guerra Civil.
La oposición obtuvo el poder a los tres días del 11 M, arruinó y desguazó la nación en los años siguientes y, lo más grave, hizo a la población partícipe de la maniobra por medio del sabio uso de la vileza compartida. Los españoles habían votado y participado en un cambio de régimen que fue un claro éxito para los que planearon inmediatamente antes de las elecciones la matanza. La gente sabía que había cooperado masiva, miserablemente en la vasta manipulación y su chantaje, que no en el reparto de un botín más amplio y menos visible que el simple manejo del erario público. Así pues forzoso era olvidar, aceptar y tragar rápidamente, de una pieza, la apresurada y tajante versión oficial. Por mucho que se proclamara la autoría islámica nunca se supo quiénes fueron los autores de la matanza, quién el cerebro de la operación. Siempre se supo a quienes había beneficiado, aquende y allende fronteras.
Tras un cierre claramente en falso del proceso, se extendió sine die, una extraña y significativa ley del silencio que es quizás la prueba más clara en contra de la versión oficializada. El 11 M debía borrarse de la mención verbal o escrita y hasta de la memoria, De citarse, se presentaría siempre, en los exorcismos periódicos, como el atentado islamista que, en realidad, nunca se probó que hubiese sido. Cualquier otra alusión, calificación, petición de investigación, hipótesis estarían anatematizadas e incluidas en el acostumbrado bloque del Mal (fascistas, franquistas, derechas, etc.). El gran atentado de la estación de Atocha sirvió y sirve a aquéllos para los que era imprescindible remozar el mito dual Progresistas/Reaccionarios, la España mala frente a la buena, la perpetua guerra civil pendiente sin la cual el avejentado clan parásito carecería de justificación y subsistencia. La matanza útil y utilizada no fue, ni mucho menos, tan sólo asunto de victoria y derrota de dos partidos políticos. Tuvo probablemente bastante de acuerdo de franquicias y de negocio conjunto, amén de una gran proyección externa en la que se repitió, con curiosa homogeneidad y probablemente a bastante coste, la versión islamista preceptiva.
A partir de ahí planeó sobre la ciudadanía, junto con el silencio, el temor a la repetición de actos similares, la certidumbre de la cesión ante la fuerza brutal bien organizada y la existencia de oscuros, antiguos e intocables centros de intereses y de poder. Y, desde luego, aquello marcó un antes y un después en la historia española; también en la europea, inaugurando, con la alianza de indefensión, desconcierto y cobardía, la estrategia de la Rendición Preventiva y la anulación de valores, Ley, Estado de Derecho y análisis de hechos y responsabilidades individuales: El Gran Culpable de aquel crimen, de cualquier crimen, ni habría sido ni sería su autor, sino la ancestral e intemporal injusticia del Sistema, el Leviatán capitalista, imperialista, derechista, eterno, lo que permitiría seguir una apacible rutina sin darse por enterado de agresión, delito ni violencia alguna. Bastaría con alternar dos paraguas: El de la revolución pendiente, a cargo del erario público puertas adentro, y el multicolor de la Alianza de Civilizaciones más allá. Simplemente cumplía recostarse en el derecho a ser mantenido y en la buena conciencia fruto de la amnesia selectiva y la irresponsabilidad personal. Sumergidos en un estado de cosas opresor per se desde el origen de los tiempos, no cabe hablar de jerarquía ni universalidad de valores; tan sólo confiar en la bondad de los bárbaros, en la innata virtud de los indigentes y en la pureza de los marginados. Y refugiarse en la tribu de víctimas más cercana.
La censura y la autocensura respecto al tema del 11 M alcanzó cotas de virtuosismo, su simple mención olía a azufre, rompía la superficie de las aguas del dorado estanque del bienestar y el asunto zanjado. Como hojas que se cortan de un árbol, fueron cayendo las de los periódicos que osaron tratarlo de forma crítica, los libros sobre el tema que aparecieron tenían algo de clandestino y muy escasa difusión, se apartó a directores de diarios y a columnistas. Alguno en el mundo de la prensa hubo que, tras investigar durante años el atentado y las clamorosas contradicciones de la versión oficial, optó sin embargo luego por publicar rectificaciones de corta y pega abjurando de su error y confesando la islámica autoría. Fue ascendido, pero para ser cesado al poco tiempo. Quizás porque Roma no paga a los traidores.
Hubo algo en extremo patético en las cinco líneas de rectificación de todas sus investigaciones anteriores en las que el conocido periodista abjuraba de su error al buscar en los causantes de los atentados de Atocha a otros que no fueran los islamistas. Éstos aparecían, además luego en noticias de prensa en lugares dispares, Serbia, Marruecos, Siria, preferentemente ya muertos. Ninguna versión en medios de amplia audiencia contraria a la preceptiva de autoría islámica, pero sí una lluvia de artículos diversos, sin relación con Madrid pero abundando en historias del radicalismo musulmán, de manera que la opinión se impregnaba, por proximidad, de la relación entre éste y la matanza madrileña. La exaltación de los sentimientos corría paralela a la ausencia de datos fiables, pruebas concretas, culpables confesos y a la demonización de los muy pocos –y muy valientes- que se atrevieron a poner en entredicho la versión oficial.
Sólo hay, y no por azar, otro tema que despierta animosidad semejante cuando se quebranta la ley del silencio: La denuncia de que el espacio cultural está prácticamente copado por el marchamo Izquierdas reservándose para los otros, englobados en Derechas por supuesto, el ostracismo y el rechazo. Sin embargo la afirmación es simplemente cierta y basta para demostrarlo un simple análisis estadístico y proporcional de temas de películas españolas, series televisivas, discursos, declaraciones, obras diversas. El que denuncia al clan Progresista por decreto, al lucrativo monopolio de la ética, debe prepararse a ser incluido en “la caverna”, los conservadores reaccionarios por definición, y ello con una animosidad y violencia verbales que por sí solas son prueba fehaciente de la veracidad del discurso del denunciante.
El cilindro de Atocha es el apropiado monumento porque su cerrada superficie encierra bajo llaves que podrían no ser las suficientes dos tesoros: Por una parte la España desconocida, minimizada o ausente de libros de texto y de medios de comunicación, hoy insólita, pero que fue, que quizás podría ser. Y, por otra parte, cuanto debió ocurrir, y no ocurrió, en el 11 M. Allí se encontrarían, como el cliché posible de aquella interminable fotografía, las manifestaciones de un país unido, en su clase política y su ciudadanía, llamando asesinos a los asesinos, estarían los responsables guardando cuidadosamente las pruebas, preservando hasta la última chapa, clavo, sustancia impregnada en las ropas y los cadáveres. Se hallarían todos ennoblecidos por la doble fraternidad de la indignación y el dolor, pisoteando el mito de las dos Españas, liberados al fin de canalla y parásitos. De abrirse la puerta del cilindro deberían salir los sindicalistas que olvidaron su sueldo gubernamental para ponerse en primera fila de los que exigían claridad y justicia, estarían los que limpiaron, por vergonzosa en momentos tales, toda pintada sectaria y condenaron la manipulación en los centros de enseñanza. Allí aparecerían los valientes chicos de la prensa, insensibles a las presiones del club de los ricos del régimen, atentos tan sólo al horror y al minucioso esclarecimiento del caso. Y no podrían faltar los jueces y fiscales que, desdeñosos de los políticos que los nombran, con ejemplares eficacia y discreción, no tendrían más preocupación que la búsqueda de la verdad. Pero no están, no ocurrió, estuvieron, no ya a la altura, sino al otro extremo de la circunstancia. No hay vacío, sino materia oscura en el espacio que el cilindro abarca.
Para acceder al segundo tesoro, el del conocimiento, hay que ascender a la terraza del edificio, porque desde ella podría observarse, con cierto esfuerzo, el panorama de una España que hoy parece insólita y sin embargo existió no ha tanto y podría en el presente haber existido. Aguzando la vista en el espacio y en el tiempo se descubre que hace pocas décadas España era un país como los demás de Europa y la generalidad del mundo, con bandera, himno y una lengua que se enseñaba y podía aprenderse en todos sus centros de enseñanza y con libros de texto que narraban su historia y hablaban de sus grandes figuras, de sus hechos notables y de sus monumentos. Vería el observador en la distancia gentes, millones de personas, que se desplazaban y residían sin distinción alguna de privilegios ni trato de un extremo a otro de su país y para las que el apego al terruño no era sino un aditamento más al natural afecto por la propia tierra en el sentido lato. El cilindro se habría vuelto, por entonces un peldaño de la alta torre de las grandes vistas, que hace parecer ridículas las torrecillas de imitación marfileña y despreciables a aquéllos con vocación de habitantes de termitero empeñados en hacerse con bienes comunes para su uso exclusivo durante su propio, interminable invierno. La España de las amplias vistas, la similar a sus homólogas de Europa, existió realmente, aunque la cubra y la sofoque una gran ficción del Paraíso perdido y el hervidero de víctimas insaciables. Hoy por hoy, se divisa un Madrid-Pompeya, cubierta la ciudad de mullida ceniza que apaga los sonidos y tan sutil que ni se advierte su presencia ni se añora que hubo cielos de mayor limpidez.
El Monumento al Olvido lo es más por contraste con la envergadura de los actos conmemorativos de los grandes atentados en otros países de Europa, como Gran Bretaña o Francia, la unidad en ellos de gobiernos, ciudadanía y oposición en el homenaje a las víctimas y la repulsa de las muertes que sí, en su caso y no en el español, reivindicó el terrorismo islámico. Lo que en el Reino Unido es unión y común impulso en España no es sino el instrumento para perpetuar en el poder, real o en la sombra, al Clan de la Bondad, al de la Transición B o más bien P de Parásita, a los beneficiarios de la nómina vitalicia, la eterna deuda y la eterna guerra.
Se ha consumado el proceso totalitario de la No Persona, la modificación, borrado, cortado y pegado de la Historia: El 11 M no existe, su mención ha entrado en la rampa que conduce al averno verbal, en este caso un pequeño limbo azul, sellado y frío, donde revolotean y se consumen hasta la insignificante transparencia víctimas y victimarios. Nadie intente aludirlo porque le protege, amén de la coraza de plástico, el estigma Reaccionario que su simple mención lleva consigo. El que exprese sus dudas sobre el proceso y la autoría islámica, su repugnancia por la utilización vomitiva que se hizo de la masacre, ingresará en el grupo de los parias de la España segregada por los secuestradores de la Transición.
Galería
En el Parlamento español, Las Cortes, faltan retratos. De las salas cuelgan los de cada presidente y ministro, pero frente por frente, en la pared opuesta, podrían alinearse otros; aunque, por el desprecio cosechado, tal vez hallarían mejor hueco en el dibujo de la alfombra. Sobrenada en el imaginario, por su insignificancia, el de un señor pequeño y nada joven. Va vestido con aseo, peinado hacia atrás el escaso pelo gris sin implantes. Lleva con esfuerzo una bandera española. Hay poca gente en la plaza madrileña, es una de tantas manifestaciones de víctimas del terrorismo. El señor está solo, y digno, con una pequeña insignia en la solapa y la mirada atenta a los oradores y a la espera de los acordes del himno nacional. Es la antítesis del cantautor de éxito, dinero y progresismo, del intelectual desdeñoso, del joven enérgico de papá generoso y del que se ha hecho un provechoso hueco en algún clan de minorías agraviadas y protegidas. El señor lleva trabajando muchos años, robar no entraba en sus cálculos, quería justicia, ley y orden. Han matado a la gente buena, y por eso acude. Quiere a su patria y por eso lleva una bandera. Ignora con qué desprecio, con cuánto desapego y a cuánta distancia le miraría la clase dominante, la superioridad inmensa desde la que probablemente ni le ve el cantautor ingenioso que se apunta a grandes hazañas como tirar de madrugada la estatua del dictador muerto. El cuadro del señor bajito, con su bandera roja y gualda, no va a colgar en el muro de Las Cortes. Ni tampoco el de Remedios, la señora que se ha pasado media hora entre las papeletas, el día de las votaciones, porque no sabe a quién votar. Ella, y toda su familia, se han ido enquistando en el hogar humilde, de clase baja-media, en la misa del domingo y el belén de Navidades, como los católicos practicantes que siempre han sido, en las fidelidades a familia, honradez y palabra dada, a la cartilla de ahorros y la amortización de la hipoteca. Las corrientes externas tocaban a antifranquismo, pero ellos sólo querían trabajo, seguridad social y que hubiera menos robos en la calle. Ahora resulta que el partido conservador al que Remedios siempre votaba apoya a los adversarios y no defiende sus principios, que el sindicalista liberado, bien pagado y vocinglero irrumpe en su despacho y en su ordenador con consignas en las que ella no cree, resulta que meten en el Ministerio con contratas precarias a gente superflua y le quitan a ella y a sus compañeros, los de oposición, sus tareas habituales. Ella no se ha atrevido nunca a casi nada, no se ha enfrentado a casi nadie. Tiene el patriotismo de las clases populares y el armazón moral, estrecho pero seguro, de los usos y creencias tradicionales conservados en un medio muy reducido, que es el de las paredes de la oficina y de su casa. No ha hecho mal a otros, ha trabajado siempre, reivindica los viejos principios. Y ahora se encuentra conque la han timado, que la engañó el periódico que siempre compraba su padre, que la estafan los representantes de un gobierno que se decía defensor de ella, de su familia, de un país que se disuelve, se compra y malbarata, de una moral que ahora parece vergonzante y es el único techo ideológico que ella conoce. ¿Qué hacer? ¿Qué queda a la gente del común sino las urnas y, si acaso, una manifestación de víctimas en la que se firma un manifiesto, se escucha y se grita? Remedios, con la indignación y el desamparo pintados en el semblante y la papeleta de voto inútil en la mano, no tendrá cuadro en las paredes de la sala.
Tampoco habría espacio en la nueva galería por hacer para víctimas recientes, entre las que no faltan las que creyeron, amaron y defendieron buenos ideales y proyectos llenos de sentido, que en un tiempo correspondieron a los iconos originarios. Un polvo espeso hace, además, inidentificables los retratos del sindicalista que trabajaba, combatía por los trabajadores y nada tiene hoy que ver con los mastines a sueldo de la plataforma parásita, y las telarañas cubren alegremente la efigie del socialista con deseos de mundo solidario y vidas mejores, el profesor que defendió la enseñanza pública y el saber y se opuso a la peste logsiana, los catedráticos eliminados de un plumazo porque eran una élite del saber y por lo tanto sobraban y los compadres ladraban por sus puestos. No habrá ni rastro de la que debería ser muy larga hilera de asesinados, heridos, afectados doblemente por el terrorismo y por el silencio y la complicidad. En esta sección de la pinacoteca se impondría el collage, porque así se reproduce adecuadamente en el lienzo la dispersión de los miembros, los fragmentos de órganos y extremidades que saltaron por los aires con las bombas-lapa, los balazos a quemarropa, las explosiones en los trenes de Atocha, los vehículos dinamitados, el atentado en los grandes almacenes. Convendría que estos cuadros de motivos fragmentados propios de una vanguardia de casquería se mirasen con las figuras correctamente vestidas de la pared de enfrente, entre las que no pueden faltar caballeros togados y magistrados dependientes en todo del gobierno que los nombra, condecora y recompensa.
Es preferible que la galería se abra en el lateral a una pequeña sala circular que fue, en los tiempos anteriores a la Corrección Política, de fumadores. Aquí habrán venido a refugiarse los retratos de otra clase de víctimas, las de la dualidad contraria, aquéllas que, por reacción mimética, han adoptado el armamento verbal del adversario y caído de hoz y coz en la trampa de la aceptación de la falsa realidad maniquea. Hartas de presenciar el servil acatamiento del monopolio del Bien ligado al término Izquierdas, del temor perruno a ser tachados de Derechas, Franquistas o Fascistas, de la continua danza del chantaje para hacerse perdonar pecados originales e imaginarios, personas inteligentes, valientes y valiosas se han empeñado en la reivindicación del polo opuesto. Como si el mundo se redujera a uno u otro icono.
Hay algo patético, y difícilmente comprensible en gente de enjundia intelectual, en esa inconsciente rendición al Enemigo. Son, serán la Derecha, proclaman con la exaltación del converso y del sometido al abucheo diario. Hay dos, ellos y las Izquierdas, porque hay que tener orgullo de ser de uno y no del otro. Como si se renovara eternamente la lucha de Dioses y Titanes, Ángeles y Demonios, Fuerza Buena y Fuerza Oscura. De nuevo, pues, los hechos desaparecen, la observación se mediatiza, los juicios se amputan y tuercen para introducirlos en el molde dual. El proceso es doloroso y forzado, porque traiciona la simple lucidez, la verdad y los impulsos generosos y solidarios que se teme podrían ser confundidos con el lenguaje de la Izquierda. El movimiento pendular lleva a individuos normalmente razonables a la defensa de un paraíso incompatible con el servicio público, a la cruzada para la privatización de cuanto existe y se mueve, al vago ideal de un nuevo Estados Unidos en formato pequeñito donde, en feliz régimen de contratación libérrima y variadísima, se migra de un extremo a otro de la piel de toro, parando media hora al día para tragar un sándwich en la cadena de comida rápida. Desaparecida la Enseñanza Pública y el currículum general básico, los niños deambularán, cheque escolar en mano, según sus padres consideren que les conviene saber o no geografía o física; si el pater familias es musulmán devoto las niñas sólo asistirán, con otras niñas, a labores y cocina. Se abrirán, con el cheque, a los escolares de barrios desfavorecidos las puertas de centros en el corazón de zonas residenciales, con el pequeño inconveniente de que se encontrarán algo desplazados a la hora de inscribirse a las numerosas, y costosas, actividades extraescolares de ballet, golf, violín y ski de fondo. La liberalización completa y redentora suprimirá inútiles autobuses urbanos, que no abarrotaban veinticuatro horas al día los pasajeros así como todo tipo de transportes prescindibles, por lo que languidecerán y perecerán en sus domicilios aquéllos que los precisaban, con el consiguiente ahorro de medios y energía para la capa activa, solvente y emprendedora de los ciudadanos. La Derecha Liberalísima que parece añorar el año 0 de organización autónoma de Atapuerca se complace, con masoquismo ejemplar, en asumir la caricatura que le han asignado sus adversarios; por ello ejerce con frecuencia un papismo mucho más allá que el conciliar, saca a pasear proclamas antiaborto sin venir a cuento y frunce el ceño cuando la prensa tiene el mal gusto de denunciar desfalcos al abrigo de la Corona. Naturalmente con estos enemigos el club Izquierda Parásita no necesita amigos: Nadie lo apoyaría mejor.
Es probable que la estética de los retratos de la que fue Sala de Fumadores deje que desear. De hecho, los de la pared opuesta los observan, desde el largo corredor al que la entrada da acceso, con desdén. Los padres y demás familiares de la Patria suelen posar con la tranquilidad de quien lo hace para la Historia, mientras que su puñado de vecinos lo haría con la boca abierta de asombro y cólera, la indignación y el desconcierto pintadas en el semblante, las manos en gestos nada convencionales. Ellos eran de izquierdas, ellos eran buenos, y…lo siguen siendo, pero se han caído desde muy alto del caballo, no se recuperan de las múltiples contusiones. Es lo que tiene imaginar solamente dos cabalgaduras, la blanca y la negra, como el bueno y el malo de las películas. Los desconcertados tienen marcos modestos, e incluso soportes a la pared precarios que se desprenden con frecuencia. No ganaron para más. En cambio sus vecinos del ala noble disponen de cada vez mejor estructura con los años porque, bajo diversos títulos, se han votado a sí mismos y a sus homólogos durante más tiempo, sin que importara la etiqueta política sino las reciprocidades esperadas. La dualidad queda para la plebe. Se habla de nombres nuevos, de recién llegados que intentan sortear el blindaje que alrededor de sí han segregado los clanes parásitos, que ni son dos, ni son dos partidos ni corresponden a dualidad alguna.
En la habitación del fondo, siempre en obras, hay un olor a recién pintado. Allá se encuentran los apresurados lienzos en los que falta por añadir cabeza y manos, que se ponen y quitan, como en los muñecos de feria, ajustados al espacio vacío. Son tantos y tan imprevisibles los cargos, los títulos diariamente creados, la clonación autonómica indispensable de funciones y puestos, con sus consiguientes pensiones vitalicias, la multiplicación exponencial de representantes, presidentes y ministros que el departamento de protocolo no ha encontrado mejor método que la fabricación y almacenamiento en serie, con figuras adaptables según las circunstancias.
La mostra transicional cumpliría que se cierre por pequeños grabados, entre goyesco y simbolista, en los que encuentren acomodo especies en grave peligro de extinción: La vieja hermosura de la necesaria utopía, la libertad no sólo de asignación de impuestos, el cariño patrio sin peaje de odio previo, y la negrura de Goya en pleno para recibir en el oscuro recinto de un aquelarre cerrado a cal y canto a cuantos roban a golpe de ley y cargo, a los que ordenan poner bombas y a los que viven y medran a base de halagar a los dueños del miedo. A los vistosos Desastres de las Guerra puede corresponder su versión actualizada Los Desastres del Silencio, cuyas víctimas, no menos muertas ni maltratadas que las de Goya, nunca disfrutarán de audiencia ni justicia. Se las ha entregado, una y otra vez, a criminales reincidentes por la premura escénica de autoridades y próceres para dar una imagen de benignidad y obedecer al que manda. Sería muy difícil hallar en Europa un país donde la reiteración en el robo sea tan impune en la práctica como en España, o donde el asesinato múltiple salga más barato. Las víctimas de un Gobierno ansioso de ceder al chantaje son muchos cientos de gentes sin poder, sin fuerza, sin riqueza, sin armas. Podrían hallar acomodo al final de la galería, en una llama al Ciudadano Desconocido para la cual bastaría la caja de cerillas del cuento de Andersen.
La pinacoteca del Parlamento español no es la del Museo del Prado, pero con estas modificaciones es susceptible de aportar preciosa información sobre la evolución del país durante los siglos XX y XXI.
También, quizás, los retazos de algún diario:
He tenido un estrecho contacto con un Ministro, el que quiere inmortalizarse alicatando en plan hortera Madrid en dorado y hasta el techo. Había una concentración de apoyo a las víctimas del terrorismo. Debieron decirle que estaba allí la líder y a él le dio el ataque de cuernos y se presentó de repente. Pasó rodeado de guardaespaldas, impasible el ademán y a toda marcha. Y, sin detenerse ni mirar, me aplastó el pie. Llegó a tiempo de fotografiarse con los que presidían el acto.
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Están soltando asesinos de ETA mezclados con presos comunes de la peor ralea para mejorar el conjunto.
Hoy ya han anunciado, tanto el partido en el Gobierno como el de la oposición, diálogos para reformar el texto constitucional.
Comienza a cerrarse el broche del golpe de Estado blanco.
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Voy a una manifestación, quizás la última, pero en todo caso final de una época, de víctimas del terrorismo. Por primera vez se anuncia de forma oficiosa el cambio de la Constitución de libertad e igualdad para dar paso al acuerdo de tribus, la regresión, derrota y el intenso regusto canalla.
Valió la pena ir.
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Parafraseando:
Primero vinieron para expulsar a los que se manifestaban por los mismos derechos ciudadanos en toda España. Ni palabra de protesta porque los manifestantes eran de los otros, de Derechas.
Después llegaron para condenar a los que denunciaban que no se pudiera estudiar en castellano ni aprender materias fundamentales. Nada en contra porque los condenados eran conservadores retrógrados, es decir, de los otros, Derechas.
Ayer se presentaron para eliminar de la vida pública y de los medios de comunicación a los que reprochan la excarcelación masiva y fulminante de terroristas, asesinos y violadores. Nada que decir porque los descontentos eran gente de los otros, de Derechas, que lleva banderas chillonas y se concentra incómoda y ruidosamente.
Hoy han venido a quitarme mis derechos, que ya no son iguales en todo el país porque éste no existe, a consagrar la enseñanza sin aprender, sin estudiar y sin lengua española, a robarme para mantener a sus clanes, a silenciarme, denunciarme y multarme si protesto.
Siempre vinieron a por mí.
A por mí, que no estuve en ninguna parte, porque los que protestaban eran los Otros, llevaban banderas y hacían manifestaciones de mal gusto.
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Madrid, 6-XII-2113 (por escribir. O quizás no)
Diversas manifestaciones de apoyo a la última Constitución han discurrido por las calles autónomas, a razón de una docena de individuos en cada vía pública. Los intentos de unanimidad en las enseñas han sido, una vez más, vanos. Predominó la bandera que hace el número quince de las diseñadas sucesivamente durante el último siglo, blanca con diversos motivos geométricos, pero fue abucheada por los partidarios de la nueva propuesta, el rectángulo con tres docenas de cabezas de ratón, inspirada, según se dice, por la de los Estados Unidos.
El Ministerio del Interior y Exterior (la delimitación no está clara) ha enviado, desde el Caserío que comparte la capitalidad y gestión hispánica con la Masía, fuerzas del orden violentas y semiviolentas para vigilar el acto. La rama independentista habla de entregar algunas armas, previo aumento de sus honorarios como Guardianes de las Esencias. El Ministerio de Finanzas Asimétricas se ha encargado, desde su sede noreste, del cobro a los manifestantes por el permiso de participación en el acto constitucional. No acudieron, como de costumbre, Intelectuales Hastiados ni Artistas Comprometidos. Se cursó invitación, aún sin respuesta, a la Unión Euroasiática, con la que Hispania tiene un convenio en tanto que franquicia vacacional asociada.
Se estudia la apertura de treinta y seis embajadas autonómicas en las islas Fiji.
Se prepara la celebración de los Cien Años de Paz.
El ciudadano de Piranesi
La sensación de omnipotencia discurre, actualmente, paralela al peculiar, difuso, continuo sabor a indefensión profunda. Tal cosa parece, en principio, imposible por lo contradictorio: No lo es. Ambas corrientes coexisten. Todo puede saberse, mucho está al alcance de la mano, más todavía espera, en cuestión sólo de tiempo, ser clasificado y puesto en su casillero. Cada día es el final de la Historia, universal y propia, incluso la del recorrido mental por un cosmos cartografiado y datado en años luz. Se ha averiguado la edad del Universo, millones de espejos mágicos responden a cualquiera a cualquier pregunta. Dios está en la cola del paro.
Jacques Dutronc, un cantante francés de los años sesenta, del siglo XX, venía a resumir la pregunta común agazapada en el fondo del alma, o, en el recoveco de neuronas: Sept cent millions de Chinois, et moi, et moi, et moi? (Setecientos millones de chinos, ¿Y yo?,¿Y yo? ¿Y yo?). Y continuaba pasando revista a las grandes cifras de la demografía de la Tierra e intentando afirmar, frente a ellas, su pequeño mundo. Actualizado: Miles de millones de años luz de edad del cosmos, cadenas genéticas modificables, paseos virtuales por la Luna ahora tan conocida como el parque de la urbanización, inventario de los tipos de estrellas, razones químicas de los comportamientos. ¿Y yo, y yo, y yo? Yo, a quien ya me pueden dar respuestas para todo, ¿dónde, por qué y para qué estoy donde creo, aunque no me siento muy seguro, estar? Mientras el universo se expande y multiplica el ciudadano de Piranesi vive su agorafobia con mayor intensidad cuanto mayores son las dimensiones del recinto en que se halla.
Pese a la omnipotencia y omnisciencia, en los pequeños lugares y países, en las pequeñas vidas, la conciencia de sentirse inerme, sin embargo, es cierta. Quizás porque ha sido muy largo el período sin exigencias de pagar un precio, esos precios sin los cuales carecen de raíces los logros. Hay un instintivo reflejo de huida hacia la célula familiar, más o menos ampliada, hacia lo inmediato, incluidas ficciones de pertenencias ancestrales que ofrecen una acogedora tibieza de refugio. Pero resulta que el enemigo está en casa, en la facilísima felicidad, ocurre que el mejor o menos malo de los mundos posibles con toda su oferta de deseos satisfechos podría ser una máquina de continuas falsificaciones, que lo pequeño no es necesariamente beautiful sino que, por el contrario, puede lanzar sobre las sociedades, aprovechándose de la superioridad del número, una red gris de cuyas múltiples celdas la escapatoria parece imposible. El Tiempo de Tribus prohíbe, arrincona, barre al Tiempo de Ideas. El camino recorrido puede ser, y es en grandes, peligrosas parcelas, el contrario al de la Ilustración; va de la persona a los casilleros de cada clan.
Con todo su progreso, con la mutación social inigualable que suponen la informática y el inmenso avance tecnológico, esto conlleva, sin embargo, un enorme volumen de indefensión. Es el precio. La Revolución industrial, la técnica, permitían todavía cierta influencia y control del usuario, una proximidad física, una imagen mental abarcable. Nada semejante puede decirse del ambiente que rodea a los humanos en el momento actual. Nunca han disfrutado, ni imaginado, una omnipotencia virtual semejante, un conocimiento potencial de tales calibre e instantaneidad. Simultáneamente, jamás han sido tan dependientes de un corte de suministro, de una caída de la red, de una avería del automóvil, tan ignorantes de aquello que es vital para su existencia y que no pueden controlar en absoluto. En la grande y nueva etapa que representa el mundo cibernético, los canales, constituyen por sí mismos el mensaje y además, dado el espacio temporal que su recepción ocupa, están inseparablemente acompañados por el hecho de que las correas de transmisión son el Líder. No el único porque no impera, ni ya es necesario, un régimen de completo y exclusivo dominio del poder, pero los clanes parásitos se han asegurado de buena parte del control de esos cauces por donde fluye la materia visual y verbal que les garantiza, por cesión en su favor de la sociedad, un flujo de prestigio, dinero y especial rango en la jerarquía moral y en cuantos elementos culturales conforman la percepción que los ciudadanos tienen de sí y de su medio.
Las fronteras y lenguas ondean y se difuminan porque en la aldea global es necesario que el mensaje vaya más allá. Sin embargo la necesidad de referencias cercanas, propias, comunitarias, el temor instintivo a los grandes espacios y las entidades anónimas e inalcanzables y la falta de distancia crítica producen a la vez miedo y euforia ante la infinita libertad, inacción ante lo que sobrepasa y brotes fugaces de excitación que tienen la fugaz duración propia del escaso conocimiento y juicio personal reflexivo en los que se asientan. La rapidez de la mutación ha impedido tomar aliento, calibrar, situarse, Ha dejado, además, en el limbo de aquéllos que son objeto de una especial explotación a legiones de jornaleros de pantalla y teclado que carecen de bagaje intelectual propio. Habitan un terreno dual, entre el olimpo de jefaturas que planean sobre sus cabezas mientras, por debajo, se sitúa la ignorante, contrita y sumisa masa ante la que pueden mostrar desdén y prepotencia. No en vano, según se comenta, ya hay escuelas alemanas donde no se permite a los alumnos llevar ordenadores a clase hasta los doce años y en las que se aprende a escribir a mano e incluso a pluma y con caligrafía. También se cuenta que existen grandes empresas que escogen para directivos a gente que ha cursado Filosofía porque la visión en profundidad y en altura se ha hecho un valor en alza. El envés sería países donde se pretende desde la infancia, en vez de transmitir conocimientos, “formar para la vida”, es decir, fabricar seres adaptados a la coyuntura y el mercado laboral, buenos para hostelería, servicios y exportación medianamente calificada.
La revolución cibernética que se impuso en pocas décadas de forma irreversible, inexcusable y perentoria, fue utilizada en España de forma particularmente espuria por los grupos parásitos. Vieron en ella la oportunidad de eliminar social y laboralmente a los poseedores de conocimientos y categoría intelectual de la que ellos carecían. Necesitaban acaparar en breve espacio de tiempo la imagen de modernidad, europeísmo y eficacia, y enviar a las tinieblas del rancio país retrógrado a los que les estorbaban. La informática reinó suprema, no con la necesaria y encomiable finalidad de incorporarla y universalizar su manejo, sino como instrumento calibrado para segregar, expulsar y apoderarse con rapidez de territorios de adquisición normalmente laboriosa. El último de la clase poseía de repente la varita mágica que le transformaba en príncipe del encanto instantáneo. Su Alteza disfrutaba de derecho de pernada sobre los horarios lectivos, desplazaba o eliminaba asignaturas fútiles como Literatura Universal, leía el Periódico-Insignia y acaparaba cargos que le rescataban de la molesta tarea de enseñar. Mientras un partido, el socialista, imponía y otro, el popular, consentía leyes educativas que consagraban la ignorancia, la idiocia y la pereza, llovían sobre los centros de enseñanza caros equipos informáticos en su mayor parte inútiles o apenas utilizados. Eran los juguetes caros que regalan los padres para así compensar su falta de atención debida a la progenie. La manada, no de los alfa sino de los arroba @, aprovechó ávidamente la coyuntura para llevar a cabo una especie de limpieza cronológica suave y descafeinada en la que no se eliminaba físicamente. Sólo se desplazaba a la cuneta de la sociedad a los individuos que no habían cogido con suficiente rapidez el tren de la única modernidad posible. Se creó una clase dominante (y a su vez dominada por quienes la dirigían) de llamativa prepotencia, un clero que poseía las claves del saber sin el cual no había salvación. Y la limpieza fue eficaz mediante una especialísima toma de poder que deja a la población en un estado obligatorio de dependencia profunda, cotidiana, irremisible y reduce al silencio, la incomunicación y la invisibilidad a ciudadanos que pasan a ser daños colaterales.
La indefensión ha fermentado en España poco a poco dentro de la sopa primordial de optimismo, confianza, solidaridad, nobles ideas y horizontes ilimitados. En los años ochenta y antes, aún en vida de Franco, había cuajado la energía de hacer futuros mejores y no había eclosionado el gratis total. La libertad desteñía naturalmente desde la esfera privada a la generalidad de las costumbres, y en nada fue el cambio tan presto y radical como en las mujeres, que ya desde los sesenta se emancipaban de la sumisión biológica gracias a los anticonceptivos. Se creía en la Transición y en sí mismos como sujetos de una mejora que parecía segura, progresiva e irreversible. Apenas se prestaba atención al peaje de los nuevos territorios. Hubo pocas o ninguna crítica cuando las cárceles se abrieron y dejaron en las calles un puñado de presos políticos y un torrente de criminales, muchos con delitos de sangre. Fueron Saturnales largas y ruidosas, que las gentes de orden sin otro delito ni franquismo que su apego a lo conocido, al puesto de trabajo y a las tradiciones miraron desde la orilla en la que se sentían marginadas, años donde la fiesta se prolongaba en los interminables brindis patrocinados por el Estado de Bienestar y en los que no había transgresión, reivindicación, localismo y fuero que no se viera aclamado, declamado y festejado con pólvora del Rey.
Al tiempo se producía la gran mutación de las comunicaciones adscrita al universal vértigo de la segunda mitad del siglo XX. De repente todo podía saberse, todo era posible, si no ahora y ya, desde luego sí en el futuro inmediato, en una lógica del instante incompatible con la reflexión y el espacio crítico. Se desvanecían la soledad, la individualidad y la creación estrictamente personal junto con las grandes figuras, que eran reemplazadas por sus iconos, su plasma figurativo, el lugar simultáneo que podían ocupar en un momento dado en la lluvia múltiple de formas y mensajes. Con las inocuas fugacidad y brevedad y el esfuerzo nulo de rozar una tecla. La falsa libertad y la ocupación del espacio cognitivo con falso conocimiento son peajes probablemente necesarios, de la era informática incluidos en el conjunto de las muchas ventajas que de ella se obtienen. Pueden digerirse convenientemente pasada la fase inicial, pero se trata de una mutación que se produce a una velocidad que sobrepasa a la de cualquiera de los cambios que han afectado a la especie humana. La lógica del instante, de la comunicación permanente y comunitaria, puede ser utilizada para invalidar formas de reflexión y de existencia por su naturaleza exclusivas del repetido y largo esfuerzo individual. Desparecerían o se minimizarían como anecdóticas a un paso de reprobables la soledad, responsabilidad y creación personales. Adiós a las grandes figuras y bienvenidas las leyes mordaza que tacharán de retrógrado, caduco, inadaptado y estúpido a quien disienta. La falsa libertad de la pantalla global se resolvería en la okupación del espacio y del tiempo cognitivos con placebos de conocimiento. Se estaría en la dictadura de lo moderno, en la aceptación preceptiva del cambio como óptimo, sean los hechos cuales fueren, una especie de neofascismo futurista al que no es ajena la insistencia en dar por muerta a la prensa, al papel, a la lectura, y, con ello, eliminar espacio crítico.
De forma coyuntural, esto puede ser utilizado, tal ha sido el caso, como el instrumento perfecto para promocionar nulidades, obviar la ignorancia, infundir prepotencia a aquéllos cuyo único diploma es el del cursillo coyuntural. Muchos vieron en ello su oportunidad para expulsar, dominar, invadir espacios, cargarse de suficiencia inapelable en nombre de los vigorosos dioses telemáticos. En muchos rasgos la nueva dictadura recuerda a las vanguardias del Hombre Nuevo de principios del siglo XX, al culto de lo moderno, lo joven, lo actual y lo fuerte, y, como los seguidores de Marinetti, desprecia lo anterior como caduco y propugna un sometimiento devoto al cambio continuo que, en sí, es necesariamente para el individuo concreto fuente de sometimiento e indefensión, potenciados ambos por el miedo a ser tachado de retrógrado, incapaz, caduco y prescindible, Nada más fácil, por otra parte, para el neovanguardismo del siglo XXI que el ejercicio virtual, e indoloro, por pantalla interpuesta, del vivir peligrosamente de los seguidores de Nietzsche, que sí se arriesgaban y lo pagaban muy caro. En un país de democracia socialmente débil, como es el caso español, inmerso en la desorientación identitaria, esta situación es particularmente grave porque se deja al individuo a la merced de sucedáneos de referencias orientativas y trampas duales, que utilizan ávidamente, a fines de robo organizado, los clanes parásitos.
Llegados a este punto, bueno es rechazar la nueva trampa dual. Es cómodo caer en la facilidad del razonamiento maniqueo. Lejos de existir el Bien y el Mal en forma de Modernos y Retrógrados, jóvenes agresivos y viejos desfasados, hay en el siglo XXI una vibración prometedora que abre cada día al descubrimiento, a la admiración y a la curiosidad horizontes de una extensión y profundidad cuajadas de posibilidades. E, invariablemente, también ahí funciona la lógica de los precios. Con la pantalla, la genética y el átomo, como con el hacha de sílex, se puede sobrevivir y alzarse hacia un mejor destino o sacar el corazón al enemigo. Las opciones no son fáciles cuando se ha alcanzado, en tan poco tiempo, tanto poder.
El ciudadano vaga, voto futurible en mano, como un homúnculo de Piranesi, por espacios que no controla en absoluto e incluso le son desconocidos y ajenos. El suelo se mueve bajo sus pies, el mapa del país en el que creía estar se ha fraccionado en múltiples grietas que se empeñaba antes en ver como simples fisuras y en realidad se han ido ahondando, en el transcurso de las décadas, hasta hacerse espacios intransitables erizados de peajes, fronteras, listas de espera y coimas. Descubre con estupor que el erario no es inagotable y que cebar a las clientelas significaba desnudarle a él.
El españolito de Piranesi es una especie nueva que vagamente soñó tiempos mejores y que ahora, cogido en la pinza de partidos que aspiran a repartirse y a repartir en exclusiva los beneficios que el poder procura, sólo se esfuerza en capear malas rachas y arañarse un mediano pasar. Presencia, con entrada obligatoria al incómodo patio de butacas, una nueva, peligrosísima farsa, la variante de la simpática mascota que saca las uñas y los dientes. Es un espectáculo nuevo, la Democracia Esperpéntica, blindada incluso a la crítica por su coraza parlamentaria que, ejercida como arma dual, concede como única antítesis la Dictadura. Sin embargo el hombrecito hispánico, aunque todo se ha hecho para que siga comulgando con la propaganda bipolar izquierda/derecha, progresismo/reacción del franquismo post mortem, siente que flota entre grandes bloques de organismos subvencionados desde la cuna, jueces mercenarios del político de turno y chantajistas de un pelaje que va del pistolero montaraz al aliado tribal previo pago de su importe. Lo que se le presenta como única organización social aceptable hace imposible la democracia real porque se ha convertido en un sistema hecho para garantizar la impunidad de los peores y para atemorizar y explotar al ciudadano. Y en eso, en la indefensión garantizada, parece haberse resuelto la ejemplar Transición.
No hay trabajo, ni el dinero fácil que antes cubría la fragilidad del entramado y permitió, hasta el minuto antes de la crisis, el reparto de sobras y dádivas. El voto cuatrienal no consuela de la realidad precaria, la cultura escasa, confusa y fragmentaria, el desvanecimiento de valores establecidos. Hecho a la inercia de los dos grandes clanes gubernamentales, expoliado y traicionado por ambos, el ciudadano de una democracia aprendiz que parece estar repitiendo siempre curso se siente robado por todos los frentes, y no halla punto de referencia. Adiós herencia cultural, que se fue por el sumidero de una enseñanza copada por consignas y por huestes del nuevo régimen ansiosas de hacer méritos para que les confirmaran puestos y mando en plaza. Ya no tiene historia, ni héroes, ni reyes, ni romanos, ni cristianismo, ni tradición, ni descubrimiento de América, ni aspiraciones, fracasos y victorias. Tiene una imitación, gris y fallida, de más hábiles vecinos del norte. Adiós a la libertad económica provechosa que prometían los unos porque, cuando entraron en escena los otros, se apresuraron a sobreañadir a la clientela anterior la propia, a sangrar la Administración del Estado y a arrinconar y presentar como inútiles a los funcionarios de a pie. El procedimiento es sencillo: Se imponen por doquier equipos de contratas temporales para que hagan tareas que corresponden a los empleados en plaza pagados por ello y capaces de ello. Los himnos al liberalismo y la externalización, a veces entonados en sordina para camuflar el negocio que para un puñado de amigos del dinero ajeno representan, se acompañan de aparente celo por el aprovechamiento de recursos y la disminución del sector público. Los nuevos jornaleros de ordenador, escoba o escritorio reciben, por el mismo trabajo, la mitad de sueldo que los de nómina, son despedidos a los pocos meses y contratante y contratador extraen del proceso jugosas mordidas duplicando así los costes de un cada vez más denostado sector Se consigue por lo tanto pésima atmósfera laboral, ninguna profesionalidad ni interés por parte de los trabajadores, derroche institucionalizado y descrédito del funcionariado ante una ciudadanía a la que se hace creer que toda asignación del presupuesto a servicios generales es ruinosa, educación, medicina y transportes públicos una antigualla y los minutos del cafelito mañanero la causa final de la desastrosa situación de las finanzas del país.
El ciudadano, pequeño, ocupado en la supervivencia y sometido a la desmemoria del mensaje prescindible fugaz e inmediato, se esfuerza por esquivar uno y otro bloque, conserva la añoranza de situaciones que fueron mejores y no sólo porque el dinero corriese más libremente, convive con la neta conciencia del engaño. Y, como gracias a la eliminación del almacén de datos y de la cultura personales, se está volviendo a la memoria fugaz primitiva, propia de la aurora de nuestra especie, el homo privado de Google se encuentra inerme, carece de acervo de conocimientos propios, estructurados, universales, cronológicos, en los que hallar seguridad, defensa, alimento y referencias. Ha aprendido que vive, y vivirá durante más tiempo que generación pasada alguna, en el mejor de los mundos posibles. Si el sistema informático no se cae de repente, si los servicios que da por inmarcesibles están ahí, si la energía eléctrica no le abandona. Y no recuerda, como raíces, más que la tonadilla que acompañaba a los dibujos de su infancia en la tele. Quizás el peaje de haber aceptado una educación-placebo en la que se pasaba sin saber de un curso a otro, quizás el banderín de tribu diminuta, las tabletas de la ley adaptables según consumo no hayan sido tan buen negocio después de todo.
El habitante actual de ese vago territorio llamado Hispania tuvo un mito, y aun varios, que incluían la dictadura extinta y una Transición ejemplar. Los bloques parásitos nacieron, engordaron y se instalaron sin ser apercibidos, infinitamente más peligrosos que los clásicos espectáculos de corrupción, carecen de nombre, su materialización requiere visualizar un cliché de intereses satisfechos que no se refleja en los órganos de información-propaganda que fueron en un tiempo lejano bandera de esperanza y libertades. Se ha perdido la costumbre de juzgar por individuos y por hechos. Y quien no tiene poder económico, social, mediático está por completo inerme y con toda razón amedrentado. La Justicia, el Estado en sus ramificaciones diversas pueden empobrecerle, arruinarle, dejarle en el limbo de un proceso durante largos años, obligarle a convivir con asesinos, a sufrir innumerables robos, a temer abusos, agresiones e intimidaciones sin que su débil status de ciudadano de a pie le ofrezca amparo. El hombrecito de Piranesi se ha acostumbrado a la censura preventiva, y sin advertirlo la ha interiorizado de forma mucho más eficaz que la vieja y tosca del régimen franquista. La ilusión de los setenta, y aun de los ochenta, ha dejado paso a un hueco a la medida del pasado impulso. Va buscando, con su papeleta en la mano como gran logro democrático, y se tropieza con populismo que corea clichés caducos y se acalla con la distribución gratuita de algunos bienes. Él sigue la rutina, de supervivencia, de los días. Mira sobre las desdibujadas fronteras. Europa. Quizás hay ilusión. Pero, ¿y si al fin y al cabo es también allí lo mismo? Ah, no. Allá el hombrecito crece y tiene la estatura normal de los ciudadanos. Sabe de buena tinta, por compañeros que lo vivieron, que, por ejemplo, en Gran Bretaña hay un servicio de asistencia jurídica gratuito para los que son víctimas de pequeños abusos y robos, aquéllos ante los que en su país de origen él está particularmente indefenso. Esos abogados británicos le escuchan y defienden sus derechos. Allí la justicia independiente existe, no está al albur, como en España, del partido que la nombra y de la importancia, cargo y riqueza del que, gracias a ello, no pisará la cárcel y ni siquiera será acusado. Tal vez sería una opción esperanzadora que Inglaterra desbordase Gibraltar y ocupara más terreno de la Península. O que esa Francia donde en todos los colegios los niños pueden estudiar en francés y se tienen las mismas leyes tanto se habite en la Normandía como en Marsella se desperece hacia el sur.
Porque aquí, en este país que por no tener no tiene apenas ni nombre, le han quitado mucho y pueden quitarle cualquier día cualquier cosa, como si el atracador se cruzara a su acera desde la acera de la impunidad y, después de hacer lo que le viniera en gana respaldado por una ley que sólo protege a los criminales y a los fuertes, volviera a cruzar la calle con su botín, con las manchas de sangre en su chaqueta, que no tiene por qué esconder y que no esconde, mientras es recibido con aplausos por sus homólogos y la prensa local y foránea se hace lenguas de la extraordinaria protección y desvelos gubernamentales de la que gozan ladrones habituales, violadores, asesinos y terroristas (valga la redundancia) en la España de las transiciones maravillosas.
La Historia se la han quitado en bloque. Ni Descubrimiento de América ni navegaciones de increíble riesgo, valor y audacia por el Pacífico. Ni héroes –serlo está mal visto- ni figuras señeras de las que brillan en el cedazo de las épocas. Las conmemoraciones de 1492 las hace de rodillas, pidiendo excusas y trajinando por los caminos con una cerda. Las defensas en mar y en tierra, por su honor y sus principios, no merecen mención en los libros; si acaso algún análisis del psicoanalista. Incluso los monumentos se ignoran, a las no-personas del pasado las acompañan obras de perdida autoría, la ciudad y los recuerdos son despojados de cuanto les daba significado, tradición y grandeza, se cierran tiendas y cafés seculares que en otras capitales se preservan como oro en paño. La fina red grisácea ignora cuanto sobrepasa el tamaño minúsculo de sus celdas. El ciudadano de Piranesi flota en un vacío de referencias que le proporciona una engañosa sensación de libertad.
Puestos a robar, le han robado hasta el término nacionalismo, que ahora es una abominación vergonzosa en cada una de sus facetas excepto en la tribal. Él tenía ese cariño instintivo por su patria que, por mucho que renegara de ella, era un sabor recurrente en las ausencias, en los paisajes, en la masa de finas raíces mezcladas con la vida propia. Estaba tan lejos de transformarlo en instrumento de estupidez y odio como de declarar la guerra a todos los pueblos en los que él no había nacido. Lo de ciudadano del mundo le parecía muy bien, quedaba estupendamente, pero tenía un algo de irreal y sofisticado que no se compadecía con la parte más cálida y veraz de su persona. Adoptó, sin embargo, esa jaculatoria como el resto, puesto que el dios de la indefinición exigía de continuo sacrificios y adhesiones y convenía que todo fuese vago, difuso, postmoderno, relativo y transitorio, desde el sexo a la nacionalidad pasando por moral, religión, estado civil y preferencias en cuanto a países, usos y valores. Del intelectual sabio al último presentador televisivo o actor en boga, todos denuestan ese sentimiento nacional que el ciudadano tenía tranquilamente integrado a sus afectos. No puede tenerlo en España, es, por activa y por pasiva, abominable. Sólo resulta digno de mención, aprecio y loa en otros lugares, también si se refiere a épocas distintas, o en la proclama deportiva ocasional. Dado que le arrebataron, desde la escuela, su propia herencia cultural y los más elementales conocimientos de filosofía e historia, el ciudadano expoliado nada puede alegar en su defensa. De lo contrario, le sería posible decir que el nacionalismo no sólo fue el monstruo de los desfiles de antorchas nazis, los genocidios balcánicos y los ensueños racistas del terrorismo vasco, sino que también existe y ha existido otro generoso y noble, del que es fragmento el suyo y su pequeña bandera y que existe como una perla entre materia espuria. El nacionalismo, muy bien acompañado por la rebeldía ante la opresión, impulsó al pueblo de Madrid el 2 de Mayo, mantuvo en pie bajo los bombardeos alemanes a la democrática Inglaterra, caminó hombro con hombro con los guerreros de Maratón que invocaban y defendían, para ellos y para nosotros, la más noble palabra, ¡Eleuzería!, en griego clásico libertad.
No le han robado sólo cultura y conceptos filosóficos: Le han robado la cartera. Se le supone protegido por la más nutrida batería de derechos que vieron los siglos pasados ni esperan ver los venideros, pero cada uno esconde innumerables cláusulas en implacable letra pequeña, que le hacen transgresor potencial de normas incontables, sobre las que se depositan cada día otras nuevas como las hojas del otoño. Le han vendido una ilusión tal de completa seguridad que nunca ha advertido que el precio consistía en todas sus libertades y en todo el dinero del que les plazca apropiarse a los señores del feudo. A día de hoy, la ley penaliza ya, no los actos, sino los juicios de valor, la expresión de opiniones, el crimental (crimen mental) que diría el llorado Orwell. En la práctica, cualquier línea, gesto o frase es susceptible de multa, denuncia, reproche, escarnio puesto que se camina por un pavimento cruzado por la apretada cuadrícula de la corrección y de la delimitación de los territorios microtribales. Imposible explicar a jóvenes desprovistos de información veraz retrospectiva y de espacio crítico que la libertad individual que viven como un vasto supermercado es mucho menor que antaño, aunque otrora fuese la existencia más precaria, incluso si había dictaduras, porque contra las dictaduras se lucha, el enemigo es limitado, ofrece agarre al oponente. Pero en la tibia sopa de indecisión e inconsistencia no hay enemigo posible. Puede inventarse un gran fantasma llamado Sistema, y hacerlo objeto de las iras, aunque el rostro espectral se componga de los de buena parte de los iracundos.
A falta de un París luminoso siempre quedará el consumo. Desdichadamente hay que pagarlo, y las tribus llevan roída hasta la última migaja de la caja. Son innecesarios el antiguo ejército de las asonadas decimonónicas y la moderna policía política. Los supera con creces, como instrumento de sumisión, el miedo difuso al robo aleatorio oficializado y la falta de alternativas a un sistema que, en nombre de la legítima representación popular, es omnipotente, omnipresente e inatacable. El sujeto se rige por la regla del menor de los males y el horizonte inmediato, él y lo suyo y los suyos, sobre los que se sitúa la esfera de los nuevos señores que se conformarán con ritos de ingeniería social y tributos siempre y cuando el vasallo no les resulte molesto. Porque, si esto último ocurriera y el ciudadano no gozara de respaldo alguno, carnet de algún club de víctimas oficioso ni de finanzas que paguen su defensa, entonces lo empobrecerán impunemente y amargarán su vida, mientras como el resto, presencia el espectáculo cotidiano de criminales libres, jueces a la orden de quien les nombra y fortunas amasadas al abrigo de cargo, título y rango.
El hombrecito se pasea con su inseparable buitre, que vuela en círculos cansinos sobre su cabeza y desciende de cuando en cuando para arrancar la libra de carne y depositarla en las arcas oficiales, de donde pasará al departamento de trinchado y reparto entre el ocioso enjambre tribal. La gente del común cuenta con un carroñero por persona y es fácil, si se aguza el oído, oír su planeo, aunque el ave se confunda con el aire de los días grises. Las buenas gentes se esfuerzan, sin embargo, en pasarlo bien, en sacar partido de lo que parece todavía coloreado, disponible, con luces, de aquello que tal vez mejore. Capean la larga mala racha envueltos parcialmente en los reflejos virtuales de sentimientos, experiencias, placeres vicarios; levemente embriagados por visiones y sonidos que aparecen y se disuelven sin consecuencias pero que llenan huecos y, sobre todo, abrigan y aíslan del frío de la cruda realidad. Saben que les han robado cosas, muchas cosas además de la extracción cotidiana de múltiples impuestos y la amenaza continua de diezmos, penas, castigos burocráticos inapelables que no tendrán más rostro que la respuesta mecánica de una línea telefónica y el aviso que incluye un número de pago y cláusulas imposibles. Regularmente el buitre baja, hunde el pico y sube, con su porción de carne, la coloca en la mano enguantada del cetrero y reanuda el vuelo circular sobre la cabeza que le corresponde.
Esas gentes advierten, por ejemplo, que les han robado la Navidad, y no la foránea del trineo y los renos. Los cérvidos representantes de la esfera nórdica no hubieran sufrido, ni sufren, en el país vergonzante del sur, menoscabo alguno. El robo se concentra en la imaginería milenaria propia del cristianismo. Jadeantes por el afán de parecerse a la ideal Europa moderna, los señores que ordenan el diseño del Hombre Nuevo han implantado el Advenimiento Geométrico y desterrado previamente, en una limpia ejemplar, belenes, estrellas, angelitos, campanas, reyes magos, misterios y pastores. En espera de que se imponga universalmente la Fiesta del Solsticio con los ritos correspondientes (el neopaganismo hitleriano podría ser una fuente de inspiración), las escuadrillas del Bloque Parásito han hallado una meta provisional con la que justificar su sustento y su existencia. Por supuesto, se favorecen incondicionalmente las expresiones y festejos religiosos de cualesquiera otras confesiones, sean judías, budistas o musulmanas. Las lucecitas, de una palidez insulsa, lagrimean en los escasos árboles que las cobijan, las decoraciones festivas son un homenaje a Fermat y Pitágoras y los belenes se acogen al sagrado de recintos cuyas paredes impiden que la mirada del ateo y del agnóstico sufran con su roce. Hay una premura tan provinciana y patética en demostrar desapego de las propias raíces y obtener el beneplácito de un invisible juez supraeuropeo asistido por un comité progresista del buen gusto que la representación antinavideña rezuma la tristeza del espectáculo sin público. Apoyado en el tenaz sentido común, el viandante mira, y sabe que le han robado algo.
Ese algo puede ser tan vasto como la realidad misma, incluso la que transciende fronteras, porque le han privado de la fresca posibilidad de percibirla según su saber y entender. No puede juzgar; los juicios de valor están mal vistos fuera de los carriles de lo conveniente y adecuado. El ejercicio libre del pensamiento, las categorías de malo y bueno tienen que obtener, como requisito previo a la clasificación definitiva, el pase de la correcta percepción, según a quién, dónde, cuándo y para qué sirven. Nada será, pues, per se aberrante, nefasto, injusto, peligroso, falaz, idiota, bárbaro, absurdo. Para extender sobre cuanto acontece el manto acolchado del distanciamiento sonriente se ha creado una doctrina como la Alianza de Civilizaciones, que se vende en diferentes tallas y cuya estupidez sólo es superada por la específica maldad inherente a un peligroso tipo de estulticia que le es propio. Espontáneamente, un juicio sano rechaza prácticas opresoras y repulsivas, pero no si se halla sometido a la implacable lluvia de consignas como la igualdad de culturas y el relativismo universal. En su nombre, se pueden contemplar sin condenar ni siquiera de palabra -o incluso tampoco de pensamiento, tal es la autocensura actual- las mayores aberraciones. El velo obligatorio o la ablación de clítoris son únicamente algunos ejemplos; podría tratarse de la estrella amarilla de los judíos de haber triunfado los nazis. Nada más cómodo que fotografiar y hacer lo que vieres. En ayuda del oportunismo y de todas las alianzas se ha extendido el dogma implícito de la intemporalidad de las situaciones. ¿Cómo rechazar usos que, por culturales –y todo lo es- gozan de patente de corso y están establecidos y aceptados por las poblaciones desde el comienzo de la eternidad? La premisa es de una falsedad patente, pero funciona, apoyada en el general anatema contra los juicios de valor y la timidez inconsciente ante el riesgo de rechazo.
Junto a lo que no debe percibir le han robado también la cronología, los acontecimientos insertados en su tiempo real. Los pequeños seres de Piranesi ignoran que lo que les presentan como ancestral, inmutable, casi eterno, jamás lo fue. Basta con echar un vistazo a fotografías no tan antiguas para observar que ha habido regresiones, empeoramientos, avances súbitos, que la Historia no es un relato lineal y lento sino que, como el Tiempo en sí, no pasa de ser una abstracción y sólo consiste en lo que los hombres hacen, de manera que ese tejido de omisiones y actos a cada instante dibuja el mapa de la realidad, El cambio que no ocurre en siglos sucede en pocos meses y el salto a la barbarie o a formas mejores de ser puede darse en muy breve espacio o no producirse en absoluto.
Como la virtual omnisciencia de la era telemática produce el espejismo del poder sin límites y la garantía informativa, el sujeto de a pie se sorprende cuando alguien le dice que en absoluto ha sido esclarecida la masacre del 11 de Marzo de 2004 y que los que la planearon y/o aplaudieron gozan de manera patente de sus frutos, se extraña de que en las calles de Irán o Afganistán parecieran mucho más modernas que en la actualidad en fotografías de hace no tantas décadas, y que por ellas caminaran mujeres vestidas libremente y con la cabeza descubierta. Él creía que, en una geografía cultural de espacios temáticos tan intemporales como las reservas zoológicas, los cambios en usos y costumbres no se producían sino a un lentísimo ritmo geológico con el que no cabe interferir de modo alguno. Al individuo abrevado cotidianamente con los clichés de la corrección le sorprende saber que, de no prohibirlo los ingleses, la costumbre hindú de quemar a las viudas en la pira del marido hubiese continuado felizmente por tiempo indefinido, o que la ancestral práctica china de escupir sobre el pavimento a diestro y siniestro, que parecía inscrita en sus genes, haya desaparecido con sorprendente rapidez en Singapur tras la imposición de elevadas multas. Tales intromisiones en ajenas estructuras étnicas tienen un insoportable perfume de herejía. Cuando se ha perdido el hábito de mirar de frente a los hechos, llamar a las cosas por su nombre y dejar libres las neuronas, es inquietante encontrarse en un universo sin balizas ni folleto de modo de empleo, en el que se desvanecen las consoladoras certidumbres en un lento e ineluctable progreso por medio de la taumaturgia educativa.
Ya se tratara del futuro de mañanas cantarines, ya de la victoria final de la clase laboriosa, ya de la parusía del entendimiento global, todo confluía en crear un cómodo estar con muelles seguridades garantizadas por la abstracción situada en el porvenir. Gracias a ella, los amables gestores de entelequias de consenso pueden enriquecerse hoy por hoy. Futuro y Tiempo forman parte, junto con las Leyes de la Historia, del mito forjado por los estafadores del presente. La pequeña figura de los grabados de Piranesi se encuentra rodeada por un medio aún más temible que los altos muros y las imposibles escaleras: flota en un vacío semejante al que rodea a los astronautas y, de repente, se ve obligada a procurarse, a base de observaciones y deducciones personales, la ley de su propia gravedad.
Tierra a tierra, el ciudadano mira en torno suyo. Reduce, sensatamente, su campo de visión al país que primero le nutrió y que le alberga. Y observa, una vez desvanecido el mito, que simplemente se está llamando Democracia a la Dictadura de los Peores. Ve pasar defraudadores de todo pelaje y jaez. Son el mascarón de proa de la nave capitana y de la flota que la sigue, forman un grupo escultórico de docenas de cuerpos en los que se quintaesencia y simboliza la tripulación a la que preceden. Como una estatua horizontal, constituyen el pináculo de una espesa base amalgamada de clientelas, menos vistosas, toscas y violentas que el bandolero tradicional pero, por acumulación y extensión temporal, mucho más dañinas. El tropel no pasa de ser la última secreción de la resaca larga, hay quienes luchan por librarse de su peso.
Y, vivo símbolo de su tiempo, el hombrecito se pasea por el país de la indefensión.
La postmodernidad universal
Al menos el pequeño ciudadano no está solo. Nunca se encontró más acompañado y su angustia vital correspondería a l’embarras du choix, como dirían los franceses, a la dificultad de elegir entre las múltiples ofertas para emplear el ocio, los cientos de amigos virtuales, los senderos que se ramifican ante él a cada paso ofreciéndole algo, y alguien, mejor que lo que tiene. La disponibilidad infinita de un medio que se abre ante él como la barra libre en un inmenso supermercado choca frontalmente con las limitaciones del día a día, de la falta de medios, de trabajo, de afectos, certidumbres, seguridad, y con la caducidad caprichosa de su propio código corporal de barras. Algo en su yo ancestral echa de menos el espacio medido que tenía su planeta en el centro, ahora un sistema solar que a su vez se columpia en los bordes de la franja de la Vía Láctea. De repente parecen haberse acabado, no ya la Historia, sino nada menos que las dimensiones siderales sin más cartografía que la incógnita. La datación del principio y fin del océano de galaxias en la que la propia ocupa un modestísimo lugar es cosa hecha. Su recorrido es imposible mientras no se descubran atajos dimensionales pero está plasmado en cifras. Algo de magia se ha perdido pero la compensa la belleza abrumadora de los objetos celestes. El terráqueo, en el estrato más hondo de su corteza primitiva, rezonga que ya era bastante conque la Tierra se moviera bajo sus pies, conque además lo hiciera con el conjunto de los planetas en torno a un Sol que tampoco está fijo. Y, como si tal cosa no bastara, ahora cuanto contempla en el cielo, junto con él mismo, se sabe lanzado en la proyección de una explosión espacial a cuyo origen debe la existencia.
Anteriormente él podía imaginar un antes y un después, un enorme círculo no por inaccesible y remoto menos sujeto que él a las leyes básicas de la existencia y, ¿por qué no?, dotado de una finalidad semejante a la que el humano siempre ha soñado para su propia persona. Sociedades y relaciones tenían así un sentido, los actos una transcendencia, el azar no era árbitro único del insignificante, pero personalmente fundamental, fenómeno de la vida.
Asoma entonces el universo-esponja, la posibilidad de un infinito y simultáneo conglomerado de entes posibles que aparecen y desaparecen en una alternancia de materia/energía, vivo/muerto, fin/comienzo. Deslumbrado pero abandonado a sí mismo, advierte que no hay más referencias, normas, jalones orientativos que los que él quiera establecer como tales. La observación no tiene nada de nueva: La muerte de un Gran Patrón de la ética había sido proclamada en diversas ocasiones, pero no con el amparo de la Física, con la solidez comprobada de la Ciencia. Porque la nueva, y aparentemente definitiva, postmodernidad es la Era del Relativismo Cósmico, la de la Gran Lotería en la que simplemente las favorables condiciones que han permitido el desarrollo de la vida en un planeta óptimamente situado y dotado para ello no son sino la combinación de cifras premiada entre todas las bolas y vueltas del bombo posibles, y por ello, y no al revés, se da la especie consciente que reflexiona sobre su existencia, porque paralelas a ella se han dado todas las otras que no podían producir el fenómeno.
El Universo-Lotería ofrece, en la práctica, una plataforma de impunidad a cualquier habitante del pequeño planeta azul del extrarradio. En las burbujas espaciales cada posibilidad de acción de su ente paralelo puede estar realizándose. Sus yos matan a su mujer, nunca la conocieron, hacen la carrera que él siempre soñó, aprueban la oposición, roban bancos, se dedican a la política, toman cada uno de los senderos de aquéllos cruces en los que él optó por la dirección opuesta. El relativismo redivivo y avalado por buena parte de la Ciencia ofrece un resquicio privilegiado a una clientela sin escrúpulos ya avezada en su uso. Si la lotería es la ley no puede haber regla alguna excepto el capricho del azar que, como los dioses de los griegos, se ríe cruelmente de los avatares de los seres diminutos.
En un plano más pedestre, ante este panorama, no ya galáctico sino pluricósmico, el ser humano medio siente una especial indefensión afín a la de “Marx ha muerto, Dios ha muerto y yo no me siento nada bien”. El dogma de la Santísima Trinidad era simplicísimo al lado de los arcanos de la física y matemáticas que rigen cuanto existe, astros y dimensiones incluidos. La longevidad que le prometen en breve no resultará jamás suficiente para abarcar una ínfima parte de los saberes. Virtualmente ha alcanzado la ubicuidad y su libertad no tiene límites (con mayor razón si ésta y su ser todo son resultado de la cifra casualmente salida del bombo), sin embargo lo malo de la omnipotencia es que todos los otros son también omnipotentes, lo cual dificulta bastante en el día a día la comprensión y relación con el mundo cercano.
Siempre habrá, sin embargo, aquéllos que piensen que, lotería o no, vale la pena creer y defender un marco de valores, con mayor razón si aparentemente nada los avala sino un precario consenso. Como las luchas en las guerras perdidas.
Hay vida ahí fuera
En un vertiginoso descenso tierra a tierra, se descubre que la indefensión y sus variantes, el Clan Parásito, el Gran Hermano Dual, el Chantaje Zurdo, en el que se atribuye el monopolio metafísico del Bien a un ente llamado Izquierda, la especial negatividad centrífuga que, como una maldición genética, parece cebarse con España no son sino fenómenos coyunturales y perecederos cuya dimensión agiganta la ausencia de competidores explícitos, la reiteración de los tópicos y el aparente fatalismo del pensamiento fácil. Las técnicas para su erradicación son simples.
La primera consiste en bajar a la calle sin artilugios que corten los sentidos de la realidad. Ahí están unas ofertas cotidianas, un vivir de todos los días que tienen un valor extraordinario, porque nada es tan importante como lo que constituye reiteradamente la mayor parte de los tejidos del ahora y del hoy. Se encontrarán con aceras, coches y gente, con establecimientos públicos, con islas de charla y compañía en forma de vasos de bebida y su inseparable condumio, con platos calientes y guisos en su debido orden a precios asequibles. Hallarán a distancia abordable aguas, montañas, llanuras y playas. Verán de norte a sur los paisajes diversos y palparán en monumentos que persisten siglos, e incluso milenios, arte e historia. Estarán en fin, a no ser que se encierren y se resistan, en uno de los ambientes más a la medida de lo humano. Con los peligros que ello conlleva, de los que no es el menor la dificultad de abstraer el pensamiento de los requerimientos y fáciles dulzuras del simple dejarse vivir. Algo saben de ello los millones de turistas cuyo número anual supera al de la población entera del país (afortunadamente no están todos a la vez) y que, desde los visitantes nórdicos a las cigüeñas, vuelven e incluso establecen residencia permanente.
El de España es un entorno en el que, como en el resto del mundo, pueden darse y se dan crueldades, enfrentamientos, crímenes, guerras, pero es un cuenco en el que han confluido las suficientes migraciones como para estar pasablemente vacunados contra veleidades de xenofobia organizada. Es difícil imaginar en estas latitudes fríos exterminios, satánicas conjuras en aisladas comunidades cuyo semanal esparcimiento es la confesión a voces entre cantos religiosos y cuyas opciones gastronómicas varían entre la ausencia o no de cebolla, queso y pepinillos. En Iberia se vive al aire, con nocturnidad e intercambio de expresiones físicas de camaradería y saludo que resultan inusitadas en otras latitudes y los puntales de las sanidad gratuita y atención urbana a urgencias se siguen manteniendo, como barcos en medio de las andanadas de los que, en crispada respuesta defensiva al monopolio ético de la socialización, han caído torpemente en el extremo contrario: la demonización de cuanto es público y las loas a una generalización de lo privado que se diría calcada de las primeras poblaciones del Far West.
La sustancia de España, sus ásperos sabores, parecen por una parte suavizarse y diluirse con las aguas cercanas del Mediterráneo mientras que, por otra, es aventada por las corrientes que vienen del norte y de las lejanías del océano, mientras al tiempo –geografía obliga- mantiene con África una frontera necesariamente porosa, conflictiva y por ello de necesario contacto. En estas latitudes se tiene la querencia por lo propio arraigada hasta el punto de sentirse en la obligación de negarla continuamente. El español suele ser un renegado profesional del país en el que ha nacido y un apasionado defensor del terruño familiar. La popularización de los viajes le ha permitido ver, admirar, comparar y acto seguido disfrutar a la vuelta, en silencio, con mayores convicción y empeño, de las buenas, simples, habituales y asequibles cosas de su medio, de los dos platos con pan a manteles, como bien aconseja Sancho Panza, postre y vino a un precio y calidad que son rara avis en buena parte de los países que visita. Ese español que, aunque no lo diga por vergüenza, aprecia lo que tiene, rechaza convertirse en la figurita de maqueta pseudomoderna objeto de los sueños de líderes presuntuosos, de sempiternos ricos que juegan, como en su privilegiada clase es preceptivo, a construir en la capital un Ámsterdam ciclista, una Venecia manchega, un huerto peatonal en el que se deshoje a su favor la margarita de las elecciones. A él le gusta su vida, de la que, naturalmente, abomina en público y no pierde ocasión de manifestarlo al que sabe está engordando con sus impuestos. Y detesta a los que, de la mañana a la noche, le inundan con mensajes sobre los males de la era moderna y pretenden imponerle las sanas costumbres, sin sombra de vehículos, vicios ni comercios, del neolítico.
Ha comenzado a percibir las cadenas con las que se le ha venido atando a la obligación de mantener, nutrir, sumarse a las ofrendas a falsos dioses que se alimentaban de la promoción, todos gastos pagados, de utopías a cargo del indefenso contribuyente. Viaja, compara, ve. Los paraísos ya no son lo que eran. Instintivamente reconoce que los pequeños edenes, siempre perecederos, se encuentran de puertas adentro y de puertas afuera de su casa, que hay un camino largo, y con empinadas cuestas, para quien opta por pagar el precio en esfuerzo y riesgos de distintos manjares y que las navegaciones se hacen entre islas separadas por mares de angustia, penalidades e incertidumbre que son el peaje de la singladura. Y precisamente por ello advierte que ya no está de moda despreciar lo que tiene.
Hay muchas lucecitas al final del túnel, y no son el tren. Una de ellas, prueba de que la vitalidad de la gente del común sobrenada a los escombros parasitarios, es el saludable rechazo, no a la totalidad del cine español, sino al elaborado en las últimas décadas según el patrón bien definido de la revolución permanentemente subvencionada y la cutrez máxima. Se sigue pagando el peaje al mínimo común denominador intelectual, al mal gusto y a la zafiedad, no ya ocasional, humorística y festiva, sino normativa y servida en grandes dosis, como el mal vino y las palomitas en cubos gigantes. Pero se han producido, y se producen, algunas películas españolas excelentes y series televisivas que, precisamente por su notable calidad, no alcanzan cotas rentables de audiencia y son retiradas en beneficio de las generosas dosis de basura. La oferta cultural es amplia y de alto nivel en exposiciones, convocatorias, conferencias, la percepción de ciudadanía europea, de desplazamientos lejanos previsibles, de distancia respecto al pequeño espacio, mental y físico, propio de sus mayores es en los jóvenes intensa e irreversible. Si bien les robaron, con la Enseñanza, conocimientos, tradición y calidad de la cultura, sin embargo la generación reciente tiene la mejor de las maestras: La necesidad. Tras la certidumbre inculcada de la indefinida guardería no les es fácil orientarse en la nueva jungla, pero en cada uno de sus retos y peligros están también el desarrollo personal y la esperanza. Desaparecidas las dualidades y sus profetas, tienen ante sí un horizonte carente de chantajes y abierto al conocimiento El saber que se les robó, los valores, jerarquías, calidades no han desaparecido, están ahí para redescubrirlos, para que ellos se acerquen por vez primera a clásicos que ayudaron a vivir a otras generaciones, y pueden hacerlo con la llave de una ciencia que abre ventanas desde su mesa hasta los límites del espacio profundo donde se hallan las ondas que proyectó en su comienzo el Universo Se extiende ante los historiadores un amplísimo campo en el cual deberán, antes de ponerse a explorar e investigar, limpiar el terreno de la espesa maleza de intereses, tópicos, autocensura. Tendrán que ser cartógrafos de las fronteras entre la comunicación real y la ficticia, entre la virtualidad y la realidad de sensaciones, aspiraciones, sentimientos. Cuanto han dado por hecho porque se les ofrecía con entera facilidad comenzará a pasar facturas, a mostrar las tarjetas de sus precios. Y es muy posible que la infelicidad, la desdicha, la soledad, el silencio se desvelen, tras la pantalla de excitaciones coyunturales y satisfacciones inmediatas y obligatorias, como sustancia inseparable de lo humano. Será un mapa vital nuevo, de nuevos y también muy antiguos recorridos, que deberán, y les valdrá la pena, descubrir. A todos ellos corresponde de ahora en adelante el salvamento de las utopías. Mal podrían vivir si ellas no existen. Las utopías sin clientelas, las que no están pagadas con la piel de otros.
Finalmente, ellos y cualquiera deberán enfrentarse al conflicto de Aquiles entre intensidad de las vivencias y duración de la vida, la vieja apuesta a un solo número del caudal limitado de energías y tiempo o la prudente dosificación para alargar el consumo de las porciones y con ellas el de la existencia. Es una lucha antigua del mundo de la Física que se lleva a cabo continuamente y por millones en el corazón de las estrellas, la tensa pugna entre la presión de la de la materia externa y la energía irradiada por su núcleo, que finaliza, roto el equilibrio, con la compresión o con la explosión que implican la victoria, bastante pírrica, de una de las partes. Tal vez procesos semejantes hijos de la misma ley cósmica se den en cuerpos vivos, humanos incluidos, enzarzadas mente y materia en hallar un fiel de la balanza en forma de proyecto y en mantener su materia sin que se extinga el rescoldo que las anima. Para esos dilemas no habrá respuestas instantáneas ni mapas virtuales, pero sí habrá una sustancia cotidiana en función de lo que se vaya haciendo cada día de la vida.
Liberación
La pobreza del discurso es inseparable de la pobreza política, intelectual y social. Es inimaginable un Winston Churchill que se moviera con las muletas izquierdas/derechas. Si se hiciera pagar prenda en tertulias, televisiones, radios, aulas, editoriales y redacciones de periódico cada vez que se utilizan las palabras derecha, izquierda, progresista y reaccionario sin explicar a qué actos corresponden se habría dado un primer paso para la necesaria eliminación del gran tirano anónimo que lleva décadas viviendo de la sustancia productiva ajena.
Indispensable en el caso español añadir la explicación minuciosa del empleo de franquista y fascista, términos en cuyo uso toda mediocridad ha tenido su asiento, para gran detrimento de aquéllos que en su momento sí lucharon por la libertad.
Tan modesto procedimiento equivaldría a la lima que comenzara a operar sobre uno de los barrotes de la jaula que encierra la opinión, más allá de la cual se extiende el inmenso y variado campo de las realidades. Y la liberación, como un inmenso soplo de aire fresco, dejaría fluir la autonomía de expresión y de juicio. No procuraría grandes riquezas pero sí arrancaría de manera perdurable al bloque parásito un botín que corresponde a quienes, por verdadero ejercicio de la solidaridad, lo precisan y, al tiempo, abriría cauces y corrientes de recursos a quienes saben y quieren sacar partido de ellos.
A grandes males grandes medios. En el manual de primeros auxilios para librarse de las largas extorsión e imposición hay que dar prioridad a la erradicación de la iconografía dual, del chantaje verbal y mental basado en Derechas/Izquierdas y sucedáneos. Esto debería llevarse a cabo con el mayor rigor, bajo pena de inmediata condena y posterior ostracismo, obligando a quienes los empleen a explicar cada vez, inmediatamente, qué acto, sujeto y hecho concreto califican como tal y por qué y cubriendo de desdén y vilipendio a cuantos –ardua tarea. Son legión- los empleen para justificar superioridades o/y (siempre es , van unidos) privilegios. La terapia debería incluir una hucha de multas instalada en cada estudio radiofónico, plató televisivo, redacción de periódico y empresa editora, de forma que el uso de tales términos se reduzca exclusivamente a los ámbitos histórico y sociológico en casos y épocas bien determinados y de forma limitada y precisa. El chantaje dual generalizado, instrumento de opresión y de acaparamiento de bienes inmerecidos, perdería todo su poder, se revelaría huero y primario, un burdo pero eficaz método de interesada manipulación. Desde el instante en que la temida balística de facha, reaccionario, burgués, centralista y la reluciente armadura de progresista, izquierdista, nacionalista, revolucionario cayeran a tierra disolviéndose volvería a respirarse el aire fresco de la realidad y de la capacidad de nombrarla, juzgarla y cambiarla en función de sí misma y de la evidencia y la lógica individuales. Llamar a las cosas por su nombre no es pequeño antídoto.
No se trata, sin embargo, de una tarea fácil por el inmenso peso de la inercia, el hábito y los intereses creados, pero resulta indispensable como reactivo contra la indefensión a causa del poder que en sí poseen las palabras, mucho mayor en la vaga y fluctuante topografía del totalitarismo light del que vive y prospera, en perfecta, oficial y oficiosa impunidad, la peligrosa clase de las clientelas de la utopía subvencionada, el rentable club de víctimas agraviadas y los sempiternos y agresivos defensores de la socialización, en su favor, de lo ajeno. Por ello, amén de la eliminación profiláctica del chantaje dual Buenos/Malos, los primeros auxilios exigen una pedagogía intensiva de la ley del precio, es decir, de la inexistencia de la gratuidad como derecho, de la conciencia de que alguien, si no es uno mismo, está pagando por el bien del que se disfruta, de la certidumbre de que, lejos de moverse en un mundo estático de Poderosos Malvados y de Desprovistos (véase Pueblo, Gente y demás colectivos) Buenos, de Ratas Urbanas nutridas con el queso que arrebatan a los inocentes ratones rurales, por el contrario cada cual es hijo de lo que, en gran parte, puede hacer y deshacer según sus actos, sus dotes personales y la energía y el tiempo invertidos, y se construye a sí mismo en un proceso de sucesivas elecciones. Los defensores de genéricos, colectivos y clanes de tierra, raza o lengua como dotados de bondad per se en realidad están privando a cada individuo tanto de la protección de las leyes y derechos comunes e iguales como de la indispensable e intransferible responsabilidad personal que es la base de la existencia.
Esta terapia ni es popular ni promete grandes audiencias de pantalla. Sin víctimas el vengador carece de público, el gurú de creyentes, el cruzado anticlerical de su moderna y agresiva parroquia, la Inquisición de combustible, el predicador antisistema de fieles dispuestos a corear las consignas pero nunca a renunciar a sus ventajas. Una vez el tratamiento aplicado con éxito y desaparecidas las formas de chantaje dual y gratuidad obligatoria, entonces sí se pueden y deben cubrir las necesidades de quien verdaderamente lo precisa y defender los servicios públicos, atacados por ambos frentes tanto por quienes no ven la salvación sino en la empresa individual y la ley de la jungla informatizada como por los que suspiran por el advenimiento de un estatalismo siglo XXI en el que volcar sus viejas añoranzas del comunismo pretérito y se ahorran la molesta tarea de pensar dividiendo a la población en Poderosos y Pueblo. La corriente nutricia de dinero y bienes, desviada por la fuerza del chantaje hacia capas de población parásita, quedaría libre para fluir por los cauces y hacia los sujetos adecuados. Simultáneamente el caudal de la indignación legítima, que actualmente se desangra y desvía al dirigirse hacia sujetos de poca monta y hacia escándalos coyunturales que no representan ni la milésima porción del daño ocasionado por la clase parásita, se emplearía con eficacia. Y el ciudadano medio se vería liberado de buena parte de la indefensión y el desconcierto que gravitan sobre él.
El tratamiento incluye la desactivación de una de las mercancías más rentables y, por ello, menos fáciles de eliminar: el Miedo. No el agradable escalofrío del relato de terror, sino la difusión regular en una sociedad permeable del temor por medio de elementos negativos que representan el Enemigo y tienen mayor o menor categoría según guión y circunstancias. Hay una ocupación diaria del espacio perceptivo y mediático por parte de múltiples adversarios de cuanto resulta deseable y grato en pro de paraísos de salud perfecta, juventud perdurable y perfección física ejemplar. Bienvenidas son a efectos de audiencia las catástrofes, las futuras exterminaciones planetarias, los alimentos cancerígenos, las variaciones climáticas. De la rentabilidad del miedo dan fe las ventas de productos naturales, primigenios, exentos del roce corruptor de la química, de espacios dotados de multiplicadores de energía, potencia, tersura, virilidad, de cuidadas selecciones de terremotos, tifones y tsunamis que permiten paladear el contrapunto de la propia seguridad y adquirir detectores climatológicos y sísmicos.
En otro plano, el chantaje dual sirve a la comercialización del miedo de maravilla por la latente y bien mantenida animosidad de clase que convierte a cualquiera en posesión de algo en presa potencial del que no lo tiene y divide en dos bandos irreconciliables a una Humanidad siempre al borde de la solución final. El dualismo –Capitalistas/Trabajadores, Creyentes/Infieles, Minoría/Masa- es un mecanismo mental tan simple, tan propicio a la delegación del propio albedrío y a la adquisición gratuita de conciencia de superioridad sobre el prójimo, que brota y se expande con la virulencia y ferocidad del Ébola.
Yihadismo y nueva dualidad
El terrorismo islámico llega para ser coronado como Rey antisistema, la antítesis vengadora de Estados Unidos, adornado de la fascinante y simple pureza del guerrero que sólo aspira a matar y a destruir la organización existente, que ofrece la seguridad de un credo de sumisión absoluta, la embriaguez de esa forma suprema de placer que es el poder de infligir terror y sufrimiento. Ocupa el hueco de iconos ya ajados de las esferas comunista, anarquista y neonazi. La aparición, en carne y hueso, del enemigo perfecto de Civilización y Occidente, la Yihad islámica en todas sus formas de IS, Al Qaeda, Daesh, etc., es, de cierta manera, providencial como Gran Enemigo y era, desde luego, previsible. Porque su absoluta barbarie, cultivada por esas mismas élites europeas a las que hoy aterroriza y que durante décadas se han guardado de criticar sus actos y han armado unas contra otras a milicias sanguinarias, concentra en sí la percepción del Mal y presenta el riesgo para las sociedades abiertas de dejar libres y en la impunidad a los múltiples males, usuales, diarios, los que Hannah Arendt denunció de la forma más certera como consanguíneos del totalitarismo, es decir, la inhibición ante el delito, la silenciosa aceptación de la vileza por parte de las gentes del común, el ama de casa, el padre de familia, el vecino y los colegas, la cohabitación con la injusticia, el salvajismo y la estupidez criminal, de la que en España hay, por cierto, ejemplos clarísimos en el País Vasco. El IS se enfrenta a una rendición programada por incomparecencia del adversario, a un tupido telón no ya de acero sino de un material más consistente: la firme voluntad de no defender principio alguno excepto la exigencia de bienestar total o parcialmente gratuito. El Telón Acolchado, con aspecto de edredón confortable, sustituye al de Acero y limita un espacio ficticio que rasga a veces, con gran sorpresa de los inquilinos del recinto, el principio de realidad.
Ya tienen un dios al que orar los que sólo se preocuparon, tras el 11 S, de la reacción del Gobierno de Washington y el 11 de marzo de 2004 de utilizar en España, en uno de los casos de miseria política más vomitiva que se recuerdan, los muertos de una masacre para ganar elecciones. Había que ser antinorteamericano a toda costa. Y vender propaganda, ganar dinero y colocarse. La banalidad del Mal tiene hoy un peligroso aliado en el IS, a cuya cuenta pueden cargarse todo tipo de actos de terrorismo encubierto, golpes de Estado blancos o negros, eliminación de oponentes, agitación de la opinión pública. En su saldo es posible apuntar cualquier acción, cualquier amputación de las libertades, cualquier estado de excepción presentándolos como destinados a combatirlo. El Gran Satán de Oriente Medio impediría así, con la negrura de su brillo, percibir las dejaciones occidentales en la defensa de los derechos humanos, el vacío informativo sobre sistemas autocráticos y crueles en nombre de la diplomacia y el petróleo, la ausencia de condenas de una segregación femenina que supera a cualquier apartheid racial y rezuma como tinta de continuo en esas comunidades la inevitable violencia fruto de su modo mismo de vida. Son ya muchas décadas de silencio cómplice respecto a la regresión progresiva de toda el área islámica aplaudida desde Europa en nombre de alianzas de civilizaciones y relativismos culturales. Los jóvenes y no tan jóvenes no tienen ni idea de que lo que les presentan como comportamientos milenarios y rasgos poco menos que genéticamente determinados en el mundo árabe no son tal ni han sido tales hace cuarenta años, que por las calles pasaban las mujeres libres de los trapos que ahora las cubren desde la infancia, que países como Túnez abolieron la poligamia y dictaron una Constitución inspirada en la de Suiza, que Turquía rompió radicalmente con pasados califales e implantó el estado laico, que la dictadura del Shah de Persia, pese a serlo y a mantener su temible policía política, introdujo el derecho y obligatoriedad de la educación para las niñas y fue, con mucho, mejor que el régimen mimado por París que le sucedió. La Francia de las Luces sostuvo y aupó al poder a una teocracia siniestra, madre de todos los fundamentalismos, en la persona del ayatolá Jomeini, la Norteamérica faro de la Democracia armó en Afganistán a la flor y nata de los talibanes para frenar a la Unión Soviética, la Holanda del liberalismo total expulsó de su Parlamento y obligó a exiliarse a la etíope luchadora y crítica en sus denuncias de la segregación femenina Ayaan Hirsi Ali, la aristocracia periodística compitió en cobardía marcando distancias y descalificando sus actos y escritos en los obituarios de Oriana Fallaci, escritora incansable en la denuncia de la violencia islámica y en la valiente lucha por la libertad.
No hay “mundo árabe” sino turcos, bereberes, iraníes, egipcios que en su momento prefirieron identificarse con sus jefes de las tribus de Arabia. Hasta la actualidad, esa aristocracia de jeques saudíes ha impuesto y monopolizado la interpretación wahabista, la de la más extrema intransigencia, del Corán, y ello con impunidad completa gracias a su poder financiero, de forma que países como España y Francia aceptan que construyan en su territorio mezquitas mientras que a la inversa no se permite ni el menor asomo de libertad de cultos. La violencia, externa e interna, impregna la sociedad islámica como un cáncer, ha adquirido su máxima expresión y barbarie en el IS pero éste es el fruto lógico, exacerbado, de un proceso que ya hizo evidente hace años el retroceso en la situación de la mujer, tratado en Occidente como asunto menor. La más mínima segregación e imposición social y de vestimenta a la población femenina, sea pañuelo, chador o completo fúnebre de cabeza a pies, no se merece el menor respeto, la menor concesión, en nombre de religión y cultura, Y no porque sean muchos individuos y muy violentos los que lo practican es lícito ni decente contemporizar con tal estado de cosas y no llamarlo por su nombre, que nada tiene de halagador.
Sin separación religión/Estado y sin erradicación forzosa, desde la infancia, de la misoginia institucionalizada no hay civilización ni futuro algunos. La supuestamente árabe hoy es tan sólo el último mito totalitario, el de la Gran Patria Musulmana, la Umma, una fantasmagoría a efectos de propaganda y agitación. Nada valen las vagas esperanzas cobardes, cómodas y buenistas de progresivas y lentas evoluciones. En el mundo árabe, islámico, tal como se proclama, no hay lugar para el desarrollo, nada tienen que esperar los débiles sometidos a la fuerza más primaria, no puede haber ni asomo de Estados de Derecho en un conglomerado encerrado en confusas cárceles religiosas e incapaz de ver en primer lugar en sus propios actos al enemigo causa de sus desdichas y de su justificado y soterrado complejo de inferioridad. Hay cosas que no admiten componendas, como matar un poquito, estar ligeramente embarazada o disfrutar de democracia los días pares. Por muchos millones que se sea, no puede aspirarse a modernización ni mejora alguna si no separa religión y Estado, de forma que la creencia, o no, y la práctica del Corán pertenezcan exclusivamente a la esfera personal, privada y libre del individuo. Occidente los contempla con desánimo a causa de su número, que hace sentir como imposible la solución del problema que representan, porque parecen condenados a defender las rejas de su prisión.
La palabra “misoginia” no refleja adecuadamente el fenómeno del trato y consideración de la mujer en el área islámica. Se trata de algo ajeno a lo que se entiende en el mundo occidental por el término, no de una simple diferencia de grado. A lo que más se parece es a una enfermedad arraigada, como la peste, mezcladas psiqué y materia corporal hasta resultar indistinguibles como si de una infección contagiosa y endémica se tratara. El hombre aprende, se empapa de la certidumbre de que el cuerpo de la hembra es una fuente de impureza cuya visión, insinuación o roce le producirá secreción de suciedades que empañaran su limpieza viril. La mujer es carne, carne necesaria pero bien medida. La expresión de los que comentan la visión de las bañistas playeras es que ellas son “shish kebab”, es decir, pinchitos morunos, trocitos de ternera o cordero que llenan la boca de saliva. Ese cuerpo femenino hay que cubrirlo lo más posible, ocultar cualquier vestigio de la piel, no permitir que sus formas se marquen, no rozarlo ni menos aún saludar dándole la mano. Y esto desde la etapa de la vida más indefensa, que marca de manera perdurable,.desde la niñez, con pañuelos que nada tienen de folklóricos ni de vistosos si son obligatorios todos los días del año y condenan a no dejar ya jamás que el pelo sienta la caricia del viento y del sol. Esta lepra patológica sólo admite ser erradicada, con rapidez (cosa perfectamente posible; otras situaciones supuestamente milenarias se ha visto cambiar en meses) porque sólo con ella desaparecerá una fuente continua de violencia cotidiana nacida de una situación antinatura cuya frustración e irracionalidad buscan cauce, excusas y víctimas.
Pocos habrán expresado la situación del mundo islámico con la claridad, lucidez y valentía –que a los europeos les falta- del escritor sirio-libanés Ali Ahmad Said Esber, conocido como Adonis: Para él, sin separación entre religión y estado político, cultural y social nada puede lograrse. Es imposible hablar de revolución positiva, cambio de régimen, “primaveras árabes” sin que se libere a la mujer de la ley religiosa, se renuncie a la sharia, y se funden sociedades de individuos apoyadas en la defensa de los derechos humanos. Adonis ve a los árabes en plena regresión, impotentes para crear futuro e integrarse en el concierto de naciones libres, sumidos en el oscurantismo, la ignorancia, la agresividad y la misoginia. Podrían forjar una sociedad distinta, pero no sin separar religión y Estado y centrarse en el ser humano actual y concreto, no en el pasado, las tradiciones, los cultos. Adonis habla de los movimientos y personajes laicos, dentro de las sociedades árabes, que no han tenido apoyo ni por parte de Occidente ni, por supuesto, muy al contario, por parte de la rémora de los ricos países petroleros.[5]
Estamos de nuevo ante la cuestión del precio. Todo lo tiene, y no hay gratuitos progreso, humanización, mejor vivir sin conciencia clara del esfuerzo, actitud, cambio, peaje que esto exige, tanto para Occidente como para Oriente. Pero en el área “árabe” emerger a la superficie implica una batalla tan difícil como radical e imprescindible.
El mundo “árabe” y su indefensión.
Yihadistas honorarios.
La mayor parte de los europeos ignoran que, lejos de hundir sus raíces en la noche de los tiempos, los usos medievales, primitivos, crueles y discriminatorios del área de mayoría musulmana estaban, hace medio siglo, en franco proceso de modernización y mejora, que en los países mal llamados por extensión árabes se estaba tejiendo una clase media deseosa de derechos semejantes a los de sus vecinos del norte, defensora de la separación Estado/Clero, de la igualdad educativa y el abandono de los velos. Por cada asesinado por el terrorismo islámico en suelo europeo ha habido diez, cien, mil en mercados, cementerios y lugares públicos de Oriente Medio. Y es precisamente esa gente, la más débil, la más vulnerable, la que fue vendida a la bestialidad de los fundamentalistas por un Occidente en cuyos valores esas personas creyeron, pero tales valores nada valen sin ayuda ante el imperio bruto de la fuerza. Gobiernos y empresarios prefirieron favorecer a la hez de jerarcas y a los proveedores de mano de obra. Demagogos baratos de tercermundismo todo a cien y liturgia de la cutrez se deleitan –y cobran- en el oprimido musulmán redentor. La prensa occidental no muestra a los jordanos, tunecinos, egipcios que se quieren tan pacíficos y normales como cualquiera. Reserva, por el contrario, sus primeras páginas para el asesino brutal.
No se trata de hacer tabla rasa e instaurar en horas veinticuatro sistemas justos y democráticos en países donde no los había en absoluto; no es cuestión de renunciar a las necesarias relaciones diplomáticas y comerciales, que se sitúan en planos diferentes. Pero el cambio era y es posible manteniendo estructuras, ofreciendo defensa en el lugar mismo frente a las agresiones y amenazas, salvaguardando esos derechos y libertades individuales que en toda civilización que merezca tal nombre siempre ha sido necesario imponer frente al crudo reino de la jungla y el más fuerte. Hay un vacío vergonzante, babeante en esas manifestaciones europeas feministas, pacifistas, laicistas que nunca alzaron susurro, titular ni pancarta contra lo que rozara al Islam porque era la esperanza antisistema, el gran guerrero vicario de los indignados virtuales, el Amigo Talibán frente al adversario imprescindible que, de manera creciente a falta de otros, es, más allá de Norteamérica, Capital y Libre Mercado, la Civilización en sí.
No ya por razones morales sino por simple eficacia y elemental ejercicio del raciocinio se podía y debía describir situaciones, esgrimir el arma temible de la propiedad lingüística, negar la invisibilidad mediática a las viejas formas de tiranía, exhibir y reivindicar con natural estima los propios principios en la certidumbre de que con ellos, y pese a todos sus errores y defectos, se han construido sociedades más habitables. Era perfectamente factible evitar el silencio cómplice, exigir reciprocidades y conminar a los inmigrados a que, si querían vivir en Europa, acataran todas sus reglas. No en vano se ha inaugurado el siglo XXI con el enfrentamiento, en orden de batalla, contra un ejército de acrónimos que no son un ejercicio de sinonimia sino que reflejan la progresión de estrategias muy concretas. La yihad en sí es la guerra, conversión o matanza de los infieles a la que exhorta abundantemente el Corán desde sus comienzos, como religión muy de este mundo y definida por la materialidad, la fuerza y la conquista. Nada nuevo al respecto. Pero sí lo es el armamento moderno, la fluidez de inversiones y petróleo aderezada con dosis de narcotráfico, el Vichy interminable de la rendición preventiva y de los pactos con las guerrillas del Daesh, que pasa lógicamente a transformarse en IS (Estado Islámico), en ISI (Estado Islámico de Irak) y luego, como es natural, en ISIS, con Levante añadido, es decir, un imperio desde España hasta China (lo cual, dicho sea de paso, es alentador si comienzan por el Este, dada la acogida que les aguarda en el Celeste Imperio).
La explosión y expansión terrorista bajo la negra bandera del fundamentalismo puede encerrar, en su voluntad califal de apoteosis, la muestra de su definitivos derrota y declive. Se halla en plena “hybris”, en la vertiginosa desmesura producto fatal de la huida hacia delante de sociedades, credos y ritos inviables, encerrados en su gran juguete que no puede vestirse ya sino de terror, dolor y armas. Se han lanzado, como último recurso, en un estado supremo de la impotencia y la envidia, a la conquista de cuanto existe y es mejor que ellos. Con el furor agónico que anuncia el fin.
Entre un amplio sector de Occidente encantado con las rendiciones preventivas y la apoteosis kamikaze, de corte netamente fascista, de la yihad se extiende una masa humana compuesta por millones de personas en un estado de indefensión muy peculiar. Se trata de “árabes” que no son forzosamente árabes, sino egipcios, iraníes, malayos, bereberes, que no son fundamentalistas musulmanes o ni musulmanes tampoco, pero que carecen de horizonte, de identidad ideológica, de autoestima a causa de la frustración, silenciada pero obvia, en su incorporación al desarrollo y el mundo moderno. El IS ha exhibido ante ellos una bandera perfectamente falsa compuesta de orgullo impostado, mitología y acción directa. Ante ella y ante la inapelable crudeza de los hechos, de las muertes y la barbarie, el mundo “árabe”, una vez más, no se atreve a romper el círculo vicioso de su atraso y arrancar la raíz de su servidumbre, no se decide a manifestarse en contra, a elegir, al fin, ponerse del lado de los que defienden esos sistemas libres y modernos en los que, por una parte, ellos saben que quieren vivir, pero que, por otra parte, les hacen sentir por su mera existencia el fracaso y el atraso propios. No han condenado masivamente las masacres terroristas, las han vitoreado incluso en ocasiones en lo que es una trágica prueba de impotencia e indefensión. Se saben detenidos en el andén de los trenes de la Historia, no ignoran la irracionalidad de la guerra santa contra grandes satanes, ni la oscura vergüenza –nunca confesada de forma explícita- de su largo fracaso y el terror a perder de nuevo su oportunidad de saltar al fin al mundo moderno, a la vida libre y con derechos. Es su hora de romper la indefinición, la falsa identidad global, el silencio que equivale, ante los terroristas, a un apoyo activo, de escapar de la prisión de la Umma concebida, no como vivencia personal religiosa, sino como un proyecto político totalitario. Y el tren pasa, sin que se atrevan a levantar la vista más allá de la cárcel social permanente que a cada uno le rodea. Plasmada en esa continua manifestación de lealtad que es la visible segregación femenina.
No puede faltar, en el contexto de fingimiento y apariencia generalizados que, por fuerza, caracteriza a sociedades de tal fundamentalismo puritano la típica exaltación de la mujer reina intra muros. De las odaliscas de Ingres a las sensuales e ingeniosas princesas de las Mil y Una Noches, de las matriarcas y las regentes en la sombra a las protagonistas de conjuras de harem, pintores, escritores y sociólogos se complacen en reivindicar ese poder femenino oculto. Abundan, además, dentro del mundo islámico, las intelectuales que afirman, con no poca imaginación, la existencia de derechos igualitarios para ambos sexos explícitos en el Corán y que, por supuesto, lamentan la ceguera occidental respecto a las escondidas virtudes de tan excelentes formas de vida. Resaltan éstas en contraste con las que sí reflejan, en toda su crudeza estadística y no ateniéndose a una élite urbana, la situación real. No se trata sólo en aquéllas del síndrome de Estocolmo o de una manera de medrar y de contemporizar. Dicen y escriben lo que buena parte de Occidente ha deseado oír y leer, ellas y su clase social en Oriente incluidas. Pero ni los datos ni la observación mienten. Los matriarcados de puertas adentro significan, y no sólo en el Islam, que la mujer cuenta bien poco de puertas afuera, en todas las dimensiones de la vida pública, y su reino por un día limita con las bofetadas, la entrega a un marido de mucha mayor edad y el animado coloquio con un móvil mientras, aislada del entorno por la opacidad de la tela de la frente al pie, empuja un carrito de bebé, sujeta a otro con la mano y lleva el que será penúltimo en el vientre. Novelas románticas y relatos novelescos aparte, la inmensa mayoría vive existencias vigiladas, enclaustradas y sórdidas, con bastante pocos magia, gasas, brocados y ojos fascinantes entrevistos con la irresistible atracción de lo prohibido. La belleza sensual de las Mil y Una Noches vela tal vez la constatación de que su protagonista, el sultán Shahriar, es el mayor asesino en serie de toda la historia mundial de la Literatura; basta con multiplicar las vírgenes decapitadas, una por noche tras desflorarlas, por los días de varios años y sumar a la cifra igual número de muertes ordenadas por su hermano. Hipérbole oriental sin duda, pero significativa como buque insignia nacional literario.
El to have or have not la cabeza cubierta por un pañuelo no es un detalle baladí ni pertenece al rango muy menor de asuntos de familia y cosas de mujeres: Es un medio de identificación instantánea, un medidor de fidelidades que permite mantener continuamente a la vista el dominio que se posee sobre la población toda y llevar en permanencia registro de su sumisión. Las mujeres y su vestimenta son la marca pública y controlable. La total o parcial invisibilidad femenina es cuño de pertenencia al especial conglomerado religión-estado, bandera de unos jefes tanto más peligrosos y violentos cuanto menos reducidos sólo a la esfera de la política. Si ellas muestran su piel o sus formas, si llevan la cabeza alta descubierta y no permanentemente en la sombra, si se ponen la prenda de ropa que les plazca serán inmediatamente vistas y denunciadas, para comenzar por sus vecinos y por cada uno de los supuestos creyentes, convertidos en infinitos delatores. Es la conocida trama de los estados totalitarios transpuesta a formas de oscurantismo protomedieval y normas tribales vestidas de profesión de fe y credo único. Lo que se llama Islam tiene muy poco de religión. Es en realidad una vasta organización de control ciudadano que precisa asegurarse, visual y continuamente, de la fidelidad de sus miembros. Sus ritos son preferentemente, gregarios, públicos. La parte propiamente espiritual, de moral interna, apenas existe, se resume a un puñado de jaculatorias y a la repetición, preferentemente en voz alta, del invariable texto sagrado. El componente místico, sufí, es mínimo y reservado a una élite del intelecto. La hipocresía y la apariencia imperan, son inseparables de un sistema tan inviable como único por su carácter de teocracia estatalizada, mal calificada de medieval porque no hubo tal fusión Iglesia-Estado jamás en la Edad Media, ni siquiera en las épocas más oscuras. Lo que aquí se llama religión consiste en actos públicos de afirmación de sumisión incondicional casi siempre conjuntos, como la peregrinación, las cinco oraciones diarias cuerpo a tierra, las llamadas a la plegaria a todo decibel o el callo en mitad de la frente que muestra la devoción en las postergaciones del orante. Nada más visible, en todo momento, que una comunidad sin mujeres, cubiertas ellas y preferentemente mudas cuando aparecen. El rápido cambio de indumentaria de las hembras veladas cuando pasan a zona libre, en la frontera, en la carlinga del avión, en la escapada al extranjero, es espectacular y patético, tiene mucho del gesto del judío que esconde la estrella amarilla, del negro que al fin ocupa en el autobús un asiento al lado de los blancos. Transplantadas las familias a naciones no musulmanas por emigración laboral, comienzan a vivir de forma libre hasta que, mientras las autoridades del país de acogida hace oídos sordos, se instalan en el barrio numerosos compatriotas, madrasas y mezquitas que reproducen la célula de control, de forma que la pakistaní de Cataluña y la turca de Düsseldorf esté tan enclaustrada y vigilada como en la aldea de origen. Lejos de ser esta segregación sólo una cuestión de género, concierne a todos por entero, hombres incluidos, puesto que la parte más lúcida, avanzada y decente de ellos no puede sino sentir la opresión ambiental. De ahí la importancia de romper esa red de totalitarismo social y de asegurar, con la completa libertad en la vestimenta y en la presencia pública, la igualdad de autonomía y de criterio. Porque, sin paliativos supuestamente culturales, de ello depende la posibilidad de acceder a un Estado moderno de Derecho para el conjunto de la población.
En Europa fue muy cómodo, y tan oportunista como cobarde, dejar que se establecieran microestados islámicos dentro de los países de acogida, admitir so pretexto de respeto religioso el sometimiento de las mujeres, su negra cárcel ambulante, el control por los imanes, la discriminación y manipulación de niños y adolescentes en los colegios. Mientras turcos, pakistaníes, magrebíes trabajaran sin dar molestias nada había que objetar. Entre tanto, los medios de comunicación y una élite supuestamente intelectual optaban por la alabanza en nombre de la cultura distinta y el relativismo. Nada de esto fue siempre así. Todo pudo, y puede, ser de otra manera, pero el secuestro de la Historia es, junto con el de la Enseñanza, una de las armas más eficaces en manos de los amigos del terrorismo purificador y de sus tiernos, comprensivos, líricos compañeros de viaje.
Ahora no sólo es factible sino urgente crear en esos países mismos zonas liberadas civilizadas provistas de defensas y de soldados y de la tropa local de la que pueda progresivamente disponerse. En ellas confluiría y se iría estableciendo una parte creciente de la población por el mismo motivo que impulsó otrora a los vasallos a buscar protección contra las tiranías feudales en los fueros y tierras del Rey. Allí deberá haber escuelas a las que se acudirá, por imperativo legal, desde la infancia en igualdad de sexos, aulas limpias de la tara que significa impregnar a las pequeñas con la convicción de que la feminidad provoca y ensucia a los hombres y que deben ocultar y disimular su cuerpo desde la cabeza hasta la forma de las piernas y la piel de las manos. Pronto su estrella amarilla, la imposición de velarse continuamente, se hundirá en el pasado, se verá como lo que realmente fue: El ronzal de sumisión y diferencia, el cuño de una segregación social que jamás debió tolerarse.
Incluso animada de las buenas intenciones con las que se pavimenta el infierno, es llamativa la estulticia de intelectuales que postulan, en Occidente, la irrelevancia de la imposición del pañuelito y que defienden la autoridad suprema de los padres por encima de los derechos de los hijos. En esas escuelas donde los menores gocen de protección contra discriminaciones se ejercerá la libertad de cultos, que puede y debe diluir los seculares y sangrientos enfrentamientos en las distintas sectas del Islam y que dará fe ante la opinión pública de una real tolerancia en paralelo con la que exigen los musulmanes en Occidente, de manera que exista reciprocidad en el derecho a erigir templos de distintas creencias en unos países y otros. Tales cambios nada tienen de utópicos, han existido y luego han dejado de existir por pura dejación y flaqueza en la defensa de los fundamentos de estados civilizados. Los burladeros para la inacción son un puñado de lugares comunes a cual más falso y más endeble, véase la necesidad de grandes espacios temporales para que, con geológica lentitud, los pueblos cambien. No hay tal. Los cambios se producen, cuando lo hacen, con gran rapidez, o, por el contrario, se puede estar estancado en una situación durante siglos, o entrar en regresión.
De la mano de la excelente maestra que es la necesidad y mediante la percepción de mejoras accesibles y leyes, multas y recompensas, la gente muda sus hábitos milenarios con sorprendente presteza, las crisis son vistas como oportunidades y los usos ancestrales pasan al museo a una velocidad pasmosa. Para desolación de los amigos de la fotografía étnica, los rituales mayas, la ablación de clítoris, la esclavitud y la sana y ecológica –aunque breve- existencia de los hombres del neolítico. Millones de asiáticos han experimentado una mutación vertiginosa y la satanización del capital, la modernidad, el dinero, el trabajo y el patrimonio, de moda entre las élites occidentales, es un lujo que escapa a su comprensión, véanse la ausencia de mendigos chinos en las calles del Viejo Continente y la celeridad de esos países en especializarse en tecnología puntera.
Los mantras como la lenta evolución hacia el progreso y la no interferencia en otras culturas se han repetido, a falta de datos contrastados y análisis crítico, como verdades incuestionables. El más simple estudio comparativo hubiera echado por tierra los dogmas de los adoradores de la diosa Estulticia. Basta con ver cómo, dada la oportunidad, las sociedades supuestamente condenadas a enquistarse han evolucionado en breve espacio de tiempo sin perder por ello personalidad y usos que les son caros. Fue el caso de Singapur, Corea del Sur, Taiwán, y, antes de la regresión, de buena parte de las poblaciones de esos países de Oriente que hoy parecen condenados a la peor edad media por los siglos de los siglos. No deja de ser llamativo que, por ejemplo, Taiwán esté hoy en cabeza de Asia en igualdad sexual respecto a educación, trabajo y todos los ámbitos públicos de la vida, que la enseñanza tenga el peso –incluso excesivo- que tiene y que budismo, junto con confucianismo y taoísmo, y ritos tradicionales florezcan con mayor ímpetu que en décadas anteriores. La tecnología, que en otras latitudes ha servido para sembrar fundamentalismo y odio, en los jóvenes tigres asiáticos ha ayudado a la difusión de fiestas y celebraciones.
La civilización, la libertad, la igualdad de derechos, la protección de los débiles precisan del ejercicio de la fuerza legal, y si se renuncia al precio que esto comporta se está participando por omisión en la desgracia de las víctimas. La quema de las viudas en la pira del marido se hubiera continuado practicando alegremente en la India de no prohibirlo y perseguirlo los británicos, las mujeres de Uzbekistán se animaron a hacer una hoguera en la plaza con sus velos alentadas por los soviéticos y por la perspectiva de la liberación femenina, pero sólo para ser degolladas por sus hermanos, maridos y padres cuando regresaron a sus casas sin que nadie las protegiera. Los pequeños parques temáticos de la barbarie incrustados en Europa son fruto y obra tanto de la selección política inversa que llevó al poder a los más duchos en la demagogia como de las clientelas de la utopía, deseosas de disponer de culturas alternativas como fuerzas de choque.
La civilización es un mejor vivir, una etapa en el proceso de humanización, y la nacida en el Viejo Continente no se ha extendido por azar, ni sólo por el imperio de la fuerza, la técnica y el dinero. Lo ha hecho porque cada vez más personas preferían adoptar las formas de ella que les eran más beneficiosas y gratas en su existencia cotidiana, en el medio en que esperaban vivieran sus hijos. No pertenece a Occidente ni a su lugar de origen sino, como cualquier descubrimiento, a la Humanidad. El odio al progreso, la envidia del bienestar logrado por otros, el amor a la muerte siempre parecen imponerse en un principio por su crudeza, estrépito y violencia. Pero los vencen la tenacidad del número, semejante a la del agua, las opciones, los cambios uno a uno de ciudadanos que construyen la materia de sus días. No hay ningún arma comparable a la voluntad y a la idea, que no es el Pensamiento Único del Líder Máximo y el Gran Hermano sino un edificio de hallazgos ensamblados que hacen el mundo más habitable. Cuando los individuos descubren cómo se puede vivir mejor ése es el gran enemigo del terrorismo, sea islámico, comunista o nazi.
Diez años antes de la revolución de 1917 Joseph Conrad describe este proceso a la perfección en su novela “El agente secreto”, excelente y eclipsada por el poder y fascinación de “El Corazón de las Tinieblas” y dedicada, muy significativamente, a H. G. Wells. En ella, en su tiempo, los anarquistas sueñan, planean y a veces ejecutan atentados para que maten, indiscriminadamente, al mayor número de personas, de forma que el terror deje expedito el camino hacia la Nueva Sociedad, el nuevo mundo. Pero se les opone un terrible ejército, la grande y creciente cantidad de seres empeñados en afanes, afectos y tareas, la tenacidad de la vida, de la búsqueda de felicidad cotidiana, los pequeños y esenciales placeres y rutinas, las necesarias imperfección, cambio, variedad, albedrío que hacen de cada ser humano que lo sea y que se alzan por millares frente al soberbio profeta de la idea política radical única, salvadora y exterminadora por tanto en su letal pureza. Y ante la conciencia de esto el terrorista ve sus armas diluirse y cae en una profunda depresión. El libro, que pudo inspirarse en un sabotaje en el Observatorio de Greenwich en 1894, es de innegable actualidad.
El proceso de abandono de las capas de población más avanzadas, tolerantes, abiertas y deseosas de modernización y cambio discurrió en Oriente Medio en el siglo XX en paralelo con el abandono simétrico en Occidente de los ideales de civilización, libertad y derechos como principios universales dignos de ser mantenidos y defendidos en tierra propia y ajena. Desaparecieron los precios, el necesario peaje para vivir mejores existencias en sistemas mejores. Estos beneficios se daban por adquiridos, debidos y perdurables. Blanco por lo tanto de la denigración y el amargo reproche de los cada vez más numerosos adeptos al buen salvaje redivivo y la paz planetaria sin intromisiones en culturas foráneas. Para la defensa y protección si fueren necesarias –como lo fueron- siempre estaba el odioso Amigo Americano con su escudo tras el que se acurrucó durante la interminable postguerra una Europa encantada de que otro firmara los cheques en soldados y dólares. La retirada del escudo por la comprensible atención prioritaria de Estados Unidos al área del Pacífico ha dejado a la vista, como si se desmochara un termitero, el desconcierto del Viejo Continente confrontado al principio de realidad, a los resultados de una descolonización desordenada y prematura, a una estrategia militar norteamericana y europea lamentables de torpeza y estupidez inauditas que ha sumido en el caos y la fragmentación tribal países enteros sin previsión ni planificación algunas y sin proporcionarles estructuras, orden y cuerpos administrativos y defensivos. Lo que podría haber sido un progresivo establecimiento de zonas liberadas y renovadas en las que se afianzaran, y fueran defendidas, por tropas in situ las capas sociales más avanzadas de los países en conflicto se transformó en pretensiones de construir democracias a base de bombardeos por ordenador que, con su siembra, prometen una eficaz cosecha de terroristas y guerrillas.
Dejando las cimas gubernamentales, por su parte los que se creían a sí mismos la flor del progreso y la rebelde vanguardia social que vive cómodamente en la sociedad occidental han otorgado, a cuanto al Islam se refiere, afectuosa comprensión y han mostrado un oportunismo tan populista como criminal, halagando el egoísmo más lerdo e ignorando todas las violaciones de derechos humanos. La remozada religión dual les ordenaba concentrarse en alancear al moro muerto de la iglesia cristiana, manifestarse contra Sudáfrica y la violencia de género pero estar mudos, ciegos y paralíticos en lo que respecta a millones de mujeres musulmanas en peor situación que lo estuvo jamás negro alguno, a leyes brutales, al control cotidiano y la sumisión teocrática a los textos coránicos.
También en los medios occidentales se admitió el mito enemigo según el cual existiría, siempre había existido y siempre debería existir el imperio de la Umma, el gran estado totalitario fundamentalista islámico, de un extremo a otro del mapa, indiferente a fronteras y pueblos, con el Gran Jefe Califa y sus sucesores y asesores a la cabeza. Esto es pura ficción que las reiteraciones y la falta de oponentes impuso como realidad. Se cubrió con ese manto de la Gran Madre Musulmana, la Umma, a multitud de gentes que no profesan esa religión de esa forma, que practican otras o ninguna, a capas sociales y niveles de enorme diversidad, a emplazamientos que oscilan entre la aldea primitiva y la urbanización completa, a una variedad inmensa de historia e historias, de aspiraciones, orígenes, migraciones y asentamientos. Al hablar, haciendo inconscientemente el juego a los propagandistas de la yihad, de los árabes, de la Umma como entidad política, se cubre con el velo de una homologación ficticia y letal a millones de seres a los que se encierra en un ente colectivo forzoso con derivas totalitarias megalómanas del tipo del Comunismo, Nazismo o Maoísmo. Su misma irracionalidad le asegura el momentáneo éxito, y por ello ha prendido con gran rapidez en el terreno reseco de la frustración envidiosa y, allende fronteras, en la falta de firmeza en la creencia y defensa de los valores propios y en la molicie de quien no ha pagado el precio de aquello de lo que disfruta.
El séquito de yihadistas honorarios ha sido en Europa variopinto, numeroso y rebosante de pacifismo fraternal. Puestos a renunciar a armamento, han renunciado incluso al de la palabra, de manera que actos dañinos, situaciones lamentables y condiciones de vida opresivas y denigrantes de los países árabes se presentasen como el peaje necesario para la acogida de los nuevos bonísimos salvajes que, pese a las apariencias, traen entre los pliegues de la túnica impoluta el soplo de aire puro del anticapitalismo y antiimperialismo redentor. En el séquito occidental del fundamentalismo islámico virtual se encuentran muchachas seducidas por el glamour diferencial del velo, jóvenes integrados en el nuevo juego de guerra y vastos sectores en busca de profeta vía Internet. Mientras, en un plan menos militante y más cotidiano, son legión los que simpatizan y empatizan, a través de la pertenencia al club de víctimas vitalicias, con estos recientes y prósperos damnés de la terre sin fronteras, que no dudan en golpear de manera suicida y ubicua a la corrompida civilización. No ha habido, durante larguísimos años, escándalo, denuncia ni condena del inmenso peligro que representaba la práctica del fundamentalismo islámico y la radical incompatibilidad de sus usos con una existencia libre y civilizada. En lugar de lucidez y críticas se lanzaban diatribas a cuantos estamentos osaban disentir del coro de afable comprensión. Es el mismo mecanismo que ha venido exculpando, e incluso alabando, actos terroristas anteriores, como los de ETA o de cualquiera que asesinara revestido de una teoría.
El dualismo ha encontrado un nuevo Rey, el drogadicto ha hallado en bandeja el más barato de los éxtasis: el supremo placer del poder de infundir pánico y muerte. Mientras, en las tímidas y desconcertadas democracias una tropa de compañeros de viaje de la yihad honoraria sigue su senda: Por el hecho de ser marginal, quien nada había hecho y nada era se ve en posesión de una cantera de votos y financiaciones. El yihadismo se presenta ahora por políticos y periodistas como un reducto irracional y, por lo tanto, puede cobijar sin mayores explicaciones las más diversas zonas de sombra, permitir manipulaciones y recortes de las libertades. El Mal, en forma de IS, ha ido, como en el cuento de terror, llamando a la puerta cada vez más cerca. Y cada uno de sus pasos se ha apoyado en la cobardía de los partidarios de la discreción respecto a males cotidianos con los que, según ellos, era preciso convivir y dialogar.
En busca del individuo perdido
La irracionalidad confortable está bien provista de armas no por toscas menos eficaces. Con profusión, por su carácter de bandera gregaria ajena al análisis concreto se airean regularmente los banderines de enganche de palabras-icono del tipo de paz, guerra, aborto, género (en el sentido sexual). Su finalidad, ajena por completo al examen específico de problemáticas y a la toma beneficiosa y correcta de decisiones, no tiene más fin que precipitar en el líquido social elementos que se precisa, para manejarlos, que sean contrarios, antagónicos y empapados de la adrenalina adecuada a la exhibición de apoyo. Su completa imprecisión e inoperancia en el enunciado generalista como tal los hace perfectos para la fabricación y manejo de bloques de fieles. Los argumentos que se pretende acompañen a la exhibición de los iconos son de una completa inanidad reflexiva, pertenecen al terreno de la consigna al estilo del ¡Dios lo quiere! de las Cruzadas, del gurú y el salvador pacifista de turno o de las féminas que se consideran perpetuamente agraviadas, y merecedoras de compensaciones infinitas, por el hecho de serlo. A las que se suma la plétora de los que dicen sentirse orgullosos por su pertenencia, sin mérito alguno pero como si esto lo tuviera, al grupo, homo, bisexual, a los que pesan de cien kilos en adelante o a los vegetarianos vocacionales. La religión planetaria New Age suma sus banderines en tonos de verde a los de variadas combinaciones del arco iris y ya defiende las sensibilidades, y pronto los derechos, de las plantas, acogidas a los indiscutibles dogmas sobre el cambio climático y las encíclicas sobre el calentamiento global. Todo coincide en una negación del individuo y de sus actos y responsabilidades concretos. Los argumentos del batallón de la irracionalidad son de una puerilidad gregaria conmovedora y se recitan con la convicción del catecismo de aldea y el anticlericalismo de salón: Unos han hecho cuentas y calculado que, de no existir jamás aborto alguno, el problema de la baja demografía europea se resolvería en horas veinticuatro. Otros acuden en peregrinación periódica, flor en mano, ante las bases norteamericanas, o se ponen alegremente al servicio de la nueva inquisición destinada a borrar las diferencias de género y organizar quemas de belenes y símbolos navideños al estilo de Fahrenheit 451.
Los banderines de enganche que sirven simplemente para excitar y congregar a las huestes, blindar la dicotomía Izquierdas/Derechas y castrar la libertad y juicio personales tienen poco que ver con las banderas de nuestros padres. Responden más bien a la técnica televisiva del verdadero/falso, excitación/audiencia, al reino de la comida perceptiva rápida y el pensamiento débil. Sería conmovedor, de no resultar trágico, ver a supuestos defensores de la vida a toda costa condenar sin pestañear, a muerte, a la cárcel o a la desdicha a las mujeres que se quedan embarazadas sin desearlo. El no al aborto se utiliza políticamente, con los mayores oportunismo y desvergüenza, como inyección de adrenalina sectaria, de forma que caigan en una trampa de irracionalidad y el fanatismo personas de buena voluntad que sin embargo no dudan en sacar niños en manifestaciones de clara intencionalidad política y cuya actitud produce el efecto contrario, puesto que favorece a los partidarios prácticamente del infanticidio, de la banalización del consumo de anticonceptivos, e impide el establecimiento de una normativa legal de consenso que es la única posible, ajena a la privada opción religiosa. La servidumbre del determinismo biológico, atento sólo a la reproducción de la especie, se enfrenta en este caso a la humanidad, peculiaridad y albedrío de los individuos, que no son úteros dotados de extremidades sino mujeres, y el conflicto entre la libertad de éstas a disponer, no ya sólo de su cuerpo sino de su vida toda, y la protección del nasciturus no tiene solución ideal posible excepto que la especie sufra una mutación hacia la gallina ponedora. Ni existe para el tema del aborto más salida que leyes, plazos, reflexión y consenso ni fue jamás más evidente el lema de que lo mejor es enemigo de lo bueno.
El bloque irracional, que se transforma en depredador y enemigo cuando se dan las circunstancias favorables; se alimenta del silencio del público y de la ausencia de individuos, que pasan a transformarse en piezas de un conjunto idealizado y justificado por referencias globales externas. Enfrentada la gente libre a tal coyuntura, los primeros auxilios se rigen por una regla de base: No subestimar al enemigo, al parásito que ha engordado, prosperado y se ha multiplicado a base del armamento dual y ha logrado implantar a lo largo y a lo ancho de la población un decálogo preciso en lo que a percepción de la realidad y formas de conducta se refiere. El microcosmos español es un buen ejemplo de creación de clones de la práctica totalidad de los organismos que financia el presupuesto nacional. Los clones, que no sus originales, están desprovistos de cualquier finalidad que no sea nutrirse del erario público y han sido creados específicamente para justificar gastos y distribuir prebendas. Programas e idearios no son sino simples aditamentos.
A efectos de captación de votos, voluntades y de recursos productivos, es y ha sido indispensable la utilización con destreza de las dos cadenas imaginarias de opresiones: vertical y horizontal, social e histórica, de manera que nadie escape, consciente o inconscientemente, al sentimiento de ser un eslabón de ambas y, por lo tanto, se sienta ajeno a la responsabilidad de su vida. La mercancía es de fácil venta: los agentes del mal son siempre externos y los actos inocentes y blindados por el aura de la reivindicación. Nunca se hará bastante hincapié en la tentadora facilidad de la explicación del mundo que esto ofrece. La iconografía dual da forma y presta metodología a la impostura no por burda menos halagadora y eficaz. Según su credo, no habría individuos ni decisiones propias, riesgos que se asuman, obras que se ejecuten. No existiría el puro y simple juicio inmediato de lo que percibe la vista y el razonamiento elemental y el sentido común imponen. Semejante proceso es percibido como culpable y carece de hueco en el cerebro compartimentado por el pensamiento dual. Las explicaciones historicistas y de clase sustituyen por entero a la realidad cambiante de las personas y de sus existencias, anulan los principios morales, los universales y las jerarquías de excelencia y de degradación. No se estudia ni adquieren conocimientos ni se crea ciencia, labor bien hecha ni arte. Por el contrario, se escuchan y se repiten las consignas gregarias que clasifican forzosamente en dos grupos, garantizan la homogeneidad mediocre y otorgan votos, empleos absolutamente improductivos y sueldos vitalicios a quienes se erigen en administradores de la inagotable cantera del agravio.
Pasamos de los filosóficos, clásicos, imperecederos (y muy socorridos) principios bipolares Luz/Tinieblas, Dios/Satán/ Orden/Caos, Vida/Muerte al simple A versus B que impone, en función del auge de los medios de comunicación, su ley. Se trata de iconos útiles, significantes vaciados de su original significado histórico y sociológico que sirven para configurar, previos reiteración verbal y etiquetado, la aceptación o el rechazo, la prosperidad, la medianía o la satanización pura y simple. Los elementos pueden intercambiarse, pero la dinámica y el modo de empleo son los mismos y la finalidad idéntica en cuanto a lo que a las enormes dimensiones del fenómeno parásito se refiere. Esta labor procura frutos nada despreciables que consisten en extraer de los sectores y elementos productivos bienes y privilegios sólo justificables por el antagonismo interesado y la teórica defensa, no de individuos y sus libertades y derechos, sino de grupos afectados por un mal que hunde sus raíces en el espacio y en el tiempo y que, por ello, les hace embarcarse en una lucha prácticamente infinita que garantiza la infinita y privilegiada subsistencia de los rabadanes del rebaño.
Aunque por inercia mental y analogía es explicable el instintivo impulso de transponer al proceso intelectual el de la acción, con su Sí y No como opciones únicas, hay un salto inmenso en la imposición generalizada e intemporal de un Buenos y Malos tan inmutable como las leyes físicas. Ya no se trata de enjuiciar actos y personas según coyunturas políticas y religiosas, de implicarse y arriesgarse en empresas y decisiones que pueden ser benéficas o nefastas, acertadas o torpes, pero que en cualquier caso responden de sí y son una canalla o generosa inversión vital. En el siglo XX adviene un fenómeno nuevo: En torno a las grandes y nobles causas se arraciman los que van a vivir, estable y durablemente, del uso de sus invocaciones y se hacen con poder para imponerse como élite al resto. Se pasa a la gran ingeniería de masas, a la autocensura de una eficacia tanto mayor cuanto más profundo es el convencimiento de que se gozan de grandes libertades de información y de juicio.
El reverso de este proceso es exactamente el inverso del que los términos sugieren, la antítesis de solidaridad, derechos, igualdad y libertades. Al actuar de una forma zoológica, agrupando a los humanos en categorías que se dirían inmutables y pertenecientes a especies distintas, un miembro de los Pobres, el Pueblo o el Proletariado no puede aspirar a mejorar y a ser rico, y ello por razones semejantes a las que hacen descartar que un buey se plantee estudiar para caballo de carreras. El Rico lo es por perversos determinantes de la genética, el colegial se guardará muy bien de aprender a leer antes que su vecino y el ambicioso, inteligente y culto disimulará su vergonzosa propensión a distinguirse y elevarse. El parasitismo que vende utopías y cobra, generalmente del Estado, el monopolio de su uso se apodera de la sustancia de realidades positivas, véase democracia, derecho, equidad, educación pública, protección legal, y las capitaliza pero transformándolas en sus opuestos, en la impunidad de los que se blindan con rasgos diferenciales, en la ignorancia compulsiva impartida en aulas donde el tiempo lectivo sirve para que cobre y medre el enjambre de zánganos, en la inmensa indefensión del que carece de recursos, dinero, influencias y de discurso incluso, porque oponerse a la dualidad moral y verbal dominante le situaría de inmediato en el ostracismo y le produciría un incómodo sentimiento de confusión y de orfandad de referentes. Una larga cola de acreedores espera a diario para pasar factura por las ancestrales y menos ancestrales deudas, por la marginación, carencia, diferencia, deficiencia exhibidas como hazañas propias y defendidas por el capataz que cosecha la parcela correspondiente. Esa misma cola bloquea el paso a los individuos que real y justamente sí necesitan y merecen ayuda, atención y apoyo.
El chantaje es inseparable de la eliminación de la propiedad de las palabras, de la difuminación y maquillaje de causas y actos: Nadie y nada es sino según situación, clasificación motivación y explicación previa. De hecho, el terrorismo ocupa el lugar extremo en el arco de disociación entre los actos en sí mismos y la pura constatación de éstos y el calificativo que merecen. El crimen dejaría de serlo según el motivo que para cometerlo se alegue. Basta con mencionar la palabra guerra, con atenerse a términos militares, para que los muertos no hayan sido asesinados, los trenes hechos explotar correspondan a logística y represalias y el ametrallamiento de seres indefensos y la masacre por bombas en supermercados al paisaje después de la batalla. Esta guerra de un solo bando armado, en un país democrático en el que cualquier grupo podía formar su partido y presentarse en las urnas, ha sido la tónica en España durante décadas, y ha impuesto en buena parte de la opinión extranjera y en no poco de la autóctona su falsa lógica bélica. El terrorismo es en estos casos el máximo exponente del bloque parásito. Reúne sus rasgos pero va más allá: Vive sustancialmente del mito, la muerte y el miedo que crea y actúa, de manera no explícita pero sí necesaria y fáctica, como agente colateral de las tribus que simplemente aspiran a sorber la mayor materia posible de cuanto y cuantos les rodean sin los riesgos e incomodidades del asesinato. La gratificación que ETA y afines más o menos platónicos obtienen es menos material pero más excitante y poderosa que el dinero. Sin relevancia personal alguna, el terrorista se siente elevado, entre el clan, al más alto rango, vive la ebriedad de la Causa, se erige ante sí y ante la opinión como el que ha elegido caminar por las cimas más allá del Bien y del Mal. Tiene el poder, y la libertad, de matar. En un plano más cerca de tierra, menos absoluto, la peculiaridad, el rasgo diferencial con su habitual corolario de subvencionado, especialmente favorecido, situado respecto al resto en la aristocracia, es el reducto de la irracionalidad más prolija y repetidamente razonada, al mejor estilo nazi por cierto, pues durante el III Reich, a la par que la tradicional eficiencia y lógica alemanas, se dio un sorprendente fervor por esoterismos, neopaganismos, mitologías y todo tipo de ensoñaciones que se iban convirtiendo prestamente en grandes monstruos. Probablemente quien mejor lo ha escenificado es, en España, Albert Boadella, dramaturgo y cómico genial durante su monólogo, solo en escena y todas las luces apagadas. Inspirado por la situación en su Cataluña natal, anunciaba su singularidad, repetía Yo soy singular y ustedes no y terminaba conminando al auditorio a acatar la consecuencia lógica: Paguen ustedes, paguen. Y es que el “Pagad, pagad, malditos” es el motto del club de la queja. La singularidad reivindicada nunca es la de los individuos, libres e iguales en derechos, sino exactamente su opuesto, el orwelliano de unos muchísimo más iguales que otros entre sí mismos, en el coto favorecido.
Hay una clase de nuevos ricos, de élite postmoderna, que nace muy concretamente en la Europa y países similares ultramarinos del pasado siglo y que pretende a continuación vivir de la mala conciencia de las sociedades del, aunque maltrecho, estado de bienestar y de la publicidad que les procuran los medios de comunicación, que otorgan una dimensión desmesurada a su importancia real. Las nuevas élites revolucionarias coinciden, y muy probablemente no por casualidad, con los años setenta, como una réplica del movimiento sísmico, que se saldó con millones de muertos, de la Revolución Cultural maoísta. La época fue viendo nacer y extenderse diversas guerrillas, deificadas y pasablemente asesinas, en Italia, Alemania, Perú, Argentina, España, unificadas por la franquicia ideológica de la creencia en el estado de guerra permanente contra el sistema opresor, la cual permite a cualquiera cualquier crimen contra la existencia y propiedad ajenas con buena conciencia y generosa prima de publicidad. De este maná social han bebido hasta la fecha aquéllos que, por sus propios merecimientos, carecerían de peso profesional y vital alguno.
En el proceso de creación de una especie de antimateria verbal, nacionalismo y utopía son ingredientes imprescindibles, dobletes de cuanto los términos originales abrigaron y abrigan de contenido positivo, abierto, noble. Han pasado a ser refugio de los canallas, motores de exclusión y de agresión, membrete de lucrativos negocios, apropiaciones y desfalcos, atractivo cartel de propaganda. Y sus principales víctimas son los referentes genuinos, el cálido afecto hacia el suelo propio que, cuando es de buena ley, desborda hacia el interés y aprecio por los ajenos, el nervio solidario y desinteresado de indignación ante la maldad y la injusticia, la búsqueda del ideal, el recuerdo de que los avances se han ido produciendo a partir del luminoso círculo de las buenas ideas. De cuyo brillo se apropiaron los clanes parásitos para construir el empedrado de su infierno.
El armazón que sostiene la defensa de la aristocracia diferencial tiene una gran ventaja: encierra en su misma esencia su antídoto porque está hilado con pura fantasmagoría que no resiste la primera embestida neuronal, la confrontación más leve con la realidad.
Rescate
El edificio dual tiene como preludio la Revolución Francesa, pero empieza probablemente con la difusión de los conceptos de Lucha de Clases y Sentido de la Historia. Entrados en esta dinámica, aparentemente dialéctica pero bipolar de hecho, los ideales de igualdad ciudadana se difuminan; persona, análisis concretos, civilización como resultado acumulativo de logros que generan un mejor vivir pasan a muy segundo plano, son cubiertos por el manto homogéneo de la necesaria pertenencia a uno de dos bloques antagónicos. Ambos son simples entes de razón, construcciones mentales, no realidades indiscutibles. Las” Clases” carecen de existencia excepto como término concreto aplicado a sectores en un marco y momento definidos. No hay “Historia” con un proyecto, movimiento y leyes propias en el que estarían fatalmente insertos todos los individuos como las gotas en un torrente. Sin embargo la trama verbal dual ha descendido como una red sobre lengua y cultura, encerrado en sus mallas comunicación y pensamiento. Y de ello vive quien no podría vivir, ni prosperar, de otra cosa, a partir de un fenómeno nuevo: La construcción de los Estados de Bienestar, en sí un enorme logro pero que ha producido la ruinosa y peligrosa excrecencia de las utopías subvencionadas, grupos que se vuelven pronto de presión, adquieren gran fuerza como palanca electoral y exigen del Estado vivir en un régimen de manutención completa porque representan ideales por los que sus miembros nada arriesgan. Y ello en una época en la que se vive pendiente de aparatos que, de apagarse súbitamente, sumirían en la mayor indefensión y desconcierto a aquéllos mismos que reivindican la vuelta a las condiciones naturales que procuraban a nuestros antepasados una esperanza de vida de treinta años y un cuerpo en el que cualquier deterioro físico era irreversible. El petróleo de esta maquinaria de poder tribal es la canalización y explotación de la envidia, la más antigua, y estéril, de las pasiones criminales. Con ese estiércol se abonan, con una mano, vastos campos de victimismo mientras que se extiende la otra para recibir del Estado los fondos necesarios para continuar la tarea y ser elegido como gestor del acceso al indiscriminado reparto y al Reino de la Completa Gratuidad.
Los siglos XX y XXI, inundados de mensajes, técnica y millones de millones de población, están muy lejos de un uso primero de las dualidades, que, fuera del mundo de la acción, probablemente obedeció en su raíz a la necesidad de entender el universo, de dar un sentido a lo que en sí no tiene sino el que se quiere creer o se le presta. El final de la idea del sentido de la Historia, de la eterna Lucha de Clases, ha sido reciclado, con mayor o menor fortuna, según países y conveniencias. Hay casos en que, lejos de vitalizar el sentimiento e ideal de Civilización como memoria acumulativa de progresos de la especie humana, de alejamiento de la irracionalidad y aprecio de la cultura, el oportunismo ha ganado, momentáneamente, la partida y ha seguido imponiendo, incluso con mayor empeño, dualidades ficticias de Mal y Bien como únicas formas de interpretar la realidad. Izquierdas y Derechas es probablemente el caso más representativo en la edad contemporánea. Y España un ejemplo de manual. Pero sólo aún, apenas, todavía. El desprecio terapéutico de las tripulaciones de ratas del barco político ha comenzado a actuar. Hay una Resistencia simplemente armada de desdén y lejanía. Las dualidades preceptivas, y su manejo, están desapareciendo, se dispersan, con las invocaciones e intereses de sus fieles, en el nuevo aire exterior, perecen de pura vejez y están destinadas, como los viejos dioses, a difuminarse en el olvido, la anonimia y la indiferencia.
Y aquí se alza la gran cuestión: ¿Pueden defenderse causas nobles, luchar por la igualdad de derechos y contra la injusticia, proteger a los más débiles, salvar el muy necesario servicio público –y en él se incluyen sanidad y educación- y desfacer entuertos sin los viejos andadores duales? El comodín bipolar ofrecía el confort de la ropa muy usada, los zapatos amoldados al pie, la etiqueta fija, el precocinado listo en minutos. ¿Puede, sin estos maîtres à penser, sin estos dueños de la batuta de la orquesta social, haber oposición, movimientos de protesta, denuncias, sindicatos, alternativas, cambios? Sí, porque los ha habido y siguen siendo necesarios. Hubo individuos de valor y con decencia, que obraron con mayor o menor fortuna, cometieron errores pero invirtieron esfuerzo, corrieron riesgos y quemaron tiempo en la empresa. Su enemigo es justamente quienes usurparon sus nombres en beneficio propio, hicieron de la contestación y reivindicación un empleo fijo y se empeñan en mantener, con amenazas, la cárcel de los dos tipos de etiquetados.
La receta para la liberación y contra la impostura es de preparación fácil, Basta con añadir al instantáneo rechazo de quien se justifica (o descalifica al contrario) con los anatemas-icono antes citados un rechazo no menos automático de cuanto se ofrece sin precio y de aquéllos que prometen gratuidades inmerecidas, véanse diplomas, cargos, bienes, servicios y la seguridad, alojamiento y manutención garantizadas, de la cuna a la lápida, por el simple hecho de existir. Es importante tener en cuenta, en la preparación de la receta, la expulsión vomitiva y vomitable de todo tipo de transposición de la responsabilidad individual a aglomeraciones de sujetos gregarios. Tras esta saludable tarea de filtrado quedarán personas y hechos desprovistos de cortezas y ataduras y capaces de planear y construir parcelas de futuro.
No tardarán en encontrar, tras el vértigo del aparente vacío inicial, el aliciente inconfundible de la libertad y de esa superación de las ficciones que es el mundo real, cada vez más conectado, más cercano y, al tiempo, más asombroso en la variedad de sus formas, un mundo, un universo ciertamente crueles, pero cuya belleza supera toda ponderación.
Tiempo de Ideas
Es tiempo de ideas versus tiempo de tribus. La red ratonil es aún voraz pero también caduca. Antes de la plaga de las clientelas de la utopía, las utopías existieron. Como indicara Leonardo, cuanto se distingue y no pertenece a la Naturaleza ha sido primero una idea en una mente, para ir materializándose luego en lo que forma, con sus luces y sus sombras, cultura y civilización. Todo fue creación en alguien, en algún momento, proyección de voluntad y deseo, antes de germinar, prosperar e ir cambiando lo que conforma el medio vital y teje ciencia, técnica, arte, filosofía e historia. El Renacimiento, el Humanismo, la Ilustración, los Estados de Derecho, los valores universales y los derechos humanos han impulsado cada vez, con millares de palabras, intentos, instituciones, leyes y empresas henchidas de ilusión sociedades mejores cuyos logros sobrenadan a los naufragios, las aberraciones y los monstruos creados en el camino. La conciencia de esa universalidad de valores cara al Siglo de las Luces es extraordinariamente importante, pero de nada sirve sin su verbalización, sin que se encapsule en las palabras adecuadas y sea expresada por cualquiera en cualquier ocasión que lo requiera, aunque no existan medios materiales de cambiar las situaciones y se transija, acuerde y pacte según el peso económico y diplomático. Esto no impide que se eluda la denuncia y la defensa de lo que debe ser defendido. Muy por encima de un supuesto respeto a la pluralidad de religiones y costumbres que no es sino oportunismo, ignorancia y tibieza se alza la universalidad de los derechos, la responsabilidad en los actos, la insobornable realidad. Cada expresión, pública y privada, de desacuerdo, cada análisis y juicio claro desprovisto de consignas son un medio de socavar situaciones que, lejos de ser eternas e inalterables, son vulnerables en extremo a la imagen externa, el común sentido y la fluidez global de datos. El dos y dos son cuatro y no cinco de Orwell sigue teniendo toda su vigencia.
La idea de espacios de igualdad de Derecho fue invadida por la ola parásita de clientelas a cargo del contribuyente, las cuales, mientras se nutrían del huésped, seguían el mandato de multiplicaos y poblad la tierra mientras en ella quede algo que roer. Sin embargo se está invirtiendo el desdichado proceso que, en dinámica inversa a la de Las Luces, ha llevado de la persona a la tribu. Y es tiempo de recobrar el camino anterior y opuesto, el de la tribu a la persona, ese indispensable espacio de la nación como sede de ciudadanos y de ciudadanía, de gentes libres e iguales con derechos en nada condicionados a rasgos localistas, lingüísticos, raciales o históricos, un perímetro de seguridad legal desinfectado de superioridades míticas, amante de lo propio y precisamente por ello abierto a la apreciación de lo ajeno, día a día más propio también en una sucesión de círculos perceptivos que cada vez se extienden a mayores distancias.
Una vez desinfectado el panorama del chantaje Izquierdas/Derechas quedan otras dualidades, no por subrepticias y en apariencia inocuas menos peligrosas. Son las hermanas menores, las damas de honor del grande y engañoso atajo hacia supuestas verdades superiores y globales que liberan de la enfadosa tarea de pensar, de asumir las propias responsabilidades y de reconocer que el mundo ni es justo ni gratuito ni fuente de felicidad por decreto ley y que cada día representa un esfuerzo de lucidez y de solidaridad procurar que, en parte, lo sea. El Gran Enemigo puede adoptar tantos nombres como la legión satánica, véase Sistema, Estado, Capital, Conjura de Poderosos u Organizaciones Mundiales. El sujeto puede variar pero la dinámica es siempre la misma: Situar a un lado al diabólico dueño del poder y al otro al pueblo caracterizado por su inocencia y por el daño que el reino infernal le ocasiona. Poco importa, sorprendentemente, que se viva, con todas sus imperfecciones y fallos, en Estados de Derecho y sistemas democráticos con políticos y partidos electos. Entre otras dualidades que el Gran Enemigo cobija bajo sus alas se encuentra el mito del buen vasallo, tópico literario castellano en tiempos con base real apoyada en la noble figura del Mío Çid, pero luego amplia, oportunista y anacrónicamente asumido. Ocurre que los vasallos ni son desde hace largo tiempo vasallos ni son homogéneos ni son buenos por definición. Como todos los colectivos, éste también es una trampa, semejante al empleo del “Todos somos….Todos hacemos…Todos queremos….” cuando se hace participar a otro de rasgos y comportamientos que no tiene. Lo que se reprocha al sistema educativo, a los nacionalismos tribales, al sindicalismo de nómina estatal es lo que se ha apoyado, subvencionado, contemplado con indiferencia, admitido con la vaga permisividad de la cobardía y el pensamiento mínimo. Cuanto ocurre no es ineluctable resultado de alguna catástrofe meteorológica; llega arropado por el lenguaje impropio y tibio, por la dejación en el cumplimiento de las leyes, por el cansino asentimiento con tal de garantizarse la aceptación social y recibir los restos de la tarta dejados en el mantel.
Tiempo de precios
Por supuesto que las utopías valen la pena, pero no las pagadas con la piel de otros. Las actuales piden implicación personal mucho más que llanto y mito y su ejercicio incluye un incómodo peaje en el recorte de parcelas de comodidad y no poca modestia en la aceptación de las mejoras obra de otros, sean quienes fueren, y la constatación de que lo mejor es enemigo de lo bueno. La costumbre de pagar, o al menos reconocer, el precio de cuanto bien se desea o se disfruta está tan oculta por ofertas electoreras de felicidad todo a cien, por el interesado dogma de la gratuidad extendido por las clientelas utópicas y por la doctrina, incrustada en la opinión, de la eterna deuda injusta que el rescate del principio de realidad no es tarea fácil. Se ha extendido el consumo de una peligrosa droga: La irresponsabilidad personal a todos los niveles, desde el niño-rey al criminal siempre producto de frustraciones sociales pasando por los visires autonómicos con exigencias de califa. En planos más globales, de repente Europa se encuentra conque el amigo americano no va a pagar más sus facturas sino que se vuelca hacia la activa y emprendedora cuenca del Pacífico. Gran desconcierto y apresurado reciclaje de las pancartas Americans, go home en Americans, come home, please.
Hay una búsqueda desesperada de enemigos. La retirada de escena del Poderoso Número Uno deja un vacío vertiginoso en la iglesia política mental de buena parte de Occidente. Los que carecían de poder, de influencia, de éxito tenían hasta ahora, por contraste, el certificado de garantía de su inocencia y su bondad. Esto ya no es válido. Hay pendiente una enorme tarea de desescombro, de disociación de los términos social y público del de parásito y explotador de la sufrida y pagana clase media. Cumple aprender a pensar y a orientarse en un terreno desconocido carente de señalización ideológica y de consignas. En la Antigüedad y en la Edad Media, incluso en el Antiguo Régimen, todo era más fácil, la dependencia, saqueos, recompensas, castigos y servidumbres se enmarcaban en el nítido reino de la fuerza, del jefe, responsable del bien y del mal, de vidas y haciendas. No cabían asociaciones reivindicativas del mérito de la diferencia, ni del especial orgullo de los arqueros zurdos, tampoco los domadores de pulgas podían reclamar compensaciones a su secular postergación social respecto a los cetreros, ni menudeaban las comisiones para la sustitución del Latín por el caló como lengua de la diplomacia sin fronteras. Pero llega la democracia a enturbiarlo todo, a distribuir a cada ciudadano un fardo de albedrío e implicación en normas, leyes y tipo de gobierno del que éste procura desembarazarse por diversos medios, de los que el más común es buscar al grande, ancestral, a ser posible lejano, colectivo e incluso abstracto enemigo.
El colectivo suplente está en las redes, en su oferta ilimitada de solidaridad y compañía, con el mínimo esfuerzo que permite decantarse con suma facilidad por lo más vil, lo menos exigente desde el punto de vista ético e intelectual, por el placebo de acción directa que no en vano se ha hecho indispensable para los adeptos al terrorismo. En el mundo real y de las buenas intenciones
Transición final de trayecto
Adiós, Transición, adiós. Fue hermoso mientras duró quizás por el empeño en creer que lo era. Es posible que a la inocencia y afán de ese empeño se debe el paso franco ofrecido pronto a la vileza. Tuvo el atractivo de la juventud, del principio de algo que es un simple umbral, una promesa no avalada por los actos, asentada en la negación infantil de lo existente, en los ritos de afirmación de guerrilla urbana, de valientes desafíos que no habían existido. Y en España su parte más noble de solidaridad e ilusiones fue rápidamente secuestrada por los que pretendían, y lograron, hacer de ella su durable y provechosa parcela. Enseguida todo lo fue cubriendo, como el merengue en una tarta, el radical y vertiginoso cambio técnico de las últimas décadas del siglo pasado, el buen vivir, semejante a los felices veinte, la prosperidad que se creía lineal y segura y, pronto, la mutación de la Era de las Comunicaciones, el aparente poder del saber instantáneo y las grietas, inesperadas, sorprendentes y sin embargo previsibles en algo en lo que se vivía con blandura y con la seguridad de lo permanentemente adquirido, y que, por lo tanto, se denigraba y que se llamaba civilización.
Las utopías piden un rescate, son, finalmente, un mosaico de ideales, de pequeñas empresas, de intentos tan ajenos a la conveniencia personal como el estudio de las galaxias del universo. En la Tierra y en lo que a sus habitantes humanos concierne, no se trata de su final, sino del final de las utopías gratis total y de las exhibidas como requisito para ponerse en nómina. Retos y disyuntivas son nuevos. No habrá diplomas de pertenencia al club dual adecuado, ni se ofrecerán lotes de placa solar, pancarta antiimperialista y bicicleta de última generación. El panorama es a la vez sencillo y complejo: Transportes y difusión informativa han puesto al alcance de quien lo desee la vivencia de cualquier etapa y cualquier variante de la evolución de la especie. Un anhelo tribal puede realizarse con la simple incorporación a cuantos aún viven de tal manera, pero para ser consecuentes esto incluye, llegado el caso, el recurso al brujo de la tribu en vez de al odontólogo. Por primera vez en el planeta se ofrecen simultáneamente la edad de piedra, los cazadores y recolectores y Silicon Valley. Con un pie en el paro y otro en las visitas virtuales por el cosmos, la orientación ideológica, e incluso física, no son fáciles ante tal oferta. Sobre todo cuando las referencias básicas se han reducido a la conveniencia del rechazo a lo conocido, lo tradicional, lo perteneciente al confuso y denigrado vocablo Civilización.
El panorama se clarifica no poco cuando se pasa por el cedazo del interés y se ve en qué quedan proclamas, manifestaciones y gestos cuando desaparece el beneficio al que venían siendo asociados, una rentabilidad no siempre económica y sí un mucho social. Han amarilleado y muestran fecha de caducidad los carnets imaginarios, ya no permiten la entrada a los clubes que solían. Para beneficio de los que, al menos, a partir de ahora crearán sus propias filiaciones teniendo como referencia el principio de realidad. Esa desaparición abre las puertas a una percepción más amplia y a unos actos sopesados según el riesgo, energía y tesón invertidos en ellos.
Un mundo de transiciones
España no es ciertamente la única embarcada en cambios perceptibles de etapa, ni tiene el copy right del producto Transición. Aquello a lo que ella se enfrenta con la sensación inconfundible de paso a otra época sucede también en diversas medidas en el área occidental a la que pertenece, mientras que en el resto del mundo cada cual intenta resolver a su vez contradicciones que recuerdan a los dolores de crecimiento de los adolescentes. Tal vez se trata del fin de la infancia del que hablaba Arthur C. Clarke, del paso de la omnipotencia infantil al sano, y a la larga mucho más gratificante, principio de realidad. La imparable globalidad actual, tejida en buena parte por la espesa red de comunicaciones, podría equivaler a una primera etapa de esa mente común en la que en el relato de Clarke se resuelven las individualidades de los seres del planeta Tierra bajo la supervisión del enviado por una superior especie galáctica. En la práctica del aquí y ahora, es dudoso que los humanos quieran desterrar la personalidad distinta de sus vidas, aunque el precio de ella, y de la libertad, sean la tristeza, el error, la angustia y el fracaso. Final y fatalmente siempre se alza en el horizonte el Árbol de la Ciencia, el alto peaje que pagar por el conocimiento y el ansia de alcanzarlo, y la agudeza de las pasiones que, como las sensaciones directas, no admiten simulacros.
A España se le ha acabado el tiempo de descuento, ha agotado la tregua entre una tiranía que le permitía ser irresponsable y la utilización del edificio propiedad de la cooperativa. Se enfrenta a sus propias cosechas, que incluyen la peligrosa mezcla de amplísima clase parásita, cesiones al terrorismo y nihilismo de vanguardia; tres elementos presentes en otros países pero no en semejante proporción ni protegidos por los mismos blindajes. En vez servir de parque temático de un romanticismo trasnochado y de un revolucionarismo light mediterráneo puede valer para naciones más consolidadas de cierto ejemplo negativo por lo que a ella tienen éstas de afín en lo que respecta a utopías de nómina y sectores improductivos cuyo mantenimiento, a cargo estatal, sirve de coartada para las fechorías financieras, siempre impunes. La cantidad en los ingredientes alcanza en España calidad significativa. Su red de intereses y sus financiaciones inútiles (excepto para sus beneficiarios) carece en Europa de parangón, como tampoco existe allende fronteras chantaje comparable al que aquende ha permitido el expolio. El sometimiento al terrorismo tras la matanza del 11 M y la colocación de miembros de ETA en puestos públicos ocupa un nada honroso solitario puesto. Es, además. España imbatible en el odio y denigración de sus símbolos, véase himno y bandera, de sus rasgos identitarios, como la propia historia, lengua y territorio, y del nombre mismo que la designa. Siempre parece tener una ansiosa lista de espera de enemigos autóctonos esperando repartirse su desguace, pero éstos, a diferencia de las guerras balkánicas, se guardan muy bien de arriesgar patrimonio o empleo.
En el resto de Europa un amplio sector significativamente presente lleva largo tiempo embarcado en una cuidadosa demolición de lo que civilización occidental representa. Entre otras razones porque el producto tiene las ventajas de la comida rápida y es rentable: A más comunicación instantánea menos reflexión y más autosatisfacción, por ahorro neuronal y por sensación de pertenencia a un grupo. Esa caricatura de la democracia que es la mezcla de populismo victimista, miedo y asambleísmo de luces cortas vende. El terrorista cuenta con una generosa cuota de comprensión, relativismo y todo tipo de argumentos que impidan al público la acción defensiva y ofensiva, la toma de posición y el riesgo. El interés por países lejanos y la afectuosa atención, con ejemplar solicitud y modestia, hacia sus culturas se utilizan como arma y argumento contra la propia. La bien pagada burocracia de organizaciones internacionales colabora activamente en esta dinámica de todos sois formidables con el reparto de títulos de herencia cultural, y lo hace con tal largueza que no sería extraño que se nombrara a la tradición de los cazadores de cabezas Patrimonio de la Humanidad.
Hay una curiosa virulencia indiscriminada en el movimiento que se proclama pacifista, parecida a la infinita sed antisistema de negación de cuanto existe precisamente porque tiene calidad, valor, peso. Se cultiva una añoranza de tierra quemada y punto cero porque los habitantes de ese páramo carecerían de puntos comparativos y disfrutarían de la sensación de que nadie poseerá lo que ellos no han logrado. La nueva Edad Dorada mítica habría sido la del igualitarismo perfecto y sus antagonistas, en bloque, son desde Aquiles hasta el último de los héroes de la Aliada, Tersites –que al fin y al cabo tenía sus aspiraciones- incluido. La diferencia con el Hombre Nuevo o el Buen Salvaje rousseauniano es que ahora se trata de nihilistas bien instalados en la sociedad cotidiana, de la que extraen un estatus ventajoso y por la que se hacen pagar, y con frecuencia admirar. Como sin dualidad aparente no hay acción ni movilización, el cansino maniqueísmo tradicional se ve reemplazado por un inmenso Club de Víctimas, que sería el Pueblo (en absoluto el individuo ni el ciudadano de un Estado parlamentario de Derecho) enfrentado a los Poderosos, la Conjura y el indispensable Mal. El catecismo siglo XXI podría definirse como un Adanismo singularmente peligroso que reivindica para sí toda la legitimidad del fin que justifica los medios frente a un estado de cosas maligno, injusto y coercitivo. Se trata del adanismo de las clientelas parásitas del sistema cuya destrucción propugnan, dispuestas a trocear y repartirse como botín legítimo sencillamente cuanto existe mediante el monopolio de las utopías y la propaganda potenciada como nunca anteriormente por los medios de comunicación.
Como los dioses castigan a los hombres concediéndoles sus deseos, resulta que el Enemigo habitual, los malos de nómina, siguen el consejo de tantos graffiti Americans go home y se van a su casa. Estados Unidos, y Canadá, tienen las grandes reservas y la técnica para extraer de nuevas fuentes cuanto combustible necesitan, dan la espalda al viejo, conflictivo, siempre pedigüeño continente y estrechan lazos con las enérgicas y laboriosas naciones del Pacífico, en las que, por haber vivido la experiencia, tienen poco predicamento las veleidades utópicas gratis total. El pistoletazo de salida lo dio el Presidente Obama, a poco de ser nombrado, en su discurso en El Cairo, ignorando a la población con aspiraciones a un estado moderno laico egipcio y adulando a los islámicos. No está siendo una digna retirada, y es probable que tampoco el abandono de Europa, en ambos sentidos, sea una medida inteligente que impulse la afirmación de naciones más libres y prósperas en un mundo mejor, pero al menos hará patente e insoslayable la conciencia del precio de cuanto se posee y la necesidad de esforzarse y de pagar por vivir cómo se vive, con la grave consecuencia de dejar en el paro a las capas parásitas de las utopías vicarias.
Mientras tal cosa ocurre, proliferan los temas de sujeto neutro, indefinido, de irresponsabilidad difusa, que generan redes de intereses y permiten crear fuentes de beneficios sin méritos probados y sin pérdidas patrimoniales. Dado que el futuro, como el papel, lo aguanta todo, los sujetos individuales, responsables por lo tanto de sus actos, han desaparecido de escena. Los aquiles han menguado de talla a velocidad pasmosa y no aspiran a mayor gloria que al puñado de minutos televisivos. Ya no hay héroes, ni aspirantes a serlo, que para bien o para mal al menos se arriesguen en empresas y deban rendir cuentas en el presente confrontados al principio de realidad. Se ha creado un mundo de abstracciones sin culpables, un horizonte planetario anónimo que se constituye en nueva religión, la más reciente de las temibles religiones laicas, con sus dogmas, ritos y, sobre todo, oneroso clero. Los dioses antiguos están sin duda encantados ante la segunda oportunidad que, tras milenios de olvido, se les ofrece. Gea, Urano, Odín, Cibeles, Cernunnos, Isis, Zeus, Ra, la Pachamama y demás personificaciones de elementos naturales y leyes físicas disfrutan de la nueva juventud que les brindan los adoradores de la Madre Tierra, los cruzados de la salvación del Planeta, los convencidos del solícito amor con el que la Naturaleza los distingue, sin reparar en que la amorosa madre se rige por la selección natural y la supervivencia de la especie, no la del individuo y menos aún la del débil, el de avanzada edad (más de 35 años) o el enfermo. Toda irracionalidad y todo dispendio y abuso tienen barra libre en el culto futurible al uso, en nombre de dogmas tan indiscutibles como de imposible comprobación. Brilla de nuevo, en el horizonte de los partidarios del mínimo esfuerzo mental el sol de la autocensura. Imposible rebatir y ni siquiera cuestionar las predicciones, catastrofistas todas, de diversas y merecidas desdichas de las que será víctima la especie humana, culpable por el hecho de existir y, mientras alienta, en estado de pecado original e imperativa necesidad de arrepentimiento público, disculpa y expiación. Cuando el comisariado bienpensante veía con inquietud disminuir el terreno propicio para sus fieles, peligrar los chantajes duales y con ello los diezmos y primicias de su clero gloriosamente laico, aparece la gran empresa de la salvación planetaria, con filones inextinguibles de víctimas que reivindicar desde la aurora de los tiempos. Todo un respiro.
Y sin embargo la cartografía de la indefensión y de las transiciones es precisamente la que permite avanzar hacia muy diferentes panoramas, la que, por contraste con el Lado Oscuro, delimita el perfil de territorios de claridad y, una vez abandonadas las cadenas duales, se abre a opciones, hechos, individuos. Queda atrás, como un traje viejo, la cárcel lingüística, el lenguaje interesada o estúpidamente pervertido. Cada día es distinto, y la tarea, al principio trabajosa y desacostumbrada de juzgar por los hechos y actuar según el juicio propio, adquiere el atractivo de quien explora países a la vez familiares y desconocidos. Una limpieza a fondo de populismo permite descubrir las posibilidades personales, el rescate de la herencia cultural y el esfuerzo del saber aporta la inconfundible sensación de alimento no perecedero, el denigrado cariño por la tierra propia pasa a ser puerta hacia la percepción y aprecio de las ajenas, que crecen a su vez y toman altura cuando, necesariamente, hay que rendirse a la belleza que acompaña a la crueldad del mundo. Y se vuelve a la vieja pregunta fundamental ¿Vale más vivir que morir? ¿Vale más el ser que la nada? cuya respuesta es siempre solitaria.
Tras las opciones hay puertas, con frecuencia muy materiales. La del abandono, que probablemente no será largo ni será tal, de un Washington volcado hacia el oeste podría atraer la atención del Viejo Mundo hacia una zona de posibilidades: la Eurasia más allá del mar Caspio. La nueva Ruta de la Seda revive su vocación comercial, se sabe crucial por el uranio, el oro y muy especialmente por las arterias de gas y de petróleo con proyectos cada vez de mayor importancia. Europa tiene ahí su Pacífico, su oportunidad y su salida, en países como Uzbekistán, con una gran ambición de modernidad, con vitalidad y dinamismo. Estos territorios situados en el centro del círculo antigua Unión Soviética-China y al sur de fundamentalismos islámicos de confesiones diversas, no desean integrarse en las áreas de sus vecinos, pese a los requiebros de Arabia Saudí y el peso de la China y la Rusia inmensas.[6] Su historia, enterrada en la arena, habla de épocas más amplias, de un fluir paralizado y anegado en sangre, como en Merv (Mary), en 1221, por Tolui, el hijo de Gengis Khan, que la arrasó y exterminó con un saldo quizás de un millón de muertos y puso fin a la mítica Ruta. El pasillo de Asia central se reabre, los uzbecos miran hacia Occidente, en Tashkent se perciben la energía y el cambio. Una calle en Samarcanda recuerda a Ruy González de Clavijo, enviado por Enrique III de Castilla en 1404 como embajador en la corte del emperador mongol Tamerlán, que es Timur Lang, es decir, Timur el Cojo. El oasis de Fergana, en las puertas de China, es una moderna ciudad de tipo soviético y buen nivel. Las dictaduras de Turkmenistán puede que sigan el ejemplo –es decir, que desaparezcan- de uno de sus jefes supremos, amante de las estatuas de oro que se hacía erigir en la capital, Ashgabad, y que los congresos que le deseaban miles de años de Presidencia no impidieron que falleciera súbitamente de un infarto. Es muy probable que, esquivando el poco atractivo ejemplo iraní –por no hablar del de Afganistán y Pakistán-, estos países busquen alianzas semejantes a las aspiraciones de Turquía al ingreso en la Comunidad de países mediterráneos.
La Europa de Europa hoy por hoy es Eurasia, sus perspectivas de alianzas, comercio y progreso se encuentran también en Extremo Oriente, en sociedades vacunadas contra el comunismo por vecindades y por experiencias terribles, que han sabido alzarse hasta la modernidad en pocas décadas, en las que la sociedad civil hierve de iniciativas y deseos de instruirse y ha rechazado sabiamente el victimismo y el complejo respecto a Estados Unidos. Vietnam, Singapur, Malasia en buena medida, lo que podrá ser en breve Myanmar, la Birmania de otrora, Japón cada vez más alejado de un culto de tipo fascista al honor que parecía genético, Corea del Sur, Taiwán limpia como los chorros del oro, amable, vital, educada, sonriente y segura, y los que se van sumando configuran el amigo asiático por méritos propios. Los temidos amarillos no son un peligro sino una esperanza y una ventana al futuro para la Europa desorientada, regresiva, aldeana, temerosa. Los países musulmanes, encerrados en el problema del único juguete de una cultura y religión fallidas por la impotencia para separarse del Estado, lo resolverán o no, pero Europa tiene que dar el sorpasso, sobre ellos y comunicarse y establecer lazos con los que, en un mundo en todos los lugares asequible por los transportes, han optado por vivir vidas civilizadas, dichosas, prósperas. Sociedades punteras en informática pero sabiamente tradicionales en los usos que valía la pena preservar, donde hombres y mujeres salen, entran, van juntos, en las que los templos están abiertos a cualquiera y las aulas no dan abasto con el afán de aprender, poblaciones con arte y técnica, parejas enlazadas, niños, tradiciones amorosamente conservadas, con su color, bullicio y al tiempo su tolerancia y paz, para disfrute de propios y extraños.
Esos millones en los que Occidente ve temible masa por la simple razón del número no son hormigas homogéneas e implacables en la sumisa dedicación al trabajo. Son gentes, como los del otro lado de Eurasia, de una de gambas pero pagándosela ellos, de mercadillos con rica comida fresca, de competiciones de fuegos artificiales, bailes y música, de ir de tiendas, de pedir favores en los templos a sus santos patronos, vestirse a la última y aprovechar hasta el último minuto de sus ocios. Ellos han tenido de todo en cuestión de vicisitudes en los siglos XX y XXI, saben de la virtud de la modestia, la observación, la tenacidad, y se desviven por alcanzar altos niveles educativos, sufrieron agresiones, manifestaciones y muertos, conocen los precios de la libertad, del respeto y la fragilidad de los sistemas de Derecho y la democracia, sus vecinos próximos son dictaduras tan enemigas de los individuos y de la vida buena en Asia como en Europa o América. Tienen, por lo tanto, mucho que ofrecer, observar, compartir, intercambiar y disfrutar en el mejor sentido de las globalizaciones.
Tan lejos, tan cerca. Auckland, Nueva Zelanda.
La mercancía que Europa tiene para ofrecer, su oro, su uranio, su petróleo y su seda es su modo de vida, algo que parece banal, imperceptible por lo cotidiano, pero muy real, hasta el punto de que permea el planeta y se ha extendido por una aceptación que no es la del caballo ni la espada, amalgamándose cada vez con formas lejanas y diversas pero en todas reconocible, en especial cuando falta. Y responde al simple deseo de libertad, de saber, de pensar y de disfrutar de la existencia.
[1] La realidad hispánica no decepciona: acaba de ofrecer, en marzo de 2016, un remedo de semáforo maoísta versión de género, con muñequitos con femenina falda.
[2] Véase La Secta Pedagógica, de Mercedes Ruiz Paz. UNISÓN EDICIONES.
[3] Véase Hannah Arendt: Los Orígenes del Totalitarismo.
[4] Estas líneas fueron escritas algunos meses antes de que se desprendiera, arrugara y quedara desatendido e ignorado como un papel viejo el panel dedicado a los mensajes sobre las víctimas. No hace falta mucha agudeza para prever que la posible reparación se aprovechará para diluir el 11 M en sí en condenas al terrorismo en general.
[5] Ali Ahmad Said Esber, “Adonis” ha publicado en España (Ed. Ariel) Violencia e Islam, serie de entrevistas con la profesora y psicoanalista Huria Abdeluahad.
[6] Nombres Árabes. Mercedes ROSÚA. Editorial Alegoría. Sevilla 2012.
«Y ahora, ¿qué va a ser de nosotros sin bárbaros?»
«Esas gentes eran, al fin y al cabo, una solución.»
C. P. Cavafis «Esperando a los bárbaros»
1-Transiciones.
A la transición pacífica, desde un régimen dictatorial a otro realmente parlamentario elegido con todas las reglas del sufragio universal y las normas electorales, sucedió rápidamente en España la generación y mantenimiento de una estructura oportunista, incrustada en la deseable y genuina, de carácter esencialmente parásito, autolegitimada por la mitificación como el Mal absoluto del régimen anterior y sostenida por la publicidad cultural y mediática. Esto ha consistido, y en buena parte aún consiste, en crear tribus que cobran por el hecho de serlo y en favorecer la proliferación de clientelas basadas específicamente en la ausencia de mérito propio y en el monopolio de un poder que se basa en los privilegios de comisariado social, en la unificación de cultura y educación según los tipos de propaganda y en la difusión del temor al ostracismo y la represalia.
La diferenciación rentable, crear tribus y pagarlas por serlo ha sido, desde muy pronto, la argamasa más asiduamente utilizada por arquitectos y albañiles de un entramado pseudoestatal hispano que ha crecido abrazando y asfixiando el árbol original de la Constitución. Siempre bajo el paraguas de proclamas utópicas finalmente a cargo del tesoro público, la metodología se basa en generar, delimitar, favorecer y blindar a grupos a los que se hace beneficiarios y deudores de inmerecidas cuotas de privilegios. Es exactamente la antítesis del Estado de Derecho compuesto por individuos sólo iguales ante la Ley y los derechos cívicos, pero que deberán lo que cada uno obtenga a sus dotes, obras y merecimientos.
La fábrica de fidelidades recibe apoyo y procura seguridad durante un espacio de tiempo, que en España se extiende desde el comienzo de los años 80 del pasado siglo hasta la actualidad, mientras existan fondos para ello. Si la estructura de clanes creada ad hoc persiste y prospera durante décadas, es porque la censura, en buena parte interna y asumida, ha impedido, no ya la denuncia, sino ni siquiera la verbalización de lo que sucede. La implosión, cuando llega, simplemente va haciendo saltar las mallas del tejido. Se carece incluso de terminología para la descripción de un estado de cosas que la percepción omite o justifica.
Las tribus prestamente generadas por el alter ego parásito de la Transición española se han formado con elementos cuyo denominador común es la falta de valía que justifique el puesto, prestigio, dinero, preeminencia e inmunidad de los que gozan. Nunca se componen de individuos en un contexto de igualdad ciudadana, no se trata de personas diferenciadas ni de obras concretas sometidas directamente a observación. Pertenecen a la iglesia terrenal de la Clase, la etiqueta política, el Opresor o el Oprimido, el Privilegiado o el Rebelde. La tribu puede serlo por el lugar que habita, por mitologías etnológicas, por hablas locales, por la opción y el género sexuales, por la inferioridad profesional, intelectual, social entendidas como rasgo meritorio, por la marginalidad. De forma que, lejos de paliar deficiencias, favorecer el desarrollo y aspirar y hacer aspirar a mejoras, lo que se potencia es la selección inversa y la multiplicación de lo peor en todos los aspectos, la dictadura del miembro, anónimo e irresponsable, sobre el ciudadano y la mediocridad militante como norma. Ello ejercido según una táctica agresiva que actúa en defensa propia de la numerosa, y bien alimentada clientela. De ahí el apoyo, férreo, largo y tenaz, al sistema por parte de un vivero de población adicta que ha sido moldeada según el baremo de los mínimos comunes denominadores.
Los genéricos anulan el análisis, persecución y castigo real de actos concretos. Este individuo no ha hecho tal cosa, no es persona ni jurídica ni de tipo alguno, no es responsable. Pertenece a un estrato gregario, semianimal, determinado por sexo, lugar, trabajo, usos, ingresos. Por ello nada más fácil, una vez creada esta conciencia de ganadería, que infundir en ella el odio a sus supuestos dueños, a cualquiera que, por cualquier concepto, resulta envidiable y sobrepasa al rebaño. La utilización de falso léxico es, en este caso, indispensable, las grandes palabras dignas de utilizarse con el mayor rigor o se desvirtúan o se vulgarizan de manera que pierdan todo sentido, terrorismo o genocidio pasan a ser cualquier cosa.
El parásito ha cubierto el árbol de tal manera que resulta difícil distinguir el tronco originario, las ramas que pugnan por abrirse paso hacia la copa, la tierra y las raíces mismas que, en su momento, le dieron base y existencia. Porque la Transición española no siempre fue la madeja de excrecencias sin más finalidad que la rapiña y el engorde. Y menos todavía la mutación taumatúrgica del viejo al nuevo sistema. Fue un proceso por el que circulaba la savia de la buena voluntad, de la amplitud de miras, cuyo marco era, no ya parejo, sino exactamente antagónico al horizonte tribal. El árbol incluía en su materia las semillas de voracidades y clanes, pero ni éstas fueron el componente principal ni el único. Las cubría y silenciaba un arranque general hacia arriba, un empuje de ilusión y de esperanza que contó sobre todo con el individuo y que fue sostenido por personas que, o dieron la talla, o engañaron a cuantos confiaron en que podían darla.
Décadas después, el desengaño ha sido proporcional al volumen de la ilusión invertida, al espejismo prometedor de mayor y segura dicha. Y el desengaño es tanto más letal cuanto que sus perfiles no son perceptibles, se difuminan en el vago panorama de generales, casi universales crisis. De forma que el enemigo siempre carece de rostro, de nombre, finalidades y orígenes. Es simplemente un avatar mudable según lo que reflejen las pantallas, y, por lo tanto, nada más fácil que someterse a las tribus cercanas, a la desaparición del país y de los principios y valores comunes, a la negación de las relaciones causa-efecto y a la vaciedad del término historia.
Son muy reales, sin embargo, los lotes y repartos, las gabelas aseguradas para el hoy y los tiempos venideros, las reservas y haberes diezmados hasta la extenuación. Con la grande, inmensa diferencia respecto a los normales casos, en otras naciones, de abusos, corrupción y rapiña de que en la España de la Transición dulce lo que ha crecido, más que hierbas parásitas, es un bosque paralelo sembrado desde su origen a efectos de expolio. Universidades, fundaciones, organizaciones, unidades políticas y administrativas, medios de comunicación, ministerios, cuerpos administrativos y judiciales, currículos de Enseñanza, leyes, aeropuertos se han ido creando ex ovo para cobrar de ellos y a través de ellos. La interminable polémica sobre las reformas educativas que ha producido ya en dos generaciones un bajísimo nivel se resume, tras el maquillaje del ideario, en la necesidad de quitar conocimientos para sustituirlos por consignas. Y esto con el fin inmediato de poder colocar, en lugar de a profesionales, a la fácil y agradecida clientela de comisariado, partido, sindicatos de nómina, votantes, colegas y simpatizantes. Sólo así se comprende el afán por eliminar de los programas de estudios, de las oposiciones y hasta de escuelitas de primaria y guarderías, el aprendizaje real, la jerarquía de importancia en los saberes, la posibilidad de que la inteligencia natural, el trabajo personal y el caudal de conocimientos hallen el hueco social que se les debe.
El atraco perfecto al hispánico modo ha consistido, y consiste, en crear y adueñarse de vastos sectores públicos y/o subvencionados y en diseñar, acotar y fidelizar rebaños de diversos hierros; véanse minorías raciales, sexuales, sociológicas, que se constituyen en receptores naturales de indemnización por ancestrales agravios, ofensas al orgullo de género y traumas debidos al represivo rojo de los semáforos o al aprendizaje de la ortografía[1]. En el amplísimo club tienen cabida amantes del patín solar y de la bicicleta urbana, defensores del carril para jabalíes y de la reintroducción del oso madroñero, amigos del piojo verde (en peligro de extinción) y, hablantes del castrapo o de las formas dialectales catalano-árabes del área barcelonense. Paralelamente, se elimina a un ritmo cada vez más acelerado el respeto a la vida privada y derechos del ciudadano sin mayores distingos, de forma que se acorrale a éste en el reducto de una libertad vigilada bajo sospecha de incorrección sociopolítica. Nadie será hijo de sus obras. No hay personas. Las que vayan quedando sirven para pagar, callar y ofrecer periódicamente sacrificios a los dioses Solidaridad, Progresismo y Democracia.
[1] La realidad hispánica no decepciona: acaba de ofrecer, en marzo de 2016, un remedo de semáforo maoísta versión de género, con muñequitos con femenina falda.
Un mundo de transiciones
España no es ciertamente la única embarcada en cambios perceptibles de etapa, ni tiene el copy right del producto Transición. Aquello a lo que ella se enfrenta con la sensación inconfundible de paso a otra época sucede también en diversas medidas en el área occidental a la que pertenece, mientras que en el resto del mundo cada cual intenta resolver a su vez contradicciones que recuerdan a los dolores de crecimiento de los adolescentes. Tal vez se trata del fin de la infancia del que hablaba Arthur C. Clarke, del paso de la omnipotencia infantil al sano, y a la larga mucho más gratificante, principio de realidad. La imparable globalidad actual, tejida en buena parte por la espesa red de comunicaciones, podría equivaler a una primera etapa de esa mente común en la que en el relato de Clarke se resuelven las individualidades de los seres del planeta Tierra bajo la supervisión del enviado por una superior especie galáctica. En la práctica del aquí y ahora, es dudoso que los humanos quieran desterrar la personalidad distinta de sus vidas, aunque el precio de ella, y de la libertad, sean la tristeza, el error, la angustia y el fracaso. Final y fatalmente siempre se alza en el horizonte el Árbol de la Ciencia, el alto peaje que pagar por el conocimiento y el ansia de alcanzarlo, y la
agudeza de las pasiones que, como las sensaciones directas, no admiten simulacros.
A España se le ha acabado el tiempo de descuento, ha agotado la tregua entre una tiranía que le permitía ser irresponsable y la utilización del edificio propiedad de la cooperativa. Se enfrenta a sus propias cosechas, que incluyen la peligrosa mezcla de amplísima clase parásita, cesiones al terrorismo y nihilismo de vanguardia; tres elementos presentes en otros países pero no en semejante proporción ni protegidos por los mismos blindajes. En vez servir de parque temático de un romanticismo trasnochado y de un revolucionarismo light mediterráneo puede valer para naciones más consolidadas de cierto ejemplo negativo por lo que a ella tienen éstas de afín en lo que respecta a utopías de nómina y sectores improductivos cuyo mantenimiento, a cargo estatal, sirve de coartada para las fechorías financieras, siempre impunes. La cantidad en los ingredientes alcanza en España calidad significativa. Su red de intereses y sus financiaciones inútiles (excepto para sus beneficiarios) carece en Europa de parangón, como tampoco existe allende fronteras chantaje comparable al que aquende ha permitido el expolio. El sometimiento al terrorismo tras la matanza del 11 M y la colocación de miembros de ETA en puestos públicos ocupa un nada honroso solitario puesto. Es, además. España imbatible en el odio y denigración de sus símbolos, véase himno y bandera, de sus rasgos identitarios, como la propia historia, lengua y territorio, y del nombre mismo que la designa. Siempre parece tener una ansiosa lista de espera de enemigos autóctonos esperando repartirse su desguace, pero éstos, a diferencia de las guerras balkánicas, se guardan muy bien de arriesgar patrimonio o empleo.
En el resto de Europa un amplio sector significativamente presente lleva largo tiempo embarcado en una cuidadosa demolición de lo que civilización occidental representa. Entre otras razones porque el producto tiene las ventajas de la comida rápida y es rentable: A más comunicación instantánea menos reflexión y más autosatisfacción, por ahorro neuronal y por sensación de pertenencia a un grupo. Esa caricatura de la democracia que es la mezcla de populismo victimista, miedo y asambleísmo de luces cortas vende. El terrorista cuenta con una generosa cuota de comprensión, relativismo y todo tipo de argumentos que impidan al público la acción defensiva y ofensiva, la toma de posición y el riesgo. El interés por países lejanos y la afectuosa atención, con ejemplar solicitud y modestia, hacia sus culturas se utilizan como arma y argumento contra la propia. La bien pagada burocracia de organizaciones internacionales colabora activamente en esta dinámica de todos sois formidables con el reparto de títulos de herencia cultural, y lo hace con tal largueza que no sería extraño que se nombrara a la tradición de los cazadores de cabezas Patrimonio de la Humanidad.
Hay una curiosa virulencia indiscriminada en el movimiento que se proclama pacifista, parecida a la infinita sed antisistema de negación de cuanto existe precisamente porque tiene calidad, valor, peso. Se cultiva una añoranza de tierra quemada y punto cero porque los habitantes de ese páramo carecerían de puntos comparativos y disfrutarían de la sensación de que nadie poseerá lo que ellos no han logrado. La nueva Edad Dorada mítica habría sido la del igualitarismo perfecto y sus antagonistas, en bloque, son desde Aquiles hasta el último de los héroes de la Aliada, Tersites –que al fin y al cabo tenía sus aspiraciones- incluido. La diferencia con el Hombre Nuevo o el Buen Salvaje rousseauniano es que ahora se trata de nihilistas bien instalados en la sociedad cotidiana, de la que extraen un estatus ventajoso y por la que se hacen pagar, y con frecuencia admirar. Como sin dualidad aparente no hay acción ni movilización, el cansino maniqueísmo tradicional se ve reemplazado por un inmenso Club de Víctimas, que sería el Pueblo (en absoluto el individuo ni el ciudadano de un Estado parlamentario de Derecho) enfrentado a los Poderosos, la Conjura y el indispensable Mal. El catecismo siglo XXI podría definirse como un Adanismo singularmente peligroso que reivindica para sí toda la legitimidad del fin que justifica los medios frente a un estado de cosas maligno, injusto y coercitivo. Se trata del adanismo de las clientelas parásitas del sistema cuya destrucción propugnan, dispuestas a trocear y repartirse como botín legítimo sencillamente cuanto existe mediante el monopolio de las utopías y la propaganda potenciada como nunca anteriormente por los medios de comunicación.
Como los dioses castigan a los hombres concediéndoles sus deseos, resulta que el Enemigo
habitual, los malos de nómina, siguen el consejo de tantos graffiti Americans go home y se van a su casa. Estados Unidos, y Canadá, tienen las grandes reservas y la técnica para extraer de nuevas fuentes cuanto combustible necesitan, dan la espalda al viejo, conflictivo, siempre pedigüeño continente y estrechan lazos con las enérgicas y laboriosas naciones del Pacífico, en las que, por haber vivido la experiencia, tienen poco predicamento las veleidades utópicas gratis total. El pistoletazo de salida lo dio el Presidente Obama, a poco de ser nombrado, en su discurso en El Cairo, ignorando a la población con aspiraciones a un estado moderno laico egipcio y adulando a los islámicos. No está siendo una digna retirada, y es probable que tampoco el abandono de Europa, en ambos sentidos, sea una medida inteligente que impulse la afirmación de naciones más libres y prósperas en un mundo mejor, pero al menos hará patente e insoslayable la conciencia del precio de cuanto se posee y la necesidad de esforzarse y de pagar por vivir cómo se vive, con la grave consecuencia de dejar en el paro a las capas parásitas de las utopías vicarias.
Mientras tal cosa ocurre, proliferan los temas de sujeto neutro, indefinido, de irresponsabilidad difusa, que generan redes de intereses y permiten crear fuentes de beneficios sin méritos probados y sin pérdidas patrimoniales. Dado que el futuro, como el papel, lo aguanta todo, los sujetos individuales, responsables por lo tanto de sus actos, han desaparecido de escena. Los aquiles han menguado de talla a velocidad pasmosa y no aspiran a mayor gloria que al puñado de minutos televisivos. Ya no hay héroes, ni aspirantes a serlo, que para bien o para mal al menos se arriesguen en empresas y deban rendir cuentas en el presente confrontados al principio de realidad. Se ha creado un mundo de abstracciones sin culpables, un horizonte planetario anónimo que se constituye en nueva religión, la más reciente de las temibles religiones laicas, con sus dogmas, ritos y, sobre todo, oneroso clero. Los dioses antiguos están sin duda encantados ante la segunda oportunidad que, tras milenios de olvido, se les ofrece. Gea, Urano, Odín, Cibeles, Cernunnos, Isis, Zeus, Ra, la Pachamama y demás personificaciones de elementos naturales y leyes físicas disfrutan de la nueva juventud que les brindan los adoradores de la Madre Tierra, los cruzados de la salvación del Planeta, los convencidos del solícito amor con el que la Naturaleza los distingue, sin reparar en que la amorosa madre se rige por la selección natural y la supervivencia de la especie, no la del individuo y menos aún la del débil, el de avanzada edad (más de 35 años) o el enfermo. Toda irracionalidad y todo dispendio y abuso tienen barra libre en el culto futurible al uso, en nombre de dogmas tan indiscutibles como de imposible comprobación. Brilla de nuevo, en el horizonte de los partidarios del mínimo esfuerzo mental el sol de la autocensura. Imposible rebatir y ni siquiera cuestionar las predicciones, catastrofistas todas, de diversas y merecidas desdichas de las que será víctima la especie humana, culpable por el hecho de existir y, mientras alienta, en estado de pecado original e imperativa necesidad de arrepentimiento público, disculpa y expiación. Cuando el comisariado bienpensante veía con inquietud disminuir el terreno propicio para sus fieles, peligrar los chantajes duales y con ello los diezmos y primicias de su clero gloriosamente laico, aparece la gran empresa de la salvación planetaria, con filones inextinguibles
de víctimas que reivindicar desde la aurora de los tiempos. Todo un respiro.
Y sin embargo la cartografía de la indefensión y de las transiciones es precisamente la que permite avanzar hacia muy diferentes panoramas, la que, por contraste con el Lado Oscuro, delimita el perfil de territorios de claridad y, una vez abandonadas las cadenas duales, se abre a opciones, hechos, individuos. Queda atrás, como un traje viejo, la cárcel lingüística, el lenguaje interesada o estúpidamente pervertido. Cada día es distinto, y la tarea, al principio trabajosa y desacostumbrada de juzgar por los hechos y actuar según el juicio propio, adquiere el atractivo de quien explora países a la vez familiares y desconocidos. Una limpieza a fondo de populismo permite descubrir las posibilidades personales, el rescate de la herencia cultural y el esfuerzo del saber aporta la inconfundible sensación de alimento no perecedero, el denigrado cariño por la tierra propia pasa a ser puerta hacia la percepción y aprecio de las ajenas, que crecen a su vez y toman altura cuando, necesariamente, hay que rendirse a la belleza que acompaña a la crueldad del mundo. Y se vuelve a la vieja pregunta fundamental ¿Vale más vivir que morir? ¿Vale más el ser que la nada? cuya respuesta es siempre solitaria.
Tras las opciones hay puertas, con frecuencia muy materiales. La del abandono, que probablemente no será largo ni será tal, de un Washington volcado hacia el oeste podría atraer la atención del Viejo Mundo hacia una zona de posibilidades: la Eurasia más allá del mar Caspio. La nueva Ruta de la Seda revive su vocación comercial, se sabe crucial por el uranio, el oro y muy especialmente por las arterias de gas y de petróleo con proyectos cada vez de mayor importancia. Europa tiene ahí su Pacífico, su oportunidad y su salida, en países como Uzbekistán, con una gran ambición de modernidad, con vitalidad y dinamismo. Estos territorios situados en el centro del círculo antigua Unión Soviética-China y al sur de fundamentalismos islámicos de confesiones diversas, no desean integrarse en las áreas de sus vecinos, pese a los requiebros de Arabia Saudí y el peso de la China y la Rusia inmensas.[1] Su historia, enterrada en la arena, habla de épocas más amplias, de un fluir paralizado y anegado en sangre, como en Merv (Mary), en 1221, por Tolui, el hijo de Gengis Khan, que la arrasó y exterminó con un saldo quizás de un millón de muertos y puso fin a la mítica Ruta. El pasillo de Asia central se reabre, los uzbecos miran hacia Occidente, en Tashkent se perciben la energía y el cambio. Una calle en Samarcanda recuerda a Ruy González de Clavijo, enviado por Enrique III de Castilla en 1404 como embajador en la corte del emperador mongol Tamerlán, que es Timur Lang, es decir, Timur el Cojo. El oasis de Fergana, en las puertas de China, es una moderna ciudad de tipo soviético y buen nivel. Las dictaduras de Turkmenistán puede que sigan el ejemplo –es decir, que desaparezcan- de uno de sus jefes supremos, amante de las estatuas de oro que se hacía erigir en la capital, Ashgabad, y que los congresos que le deseaban miles de años de Presidencia no impidieron que falleciera súbitamente de un infarto. Es muy probable que, esquivando el poco atractivo ejemplo iraní –por no hablar del de Afganistán y Pakistán-, estos países busquen alianzas semejantes a las aspiraciones de Turquía al ingreso en la Comunidad de países mediterráneos.
La Europa de Europa hoy por hoy es Eurasia, sus perspectivas de alianzas, comercio y progreso se encuentran también en Extremo Oriente, en sociedades vacunadas contra el comunismo por vecindades y por experiencias terribles, que han sabido alzarse hasta la modernidad en pocas décadas, en las que la sociedad civil hierve de iniciativas y deseos de instruirse y ha rechazado sabiamente el victimismo y el complejo respecto a Estados Unidos. Vietnam, Singapur, Malasia en buena medida, lo que podrá ser en breve Myanmar, la Birmania de otrora, Japón cada vez más alejado de un culto de tipo fascista al honor que parecía genético, Corea del Sur, Taiwán limpia como los chorros del oro, amable, vital, educada, sonriente y segura, y los que se van sumando configuran el amigo asiático por méritos propios. Los temidos amarillos no son un peligro sino una esperanza y una ventana al futuro para la Europa desorientada, regresiva, aldeana, temerosa.
Los países musulmanes, encerrados en el problema del único juguete de una cultura y religión fallidas por la impotencia para separarse del Estado, lo resolverán o no, pero Europa tiene que dar el sorpasso, sobre ellos y comunicarse y establecer lazos con los que, en un mundo en todos los lugares asequible por los transportes, han optado por vivir vidas civilizadas, dichosas, prósperas. Sociedades punteras en informática pero sabiamente tradicionales en los usos que valía la pena preservar, donde hombres y mujeres salen, entran, van juntos, en las que los templos están abiertos a cualquiera y las aulas no dan abasto con el afán de aprender, poblaciones con arte y técnica, parejas enlazadas, niños, tradiciones amorosamente conservadas, con su color, bullicio y al tiempo su tolerancia y paz, para disfrute de propios y extraños.
Esos millones en los que Occidente ve temible masa por la simple razón del número no son hormigas homogéneas e implacables en la sumisa dedicación al trabajo. Son gentes, como los del otro lado de Eurasia, de una de gambas pero pagándosela ellos, de mercadillos con rica comida
fresca, de competiciones de fuegos artificiales, bailes y música, de ir de tiendas, de pedir favores en los templos a sus santos patronos, vestirse a la última y aprovechar hasta el último minuto de sus ocios. Ellos han tenido de todo en cuestión de vicisitudes en los siglos XX y XXI, saben de la virtud de la modestia, la observación, la tenacidad, y se desviven por alcanzar altos niveles educativos, sufrieron agresiones, manifestaciones y muertos, conocen los precios de la libertad, del respeto y la fragilidad de los sistemas de Derecho y la democracia, sus vecinos próximos son dictaduras tan enemigas de los individuos y de la vida buena en Asia como en Europa o América. Tienen, por lo tanto, mucho que ofrecer, observar, compartir, intercambiar y disfrutar en el mejor sentido de las globalizaciones.
La mercancía que Europa tiene para ofrecer, su oro, su uranio, su petróleo y su seda es su modo de vida, algo que parece banal, imperceptible por lo cotidiano, pero muy real, hasta el punto de que permea el planeta y se ha extendido por una aceptación que no es la del caballo ni la espada, amalgamándose cada vez con formas lejanas y diversas pero en todas reconocible, en especial cuando falta. Y responde al simple deseo de libertad, de saber, de pensar y de disfrutar de la
existencia.
[1] Nombres Árabes. Mercedes ROSÚA. Editorial Alegoría. Sevilla 2012.
Transición: final de trayecto
Adiós, Transición, adiós. Fue hermoso mientras duró quizás por el empeño en creer que lo era. Es posible que a la inocencia y afán de ese empeño se debe el paso franco ofrecido pronto a la vileza. Tuvo el atractivo de la juventud, del principio de algo que es un simple umbral, una promesa no avalada por los actos, asentada en la negación infantil de lo existente, en los ritos de afirmación de guerrilla urbana, de valientes desafíos que no habían existido. Y en España su parte más noble de solidaridad e ilusiones fue rápidamente secuestrada por los que pretendían, y lograron, hacer de ella su durable y provechosa parcela. Enseguida todo lo fue cubriendo, como el merengue en una tarta, el radical y vertiginoso cambio técnico de las últimas décadas del siglo pasado, el buen vivir, semejante a los felices veinte, la prosperidad que se creía lineal y segura y, pronto, la mutación de la Era de las Comunicaciones, el aparente poder del saber instantáneo y las grietas, inesperadas, sorprendentes y sin embargo previsibles en algo en lo que se vivía con blandura y con la seguridad de lo permanentemente adquirido, y que, por lo tanto, se denigraba y que se llamaba civilización.
Las utopías piden un rescate, son, finalmente, un mosaico de ideales, de pequeñas empresas, de intentos tan ajenos a la conveniencia personal como el estudio de las galaxias del universo. En la Tierra y en lo que a sus habitantes humanos concierne, no se trata de su final, sino del final de las utopías gratis total y de las exhibidas como requisito para ponerse en nómina. Retos y disyuntivas son nuevos. No habrá diplomas de pertenencia al club dual adecuado, ni se ofrecerán lotes de placa solar, pancarta antiimperialista y bicicleta de última generación. El panorama es a la vez sencillo y complejo: Transportes y difusión informativa han puesto al alcance de quien lo desee la vivencia de cualquier etapa y cualquier variante de la evolución de la especie. Un anhelo tribal puede realizarse con la simple incorporación a cuantos aún viven de tal manera, pero para ser consecuentes esto incluye, llegado el caso, el recurso al brujo de la tribu en vez de al odontólogo. Por primera vez en el planeta se ofrecen simultáneamente la edad de piedra, los cazadores y recolectores y Silicon Valley. Con un pie en el paro y otro en las visitas virtuales por el cosmos, la orientación ideológica, e incluso física, no son fáciles ante tal oferta. Sobre todo cuando las referencias básicas se han reducido a la
conveniencia del rechazo a lo conocido, lo tradicional, lo perteneciente al confuso y denigrado vocablo Civilización.
El panorama se clarifica no poco cuando se pasa por el cedazo del interés y se ve en qué quedan proclamas, manifestaciones y gestos cuando desaparece el beneficio al que venían siendo asociados, una rentabilidad no siempre económica y sí un mucho social. Han amarilleado y muestran fecha de caducidad los carnets imaginarios, ya no permiten la entrada a los clubes que solían. Para beneficio de los que, al menos, a partir de ahora crearán sus propias filiaciones teniendo como referencia el principio de realidad. Esa desaparición abre las puertas a una percepción más amplia y a unos actos sopesados según el riesgo, energía y tesón invertidos en ellos.
Tiempo de precios
Por supuesto que las utopías valen la pena, pero no las pagadas con la piel de otros. Las actuales piden implicación personal mucho más que llanto y mito y su ejercicio incluye un incómodo peaje en el recorte de parcelas de comodidad y no poca modestia en la aceptación de las mejoras obra de otros, sean quienes fueren, y la constatación de que lo mejor es enemigo de lo bueno. La costumbre de pagar, o al menos reconocer, el precio de cuanto bien se desea o se disfruta está tan oculta por ofertas electoreras de felicidad todo a cien, por el interesado dogma de la gratuidad extendido por las clientelas utópicas y por la doctrina, incrustada en la opinión, de la eterna deuda injusta que el rescate del principio de realidad no es tarea fácil. Se ha extendido el consumo de una peligrosa droga: La irresponsabilidad personal a todos los niveles, desde el niño-rey al criminal siempre producto de frustraciones sociales pasando por los visires autonómicos con exigencias de califa. En planos más globales, de repente Europa se encuentra conque el amigo americano no va a pagar más sus facturas sino que se vuelca hacia la activa y emprendedora cuenca del Pacífico. Gran desconcierto y apresurado reciclaje de las pancartas Americans, go home en Americans, come home, please.
Hay una búsqueda desesperada de enemigos. La retirada de escena del Poderoso Número Uno deja un vacío vertiginoso en la iglesia política mental de buena parte de Occidente. Los que carecían de poder, de influencia, de éxito tenían hasta ahora, por contraste, el certificado de garantía de su inocencia y su bondad. Esto ya no es válido. Hay pendiente una enorme tarea de desescombro, de disociación de los términos social y público del de parásito y explotador de la sufrida y pagana clase media. Cumple aprender a pensar y a orientarse en un terreno desconocido carente de señalización ideológica y de consignas. En la Antigüedad y en la Edad Media, incluso en el Antiguo Régimen, todo era más fácil, la dependencia, saqueos, recompensas, castigos y servidumbres se enmarcaban en el nítido reino de la fuerza, del jefe, responsable del bien y del mal, de vidas y haciendas. No cabían asociaciones reivindicativas del mérito de la diferencia, ni del especial orgullo de los arqueros zurdos, tampoco los domadores de pulgas podían reclamar compensaciones a su secular postergación social respecto a los cetreros, ni menudeaban las comisiones para la sustitución del Latín por el caló como lengua de la diplomacia sin fronteras. Pero llega la democracia a enturbiarlo todo, a distribuir a cada ciudadano un fardo de albedrío e implicación en normas, leyes y tipo de gobierno del que éste procura desembarazarse por diversos medios, de los que el más común es buscar al grande, ancestral, a ser posible lejano, colectivo e incluso abstracto enemigo.
El colectivo suplente está en las redes, en su oferta ilimitada de solidaridad y compañía, con el mínimo esfuerzo que permite decantarse con suma facilidad por lo más vil, lo menos exigente desde el punto de vista ético e intelectual, por el placebo de acción directa que no en vano se ha hecho indispensable para los adeptos al terrorismo. En el mundo real y de las buenas intenciones
Tiempo de Ideas
Es tiempo de ideas versus tiempo de tribus. La red ratonil es aún voraz pero también caduca. Antes de la plaga de las clientelas de la utopía, las utopías existieron. Como indicara Leonardo, cuanto se distingue y no pertenece a la Naturaleza ha sido primero una idea en una mente, para ir materializándose luego en lo que forma, con sus luces y sus sombras, cultura y civilización. Todo fue creación en alguien, en algún momento, proyección de voluntad y deseo, antes de germinar, prosperar e ir cambiando lo que conforma el medio vital y teje ciencia, técnica, arte, filosofía e historia. El Renacimiento, el Humanismo, la Ilustración, los Estados de Derecho, los valores universales y los derechos humanos han impulsado cada vez, con millares de palabras, intentos, instituciones, leyes y empresas henchidas de ilusión sociedades mejores cuyos logros sobrenadan a los naufragios, las aberraciones y los monstruos creados en el camino. La conciencia de esa universalidad de valores cara al Siglo de las Luces es extraordinariamente importante, pero de nada sirve sin su verbalización, sin que se encapsule en las palabras adecuadas y sea expresada por cualquiera en cualquier ocasión que lo requiera, aunque no existan medios materiales de cambiar las situaciones y se transija, acuerde y pacte según el peso económico y diplomático. Esto no impide que se eluda la denuncia y la defensa de lo que debe ser defendido. Muy por encima de un supuesto respeto a la pluralidad de religiones y costumbres que no es sino oportunismo, ignorancia y tibieza se alza la universalidad de los derechos, la responsabilidad en los actos, la insobornable realidad. Cada expresión, pública y privada, de desacuerdo, cada análisis y juicio claro desprovisto de consignas son un medio de socavar situaciones que, lejos de ser eternas e
inalterables, son vulnerables en extremo a la imagen externa, el común sentido y la fluidez global de datos. El dos y dos son cuatro y no cinco de Orwell sigue teniendo toda su vigencia.
La idea de espacios de igualdad de Derecho fue invadida por la ola parásita de clientelas a cargo del contribuyente, las cuales, mientras se nutrían del huésped, seguían el mandato de multiplicaos y poblad la tierra mientras en ella quede algo que roer. Sin embargo se está invirtiendo el desdichado proceso que, en dinámica inversa a la de Las Luces, ha llevado de la persona a la tribu. Y es tiempo de recobrar el camino anterior y opuesto, el de la tribu a la persona, ese indispensable espacio de la nación como sede de ciudadanos y de ciudadanía, de gentes libres e iguales con derechos en nada condicionados a rasgos localistas, lingüísticos, raciales o históricos, un perímetro de seguridad legal desinfectado de superioridades míticas, amante de lo propio y precisamente por ello abierto a la apreciación de lo ajeno, día a día más propio también en una sucesión de círculos perceptivos que cada vez se extienden a mayores distancias.
Una vez desinfectado el panorama del chantaje Izquierdas/Derechas quedan otras dualidades, no
por subrepticias y en apariencia inocuas menos peligrosas. Son las hermanas menores, las damas de honor del grande y engañoso atajo hacia supuestas verdades superiores y globales que liberan de la enfadosa tarea de pensar, de asumir las propias responsabilidades y de reconocer que el mundo ni es justo ni gratuito ni fuente de felicidad por decreto ley y que cada día representa un esfuerzo de lucidez y de solidaridad procurar que, en parte, lo sea. El Gran Enemigo puede adoptar tantos nombres como la legión satánica, véase Sistema, Estado, Capital, Conjura de Poderosos u Organizaciones Mundiales. El sujeto puede variar pero la dinámica es siempre la misma: Situar a un lado al diabólico dueño del poder y al otro al pueblo caracterizado por su inocencia y por el daño que el reino infernal le ocasiona. Poco importa, sorprendentemente, que se viva, con todas sus imperfecciones y fallos, en Estados de Derecho y sistemas democráticos con políticos y partidos electos. Entre otras dualidades que el Gran Enemigo cobija bajo sus alas se encuentra el mito del buen vasallo, tópico literario castellano en tiempos con base real apoyada en la noble figura del Mío Çid, pero luego amplia, oportunista y anacrónicamente asumido. Ocurre que los vasallos ni son desde hace largo tiempo vasallos ni son homogéneos ni son buenos por definición. Como todos los colectivos, éste también es una trampa, semejante al empleo del “Todos somos….Todos hacemos…Todos queremos….” cuando se hace participar a otro de rasgos y comportamientos que no tiene. Lo que se reprocha al sistema educativo, a los nacionalismos tribales, al sindicalismo de nómina estatal es lo que se ha apoyado, subvencionado, contemplado con indiferencia, admitido con la vaga permisividad de la cobardía y el pensamiento mínimo. Cuanto ocurre no es ineluctable resultado de alguna catástrofe meteorológica; llega arropado por el lenguaje impropio y tibio, por la dejación en el cumplimiento de las leyes, por el cansino
asentimiento con tal de garantizarse la aceptación social y recibir los restos de la tarta dejados en el mantel.
Rescate
El edificio dual tiene como preludio la Revolución Francesa, pero empieza probablemente con la difusión de los conceptos de Lucha de Clases y Sentido de la Historia. Entrados en esta dinámica, aparentemente dialéctica pero en realidad bipolar, los ideales de igualdad ciudadana se difuminan; persona, análisis concretos, civilización como resultado acumulativo de logros que generan un mejor vivir pasan a muy segundo plano, son cubiertos por el manto homogéneo de la necesaria pertenencia a uno de dos bloques antagónicos. Ambos son simples entes de razón, construcciones mentales, no realidades indiscutibles. Las” Clases” carecen de existencia excepto como término concreto aplicado a sectores en un marco y momento definidos. No hay “Historia” con un proyecto, movimiento y leyes propias en el que estarían fatalmente insertos todos los individuos como las gotas en un torrente. Sin embargo la trama verbal dual ha descendido como una red sobre lengua y cultura, encerrado en sus mallas comunicación y pensamiento. Y de ello vive quien no podría vivir, ni prosperar, de otra cosa, a partir de un fenómeno nuevo: La construcción de los Estados de Bienestar, en sí un enorme logro pero que ha producido la ruinosa y peligrosa excrecencia de las utopías subvencionadas, grupos que se vuelven pronto de presión, adquieren gran fuerza como palanca electoral y exigen del Estado vivir en un régimen de manutención completa porque representan ideales por los que sus miembros nada arriesgan. Y ello en una época en la que se vive pendiente de aparatos que, de apagarse súbitamente, sumirían en la mayor indefensión y desconcierto a aquéllos mismos que reivindican la vuelta a las condiciones naturales que procuraban a nuestros antepasados una esperanza de vida de treinta años y un cuerpo en el que cualquier deterioro físico era irreversible. El petróleo de esta maquinaria de poder tribal es la canalización y explotación de la envidia, la más antigua, y estéril, de las pasiones criminales. Con ese estiércol se abonan, con una mano, vastos campos de victimismo mientras que se extiende la otra para recibir del Estado los fondos necesarios para continuar la tarea y ser elegido como gestor del acceso al indiscriminado reparto y al Reino de la Completa Gratuidad.
Los siglos XX y XXI, inundados de mensajes, técnica y millones de millones de población, están muy lejos de un uso primero de las dualidades, que, fuera del mundo de la acción, probablemente obedeció en su raíz a la necesidad de entender el universo, de dar un sentido a lo que en sí no tiene sino el que se quiere creer o se le presta. El final de la idea del sentido de la Historia, de la eterna Lucha de Clases, ha sido reciclado, con mayor o menor fortuna, según países y conveniencias. Hay casos en que, lejos de vitalizar el sentimiento e ideal de Civilización como memoria acumulativa de progresos de la especie humana, de alejamiento de la irracionalidad y aprecio de la cultura, el oportunismo ha ganado, momentáneamente, la partida y ha seguido imponiendo, incluso con mayor empeño, dualidades ficticias de Mal y Bien como únicas formas de interpretar la realidad. Izquierdas y Derechas es probablemente el caso más representativo en la edad contemporánea. Y España un ejemplo de manual. Pero sólo aún, apenas, todavía. El desprecio terapéutico de las tripulaciones de ratas del barco político ha comenzado a actuar. Hay una Resistencia simplemente armada de desdén y lejanía. Las dualidades preceptivas, y su manejo, están desapareciendo, se dispersan, con las invocaciones e intereses de sus fieles, en el nuevo aire exterior, perecen de pura vejez y están destinadas, como los viejos dioses, a
difuminarse en el olvido, la anonimia y la indiferencia.
Y aquí se alza la gran cuestión: ¿Pueden defenderse causas nobles, luchar por la igualdad de derechos y contra la injusticia, proteger a los más débiles, salvar el muy necesario servicio público –y en él se incluyen sanidad y educación- y desfacer entuertos sin los viejos andadores duales? El comodín bipolar ofrecía el confort de la ropa muy usada, los zapatos amoldados al pie, la etiqueta fija, el precocinado listo en minutos. ¿Puede, sin estos maîtres à penser, sin estos dueños de la batuta de la orquesta social, haber oposición, movimientos de protesta, denuncias, sindicatos, alternativas, cambios? Sí, porque los ha habido y siguen siendo necesarios. Hubo individuos de valor y con decencia, que obraron con mayor o menor fortuna, cometieron errores pero invirtieron esfuerzo, corrieron riesgos y quemaron tiempo en la empresa. Su enemigo es justamente quienes usurparon sus nombres en beneficio propio, hicieron de la
contestación y reivindicación un empleo fijo y se empeñan en mantener, con amenazas, la cárcel de los dos tipos de etiquetados.
La receta para la liberación y contra la impostura es de preparación fácil, Basta con añadir al instantáneo rechazo de quien se justifica (o descalifica al contrario) con los anatemas-icono antes citados un rechazo no menos automático de cuanto se ofrece sin precio y de aquéllos que prometen gratuidades inmerecidas, véanse diplomas, cargos, bienes, servicios y la seguridad, alojamiento y manutención garantizadas, de la cuna a la lápida, por el simple hecho de existir. Es importante tener en cuenta, en la preparación de la receta, la expulsión vomitiva y vomitable de todo tipo de transposición de la responsabilidad individual a aglomeraciones de sujetos gregarios. Tras esta saludable tarea de filtrado quedarán personas y hechos desprovistos de cortezas y ataduras y capaces de planear y construir parcelas de futuro.
No tardarán en encontrar, tras el vértigo del aparente vacío inicial, el aliciente inconfundible de la libertad y de esa superación de las ficciones que es el mundo real, cada vez más conectado, más cercano y, al tiempo, más asombroso en la variedad de sus formas, un mundo, un universo
ciertamente crueles, pero cuya belleza supera toda ponderación.
En busca del individuo perdido
La irracionalidad confortable está bien provista de armas no por toscas menos eficaces. Con profusión, por su carácter de bandera gregaria ajena al análisis concreto se airean regularmente los banderines de enganche de palabras-icono del tipo de paz, guerra, aborto, género (en el sentido sexual). Su finalidad, ajena por completo al examen específico de problemáticas y a la toma beneficiosa y correcta de decisiones, no tiene más fin que precipitar en el líquido social elementos que se precisa, para manejarlos, que sean contrarios, antagónicos y empapados de la adrenalina adecuada a la exhibición de apoyo. Su completa imprecisión e inoperancia en el enunciado generalista como tal los hace perfectos para la fabricación y manejo de bloques de fieles. Los argumentos que se pretende acompañen a la exhibición de los iconos son de una completa inanidad reflexiva, pertenecen al terreno de la consigna al estilo del ¡Dios lo quiere! de las Cruzadas, del gurú y el salvador pacifista de turno o de las féminas que se consideran perpetuamente agraviadas, y merecedoras de compensaciones infinitas, por el hecho de serlo. A las que se suma la plétora de los que dicen sentirse orgullosos por su pertenencia, sin mérito alguno pero como si esto lo tuviera, al grupo, homo, bisexual, a los que pesan de cien kilos en adelante o a los vegetarianos vocacionales. La religión planetaria New Age suma sus banderines en tonos de verde a los de variadas combinaciones del arco iris y ya defiende las sensibilidades, y pronto los derechos, de las plantas, acogidas a los indiscutibles dogmas sobre el cambio climático y las encíclicas sobre el calentamiento global. Todo coincide en una negación del individuo y de sus actos y responsabilidades concretos. Los argumentos del batallón de la irracionalidad son de una puerilidad gregaria conmovedora y se recitan con la convicción del catecismo de aldea y el anticlericalismo de salón: Unos han hecho cuentas y calculado que, de no existir jamás aborto alguno, el problema de la baja demografía europea se resolvería en horas veinticuatro. Otros acuden en peregrinación periódica, flor en mano, ante las bases norteamericanas, o se ponen alegremente al servicio de la nueva inquisición destinada a borrar las diferencias de género y organizar quemas de belenes y símbolos navideños al estilo de Fahrenheit 451.
Los banderines de enganche que sirven simplemente para excitar y congregar a las huestes, blindar la dicotomía Izquierdas/Derechas y castrar la libertad y juicio personales tienen poco que ver con las banderas de nuestros padres. Responden más bien a la técnica televisiva del verdadero/falso, excitación/audiencia, al reino de la comida perceptiva rápida y el pensamiento débil. Sería conmovedor, de no resultar trágico, ver a supuestos defensores de la vida a toda costa condenar sin pestañear, a muerte, a la cárcel o a la desdicha a las mujeres que se quedan embarazadas sin desearlo. El no al aborto se utiliza políticamente, con los mayores oportunismo y desvergüenza, como inyección de adrenalina sectaria, de forma que caigan en una trampa de irracionalidad y el fanatismo personas de buena voluntad que sin embargo no dudan en sacar niños en manifestaciones de clara intencionalidad política y cuya actitud produce el efecto contrario, puesto que favorece a los partidarios prácticamente del infanticidio, de la banalización del consumo de anticonceptivos, e impide el establecimiento de una normativa legal de consenso que es la única posible, ajena a la privada opción religiosa. La servidumbre del determinismo biológico, atento sólo a la reproducción de la especie, se enfrenta en este caso a la humanidad, peculiaridad y albedrío de los individuos, que no son úteros dotados de extremidades sino mujeres, y el conflicto entre la libertad de éstas a disponer, no ya sólo de su cuerpo sino de su vida toda, y la protección del nasciturus no tiene solución ideal posible excepto que la especie sufra una mutación hacia la gallina ponedora. Ni existe para el tema del aborto más salida que leyes, plazos, reflexión y consenso ni fue jamás más evidente el lema de que lo mejor es enemigo de lo bueno.
El bloque irracional, que se transforma en depredador y enemigo cuando se dan las circunstancias favorables; se alimenta del silencio del público y de la ausencia de individuos, que pasan a transformarse en piezas de un conjunto idealizado y justificado por referencias globales externas. Enfrentada la gente libre a tal coyuntura, los primeros auxilios se rigen por una regla de base: No subestimar al enemigo, al parásito que ha engordado, prosperado y se ha multiplicado a base del armamento dual y ha logrado implantar a lo largo y a lo ancho de la población un decálogo preciso en lo que a percepción de la realidad y formas de conducta se refiere. El microcosmos español es un buen ejemplo de creación de clones de la práctica totalidad de los organismos que financia el presupuesto nacional. Los clones, que no sus originales, están desprovistos de cualquier finalidad que no sea nutrirse del erario público y han sido creados específicamente para justificar gastos y distribuir prebendas. Programas e idearios no son sino simples aditamentos.
A efectos de captación de votos, voluntades y de recursos productivos, es y ha sido indispensable la utilización con destreza de las dos cadenas imaginarias de opresiones: vertical y horizontal, social e histórica, de manera que nadie escape, consciente o inconscientemente, al sentimiento de ser un eslabón de ambas y, por lo tanto, se sienta ajeno a la responsabilidad de su vida. La mercancía es de fácil venta: los agentes del mal son siempre externos y los actos inocentes y blindados por el aura de la reivindicación. Nunca se hará bastante hincapié en la tentadora facilidad de la explicación del mundo que esto ofrece. La iconografía dual da forma y presta metodología a la impostura no por burda menos halagadora y eficaz. Según su credo, no habría individuos ni decisiones propias, riesgos que se asuman, obras que se ejecuten. No existiría el puro y simple juicio inmediato de lo que percibe la vista y el razonamiento elemental y el sentido común imponen. Semejante proceso es percibido como culpable y carece de hueco en el cerebro compartimentado por el pensamiento dual. Las explicaciones historicistas y de clase sustituyen por entero a la realidad cambiante de las personas y de sus existencias, anulan los principios morales, los universales y las jerarquías de excelencia y de degradación. No se estudia ni adquieren conocimientos ni se crea ciencia, labor bien hecha ni arte. Por el contrario, se escuchan y se repiten las consignas gregarias que clasifican forzosamente en dos grupos, garantizan la homogeneidad mediocre y otorgan votos, empleos absolutamente improductivos y sueldos vitalicios a quienes se erigen en administradores de la inagotable cantera del agravio.
Pasamos de los filosóficos, clásicos, imperecederos (y muy socorridos) principios bipolares Luz/Tinieblas, Dios/Satán/ Orden/Caos, Vida/Muerte al simple A versus B que impone, en función del auge de los medios de comunicación, su ley. Se trata de iconos útiles, significantes vaciados de su original significado histórico y sociológico que sirven para configurar, previos reiteración verbal y etiquetado, la aceptación o el rechazo, la prosperidad, la medianía o la satanización pura y simple. Los elementos pueden intercambiarse, pero la dinámica y el modo de empleo son los mismos y la finalidad idéntica en cuanto a lo que a las enormes dimensiones del fenómeno parásito se refiere. Esta labor procura frutos nada despreciables que consisten en extraer de los sectores y elementos productivos bienes y privilegios sólo justificables por el antagonismo interesado y la teórica defensa, no de individuos y sus libertades y derechos, sino de grupos afectados por un mal que hunde sus raíces en el espacio y en el tiempo y que, por ello, les hace embarcarse en una lucha prácticamente infinita que garantiza la infinita y privilegiada subsistencia de los rabadanes del rebaño.
Aunque por inercia mental y analogía es explicable el instintivo impulso de transponer al proceso intelectual el de la acción, con su Sí y No como opciones únicas, hay un salto inmenso en la imposición generalizada e intemporal de un Buenos y Malos tan inmutable como las leyes físicas. Ya no se trata de enjuiciar actos y personas según coyunturas políticas y religiosas, de implicarse y arriesgarse en empresas y decisiones que pueden ser benéficas o nefastas, acertadas o torpes, pero que en cualquier caso responden de sí y son una canalla o generosa inversión vital. En el siglo XX adviene un fenómeno nuevo: En torno a las grandes y nobles causas se arraciman los que van a vivir, estable y durablemente, del uso de sus invocaciones y se hacen con poder para imponerse como élite al resto. Se pasa a la gran ingeniería de masas, a la autocensura de una eficacia tanto mayor cuanto más profundo es el convencimiento de que se gozan de grandes libertades de información y de juicio.
El reverso de este proceso es exactamente el inverso del que los términos sugieren, la antítesis de solidaridad, derechos, igualdad y libertades. Al actuar de una forma zoológica, agrupando a los humanos en categorías que se dirían inmutables y pertenecientes a especies distintas, un miembro de los Pobres, el Pueblo o el Proletariado no puede aspirar a mejorar y a ser rico, y ello por razones semejantes a las que hacen descartar que un buey se plantee estudiar para caballo de carreras. El Rico lo es por perversos determinantes de la genética, el colegial se guardará muy bien de aprender a leer antes que su vecino y el ambicioso, inteligente y culto disimulará su vergonzosa propensión a distinguirse y elevarse. El parasitismo que vende utopías y cobra, generalmente del Estado, el monopolio de su uso se apodera de la sustancia de realidades positivas, véase democracia, derecho, equidad, educación pública, protección legal, y las capitaliza pero transformándolas en sus opuestos, en la impunidad de los que se blindan con rasgos diferenciales, en la ignorancia compulsiva impartida en aulas donde el tiempo lectivo sirve para que cobre y medre el enjambre de zánganos, en la inmensa indefensión del que carece de recursos, dinero, influencias y de discurso incluso, porque oponerse a la dualidad moral y verbal dominante le situaría de inmediato en el ostracismo y le produciría un incómodo sentimiento de confusión y de orfandad de referentes. Una larga cola de acreedores espera a diario para pasar factura por las ancestrales y menos ancestrales deudas, por la marginación, carencia, diferencia, deficiencia exhibidas como hazañas propias y defendidas por el capataz que cosecha la parcela correspondiente. Esa misma cola bloquea el paso a los individuos que real y justamente sí necesitan y merecen ayuda, atención y apoyo.
El chantaje es inseparable de la eliminación de la propiedad de las palabras, de la difuminación y maquillaje de causas y actos: Nadie y nada es sino según situación, clasificación motivación y explicación previa. De hecho, el terrorismo ocupa el lugar extremo en el arco de disociación entre los actos en sí mismos y la pura constatación de éstos y el calificativo que merecen. El crimen dejaría de serlo según el motivo que para cometerlo se alegue. Basta con mencionar la palabra guerra, con atenerse a términos militares, para que los muertos no hayan sido asesinados, los trenes hechos explotar correspondan a logística y represalias y el ametrallamiento de seres indefensos y la masacre por bombas en supermercados al paisaje después de la batalla. Esta guerra de un solo bando armado, en un país democrático en el que cualquier grupo podía formar su partido y presentarse en las urnas, ha sido la tónica en España durante décadas, y ha impuesto en buena parte de la opinión extranjera y en no poco de la autóctona su falsa lógica bélica. El terrorismo es en estos casos el máximo exponente del bloque parásito. Reúne sus rasgos pero va más allá: Vive sustancialmente del mito, la muerte y el miedo que crea y actúa, de manera no explícita pero sí necesaria y fáctica, como agente colateral de las tribus que simplemente aspiran a sorber la mayor materia posible de cuanto y cuantos les rodean sin los riesgos e incomodidades del asesinato. La gratificación que ETA y afines más o menos platónicos obtienen es menos material pero más excitante y poderosa que el dinero. Sin relevancia personal alguna, el terrorista se siente elevado, entre el clan, al más alto rango, vive la ebriedad de la Causa, se erige ante sí y ante la opinión como el que ha elegido caminar por las cimas más allá del Bien y del Mal. Tiene el poder, y la libertad, de matar. En un plano más cerca de tierra, menos absoluto, la peculiaridad, el rasgo diferencial con su habitual corolario de subvencionado, especialmente favorecido, situado respecto al resto en la aristocracia, es el reducto de la irracionalidad más prolija y repetidamente razonada, al mejor estilo nazi por cierto, pues durante el III Reich, a la par que la tradicional eficiencia y lógica alemanas, se dio un sorprendente fervor por esoterismos, neopaganismos, mitologías y todo tipo de ensoñaciones que se iban convirtiendo prestamente en grandes monstruos. Probablemente quien mejor lo ha escenificado es, en España, Albert Boadella, dramaturgo y cómico genial durante su monólogo, solo en escena y todas las luces apagadas. Inspirado por la situación en su Cataluña natal, anunciaba su singularidad, repetía Yo soy singular y ustedes no y terminaba conminando al auditorio a acatar la consecuencia lógica: Paguen ustedes, paguen. Y es que el “Pagad, pagad, malditos” es el motto del club de la queja. La singularidad reivindicada nunca es la de los individuos, libres e iguales en derechos, sino exactamente su opuesto, el orwelliano de unos muchísimo más iguales que otros entre sí mismos, en el coto favorecido.
Hay una clase de nuevos ricos, de élite postmoderna, que nace muy concretamente en la Europa y países similares ultramarinos del pasado siglo y que pretende a continuación vivir de la mala conciencia de las sociedades del, aunque maltrecho, estado de bienestar y de la publicidad que les procuran los medios de comunicación, que otorgan una dimensión desmesurada a su importancia real. Las nuevas élites revolucionarias coinciden, y muy probablemente no por casualidad, con los años setenta, como una réplica del movimiento sísmico, que se saldó con millones de muertos, de la Revolución Cultural maoísta. La época fue viendo nacer y extenderse diversas guerrillas, deificadas y pasablemente asesinas, en Italia, Alemania, Perú, Argentina, España, unificadas por la franquicia ideológica de la creencia en el estado de guerra permanente contra el sistema opresor, la cual permite a cualquiera cualquier crimen contra la existencia y propiedad ajenas con buena conciencia y generosa prima de publicidad. De este maná social han bebido hasta la fecha aquéllos que, por sus propios merecimientos, carecerían de peso profesional y vital alguno.
En el proceso de creación de una especie de antimateria verbal, nacionalismo y utopía son ingredientes imprescindibles, dobletes de cuanto los términos originales abrigaron y abrigan de contenido positivo, abierto, noble. Han pasado a ser refugio de los canallas, motores de exclusión y de agresión, membrete de lucrativos negocios, apropiaciones y desfalcos, atractivo cartel de propaganda. Y sus principales víctimas son los referentes genuinos, el cálido afecto hacia el suelo propio que, cuando es de buena ley, desborda hacia el interés y aprecio por los ajenos, el nervio solidario y desinteresado de indignación ante la maldad y la injusticia, la búsqueda del ideal, el recuerdo de que los avances se han ido produciendo a partir del luminoso círculo de las buenas ideas. De cuyo brillo se apropiaron los clanes parásitos para construir el empedrado de su infierno.
El armazón que sostiene la defensa de la aristocracia diferencial tiene una gran ventaja: encierra en su misma esencia su antídoto porque está hilado con pura fantasmagoría que no resiste la primera embestida neuronal, la confrontación más leve con la realidad.
El mundo “árabe” y su indefensión.
Yihadistas honorarios.
La mayor parte de los europeos ignoran que, lejos de hundir sus raíces en la noche de los tiempos, los usos medievales, primitivos, crueles y discriminatorios del área de mayoría musulmana estaban, hace medio siglo, en franco proceso de modernización y mejora, que en los países mal llamados por extensión árabes se estaba tejiendo una clase media deseosa de derechos semejantes a los de sus vecinos del norte, defensora de la separación Estado/Clero, de la igualdad educativa y el abandono de los velos. Por cada asesinado por el terrorismo islámico en suelo europeo ha habido diez, cien, mil en mercados, cementerios y lugares públicos de Oriente Medio. Y es precisamente esa gente, la más débil, la más vulnerable, la que fue vendida a la bestialidad de los fundamentalistas por un Occidente en cuyos valores esas personas creyeron, pero tales valores nada valen sin ayuda ante el imperio bruto de la fuerza. Gobiernos y empresarios prefirieron favorecer a la hez de jerarcas y a los proveedores de mano de obra. Demagogos baratos de tercermundismo todo a cien y liturgia de la cutrez se deleitan –y cobran- en el oprimido musulmán redentor. La prensa occidental no muestra a los jordanos, tunecinos, egipcios que se quieren tan pacíficos y normales como cualquiera. Reserva, por el contrario, sus primeras páginas para el asesino brutal.
No se trata de hacer tabla rasa e instaurar en horas veinticuatro sistemas justos y democráticos en países donde no los había en absoluto; no es cuestión de renunciar a las necesarias relaciones diplomáticas y comerciales, que se sitúan en planos diferentes. Pero el cambio era y es posible manteniendo estructuras, ofreciendo defensa en el lugar mismo frente a las agresiones y amenazas, salvaguardando esos derechos y libertades individuales que en toda civilización que merezca tal nombre siempre ha sido necesario imponer frente al crudo reino de la jungla y el más fuerte. Hay un vacío vergonzante, babeante en esas manifestaciones europeas feministas, pacifistas, laicistas que nunca alzaron susurro, titular ni pancarta contra lo que rozara al Islam porque era la esperanza antisistema, el gran guerrero vicario de los indignados virtuales, el Amigo Talibán frente al adversario imprescindible que, de manera creciente a falta de otros, es,
más allá de Norteamérica, Capital y Libre Mercado, la Civilización en sí.
No ya por razones morales sino por simple eficacia y elemental ejercicio del raciocinio se podía y debía describir situaciones, esgrimir el arma temible de la propiedad lingüística, negar la invisibilidad mediática a las viejas formas de tiranía, exhibir y reivindicar con natural estima los propios principios en la certidumbre de que con ellos, y pese a todos sus errores y defectos, se han construido sociedades más habitables. Era perfectamente factible evitar el silencio cómplice, exigir reciprocidades y conminar a los inmigrados a que, si querían vivir en Europa, acataran todas sus reglas. No en vano se ha inaugurado el siglo XXI con el enfrentamiento, en orden de batalla, contra un ejército de acrónimos que no son un ejercicio de sinonimia sino que reflejan la progresión de estrategias muy concretas. La yihad en sí es la guerra, conversión o matanza de los infieles a la que exhorta abundantemente el Corán desde sus comienzos, como religión muy de este mundo y definida por la materialidad, la fuerza y la conquista. Nada nuevo al respecto. Pero sí lo es el armamento moderno, la fluidez de inversiones y petróleo aderezada con dosis de narcotráfico, el Vichy interminable de la rendición preventiva y de los pactos con las guerrillas del Daesh, que pasa lógicamente a transformarse en IS (Estado Islámico), en ISI (Estado Islámico de Irak) y luego, como es natural, en ISIS, con Levante añadido, es decir, un imperio desde España hasta China (lo cual, dicho sea de paso, es alentador si comienzan por el Este, dada la acogida que les aguarda en el Celeste Imperio).
La explosión y expansión terrorista bajo la negra bandera del fundamentalismo puede encerrar, en su voluntad califal de apoteosis, la muestra de su definitivos derrota y declive. Se halla en plena “hybris”, en la vertiginosa desmesura producto fatal de la huida hacia delante de sociedades, credos y ritos inviables, encerrados en su gran juguete que no puede vestirse ya sino de terror, dolor y armas. Se han lanzado, como último recurso, en un estado supremo de la impotencia y la envidia, a la conquista de cuanto existe y es mejor que ellos. Con el furor agónico que anuncia el fin.
Entre un amplio sector de Occidente encantado con las rendiciones preventivas y la apoteosis kamikaze, de corte netamente fascista, de la yihad se extiende una masa humana compuesta por millones de personas en un estado de indefensión muy peculiar. Se trata de “árabes” que no son forzosamente árabes, sino egipcios, iraníes, malayos, bereberes, que no son fundamentalistas musulmanes o ni musulmanes tampoco, pero que carecen de horizonte, de identidad ideológica, de autoestima a causa de la frustración, silenciada pero obvia, en su incorporación al desarrollo y el mundo moderno. El IS ha exhibido ante ellos una bandera perfectamente falsa compuesta de orgullo impostado, mitología y acción directa. Ante ella y ante la inapelable crudeza de los hechos, de las muertes y la barbarie, el mundo “árabe”, una vez más, no se atreve a romper el círculo vicioso de su atraso y arrancar la raíz de su servidumbre, no se decide a manifestarse en contra, a elegir, al fin, ponerse del lado de los que defienden esos sistemas libres y modernos en los que, por una parte, ellos saben que quieren vivir, pero que, por otra parte, les hacen sentir por su mera existencia el fracaso y el atraso propios. No han condenado masivamente las masacres terroristas, las han vitoreado incluso en ocasiones en lo que es una trágica prueba de impotencia e indefensión. Se saben detenidos en el andén de los trenes de la Historia, no ignoran la irracionalidad de la guerra santa contra grandes satanes, ni la oscura vergüenza –nunca confesada de forma explícita- de su largo fracaso y el terror a perder de nuevo su oportunidad de saltar al fin al mundo moderno, a la vida libre y con derechos. Es su hora de romper la indefinición, la falsa identidad global, el silencio que equivale, ante los terroristas, a un apoyo activo, de escapar de la prisión de la Umma concebida, no como vivencia personal religiosa, sino como un proyecto político totalitario. Y el tren pasa, sin que se atrevan a levantar la vista más allá de la cárcel social permanente que a cada uno le rodea. Plasmada en esa continua manifestación de lealtad que es la visible segregación femenina.
No puede faltar, en el contexto de fingimiento y apariencia generalizados que, por fuerza, caracteriza a sociedades de tal fundamentalismo puritano la típica exaltación de la mujer reina intra muros. De las odaliscas de Ingres a las sensuales e ingeniosas princesas de las Mil y Una Noches, de las matriarcas y las regentes en la sombra a las protagonistas de conjuras de harem, pintores, escritores y sociólogos se complacen en reivindicar ese poder femenino oculto. Abundan, además, dentro del mundo islámico, las intelectuales que afirman, con no poca imaginación, la existencia de derechos igualitarios para ambos sexos explícitos en el Corán y que, por supuesto, lamentan la ceguera occidental respecto a las escondidas virtudes de tan excelentes formas de vida. Resaltan éstas en contraste con las que sí reflejan, en toda su crudeza estadística y no ateniéndose a una élite urbana, la situación real. No se trata sólo en aquéllas del síndrome de Estocolmo o de una manera de medrar y de contemporizar. Dicen y escriben lo que buena parte de Occidente ha deseado oír y leer, ellas y su clase social en Oriente incluidas. Pero ni los datos ni la observación mienten. Los matriarcados de puertas adentro significan, y no sólo en el Islam, que la mujer cuenta bien poco de puertas afuera, en todas las dimensiones de la vida pública, y su reino por un día limita con las bofetadas, la entrega a un marido de mucha mayor edad y el animado coloquio con un móvil mientras, aislada del entorno por la opacidad de la tela de la frente al pie, empuja un carrito de bebé, sujeta a otro con la mano y lleva el que será penúltimo en el vientre. Novelas románticas y relatos novelescos aparte, la inmensa mayoría vive existencias vigiladas, enclaustradas y sórdidas, con bastante pocos magia, gasas, brocados y ojos fascinantes entrevistos con la irresistible atracción de lo prohibido. La belleza sensual de las Mil y Una Noches vela tal vez la constatación de que su protagonista, el sultán Shahriar, es el mayor asesino en serie de toda la historia mundial de la Literatura; basta con multiplicar las vírgenes decapitadas, una por noche tras desflorarlas, por los días de varios años y sumar a la cifra igual número de muertes ordenadas por su hermano. Hipérbole oriental sin duda, pero significativa como buque insignia nacional literario.
El to have or have not la cabeza cubierta por un pañuelo no es un detalle baladí ni pertenece al rango muy menor de asuntos de familia y cosas de mujeres: Es un medio de identificación instantánea, un medidor de fidelidades que permite mantener continuamente a la vista el dominio que se posee sobre la población toda y llevar en permanencia registro de su sumisión. Las mujeres y su vestimenta son la marca pública y controlable. La total o parcial invisibilidad femenina es cuño de pertenencia al especial conglomerado religión-estado, bandera de unos jefes tanto más peligrosos y violentos cuanto menos reducidos sólo a la esfera de la política. Si ellas muestran su piel o sus formas, si llevan la cabeza alta descubierta y no permanentemente en la sombra, si se ponen la prenda de ropa que les plazca serán inmediatamente vistas y denunciadas, para comenzar por sus vecinos y por cada uno de los supuestos creyentes, convertidos en infinitos delatores. Es la conocida trama de los estados totalitarios transpuesta a formas de oscurantismo protomedieval y normas tribales vestidas de profesión de fe y credo único. Lo que se llama Islam tiene muy poco de religión. Es en realidad una vasta organización de control ciudadano que precisa asegurarse, visual y continuamente, de la fidelidad de sus miembros. Sus ritos son preferentemente, gregarios, públicos. La parte propiamente espiritual, de moral interna, apenas existe, se resume a un puñado de jaculatorias y a la repetición, preferentemente en voz alta, del invariable texto sagrado. El componente místico, sufí, es mínimo y reservado a una élite del intelecto. La hipocresía y la apariencia imperan, son inseparables de un sistema tan inviable como único por su carácter de teocracia estatalizada, mal calificada de medieval porque no hubo tal fusión Iglesia-Estado jamás en la Edad Media, ni siquiera en las épocas más oscuras. Lo que aquí se llama religión consiste en actos públicos de afirmación de sumisión incondicional casi siempre conjuntos, como la peregrinación, las cinco oraciones diarias cuerpo a tierra, las llamadas a la plegaria a todo decibel o el callo en mitad de la frente que muestra la devoción en las postergaciones del orante. Nada más visible, en todo momento, que una comunidad sin mujeres, cubiertas ellas y preferentemente mudas cuando aparecen. El rápido cambio de indumentaria de las hembras veladas cuando pasan a zona libre, en la frontera, en la carlinga del avión, en la escapada al extranjero, es espectacular y patético, tiene mucho del gesto del judío que esconde la estrella amarilla, del negro que al fin ocupa en el autobús un asiento al lado de los blancos. Transplantadas las familias a naciones no musulmanas por emigración laboral, comienzan a vivir de forma libre hasta que, mientras las autoridades del país de acogida hace oídos sordos, se instalan en el barrio numerosos compatriotas, madrasas y mezquitas que reproducen la célula de control, de forma que la pakistaní de Cataluña y la turca de Düsseldorf esté tan enclaustrada y vigilada como en la aldea de origen. Lejos de ser esta segregación sólo una cuestión de género, concierne a todos por entero, hombres incluidos, puesto que la parte más lúcida, avanzada y decente de ellos no puede sino sentir la opresión ambiental. De ahí la importancia de romper esa red de totalitarismo social y de asegurar, con la completa libertad en la vestimenta y en la presencia pública, la igualdad de autonomía y de criterio. Porque, sin paliativos supuestamente culturales, de ello depende la posibilidad de acceder a un Estado moderno de Derecho para el conjunto de la población.
En Europa fue muy cómodo, y tan oportunista como cobarde, dejar que se establecieran microestados islámicos dentro de los países de acogida, admitir so pretexto de respeto religioso el sometimiento de las mujeres, su negra cárcel ambulante, el control por los imanes, la discriminación y manipulación de niños y adolescentes en los colegios. Mientras turcos, pakistaníes, magrebíes trabajaran sin dar molestias nada había que objetar. Entre tanto, los medios de comunicación y una élite supuestamente intelectual optaban por la alabanza en nombre de la cultura distinta y el relativismo. Nada de esto fue siempre así. Todo pudo, y puede, ser de otra manera, pero el secuestro de la Historia es, junto con el de la Enseñanza, una de las armas más eficaces en manos de los amigos del terrorismo purificador y de sus tiernos, comprensivos, líricos compañeros de viaje.
Ahora no sólo es factible sino urgente crear en esos países mismos zonas liberadas civilizadas provistas de defensas y de soldados y de la tropa local de la que pueda progresivamente disponerse. En ellas confluiría y se iría estableciendo una parte creciente de la población por el mismo motivo que impulsó otrora a los vasallos a buscar protección contra las tiranías feudales en los fueros y tierras del Rey. Allí deberá haber escuelas a las que se acudirá, por imperativo legal, desde la infancia en igualdad de sexos, aulas limpias de la tara que significa impregnar a las pequeñas con la convicción de que la feminidad provoca y ensucia a los hombres y que deben ocultar y disimular su cuerpo desde la cabeza hasta la forma de las piernas y la piel de las manos. Pronto su estrella amarilla, la imposición de velarse continuamente, se hundirá en el pasado, se verá como lo que realmente fue: El ronzal de sumisión y diferencia, el cuño de una segregación social que jamás debió tolerarse.
Incluso animada de las buenas intenciones con las que se pavimenta el infierno, es llamativa la estulticia de intelectuales que postulan, en Occidente, la irrelevancia de la imposición del pañuelito y que defienden la autoridad suprema de los padres por encima de los derechos de los hijos. En esas escuelas donde los menores gocen de protección contra discriminaciones se ejercerá la libertad de cultos, que puede y debe diluir los seculares y sangrientos enfrentamientos en las distintas sectas del Islam y que dará fe ante la opinión pública de una real tolerancia en paralelo con la que exigen los musulmanes en Occidente, de manera que exista reciprocidad en el derecho a erigir templos de distintas creencias en unos países y otros. Tales cambios nada tienen de utópicos, han existido y luego han dejado de existir por pura dejación y flaqueza en la defensa de los fundamentos de estados civilizados. Los burladeros para la inacción son un puñado de lugares comunes a cual más falso y más endeble, véase la necesidad de grandes espacios temporales para que, con geológica lentitud, los pueblos cambien. No hay tal. Los cambios se producen, cuando lo hacen, con gran rapidez, o, por el contrario, se puede estar estancado en una situación durante siglos, o entrar en regresión.
De la mano de la excelente maestra que es la necesidad y mediante la percepción de mejoras accesibles y leyes, multas y recompensas, la gente muda sus hábitos milenarios con sorprendente presteza, las crisis son vistas como oportunidades y los usos ancestrales pasan al museo a una velocidad pasmosa. Para desolación de los amigos de la fotografía étnica, los rituales mayas, la ablación de clítoris, la esclavitud y la sana y ecológica –aunque breve- existencia de los hombres del neolítico. Millones de asiáticos han experimentado una mutación vertiginosa y la satanización del capital, la modernidad, el dinero, el trabajo y el patrimonio, de moda entre las élites occidentales, es un lujo que escapa a su comprensión, véanse la ausencia de mendigos chinos en las calles del Viejo Continente y la celeridad de esos países en especializarse en tecnología puntera.
Los mantras como la lenta evolución hacia el progreso y la no interferencia en otras culturas se han repetido, a falta de datos contrastados y análisis crítico, como verdades incuestionables. El más simple estudio comparativo hubiera echado por tierra los dogmas de los adoradores de la diosa Estulticia. Basta con ver cómo, dada la oportunidad, las sociedades supuestamente condenadas a enquistarse han evolucionado en breve espacio de tiempo sin perder por ello personalidad y usos que les son caros. Fue el caso de Singapur, Corea del Sur, Taiwán, y, antes de la regresión, de buena parte de las poblaciones de esos países de Oriente que hoy parecen condenados a la peor edad media por los siglos de los siglos. No deja de ser llamativo que, por ejemplo, Taiwán esté hoy en cabeza de Asia en igualdad sexual respecto a educación, trabajo y todos los ámbitos públicos de la vida, que la enseñanza tenga el peso –incluso excesivo- que tiene y que budismo, junto con confucianismo y taoísmo, y ritos tradicionales florezcan con mayor ímpetu que en décadas anteriores. La tecnología, que en otras latitudes ha servido para sembrar fundamentalismo y odio, en los jóvenes tigres asiáticos ha ayudado a la difusión de fiestas y celebraciones.
La civilización, la libertad, la igualdad de derechos, la protección de los débiles precisan del ejercicio de la fuerza legal, y si se renuncia al precio que esto comporta se está participando por omisión en la desgracia de las víctimas. La quema de las viudas en la pira del marido se hubiera continuado practicando alegremente en la India de no prohibirlo y perseguirlo los británicos, las mujeres de Uzbekistán se animaron a hacer una hoguera en la plaza con sus velos alentadas por los soviéticos y por la perspectiva de la liberación femenina, pero sólo para ser degolladas por sus hermanos, maridos y padres cuando regresaron a sus casas sin que nadie las protegiera. Los pequeños parques temáticos de la barbarie incrustados en Europa son fruto y obra tanto de la selección política inversa que llevó al poder a los más duchos en la demagogia como de las clientelas de la utopía, deseosas de disponer de culturas alternativas como fuerzas de choque.
La civilización es un mejor vivir, una etapa en el proceso de humanización, y la nacida en el Viejo Continente no se ha extendido por azar, ni sólo por el imperio de la fuerza, la técnica y el dinero. Lo ha hecho porque cada vez más personas preferían adoptar las formas de ella que les eran más beneficiosas y gratas en su existencia cotidiana, en el medio en que esperaban vivieran sus hijos. No pertenece a Occidente ni a su lugar de origen sino, como cualquier descubrimiento, a la Humanidad. El odio al progreso, la envidia del bienestar logrado por otros, el amor a la muerte siempre parecen imponerse en un principio por su crudeza, estrépito y violencia. Pero los vencen la tenacidad del número, semejante a la del agua, las opciones, los cambios uno a uno de ciudadanos que construyen la materia de sus días. No hay ningún arma comparable a la voluntad y a la idea, que no es el Pensamiento Único del Líder Máximo y el Gran Hermano sino un edificio de hallazgos ensamblados que hacen el mundo más habitable. Cuando los individuos descubren cómo se puede vivir mejor ése es el gran enemigo del terrorismo, sea islámico, comunista o nazi.
Diez años antes de la revolución de 1917 Joseph Conrad describe este proceso a la perfección en su novela “El agente secreto”, excelente y eclipsada por el poder y fascinación de “El Corazón de las Tinieblas” y dedicada, muy significativamente, a H. G. Wells. En ella, en su tiempo, los anarquistas sueñan, planean y a veces ejecutan atentados para que maten, indiscriminadamente, al mayor número de personas, de forma que el terror deje expedito el camino hacia la Nueva Sociedad, el nuevo mundo. Pero se les opone un terrible ejército, la grande y creciente cantidad de seres empeñados en afanes, afectos y tareas, la tenacidad de la vida, de la búsqueda de felicidad cotidiana, los pequeños y esenciales placeres y rutinas, las necesarias imperfección, cambio, variedad, albedrío que hacen de cada ser humano que lo sea y que se alzan por millares frente al soberbio profeta de la idea política radical única, salvadora y exterminadora por tanto en su letal pureza. Y ante la conciencia de esto el terrorista ve sus armas diluirse y cae en una profunda depresión. El libro, que pudo inspirarse en un sabotaje en el Observatorio de Greenwich en 1894, es de innegable actualidad.
El proceso de abandono de las capas de población más avanzadas, tolerantes, abiertas y deseosas de modernización y cambio discurrió en Oriente Medio en el siglo XX en paralelo con el abandono simétrico en Occidente de los ideales de civilización, libertad y derechos como principios universales dignos de ser mantenidos y defendidos en tierra propia y ajena. Desaparecieron los precios, el necesario peaje para vivir mejores existencias en sistemas mejores. Estos beneficios se daban por adquiridos, debidos y perdurables. Blanco por lo tanto de la denigración y el amargo reproche de los cada vez más numerosos adeptos al buen salvaje redivivo y la paz planetaria sin intromisiones en culturas foráneas. Para la defensa y protección si fueren necesarias –como lo fueron- siempre estaba el odioso Amigo Americano con su escudo tras el que se acurrucó durante la interminable postguerra una Europa encantada de que otro firmara los cheques en soldados y dólares. La retirada del escudo por la comprensible atención prioritaria de Estados Unidos al área del Pacífico ha dejado a la vista, como si se desmochara un termitero, el desconcierto del Viejo Continente confrontado al principio de realidad, a los resultados de una descolonización desordenada y prematura, a una estrategia militar norteamericana y europea lamentables de torpeza y estupidez inauditas que ha sumido en el caos y la fragmentación tribal países enteros sin previsión ni planificación algunas y sin proporcionarles estructuras, orden y cuerpos administrativos y defensivos. Lo que podría haber sido un progresivo establecimiento de zonas liberadas y renovadas en las que se afianzaran, y fueran defendidas, por tropas in situ las capas sociales más avanzadas de los países en conflicto se transformó en pretensiones de construir democracias a base de bombardeos por ordenador que, con su siembra, prometen una eficaz cosecha de terroristas y guerrillas.
Dejando las cimas gubernamentales, por su parte los que se creían a sí mismos la flor del progreso y la rebelde vanguardia social que vive cómodamente en la sociedad occidental han otorgado, a cuanto al Islam se refiere, afectuosa comprensión y han mostrado un oportunismo tan populista como criminal, halagando el egoísmo más lerdo e ignorando todas las violaciones de derechos humanos. La remozada religión dual les ordenaba concentrarse en alancear al moro muerto de la iglesia cristiana, manifestarse contra Sudáfrica y la violencia de género pero estar mudos, ciegos y paralíticos en lo que respecta a millones de mujeres musulmanas en peor situación que lo estuvo jamás negro alguno, a leyes brutales, al control cotidiano y la sumisión teocrática a los textos coránicos.
También en los medios occidentales se admitió el mito enemigo según el cual existiría, siempre había existido y siempre debería existir el imperio de la Umma, el gran estado totalitario fundamentalista islámico, de un extremo a otro del mapa, indiferente a fronteras y pueblos, con el Gran Jefe Califa y sus sucesores y asesores a la cabeza. Esto es pura ficción que las reiteraciones y la falta de oponentes impuso como realidad. Se cubrió con ese manto de la Gran Madre Musulmana, la Umma, a multitud de gentes que no profesan esa religión de esa forma, que practican otras o ninguna, a capas sociales y niveles de enorme diversidad, a emplazamientos que oscilan entre la aldea primitiva y la urbanización completa, a una variedad inmensa de historia e historias, de aspiraciones, orígenes, migraciones y asentamientos. Al hablar, haciendo inconscientemente el juego a los propagandistas de la yihad, de los árabes, de la Umma como entidad política, se cubre con el velo de una homologación ficticia y letal a millones de seres a los que se encierra en un ente colectivo forzoso con derivas totalitarias megalómanas del tipo del Comunismo, Nazismo o Maoísmo. Su misma irracionalidad le asegura el momentáneo éxito, y por ello ha prendido con gran rapidez en el terreno reseco de la frustración envidiosa y, allende fronteras, en la falta de firmeza en la creencia y defensa de los valores propios y en la molicie de quien no ha pagado el precio de aquello de lo que disfruta.
El séquito de yihadistas honorarios ha sido en Europa variopinto, numeroso y rebosante de pacifismo fraternal. Puestos a renunciar a armamento, han renunciado incluso al de la palabra, de manera que actos dañinos, situaciones lamentables y condiciones de vida opresivas y denigrantes de los países árabes se presentasen como el peaje necesario para la acogida de los nuevos bonísimos salvajes que, pese a las apariencias, traen entre los pliegues de la túnica impoluta el soplo de aire puro del anticapitalismo y antiimperialismo redentor. En el séquito occidental del fundamentalismo islámico virtual se encuentran muchachas seducidas por el glamour diferencial del velo, jóvenes integrados en el nuevo juego de guerra y vastos sectores en busca de profeta vía Internet. Mientras, en un plan menos militante y más cotidiano, son legión los que simpatizan y empatizan, a través de la pertenencia al club de víctimas vitalicias, con estos recientes y prósperos damnés de la terre sin fronteras, que no dudan en golpear de manera suicida y ubicua a la corrompida civilización. No ha habido, durante larguísimos años, escándalo, denuncia ni condena del inmenso peligro que representaba la práctica del fundamentalismo islámico y la radical incompatibilidad de sus usos con una existencia libre y civilizada. En lugar de lucidez y críticas se lanzaban diatribas a cuantos estamentos osaban disentir del coro de afable comprensión. Es el mismo mecanismo que ha venido exculpando, e incluso alabando, actos terroristas anteriores, como los de ETA o de cualquiera que asesinara revestido de una teoría.
El dualismo ha encontrado un nuevo Rey, el drogadicto ha hallado en bandeja el más barato de los éxtasis: el supremo placer del poder de infundir pánico y muerte. Mientras, en las tímidas y desconcertadas democracias una tropa de compañeros de viaje de la yihad honoraria sigue su senda: Por el hecho de ser marginal, quien nada había hecho y nada era se ve en posesión de una cantera de votos y financiaciones. El yihadismo se presenta ahora por políticos y periodistas como un reducto irracional y, por lo tanto, puede cobijar sin mayores explicaciones las más diversas zonas de sombra, permitir manipulaciones y recortes de las libertades. El Mal, en forma de IS, ha ido, como en el cuento de terror, llamando a la puerta cada vez más cerca. Y cada uno de sus pasos se ha apoyado en la cobardía de los partidarios de la discreción respecto a males cotidianos con los que, según ellos, era preciso convivir y dialogar.
Yihadismo y nueva dualidad
El terrorismo islámico llega para ser coronado como Rey antisistema, la antítesis vengadora de Estados Unidos, adornado de la fascinante y simple pureza del guerrero que sólo aspira a matar y a destruir la organización existente, que ofrece la seguridad de un credo de sumisión absoluta, la embriaguez de esa forma suprema de placer que es el poder de infligir terror y sufrimiento. Ocupa el hueco de iconos ya ajados de las esferas comunista, anarquista y neonazi. La aparición, en carne y hueso, del enemigo perfecto de Civilización y Occidente, la Yihad islámica en todas sus formas de IS, Al Qaeda, Daesh, etc., es, de cierta manera, providencial como Gran Enemigo y era, desde luego, previsible. Porque su absoluta barbarie, cultivada por esas mismas élites europeas a las que hoy aterroriza y que durante décadas se han guardado de criticar sus actos y han armado unas contra otras a milicias sanguinarias, concentra en sí la percepción del Mal y presenta el riesgo para las sociedades abiertas de dejar libres y en la impunidad a los múltiples males, usuales, diarios, los que Hannah Arendt denunció de la forma más certera como consanguíneos del totalitarismo, es decir, la inhibición ante el delito, la silenciosa aceptación de la vileza por parte de las gentes del común, el ama de casa, el padre de familia, el vecino y los colegas, la cohabitación con la injusticia, el salvajismo y la estupidez criminal, de la que en España hay, por cierto, ejemplos clarísimos en el País Vasco. El IS se enfrenta a una rendición programada por incomparecencia del adversario, a un tupido telón no ya de acero sino de un material más consistente: la firme voluntad de no defender principio alguno excepto la exigencia de bienestar total o parcialmente gratuito. El Telón Acolchado, con aspecto de edredón confortable, sustituye al de Acero y limita un espacio ficticio que rasga a veces, con gran sorpresa de los inquilinos del recinto, el principio de realidad.
Ya tienen un dios al que orar los que sólo se preocuparon, tras el 11 S, de la reacción del Gobierno de Washington y el 11 de marzo de 2004 de utilizar en España, en uno de los casos de miseria política más vomitiva que se recuerdan, los muertos de una masacre para ganar elecciones. Había que ser antinorteamericano a toda costa. Y vender propaganda, ganar dinero y colocarse. La banalidad del Mal tiene hoy un peligroso aliado en el IS, a cuya cuenta pueden cargarse todo tipo de actos de terrorismo encubierto, golpes de Estado blancos o negros, eliminación de oponentes, agitación de la opinión pública. En su saldo es posible apuntar cualquier acción, cualquier amputación de las libertades, cualquier estado de excepción presentándolos como destinados a combatirlo. El Gran Satán de Oriente Medio impediría así, con la negrura de su brillo, percibir las dejaciones occidentales en la defensa de los derechos humanos, el vacío informativo sobre sistemas autocráticos y crueles en nombre de la diplomacia y el petróleo, la ausencia de condenas de una segregación femenina que supera a cualquier apartheid racial y rezuma como tinta de continuo en esas comunidades la inevitable violencia fruto de su modo mismo de vida. Son ya muchas décadas de silencio cómplice respecto a la regresión progresiva de toda el área islámica aplaudida desde Europa en nombre de alianzas de civilizaciones y relativismos culturales. Los jóvenes y no tan jóvenes no tienen ni idea de que lo que les presentan como comportamientos milenarios y rasgos poco menos que genéticamente determinados en el mundo árabe no son tal ni han sido tales hace cuarenta años, que por las calles pasaban las mujeres libres de los trapos que ahora las cubren desde la infancia, que países como Túnez abolieron la poligamia y dictaron una Constitución inspirada en la de Suiza, que Turquía rompió radicalmente con pasados califales e implantó el estado laico, que la dictadura del Shah de Persia, pese a serlo y a mantener su temible policía política, introdujo el derecho y obligatoriedad de la educación para las niñas y fue, con mucho, mejor que el régimen mimado por París que le sucedió. La Francia de las Luces sostuvo y aupó al poder a una teocracia siniestra, madre de todos los fundamentalismos, en la persona del ayatolá Jomeini, la Norteamérica faro de la Democracia armó en Afganistán a la flor y nata de los talibanes para frenar a la Unión Soviética, la Holanda del liberalismo total expulsó de su Parlamento y obligó a exiliarse a la etíope luchadora y crítica en sus denuncias de la segregación femenina Ayaan Hirsi Ali, la aristocracia periodística compitió en cobardía marcando distancias y descalificando sus actos y escritos en los obituarios de Oriana Fallaci, escritora incansable en la denuncia de la violencia islámica y en la valiente lucha por la libertad.
No hay “mundo árabe” sino turcos, bereberes, iraníes, egipcios que en su momento prefirieron identificarse con sus jefes de las tribus de Arabia. Hasta la actualidad, esa aristocracia de jeques saudíes ha impuesto y monopolizado la interpretación wahabista, la de la más extrema intransigencia, del Corán, y ello con impunidad completa gracias a su poder financiero, de forma que países como España y Francia aceptan que construyan en su territorio mezquitas mientras que a la inversa no se permite ni el menor asomo de libertad de cultos. La violencia, externa e interna, impregna la sociedad islámica como un cáncer, ha adquirido su máxima expresión y barbarie en el IS pero éste es el fruto lógico, exacerbado, de un proceso que ya hizo evidente hace años el retroceso en la situación de la mujer, tratado en Occidente como asunto menor. La más mínima segregación e imposición social y de vestimenta a la población femenina, sea pañuelo, chador o completo fúnebre de cabeza a pies, no se merece el menor respeto, la menor concesión, en nombre de religión y cultura, Y no porque sean muchos individuos y muy violentos los que lo practican es lícito ni decente contemporizar con tal estado de cosas y no llamarlo por su nombre, que nada tiene de halagador.
Sin separación religión/Estado y sin erradicación forzosa, desde la infancia, de la misoginia institucionalizada no hay civilización ni futuro algunos. La supuestamente árabe hoy es tan sólo el último mito totalitario, el de la Gran Patria Musulmana, la Umma, una fantasmagoría a efectos de propaganda y agitación. Nada valen las vagas esperanzas cobardes, cómodas y buenistas de progresivas y lentas evoluciones. En el mundo árabe, islámico, tal como se proclama, no hay lugar para el desarrollo, nada tienen que esperar los débiles sometidos a la fuerza más primaria, no puede haber ni asomo de Estados de Derecho en un conglomerado encerrado en confusas cárceles religiosas e incapaz de ver en primer lugar en sus propios actos al enemigo causa de sus desdichas y de su justificado y soterrado complejo de inferioridad. Hay cosas que no admiten componendas, como matar un poquito, estar ligeramente embarazada o disfrutar de democracia los días pares. Por muchos millones que se sea, no puede aspirarse a modernización ni mejora alguna si no separa religión y Estado, de forma que la creencia, o no, y la práctica del Corán pertenezcan exclusivamente a la esfera personal, privada y libre del individuo. Occidente los contempla con desánimo a causa de su número, que hace sentir como imposible la solución del problema que representan, porque parecen condenados a defender las rejas de su prisión.
La palabra “misoginia” no refleja adecuadamente el fenómeno del trato y consideración de la mujer en el área islámica. Se trata de algo ajeno a lo que se entiende en el mundo occidental por el término, no de una simple diferencia de grado. A lo que más se parece es a una enfermedad arraigada, como la peste, mezcladas psiqué y materia corporal hasta resultar indistinguibles como si de una infección contagiosa y endémica se tratara. El hombre aprende, se empapa de la certidumbre de que el cuerpo de la hembra es una fuente de impureza cuya visión, insinuación o roce le producirá secreción de suciedades que empañaran su limpieza viril. La mujer es carne, carne necesaria pero bien medida. La expresión de los que comentan la visión de las bañistas playeras es que ellas son “shish kebab”, es decir, pinchitos morunos, trocitos de ternera o cordero que llenan la boca de saliva. Ese cuerpo femenino hay que cubrirlo lo más posible, ocultar cualquier vestigio de la piel, no permitir que sus formas se marquen, no rozarlo ni menos aún saludar dándole la mano. Y esto desde la etapa de la vida más indefensa, que marca de manera perdurable,.desde la niñez, con pañuelos que nada tienen de folklóricos ni de vistosos si son obligatorios todos los días del año y condenan a no dejar ya jamás que el pelo sienta la caricia del viento y del sol. Esta lepra patológica sólo admite ser erradicada, con rapidez (cosa perfectamente
posible; otras situaciones supuestamente milenarias se ha visto cambiar en meses) porque sólo con ella desaparecerá una fuente continua de violencia cotidiana nacida de una situación antinatura cuya frustración e irracionalidad buscan cauce, excusas y víctimas.
Pocos habrán expresado la situación del mundo islámico con la claridad, lucidez y valentía –que a los europeos les falta- del escritor sirio-libanés Ali Ahmad Said Esber, conocido como Adonis: Para él, sin separación entre religión y estado político, cultural y social nada puede lograrse. Es imposible hablar de revolución positiva, cambio de régimen, “primaveras árabes” sin que se libere a la mujer de la ley religiosa, se renuncie a la sharia, y se funden sociedades de individuos apoyadas en la defensa de los derechos humanos. Adonis ve a los árabes en plena regresión, impotentes para crear futuro e integrarse en el concierto de naciones libres, sumidos en el oscurantismo, la ignorancia, la agresividad y la misoginia. Podrían forjar una sociedad distinta, pero no sin separar religión y Estado y centrarse en el ser humano actual y concreto, no en el pasado, las tradiciones, los cultos. Adonis habla de los movimientos y personajes laicos, dentro de las sociedades árabes, que no han tenido apoyo ni por parte de Occidente ni, por supuesto, muy al contario, por parte de la rémora de los ricos países petroleros.[1]
Estamos de nuevo ante la cuestión del precio. Todo lo tiene, y no hay gratuitos progreso, humanización, mejor vivir sin conciencia clara del esfuerzo, actitud, cambio, peaje que esto exige, tanto para Occidente como para Oriente. Pero en el área “árabe” emerger a la superficie implica una batalla tan difícil como radical e imprescindible.
[1] Ali Ahmad Said Esber, “Adonis” ha publicado en España (Ed. Ariel) Violencia e Islam, serie de entrevistas con la profesora y psicoanalista Huria Abdeluahad.
Liberación
La pobreza del discurso es inseparable de la pobreza política, intelectual y social. Es inimaginable un Winston Churchill que se moviera con las muletas izquierdas/derechas. Si se hiciera pagar prenda en tertulias, televisiones, radios, aulas, editoriales y redacciones de periódico cada vez que se utilizan las palabras derecha, izquierda, progresista y reaccionario sin explicar a qué actos corresponden se habría dado un primer paso para la necesaria eliminación del gran tirano anónimo que lleva décadas viviendo de la sustancia productiva ajena.
Indispensable en el caso español añadir la explicación minuciosa del empleo de franquista y fascista, términos en cuyo uso toda mediocridad ha tenido su asiento, para gran detrimento de aquéllos que en su momento sí lucharon por la libertad.
Tan modesto procedimiento equivaldría a la lima que comenzara a operar sobre uno de los barrotes de la jaula que encierra la opinión, más allá de la cual se extiende el inmenso y variado campo de las realidades. Y la liberación, como un inmenso soplo de aire fresco, dejaría fluir la autonomía de expresión y de juicio. No procuraría grandes riquezas pero sí arrancaría de manera perdurable al bloque parásito un botín que corresponde a quienes, por verdadero ejercicio de la solidaridad, lo precisan y, al tiempo, abriría cauces y corrientes de recursos a quienes saben y quieren sacar partido de ellos.
A grandes males grandes medios. En el manual de primeros auxilios para librarse de las largas extorsión e imposición hay que dar prioridad a la erradicación de la iconografía dual, del chantaje verbal y mental basado en Derechas/Izquierdas y sucedáneos. Esto debería llevarse a cabo con el mayor rigor, bajo pena de inmediata condena y posterior ostracismo, obligando a quienes los empleen a explicar cada vez, inmediatamente, qué acto, sujeto y hecho concreto califican como tal y por qué y cubriendo de desdén y vilipendio a cuantos –ardua tarea. Son legión- los empleen para justificar superioridades o/y (siempre es , van unidos) privilegios. La terapia debería incluir una hucha de multas instalada en cada estudio radiofónico, plató televisivo, redacción de periódico y empresa editora, de forma que el uso de tales términos se reduzca exclusivamente a los ámbitos histórico y sociológico en casos y épocas bien determinados y de forma limitada y precisa. El chantaje dual generalizado, instrumento de opresión y de acaparamiento de bienes inmerecidos, perdería todo su poder, se revelaría huero y primario, un burdo pero eficaz método de interesada manipulación. Desde el instante en que la temida balística de facha, reaccionario, burgués, centralista y la reluciente armadura de progresista, izquierdista, nacionalista, revolucionario cayeran a tierra disolviéndose volvería a respirarse el aire fresco de la realidad y de la capacidad de nombrarla, juzgarla y cambiarla en función de sí misma y de la evidencia y la lógica individuales. Llamar a las cosas por su nombre no es pequeño antídoto.
No se trata, sin embargo, de una tarea fácil por el inmenso peso de la inercia, el hábito y los intereses creados, pero resulta indispensable como reactivo contra la indefensión a causa del poder que en sí poseen las palabras, mucho mayor en la vaga y fluctuante topografía del totalitarismo light del que vive y prospera, en perfecta, oficial y oficiosa impunidad, la peligrosa clase de las clientelas de la utopía subvencionada, el rentable club de víctimas agraviadas y los sempiternos y agresivos defensores de la socialización, en su favor, de lo ajeno. Por ello, amén de la eliminación profiláctica del chantaje dual Buenos/Malos, los primeros auxilios exigen una pedagogía intensiva de la ley del precio, es decir, de la inexistencia de la gratuidad como derecho, de la conciencia de que alguien, si no es uno mismo, está pagando por el bien del que se disfruta, de la certidumbre de que, lejos de moverse en un mundo estático de Poderosos Malvados y de Desprovistos (véase Pueblo, Gente y demás colectivos) Buenos, de Ratas Urbanas nutridas con el queso que arrebatan a los inocentes ratones rurales, por el contrario cada cual es hijo de lo que, en gran parte, puede hacer y deshacer según sus actos, sus dotes personales y la energía y el tiempo invertidos, y se construye a sí mismo en un proceso de sucesivas elecciones. Los defensores de genéricos, colectivos y clanes de tierra, raza o lengua como dotados de bondad per se en realidad están privando a cada individuo tanto de la protección de las leyes y derechos comunes e iguales como de la indispensable e intransferible responsabilidad personal que es la base de la existencia.
Esta terapia ni es popular ni promete grandes audiencias de pantalla. Sin víctimas el vengador carece de público, el gurú de creyentes, el cruzado anticlerical de su moderna y agresiva parroquia, la Inquisición de combustible, el predicador antisistema de fieles dispuestos a corear las consignas pero nunca a renunciar a sus ventajas. Una vez el tratamiento aplicado con éxito y desaparecidas las formas de chantaje dual y gratuidad obligatoria, entonces sí se pueden y deben cubrir las necesidades de quien verdaderamente lo precisa y defender los servicios públicos, atacados por ambos frentes tanto por quienes no ven la salvación sino en la empresa individual y la ley de la jungla informatizada como por los que suspiran por el advenimiento de un estatalismo siglo XXI en el que volcar sus viejas añoranzas del comunismo pretérito y se ahorran la molesta tarea de pensar dividiendo a la población en Poderosos y Pueblo. La corriente nutricia de dinero y bienes, desviada por la fuerza del chantaje hacia capas de población parásita, quedaría libre para fluir por los cauces y hacia los sujetos adecuados. Simultáneamente el caudal de la indignación legítima, que actualmente se desangra y desvía al dirigirse hacia sujetos de poca monta y hacia escándalos coyunturales que no representan ni la milésima porción del daño ocasionado por la clase parásita, se emplearía con eficacia. Y el ciudadano medio se vería liberado de buena parte de la indefensión y el desconcierto que gravitan sobre él.
El tratamiento incluye la desactivación de una de las mercancías más rentables y, por ello, menos fáciles de eliminar: el Miedo. No el agradable escalofrío del relato de terror, sino la difusión regular en una sociedad permeable del temor por medio de elementos negativos que representan el Enemigo y tienen mayor o menor categoría según guión y circunstancias. Hay una ocupación diaria del espacio perceptivo y mediático por parte de múltiples adversarios de cuanto resulta deseable y grato en pro de paraísos de salud perfecta, juventud perdurable y perfección física ejemplar. Bienvenidas son a efectos de audiencia las catástrofes, las futuras exterminaciones planetarias, los alimentos cancerígenos, las variaciones climáticas. De la rentabilidad del miedo dan fe las ventas de productos naturales, primigenios, exentos del roce corruptor de la química, de espacios dotados de multiplicadores de energía, potencia, tersura, virilidad, de cuidadas selecciones de terremotos, tifones y tsunamis que permiten paladear el contrapunto de la propia seguridad y adquirir detectores climatológicos y sísmicos.
En otro plano, el chantaje dual sirve a la comercialización del miedo de maravilla por la latente y bien mantenida animosidad de clase que convierte a cualquiera en posesión de algo en presa potencial del que no lo tiene y divide en dos bandos irreconciliables a una Humanidad siempre al borde de la solución final. El dualismo –Capitalistas/Trabajadores, Creyentes/Infieles, Minoría/Masa- es un mecanismo mental tan simple, tan propicio a la delegación del propio albedrío y a la adquisición gratuita de conciencia de superioridad sobre el prójimo, que brota y se
expande con la virulencia y ferocidad del Ébola.
Hay vida ahí fuera
En un vertiginoso descenso tierra a tierra, se descubre que la indefensión y sus variantes, el Clan Parásito, el Gran Hermano Dual, el Chantaje Zurdo, en el que se atribuye el monopolio metafísico del Bien a un ente llamado Izquierda, la especial negatividad centrífuga que, como una maldición genética, parece cebarse con España no son sino fenómenos coyunturales y perecederos cuya dimensión agiganta la ausencia de competidores explícitos, la reiteración de los tópicos y el aparente fatalismo del pensamiento fácil. Las técnicas para su erradicación son simples.
La primera consiste en bajar a la calle sin artilugios que corten los sentidos de la realidad. Ahí están unas ofertas cotidianas, un vivir de todos los días que tienen un valor extraordinario, porque nada es tan importante como lo que constituye reiteradamente la mayor parte de los tejidos del ahora y del hoy. Se encontrarán con aceras, coches y gente, con establecimientos públicos, con islas de charla y compañía en forma de vasos de bebida y su inseparable condumio, con platos calientes y guisos en su debido orden a precios asequibles. Hallarán a distancia abordable aguas, montañas, llanuras y playas. Verán de norte a sur los paisajes diversos y palparán en monumentos que persisten siglos, e incluso milenios, arte e historia. Estarán en fin, a no ser que se encierren y se resistan, en uno de los ambientes más a la medida de lo humano. Con los peligros que ello conlleva, de los que no es el menor la dificultad de abstraer el pensamiento de los requerimientos y fáciles dulzuras del simple dejarse vivir. Algo saben de ello los millones de turistas cuyo número anual supera al de la población entera del país (afortunadamente no están todos a la vez) y que, desde los visitantes nórdicos a las cigüeñas, vuelven e incluso establecen residencia permanente.
El de España es un entorno en el que, como en el resto del mundo, pueden darse y se dan crueldades, enfrentamientos, crímenes, guerras, pero es un cuenco en el que han confluido las suficientes migraciones como para estar pasablemente vacunados contra veleidades de xenofobia organizada. Es difícil imaginar en estas latitudes fríos exterminios, satánicas conjuras en aisladas comunidades cuyo semanal esparcimiento es la confesión a voces entre cantos religiosos y cuyas opciones gastronómicas varían entre la ausencia o no de cebolla, queso y pepinillos. En Iberia se vive al aire, con nocturnidad e intercambio de expresiones físicas de camaradería y saludo que resultan inusitadas en otras latitudes y los puntales de las sanidad gratuita y atención urbana a urgencias se siguen manteniendo, como barcos en medio de las andanadas de los que, en crispada respuesta defensiva al monopolio ético de la socialización, han caído torpemente en el extremo contrario: la demonización de cuanto es público y las loas a una generalización de lo privado que se diría calcada de las primeras poblaciones del Far West.
La sustancia de España, sus ásperos sabores, parecen por una parte suavizarse y diluirse con las aguas cercanas del Mediterráneo mientras que, por otra, es aventada por las corrientes que vienen del norte y de las lejanías del océano, mientras al tiempo –geografía obliga- mantiene con África una frontera necesariamente porosa, conflictiva y por ello de necesario contacto. En estas latitudes se tiene la querencia por lo propio arraigada hasta el punto de sentirse en la obligación de negarla continuamente. El español suele ser un renegado profesional del país en el que ha nacido y un apasionado defensor del terruño familiar. La popularización de los viajes le ha permitido ver, admirar, comparar y acto seguido disfrutar a la vuelta, en silencio, con mayores convicción y empeño, de las buenas, simples, habituales y asequibles cosas de su medio, de los dos platos con pan a manteles, como bien aconseja Sancho Panza, postre y vino a un precio y calidad que son rara avis en buena parte de los países que visita. Ese español que, aunque no lo diga por vergüenza, aprecia lo que tiene, rechaza convertirse en la figurita de maqueta pseudomoderna objeto de los sueños de líderes presuntuosos, de sempiternos ricos que juegan, como en su privilegiada clase es preceptivo, a construir en la capital un Ámsterdam ciclista, una Venecia manchega, un huerto peatonal en el que se deshoje a su favor la margarita de las elecciones. A él le gusta su vida, de la que, naturalmente, abomina en público y no pierde ocasión de manifestarlo al que sabe está engordando con sus impuestos. Y detesta a los que, de la mañana a la noche, le inundan con mensajes sobre los males de la era moderna y pretenden imponerle las sanas costumbres, sin sombra de vehículos, vicios ni comercios, del neolítico.
Ha comenzado a percibir las cadenas con las que se le ha venido atando a la obligación de mantener, nutrir, sumarse a las ofrendas a falsos dioses que se alimentaban de la promoción, todos gastos pagados, de utopías a cargo del indefenso contribuyente. Viaja, compara, ve. Los paraísos ya no son lo que eran. Instintivamente reconoce que los pequeños edenes, siempre perecederos, se encuentran de puertas adentro y de puertas afuera de su casa, que hay un camino largo, y con empinadas cuestas, para quien opta por pagar el precio en esfuerzo y riesgos de distintos manjares y que las navegaciones se hacen entre islas separadas por mares de angustia, penalidades e incertidumbre que son el peaje de la singladura. Y precisamente por ello advierte que ya no está de moda despreciar lo que tiene.
Hay muchas lucecitas al final del túnel, y no son el tren. Una de ellas, prueba de que la vitalidad de la gente del común sobrenada a los escombros parasitarios, es el saludable rechazo, no a la totalidad del cine español, sino al elaborado en las últimas décadas según el patrón bien definido de la revolución permanentemente subvencionada y la cutrez máxima. Se sigue pagando el peaje al mínimo común denominador intelectual, al mal gusto y a la zafiedad, no ya ocasional, humorística y festiva, sino normativa y servida en grandes dosis, como el mal vino y las palomitas en cubos gigantes. Pero se han producido, y se producen, algunas películas españolas excelentes y series televisivas que, precisamente por su notable calidad, no alcanzan cotas rentables de audiencia y son retiradas en beneficio de las generosas dosis de basura. La oferta cultural es amplia y de alto nivel en exposiciones, convocatorias, conferencias, la percepción de ciudadanía europea, de desplazamientos lejanos previsibles, de distancia respecto al pequeño espacio, mental y físico, propio de sus mayores es en los jóvenes intensa e irreversible. Si bien les robaron, con la Enseñanza, conocimientos, tradición y calidad de la cultura, sin embargo la generación reciente tiene la mejor de las maestras: La necesidad. Tras la certidumbre inculcada de la indefinida guardería no les es fácil orientarse en la nueva jungla, pero en cada uno de sus retos y peligros están también el desarrollo personal y la esperanza. Desaparecidas las dualidades y sus profetas, tienen ante sí un horizonte carente de chantajes y abierto al conocimiento El saber que se les robó, los valores, jerarquías, calidades no han desaparecido, están ahí para redescubrirlos, para que ellos se acerquen por vez primera a clásicos que ayudaron a vivir a otras generaciones, y pueden hacerlo con la llave de una ciencia que abre ventanas desde su mesa hasta los límites del espacio profundo donde se hallan las ondas que proyectó en su comienzo el Universo Se extiende ante los historiadores un amplísimo campo en el cual deberán, antes de ponerse a explorar e investigar, limpiar el terreno de la espesa maleza de intereses, tópicos, autocensura. Tendrán que ser cartógrafos de las fronteras entre la comunicación real y la ficticia, entre la virtualidad y la realidad de sensaciones, aspiraciones, sentimientos. Cuanto han dado por hecho porque se les ofrecía con entera facilidad comenzará a pasar facturas, a mostrar las tarjetas de sus precios. Y es muy posible que la infelicidad, la desdicha, la soledad, el silencio se desvelen, tras la pantalla de excitaciones coyunturales y satisfacciones inmediatas y obligatorias, como sustancia inseparable de lo humano. Será un mapa vital nuevo, de nuevos y también muy antiguos recorridos, que deberán, y les valdrá la pena, descubrir. A todos ellos corresponde de ahora en adelante el salvamento de las utopías. Mal podrían vivir si ellas no existen. Las utopías sin clientelas, las que no están pagadas con la piel de otros.
Finalmente, ellos y cualquiera deberán enfrentarse al conflicto de Aquiles entre intensidad de las vivencias y duración de la vida, la vieja apuesta a un solo número del caudal limitado de energías y tiempo o la prudente dosificación para alargar el consumo de las porciones y con ellas el de la existencia. Es una lucha antigua del mundo de la Física que se lleva a cabo continuamente y por millones en el corazón de las estrellas, la tensa pugna entre la presión de la de la materia externa y la energía irradiada por su núcleo, que finaliza, roto el equilibrio, con la compresión o con la explosión que implican la victoria, bastante pírrica, de una de las partes. Tal vez procesos semejantes hijos de la misma ley cósmica se den en cuerpos vivos, humanos incluidos, enzarzadas mente y materia en hallar un fiel de la balanza en forma de proyecto y en mantener su materia sin que se extinga el rescoldo que las anima. Para esos dilemas no habrá respuestas instantáneas ni mapas virtuales, pero sí habrá una sustancia cotidiana en función de lo que se vaya haciendo cada día de la vida.
La postmodernidad universal
Al menos el pequeño ciudadano no está solo. Nunca se encontró más acompañado y su angustia vital correspondería a l’embarras du choix, como dirían los franceses, a la dificultad de elegir entre las múltiples ofertas para emplear el ocio, los cientos de amigos virtuales, los senderos que se ramifican ante él a cada paso ofreciéndole algo, y alguien, mejor que lo que tiene. La disponibilidad infinita de un medio que se abre ante él como la barra libre en un inmenso supermercado choca frontalmente con las limitaciones del día a día, de la falta de medios, de trabajo, de afectos, certidumbres, seguridad, y con la caducidad caprichosa de su propio código corporal de barras. Algo en su yo ancestral echa de menos el espacio medido que tenía su planeta en el centro, ahora un sistema solar que a su vez se columpia en los bordes de la franja de la Vía Láctea. De repente parecen haberse acabado, no ya la Historia, sino nada menos que las dimensiones siderales sin más cartografía que la incógnita. La datación del principio y fin del océano de galaxias en la que la propia ocupa un modestísimo lugar es cosa hecha. Su recorrido es imposible mientras no se descubran atajos dimensionales pero está plasmado en cifras. Algo de magia se ha perdido pero la compensa la belleza abrumadora de los objetos celestes. El terráqueo, en el estrato más hondo de su corteza primitiva, rezonga que ya era bastante conque la Tierra se moviera bajo sus pies, conque además lo hiciera con el conjunto de los planetas en torno a un Sol que tampoco está fijo. Y, como si tal cosa no bastara, ahora cuanto contempla en el cielo, junto con
él mismo, se sabe lanzado en la proyección de una explosión espacial a cuyo origen debe la existencia.
Anteriormente él podía imaginar un antes y un después, un enorme círculo no por inaccesible y remoto menos sujeto que él a las leyes básicas de la existencia y, ¿por qué no?, dotado de una finalidad semejante a la que el humano siempre ha soñado para su propia persona. Sociedades y relaciones tenían así un sentido, los actos una transcendencia, el azar no era árbitro único del insignificante, pero personalmente fundamental, fenómeno de la vida.
Asoma entonces el universo-esponja, la posibilidad de un infinito y simultáneo conglomerado de entes posibles que aparecen y desaparecen en una alternancia de materia/energía, vivo/muerto, fin/comienzo. Deslumbrado pero abandonado a sí mismo, advierte que no hay más referencias, normas, jalones orientativos que los que él quiera establecer como tales. La observación no tiene nada de nueva: La muerte de un Gran Patrón de la ética había sido proclamada en diversas ocasiones, pero no con el amparo de la Física, con la solidez comprobada de la Ciencia. Porque la nueva, y aparentemente definitiva, postmodernidad es la Era del Relativismo Cósmico, la de la Gran Lotería en la que simplemente las favorables condiciones que han permitido el desarrollo de la vida en un planeta óptimamente situado y dotado para ello no son sino la combinación de cifras premiada entre todas las bolas y vueltas del bombo posibles, y por ello, y no al revés, se da la especie consciente que reflexiona sobre su existencia, porque paralelas a ella se han dado todas las otras que no podían producir el fenómeno.
El Universo-Lotería ofrece, en la práctica, una plataforma de impunidad a cualquier habitante del pequeño planeta azul del extrarradio. En las burbujas espaciales cada posibilidad de acción de su ente paralelo puede estar realizándose. Sus yos matan a su mujer, nunca la conocieron, hacen la carrera que él siempre soñó, aprueban la oposición, roban bancos, se dedican a la política, toman cada uno de los senderos de aquéllos cruces en los que él optó por la dirección opuesta. El relativismo redivivo y avalado por buena parte de la Ciencia ofrece un resquicio privilegiado a una clientela sin escrúpulos ya avezada en su uso. Si la lotería es la ley no puede haber regla alguna excepto el capricho del azar que, como los dioses de los griegos, se ríe cruelmente de los
avatares de los seres diminutos.
En un plano más pedestre, ante este panorama, no ya galáctico sino pluricósmico, el ser humano medio siente una especial indefensión afín a la de “Marx ha muerto, Dios ha muerto y yo no me siento nada bien”. El dogma de la Santísima Trinidad era simplicísimo al lado de los arcanos de la física y matemáticas que rigen cuanto existe, astros y dimensiones incluidos. La longevidad que le prometen en breve no resultará jamás suficiente para abarcar una ínfima parte de los saberes. Virtualmente ha alcanzado la ubicuidad y su libertad no tiene límites (con mayor razón si ésta y su ser todo son resultado de la cifra casualmente salida del bombo), sin embargo lo malo de la omnipotencia es que todos los otros son también omnipotentes, lo cual dificulta bastante en el día a día la comprensión y relación con el mundo cercano.
Siempre habrá, sin embargo, aquéllos que piensen que, lotería o no, vale la pena creer y defender un marco de valores, con mayor razón si aparentemente nada los avala sino un precario consenso. Como las luchas en las guerras perdidas.
El ciudadano de Piranesi
La sensación de omnipotencia discurre, actualmente, paralela al peculiar, difuso, continuo sabor a indefensión profunda. Tal cosa parece, en principio, imposible por lo contradictorio: No lo es. Ambas corrientes coexisten. Todo puede saberse, mucho está al alcance de la mano, más todavía espera, en cuestión sólo de tiempo, ser clasificado y puesto en su casillero. Cada día es el final de la Historia, universal y propia, incluso la del recorrido mental por un cosmos cartografiado y datado en años luz. Se ha averiguado la edad del Universo, millones de espejos mágicos responden a cualquiera a cualquier pregunta. Dios está en la cola del paro.
Jacques Dutronc, un cantante francés de los años sesenta, del siglo XX, venía a resumir la pregunta común agazapada en el fondo del alma, o, en el recoveco de neuronas: Sept cent millions de Chinois, et moi, et moi, et moi? (Setecientos millones de chinos, ¿Y yo?,¿Y yo? ¿Y yo?). Y continuaba pasando revista a las grandes cifras de la demografía de la Tierra e intentando afirmar, frente a ellas, su pequeño mundo. Actualizado: Miles de millones de años luz de edad del cosmos, cadenas genéticas modificables, paseos virtuales por la Luna ahora tan conocida como el parque de la urbanización, inventario de los tipos de estrellas, razones químicas de los comportamientos. ¿Y yo, y yo, y yo? Yo, a quien ya me pueden dar respuestas para todo, ¿dónde, por qué y para qué estoy donde creo, aunque no me siento muy seguro, estar? Mientras el universo se expande y multiplica el ciudadano de Piranesi vive su agorafobia con mayor intensidad cuanto mayores son las dimensiones del recinto en que se halla.
Pese a la omnipotencia y omnisciencia, en los pequeños lugares y países, en las pequeñas vidas, la conciencia de sentirse inerme, sin embargo, es cierta. Quizás porque ha sido muy largo el período sin exigencias de pagar un precio, esos precios sin los cuales carecen de raíces los logros. Hay un instintivo reflejo de huida hacia la célula familiar, más o menos ampliada, hacia lo inmediato, incluidas ficciones de pertenencias ancestrales que ofrecen una acogedora tibieza de refugio. Pero resulta que el enemigo está en casa, en la facilísima felicidad, ocurre que el mejor o menos malo de los mundos posibles con toda su oferta de deseos satisfechos podría ser una máquina de continuas falsificaciones, que lo pequeño no es necesariamente beautiful sino que, por el contrario, puede lanzar sobre las sociedades, aprovechándose de la superioridad del número, una red gris de cuyas múltiples celdas la escapatoria parece imposible. El Tiempo de Tribus prohíbe, arrincona, barre al Tiempo de Ideas. El camino recorrido puede ser, y es en grandes, peligrosas parcelas, el contrario al de la Ilustración; va de la persona a los casilleros de cada clan.
Con todo su progreso, con la mutación social inigualable que suponen la informática y el inmenso avance tecnológico, esto conlleva, sin embargo, un enorme volumen de indefensión. Es el precio. La Revolución industrial, la técnica, permitían todavía cierta influencia y control del usuario, una proximidad física, una imagen mental abarcable. Nada semejante puede decirse del ambiente que rodea a los humanos en el momento actual. Nunca han disfrutado, ni imaginado, una omnipotencia virtual semejante, un conocimiento potencial de tales calibre e instantaneidad. Simultáneamente, jamás han sido tan dependientes de un corte de suministro, de una caída de la red, de una avería del automóvil, tan ignorantes de aquello que es vital para su existencia y que no pueden controlar en absoluto. En la grande y nueva etapa que representa el mundo cibernético, los canales, constituyen por sí mismos el mensaje y además, dado el espacio temporal que su recepción ocupa, están inseparablemente acompañados por el hecho de que las correas de transmisión son el Líder. No el único porque no impera, ni ya es necesario, un régimen de completo y exclusivo dominio del poder, pero los clanes parásitos se han asegurado de buena parte del control de esos cauces por donde fluye la materia visual y verbal que les garantiza, por cesión en su favor de la sociedad, un flujo de prestigio, dinero y especial rango en la jerarquía moral y en cuantos elementos culturales conforman la percepción que los ciudadanos tienen de sí y de su medio.
Las fronteras y lenguas ondean y se difuminan porque en la aldea global es necesario que el mensaje vaya más allá. Sin embargo la necesidad de referencias cercanas, propias, comunitarias, el temor instintivo a los grandes espacios y las entidades anónimas e inalcanzables y la falta de distancia crítica producen a la vez miedo y euforia ante la infinita libertad, inacción ante lo que sobrepasa y brotes fugaces de excitación que tienen la fugaz duración propia del escaso conocimiento y juicio personal reflexivo en los que se asientan. La rapidez de la mutación ha impedido tomar aliento, calibrar, situarse, Ha dejado, además, en el limbo de aquéllos que son objeto de una especial explotación a legiones de jornaleros de pantalla y teclado que carecen de bagaje intelectual propio. Habitan un terreno dual, entre el olimpo de jefaturas que planean sobre sus cabezas mientras, por debajo, se sitúa la ignorante, contrita y sumisa masa ante la que pueden mostrar desdén y prepotencia. No en vano, según se comenta, ya hay escuelas alemanas donde no se permite a los alumnos llevar ordenadores a clase hasta los doce años y en las que se aprende a escribir a mano e incluso a pluma y con caligrafía. También se cuenta que existen grandes empresas que escogen para directivos a gente que ha cursado Filosofía porque la visión en profundidad y en altura se ha hecho un valor en alza. El envés sería países donde se pretende desde la infancia, en vez de transmitir conocimientos, “formar para la vida”, es decir, fabricar seres adaptados a la coyuntura y el mercado laboral, buenos para hostelería, servicios y exportación medianamente calificada.
La revolución cibernética que se impuso en pocas décadas de forma irreversible, inexcusable y perentoria, fue utilizada en España de forma particularmente espuria por los grupos parásitos. Vieron en ella la oportunidad de eliminar social y laboralmente a los poseedores de conocimientos y categoría intelectual de la que ellos carecían. Necesitaban acaparar en breve espacio de tiempo la imagen de modernidad, europeísmo y eficacia, y enviar a las tinieblas del rancio país retrógrado a los que les estorbaban. La informática reinó suprema, no con la necesaria y encomiable finalidad de incorporarla y universalizar su manejo, sino como instrumento calibrado para segregar, expulsar y apoderarse con rapidez de territorios de adquisición normalmente laboriosa. El último de la clase poseía de repente la varita mágica que le transformaba en príncipe del encanto instantáneo. Su Alteza disfrutaba de derecho de pernada sobre los horarios lectivos, desplazaba o eliminaba asignaturas fútiles como Literatura Universal, leía el Periódico-Insignia y acaparaba cargos que le rescataban de la molesta tarea de enseñar. Mientras un partido, el socialista, imponía y otro, el popular, consentía leyes educativas que consagraban la ignorancia, la idiocia y la pereza, llovían sobre los centros de enseñanza caros equipos informáticos en su mayor parte inútiles o apenas utilizados. Eran los juguetes caros que regalan los padres para así compensar su falta de atención debida a la progenie. La manada, no de los alfa sino de los arroba @, aprovechó ávidamente la coyuntura para llevar a cabo una especie de limpieza cronológica suave y descafeinada en la que no se eliminaba físicamente. Sólo se desplazaba a la cuneta de la sociedad a los individuos que no habían cogido con suficiente rapidez el tren de la única modernidad posible. Se creó una clase dominante (y a su vez dominada por quienes la dirigían) de llamativa prepotencia, un clero que poseía las claves del saber sin el cual no había salvación. Y la limpieza fue eficaz mediante una especialísima toma de poder que deja a la población en un estado obligatorio de dependencia profunda, cotidiana, irremisible y reduce al silencio, la incomunicación y la invisibilidad a ciudadanos que pasan a ser daños colaterales.
La indefensión ha fermentado en España poco a poco dentro de la sopa primordial de optimismo, confianza, solidaridad, nobles ideas y horizontes ilimitados. En los años ochenta y antes, aún en vida de Franco, había cuajado la energía de hacer futuros mejores y no había eclosionado el gratis total. La libertad desteñía naturalmente desde la esfera privada a la generalidad de las costumbres, y en nada fue el cambio tan presto y radical como en las mujeres, que ya desde los sesenta se emancipaban de la sumisión biológica gracias a los anticonceptivos. Se creía en la Transición y en sí mismos como sujetos de una mejora que parecía segura, progresiva e irreversible. Apenas se prestaba atención al peaje de los nuevos territorios. Hubo pocas o ninguna crítica cuando las cárceles se abrieron y dejaron en las calles un puñado de presos políticos y un torrente de criminales, muchos con delitos de sangre. Fueron Saturnales largas y ruidosas, que las gentes de orden sin otro delito ni franquismo que su apego a lo conocido, al puesto de trabajo y a las tradiciones miraron desde la orilla en la que se sentían marginadas, años donde la fiesta se prolongaba en los interminables brindis patrocinados por el Estado de Bienestar y en los que no había transgresión, reivindicación, localismo y fuero que no se viera aclamado, declamado y festejado con pólvora del Rey.
Al tiempo se producía la gran mutación de las comunicaciones adscrita al universal vértigo de la segunda mitad del siglo XX. De repente todo podía saberse, todo era posible, si no ahora y ya, desde luego sí en el futuro inmediato, en una lógica del instante incompatible con la reflexión y el espacio crítico. Se desvanecían la soledad, la individualidad y la creación estrictamente personal junto con las grandes figuras, que eran reemplazadas por sus iconos, su plasma figurativo, el lugar simultáneo que podían ocupar en un momento dado en la lluvia múltiple de formas y mensajes. Con las inocuas fugacidad y brevedad y el esfuerzo nulo de rozar una tecla. La falsa libertad y la ocupación del espacio cognitivo con falso conocimiento son peajes probablemente necesarios, de la era informática incluidos en el conjunto de las muchas ventajas que de ella se obtienen. Pueden digerirse convenientemente pasada la fase inicial, pero se trata de una mutación que se produce a una velocidad que sobrepasa a la de cualquiera de los cambios que han afectado a la especie humana. La lógica del instante, de la comunicación permanente y comunitaria, puede ser utilizada para invalidar formas de reflexión y de existencia por su naturaleza exclusivas del repetido y largo esfuerzo individual. Desparecerían o se minimizarían como anecdóticas a un paso de reprobables la soledad, responsabilidad y creación personales. Adiós a las grandes figuras y bienvenidas las leyes mordaza que tacharán de retrógrado, caduco, inadaptado y estúpido a quien disienta. La falsa libertad de la pantalla global se resolvería en la okupación del espacio y del tiempo cognitivos con placebos de conocimiento. Se estaría en la dictadura de lo moderno, en la aceptación preceptiva del cambio como óptimo, sean los hechos cuales fueren, una especie de neofascismo futurista al que no es ajena la insistencia en dar por muerta a la prensa, al papel, a la lectura, y, con ello, eliminar espacio crítico.
De forma coyuntural, esto puede ser utilizado, tal ha sido el caso, como el instrumento perfecto para promocionar nulidades, obviar la ignorancia, infundir prepotencia a aquéllos cuyo único diploma es el del cursillo coyuntural. Muchos vieron en ello su oportunidad para expulsar, dominar, invadir espacios, cargarse de suficiencia inapelable en nombre de los vigorosos dioses telemáticos. En muchos rasgos la nueva dictadura recuerda a las vanguardias del Hombre Nuevo de principios del siglo XX, al culto de lo moderno, lo joven, lo actual y lo fuerte, y, como los seguidores de Marinetti, desprecia lo anterior como caduco y propugna un sometimiento devoto al cambio continuo que, en sí, es necesariamente para el individuo concreto fuente de sometimiento e indefensión, potenciados ambos por el miedo a ser tachado de retrógrado, incapaz, caduco y prescindible, Nada más fácil, por otra parte, para el neovanguardismo del siglo XXI que el ejercicio virtual, e indoloro, por pantalla interpuesta, del vivir peligrosamente de los seguidores de Nietzsche, que sí se arriesgaban y lo pagaban muy caro. En un país de democracia socialmente débil, como es el caso español, inmerso en la desorientación identitaria, esta situación es particularmente grave porque se deja al individuo a la merced de sucedáneos de referencias orientativas y trampas duales, que utilizan ávidamente, a fines de robo organizado, los clanes parásitos.
Llegados a este punto, bueno es rechazar la nueva trampa dual. Es cómodo caer en la facilidad del razonamiento maniqueo. Lejos de existir el Bien y el Mal en forma de Modernos y Retrógrados, jóvenes agresivos y viejos desfasados, hay en el siglo XXI una vibración prometedora que abre cada día al descubrimiento, a la admiración y a la curiosidad horizontes de una extensión y profundidad cuajadas de posibilidades. E, invariablemente, también ahí funciona la lógica de los precios. Con la pantalla, la genética y el átomo, como con el hacha de sílex, se puede sobrevivir y alzarse hacia un mejor destino o sacar el corazón al enemigo. Las opciones no son fáciles cuando se ha alcanzado, en tan poco tiempo, tanto poder.
El ciudadano vaga, voto futurible en mano, como un homúnculo de Piranesi, por espacios que no controla en absoluto e incluso le son desconocidos y ajenos. El suelo se mueve bajo sus pies, el mapa del país en el que creía estar se ha fraccionado en múltiples grietas que se empeñaba antes en ver como simples fisuras y en realidad se han ido ahondando, en el transcurso de las décadas, hasta hacerse espacios intransitables erizados de peajes, fronteras, listas de espera y coimas. Descubre con estupor que el erario no es inagotable y que cebar a las clientelas significaba desnudarle a él.
El españolito de Piranesi es una especie nueva que vagamente soñó tiempos mejores y que ahora, cogido en la pinza de partidos que aspiran a repartirse y a repartir en exclusiva los beneficios que el poder procura, sólo se esfuerza en capear malas rachas y arañarse un mediano pasar. Presencia, con entrada obligatoria al incómodo patio de butacas, una nueva, peligrosísima farsa, la variante de la simpática mascota que saca las uñas y los dientes. Es un espectáculo nuevo, la Democracia Esperpéntica, blindada incluso a la crítica por su coraza parlamentaria que, ejercida como arma dual, concede como única antítesis la Dictadura. Sin embargo el hombrecito hispánico, aunque todo se ha hecho para que siga comulgando con la propaganda bipolar izquierda/derecha, progresismo/reacción del franquismo post mortem, siente que flota entre grandes bloques de organismos subvencionados desde la cuna, jueces mercenarios del político de turno y chantajistas de un pelaje que va del pistolero montaraz al aliado tribal previo pago de su importe. Lo que se le presenta como única organización social aceptable hace imposible la democracia real porque se ha convertido en un sistema hecho para garantizar la impunidad de los peores y para atemorizar y explotar al ciudadano. Y en eso, en la indefensión garantizada, parece haberse resuelto la ejemplar Transición.
No hay trabajo, ni el dinero fácil que antes cubría la fragilidad del entramado y permitió, hasta el minuto antes de la crisis, el reparto de sobras y dádivas. El voto cuatrienal no consuela de la realidad precaria, la cultura escasa, confusa y fragmentaria, el desvanecimiento de valores establecidos. Hecho a la inercia de los dos grandes clanes gubernamentales, expoliado y traicionado por ambos, el ciudadano de una democracia aprendiz que parece estar repitiendo siempre curso se siente robado por todos los frentes, y no halla punto de referencia. Adiós herencia cultural, que se fue por el sumidero de una enseñanza copada por consignas y por huestes del nuevo régimen ansiosas de hacer méritos para que les confirmaran puestos y mando en plaza. Ya no tiene historia, ni héroes, ni reyes, ni romanos, ni cristianismo, ni tradición, ni descubrimiento de América, ni aspiraciones, fracasos y victorias. Tiene una imitación, gris y fallida, de más hábiles vecinos del norte. Adiós a la libertad económica provechosa que prometían los unos porque, cuando entraron en escena los otros, se apresuraron a sobreañadir a la clientela anterior la propia, a sangrar la Administración del Estado y a arrinconar y presentar como inútiles a los funcionarios de a pie. El procedimiento es sencillo: Se imponen por doquier equipos de contratas temporales para que hagan tareas que corresponden a los empleados en plaza pagados por ello y capaces de ello. Los himnos al liberalismo y la externalización, a veces entonados en sordina para camuflar el negocio que para un puñado de amigos del dinero ajeno representan, se acompañan de aparente celo por el aprovechamiento de recursos y la disminución del sector público. Los nuevos jornaleros de ordenador, escoba o escritorio reciben, por el mismo trabajo, la mitad de sueldo que los de nómina, son despedidos a los pocos meses y contratante y contratador extraen del proceso jugosas mordidas duplicando así los costes de un cada vez más denostado sector Se consigue por lo tanto pésima atmósfera laboral, ninguna profesionalidad ni interés por parte de los trabajadores, derroche institucionalizado y descrédito del funcionariado ante una ciudadanía a la que se hace creer que toda asignación del presupuesto a servicios generales es ruinosa, educación, medicina y transportes públicos una antigualla y los minutos del cafelito mañanero la causa final de la desastrosa situación de las finanzas del país.
El ciudadano, pequeño, ocupado en la supervivencia y sometido a la desmemoria del mensaje prescindible fugaz e inmediato, se esfuerza por esquivar uno y otro bloque, conserva la añoranza de situaciones que fueron mejores y no sólo porque el dinero corriese más libremente, convive con la neta conciencia del engaño. Y, como gracias a la eliminación del almacén de datos y de la cultura personales, se está volviendo a la memoria fugaz primitiva, propia de la aurora de nuestra especie, el homo privado de Google se encuentra inerme, carece de acervo de conocimientos propios, estructurados, universales, cronológicos, en los que hallar seguridad, defensa, alimento y referencias. Ha aprendido que vive, y vivirá durante más tiempo que generación pasada alguna, en el mejor de los mundos posibles. Si el sistema informático no se cae de repente, si los servicios que da por inmarcesibles están ahí, si la energía eléctrica no le abandona. Y no recuerda, como raíces, más que la tonadilla que acompañaba a los dibujos de su infancia en la tele. Quizás el peaje de haber aceptado una educación-placebo en la que se pasaba sin saber de un curso a otro, quizás el banderín de tribu diminuta, las tabletas de la ley adaptables según consumo no hayan sido tan buen negocio después de todo.
El habitante actual de ese vago territorio llamado Hispania tuvo un mito, y aun varios, que incluían la dictadura extinta y una Transición ejemplar. Los bloques parásitos nacieron, engordaron y se instalaron sin ser apercibidos, infinitamente más peligrosos que los clásicos espectáculos de corrupción, carecen de nombre, su materialización requiere visualizar un cliché de intereses satisfechos que no se refleja en los órganos de información-propaganda que fueron en un tiempo lejano bandera de esperanza y libertades. Se ha perdido la costumbre de juzgar por individuos y por hechos. Y quien no tiene poder económico, social, mediático está por completo inerme y con toda razón amedrentado. La Justicia, el Estado en sus ramificaciones diversas pueden empobrecerle, arruinarle, dejarle en el limbo de un proceso durante largos años, obligarle a convivir con asesinos, a sufrir innumerables robos, a temer abusos, agresiones e intimidaciones sin que su débil status de ciudadano de a pie le ofrezca amparo. El hombrecito de Piranesi se ha acostumbrado a la censura preventiva, y sin advertirlo la ha interiorizado de forma mucho más eficaz que la vieja y tosca del régimen franquista. La ilusión de los setenta, y aun de los ochenta, ha dejado paso a un hueco a la medida del pasado impulso. Va buscando, con su papeleta en la mano como gran logro democrático, y se tropieza con populismo que corea clichés caducos y se acalla con la distribución gratuita de algunos bienes. Él sigue la rutina, de supervivencia, de los días. Mira sobre las desdibujadas fronteras. Europa. Quizás hay ilusión. Pero, ¿y si al fin y al cabo es también allí lo mismo? Ah, no. Allá el hombrecito crece y tiene la estatura normal de los ciudadanos. Sabe de buena tinta, por compañeros que lo vivieron, que, por ejemplo, en Gran Bretaña hay un servicio de asistencia jurídica gratuito para los que son víctimas de pequeños abusos y robos, aquéllos ante los que en su país de origen él está particularmente indefenso. Esos abogados británicos le escuchan y defienden sus derechos. Allí la justicia independiente existe, no está al albur, como en España, del partido que la nombra y de la importancia, cargo y riqueza del que, gracias a ello, no pisará la cárcel y ni siquiera será acusado. Tal vez sería una opción esperanzadora que Inglaterra desbordase Gibraltar y ocupara más terreno de la Península. O que esa Francia donde en todos los colegios los niños pueden estudiar en francés y se tienen las mismas leyes tanto se habite en la Normandía como en Marsella se desperece hacia el sur.
Porque aquí, en este país que por no tener no tiene apenas ni nombre, le han quitado mucho y pueden quitarle cualquier día cualquier cosa, como si el atracador se cruzara a su acera desde la acera de la impunidad y, después de hacer lo que le viniera en gana respaldado por una ley que sólo protege a los criminales y a los fuertes, volviera a cruzar la calle con su botín, con las manchas de sangre en su chaqueta, que no tiene por qué esconder y que no esconde, mientras es recibido con aplausos por sus homólogos y la prensa local y foránea se hace lenguas de la extraordinaria protección y desvelos gubernamentales de la que gozan ladrones habituales, violadores, asesinos y terroristas (valga la redundancia) en la España de las transiciones maravillosas.
La Historia se la han quitado en bloque. Ni Descubrimiento de América ni navegaciones de increíble riesgo, valor y audacia por el Pacífico. Ni héroes –serlo está mal visto- ni figuras señeras de las que brillan en el cedazo de las épocas. Las conmemoraciones de 1492 las hace de rodillas, pidiendo excusas y trajinando por los caminos con una cerda. Las defensas en mar y en tierra, por su honor y sus principios, no merecen mención en los libros; si acaso algún análisis del psicoanalista. Incluso los monumentos se ignoran, a las no-personas del pasado las acompañan obras de perdida autoría, la ciudad y los recuerdos son despojados de cuanto les daba significado, tradición y grandeza, se cierran tiendas y cafés seculares que en otras capitales se preservan como oro en paño. La fina red grisácea ignora cuanto sobrepasa el tamaño minúsculo de sus celdas. El ciudadano de Piranesi flota en un vacío de referencias que le proporciona una engañosa sensación de libertad.
Puestos a robar, le han robado hasta el término nacionalismo, que ahora es una abominación vergonzosa en cada una de sus facetas excepto en la tribal. Él tenía ese cariño instintivo por su patria que, por mucho que renegara de ella, era un sabor recurrente en las ausencias, en los paisajes, en la masa de finas raíces mezcladas con la vida propia. Estaba tan lejos de transformarlo en instrumento de estupidez y odio como de declarar la guerra a todos los pueblos en los que él no había nacido. Lo de ciudadano del mundo le parecía muy bien, quedaba estupendamente, pero tenía un algo de irreal y sofisticado que no se compadecía con la parte más cálida y veraz de su persona. Adoptó, sin embargo, esa jaculatoria como el resto, puesto que el dios de la indefinición exigía de continuo sacrificios y adhesiones y convenía que todo fuese vago, difuso, postmoderno, relativo y transitorio, desde el sexo a la nacionalidad pasando por moral, religión, estado civil y preferencias en cuanto a países, usos y valores. Del intelectual sabio al último presentador televisivo o actor en boga, todos denuestan ese sentimiento nacional que el ciudadano tenía tranquilamente integrado a sus afectos. No puede tenerlo en España, es, por activa y por pasiva, abominable. Sólo resulta digno de mención, aprecio y loa en otros lugares, también si se refiere a épocas distintas, o en la proclama deportiva ocasional. Dado que le arrebataron, desde la escuela, su propia herencia cultural y los más elementales conocimientos de filosofía e historia, el ciudadano expoliado nada puede alegar en su defensa. De lo contrario, le sería posible decir que el nacionalismo no sólo fue el monstruo de los desfiles de antorchas nazis, los genocidios balcánicos y los ensueños racistas del terrorismo vasco, sino que también existe y ha existido otro generoso y noble, del que es fragmento el suyo y su pequeña bandera y que existe como una perla entre materia espuria. El nacionalismo, muy bien acompañado por la rebeldía ante la opresión, impulsó al pueblo de Madrid el 2 de Mayo, mantuvo en pie bajo los bombardeos alemanes a la democrática Inglaterra, caminó hombro con hombro con los guerreros de Maratón que invocaban y defendían, para ellos y para nosotros, la más noble palabra, ¡Eleuzería!, en griego clásico libertad.
No le han robado sólo cultura y conceptos filosóficos: Le han robado la cartera. Se le supone protegido por la más nutrida batería de derechos que vieron los siglos pasados ni esperan ver los venideros, pero cada uno esconde innumerables cláusulas en implacable letra pequeña, que le hacen transgresor potencial de normas incontables, sobre las que se depositan cada día otras nuevas como las hojas del otoño. Le han vendido una ilusión tal de completa seguridad que nunca ha advertido que el precio consistía en todas sus libertades y en todo el dinero del que les plazca apropiarse a los señores del feudo. A día de hoy, la ley penaliza ya, no los actos, sino los juicios de valor, la expresión de opiniones, el crimental (crimen mental) que diría el llorado Orwell. En la práctica, cualquier línea, gesto o frase es susceptible de multa, denuncia, reproche, escarnio puesto que se camina por un pavimento cruzado por la apretada cuadrícula de la corrección y de la delimitación de los territorios microtribales. Imposible explicar a jóvenes desprovistos de información veraz retrospectiva y de espacio crítico que la libertad individual que viven como un vasto supermercado es mucho menor que antaño, aunque otrora fuese la existencia más precaria, incluso si había dictaduras, porque contra las dictaduras se lucha, el enemigo es limitado, ofrece agarre al oponente. Pero en la tibia sopa de indecisión e inconsistencia no hay enemigo posible. Puede inventarse un gran fantasma llamado Sistema, y hacerlo objeto de las iras, aunque el rostro espectral se componga de los de buena parte de los iracundos.
A falta de un París luminoso siempre quedará el consumo. Desdichadamente hay que pagarlo, y las tribus llevan roída hasta la última migaja de la caja. Son innecesarios el antiguo ejército de las asonadas decimonónicas y la moderna policía política. Los supera con creces, como instrumento de sumisión, el miedo difuso al robo aleatorio oficializado y la falta de alternativas a un sistema que, en nombre de la legítima representación popular, es omnipotente, omnipresente e inatacable. El sujeto se rige por la regla del menor de los males y el horizonte inmediato, él y lo suyo y los suyos, sobre los que se sitúa la esfera de los nuevos señores que se conformarán con ritos de ingeniería social y tributos siempre y cuando el vasallo no les resulte molesto. Porque, si esto último ocurriera y el ciudadano no gozara de respaldo alguno, carnet de algún club de víctimas oficioso ni de finanzas que paguen su defensa, entonces lo empobrecerán impunemente y amargarán su vida, mientras como el resto, presencia el espectáculo cotidiano de criminales libres, jueces a la orden de quien les nombra y fortunas amasadas al abrigo de cargo, título y rango.
El hombrecito se pasea con su inseparable buitre, que vuela en círculos cansinos sobre su cabeza y desciende de cuando en cuando para arrancar la libra de carne y depositarla en las arcas oficiales, de donde pasará al departamento de trinchado y reparto entre el ocioso enjambre tribal. La gente del común cuenta con un carroñero por persona y es fácil, si se aguza el oído, oír su planeo, aunque el ave se confunda con el aire de los días grises. Las buenas gentes se esfuerzan, sin embargo, en pasarlo bien, en sacar partido de lo que parece todavía coloreado, disponible, con luces, de aquello que tal vez mejore. Capean la larga mala racha envueltos parcialmente en los reflejos virtuales de sentimientos, experiencias, placeres vicarios; levemente embriagados por visiones y sonidos que aparecen y se disuelven sin consecuencias pero que llenan huecos y, sobre todo, abrigan y aíslan del frío de la cruda realidad. Saben que les han robado cosas, muchas cosas además de la extracción cotidiana de múltiples impuestos y la amenaza continua de diezmos, penas, castigos burocráticos inapelables que no tendrán más rostro que la respuesta mecánica de una línea telefónica y el aviso que incluye un número de pago y cláusulas imposibles. Regularmente el buitre baja, hunde el pico y sube, con su porción de carne, la coloca en la mano enguantada del cetrero y reanuda el vuelo circular sobre la cabeza que le corresponde.
Esas gentes advierten, por ejemplo, que les han robado la Navidad, y no la foránea del trineo y los renos. Los cérvidos representantes de la esfera nórdica no hubieran sufrido, ni sufren, en el país vergonzante del sur, menoscabo alguno. El robo se concentra en la imaginería milenaria propia del cristianismo. Jadeantes por el afán de parecerse a la ideal Europa moderna, los señores que ordenan el diseño del Hombre Nuevo han implantado el Advenimiento Geométrico y desterrado previamente, en una limpia ejemplar, belenes, estrellas, angelitos, campanas, reyes magos, misterios y pastores. En espera de que se imponga universalmente la Fiesta del Solsticio con los ritos correspondientes (el neopaganismo hitleriano podría ser una fuente de inspiración), las escuadrillas del Bloque Parásito han hallado una meta provisional con la que justificar su sustento y su existencia. Por supuesto, se favorecen incondicionalmente las expresiones y festejos religiosos de cualesquiera otras confesiones, sean judías, budistas o musulmanas. Las lucecitas, de una palidez insulsa, lagrimean en los escasos árboles que las cobijan, las decoraciones festivas son un homenaje a Fermat y Pitágoras y los belenes se acogen al sagrado de recintos cuyas paredes impiden que la mirada del ateo y del agnóstico sufran con su roce. Hay una premura tan provinciana y patética en demostrar desapego de las propias raíces y obtener el beneplácito de un invisible juez supraeuropeo asistido por un comité progresista del buen gusto que la representación antinavideña rezuma la tristeza del espectáculo sin público. Apoyado en el tenaz sentido común, el viandante mira, y sabe que le han robado algo.
Ese algo puede ser tan vasto como la realidad misma, incluso la que transciende fronteras, porque le han privado de la fresca posibilidad de percibirla según su saber y entender. No puede juzgar; los juicios de valor están mal vistos fuera de los carriles de lo conveniente y adecuado. El ejercicio libre del pensamiento, las categorías de malo y bueno tienen que obtener, como requisito previo a la clasificación definitiva, el pase de la correcta percepción, según a quién, dónde, cuándo y para qué sirven. Nada será, pues, per se aberrante, nefasto, injusto, peligroso, falaz, idiota, bárbaro, absurdo. Para extender sobre cuanto acontece el manto acolchado del distanciamiento sonriente se ha creado una doctrina como la Alianza de Civilizaciones, que se vende en diferentes tallas y cuya estupidez sólo es superada por la específica maldad inherente a un peligroso tipo de estulticia que le es propio. Espontáneamente, un juicio sano rechaza prácticas opresoras y repulsivas, pero no si se halla sometido a la implacable lluvia de consignas como la igualdad de culturas y el relativismo universal. En su nombre, se pueden contemplar sin condenar ni siquiera de palabra -o incluso tampoco de pensamiento, tal es la autocensura actual- las mayores aberraciones. El velo obligatorio o la ablación de clítoris son únicamente algunos ejemplos; podría tratarse de la estrella amarilla de los judíos de haber triunfado los nazis. Nada más cómodo que fotografiar y hacer lo que vieres. En ayuda del oportunismo y de todas las alianzas se ha extendido el dogma implícito de la intemporalidad de las situaciones. ¿Cómo rechazar usos que, por culturales –y todo lo es- gozan de patente de corso y están establecidos y aceptados por las poblaciones desde el comienzo de la eternidad? La premisa es de una falsedad patente, pero funciona, apoyada en el general anatema contra los juicios de valor y la timidez inconsciente ante el riesgo de rechazo.
Junto a lo que no debe percibir le han robado también la cronología, los acontecimientos insertados en su tiempo real. Los pequeños seres de Piranesi ignoran que lo que les presentan como ancestral, inmutable, casi eterno, jamás lo fue. Basta con echar un vistazo a fotografías no tan antiguas para observar que ha habido regresiones, empeoramientos, avances súbitos, que la Historia no es un relato lineal y lento sino que, como el Tiempo en sí, no pasa de ser una abstracción y sólo consiste en lo que los hombres hacen, de manera que ese tejido de omisiones y actos a cada instante dibuja el mapa de la realidad, El cambio que no ocurre en siglos sucede en pocos meses y el salto a la barbarie o a formas mejores de ser puede darse en muy breve espacio o no producirse en absoluto.
Como la virtual omnisciencia de la era telemática produce el espejismo del poder sin límites y la garantía informativa, el sujeto de a pie se sorprende cuando alguien le dice que en absoluto ha sido esclarecida la masacre del 11 de Marzo de 2004 y que los que la planearon y/o aplaudieron gozan de manera patente de sus frutos, se extraña de que en las calles de Irán o Afganistán parecieran mucho más modernas que en la actualidad en fotografías de hace no tantas décadas, y que por ellas caminaran mujeres vestidas libremente y con la cabeza descubierta. Él creía que, en una geografía cultural de espacios temáticos tan intemporales como las reservas zoológicas, los cambios en usos y costumbres no se producían sino a un lentísimo ritmo geológico con el que no cabe interferir de modo alguno. Al individuo abrevado cotidianamente con los clichés de la corrección le sorprende saber que, de no prohibirlo los ingleses, la costumbre hindú de quemar a las viudas en la pira del marido hubiese continuado felizmente por tiempo indefinido, o que la ancestral práctica china de escupir sobre el pavimento a diestro y siniestro, que parecía inscrita en sus genes, haya desaparecido con sorprendente rapidez en Singapur tras la imposición de elevadas multas. Tales intromisiones en ajenas estructuras étnicas tienen un insoportable perfume de herejía. Cuando se ha perdido el hábito de mirar de frente a los hechos, llamar a las cosas por su nombre y dejar libres las neuronas, es inquietante encontrarse en un universo sin balizas ni folleto de modo de empleo, en el que se desvanecen las consoladoras certidumbres en un lento e ineluctable progreso por medio de la taumaturgia educativa.
Ya se tratara del futuro de mañanas cantarines, ya de la victoria final de la clase laboriosa, ya de la parusía del entendimiento global, todo confluía en crear un cómodo estar con muelles seguridades garantizadas por la abstracción situada en el porvenir. Gracias a ella, los amables gestores de entelequias de consenso pueden enriquecerse hoy por hoy. Futuro y Tiempo forman parte, junto con las Leyes de la Historia, del mito forjado por los estafadores del presente. La pequeña figura de los grabados de Piranesi se encuentra rodeada por un medio aún más temible que los altos muros y las imposibles escaleras: flota en un vacío semejante al que rodea a los astronautas y, de repente, se ve obligada a procurarse, a base de observaciones y deducciones personales, la ley de su propia gravedad.
Tierra a tierra, el ciudadano mira en torno suyo. Reduce, sensatamente, su campo de visión al país que primero le nutrió y que le alberga. Y observa, una vez desvanecido el mito, que simplemente se está llamando Democracia a la Dictadura de los Peores. Ve pasar defraudadores de todo pelaje y jaez. Son el mascarón de proa de la nave capitana y de la flota que la sigue, forman un grupo escultórico de docenas de cuerpos en los que se quintaesencia y simboliza la tripulación a la que preceden. Como una estatua horizontal, constituyen el pináculo de una espesa base amalgamada de clientelas, menos vistosas, toscas y violentas que el bandolero tradicional pero, por acumulación y extensión temporal, mucho más dañinas. El tropel no pasa de ser la última secreción de la resaca larga, hay quienes luchan por librarse de su peso.
Y, vivo símbolo de su tiempo, el hombrecito se pasea por el país de la indefensión.
La sensación de omnipotencia discurre, actualmente, paralela al peculiar, difuso, continuo sabor a indefensión profunda. Tal cosa parece, en principio, imposible por lo contradictorio: No lo es. Ambas corrientes coexisten. Todo puede saberse, mucho está al alcance de la mano, más todavía espera, en cuestión sólo de tiempo, ser clasificado y puesto en su casillero. Cada día es el final de la Historia, universal y propia, incluso la del recorrido mental por un cosmos cartografiado y datado en años luz. Se ha averiguado la edad del Universo, millones de espejos mágicos responden a cualquiera a cualquier pregunta. Dios está en la cola del paro.
Jacques Dutronc, un cantante francés de los años sesenta, del siglo XX, venía a resumir la pregunta común agazapada en el fondo del alma, o, en el recoveco de neuronas: Sept cent millions de Chinois, et moi, et moi, et moi? (Setecientos millones de chinos, ¿Y yo?,¿Y yo? ¿Y yo?). Y continuaba pasando revista a las grandes cifras de la demografía de la Tierra e intentando afirmar, frente a ellas, su pequeño mundo. Actualizado: Miles de millones de años luz de edad del cosmos, cadenas genéticas modificables, paseos virtuales por la Luna ahora tan conocida como el parque de la urbanización, inventario de los tipos de estrellas, razones químicas de los comportamientos. ¿Y yo, y yo, y yo? Yo, a quien ya me pueden dar respuestas para todo, ¿dónde, por qué y para qué estoy donde creo, aunque no me siento muy seguro, estar? Mientras el universo se expande y multiplica el ciudadano de Piranesi vive su agorafobia con mayor intensidad cuanto mayores son las dimensiones del recinto en que se halla.
Pese a la omnipotencia y omnisciencia, en los pequeños lugares y países, en las pequeñas vidas, la conciencia de sentirse inerme, sin embargo, es cierta. Quizás porque ha sido muy largo el período sin exigencias de pagar un precio, esos precios sin los cuales carecen de raíces los logros. Hay un instintivo reflejo de huida hacia la célula familiar, más o menos ampliada, hacia lo inmediato, incluidas ficciones de pertenencias ancestrales que ofrecen una acogedora tibieza de refugio. Pero resulta que el enemigo está en casa, en la facilísima felicidad, ocurre que el mejor o menos malo de los mundos posibles con toda su oferta de deseos satisfechos podría ser una máquina de continuas falsificaciones, que lo pequeño no es necesariamente beautiful sino que, por el contrario, puede lanzar sobre las sociedades, aprovechándose de la superioridad del número, una red gris de cuyas múltiples celdas la escapatoria parece imposible. El Tiempo de Tribus prohíbe, arrincona, barre al Tiempo de Ideas. El camino recorrido puede ser, y es en grandes, peligrosas parcelas, el contrario al de la Ilustración; va de la persona a los casilleros de cada clan.
Con todo su progreso, con la mutación social inigualable que suponen la informática y el inmenso avance tecnológico, esto conlleva, sin embargo, un enorme volumen de indefensión. Es el precio. La Revolución industrial, la técnica, permitían todavía cierta influencia y control del usuario, una proximidad física, una imagen mental abarcable. Nada semejante puede decirse del ambiente que rodea a los humanos en el momento actual. Nunca han disfrutado, ni imaginado, una omnipotencia virtual semejante, un conocimiento potencial de tales calibre e instantaneidad. Simultáneamente, jamás han sido tan dependientes de un corte de suministro, de una caída de la red, de una avería del automóvil, tan ignorantes de aquello que es vital para su existencia y que no pueden controlar en absoluto. En la grande y nueva etapa que representa el mundo cibernético, los canales, constituyen por sí mismos el mensaje y además, dado el espacio temporal que su recepción ocupa, están inseparablemente acompañados por el hecho de que las correas de transmisión son el Líder. No el único porque no impera, ni ya es necesario, un régimen de completo y exclusivo dominio del poder, pero los clanes parásitos se han asegurado de buena parte del control de esos cauces por donde fluye la materia visual y verbal que les garantiza, por cesión en su favor de la sociedad, un flujo de prestigio, dinero y especial rango en la jerarquía moral y en cuantos elementos culturales conforman la percepción que los ciudadanos tienen de sí y de su medio.
Las fronteras y lenguas ondean y se difuminan porque en la aldea global es necesario que el mensaje vaya más allá. Sin embargo la necesidad de referencias cercanas, propias, comunitarias, el temor instintivo a los grandes espacios y las entidades anónimas e inalcanzables y la falta de distancia crítica producen a la vez miedo y euforia ante la infinita libertad, inacción ante lo que sobrepasa y brotes fugaces de excitación que tienen la fugaz duración propia del escaso conocimiento y juicio personal reflexivo en los que se asientan. La rapidez de la mutación ha impedido tomar aliento, calibrar, situarse, Ha dejado, además, en el limbo de aquéllos que son objeto de una especial explotación a legiones de jornaleros de pantalla y teclado que carecen de bagaje intelectual propio. Habitan un terreno dual, entre el olimpo de jefaturas que planean sobre sus cabezas mientras, por debajo, se sitúa la ignorante, contrita y sumisa masa ante la que pueden mostrar desdén y prepotencia. No en vano, según se comenta, ya hay escuelas alemanas donde no se permite a los alumnos llevar ordenadores a clase hasta los doce años y en las que se aprende a escribir a mano e incluso a pluma y con caligrafía. También se cuenta que existen grandes empresas que escogen para directivos a gente que ha cursado Filosofía porque la visión en profundidad y en altura se ha hecho un valor en alza. El envés sería países donde se pretende desde la infancia, en vez de transmitir conocimientos, “formar para la vida”, es decir, fabricar seres adaptados a la coyuntura y el mercado laboral, buenos para hostelería, servicios y exportación medianamente calificada.
La revolución cibernética que se impuso en pocas décadas de forma irreversible, inexcusable y perentoria, fue utilizada en España de forma particularmente espuria por los grupos parásitos. Vieron en ella la oportunidad de eliminar social y laboralmente a los poseedores de conocimientos y categoría intelectual de la que ellos carecían. Necesitaban acaparar en breve espacio de tiempo la imagen de modernidad, europeísmo y eficacia, y enviar a las tinieblas del rancio país retrógrado a los que les estorbaban. La informática reinó suprema, no con la necesaria y encomiable finalidad de incorporarla y universalizar su manejo, sino como instrumento calibrado para segregar, expulsar y apoderarse con rapidez de territorios de adquisición normalmente laboriosa. El último de la clase poseía de repente la varita mágica que le transformaba en príncipe del encanto instantáneo. Su Alteza disfrutaba de derecho de pernada sobre los horarios lectivos, desplazaba o eliminaba asignaturas fútiles como Literatura Universal, leía el Periódico-Insignia y acaparaba cargos que le rescataban de la molesta tarea de enseñar. Mientras un partido, el socialista, imponía y otro, el popular, consentía leyes educativas que consagraban la ignorancia, la idiocia y la pereza, llovían sobre los centros de enseñanza caros equipos informáticos en su mayor parte inútiles o apenas utilizados. Eran los juguetes caros que regalan los padres para así compensar su falta de atención debida a la progenie. La manada, no de los alfa sino de los arroba @, aprovechó ávidamente la coyuntura para llevar a cabo una especie de limpieza cronológica suave y descafeinada en la que no se eliminaba físicamente. Sólo se desplazaba a la cuneta de la sociedad a los individuos que no habían cogido con suficiente rapidez el tren de la única modernidad posible. Se creó una clase dominante (y a su vez dominada por quienes la dirigían) de llamativa prepotencia, un clero que poseía las claves del saber sin el cual no había salvación. Y la limpieza fue eficaz mediante una especialísima toma de poder que deja a la población en un estado obligatorio de dependencia profunda, cotidiana, irremisible y reduce al silencio, la incomunicación y la invisibilidad a ciudadanos que pasan a ser daños colaterales.
La indefensión ha fermentado en España poco a poco dentro de la sopa primordial de optimismo, confianza, solidaridad, nobles ideas y horizontes ilimitados. En los años ochenta y antes, aún en vida de Franco, había cuajado la energía de hacer futuros mejores y no había eclosionado el gratis total. La libertad desteñía naturalmente desde la esfera privada a la generalidad de las costumbres, y en nada fue el cambio tan presto y radical como en las mujeres, que ya desde los sesenta se emancipaban de la sumisión biológica gracias a los anticonceptivos. Se creía en la Transición y en sí mismos como sujetos de una mejora que parecía segura, progresiva e irreversible. Apenas se prestaba atención al peaje de los nuevos territorios. Hubo pocas o ninguna crítica cuando las cárceles se abrieron y dejaron en las calles un puñado de presos políticos y un torrente de criminales, muchos con delitos de sangre. Fueron Saturnales largas y ruidosas, que las gentes de orden sin otro delito ni franquismo que su apego a lo conocido, al puesto de trabajo y a las tradiciones miraron desde la orilla en la que se sentían marginadas, años donde la fiesta se prolongaba en los interminables brindis patrocinados por el Estado de Bienestar y en los que no había transgresión, reivindicación, localismo y fuero que no se viera aclamado, declamado y festejado con pólvora del Rey.
Al tiempo se producía la gran mutación de las comunicaciones adscrita al universal vértigo de la segunda mitad del siglo XX. De repente todo podía saberse, todo era posible, si no ahora y ya, desde luego sí en el futuro inmediato, en una lógica del instante incompatible con la reflexión y el espacio crítico. Se desvanecían la soledad, la individualidad y la creación estrictamente personal junto con las grandes figuras, que eran reemplazadas por sus iconos, su plasma figurativo, el lugar simultáneo que podían ocupar en un momento dado en la lluvia múltiple de formas y mensajes. Con las inocuas fugacidad y brevedad y el esfuerzo nulo de rozar una tecla. La falsa libertad y la ocupación del espacio cognitivo con falso conocimiento son peajes probablemente necesarios, de la era informática incluidos en el conjunto de las muchas ventajas que de ella se obtienen. Pueden digerirse convenientemente pasada la fase inicial, pero se trata de una mutación que se produce a una velocidad que sobrepasa a la de cualquiera de los cambios que han afectado a la especie humana. La lógica del instante, de la comunicación permanente y comunitaria, puede ser utilizada para invalidar formas de reflexión y de existencia por su naturaleza exclusivas del repetido y largo esfuerzo individual. Desparecerían o se minimizarían como anecdóticas a un paso de reprobables la soledad, responsabilidad y creación personales. Adiós a las grandes figuras y bienvenidas las leyes mordaza que tacharán de retrógrado, caduco, inadaptado y estúpido a quien disienta. La falsa libertad de la pantalla global se resolvería en la okupación del espacio y del tiempo cognitivos con placebos de conocimiento. Se estaría en la dictadura de lo moderno, en la aceptación preceptiva del cambio como óptimo, sean los hechos cuales fueren, una especie de neofascismo futurista al que no es ajena la insistencia en dar por muerta a la prensa, al papel, a la lectura, y, con ello, eliminar espacio crítico.
De forma coyuntural, esto puede ser utilizado, tal ha sido el caso, como el instrumento perfecto para promocionar nulidades, obviar la ignorancia, infundir prepotencia a aquéllos cuyo único diploma es el del cursillo coyuntural. Muchos vieron en ello su oportunidad para expulsar, dominar, invadir espacios, cargarse de suficiencia inapelable en nombre de los vigorosos dioses telemáticos. En muchos rasgos la nueva dictadura recuerda a las vanguardias del Hombre Nuevo de principios del siglo XX, al culto de lo moderno, lo joven, lo actual y lo fuerte, y, como los seguidores de Marinetti, desprecia lo anterior como caduco y propugna un sometimiento devoto al cambio continuo que, en sí, es necesariamente para el individuo concreto fuente de sometimiento e indefensión, potenciados ambos por el miedo a ser tachado de retrógrado, incapaz, caduco y prescindible, Nada más fácil, por otra parte, para el neovanguardismo del siglo XXI que el ejercicio virtual, e indoloro, por pantalla interpuesta, del vivir peligrosamente de los seguidores de Nietzsche, que sí se arriesgaban y lo pagaban muy caro. En un país de democracia socialmente débil, como es el caso español, inmerso en la desorientación identitaria, esta situación es particularmente grave porque se deja al individuo a la merced de sucedáneos de referencias orientativas y trampas duales, que utilizan ávidamente, a fines de robo organizado, los clanes parásitos.
Llegados a este punto, bueno es rechazar la nueva trampa dual. Es cómodo caer en la facilidad del razonamiento maniqueo. Lejos de existir el Bien y el Mal en forma de Modernos y Retrógrados, jóvenes agresivos y viejos desfasados, hay en el siglo XXI una vibración prometedora que abre cada día al descubrimiento, a la admiración y a la curiosidad horizontes de una extensión y profundidad cuajadas de posibilidades. E, invariablemente, también ahí funciona la lógica de los precios. Con la pantalla, la genética y el átomo, como con el hacha de sílex, se puede sobrevivir y alzarse hacia un mejor destino o sacar el corazón al enemigo. Las opciones no son fáciles cuando se ha alcanzado, en tan poco tiempo, tanto poder.
El ciudadano vaga, voto futurible en mano, como un homúnculo de Piranesi, por espacios que no controla en absoluto e incluso le son desconocidos y ajenos. El suelo se mueve bajo sus pies, el mapa del país en el que creía estar se ha fraccionado en múltiples grietas que se empeñaba antes en ver como simples fisuras y en realidad se han ido ahondando, en el transcurso de las décadas, hasta hacerse espacios intransitables erizados de peajes, fronteras, listas de espera y coimas. Descubre con estupor que el erario no es inagotable y que cebar a las clientelas significaba desnudarle a él.
El españolito de Piranesi es una especie nueva que vagamente soñó tiempos mejores y que ahora, cogido en la pinza de partidos que aspiran a repartirse y a repartir en exclusiva los beneficios que el poder procura, sólo se esfuerza en capear malas rachas y arañarse un mediano pasar. Presencia, con entrada obligatoria al incómodo patio de butacas, una nueva, peligrosísima farsa, la variante de la simpática mascota que saca las uñas y los dientes. Es un espectáculo nuevo, la Democracia Esperpéntica, blindada incluso a la crítica por su coraza parlamentaria que, ejercida como arma dual, concede como única antítesis la Dictadura. Sin embargo el hombrecito hispánico, aunque todo se ha hecho para que siga comulgando con la propaganda bipolar izquierda/derecha, progresismo/reacción del franquismo post mortem, siente que flota entre grandes bloques de organismos subvencionados desde la cuna, jueces mercenarios del político de turno y chantajistas de un pelaje que va del pistolero montaraz al aliado tribal previo pago de su importe. Lo que se le presenta como única organización social aceptable hace imposible la democracia real porque se ha convertido en un sistema hecho para garantizar la impunidad de los peores y para atemorizar y explotar al ciudadano. Y en eso, en la indefensión garantizada, parece haberse resuelto la ejemplar Transición.
No hay trabajo, ni el dinero fácil que antes cubría la fragilidad del entramado y permitió, hasta el minuto antes de la crisis, el reparto de sobras y dádivas. El voto cuatrienal no consuela de la realidad precaria, la cultura escasa, confusa y fragmentaria, el desvanecimiento de valores establecidos. Hecho a la inercia de los dos grandes clanes gubernamentales, expoliado y traicionado por ambos, el ciudadano de una democracia aprendiz que parece estar repitiendo siempre curso se siente robado por todos los frentes, y no halla punto de referencia. Adiós herencia cultural, que se fue por el sumidero de una enseñanza copada por consignas y por huestes del nuevo régimen ansiosas de hacer méritos para que les confirmaran puestos y mando en plaza. Ya no tiene historia, ni héroes, ni reyes, ni romanos, ni cristianismo, ni tradición, ni descubrimiento de América, ni aspiraciones, fracasos y victorias. Tiene una imitación, gris y fallida, de más hábiles vecinos del norte. Adiós a la libertad económica provechosa que prometían los unos porque, cuando entraron en escena los otros, se apresuraron a sobreañadir a la clientela anterior la propia, a sangrar la Administración del Estado y a arrinconar y presentar como inútiles a los funcionarios de a pie. El procedimiento es sencillo: Se imponen por doquier equipos de contratas temporales para que hagan tareas que corresponden a los empleados en plaza pagados por ello y capaces de ello. Los himnos al liberalismo y la externalización, a veces entonados en sordina para camuflar el negocio que para un puñado de amigos del dinero ajeno representan, se acompañan de aparente celo por el aprovechamiento de recursos y la disminución del sector público. Los nuevos jornaleros de ordenador, escoba o escritorio reciben, por el mismo trabajo, la mitad de sueldo que los de nómina, son despedidos a los pocos meses y contratante y contratador extraen del proceso jugosas mordidas duplicando así los costes de un cada vez más denostado sector Se consigue por lo tanto pésima atmósfera laboral, ninguna profesionalidad ni interés por parte de los trabajadores, derroche institucionalizado y descrédito del funcionariado ante una ciudadanía a la que se hace creer que toda asignación del presupuesto a servicios generales es ruinosa, educación, medicina y transportes públicos una antigualla y los minutos del cafelito mañanero la causa final de la desastrosa situación de las finanzas del país.
El ciudadano, pequeño, ocupado en la supervivencia y sometido a la desmemoria del mensaje prescindible fugaz e inmediato, se esfuerza por esquivar uno y otro bloque, conserva la añoranza de situaciones que fueron mejores y no sólo porque el dinero corriese más libremente, convive con la neta conciencia del engaño. Y, como gracias a la eliminación del almacén de datos y de la cultura personales, se está volviendo a la memoria fugaz primitiva, propia de la aurora de nuestra especie, el homo privado de Google se encuentra inerme, carece de acervo de conocimientos propios, estructurados, universales, cronológicos, en los que hallar seguridad, defensa, alimento y referencias. Ha aprendido que vive, y vivirá durante más tiempo que generación pasada alguna, en el mejor de los mundos posibles. Si el sistema informático no se cae de repente, si los servicios que da por inmarcesibles están ahí, si la energía eléctrica no le abandona. Y no recuerda, como raíces, más que la tonadilla que acompañaba a los dibujos de su infancia en la tele. Quizás el peaje de haber aceptado una educación-placebo en la que se pasaba sin saber de un curso a otro, quizás el banderín de tribu diminuta, las tabletas de la ley adaptables según consumo no hayan sido tan buen negocio después de todo.
El habitante actual de ese vago territorio llamado Hispania tuvo un mito, y aun varios, que incluían la dictadura extinta y una Transición ejemplar. Los bloques parásitos nacieron, engordaron y se instalaron sin ser apercibidos, infinitamente más peligrosos que los clásicos espectáculos de corrupción, carecen de nombre, su materialización requiere visualizar un cliché de intereses satisfechos que no se refleja en los órganos de información-propaganda que fueron en un tiempo lejano bandera de esperanza y libertades. Se ha perdido la costumbre de juzgar por individuos y por hechos. Y quien no tiene poder económico, social, mediático está por completo inerme y con toda razón amedrentado. La Justicia, el Estado en sus ramificaciones diversas pueden empobrecerle, arruinarle, dejarle en el limbo de un proceso durante largos años, obligarle a convivir con asesinos, a sufrir innumerables robos, a temer abusos, agresiones e intimidaciones sin que su débil status de ciudadano de a pie le ofrezca amparo. El hombrecito de Piranesi se ha acostumbrado a la censura preventiva, y sin advertirlo la ha interiorizado de forma mucho más eficaz que la vieja y tosca del régimen franquista. La ilusión de los setenta, y aun de los ochenta, ha dejado paso a un hueco a la medida del pasado impulso. Va buscando, con su papeleta en la mano como gran logro democrático, y se tropieza con populismo que corea clichés caducos y se acalla con la distribución gratuita de algunos bienes. Él sigue la rutina, de supervivencia, de los días. Mira sobre las desdibujadas fronteras. Europa. Quizás hay ilusión. Pero, ¿y si al fin y al cabo es también allí lo mismo? Ah, no. Allá el hombrecito crece y tiene la estatura normal de los ciudadanos. Sabe de buena tinta, por compañeros que lo vivieron, que, por ejemplo, en Gran Bretaña hay un servicio de asistencia jurídica gratuito para los que son víctimas de pequeños abusos y robos, aquéllos ante los que en su país de origen él está particularmente indefenso. Esos abogados británicos le escuchan y defienden sus derechos. Allí la justicia independiente existe, no está al albur, como en España, del partido que la nombra y de la importancia, cargo y riqueza del que, gracias a ello, no pisará la cárcel y ni siquiera será acusado. Tal vez sería una opción esperanzadora que Inglaterra desbordase Gibraltar y ocupara más terreno de la Península. O que esa Francia donde en todos los colegios los niños pueden estudiar en francés y se tienen las mismas leyes tanto se habite en la Normandía como en Marsella se desperece hacia el sur.
Porque aquí, en este país que por no tener no tiene apenas ni nombre, le han quitado mucho y pueden quitarle cualquier día cualquier cosa, como si el atracador se cruzara a su acera desde la acera de la impunidad y, después de hacer lo que le viniera en gana respaldado por una ley que sólo protege a los criminales y a los fuertes, volviera a cruzar la calle con su botín, con las manchas de sangre en su chaqueta, que no tiene por qué esconder y que no esconde, mientras es recibido con aplausos por sus homólogos y la prensa local y foránea se hace lenguas de la extraordinaria protección y desvelos gubernamentales de la que gozan ladrones habituales, violadores, asesinos y terroristas (valga la redundancia) en la España de las transiciones maravillosas.
La Historia se la han quitado en bloque. Ni Descubrimiento de América ni navegaciones de increíble riesgo, valor y audacia por el Pacífico. Ni héroes –serlo está mal visto- ni figuras señeras de las que brillan en el cedazo de las épocas. Las conmemoraciones de 1492 las hace de rodillas, pidiendo excusas y trajinando por los caminos con una cerda. Las defensas en mar y en tierra, por su honor y sus principios, no merecen mención en los libros; si acaso algún análisis del psicoanalista. Incluso los monumentos se ignoran, a las no-personas del pasado las acompañan obras de perdida autoría, la ciudad y los recuerdos son despojados de cuanto les daba significado, tradición y grandeza, se cierran tiendas y cafés seculares que en otras capitales se preservan como oro en paño. La fina red grisácea ignora cuanto sobrepasa el tamaño minúsculo de sus celdas. El ciudadano de Piranesi flota en un vacío de referencias que le proporciona una engañosa sensación de libertad.
Puestos a robar, le han robado hasta el término nacionalismo, que ahora es una abominación vergonzosa en cada una de sus facetas excepto en la tribal. Él tenía ese cariño instintivo por su patria que, por mucho que renegara de ella, era un sabor recurrente en las ausencias, en los paisajes, en la masa de finas raíces mezcladas con la vida propia. Estaba tan lejos de transformarlo en instrumento de estupidez y odio como de declarar la guerra a todos los pueblos en los que él no había nacido. Lo de ciudadano del mundo le parecía muy bien, quedaba estupendamente, pero tenía un algo de irreal y sofisticado que no se compadecía con la parte más cálida y veraz de su persona. Adoptó, sin embargo, esa jaculatoria como el resto, puesto que el dios de la indefinición exigía de continuo sacrificios y adhesiones y convenía que todo fuese vago, difuso, postmoderno, relativo y transitorio, desde el sexo a la nacionalidad pasando por moral, religión, estado civil y preferencias en cuanto a países, usos y valores. Del intelectual sabio al último presentador televisivo o actor en boga, todos denuestan ese sentimiento nacional que el ciudadano tenía tranquilamente integrado a sus afectos. No puede tenerlo en España, es, por activa y por pasiva, abominable. Sólo resulta digno de mención, aprecio y loa en otros lugares, también si se refiere a épocas distintas, o en la proclama deportiva ocasional. Dado que le arrebataron, desde la escuela, su propia herencia cultural y los más elementales conocimientos de filosofía e historia, el ciudadano expoliado nada puede alegar en su defensa. De lo contrario, le sería posible decir que el nacionalismo no sólo fue el monstruo de los desfiles de antorchas nazis, los genocidios balcánicos y los ensueños racistas del terrorismo vasco, sino que también existe y ha existido otro generoso y noble, del que es fragmento el suyo y su pequeña bandera y que existe como una perla entre materia espuria. El nacionalismo, muy bien acompañado por la rebeldía ante la opresión, impulsó al pueblo de Madrid el 2 de Mayo, mantuvo en pie bajo los bombardeos alemanes a la democrática Inglaterra, caminó hombro con hombro con los guerreros de Maratón que invocaban y defendían, para ellos y para nosotros, la más noble palabra, ¡Eleuzería!, en griego clásico libertad.
No le han robado sólo cultura y conceptos filosóficos: Le han robado la cartera. Se le supone protegido por la más nutrida batería de derechos que vieron los siglos pasados ni esperan ver los venideros, pero cada uno esconde innumerables cláusulas en implacable letra pequeña, que le hacen transgresor potencial de normas incontables, sobre las que se depositan cada día otras nuevas como las hojas del otoño. Le han vendido una ilusión tal de completa seguridad que nunca ha advertido que el precio consistía en todas sus libertades y en todo el dinero del que les plazca apropiarse a los señores del feudo. A día de hoy, la ley penaliza ya, no los actos, sino los juicios de valor, la expresión de opiniones, el crimental (crimen mental) que diría el llorado Orwell. En la práctica, cualquier línea, gesto o frase es susceptible de multa, denuncia, reproche, escarnio puesto que se camina por un pavimento cruzado por la apretada cuadrícula de la corrección y de la delimitación de los territorios microtribales. Imposible explicar a jóvenes desprovistos de información veraz retrospectiva y de espacio crítico que la libertad individual que viven como un vasto supermercado es mucho menor que antaño, aunque otrora fuese la existencia más precaria, incluso si había dictaduras, porque contra las dictaduras se lucha, el enemigo es limitado, ofrece agarre al oponente. Pero en la tibia sopa de indecisión e inconsistencia no hay enemigo posible. Puede inventarse un gran fantasma llamado Sistema, y hacerlo objeto de las iras, aunque el rostro espectral se componga de los de buena parte de los iracundos.
A falta de un París luminoso siempre quedará el consumo. Desdichadamente hay que pagarlo, y las tribus llevan roída hasta la última migaja de la caja. Son innecesarios el antiguo ejército de las asonadas decimonónicas y la moderna policía política. Los supera con creces, como instrumento de sumisión, el miedo difuso al robo aleatorio oficializado y la falta de alternativas a un sistema que, en nombre de la legítima representación popular, es omnipotente, omnipresente e inatacable. El sujeto se rige por la regla del menor de los males y el horizonte inmediato, él y lo suyo y los suyos, sobre los que se sitúa la esfera de los nuevos señores que se conformarán con ritos de ingeniería social y tributos siempre y cuando el vasallo no les resulte molesto. Porque, si esto último ocurriera y el ciudadano no gozara de respaldo alguno, carnet de algún club de víctimas oficioso ni de finanzas que paguen su defensa, entonces lo empobrecerán impunemente y amargarán su vida, mientras como el resto, presencia el espectáculo cotidiano de criminales libres, jueces a la orden de quien les nombra y fortunas amasadas al abrigo de cargo, título y rango.
El hombrecito se pasea con su inseparable buitre, que vuela en círculos cansinos sobre su cabeza y desciende de cuando en cuando para arrancar la libra de carne y depositarla en las arcas oficiales, de donde pasará al departamento de trinchado y reparto entre el ocioso enjambre tribal. La gente del común cuenta con un carroñero por persona y es fácil, si se aguza el oído, oír su planeo, aunque el ave se confunda con el aire de los días grises. Las buenas gentes se esfuerzan, sin embargo, en pasarlo bien, en sacar partido de lo que parece todavía coloreado, disponible, con luces, de aquello que tal vez mejore. Capean la larga mala racha envueltos parcialmente en los reflejos virtuales de sentimientos, experiencias, placeres vicarios; levemente embriagados por visiones y sonidos que aparecen y se disuelven sin consecuencias pero que llenan huecos y, sobre todo, abrigan y aíslan del frío de la cruda realidad. Saben que les han robado cosas, muchas cosas además de la extracción cotidiana de múltiples impuestos y la amenaza continua de diezmos, penas, castigos burocráticos inapelables que no tendrán más rostro que la respuesta mecánica de una línea telefónica y el aviso que incluye un número de pago y cláusulas imposibles. Regularmente el buitre baja, hunde el pico y sube, con su porción de carne, la coloca en la mano enguantada del cetrero y reanuda el vuelo circular sobre la cabeza que le corresponde.
Esas gentes advierten, por ejemplo, que les han robado la Navidad, y no la foránea del trineo y los renos. Los cérvidos representantes de la esfera nórdica no hubieran sufrido, ni sufren, en el país vergonzante del sur, menoscabo alguno. El robo se concentra en la imaginería milenaria propia del cristianismo. Jadeantes por el afán de parecerse a la ideal Europa moderna, los señores que ordenan el diseño del Hombre Nuevo han implantado el Advenimiento Geométrico y desterrado previamente, en una limpia ejemplar, belenes, estrellas, angelitos, campanas, reyes magos, misterios y pastores. En espera de que se imponga universalmente la Fiesta del Solsticio con los ritos correspondientes (el neopaganismo hitleriano podría ser una fuente de inspiración), las escuadrillas del Bloque Parásito han hallado una meta provisional con la que justificar su sustento y su existencia. Por supuesto, se favorecen incondicionalmente las expresiones y festejos religiosos de cualesquiera otras confesiones, sean judías, budistas o musulmanas. Las lucecitas, de una palidez insulsa, lagrimean en los escasos árboles que las cobijan, las decoraciones festivas son un homenaje a Fermat y Pitágoras y los belenes se acogen al sagrado de recintos cuyas paredes impiden que la mirada del ateo y del agnóstico sufran con su roce. Hay una premura tan provinciana y patética en demostrar desapego de las propias raíces y obtener el beneplácito de un invisible juez supraeuropeo asistido por un comité progresista del buen gusto que la representación antinavideña rezuma la tristeza del espectáculo sin público. Apoyado en el tenaz sentido común, el viandante mira, y sabe que le han robado algo.
Ese algo puede ser tan vasto como la realidad misma, incluso la que transciende fronteras, porque le han privado de la fresca posibilidad de percibirla según su saber y entender. No puede juzgar; los juicios de valor están mal vistos fuera de los carriles de lo conveniente y adecuado. El ejercicio libre del pensamiento, las categorías de malo y bueno tienen que obtener, como requisito previo a la clasificación definitiva, el pase de la correcta percepción, según a quién, dónde, cuándo y para qué sirven. Nada será, pues, per se aberrante, nefasto, injusto, peligroso, falaz, idiota, bárbaro, absurdo. Para extender sobre cuanto acontece el manto acolchado del distanciamiento sonriente se ha creado una doctrina como la Alianza de Civilizaciones, que se vende en diferentes tallas y cuya estupidez sólo es superada por la específica maldad inherente a un peligroso tipo de estulticia que le es propio. Espontáneamente, un juicio sano rechaza prácticas opresoras y repulsivas, pero no si se halla sometido a la implacable lluvia de consignas como la igualdad de culturas y el relativismo universal. En su nombre, se pueden contemplar sin condenar ni siquiera de palabra -o incluso tampoco de pensamiento, tal es la autocensura actual- las mayores aberraciones. El velo obligatorio o la ablación de clítoris son únicamente algunos ejemplos; podría tratarse de la estrella amarilla de los judíos de haber triunfado los nazis. Nada más cómodo que fotografiar y hacer lo que vieres. En ayuda del oportunismo y de todas las alianzas se ha extendido el dogma implícito de la intemporalidad de las situaciones. ¿Cómo rechazar usos que, por culturales –y todo lo es- gozan de patente de corso y están establecidos y aceptados por las poblaciones desde el comienzo de la eternidad? La premisa es de una falsedad patente, pero funciona, apoyada en el general anatema contra los juicios de valor y la timidez inconsciente ante el riesgo de rechazo.
Junto a lo que no debe percibir le han robado también la cronología, los acontecimientos insertados en su tiempo real. Los pequeños seres de Piranesi ignoran que lo que les presentan como ancestral, inmutable, casi eterno, jamás lo fue. Basta con echar un vistazo a fotografías no tan antiguas para observar que ha habido regresiones, empeoramientos, avances súbitos, que la Historia no es un relato lineal y lento sino que, como el Tiempo en sí, no pasa de ser una abstracción y sólo consiste en lo que los hombres hacen, de manera que ese tejido de omisiones y actos a cada instante dibuja el mapa de la realidad, El cambio que no ocurre en siglos sucede en pocos meses y el salto a la barbarie o a formas mejores de ser puede darse en muy breve espacio o no producirse en absoluto.
Como la virtual omnisciencia de la era telemática produce el espejismo del poder sin límites y la garantía informativa, el sujeto de a pie se sorprende cuando alguien le dice que en absoluto ha sido esclarecida la masacre del 11 de Marzo de 2004 y que los que la planearon y/o aplaudieron gozan de manera patente de sus frutos, se extraña de que en las calles de Irán o Afganistán parecieran mucho más modernas que en la actualidad en fotografías de hace no tantas décadas, y que por ellas caminaran mujeres vestidas libremente y con la cabeza descubierta. Él creía que, en una geografía cultural de espacios temáticos tan intemporales como las reservas zoológicas, los cambios en usos y costumbres no se producían sino a un lentísimo ritmo geológico con el que no cabe interferir de modo alguno. Al individuo abrevado cotidianamente con los clichés de la corrección le sorprende saber que, de no prohibirlo los ingleses, la costumbre hindú de quemar a las viudas en la pira del marido hubiese continuado felizmente por tiempo indefinido, o que la ancestral práctica china de escupir sobre el pavimento a diestro y siniestro, que parecía inscrita en sus genes, haya desaparecido con sorprendente rapidez en Singapur tras la imposición de elevadas multas. Tales intromisiones en ajenas estructuras étnicas tienen un insoportable perfume de herejía. Cuando se ha perdido el hábito de mirar de frente a los hechos, llamar a las cosas por su nombre y dejar libres las neuronas, es inquietante encontrarse en un universo sin balizas ni folleto de modo de empleo, en el que se desvanecen las consoladoras certidumbres en un lento e ineluctable progreso por medio de la taumaturgia educativa.
Ya se tratara del futuro de mañanas cantarines, ya de la victoria final de la clase laboriosa, ya de la parusía del entendimiento global, todo confluía en crear un cómodo estar con muelles seguridades garantizadas por la abstracción situada en el porvenir. Gracias a ella, los amables gestores de entelequias de consenso pueden enriquecerse hoy por hoy. Futuro y Tiempo forman parte, junto con las Leyes de la Historia, del mito forjado por los estafadores del presente. La pequeña figura de los grabados de Piranesi se encuentra rodeada por un medio aún más temible que los altos muros y las imposibles escaleras: flota en un vacío semejante al que rodea a los astronautas y, de repente, se ve obligada a procurarse, a base de observaciones y deducciones personales, la ley de su propia gravedad.
Tierra a tierra, el ciudadano mira en torno suyo. Reduce, sensatamente, su campo de visión al país que primero le nutrió y que le alberga. Y observa, una vez desvanecido el mito, que simplemente se está llamando Democracia a la Dictadura de los Peores. Ve pasar defraudadores de todo pelaje y jaez. Son el mascarón de proa de la nave capitana y de la flota que la sigue, forman un grupo escultórico de docenas de cuerpos en los que se quintaesencia y simboliza la tripulación a la que preceden. Como una estatua horizontal, constituyen el pináculo de una espesa base amalgamada de clientelas, menos vistosas, toscas y violentas que el bandolero tradicional pero, por acumulación y extensión temporal, mucho más dañinas. El tropel no pasa de ser la
última secreción de la resaca larga, hay quienes luchan por librarse de su peso.
Y, vivo símbolo de su tiempo, el hombrecito se pasea por el país de la indefensión.
Galería
En el Parlamento español, Las Cortes, faltan retratos. De las salas cuelgan los de cada presidente y ministro, pero frente por frente, en la pared opuesta, podrían alinearse otros; aunque, por el desprecio cosechado, tal vez hallarían mejor hueco en el dibujo de la alfombra. Sobrenada en el imaginario, por su insignificancia, el de un señor pequeño y nada joven. Va vestido con aseo, peinado hacia atrás el escaso pelo gris sin implantes. Lleva con esfuerzo una bandera española. Hay poca gente en la plaza madrileña, es una de tantas manifestaciones de víctimas del terrorismo. El señor está solo, y digno, con una pequeña insignia en la solapa y la mirada atenta a los oradores y a la espera de los acordes del himno nacional. Es la antítesis del cantautor de éxito, dinero y progresismo, del intelectual desdeñoso, del joven enérgico de papá generoso y del que se ha hecho un provechoso hueco en algún clan de minorías agraviadas y protegidas. El señor lleva trabajando muchos años, robar no entraba en sus cálculos, quería justicia, ley y orden. Han matado a la gente buena, y por eso acude. Quiere a su patria y por eso lleva una bandera. Ignora con qué desprecio, con cuánto desapego y a cuánta distancia le miraría la clase dominante, la superioridad inmensa desde la que probablemente ni le ve el cantautor ingenioso que se apunta a grandes hazañas como tirar de madrugada la estatua del dictador muerto. El cuadro del señor bajito, con su bandera roja y gualda, no va a colgar en el muro de Las Cortes. Ni tampoco el de Remedios, la señora que se ha pasado media hora entre las papeletas, el día de las votaciones, porque no sabe a quién votar. Ella, y toda su familia, se han ido enquistando en el hogar humilde, de clase baja-media, en la misa del domingo y el belén de Navidades, como los católicos practicantes que siempre han sido, en las fidelidades a familia, honradez y palabra dada, a la cartilla de ahorros y la amortización de la hipoteca. Las corrientes externas tocaban a antifranquismo, pero ellos sólo querían trabajo, seguridad social y que hubiera menos robos en la calle. Ahora resulta que el partido conservador al que Remedios siempre votaba apoya a los adversarios y no defiende sus principios, que el sindicalista liberado, bien pagado y vocinglero irrumpe en su despacho y en su ordenador con consignas en las que ella no cree, resulta que meten en el Ministerio con contratas precarias a gente superflua y le quitan a ella y a sus compañeros, los de oposición, sus tareas habituales. Ella no se ha atrevido nunca a casi nada, no se ha enfrentado a casi nadie. Tiene el patriotismo de las clases populares y el armazón moral, estrecho pero seguro, de los usos y creencias tradicionales conservados en un medio muy reducido, que es el de las paredes de la oficina y de su casa. No ha hecho mal a otros, ha trabajado siempre, reivindica los viejos principios. Y ahora se encuentra conque la han timado, que la engañó el periódico que siempre compraba su padre, que la estafan los representantes de un gobierno que se decía defensor de ella, de su familia, de un país que se disuelve, se compra y malbarata, de una moral que ahora parece vergonzante y es el único techo ideológico que ella conoce. ¿Qué hacer? ¿Qué queda a la gente del común sino las urnas y, si acaso, una manifestación de víctimas en la que se firma un manifiesto, se escucha y se grita? Remedios, con la indignación y el desamparo pintados en el semblante y la papeleta de voto inútil en la mano, no tendrá cuadro en las paredes de la sala.
Tampoco habría espacio en la nueva galería por hacer para víctimas recientes, entre las que no faltan las que creyeron, amaron y defendieron buenos ideales y proyectos llenos de sentido, que en un tiempo correspondieron a los iconos originarios. Un polvo espeso hace, además, inidentificables los retratos del sindicalista que trabajaba, combatía por los trabajadores y nada tiene hoy que ver con los mastines a sueldo de la plataforma parásita, y las telarañas cubren alegremente la efigie del socialista con deseos de mundo solidario y vidas mejores, el profesor que defendió la enseñanza pública y el saber y se opuso a la peste logsiana, los catedráticos eliminados de un plumazo porque eran una élite del saber y por lo tanto sobraban y los compadres ladraban por sus puestos. No habrá ni rastro de la que debería ser muy larga hilera de asesinados, heridos, afectados doblemente por el terrorismo y por el silencio y la complicidad. En esta sección de la pinacoteca se impondría el collage, porque así se reproduce adecuadamente en el lienzo la dispersión de los miembros, los fragmentos de órganos y extremidades que saltaron por los aires con las bombas-lapa, los balazos a quemarropa, las explosiones en los trenes de Atocha, los vehículos dinamitados, el atentado en los grandes almacenes. Convendría que estos cuadros de motivos fragmentados propios de una vanguardia de casquería se mirasen con las figuras correctamente vestidas de la pared de enfrente, entre las que no pueden faltar caballeros togados y magistrados dependientes en todo del gobierno que los nombra, condecora y recompensa.
Es preferible que la galería se abra en el lateral a una pequeña sala circular que fue, en los tiempos anteriores a la Corrección Política, de fumadores. Aquí habrán venido a refugiarse los retratos de otra clase de víctimas, las de la dualidad contraria, aquéllas que, por reacción mimética, han adoptado el armamento verbal del adversario y caído de hoz y coz en la trampa de la aceptación de la falsa realidad maniquea. Hartas de presenciar el servil acatamiento del monopolio del Bien ligado al término Izquierdas, del temor perruno a ser tachados de Derechas, Franquistas o Fascistas, de la continua danza del chantaje para hacerse perdonar pecados originales e imaginarios, personas inteligentes, valientes y valiosas se han empeñado en la reivindicación del polo opuesto. Como si el mundo se redujera a uno u otro icono.
Hay algo patético, y difícilmente comprensible en gente de enjundia intelectual, en esa inconsciente rendición al Enemigo. Son, serán la Derecha, proclaman con la exaltación del converso y del sometido al abucheo diario. Hay dos, ellos y las Izquierdas, porque hay que tener orgullo de ser de uno y no del otro. Como si se renovara eternamente la lucha de Dioses y Titanes, Ángeles y Demonios, Fuerza Buena y Fuerza Oscura. De nuevo, pues, los hechos desaparecen, la observación se mediatiza, los juicios se amputan y tuercen para introducirlos
en el molde dual. El proceso es doloroso y forzado, porque traiciona la simple lucidez, la verdad y los impulsos generosos y solidarios que se teme podrían ser confundidos con el lenguaje de la Izquierda. El movimiento pendular lleva a individuos normalmente razonables a la defensa de un paraíso incompatible con el servicio público, a la cruzada para la privatización de cuanto existe y se mueve, al vago ideal de un nuevo Estados Unidos en formato pequeñito donde, en feliz régimen de contratación libérrima y variadísima, se migra de un extremo a otro de la piel de toro, parando media hora al día para tragar un sándwich en la cadena de comida rápida. Desaparecida la Enseñanza Pública y el currículum general básico, los niños deambularán, cheque escolar en mano, según sus padres consideren que les conviene saber o no geografía o física; si el pater familias es musulmán devoto las niñas sólo asistirán, con otras niñas, a labores y cocina. Se abrirán, con el cheque, a los escolares de barrios desfavorecidos las puertas de centros en el corazón de zonas residenciales, con el pequeño inconveniente de que se encontrarán algo desplazados a la hora de inscribirse a las numerosas, y costosas, actividades extraescolares de ballet, golf, violín y ski de fondo. La liberalización completa y redentora suprimirá inútiles autobuses urbanos, que no abarrotaban veinticuatro horas al día los pasajeros así como todo tipo de transportes prescindibles, por lo que languidecerán y perecerán en sus domicilios aquéllos que los precisaban, con el consiguiente ahorro de medios y energía para la capa activa, solvente y emprendedora de los ciudadanos. La Derecha Liberalísima que parece añorar el año 0 de organización autónoma de Atapuerca se complace, con masoquismo ejemplar, en asumir la caricatura que le han asignado sus adversarios; por ello ejerce con frecuencia un papismo mucho más allá que el conciliar, saca a pasear proclamas antiaborto sin venir a cuento y frunce el ceño cuando la prensa tiene el mal gusto de denunciar desfalcos al abrigo de la Corona. Naturalmente con estos enemigos el club Izquierda Parásita no necesita amigos: Nadie lo apoyaría mejor.
Es probable que la estética de los retratos de la que fue Sala de Fumadores deje que desear. De hecho, los de la pared opuesta los observan, desde el largo corredor al que la entrada da acceso, con desdén. Los padres y demás familiares de la Patria suelen posar con la tranquilidad de quien lo hace para la Historia, mientras que su puñado de vecinos lo haría con la boca abierta de asombro y cólera, la indignación y el desconcierto pintadas en el semblante, las manos en gestos nada convencionales. Ellos eran de izquierdas, ellos eran buenos, y…lo siguen siendo, pero se han caído desde muy alto del caballo, no se recuperan de las múltiples contusiones. Es lo que tiene imaginar solamente dos cabalgaduras, la blanca y la negra, como el bueno y el malo de las películas. Los desconcertados tienen marcos modestos, e incluso soportes a la pared precarios que se desprenden con frecuencia. No ganaron para más. En cambio sus vecinos del ala noble disponen de cada vez mejor estructura con los años porque, bajo diversos títulos, se han votado a sí mismos y a sus homólogos durante más tiempo, sin que importara la etiqueta política sino las reciprocidades esperadas. La dualidad queda para la plebe. Se habla de nombres nuevos, de recién llegados que intentan sortear el blindaje que alrededor de sí han segregado los clanes parásitos, que ni son dos, ni son dos partidos ni corresponden a dualidad alguna.
En la habitación del fondo, siempre en obras, hay un olor a recién pintado. Allá se encuentran los apresurados lienzos en los que falta por añadir cabeza y manos, que se ponen y quitan, como en los muñecos de feria, ajustados al espacio vacío. Son tantos y tan imprevisibles los cargos, los títulos diariamente creados, la clonación autonómica indispensable de funciones y puestos, con sus consiguientes pensiones vitalicias, la multiplicación exponencial de representantes, presidentes y ministros que el departamento de protocolo no ha encontrado mejor método que la fabricación y almacenamiento en serie, con figuras adaptables según las circunstancias.
La mostra transicional cumpliría que se cierre por pequeños grabados, entre goyesco y simbolista, en los que encuentren acomodo especies en grave peligro de extinción: La vieja hermosura de la necesaria utopía, la libertad no sólo de asignación de impuestos, el cariño patrio sin peaje de odio previo, y la negrura de Goya en pleno para recibir en el oscuro recinto de un aquelarre cerrado a cal y canto a cuantos roban a golpe de ley y cargo, a los que ordenan poner bombas y a los que viven y medran a base de halagar a los dueños del miedo. A los vistosos Desastres de las Guerra puede corresponder su versión actualizada Los Desastres del Silencio, cuyas víctimas, no menos muertas ni maltratadas que las de Goya, nunca disfrutarán de audiencia ni justicia. Se las ha entregado, una y otra vez, a criminales reincidentes por la premura escénica de autoridades y próceres para dar una imagen de benignidad y obedecer al que manda. Sería muy difícil hallar en Europa un país donde la reiteración en el robo sea tan impune en la práctica como en España, o donde el asesinato múltiple salga más barato. Las víctimas de un Gobierno ansioso de ceder al chantaje son muchos cientos de gentes sin poder, sin fuerza, sin riqueza, sin armas. Podrían hallar acomodo al final de la galería, en una llama al Ciudadano Desconocido para la cual bastaría la caja de cerillas del cuento de Andersen.
La pinacoteca del Parlamento español no es la del Museo del Prado, pero con estas modificaciones es susceptible de aportar preciosa información sobre la evolución del país durante los siglos XX y XXI.
También, quizás, los retazos de algún diario:
He tenido un estrecho contacto con un Ministro, el que quiere inmortalizarse alicatando en plan hortera Madrid en dorado y hasta el techo. Había una concentración de apoyo a las víctimas del terrorismo. Debieron decirle que estaba allí la líder y a él le dio el ataque de cuernos y se presentó de repente. Pasó rodeado de guardaespaldas, impasible el ademán y a toda marcha. Y, sin detenerse ni mirar, me aplastó el pie. Llegó a tiempo de fotografiarse con los que presidían el acto.
………………………………….
Están soltando asesinos de ETA mezclados con presos comunes de la peor ralea para mejorar el conjunto.
Hoy ya han anunciado, tanto el partido en el Gobierno como el de la oposición, diálogos para reformar el texto constitucional.
Comienza a cerrarse el broche del golpe de Estado blanco.
…………………………………
Voy a una manifestación, quizás la última, pero en todo caso final de una época, de víctimas del terrorismo. Por primera vez se anuncia de forma oficiosa el cambio de la Constitución de libertad e igualdad para dar paso al acuerdo de tribus, la regresión, derrota y el intenso regusto canalla.
Valió la pena ir.
……………………………
Parafraseando:
Primero vinieron para expulsar a los que se manifestaban por los mismos derechos ciudadanos en toda España. Ni palabra de protesta porque los manifestantes eran de los otros, de Derechas.
Después llegaron para condenar a los que denunciaban que no se pudiera estudiar en castellano ni aprender materias fundamentales. Nada en contra porque los condenados eran conservadores retrógrados, es decir, de los otros, Derechas.
Ayer se presentaron para eliminar de la vida pública y de los medios de comunicación a los que reprochan la excarcelación masiva y fulminante de terroristas, asesinos y violadores. Nada que decir porque los descontentos eran gente de los otros, de Derechas, que lleva banderas chillonas y se concentra incómoda y ruidosamente.
Hoy han venido a quitarme mis derechos, que ya no son iguales en todo el país porque éste no existe, a consagrar la enseñanza sin aprender, sin estudiar y sin lengua española, a robarme para mantener a sus clanes, a silenciarme, denunciarme y multarme si protesto.
Siempre vinieron a por mí.
A por mí, que no estuve en ninguna parte, porque los que protestaban eran los Otros, llevaban banderas y hacían manifestaciones de mal gusto.
…………………………………………….
Madrid, 6-XII-2113 (por escribir. O quizás no)
Diversas manifestaciones de apoyo a la última Constitución han discurrido por las calles autónomas, a razón de una docena de individuos en cada vía pública. Los intentos de unanimidad en las enseñas han sido, una vez más, vanos. Predominó la bandera que hace el número quince de las diseñadas sucesivamente durante el último siglo, blanca con diversos motivos geométricos, pero fue abucheada por los partidarios de la nueva propuesta, el rectángulo con tres docenas de cabezas de ratón, inspirada, según se dice, por la de los Estados Unidos.
El Ministerio del Interior y Exterior (la delimitación no está clara) ha enviado, desde el Caserío que comparte la capitalidad y gestión hispánica con la Masía, fuerzas del orden violentas y semiviolentas para vigilar el acto. La rama independentista habla de entregar algunas armas, previo aumento de sus honorarios como Guardianes de las Esencias. El Ministerio de Finanzas Asimétricas se ha encargado, desde su sede noreste, del cobro a los manifestantes por el permiso de participación en el acto constitucional. No acudieron, como de costumbre, Intelectuales Hastiados ni Artistas Comprometidos. Se cursó invitación, aún sin respuesta, a la Unión Euroasiática, con la que Hispania tiene un convenio en tanto que franquicia vacacional asociada.
Se estudia la apertura de treinta y seis embajadas autonómicas en las islas Fiji.
Se prepara la celebración de los Cien Años de Paz.
El Monumento al Olvido-11 M
Quien salga de la Estación de Atocha, en pleno centro de Madrid, tal vez repare, aunque es poco probable, en que en la plazoleta se alza un cilindro de poca altura. No pasará junto a él porque está fuera del acceso de los peatones y del tránsito habitual. Se alza sobre un reborde de hormigón mordido por el tráfico y su fealdad de superficie envejecida contrasta con sus vecinos, la hermosa planta de la antigua estación remodelada y el airoso frente del que fue Ministerio de Agricultura. Podría ser el respiradero de alguna obra subterránea, el acceso a un parking o la gran funda en plástico de burbujas de algún contenedor. Incluso, aguzando una imaginación ya castigada por pavorosas y onerosas decoraciones urbanas, un gigantesco bote desteñido de bebida refrescante obra genial del sobrino de algún concejal.
Es gris, mate y polvoriento. Se confunde, en los días nublados, con el fondo y sobre él resbala, sin advertirlo, el ajetreo. Carece de elementos figurativos. Su diseño se diría que corresponde a la voluntad de no atraer atención alguna, una gigantesca lata desechable de continente y contenido amorfos, en el tono indefinido del humo de los escapes y la indiferencia.[1]
Es simplemente perfecto como ejemplo de la plasticidad de la arquitectura, siempre molde de la voluntad de los líderes y del bovino asentimiento de las sociedades. Ambos lo segregaron como el molusco la concha. Sólo el conocimiento previo informa de que el grueso cilindro fue erigido en conmemoración del mayor atentado terrorista de la historia de España, la matanza del 11 de marzo de 2004. Esa mañana, a la hora punta en que la gente venía al trabajo, se hicieron explotar con bombas los trenes, con el saldo de doscientos muertos y más de un millar de víctimas cuyos nombres oculta y mimetiza con el asfalto el sudario aislante.
Es improbable que, de observar el cilindro, cosa que prácticamente nadie hace, el curioso coincida con la visita oficial de algún político. Tales eventos ocurren muy raramente y a una velocidad vertiginosa. Se cumple el expediente de un preceptivo homenaje a las víctimas sin la menor ceremonia llamativa y con ese ritmo que delata, antes de entrar en el recinto, la premura de salir. Más allá, en uno de los bordes del Parque de El Retiro, un bosquecillo dedicado a la misma conmemoración y llamado, sin duda en un lapsus freudiano, “del Recuerdo”, permite también los perfectos anonimato y lejanía de la opinión pública. Si el viajero quiere matar el tiempo y pregunta, hallará, perfectamente disimulado en el gran hall central de la estación, el recinto subterráneo situado bajo el cilindro y que constituye todo el Monumento del 11 M. Normalmente se pasa de largo ante la pared opaca azul oscuro con indicación minúscula de contenido y horarios. Se trata simplemente de una mesa de folletos y algunas flores, un pasillo, los nombres de los asesinados en un azul pálido levemente iluminado en el muro y la sala circular sobre la que se levanta el cilindro externo a la que sirve de techo una cúpula semitransparente con frases. Por aquí no ha pasado la Historia, no hay explicaciones de ningún tipo, carecen de rostro y de leyenda matadores y muertos. Por no existir, no existe ni la insistente y preceptiva versión oficial de la autoría islamista, como si un último rubor hubiera impedido, una vez alcanzados los fines de los que manipularon la matanza, llevar la impostura hasta el epitafio. El folleto es asimismo breve, átono y con un texto dedicado mayormente a la arquitectura de la obra cuyo resultado, en verdad, plasma de maravilla en su burbuja la voluntad de borrar de la memoria, no ya el dolor, que al no haberse esclarecido realmente la masacre sigue, sino la
vergüenza de aquella semana, del mes de marzo de 2004 y de las rendiciones incontables que a él siguieron.
El Monumento al 11 M -y demás víctimas del terrorismo puestos a aprovechar- es una tirita azul pálido con funda de plástico de color sucio colocada sobre una llaga abierta de las dimensiones de un cuerpo puesto a continuación del otro. Podría al menos, en un alarde figurativo, haberse dibujado bajo ella una gran boca sellada.
Había elecciones generales en España tres días después del atentado, y la víspera debía ser, según la legislación vigente, jornada de reflexión. En las jornadas que mediaron entre la matanza, el estado de shock de la población y las urnas todo el afán de los dos sindicatos y el partido de la oposición y sus afines se concentró en excitar la animosidad de los ciudadanos, no contra los autores del sabotaje, sino contra los políticos y el Presidente todavía en ejercicio. Los vagones de tren fueron desguazados y destruidos prácticamente en horas veinticuatro, en parte de la prensa, la que no pertenecía al sólido bloque mediático de los nuevos ricos del régimen, hubo pronto denuncias de que se había sembrado la investigación de pruebas falsas, destruido las auténticas como enseres de las víctimas, maquinaria, metales, y que se había ocultado el arma del crimen, el tipo de explosivo. Militantes, políticos y movimientos de oposición se lanzaron, aún calientes los muertos, a una actividad frenética de agitación y propaganda según la cual los criminales no eran los que habían puesto las bombas sino el partido por entonces en el poder. Ocurrió lo que no había sucedido en país alguno: En respuesta a una masacre ciudadana se llamó asesino, no a los que mataron, sino al Presidente democráticamente elegido, se cercaron las sedes de su partido, se infundió en la opinión, en nombre de la paz a toda costa, la rendición a los criminales, se culpabilizó la presencia española en la guerra de Irak, como si, contra toda lógica y obviedad de los hechos, el país nunca hubiera participado ni fuera jamás a participar en acción militar alguna, se violó la jornada de reflexión y se montaron grandes manifestaciones, acoso e insultos con un agiprop en toda regla que, desde luego, logró en tres días, contra todas las expectativas de voto anteriores, el cambio del gobierno por otro singularmente favorable al mosaico de intereses tribales, al nacionalismo rapaz, al grupo terrorista ETA, que había acabado con las vidas de casi mil personas en plena democracia, y a la doctrina de la blanda sumisión en
política exterior.
La apoteosis de agitación-propaganda de 2004 fue precedida, mucho antes del 11 M, por un clima diario de rechazo y denuncia de la intervención en Oriente Medio y por la nada pacífica exaltación de una paz universal y, como el resto de los bienes, gratuita y garantizada. En los centros de enseñanza llevaban largo tiempo campeando sin rebozo, ante los niños y adolescentes, carteles, llamadas a concentraciones y pintadas contra los miembros del Gobierno, a los que se tachaba de fascistas, nazis y criminales, pintadas y proclamas que desaparecieron como por arte de magia desde el día siguiente a las elecciones. Con celeridad vertiginosa, los militares fueron repatriados desde sus misiones en el extranjero en medio de una lluvia de plumas de gallina que les enviaban los soldados en plaza de otras nacionalidades, el nuevo Presidente levitaba en su toma de posesión proclamando su afán de paz infinita, el Ministro del Ejército afirmaba (sin dar ejemplo pero cobrando puntualmente su sueldo) que prefería morir a matar.
El objetivo era revitalizar, en el imaginario popular, el mito dual indispensable, el que hacía décadas se vertía, fuese a base de lluvia fina o de bombardeo, desde los púlpitos oficiales y oficiosos: La existencia del Gran Enemigo, la España A, Mala, frente al País B, mosaico de tribus felices y seres benéficos cuyo camino hacia el edén fue truncado por la Guerra Civil.
La oposición obtuvo el poder a los tres días del 11 M, arruinó y desguazó la nación en los años siguientes y, lo más grave, hizo a la población partícipe de la maniobra por medio del sabio uso de la vileza compartida. Los españoles habían votado y participado en un cambio de régimen que fue un claro éxito para los que planearon inmediatamente antes de las elecciones la matanza. La gente sabía que había cooperado masiva, miserablemente en la vasta manipulación y su chantaje, que no en el reparto de un botín más amplio y menos visible que el simple manejo del erario público. Así pues forzoso era olvidar, aceptar y tragar rápidamente, de una pieza, la apresurada y tajante versión oficial. Por mucho que se proclamara la autoría islámica nunca se supo quiénes fueron los autores de la matanza, quién el cerebro de la operación. Siempre se supo a quienes había beneficiado, aquende y allende fronteras.
Tras un cierre claramente en falso del proceso, se extendió sine die, una extraña y significativa ley del silencio que es quizás la prueba más clara en contra de la versión oficializada. El 11 M debía borrarse de la mención verbal o escrita y hasta de la memoria, De citarse, se presentaría siempre, en los exorcismos periódicos, como el atentado islamista que, en realidad, nunca se probó que hubiese sido. Cualquier otra alusión, calificación, petición de investigación, hipótesis estarían anatematizadas e incluidas en el acostumbrado bloque del Mal (fascistas, franquistas, derechas, etc.). El gran atentado de la estación de Atocha sirvió y sirve a aquéllos para los que era imprescindible remozar el mito dual Progresistas/Reaccionarios, la España mala frente a la buena, la perpetua guerra civil pendiente sin la cual el avejentado clan parásito carecería de justificación y subsistencia. La matanza útil y utilizada no fue, ni mucho menos, tan sólo asunto de victoria y derrota de dos partidos políticos. Tuvo probablemente bastante de acuerdo de franquicias y de negocio conjunto, amén de una gran proyección externa en la que se repitió, con curiosa homogeneidad y probablemente a bastante coste, la versión islamista preceptiva.
A partir de ahí planeó sobre la ciudadanía, junto con el silencio, el temor a la repetición de actos similares, la certidumbre de la cesión ante la fuerza brutal bien organizada y la existencia de oscuros, antiguos e intocables centros de intereses y de poder. Y, desde luego, aquello marcó un antes y un después en la historia española; también en la europea, inaugurando, con la alianza de indefensión, desconcierto y cobardía, la estrategia de la Rendición Preventiva y la anulación de valores, Ley, Estado de Derecho y análisis de hechos y responsabilidades individuales: El Gran Culpable de aquel crimen, de cualquier crimen, ni habría sido ni sería su autor, sino la ancestral e intemporal injusticia del Sistema, el Leviatán capitalista, imperialista, derechista, eterno, lo que permitiría seguir una apacible rutina sin darse por enterado de agresión, delito ni violencia alguna. Bastaría con alternar dos paraguas: El de la revolución pendiente, a cargo del erario público puertas adentro, y el multicolor de la Alianza de Civilizaciones más allá. Simplemente cumplía recostarse en el derecho a ser mantenido y en la buena conciencia fruto de la amnesia selectiva y la irresponsabilidad personal. Sumergidos en un estado de cosas opresor per se desde el origen de los tiempos, no cabe hablar de jerarquía ni universalidad de valores; tan sólo confiar en la bondad de los bárbaros, en la innata virtud de los indigentes y en la pureza de los marginados. Y refugiarse en la tribu de víctimas más cercana.
La censura y la autocensura respecto al tema del 11 M alcanzó cotas de virtuosismo, su simple mención olía a azufre, rompía la superficie de las aguas del dorado estanque del bienestar y el asunto zanjado. Como hojas que se cortan de un árbol, fueron cayendo las de los periódicos que osaron tratarlo de forma crítica, los libros sobre el tema que aparecieron tenían algo de clandestino y muy escasa difusión, se apartó a directores de diarios y a columnistas. Alguno en el mundo de la prensa hubo que, tras investigar durante años el atentado y las clamorosas contradicciones de la versión oficial, optó sin embargo luego por publicar rectificaciones de corta y pega abjurando de su error y confesando la islámica autoría. Fue ascendido, pero para ser cesado al poco tiempo. Quizás porque Roma no paga a los traidores.
Hubo algo en extremo patético en las cinco líneas de rectificación de todas sus investigaciones anteriores en las que el conocido periodista abjuraba de su error al buscar en los causantes de los atentados de Atocha a otros que no fueran los islamistas. Éstos aparecían, además luego en noticias de prensa en lugares dispares, Serbia, Marruecos, Siria, preferentemente ya muertos. Ninguna versión en medios de amplia audiencia contraria a la preceptiva de autoría islámica, pero sí una lluvia de artículos diversos, sin relación con Madrid pero abundando en historias del radicalismo musulmán, de manera que la opinión se impregnaba, por proximidad, de la relación entre éste y la matanza madrileña. La exaltación de los sentimientos corría paralela a la ausencia de datos fiables, pruebas concretas, culpables confesos y a la demonización de los muy pocos –y muy valientes- que se atrevieron a poner en entredicho la versión oficial.
Sólo hay, y no por azar, otro tema que despierta animosidad semejante cuando se quebranta la ley del silencio: La denuncia de que el espacio cultural está prácticamente copado por el marchamo Izquierdas reservándose para los otros, englobados en Derechas por supuesto, el ostracismo y el rechazo. Sin embargo la afirmación es simplemente cierta y basta para demostrarlo un simple análisis estadístico y proporcional de temas de películas españolas, series televisivas, discursos, declaraciones, obras diversas. El que denuncia al clan Progresista por decreto, al lucrativo monopolio de la ética, debe prepararse a ser incluido en “la caverna”, los conservadores reaccionarios por definición, y ello con una animosidad y violencia verbales que por sí solas son prueba fehaciente de la veracidad del discurso del denunciante.
El cilindro de Atocha es el apropiado monumento porque su cerrada superficie encierra bajo llaves que podrían no ser las suficientes dos tesoros: Por una parte la España desconocida, minimizada o ausente de libros de texto y de medios de comunicación, hoy insólita, pero que fue, que quizás podría ser. Y, por otra parte, cuanto debió ocurrir, y no ocurrió, en el 11 M. Allí se encontrarían, como el cliché posible de aquella interminable fotografía, las manifestaciones de un país unido, en su clase política y su ciudadanía, llamando asesinos a los asesinos, estarían los responsables guardando cuidadosamente las pruebas, preservando hasta la última chapa, clavo, sustancia impregnada en las ropas y los cadáveres. Se hallarían todos ennoblecidos por la doble fraternidad de la indignación y el dolor, pisoteando el mito de las dos Españas, liberados al fin de canalla y parásitos. De abrirse la puerta del cilindro deberían salir los sindicalistas que olvidaron su sueldo gubernamental para ponerse en primera fila de los que exigían claridad y justicia, estarían los que limpiaron, por vergonzosa en momentos tales, toda pintada sectaria y condenaron la manipulación en los centros de enseñanza. Allí aparecerían los valientes chicos de la prensa, insensibles a las presiones del club de los ricos del régimen, atentos tan sólo al horror y al minucioso esclarecimiento del caso. Y no podrían faltar los jueces y fiscales que, desdeñosos de los políticos que los nombran, con ejemplares eficacia y discreción, no tendrían más preocupación que la búsqueda de la verdad. Pero no están, no ocurrió, estuvieron, no ya a la altura, sino al otro extremo de la circunstancia. No hay vacío, sino materia oscura en el espacio que el cilindro abarca.
Para acceder al segundo tesoro, el del conocimiento, hay que ascender a la terraza del edificio, porque desde ella podría observarse, con cierto esfuerzo, el panorama de una España que hoy parece insólita y sin embargo existió no ha tanto y podría en el presente haber existido. Aguzando la vista en el espacio y en el tiempo se descubre que hace pocas décadas España era un país como los demás de Europa y la generalidad del mundo, con bandera, himno y una lengua que se enseñaba y podía aprenderse en todos sus centros de enseñanza y con libros de texto que narraban su historia y hablaban de sus grandes figuras, de sus hechos notables y de sus monumentos. Vería el observador en la distancia gentes, millones de personas, que se desplazaban y residían sin distinción alguna de privilegios ni trato de un extremo a otro de su país y para las que el apego al terruño no era sino un aditamento más al natural afecto por la propia tierra en el sentido lato. El cilindro se habría vuelto, por entonces un peldaño de la alta torre de las grandes vistas, que hace parecer ridículas las torrecillas de imitación marfileña y despreciables a aquéllos con vocación de habitantes de termitero empeñados en hacerse con bienes comunes para su uso exclusivo durante su propio, interminable invierno. La España de las amplias vistas, la similar a sus homólogas de Europa, existió realmente, aunque la cubra y la sofoque una gran ficción del Paraíso perdido y el hervidero de víctimas insaciables. Hoy por hoy, se divisa un Madrid-Pompeya, cubierta la ciudad de mullida ceniza que apaga los sonidos y tan sutil que ni se advierte su presencia ni se añora que hubo cielos de mayor limpidez.
El Monumento al Olvido lo es más por contraste con la envergadura de los actos conmemorativos de los grandes atentados en otros países de Europa, como Gran Bretaña o Francia, la unidad en ellos de gobiernos, ciudadanía y oposición en el homenaje a las víctimas y la repulsa de las muertes que sí, en su caso y no en el español, reivindicó el terrorismo islámico. Lo que en el Reino Unido es unión y común impulso en España no es sino el instrumento para perpetuar en el poder, real o en la sombra, al Clan de la Bondad, al de la Transición B o más bien P de Parásita, a los beneficiarios de la nómina vitalicia, la eterna deuda y la eterna guerra.
Se ha consumado el proceso totalitario de la No Persona, la modificación, borrado, cortado y pegado de la Historia: El 11 M no existe, su mención ha entrado en la rampa que conduce al averno verbal, en este caso un pequeño limbo azul, sellado y frío, donde revolotean y se consumen hasta la insignificante transparencia víctimas y victimarios. Nadie intente aludirlo porque le protege, amén de la coraza de plástico, el estigma Reaccionario que su simple mención lleva consigo. El que exprese sus dudas sobre el proceso y la autoría islámica, su repugnancia por la utilización vomitiva que se hizo de la masacre, ingresará en el grupo de los parias de la España segregada por los secuestradores de la Transición.
[1] Estas líneas fueron escritas algunos meses antes de que se desprendiera, arrugara y quedara desatendido e ignorado como un papel viejo el panel dedicado a los mensajes sobre las víctimas. No hace falta mucha agudeza para prever que la posible reparación se aprovechará para diluir el 11 M en sí en condenas al terrorismo en general.
Del esperpento a la tragedia
El totalitarismo parcelario de España es el del esperpento. Véanse proclamas entusiastas cuya incongruencia es de una estupidez tal que es difícil creer que se hayan pronunciado en serio: Alianza de Civilizaciones, según la cual tanto valdría la lapidación pública como el hábeas corpus, Prefiero morir a matar en boca de un Ministro de Defensa que, por supuesto, está cobrando por serlo, Oficina de Ideología de Género conveniente y lujosamente instalada en la ONU, Ministerio de Igualdad en el frontispicio de un edificio público (que no en una página de Orwell). Pero el volumen mismo de la estulticia oculta el del dinero que esto permite atesorar a los rentistas del invento. Nada hay de inocente, y la irremediable mediocridad de los dueños del lucrativo montaje postfranquista español no impide el suficiente grado de habilidad como para copar hacia el interior y el exterior buena parte de los medios de comunicación y dominar la propaganda. Porque en el escenario de la Transición guión y actores fueron prestamente sustituidos por la oferta de gratis total y facha el último. Aquí ha sido, y es, franquista, y aterrorizado del epíteto, cualquiera que negara el derecho de los dos sindicatos del sector partido socialista y aledaños, a ser fastuosa y perpetuamente mantenidos por el erario, es reaccionario e infame el que constata que los escolares no puedan estudiar en lengua española en amplísimas zonas, es un burgués deleznable y un conservador ultramontano el que afirma que los programas lectivos son desastrosos y abismalmente inferiores respecto a los de hace décadas, y merece la hoguera el que denuncia la manipulación histórica.
El esperpento ofrece escenarios para todos los gustos, que, curiosamente, hasta ayer no llamaron la atención de la prensa local ni de la foránea. Ahí están los fastuosos polideportivos en pueblos con población escasa y de edad provecta, la ratio demencial de universidades por habitante, las artísticas escombreras con pretensiones de decoración urbana. Forman parte de un vasto escenario ocupado por la fábrica de indemnizaciones, comisiones, dietas, pensiones vitalicias, retiros precoces, ayudas a festejos reivindicativos, pluses a minorías ofendidas, cacerías, hoteles, gorras, pancartas, carrozas, cenas, transporte, banderas, silbatos, folletos independentistas, tarjetas de crédito, indignados manifiestos, puñetas jurídicas subastadas al mejor postor, denuncias televisivas del capitalismo, clamores radiofónicos por la paz y el diálogo con el ladrón y asesino recuperados al efecto, coronas embargadas en Suiza y virreinatos dispuestos a que les corone y pague la enseña el Gobierno del que fue país común. Abonado todo ello por lo que se exprime del sueldo del infeliz ciudadano espectador quien, además, debe aplaudir obra y actores porque no hay más teatro ni función a donde ir.
Los ingredientes del caso español no son originales. Lo son su proporción y su orden temporal. Robos, fraudes, corrupción, populismo los hay por doquiera, pero no en cantidades industriales, no como estructura paralela, permanente, regular y básica del edificio nacional, que se va transformando a ojos vistas en una cáscara cuyos despojos del país que fue se disputan los clanes afanados en el reparto político-financiero y territorial. Desde luego esos ingredientes en normales sistemas democráticos no preceden y conforman los planos del edificio, la creación de organismos, los proyectos de obras, la normativa y las leyes. En España, en olas sucesivas de mayor o menor degradación, han sido creados ad hominen, para beneficiar a contratistas, receptores de comisiones, jeques locales, afiliados al sindicato, la asociación o el partido. Desde que comenzó, en los años ochenta, la degeneración de la que aparecía como transición ejemplar, se entró en un original proceso no lineal sino acelerado o contenido según clan en el poder y apetito y exigencias tribales. De ahí la sorprendente inutilidad, la palmaria estulticia, el derroche estéril de inversiones, el aprendizaje para la ignorancia, los microgobiernos autonómicos. La inutilidad es sólo aparente. Su creación, encarnizada defensa y mantenimiento adquieren pleno sentido porque son garantía de empleos, sueldos, gratificaciones, cohechos y ocupación de parcelas oficiales de libre disposición y manipulación. Indispensables para el proceso son el miedo y el control, generosamente subvencionado, de la opinión interna y externa. Para ello ha sido, y aún es, agente indispensable el chantaje verbal, dual y sociológico anteriormente descrito.
Se entiende mal la situación de la Península, la extraña sumisión que permea su ambiente, si no se considera ese invisible campo de minas que, en forma de iconos verbales, ha sido sembrado en su territorio. Se trata de un puñado de palabras en la que los significantes han sido vaciados de su normal significado para rellenarlos de otro llamativo, asociado a elementos rechazables, diseñado para la inmediata repulsa. España es desde luego el primero de ellos; no de otra forma podría explicarse la extraña orfandad de símbolos y de expresiones nacionales de este país en el conjunto de Europa, su ansiosa búsqueda de una identidad vicaria. Bajo la palabra no hay, sino en una minoría honrada e ilustrada, su auténtico significado de nación de ciudadanos libres e iguales en derechos y oportunidades. Para la gente del común, y por todos los medios, el término mismo es evitable, asociado con el negativo mito originario cuidadosamente criado al efecto. España, tras este vaciado y relleno del referente, debe ser, junto con banderas, escudos e himno, un ente que bordea el fascismo, el franquismo póstumo pero mantenido por exigencias del guión en el candelero, España será sólo gente bien vestida en calles y plazas de la zona rica, adolescentes pulcros enarbolando enseñas de otrora, niñas de buena familia, intelectuales de catolicismo, orden y naftalina. Todo ciudadano moderno que se precie huirá del icono y de las banderas como vampiro del ajo, y mostrará su repugnancia de buen gusto ante los símbolos patrios, que sólo serán aceptados cuando se trate de cobrar de un puesto, de beneficiarse de un acto en el que necesariamente figuran. El icono vergonzante ha recubierto por completo al primigenio, el de igualdad y libertades, aquél sinceramente querido con el afecto simple de lo ancestral y lo próximo, con la estima hacia territorios distintos pero comunes por los que no ha tanto se deambulaba sin conciencia de animosidades y fronteras. El significante verbal había de ser transformado en su contenido, reducido mitad a anatema mitad a una sustancia amorfa para cuya mención se utiliza todo tipo de pseudosinónimos, de forma que pueda ser troceado para su reparto.
La finalidad sociotribal es que el vocablo España no exista. Un espacio nacional de igualdad y libertades, de historia y horizontes amplios es incompatible con el ansioso reparto del botín y la justificación de la propia existencia por parte de los clanes. Éstos han trabajado con el mayor encono en destruir, de forma retroactiva, el contenido del término. El símbolo verbal que con esa forma agitan es el común enemigo al que se ha enseñado convenientemente a odiar y ridiculizar desde la escuela primaria. Cuando esto sucede sus habitantes no tienen más refugios que el círculo local y familiar inmediato y el cacique y líder que, al menos, les sirve de parapeto contra el complejo de inferioridad del europeo dudoso. Pasado el acné juvenil de ciudadano del cosmos, el adulto siente que la patria existe y que su deseada ciudadanía mundial se ejerce a través de ella, que no hay antagonismo sino extensión entre el conocimiento y los afectos del país en el que ha nacido y lo que más allá de las fronteras va encontrando. Pero le han provisto de un icono falso, al que apenas puede nombrar.
Ningún grito más agudo que el del silencio. En Hispania todo iba pasablemente en el más pasable de los mundos posibles, porque se vivía bien, con esa salsa acogedora condimentada con sol, buena dieta y paz turbada tan sólo por balazos esporádicos en la zona noreste. La Transición B se mantenía sin esfuerzo a flote e incluso bogaba sin problemas, sacando velamen. Los disidentes de la estricta corrección dual política desaparecían de foros televisivos, radios, charlas y periódicos, eran degradados en sus trabajos, eliminados de listas y promociones, pero no aparecían seguidamente con un tiro en la nuca en las cunetas. Gozaban del ostracismo light, de cierto estatus de apestado leve. Uno menos en el reparto de las mil y una recompensas al hervidero de tribus. Sin embargo del Callejón del Gato ya se había pasado a sombrías bocacalles laterales en las que podía pisarse un charco de sangre, por omisión de criminales no adecuadamente perseguidos, liberados en aras del buenismo con ellos y el malismo hacia sus antiguas y nuevas víctimas, por un caso, el GAL, de escuadrones de la tortura y de la muerte contratados por y en las cloacas del Estado, por un maridaje justicia-política-negocios incorporado a los menús habituales. Pero la gran línea roja se pasó más tarde.
Hasta entonces se había costeado por un mapa al estilo de los portulanos antiguos, en parte real y en parte fabuloso, en cuya cartografía se alternaban monstruos resucitados o creados según exigencias del guión y datos que se querían eficaces para llegar a la deseada cota del progreso europeo. A partir del 11 de marzo de 2004, y antes de él ya en sus preludios, se entró en las aguas abiertas, calmas y de una negrura profunda de la banalidad del Mal [1]
[1] Véase Hannah Arendt: Los Orígenes del Totalitarismo.
De transiciones y de muñecas rusas
Todos felices por doquier.
Aunque el conflicto español entre la realidad y el deseo subvencionado (parafraseemos al poeta) es de peculiar gravedad no es único. Europa y por extensión el área de forma de vida con tradición occidental viven una sucesión de transiciones que encierran las unas a las otras como muñecas rusas. La ignorancia histórica de un pasado bastante reciente y que no debería ser olvidado junto con el halago popular en periodos gubernamentales de cuatro años ha impuesto la gratificación inmediata y la exigencia del Estado, no ya de Bienestar, sino Benéfico, en un mundo igualmente benéfico por arte de birbirloque, un Estado Vigilante del la Dicha Generalizada y por lo tanto autorizado a la intromisión en la intimidad de los individuos, que deambulan felices unidos al soma por el cordón aislante del audio musical.
En algún momento se perdió la conciencia del precio de las situaciones y las cosas, se impuso una amplia y voluntariosa ceguera y se pasó, del compromiso con valores concretos y de beneficio probado, a la componenda fugaz y momentánea según la ley del mínimo esfuerzo y la fe inconsciente en el musculoso primo transatlántico. Pero el primo, aparte de no querer ya serlo en lo que a Europa concierne, también tiene sus propias muñecas rusas por las que transita, las múltiples alianzas que le hacen apetecible un bajo perfil. También él, Estados Unidos, dejó de lado las personas y los grandes principios universales y la insobornable solidez de los hechos en pro de las tribus, el show coyuntural y las etnias. Por primera vez se eligió Presidente en virtud del color de la piel y no del programa y los méritos. En cuestión de unos años se perdió la sustancia final que alimenta y conforma las actividades humanas y su producto, es decir, las ideas, se incluyó en el apartado de la inoportunidad y el mal gusto la defensa, al menos verbal y explícita, de principios que deberían regir en todo el planeta, derechos ciudadanos, y denuncia de su ausencia. En su lugar se mezcló con el plano ético el de las alianzas puntuales, la floración de núcleos de potencia comercial y la reorganización y volatilidad del comercio, el mantenimiento de un Ejército bueno para gastar dinero en él y para intervenciones sin previsión ni seguimiento abocadas al fracaso en la mejora de la vida de las poblaciones. A la opinión pública se le servía un predigerido de relativismo en dos lecciones: todo el mundo es (casi) bueno, las culturas (cualquier cosa, de los piojos a dinamitar imágenes y machacar al débil, es cultura) son sin excepción respetables, no hay que arriesgarse lo más mínimo a dar juicios de valor, no digamos a defender principios ni a oponer, llegado el caso, la fuerza a la barbarie. Es la definición del Paraíso para el criminal, el dictador, el terrorista y el cobarde. En su nombre, se abandonó a las capas más ilustradas, liberales y ansiosas de modernización del mal llamado mundo árabe (en realidad plural y complejo), se favoreció a fanáticos integristas, teócratas impresentables y hordas salidas de una
edad media mucho más oscura que ninguna de Europa y amamantadas de irracionalidad, codicia agresiva y muy justificado complejo de inferioridad, gentes sometidas a los usos y costumbres religiosos más aburridos del planeta que tal vez no encuentran mejor distracción que suicidarse llevándose de paso por delante a cuantos puedan.
La excitación del Mal y el placer que produce infligirlo, la facilidad con la que puede obtenerse, aunque sea por un muy breve lapso de tiempo, la vivencia de superioridad y poder es, por doquier, comparable al chute de droga, más asequible que la heroína e incomparablemente más rápida que los métodos de dominación tradicionales. En los países islámicos en ella se decanta la tremenda y soterrada violencia diaria que genera la segregación de sexos, la anulación social y pública del femenino, la repugnancia y temor masculinos, incrustados como un reflejo condicionado, a la suciedad inherente a la percepción y sugerencia del cuerpo de mujer, a la humillación de que esa cosa reservada a la reproducción y placer del dueño se ofrezca a libre disposición visual. Tal caudal invisible de frustración, aburrimiento feroz, absurdo blindado por el temor y el dogma, percepción inevitable de inferioridad respecto a las personas libres toma formas metafísicas, místicas, bélicas, normalmente arropadas de una capa de pureza extrema y completo desdén por las uvas siempre verdes e inalcanzables.
El Mal, su realización placentera y su embriaguez son incomprensibles pero exportables, tienen su público allende el área islámica y gozan en Occidente del beneficio del estupor, de la carencia de instrumentos mentales y léxicos con los que manejar realidades que se creían lejanas y superadas, que sólo hallan afines en las pasadas guerras mundiales, en buena parte desconocidas por la generalizada ignorancia histórica. El Mal se suponía enfermedad, defensa, fruto de opresiones de clase, simple diferencia de criterios. Hasta verse confrontados con su real existencia, sin disculpas ni paliativos y sin posibilidad de alianzas, buenismos ni pactos. Y el Mal es tal que se nutre y crece en primer lugar a base de los habitantes de su lugar de origen, los más débiles, los inermes, para buscar luego la saciedad en esas sociedades occidentales despreciadas por su pasividad y carencia de principios.
En ese panorama, la indefensión de la gente del común es total, aunque la velen y maquillen el buen vivir cotidiano y la aparente lejanía (hasta que algún atentado los sienta a la mesa) de los conflictos. En un ambiente de rendición preventiva sólo quedan el halago a los bárbaros y la espera de que pasará la mala racha como ocurre con los fenómenos meteorológicos. La comparación con una Historia que se desconoce revela sin embargo la fractura y diferencia abismal entre un ideario básico, no tan lejano, de principios sometido, evidentemente, a las servidumbres de la práctica y la fluidez turbia de paisaje actual, carente de portulanos excepto el generalizado e inconsciente convencimiento del derecho a la gratuidad y la disolución en colectivos diversos y agresiones ancestrales de las responsabilidades de cada individuo. Una Transición notable, a la medida de la servidumbre que genera; y del reparto de placebos.
Estados Unidos ocupa todavía, sin duda por inercia y por falta de referente de recambio, el papel de polo negativo y mascarón del proa del Capitalismo en la dualidad izquierda buena/derecha mala sin la cual ni el lenguaje ni el cerebro parecen, en su gran mayoría, ser capaces de funcionar. Y, como en Europa, también los norteamericanos han adoptado, en lugar del análisis de hechos e individuos concretos, la perversa clasificación usada por el enemigo, la de los sucesivos miembros del club de la irracionalidad y del grupo parásito, y optan por la distante y torpe visión del mundo, con esporádicas cargas de elefantes que dejan los territorios intervenidos en peor situación que la previa al salvamento. Apuestan además por un distanciamiento respecto al Viejo Mundo comprensible porque éste último lleva décadas haciendo méritos para ello, mientras aquéllos pagaban en dinero y en muertos. Sin embargo la nueva estrategia, a la que no es ajena la reciente independencia petrolífera, es de corto alcance de miras porque ignora el valor más real, exportado y exportable a la mínima oportunidad que la gente tiene de adoptarlo: Los fundamentos en los que se basa el modo de vida occidental. Su defensa sólo cuesta, para empezar, la recuperación de la palabra, de, al menos, la denuncia verbal incansable, independiente de los necesarios acuerdos diplomáticos y de la esfera del comercio. Porque los justos términos ante la obviedad de hechos, discriminaciones, dictaduras, bondadosa estulticia, expolio cotidiano son los instrumentos en los que se encapsulan las ideas que a su vez producen cambios, logros, invenciones y el mejor progreso.
Las transiciones se llevan haciendo desde la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI en sentido contrario, alejándose a toda velocidad de cuanto significa compromiso, obviando las incómodas verbalización y precio de los actos. Crímenes, robos, apartheid femenino, violencia, destrozo y ocupación de lo público, no son tales ni reprobables; dependen de quién los haga, de sus circunstancias, intenciones y latitud.
El proceso en curso sería el de muñecas inversas, es decir, la introducción de las muñecas más grandes, los principios y valores de envergadura, en la muñeca más pequeña, la del aparente beneficio puntual de elementos anónimos aglutinados en el grupúsculo del agravio, la carencia y la intemporal referencia a la tribu, normalmente servidos con una guarnición irracional de vago paraíso futuro y ubicua conjura presente contra el bien común. A corto plazo esto es exactamente el mister Hyde de la democracia, el alter ego más oscuro, y más nocivo, de un sistema de Derecho con Constitución, Parlamento y votaciones periódicas, corrupciones inevitables pero, también, leyes, responsabilidad penal, prensa libre y separación de poderes. Según se produce el deslizamiento hacia la pseudodemocracia se acelera la técnica de ingeniería social: El denominador mínimo al más corto plazo es el que hay que ganarse y manejar en un clima de continua medida, composición y recomposición de la opinión, a la que se riega con irracionalidad y grandes dosis de adhesión sentimental en forma de asambleísmo y participación instantáneos, pero que al menor enfrentamiento con el efecto real de las utopías subvencionadas clamaría amargamente contra el deterioro y la pérdida de su actual forma de vida. Y descubriría que la única dualidad contra la que luchar es la del tejido productivo por una parte y por otra el tejido parásito que se procura mantener incrustado en aquél por todos los medios. Que fallen suministros esenciales, cajeros, policía, seguridad viaria, aviones, trenes, barcos, carreteras, farmacias, y el destinatario del discurso del paraíso gratuito virtual acaba descubriendo que vivir aceptablemente es una lucha mucho más trabajosa y menos nítida de lo que pensaba, que el Mal no es el gran dios del Dinero, el Satán bancario y el poderoso y rico por el hecho de serlo, sino que en cada caso, individuo y momento se impone un juicio de los actos y un reconocimiento de la legalidad y de las Leyes, que éstas valen lo que el coraje de las poblaciones de velar por ellas, que a nadie se le garantiza por el acto de nacer otra cosa que, si hay suerte y lo hace en una zona civilizada, la igualdad de derechos, y que, efectivamente, las ideas, encapsuladas para su actuación en las palabras, son las que producen cambios, inventos, degradación o progreso.
El eficaz utensilio ideológico de la falsa dualidad preceptiva está en directa relación con la trampa del pensamiento positivo forzoso, el «sonríe o muere» que ya están denunciando no pocos filósofos, que ha sido de rigor en Estados Unidos y ha desteñido sobre Europa. Se consiguen pocos votos con la descripción de las situaciones ingratas y la crudeza de las verdades, no se lleva la obligación de asumir la responsabilidad que es la médula de un sistema democrático decente, es cómodo el olvido de la simple existencia del Bien, de la necesidad ética y práctica de defenderlo. El estudio de Hannah Arendt sobre la banalidad del Mal no ha perdido un ápice de vigencia y, por el contrario, se ha diluido en dosis de fácil digestión por la mayoría. Y el ciudadano del común camina con un pie en el voluntarioso buenista del todo es relativo y otro pie en la explosión del antisistema alimentado por la ira de haber llegado tarde al reparto.
El fraccionamiento y minimización de los territorios, desde la floración de pseudonaciones aferradas al eterno victimismo hasta los viveros de mafias y tribus urbanas que ejercen el chantaje de la desproporción mediática, es el arma más eficaz contra el individuo libre, su trabajo, su seguridad y sus recursos. Todo para él dependerá de las consignas aplicadas en la estrechez del reducto, el lenguaje sufrirá un vuelco que despoje a los términos de su recto significado, desaparecerán, y serán incluso objeto de oprobio, las jerarquías elementales de bondad, verdad y belleza, las simples evidencias fruto del sentido común, de la decencia instintiva y primaria. Fuera de la pertenencia a alguno de los colectivos agraciados con patente de corso hay poca salvación.
Véase una simple pincelada a título de mínimo ejemplo: Festivo, y casi idílico, pueblito del País Vasco. Plaza, baile, música. Disparos. Cae muerta, en plena calle y delante de su hijo pequeño, una mujer. En tiempos perteneció a un grupo independentista que lleva cometiendo, en plena democracia española, numerosos asesinatos. La prensa extranjera los ha tratado con mimo y simpatía porque España parece condenada a ser el parque temático de utopías de nacionalismo terrorista que en el propio país sin embargo el resto de Europa prefiere ver lejos. En el pueblito idílico se ha formado un charco de sangre en el suelo. Los antiguos compañeros de la mujer han abandonado tranquilamente la escena. Los protege, y protegerá, un manto de temor, vileza asumida y olvido inducido, y ese manto cubre todo el pueblo. Retirado el cadáver, se echa serrín y no se suspenden canciones ni orquesta. Los bailarines procuran no pisar la zona. de serrín con sangre. De igual manera, la palabra «crimen» no existe en las mentes, se cubre, se rodea. Y continúa la fiesta. El nivel de vida es excelente en el País Vasco, no se pagan apenas impuestos, el perfil, convenientemente exportado, es el del cromo rural, la comida rica y los recios norteños.
No hay mejor ceguera que la selectiva. Se lleva sorteando mucho serrín empapado en incómodas materias. Y quien lo ha hecho y lo hace cada vez lo sabe.
El filtro inverso
La realidad es bastante menos romántica que sus versiones bipolares al estilo del cómic. Desde muy pronto la Transición, indefinida y abierta por sus propias definición y naturaleza, comenzó a generar cultivadores, defensores y gestores de lo más bajo en formas de ser y de actuar de individuos y de sociedad, en una imposición de la fealdad, la inanidad profesional y formativa y la banalidad, ignorancia y grosería como normas; una especie de clubes de orgullos agresivos, marginales y gratuitos que han impuesto la dictadura urbana y exigen de un Estado acobardado la coima y la inoperancia legal, con el enorme volumen de indefensión ciudadana que esto significa. Nada, en tal contexto, es más encomiable que el analfabetismo funcional, la abolición de las burguesas normas de ortografía y la obligatoriedad en las pantallas de todos los tamaños de esmaltar los diálogos con un taco cada diez segundos. La imposición del gregarismo y del grito, la micción en público y la apropiación de lo ajeno forman parte de la misma dinámica notablemente acelerada en 2015. Porque ese bloque de personas, devenidas masa y aglutinadas por la facilidad del rencor hacia cuanto posee valor y aspira a calidad y altura, es el escalón perfecto para que se lancen quienes aspiran a conseguir, amén de bienes de consumo y categoría social sin esfuerzo, jugosas porciones de poder político. Confían, y no sin razón aunque el reinado es fatalmente efímero, en que ese mínimo común denominador de la especie humana es lo bastante extenso y durable como para sustentarlos.
El punto al que se ha llegado en España, con marchamo oficial, en cuanto a imposición consciente de la dictadura de lo peor y los peores por el hecho de serlo carece de parangón civilizado. Sólo puede quizás explicarse por el largo chantaje dual previo, por la sacralización de lo mísero y negativo; una especie de cinco estrellas gastronómicas en la guía Michelín de la coprofagia. Difícilmente se comprendería si no el texto recitado en un acto oficial en Barcelona, promocionado y aplaudido por las autoridades. El vocabulario empleado en el supuesto poema “de género” era coño, vagina, útero e hijos de puta en una parodia del Padrenuestro que a nadie denigraba tanto como a las mujeres mismas. Esto a principios del año 2016 y patrocinado por el partido que en aquella ciudad rige los destinos municipales.
Las tropas de la actual caricatura de las revoluciones Francesa, la de Octubre y algunas más se distinguen por su afán de gratuidad e impunidad, su nula afición al riesgo y su oferta libérrima de paraísos todo a cien. Los líricos defensores de la vida en microcomunas selváticas se guardarían de ir, en vez de al dentista, al brujo local, no suelen enviar a sus hijas a educarse en países islámicos, no parecen haber considerado la posibilidad de renunciar a guardar sus ahorros en el banco y se guardan de repartir entre los sin techo los metros cuadrados de su vivienda.
Lo que todavía, por comodidad, falacia o inercia, gusta de definirse como sectores y medidas progresistas, representativas, democráticas frente al turbio enemigo poderoso heredado del pasado, así como sus supuestos adversarios, quienes, por otra parte, ponen todo su interés en contemporizar y conservar sus puestos, no pasa de ser actualmente una cuestión de ineficacia, torpeza y estulticia, sin necesidad de profundos análisis ideológicos. Se ha ido a menos y menos de una forma y manera espectaculares. La estadística sobre la formación, niveles y currículum de los personajes públicos y sus adláteres durante las últimas décadas revela, con la crudeza terca de los datos, un descenso paralelo a la promoción de los bloques parásitos, una pobreza intelectual que destiñe sobre los medios de comunicación y la supuesta cultura, y, por ende, sobre la población de cuyas necesidades y gustos pretenden ser espejo. Cuesta encontrar en la arena política (aunque haberlas haylas, y son objeto de feroces ataques) personas hermosas en su rebeldía que corren con los gastos y los riesgos de sus actos. El Parlamento emplea la mayor parte de su tiempo en puras cuestiones personales cuya posible faceta delictiva utilizable contra el adversario paladean unos y otros como una chocolatina. Los temas de envergadura, la situación mundial, las líneas maestras a seguir en problemas y en proyectos importantes, el horizonte económico global previsible, la gran, enorme indefensión ciudadana ocupan un espacio mínimo de minutos y de palabras. Y, de forma semejante, la proyección de la actualidad y lo que no lo es, que suele ser mucho más importante que lo meramente actual, es la de una dictadura de lo peor y los peores en el horizonte de un patio de vecinos. Se ha vuelto a unos niveles de provincianismo a los que sin duda no es ajeno el hervidero ratonil de los virreinatos autonómicos, pero desde luego ellos no son la única razón. La calidad del discurso es tal que a su lado los debates de la República del 31 parecen el Areópago de Atenas. Ocurre que la calidad simplemente humana ha descendido, se ha degradado de forma notable y que, a la inversa, los intereses creados han aumentado en pareja proporción. Todavía hoy el viejo manto de las falsas dualidades y la orfandad de referencias de los defensores de lo simplemente bueno, dotado de fundamento y de sentido común silencian el proceso y mantiene una sutilísima mordaza y un muy justificado temor ante la violencia y el poder fáctico, oficioso –y ahora oficial- de los conglomerados parásitos. Los mismos que vetan el acceso a presupuesto, bienes y servicios a aquéllos que intentan honradamente salir adelante y los necesitan.
No hay, como gustarían de creer los postrománticos nacionales y extranjeros, una réplica española del cuadro de Delacroix “La Libertad guiando al pueblo”, ni existen esas masas de oprimidos, víctimas, hambrientos y pobres de solemnidad a los que la élite de malvados explotadores pretende apagar la luz de la antorcha. Hay un largo mural de brochazos sucesivos que empezó con aportaciones múltiples de pintura y con buenos deseos y que se ha ido degradando según cada cual tiraba del lienzo para aprovechar sus fragmentos. La pericia de los pintores deja actualmente que desear, son equipos contratados a empresas externas según subasta a la oferta más barata. Los marcos se reutilizan o almacenan según el comité de limpieza ideológica, generosamente retribuido, ordena que se retiren personajes, temas y épocas. Y no falta quien proponga, en adecuación a los nuevos tiempos, a propuesta de los sindicatos y en alabanza de las masas, una sucesión de fotocopias-reproducción de los equipos de la limpieza. Porque en este caso la muchacha de la antorcha guía al pueblo hacia abajo.
Variantes del «Cui prodest?» (= ¿A quién beneficia?) Cui prodest?
El romanticismo resiste mal la prueba del Cui prodest?, que consiste en observar prosaicamente el por qué, a quién y en qué han beneficiado las iniciativas que se creían fruto de impulsos idealistas más o menos loables y generosos aunque con frecuencia fallidos. No hay tales nobleza de miras ni inocencia; ni siquiera (si bien se hallan cantidades apreciables) torpeza o estupidez. Las obras inútiles, los dispendios millonarios y absurdos, las proclamas nacionalistas, los monumentos pretenciosos tan caros como antiestéticos obedecen ex ovo a la voluntad de cobrar y embolsarse cantidades ingentes, apariencia de poder y prestigio y potenciales votantes. No se trata de algunos casos esporádicos. Lo significativo en España es su número, el de los integrantes del clan, que los eleva durante las décadas posteriores a la sufrida Transición, de excepción a norma, categoría en sí, blindada a cualquier crítica seria, al ajuste de cuentas, a la responsabilidad del autor, no digamos a la devolución al erario público de las enormes cantidades malgastadas. Nadie paga nunca por los aeropuertos sin viajeros, por las instalaciones desiertas que caen lentamente en ruinas, por los museos y centros culturales que funcionaron justo el día de su inauguración, por el recorte en servicios públicos mientras que se ha cuadruplicado desde 1977 el número de funcionarios. Todo se ha creado, por las correas de fidelización de clientelas que son los dos sindicatos oficiosos, por los dos partidos que juegan alternativamente a poli malo poli bueno más por la red de las múltiples autonomías y virreinatos administrativos para sorber presupuesto y mantener las propias huestes, tan improductivas como fieles.
Si se conformaran con cobrar y ser mantenidos los efectos del mal no serían tan perversos, pero el parásito con cargo es una subespecie de la clientela singularmente peligrosa porque necesita justificar su puesto. El inquilino de los reductos de especies protegidas, sean de género, número, ideología o militancia, no se conforma con el mantenimiento a cargo del prójimo. El necio es incansable en sus fidelidades, el indigente intelectual trabaja como tal a todas horas excepto las del sueño, el ignorante descubre con rapidez el valor de la consigna, y con tal bagaje desplaza a cuanto y cuantos le superan. Éstos son su enemigo natural, y le es imprescindible atacarlos y neutralizarlos desde las raíces mismas sociales. La armada de necios profesionales no hace prisioneros y es letal, y particularmente peligrosa porque ellos consideran que deben hacerse valer en los despachos en los que les ha colocado la fidelidad ideológica y el amiguismo militante. El peligro de los corderos no es el silencio, sino que se empeñen en hablar. Un tonto con iniciativas eliminará como el eucalipto cuanto crezca a su alrededor, dejará moho y la hierba más rala, exigirá cuanto signifique la huida del conocimiento y el refugio en lo gregario, véase equipos, reuniones, asesores de asesores, coordinaciones tutoriales, controles de fidelidad a los preceptos ecopacifistas y nanonacionalistas, a las campas de igualdad, amor ambiental, paz universal, discriminación positiva de género. Antropológicamente hablando, han hallado el nicho ecológico que les ofrece la era de la selección inversa en forma de clones autonómicos, sindicales, provinciales, municipales, estatales, administrativos transformados en múltiples agencias de empleo.
Lo trágico es que no se trata de estulticia inevitable por congénita sino fabricada. Existe un empeño real, desde la guardería hasta las más altas esferas, en podar cuanto sobresale, tiene posibilidades, cumple, se esfuerza. Al tonto se le crea y mantiene en ese estado prodigándole generosas raciones de alabanzas a la mediocridad preceptiva y a la irresponsabilidad victimista. De ahí la temprana y persistente toma de territorios culturales clave y la infusión intravenosa de la pequeñez intelectual, del horizonte romo y de las miserias ética y estética como norma.
Nada ha sido ideal ni gratuito. Cada iniciativa ha correspondido al fervor de la colocación y el reparto, al mordisqueo al presupuesto gratis total y con perspectivas indefinidas de jugoso acomodo. La ley de 1990 que acabó con la Enseñanza, no hubiera existido como tal jamás de no servir como botín de reparto para el partido entonces en el poder y el tándem de sus dos sindicatos. Las innumerables instituciones autonómicas de defensa lingüística no deben asimismo su permanencia en el ser sino a lo que los integrantes cobran por ello. No sólo en dinero, que por supuesto también es bienvenido y procede del odiado Estado central, sino que parte importante de la remuneración consiste en parcelas y parcelitas de poder y prestigio, de sopa social nutricia y halago mediático con el que se retroalimenta el clan contento, aferrado al pezón de colectivos y entelequias gregarias, míticas y telúricas, incapaz de existir como individuo y ciudadano objeto de derecho y amparado por la libertad de la Constitución en una nación donde todos son libres, iguales e hijos de sus obras.
La versión romántica y exportable se desmorona ante el sencillo y eficaz análisis del Quién cobra por qué y Quién paga qué. Aparecen las poco gloriosas sagas de familias millonarias gracias a la ubre del nacionalismo, sagas tratadas con ejemplar consideración por la prensa extranjera. Se dibuja, por este simple método, un mapa de Iberia plagado de líneas rojas del propio interés que los aspirantes, no a padres pero sí a herederos de la legítima de la postransición, han traspasado sin el menor empacho y en las más perfectas discreción e impunidad. Se revela entonces una ya vieja trama de intereses creados tan capilar, extensa y firmemente hincada a todos los niveles que resulta descorazonadora y rezuma para quienes -que los hay- aspiran a un país pasablemente avanzado y limpio una indefensión sin nombre, enemigo ni forma que sólo se materializa en las carencias, en la percepción instintiva del fraude y de lo injusto, en la certidumbre de mejores sistemas posibles, en la rabia impotente, en el desconcierto respecto a la supuesta responsabilidad que al votante atañe en el estado de cosas y en la certidumbre, en la práctica, de que su capacidad de control, respuesta y cambio es nula y que lo que se le vende bajo el sagrado icono de democracia no pasa de ser una forma de expoliarle mientras él bracea a diario bajo un torrente de información y aparente omnipotencia comunicativa que se esfuma falta de formación sólida y espacio crítico.
La catarsis de la tomatina
Que se haya erigido en icono español de renombre mundial la lucha de todos contra todos a base de tomates no deja de ser adecuada metáfora del país. Aquí moros y cristianos, toreros y miuras son reemplazados por el sanguíneo producto hortícola que encuentra así una muerte más honrosa que acabar en una lata, como ya lamentaba la sabiduría popular. Bienvenida la fiesta. Pero tal vez bajo ella hay sustratos que añoran, aunque lo saben imposible, pasar de la potencia al acto. La vieja dualidad Malos/Buenos basada en premisas guerracivilistas y exhumación de forzosos y eternos antagonismos sociales, vocabulario incluido, se sabe a sí misma una impostura. Pero la representación continúa, en foros políticos y televisiones mientras algo se espere obtener de ella y reparta generosas dosis de legitimidad.
Sin embargo, para llevar al extremo lógico sus consecuencias, habría que empeñarse en hazañas que se revelan imposibles, a causa de la molesta y terca complejidad de las realidades, que hace acompañar siempre los beneficios a sus precios y obliga a salvaguardar obras y hechos de épocas y autores detestables. La Revolución Cultural maoísta se propuso muy seriamente acabar con Lo
Viejo, comenzar una página en blanco pues nada más igualitario que la nada. Los guardias rojos propusieron cambiar el color de los semáforos puesto que era reaccionario detenerse ante el símbolo de la revolución. La iniciativa ni siquiera en ambiente tan enfervorizado prosperó. La Revolución Cultural China, de la que nunca faltan en otras latitudes patéticos remedos, abrió brecha aboliendo la música clásica y sustituyéndola por la difusión por altavoces de himnos a todo volumen. En España, para ser por completo consecuentes, los Buenos del joven hombre nuevo deberían dinamitar los pantanos, construidos por orden del Jefe de la era predemocrática, purgar minuciosamente calles y ciudades, no ya de nombres alusivos a los Malos de la Guerra Civil, sino de cuanto se hizo, publicó, inauguró y legisló (leyes sociales incluidas) durante los casi cuarenta años de dictadura y, a ser posible, sembrar de sal las zonas contaminadas.
La consecuencia entre palabras y actos exige una labor mucho más exhaustiva en lo que a un adecuado anticlericalismo se refiere. Porque Iglesia y cristianismo son una trama de hilos históricos blancos y negros de imposible separación para la que no basta la consabida catarsis de matar al cura. El Estado habría de hacerse cargo de todas las tareas de asistencia y educación que durante siglos y hasta el momento actual efectúan religiosos, incluyendo las que se llevan a cabo en el Tercer Mundo. La erradicación de todo lo relacionado con el Mal no puede menos de incluir la titánica empresa de dinamitar, quemar, destruir cuantas obras están inspiradas en motivos cristianos. El inventario monumental y artístico del país experimentaría una reducción fácilmente imaginable proporcional a los solares donde hubo antes templos, las salas de los museos serían una sucesión de huecos y el patrimonio nacional cabría en espacio reducido. Por supuesto habría que eliminar toda la música sacra, empezando por Bach, para marcar postura, y continuando con el resto: Gregoriano, Misa Luba, Stábat Máter, Schubert, Mozart, Haendel…Es dudoso que gracias a ello desaparecieran la pedofilia, la simonía en sus variantes de chantaje político, la irracionalidad y la raza prolífica de los inquisidores, los cuales, como miembros de iglesias ideológicas, no toleran competencia.
Necesariamente el proceso se decantaría en nuevas dualidades, con espectacular revival de variantes periclitadas de guerrilleros de Cristo, defensores sin paliativos del nasciturus desde el minuto uno con pena de muerte para las mujeres que no continúan el embarazo no deseado, partidarios de la abolición del color morado por su implicación feminista, brigadas para la erradicación de la palabra socialista, fans de la abolición de los servicios públicos y amigos de la distribución de armas para defender el derecho a la venta de armas.
Nada de esto es gratis et amore, sino un filón para la floreciente, como quizás nunca antes (ni siquiera, ni por asomo, con dictaduras periclitadas) especie de los censores. Ahí es nada: asesores, equipos, consejeros, unidades para la detección y persecución de antiecologistas, pacifistas, homófobos, ofensores del género (obviamente femenino), burgueses confesos, ciudadanos tibios en su entusiasmo hacia ciclistas y maratones y reaccionarios de toda calaña. En lo que concierne a esta especie no hay paro. Nunca gente con menos méritos había progresado tanto.
El organigrama no sería completo sin el Cuerpo de Fabricantes de Víctimas para que las víctimas se sientan tales y los voten. La variante visceral –en el sentido etimológico de la palabra- del nacionalismo es el gregarismo de género, el halago untuoso y ridículo hacia las mujeres entendidas por una grey y tan sólo por el hecho de serlo. Los indefensos morfemas –o y –es van directamente al paredón porque no cumplen suficientemente con la diferenciación sexual ya que se supone que las mujeres precisan de todo tipo de muletas, discriminaciones positivas y exhibiciones genitales para hacer valer como simples seres humanos su existencia. En la política llamada “de género” toda estupidez tiene su asiento. Para gran detrimento de los individuos, mujeres, hombres o viceversa, que valen y se hacen valer por sí mismos, y son, por tanto, el enemigo a abatir.
Afortunadamente, con la crisis económica se han reducido los dineros para pagar las mesnadas, hay una gran rebatiña en torno al cofre y, para mayor desdicha, ya no cabe en la arena pública ni en la nómina ni una víctima más.
Del Romanticismo y sus estragos:
España parque temático.
Paralela a la España a secas, al país en el que se ha hecho todo lo posible para eliminarlo como tal de la percepción, del uso mismo de su nombre y de sus símbolos y tradiciones, existe la España B, construida según guión y a efectos de uso. Para su difusión en el extranjero se han gastado sumas ingentes y no se ha reparado en esfuerzos. Naturalmente se obtienen, y esperan conseguir una parte y otra allende y aquende, dividendos considerables. Es la marca B export, construida, y deconstruida, a base de omisiones y de un puñado de datos ciertos pero que no lo son cuando el cuadro, el espacio en el que se fija el foco, carece de partes indispensables de la realidad. No deja de ser extraña la ceguera de los corresponsales ante las espaciosas y tristes regiones de la Península donde salta a la vista la carencia de inversiones e industrialización. Se diría que, de cóctel en cóctel y de comida de trabajo en bebida de trabajo, han ido volando y posándose en las zonas más ricas de España, que lo son gracias al conjunto del país, para transmitir fielmente las quejas, vituperios y proclamas independentistas de quienes a todas luces están y han estado más favorecidos que el resto. Ídem de lienzo en la selección de entrevistados, interlocutores y fuentes. Es, en este sentido, ejemplar el hecho de que una publicación de prestigio, como The Economist haya escogido, para resumir la situación y perspectivas del país en sus números anuales, a quien representa en España el periódico insignia de la Transición B.
El tratamiento del atentado del 11de marzo de 2004 constituye también un ejemplo de desinformación: The Economist se apresuró –sin duda no fue el único- a incluirlo en la lista mundial de atentados islamistas, con una celeridad sorprendente la prensa extranjera comulgó con la nada probada afirmación de la autoría islámica, se repitió la tesis oficial, en absoluto avalada por los hechos, nada se dijo respecto a la precipitada destrucción de los vagones donde estallaron las bombas, nada en cuanto a la siembra de pruebas falsas y la eliminación de lo que podía haber dado pistas e indicios, ni palabra sobre la ausencia de autopsias de los supuestos suicidas, y vaguísimas alusiones al dato clave de que se desconoce el autor intelectual que planeó y dispuso la matanza, sin comentarios a la evidente voluntad de silencio que sigue hoy cubriendo el tema. Es curioso que ante un hecho de tal magnitud europea y mundial se hayan leído tan pocos análisis geopolíticos. Es innegable que el atentado de Madrid, con sus cientos de víctimas, tuvo como efecto un cambio radical de Gobierno, economía y geoestrategia tres días antes de las elecciones, en beneficio, obvio pero no sólo, del entramado de tribus y de los terroristas autóctonos. Pudo haber, o no haber, mano de obra etarra e islámica, pero han quedado resguardadas por la sombra las de los que, a un nivel superior, mecieron los ataúdes.
Es llamativo también que en la prensa extranjera el análisis de la situación española se centre con frecuencia en la cuestión catalana y que, para ello, efectúe un ejercicio de corta y pega basado en previas declaraciones de algún líder independentista. El caso catalán es un ejemplo de sustitución de la realidad palmaria por una confusa mezcla de censura, propaganda, autocensura y mitología a uso externo e interno, para gran dicha de cuantos corresponsales no dudan en asimilar el tema –la reivindicación tribal vende- a grupos foráneos sin la menor afinidad ni semejanza. El clan montaraz es un apéndice del atractivo folklore ibérico, sin violencias orientales y tan al alcance de la mano para ofrecerle comprensión y apoyo. Ello en justa correspondencia con las grandes sumas procedentes del erario público español que se emplean en implantar allende fronteras centros a efecto de embajadas oficiosas.
Esta cultura independentista de la queja tiene unos pies de barro amalgamado por una red de interesadas clientelas, se recubre de un aparato escénico perfectamente ficticio, blindado por el temor que ha logrado inspirar en quien proclame que el rey está desnudo, y desdeña el análisis concreto y los verdaderos méritos propios. Por esto mismo es incapaz de, tras percibir y aceptar la realidad, dar un enfoque positivo a la misma, promocionar sus reales valores, superar la hostilidad y el hastío que ha sembrado su rechazo de la “enemiga España” en el resto de la Península. A la región productora en un tiempo de riqueza y receptora de principales proyectos estatales de desarrollo y de ventajas proteccionistas le es fácil, cuando las vacas enflaquecen, clamar al expolio del que habría sido objeto desde la aurora de los tiempos, inventar dinastías regias, aferrarse a la orla del manto del norte europeo salvador cortando amarras con el reducto semiafricano de subdesarrollo. Tras coqueteos con racismos étnicos y fundamentalismos ancestrales risibles, Cataluña se aferra a la lengua, a falta de otro asidero, como elemento diferenciador y sustancial en su reivindicación nacionalista. Ocurre con la lengua catalana lo que pasaba antiguamente con la hija de familia rica nada agraciada excepto en la cuantiosa dote: No con su riqueza adquiría belleza, aunque sus padres la querían por ser su hija y para ellos no existía su fealdad. En el caso del catalán, se trata de un idioma particularmente cacofónico en sonidos y acento. Es así, como en otras lenguas, véanse el gaélico, el ruso, el italiano, sucede lo contrario, se trata de un factor puramente físico que algunas páginas literarias y canciones ayudan a hacer pasable pero no por ello, porque es imposible, pueden otorgarle la armonía tónica de la que carece. Sin embargo, para no ser tachados de anticatalanistas y reaccionarios, en un ejercicio de hipocresía forzada a nivel del país entero, se ha obligado al conjunto de la población española a oír, escribir y repetir el mantra “la bellísima lengua catalana”, tarea semejante a empeñarse en afirmar que Madrid es puerto de mar y merece un Ministerio de Marina Autonómica Manchega.
Respecto a la proyección internacional, sucede que castellanos, extremeños, andaluces, y otros españoles llevaron a cabo la aventura americana, que por ello millones de personas hablan fundamentalmente el mismo idioma desde una esquina de la Península a la Tierra del Fuego. Las lenguas no son sino la plasmación de cuanto sus hablantes hacen, y los de Cataluña no invirtieron valor, dinero ni energía en hazaña de tal envergadura. De sus empresas marítimas mediterráneas queda el recuerdo de una venganza y poco más. Sin un transfondo acomplejado no se entendería el empeño, no de afirmación, sino de diferenciación agresiva y búsqueda anhelante de reconocimiento foráneo. Así hasta el envenenamiento por hastío de propios y ajenos, que impide a Cataluña llevar a cabo una promoción necesaria, en España misma, de sus propios y muy reales valores, de su nivel musical, de su patrimonio artístico, de sus instituciones científicas punteras, en un ambiente donde haya entrado el aire fresco de la realidad.
El proceso, muy moderno, de florecimiento reivindicativo de nacionalidades y microestados es diferente a lo que se ha entendido en épocas anteriores como tal. Se inscribe en la dinámica de las clientelas franquicias de la utopía rentable de un edén sociopolítico –y étnico de forma vergonzante- fabricado al efecto, y se amalgama con mayores o menores fondos sentimentales y viscerales preexistentes, que son siempre plantas de rápido crecimiento con el riego adecuado. El esquema de su evolución es muy semejante en distintos lugares: Regiones que en su momento se beneficiaron de la captación de empresas estatales y trato comercial interno favorecido, de la pertenencia a la nación común, descubren en la actualidad, con sus nuevas perspectivas de ingresos, agravios ancestrales. Llegan las grandes revoluciones, la industrial, la técnica y la informática, cambia la geografía de las fuentes de ingresos, incomoda compartir con provincias menos afortunadas, y se clama por la independencia del poder central y el salto a una federación de microestados vagamente europeos. Dado el desprestigio, tras el nazismo, de las singularidades étnicas, aunque éstas se mantengan en sordina es forzoso aferrarse al elemento diferencial lingüístico. Cuando en Bélgica, país bastante artificial y de reciente creación pero eficazmente organizado, la riqueza estaba en la industria y minas de carbón de la parte valona la flamenca reivindicaba poco y el bilingüismo era habitual, coexistían el francés, propio de la zona sur fronteriza con Francia, y el neerlandés, variante del holandés, de la zona norte. Existe, además, una pequeña comunidad de habla alemana. La prosperidad del sur declinó, cambiaron las tornas, nuevas energías, técnica e informática oscilaron hacia la parte septentrional que, generadora de buena parte de los ingresos del país, hizo rápidamente bandera del nacionalismo lingüístico hasta dividir por barrios la pequeña Bruselas y lograr que los flamencos eviten cuidadosamente el empleo del francés, por lo que, dado que la proyección mundial del neerlandés es más bien escasa, se ven forzados a recurrir al inglés. De manera semejante en Escocia, bella pero hasta épocas recientes extremadamente pobre y encantada de sumarse a la revolución industrial comenzada en Inglaterra, coinciden hoy sus reivindicaciones independentistas con la reciente prosperidad económica y las fuentes de energía que promete el Mar del Norte. Afortunadamente no se les ha pasado por la imaginación (otro es el caso en latitudes más meridionales) la estupidez oceánica de imponer el gaélico como lengua nacional. A las clientelas en general nunca les falta un rasgo típico de todas ellas, nacionalistas o no: El rechazo de que tiene un precio aquello de cuanto disfrutan, la voluntaria ignorancia de que las ventajas incluyen siempre contrapartidas. El imperio romano lo fue durable y extensamente no por la fuerza bruta sino por la capacidad de organización, oferta de seguridad y obras públicas. Irlandeses y escoceses no han dudado, con sentidos práctico, cívico y de la grandeza muy británicos, en contar entre sus tesoros la lengua inglesa y dar a esa literatura algunos de sus mejores escritores. En el extremo opuesto se encuentra la variante perversa del small is beautiful, el vivero de envidias y de intereses creados agraciado con grandes porciones de espacio escénico en virtud de la estética de la tribu indomable, variante étnica de los parias de la tierra. Pantallas, ondas, discursos, cuadros y poemas se llenan mejor con la imagen de un revolucionario independentista que con la de un empleado del común. La estética desborda inevitablemente sobre la ética, lo llamativo y apasionante desplaza por fuerza a lo verídico en la era del reino de la comunicación visual. Ocurre con el mito español como con todos los mitos. El rasgo diferencial contemporáneo podría ser la creación de una clase de adoradores en nómina.
Dos ficciones se miran: Desde el resto de Europa, la que se tiene del parque temático español, mezcla de sesentayochismo, de una alegre y socialista Cuba a este lado del Atlántico y de micronaciones encantadas de que les paguen para serlo. Desde España se fija la vista dirección norte, en algo que tiene aún mucho del ¡Vente a Alemania, Pepe!, del inalcanzable dios del aprobado en modernidad y desarrollo del que hay que hacerse perdonar, a base de diezmos y primicias, Leyenda Negra, Franco, Catolicismo e Inquisición. Los corresponsales extranjeros pasean, y son paseados, por la imagen prefabricada, hemipléjica y acomodaticia del zurcido tribal que siempre espera el beneplácito del club U. E. y paga las copas para ganárselo.
Los aguerridos etarras gozaron de trato preferente tanto ético como estético; para eso está la excitación de la lucha, por persona interpuesta, en defensa de naciones oprimidas. No hay color entre el quasi nulo espacio dedicado a la descripción de los cadáveres, las torturas y la dictadura del miedo obra de los terroristas vascos y las entrevistas, exposiciones y análisis de lo que se presenta como conflicto bélico en una contienda heredada hasta la eternidad contra un dictador difunto. No se expone el simple, y poco glamuroso hecho, de que en España no existieron nunca dos bandos armados frente a frente, que las desdichadas víctimas son sin duda las únicas –y merecedoras al menos del Guinness de los récords- que no se han tomado jamás la venganza por su mano. Ellas esperaron, de forma ilusoria, que la justicia y el Estado de Derecho cumpliera su deber. Y se engañaron, mientras en el resto de Europa jugaban a ver sucedáneos del IRA o de tribus valerosas y maltratadas. La verdad es que tiene mucho más gancho periodístico hablar de Transiciones maravillosas, defensa de guerreros aborígenes, protección de de ballenas y de miuras y riesgo de dictaduras fascistas que ofrecer al lector la receta de la concordia al hispánico modo: Clientelas utópicas subvencionadas + mito negativo fundacional + red parásita tribal. Con un coulis abundante de diálogo, paz infinita y no menos infinito robo legalizado.
La utilización de una España ficticia, manejable y rentable como mito, tiene una doble vertiente: Ha habido y hay, por supuesto, la logística interna, indispensable para disponer de ella como botín. Pero la utilización externa es de suma importancia, con buena voluntad, ignorancia e inconsciencia por una parte, y por razones financieras sustanciosas por otra. Las tribus internas dan la mayor importancia a la imagen ofrecida al exterior porque ésta debe legitimarlas, y no han reparado en gastos para ello. Curiosamente un periódico español, y uno solo, emblemático en sus orígenes de la Transición en sí y que luego mutó en defensor de la Transición B y su lobby parásito, es el que se encuentra siempre en quioscos y hasta en pueblos perdidos de Europa, el que aparece traducido en diarios internacionales, se reparte en organismos y entidades diversos y se asocia al rostro moderno del país. El resto de la prensa española tiene escasa presencia en el exterior, aunque la informática está cambiando rápidamente el panorama. El periódico insignia, que tuvo su momento real de gloria cuando defendía Constitución, democracia y libertades, fue presta y hábilmente sustituido. Pasó a ser mascarón de proa de clanes para los que el mantenimiento del mito de las dos Españas Buenos/Malos era esencial porque no podían definirse sino a contrario y sorbían sin contrapartida la sustancia vital de los bienes sociales. Resulta imperativo para ese bloque mediático y sus representados identificarse con una única oposición a la difunta dictadura, y prolongar la lucha post mortem contra el villano.
Pero hasta los cadáveres se gastan; las generaciones se suceden y para continuar hay que cambiarse. Ha habido una negra Providencia en el desarrollo de los hechos, que se han acelerado en el siglo XXI. España era un país próspero e integrado, ya con peso internacional, en el área de Occidente Pero se invierten finanzas y política en horas veinticuatro, véase 2004 y años sucesivos. Lustro y pico después el cofre está vacío, la nación cada vez lo es menos y destaca, donde antes se distinguía de forma positiva, por lo endeble, confuso y vergonzante de su imagen e instituciones. El expolio, sin embargo, se difumina en una crisis financiera global que, paradójicamente, salva a los responsables autóctonos de la culpabilidad del desastre y coloca en muy segundo plano cuanto no sea recuperación o al menos subsistencia económica. La generalizada crisis providencial ha hecho disminuir la talla, de por sí gigantesca, de cohechos, malversaciones, corrupciones, mordidas, gabelas, extorsiones, robos, fraudes, rapiña, derroche, estupidez e ineficacia locales. No queda a los patrocinadores de la Transición B sino repetir esquemas, en una especie de Transición C donde son indispensables nuevos enemigos, englobados en el Gran Mal. Se está en ello.
La Transición nació cargada de buena voluntad, al menos en su base, en lo mejor de la mejor gente y en algunos de los que la pergeñaron. Se quería, ya antes de la muerte del dictador y con auténtica ansiedad a partir de ésta, verse y ser vista como país moderno europeo, democrático y semejante a sus vecinos respecto a estructura e instituciones. No sabía cómo librarse del lastre de la diferencia. Desde el extranjero, se la contemplaba con una visión fruto de la inercia del folklorismo romántico, El imaginario gustaba del primitivismo decimonónico a pocos kilómetros de sus fronteras, de la cabila africana sin serlo, del resort playero que ofrecía a la vez las razonables seguridades de Occidente y un subdesarrollo que abarataba precios y añadía excitación, y alcohol barato, a la vida. Las simpatías se canalizaron hacia ese guerrillero, anarquista, fundador de comunas, socialista generoso, comunista valiente, enemigo de Iglesia, Rey, Patrón y Dueño que el correcto ciudadano de latitudes más septentrionales lleva dentro y que sale a flote en la melancolía de novelas, copas y reflexiones sobre la juventud pasada y lo que pudo ser y no fue. Poco importaban los hechos. En el cuadro desentonaba que los valerosos muchachos de ETA fueran torturadores que dejaran morir de hambre y sed entre sus propios excrementos a los secuestrados, que vivieran implantando un clima de terror y chantaje en el norte de España, que mataran hombres, niños y mujeres, que descerrajaran tiros por la espalda en un país con democracia, parlamento y partidos. Que en Cataluña se ponga a calles el nombre de terroristas que prefirieron a los votos el método de poner bombas en el pecho a los secuestrados de manera que hubiera que recuperar luego sus trozos pegados a las paredes no tenía gran audiencia en foros europeos. Estas noticias ocupaban bien poco espacio en la prensa extranjera La doctrina del crimen simpático podría resumirse en el chiste publicado en un diario madrileño: “Ayer yo era simplemente un asesino, pero ahora tengo una teoría”. Poca tinta se ha gastado la prensa foránea en describir algunas hazañas bélicas de los liberadores vascos, la bomba en un gran supermercado, los tiros por la espalda, la mujer rematada delante de su hijo pequeño en plena fiesta popular, tras la que autoridades y lugareños no menos heroicos que los pistoleros continuaron con el festejo procurando no pisar la sangre. Tal vez los cronistas británicos redimían así otras omisiones, como la matanza nunca bien esclarecida ni juzgada, de Omagh, cuyas víctimas aún están pidiendo saber la verdad, y los alemanes los oportunos suicidios en cadena y en la cárcel, y Francia las alianzas de todo tipo con la hez de los dictadores africanos.
La inversión propagandística cara al exterior fue fenomenal, y todo un éxito. En la España recreada por necesidades foráneas se recuperaba en el extranjero la romántica Guerra Civil perdida, se enterraba el turbio colaboracionismo frente al ejército nazi y la deuda respecto a la intervención salvadora de Estados Unidos, se trazaban consoladores paralelos con una IRA y demás grupos que nada tenían que ver con el caso hispánico. No convenía saber, ni reflexionar, sobre aquella contienda, preludio de la Mundial, y cuál hubiera sido el destino de la Península de haber impuesto su régimen Stalin, el jefe último de las bienintencionadas Brigadas Internacionales. Con España podía vivirse de manera vicaria un socialismo que de ninguna forma se hubiese querido en tierra propia. Allí era lícito, fácil y agradable apoyar a ese comunismo ideal y fraterno que había formado parte de los sueños de juventud y respecto al que, cuando la cruda realidad de los millones de muertos llamó a las puertas del conocimiento y de la Historia, se había preferido cerrar los ojos. Era el Edén de las tribus felices para aquéllos que habían escupido en tierra propia la amarga fruta del independentismo insolidario y que, sin embargo, reservaban un resquicio sentimental para el culto a la raíz primigenia y la bandera de las ocasiones. En la España moderna, reflejada en el periódico insignia, las leyes eran benignas con delincuentes y niños descarriados que delinquían cientos de veces o violaban y quemaban vivas niñas en un comprensible arrebato de juventud. Estaba a un paso del Edén de pacífico diálogo entre el lobo y el cordero, el que todo país hubiera querido para sí pero, ¡ay!, sabía imposible. Ladrones de todo pelaje entraban y salían de la cárcel sin romperla ni mancharla. Las víctimas de terroristas, de la lenidad de las leyes, de la generalizada inhibición de jueces y políticos, no ocupaban, por poco atractivas y estéticas, espacio externo mediático. Y a falta de himno se cantaba España, por favor.
Con la Transición también el resto de Europa saldaba una deuda antigua de apoyo necesario a la dictadura de Franco y de olvido selectivo de los estragos, cesiones y componendas con el comunismo mundial. Se añadía el siempre agradable ingrediente de anticlericalismo y la sustitución de las fidelidades tradicionales, de los esquemas viejos, por una religión laica de corrección política y tentadora ingeniería social. En España todo despropósito, por nocivo y absurdo que fuera, podía gozar de buena prensa si se presentaba por y en el medio adecuado. La añoranza del tiempo en que se creyó en el Hombre Nuevo, antisistema, ex nihilo velaba con rosado beneplácito las ocurrencias, desastres, corrupciones y lamentables complacencias del sistema español. Era la utopía gratis total.
Aunque no a la hora del reparto. Porque de panorama tan agradable emergió, en lógica consecuencia, un país troceado, esquilmado por sus propios clanes mientras duró la bonanza estacional y comprado luego a precio de saldo por firmas foráneas una vez vaciada la caja y anunciada la ruina.
Es comprensible que los corresponsales extranjeros oscilen entre la copa en el madrileño Ritz, el Ave, la admiración por los bravos y primitivos guerreros del País Vasco y las referencias a Barcelona (que, casual pero quizás no gratuitamente, esmaltan sin venir a cuento numerosas películas), junto con incursiones folklórico-festivas en algún otro punto. Se vive, y viven, bien en Iberia. Lo que sería insólito allende fronteras pirenaicas no merece aquende atención: Que los fondos europeos de cohesión y para el desarrollo hayan venido desapareciendo sin que produjeran oficio ni beneficio, que los pueblos andaluces lleven décadas siendo un damero de cacicatos sociosindicales, que las familias de la rancia prosapia catalana tengan por uso acumular euros incontables procedentes de la extorsión ritual propia de sus cargos, que los escolares no puedan estudiar en español en buena parte de España, que se prohíba el uso de esa lengua en la señalización de carreteras y en los organismos públicos, que se multe a los que la usan o se les cierre el camino a empleos, son detalles que se omiten o minimizan. Es una nueva España del XIX pero informatizada, repartida en vistosos cotos de bandoleros, aldeanizada, cada vez con menor presencia y peso en los foros internacionales y más ignorante, gracias en buena parte a los sistemas educativos, de la geografía, historia y situación del mundo.
La práctica mafiosa se efectúa in Spain europea y elegantemente, con maneras y apariencias muy distintas de las sicilianas, aunque el botín sea mucho mayor, como lo es el número de los damnificados para los que no existe recurso alguno ni denuncia posible. Su indefensión es la de los peculiares parias habitantes de la zona de sombra donde nunca se posa el foco, la del ciudadano del común al que no asiste privilegio tribal ni mediático alguno. Porque de regiones como Cataluña se emigra porque no es posible escolarizar en español a los hijos y no todo el mundo puede pagarse el colegio privado y el máster. Porque son legión las obras inútiles, semiabandonadas y ruinosas excepto para quienes se embolsaron subvenciones y comisiones. Porque en esa misma Andalucía donde los líderes de los trabajadores se zampan mariscadas con las ayudas al paro muere un hombre con vómitos fecales tras días de obstrucción intestinal a causa de que se le negaron en el hospital las pruebas, tratamiento e intervención supuestamente por falta de presupuesto, y no ha habido más denuncia legal que la promovida por su hijo. Todo muy desagradable y poco noticiable. No cuadra en la foto. Mientras se mantenga la fachada de modernidad y consumo las incómodas máculas en el rostro de la Transición democrática sobran. Basta con las versiones reproducidas, a veces a golpe de corta y pega, a base de las fuentes del verdadero núcleo oficioso de asuntos exteriores, véase diario insignia del establishment y brigada de la cultura preceptiva, acompañados como guarnición por toques de esa acracia asambleísta con aderezo de terrorismo light e independentismo comarcal que queda tan bien en las fotos, y tan mal en la residencia propia.
Hay poca memoria de críticas en la prensa extranjera a la ausencia de división de poderes española, o sobre la justificada certidumbre de desamparo del ciudadano sin apoyos, la impunidad de los criminales reincidentes que se pasean por las calles, la lenidad de los sucesivos Gobiernos en la aplicación de las leyes, la miseria de los planes de estudio amputados de asignaturas fundamentales y empapados de consignas y manipulación de la historia. Igualmente difícil sería hallar análisis y denuncias foráneas sobre los fondos europeos malversados, la ruinosa prepotencia durante décadas de los dos sindicatos amalgamados con el régimen postransicional, los inmensos e inútiles dispendios, perfectamente legales e infinitamente peores que cualquier corrupción puntual, de los que nadie responde jamás con explicación, disculpas y devolución a cuenta de su propio patrimonio.
En sus veloces desplazamientos en el AVE no ha lugar a que los corresponsales que cubren la información sobre la extensa piel de Iberia se detengan a observar los vastos páramos dejados de lado en inversiones e industrialización. La más elemental constatación de las realidades que, en los distintos pueblos y territorios, van surgiendo ante sus ojos desmontaría por sí misma los victimismos y localismos rentables a los que ellos en sus columnas miman y de los que su visión española se nutre, salpimentada ésta con entrañables incursiones estéticas, folklóricas y paisajísticas en algún lugar desértico o mesetario en el que fijan temporalmente su atención para solaz de los lectores.
En general la Transición prolongada ha sido una especie de indefinida tregua respecto a las exigencias de cumplimiento real con los parámetros de las naciones avanzadas de la esfera occidental. Desde el extranjero España gozaba de la muelle condescendencia del agradable lugar en donde se pasan las vacaciones y de la expectativa indefinida de los vagos sueños de ideales asociaciones de tribus felices y semisocialismos humanísimos gratis total. Gratis sólo en apariencia. En lo inmediato es más fácil endosar baratijas en el trueque a los jefecillos de diecisiete tribus que a los representantes de una nación fuerte. Sin embargo el precio en inevitables facturas muy reales dista de reportar los esperados beneficios, porque un socio comercial débil y fragmentado puede ser deseable pero a más largo plazo su fiabilidad es escasa.
Fiel a la delicadeza en el trato de sus fuentes informativas, la prensa extranjera ha sido de una discreción ejemplar en lo que respecta al expolio generalizado y oficializado de gran parte de la población española, a su indefensión de facto y a la extorsión multiuso y multiforme obra del bloque Parásito, a las grandes zonas de impunidad y a los cabezas de lista –que tienen nombres, apellidos y muy desahogado pasar- del próspero club del chantaje Nosotros o los Malos de Antaño. Es más rentable, más rápido y más simpático obrar por inercia; se conservan más amigos, confidentes y puertas abiertas entre los que, al fin y al cabo, están en el candelero. Y los lectores adoran esa ruidosa espuma de floración y permisividad (que se confunde sin esfuerzo con la bondadosa tolerancia) de movimientos antisistema y ocupaciones de lo privado y de lo público. Mientras lo paguen otros.
Todo ello se mezcla a los naturales evolución y crecimiento biológicos, a la modernidad imparable que, con la transformación fundamental producida desde hace tres décadas por la revolución tecnológica y las comunicaciones, ha extendido una capa de merengue y tomatina sobre la estructura social toda y rellenado en apariencia huecos y zonas oscuras, de forma que la superficie evoca aún la homogénea blancura de la Transición, de una Constitución desde muy pronto –y en la mayor impunidad- no cumplida y que se pretende cambiar precisamente para acelerar el desguace del país y evitar que se cumpla.
En el siglo XIX los bandoleros gustaban, pero lejos, en óperas, relatos y dibujos costumbristas. Sigue gustando, amén de para las vacaciones, la España de las utopías verbales, de las ruidosas minorías festivas, del todo a cien y de la nación débil que nunca hará a las otras la competencia comercial y cuyo coste de Transición impecable empezó a pagarse a partir de los años ochenta al precio de mantener una inmensa red de clientelas improductivas. Por supuesto, Gran Bretaña, Francia u Holanda están muy lejos de la perfección y en sus armarios no falta la inevitable cuota de esqueletos, pero la defensa ciudadana frente al poder establecido, fático o fáctico, es mucho mayor que en España y el blindaje legal y social de los nuevos caciques, apoyado en el chantaje verbal guerracivilista, es allí inexistente. Esto es clave en el porcentaje, abrumador, de indefensos a este lado de los Pirineos, caracterizados además por situarse en una especie de limbo mediático, por carecer hasta de instrumentos verbales de denuncia e incluso de conceptualización respecto a lo que les ocurre debido a la censura interiorizada, el temor al rechazo social, la deformación cultural temprana y por la muy material, aunque silente, presión que ejerce la capilaridad de la red clientelar. El ciudadano español si no tiene dinero e influencias se sabe inerme ante el abuso y las leyes, no puede recurrir, como en Londres, al asesor legal gratuito de su zona que le garantiza, sin gastos, la denuncia y trámite de daños y robos de escasa –pero no para él- cuantía, ve como caso extraordinario y excepciones que simplemente confirman la regla el enjuiciamiento de un político, su desigualdad ante la ley es sensación asumida, cotidiana y sin común medida respecto a franceses o británicos. El hispano ha interiorizado la trampa del nosotros, que mete en el mismo saco a honrados y delincuentes, tramposos y veraces, bribones y gente honrada; en su mayoría acepta el así somos aunque ni él ni los suyos pertenezcan al grupo de los que, de una manera u otra, viven de la mentira y de lo ajeno, acepta mansamente el reflejo de ineficacia y falta de fiabilidad que con mayores o menores dosis de caridad compasiva ofrece de él la opinión foránea. Se refugia en su propia debilidad identitaria, que cultiva para beneficio propio el bloque parásito, y asume el estado de Transición eterna hacia una democracia y nación plenamente europeas como situado de forma inevitable en un inalcanzable horizonte.
El mito de la España Imposible es tentador, y no sólo como juguete filosófico y tema de tertulia en círculos escogidos. Presenta, además, indudables y muy materiales atractivos de consumo interno. Cuanto más se niegue lo que la ha conformado como nación más fácil es repartírsela por parcelas en un apetecible y mesurado desguace. Romanización, cristianización y todo lo que comparta una idea transcendente y un funcionamiento conjunto es antagónico de las aspiraciones a comunidades infinitas, sea de divinas acracias, sea de mercaderes al por menor (no tan lejanos éstos de aquéllas como pudiera parecer). Los buenos del mito de la España Imposible serán forzosamente las sucesivas bandas musulmanas, los reinos de Taifas, los altivos bandoleros y, en fin, cualquiera de categoría suficientemente agresiva y, a la vez, menor.
La Guerra Civil española no fue romántica, aunque la nombraran tal los amantes del que se apuntaba como último idealismo. La sintieron como romántica cuantos fueron a ella impulsados por sentimientos de solidaridad, antifascismo y nobleza. Pero la cruda realidad es que Stalin y el bloque soviético apoyaban y proyectaban un monstruo cuya implantación en la sociedad española hubiera representado la catástrofe, el gulag y la servidumbre que han sido ampliamente documentadas y realizadas en los países del antiguo bloque del Este y en cualquiera de las sociedades comunistas de las que persisten algunos ejemplos particularmente siniestros hasta el día de hoy. La desdichada república se transformó pronto en el peor de los dilemas entre el nacionalcatolicismo de Franco, que derivó afortunadamente pronto en formas de economía abiertas y unidas al bloque occidental, y el totalitarismo comunista que aún hoy se intenta obviar y minimizar en los libros de texto. La España carne de mito goza de excesivos amigos del parque temático, de una Marca de distinta, entre atrasada y folklórica, que ha sumado a sus casetas de feria, amén de las de la acracia festiva y la gratuidad indefinida del botellón y los clanes vistosos con attrezzo a cargo del Ministerio de Hacienda, la de la Transición como se quisiera que hubiese siempre sido. Al dicho oriental de que los dioses nos libren de vivir tiempos interesantes
convendría añadir que también nos libren de vivir tiempos románticos.
Sabiduría oriental o cómo acabar con las corrupciones
Cuando la corrupción es institucional, legal y sistemática para mantener el estado de cosas se impone una liturgia periódica de denuncia virtuosa. Hay que esconder, tras una fanfarria de hechos puntuales centrados en el delito personal, la colosal ruina del empleo estúpido, interesado y estéril del erario público, la financiación de obras pretenciosas y prescindibles, la permanencia del timo legal, la multiplicación de minigobiernos, cortes y satrapías. El vistoso capote de delincuencias menores agitado por los medios televisivos en momentos oportunos torea y dirige a su antojo al votante y la opinión ciudadana. En España han campeado y campean a sus anchas intocables de todo tipo y condición, familias enteras de los feudos nacionalistas, sindicatos y empresarios administradores seculares de los fondos europeos, con tal pericia que el país está en cabeza del paro, nubes de expolíticos venden sus contactos y hornadas de licenciados se expatrían provistos de sus diplomas inútiles sin que ninguno de los hacedores de las nefastas leyes educativas se responsabilice.
Naturalmente para la trama de intereses de Gobiernos prácticamente nacidos en el escaño del Parlamento las Clientelas de la Utopía subvencionadas y amamantadas son tan indispensables como el ying para el yang: Hay que exhibir hordas agresivas de revolución total para evitar que se repare en la perversión del libre mercado y el Estado de Derecho en forma de consejos de administración de bancos y grandes empresas formados por políticos, ministros y ex ministros, hace falta ruido mediático de fronda para ahogar la alianza oficial con la Justicia, a cuyos miembros nombran los partidos y apoyos virtuosos al “derecho a la vida” como si los demás sostuvieran sin discriminaciones la muerte, y ello por parte de los que no se han manifestado jamás contra la pena capital ni propuesto medidas prácticas reales en el marco legal y económico ni denunciado las causas que, integradas en el sistema, favorecen lógicamente la corrupción.
Paralelos, hasta juntarse en un charco estancado, corren los dos arroyos, el de la corrupción oficializada y el de los robos clásicos a base de comisiones fraudulentas, desvío de fondos, apropiación de capitales. Desembocan en el agudo sentimiento de indefensión ciudadana, se mire hacia donde se mire, sin hallar recambio ni desagüe al cauce del charco, alimentado además subterráneamente por una oscura, silenciosa y silenciada, pero cierta conciencia de culpabilidad vicaria, de cegueras oportunistas y selectivas, de 11 M que se descompone lentísima, inacabablemente, de embriaguez temporal a base de consignas que alababan paraísos en los que no se deseaba vivir, de historia de una lucha inexistente para gozar de los privilegios del eterno adversario.
Del pastel de más de treinta años de componendas y reparto del Estado se escoge oportunamente alguna guinda para exhibirla como implacable actuación contra los corruptos, se crean comisariados de buenas costumbres según conveniencia y audiencia, se inventa un chantaje en forma de denuncia sin pruebas que implica la muerte política del chivo, inocente o no, más a
mano. El puritanismo selectivo es un arma de letal eficacia. Y es perfecta para desviar tiempo y energías y omitir la aplicación de leyes básicas existentes pero cuya transgresión nunca se paga, nadie devuelve jamás las inmensas sumas desaparecidas en el sumidero del despilfarro, la propaganda y los rentables acuerdos con grandes empresas. En cambio, aparecen y pueden aparecer en cualquier momento remedos de los ministerios orwellianos: Ministerio de la Transparencia, De la Gestión de Imputaciones, De la Defensa del Género Epiceno, De la Corrección Lingüística, De la Corrupción Preventiva (todo un clásico en la tradición del “crimental” de 1984), que ofrecerán la obligatoria Formación para la Ciudadanía en forma de cursos como “La bisexualidad sin esfuerzo”, “Lesbianismo para principiantes: teoría y práctica”, “Reciclaje de rosarios y belenes obsoletos” o “Las chirigotas en la literatura universal”. En todas las lenguas y dialectos peninsulares, por supuesto. Y, como nunca antes la cuota de pantalla, palabras y tiempo otorgada a grupos e individuos tuvo tanta importancia, organismos y consignas tendrán un éxito prácticamente asegurado, sobre todo los que cobren por ello. Es probable que la oposición se vea reducida a la impresora y el folleto semiclandestinos.
A mayor escala, las peores dictaduras están ciertamente exentas de corrupción. Son, como Corea del Norte o la China maoísta, infiernos de perfecta pureza que no dudan, como en el caso coreano, en inaugurar una nueva forma de pena de muerte que ha sido su única aportación original a la
historia actual de la humanidad: En Pyongyang el Ministro de Defensa se durmió durante el desfile nacional y el Gran Líder ordenó su fusilamiento (término impropio en espera de que se invente el adecuado) con un misil: He aquí un ejemplo de severidad y de responsabilidad en la aplicación de las leyes. Cabe imaginar la suerte, en parecidas circunstancias, de su homólogo español que afirmó que prefería morir a matar. Los sistemas totalitarios comunistas son vivos ejemplos del Paraíso de la igualdad, la felicidad y la ausencia de delincuencia por decreto y de la Revolución, el inconformismo y el perfecto progresismo universales. Los millones de muertos muy reales, las hambrunas, la falta total de libertad y vida privada han sido y son simples tropiezos a beneficio de inventario. Mientras el Paraíso llega, todo vale contra el Estado existente, puesto que legalidad, normas y usos y la existencia y patrimonio de sus gentes no son sino brotes de la injusticia radical, productos de una sopa primordial mal hecha que hay que rehacer. Llegado el advenimiento, los pequeños peces-víctima pasarán sin soluciones de continuidad a ser grandes depredadores (la semántica de la violencia en el discurso pacifista e idílico es cuanto menos sorprendente) guardianes del edén futurible.
En Occidente en el sentido más lato de tipo de civilización (la aburrida fórmula tradicional democracia, libertad individual, pensamiento racional, derechos humanos, propiedad, comercio) los paraísos se han apoyado por control remoto y con gran entusiasmo vicario. En España se ha reforzado el general edén platónico con otro superpuesto: el Paraíso truncado por la Guerra Civil. Es la República Dorada, reducto de prosperidad, paz y justicia, que, de continuar más allá de los años treinta, hubiera dado lugar al país soñado. Lamentablemente la historia es complicada y su estudio trabajoso. No hubo jamás aquel todo a cien para todos. Pero al menos la prolífica serpiente entregó a las generaciones venideras la posibilidad de ser siempre víctima. Junto con la expectativa de la Gran Pureza, que garantiza aquí y ahora la irresponsabilidad personal (por las vías del asambleísmo, el dominio mediático y la acción directa) y legitima todos los actos.
La China tradicional ofrece sin embargo un dicho digno de encomio: “El agua pura no cría peces.” Esta sabia máxima, junto con “Lo mejor es enemigo de lo bueno” y “Cada cual es hijo de sus obras” debería figurar, grabada en mármol, en salones, despachos y Congreso.
Historia de dos postguerras
La maldición, aparentemente ancestral e inexplicable, que condena a España entre los países a ser aquél al que, como el del Ulises de Cavafis, es mejor llegar lo más tarde posible (o quizás no llegar), aquél del que incluso hay que renegar y rechazar cualquiera de los normales símbolos que utilizan sin complejos todas las naciones no es tópico inasequible al análisis. Sobre todo no si se van anotando sucesivos beneficiarios y circunstancias. La debilidad no es mítica sino inducida. En un horizonte temporal nada lejano, mediados del siglo XX, la Europa de los Aliados sale fortalecida en sus miembros porque se ha enfrentado a un enemigo común. En sentido contrario, Alemania comulga unánimemente con la desgracia, la vergüenza y la tarea de reconstrucción. Los discursos de Winston Churchill representan lo mejor de los ciudadanos, lo más esforzado, generoso y valiente. En la posteridad los enemigos de cualquier grandeza escarbarán para arrojar alguna basura, encontrar fallos en los que, con la vista puesta más allá de sus fronteras y del Continente, se decían conscientes de defender los grandes ideales de libertad, cultura, civilización y derechos del individuo. Las naciones de la postguerra de la II Mundial salieron fortalecidas en su esencia y conciencia de tales, también empobrecidas y enfrentadas a miríadas de cuentas pendientes con los colaboracionistas, la jauría de vengadores de agravios a toro pasado y el Telón de Acero de la Guerra Fría. Pero tenían lo más importante: la visión de futuro, la claridad respecto a las aspiraciones y retos del presente y la unidad tanto interna como externa en el rechazo de peligros y males que, por haberlos visto muy de cerca, sabían que eran los peores enemigos.
En la divergencia durante los años cuarenta y cincuenta de España respecto a la evolución e ideario del bloque de los Aliados se gesta buena parte de la miseria política actual, no sólo en la autarquía de la dictadura franquista. Mientras que Churchill y Estados Unidos hablaban de la situación en el planeta, de los enormes retos de la era atómica, del futuro deseable, de la defensa de los principios medulares de la libertad individual, el bienestar y la prosperidad como antídoto contra dictaduras, de la salvaguarda de valores y tradiciones consustanciales a Europa y su proyección atlántica y dignos de ser defendidos por doquiera, en la Península se seguía el camino inverso en una visión caracterizada por la estrechez mental y geográfica y un bloqueo defensivo de lo inmediatamente propio alimentado con valores de pura apariencia tras los que se movían el complejo de inferioridad, la mediocridad y la avidez de los intereses locales.
La divergencia se fue ahondando porque el populismo necesita grandes cosechas de envidia que, como el pan, no debe faltar en el yantar cotidiano de los electores españoles. Para ello es necesario un auténtico odio a la grandeza ajena por serlo, aunque se vista la inquina de excusas sociopolíticas. Naturalmente nadie va a denunciar como males cósmicos el imperialismo de Luxemburgo o de Andorra, pero para eso están países extensos, activos, laboriosos, influyentes. En la mecánica rencorosa es también imprescindible la búsqueda de taras en personajes de enorme talla intelectual, personal, política. Se hoza, por ejemplo, en la figura de Winston Churchill e incluso se repite, con el deleite de quienes al fin han encontrado espacio para rebajarlo y con la ligereza de una leyenda urbana, el supuesto rechazo británico a la excesiva personalidad arrolladora de tal político en tiempos de paz. Pero se omite que su derrota electoral de 1945 obedeció en buena parte a que, tras cinco años de guerra y antes de lanzarse la bomba atómica, las tropas británicas temían verse involucradas en los uno o dos años más de combates en el Pacífico con un saldo de dos millones de bajas de los Aliados, que era el precio en que se calculaba la victoria sobre el fascismo nipón. Japón se rinde el 14 de agosto de 1945, a poco de las elecciones generales británicas. La Guerra del Pacífico fue probablemente el factor más determinante en el rechazo a tener como Premier en la paz al que lo había sido, ¡y cómo!, en la guerra. De hecho, Churchill teniendo un peso decisivo, lleva a la victoria al Partido Conservador y es de nuevo Primer Ministro en 1951. Deja el puesto, pero no el Parlamento, en 1955 a los 80 años de edad y muere diez años más tarde rodeado de admiración y agradecimiento.
En España el efecto de la postguerra fue, pues, en la segunda mitad del siglo XX, inverso al europeo. La suya había sido una guerra de facciones telonera de la mundial y penetrada por el ensayo general de los totalitarismos, empapada pronto en la irracionalidad, el rencor y la violencia como motores de cambio socia, en los que se anegaban las mejores personas e intenciones. La posible república moderna se transformó ya desde sus significativos preludios en opresión, fragmentación, expolio y recurso al asesinato, en un ambiente y en una época en la que a los veinte años quien no era comunista era fascista y viceversa. Su final dejó la impresión de algo trunco, de general fracaso nunca asumido, de intervención aliada que, vencido el nazismo, vendría a implantar para unos el país afín a sus vecinos, para otros la dictadura comunista que, paradójicamente, ya era en el mundo y fue una máquina de fabricar ruina y muertos por cientos de millones peor aún que la nazi por su duración. Al revés que Francia o Inglaterra, la primera cosecha española tras su guerra civil fue en gran medida de amargura y desconcierto. La segunda, en su momento, una duradera máquina de subsistencia, legitimación, chantaje y extorsión de bienes, cultura y ética basada en la mitificación del término Izquierda, en la ignorancia, secuestro y silenciamiento de la historia y en la implantación ubicua de un bloque parásito cuya única fuente de recursos y de prestigio era y es el mito nutricio de la eterna Guerra Civil y la República ideal y truncada cuyos réditos se les deben de generación en generación. El panorama no es ni mucho menos de nuevo una dualidad, igualmente falsa que la de Izquierdas/Derechas, que adquiriría la forma Oposición/Gobierno o Socialistas/Liberales. Hay sencillamente un filtro a contario que selecciona y promociona lo más mezquino, y por ello más fácil y extenso, de todos, en racimos y clanes puesto que el ruidoso factor gregario, apoyado en la telemática, y cuanto desdibuje la responsabilidad y percepción crítica del individuo es en este régimen vital. Y hay paralela y conjuntamente un statu quo tácito por el cual los supuestos opositores, dentro y fuera del Gobierno, que se reclamaban como defensores de derechos, nación igualitaria y libertades, viven enquistados en el tejido del sector público, blindados respecto a la Justicia con algún ocasional chivo expiatorio mediante y seguros de los pactos con los caciques que les perdonan la vida y garantizan holgada subsistencia mientras les gestionen, les mantengan gratis et amore y no se opongan al desguace tribal, a la tergiversación y destrucción de educación y cultura y realicen o permitan periódicamente la liturgia de los ritos de la República Mítica, el antifranquismo perpetuo y la guerra civil rediviva. Al bloque Parásito de cuantos carecen de mérito personal alguno y que han ido eliminando y orillando a los que sí trabajaron, arriesgaron y defendieron ideales nobles y la Constitución de los setenta, pronto e impunemente incumplida, les es indispensable el rito y el mito de Malos y Buenos de la Guerra Perdida. No tienen otra cosa, pero sí una de extrema importancia: La implantación en la sociedad del convencimiento de que ellos son mejores que el resto. Y lógicamente precisan azuzar lo más bajo en conductas y aptitudes hasta lograr niveles de completo ridículo, desde la pompa y circunstancia del hervidero ratonil de satrapías hasta orinar en público. La guerra es contra la excelencia, la valía, la productividad, el progreso, el saber y la memoria, contra cuanto sobrepase el rasero de una masa a la que se quiere anónima, unánime, rencorosa y dependiente.
De ahí la importancia cardinal del control educativo en el que, desde la primaria hasta la universidad, lo que se penaliza es el estudio, el conocimiento, las buenas calificaciones, el esfuerzo. Por el contrario, las becas se concederán a discreción de forma que, sin precio monetario ni intelectual, se pueda aparcar en las aulas, con aparente gratuidad pero por supuesto a cargo del contribuyente, por tiempo indefinido, disponer a capricho de las instalaciones y ensuciarlas y degradarlas si place, y recibir finalmente a granel diplomas que, por supuesto, ni avalan conocimientos ni tiene valor. Todo ello proclamando la perversidad del represivo sistema franquista que, triste paradoja, fuese de Franco o de Viriato era infinitamente mejor que el implantado a partir de 1990. Y no por el efecto colateral, indeseado pero inevitable, de su extensión democrática a la población entera ni por el cambio de los tiempos, sino por el rigor inmisericorde de los que desde el nuevo régimen y sus virreinatos autonómicos precisan como ecosistema ese ínfimo nivel. Nada tan delator de las intenciones carcelarias en la falsa dualidad Izquierdas/Derechas, Franquistas/Progresistas como la avidez por apropiarse del terreno formativo, desde la infancia a las Facultades; nada tan inequívoco como dato de seguras y lucrativas intenciones de manipulación y apropiación a beneficio muy personal que la agresividad con la que los grupos aferrados al reparto de puestos y poder entre sus huestes defienden el monopolio de las aulas, el destierro o minimización en los programas de estudio de cuantos saberes tienen real envergadura, de cuanto sirve, no para la falacia definida como para la vida, sino para pensar, adquirir conocimientos y conciencia de su jerarquía y del precio en solitario esfuerzo que conllevan, disponer de la propia reserva intelectual, de la biblioteca inasequible al robo y a la lluvia fugaz de mensajes ajenos al real aprendizaje.
Sin la ferocidad mostrada desde los tempranos años 80 del pasado siglo en la apropiación de lo que se ha venido presentando como única cultura sería incomprensible la situación actual. Simplemente afloran a la superficie los frutos de la prolongada y generalizada siembra de intereses. Cómo si no explicar la imposición de lenguas locales que no tuvieron auge alguno fuera de sus predios simplemente porque, como es regla puesto que en la práctica no existen hablas sino hablantes, los que las utilizaban no hicieron lo que otros, carecieron de la proyección que el castellano sí tuvo por razones semejantes a las que hacen que el inglés y no el swahili sea el idioma de la informática. Cómo entender el fracaso educativo si no se abandonan las proclamas histórico-metafísicas y se desciende a la simple y ubicua red capilar de gente que cobra de este fracaso y llega incluso a creerse superior al resto. No en vano existe una fina e inapelable línea que incluso los que pretenden radicales mejoras se guardan de traspasar mientras se refugian, una vez más, en supuestas dotes taumatúrgicas de la formación del profesorado. Ninguno se atreve, sobrado de temor y falto de esa modestia intelectual sin la cual no hay progreso, a, no sólo reivindicar con forzada retórica, sino a realmente garantizar por ley a ámbito nacional lo que ya está inventado: Programas basados en materias fundamentales, pruebas de nivel, aulas desinfectadas de oportunismos, localismos, clientelismos y consignas, clases impartidas por profesores según su nivel de diplomatura y conocimientos avalados por oposición pública.
El raquitismo de la cosecha es sólo comprensible gracias a la implantación, desde finales de los años ochenta del pasado siglo, de este temprano vivero de ignorancia preceptiva bajo el irónico nombre de progreso democrático. En él se lleva sembrando, junto con grano variopinto, la postguerra ficticia y el cómodo victimismo todo a cien. Y ahí residen, por la vaga conciencia de la indigencia intelectual y el desconcierto, buena parte de las causas del sentimiento de indefensión.
La Era de la Marmota
El absurdo, elevado a categoría y por ello difícilmente atacable, impregna las expresiones culturales de la vida española con una violencia coercitiva que condena al ostracismo a los escasos disidentes. No de otra forma se explica la inacabable y fiel repetición de los mismos tópicos especialmente visible en el cine subvencionado. Década tras década, con la fidelidad de quien si no ficha no come y con honrosas, valentísimas excepciones, se ha repetido hasta la extenuación el rosario de tópicos presididos por Guerra Civil milicianos buenos (encarnados luego en el bloque progresista del Bien) y adversarios franquistas malísimos (encarnados en Iglesia, Guardia Civil y un ente tipo Godzilla llamado Represión Sexual tan fantástico como el monstruo japonés). El Catecismo Cultural es de piñón fijo, a saber: Como la sesión es continua y hay que actualizarla un poco, el flamenco guitarrero, el número de la Benemérita y el adúltero de calzoncillo de segundas rebajas alternarán con la monja lesbiana, el empresario malvado, el cacique moda retro y el militar fosilizado en su uniforme. El comienzo de la película incluirá, a ser posible en los diez primeros minutos, expresiones sobre la urgente necesidad de coito. Se pronunciará un taco cada tres palabras. Aparecerán, ridiculizados, elementos y símbolos cristianos (pero serán tratados con cuidado exquisito los islámicos). Se seguirá el mismo criterio con personajes que encarnen a policías y fuerzas del orden y se procurará que muestren inclinación a la homosexualidad y la pederastia. Se ofrecerán, cuadren o no cuadren con el guión, numerosas escenas que variarán entre el sexo explícito, escasamente atractivo por la rudeza ginecológica y el discutible gusto en
posturas y ropa interior, y las alusiones continuas a represiones sufridas y superadas. No escasearán, en todas sus variantes, los mantras caca, culo, pedo, pis, y las festivas referencias a coprofilia, delincuencia común y festivo consumo de drogas. Se evitarán, con atención vigilante, la exhibición, elogio y descripción de Belleza, Bondad, Inteligencia, Altruismo, Valor y Fidelidad. Los protagonistas aparecerán de mal humor, broncos y de trato desagradable precursor de inminentes desdichas, y no ahorrarán actitudes verbales y gestuales ofensivas y violentas. De citarse por alguno de sus símbolos o lugares de fácil reconocimiento, se ridiculizará e injuriará al propio país, si éste fuera España; no así cuando se trate de otras naciones, de tribus primitivas o de autonomías. Es importante que al final de la película los malos venzan, el criminal quede impune, el vampiro procree, el ladrón disfrute burlando a las fuerzas del orden y los maleantes se instalen, sin ser molestados, en un piso hogar de alguna aburrida familia de clase media. Por supuesto, cualquier ocasión será buena para describir la indecible y global perversidad, sin mezcla de bondad alguna, de los franquistas antes, durante y después de la Guerra. No existirán en las tomas ambientadas en los años treinta del pasado siglo civiles asesinados por los milicianos, ni seglares ni religiosos, aunque se contaran por miles. Y, lo más importante, con simples variaciones de attrezzo e intérpretes, esta misma película se proyectará, incansable, e incansablemente subvencionada, durante más de treinta años.
La amplia meseta ibérica parece adquirir rasgos de las praderas del Lejano Oeste. Surgen, multiplicadas por doquier, no una, sino centenares de marmotas que una y otra vez salen de su agujero para predecir la misma borrascosa primavera, alertar con sus chillidos sobre el pasado-presente nefasto, abrir, y cerrar, siempre el mismo paraguas y reclamar a la comunidad la distribución indefinida de vituallas y edredones.
Del latín al bable
Nunca había sido tan rentable como en el siglo XX, y particularmente en España, declararse nacionalista, poner en pie todo un vasto edificio burocrático, enviar propaganda y propagandistas por el ancho mundo, nutrirse, como en el caldero mágico de Asterix, del cocimiento inagotable de los ancestrales agravios, forjarse una armadura resplandeciente con metales proporcionados por el odioso enemigo y reprocharle con amargura la propia inferioridad en hablantes, extensión, peso histórico y presencia internacional. En la Península del mito tribal el movimiento ha sido inverso al del latín medieval y clásico: Éste fue la lingua franca del cosmopolitismo y los saberes. Aquél se ha embarcado en un acelerado proceso de jibarización, mapas estrictamente regionales, horizontes de barrio y aldea, arroyos preferibles a ríos, colinas a falta de montañas, historia de reyes impostados y batallas ficticias, maquetas en fin cercadas por alambre ideológico por donde transitan ciudadanos que se quieren exclusivos del terruño y a los que se enseña en la escuela desde la infancia a ignorar y odiar, por partes iguales, al país y a la lengua españoles. No hay en esto exageración alguna. Los libros de texto escolares avalan el dato, insólito en el resto de Europa y apenas comentado en una prensa extranjera que, sin embargo, se prodiga en ocasionales comentarios folklóricos o de apenas velada alabanza del terrorista como luchador valeroso. Es exactamente el proceso que, por imposición de las autoridades locales y por omisión de las gubernamentales, se viene dando en España hace largo tiempo y ha producido, desde que se llevó a cabo la desdichada transmisión de las competencias educativas a las Autonomías. El raquitismo intelectual y el despropósito económico han sembrado de minigobiernos, minipalacios y monumentos mini la entera geografía hispana, producido una incomparable clonación de coches y organismos oficiales, inundado televisiones y radios de predicadores de la diferencia étnica y de la lengua del último valle, todo ello a cargo de una vaca gubernamental hipotecada hasta las ubres. Gran éxito: Ya hay generaciones de niños que no hablan sino el habla de su zona, que han sido convencidos de que el enemigo se asienta al otro lado de su estrecho perímetro geográfico, que se ven como los soldados de un excitante juego de ordenador con Estrella de la Muerte sita en Madrid.
Los niños no cobran, pero sí sus maestros, profesores, rectores, directores, ministrines, con sueldos y prebendas procedentes de la Fuerza Oscura. No saben, pero sabrán quiénes y por qué les robaron su herencia y jibarizaron su cultura, sus saberes y su mundo. Descubrirán quizás cuánto cobraron las agencias de viaje que les embarcaron en el viaje del latín al bable. Toda irracionalidad ha tenido en España blindaje y asiento, con el bloque mediático funcionando a pleno pulmón tanto para aclamar como para mantener en silencio lo que convenía, hacia el interior y respecto al exterior. No deja de ser sintomática la ausencia de comentarios sobre fenómenos tan curiosos como que a los niños se lleve décadas aleccionándoles desde la escuela a aprender como referencia el terruño del que el resto de España es enemigo, a vivir en una nación que, única en Europa y en el resto del mundo, carece de bandera, tradición y nombre, en cuyos centros de enseñanza el uso de la lengua española está vedado. Algún espacio hubiese debido merecer tan insólito fenómeno en la prensa foránea. Curiosa, ejemplar discreción.
Ya no hay hechos concretos, no hay Historia, ni resultados, ni empresas, logros, fracasos, esfuerzo, riesgos. No hay, en Enseñanza, conocimientos valiosos per se. No existe la nación en cuanto comunidad de ciudadanos libres e iguales, ni hay tampoco Constitución, códigos civil y penal, delitos, recompensas. Existe, va existiendo, lo que sirve para que una tribu sociológica, sindical, autonómica nazca, crezca, cobre, se reproduzca y apoye a los jeques que mantienen, y se mantienen, en y de la red de intereses llamada Transición B. La espesa y continua capa de consignas políticas que recubre el entramado no pasa de ser epidérmica, aunque a fuer de reiterada los beneficiarios la adopten como credo común por la lógica de la facilidad, la ausencia de alternativa y la necesidad de aceptación por el grupo mediático dominante. No de otra forma podría explicarse un rasgo típico del totalitarismo que se da en estas parcelas de dimensión mudable que de él existen. Se trata de la negación de la evidencia y del sentido común y de la aceptación del absurdo. En el auge de los sistemas totalitarios, se llegaron a aceptar las monstruosidades de las que ha sido testigo la primera mitad del siglo XX, aunque repugnaran, no ya, por supuesto, a la moral, sino a la simple lógica e implicaran la destrucción del propio país y la de millones de sus ciudadanos. Cuando el totalitarismo se presenta de forma oportunista y dispersa, pero con un arraigo institucional variable, su meta es copar el sector público y, en él, Educación, Enseñanza y Cultura, porque a partir de éstos determina la presente y futura implantación y mantenimiento del poder tribal, de la red parásita que sin ellos no podría vivir y que ni siquiera habría visto la luz de la existencia a no ser por la legitimidad ficticia que se le confiere y el chantaje verbal que la acompaña.
Nadie creería en buena ley que se puede decretar que los niños no aprendan en la escuela, que los profesores den clase de lo que no saben y que los diplomas correspondan a conocimientos inexistentes. Sin embargo esto es lo que se instauró en la España de la reforma educativa de 1990, presentada e implantada por el partido socialista y mantenida, bajo formas diversas, a lo largo de décadas porque la oposición no osó derogarla cuando pudo y sus valedores la defendieron, bajo distintas siglas, con la ferocidad de quien sabe que le va en ello la alimentación presente, la futura y la de toda su clientela. El absurdo de instaurar que no se estudiaran prioritariamente asignaturas de base, que se copara el horario lectivo con necedades buenistas de obligado asentimiento, que se jibarizaran historia y geografía en pro de las tribus locales, que los desdichados alumnos pasaran sin aprobar de un curso a otro cargados de ignorancia satisfecha y de suspensos y que se les sometiera en el aula a la dictadura del más vago, el más ruidoso y el menos afín al estudio simplemente se aceptó, se acepta, con cierto momentáneo desconcierto, inevitable ante la confrontación con la verdad tenaz de los hechos, pero con el silencio cómplice de quien asiente por instinto ante el que domina. La ignorancia por decreto es algo tan increíble que simplemente no tiene cabida en el universo mental medio. La explicación es, sin embargo, extremadamente sencilla: La anulación de la Enseñanza basada en el saber era imprescindible para poner en los puestos educativos a cualquiera, sin formación, profesión ni merecimientos, que diera clase de cualquier cosa a estudiantes de cualquier nivel. Había que quitar, como se hizo, a catedráticos, a profesores por oposición rigurosa, eliminar criterios basados en materias fundamentales, rigor, esfuerzo, cualidades, estudio, y sustituirlos por miembros de la tribu cliente, véase sindicalistas de las dos correas de transmisión de los políticos en el Gobierno en 1990, gente del partido y afines, maestros que ocupaban el espacio docente de los extintos catedráticos, regionalistas ansiosos de reescribir la historia y de jurar fidelidad a la bandera local y al sueldo, contratados a los que la precariedad hacía defensores a ultranza de la sustitución de conocimientos por consignas y oposición por antigüedad. Ya de los ríos no se aprende el nacimiento y desembocadura, sólo el tramo que pasa por la comarca. No cabe asombrarse de la cosecha tribal. Sus profesores, salvo honrosas y heroicas excepciones, lucirán en clase sin empacho camiseta, pin y chapita ante los menores, perfectamente indefensos contra la manipulación. Es posible que a los chicos se les haga actuar en actos independentistas, animarles a que peguen en el recinto del instituto carteles en los que se llama asesino al Presidente del Gobierno, como ocurrió en 2004, y que se les prohíba hablar en castellano cuando salen al patio en el segmento de ocio, otrora llamado recreo. La insufrible parafernalia terminológica que siempre ha acompañado a la LOGSE (Ley de 1990) y sus recuelos no pasa de ser guarnición del modus vivendi del concurrido club del mínimo común denominador. Y aún lo es; de ahí la defensa de la barricada.
De haber vivido en la España de las últimas décadas, el gran escritor, pensador y grandísima persona Albert Camus no hubiera podido ser apoyado por su maestro de primaria, Louis Germain, al que envió su agradecimiento y cariño al recibir el Nobel de Literatura. Camus era huérfano de padre y de familia extremadamente pobre. Creció en la Argelia francesa. Louis Germain encauzó sus dotes, compensó la ausencia paterna y el analfabetismo materno y le informó sobre becas y ayudas, hasta la facultad de Filosofía. En España Camus hubiera aprendido a leer lo más tarde posible, y la misma tónica hubiera regido en cuanto a conocimientos en pro de la igualdad respecto al último de la clase, Louis Germain no hubiera tenido la dignidad de maestro ni hubiese ejercido, como hizo, con nobleza y eficacia su deber de enseñar y de impulsar al máximo la capacidad y esfuerzo de los alumnos, facilitándoles así el ascenso social y personal. De intentar tal cosa, hubiera sido un apestado reaccionario, rodeado de gente que se denominan maestros y que forman parte de la correa de transmisión de los dos sindicatos lujosamente mantenidos por el partido que ha hundido la Enseñanza española. Louis Germain sufriría el más severo ostracismo, no hubiera podido impartir conocimientos sino consignas, vería a los que fueron catedráticos vigilar los lavabos y a los maestros dar clase de materias y niveles que desconocen y defender encarnizadamente a los que les han milagrosamente promocionado. Albert Camus, cuya familia no tenía dinero para pagarle ni un máster ni una caja de lápices, habría resistido penosamente la dictadura de lo peor y los peores en el aula, no le habría sido permitido hablar y escribir en francés, ni a su maestro utilizar la lengua de su patria, sino que una tribu local habría impuesto el kabileño. El futuro escritor compadecería al infeliz Germain y hubiera abandonado el inútil aparcamiento antes centro de enseñanza. Camus, inteligente donde los haya, y Germain, honrado y sabio, serían cebo de la jauría del comisariado pedagógico, de los que engordan a base del control y espionaje de los profesores y de la ocupación del horario lectivo y de los temarios de oposición con el Aprender a aprender, Aprender a enseñar, Educación en valores, Conocer al alumno, Sexualidad para la igualdad de género, Infancia igualitaria, Igualdad en equipo. Afortunadamente Albert Camus estaba en la enseñanza francesa, en la segunda década del siglo XX.
No hay, en lo que al absurdo se refiere, tanta diferencia entre el alumno que, en vez de en matemáticas, latín, ciencias naturales, lengua, arte, emplea buena parte de las seis horas lectivas diarias en materias del tipo Valores para la solidaridad, Sexualidad creativa, Aprender a aprender cómo aprender. Discusión, formando grupos, sobre la patata y el dónut, Lucha nacionalista en mi aldea a través de los siglos y el mundo adulto. Al igual que la crasa estulticia de las consignas que pueblan aulas, discurso lectivo y libros de texto, también están blindadas contra la crítica obras, organismos, cuerpos de traductores de lenguas locales, asesorías, normas, inspecciones, equipos y delegados perfectamente inútiles. Todo se justifica por la fuente de autoridad y las iniciales premisas de Igualdad, Solidaridad y Valores Comunitarios. En un sistema totalitario puro habría un Líder que marcaría el puñado de axiomas indiscutibles y a partir de ahí no existiría absurdo posible porque Historia, realidad, hechos, pasado, futuro y presente deberían acomodarse a las leyes de la tesis enunciada. Como aquí estamos en el esperpento con rasgos de bonsai totalitario en lo que los medios del sector parásito Transición B lo permiten, hay que conformarse con territorios sociales acotados que se defienden con la mayor fiereza.
El nuevo Arte de la Guerra
No se trata de la obra clásica de Sun-Tzu, que analizó en la China del siglo IV a. C. todos los factores de la estrategia bélica con la sabia finalidad de vencer sin luchar, pero existe hoy un nuevo Arte de la Guerra que tiene con el antiguo dos puntos en común: la utilización del miedo y la difusión de una moral dominante que permita someter sin dar batalla. Se trata simplemente del aprovechamiento de la guerra, de la guerra por encargo, de la creación y mantenimiento de una atmósfera de enfrentamiento bélico que garantiza, en un mundo moderno impregnado de mensaje e imagen, la impunidad y el botín. El nuevo Arte de la Guerra nace del pensamiento débil, de la clientela improductiva y del chantaje dual, siendo éste último a la vez instrumento indispensable y terreno propicio. Hay que crear enemigos y guerra, y esto debe escapar a la racionalidad, la responsabilidad personal y los límites temporales.
Parafraseando el Si no hay Dios todo está permitido, si hay guerra, si hay un adversario preferentemente global y amorfo, el robo no es robo sino resarcimiento de anteriores e indebidas apropiaciones, la vileza es una simple cuestión de oportunidad y perspectiva, el asesinato es la adecuada respuesta a anteriores crímenes, la legítima defensa en el sentido más lato. Basta con decretar, convencer y convencerse de la existencia de un estado bélico continuo para que el terrorista sea un soldado más en el vasto campo de batalla social plagado de adversarios a los que se puede eliminar con toda legitimidad, sean estos policías, carteros, militantes de un partido, oficinistas de la City o niños de una guardería marcados por el pecado original de algún sector opresor.
En la vida cotidiana, la guerra es útil. Permite okupar la vivienda ajena, abstenerse de la enfadosa costumbre de pagar por la adquisición de bienes, amenazar y ejercer diversos tipos de violencia sin que la medrosidad ambiente se oponga a los deseos del guerrillero urbano, y además ofrece sin mayor esfuerzo una justificación moral a los actos, una placentera sensación de superioridad y dominio y una muy ventajosa promoción social con el apoyo de las diversas plataformas comunicativas, ansiosas de espectáculo y de víctimas y refractarias al aburrido pasar de la existencia burguesa.
España es, una vez más, un ejemplo de manual, con jalones muy precisos en el remozamiento y empleo de la guerra rentable. La civil de 1936- 1939 ha sido utilizada, envuelta en toda la parafernalia bipolar Izquierdas/Derechas, bien entrados los años setenta y luego, en plena democracia, como supremo argumento legitimador. El modo de empleo consistía en mantener la idea de un enemigo latente, trasiego de la maldad ejemplificada por el bando antaño vencedor, y justificar por ello una especie de solapado estado de excepción que legitimaría cualquier acto. La lógica guerrera y sus baterías de permanente reivindicación de agravios y de compensación por injurias se desgastaron con el paso del tiempo, de las generaciones y del uso. La clase parásita, que precisaba sucederse a sí misma y veía su arsenal exhausto, se lanzó con el nuevo milenio al terreno de la lógica bélica, trajo la ya antigua Guerra Civil al primer plano, la rodeó de alusiones y conmemoraciones ligadas a exigencias de paz planetaria y buenismo abrumador. El clímax, y la fractura decisiva con los usos del Estado de Derecho, se produjo en 2004, cuando tras la matanza de Madrid justo antes de las elecciones, se aprovechó ésta para manifestaciones contra el entonces Gobierno. El siguiente, llegado al poder, se apresuró a difundir el nuevo arte de la guerra, la Civil remozada, la búsqueda de cadáveres –sólo de los de un bando- de la contienda del siglo anterior, la insistencia en reparaciones, depuraciones y caza de brujas culpables a posteriori de cualquier afinidad con el bando del mal. Esto en un ambiente acobardado por la supuesta superioridad moral del adversario y por el continuo chantaje mediático, con el aplauso entusiasta de las víctimas creadas al efecto y dispuestas a ser objeto de resarcimiento. En los trenes de la estación de Madrid no se pusieron solamente bombas. Junto con los vagones, explotó una artillería retardada de resurrección guerracivilista con los más interesados y míseros fines.
En un plano más amplio, no faltan en el resto del mundo las variadas guerras santas, una especie de neofascismo (o neocomunismo, quid pro quo) de acción directa heredero de la lucha de clases, amigo de las denuncias de conjuras mundiales y poderosos en la sombra, que permite descargar en abstractos la responsabilidad y autoría de sus propios actos. El arte de la guerra a gusto de los consumidores se difunde porque es grato, divierte en los videojuegos, proporciona sin mayor esfuerzo intelectual una supuesta comprensión del mundo con folleto de respuestas instantáneas y catarsis de indignación con visos de ética. Y, sobre todo, viste de moral al descarado y sórdido ejercicio del propio interés.
La lucha, y la victoria, contra el ejército dual y las añejas tropas del chantaje ideológico deja sin duda el campo sembrado de víctimas de las que no pocas merecen al menos lápida si no primeros auxilios. La ignorancia de la historia del siglo XX es tan fenomenal, tan escorada que, ayudados por la ley del péndulo, se puede pasar limpiamente a demonizar a cualquiera que, bajo las banderas de comunismo y socialismo, haya luchado honesta y generosamente por mejorar la vida de sus semejantes. Cada uno de los que combatieron la injusticia que constataban no era un fragmento de Stalin ni de Mao, ni de los milicianos que en España volcaron su rencor en torturas, saqueos y asesinatos durante la Guerra Civil. Entre aquellos republicanos estuvo parte de la gente más solidaria. Tampoco son fragmentos de Hitler, Franco ni Mussolini los que vieron en el apoyo a los nacionales la defensa de su país, sus principios morales, el orden y las leyes. A la manipulación y la ignorancia históricas que empiezan en los primeros años de enseñanza hay que añadir el bombardeo a golpe de millones de muertos, la distorsión basada en el maratón de atrocidades, la puja sobre qué totalitarismo produjo mayor número de víctimas. Porque, si es cierto que el comunista, con sus hambrunas, gulag, exterminios gana la partida por extensión geográfica y duración (hasta hoy, en Corea del Norte) de su reino, también es indudable que el nazi, desde los años treinta a 1945, alcanza un grado cualitativo de abominación incomparable y nunca igualado a causa de su carácter genocida sistemático, industrializado, técnico, de su racismo provisto de toda la frialdad y eficacia de la modernidad y la ciencia, inspirado en las purgas y campos de concentración comunistas en un principio, pero luego insuperable e insuperado en la deshumanización y el mal.
En España los intentos de aprovechamiento de cadáveres han alcanzado cotas de macabra caricatura. En pleno 2016 el partido socialista pretendió seguir alimentando su discurso y su menguado crédito con las víctimas de una guerra que acabó en 1939 y propugnó, a fines electorales, rebuscar muertos (los que consideraba de su signo, no otros) en las cunetas.
Hay circuitos didácticos que deberían ser de obligado recorrido: algún campo de exterminio nazi, las que fueron prisiones y testigos en la Camboya de los Jemeres Rojos del genocidio de un tercio de la población en nombre del Comunismo perfecto, y, más cerca, los pequeños museos locales de países como Polonia y los Bálticos, que reproducen la infinita y ubicua opresión de la época soviética. Si el comunismo ha tenido, finalmente, un balance mucho peor, en lo que a número de víctimas y ruina se refiere, que el nazismo se debe probablemente a que poseía, además de las materiales, tres armas sin comparación más duraderas que las brutales de los nazis. Fueron éstas la extrema disolución de la responsabilidad personal en el Partido, la Clase y la Vanguardia trabajadora, la buena conciencia de la meta de la felicidad y justicia universales que les procuró apoyo perdurable y sin fronteras, y, last but not least, la ausencia de Gran Jefe mortal, encarnado en iconos perecederos, lo cual les otorgaba la perdurabilidad de la Iglesia.
Las peores víctimas de esta batalla no precisan lápida sino ayuda, porque son necesarias y viven aunque las cubran cuerpos muertos. Corren grave riesgo las utopías, el impulso generoso y solidario, la aspiración a esos imposibles que ha ido haciendo posibles la voluntad humana, la misma voluntad que ha producido lo peor, pero también lo mejor de cuanto se conoce.
Totalitarismo light
Democracia e Igualdad: conceptos cargados en principio de dignidad e intenciones nobles no sólo se han vaciado, sino que se utilizan favoreciendo a sus contrarios, y transformándolos así en armas peligrosas para los principios que nominalmente defienden. Las más añejas tiranías, los asesinos legales más longevos, los sistemas a los que no les caben los muertos en ningún armario, las más letales dictaduras se han bautizado a sí mismos y cara al mundo como Democracias Populares, Repúblicas Democráticas y Líderes del Pueblo.
Igualdad ha servido y sirve, en una sociedad de bienes contados, para privar de los frutos de su trabajo, de sus oportunidades y de la expansión de sus capacidades a los que por sí mismos lo merecen para que ocupe su espacio lógico, por medio de la discriminación pervertida, cualquiera sin más atributos que la pertenencia a un colectivo y la insignia de de una reivindicación. Este Cuarto Estado, el Parásito, cuya finalidad exclusiva es el mantenimiento y multiplicación propios, es exactamente el auténtico reverso de la Solidaridad que proclama. Los términos democracia, solidaridad, igualdad actúan como sustitutos ideales de la persona, del análisis concreto y de la causalidad razonada, blindan contra la denuncia, la apropiación indebida y la gestión ruinosa y son oportunos maquillajes de la simple cobardía, el mero oportunismo a golpe de exaltación callejera y las evidencias del lucro personal. Nadie, o apenas, ve, al otro lado del estrepitoso montaje, a las silenciosas víctimas que, por justicia y por necesidad, hubieran debido disfrutar de buenos servicios públicos, ser las receptoras de ayuda genuinamente solidaria, gozar de representación democrática. La lógica de los bienes finitos y, según circunstancias, escasos priva en primer lugar a los indefensos de lo más necesario. Porque el espacio ético que les correspondía ha sido invadido por el populismo y la demagogia de la clase usurpadora.
El término democracia no queda mejor parado. En su nombre se puede laminar a explosivos a cualquier país que formalmente no la tenga y sentirse, sin mayores riesgos, el Bueno de la película que se proyectará en todas las pantallas. Las mayores barbaridades gozan de patente de corso cuando se alega el apoyo ocasional por una mayoría. Valga como botón de muestra la benevolente ceguera con la que los puntillosos gobiernos occidentales vienen desde hace medio siglo tratando el apartheid femenino islámico, tanto en las naciones de origen como entre los que viven en Europa. A los más débiles, empezando por su debilidad física y siguiendo por la social, se los (y sobre todo las) machaca y anula por sistema en los barrios turcos de Alemania (la estrella amarilla agobiaba menos que el chador) como en los de Pakistán, en las zonas musulmanas de Cataluña como en Kandahar. Porque Respeto, Tradición, Diálogo, Cultura, Tolerancia se han convertido, como el nacionalismo a cargo del contribuyente, en el último refugio de los canallas. Todo con tal de no arriesgarse a la incomodidad del enfrentamiento diario para defender, -al menos de palabra y con un mínimo de valentía- derechos humanos libertad propia y ajena, dignidad y principios. Cualquier cosa menos mirar cara a cara la insobornable desnudez de los hechos, perder mano de obra rentable, irritar a la bestia de países respecto a los cuales la premisa implícita es que lo mejor que se puede esperar es que se despedacen entre ellos. Nada más fácil que pasar la mano por el lomo a los más fanáticos, violentos y peligrosos (a los que están debajo, aplastados por la barbarie, ni se les ve ni se les espera), afirmar cuánto se respetan sus usos y costumbres, firmar
contratos y correr.
Hay puntos críticos, jalones en el espacio y en el tiempo que emergen como marcadores visibles de una corriente de curso prolongado y ancho a la que, al socaire del mantra de la rebeldía contra un Occidente en el cual se bienvive, la opinión se acomoda a una curiosa ignorancia de grandes zonas de percepción. Quizás se sitúa en los años sesenta del siglo XX el giro hacia una de las jaculatorias laicas que hará mejor fortuna: los multiculturalismos, las falsas igualdades y la inseparable, y previa, pérdida de juicios de valor y compromisos morales que ello conlleva. Son los tiempos de un Jomeini mimado y apoyado por el París de la Ilustración. Ahí se abandona la idea de la defensa de los Derechos Humanos, los valores universales, el concepto de civilización. La puerta del Infierno se abre a vastas salas alfombradas de buenas intenciones y mejores consignas en las que da gusto dormir la siesta, prometedores paraísos en los que las simples comprensión y espera producirían cambios excelentes, respeto hacia el débil, amor generalizado, aplaudido todo por los observadores desde una distancia profiláctica. Ya no hay hechos, se ha entrado de nuevo en la cresta de una ola de bienaventurada ceguera que permitirá prosperar inmensamente a los surfistas del populismo.
Será un nuevo hito, décadas más tarde, el discurso en Egipto del Presidente de Estados Unidos. Por primera vez alguien ha sido elegido para el cargo, no por sus obras ni programa, sino por el color de su piel, por la pertenencia física a un sector étnico. Los mismos motivos de clan ideológico previo, de realidad impostada y amputada, harán que se le otorgue el Nobel de la Paz antes de que ejecute hazaña alguna. No hablará en El Cairo más que a los que identifican religión, aquí Islam, con población, ley y forma de vida. Acariciará con su verbo exclusivamente a los estudiantes y auditorio de la gran mezquita y universidad musulmana. Obviará, por el simple hecho de haber elegido ese lugar para su único discurso, a todos los demás, en un país con ochenta millones de habitantes, a los individuos y sus derechos, a los oprimidos, a las mujeres, a los cristianos y a los laicos. Y consagrará la omisión respecto a injusticias que hay que denunciar, el silencio en cuanto a gente a la que hay que defender al menos con la palabra y la presencia, abandonando los valores universales que son lo más humano y medular de lo que él ahí representa. La gran pantalla ilustra perfectamente el cambio hacia un confortable relativismo abrigado con la piel de cordero de la tolerancia general: Se ha pasado del alienígena que devora sin contemplaciones a la tripulación de la nave espacial a la especie mortífera pero incomprendida. La gigantesca hormiga reina de El juego de Ender es un híbrido de Alien y E. T con predominio de los dulces y enormes ojos ovales del último. La película concluye con un tiernísimo diálogo en el que, en escena de inenarrable cursilería que sume a la espectadora en desesperada añoranza de Alien, monstruoso y feroz sin paliativos, al niño humano y al insecto se les escapan sendas lágrimas. Empapado en pacifismo, salvación de otras especies (en este caso la causante de varios millones de víctimas terrícolas) y diálogo cósmico, el protagonista vuela en búsqueda de un hogar para el huevo de la hormiga finada, en un periplo inverso al de la tripulante de la nave de Alien, que tan valientemente luchó por destruir al monstruo y a su progenie. En este bajo mundo, el transparente mensaje de Ender no puede menos de ser bien recibido por todo monstruo humano que cifre su objetivo en imponerse y destruir formas de vida civilizada mediante la violencia. Aplausos con todas las extremidades por parte de Al Qaeda, ETA y sucedáneos. Como telón de fondo, el de la obra en cartel Cambio de eje estratégico, que consiste, no ya en la lógica alianza con el área del Pacífico, sino en un repliegue a posiciones contemplativas, coyunturales y tibias en las que el esqueleto de jerarquía de valores ha sido extraído para sustituirlo por manuales de Claudique sin esfuerzo.
No en vano el profundo cambio en la política estadounidense –y por ende en la Occidental en sentido lato- coincide con el anuncio de Obama del abandono de los proyectos de vuelos espaciales. Se echa el cierre a la exploración de otros planetas, al envío de hombres a Marte. La NASA se convierte en un parque temático para visitas de fin de semana. Ya no opera, como impulso primordial, la necesidad de ir más allá, del descubrimiento como meta y escalón del umbral siguiente. Se invierten los términos, y lo que importa es programar previamente rentabilidades. Hay un cambio de época, un giro hacia el propio barrio, el pensamiento se ha hecho más pequeño y, al pretenderse utilitario, condiciona la grandeza de la idea inicial sin la cual nada se dará luego por añadidura. Habrá pequeños actos encerrados en días y en presupuestos pequeños y condicionados a lo que una información epidérmica haga llover con mayor frecuencia y por mayor número de canales.
La España del siglo XX y principios del XXI es un gran botón de muestra del mecanismo de anulación de un gran trozo de la realidad, de impregnación de ceguera selectiva e impotencia inducida respecto a la normal capacidad de juicio de actos concretos. Pero el caso español es un retazo, adecuado para el análisis por su proximidad y concentración de los elementos, del muestrario. Los regímenes totalitarios inauguran el ensayo general de ese proceso, que perece necesariamente de éxito, cuando logra implantarse como movimiento líder bajo las doctrinas paralelas, de comunistas y nazis. A partir de ese punto, y tenazmente, contra toda evidencia, ya no existirá para millones de personas lo que sus ojos ven y su mente enjuicia. Considerarán que el material bruto resultado del pensamiento debe estar sometido a la criba y filtro de leyes sociales, de la Historia, de la Clase, del Mito de la Eterna Lucha Antifranquista, del Mañana Igualitario, de Imperialismo contra Pueblos, de Clan, Micronación, Relativismo, Raza. Los muertos de un tiro en la nuca sólo habrán sido asesinados cuando, como en el caso hispánico del millar víctima de la ETA, cuando el guión coyuntural les conceda ese rango,
las personas castradas, violadas, fusiladas, robadas lo habrán sido según conveniencia del relato.
Esto no es sino una tesela en el inmenso mosaico del silencio bajo el que, pertinazmente, se ha enterrado a millones de seres humanos eliminados durante, por y en sistemas comunistas y socialistas, siempre llamados populares. Hasta el día de hoy (véanse estadísticas y libros de texto). Las mismas fuerzas que actuaron en gran escala y con la impunidad del movimiento nazi o soviético llegado al poder la primera mitad del siglo XX siguen vendiendo bien, aunque sea en porciones y
retazos, la envidia y el rencor apenas maquillados de igualdad forzosa y pretensiones de ingeniería social. No existen las dualidades transcendentes, ni la eterna Lucha de Clases o el callejero editado desde el Más Allá para la Historia. Pero sí existen la tremenda fuerza de la primera pasión bíblica, la tristeza por el bien ajeno, y la costumbre de legitimar el robo y el expolio con la creación de clanes nacionalistas y morales nuevas. Probablemente en el Edén lo más engañoso en la actuación de la serpiente no fue la oferta de la manzana sino hacerlo, junto con el Conocimiento y el Árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal, totalmente gratis, sin contrapartida alguna.
La doctrina bienpensante establece que la contemplación de la realidad exige claves previas las cuales, por su abanico reducido, eximen de la perplejidad, la incertidumbre y el esfuerzo de vérselas cara a cara con el mundo exterior y tener que forjarse juicios propios. La realidad es reaccionaria, cada cual habrá sido provisto de la previa explicación a ella. Ahora no se trata siquiera de silenciar la evidencia, de ocultarla, de hacerla
invisible, sino de enseñar a la gente a que no la vea y, si la ve, que no la comente ni se extrañe, que actúe como si no existiera.
Salir de la cárcel (para salir de la cárcel hay que verla primero)
La cárcel, en la que aún se vive, ha durado demasiado tiempo. Ya, como el exoesqueleto de los artrópodos, no resulta cómoda y oprime por todos sitios al cuerpo social. Además comienza a escasear el rancho. Las premisas que, como las dos grandes puertas del Juicio Final, marcaban camino y categoría a justos y a réprobos, simplemente no eran ciertas, nunca lo fueron. Pero de ellas se amamantaron ideólogos y activistas, a ellas recurrieron como eje bipolar inalterable en el XIX, y de ellas lleva viviendo una especie improductiva multiforme durante el XX y lo que va del XXI. Para gran ruina de cuantos producen bienes reales, ejecutan servicios necesarios y son individuos con valor personal propio, y para estancamiento y miseria de los que sí precisan de atención, solidaridad y servicios públicos. Porque el espacio de éstos ha sido ocupado por los que viven de chupar su sustancia y se justifican apelando a la defensa de esos principios. Conviene subrayar que la parásita oficializada es especie zoológicamente nueva, puesto que aparece con el Estado de Bienestar durante la segunda mitad del siglo XX y actúa como tumor inseparable de aquél, al que obliga, por medio del chantaje ético y populista, a alimentarla de forma no sólo gratuita sino altamente onerosa.
Nunca existió, aplicada a los humanos, una dualidad transcendente, permanente y en la práctica indiscutible definida según los términos inalterables y antagónicos Clase Social Buena/Clase Social Mala, Izquierdas/Derechas, Progresistas/Reaccionarios. Existen, en cualquier momento, tiempo y lugar, actos y personas concretos, hechos, responsables, culpables, actores de la diminuta, fugaz y gran historia, esa historia que avanza, progresa, mejora o retrocede según el mosaico y el impulso de las iniciativas. La masa parasitaria se ha colocado entre la consciencia del sujeto y la evidencia, ha construido un muro, opaco y denso, entre la capacidad de percepción y raciocinio y la desnudez de los actos, y se ha quedado con la llave de la puerta. Nadie, excepto los beneficiarios de esta enorme y duradera ficción, podría, según esto, opinar, descifrar el caos de seres y de sucesos del mundo inmediato y del orbe exterior. Su visión dispone que, en su dimensión temporal, el orbe, humanos incluidos, se mueve por una planificada fuerza externa, un supremo relato regido por las fuerzas de la Historia o de la Naturaleza, que es descifrado en clave maniquea por el partido, la secta, el clero laico muy de este mundo. En la dimensión espacial del presente el orbe se convierte en una sólida cuadrícula impermeabilizada respecto al análisis crítico por el dogma de la respetabilísima igualdad de culturas. Al vetarse los juicios de valor, la jerarquía de calidad y las ideas, se veta asimismo la acción. Falto de la médula del pensamiento, el individuo se ve encadenado por el miedo al extrañamiento social y cubierto por la tibieza acolchada de la molicie y por la parálisis que produce la ausencia de visión alternativa.
Se vive hoy el final de la creencia en el sentido de la Historia, y esto produce una inmensa sensación de vértigo, semejante a la del descubrimiento de que la Tierra, lejos de ser el centro del Universo, es un planeta más que gira en el inabarcable y negro espacio del cosmos. Ante esto, la reacción puede ser furiosa, aldeana, introvertida, ansiosa de marcos de referencia familiares, asequibles, de puntos de partida y de llegada, de algo tan tentador como la explicación global, predigerida a los conflictos de cada día, un esquema tan polivalente como la navaja suiza, tan binario como la base informática: la máquina expendedora de etiquetas del Bien y del Mal. Sin la menor consideración por los hechos, por la tenacidad de las realidades, minúsculo ejemplo entre millares, en la segunda década del siglo XXI los jóvenes españoles se manifiestan y llaman a la huelga contra los que añoran el sistema educativo franquista. No tienen de éste la menor idea, y se sorprenderían si supieran que, académicamente hablando, producía individuos mucho mejor preparados que los planes de estudio posteriores y que no ha sido su extensión gratuita obligatoria lo que lo ha conducido a sus actuales niveles ínfimos, sino el espurio clientelismo de los diseñadores de la Enseñanza como su coto patrimonial.
Como utensilio canalla en el caso de sus beneficiarios o como reacción defensiva en sus pocos críticos, la falsedad bipolar ha sido útil forja de expolio y servidumbre de los tiempos modernos. En lugar de limitarse a su dominio propio, el de la Sociología y la Historia, ha generalizado el uso de sus barrotes de forma que encuadraran a la población entera, que se derramasen como la lluvia fina, mezclados con los más diversos materiales, durante las horas, los días y los años. Nadie debía estar a salvo de su clasificación, de su distribución ética del espacio, y en quienes la controlan y otorgan está la clave de ese poder que sólo se mide por la cantidad de los que medran a su sombra y por el número de los que han sido privados de lo que por obras y por dotes merecían. Incansablemente, porque viven de ello y sin ello no serían nada, repiten los miembros del club invisible los mantras izquierdas derecha como quien orina para marcar su territorio. Y, en un patético reflejo, caen de hoz y coz en la misma trampa los que deberían precisamente reivindicar la urgente necesidad de denunciar su empleo, aquéllos a los que la premura del ejercicio inmediato de crítica y brillantez acaba imposibilitando para el análisis simple y sucesivo de los actos.
En lugar alguno esto ha sido tan patente, y tan letal, como en España. En ella lleva viviendo de la fantasmagoría de los eternos dos bandos, de la ancestral guerra contra el Mal perdida por un Bien del que se reclaman únicos y legítimos representantes, una cantidad de parásitos que en otras latitudes no tiene parangón. Se fabricó y prolongó durante décadas, y con intención de permanencia, una guerra civil mítica, y se hizo basándose en elementos, seleccionados según necesidades del guión, procedentes de la cantera de la Guerra Civil pasada, los cuales eran coloreados y difundidos, de manera que planease en todo momento la amenaza de ser clasificado como simpatizante del bando maligno. Durante cuarenta años el ejercicio del mito legitimador ha servido para extraer substancia de cada tejido y órgano vivo y para bloquear a gente valiosa, que huye del país, falta de salidas y, sobre todo, de esperanza. Los nichos ecológicos del Estado paralelo son el reino de extraños y negativos dobles que han creado, modificado y nombrado cada empresa y organismo en función de que sirviera a sus adeptos, que han inundado las instituciones de sindicalistas pagados por el Gobierno, de maestros a los que no se exige el saber ni la transmisión de conocimientos sino el de consignas y órdenes tribales, de servicios supeditados a los nuevos caciques, de entidades bancarias y jurídicas a las órdenes del político que las coloca y nombra y a las que, por lo tanto, lo último que les pide es calidad ética y profesional, de cultura sometida a las exigencias del imprescindible guión maniqueo y al rosario de tópicos de obligado cumplimiento.
Por supuesto, el tipo de religión dual laica lleva existiendo
largo tiempo, sus estragos carecen de fronteras y son más o menos graves en función de la menor o mayor salud, vitalidad y nivel de libertades individuales del tejido cívico. Pero en España se ha dado con particular virulencia por la rápida formación, con intención de perdurar, de un tumor decidido a vivir de los recursos procurados por otros y hacerlo en nombre de un mérito y legitimidad que vendrían de una lucha que no se dio, de unos riesgos que jamás se corrieron y de una superioridad intelectual, ética, profesional o simplemente humana inexistente. Todo ello bañado en el predominio agresivo en los medios de comunicación, enseñanza y cultura y en la actitud violenta hacia cualquiera que amenace a los habitantes de un coloso con pies de barro, sí, pero con garganta y estómago en los que ha desaparecido el patrimonio nacional. El recurso al perverso dictador, tan providencial para los beneficiarios del progresismo de nómina, ha permitido vivir a lo más y los más mediocres del chantaje, una vez se aseguraron el monopolio de las temibles etiquetas fascista, franquista, derecha, facha, reaccionario. El caso no sería tan grave si se hubiera limitado a la voracidad de un desmesurado organismo parásito, pero éste, al pretender perdurar y justificarse, ha llevado y lleva a cabo de forma implacable una trilla inversa, en la que se procura eliminar cualquier obra con visos de calidad, a los independientes con valor, tesón, inteligencia, inventiva, las asignaturas que implican rigor y conocimientos reales, las obras de arte basadas en la percepción inequívoca de la belleza. Los términos de igualdad y democracia se han rebajado a su acepción más peligrosa y mezquina. El bloque del mínimo común denominador simplemente los utiliza como ariete para derrumbar cuanto y cuantos valen más que él. Por eso es tan importante para este totalitarismo parcelario el control de educación, comunicación y cultura.
Al saqueo de lo que otros habían producido se une la dinámica imparable, excepto por el agotamiento final del combustible económico, de creación de entidades, cargos, organismos no por éstos en sí sino para colocar a vasallos en ellos. Así el fenómeno, que no se da en sitio alguno de Europa, de los aeropuertos, complejos deportivos, centros culturales, sedes monumentales, gigantescos teatros, megalomanías urbanas y rurales de distinto pelaje y el corolario de equipos, secretariados, direcciones, subdirecciones, campos de energías alternativas, escuelas en las que no se enseñan asignaturas de base ni la lengua española, facultades reducidas a centros de botellón y vertedero, universidades sin universitarios ni diplomas que tengan valor alguno. Éstos no son, ni mucho menos, errores ni iniciativas fallidas. Su finalidad previa fue crear ecosistemas para albergar clientelas. Todo ello no es solamente inútil y ruinoso, sino absurdo excepto por la lógica de la simple rapacidad, estulticia y falta de escrúpulos de ese asombro del orbe que sería, en discurso de los clásicos, la clase dominante surgida del chantaje postfranquista, de la medrosidad de los que deberían haberse opuesto y del desconcierto de una población oportunamente amordazada por el maniqueísmo preceptivo y enjaulada por la red carcelaria de las taifas.
El panorama no por cansino y reiterativo es insoluble. De hecho, la reiteración da ligeramente la medida de la normativa verbal y bienpensante en la que se ha venido estando inmersos. Sin embargo la situación es susceptible de cambiar, lo está haciendo a cada momento, y puede dar un giro drástico hacia la libertad y la altura intelectual si un número apreciable de ciudadanos se sitúa al otro lado de las rejas transparentes del largo condicionamiento verbal. La realidad del régimen parásito no implica nueva dualidad, estigma de clase ni determinismo histórico. El campo opuesto es variado, mutable, y, de cesar la dinámica de selección negativa, podrían aflorar valores genuinos en los mismos que se han sometido mansamente a la seguridad del pienso. Tampoco la conciencia de la situación debería dar lugar a una decantación de resentidos que se juzgan, con o sin razones objetivas, privados del reconocimiento y de los bienes que hubiesen debido corresponderles. La valoración por hechos reales y probada valía sigue siendo la medida real, independiente de lo que cada cual juzgue que es, fue o pudo ser.
El resumen sería: A partir de los años 80 lo que fue euforia del cambio de una dictadura a un sistema moderno de democracia parlamentaria se transformó, interiormente, en un proceso de creación y consolidación de grupos de interés centrados en la disposición y reparto del erario nacional. Exteriormente se complementó, de forma necesaria, con la elaboración y difusión de una imagen, absolutamente ficticia, que legitimaba las fachadas visibles de beneficiarios de esa retícula, les proporcionaba una mitología de representantes de la lucha contra el Mal (encarnado en los vencedores de la Guerra Civil terminada hacía décadas y en el dictador muerto de vejez sin que hubiera habido asomo de rebeliones populares) y se embarcaba al país en una esquizofrenia de eterna epopeya Pobres contra Ricos, Socialistas contra Burgueses que nada tenía que ver con las aspiraciones, actividades y vidas reales de la población. No todos los que participaron en aquella ilusionada Transición apoyaban ese proceso, que naturalmente coexistía con gente honesta, pero éstos fueron marginados y silenciados bajo amenaza de denuncia profranquista. La España previa a la Transición no era una nación totalitaria (aunque partidos que se decían defensores de la libertad apoyaron con entusiasmo regímenes totalitarios, dictaduras de la peor especie siempre y cuando tuvieran el marchamo comunista). La sociedad civil, sustentada en una amplia y moderna clase media que ya había cuajado antes del paso al sistema democrático, se acostumbró a vivir en una realidad doble: la verbal de los que reivindicaban como herencia su superioridad (con aspiraciones a la eliminación de otras realidades) de representantes del Bien y la complejidad de una nación moderna, con su libre mercado y diversidad de ocupaciones y dotes individuales.
Naturalmente el botín directo de los grupos de interés era, y es, el sector público, la administración del Estado. Ninguna corrupción ni robo puede comparársele. El más rentable de los latrocinios es el legal, consistente en autoadjudicarse beneficios de todo tipo, acapararlos en el presente, blindarlos respecto al futuro, dictar normas y distribuir obras según cohecho, y, en esa superior escala que ha constituido el rasgo distintivo del régimen español, trocear y clonar las fuentes de ingresos y fabricar ex nihilo una red social y geográfica de tribus pagadas por serlo, las cuales se transforman rápidamente en entusiastas defensoras del sistema parasitario. En él medraron y proliferaron hablantes de cualquier dialecto o lengua distinta de la oficial del país, nacionalistas de terruño, reivindicadores de agravios ancestrales diversos, asociaciones para la compensación de injurias históricas, victimismos variados y, en fin, clanes de reproducción asistida siempre caracterizados por el común denominador de la anulación del individuo y sus dotes y calidad en pro e interés de la grey, el nacimiento, el sexo, la ascendencia, la clase, la etnia, el clan. La laboriosa desmantelación de un edificio nacional realmente democrático de ciudadanos iguales ante la Ley tenía como necesario corolario la cooptación inversa, la promoción de lo peor y los peores, clientela ideal que defenderá con uñas y dientes a los que la mantienen y nombran.
En términos prácticos, la dualidad Buenos/Malos se reduce a parásitos activos y pasivos por una parte y por otra al amplísimo resto hijos de sus obras, variopintos, en su mayoría anónimos, desconcertados por la continua ducha de chantaje verbal en abierta oposición con la vida libre y confortable a la que aspiran y que contemplan y a los sucesivos cambios a lo largo de la existencia. Ellos son el ganado útil del bloque preceptivamente bueno al que, como a la abeja reina, deben alimentar en razón de su rango jerárquico. El Club de Utopías Subvencionadas se distingue del de la colmena en estar constituido por zánganos que anulan con el zumbido de las delicias comunitarias cualesquiera otros sonidos. La dualidad no es tal, en absoluto se trata de Partido de Izquierdas versus Partido de Derechas. El Bloque Beneficiario es en extremo amplio, jerarquizado y capilar. Señorea por supuesto su ápice una masa de nuevos ricos adosados a la Transición que llevan décadas distribuyendo carnets de identidad ideológica que, cual cupones de racionamiento, son indispensables para la adquisición de porciones de prosperidad y relevancia social. Al irse agotando, por imperativo biológico, la mina Izquierdas y antifranquismo honorífico, estos plutócratas sociológicos se han multiplicado y diversificado en vistas a la creación y explotación de vetas urbanas, tribales y de nacionalidades creadas por imperativos del cobro. Más allá de los nuevos, y ya institucionalizados, ricos se reparte una variada y nutritiva sopa. No todos los sopistas gozan de privilegios materiales, pero sí de uno de gran valor: Sentirse superiores al resto, amedrentar, silenciar, imponerse, ser escuchado, adquirir categoría, no por la valía propia, sino por la proclamación belicosa de un puñado de consignas y el confortable sentimiento de irresponsabilidad victimista y gregaria.
Cuando, por mimetismo dual y reflejo de autodefensa, algunos se identifican como Derechas resultan singularmente patéticos, porque están entrando en el fango que pretenden combatir, en el juego del adversario, y extrapolan lo que no son sino términos aplicables cada vez al análisis de épocas y hechos específicos en el marco de Historia y Sociología. La multiplicación sistemática de su empleo, reiterada hasta la náusea por los medios de comunicación y la vieja calaña de los trepas, es simplemente falsa e intelectualmente de una peligrosa facilidad maniquea que le garantiza adeptos de mínimo común denominador reflexivo. Se presenta como clasificación intemporal del género humano y constituye, con su chantaje verbal, precisamente el arma del oponente tanto en los que la utilizan con sentido positivo como en los que se apoyan en uno de sus términos para combatir a la entelequia que englobaría el otro. Pero es un recurso extraordinariamente cómodo, integrado en el habla cotidiana con la misma rutina que las frases de despedida y saludo, y evoca en cada término, no actos y personajes concretos, sino formas de presentarse, de pertenecer a una imagen y un club, opuesta a lo existente en un caso, conservadora hasta la caricatura en otro, irracional e infantiloide en la exigencia del se me debe todo sin precio en aquéllos, neocarlista en éstos. Cada vez que se emplea Derechas, Izquierdas sin análisis, justificación ni contexto se está añadiendo un barrote más a la celda y engordando al próspero gremio de los herreros.
La indefensión tiene como uno de sus principales pilares el desconcierto, la imposibilidad de asir, expresar y transmitir lo que realmente se observa y a lo que los demás y uno mismo aspiran, y ello por falta de instrumentos verbales no contaminados por condena social de alto riesgo, por la animosidad instantánea que despierta el roce de un invisible campo minado. Ay del que denuncie a los iconos consagrados y a los países y sistemas en los que de ninguna forma se querría vivir pero a los que hay forzosamente que alabar o, al menos, aceptar tibiamente mientras se denigra por sistema el bloque Occidente-Estados Unidos-Libre Comercio. En España el guerracivilismo, sumado a las fuerzas anteriores, duplica las tropas contra los indefensos sin ética ni discurso que ponerse. Y estas tropas, desde luego, no sirven a un partido, aunque haya partidos que las han utilizado, con gran diferencia, más que otros. Sirven al envilecimiento clientelar del sistema, y lo hacen e hicieron apropiándose en primer lugar de aulas y escenarios, copando vastos espacios preferentes en el tiempo, atención y energía de los canales comunicativos, borrando la distinción entre entretenimiento instantáneo y sustancia informativa, manteniendo fijo el ángulo y el punto de mira a gusto del magma parásito diversificado y reservando para el resto el desdén, la descalificación preventiva y la sombra.
Es fácil el salto desde la sensación de indefensión y desconcierto a la seguridad prometedora de las diferenciaciones, a la gratificante plataforma que ofrecen nacionalismos y clanes sociales que deifican la marginalidad, tanto más cuanto que ofrecen y procuran muy materiales beneficios amén del marchamo de superioridad sobre el resto, el cual forzosamente se compondrá pues de individuos de segunda clase ajenos y probablemente enemigos del Pueblo, la región ascendida a Nación, la Clase, los Buenos y Superiores en fin.
Hasta las cárceles tienen fecha de caducidad. Naturalmente el chantaje Izquierdas (Bondad e impunidad por definición)/Derechas (Maldad impresentable) y su marca hispánica Progresistas (antifranquistas a título póstumo)/Reaccionarios (el resto) envejecía con las generaciones por mucho que el bombardeo de mensajes diario auditivo y visual fuera con mayoría abrumadora monocolor. Entonces se impuso un volantazo cuya concreción plástica merece tratamiento aparte.
Educación para la indefensión
Véase indefensión por inanición. Ninguna falacia mayor que la pretensión de educar a los alumnos para la vida, es decir, privarles, en una edad crítica de gran plasticidad, de lo más esencial: Aquello que en apariencia para nada sirve, ninguna utilidad práctica inmediata tiene y que, precisamente por ello, es lo que posee mayor importancia. Se trata del pensamiento, el saber, el sabor inconfundible de la excelencia que puede alcanzar lo humano. Los territorios de altura alguna vez, pese a todo, avistados son eliminados prestamente por la amnesia inducida cuando no por la denigración en nombre del igualitarismo. Están vetados la energía y el tiempo que debieron dedicarse a la reflexión, a la conciencia de la dificultad y el esplendor del razonamiento y de lo abstracto, a la imprescindible humildad del reconocimiento en otros de la grandeza que es el único camino para desarrollar la propia. Se les ha robado la riqueza y autonomía que dan lo aprendido, las páginas de filosofía, ciencias naturales, lenguas vivas y lenguas clásicas que, con su espléndida estructura, claridad y contenido, siguen siendo la savia de la civilización a la que ellos pertenecen y a la que se ha sumado, comprensiblemente, buena parte del planeta. En verdad la consigna Aprender para la vida adquiere pleno fundamento en el caso de la vida de sus defensores, que la enuncian en beneficio propio y llevan viviendo cómodamente de ella y sus sucedáneos.
La barbarie utilitaria, vestida de falso tecnicismo y no de la grandeza que la Ciencia posee, ha extendido la virulencia de su plaga por el mundo desarrollado, de Japón a Estados Unidos pasando por Europa, con desigual fortuna pero importantes daños. La consigna es erradicar las Humanidades, concentrar las horas de aprendizaje en lo que se presenta como de inmediata aplicación y aplicable uso, véase matemáticas, física experimental, lenguas, informática y poco más. Filosofía, arte, latín, griego, literatura, historia quedarían como el lujo complementario, el patrimonio de una clase privilegiada que emprendería el sendero vital con una mochila mucho mejor provista intelectualmente que el resto. Queda para la gran mayoría que tenía como seguro plato de resistencia la enseñanza pública la indefensión intelectual por inanición. Porque los clásicos no han sido a través de los siglos considerados como tales por mero azar, porque nadie podrá robar el haber visto el cántaro de “El aguador de Sevilla”, de Velázquez, el rostro del ángel de Leonardo, la figurilla tallada en mármol en el Egeo en la que ya están los ideales mediterráneos. Sin la humanidad inmensa de Cervantes, sin la reflexión sobre la verdad, el ser, la nada, la bondad, el mal, el bien y la belleza, sin la ingeniería perfecta del latín, sin los coloquios de Sócrates y de Platón y la grandeza de los héroes de la Ilíada, sin el tejido de ideales, imágenes y mitos que permea y nutre con su leche el espacio cognitivo universal y europeo mal pueden afrontarse cuestiones clave como el terrorismo, la eutanasia, la incomprensible perfección de la maldad del Holocausto, la guerra justa, el tipo de vida, el tipo de muerte, el vértigo cósmico, la solidaridad, el odio, la caridad, el desinterés, la legitimidad de la defensa del débil y la responsabilidad individual.
Se trata de un robo muy largo por parte de la cuadrilla de pedagogos y sociólogos que parasitan el sistema educativo, prometen fórmulas de rápido empleo futuro y venden barato barato a la opinión el reciclado de los alumnos en piezas del engranaje al que se les entregará, por un magro sueldo desprovistos de defensa cultural alguna y de la forma más antidemocrática que existe, puesto que se habrá privado a los de menos medios económicos de la única fuente auténtica de igualdad y ascenso social. Los ladrones se han enriquecido, a plena luz y con la mayor legalidad, al precio de esos miles de rehenes usados para la construcción de feudos neomedievales, alistados desde la infancia en las huestes de defensores de la resurrección e imposición de dialectos, excitados por las cotidianas raciones de odio, divertidos por las pequeñas guerras y enemigos puestos a su disposición y mucho más apetecibles que los videojuegos, indispensables en fin como garantes de empleos, publicaciones, ganancias y, a su tiempo, votos para los expertos en sustituir enseñanza por adiestramiento e implantar como asignatura troncal la mediocridad que es la base de su inexistente formación.
Amén de la secta de los malditos del comisariado pedagógico, que no pasa de ser mano de obra del jefe, los grandes obstáculos para restablecer una Educación de calidad son paradójicamente su impopularidad, el número de sus enemigos y el hecho de que no precise, excepto en el caso de la Formación Profesional, cuantiosas inversiones. Se lleva larguísimo tiempo vendiendo a las familias salas de espera hasta los dieciocho años desde donde sus hijos pasen luego a la jungla del paro. Se ha predicado a la opinión el mito del título gratis, de la exacta igualdad en dedicación y vocación; se les ha convencido de la necesidad primordial del pedagogo, que desbanca con sus dotes taumatúrgicas a los caducos profesores especialistas. Se ha impregnado a la sociedad con el timo de la revolución igualitaria en la probeta del aula –por supuesto, bajo la dictadura de los expertos- y con el de la mágica adaptación al mercado laboral y los nuevos tiempos que, al revés que ocurre en Pinocho, convertiría sin esfuerzo al perezoso retoño en estudiante aplicado y ejecutivo triunfador. Sin precio alguno, como si el ejercicio de los circuitos cerebrales, la memorización y la lectura fueran letales de necesidad. Excelente homenaje coral a George Orwell y luminoso futuro de mañanas que cantan la dependencia absoluta del banco de datos, el distribuidor informático y el empresario que controle pantalla e innovaciones. Olvido programado desde la historia de la Antigüedad al 11 M. Todo, por supuesto, de la mano de quien en universidad, colegios e institutos sustituye saber por pastoreo alternando la soberbia del creador del Hombre Nuevo frente a su auditorio y la sumisión del temeroso siervo frente a los clanes y poderes fácticos a las que los sucesivos Gobiernos nunca desde hace décadas se han atrevido a enfrentarse.
Acostumbrados a infantilizar a unos adolescentes a los que, por otra parte, se abruma con información sexual y gratificación instantánea, mal pueden aceptar unos adultos encantados con el aparcamiento indefinido y los cuidadores-padres vicarios de sus hijos que el andamiaje es nocivo y ficticio. Como lo es la pinza de control permanente sobre ellos a la que aspiran, formada por familia y profesor en régimen informativo de 24 horas. No por repetida es menos falsa la imagen del maestro casi misionero, con una vocación que raya en el sacerdocio, feliz ante la estremecedora perspectiva de un contacto y supervisión constante con los padres. Éstos y aquéllos tienen su territorio y nada más saludable que la distancia, la profesionalidad en la materia que se imparte, los contactos reglamentados según horarios de tutorías y el razonable respeto, también hacia el adolescente, que precisa de espacio lo suficientemente libre como para que asuma elecciones, fracasos, soledad e iniciativas.
La dulce droga de la irresponsabilidad tiene antídoto y cura. Empezando por sus ladrillos elementales. La ruina del sistema educativo puede invertirse de forma extraordinariamente simple, con un corpus general de materias fundamentales y una metodología basada en la transmisión de conocimientos, en el reconocimiento de la obvia jerarquía de éstos y en el de la básica importancia del esfuerzo, la valía y las dotes personales. El precio es la desaparición del confuso aparcamiento de niños y adolescentes que se llamó la Bolsa de Trabajadores de la Enseñanza, del todos haciendo de todo a golpe de consigna, clientelismo político-sindical y estulticia que ha venido siendo, fuente de ingresos y reino de la dictadura de la secta pedagógica[1]. La importancia y excelente nivel que tuvo en tiempos la Educación Pública, la realmente democrática, necesaria, degradada y atacada tanto por sus supuestos defensores como por los amigos de la privatización universal, es recuperable. Precisa de un cuerpo de docentes nombrados por medio de oposiciones estatales abiertas basadas en titulación y dominio de materias. Necesita profesionales cuya independencia se respete, especializados según niveles y edades del alumnado, con una clara distinción entre Básica, Media y Formación Profesional. Le son indispensables exámenes que demuestren el dominio de cada temario y permitan así el paso lógico de un ciclo a otro. No hay más salida que atenerse a criterios de calidad y sabiduría que son antagónicos de la maraña de intereses caciquiles que infecta aulas, libros de texto y universidades superfluas sembradas como hongos según capricho del jeque local. Debe subsanar con atención y financiación adecuadas una larga carencia: la falta de buenos centros gratuitos de Formación Profesional, que son instalaciones costosas a las que nunca se han dedicado los fondos que de urgencia requieren mientras se multiplican universidades inútiles. Ese rescate de la Enseñanza es incompatible con la barata demagogia de la oferta de una eterna y confusa guardería donde el pedagogo mezcla de psicólogo, animador, ingeniero de almas y canguro distribuya píldoras informativas según la zona autonómica, el tópico mediático o las preferencias del nanogobierno de turno.
Gran desolación, caso de llevarse a cabo este rescate, en las prietas filas de cuantos verán desaparecer la fuente de fáciles colocaciones de afiliados, simpatizantes y votantes cautivos; indignada protesta de los ardientes defensores del tótum revolútum, de los dinamiteros de los colegios profesionales, de los amantes de la prohibición –insólita pero real en España- del uso de la lengua española. Pero el amenazador ruido inicial se disolvería con mucha mayor rapidez de lo que se cree ante el contacto con el insobornable, aunque por décadas postergado, principio de realidad. Las armas amenazadoras de estas huestes nada famélicas son de chapa y plástico, los atrezzos nacionalistas de guardarropía, y no resistirán el aire exterior ni el caudal de libertad y de posibilidades que proporciona al individuo desde sus comienzos el verdadero alimento intelectual.
Al alcance de los deseosos de trabajos prácticos que, además del incansable grial del dominio del inglés, les proporcionen sustancia directa cognitiva y reflexiva están los recorridos por el ancho mundo; limitados por el tiempo y, más que en los medios económicos, por el precio de austeridad, riesgo y fatiga que se acepte pagar. Por ejemplo, África. Nada que ver con la realidad virtual, el buen salvaje y el videojuego. Descubrirá la fundamental importancia de recorrer cincuenta kilómetros sin que te roben, te violen o te maten. Tal vez tome otra dirección y deambule por la jungla de asfalto sin seguridad social solícita ni tres comidas garantizadas. O se halle impensadamente en el neolítico, reflexionando sobre los albores de la especie en la seca inmensidad australiana. Puede que, en un instructivo circuito por las zonas del Islam, no le quede más remedio que poner en duda las alianzas de civilizaciones cuando vea que en el siglo XXI millares de mujeres son
animales enjoyados que pasean la oscura cárcel ambulante que las cubre. Es probable que, en esta pedagogía desde la calle del barrio al resto del Globo, lea en los antiguos periódicos del museo de Hiroshima las declaraciones, previas a la bomba atómica, del Emperador negándose a la rendición y advirtiendo que eran preferibles cincuenta millones de muertos con honor, y es previsible que, al leerlo, sienta vacilar sus certidumbres y se asome a los abismos a los que se enfrentaron los hombres del siglo XX. En su recorrido irá trazando el retrato de sí mismo, de sus límites y de ese yo que sólo el desnudo contacto revela, averiguará los precios de lo que ya conoce. Llevaba en la mochila, tal vez de marca, dos viandas diferentes. Como una Alicia en el País de las Maravillas, el mordisco de una afirmará la maldad de la bestia humana; de la otra sus angélicos rasgos primigenios. Ninguna de ambas le valdrá como alimento en el oleaje continuo de las diferencias de los seres, pero muchas más manos le ayudarán que las que le hieran. Sabrá del mundo como pregunta, como exigencia. Y de su terrible belleza.
La democracia es etapas de lucidez, conocimiento y dignidad, y, sin recuperación de la herencia cultural y de los imperativos del saber, el mérito y el esfuerzo, su existencia es imposible. En un espacio nacional de igualdad de deberes y derechos no ha lugar el relativismo postmoderno, la interesada visión del mundo parcelado enemiga de los valores universales, amasada con oportunismo y cobardía y envuelta en diálogo y tolerancia. El individuo recupera la ética, los ideales y la facultad de juzgar, se alza sobre las tribus, desaparece el temor a emplear los justos términos, pierde el miedo a pensar sin censura y a verbalizar la evidencia, advierte la legitimidad, nada vergonzosa, del modesto sentido común, rechaza la ración extra de pienso que le ofrecía el jefe del clan más próximo. Ha aprendido. Sabe. Se sorprende al descubrir su sed, antes inconsciente y soterrada, de verdad, de bien, de belleza, observa que tales rasgos pertenecen a la generalidad de la especie, Y llegado a este punto no hay vuelta atrás.
[1] Véase La Secta Pedagógica, de Mercedes Ruiz Paz. UNISÓN EDICIONES.
La Enseñanza como botín
Pocos atracos pueden compararse a la apropiación, como botín, del entero sistema de Enseñanza. Merece el honor de clasificarse entre los robos más grandes jamás contados. Prueba de ello es la virulencia con la que se defiende, por sus ocupantes, el dominio del coto. Se trata, además, de un robo al que difumina la aparente inocuidad del sujeto. La Educación es un tópico al que siempre se rinde pleitesía verbal, pero que jamás se considera del rango de los temas que ocupan la portada de los periódicos. Y sin embargo no ha habido golpe de Estado tan determinante como el educativo. Imagínese lo que representa disponer a entera discreción de las seis o más horas del horario lectivo de todos los alumnos, del parvulario a una universidad cada día más infantilizada por el bajo nivel con el que a ella se accede, multiplíquense las jornadas en las aulas por los días del curso, por el número de individuos matriculados y por cada uno de los locales destinados a este fin y rellénense esas seis o más horas con el contenido que plazca impartido por quien convenga según afinidades, dependencias y fidelidades.
Cuando se dispone de tal botín utilizable a efectos que nada tienen que ver con la transmisión de conocimientos y el desarrollo de la inteligencia, con barra libre para minimizar lo que fueron propiamente asignaturas y sustituirlas por populismos, nacionalismos, victimismo y consignas, entonces se tiene un poder mucho mayor y durable que el del dinero. Se dispone, y se ha dispuesto, como es el caso español, de miles de sujetos absolutamente vulnerables en los que verter desde la temprana infancia la completa ignorancia histórica, a los que privar de su herencia cultural inserta durante milenios en el área de Europa y en el devenir secular de su antiguo país. Se les priva del capital personal, del viático irreemplazable que es lo almacenado en la memoria, el único del que nadie podría despojarles, muy distinto a la información puntual y dispersa que irán hallando según necesidades del momento. Es una tropa a la que, en vistas al futuro y al presente mismo (no en vano se pretende hacer del niño sujeto político), se ha ejercitado en el abandono de la causalidad y la cronología y en la sumisión a los canales de datos y sucesos de los que dependerá su existencia entera, de forma que ellos no serán nada si el canal, de por sí en continuo cambio, les falla. Imposible y vetado que comprendan la riqueza de unos clásicos expulsados del espacio lectivo, que aprecien la guía señera de obras y personas de las que, como de las estrellas lejanas, sigue llegando su luz.
La estupidez sin esfuerzo
De la categoría a la anécdota: La ignorancia, vagancia y desánimo plañidero es la generosa cosecha de una vasta y pertinaz siembra, el fruto del filtro «a contrario» favoreciendo la mediocridad por decreto y la generalización de la ingeniería social basada en el victimismo, extraordinariamente rentable en tramos electorales de corto plazo y gran control de los canales comunicativos. Por ejemplo: No existe una maquiavélica conjura para lograr que los estudiantes nada sepan, que sean legión los jóvenes sin oficio ni beneficio que, cargados de títulos inútiles, se vean obligados a buscarse la vida en otros países. La aparentemente misteriosa razón por la que se han reducido, eliminado o minimizado en los programas de enseñanza de niños y adolescentes materias fundamentales como Ciencias Naturales, Lengua, Matemáticas, Filosofía, Geografía, Latín, Griego, Historia, la causa del mísero nivel actual, de la Primaria, donde se aprende a leer lo más tarde posible y el dictado está tan perseguido como los libros en Fahrenheit 451, y de la Universidad, que es un Parnaso del graffiti y un vertedero de envases del todo a cien, es de una sencillez meridiana: Había que repartir las horas lectivas y los puestos docentes entre aquéllos que llamarían los clásicos «de menos valer»,, una masa sin profesionalidad, formación ni solvencia académica, cuya fidelidad a la repetición de consignas es directamente proporcional a los beneficios, prestigio y empleos recibidos. La diferenciación entre fanerógamas y criptógamas o la traducción de La Guerra de las Galias no están al alcance de cualquiera, pero los afiliados y miembros de los dos sindicatos mantenidos oficialmente a peso de oro hallaron amplio acomodo lectivo en la desastrosa Ley educativa de 1990, la nunca bastante denigrada, y, en la práctica en su mayoría aún vigente por la cobardía de los pretendidos gobiernos de la oposición, la LOGSE. La parafernalia ideológica que la cubría esconde una verdad sencillísima: De no haber servido para anular a los cuerpos profesionales y a los profesionales mismos para, así, disponer de sus puestos y colocar en ellos a clientela sociopolítica, la LOGSE no hubiera existido jamás. Las preguntas de los temarios de oposiciones que versaban sobre conocimientos se vieron sustituidas por adhesiones memorísticas a las jaculatorias del ideario con el que la clase dueña del discurso ha vestido su programa básico de toma del Estado como fuente de beneficios, y ello siguiendo al pie de la letra la táctica de la multiplicación selectiva de lo peor y los peores como garantía de adhesiones multitudinarias. A menor coeficiente intelectual, profesional y moral, mayor y más entusiasta apoyo a convocatorias de reuniones, cargos de coordinación, comisiones de seguimiento, especialistas en enseñar a enseñar, en aprender a aprender, tutores de tutores, inspectores de equipos, supervisores de aplicación de los principios (de género, igualdad, valores, ecologismo, derechos de los animales, amor planetario, fraternidad sostenible, etc. etc.).
Es infinitamente más fácil repetir los mantras de rigor que estudiar y aprobar cursos académicos, publicar investigaciones de enjundia, superar en buena lid pruebas serias y transparentes, cumplir rentablemente en una empresa, trabajar ocho horas, arriesgarse en un negocio propio. Cuando esta ingeniería social se aplica en dictaduras convictas y confesas tenemos una Democracia Popular. Cuando funciona paralela al Estado que se supone parlamentario y lo hace de forma creciente y con claras aspiraciones a absorber la mayor parte de los recursos tenemos el caso español, en el que los iconos «Democracia», «Igualdad» y «Justicia» no pasan de ser caricaturas multitudinarias de sus referentes, significantes utilizados a modo de pancarta que han sido vaciados, durante décadas de aprovechamiento parásito, de su significado.
La maquinaría no se limita a la cooptación inversa, la de aquéllos de menos valía: Los fabrica. Y es profundamente antidemocrática porque se ensaña en los más débiles. Empeora, envilece, elimina los caminos de ascenso de cada persona a mejores categorías humanas, siembra, continuamente, con todo tipo de mensajes supra y subliminales, la aversión a la grandeza, la altura de miras y de pensamiento, a la jerarquía de valores, a los frutos del saber, a los términos mismos civilización y cultura. Esos peores que son su resultado y su más fiel y dependiente apoyo no son peores congénitos ni así marcados fatalmente por su origen socioeconómico. Se les ha privado, desde la escuela, de la conciencia de la mejora por el propio esfuerzo, se les ha arrebato su legítima herencia cultural, los conocimientos que les eran debidos, para encerrarlos en un reducto ovejuno y miserable, sin más horizonte que la vecindad, lo inmediato, la grey y el terruño; se les han quitado la filosofía y las lenguas clásicas, la amplitud de la geografía del mundo y la de su patria; les han arrebatado la literatura, el arte, la certidumbre de que, por el estudio y el trabajo, podían llegar lejos independientemente de sus orígenes y posibilidades económicas. Les han robado lo mejor de la Democracia, en su sentido real, universal, noble.
Junto con la libertad, la víctima a abatir en tal sistema es lógicamente el individuo con cuanto le protege y defiende. De ahí el desplazamiento, a todos los niveles, de la persona a la tribu, lo que equivale a la eliminación del lazo entre sujeto y objeto y, por ende, a la anulación de la responsabilidad en la propia vida. Los actos mismos no existen, como la realidad tampoco. Unos y otra pasan a ser manifestaciones transitorias y subjetivas de condiciones mudables según la conveniencia, favorables si así se obtiene beneficio y desfavorables e injustas si contravienen las consignas que caracterizan al clan. Cobijadas todas ellas bajo el paraguas ficticio de la doctrina del Mal Sistémico, fuente continua de injusticia y, por lo tanto, de legitimación. El llamado mundo de la cultura se vuelve una parodia de la libertad e inteligencia que la palabra cultura evoca. Nada que ver con riesgo, esfuerzo, amplitud, altura, sabiduría. Es sólo una reiterativa fábrica de tópicos duales destinada a empapar sin descanso a la masa social con la visión propia del mito rentable. Poco importa que sea creído, que resulte a todas luces incompatible con la Historia real, con la evidencia y con la lógica. Lo fundamental es que esa sociedad se perciba a sí misma embarcada en un movimiento que la transciende, una onda que recorre y explica presente, futuro y pasado y delimita, sin esfuerzo personal crítico alguno, los Benditos y los Malditos de un padre que es el padrino de los coordinadores de la distribución de papeles en la obra.
Sin subvenciones, sin apoyos, el otro mundo de la cultura bracea para respirar, crear y persistir. Hay jóvenes actores que se niegan a pertenecer a tribus, homosexuales que rechazan exhibirse con el grupo al que le pagan por serlo y resguardan su amor y su vida privada, hay intérpretes de vocación y de valía que aceptan, para comer, el enésimo papel secundario en el metraje alusivo a la Guerra Civil, hay músicos, pintores, poetas, guionistas que prefieren la sombra a la incondicional, secular y preceptiva adhesión a la corrección política, héroes anónimos de la cultura que sí merece el nombre, y el renombre.
Un expresivo cartel de la concentración-acampada de mayo de 2011 en Madrid pedía ¡Empleos públicos para todos!, otro No al exclavismo (sic) laboral seguido de Complot (sic; probablemente por boicot) a Mercadona. También, en el mejor estilo del 68, Lo queremos todo, y lo queremos ahora. Hay que reconocer que el gratis total es la madre de todas las leyes que conforman la Transición B, y que su originalidad es cero porque, bajo enunciados diversos, esas dos palabras resumen la oferta programática de numerosos líderes. Ahora bien, tal consigna, mediante el sabio uso del chantaje dual de quien lo niegue franquista, ha alcanzado en España, a fuer de cantidad en el empleo, una específica calidad. Desde niños, los futuros ciudadanos han sido convencidos de que se les debe todo, de que una oscura injusticia les ha privado de la seguridad, el bienestar, los artículos de consumo ofrecidos por la televisión y el sexo satisfactorio. Y ello de la cuna a la tumba. La ingesta de cantidades industriales de premisas, no sólo rigurosamente opuestas al principio de realidad sino perfectamente inviables, les ha infundido ante el primer asomo de exigencia de esfuerzo, indignación estéril, desahogo en forma de rabietas urbanas e impulsos de adhesión a las tribus parásitas y el pensamiento no ya débil sino paupérrimo. Han aceptado mansamente que se les adoctrine en la ignorancia histórica y geográfica, que estudien de los ríos tan sólo el tramo que pasa por su zona, que nada se deba al individuo y todo al medio. No han salido a la calle jamás durante décadas de adoctrinamiento descarado, no han denunciado nunca el robo de la herencia cultural del que han sido y son objeto, han aplaudido a los sátrapas del terruño porque les daban ocio, botellón y circo. Son los únicos en Europa que no tienen país, ni bandera, ni símbolos y referencias patrias, porque se les ha acostumbrado desde la infancia a considerarlo vergonzoso, de manera que su vacío intelectual formativo interno se corresponde con el gran vacío externo de referencia, que se suplanta con mitos locales y euforias deportivas.
La gratuidad ha sido ubicua, para ellos y para sus padres. En todos los sentidos, de manera que ni siquiera había que comprometerse en opciones morales, en denuncias de la injusticia flagrante, de la violencia próxima, del asesinato y el robo impunes, de la reincidencia descarada. Porque estaba mal visto, porque ni siquiera se nombraba, porque lo cubría el velo de idearios de lucha nacionalista, penuria económica, determinismo psicológico. Lo propio era que, en pleno sistema democrático parlamentario, las víctimas de los grupos independentistas parecieran leprosas, culpables y debieran llorar en silencio su muerto y su pena. Lo natural ha sido, y es, que el crimen común gozara de impunidad o de lenidad en casos múltiples y que fuera normal tener que codearse con el liberado asesino de su familia, que se destruyeran con rapidez inaudita las pruebas del mayor atentado terrorista de Europa, que las leyes se aplicaran a capricho de las taifas y los tribunales estuviesen al servicio del partido que los nombra. En tal contexto, la anécdota educativa, de cuyos polvos vienen buena parte de estos lodos, el exigir estudio para pasar de un curso al otro, buenas notas para merecer becas, exámenes de control de conocimientos, abono de parte de las matrículas que la sociedad subvenciona, reparación de destrozos causados en las instalaciones públicas, oposiciones basadas en un temario compuesto por materias esenciales, esto es absurdo, y por ende insultante.
A los jóvenes les han quitado mucho, pero el bloque parásito que ha hecho llover sobre ellos juguetes en forma de universidades inútiles, campus que son un vertedero, diplomas sin valor, cursos que ni se inauguran ni vale la pena que presida claustro de prestigio alguno, esa misma generosa fuente de barato barato y títulos todo a cien les ha ofrecido sin embargo un don inestimable: Les ha proporcionado un Enemigo, sempiterno, multiuso y económico puesto que no pide más esfuerzo que el del exorcismo esporádico.
Y ahí están, en pleno siglo XXI, utilizando, con ejemplar e inconsciente fidelidad al guión, «reaccionario», «franquista», «fascista», inermes ante la desesperanza de un horizonte frente al que bruscamente se encuentran y en el que la vida no es gratis, sino difícil. Son muchos años de guardería para pasar, directamente, a la jungla.
Cómo fabricar transiciones:
Paga tribus y tendrás muchas.
En la España de las postrimerías del franquismo, en los años setenta y principios de los ochenta, hubo un primer proceso admirable por su pacifismo. Pero a la Transición A, la genuina, basada en valores tan positivos como el general deseo de concordia y la búsqueda del bien común ciudadano enmarcado en instituciones estables, libres, democráticas y similares a las de los países desarrollados europeos, siguió con lamentable rapidez la Transición B, que se desarrolló a partir y en el cuerpo mismo de la anterior, aunque con miras opuestas. Se sustenta en la elaboración y capitalización del antifranquismo como mito legitimador, y esto a todos los niveles, grupos, comunidades, áreas, individuos, por medio de la definición a contrario, de manera que no existan hechos concretos, que nada ni nadie valga por sí, sino que reciba bienes, remuneración, reconocimiento social y blindaje legal con la simple invocación de oponerse a la pasada dictadura y mediante la amenaza de incluir, a efecto retroactivo, a los demás en ella. Estamos ante un proceso eminentemente económico, aunque la profusión de verbología ideológica pudiera hacerlo parecer lo contrario. Tras disposiciones, leyes, iniciativas, declaraciones empedradas de solidario, igualdad, poderosos, social hay a poco que se mire una finalidad previa, que consiste en favorecer a las diversas tribus que se han ido creando para que, a su vez, apoyen al creador que garantiza su sustento. Esto sólo podría haberse dado en el siglo XX y principios del XXI porque únicamente ahí, como apéndice enfermizo del Estado de Bienestar, se da el fenómeno de las utopías subvencionadas, del victimismo rentable y de un chantaje ético que alcanza dimensiones inusitadas cuando impregna los medios de comunicación y la sobreabundancia de mensajes elimina el espacio crítico. Este proceso, ocasional, sectorial en el resto de países, alcanza en España un grado cualitativo y cuantitativo sin parangón porque la máquina de fabricar tribus adictas no se enfrenta a oposición alguna. La sociedad está intimidada, condicionada y cebada por la imagen que se le ofrece de vencedora en una batalla póstuma contra el enemigo ancestral y siempre alerta. Y desde el extranjero resulta halagador asimismo apoyar a los que se presentan como vencedores tardíos de la triste y lejana contienda, cuyo vago perfil es simplemente el de la última romántica guerra de antaño.
DE LA TRANSICIÓN A LA INDEFENSIÓN. Y VICEVERSA
ÍNDICE
1-Transiciones.
2-Cómo fabricar transiciones (paga tribus y tendrás muchas).
3-La estupidez sin esfuerzo.
4-La Enseñanza como botín.
5-Educación para la indefensión.
6-Salir de la cárcel.
7-Totalitarismo light.
8-El nuevo arte de la guerra.
9-Del latín al bable.
10-La Era de la Marmota.
11-Historia de dos postguerras.
12-Sabiduría oriental o cómo acabar con las corrupciones.
13-Del Romanticismo y sus estragos.14-España parque temático.
14-La catarsis de la tomatina.
15-Variantes del Cui prodest?
16-El filtro inverso.
17-De transiciones y de muñecas rusas.
18-Del esperpento a la tragedia.
19-El Monumento al Olvido.
20-Galería.
21-El ciudadano de Piranesi.
22-La postmodernidad universal.
23-Hay vida ahí fuera.
24-Liberación.
25-Yihadismo y nueva dualidad.
26-El mundo “árabe” y su indefensión. Yihadistas honorarios.
27-En busca del individuo perdido.
28-Rescate.
29-Tiempo de ideas.
30-Tiempo de precios.
31-Transición final de trayecto.
32 -Un mundo de transiciones.
Mercedes Rosúa Delgado
ÍNDICE
DE LA TRANSICIÓN A LA INDEFENSIÓN.
Y VICEVERSA
1-Transiciones.
2-Cómo fabricar transiciones (paga tribus y tendrás muchas).
3-La estupidez sin esfuerzo.
4-La Enseñanza como botín.
5-Educación para la indefensión.
6-Salir de la cárcel.
7-Totalitarismo light.
8-El nuevo arte de la guerra.
9-Del latín al bable.
10-La Era de la Marmota.
11-Historia de dos postguerras.
12-Sabiduría oriental o cómo acabar con las corrupciones.
13-Del Romanticismo y sus estragos. -España parque temático.
14-La catarsis de la tomatina.
15-Variantes del Cui prodest?
16-El filtro inverso.
17-De transiciones y de muñecas rusas.
18-Del esperpento a la tragedia.
19-El Monumento al Olvido.
20-Galería.
21-El ciudadano de Piranesi.
22-La postmodernidad universal.
23-Hay vida ahí fuera.
24-Liberación.
25-Yihadismo y nueva dualidad.
26-El mundo “árabe” y su indefensión. Yihadistas honorarios.
27-En busca del individuo perdido.
28-Rescate.
29-Tiempo de ideas.
30-Tiempo de precios.
31-Transición: final de trayecto.
32-Un mundo de transiciones.
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Y ahora, ¿qué va a ser de nosotros sin bárbaros?
Esas gentes eran, al fin y al cabo, una solución.
P. Cavafis: “Esperando a los bárbaros”
Transiciones
A la transición pacífica, desde un régimen dictatorial a otro realmente parlamentario elegido con todas las reglas del sufragio universal y las normas electorales, sucedió rápidamente en España la generación y mantenimiento de una estructura oportunista, incrustada en la deseable y genuina, de carácter esencialmente parásito, autolegitimada por la mitificación como el Mal absoluto del régimen anterior y sostenida por la publicidad cultural y mediática. Esto ha consistido, y en buena parte aún consiste, en crear tribus que cobran por el hecho de serlo y en favorecer la proliferación de clientelas basadas específicamente en la ausencia de mérito propio y en el monopolio de un poder que se basa en los privilegios de comisariado social, en la unificación de cultura y educación según los tipos de propaganda y en la difusión del temor al ostracismo y la represalia.
La diferenciación rentable, crear tribus y pagarlas por serlo ha sido, desde muy pronto, la argamasa más asiduamente utilizada por arquitectos y albañiles de un entramado pseudoestatal hispano que ha crecido abrazando y asfixiando el árbol original de la Constitución. Siempre bajo el paraguas de proclamas utópicas finalmente a cargo del tesoro público, la metodología se basa en generar, delimitar, favorecer y blindar a grupos a los que se hace beneficiarios y deudores de inmerecidas cuotas de privilegios. Es exactamente la antítesis del Estado de Derecho compuesto por individuos sólo iguales ante la Ley y los derechos cívicos, pero que deberán lo que cada uno obtenga a sus dotes, obras y merecimientos.
La fábrica de fidelidades recibe apoyo y procura seguridad durante un espacio de tiempo, que en España se extiende desde el comienzo de los años 80 del pasado siglo hasta la actualidad, mientras existan fondos para ello. Si la estructura de clanes creada ad hoc persiste y prospera durante décadas, es porque la censura, en buena parte interna y asumida, ha impedido, no ya la denuncia, sino ni siquiera la verbalización de lo que sucede. La implosión, cuando llega, simplemente va haciendo saltar las mallas del tejido. Se carece incluso de terminología para la descripción de un estado de cosas que la percepción omite o justifica.
Las tribus prestamente generadas por el alter ego parásito de la Transición española se han formado con elementos cuyo denominador común es la falta de valía que justifique el puesto, prestigio, dinero, preeminencia e inmunidad de los que gozan. Nunca se componen de individuos en un contexto de igualdad ciudadana, no se trata de personas diferenciadas ni de obras concretas sometidas directamente a observación. Pertenecen a la iglesia terrenal de la Clase, la etiqueta política, el Opresor o el Oprimido, el Privilegiado o el Rebelde. La tribu puede serlo por el lugar que habita, por mitologías etnológicas, por hablas locales, por la opción y el género sexuales, por la inferioridad profesional, intelectual, social entendidas como rasgo meritorio, por la marginalidad. De forma que, lejos de paliar deficiencias, favorecer el desarrollo y aspirar y hacer aspirar a mejoras, lo que se potencia es la selección inversa y la multiplicación de lo peor en todos los aspectos, la dictadura del miembro, anónimo e irresponsable, sobre el ciudadano y la mediocridad militante como norma. Ello ejercido según una táctica agresiva que actúa en defensa propia de la numerosa, y bien alimentada clientela. De ahí el apoyo, férreo, largo y tenaz, al sistema por parte de un vivero de población adicta que ha sido moldeada según el baremo de los mínimos comunes denominadores.
Los genéricos anulan el análisis, persecución y castigo real de actos concretos. Este individuo no ha hecho tal cosa, no es persona ni jurídica ni de tipo alguno, no es responsable. Pertenece a un estrato gregario, semianimal, determinado por sexo, lugar, trabajo, usos, ingresos. Por ello nada más fácil, una vez creada esta conciencia de ganadería, que infundir en ella el odio a sus supuestos dueños, a cualquiera que, por cualquier concepto, resulta envidiable y sobrepasa al rebaño. La utilización de falso léxico es, en este caso, indispensable, las grandes palabras dignas de utilizarse con el mayor rigor o se desvirtúan o se vulgarizan de manera que pierdan todo sentido, terrorismo o genocidio pasan a ser cualquier cosa.
El parásito ha cubierto el árbol de tal manera que resulta difícil distinguir el tronco originario, las ramas que pugnan por abrirse paso hacia la copa, la tierra y las raíces mismas que, en su momento, le dieron base y existencia. Porque la Transición española no siempre fue la madeja de excrecencias sin más finalidad que la rapiña y el engorde. Y menos todavía la mutación taumatúrgica del viejo al nuevo sistema. Fue un proceso por el que circulaba la savia de la buena voluntad, de la amplitud de miras, cuyo marco era, no ya parejo, sino exactamente antagónico al horizonte tribal. El árbol incluía en su materia las semillas de voracidades y clanes, pero ni éstas fueron el componente principal ni el único. Las cubría y silenciaba un arranque general hacia arriba, un empuje de ilusión y de esperanza que contó sobre todo con el individuo y que fue sostenido por personas que, o dieron la talla, o engañaron a cuantos confiaron en que podían darla.
Décadas después, el desengaño ha sido proporcional al volumen de la ilusión invertida, al espejismo prometedor de mayor y segura dicha. Y el desengaño es tanto más letal cuanto que sus perfiles no son perceptibles, se difuminan en el vago panorama de generales, casi universales crisis. De forma que el enemigo siempre carece de rostro, de nombre, finalidades y orígenes. Es simplemente un avatar mudable según lo que reflejen las pantallas, y, por lo tanto, nada más fácil que someterse a las tribus cercanas, a la desaparición del país y de los principios y valores comunes, a la negación de las relaciones causa-efecto y a la vaciedad del término historia.
Son muy reales, sin embargo, los lotes y repartos, las gabelas aseguradas para el hoy y los tiempos venideros, las reservas y haberes diezmados hasta la extenuación. Con la grande, inmensa diferencia respecto a los normales casos, en otras naciones, de abusos, corrupción y rapiña de que en la España de la Transición dulce lo que ha crecido, más que hierbas parásitas, es un bosque paralelo sembrado desde su origen a efectos de expolio. Universidades, fundaciones, organizaciones, unidades políticas y administrativas, medios de comunicación, ministerios, cuerpos administrativos y judiciales, currículos de Enseñanza, leyes, aeropuertos se han ido creando ex ovo para cobrar de ellos y a través de ellos. La interminable polémica sobre las reformas educativas que ha producido ya en dos generaciones un bajísimo nivel se resume, tras el maquillaje del ideario, en la necesidad de quitar conocimientos para sustituirlos por consignas. Y esto con el fin inmediato de poder colocar, en lugar de a profesionales, a la fácil y agradecida clientela de comisariado, partido, sindicatos de nómina, votantes, colegas y simpatizantes. Sólo así se comprende el afán por eliminar de los programas de estudios, de las oposiciones y hasta de escuelitas de primaria y guarderías, el aprendizaje real, la jerarquía de importancia en los saberes, la posibilidad de que la inteligencia natural, el trabajo personal y el caudal de conocimientos hallen el hueco social que se les debe.
El atraco perfecto al hispánico modo ha consistido, y consiste, en crear y adueñarse de vastos sectores públicos y/o subvencionados y en diseñar, acotar y fidelizar rebaños de diversos hierros; véanse minorías raciales, sexuales, sociológicas, que se constituyen en receptores naturales de indemnización por ancestrales agravios, ofensas al orgullo de género y traumas debidos al represivo rojo de los semáforos o al aprendizaje de la ortografía[1]. En el amplísimo club tienen cabida amantes del patín solar y de la bicicleta urbana, defensores del carril para jabalíes y de la reintroducción del oso madroñero, amigos del piojo verde (en peligro de extinción) y, hablantes del castrapo o de las formas dialectales catalano-árabes del área barcelonense. Paralelamente, se elimina a un ritmo cada vez más acelerado el respeto a la vida privada y derechos del ciudadano sin mayores distingos, de forma que se acorrale a éste en el reducto de una libertad vigilada bajo sospecha de incorrección sociopolítica. Nadie será hijo de sus obras. No hay personas. Las que vayan quedando sirven para pagar, callar y ofrecer periódicamente sacrificios a los dioses Solidaridad, Progresismo y Democracia.
Cómo fabricar transiciones:
Paga tribus y tendrás muchas
En la España de las postrimerías del franquismo, en los años setenta y principios de los ochenta, hubo un primer proceso admirable por su pacifismo. Pero a la Transición A, la genuina, basada en valores tan positivos como el general deseo de concordia y la búsqueda del bien común ciudadano enmarcado en instituciones estables, libres, democráticas y similares a las de los países desarrollados europeos, siguió con lamentable rapidez la Transición B, que se desarrolló a partir y en el cuerpo mismo de la anterior, aunque con miras opuestas. Se sustenta en la elaboración y capitalización del antifranquismo como mito legitimador, y esto a todos los niveles, grupos, comunidades, áreas, individuos, por medio de la definición a contrario, de manera que no existan hechos concretos, que nada ni nadie valga por sí, sino que reciba bienes, remuneración, reconocimiento social y blindaje legal con la simple invocación de oponerse a la pasada dictadura y mediante la amenaza de incluir, a efecto retroactivo, a los demás en ella. Estamos ante un proceso eminentemente económico, aunque la profusión de verbología ideológica pudiera hacerlo parecer lo contrario. Tras disposiciones, leyes, iniciativas, declaraciones empedradas de solidario, igualdad, poderosos, social hay a poco que se mire una finalidad previa, que consiste en favorecer a las diversas tribus que se han ido creando para que, a su vez, apoyen al creador que garantiza su sustento. Esto sólo podría haberse dado en el siglo XX y principios del XXI porque únicamente ahí, como apéndice enfermizo del Estado de Bienestar, se da el fenómeno de las utopías subvencionadas, del victimismo rentable y de un chantaje ético que alcanza dimensiones inusitadas cuando impregna los medios de comunicación y la sobreabundancia de mensajes elimina el espacio crítico. Este proceso, ocasional, sectorial en el resto de países, alcanza en España un grado cualitativo y cuantitativo sin parangón porque la máquina de fabricar tribus adictas no se enfrenta a oposición alguna. La sociedad está intimidada, condicionada y cebada por la imagen que se le ofrece de vencedora en una batalla póstuma contra el enemigo ancestral y siempre alerta. Y desde el extranjero resulta halagador asimismo apoyar a los que se presentan como vencedores tardíos de la triste y lejana contienda, cuyo vago perfil es simplemente el de la última romántica guerra de antaño.
La estupidez sin esfuerzo
De la categoría a la anécdota: La ignorancia, vagancia y desánimo plañidero es la generosa cosecha de una vasta y pertinaz siembra, el fruto del filtro a contrario favoreciendo la mediocridad por decreto y la generalización de la ingeniería social basada en el victimismo, extraordinariamente rentable en tramos electorales de corto plazo y gran control de los canales comunicativos. Por ejemplo: No existe una maquiavélica conjura para lograr que los estudiantes nada sepan, que sean legión los jóvenes sin oficio ni beneficio que, cargados de títulos inútiles, se vean obligados a buscarse la vida en otros países. La aparentemente misteriosa razón por la que se han reducido, eliminado o minimizado en los programas de enseñanza de niños y adolescentes materias fundamentales como Ciencias Naturales, Lengua, Matemáticas, Filosofía, Geografía, Latín, Griego, Historia, la causa del mísero nivel actual, de la Primaria, donde se aprende a leer lo más tarde posible y el dictado está tan perseguido como los libros en Fahrenheit 451, y de la Universidad, que es un Parnaso del graffiti y un vertedero de envases del todo a cien, es de una sencillez meridiana: Había que repartir las horas lectivas y los puestos docentes entre aquéllos que llamarían los clásicos de menos valer, una masa sin profesionalidad, formación ni solvencia académica, cuya fidelidad a la repetición de consignas es directamente proporcional a los beneficios, prestigio y empleos recibidos. La diferenciación entre fanerógamas y criptógamas o la traducción de La Guerra de las Galias no están al alcance de cualquiera, pero los afiliados y miembros de los dos sindicatos mantenidos oficialmente a peso de oro hallaron amplio acomodo lectivo en la desastrosa Ley educativa de 1990, la nunca bastante denigrada, y, en la práctica en su mayoría aún vigente por la cobardía de los pretendidos gobiernos de la oposición, la LOGSE. La parafernalia ideológica que la cubría esconde una verdad sencillísima: De no haber servido para anular a los cuerpos profesionales y a los profesionales mismos para, así, disponer de sus puestos y colocar en ellos a clientela sociopolítica, la LOGSE no hubiera existido jamás. Las preguntas de los temarios de oposiciones que versaban sobre conocimientos se vieron sustituidas por adhesiones memorísticas a las jaculatorias del ideario con el que la clase dueña del discurso ha vestido su programa básico de toma del Estado como fuente de beneficios, y ello siguiendo al pie de la letra la táctica de la multiplicación selectiva de lo peor y los peores como garantía de adhesiones multitudinarias. A menor coeficiente intelectual, profesional y moral, mayor y más entusiasta apoyo a convocatorias de reuniones, cargos de coordinación, comisiones de seguimiento, especialistas en enseñar a enseñar, en aprender a aprender, tutores de tutores, inspectores de equipos, supervisores de aplicación de los principios (de género, igualdad, valores, ecologismo, derechos de los animales, amor planetario, fraternidad sostenible, etc. etc.).
Es infinitamente más fácil repetir los mantras de rigor que estudiar y aprobar cursos académicos, publicar investigaciones de enjundia, superar en buena lid pruebas serias y transparentes, cumplir rentablemente en una empresa, trabajar ocho horas, arriesgarse en un negocio propio. Cuando esta ingeniería social se aplica en dictaduras convictas y confesas tenemos una Democracia Popular. Cuando funciona paralela al Estado que se supone parlamentario y lo hace de forma creciente y con claras aspiraciones a absorber la mayor parte de los recursos tenemos el caso español, en el que los iconos Democracia, Igualdad y Justicia no pasan de ser caricaturas multitudinarias de sus referentes, significantes utilizados a modo de pancarta que han sido vaciados, durante décadas de aprovechamiento parásito, de su significado.
La maquinaría no se limita a la cooptación inversa, la de aquéllos de menos valía: Los fabrica. Y es profundamente antidemocrática porque se ensaña en los más débiles. Empeora, envilece, elimina los caminos de ascenso de cada persona a mejores categorías humanas, siembra, continuamente, con todo tipo de mensajes supra y subliminales, la aversión a la grandeza, la altura de miras y de pensamiento, a la jerarquía de valores, a los frutos del saber, a los términos mismos civilización y cultura. Esos peores que son su resultado y su más fiel y dependiente apoyo no son peores congénitos ni así marcados fatalmente por su origen socioeconómico. Se les ha privado, desde la escuela, de la conciencia de la mejora por el propio esfuerzo, se les ha arrebato su legítima herencia cultural, los conocimientos que les eran debidos, para encerrarlos en un reducto ovejuno y miserable, sin más horizonte que la vecindad, lo inmediato, la grey y el terruño; se les han quitado la filosofía y las lenguas clásicas, la amplitud de la geografía del mundo y la de su patria; les han arrebatado la literatura, el arte, la certidumbre de que, por el estudio y el trabajo, podían llegar lejos independientemente de sus orígenes y posibilidades económicas. Les han robado lo mejor de la Democracia, en su sentido real, universal, noble.
Junto con la libertad, la víctima a abatir en tal sistema es lógicamente el individuo con cuanto le protege y defiende. De ahí el desplazamiento, a todos los niveles, de la persona a la tribu, lo que equivale a la eliminación del lazo entre sujeto y objeto y, por ende, a la anulación de la responsabilidad en la propia vida. Los actos mismos no existen, como la realidad tampoco. Unos y otra pasan a ser manifestaciones transitorias y subjetivas de condiciones mudables según la conveniencia, favorables si así se obtiene beneficio y desfavorables e injustas si contravienen las consignas que caracterizan al clan. Cobijadas todas ellas bajo el paraguas ficticio de la doctrina del Mal Sistémico, fuente continua de injusticia y, por lo tanto, de legitimación. El llamado mundo de la cultura se vuelve una parodia de la libertad e inteligencia que la palabra cultura evoca. Nada que ver con riesgo, esfuerzo, amplitud, altura, sabiduría. Es sólo una reiterativa fábrica de tópicos duales destinada a empapar sin descanso a la masa social con la visión propia del mito rentable. Poco importa que sea creído, que resulte a todas luces incompatible con la Historia real, con la evidencia y con la lógica. Lo fundamental es que esa sociedad se perciba a sí misma embarcada en un movimiento que la transciende, una onda que recorre y explica presente, futuro y pasado y delimita, sin esfuerzo personal crítico alguno, los Benditos y los Malditos de un padre que es el padrino de los coordinadores de la distribución de papeles en la obra.
Sin subvenciones, sin apoyos, el otro mundo de la cultura bracea para respirar, crear y persistir. Hay jóvenes actores que se niegan a pertenecer a tribus, homosexuales que rechazan exhibirse con el grupo al que le pagan por serlo y resguardan su amor y su vida privada, hay intérpretes de vocación y de valía que aceptan, para comer, el enésimo papel secundario en el metraje alusivo a la Guerra Civil, hay músicos, pintores, poetas, guionistas que prefieren la sombra a la incondicional, secular y preceptiva adhesión a la corrección política, héroes anónimos de la cultura que sí merece el nombre, y el renombre.
Un expresivo cartel de la concentración-acampada de mayo de 2011 en Madrid pedía ¡Empleos públicos para todos!, otro No al exclavismo (sic) laboral seguido de Complot (sic; probablemente por boicot) a Mercadona. También, en el mejor estilo del 68, Lo queremos todo, y lo queremos ahora. Hay que reconocer que el gratis total es la madre de todas las leyes que conforman la Transición B, y que su originalidad es cero porque, bajo enunciados diversos, esas dos palabras resumen la oferta programática de numerosos líderes. Ahora bien, tal consigna, mediante el sabio uso del chantaje dual de quien lo niegue franquista, ha alcanzado en España, a fuer de cantidad en el empleo, una específica calidad. Desde niños, los futuros ciudadanos han sido convencidos de que se les debe todo, de que una oscura injusticia les ha privado de la seguridad, el bienestar, los artículos de consumo ofrecidos por la televisión y el sexo satisfactorio. Y ello de la cuna a la tumba. La ingesta de cantidades industriales de premisas, no sólo rigurosamente opuestas al principio de realidad sino perfectamente inviables, les ha infundido ante el primer asomo de exigencia de esfuerzo, indignación estéril, desahogo en forma de rabietas urbanas e impulsos de adhesión a las tribus parásitas y el pensamiento no ya débil sino paupérrimo. Han aceptado mansamente que se les adoctrine en la ignorancia histórica y geográfica, que estudien de los ríos tan sólo el tramo que pasa por su zona, que nada se deba al individuo y todo al medio. No han salido a la calle jamás durante décadas de adoctrinamiento descarado, no han denunciado nunca el robo de la herencia cultural del que han sido y son objeto, han aplaudido a los sátrapas del terruño porque les daban ocio, botellón y circo. Son los únicos en Europa que no tienen país, ni bandera, ni símbolos y referencias patrias, porque se les ha acostumbrado desde la infancia a considerarlo vergonzoso, de manera que su vacío intelectual formativo interno se corresponde con el gran vacío externo de referencia, que se suplanta con mitos locales y euforias deportivas.
La gratuidad ha sido ubicua, para ellos y para sus padres. En todos los sentidos, de manera que ni siquiera había que comprometerse en opciones morales, en denuncias de la injusticia flagrante, de la violencia próxima, del asesinato y el robo impunes, de la reincidencia descarada. Porque estaba mal visto, porque ni siquiera se nombraba, porque lo cubría el velo de idearios de lucha nacionalista, penuria económica, determinismo psicológico. Lo propio era que, en pleno sistema democrático parlamentario, las víctimas de los grupos independentistas parecieran leprosas, culpables y debieran llorar en silencio su muerto y su pena. Lo natural ha sido, y es, que el crimen común gozara de impunidad o de lenidad en casos múltiples y que fuera normal tener que codearse con el liberado asesino de su familia, que se destruyeran con rapidez inaudita las pruebas del mayor atentado terrorista de Europa, que las leyes se aplicaran a capricho de las taifas y los tribunales estuviesen al servicio del partido que los nombra. En tal contexto, la anécdota educativa, de cuyos polvos vienen buena parte de estos lodos, el exigir estudio para pasar de un curso al otro, buenas notas para merecer becas, exámenes de control de conocimientos, abono de parte de las matrículas que la sociedad subvenciona, reparación de destrozos causados en las instalaciones públicas, oposiciones basadas en un temario compuesto por materias esenciales, esto es absurdo, y por ende insultante.
A los jóvenes les han quitado mucho, pero el bloque parásito que ha hecho llover sobre ellos juguetes en forma de universidades inútiles, campus que son un vertedero, diplomas sin valor, cursos que ni se inauguran ni vale la pena que presida claustro de prestigio alguno, esa misma generosa fuente de barato barato y títulos todo a cien les ha ofrecido sin embargo un don inestimable: Les ha proporcionado un Enemigo, sempiterno, multiuso y económico puesto que no pide más esfuerzo que el del exorcismo esporádico.
Y ahí están, en pleno siglo XXI, utilizando, con ejemplar e inconsciente fidelidad al guión, reaccionario, franquista, fascista, inermes ante la desesperanza de un horizonte frente al que bruscamente se encuentran y en el que la vida no es gratis, sino difícil. Son muchos años de guardería para pasar, directamente, a la jungla.
La Enseñanza como botín
Pocos atracos pueden compararse a la apropiación, como botín, del entero sistema de Enseñanza. Merece el honor de clasificarse entre los robos más grandes jamás contados. Prueba de ello es la virulencia con la que se defiende, por sus ocupantes, el dominio del coto. Se trata, además, de un robo al que difumina la aparente inocuidad del sujeto. La Educación es un tópico al que siempre se rinde pleitesía verbal, pero que jamás se considera del rango de los temas que ocupan la portada de los periódicos. Y sin embargo no ha habido golpe de Estado tan determinante como el educativo. Imagínese lo que representa disponer a entera discreción de las seis o más horas del horario lectivo de todos los alumnos, del parvulario a una universidad cada día más infantilizada por el bajo nivel con el que a ella se accede, multiplíquense las jornadas en las aulas por los días del curso, por el número de individuos matriculados y por cada uno de los locales destinados a este fin y rellénense esas seis o más horas con el contenido que plazca impartido por quien convenga según afinidades, dependencias y fidelidades. Cuando se dispone de tal botín utilizable a efectos que nada tienen que ver con la transmisión de conocimientos y el desarrollo de la inteligencia, con barra libre para minimizar lo que fueron propiamente asignaturas y sustituirlas por populismos, nacionalismos, victimismo y consignas, entonces se tiene un poder mucho mayor y durable que el del dinero. Se dispone, y se ha dispuesto, como es el caso español, de miles de sujetos absolutamente vulnerables en los que verter desde la temprana infancia la completa ignorancia histórica, a los que privar de su herencia cultural inserta durante milenios en el área de Europa y en el devenir secular de su antiguo país. Se les priva del capital personal, del viático irreemplazable que es lo almacenado en la memoria, el único del que nadie podría despojarles, muy distinto a la información puntual y dispersa que irán hallando según necesidades del momento. Es una tropa a la que, en vistas al futuro y al presente mismo (no en vano se pretende hacer del niño sujeto político), se ha ejercitado en el abandono de la causalidad y la cronología y en la sumisión a los canales de datos y sucesos de los que dependerá su existencia entera, de forma que ellos no serán nada si el canal, de por sí en continuo cambio, les falla. Imposible y vetado que comprendan la riqueza de unos clásicos expulsados del espacio lectivo, que aprecien la guía señera de obras y personas de las que, como de las estrellas lejanas, sigue llegando su luz.
Educación para la indefensión
Véase indefensión por inanición. Ninguna falacia mayor que la pretensión de educar a los alumnos para la vida, es decir, privarles, en una edad crítica de gran plasticidad, de lo más esencial: Aquello que en apariencia para nada sirve, ninguna utilidad práctica inmediata tiene y que, precisamente por ello, es lo que posee mayor importancia. Se trata del pensamiento, el saber, el sabor inconfundible de la excelencia que puede alcanzar lo humano. Los territorios de altura alguna vez, pese a todo, avistados son eliminados prestamente por la amnesia inducida cuando no por la denigración en nombre del igualitarismo. Están vetados la energía y el tiempo que debieron dedicarse a la reflexión, a la conciencia de la dificultad y el esplendor del razonamiento y de lo abstracto, a la imprescindible humildad del reconocimiento en otros de la grandeza que es el único camino para desarrollar la propia. Se les ha robado la riqueza y autonomía que dan lo aprendido, las páginas de filosofía, ciencias naturales, lenguas vivas y lenguas clásicas que, con su espléndida estructura, claridad y contenido, siguen siendo la savia de la civilización a la que ellos pertenecen y a la que se ha sumado, comprensiblemente, buena parte del planeta. En verdad la consigna Aprender para la vida adquiere pleno fundamento en el caso de la vida de sus defensores, que la enuncian en beneficio propio y llevan viviendo cómodamente de ella y sus sucedáneos.
La barbarie utilitaria, vestida de falso tecnicismo y no de la grandeza que la Ciencia posee, ha extendido la virulencia de su plaga por el mundo desarrollado, de Japón a Estados Unidos pasando por Europa, con desigual fortuna pero importantes daños. La consigna es erradicar las Humanidades, concentrar las horas de aprendizaje en lo que se presenta como de inmediata aplicación y aplicable uso, véase matemáticas, física experimental, lenguas, informática y poco más. Filosofía, arte, latín, griego, literatura, historia quedarían como el lujo complementario, el patrimonio de una clase privilegiada que emprendería el sendero vital con una mochila mucho mejor provista intelectualmente que el resto. Queda para la gran mayoría que tenía como seguro plato de resistencia la enseñanza pública la indefensión intelectual por inanición. Porque los clásicos no han sido a través de los siglos considerados como tales por mero azar, porque nadie podrá robar el haber visto el cántaro de “El aguador de Sevilla”, de Velázquez, el rostro del ángel de Leonardo, la figurilla tallada en mármol en el Egeo en la que ya están los ideales mediterráneos. Sin la humanidad inmensa de Cervantes, sin la reflexión sobre la verdad, el ser, la nada, la bondad, el mal, el bien y la belleza, sin la ingeniería perfecta del latín, sin los coloquios de Sócrates y de Platón y la grandeza de los héroes de la Ilíada, sin el tejido de ideales, imágenes y mitos que permea y nutre con su leche el espacio cognitivo universal y europeo mal pueden afrontarse cuestiones clave como el terrorismo, la eutanasia, la incomprensible perfección de la maldad del Holocausto, la guerra justa, el tipo de vida, el tipo de muerte, el vértigo cósmico, la solidaridad, el odio, la caridad, el desinterés, la legitimidad de la defensa del débil y la responsabilidad individual.
Se trata de un robo muy largo por parte de la cuadrilla de pedagogos y sociólogos que parasitan el sistema educativo, prometen fórmulas de rápido empleo futuro y venden barato barato a la opinión el reciclado de los alumnos en piezas del engranaje al que se les entregará, por un magro sueldo desprovistos de defensa cultural alguna y de la forma más antidemocrática que existe, puesto que se habrá privado a los de menos medios económicos de la única fuente auténtica de igualdad y ascenso social. Los ladrones se han enriquecido, a plena luz y con la mayor legalidad, al precio de esos miles de rehenes usados para la construcción de feudos neomedievales, alistados desde la infancia en las huestes de defensores de la resurrección e imposición de dialectos, excitados por las cotidianas raciones de odio, divertidos por las pequeñas guerras y enemigos puestos a su disposición y mucho más apetecibles que los videojuegos, indispensables en fin como garantes de empleos, publicaciones, ganancias y, a su tiempo, votos para los expertos en sustituir enseñanza por adiestramiento e implantar como asignatura troncal la mediocridad que es la base de su inexistente formación.
Amén de la secta de los malditos del comisariado pedagógico, que no pasa de ser mano de obra del jefe, los grandes obstáculos para restablecer una Educación de calidad son paradójicamente su impopularidad, el número de sus enemigos y el hecho de que no precise, excepto en el caso de la Formación Profesional, cuantiosas inversiones. Se lleva larguísimo tiempo vendiendo a las familias salas de espera hasta los dieciocho años desde donde sus hijos pasen luego a la jungla del paro. Se ha predicado a la opinión el mito del título gratis, de la exacta igualdad en dedicación y vocación; se les ha convencido de la necesidad primordial del pedagogo, que desbanca con sus dotes taumatúrgicas a los caducos profesores especialistas. Se ha impregnado a la sociedad con el timo de la revolución igualitaria en la probeta del aula –por supuesto, bajo la dictadura de los expertos- y con el de la mágica adaptación al mercado laboral y los nuevos tiempos que, al revés que ocurre en Pinocho, convertiría sin esfuerzo al perezoso retoño en estudiante aplicado y ejecutivo triunfador. Sin precio alguno, como si el ejercicio de los circuitos cerebrales, la memorización y la lectura fueran letales de necesidad. Excelente homenaje coral a George Orwell y luminoso futuro de mañanas que cantan la dependencia absoluta del banco de datos, el distribuidor informático y el empresario que controle pantalla e innovaciones. Olvido programado desde la historia de la Antigüedad al 11 M. Todo, por supuesto, de la mano de quien en universidad, colegios e institutos sustituye saber por pastoreo alternando la soberbia del creador del Hombre Nuevo frente a su auditorio y la sumisión del temeroso siervo frente a los clanes y poderes fácticos a las que los sucesivos Gobiernos nunca desde hace décadas se han atrevido a enfrentarse.
Acostumbrados a infantilizar a unos adolescentes a los que, por otra parte, se abruma con información sexual y gratificación instantánea, mal pueden aceptar unos adultos encantados con el aparcamiento indefinido y los cuidadores-padres vicarios de sus hijos que el andamiaje es nocivo y ficticio. Como lo es la pinza de control permanente sobre ellos a la que aspiran, formada por familia y profesor en régimen informativo de 24 horas. No por repetida es menos falsa la imagen del maestro casi misionero, con una vocación que raya en el sacerdocio, feliz ante la estremecedora perspectiva de un contacto y supervisión constante con los padres. Éstos y aquéllos tienen su territorio y nada más saludable que la distancia, la profesionalidad en la materia que se imparte, los contactos reglamentados según horarios de tutorías y el razonable respeto, también hacia el adolescente, que precisa de espacio lo suficientemente libre como para que asuma elecciones, fracasos, soledad e iniciativas.
La dulce droga de la irresponsabilidad tiene antídoto y cura. Empezando por sus ladrillos elementales. La ruina del sistema educativo puede invertirse de forma extraordinariamente simple, con un corpus general de materias fundamentales y una metodología basada en la transmisión de conocimientos, en el reconocimiento de la obvia jerarquía de éstos y en el de la básica importancia del esfuerzo, la valía y las dotes personales. El precio es la desaparición del confuso aparcamiento de niños y adolescentes que se llamó la Bolsa de Trabajadores de la Enseñanza, del todos haciendo de todo a golpe de consigna, clientelismo político-sindical y estulticia que ha venido siendo, fuente de ingresos y reino de la dictadura de la secta pedagógica[2]. La importancia y excelente nivel que tuvo en tiempos la Educación Pública, la realmente democrática, necesaria, degradada y atacada tanto por sus supuestos defensores como por los amigos de la privatización universal, es recuperable. Precisa de un cuerpo de docentes nombrados por medio de oposiciones estatales abiertas basadas en titulación y dominio de materias. Necesita profesionales cuya independencia se respete, especializados según niveles y edades del alumnado, con una clara distinción entre Básica, Media y Formación Profesional. Le son indispensables exámenes que demuestren el dominio de cada temario y permitan así el paso lógico de un ciclo a otro. No hay más salida que atenerse a criterios de calidad y sabiduría que son antagónicos de la maraña de intereses caciquiles que infecta aulas, libros de texto y universidades superfluas sembradas como hongos según capricho del jeque local. Debe subsanar con atención y financiación adecuadas una larga carencia: la falta de buenos centros gratuitos de Formación Profesional, que son instalaciones costosas a las que nunca se han dedicado los fondos que de urgencia requieren mientras se multiplican universidades inútiles. Ese rescate de la Enseñanza es incompatible con la barata demagogia de la oferta de una eterna y confusa guardería donde el pedagogo mezcla de psicólogo, animador, ingeniero de almas y canguro distribuya píldoras informativas según la zona autonómica, el tópico mediático o las preferencias del nanogobierno de turno.
Gran desolación, caso de llevarse a cabo este rescate, en las prietas filas de cuantos verán desaparecer la fuente de fáciles colocaciones de afiliados, simpatizantes y votantes cautivos; indignada protesta de los ardientes defensores del tótum revolútum, de los dinamiteros de los colegios profesionales, de los amantes de la prohibición –insólita pero real en España- del uso de la lengua española. Pero el amenazador ruido inicial se disolvería con mucha mayor rapidez de lo que se cree ante el contacto con el insobornable, aunque por décadas postergado, principio de realidad. Las armas amenazadoras de estas huestes nada famélicas son de chapa y plástico, los atrezzos nacionalistas de guardarropía, y no resistirán el aire exterior ni el caudal de libertad y de posibilidades que proporciona al individuo desde sus comienzos el verdadero alimento intelectual.
Al alcance de los deseosos de trabajos prácticos que, además del incansable grial del dominio del inglés, les proporcionen sustancia directa cognitiva y reflexiva están los recorridos por el ancho mundo; limitados por el tiempo y, más que en los medios económicos, por el precio de austeridad, riesgo y fatiga que se acepte pagar. Por ejemplo, África. Nada que ver con la realidad virtual, el buen salvaje y el videojuego. Descubrirá la fundamental importancia de recorrer cincuenta kilómetros sin que te roben, te violen o te maten. Tal vez tome otra dirección y deambule por la jungla de asfalto sin seguridad social solícita ni tres comidas garantizadas. O se halle impensadamente en el neolítico, reflexionando sobre los albores de la especie en la seca inmensidad australiana. Puede que, en un instructivo circuito por las zonas del Islam, no le quede más remedio que poner en duda las alianzas de civilizaciones cuando vea que en el siglo XXI millares de mujeres son animales enjoyados que pasean la oscura cárcel ambulante que las cubre. Es probable que, en esta pedagogía desde la calle del barrio al resto del Globo, lea en los antiguos periódicos del museo de Hiroshima las declaraciones, previas a la bomba atómica, del Emperador negándose a la rendición y advirtiendo que eran preferibles cincuenta millones de muertos con honor, y es previsible que, al leerlo, sienta vacilar sus certidumbres y se asome a los abismos a los que se enfrentaron los hombres del siglo XX. En su recorrido irá trazando el retrato de sí mismo, de sus límites y de ese yo que sólo el desnudo contacto revela, averiguará los precios de lo que ya conoce. Llevaba en la mochila, tal vez de marca, dos viandas diferentes. Como una Alicia en el País de las Maravillas, el mordisco de una afirmará la maldad de la bestia humana; de la otra sus angélicos rasgos primigenios. Ninguna de ambas le valdrá como alimento en el oleaje continuo de las diferencias de los seres, pero muchas más manos le ayudarán que las que le hieran. Sabrá del mundo como pregunta, como exigencia. Y de su terrible belleza.
La democracia es etapas de lucidez, conocimiento y dignidad, y, sin recuperación de la herencia cultural y de los imperativos del saber, el mérito y el esfuerzo, su existencia es imposible. En un espacio nacional de igualdad de deberes y derechos no ha lugar el relativismo postmoderno, la interesada visión del mundo parcelado enemiga de los valores universales, amasada con oportunismo y cobardía y envuelta en diálogo y tolerancia. El individuo recupera la ética, los ideales y la facultad de juzgar, se alza sobre las tribus, desaparece el temor a emplear los justos términos, pierde el miedo a pensar sin censura y a verbalizar la evidencia, advierte la legitimidad, nada vergonzosa, del modesto sentido común, rechaza la ración extra de pienso que le ofrecía el jefe del clan más próximo. Ha aprendido. Sabe. Se sorprende al descubrir su sed, antes inconsciente y soterrada, de verdad, de bien, de belleza, observa que tales rasgos pertenecen a la generalidad de la especie, Y llegado a este punto no hay vuelta atrás.
Salir de la cárcel (para salir de la cárcel hay que verla primero)
La cárcel, en la que aún se vive, ha durado demasiado tiempo. Ya, como el exoesqueleto de los artrópodos, no resulta cómoda y oprime por todos sitios al cuerpo social. Además comienza a escasear el rancho. Las premisas que, como las dos grandes puertas del Juicio Final, marcaban camino y categoría a justos y a réprobos, simplemente no eran ciertas, nunca lo fueron. Pero de ellas se amamantaron ideólogos y activistas, a ellas recurrieron como eje bipolar inalterable en el XIX, y de ellas lleva viviendo una especie improductiva multiforme durante el XX y lo que va del XXI. Para gran ruina de cuantos producen bienes reales, ejecutan servicios necesarios y son individuos con valor personal propio, y para estancamiento y miseria de los que sí precisan de atención, solidaridad y servicios públicos. Porque el espacio de éstos ha sido ocupado por los que viven de chupar su sustancia y se justifican apelando a la defensa de esos principios. Conviene subrayar que la parásita oficializada es especie zoológicamente nueva, puesto que aparece con el Estado de Bienestar durante la segunda mitad del siglo XX y actúa como tumor inseparable de aquél, al que obliga, por medio del chantaje ético y populista, a alimentarla de forma no sólo gratuita sino altamente onerosa.
Nunca existió, aplicada a los humanos, una dualidad transcendente, permanente y en la práctica indiscutible definida según los términos inalterables y antagónicos Clase Social Buena/Clase Social Mala, Izquierdas/Derechas, Progresistas/Reaccionarios. Existen, en cualquier momento, tiempo y lugar, actos y personas concretos, hechos, responsables, culpables, actores de la diminuta, fugaz y gran historia, esa historia que avanza, progresa, mejora o retrocede según el mosaico y el impulso de las iniciativas. La masa parasitaria se ha colocado entre la consciencia del sujeto y la evidencia, ha construido un muro, opaco y denso, entre la capacidad de percepción y raciocinio y la desnudez de los actos, y se ha quedado con la llave de la puerta. Nadie, excepto los beneficiarios de esta enorme y duradera ficción, podría, según esto, opinar, descifrar el caos de seres y de sucesos del mundo inmediato y del orbe exterior. Su visión dispone que, en su dimensión temporal, el orbe, humanos incluidos, se mueve por una planificada fuerza externa, un supremo relato regido por las fuerzas de la Historia o de la Naturaleza, que es descifrado en clave maniquea por el partido, la secta, el clero laico muy de este mundo. En la dimensión espacial del presente el orbe se convierte en una sólida cuadrícula impermeabilizada respecto al análisis crítico por el dogma de la respetabilísima igualdad de culturas. Al vetarse los juicios de valor, la jerarquía de calidad y las ideas, se veta asimismo la acción. Falto de la médula del pensamiento, el individuo se ve encadenado por el miedo al extrañamiento social y cubierto por la tibieza acolchada de la molicie y por la parálisis que produce la ausencia de visión alternativa.
Se vive hoy el final de la creencia en el sentido de la Historia, y esto produce una inmensa sensación de vértigo, semejante a la del descubrimiento de que la Tierra, lejos de ser el centro del Universo, es un planeta más que gira en el inabarcable y negro espacio del cosmos. Ante esto, la reacción puede ser furiosa, aldeana, introvertida, ansiosa de marcos de referencia familiares, asequibles, de puntos de partida y de llegada, de algo tan tentador como la explicación global, predigerida a los conflictos de cada día, un esquema tan polivalente como la navaja suiza, tan binario como la base informática: la máquina expendedora de etiquetas del Bien y del Mal. Sin la menor consideración por los hechos, por la tenacidad de las realidades, minúsculo ejemplo entre millares, en la segunda década del siglo XXI los jóvenes españoles se manifiestan y llaman a la huelga contra los que añoran el sistema educativo franquista. No tienen de éste la menor idea, y se sorprenderían si supieran que, académicamente hablando, producía individuos mucho mejor preparados que los planes de estudio posteriores y que no ha sido su extensión gratuita obligatoria lo que lo ha conducido a sus actuales niveles ínfimos, sino el espurio clientelismo de los diseñadores de la Enseñanza como su coto patrimonial.
Como utensilio canalla en el caso de sus beneficiarios o como reacción defensiva en sus pocos críticos, la falsedad bipolar ha sido útil forja de expolio y servidumbre de los tiempos modernos. En lugar de limitarse a su dominio propio, el de la Sociología y la Historia, ha generalizado el uso de sus barrotes de forma que encuadraran a la población entera, que se derramasen como la lluvia fina, mezclados con los más diversos materiales, durante las horas, los días y los años. Nadie debía estar a salvo de su clasificación, de su distribución ética del espacio, y en quienes la controlan y otorgan está la clave de ese poder que sólo se mide por la cantidad de los que medran a su sombra y por el número de los que han sido privados de lo que por obras y por dotes merecían. Incansablemente, porque viven de ello y sin ello no serían nada, repiten los miembros del club invisible los mantras izquierdas derecha como quien orina para marcar su territorio. Y, en un patético reflejo, caen de hoz y coz en la misma trampa los que deberían precisamente reivindicar la urgente necesidad de denunciar su empleo, aquéllos a los que la premura del ejercicio inmediato de crítica y brillantez acaba imposibilitando para el análisis simple y sucesivo de los actos.
En lugar alguno esto ha sido tan patente, y tan letal, como en España. En ella lleva viviendo de la fantasmagoría de los eternos dos bandos, de la ancestral guerra contra el Mal perdida por un Bien del que se reclaman únicos y legítimos representantes, una cantidad de parásitos que en otras latitudes no tiene parangón. Se fabricó y prolongó durante décadas, y con intención de permanencia, una guerra civil mítica, y se hizo basándose en elementos, seleccionados según necesidades del guión, procedentes de la cantera de la Guerra Civil pasada, los cuales eran coloreados y difundidos, de manera que planease en todo momento la amenaza de ser clasificado como simpatizante del bando maligno. Durante cuarenta años el ejercicio del mito legitimador ha servido para extraer substancia de cada tejido y órgano vivo y para bloquear a gente valiosa, que huye del país, falta de salidas y, sobre todo, de esperanza. Los nichos ecológicos del Estado paralelo son el reino de extraños y negativos dobles que han creado, modificado y nombrado cada empresa y organismo en función de que sirviera a sus adeptos, que han inundado las instituciones de sindicalistas pagados por el Gobierno, de maestros a los que no se exige el saber ni la transmisión de conocimientos sino el de consignas y órdenes tribales, de servicios supeditados a los nuevos caciques, de entidades bancarias y jurídicas a las órdenes del político que las coloca y nombra y a las que, por lo tanto, lo último que les pide es calidad ética y profesional, de cultura sometida a las exigencias del imprescindible guión maniqueo y al rosario de tópicos de obligado cumplimiento.
Por supuesto, el tipo de religión dual laica lleva existiendo largo tiempo, sus estragos carecen de fronteras y son más o menos graves en función de la menor o mayor salud, vitalidad y nivel de libertades individuales del tejido cívico. Pero en España se ha dado con particular virulencia por la rápida formación, con intención de perdurar, de un tumor decidido a vivir de los recursos procurados por otros y hacerlo en nombre de un mérito y legitimidad que vendrían de una lucha que no se dio, de unos riesgos que jamás se corrieron y de una superioridad intelectual, ética, profesional o simplemente humana inexistente. Todo ello bañado en el predominio agresivo en los medios de comunicación, enseñanza y cultura y en la actitud violenta hacia cualquiera que amenace a los habitantes de un coloso con pies de barro, sí, pero con garganta y estómago en los que ha desaparecido el patrimonio nacional. El recurso al perverso dictador, tan providencial para los beneficiarios del progresismo de nómina, ha permitido vivir a lo más y los más mediocres del chantaje, una vez se aseguraron el monopolio de las temibles etiquetas fascista, franquista, derecha, facha, reaccionario. El caso no sería tan grave si se hubiera limitado a la voracidad de un desmesurado organismo parásito, pero éste, al pretender perdurar y justificarse, ha llevado y lleva a cabo de forma implacable una trilla inversa, en la que se procura eliminar cualquier obra con visos de calidad, a los independientes con valor, tesón, inteligencia, inventiva, las asignaturas que implican rigor y conocimientos reales, las obras de arte basadas en la percepción inequívoca de la belleza. Los términos de igualdad y democracia se han rebajado a su acepción más peligrosa y mezquina. El bloque del mínimo común denominador simplemente los utiliza como ariete para derrumbar cuanto y cuantos valen más que él. Por eso es tan importante para este totalitarismo parcelario el control de educación, comunicación y cultura.
Al saqueo de lo que otros habían producido se une la dinámica imparable, excepto por el agotamiento final del combustible económico, de creación de entidades, cargos, organismos no por éstos en sí sino para colocar a vasallos en ellos. Así el fenómeno, que no se da en sitio alguno de Europa, de los aeropuertos, complejos deportivos, centros culturales, sedes monumentales, gigantescos teatros, megalomanías urbanas y rurales de distinto pelaje y el corolario de equipos, secretariados, direcciones, subdirecciones, campos de energías alternativas, escuelas en las que no se enseñan asignaturas de base ni la lengua española, facultades reducidas a centros de botellón y vertedero, universidades sin universitarios ni diplomas que tengan valor alguno. Éstos no son, ni mucho menos, errores ni iniciativas fallidas. Su finalidad previa fue crear ecosistemas para albergar clientelas. Todo ello no es solamente inútil y ruinoso, sino absurdo excepto por la lógica de la simple rapacidad, estulticia y falta de escrúpulos de ese asombro del orbe que sería, en discurso de los clásicos, la clase dominante surgida del chantaje postfranquista, de la medrosidad de los que deberían haberse opuesto y del desconcierto de una población oportunamente amordazada por el maniqueísmo preceptivo y enjaulada por la red carcelaria de las taifas.
El panorama no por cansino y reiterativo es insoluble. De hecho, la reiteración da ligeramente la medida de la normativa verbal y bienpensante en la que se ha venido estando inmersos. Sin embargo la situación es susceptible de cambiar, lo está haciendo a cada momento, y puede dar un giro drástico hacia la libertad y la altura intelectual si un número apreciable de ciudadanos se sitúa al otro lado de las rejas transparentes del largo condicionamiento verbal. La realidad del régimen parásito no implica nueva dualidad, estigma de clase ni determinismo histórico. El campo opuesto es variado, mutable, y, de cesar la dinámica de selección negativa, podrían aflorar valores genuinos en los mismos que se han sometido mansamente a la seguridad del pienso. Tampoco la conciencia de la situación debería dar lugar a una decantación de resentidos que se juzgan, con o sin razones objetivas, privados del reconocimiento y de los bienes que hubiesen debido corresponderles. La valoración por hechos reales y probada valía sigue siendo la medida real, independiente de lo que cada cual juzgue que es, fue o pudo ser.
El resumen sería: A partir de los años 80 lo que fue euforia del cambio de una dictadura a un sistema moderno de democracia parlamentaria se transformó, interiormente, en un proceso de creación y consolidación de grupos de interés centrados en la disposición y reparto del erario nacional. Exteriormente se complementó, de forma necesaria, con la elaboración y difusión de una imagen, absolutamente ficticia, que legitimaba las fachadas visibles de beneficiarios de esa retícula, les proporcionaba una mitología de representantes de la lucha contra el Mal (encarnado en los vencedores de la Guerra Civil terminada hacía décadas y en el dictador muerto de vejez sin que hubiera habido asomo de rebeliones populares) y se embarcaba al país en una esquizofrenia de eterna epopeya Pobres contra Ricos, Socialistas contra Burgueses que nada tenía que ver con las aspiraciones, actividades y vidas reales de la población. No todos los que participaron en aquella ilusionada Transición apoyaban ese proceso, que naturalmente coexistía con gente honesta, pero éstos fueron marginados y silenciados bajo amenaza de denuncia profranquista. La España previa a la Transición no era una nación totalitaria (aunque partidos que se decían defensores de la libertad apoyaron con entusiasmo regímenes totalitarios, dictaduras de la peor especie siempre y cuando tuvieran el marchamo comunista). La sociedad civil, sustentada en una amplia y moderna clase media que ya había cuajado antes del paso al sistema democrático, se acostumbró a vivir en una realidad doble: la verbal de los que reivindicaban como herencia su superioridad (con aspiraciones a la eliminación de otras realidades) de representantes del Bien y la complejidad de una nación moderna, con su libre mercado y diversidad de ocupaciones y dotes individuales.
Naturalmente el botín directo de los grupos de interés era, y es, el sector público, la administración del Estado. Ninguna corrupción ni robo puede comparársele. El más rentable de los latrocinios es el legal, consistente en autoadjudicarse beneficios de todo tipo, acapararlos en el presente, blindarlos respecto al futuro, dictar normas y distribuir obras según cohecho, y, en esa superior escala que ha constituido el rasgo distintivo del régimen español, trocear y clonar las fuentes de ingresos y fabricar ex nihilo una red social y geográfica de tribus pagadas por serlo, las cuales se transforman rápidamente en entusiastas defensoras del sistema parasitario. En él medraron y proliferaron hablantes de cualquier dialecto o lengua distinta de la oficial del país, nacionalistas de terruño, reivindicadores de agravios ancestrales diversos, asociaciones para la compensación de injurias históricas, victimismos variados y, en fin, clanes de reproducción asistida siempre caracterizados por el común denominador de la anulación del individuo y sus dotes y calidad en pro e interés de la grey, el nacimiento, el sexo, la ascendencia, la clase, la etnia, el clan. La laboriosa desmantelación de un edificio nacional realmente democrático de ciudadanos iguales ante la Ley tenía como necesario corolario la cooptación inversa, la promoción de lo peor y los peores, clientela ideal que defenderá con uñas y dientes a los que la mantienen y nombran.
En términos prácticos, la dualidad Buenos/Malos se reduce a parásitos activos y pasivos por una parte y por otra al amplísimo resto hijos de sus obras, variopintos, en su mayoría anónimos, desconcertados por la continua ducha de chantaje verbal en abierta oposición con la vida libre y confortable a la que aspiran y que contemplan y a los sucesivos cambios a lo largo de la existencia. Ellos son el ganado útil del bloque preceptivamente bueno al que, como a la abeja reina, deben alimentar en razón de su rango jerárquico. El Club de Utopías Subvencionadas se distingue del de la colmena en estar constituido por zánganos que anulan con el zumbido de las delicias comunitarias cualesquiera otros sonidos. La dualidad no es tal, en absoluto se trata de Partido de Izquierdas versus Partido de Derechas. El Bloque Beneficiario es en extremo amplio, jerarquizado y capilar. Señorea por supuesto su ápice una masa de nuevos ricos adosados a la Transición que llevan décadas distribuyendo carnets de identidad ideológica que, cual cupones de racionamiento, son indispensables para la adquisición de porciones de prosperidad y relevancia social. Al irse agotando, por imperativo biológico, la mina Izquierdas y antifranquismo honorífico, estos plutócratas sociológicos se han multiplicado y diversificado en vistas a la creación y explotación de vetas urbanas, tribales y de nacionalidades creadas por imperativos del cobro. Más allá de los nuevos, y ya institucionalizados, ricos se reparte una variada y nutritiva sopa. No todos los sopistas gozan de privilegios materiales, pero sí de uno de gran valor: Sentirse superiores al resto, amedrentar, silenciar, imponerse, ser escuchado, adquirir categoría, no por la valía propia, sino por la proclamación belicosa de un puñado de consignas y el confortable sentimiento de irresponsabilidad victimista y gregaria.
Cuando, por mimetismo dual y reflejo de autodefensa, algunos se identifican como Derechas resultan singularmente patéticos, porque están entrando en el fango que pretenden combatir, en el juego del adversario, y extrapolan lo que no son sino términos aplicables cada vez al análisis de épocas y hechos específicos en el marco de Historia y Sociología. La multiplicación sistemática de su empleo, reiterada hasta la náusea por los medios de comunicación y la vieja calaña de los trepas, es simplemente falsa e intelectualmente de una peligrosa facilidad maniquea que le garantiza adeptos de mínimo común denominador reflexivo. Se presenta como clasificación intemporal del género humano y constituye, con su chantaje verbal, precisamente el arma del oponente tanto en los que la utilizan con sentido positivo como en los que se apoyan en uno de sus términos para combatir a la entelequia que englobaría el otro. Pero es un recurso extraordinariamente cómodo, integrado en el habla cotidiana con la misma rutina que las frases de despedida y saludo, y evoca en cada término, no actos y personajes concretos, sino formas de presentarse, de pertenecer a una imagen y un club, opuesta a lo existente en un caso, conservadora hasta la caricatura en otro, irracional e infantiloide en la exigencia del se me debe todo sin precio en aquéllos, neocarlista en éstos. Cada vez que se emplea Derechas, Izquierdas sin análisis, justificación ni contexto se está añadiendo un barrote más a la celda y engordando al próspero gremio de los herreros.
La indefensión tiene como uno de sus principales pilares el desconcierto, la imposibilidad de asir, expresar y transmitir lo que realmente se observa y a lo que los demás y uno mismo aspiran, y ello por falta de instrumentos verbales no contaminados por condena social de alto riesgo, por la animosidad instantánea que despierta el roce de un invisible campo minado. Ay del que denuncie a los iconos consagrados y a los países y sistemas en los que de ninguna forma se querría vivir pero a los que hay forzosamente que alabar o, al menos, aceptar tibiamente mientras se denigra por sistema el bloque Occidente-Estados Unidos-Libre Comercio. En España el guerracivilismo, sumado a las fuerzas anteriores, duplica las tropas contra los indefensos sin ética ni discurso que ponerse. Y estas tropas, desde luego, no sirven a un partido, aunque haya partidos que las han utilizado, con gran diferencia, más que otros. Sirven al envilecimiento clientelar del sistema, y lo hacen e hicieron apropiándose en primer lugar de aulas y escenarios, copando vastos espacios preferentes en el tiempo, atención y energía de los canales comunicativos, borrando la distinción entre entretenimiento instantáneo y sustancia informativa, manteniendo fijo el ángulo y el punto de mira a gusto del magma parásito diversificado y reservando para el resto el desdén, la descalificación preventiva y la sombra.
Es fácil el salto desde la sensación de indefensión y desconcierto a la seguridad prometedora de las diferenciaciones, a la gratificante plataforma que ofrecen nacionalismos y clanes sociales que deifican la marginalidad, tanto más cuanto que ofrecen y procuran muy materiales beneficios amén del marchamo de superioridad sobre el resto, el cual forzosamente se compondrá pues de individuos de segunda clase ajenos y probablemente enemigos del Pueblo, la región ascendida a Nación, la Clase, los Buenos y Superiores en fin.
Hasta las cárceles tienen fecha de caducidad. Naturalmente el chantaje Izquierdas (Bondad e impunidad por definición)/Derechas (Maldad impresentable) y su marca hispánica Progresistas (antifranquistas a título póstumo)/Reaccionarios (el resto) envejecía con las generaciones por mucho que el bombardeo de mensajes diario auditivo y visual fuera con mayoría abrumadora monocolor. Entonces se impuso un volantazo cuya concreción plástica merece tratamiento aparte.
Totalitarismo light
Democracia e Igualdad: conceptos cargados en principio de dignidad e intenciones nobles no sólo se han vaciado, sino que se utilizan favoreciendo a sus contrarios, y transformándolos así en armas peligrosas para los principios que nominalmente defienden. Las más añejas tiranías, los asesinos legales más longevos, los sistemas a los que no les caben los muertos en ningún armario, las más letales dictaduras se han bautizado a sí mismos y cara al mundo como Democracias Populares, Repúblicas Democráticas y Líderes del Pueblo.
Igualdad ha servido y sirve, en una sociedad de bienes contados, para privar de los frutos de su trabajo, de sus oportunidades y de la expansión de sus capacidades a los que por sí mismos lo merecen para que ocupe su espacio lógico, por medio de la discriminación pervertida, cualquiera sin más atributos que la pertenencia a un colectivo y la insignia de de una reivindicación. Este Cuarto Estado, el Parásito, cuya finalidad exclusiva es el mantenimiento y multiplicación propios, es exactamente el auténtico reverso de la Solidaridad que proclama. Los términos democracia, solidaridad, igualdad actúan como sustitutos ideales de la persona, del análisis concreto y de la causalidad razonada, blindan contra la denuncia, la apropiación indebida y la gestión ruinosa y son oportunos maquillajes de la simple cobardía, el mero oportunismo a golpe de exaltación callejera y las evidencias del lucro personal. Nadie, o apenas, ve, al otro lado del estrepitoso montaje, a las silenciosas víctimas que, por justicia y por necesidad, hubieran debido disfrutar de buenos servicios públicos, ser las receptoras de ayuda genuinamente solidaria, gozar de representación democrática. La lógica de los bienes finitos y, según circunstancias, escasos priva en primer lugar a los indefensos de lo más necesario. Porque el espacio ético que les correspondía ha sido invadido por el populismo y la demagogia de la clase usurpadora.
El término democracia no queda mejor parado. En su nombre se puede laminar a explosivos a cualquier país que formalmente no la tenga y sentirse, sin mayores riesgos, el Bueno de la película que se proyectará en todas las pantallas. Las mayores barbaridades gozan de patente de corso cuando se alega el apoyo ocasional por una mayoría. Valga como botón de muestra la benevolente ceguera con la que los puntillosos gobiernos occidentales vienen desde hace medio siglo tratando el apartheid femenino islámico, tanto en las naciones de origen como entre los que viven en Europa. A los más débiles, empezando por su debilidad física y siguiendo por la social, se los (y sobre todo las) machaca y anula por sistema en los barrios turcos de Alemania (la estrella amarilla agobiaba menos que el chador) como en los de Pakistán, en las zonas musulmanas de Cataluña como en Kandahar. Porque Respeto, Tradición, Diálogo, Cultura, Tolerancia se han convertido, como el nacionalismo a cargo del contribuyente, en el último refugio de los canallas. Todo con tal de no arriesgarse a la incomodidad del enfrentamiento diario para defender, -al menos de palabra y con un mínimo de valentía- derechos humanos libertad propia y ajena, dignidad y principios. Cualquier cosa menos mirar cara a cara la insobornable desnudez de los hechos, perder mano de obra rentable, irritar a la bestia de países respecto a los cuales la premisa implícita es que lo mejor que se puede esperar es que se despedacen entre ellos. Nada más fácil que pasar la mano por el lomo a los más fanáticos, violentos y peligrosos (a los que están debajo, aplastados por la barbarie, ni se les ve ni se les espera), afirmar cuánto se respetan sus usos y costumbres, firmar contratos y correr.
Hay puntos críticos, jalones en el espacio y en el tiempo que emergen como marcadores visibles de una corriente de curso prolongado y ancho a la que, al socaire del mantra de la rebeldía contra un Occidente en el cual se bienvive, la opinión se acomoda a una curiosa ignorancia de grandes zonas de percepción. Quizás se sitúa en los años sesenta del siglo XX el giro hacia una de las jaculatorias laicas que hará mejor fortuna: los multiculturalismos, las falsas igualdades y la inseparable, y previa, pérdida de juicios de valor y compromisos morales que ello conlleva. Son los tiempos de un Jomeini mimado y apoyado por el París de la Ilustración. Ahí se abandona la idea de la defensa de los Derechos Humanos, los valores universales, el concepto de civilización. La puerta del Infierno se abre a vastas salas alfombradas de buenas intenciones y mejores consignas en las que da gusto dormir la siesta, prometedores paraísos en los que las simples comprensión y espera producirían cambios excelentes, respeto hacia el débil, amor generalizado, aplaudido todo por los observadores desde una distancia profiláctica. Ya no hay hechos, se ha entrado de nuevo en la cresta de una ola de bienaventurada ceguera que permitirá prosperar inmensamente a los surfistas del populismo.
Será un nuevo hito, décadas más tarde, el discurso en Egipto del Presidente de Estados Unidos. Por primera vez alguien ha sido elegido para el cargo, no por sus obras ni programa, sino por el color de su piel, por la pertenencia física a un sector étnico. Los mismos motivos de clan ideológico previo, de realidad impostada y amputada, harán que se le otorgue el Nobel de la Paz antes de que ejecute hazaña alguna. No hablará en El Cairo más que a los que identifican religión, aquí Islam, con población, ley y forma de vida. Acariciará con su verbo exclusivamente a los estudiantes y auditorio de la gran mezquita y universidad musulmana. Obviará, por el simple hecho de haber elegido ese lugar para su único discurso, a todos los demás, en un país con ochenta millones de habitantes, a los individuos y sus derechos, a los oprimidos, a las mujeres, a los cristianos y a los laicos. Y consagrará la omisión respecto a injusticias que hay que denunciar, el silencio en cuanto a gente a la que hay que defender al menos con la palabra y la presencia, abandonando los valores universales que son lo más humano y medular de lo que él ahí representa. La gran pantalla ilustra perfectamente el cambio hacia un confortable relativismo abrigado con la piel de cordero de la tolerancia general: Se ha pasado del alienígena que devora sin contemplaciones a la tripulación de la nave espacial a la especie mortífera pero incomprendida. La gigantesca hormiga reina de El juego de Ender es un híbrido de Alien y E. T con predominio de los dulces y enormes ojos ovales del último. La película concluye con un tiernísimo diálogo en el que, en escena de inenarrable cursilería que sume a la espectadora en desesperada añoranza de Alien, monstruoso y feroz sin paliativos, al niño humano y al insecto se les escapan sendas lágrimas. Empapado en pacifismo, salvación de otras especies (en este caso la causante de varios millones de víctimas terrícolas) y diálogo cósmico, el protagonista vuela en búsqueda de un hogar para el huevo de la hormiga finada, en un periplo inverso al de la tripulante de la nave de Alien, que tan valientemente luchó por destruir al monstruo y a su progenie. En este bajo mundo, el transparente mensaje de Ender no puede menos de ser bien recibido por todo monstruo humano que cifre su objetivo en imponerse y destruir formas de vida civilizada mediante la violencia. Aplausos con todas las extremidades por parte de Al Qaeda, ETA y sucedáneos. Como telón de fondo, el de la obra en cartel Cambio de eje estratégico, que consiste, no ya en la lógica alianza con el área del Pacífico, sino en un repliegue a posiciones contemplativas, coyunturales y tibias en las que el esqueleto de jerarquía de valores ha sido extraído para sustituirlo por manuales de Claudique sin esfuerzo.
No en vano el profundo cambio en la política estadounidense –y por ende en la Occidental en sentido lato- coincide con el anuncio de Obama del abandono de los proyectos de vuelos espaciales. Se echa el cierre a la exploración de otros planetas, al envío de hombres a Marte. La NASA se convierte en un parque temático para visitas de fin de semana. Ya no opera, como impulso primordial, la necesidad de ir más allá, del descubrimiento como meta y escalón del umbral siguiente. Se invierten los términos, y lo que importa es programar previamente rentabilidades. Hay un cambio de época, un giro hacia el propio barrio, el pensamiento se ha hecho más pequeño y, al pretenderse utilitario, condiciona la grandeza de la idea inicial sin la cual nada se dará luego por añadidura. Habrá pequeños actos encerrados en días y en presupuestos pequeños y condicionados a lo que una información epidérmica haga llover con mayor frecuencia y por mayor número de canales.
La España del siglo XX y principios del XXI es un gran botón de muestra del mecanismo de anulación de un gran trozo de la realidad, de impregnación de ceguera selectiva e impotencia inducida respecto a la normal capacidad de juicio de actos concretos. Pero el caso español es un retazo, adecuado para el análisis por su proximidad y concentración de los elementos, del muestrario. Los regímenes totalitarios inauguran el ensayo general de ese proceso, que perece necesariamente de éxito, cuando logra implantarse como movimiento líder bajo las doctrinas paralelas, de comunistas y nazis. A partir de ese punto, y tenazmente, contra toda evidencia, ya no existirá para millones de personas lo que sus ojos ven y su mente enjuicia. Considerarán que el material bruto resultado del pensamiento debe estar sometido a la criba y filtro de leyes sociales, de la Historia, de la Clase, del Mito de la Eterna Lucha Antifranquista, del Mañana Igualitario, de Imperialismo contra Pueblos, de Clan, Micronación, Relativismo, Raza. Los muertos de un tiro en la nuca sólo habrán sido asesinados cuando, como en el caso hispánico del millar víctima de la ETA, cuando el guión coyuntural les conceda ese rango, las personas castradas, violadas, fusiladas, robadas lo habrán sido según conveniencia del relato.
Esto no es sino una tesela en el inmenso mosaico del silencio bajo el que, pertinazmente, se ha enterrado a millones de seres humanos eliminados durante, por y en sistemas comunistas y socialistas, siempre llamados populares. Hasta el día de hoy (véanse estadísticas y libros de texto). Las mismas fuerzas que actuaron en gran escala y con la impunidad del movimiento nazi o soviético llegado al poder la primera mitad del siglo XX siguen vendiendo bien, aunque sea en porciones y retazos, la envidia y el rencor apenas maquillados de igualdad forzosa y pretensiones de ingeniería social. No existen las dualidades transcendentes, ni la eterna Lucha de Clases o el callejero editado desde el Más Allá para la Historia. Pero sí existen la tremenda fuerza de la primera pasión bíblica, la tristeza por el bien ajeno, y la costumbre de legitimar el robo y el expolio con la creación de clanes nacionalistas y morales nuevas. Probablemente en el Edén lo más engañoso en la actuación de la serpiente no fue la oferta de la manzana sino hacerlo, junto con el Conocimiento y el Árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal, totalmente gratis, sin contrapartida alguna.
La doctrina bienpensante establece que la contemplación de la realidad exige claves previas las cuales, por su abanico reducido, eximen de la perplejidad, la incertidumbre y el esfuerzo de vérselas cara a cara con el mundo exterior y tener que forjarse juicios propios. La realidad es reaccionaria, cada cual habrá sido provisto de la previa explicación a ella. Ahora no se trata siquiera de silenciar la evidencia, de ocultarla, de hacerla invisible, sino de enseñar a la gente a que no la vea y, si la ve, que no la comente ni se extrañe, que actúe como si no existiera.
El nuevo Arte de la Guerra
No se trata de la obra clásica de Sun-Tzu, que analizó en la China del siglo IV a. C. todos los factores de la estrategia bélica con la sabia finalidad de vencer sin luchar, pero existe hoy un nuevo Arte de la Guerra que tiene con el antiguo dos puntos en común: la utilización del miedo y la difusión de una moral dominante que permita someter sin dar batalla. Se trata simplemente del aprovechamiento de la guerra, de la guerra por encargo, de la creación y mantenimiento de una atmósfera de enfrentamiento bélico que garantiza, en un mundo moderno impregnado de mensaje e imagen, la impunidad y el botín. El nuevo Arte de la Guerra nace del pensamiento débil, de la clientela improductiva y del chantaje dual, siendo éste último a la vez instrumento indispensable y terreno propicio. Hay que crear enemigos y guerra, y esto debe escapar a la racionalidad, la responsabilidad personal y los límites temporales.
Parafraseando el Si no hay Dios todo está permitido, si hay guerra, si hay un adversario preferentemente global y amorfo, el robo no es robo sino resarcimiento de anteriores e indebidas apropiaciones, la vileza es una simple cuestión de oportunidad y perspectiva, el asesinato es la adecuada respuesta a anteriores crímenes, la legítima defensa en el sentido más lato. Basta con decretar, convencer y convencerse de la existencia de un estado bélico continuo para que el terrorista sea un soldado más en el vasto campo de batalla social plagado de adversarios a los que se puede eliminar con toda legitimidad, sean estos policías, carteros, militantes de un partido, oficinistas de la City o niños de una guardería marcados por el pecado original de algún sector opresor.
En la vida cotidiana, la guerra es útil. Permite okupar la vivienda ajena, abstenerse de la enfadosa costumbre de pagar por la adquisición de bienes, amenazar y ejercer diversos tipos de violencia sin que la medrosidad ambiente se oponga a los deseos del guerrillero urbano, y además ofrece sin mayor esfuerzo una justificación moral a los actos, una placentera sensación de superioridad y dominio y una muy ventajosa promoción social con el apoyo de las diversas plataformas comunicativas, ansiosas de espectáculo y de víctimas y refractarias al aburrido pasar de la existencia burguesa.
España es, una vez más, un ejemplo de manual, con jalones muy precisos en el remozamiento y empleo de la guerra rentable. La civil de 1936- 1939 ha sido utilizada, envuelta en toda la parafernalia bipolar Izquierdas/Derechas, bien entrados los años setenta y luego, en plena democracia, como supremo argumento legitimador. El modo de empleo consistía en mantener la idea de un enemigo latente, trasiego de la maldad ejemplificada por el bando antaño vencedor, y justificar por ello una especie de solapado estado de excepción que legitimaría cualquier acto. La lógica guerrera y sus baterías de permanente reivindicación de agravios y de compensación por injurias se desgastaron con el paso del tiempo, de las generaciones y del uso. La clase parásita, que precisaba sucederse a sí misma y veía su arsenal exhausto, se lanzó con el nuevo milenio al terreno de la lógica bélica, trajo la ya antigua Guerra Civil al primer plano, la rodeó de alusiones y conmemoraciones ligadas a exigencias de paz planetaria y buenismo abrumador. El clímax, y la fractura decisiva con los usos del Estado de Derecho, se produjo en 2004, cuando tras la matanza de Madrid justo antes de las elecciones, se aprovechó ésta para manifestaciones contra el entonces Gobierno. El siguiente, llegado al poder, se apresuró a difundir el nuevo arte de la guerra, la Civil remozada, la búsqueda de cadáveres –sólo de los de un bando- de la contienda del siglo anterior, la insistencia en reparaciones, depuraciones y caza de brujas culpables a posteriori de cualquier afinidad con el bando del mal. Esto en un ambiente acobardado por la supuesta superioridad moral del adversario y por el continuo chantaje mediático, con el aplauso entusiasta de las víctimas creadas al efecto y dispuestas a ser objeto de resarcimiento. En los trenes de la estación de Madrid no se pusieron solamente bombas. Junto con los vagones, explotó una artillería retardada de resurrección guerracivilista con los más interesados y míseros fines.
En un plano más amplio, no faltan en el resto del mundo las variadas guerras santas, una especie de neofascismo (o neocomunismo, quid pro quo) de acción directa heredero de la lucha de clases, amigo de las denuncias de conjuras mundiales y poderosos en la sombra, que permite descargar en abstractos la responsabilidad y autoría de sus propios actos. El arte de la guerra a gusto de los consumidores se difunde porque es grato, divierte en los videojuegos, proporciona sin mayor esfuerzo intelectual una supuesta comprensión del mundo con folleto de respuestas instantáneas y catarsis de indignación con visos de ética. Y, sobre todo, viste de moral al descarado y sórdido ejercicio del propio interés.
La lucha, y la victoria, contra el ejército dual y las añejas tropas del chantaje ideológico deja sin duda el campo sembrado de víctimas de las que no pocas merecen al menos lápida si no primeros auxilios. La ignorancia de la historia del siglo XX es tan fenomenal, tan escorada que, ayudados por la ley del péndulo, se puede pasar limpiamente a demonizar a cualquiera que, bajo las banderas de comunismo y socialismo, haya luchado honesta y generosamente por mejorar la vida de sus semejantes. Cada uno de los que combatieron la injusticia que constataban no era un fragmento de Stalin ni de Mao, ni de los milicianos que en España volcaron su rencor en torturas, saqueos y asesinatos durante la Guerra Civil. Entre aquellos republicanos estuvo parte de la gente más solidaria. Tampoco son fragmentos de Hitler, Franco ni Mussolini los que vieron en el apoyo a los nacionales la defensa de su país, sus principios morales, el orden y las leyes. A la manipulación y la ignorancia históricas que empiezan en los primeros años de enseñanza hay que añadir el bombardeo a golpe de millones de muertos, la distorsión basada en el maratón de atrocidades, la puja sobre qué totalitarismo produjo mayor número de víctimas. Porque, si es cierto que el comunista, con sus hambrunas, gulag, exterminios gana la partida por extensión geográfica y duración (hasta hoy, en Corea del Norte) de su reino, también es indudable que el nazi, desde los años treinta a 1945, alcanza un grado cualitativo de abominación incomparable y nunca igualado a causa de su carácter genocida sistemático, industrializado, técnico, de su racismo provisto de toda la frialdad y eficacia de la modernidad y la ciencia, inspirado en las purgas y campos de concentración comunistas en un principio, pero luego insuperable e insuperado en la deshumanización y el mal.
En España los intentos de aprovechamiento de cadáveres han alcanzado cotas de macabra caricatura. En pleno 2016 el partido socialista pretendió seguir alimentando su discurso y su menguado crédito con las víctimas de una guerra que acabó en 1939 y propugnó, a fines electorales, rebuscar muertos (los que consideraba de su signo, no otros) en las cunetas.
Hay circuitos didácticos que deberían ser de obligado recorrido: algún campo de exterminio nazi, las que fueron prisiones y testigos en la Camboya de los Jemeres Rojos del genocidio de un tercio de la población en nombre del Comunismo perfecto, y, más cerca, los pequeños museos locales de países como Polonia y los Bálticos, que reproducen la infinita y ubicua opresión de la época soviética. Si el comunismo ha tenido, finalmente, un balance mucho peor, en lo que a número de víctimas y ruina se refiere, que el nazismo se debe probablemente a que poseía, además de las materiales, tres armas sin comparación más duraderas que las brutales de los nazis. Fueron éstas la extrema disolución de la responsabilidad personal en el Partido, la Clase y la Vanguardia trabajadora, la buena conciencia de la meta de la felicidad y justicia universales que les procuró apoyo perdurable y sin fronteras, y, last but not least, la ausencia de Gran Jefe mortal, encarnado en iconos perecederos, lo cual les otorgaba la perdurabilidad de la Iglesia.
Las peores víctimas de esta batalla no precisan lápida sino ayuda, porque son necesarias y viven aunque las cubran cuerpos muertos. Corren grave riesgo las utopías, el impulso generoso y solidario, la aspiración a esos imposibles que ha ido haciendo posibles la voluntad humana, la misma voluntad que ha producido lo peor, pero también lo mejor de cuanto se conoce.
Del latín al bable
Nunca había sido tan rentable como en el siglo XX, y particularmente en España, declararse nacionalista, poner en pie todo un vasto edificio burocrático, enviar propaganda y propagandistas por el ancho mundo, nutrirse, como en el caldero mágico de Asterix, del cocimiento inagotable de los ancestrales agravios, forjarse una armadura resplandeciente con metales proporcionados por el odioso enemigo y reprocharle con amargura la propia inferioridad en hablantes, extensión, peso histórico y presencia internacional. En la Península del mito tribal el movimiento ha sido inverso al del latín medieval y clásico: Éste fue la lingua franca del cosmopolitismo y los saberes. Aquél se ha embarcado en un acelerado proceso de jibarización, mapas estrictamente regionales, horizontes de barrio y aldea, arroyos preferibles a ríos, colinas a falta de montañas, historia de reyes impostados y batallas ficticias, maquetas en fin cercadas por alambre ideológico por donde transitan ciudadanos que se quieren exclusivos del terruño y a los que se enseña en la escuela desde la infancia a ignorar y odiar, por partes iguales, al país y a la lengua españoles. No hay en esto exageración alguna. Los libros de texto escolares avalan el dato, insólito en el resto de Europa y apenas comentado en una prensa extranjera que, sin embargo, se prodiga en ocasionales comentarios folklóricos o de apenas velada alabanza del terrorista como luchador valeroso. Es exactamente el proceso que, por imposición de las autoridades locales y por omisión de las gubernamentales, se viene dando en España hace largo tiempo y ha producido, desde que se llevó a cabo la desdichada transmisión de las competencias educativas a las Autonomías. El raquitismo intelectual y el despropósito económico han sembrado de minigobiernos, minipalacios y monumentos mini la entera geografía hispana, producido una incomparable clonación de coches y organismos oficiales, inundado televisiones y radios de predicadores de la diferencia étnica y de la lengua del último valle, todo ello a cargo de una vaca gubernamental hipotecada hasta las ubres. Gran éxito: Ya hay generaciones de niños que no hablan sino el habla de su zona, que han sido convencidos de que el enemigo se asienta al otro lado de su estrecho perímetro geográfico, que se ven como los soldados de un excitante juego de ordenador con Estrella de la Muerte sita en Madrid.
Los niños no cobran, pero sí sus maestros, profesores, rectores, directores, ministrines, con sueldos y prebendas procedentes de la Fuerza Oscura. No saben, pero sabrán quiénes y por qué les robaron su herencia y jibarizaron su cultura, sus saberes y su mundo. Descubrirán quizás cuánto cobraron las agencias de viaje que les embarcaron en el viaje del latín al bable. Toda irracionalidad ha tenido en España blindaje y asiento, con el bloque mediático funcionando a pleno pulmón tanto para aclamar como para mantener en silencio lo que convenía, hacia el interior y respecto al exterior. No deja de ser sintomática la ausencia de comentarios sobre fenómenos tan curiosos como que a los niños se lleve décadas aleccionándoles desde la escuela a aprender como referencia el terruño del que el resto de España es enemigo, a vivir en una nación que, única en Europa y en el resto del mundo, carece de bandera, tradición y nombre, en cuyos centros de enseñanza el uso de la lengua española está vedado. Algún espacio hubiese debido merecer tan insólito fenómeno en la prensa foránea. Curiosa, ejemplar discreción.
Ya no hay hechos concretos, no hay Historia, ni resultados, ni empresas, logros, fracasos, esfuerzo, riesgos. No hay, en Enseñanza, conocimientos valiosos per se. No existe la nación en cuanto comunidad de ciudadanos libres e iguales, ni hay tampoco Constitución, códigos civil y penal, delitos, recompensas. Existe, va existiendo, lo que sirve para que una tribu sociológica, sindical, autonómica nazca, crezca, cobre, se reproduzca y apoye a los jeques que mantienen, y se mantienen, en y de la red de intereses llamada Transición B. La espesa y continua capa de consignas políticas que recubre el entramado no pasa de ser epidérmica, aunque a fuer de reiterada los beneficiarios la adopten como credo común por la lógica de la facilidad, la ausencia de alternativa y la necesidad de aceptación por el grupo mediático dominante. No de otra forma podría explicarse un rasgo típico del totalitarismo que se da en estas parcelas de dimensión mudable que de él existen. Se trata de la negación de la evidencia y del sentido común y de la aceptación del absurdo. En el auge de los sistemas totalitarios, se llegaron a aceptar las monstruosidades de las que ha sido testigo la primera mitad del siglo XX, aunque repugnaran, no ya, por supuesto, a la moral, sino a la simple lógica e implicaran la destrucción del propio país y la de millones de sus ciudadanos. Cuando el totalitarismo se presenta de forma oportunista y dispersa, pero con un arraigo institucional variable, su meta es copar el sector público y, en él, Educación, Enseñanza y Cultura, porque a partir de éstos determina la presente y futura implantación y mantenimiento del poder tribal, de la red parásita que sin ellos no podría vivir y que ni siquiera habría visto la luz de la existencia a no ser por la legitimidad ficticia que se le confiere y el chantaje verbal que la acompaña.
Nadie creería en buena ley que se puede decretar que los niños no aprendan en la escuela, que los profesores den clase de lo que no saben y que los diplomas correspondan a conocimientos inexistentes. Sin embargo esto es lo que se instauró en la España de la reforma educativa de 1990, presentada e implantada por el partido socialista y mantenida, bajo formas diversas, a lo largo de décadas porque la oposición no osó derogarla cuando pudo y sus valedores la defendieron, bajo distintas siglas, con la ferocidad de quien sabe que le va en ello la alimentación presente, la futura y la de toda su clientela. El absurdo de instaurar que no se estudiaran prioritariamente asignaturas de base, que se copara el horario lectivo con necedades buenistas de obligado asentimiento, que se jibarizaran historia y geografía en pro de las tribus locales, que los desdichados alumnos pasaran sin aprobar de un curso a otro cargados de ignorancia satisfecha y de suspensos y que se les sometiera en el aula a la dictadura del más vago, el más ruidoso y el menos afín al estudio simplemente se aceptó, se acepta, con cierto momentáneo desconcierto, inevitable ante la confrontación con la verdad tenaz de los hechos, pero con el silencio cómplice de quien asiente por instinto ante el que domina. La ignorancia por decreto es algo tan increíble que simplemente no tiene cabida en el universo mental medio. La explicación es, sin embargo, extremadamente sencilla: La anulación de la Enseñanza basada en el saber era imprescindible para poner en los puestos educativos a cualquiera, sin formación, profesión ni merecimientos, que diera clase de cualquier cosa a estudiantes de cualquier nivel. Había que quitar, como se hizo, a catedráticos, a profesores por oposición rigurosa, eliminar criterios basados en materias fundamentales, rigor, esfuerzo, cualidades, estudio, y sustituirlos por miembros de la tribu cliente, véase sindicalistas de las dos correas de transmisión de los políticos en el Gobierno en 1990, gente del partido y afines, maestros que ocupaban el espacio docente de los extintos catedráticos, regionalistas ansiosos de reescribir la historia y de jurar fidelidad a la bandera local y al sueldo, contratados a los que la precariedad hacía defensores a ultranza de la sustitución de conocimientos por consignas y oposición por antigüedad. Ya de los ríos no se aprende el nacimiento y desembocadura, sólo el tramo que pasa por la comarca. No cabe asombrarse de la cosecha tribal. Sus profesores, salvo honrosas y heroicas excepciones, lucirán en clase sin empacho camiseta, pin y chapita ante los menores, perfectamente indefensos contra la manipulación. Es posible que a los chicos se les haga actuar en actos independentistas, animarles a que peguen en el recinto del instituto carteles en los que se llama asesino al Presidente del Gobierno, como ocurrió en 2004, y que se les prohíba hablar en castellano cuando salen al patio en el segmento de ocio, otrora llamado recreo. La insufrible parafernalia terminológica que siempre ha acompañado a la LOGSE (Ley de 1990) y sus recuelos no pasa de ser guarnición del modus vivendi del concurrido club del mínimo común denominador. Y aún lo es; de ahí la defensa de la barricada.
De haber vivido en la España de las últimas décadas, el gran escritor, pensador y grandísima persona Albert Camus no hubiera podido ser apoyado por su maestro de primaria, Louis Germain, al que envió su agradecimiento y cariño al recibir el Nobel de Literatura. Camus era huérfano de padre y de familia extremadamente pobre. Creció en la Argelia francesa. Louis Germain encauzó sus dotes, compensó la ausencia paterna y el analfabetismo materno y le informó sobre becas y ayudas, hasta la facultad de Filosofía. En España Camus hubiera aprendido a leer lo más tarde posible, y la misma tónica hubiera regido en cuanto a conocimientos en pro de la igualdad respecto al último de la clase, Louis Germain no hubiera tenido la dignidad de maestro ni hubiese ejercido, como hizo, con nobleza y eficacia su deber de enseñar y de impulsar al máximo la capacidad y esfuerzo de los alumnos, facilitándoles así el ascenso social y personal. De intentar tal cosa, hubiera sido un apestado reaccionario, rodeado de gente que se denominan maestros y que forman parte de la correa de transmisión de los dos sindicatos lujosamente mantenidos por el partido que ha hundido la Enseñanza española. Louis Germain sufriría el más severo ostracismo, no hubiera podido impartir conocimientos sino consignas, vería a los que fueron catedráticos vigilar los lavabos y a los maestros dar clase de materias y niveles que desconocen y defender encarnizadamente a los que les han milagrosamente promocionado. Albert Camus, cuya familia no tenía dinero para pagarle ni un máster ni una caja de lápices, habría resistido penosamente la dictadura de lo peor y los peores en el aula, no le habría sido permitido hablar y escribir en francés, ni a su maestro utilizar la lengua de su patria, sino que una tribu local habría impuesto el kabileño. El futuro escritor compadecería al infeliz Germain y hubiera abandonado el inútil aparcamiento antes centro de enseñanza. Camus, inteligente donde los haya, y Germain, honrado y sabio, serían cebo de la jauría del comisariado pedagógico, de los que engordan a base del control y espionaje de los profesores y de la ocupación del horario lectivo y de los temarios de oposición con el Aprender a aprender, Aprender a enseñar, Educación en valores, Conocer al alumno, Sexualidad para la igualdad de género, Infancia igualitaria, Igualdad en equipo. Afortunadamente Albert Camus estaba en la enseñanza francesa, en la segunda década del siglo XX.
No hay, en lo que al absurdo se refiere, tanta diferencia entre el alumno que, en vez de en matemáticas, latín, ciencias naturales, lengua, arte, emplea buena parte de las seis horas lectivas diarias en materias del tipo Valores para la solidaridad, Sexualidad creativa, Aprender a aprender cómo aprender. Discusión, formando grupos, sobre la patata y el dónut, Lucha nacionalista en mi aldea a través de los siglos y el mundo adulto. Al igual que la crasa estulticia de las consignas que pueblan aulas, discurso lectivo y libros de texto, también están blindadas contra la crítica obras, organismos, cuerpos de traductores de lenguas locales, asesorías, normas, inspecciones, equipos y delegados perfectamente inútiles. Todo se justifica por la fuente de autoridad y las iniciales premisas de Igualdad, Solidaridad y Valores Comunitarios. En un sistema totalitario puro habría un Líder que marcaría el puñado de axiomas indiscutibles y a partir de ahí no existiría absurdo posible porque Historia, realidad, hechos, pasado, futuro y presente deberían acomodarse a las leyes de la tesis enunciada. Como aquí estamos en el esperpento con rasgos de bonsai totalitario en lo que los medios del sector parásito Transición B lo permiten, hay que conformarse con territorios sociales acotados que se defienden con la mayor fiereza.
La Era de la Marmota
El absurdo, elevado a categoría y por ello difícilmente atacable, impregna las expresiones culturales de la vida española con una violencia coercitiva que condena al ostracismo a los escasos disidentes. No de otra forma se explica la inacabable y fiel repetición de los mismos tópicos especialmente visible en el cine subvencionado. Década tras década, con la fidelidad de quien si no ficha no come y con honrosas, valentísimas excepciones, se ha repetido hasta la extenuación el rosario de tópicos presididos por Guerra Civil milicianos buenos (encarnados luego en el bloque progresista del Bien) y adversarios franquistas malísimos (encarnados en Iglesia, Guardia Civil y un ente tipo Godzilla llamado Represión Sexual tan fantástico como el monstruo japonés). El Catecismo Cultural es de piñón fijo, a saber: Como la sesión es continua y hay que actualizarla un poco, el flamenco guitarrero, el número de la Benemérita y el adúltero de calzoncillo de segundas rebajas alternarán con la monja lesbiana, el empresario malvado, el cacique moda retro y el militar fosilizado en su uniforme. El comienzo de la película incluirá, a ser posible en los diez primeros minutos, expresiones sobre la urgente necesidad de coito. Se pronunciará un taco cada tres palabras. Aparecerán, ridiculizados, elementos y símbolos cristianos (pero serán tratados con cuidado exquisito los islámicos). Se seguirá el mismo criterio con personajes que encarnen a policías y fuerzas del orden y se procurará que muestren inclinación a la homosexualidad y la pederastia. Se ofrecerán, cuadren o no cuadren con el guión, numerosas escenas que variarán entre el sexo explícito, escasamente atractivo por la rudeza ginecológica y el discutible gusto en posturas y ropa interior, y las alusiones continuas a represiones sufridas y superadas. No escasearán, en todas sus variantes, los mantras caca, culo, pedo, pis, y las festivas referencias a coprofilia, delincuencia común y festivo consumo de drogas. Se evitarán, con atención vigilante, la exhibición, elogio y descripción de Belleza, Bondad, Inteligencia, Altruismo, Valor y Fidelidad. Los protagonistas aparecerán de mal humor, broncos y de trato desagradable precursor de inminentes desdichas, y no ahorrarán actitudes verbales y gestuales ofensivas y violentas. De citarse por alguno de sus símbolos o lugares de fácil reconocimiento, se ridiculizará e injuriará al propio país, si éste fuera España; no así cuando se trate de otras naciones, de tribus primitivas o de autonomías. Es importante que al final de la película los malos venzan, el criminal quede impune, el vampiro procree, el ladrón disfrute burlando a las fuerzas del orden y los maleantes se instalen, sin ser molestados, en un piso hogar de alguna aburrida familia de clase media. Por supuesto, cualquier ocasión será buena para describir la indecible y global perversidad, sin mezcla de bondad alguna, de los franquistas antes, durante y después de la Guerra. No existirán en las tomas ambientadas en los años treinta del pasado siglo civiles asesinados por los milicianos, ni seglares ni religiosos, aunque se contaran por miles. Y, lo más importante, con simples variaciones de attrezzo e intérpretes, esta misma película se proyectará, incansable, e incansablemente subvencionada, durante más de treinta años.
La amplia meseta ibérica parece adquirir rasgos de las praderas del Lejano Oeste. Surgen, multiplicadas por doquier, no una, sino centenares de marmotas que una y otra vez salen de su agujero para predecir la misma borrascosa primavera, alertar con sus chillidos sobre el pasado-presente nefasto, abrir, y cerrar, siempre el mismo paraguas y reclamar a la comunidad la distribución indefinida de vituallas y edredones.
Historia de dos postguerras
La maldición, aparentemente ancestral e inexplicable, que condena a España entre los países a ser aquél al que, como el del Ulises de Cavafis, es mejor llegar lo más tarde posible (o quizás no llegar), aquél del que incluso hay que renegar y rechazar cualquiera de los normales símbolos que utilizan sin complejos todas las naciones no es tópico inasequible al análisis. Sobre todo no si se van anotando sucesivos beneficiarios y circunstancias. La debilidad no es mítica sino inducida. En un horizonte temporal nada lejano, mediados del siglo XX, la Europa de los Aliados sale fortalecida en sus miembros porque se ha enfrentado a un enemigo común. En sentido contrario, Alemania comulga unánimemente con la desgracia, la vergüenza y la tarea de reconstrucción. Los discursos de Winston Churchill representan lo mejor de los ciudadanos, lo más esforzado, generoso y valiente. En la posteridad los enemigos de cualquier grandeza escarbarán para arrojar alguna basura, encontrar fallos en los que, con la vista puesta más allá de sus fronteras y del Continente, se decían conscientes de defender los grandes ideales de libertad, cultura, civilización y derechos del individuo. Las naciones de la postguerra de la II Mundial salieron fortalecidas en su esencia y conciencia de tales, también empobrecidas y enfrentadas a miríadas de cuentas pendientes con los colaboracionistas, la jauría de vengadores de agravios a toro pasado y el Telón de Acero de la Guerra Fría. Pero tenían lo más importante: la visión de futuro, la claridad respecto a las aspiraciones y retos del presente y la unidad tanto interna como externa en el rechazo de peligros y males que, por haberlos visto muy de cerca, sabían que eran los peores enemigos.
En la divergencia durante los años cuarenta y cincuenta de España respecto a la evolución e ideario del bloque de los Aliados se gesta buena parte de la miseria política actual, no sólo en la autarquía de la dictadura franquista. Mientras que Churchill y Estados Unidos hablaban de la situación en el planeta, de los enormes retos de la era atómica, del futuro deseable, de la defensa de los principios medulares de la libertad individual, el bienestar y la prosperidad como antídoto contra dictaduras, de la salvaguarda de valores y tradiciones consustanciales a Europa y su proyección atlántica y dignos de ser defendidos por doquiera, en la Península se seguía el camino inverso en una visión caracterizada por la estrechez mental y geográfica y un bloqueo defensivo de lo inmediatamente propio alimentado con valores de pura apariencia tras los que se movían el complejo de inferioridad, la mediocridad y la avidez de los intereses locales.
La divergencia se fue ahondando porque el populismo necesita grandes cosechas de envidia que, como el pan, no debe faltar en el yantar cotidiano de los electores españoles. Para ello es necesario un auténtico odio a la grandeza ajena por serlo, aunque se vista la inquina de excusas sociopolíticas. Naturalmente nadie va a denunciar como males cósmicos el imperialismo de Luxemburgo o de Andorra, pero para eso están países extensos, activos, laboriosos, influyentes. En la mecánica rencorosa es también imprescindible la búsqueda de taras en personajes de enorme talla intelectual, personal, política. Se hoza, por ejemplo, en la figura de Winston Churchill e incluso se repite, con el deleite de quienes al fin han encontrado espacio para rebajarlo y con la ligereza de una leyenda urbana, el supuesto rechazo británico a la excesiva personalidad arrolladora de tal político en tiempos de paz. Pero se omite que su derrota electoral de 1945 obedeció en buena parte a que, tras cinco años de guerra y antes de lanzarse la bomba atómica, las tropas británicas temían verse involucradas en los uno o dos años más de combates en el Pacífico con un saldo de dos millones de bajas de los Aliados, que era el precio en que se calculaba la victoria sobre el fascismo nipón. Japón se rinde el 14 de agosto de 1945, a poco de las elecciones generales británicas. La Guerra del Pacífico fue probablemente el factor más determinante en el rechazo a tener como Premier en la paz al que lo había sido, ¡y cómo!, en la guerra. De hecho, Churchill teniendo un peso decisivo, lleva a la victoria al Partido Conservador y es de nuevo Primer Ministro en 1951. Deja el puesto, pero no el Parlamento, en 1955 a los 80 años de edad y muere diez años más tarde rodeado de admiración y agradecimiento.
En España el efecto de la postguerra fue, pues, en la segunda mitad del siglo XX, inverso al europeo. La suya había sido una guerra de facciones telonera de la mundial y penetrada por el ensayo general de los totalitarismos, empapada pronto en la irracionalidad, el rencor y la violencia como motores de cambio socia, en los que se anegaban las mejores personas e intenciones. La posible república moderna se transformó ya desde sus significativos preludios en opresión, fragmentación, expolio y recurso al asesinato, en un ambiente y en una época en la que a los veinte años quien no era comunista era fascista y viceversa. Su final dejó la impresión de algo trunco, de general fracaso nunca asumido, de intervención aliada que, vencido el nazismo, vendría a implantar para unos el país afín a sus vecinos, para otros la dictadura comunista que, paradójicamente, ya era en el mundo y fue una máquina de fabricar ruina y muertos por cientos de millones peor aún que la nazi por su duración. Al revés que Francia o Inglaterra, la primera cosecha española tras su guerra civil fue en gran medida de amargura y desconcierto. La segunda, en su momento, una duradera máquina de subsistencia, legitimación, chantaje y extorsión de bienes, cultura y ética basada en la mitificación del término Izquierda, en la ignorancia, secuestro y silenciamiento de la historia y en la implantación ubicua de un bloque parásito cuya única fuente de recursos y de prestigio era y es el mito nutricio de la eterna Guerra Civil y la República ideal y truncada cuyos réditos se les deben de generación en generación. El panorama no es ni mucho menos de nuevo una dualidad, igualmente falsa que la de Izquierdas/Derechas, que adquiriría la forma Oposición/Gobierno o Socialistas/Liberales. Hay sencillamente un filtro a contario que selecciona y promociona lo más mezquino, y por ello más fácil y extenso, de todos, en racimos y clanes puesto que el ruidoso factor gregario, apoyado en la telemática, y cuanto desdibuje la responsabilidad y percepción crítica del individuo es en este régimen vital. Y hay paralela y conjuntamente un statu quo tácito por el cual los supuestos opositores, dentro y fuera del Gobierno, que se reclamaban como defensores de derechos, nación igualitaria y libertades, viven enquistados en el tejido del sector público, blindados respecto a la Justicia con algún ocasional chivo expiatorio mediante y seguros de los pactos con los caciques que les perdonan la vida y garantizan holgada subsistencia mientras les gestionen, les mantengan gratis et amore y no se opongan al desguace tribal, a la tergiversación y destrucción de educación y cultura y realicen o permitan periódicamente la liturgia de los ritos de la República Mítica, el antifranquismo perpetuo y la guerra civil rediviva. Al bloque Parásito de cuantos carecen de mérito personal alguno y que han ido eliminando y orillando a los que sí trabajaron, arriesgaron y defendieron ideales nobles y la Constitución de los setenta, pronto e impunemente incumplida, les es indispensable el rito y el mito de Malos y Buenos de la Guerra Perdida. No tienen otra cosa, pero sí una de extrema importancia: La implantación en la sociedad del convencimiento de que ellos son mejores que el resto. Y lógicamente precisan azuzar lo más bajo en conductas y aptitudes hasta lograr niveles de completo ridículo, desde la pompa y circunstancia del hervidero ratonil de satrapías hasta orinar en público. La guerra es contra la excelencia, la valía, la productividad, el progreso, el saber y la memoria, contra cuanto sobrepase el rasero de una masa a la que se quiere anónima, unánime, rencorosa y dependiente.
De ahí la importancia cardinal del control educativo en el que, desde la primaria hasta la universidad, lo que se penaliza es el estudio, el conocimiento, las buenas calificaciones, el esfuerzo. Por el contrario, las becas se concederán a discreción de forma que, sin precio monetario ni intelectual, se pueda aparcar en las aulas, con aparente gratuidad pero por supuesto a cargo del contribuyente, por tiempo indefinido, disponer a capricho de las instalaciones y ensuciarlas y degradarlas si place, y recibir finalmente a granel diplomas que, por supuesto, ni avalan conocimientos ni tiene valor. Todo ello proclamando la perversidad del represivo sistema franquista que, triste paradoja, fuese de Franco o de Viriato era infinitamente mejor que el implantado a partir de 1990. Y no por el efecto colateral, indeseado pero inevitable, de su extensión democrática a la población entera ni por el cambio de los tiempos, sino por el rigor inmisericorde de los que desde el nuevo régimen y sus virreinatos autonómicos precisan como ecosistema ese ínfimo nivel. Nada tan delator de las intenciones carcelarias en la falsa dualidad Izquierdas/Derechas, Franquistas/Progresistas como la avidez por apropiarse del terreno formativo, desde la infancia a las Facultades; nada tan inequívoco como dato de seguras y lucrativas intenciones de manipulación y apropiación a beneficio muy personal que la agresividad con la que los grupos aferrados al reparto de puestos y poder entre sus huestes defienden el monopolio de las aulas, el destierro o minimización en los programas de estudio de cuantos saberes tienen real envergadura, de cuanto sirve, no para la falacia definida como para la vida, sino para pensar, adquirir conocimientos y conciencia de su jerarquía y del precio en solitario esfuerzo que conllevan, disponer de la propia reserva intelectual, de la biblioteca inasequible al robo y a la lluvia fugaz de mensajes ajenos al real aprendizaje.
Sin la ferocidad mostrada desde los tempranos años 80 del pasado siglo en la apropiación de lo que se ha venido presentando como única cultura sería incomprensible la situación actual. Simplemente afloran a la superficie los frutos de la prolongada y generalizada siembra de intereses. Cómo si no explicar la imposición de lenguas locales que no tuvieron auge alguno fuera de sus predios simplemente porque, como es regla puesto que en la práctica no existen hablas sino hablantes, los que las utilizaban no hicieron lo que otros, carecieron de la proyección que el castellano sí tuvo por razones semejantes a las que hacen que el inglés y no el swahili sea el idioma de la informática. Cómo entender el fracaso educativo si no se abandonan las proclamas histórico-metafísicas y se desciende a la simple y ubicua red capilar de gente que cobra de este fracaso y llega incluso a creerse superior al resto. No en vano existe una fina e inapelable línea que incluso los que pretenden radicales mejoras se guardan de traspasar mientras se refugian, una vez más, en supuestas dotes taumatúrgicas de la formación del profesorado. Ninguno se atreve, sobrado de temor y falto de esa modestia intelectual sin la cual no hay progreso, a, no sólo reivindicar con forzada retórica, sino a realmente garantizar por ley a ámbito nacional lo que ya está inventado: Programas basados en materias fundamentales, pruebas de nivel, aulas desinfectadas de oportunismos, localismos, clientelismos y consignas, clases impartidas por profesores según su nivel de diplomatura y conocimientos avalados por oposición pública.
El raquitismo de la cosecha es sólo comprensible gracias a la implantación, desde finales de los años ochenta del pasado siglo, de este temprano vivero de ignorancia preceptiva bajo el irónico nombre de progreso democrático. En él se lleva sembrando, junto con grano variopinto, la postguerra ficticia y el cómodo victimismo todo a cien. Y ahí residen, por la vaga conciencia de la indigencia intelectual y el desconcierto, buena parte de las causas del sentimiento de indefensión.
Sabiduría oriental o cómo acabar con las corrupciones
Cuando la corrupción es institucional, legal y sistemática para mantener el estado de cosas se impone una liturgia periódica de denuncia virtuosa. Hay que esconder, tras una fanfarria de hechos puntuales centrados en el delito personal, la colosal ruina del empleo estúpido, interesado y estéril del erario público, la financiación de obras pretenciosas y prescindibles, la permanencia del timo legal, la multiplicación de minigobiernos, cortes y satrapías. El vistoso capote de delincuencias menores agitado por los medios televisivos en momentos oportunos torea y dirige a su antojo al votante y la opinión ciudadana. En España han campeado y campean a sus anchas intocables de todo tipo y condición, familias enteras de los feudos nacionalistas, sindicatos y empresarios administradores seculares de los fondos europeos, con tal pericia que el país está en cabeza del paro, nubes de expolíticos venden sus contactos y hornadas de licenciados se expatrían provistos de sus diplomas inútiles sin que ninguno de los hacedores de las nefastas leyes educativas se responsabilice.
Naturalmente para la trama de intereses de Gobiernos prácticamente nacidos en el escaño del Parlamento las Clientelas de la Utopía subvencionadas y amamantadas son tan indispensables como el ying para el yang: Hay que exhibir hordas agresivas de revolución total para evitar que se repare en la perversión del libre mercado y el Estado de Derecho en forma de consejos de administración de bancos y grandes empresas formados por políticos, ministros y ex ministros, hace falta ruido mediático de fronda para ahogar la alianza oficial con la Justicia, a cuyos miembros nombran los partidos y apoyos virtuosos al “derecho a la vida” como si los demás sostuvieran sin discriminaciones la muerte, y ello por parte de los que no se han manifestado jamás contra la pena capital ni propuesto medidas prácticas reales en el marco legal y económico ni denunciado las causas que, integradas en el sistema, favorecen lógicamente la corrupción.
Paralelos, hasta juntarse en un charco estancado, corren los dos arroyos, el de la corrupción oficializada y el de los robos clásicos a base de comisiones fraudulentas, desvío de fondos, apropiación de capitales. Desembocan en el agudo sentimiento de indefensión ciudadana, se mire hacia donde se mire, sin hallar recambio ni desagüe al cauce del charco, alimentado además subterráneamente por una oscura, silenciosa y silenciada, pero cierta conciencia de culpabilidad vicaria, de cegueras oportunistas y selectivas, de 11 M que se descompone lentísima, inacabablemente, de embriaguez temporal a base de consignas que alababan paraísos en los que no se deseaba vivir, de historia de una lucha inexistente para gozar de los privilegios del eterno adversario.
Del pastel de más de treinta años de componendas y reparto del Estado se escoge oportunamente alguna guinda para exhibirla como implacable actuación contra los corruptos, se crean comisariados de buenas costumbres según conveniencia y audiencia, se inventa un chantaje en forma de denuncia sin pruebas que implica la muerte política del chivo, inocente o no, más a mano. El puritanismo selectivo es un arma de letal eficacia. Y es perfecta para desviar tiempo y energías y omitir la aplicación de leyes básicas existentes pero cuya transgresión nunca se paga, nadie devuelve jamás las inmensas sumas desaparecidas en el sumidero del despilfarro, la propaganda y los rentables acuerdos con grandes empresas. En cambio, aparecen y pueden aparecer en cualquier momento remedos de los ministerios orwellianos: Ministerio de la Transparencia, De la Gestión de Imputaciones, De la Defensa del Género Epiceno, De la Corrección Lingüística, De la Corrupción Preventiva (todo un clásico en la tradición del “crimental” de 1984), que ofrecerán la obligatoria Formación para la Ciudadanía en forma de cursos como “La bisexualidad sin esfuerzo”, “Lesbianismo para principiantes: teoría y práctica”, “Reciclaje de rosarios y belenes obsoletos” o “Las chirigotas en la literatura universal”. En todas las lenguas y dialectos peninsulares, por supuesto. Y, como nunca antes la cuota de pantalla, palabras y tiempo otorgada a grupos e individuos tuvo tanta importancia, organismos y consignas tendrán un éxito prácticamente asegurado, sobre todo los que cobren por ello. Es probable que la oposición se vea reducida a la impresora y el folleto semiclandestinos.
A mayor escala, las peores dictaduras están ciertamente exentas de corrupción,. Son, como Corea del Norte o la China maoísta, infiernos de perfecta pureza que no dudan, como en el caso coreano, en inaugurar una nueva forma de pena de muerte que ha sido su única aportación original a la historia actual de la humanidad: En Pyongyang el Ministro de Defensa se durmió durante el desfile nacional y el Gran Líder ordenó su fusilamiento (término impropio en espera de que se invente el adecuado) con un misil: He aquí un ejemplo de severidad y de responsabilidad en la aplicación de las leyes. Cabe imaginar la suerte, en parecidas circunstancias, de su homólogo español que afirmó que prefería morir a matar. Los sistemas totalitarios comunistas son vivos ejemplos del Paraíso de la igualdad, la felicidad y la ausencia de delincuencia por decreto y de la Revolución, el inconformismo y el perfecto progresismo universales. Los millones de muertos muy reales, las hambrunas, la falta total de libertad y vida privada han sido y son simples tropiezos a beneficio de inventario. Mientras el Paraíso llega, todo vale contra el Estado existente, puesto que legalidad, normas y usos y la existencia y patrimonio de sus gentes no son sino brotes de la injusticia radical, productos de una sopa primordial mal hecha que hay que rehacer. Llegado el advenimiento, los pequeños peces-víctima pasarán sin soluciones de continuidad a ser grandes depredadores (la semántica de la violencia en el discurso pacifista e idílico es cuanto menos sorprendente) guardianes del edén futurible.
En Occidente en el sentido más lato de tipo de civilización (la aburrida fórmula tradicional democracia, libertad individual, pensamiento racional, derechos humanos, propiedad, comercio) los paraísos se han apoyado por control remoto y con gran entusiasmo vicario. En España se ha reforzado el general edén platónico con otro superpuesto: el Paraíso truncado por la Guerra Civil. Es la República Dorada, reducto de prosperidad, paz y justicia, que, de continuar más allá de los años treinta, hubiera dado lugar al país soñado. Lamentablemente la historia es complicada y su estudio trabajoso. No hubo jamás aquel todo a cien para todos. Pero al menos la prolífica serpiente entregó a las generaciones venideras la posibilidad de ser siempre víctima. Junto con la expectativa de la Gran Pureza, que garantiza aquí y ahora la irresponsabilidad personal (por las vías del asambleísmo, el dominio mediático y la acción directa) y legitima todos los actos.
La China tradicional ofrece sin embargo un dicho digno de encomio: “El agua pura no cría peces.” Esta sabia máxima, junto con “Lo mejor es enemigo de lo bueno” y “Cada cual es hijo de sus obras” debería figurar, grabada en mármol, en salones, despachos y Congreso.
Del Romanticismo y sus estragos:
España parque temático.
Paralela a la España a secas, al país en el que se ha hecho todo lo posible para eliminarlo como tal de la percepción, del uso mismo de su nombre y de sus símbolos y tradiciones, existe la España B, construida según guión y a efectos de uso. Para su difusión en el extranjero se han gastado sumas ingentes y no se ha reparado en esfuerzos. Naturalmente se obtienen, y esperan conseguir una parte y otra allende y aquende, dividendos considerables. Es la marca B export, construida, y deconstruida, a base de omisiones y de un puñado de datos ciertos pero que no lo son cuando el cuadro, el espacio en el que se fija el foco, carece de partes indispensables de la realidad. No deja de ser extraña la ceguera de los corresponsales ante las espaciosas y tristes regiones de la Península donde salta a la vista la carencia de inversiones e industrialización. Se diría que, de cóctel en cóctel y de comida de trabajo en bebida de trabajo, han ido volando y posándose en las zonas más ricas de España, que lo son gracias al conjunto del país, para transmitir fielmente las quejas, vituperios y proclamas independentistas de quienes a todas luces están y han estado más favorecidos que el resto. Ídem de lienzo en la selección de entrevistados, interlocutores y fuentes. Es, en este sentido, ejemplar el hecho de que una publicación de prestigio, como The Economist haya escogido, para resumir la situación y perspectivas del país en sus números anuales, a quien representa en España el periódico insignia de la Transición B.
El tratamiento del atentado del 11de marzo de 2004 constituye también un ejemplo de desinformación: The Economist se apresuró –sin duda no fue el único- a incluirlo en la lista mundial de atentados islamistas, con una celeridad sorprendente la prensa extranjera comulgó con la nada probada afirmación de la autoría islámica, se repitió la tesis oficial, en absoluto avalada por los hechos, nada se dijo respecto a la precipitada destrucción de los vagones donde estallaron las bombas, nada en cuanto a la siembra de pruebas falsas y la eliminación de lo que podía haber dado pistas e indicios, ni palabra sobre la ausencia de autopsias de los supuestos suicidas, y vaguísimas alusiones al dato clave de que se desconoce el autor intelectual que planeó y dispuso la matanza, sin comentarios a la evidente voluntad de silencio que sigue hoy cubriendo el tema. Es curioso que ante un hecho de tal magnitud europea y mundial se hayan leído tan pocos análisis geopolíticos. Es innegable que el atentado de Madrid, con sus cientos de víctimas, tuvo como efecto un cambio radical de Gobierno, economía y geoestrategia tres días antes de las elecciones, en beneficio, obvio pero no sólo, del entramado de tribus y de los terroristas autóctonos. Pudo haber, o no haber, mano de obra etarra e islámica, pero han quedado resguardadas por la sombra las de los que, a un nivel superior, mecieron los ataúdes.
Es llamativo también que en la prensa extranjera el análisis de la situación española se centre con frecuencia en la cuestión catalana y que, para ello, efectúe un ejercicio de corta y pega basado en previas declaraciones de algún líder independentista. El caso catalán es un ejemplo de sustitución de la realidad palmaria por una confusa mezcla de censura, propaganda, autocensura y mitología a uso externo e interno, para gran dicha de cuantos corresponsales no dudan en asimilar el tema –la reivindicación tribal vende- a grupos foráneos sin la menor afinidad ni semejanza. El clan montaraz es un apéndice del atractivo folklore ibérico, sin violencias orientales y tan al alcance de la mano para ofrecerle comprensión y apoyo. Ello en justa correspondencia con las grandes sumas procedentes del erario público español que se emplean en implantar allende fronteras centros a efecto de embajadas oficiosas.
Esta cultura independentista de la queja tiene unos pies de barro amalgamado por una red de interesadas clientelas, se recubre de un aparato escénico perfectamente ficticio, blindado por el temor que ha logrado inspirar en quien proclame que el rey está desnudo, y desdeña el análisis concreto y los verdaderos méritos propios. Por esto mismo es incapaz de, tras percibir y aceptar la realidad, dar un enfoque positivo a la misma, promocionar sus reales valores, superar la hostilidad y el hastío que ha sembrado su rechazo de la “enemiga España” en el resto de la Península. A la región productora en un tiempo de riqueza y receptora de principales proyectos estatales de desarrollo y de ventajas proteccionistas le es fácil, cuando las vacas enflaquecen, clamar al expolio del que habría sido objeto desde la aurora de los tiempos, inventar dinastías regias, aferrarse a la orla del manto del norte europeo salvador cortando amarras con el reducto semiafricano de subdesarrollo. Tras coqueteos con racismos étnicos y fundamentalismos ancestrales risibles, Cataluña se aferra a la lengua, a falta de otro asidero, como elemento diferenciador y sustancial en su reivindicación nacionalista. Ocurre con la lengua catalana lo que pasaba antiguamente con la hija de familia rica nada agraciada excepto en la cuantiosa dote: No con su riqueza adquiría belleza, aunque sus padres la querían por ser su hija y para ellos no existía su fealdad. En el caso del catalán, se trata de un idioma particularmente cacofónico en sonidos y acento. Es así, como en otras lenguas, véanse el gaélico, el ruso, el italiano, sucede lo contrario, se trata de un factor puramente físico que algunas páginas literarias y canciones ayudan a hacer pasable pero no por ello, porque es imposible, pueden otorgarle la armonía tónica de la que carece. Sin embargo, para no ser tachados de anticatalanistas y reaccionarios, en un ejercicio de hipocresía forzada a nivel del país entero, se ha obligado al conjunto de la población española a oír, escribir y repetir el mantra “la bellísima lengua catalana”, tarea semejante a empeñarse en afirmar que Madrid es puerto de mar y merece un Ministerio de Marina Autonómica Manchega.
Respecto a la proyección internacional, sucede que castellanos, extremeños, andaluces, y otros españoles llevaron a cabo la aventura americana, que por ello millones de personas hablan fundamentalmente el mismo idioma desde una esquina de la Península a la Tierra del Fuego. Las lenguas no son sino la plasmación de cuanto sus hablantes hacen, y los de Cataluña no invirtieron valor, dinero ni energía en hazaña de tal envergadura. De sus empresas marítimas mediterráneas queda el recuerdo de una venganza y poco más. Sin un transfondo acomplejado no se entendería el empeño, no de afirmación, sino de diferenciación agresiva y búsqueda anhelante de reconocimiento foráneo. Así hasta el envenenamiento por hastío de propios y ajenos, que impide a Cataluña llevar a cabo una promoción necesaria, en España misma, de sus propios y muy reales valores, de su nivel musical, de su patrimonio artístico, de sus instituciones científicas punteras, en un ambiente donde haya entrado el aire fresco de la realidad.
El proceso, muy moderno, de florecimiento reivindicativo de nacionalidades y microestados es diferente a lo que se ha entendido en épocas anteriores como tal. Se inscribe en la dinámica de las clientelas franquicias de la utopía rentable de un edén sociopolítico –y étnico de forma vergonzante- fabricado al efecto, y se amalgama con mayores o menores fondos sentimentales y viscerales preexistentes, que son siempre plantas de rápido crecimiento con el riego adecuado. El esquema de su evolución es muy semejante en distintos lugares: Regiones que en su momento se beneficiaron de la captación de empresas estatales y trato comercial interno favorecido, de la pertenencia a la nación común, descubren en la actualidad, con sus nuevas perspectivas de ingresos, agravios ancestrales. Llegan las grandes revoluciones, la industrial, la técnica y la informática, cambia la geografía de las fuentes de ingresos, incomoda compartir con provincias menos afortunadas, y se clama por la independencia del poder central y el salto a una federación de microestados vagamente europeos. Dado el desprestigio, tras el nazismo, de las singularidades étnicas, aunque éstas se mantengan en sordina es forzoso aferrarse al elemento diferencial lingüístico. Cuando en Bélgica, país bastante artificial y de reciente creación pero eficazmente organizado, la riqueza estaba en la industria y minas de carbón de la parte valona la flamenca reivindicaba poco y el bilingüismo era habitual, coexistían el francés, propio de la zona sur fronteriza con Francia, y el neerlandés, variante del holandés, de la zona norte. Existe, además, una pequeña comunidad de habla alemana. La prosperidad del sur declinó, cambiaron las tornas, nuevas energías, técnica e informática oscilaron hacia la parte septentrional que, generadora de buena parte de los ingresos del país, hizo rápidamente bandera del nacionalismo lingüístico hasta dividir por barrios la pequeña Bruselas y lograr que los flamencos eviten cuidadosamente el empleo del francés, por lo que, dado que la proyección mundial del neerlandés es más bien escasa, se ven forzados a recurrir al inglés. De manera semejante en Escocia, bella pero hasta épocas recientes extremadamente pobre y encantada de sumarse a la revolución industrial comenzada en Inglaterra, coinciden hoy sus reivindicaciones independentistas con la reciente prosperidad económica y las fuentes de energía que promete el Mar del Norte. Afortunadamente no se les ha pasado por la imaginación (otro es el caso en latitudes más meridionales) la estupidez oceánica de imponer el gaélico como lengua nacional. A las clientelas en general nunca les falta un rasgo típico de todas ellas, nacionalistas o no: El rechazo de que tiene un precio aquello de cuanto disfrutan, la voluntaria ignorancia de que las ventajas incluyen siempre contrapartidas. El imperio romano lo fue durable y extensamente no por la fuerza bruta sino por la capacidad de organización, oferta de seguridad y obras públicas. Irlandeses y escoceses no han dudado, con sentidos práctico, cívico y de la grandeza muy británicos, en contar entre sus tesoros la lengua inglesa y dar a esa literatura algunos de sus mejores escritores. En el extremo opuesto se encuentra la variante perversa del small is beautiful, el vivero de envidias y de intereses creados agraciado con grandes porciones de espacio escénico en virtud de la estética de la tribu indomable, variante étnica de los parias de la tierra. Pantallas, ondas, discursos, cuadros y poemas se llenan mejor con la imagen de un revolucionario independentista que con la de un empleado del común. La estética desborda inevitablemente sobre la ética, lo llamativo y apasionante desplaza por fuerza a lo verídico en la era del reino de la comunicación visual. Ocurre con el mito español como con todos los mitos. El rasgo diferencial contemporáneo podría ser la creación de una clase de adoradores en nómina.
Dos ficciones se miran: Desde el resto de Europa, la que se tiene del parque temático español, mezcla de sesentayochismo, de una alegre y socialista Cuba a este lado del Atlántico y de micronaciones encantadas de que les paguen para serlo. Desde España se fija la vista dirección norte, en algo que tiene aún mucho del ¡Vente a Alemania, Pepe!, del inalcanzable dios del aprobado en modernidad y desarrollo del que hay que hacerse perdonar, a base de diezmos y primicias, Leyenda Negra, Franco, Catolicismo e Inquisición. Los corresponsales extranjeros pasean, y son paseados, por la imagen prefabricada, hemipléjica y acomodaticia del zurcido tribal que siempre espera el beneplácito del club U. E. y paga las copas para ganárselo.
Los aguerridos etarras gozaron de trato preferente tanto ético como estético; para eso está la excitación de la lucha, por persona interpuesta, en defensa de naciones oprimidas. No hay color entre el quasi nulo espacio dedicado a la descripción de los cadáveres, las torturas y la dictadura del miedo obra de los terroristas vascos y las entrevistas, exposiciones y análisis de lo que se presenta como conflicto bélico en una contienda heredada hasta la eternidad contra un dictador difunto. No se expone el simple, y poco glamuroso hecho, de que en España no existieron nunca dos bandos armados frente a frente, que las desdichadas víctimas son sin duda las únicas –y merecedoras al menos del Guinness de los récords- que no se han tomado jamás la venganza por su mano. Ellas esperaron, de forma ilusoria, que la justicia y el Estado de Derecho cumpliera su deber. Y se engañaron, mientras en el resto de Europa jugaban a ver sucedáneos del IRA o de tribus valerosas y maltratadas. La verdad es que tiene mucho más gancho periodístico hablar de Transiciones maravillosas, defensa de guerreros aborígenes, protección de de ballenas y de miuras y riesgo de dictaduras fascistas que ofrecer al lector la receta de la concordia al hispánico modo: Clientelas utópicas subvencionadas + mito negativo fundacional + red parásita tribal. Con un coulis abundante de diálogo, paz infinita y no menos infinito robo legalizado.
La utilización de una España ficticia, manejable y rentable como mito, tiene una doble vertiente: Ha habido y hay, por supuesto, la logística interna, indispensable para disponer de ella como botín. Pero la utilización externa es de suma importancia, con buena voluntad, ignorancia e inconsciencia por una parte, y por razones financieras sustanciosas por otra. Las tribus internas dan la mayor importancia a la imagen ofrecida al exterior porque ésta debe legitimarlas, y no han reparado en gastos para ello. Curiosamente un periódico español, y uno solo, emblemático en sus orígenes de la Transición en sí y que luego mutó en defensor de la Transición B y su lobby parásito, es el que se encuentra siempre en quioscos y hasta en pueblos perdidos de Europa, el que aparece traducido en diarios internacionales, se reparte en organismos y entidades diversos y se asocia al rostro moderno del país. El resto de la prensa española tiene escasa presencia en el exterior, aunque la informática está cambiando rápidamente el panorama. El periódico insignia, que tuvo su momento real de gloria cuando defendía Constitución, democracia y libertades, fue presta y hábilmente sustituido. Pasó a ser mascarón de proa de clanes para los que el mantenimiento del mito de las dos Españas Buenos/Malos era esencial porque no podían definirse sino a contrario y sorbían sin contrapartida la sustancia vital de los bienes sociales. Resulta imperativo para ese bloque mediático y sus representados identificarse con una única oposición a la difunta dictadura, y prolongar la lucha post mortem contra el villano.
Pero hasta los cadáveres se gastan; las generaciones se suceden y para continuar hay que cambiarse. Ha habido una negra Providencia en el desarrollo de los hechos, que se han acelerado en el siglo XXI. España era un país próspero e integrado, ya con peso internacional, en el área de Occidente Pero se invierten finanzas y política en horas veinticuatro, véase 2004 y años sucesivos. Lustro y pico después el cofre está vacío, la nación cada vez lo es menos y destaca, donde antes se distinguía de forma positiva, por lo endeble, confuso y vergonzante de su imagen e instituciones. El expolio, sin embargo, se difumina en una crisis financiera global que, paradójicamente, salva a los responsables autóctonos de la culpabilidad del desastre y coloca en muy segundo plano cuanto no sea recuperación o al menos subsistencia económica. La generalizada crisis providencial ha hecho disminuir la talla, de por sí gigantesca, de cohechos, malversaciones, corrupciones, mordidas, gabelas, extorsiones, robos, fraudes, rapiña, derroche, estupidez e ineficacia locales. No queda a los patrocinadores de la Transición B sino repetir esquemas, en una especie de Transición C donde son indispensables nuevos enemigos, englobados en el Gran Mal. Se está en ello.
La Transición nació cargada de buena voluntad, al menos en su base, en lo mejor de la mejor gente y en algunos de los que la pergeñaron. Se quería, ya antes de la muerte del dictador y con auténtica ansiedad a partir de ésta, verse y ser vista como país moderno europeo, democrático y semejante a sus vecinos respecto a estructura e instituciones. No sabía cómo librarse del lastre de la diferencia. Desde el extranjero, se la contemplaba con una visión fruto de la inercia del folklorismo romántico, El imaginario gustaba del primitivismo decimonónico a pocos kilómetros de sus fronteras, de la cabila africana sin serlo, del resort playero que ofrecía a la vez las razonables seguridades de Occidente y un subdesarrollo que abarataba precios y añadía excitación, y alcohol barato, a la vida. Las simpatías se canalizaron hacia ese guerrillero, anarquista, fundador de comunas, socialista generoso, comunista valiente, enemigo de Iglesia, Rey, Patrón y Dueño que el correcto ciudadano de latitudes más septentrionales lleva dentro y que sale a flote en la melancolía de novelas, copas y reflexiones sobre la juventud pasada y lo que pudo ser y no fue. Poco importaban los hechos. En el cuadro desentonaba que los valerosos muchachos de ETA fueran torturadores que dejaran morir de hambre y sed entre sus propios excrementos a los secuestrados, que vivieran implantando un clima de terror y chantaje en el norte de España, que mataran hombres, niños y mujeres, que descerrajaran tiros por la espalda en un país con democracia, parlamento y partidos. Que en Cataluña se ponga a calles el nombre de terroristas que prefirieron a los votos el método de poner bombas en el pecho a los secuestrados de manera que hubiera que recuperar luego sus trozos pegados a las paredes no tenía gran audiencia en foros europeos. Estas noticias ocupaban bien poco espacio en la prensa extranjera La doctrina del crimen simpático podría resumirse en el chiste publicado en un diario madrileño: “Ayer yo era simplemente un asesino, pero ahora tengo una teoría”. Poca tinta se ha gastado la prensa foránea en describir algunas hazañas bélicas de los liberadores vascos, la bomba en un gran supermercado, los tiros por la espalda, la mujer rematada delante de su hijo pequeño en plena fiesta popular, tras la que autoridades y lugareños no menos heroicos que los pistoleros continuaron con el festejo procurando no pisar la sangre. Tal vez los cronistas británicos redimían así otras omisiones, como la matanza nunca bien esclarecida ni juzgada, de Omagh, cuyas víctimas aún están pidiendo saber la verdad, y los alemanes los oportunos suicidios en cadena y en la cárcel, y Francia las alianzas de todo tipo con la hez de los dictadores africanos.
La inversión propagandística cara al exterior fue fenomenal, y todo un éxito. En la España recreada por necesidades foráneas se recuperaba en el extranjero la romántica Guerra Civil perdida, se enterraba el turbio colaboracionismo frente al ejército nazi y la deuda respecto a la intervención salvadora de Estados Unidos, se trazaban consoladores paralelos con una IRA y demás grupos que nada tenían que ver con el caso hispánico. No convenía saber, ni reflexionar, sobre aquella contienda, preludio de la Mundial, y cuál hubiera sido el destino de la Península de haber impuesto su régimen Stalin, el jefe último de las bienintencionadas Brigadas Internacionales. Con España podía vivirse de manera vicaria un socialismo que de ninguna forma se hubiese querido en tierra propia. Allí era lícito, fácil y agradable apoyar a ese comunismo ideal y fraterno que había formado parte de los sueños de juventud y respecto al que, cuando la cruda realidad de los millones de muertos llamó a las puertas del conocimiento y de la Historia, se había preferido cerrar los ojos. Era el Edén de las tribus felices para aquéllos que habían escupido en tierra propia la amarga fruta del independentismo insolidario y que, sin embargo, reservaban un resquicio sentimental para el culto a la raíz primigenia y la bandera de las ocasiones. En la España moderna, reflejada en el periódico insignia, las leyes eran benignas con delincuentes y niños descarriados que delinquían cientos de veces o violaban y quemaban vivas niñas en un comprensible arrebato de juventud. Estaba a un paso del Edén de pacífico diálogo entre el lobo y el cordero, el que todo país hubiera querido para sí pero, ¡ay!, sabía imposible. Ladrones de todo pelaje entraban y salían de la cárcel sin romperla ni mancharla. Las víctimas de terroristas, de la lenidad de las leyes, de la generalizada inhibición de jueces y políticos, no ocupaban, por poco atractivas y estéticas, espacio externo mediático. Y a falta de himno se cantaba España, por favor.
Con la Transición también el resto de Europa saldaba una deuda antigua de apoyo necesario a la dictadura de Franco y de olvido selectivo de los estragos, cesiones y componendas con el comunismo mundial. Se añadía el siempre agradable ingrediente de anticlericalismo y la sustitución de las fidelidades tradicionales, de los esquemas viejos, por una religión laica de corrección política y tentadora ingeniería social. En España todo despropósito, por nocivo y absurdo que fuera, podía gozar de buena prensa si se presentaba por y en el medio adecuado. La añoranza del tiempo en que se creyó en el Hombre Nuevo, antisistema, ex nihilo velaba con rosado beneplácito las ocurrencias, desastres, corrupciones y lamentables complacencias del sistema español. Era la utopía gratis total.
Aunque no a la hora del reparto. Porque de panorama tan agradable emergió, en lógica consecuencia, un país troceado, esquilmado por sus propios clanes mientras duró la bonanza estacional y comprado luego a precio de saldo por firmas foráneas una vez vaciada la caja y anunciada la ruina.
Es comprensible que los corresponsales extranjeros oscilen entre la copa en el madrileño Ritz, el Ave, la admiración por los bravos y primitivos guerreros del País Vasco y las referencias a Barcelona (que, casual pero quizás no gratuitamente, esmaltan sin venir a cuento numerosas películas), junto con incursiones folklórico-festivas en algún otro punto. Se vive, y viven, bien en Iberia. Lo que sería insólito allende fronteras pirenaicas no merece aquende atención: Que los fondos europeos de cohesión y para el desarrollo hayan venido desapareciendo sin que produjeran oficio ni beneficio, que los pueblos andaluces lleven décadas siendo un damero de cacicatos sociosindicales, que las familias de la rancia prosapia catalana tengan por uso acumular euros incontables procedentes de la extorsión ritual propia de sus cargos, que los escolares no puedan estudiar en español en buena parte de España, que se prohíba el uso de esa lengua en la señalización de carreteras y en los organismos públicos, que se multe a los que la usan o se les cierre el camino a empleos, son detalles que se omiten o minimizan. Es una nueva España del XIX pero informatizada, repartida en vistosos cotos de bandoleros, aldeanizada, cada vez con menor presencia y peso en los foros internacionales y más ignorante, gracias en buena parte a los sistemas educativos, de la geografía, historia y situación del mundo.
La práctica mafiosa se efectúa in Spain europea y elegantemente, con maneras y apariencias muy distintas de las sicilianas, aunque el botín sea mucho mayor, como lo es el número de los damnificados para los que no existe recurso alguno ni denuncia posible. Su indefensión es la de los peculiares parias habitantes de la zona de sombra donde nunca se posa el foco, la del ciudadano del común al que no asiste privilegio tribal ni mediático alguno. Porque de regiones como Cataluña se emigra porque no es posible escolarizar en español a los hijos y no todo el mundo puede pagarse el colegio privado y el máster. Porque son legión las obras inútiles, semiabandonadas y ruinosas excepto para quienes se embolsaron subvenciones y comisiones. Porque en esa misma Andalucía donde los líderes de los trabajadores se zampan mariscadas con las ayudas al paro muere un hombre con vómitos fecales tras días de obstrucción intestinal a causa de que se le negaron en el hospital las pruebas, tratamiento e intervención supuestamente por falta de presupuesto, y no ha habido más denuncia legal que la promovida por su hijo. Todo muy desagradable y poco noticiable. No cuadra en la foto. Mientras se mantenga la fachada de modernidad y consumo las incómodas máculas en el rostro de la Transición democrática sobran. Basta con las versiones reproducidas, a veces a golpe de corta y pega, a base de las fuentes del verdadero núcleo oficioso de asuntos exteriores, véase diario insignia del establishment y brigada de la cultura preceptiva, acompañados como guarnición por toques de esa acracia asambleísta con aderezo de terrorismo light e independentismo comarcal que queda tan bien en las fotos, y tan mal en la residencia propia.
Hay poca memoria de críticas en la prensa extranjera a la ausencia de división de poderes española, o sobre la justificada certidumbre de desamparo del ciudadano sin apoyos, la impunidad de los criminales reincidentes que se pasean por las calles, la lenidad de los sucesivos Gobiernos en la aplicación de las leyes, la miseria de los planes de estudio amputados de asignaturas fundamentales y empapados de consignas y manipulación de la historia. Igualmente difícil sería hallar análisis y denuncias foráneas sobre los fondos europeos malversados, la ruinosa prepotencia durante décadas de los dos sindicatos amalgamados con el régimen postransicional, los inmensos e inútiles dispendios, perfectamente legales e infinitamente peores que cualquier corrupción puntual, de los que nadie responde jamás con explicación, disculpas y devolución a cuenta de su propio patrimonio.
En sus veloces desplazamientos en el AVE no ha lugar a que los corresponsales que cubren la información sobre la extensa piel de Iberia se detengan a observar los vastos páramos dejados de lado en inversiones e industrialización. La más elemental constatación de las realidades que, en los distintos pueblos y territorios, van surgiendo ante sus ojos desmontaría por sí misma los victimismos y localismos rentables a los que ellos en sus columnas miman y de los que su visión española se nutre, salpimentada ésta con entrañables incursiones estéticas, folklóricas y paisajísticas en algún lugar desértico o mesetario en el que fijan temporalmente su atención para solaz de los lectores.
En general la Transición prolongada ha sido una especie de indefinida tregua respecto a las exigencias de cumplimiento real con los parámetros de las naciones avanzadas de la esfera occidental. Desde el extranjero España gozaba de la muelle condescendencia del agradable lugar en donde se pasan las vacaciones y de la expectativa indefinida de los vagos sueños de ideales asociaciones de tribus felices y semisocialismos humanísimos gratis total. Gratis sólo en apariencia. En lo inmediato es más fácil endosar baratijas en el trueque a los jefecillos de diecisiete tribus que a los representantes de una nación fuerte. Sin embargo el precio en inevitables facturas muy reales dista de reportar los esperados beneficios, porque un socio comercial débil y fragmentado puede ser deseable pero a más largo plazo su fiabilidad es escasa.
Fiel a la delicadeza en el trato de sus fuentes informativas, la prensa extranjera ha sido de una discreción ejemplar en lo que respecta al expolio generalizado y oficializado de gran parte de la población española, a su indefensión de facto y a la extorsión multiuso y multiforme obra del bloque Parásito, a las grandes zonas de impunidad y a los cabezas de lista –que tienen nombres, apellidos y muy desahogado pasar- del próspero club del chantaje Nosotros o los Malos de Antaño. Es más rentable, más rápido y más simpático obrar por inercia; se conservan más amigos, confidentes y puertas abiertas entre los que, al fin y al cabo, están en el candelero. Y los lectores adoran esa ruidosa espuma de floración y permisividad (que se confunde sin esfuerzo con la bondadosa tolerancia) de movimientos antisistema y ocupaciones de lo privado y de lo público. Mientras lo paguen otros.
Todo ello se mezcla a los naturales evolución y crecimiento biológicos, a la modernidad imparable que, con la transformación fundamental producida desde hace tres décadas por la revolución tecnológica y las comunicaciones, ha extendido una capa de merengue y tomatina sobre la estructura social toda y rellenado en apariencia huecos y zonas oscuras, de forma que la superficie evoca aún la homogénea blancura de la Transición, de una Constitución desde muy pronto –y en la mayor impunidad- no cumplida y que se pretende cambiar precisamente para acelerar el desguace del país y evitar que se cumpla.
En el siglo XIX los bandoleros gustaban, pero lejos, en óperas, relatos y dibujos costumbristas. Sigue gustando, amén de para las vacaciones, la España de las utopías verbales, de las ruidosas minorías festivas, del todo a cien y de la nación débil que nunca hará a las otras la competencia comercial y cuyo coste de Transición impecable empezó a pagarse a partir de los años ochenta al precio de mantener una inmensa red de clientelas improductivas. Por supuesto, Gran Bretaña, Francia u Holanda están muy lejos de la perfección y en sus armarios no falta la inevitable cuota de esqueletos, pero la defensa ciudadana frente al poder establecido, fático o fáctico, es mucho mayor que en España y el blindaje legal y social de los nuevos caciques, apoyado en el chantaje verbal guerracivilista, es allí inexistente. Esto es clave en el porcentaje, abrumador, de indefensos a este lado de los Pirineos, caracterizados además por situarse en una especie de limbo mediático, por carecer hasta de instrumentos verbales de denuncia e incluso de conceptualización respecto a lo que les ocurre debido a la censura interiorizada, el temor al rechazo social, la deformación cultural temprana y por la muy material, aunque silente, presión que ejerce la capilaridad de la red clientelar. El ciudadano español si no tiene dinero e influencias se sabe inerme ante el abuso y las leyes, no puede recurrir, como en Londres, al asesor legal gratuito de su zona que le garantiza, sin gastos, la denuncia y trámite de daños y robos de escasa –pero no para él- cuantía, ve como caso extraordinario y excepciones que simplemente confirman la regla el enjuiciamiento de un político, su desigualdad ante la ley es sensación asumida, cotidiana y sin común medida respecto a franceses o británicos. El hispano ha interiorizado la trampa del nosotros, que mete en el mismo saco a honrados y delincuentes, tramposos y veraces, bribones y gente honrada; en su mayoría acepta el así somos aunque ni él ni los suyos pertenezcan al grupo de los que, de una manera u otra, viven de la mentira y de lo ajeno, acepta mansamente el reflejo de ineficacia y falta de fiabilidad que con mayores o menores dosis de caridad compasiva ofrece de él la opinión foránea. Se refugia en su propia debilidad identitaria, que cultiva para beneficio propio el bloque parásito, y asume el estado de Transición eterna hacia una democracia y nación plenamente europeas como situado de forma inevitable en un inalcanzable horizonte.
El mito de la España Imposible es tentador, y no sólo como juguete filosófico y tema de tertulia en círculos escogidos. Presenta, además, indudables y muy materiales atractivos de consumo interno. Cuanto más se niegue lo que la ha conformado como nación más fácil es repartírsela por parcelas en un apetecible y mesurado desguace. Romanización, cristianización y todo lo que comparta una idea transcendente y un funcionamiento conjunto es antagónico de las aspiraciones a comunidades infinitas, sea de divinas acracias, sea de mercaderes al por menor (no tan lejanos éstos de aquéllas como pudiera parecer). Los buenos del mito de la España Imposible serán forzosamente las sucesivas bandas musulmanas, los reinos de Taifas, los altivos bandoleros y, en fin, cualquiera de categoría suficientemente agresiva y, a la vez, menor.
La Guerra Civil española no fue romántica, aunque la nombraran tal los amantes del que se apuntaba como último idealismo. La sintieron como romántica cuantos fueron a ella impulsados por sentimientos de solidaridad, antifascismo y nobleza. Pero la cruda realidad es que Stalin y el bloque soviético apoyaban y proyectaban un monstruo cuya implantación en la sociedad española hubiera representado la catástrofe, el gulag y la servidumbre que han sido ampliamente documentadas y realizadas en los países del antiguo bloque del Este y en cualquiera de las sociedades comunistas de las que persisten algunos ejemplos particularmente siniestros hasta el día de hoy. La desdichada república se transformó pronto en el peor de los dilemas entre el nacionalcatolicismo de Franco, que derivó afortunadamente pronto en formas de economía abiertas y unidas al bloque occidental, y el totalitarismo comunista que aún hoy se intenta obviar y minimizar en los libros de texto. La España carne de mito goza de excesivos amigos del parque temático, de una Marca de distinta, entre atrasada y folklórica, que ha sumado a sus casetas de feria, amén de las de la acracia festiva y la gratuidad indefinida del botellón y los clanes vistosos con attrezzo a cargo del Ministerio de Hacienda, la de la Transición como se quisiera que hubiese siempre sido. Al dicho oriental de que los dioses nos libren de vivir tiempos interesantes convendría añadir que también nos libren de vivir tiempos románticos.
La catarsis de la tomatina
Que se haya erigido en icono español de renombre mundial la lucha de todos contra todos a base de tomates no deja de ser adecuada metáfora del país. Aquí moros y cristianos, toreros y miuras son reemplazados por el sanguíneo producto hortícola que encuentra así una muerte más honrosa que acabar en una lata, como ya lamentaba la sabiduría popular. Bienvenida la fiesta. Pero tal vez bajo ella hay sustratos que añoran, aunque lo saben imposible, pasar de la potencia al acto. La vieja dualidad Malos/Buenos basada en premisas guerracivilistas y exhumación de forzosos y eternos antagonismos sociales, vocabulario incluido, se sabe a sí misma una impostura. Pero la representación continúa, en foros políticos y televisiones mientras algo se espere obtener de ella y reparta generosas dosis de legitimidad.
Sin embargo, para llevar al extremo lógico sus consecuencias, habría que empeñarse en hazañas que se revelan imposibles, a causa de la molesta y terca complejidad de las realidades, que hace acompañar siempre los beneficios a sus precios y obliga a salvaguardar obras y hechos de épocas y autores detestables. La Revolución Cultural maoísta se propuso muy seriamente acabar con Lo Viejo, comenzar una página en blanco pues nada más igualitario que la nada. Los guardias rojos propusieron cambiar el color de los semáforos puesto que era reaccionario detenerse ante el símbolo de la revolución. La iniciativa ni siquiera en ambiente tan enfervorizado prosperó. La Revolución Cultural China, de la que nunca faltan en otras latitudes patéticos remedos, abrió brecha aboliendo la música clásica y sustituyéndola por la difusión por altavoces de himnos a todo volumen. En España, para ser por completo consecuentes, los Buenos del joven hombre nuevo deberían dinamitar los pantanos, construidos por orden del Jefe de la era predemocrática, purgar minuciosamente calles y ciudades, no ya de nombres alusivos a los Malos de la Guerra Civil, sino de cuanto se hizo, publicó, inauguró y legisló (leyes sociales incluidas) durante los casi cuarenta años de dictadura y, a ser posible, sembrar de sal las zonas contaminadas.
La consecuencia entre palabras y actos exige una labor mucho más exhaustiva en lo que a un adecuado anticlericalismo se refiere. Porque Iglesia y cristianismo son una trama de hilos históricos blancos y negros de imposible separación para la que no basta la consabida catarsis de matar al cura. El Estado habría de hacerse cargo de todas las tareas de asistencia y educación que durante siglos y hasta el momento actual efectúan religiosos, incluyendo las que se llevan a cabo en el Tercer Mundo. La erradicación de todo lo relacionado con el Mal no puede menos de incluir la titánica empresa de dinamitar, quemar, destruir cuantas obras están inspiradas en motivos cristianos. El inventario monumental y artístico del país experimentaría una reducción fácilmente imaginable proporcional a los solares donde hubo antes templos, las salas de los museos serían una sucesión de huecos y el patrimonio nacional cabría en espacio reducido. Por supuesto habría que eliminar toda la música sacra, empezando por Bach, para marcar postura, y continuando con el resto: Gregoriano, Misa Luba, Stabat Mater, Schubert,. Mozart, Haendel…Es dudoso que gracias a ello desaparecieran la pedofilia, la simonía en sus variantes de chantaje político, la irracionalidad y la raza prolífica de los inquisidores, los cuales, como miembros de iglesias ideológicas, no toleran competencia.
Necesariamente el proceso se decantaría en nuevas dualidades, con espectacular revival de variantes periclitadas de guerrilleros de Cristo, defensores sin paliativos del nasciturus desde el minuto uno con pena de muerte para las mujeres que no continúan el embarazo no deseado, partidarios de la abolición del color morado por su implicación feminista, brigadas para la erradicación de la palabra socialista, fans de la abolición de los servicios públicos y amigos de la distribución de armas para defender el derecho a la venta de armas.
Nada de esto es gratis et amore, sino un filón para la floreciente, como quizás nunca antes (ni siquiera, ni por asomo, con dictaduras periclitadas) especie de los censores. Ahí es nada: asesores, equipos, consejeros, unidades para la detección y persecución de antiecologistas, pacifistas, homófobos, ofensores del género (obviamente femenino), burgueses confesos, ciudadanos tibios en su entusiasmo hacia ciclistas y maratones y reaccionarios de toda calaña. En lo que concierne a esta especie no hay paro. Nunca gente con menos méritos había progresado tanto.
El organigrama no sería completo sin el Cuerpo de Fabricantes de Víctimas para que las víctimas se sientan tales y los voten. La variante visceral –en el sentido etimológico de la palabra- del nacionalismo es el gregarismo de género, el halago untuoso y ridículo hacia las mujeres entendidas por una grey y tan sólo por el hecho de serlo. Los indefensos morfemas –o y –es van directamente al paredón porque no cumplen suficientemente con la diferenciación sexual ya que se supone que las mujeres precisan de todo tipo de muletas, discriminaciones positivas y exhibiciones genitales para hacer valer como simples seres humanos su existencia. En la política llamada “de género” toda estupidez tiene su asiento. Para gran detrimento de los individuos, mujeres, hombres o viceversa, que valen y se hacen valer por sí mismos, y son, por tanto, el enemigo a abatir.
Afortunadamente, con la crisis económica se han reducido los dineros para pagar las mesnadas, hay una gran rebatiña en torno a cofre y, para mayor desdicha, ya no cabe en la arena pública ni en la nómina ni una víctima más.
Variantes del Cui prodest?
El romanticismo resiste mal la prueba del Cui prodest?, que consiste en observar prosaicamente el por qué, a quién y en qué han beneficiado las iniciativas que se creían fruto de impulsos idealistas más o menos loables y generosos aunque con frecuencia fallidos. No hay tales nobleza de miras ni inocencia; ni siquiera (si bien se hallan cantidades apreciables) torpeza o estupidez. Las obras inútiles, los dispendios millonarios y absurdos, las proclamas nacionalistas, los monumentos pretenciosos tan caros como antiestéticos obedecen ex ovo a la voluntad de cobrar y embolsarse cantidades ingentes, apariencia de poder y prestigio y potenciales votantes. No se trata de algunos casos esporádicos. Lo significativo en España es su número, el de los integrantes del clan, que los eleva durante las décadas posteriores a la sufrida Transición, de excepción a norma, categoría en sí, blindada a cualquier crítica seria, al ajuste de cuentas, a la responsabilidad del autor, no digamos a la devolución al erario público de las enormes cantidades malgastadas. Nadie paga nunca por los aeropuertos sin viajeros, por las instalaciones desiertas que caen lentamente en ruinas, por los museos y centros culturales que funcionaron justo el día de su inauguración, por el recorte en servicios públicos mientras que se ha cuadruplicado desde 1977 el número de funcionarios. Todo se ha creado, por las correas de fidelización de clientelas que son los dos sindicatos oficiosos, por los dos partidos que juegan alternativamente a poli malo poli bueno más por la red de las múltiples autonomías y virreinatos administrativos para sorber presupuesto y mantener las propias huestes, tan improductivas como fieles.
Si se conformaran con cobrar y ser mantenidos los efectos del mal no serían tan perversos, pero el parásito con cargo es una subespecie de la clientela singularmente peligrosa porque necesita justificar su puesto. El inquilino de los reductos de especies protegidas, sean de género, número, ideología o militancia, no se conforma con el mantenimiento a cargo del prójimo. El necio es incansable en sus fidelidades, el indigente intelectual trabaja como tal a todas horas excepto las del sueño, el ignorante descubre con rapidez el valor de la consigna, y con tal bagaje desplaza a cuanto y cuantos le superan. Éstos son su enemigo natural, y le es imprescindible atacarlos y neutralizarlos desde las raíces mismas sociales. La armada de necios profesionales no hace prisioneros y es letal, y particularmente peligrosa porque ellos consideran que deben hacerse valer en los despachos en los que les ha colocado la fidelidad ideológica y el amiguismo militante. El peligro de los corderos no es el silencio, sino que se empeñen en hablar. Un tonto con iniciativas eliminará como el eucalipto cuanto crezca a su alrededor, dejará moho y la hierba más rala, exigirá cuanto signifique la huida del conocimiento y el refugio en lo gregario, véase equipos, reuniones, asesores de asesores, coordinaciones tutoriales, controles de fidelidad a los preceptos ecopacifistas y nanonacionalistas, a las campas de igualdad, amor ambiental, paz universal, discriminación positiva de género. Antropológicamente hablando, han hallado el nicho ecológico que les ofrece la era de la selección inversa en forma de clones autonómicos, sindicales, provinciales, municipales, estatales, administrativos transformados en múltiples agencias de empleo.
Lo trágico es que no se trata de estulticia inevitable por congénita sino fabricada. Existe un empeño real, desde la guardería hasta las más altas esferas, en podar cuanto sobresale, tiene posibilidades, cumple, se esfuerza. Al tonto se le crea y mantiene en ese estado prodigándole generosas raciones de alabanzas a la mediocridad preceptiva y a la irresponsabilidad victimista. De ahí la temprana y persistente toma de territorios culturales clave y la infusión intravenosa de la pequeñez intelectual, del horizonte romo y de las miserias ética y estética como norma.
Nada ha sido ideal ni gratuito. Cada iniciativa ha correspondido al fervor de la colocación y el reparto, al mordisqueo al presupuesto gratis total y con perspectivas indefinidas de jugoso acomodo. La ley de 1990 que acabó con la Enseñanza, no hubiera existido como tal jamás de no servir como botín de reparto para el partido entonces en el poder y el tándem de sus dos sindicatos. Las innumerables instituciones autonómicas de defensa lingüística no deben asimismo su permanencia en el ser sino a lo que los integrantes cobran por ello. No sólo en dinero, que por supuesto también es bienvenido y procede del odiado Estado central, sino que parte importante de la remuneración consiste en parcelas y parcelitas de poder y prestigio, de sopa social nutricia y halago mediático con el que se retroalimenta el clan contento, aferrado al pezón de colectivos y entelequias gregarias, míticas y telúricas, incapaz de existir como individuo y ciudadano objeto de derecho y amparado por la libertad de la Constitución en una nación donde todos son libres, iguales e hijos de sus obras.
La versión romántica y exportable se desmorona ante el sencillo y eficaz análisis del Quién cobra por qué y Quién paga qué. Aparecen las poco gloriosas sagas de familias millonarias gracias a la ubre del nacionalismo, sagas tratadas con ejemplar consideración por la prensa extranjera. Se dibuja, por este simple método, un mapa de Iberia plagado de líneas rojas del propio interés que los aspirantes, no a padres pero sí a herederos de la legítima de la postransición, han traspasado sin el menor empacho y en las más perfectas discreción e impunidad. Se revela entonces una ya vieja trama de intereses creados tan capilar, extensa y firmemente hincada a todos los niveles que resulta descorazonadora y rezuma para quienes -que los hay- aspiran a un país pasablemente avanzado y limpio una indefensión sin nombre, enemigo ni forma que sólo se materializa en las carencias, en la percepción instintiva del fraude y de lo injusto, en la certidumbre de mejores sistemas posibles, en la rabia impotente, en el desconcierto respecto a la supuesta responsabilidad que al votante atañe en el estado de cosas y en la certidumbre, en la práctica, de que su capacidad de control, respuesta y cambio es nula y que lo que se le vende bajo el sagrado icono de democracia no pasa de ser una forma de expoliarle mientras él bracea a diario bajo un torrente de información y aparente omnipotencia comunicativa que se esfuma falta de formación sólida y espacio crítico.
El filtro inverso
La realidad es bastante menos romántica que sus versiones bipolares al estilo del cómic. Desde muy pronto la Transición, indefinida y abierta por sus propias definición y naturaleza, comenzó a generar cultivadores, defensores y gestores de lo más bajo en formas de ser y de actuar de individuos y de sociedad, en una imposición de la fealdad, la inanidad profesional y formativa y la banalidad, ignorancia y grosería como normas; una especie de clubes de orgullos agresivos, marginales y gratuitos que han impuesto la dictadura urbana y exigen de un Estado acobardado la coima y la inoperancia legal, con el enorme volumen de indefensión ciudadana que esto significa. Nada, en tal contexto, es más encomiable que el analfabetismo funcional, la abolición de las burguesas normas de ortografía y la obligatoriedad en las pantallas de todos los tamaños de esmaltar los diálogos con un taco cada diez segundos. La imposición del gregarismo y del grito, la micción en público y la apropiación de lo ajeno forman parte de la misma dinámica notablemente acelerada en 2015. Porque ese bloque de personas, devenidas masa y aglutinadas por la facilidad del rencor hacia cuanto posee valor y aspira a calidad y altura, es el escalón perfecto para que se lancen quienes aspiran a conseguir, amén de bienes de consumo y categoría social sin esfuerzo, jugosas porciones de poder político. Confían, y no sin razón aunque el reinado es fatalmente efímero, en que ese mínimo común denominador de la especie humana es lo bastante extenso y durable como para sustentarlos.
El punto al que se ha llegado en España, con marchamo oficial, en cuanto a imposición consciente de la dictadura de lo peor y los peores por el hecho de serlo carece de parangón civilizado. Sólo puede quizás explicarse por el largo chantaje dual previo, por la sacralización de lo mísero y negativo; una especie de cinco estrellas gastronómicas en la guía Michelín de la coprofagia. Difícilmente se comprendería si no el texto recitado en un acto oficial en Barcelona, promocionado y aplaudido por las autoridades. El vocabulario empleado en el supuesto poema “de género” era coño, vagina, útero e hijos de puta en una parodia del Padrenuestro que a nadie denigraba tanto como a las mujeres mismas. Esto a principios del año 2016 y patrocinado por el partido que en aquella ciudad rige los destinos municipales.
Las tropas de la actual caricatura de las revoluciones Francesa, la de Octubre y algunas más se distinguen por su afán de gratuidad e impunidad, su nula afición al riesgo y su oferta libérrima de paraísos todo a cien. Los líricos defensores de la vida en microcomunas selváticas se guardarían de ir, en vez de al dentista, al brujo local, no suelen enviar a sus hijas a educarse en países islámicos, no parecen haber considerado la posibilidad de renunciar a guardar sus ahorros en el banco y se guardan de repartir entre los sin techo los metros cuadrados de su vivienda.
Lo que todavía, por comodidad, falacia o inercia, gusta de definirse como sectores y medidas progresistas, representativas, democráticas frente al turbio enemigo poderoso heredado del pasado, así como sus supuestos adversarios, quienes, por otra parte, ponen todo su interés en contemporizar y conservar sus puestos, no pasa de ser actualmente una cuestión de ineficacia, torpeza y estulticia, sin necesidad de profundos análisis ideológicos. Se ha ido a menos y menos de una forma y manera espectaculares. La estadística sobre la formación, niveles y currículum de los personajes públicos y sus adláteres durante las últimas décadas revela, con la crudeza terca de los datos, un descenso paralelo a la promoción de los bloques parásitos, una pobreza intelectual que destiñe sobre los medios de comunicación y la supuesta cultura, y, por ende, sobre la población de cuyas necesidades y gustos pretenden ser espejo. Cuesta encontrar en la arena política (aunque haberlas haylas, y son objeto de feroces ataques) personas hermosas en su rebeldía que corren con los gastos y los riesgos de sus actos. El Parlamento emplea la mayor parte de su tiempo en puras cuestiones personales cuya posible faceta delictiva utilizable contra el adversario paladean unos y otros como una chocolatina. Los temas de envergadura, la situación mundial, las líneas maestras a seguir en problemas y en proyectos importantes, el horizonte económico global previsible, la gran, enorme indefensión ciudadana ocupan un espacio mínimo de minutos y de palabras. Y, de forma semejante, la proyección de la actualidad y lo que no lo es, que suele ser mucho más importante que lo meramente actual, es la de una dictadura de lo peor y los peores en el horizonte de un patio de vecinos. Se ha vuelto a unos niveles de provincianismo a los que sin duda no es ajeno el hervidero ratonil de los virreinatos autonómicos, pero desde luego ellos no son la única razón. La calidad del discurso es tal que a su lado los debates de la República del 31 parecen el Areópago de Atenas. Ocurre que la calidad simplemente humana ha descendido, se ha degradado de forma notable y que, a la inversa, los intereses creados han aumentado en pareja proporción. Todavía hoy el viejo manto de las falsas dualidades y la orfandad de referencias de los defensores de lo simplemente bueno, dotado de fundamento y de sentido común silencian el proceso y mantiene una sutilísima mordaza y un muy justificado temor ante la violencia y el poder fáctico, oficioso –y ahora oficial- de los conglomerados parásitos. Los mismos que vetan el acceso a presupuesto, bienes y servicios a aquéllos que intentan honradamente salir adelante y los necesitan.
No hay, como gustarían de creer los postrománticos nacionales y extranjeros, una réplica española del cuadro de Delacroix “La Libertad guiando al pueblo”, ni existen esas masas de oprimidos, víctimas, hambrientos y pobres de solemnidad a los que la élite de malvados explotadores pretende apagar la luz de la antorcha. Hay un largo mural de brochazos sucesivos que empezó con aportaciones múltiples de pintura y con buenos deseos y que se ha ido degradando según cada cual tiraba del lienzo para aprovechar sus fragmentos. La pericia de los pintores deja actualmente que desear, son equipos contratados a empresas externas según subasta a la oferta más barata. Los marcos se reutilizan o almacenan según el comité de limpieza ideológica, generosamente retribuido, ordena que se retiren personajes, temas y épocas. Y no falta quien proponga, en adecuación a los nuevos tiempos, a propuesta de los sindicatos y en alabanza de las masas, una sucesión de fotocopias-reproducción de los equipos de la limpieza. Porque en este caso la muchacha de la antorcha guía al pueblo hacia abajo.
De transiciones y de muñecas rusas
Aunque el conflicto español entre la realidad y el deseo subvencionado (parafraseemos al poeta) es de peculiar gravedad no es único. Europa y por extensión el área de forma de vida con tradición occidental viven una sucesión de transiciones que encierran las unas a las otras como muñecas rusas. La ignorancia histórica de un pasado bastante reciente y que no debería ser olvidado junto con el halago popular en periodos gubernamentales de cuatro años ha impuesto la gratificación inmediata y la exigencia del Estado, no ya de Bienestar, sino Benéfico, en un mundo igualmente benéfico por arte de birbirloque, un Estado Vigilante del la Dicha Generalizada y por lo tanto autorizado a la intromisión en la intimidad de los individuos, que deambulan felices unidos al soma por el cordón aislante del audio musical.
En algún momento se perdió la conciencia del precio de las situaciones y las cosas, se impuso una amplia y voluntariosa ceguera y se pasó, del compromiso con valores concretos y de beneficio probado, a la componenda fugaz y momentánea según la ley del mínimo esfuerzo y la fe inconsciente en el musculoso primo transatlántico. Pero el primo, aparte de no querer ya serlo en lo que a Europa concierne, también tiene sus propias muñecas rusas por las que transita, las múltiples alianzas que le hacen apetecible un bajo perfil. También él, Estados Unidos, dejó de lado las personas y los grandes principios universales y la insobornable solidez de los hechos en pro de las tribus, el show coyuntural y las etnias. Por primera vez se eligió Presidente en virtud del color de la piel y no del programa y los méritos. En cuestión de unos años se perdió la sustancia final que alimenta y conforma las actividades humanas y su producto, es decir, las ideas, se incluyó en el apartado de la inoportunidad y el mal gusto la defensa, al menos verbal y explícita, de principios que deberían regir en todo el planeta, derechos ciudadanos, y denuncia de su ausencia. En su lugar se mezcló con el plano ético el de las alianzas puntuales, la floración de núcleos de potencia comercial y la reorganización y volatilidad del comercio, el mantenimiento de un Ejército bueno para gastar dinero en él y para intervenciones sin previsión ni seguimiento abocadas al fracaso en la mejora de la vida de las poblaciones. A la opinión pública se le servía un predigerido de relativismo en dos lecciones: todo el mundo es (casi) bueno, las culturas (cualquier cosa, de los piojos a dinamitar imágenes y machacar al débil, es cultura) son sin excepción respetables, no hay que arriesgarse lo más mínimo a dar juicios de valor, no digamos a defender principios ni a oponer, llegado el caso, la fuerza a la barbarie. Es la definición del Paraíso para el criminal, el dictador, el terrorista y el cobarde. En su nombre, se abandonó a las capas más ilustradas, liberales y ansiosas de modernización del mal llamado mundo árabe (en realidad plural y complejo), se favoreció a fanáticos integristas, teócratas impresentables y hordas salidas de una edad media mucho más oscura que ninguna de Europa y amamantadas de irracionalidad, codicia agresiva y muy justificado complejo de inferioridad, gentes sometidas a los usos y costumbres religiosos más aburridos del planeta que tal vez no encuentran mejor distracción que suicidarse llevándose de paso por delante a cuantos puedan.
La excitación del Mal y el placer que produce infligirlo, la facilidad con la que puede obtenerse, aunque sea por un muy breve lapso de tiempo, la vivencia de superioridad y poder es, por doquier, comparable al chute de droga, más asequible que la heroína e incomparablemente más rápida que los métodos de dominación tradicionales. En los países islámicos en ella se decanta la tremenda y soterrada violencia diaria que genera la segregación de sexos, la anulación social y pública del femenino, la repugnancia y temor masculinos, incrustados como un reflejo condicionado, a la suciedad inherente a la percepción y sugerencia del cuerpo de mujer, a la humillación de que esa cosa reservada a la reproducción y placer del dueño se ofrezca a libre disposición visual. Tal caudal invisible de frustración, aburrimiento feroz, absurdo blindado por el temor y el dogma, percepción inevitable de inferioridad respecto a las personas libres toma formas metafísicas, místicas, bélicas, normalmente arropadas de una capa de pureza extrema y completo desdén por las uvas siempre verdes e inalcanzables.
El Mal, su realización placentera y su embriaguez son incomprensibles pero exportables, tienen su público allende el área islámica y gozan en Occidente del beneficio del estupor, de la carencia de instrumentos mentales y léxicos con los que manejar realidades que se creían lejanas y superadas, que sólo hallan afines en las pasadas guerras mundiales, en buena parte desconocidas por la generalizada ignorancia histórica. El Mal se suponía enfermedad, defensa, fruto de opresiones de clase, simple diferencia de criterios. Hasta verse confrontados con su real existencia, sin disculpas ni paliativos y sin posibilidad de alianzas, buenismos ni pactos. Y el Mal es tal que se nutre y crece en primer lugar a base de los habitantes de su lugar de origen, los más débiles, los inermes, para buscar luego la saciedad en esas sociedades occidentales despreciadas por su pasividad y carencia de principios.
En ese panorama, la indefensión de la gente del común es total, aunque la velen y maquillen el buen vivir cotidiano y la aparente lejanía (hasta que algún atentado los sienta a la mesa) de los conflictos. En un ambiente de rendición preventiva sólo quedan el halago a los bárbaros y la espera de que pasará la mala racha como ocurre con los fenómenos meteorológicos. La comparación con una Historia que se desconoce revela sin embargo la fractura y diferencia abismal entre un ideario básico, no tan lejano, de principios sometido, evidentemente, a las servidumbres de la práctica y la fluidez turbia de paisaje actual, carente de portulanos excepto el generalizado e inconsciente convencimiento del derecho a la gratuidad y la disolución en colectivos diversos y agresiones ancestrales de las responsabilidades de cada individuo. Una Transición notable, a la medida de la servidumbre que genera; y del reparto de placebos.
Estados Unidos ocupa todavía, sin duda por inercia y por falta de referente de recambio, el papel de polo negativo y mascarón del proa del Capitalismo en la dualidad izquierda buena/derecha mala sin la cual ni el lenguaje ni el cerebro parecen, en su gran mayoría, ser capaces de funcionar. Y, como en Europa, también los norteamericanos han adoptado, en lugar del análisis de hechos e individuos concretos, la perversa clasificación usada por el enemigo, la de los sucesivos miembros del club de la irracionalidad y del grupo parásito, y optan por la distante y torpe visión del mundo, con esporádicas cargas de elefantes que dejan los territorios intervenidos en peor situación que la previa al salvamento. Apuestan además por un distanciamiento respecto al Viejo Mundo comprensible porque éste último lleva décadas haciendo méritos para ello, mientras aquéllos pagaban en dinero y en muertos. Sin embargo la nueva estrategia, a la que no es ajena la reciente independencia petrolífera, es de corto alcance de miras porque ignora el valor más real, exportado y exportable a la mínima oportunidad que la gente tiene de adoptarlo: Los fundamentos en los que se basa el modo de vida occidental. Su defensa sólo cuesta, para empezar, la recuperación de la palabra, de, al menos, la denuncia verbal incansable, independiente de los necesarios acuerdos diplomáticos y de la esfera del comercio. Porque los justos términos ante la obviedad de hechos, discriminaciones, dictaduras, bondadosa estulticia, expolio cotidiano son los instrumentos en los que se encapsulan las ideas que a su vez producen cambios, logros, invenciones y el mejor progreso.
Las transiciones se llevan haciendo desde la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI en sentido contrario, alejándose a toda velocidad de cuanto significa compromiso, obviando las incómodas verbalización y precio de los actos. Crímenes, robos, apartheid femenino, violencia, destrozo y ocupación de lo público, no son tales ni reprobables; dependen de quién los haga, de sus circunstancias, intenciones y latitud.
El proceso en curso sería el de muñecas inversas, es decir, la introducción de las muñecas más grandes, los principios y valores de envergadura, en la muñeca más pequeña, la del aparente beneficio puntual de elementos anónimos aglutinados en el grupúsculo del agravio, la carencia y la intemporal referencia a la tribu, normalmente servidos con una guarnición irracional de vago paraíso futuro y ubicua conjura presente contra el bien común. A corto plazo esto es exactamente el mister Hyde de la democracia, el alter ego más oscuro, y más nocivo, de un sistema de Derecho con Constitución, Parlamento y votaciones periódicas, corrupciones inevitables pero, también, leyes, responsabilidad penal, prensa libre y separación de poderes. Según se produce el deslizamiento hacia la pseudodemocracia se acelera la técnica de ingeniería social: El denominador mínimo al más corto plazo es el que hay que ganarse y manejar en un clima de continua medida, composición y recomposición de la opinión, a la que se riega con irracionalidad y grandes dosis de adhesión sentimental en forma de asambleísmo y participación instantáneos, pero que al menor enfrentamiento con el efecto real de las utopías subvencionadas clamaría amargamente contra el deterioro y la pérdida de su actual forma de vida. Y descubriría que la única dualidad contra la que luchar es la del tejido productivo por una parte y por otra el tejido parásito que se procura mantener incrustado en aquél por todos los medios. Que fallen suministros esenciales, cajeros, policía, seguridad viaria, aviones, trenes, barcos, carreteras, farmacias, y el destinatario del discurso del paraíso gratuito virtual acaba descubriendo que vivir aceptablemente es una lucha mucho más trabajosa y menos nítida de lo que pensaba, que el Mal no es el gran dios del Dinero, el Satán bancario y el poderoso y rico por el hecho de serlo, sino que en cada caso, individuo y momento se impone un juicio de los actos y un reconocimiento de la legalidad y de las Leyes, que éstas valen lo que el coraje de las poblaciones de velar por ellas, que a nadie se le garantiza por el acto de nacer otra cosa que, si hay suerte y lo hace en una zona civilizada, la igualdad de derechos, y que, efectivamente, las ideas, encapsuladas para su actuación en las palabras, son las que producen cambios, inventos, degradación o progreso.
El eficaz utensilio ideológico de la falsa dualidad preceptiva está en directa relación con la trampa del pensamiento positivo forzoso, el sonríe o muere que ya están denunciando no pocos filósofos, que ha sido de rigor en Estados Unidos y ha desteñido sobre Europa. Se consiguen pocos votos con la descripción de las situaciones ingratas y la crudeza de las verdades, no se lleva la obligación de asumir la responsabilidad que es la médula de un sistema democrático decente, es cómodo el olvido de la simple existencia del Bien, de la necesidad ética y práctica de defenderlo. El estudio de Hannah Arendt sobre la banalidad del Mal no ha perdido un ápice de vigencia y, por el contrario, se ha diluido en dosis de fácil digestión por la mayoría. Y el ciudadano del común camina con un pie en el voluntarioso buenista del todo es relativo y otro pie en la explosión del antisistema alimentado por la ira de haber llegado tarde al reparto.
El fraccionamiento y minimización de los territorios, desde la floración de pseudonaciones aferradas al eterno victimismo hasta los viveros de mafias y tribus urbanas que ejercen el chantaje de la desproporción mediática, es el arma más eficaz contra el individuo libre, su trabajo, su seguridad y sus recursos. Todo para él dependerá de las consignas aplicadas en la estrechez del reducto, el lenguaje sufrirá un vuelco que despoje a los términos de su recto significado, desaparecerán, y serán incluso objeto de oprobio, las jerarquías elementales de bondad, verdad y belleza, las simples evidencias fruto del sentido común, de la decencia instintiva y primaria. Fuera de la pertenencia a alguno de los colectivos agraciados con patente de corso hay poca salvación.
Véase una simple pincelada a título de mínimo ejemplo: Festivo, y casi idílico, pueblito del País Vasco. Plaza, baile, música. Disparos. Cae muerta, en plena calle y delante de su hijo pequeño, una mujer. En tiempos perteneció a un grupo independentista que lleva cometiendo, en plena democracia española, numerosos asesinatos. La prensa extranjera los ha tratado con mimo y simpatía porque España parece condenada a ser el parque temático de utopías de nacionalismo terrorista que en el propio país sin embargo el resto de Europa prefiere ver lejos. En el pueblito idílico se ha formado un charco de sangre en el suelo. Los antiguos compañeros de la mujer han abandonado tranquilamente la escena. Los protege, y protegerá, un manto de temor, vileza asumida y olvido inducido, y ese manto cubre todo el pueblo. Retirado el cadáver, se echa serrín y no se suspenden canciones ni orquesta. Los bailarines procuran no pisar la zona. de serrín con sangre. De igual manera, la palabra crimen no existe en las mentes, se cubre, se rodea. Y continúa la fiesta. El nivel de vida es excelente en el País Vasco, no se pagan apenas impuestos, el perfil, convenientemente exportado, es el del cromo rural, la comida rica y los recios norteños.
No hay mejor ceguera que la selectiva. Se lleva sorteando mucho serrín empapado en incómodas materias. Y quien lo ha hecho y lo hace cada vez lo sabe.
Del esperpento a la tragedia
El totalitarismo parcelario de España es el del esperpento. Véanse proclamas entusiastas cuya incongruencia es de una estupidez tal que es difícil creer que se hayan pronunciado en serio: Alianza de Civilizaciones, según la cual tanto valdría la lapidación pública como el hábeas corpus, Prefiero morir a matar en boca de un Ministro de Defensa que, por supuesto, está cobrando por serlo, Oficina de Ideología de Género conveniente y lujosamente instalada en la ONU, Ministerio de Igualdad en el frontispicio de un edificio público (que no en una página de Orwell). Pero el volumen mismo de la estulticia oculta el del dinero que esto permite atesorar a los rentistas del invento. Nada hay de inocente, y la irremediable mediocridad de los dueños del lucrativo montaje postfranquista español no impide el suficiente grado de habilidad como para copar hacia el interior y el exterior buena parte de los medios de comunicación y dominar la propaganda. Porque en el escenario de la Transición guión y actores fueron prestamente sustituidos por la oferta de gratis total y facha el último. Aquí ha sido, y es, franquista, y aterrorizado del epíteto, cualquiera que negara el derecho de los dos sindicatos del sector partido socialista y aledaños, a ser fastuosa y perpetuamente mantenidos por el erario, es reaccionario e infame el que constata que los escolares no puedan estudiar en lengua española en amplísimas zonas, es un burgués deleznable y un conservador ultramontano el que afirma que los programas lectivos son desastrosos y abismalmente inferiores respecto a los de hace décadas, y merece la hoguera el que denuncia la manipulación histórica.
El esperpento ofrece escenarios para todos los gustos, que, curiosamente, hasta ayer no llamaron la atención de la prensa local ni de la foránea. Ahí están los fastuosos polideportivos en pueblos con población escasa y de edad provecta, la ratio demencial de universidades por habitante, las artísticas escombreras con pretensiones de decoración urbana. Forman parte de un vasto escenario ocupado por la fábrica de indemnizaciones, comisiones, dietas, pensiones vitalicias, retiros precoces, ayudas a festejos reivindicativos, pluses a minorías ofendidas, cacerías, hoteles, gorras, pancartas, carrozas, cenas, transporte, banderas, silbatos, folletos independentistas, tarjetas de crédito, indignados manifiestos, puñetas jurídicas subastadas al mejor postor, denuncias televisivas del capitalismo, clamores radiofónicos por la paz y el diálogo con el ladrón y asesino recuperados al efecto, coronas embargadas en Suiza y virreinatos dispuestos a que les corone y pague la enseña el Gobierno del que fue país común. Abonado todo ello por lo que se exprime del sueldo del infeliz ciudadano espectador quien, además, debe aplaudir obra y actores porque no hay más teatro ni función a donde ir.
Los ingredientes del caso español no son originales. Lo son su proporción y su orden temporal. Robos, fraudes, corrupción, populismo los hay por doquiera, pero no en cantidades industriales, no como estructura paralela, permanente, regular y básica del edificio nacional, que se va transformando a ojos vistas en una cáscara cuyos despojos del país que fue se disputan los clanes afanados en el reparto político-financiero y territorial. Desde luego esos ingredientes en normales sistemas democráticos no preceden y conforman los planos del edificio, la creación de organismos, los proyectos de obras, la normativa y las leyes. En España, en olas sucesivas de mayor o menor degradación, han sido creados ad hominen, para beneficiar a contratistas, receptores de comisiones, jeques locales, afiliados al sindicato, la asociación o el partido. Desde que comenzó, en los años ochenta, la degeneración de la que aparecía como transición ejemplar, se entró en un original proceso no lineal sino acelerado o contenido según clan en el poder y apetito y exigencias tribales. De ahí la sorprendente inutilidad, la palmaria estulticia, el derroche estéril de inversiones, el aprendizaje para la ignorancia, los microgobiernos autonómicos. La inutilidad es sólo aparente. Su creación, encarnizada defensa y mantenimiento adquieren pleno sentido porque son garantía de empleos, sueldos, gratificaciones, cohechos y ocupación de parcelas oficiales de libre disposición y manipulación. Indispensables para el proceso son el miedo y el control, generosamente subvencionado, de la opinión interna y externa. Para ello ha sido, y aún es, agente indispensable el chantaje verbal, dual y sociológico anteriormente descrito.
Se entiende mal la situación de la Península, la extraña sumisión que permea su ambiente, si no se considera ese invisible campo de minas que, en forma de iconos verbales, ha sido sembrado en su territorio. Se trata de un puñado de palabras en la que los significantes han sido vaciados de su normal significado para rellenarlos de otro llamativo, asociado a elementos rechazables, diseñado para la inmediata repulsa. España es desde luego el primero de ellos; no de otra forma podría explicarse la extraña orfandad de símbolos y de expresiones nacionales de este país en el conjunto de Europa, su ansiosa búsqueda de una identidad vicaria. Bajo la palabra no hay, sino en una minoría honrada e ilustrada, su auténtico significado de nación de ciudadanos libres e iguales en derechos y oportunidades. Para la gente del común, y por todos los medios, el término mismo es evitable, asociado con el negativo mito originario cuidadosamente criado al efecto. España, tras este vaciado y relleno del referente, debe ser, junto con banderas, escudos e himno, un ente que bordea el fascismo, el franquismo póstumo pero mantenido por exigencias del guión en el candelero, España será sólo gente bien vestida en calles y plazas de la zona rica, adolescentes pulcros enarbolando enseñas de otrora, niñas de buena familia, intelectuales de catolicismo, orden y naftalina. Todo ciudadano moderno que se precie huirá del icono y de las banderas como vampiro del ajo, y mostrará su repugnancia de buen gusto ante los símbolos patrios, que sólo serán aceptados cuando se trate de cobrar de un puesto, de beneficiarse de un acto en el que necesariamente figuran. El icono vergonzante ha recubierto por completo al primigenio, el de igualdad y libertades, aquél sinceramente querido con el afecto simple de lo ancestral y lo próximo, con la estima hacia territorios distintos pero comunes por los que no ha tanto se deambulaba sin conciencia de animosidades y fronteras. El significante verbal había de ser transformado en su contenido, reducido mitad a anatema mitad a una sustancia amorfa para cuya mención se utiliza todo tipo de pseudosinónimos, de forma que pueda ser troceado para su reparto.
La finalidad sociotribal es que el vocablo España no exista. Un espacio nacional de igualdad y libertades, de historia y horizontes amplios es incompatible con el ansioso reparto del botín y la justificación de la propia existencia por parte de los clanes. Éstos han trabajado con el mayor encono en destruir, de forma retroactiva, el contenido del término. El símbolo verbal que con esa forma agitan es el común enemigo al que se ha enseñado convenientemente a odiar y ridiculizar desde la escuela primaria. Cuando esto sucede sus habitantes no tienen más refugios que el círculo local y familiar inmediato y el cacique y líder que, al menos, les sirve de parapeto contra el complejo de inferioridad del europeo dudoso. Pasado el acné juvenil de ciudadano del cosmos, el adulto siente que la patria existe y que su deseada ciudadanía mundial se ejerce a través de ella, que no hay antagonismo sino extensión entre el conocimiento y los afectos del país en el que ha nacido y lo que más allá de las fronteras va encontrando. Pero le han provisto de un icono falso, al que apenas puede nombrar.
Ningún grito más agudo que el del silencio. En Hispania todo iba pasablemente en el más pasable de los mundos posibles, porque se vivía bien, con esa salsa acogedora condimentada con sol, buena dieta y paz turbada tan sólo por balazos esporádicos en la zona noreste. La Transición B se mantenía sin esfuerzo a flote e incluso bogaba sin problemas, sacando velamen. Los disidentes de la estricta corrección dual política desaparecían de foros televisivos, radios, charlas y periódicos, eran degradados en sus trabajos, eliminados de listas y promociones, pero no aparecían seguidamente con un tiro en la nuca en las cunetas. Gozaban del ostracismo light, de cierto estatus de apestado leve. Uno menos en el reparto de las mil y una recompensas al hervidero de tribus. Sin embargo del Callejón del Gato ya se había pasado a sombrías bocacalles laterales en las que podía pisarse un charco de sangre, por omisión de criminales no adecuadamente perseguidos, liberados en aras del buenismo con ellos y el malismo hacia sus antiguas y nuevas víctimas, por un caso, el GAL, de escuadrones de la tortura y de la muerte contratados por y en las cloacas del Estado, por un maridaje justicia-política-negocios incorporado a los menús habituales. Pero la gran línea roja se pasó más tarde.
Hasta entonces se había costeado por un mapa al estilo de los portulanos antiguos, en parte real y en parte fabuloso, en cuya cartografía se alternaban monstruos resucitados o creados según exigencias del guión y datos que se querían eficaces para llegar a la deseada cota del progreso europeo. A partir del 11 de marzo de 2004, y antes de él ya en sus preludios, se entró en las aguas abiertas, calmas y de una negrura profunda de la banalidad del Mal [3]
El Monumento al Olvido
Quien salga de la Estación de Atocha, en pleno centro de Madrid, tal vez repare, aunque es poco probable, en que en la plazoleta se alza un cilindro de poca altura. No pasará junto a él porque está fuera del acceso de los peatones y del tránsito habitual. Se alza sobre un reborde de hormigón mordido por el tráfico y su fealdad de superficie envejecida contrasta con sus vecinos, la hermosa planta de la antigua estación remodelada y el airoso frente del que fue Ministerio de Agricultura. Podría ser el respiradero de alguna obra subterránea, el acceso a un parking o la gran funda en plástico de burbujas de algún contenedor. Incluso, aguzando una imaginación ya castigada por pavorosas y onerosas decoraciones urbanas, un gigantesco bote desteñido de bebida refrescante obra genial del sobrino de algún concejal.
Es gris, mate y polvoriento. Se confunde, en los días nublados, con el fondo y sobre él resbala, sin advertirlo, el ajetreo. Carece de elementos figurativos. Su diseño se diría que corresponde a la voluntad de no atraer atención alguna, una gigantesca lata desechable de continente y contenido amorfos, en el tono indefinido del humo de los escapes y la indiferencia.[4]
Es simplemente perfecto como ejemplo de la plasticidad de la arquitectura, siempre molde de la voluntad de los líderes y del bovino asentimiento de las sociedades. Ambos lo segregaron como el molusco la concha. Sólo el conocimiento previo informa de que el grueso cilindro fue erigido en conmemoración del mayor atentado terrorista de la historia de España, la matanza del 11 de marzo de 2004. Esa mañana, a la hora punta en que la gente venía al trabajo, se hicieron explotar con bombas los trenes, con el saldo de doscientos muertos y más de un millar de víctimas cuyos nombres oculta y mimetiza con el asfalto el sudario aislante.
Es improbable que, de observar el cilindro, cosa que prácticamente nadie hace, el curioso coincida con la visita oficial de algún político. Tales eventos ocurren muy raramente y a una velocidad vertiginosa. Se cumple el expediente de un preceptivo homenaje a las víctimas sin la menor ceremonia llamativa y con ese ritmo que delata, antes de entrar en el recinto, la premura de salir. Más allá, en uno de los bordes del Parque de El Retiro, un bosquecillo dedicado a la misma conmemoración y llamado, sin duda en un lapsus freudiano, “del Recuerdo”, permite también los perfectos anonimato y lejanía de la opinión pública. Si el viajero quiere matar el tiempo y pregunta, hallará, perfectamente disimulado en el gran hall central de la estación, el recinto subterráneo situado bajo el cilindro y que constituye todo el Monumento del 11 M. Normalmente se pasa de largo ante la pared opaca azul oscuro con indicación minúscula de contenido y horarios. Se trata simplemente de una mesa de folletos y algunas flores, un pasillo, los nombres de los asesinados en un azul pálido levemente iluminado en el muro y la sala circular sobre la que se levanta el cilindro externo a la que sirve de techo una cúpula semitransparente con frases. Por aquí no ha pasado la Historia, no hay explicaciones de ningún tipo, carecen de rostro y de leyenda matadores y muertos. Por no existir, no existe ni la insistente y preceptiva versión oficial de la autoría islamista, como si un último rubor hubiera impedido, una vez alcanzados los fines de los que manipularon la matanza, llevar la impostura hasta el epitafio. El folleto es asimismo breve, átono y con un texto dedicado mayormente a la arquitectura de la obra cuyo resultado, en verdad, plasma de maravilla en su burbuja la voluntad de borrar de la memoria, no ya el dolor, que al no haberse esclarecido realmente la masacre sigue, sino la vergüenza de aquella semana, del mes de marzo de 2004 y de las rendiciones incontables que a él siguieron.
El Monumento al 11 M -y demás víctimas del terrorismo puestos a aprovechar- es una tirita azul pálido con funda de plástico de color sucio colocada sobre una llaga abierta de las dimensiones de un cuerpo puesto a continuación del otro. Podría al menos, en un alarde figurativo, haberse dibujado bajo ella una gran boca sellada.
Había elecciones generales en España tres días después del atentado, y la víspera debía ser, según la legislación vigente, jornada de reflexión. En las jornadas que mediaron entre la matanza, el estado de shock de la población y las urnas todo el afán de los dos sindicatos y el partido de la oposición y sus afines se concentró en excitar la animosidad de los ciudadanos, no contra los autores del sabotaje, sino contra los políticos y el Presidente todavía en ejercicio. Los vagones de tren fueron desguazados y destruidos prácticamente en horas veinticuatro, en parte de la prensa, la que no pertenecía al sólido bloque mediático de los nuevos ricos del régimen, hubo pronto denuncias de que se había sembrado la investigación de pruebas falsas, destruido las auténticas como enseres de las víctimas, maquinaria, metales, y que se había ocultado el arma del crimen, el tipo de explosivo. Militantes, políticos y movimientos de oposición se lanzaron, aún calientes los muertos, a una actividad frenética de agitación y propaganda según la cual los criminales no eran los que habían puesto las bombas sino el partido por entonces en el poder. Ocurrió lo que no había sucedido en país alguno: En respuesta a una masacre ciudadana se llamó asesino, no a los que mataron, sino al Presidente democráticamente elegido, se cercaron las sedes de su partido, se infundió en la opinión, en nombre de la paz a toda costa, la rendición a los criminales, se culpabilizó la presencia española en la guerra de Irak, como si, contra toda lógica y obviedad de los hechos, el país nunca hubiera participado ni fuera jamás a participar en acción militar alguna, se violó la jornada de reflexión y se montaron grandes manifestaciones, acoso e insultos con un agiprop en toda regla que, desde luego, logró en tres días, contra todas las expectativas de voto anteriores, el cambio del gobierno por otro singularmente favorable al mosaico de intereses tribales, al nacionalismo rapaz, al grupo terrorista ETA, que había acabado con las vidas de casi mil personas en plena democracia, y a la doctrina de la blanda sumisión en política exterior.
La apoteosis de agitación-propaganda de 2004 fue precedida, mucho antes del 11 M, por un clima diario de rechazo y denuncia de la intervención en Oriente Medio y por la nada pacífica exaltación de una paz universal y, como el resto de los bienes, gratuita y garantizada. En los centros de enseñanza llevaban largo tiempo campeando sin rebozo, ante los niños y adolescentes, carteles, llamadas a concentraciones y pintadas contra los miembros del Gobierno, a los que se tachaba de fascistas, nazis y criminales, pintadas y proclamas que desaparecieron como por arte de magia desde el día siguiente a las elecciones. Con celeridad vertiginosa, los militares fueron repatriados desde sus misiones en el extranjero en medio de una lluvia de plumas de gallina que les enviaban los soldados en plaza de otras nacionalidades, el nuevo Presidente levitaba en su toma de posesión proclamando su afán de paz infinita, el Ministro del Ejército afirmaba (sin dar ejemplo pero cobrando puntualmente su sueldo) que prefería morir a matar.
El objetivo era revitalizar, en el imaginario popular, el mito dual indispensable, el que hacía décadas se vertía, fuese a base de lluvia fina o de bombardeo, desde los púlpitos oficiales y oficiosos: La existencia del Gran Enemigo, la España A, Mala, frente al País B, mosaico de tribus felices y seres benéficos cuyo camino hacia el edén fue truncado por la Guerra Civil.
La oposición obtuvo el poder a los tres días del 11 M, arruinó y desguazó la nación en los años siguientes y, lo más grave, hizo a la población partícipe de la maniobra por medio del sabio uso de la vileza compartida. Los españoles habían votado y participado en un cambio de régimen que fue un claro éxito para los que planearon inmediatamente antes de las elecciones la matanza. La gente sabía que había cooperado masiva, miserablemente en la vasta manipulación y su chantaje, que no en el reparto de un botín más amplio y menos visible que el simple manejo del erario público. Así pues forzoso era olvidar, aceptar y tragar rápidamente, de una pieza, la apresurada y tajante versión oficial. Por mucho que se proclamara la autoría islámica nunca se supo quiénes fueron los autores de la matanza, quién el cerebro de la operación. Siempre se supo a quienes había beneficiado, aquende y allende fronteras.
Tras un cierre claramente en falso del proceso, se extendió sine die, una extraña y significativa ley del silencio que es quizás la prueba más clara en contra de la versión oficializada. El 11 M debía borrarse de la mención verbal o escrita y hasta de la memoria, De citarse, se presentaría siempre, en los exorcismos periódicos, como el atentado islamista que, en realidad, nunca se probó que hubiese sido. Cualquier otra alusión, calificación, petición de investigación, hipótesis estarían anatematizadas e incluidas en el acostumbrado bloque del Mal (fascistas, franquistas, derechas, etc.). El gran atentado de la estación de Atocha sirvió y sirve a aquéllos para los que era imprescindible remozar el mito dual Progresistas/Reaccionarios, la España mala frente a la buena, la perpetua guerra civil pendiente sin la cual el avejentado clan parásito carecería de justificación y subsistencia. La matanza útil y utilizada no fue, ni mucho menos, tan sólo asunto de victoria y derrota de dos partidos políticos. Tuvo probablemente bastante de acuerdo de franquicias y de negocio conjunto, amén de una gran proyección externa en la que se repitió, con curiosa homogeneidad y probablemente a bastante coste, la versión islamista preceptiva.
A partir de ahí planeó sobre la ciudadanía, junto con el silencio, el temor a la repetición de actos similares, la certidumbre de la cesión ante la fuerza brutal bien organizada y la existencia de oscuros, antiguos e intocables centros de intereses y de poder. Y, desde luego, aquello marcó un antes y un después en la historia española; también en la europea, inaugurando, con la alianza de indefensión, desconcierto y cobardía, la estrategia de la Rendición Preventiva y la anulación de valores, Ley, Estado de Derecho y análisis de hechos y responsabilidades individuales: El Gran Culpable de aquel crimen, de cualquier crimen, ni habría sido ni sería su autor, sino la ancestral e intemporal injusticia del Sistema, el Leviatán capitalista, imperialista, derechista, eterno, lo que permitiría seguir una apacible rutina sin darse por enterado de agresión, delito ni violencia alguna. Bastaría con alternar dos paraguas: El de la revolución pendiente, a cargo del erario público puertas adentro, y el multicolor de la Alianza de Civilizaciones más allá. Simplemente cumplía recostarse en el derecho a ser mantenido y en la buena conciencia fruto de la amnesia selectiva y la irresponsabilidad personal. Sumergidos en un estado de cosas opresor per se desde el origen de los tiempos, no cabe hablar de jerarquía ni universalidad de valores; tan sólo confiar en la bondad de los bárbaros, en la innata virtud de los indigentes y en la pureza de los marginados. Y refugiarse en la tribu de víctimas más cercana.
La censura y la autocensura respecto al tema del 11 M alcanzó cotas de virtuosismo, su simple mención olía a azufre, rompía la superficie de las aguas del dorado estanque del bienestar y el asunto zanjado. Como hojas que se cortan de un árbol, fueron cayendo las de los periódicos que osaron tratarlo de forma crítica, los libros sobre el tema que aparecieron tenían algo de clandestino y muy escasa difusión, se apartó a directores de diarios y a columnistas. Alguno en el mundo de la prensa hubo que, tras investigar durante años el atentado y las clamorosas contradicciones de la versión oficial, optó sin embargo luego por publicar rectificaciones de corta y pega abjurando de su error y confesando la islámica autoría. Fue ascendido, pero para ser cesado al poco tiempo. Quizás porque Roma no paga a los traidores.
Hubo algo en extremo patético en las cinco líneas de rectificación de todas sus investigaciones anteriores en las que el conocido periodista abjuraba de su error al buscar en los causantes de los atentados de Atocha a otros que no fueran los islamistas. Éstos aparecían, además luego en noticias de prensa en lugares dispares, Serbia, Marruecos, Siria, preferentemente ya muertos. Ninguna versión en medios de amplia audiencia contraria a la preceptiva de autoría islámica, pero sí una lluvia de artículos diversos, sin relación con Madrid pero abundando en historias del radicalismo musulmán, de manera que la opinión se impregnaba, por proximidad, de la relación entre éste y la matanza madrileña. La exaltación de los sentimientos corría paralela a la ausencia de datos fiables, pruebas concretas, culpables confesos y a la demonización de los muy pocos –y muy valientes- que se atrevieron a poner en entredicho la versión oficial.
Sólo hay, y no por azar, otro tema que despierta animosidad semejante cuando se quebranta la ley del silencio: La denuncia de que el espacio cultural está prácticamente copado por el marchamo Izquierdas reservándose para los otros, englobados en Derechas por supuesto, el ostracismo y el rechazo. Sin embargo la afirmación es simplemente cierta y basta para demostrarlo un simple análisis estadístico y proporcional de temas de películas españolas, series televisivas, discursos, declaraciones, obras diversas. El que denuncia al clan Progresista por decreto, al lucrativo monopolio de la ética, debe prepararse a ser incluido en “la caverna”, los conservadores reaccionarios por definición, y ello con una animosidad y violencia verbales que por sí solas son prueba fehaciente de la veracidad del discurso del denunciante.
El cilindro de Atocha es el apropiado monumento porque su cerrada superficie encierra bajo llaves que podrían no ser las suficientes dos tesoros: Por una parte la España desconocida, minimizada o ausente de libros de texto y de medios de comunicación, hoy insólita, pero que fue, que quizás podría ser. Y, por otra parte, cuanto debió ocurrir, y no ocurrió, en el 11 M. Allí se encontrarían, como el cliché posible de aquella interminable fotografía, las manifestaciones de un país unido, en su clase política y su ciudadanía, llamando asesinos a los asesinos, estarían los responsables guardando cuidadosamente las pruebas, preservando hasta la última chapa, clavo, sustancia impregnada en las ropas y los cadáveres. Se hallarían todos ennoblecidos por la doble fraternidad de la indignación y el dolor, pisoteando el mito de las dos Españas, liberados al fin de canalla y parásitos. De abrirse la puerta del cilindro deberían salir los sindicalistas que olvidaron su sueldo gubernamental para ponerse en primera fila de los que exigían claridad y justicia, estarían los que limpiaron, por vergonzosa en momentos tales, toda pintada sectaria y condenaron la manipulación en los centros de enseñanza. Allí aparecerían los valientes chicos de la prensa, insensibles a las presiones del club de los ricos del régimen, atentos tan sólo al horror y al minucioso esclarecimiento del caso. Y no podrían faltar los jueces y fiscales que, desdeñosos de los políticos que los nombran, con ejemplares eficacia y discreción, no tendrían más preocupación que la búsqueda de la verdad. Pero no están, no ocurrió, estuvieron, no ya a la altura, sino al otro extremo de la circunstancia. No hay vacío, sino materia oscura en el espacio que el cilindro abarca.
Para acceder al segundo tesoro, el del conocimiento, hay que ascender a la terraza del edificio, porque desde ella podría observarse, con cierto esfuerzo, el panorama de una España que hoy parece insólita y sin embargo existió no ha tanto y podría en el presente haber existido. Aguzando la vista en el espacio y en el tiempo se descubre que hace pocas décadas España era un país como los demás de Europa y la generalidad del mundo, con bandera, himno y una lengua que se enseñaba y podía aprenderse en todos sus centros de enseñanza y con libros de texto que narraban su historia y hablaban de sus grandes figuras, de sus hechos notables y de sus monumentos. Vería el observador en la distancia gentes, millones de personas, que se desplazaban y residían sin distinción alguna de privilegios ni trato de un extremo a otro de su país y para las que el apego al terruño no era sino un aditamento más al natural afecto por la propia tierra en el sentido lato. El cilindro se habría vuelto, por entonces un peldaño de la alta torre de las grandes vistas, que hace parecer ridículas las torrecillas de imitación marfileña y despreciables a aquéllos con vocación de habitantes de termitero empeñados en hacerse con bienes comunes para su uso exclusivo durante su propio, interminable invierno. La España de las amplias vistas, la similar a sus homólogas de Europa, existió realmente, aunque la cubra y la sofoque una gran ficción del Paraíso perdido y el hervidero de víctimas insaciables. Hoy por hoy, se divisa un Madrid-Pompeya, cubierta la ciudad de mullida ceniza que apaga los sonidos y tan sutil que ni se advierte su presencia ni se añora que hubo cielos de mayor limpidez.
El Monumento al Olvido lo es más por contraste con la envergadura de los actos conmemorativos de los grandes atentados en otros países de Europa, como Gran Bretaña o Francia, la unidad en ellos de gobiernos, ciudadanía y oposición en el homenaje a las víctimas y la repulsa de las muertes que sí, en su caso y no en el español, reivindicó el terrorismo islámico. Lo que en el Reino Unido es unión y común impulso en España no es sino el instrumento para perpetuar en el poder, real o en la sombra, al Clan de la Bondad, al de la Transición B o más bien P de Parásita, a los beneficiarios de la nómina vitalicia, la eterna deuda y la eterna guerra.
Se ha consumado el proceso totalitario de la No Persona, la modificación, borrado, cortado y pegado de la Historia: El 11 M no existe, su mención ha entrado en la rampa que conduce al averno verbal, en este caso un pequeño limbo azul, sellado y frío, donde revolotean y se consumen hasta la insignificante transparencia víctimas y victimarios. Nadie intente aludirlo porque le protege, amén de la coraza de plástico, el estigma Reaccionario que su simple mención lleva consigo. El que exprese sus dudas sobre el proceso y la autoría islámica, su repugnancia por la utilización vomitiva que se hizo de la masacre, ingresará en el grupo de los parias de la España segregada por los secuestradores de la Transición.
Galería
En el Parlamento español, Las Cortes, faltan retratos. De las salas cuelgan los de cada presidente y ministro, pero frente por frente, en la pared opuesta, podrían alinearse otros; aunque, por el desprecio cosechado, tal vez hallarían mejor hueco en el dibujo de la alfombra. Sobrenada en el imaginario, por su insignificancia, el de un señor pequeño y nada joven. Va vestido con aseo, peinado hacia atrás el escaso pelo gris sin implantes. Lleva con esfuerzo una bandera española. Hay poca gente en la plaza madrileña, es una de tantas manifestaciones de víctimas del terrorismo. El señor está solo, y digno, con una pequeña insignia en la solapa y la mirada atenta a los oradores y a la espera de los acordes del himno nacional. Es la antítesis del cantautor de éxito, dinero y progresismo, del intelectual desdeñoso, del joven enérgico de papá generoso y del que se ha hecho un provechoso hueco en algún clan de minorías agraviadas y protegidas. El señor lleva trabajando muchos años, robar no entraba en sus cálculos, quería justicia, ley y orden. Han matado a la gente buena, y por eso acude. Quiere a su patria y por eso lleva una bandera. Ignora con qué desprecio, con cuánto desapego y a cuánta distancia le miraría la clase dominante, la superioridad inmensa desde la que probablemente ni le ve el cantautor ingenioso que se apunta a grandes hazañas como tirar de madrugada la estatua del dictador muerto. El cuadro del señor bajito, con su bandera roja y gualda, no va a colgar en el muro de Las Cortes. Ni tampoco el de Remedios, la señora que se ha pasado media hora entre las papeletas, el día de las votaciones, porque no sabe a quién votar. Ella, y toda su familia, se han ido enquistando en el hogar humilde, de clase baja-media, en la misa del domingo y el belén de Navidades, como los católicos practicantes que siempre han sido, en las fidelidades a familia, honradez y palabra dada, a la cartilla de ahorros y la amortización de la hipoteca. Las corrientes externas tocaban a antifranquismo, pero ellos sólo querían trabajo, seguridad social y que hubiera menos robos en la calle. Ahora resulta que el partido conservador al que Remedios siempre votaba apoya a los adversarios y no defiende sus principios, que el sindicalista liberado, bien pagado y vocinglero irrumpe en su despacho y en su ordenador con consignas en las que ella no cree, resulta que meten en el Ministerio con contratas precarias a gente superflua y le quitan a ella y a sus compañeros, los de oposición, sus tareas habituales. Ella no se ha atrevido nunca a casi nada, no se ha enfrentado a casi nadie. Tiene el patriotismo de las clases populares y el armazón moral, estrecho pero seguro, de los usos y creencias tradicionales conservados en un medio muy reducido, que es el de las paredes de la oficina y de su casa. No ha hecho mal a otros, ha trabajado siempre, reivindica los viejos principios. Y ahora se encuentra conque la han timado, que la engañó el periódico que siempre compraba su padre, que la estafan los representantes de un gobierno que se decía defensor de ella, de su familia, de un país que se disuelve, se compra y malbarata, de una moral que ahora parece vergonzante y es el único techo ideológico que ella conoce. ¿Qué hacer? ¿Qué queda a la gente del común sino las urnas y, si acaso, una manifestación de víctimas en la que se firma un manifiesto, se escucha y se grita? Remedios, con la indignación y el desamparo pintados en el semblante y la papeleta de voto inútil en la mano, no tendrá cuadro en las paredes de la sala.
Tampoco habría espacio en la nueva galería por hacer para víctimas recientes, entre las que no faltan las que creyeron, amaron y defendieron buenos ideales y proyectos llenos de sentido, que en un tiempo correspondieron a los iconos originarios. Un polvo espeso hace, además, inidentificables los retratos del sindicalista que trabajaba, combatía por los trabajadores y nada tiene hoy que ver con los mastines a sueldo de la plataforma parásita, y las telarañas cubren alegremente la efigie del socialista con deseos de mundo solidario y vidas mejores, el profesor que defendió la enseñanza pública y el saber y se opuso a la peste logsiana, los catedráticos eliminados de un plumazo porque eran una élite del saber y por lo tanto sobraban y los compadres ladraban por sus puestos. No habrá ni rastro de la que debería ser muy larga hilera de asesinados, heridos, afectados doblemente por el terrorismo y por el silencio y la complicidad. En esta sección de la pinacoteca se impondría el collage, porque así se reproduce adecuadamente en el lienzo la dispersión de los miembros, los fragmentos de órganos y extremidades que saltaron por los aires con las bombas-lapa, los balazos a quemarropa, las explosiones en los trenes de Atocha, los vehículos dinamitados, el atentado en los grandes almacenes. Convendría que estos cuadros de motivos fragmentados propios de una vanguardia de casquería se mirasen con las figuras correctamente vestidas de la pared de enfrente, entre las que no pueden faltar caballeros togados y magistrados dependientes en todo del gobierno que los nombra, condecora y recompensa.
Es preferible que la galería se abra en el lateral a una pequeña sala circular que fue, en los tiempos anteriores a la Corrección Política, de fumadores. Aquí habrán venido a refugiarse los retratos de otra clase de víctimas, las de la dualidad contraria, aquéllas que, por reacción mimética, han adoptado el armamento verbal del adversario y caído de hoz y coz en la trampa de la aceptación de la falsa realidad maniquea. Hartas de presenciar el servil acatamiento del monopolio del Bien ligado al término Izquierdas, del temor perruno a ser tachados de Derechas, Franquistas o Fascistas, de la continua danza del chantaje para hacerse perdonar pecados originales e imaginarios, personas inteligentes, valientes y valiosas se han empeñado en la reivindicación del polo opuesto. Como si el mundo se redujera a uno u otro icono.
Hay algo patético, y difícilmente comprensible en gente de enjundia intelectual, en esa inconsciente rendición al Enemigo. Son, serán la Derecha, proclaman con la exaltación del converso y del sometido al abucheo diario. Hay dos, ellos y las Izquierdas, porque hay que tener orgullo de ser de uno y no del otro. Como si se renovara eternamente la lucha de Dioses y Titanes, Ángeles y Demonios, Fuerza Buena y Fuerza Oscura. De nuevo, pues, los hechos desaparecen, la observación se mediatiza, los juicios se amputan y tuercen para introducirlos en el molde dual. El proceso es doloroso y forzado, porque traiciona la simple lucidez, la verdad y los impulsos generosos y solidarios que se teme podrían ser confundidos con el lenguaje de la Izquierda. El movimiento pendular lleva a individuos normalmente razonables a la defensa de un paraíso incompatible con el servicio público, a la cruzada para la privatización de cuanto existe y se mueve, al vago ideal de un nuevo Estados Unidos en formato pequeñito donde, en feliz régimen de contratación libérrima y variadísima, se migra de un extremo a otro de la piel de toro, parando media hora al día para tragar un sándwich en la cadena de comida rápida. Desaparecida la Enseñanza Pública y el currículum general básico, los niños deambularán, cheque escolar en mano, según sus padres consideren que les conviene saber o no geografía o física; si el pater familias es musulmán devoto las niñas sólo asistirán, con otras niñas, a labores y cocina. Se abrirán, con el cheque, a los escolares de barrios desfavorecidos las puertas de centros en el corazón de zonas residenciales, con el pequeño inconveniente de que se encontrarán algo desplazados a la hora de inscribirse a las numerosas, y costosas, actividades extraescolares de ballet, golf, violín y ski de fondo. La liberalización completa y redentora suprimirá inútiles autobuses urbanos, que no abarrotaban veinticuatro horas al día los pasajeros así como todo tipo de transportes prescindibles, por lo que languidecerán y perecerán en sus domicilios aquéllos que los precisaban, con el consiguiente ahorro de medios y energía para la capa activa, solvente y emprendedora de los ciudadanos. La Derecha Liberalísima que parece añorar el año 0 de organización autónoma de Atapuerca se complace, con masoquismo ejemplar, en asumir la caricatura que le han asignado sus adversarios; por ello ejerce con frecuencia un papismo mucho más allá que el conciliar, saca a pasear proclamas antiaborto sin venir a cuento y frunce el ceño cuando la prensa tiene el mal gusto de denunciar desfalcos al abrigo de la Corona. Naturalmente con estos enemigos el club Izquierda Parásita no necesita amigos: Nadie lo apoyaría mejor.
Es probable que la estética de los retratos de la que fue Sala de Fumadores deje que desear. De hecho, los de la pared opuesta los observan, desde el largo corredor al que la entrada da acceso, con desdén. Los padres y demás familiares de la Patria suelen posar con la tranquilidad de quien lo hace para la Historia, mientras que su puñado de vecinos lo haría con la boca abierta de asombro y cólera, la indignación y el desconcierto pintadas en el semblante, las manos en gestos nada convencionales. Ellos eran de izquierdas, ellos eran buenos, y…lo siguen siendo, pero se han caído desde muy alto del caballo, no se recuperan de las múltiples contusiones. Es lo que tiene imaginar solamente dos cabalgaduras, la blanca y la negra, como el bueno y el malo de las películas. Los desconcertados tienen marcos modestos, e incluso soportes a la pared precarios que se desprenden con frecuencia. No ganaron para más. En cambio sus vecinos del ala noble disponen de cada vez mejor estructura con los años porque, bajo diversos títulos, se han votado a sí mismos y a sus homólogos durante más tiempo, sin que importara la etiqueta política sino las reciprocidades esperadas. La dualidad queda para la plebe. Se habla de nombres nuevos, de recién llegados que intentan sortear el blindaje que alrededor de sí han segregado los clanes parásitos, que ni son dos, ni son dos partidos ni corresponden a dualidad alguna.
En la habitación del fondo, siempre en obras, hay un olor a recién pintado. Allá se encuentran los apresurados lienzos en los que falta por añadir cabeza y manos, que se ponen y quitan, como en los muñecos de feria, ajustados al espacio vacío. Son tantos y tan imprevisibles los cargos, los títulos diariamente creados, la clonación autonómica indispensable de funciones y puestos, con sus consiguientes pensiones vitalicias, la multiplicación exponencial de representantes, presidentes y ministros que el departamento de protocolo no ha encontrado mejor método que la fabricación y almacenamiento en serie, con figuras adaptables según las circunstancias.
La mostra transicional cumpliría que se cierre por pequeños grabados, entre goyesco y simbolista, en los que encuentren acomodo especies en grave peligro de extinción: La vieja hermosura de la necesaria utopía, la libertad no sólo de asignación de impuestos, el cariño patrio sin peaje de odio previo, y la negrura de Goya en pleno para recibir en el oscuro recinto de un aquelarre cerrado a cal y canto a cuantos roban a golpe de ley y cargo, a los que ordenan poner bombas y a los que viven y medran a base de halagar a los dueños del miedo. A los vistosos Desastres de las Guerra puede corresponder su versión actualizada Los Desastres del Silencio, cuyas víctimas, no menos muertas ni maltratadas que las de Goya, nunca disfrutarán de audiencia ni justicia. Se las ha entregado, una y otra vez, a criminales reincidentes por la premura escénica de autoridades y próceres para dar una imagen de benignidad y obedecer al que manda. Sería muy difícil hallar en Europa un país donde la reiteración en el robo sea tan impune en la práctica como en España, o donde el asesinato múltiple salga más barato. Las víctimas de un Gobierno ansioso de ceder al chantaje son muchos cientos de gentes sin poder, sin fuerza, sin riqueza, sin armas. Podrían hallar acomodo al final de la galería, en una llama al Ciudadano Desconocido para la cual bastaría la caja de cerillas del cuento de Andersen.
La pinacoteca del Parlamento español no es la del Museo del Prado, pero con estas modificaciones es susceptible de aportar preciosa información sobre la evolución del país durante los siglos XX y XXI.
También, quizás, los retazos de algún diario:
He tenido un estrecho contacto con un Ministro, el que quiere inmortalizarse alicatando en plan hortera Madrid en dorado y hasta el techo. Había una concentración de apoyo a las víctimas del terrorismo. Debieron decirle que estaba allí la líder y a él le dio el ataque de cuernos y se presentó de repente. Pasó rodeado de guardaespaldas, impasible el ademán y a toda marcha. Y, sin detenerse ni mirar, me aplastó el pie. Llegó a tiempo de fotografiarse con los que presidían el acto.
………………………………….
Están soltando asesinos de ETA mezclados con presos comunes de la peor ralea para mejorar el conjunto.
Hoy ya han anunciado, tanto el partido en el Gobierno como el de la oposición, diálogos para reformar el texto constitucional.
Comienza a cerrarse el broche del golpe de Estado blanco.
…………………………………
Voy a una manifestación, quizás la última, pero en todo caso final de una época, de víctimas del terrorismo. Por primera vez se anuncia de forma oficiosa el cambio de la Constitución de libertad e igualdad para dar paso al acuerdo de tribus, la regresión, derrota y el intenso regusto canalla.
Valió la pena ir.
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Parafraseando:
Primero vinieron para expulsar a los que se manifestaban por los mismos derechos ciudadanos en toda España. Ni palabra de protesta porque los manifestantes eran de los otros, de Derechas.
Después llegaron para condenar a los que denunciaban que no se pudiera estudiar en castellano ni aprender materias fundamentales. Nada en contra porque los condenados eran conservadores retrógrados, es decir, de los otros, Derechas.
Ayer se presentaron para eliminar de la vida pública y de los medios de comunicación a los que reprochan la excarcelación masiva y fulminante de terroristas, asesinos y violadores. Nada que decir porque los descontentos eran gente de los otros, de Derechas, que lleva banderas chillonas y se concentra incómoda y ruidosamente.
Hoy han venido a quitarme mis derechos, que ya no son iguales en todo el país porque éste no existe, a consagrar la enseñanza sin aprender, sin estudiar y sin lengua española, a robarme para mantener a sus clanes, a silenciarme, denunciarme y multarme si protesto.
Siempre vinieron a por mí.
A por mí, que no estuve en ninguna parte, porque los que protestaban eran los Otros, llevaban banderas y hacían manifestaciones de mal gusto.
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Madrid, 6-XII-2113 (por escribir. O quizás no)
Diversas manifestaciones de apoyo a la última Constitución han discurrido por las calles autónomas, a razón de una docena de individuos en cada vía pública. Los intentos de unanimidad en las enseñas han sido, una vez más, vanos. Predominó la bandera que hace el número quince de las diseñadas sucesivamente durante el último siglo, blanca con diversos motivos geométricos, pero fue abucheada por los partidarios de la nueva propuesta, el rectángulo con tres docenas de cabezas de ratón, inspirada, según se dice, por la de los Estados Unidos.
El Ministerio del Interior y Exterior (la delimitación no está clara) ha enviado, desde el Caserío que comparte la capitalidad y gestión hispánica con la Masía, fuerzas del orden violentas y semiviolentas para vigilar el acto. La rama independentista habla de entregar algunas armas, previo aumento de sus honorarios como Guardianes de las Esencias. El Ministerio de Finanzas Asimétricas se ha encargado, desde su sede noreste, del cobro a los manifestantes por el permiso de participación en el acto constitucional. No acudieron, como de costumbre, Intelectuales Hastiados ni Artistas Comprometidos. Se cursó invitación, aún sin respuesta, a la Unión Euroasiática, con la que Hispania tiene un convenio en tanto que franquicia vacacional asociada.
Se estudia la apertura de treinta y seis embajadas autonómicas en las islas Fiji.
Se prepara la celebración de los Cien Años de Paz.
El ciudadano de Piranesi
La sensación de omnipotencia discurre, actualmente, paralela al peculiar, difuso, continuo sabor a indefensión profunda. Tal cosa parece, en principio, imposible por lo contradictorio: No lo es. Ambas corrientes coexisten. Todo puede saberse, mucho está al alcance de la mano, más todavía espera, en cuestión sólo de tiempo, ser clasificado y puesto en su casillero. Cada día es el final de la Historia, universal y propia, incluso la del recorrido mental por un cosmos cartografiado y datado en años luz. Se ha averiguado la edad del Universo, millones de espejos mágicos responden a cualquiera a cualquier pregunta. Dios está en la cola del paro.
Jacques Dutronc, un cantante francés de los años sesenta, del siglo XX, venía a resumir la pregunta común agazapada en el fondo del alma, o, en el recoveco de neuronas: Sept cent millions de Chinois, et moi, et moi, et moi? (Setecientos millones de chinos, ¿Y yo?,¿Y yo? ¿Y yo?). Y continuaba pasando revista a las grandes cifras de la demografía de la Tierra e intentando afirmar, frente a ellas, su pequeño mundo. Actualizado: Miles de millones de años luz de edad del cosmos, cadenas genéticas modificables, paseos virtuales por la Luna ahora tan conocida como el parque de la urbanización, inventario de los tipos de estrellas, razones químicas de los comportamientos. ¿Y yo, y yo, y yo? Yo, a quien ya me pueden dar respuestas para todo, ¿dónde, por qué y para qué estoy donde creo, aunque no me siento muy seguro, estar? Mientras el universo se expande y multiplica el ciudadano de Piranesi vive su agorafobia con mayor intensidad cuanto mayores son las dimensiones del recinto en que se halla.
Pese a la omnipotencia y omnisciencia, en los pequeños lugares y países, en las pequeñas vidas, la conciencia de sentirse inerme, sin embargo, es cierta. Quizás porque ha sido muy largo el período sin exigencias de pagar un precio, esos precios sin los cuales carecen de raíces los logros. Hay un instintivo reflejo de huida hacia la célula familiar, más o menos ampliada, hacia lo inmediato, incluidas ficciones de pertenencias ancestrales que ofrecen una acogedora tibieza de refugio. Pero resulta que el enemigo está en casa, en la facilísima felicidad, ocurre que el mejor o menos malo de los mundos posibles con toda su oferta de deseos satisfechos podría ser una máquina de continuas falsificaciones, que lo pequeño no es necesariamente beautiful sino que, por el contrario, puede lanzar sobre las sociedades, aprovechándose de la superioridad del número, una red gris de cuyas múltiples celdas la escapatoria parece imposible. El Tiempo de Tribus prohíbe, arrincona, barre al Tiempo de Ideas. El camino recorrido puede ser, y es en grandes, peligrosas parcelas, el contrario al de la Ilustración; va de la persona a los casilleros de cada clan.
Con todo su progreso, con la mutación social inigualable que suponen la informática y el inmenso avance tecnológico, esto conlleva, sin embargo, un enorme volumen de indefensión. Es el precio. La Revolución industrial, la técnica, permitían todavía cierta influencia y control del usuario, una proximidad física, una imagen mental abarcable. Nada semejante puede decirse del ambiente que rodea a los humanos en el momento actual. Nunca han disfrutado, ni imaginado, una omnipotencia virtual semejante, un conocimiento potencial de tales calibre e instantaneidad. Simultáneamente, jamás han sido tan dependientes de un corte de suministro, de una caída de la red, de una avería del automóvil, tan ignorantes de aquello que es vital para su existencia y que no pueden controlar en absoluto. En la grande y nueva etapa que representa el mundo cibernético, los canales, constituyen por sí mismos el mensaje y además, dado el espacio temporal que su recepción ocupa, están inseparablemente acompañados por el hecho de que las correas de transmisión son el Líder. No el único porque no impera, ni ya es necesario, un régimen de completo y exclusivo dominio del poder, pero los clanes parásitos se han asegurado de buena parte del control de esos cauces por donde fluye la materia visual y verbal que les garantiza, por cesión en su favor de la sociedad, un flujo de prestigio, dinero y especial rango en la jerarquía moral y en cuantos elementos culturales conforman la percepción que los ciudadanos tienen de sí y de su medio.
Las fronteras y lenguas ondean y se difuminan porque en la aldea global es necesario que el mensaje vaya más allá. Sin embargo la necesidad de referencias cercanas, propias, comunitarias, el temor instintivo a los grandes espacios y las entidades anónimas e inalcanzables y la falta de distancia crítica producen a la vez miedo y euforia ante la infinita libertad, inacción ante lo que sobrepasa y brotes fugaces de excitación que tienen la fugaz duración propia del escaso conocimiento y juicio personal reflexivo en los que se asientan. La rapidez de la mutación ha impedido tomar aliento, calibrar, situarse, Ha dejado, además, en el limbo de aquéllos que son objeto de una especial explotación a legiones de jornaleros de pantalla y teclado que carecen de bagaje intelectual propio. Habitan un terreno dual, entre el olimpo de jefaturas que planean sobre sus cabezas mientras, por debajo, se sitúa la ignorante, contrita y sumisa masa ante la que pueden mostrar desdén y prepotencia. No en vano, según se comenta, ya hay escuelas alemanas donde no se permite a los alumnos llevar ordenadores a clase hasta los doce años y en las que se aprende a escribir a mano e incluso a pluma y con caligrafía. También se cuenta que existen grandes empresas que escogen para directivos a gente que ha cursado Filosofía porque la visión en profundidad y en altura se ha hecho un valor en alza. El envés sería países donde se pretende desde la infancia, en vez de transmitir conocimientos, “formar para la vida”, es decir, fabricar seres adaptados a la coyuntura y el mercado laboral, buenos para hostelería, servicios y exportación medianamente calificada.
La revolución cibernética que se impuso en pocas décadas de forma irreversible, inexcusable y perentoria, fue utilizada en España de forma particularmente espuria por los grupos parásitos. Vieron en ella la oportunidad de eliminar social y laboralmente a los poseedores de conocimientos y categoría intelectual de la que ellos carecían. Necesitaban acaparar en breve espacio de tiempo la imagen de modernidad, europeísmo y eficacia, y enviar a las tinieblas del rancio país retrógrado a los que les estorbaban. La informática reinó suprema, no con la necesaria y encomiable finalidad de incorporarla y universalizar su manejo, sino como instrumento calibrado para segregar, expulsar y apoderarse con rapidez de territorios de adquisición normalmente laboriosa. El último de la clase poseía de repente la varita mágica que le transformaba en príncipe del encanto instantáneo. Su Alteza disfrutaba de derecho de pernada sobre los horarios lectivos, desplazaba o eliminaba asignaturas fútiles como Literatura Universal, leía el Periódico-Insignia y acaparaba cargos que le rescataban de la molesta tarea de enseñar. Mientras un partido, el socialista, imponía y otro, el popular, consentía leyes educativas que consagraban la ignorancia, la idiocia y la pereza, llovían sobre los centros de enseñanza caros equipos informáticos en su mayor parte inútiles o apenas utilizados. Eran los juguetes caros que regalan los padres para así compensar su falta de atención debida a la progenie. La manada, no de los alfa sino de los arroba @, aprovechó ávidamente la coyuntura para llevar a cabo una especie de limpieza cronológica suave y descafeinada en la que no se eliminaba físicamente. Sólo se desplazaba a la cuneta de la sociedad a los individuos que no habían cogido con suficiente rapidez el tren de la única modernidad posible. Se creó una clase dominante (y a su vez dominada por quienes la dirigían) de llamativa prepotencia, un clero que poseía las claves del saber sin el cual no había salvación. Y la limpieza fue eficaz mediante una especialísima toma de poder que deja a la población en un estado obligatorio de dependencia profunda, cotidiana, irremisible y reduce al silencio, la incomunicación y la invisibilidad a ciudadanos que pasan a ser daños colaterales.
La indefensión ha fermentado en España poco a poco dentro de la sopa primordial de optimismo, confianza, solidaridad, nobles ideas y horizontes ilimitados. En los años ochenta y antes, aún en vida de Franco, había cuajado la energía de hacer futuros mejores y no había eclosionado el gratis total. La libertad desteñía naturalmente desde la esfera privada a la generalidad de las costumbres, y en nada fue el cambio tan presto y radical como en las mujeres, que ya desde los sesenta se emancipaban de la sumisión biológica gracias a los anticonceptivos. Se creía en la Transición y en sí mismos como sujetos de una mejora que parecía segura, progresiva e irreversible. Apenas se prestaba atención al peaje de los nuevos territorios. Hubo pocas o ninguna crítica cuando las cárceles se abrieron y dejaron en las calles un puñado de presos políticos y un torrente de criminales, muchos con delitos de sangre. Fueron Saturnales largas y ruidosas, que las gentes de orden sin otro delito ni franquismo que su apego a lo conocido, al puesto de trabajo y a las tradiciones miraron desde la orilla en la que se sentían marginadas, años donde la fiesta se prolongaba en los interminables brindis patrocinados por el Estado de Bienestar y en los que no había transgresión, reivindicación, localismo y fuero que no se viera aclamado, declamado y festejado con pólvora del Rey.
Al tiempo se producía la gran mutación de las comunicaciones adscrita al universal vértigo de la segunda mitad del siglo XX. De repente todo podía saberse, todo era posible, si no ahora y ya, desde luego sí en el futuro inmediato, en una lógica del instante incompatible con la reflexión y el espacio crítico. Se desvanecían la soledad, la individualidad y la creación estrictamente personal junto con las grandes figuras, que eran reemplazadas por sus iconos, su plasma figurativo, el lugar simultáneo que podían ocupar en un momento dado en la lluvia múltiple de formas y mensajes. Con las inocuas fugacidad y brevedad y el esfuerzo nulo de rozar una tecla. La falsa libertad y la ocupación del espacio cognitivo con falso conocimiento son peajes probablemente necesarios, de la era informática incluidos en el conjunto de las muchas ventajas que de ella se obtienen. Pueden digerirse convenientemente pasada la fase inicial, pero se trata de una mutación que se produce a una velocidad que sobrepasa a la de cualquiera de los cambios que han afectado a la especie humana. La lógica del instante, de la comunicación permanente y comunitaria, puede ser utilizada para invalidar formas de reflexión y de existencia por su naturaleza exclusivas del repetido y largo esfuerzo individual. Desparecerían o se minimizarían como anecdóticas a un paso de reprobables la soledad, responsabilidad y creación personales. Adiós a las grandes figuras y bienvenidas las leyes mordaza que tacharán de retrógrado, caduco, inadaptado y estúpido a quien disienta. La falsa libertad de la pantalla global se resolvería en la okupación del espacio y del tiempo cognitivos con placebos de conocimiento. Se estaría en la dictadura de lo moderno, en la aceptación preceptiva del cambio como óptimo, sean los hechos cuales fueren, una especie de neofascismo futurista al que no es ajena la insistencia en dar por muerta a la prensa, al papel, a la lectura, y, con ello, eliminar espacio crítico.
De forma coyuntural, esto puede ser utilizado, tal ha sido el caso, como el instrumento perfecto para promocionar nulidades, obviar la ignorancia, infundir prepotencia a aquéllos cuyo único diploma es el del cursillo coyuntural. Muchos vieron en ello su oportunidad para expulsar, dominar, invadir espacios, cargarse de suficiencia inapelable en nombre de los vigorosos dioses telemáticos. En muchos rasgos la nueva dictadura recuerda a las vanguardias del Hombre Nuevo de principios del siglo XX, al culto de lo moderno, lo joven, lo actual y lo fuerte, y, como los seguidores de Marinetti, desprecia lo anterior como caduco y propugna un sometimiento devoto al cambio continuo que, en sí, es necesariamente para el individuo concreto fuente de sometimiento e indefensión, potenciados ambos por el miedo a ser tachado de retrógrado, incapaz, caduco y prescindible, Nada más fácil, por otra parte, para el neovanguardismo del siglo XXI que el ejercicio virtual, e indoloro, por pantalla interpuesta, del vivir peligrosamente de los seguidores de Nietzsche, que sí se arriesgaban y lo pagaban muy caro. En un país de democracia socialmente débil, como es el caso español, inmerso en la desorientación identitaria, esta situación es particularmente grave porque se deja al individuo a la merced de sucedáneos de referencias orientativas y trampas duales, que utilizan ávidamente, a fines de robo organizado, los clanes parásitos.
Llegados a este punto, bueno es rechazar la nueva trampa dual. Es cómodo caer en la facilidad del razonamiento maniqueo. Lejos de existir el Bien y el Mal en forma de Modernos y Retrógrados, jóvenes agresivos y viejos desfasados, hay en el siglo XXI una vibración prometedora que abre cada día al descubrimiento, a la admiración y a la curiosidad horizontes de una extensión y profundidad cuajadas de posibilidades. E, invariablemente, también ahí funciona la lógica de los precios. Con la pantalla, la genética y el átomo, como con el hacha de sílex, se puede sobrevivir y alzarse hacia un mejor destino o sacar el corazón al enemigo. Las opciones no son fáciles cuando se ha alcanzado, en tan poco tiempo, tanto poder.
El ciudadano vaga, voto futurible en mano, como un homúnculo de Piranesi, por espacios que no controla en absoluto e incluso le son desconocidos y ajenos. El suelo se mueve bajo sus pies, el mapa del país en el que creía estar se ha fraccionado en múltiples grietas que se empeñaba antes en ver como simples fisuras y en realidad se han ido ahondando, en el transcurso de las décadas, hasta hacerse espacios intransitables erizados de peajes, fronteras, listas de espera y coimas. Descubre con estupor que el erario no es inagotable y que cebar a las clientelas significaba desnudarle a él.
El españolito de Piranesi es una especie nueva que vagamente soñó tiempos mejores y que ahora, cogido en la pinza de partidos que aspiran a repartirse y a repartir en exclusiva los beneficios que el poder procura, sólo se esfuerza en capear malas rachas y arañarse un mediano pasar. Presencia, con entrada obligatoria al incómodo patio de butacas, una nueva, peligrosísima farsa, la variante de la simpática mascota que saca las uñas y los dientes. Es un espectáculo nuevo, la Democracia Esperpéntica, blindada incluso a la crítica por su coraza parlamentaria que, ejercida como arma dual, concede como única antítesis la Dictadura. Sin embargo el hombrecito hispánico, aunque todo se ha hecho para que siga comulgando con la propaganda bipolar izquierda/derecha, progresismo/reacción del franquismo post mortem, siente que flota entre grandes bloques de organismos subvencionados desde la cuna, jueces mercenarios del político de turno y chantajistas de un pelaje que va del pistolero montaraz al aliado tribal previo pago de su importe. Lo que se le presenta como única organización social aceptable hace imposible la democracia real porque se ha convertido en un sistema hecho para garantizar la impunidad de los peores y para atemorizar y explotar al ciudadano. Y en eso, en la indefensión garantizada, parece haberse resuelto la ejemplar Transición.
No hay trabajo, ni el dinero fácil que antes cubría la fragilidad del entramado y permitió, hasta el minuto antes de la crisis, el reparto de sobras y dádivas. El voto cuatrienal no consuela de la realidad precaria, la cultura escasa, confusa y fragmentaria, el desvanecimiento de valores establecidos. Hecho a la inercia de los dos grandes clanes gubernamentales, expoliado y traicionado por ambos, el ciudadano de una democracia aprendiz que parece estar repitiendo siempre curso se siente robado por todos los frentes, y no halla punto de referencia. Adiós herencia cultural, que se fue por el sumidero de una enseñanza copada por consignas y por huestes del nuevo régimen ansiosas de hacer méritos para que les confirmaran puestos y mando en plaza. Ya no tiene historia, ni héroes, ni reyes, ni romanos, ni cristianismo, ni tradición, ni descubrimiento de América, ni aspiraciones, fracasos y victorias. Tiene una imitación, gris y fallida, de más hábiles vecinos del norte. Adiós a la libertad económica provechosa que prometían los unos porque, cuando entraron en escena los otros, se apresuraron a sobreañadir a la clientela anterior la propia, a sangrar la Administración del Estado y a arrinconar y presentar como inútiles a los funcionarios de a pie. El procedimiento es sencillo: Se imponen por doquier equipos de contratas temporales para que hagan tareas que corresponden a los empleados en plaza pagados por ello y capaces de ello. Los himnos al liberalismo y la externalización, a veces entonados en sordina para camuflar el negocio que para un puñado de amigos del dinero ajeno representan, se acompañan de aparente celo por el aprovechamiento de recursos y la disminución del sector público. Los nuevos jornaleros de ordenador, escoba o escritorio reciben, por el mismo trabajo, la mitad de sueldo que los de nómina, son despedidos a los pocos meses y contratante y contratador extraen del proceso jugosas mordidas duplicando así los costes de un cada vez más denostado sector Se consigue por lo tanto pésima atmósfera laboral, ninguna profesionalidad ni interés por parte de los trabajadores, derroche institucionalizado y descrédito del funcionariado ante una ciudadanía a la que se hace creer que toda asignación del presupuesto a servicios generales es ruinosa, educación, medicina y transportes públicos una antigualla y los minutos del cafelito mañanero la causa final de la desastrosa situación de las finanzas del país.
El ciudadano, pequeño, ocupado en la supervivencia y sometido a la desmemoria del mensaje prescindible fugaz e inmediato, se esfuerza por esquivar uno y otro bloque, conserva la añoranza de situaciones que fueron mejores y no sólo porque el dinero corriese más libremente, convive con la neta conciencia del engaño. Y, como gracias a la eliminación del almacén de datos y de la cultura personales, se está volviendo a la memoria fugaz primitiva, propia de la aurora de nuestra especie, el homo privado de Google se encuentra inerme, carece de acervo de conocimientos propios, estructurados, universales, cronológicos, en los que hallar seguridad, defensa, alimento y referencias. Ha aprendido que vive, y vivirá durante más tiempo que generación pasada alguna, en el mejor de los mundos posibles. Si el sistema informático no se cae de repente, si los servicios que da por inmarcesibles están ahí, si la energía eléctrica no le abandona. Y no recuerda, como raíces, más que la tonadilla que acompañaba a los dibujos de su infancia en la tele. Quizás el peaje de haber aceptado una educación-placebo en la que se pasaba sin saber de un curso a otro, quizás el banderín de tribu diminuta, las tabletas de la ley adaptables según consumo no hayan sido tan buen negocio después de todo.
El habitante actual de ese vago territorio llamado Hispania tuvo un mito, y aun varios, que incluían la dictadura extinta y una Transición ejemplar. Los bloques parásitos nacieron, engordaron y se instalaron sin ser apercibidos, infinitamente más peligrosos que los clásicos espectáculos de corrupción, carecen de nombre, su materialización requiere visualizar un cliché de intereses satisfechos que no se refleja en los órganos de información-propaganda que fueron en un tiempo lejano bandera de esperanza y libertades. Se ha perdido la costumbre de juzgar por individuos y por hechos. Y quien no tiene poder económico, social, mediático está por completo inerme y con toda razón amedrentado. La Justicia, el Estado en sus ramificaciones diversas pueden empobrecerle, arruinarle, dejarle en el limbo de un proceso durante largos años, obligarle a convivir con asesinos, a sufrir innumerables robos, a temer abusos, agresiones e intimidaciones sin que su débil status de ciudadano de a pie le ofrezca amparo. El hombrecito de Piranesi se ha acostumbrado a la censura preventiva, y sin advertirlo la ha interiorizado de forma mucho más eficaz que la vieja y tosca del régimen franquista. La ilusión de los setenta, y aun de los ochenta, ha dejado paso a un hueco a la medida del pasado impulso. Va buscando, con su papeleta en la mano como gran logro democrático, y se tropieza con populismo que corea clichés caducos y se acalla con la distribución gratuita de algunos bienes. Él sigue la rutina, de supervivencia, de los días. Mira sobre las desdibujadas fronteras. Europa. Quizás hay ilusión. Pero, ¿y si al fin y al cabo es también allí lo mismo? Ah, no. Allá el hombrecito crece y tiene la estatura normal de los ciudadanos. Sabe de buena tinta, por compañeros que lo vivieron, que, por ejemplo, en Gran Bretaña hay un servicio de asistencia jurídica gratuito para los que son víctimas de pequeños abusos y robos, aquéllos ante los que en su país de origen él está particularmente indefenso. Esos abogados británicos le escuchan y defienden sus derechos. Allí la justicia independiente existe, no está al albur, como en España, del partido que la nombra y de la importancia, cargo y riqueza del que, gracias a ello, no pisará la cárcel y ni siquiera será acusado. Tal vez sería una opción esperanzadora que Inglaterra desbordase Gibraltar y ocupara más terreno de la Península. O que esa Francia donde en todos los colegios los niños pueden estudiar en francés y se tienen las mismas leyes tanto se habite en la Normandía como en Marsella se desperece hacia el sur.
Porque aquí, en este país que por no tener no tiene apenas ni nombre, le han quitado mucho y pueden quitarle cualquier día cualquier cosa, como si el atracador se cruzara a su acera desde la acera de la impunidad y, después de hacer lo que le viniera en gana respaldado por una ley que sólo protege a los criminales y a los fuertes, volviera a cruzar la calle con su botín, con las manchas de sangre en su chaqueta, que no tiene por qué esconder y que no esconde, mientras es recibido con aplausos por sus homólogos y la prensa local y foránea se hace lenguas de la extraordinaria protección y desvelos gubernamentales de la que gozan ladrones habituales, violadores, asesinos y terroristas (valga la redundancia) en la España de las transiciones maravillosas.
La Historia se la han quitado en bloque. Ni Descubrimiento de América ni navegaciones de increíble riesgo, valor y audacia por el Pacífico. Ni héroes –serlo está mal visto- ni figuras señeras de las que brillan en el cedazo de las épocas. Las conmemoraciones de 1492 las hace de rodillas, pidiendo excusas y trajinando por los caminos con una cerda. Las defensas en mar y en tierra, por su honor y sus principios, no merecen mención en los libros; si acaso algún análisis del psicoanalista. Incluso los monumentos se ignoran, a las no-personas del pasado las acompañan obras de perdida autoría, la ciudad y los recuerdos son despojados de cuanto les daba significado, tradición y grandeza, se cierran tiendas y cafés seculares que en otras capitales se preservan como oro en paño. La fina red grisácea ignora cuanto sobrepasa el tamaño minúsculo de sus celdas. El ciudadano de Piranesi flota en un vacío de referencias que le proporciona una engañosa sensación de libertad.
Puestos a robar, le han robado hasta el término nacionalismo, que ahora es una abominación vergonzosa en cada una de sus facetas excepto en la tribal. Él tenía ese cariño instintivo por su patria que, por mucho que renegara de ella, era un sabor recurrente en las ausencias, en los paisajes, en la masa de finas raíces mezcladas con la vida propia. Estaba tan lejos de transformarlo en instrumento de estupidez y odio como de declarar la guerra a todos los pueblos en los que él no había nacido. Lo de ciudadano del mundo le parecía muy bien, quedaba estupendamente, pero tenía un algo de irreal y sofisticado que no se compadecía con la parte más cálida y veraz de su persona. Adoptó, sin embargo, esa jaculatoria como el resto, puesto que el dios de la indefinición exigía de continuo sacrificios y adhesiones y convenía que todo fuese vago, difuso, postmoderno, relativo y transitorio, desde el sexo a la nacionalidad pasando por moral, religión, estado civil y preferencias en cuanto a países, usos y valores. Del intelectual sabio al último presentador televisivo o actor en boga, todos denuestan ese sentimiento nacional que el ciudadano tenía tranquilamente integrado a sus afectos. No puede tenerlo en España, es, por activa y por pasiva, abominable. Sólo resulta digno de mención, aprecio y loa en otros lugares, también si se refiere a épocas distintas, o en la proclama deportiva ocasional. Dado que le arrebataron, desde la escuela, su propia herencia cultural y los más elementales conocimientos de filosofía e historia, el ciudadano expoliado nada puede alegar en su defensa. De lo contrario, le sería posible decir que el nacionalismo no sólo fue el monstruo de los desfiles de antorchas nazis, los genocidios balcánicos y los ensueños racistas del terrorismo vasco, sino que también existe y ha existido otro generoso y noble, del que es fragmento el suyo y su pequeña bandera y que existe como una perla entre materia espuria. El nacionalismo, muy bien acompañado por la rebeldía ante la opresión, impulsó al pueblo de Madrid el 2 de Mayo, mantuvo en pie bajo los bombardeos alemanes a la democrática Inglaterra, caminó hombro con hombro con los guerreros de Maratón que invocaban y defendían, para ellos y para nosotros, la más noble palabra, ¡Eleuzería!, en griego clásico libertad.
No le han robado sólo cultura y conceptos filosóficos: Le han robado la cartera. Se le supone protegido por la más nutrida batería de derechos que vieron los siglos pasados ni esperan ver los venideros, pero cada uno esconde innumerables cláusulas en implacable letra pequeña, que le hacen transgresor potencial de normas incontables, sobre las que se depositan cada día otras nuevas como las hojas del otoño. Le han vendido una ilusión tal de completa seguridad que nunca ha advertido que el precio consistía en todas sus libertades y en todo el dinero del que les plazca apropiarse a los señores del feudo. A día de hoy, la ley penaliza ya, no los actos, sino los juicios de valor, la expresión de opiniones, el crimental (crimen mental) que diría el llorado Orwell. En la práctica, cualquier línea, gesto o frase es susceptible de multa, denuncia, reproche, escarnio puesto que se camina por un pavimento cruzado por la apretada cuadrícula de la corrección y de la delimitación de los territorios microtribales. Imposible explicar a jóvenes desprovistos de información veraz retrospectiva y de espacio crítico que la libertad individual que viven como un vasto supermercado es mucho menor que antaño, aunque otrora fuese la existencia más precaria, incluso si había dictaduras, porque contra las dictaduras se lucha, el enemigo es limitado, ofrece agarre al oponente. Pero en la tibia sopa de indecisión e inconsistencia no hay enemigo posible. Puede inventarse un gran fantasma llamado Sistema, y hacerlo objeto de las iras, aunque el rostro espectral se componga de los de buena parte de los iracundos.
A falta de un París luminoso siempre quedará el consumo. Desdichadamente hay que pagarlo, y las tribus llevan roída hasta la última migaja de la caja. Son innecesarios el antiguo ejército de las asonadas decimonónicas y la moderna policía política. Los supera con creces, como instrumento de sumisión, el miedo difuso al robo aleatorio oficializado y la falta de alternativas a un sistema que, en nombre de la legítima representación popular, es omnipotente, omnipresente e inatacable. El sujeto se rige por la regla del menor de los males y el horizonte inmediato, él y lo suyo y los suyos, sobre los que se sitúa la esfera de los nuevos señores que se conformarán con ritos de ingeniería social y tributos siempre y cuando el vasallo no les resulte molesto. Porque, si esto último ocurriera y el ciudadano no gozara de respaldo alguno, carnet de algún club de víctimas oficioso ni de finanzas que paguen su defensa, entonces lo empobrecerán impunemente y amargarán su vida, mientras como el resto, presencia el espectáculo cotidiano de criminales libres, jueces a la orden de quien les nombra y fortunas amasadas al abrigo de cargo, título y rango.
El hombrecito se pasea con su inseparable buitre, que vuela en círculos cansinos sobre su cabeza y desciende de cuando en cuando para arrancar la libra de carne y depositarla en las arcas oficiales, de donde pasará al departamento de trinchado y reparto entre el ocioso enjambre tribal. La gente del común cuenta con un carroñero por persona y es fácil, si se aguza el oído, oír su planeo, aunque el ave se confunda con el aire de los días grises. Las buenas gentes se esfuerzan, sin embargo, en pasarlo bien, en sacar partido de lo que parece todavía coloreado, disponible, con luces, de aquello que tal vez mejore. Capean la larga mala racha envueltos parcialmente en los reflejos virtuales de sentimientos, experiencias, placeres vicarios; levemente embriagados por visiones y sonidos que aparecen y se disuelven sin consecuencias pero que llenan huecos y, sobre todo, abrigan y aíslan del frío de la cruda realidad. Saben que les han robado cosas, muchas cosas además de la extracción cotidiana de múltiples impuestos y la amenaza continua de diezmos, penas, castigos burocráticos inapelables que no tendrán más rostro que la respuesta mecánica de una línea telefónica y el aviso que incluye un número de pago y cláusulas imposibles. Regularmente el buitre baja, hunde el pico y sube, con su porción de carne, la coloca en la mano enguantada del cetrero y reanuda el vuelo circular sobre la cabeza que le corresponde.
Esas gentes advierten, por ejemplo, que les han robado la Navidad, y no la foránea del trineo y los renos. Los cérvidos representantes de la esfera nórdica no hubieran sufrido, ni sufren, en el país vergonzante del sur, menoscabo alguno. El robo se concentra en la imaginería milenaria propia del cristianismo. Jadeantes por el afán de parecerse a la ideal Europa moderna, los señores que ordenan el diseño del Hombre Nuevo han implantado el Advenimiento Geométrico y desterrado previamente, en una limpia ejemplar, belenes, estrellas, angelitos, campanas, reyes magos, misterios y pastores. En espera de que se imponga universalmente la Fiesta del Solsticio con los ritos correspondientes (el neopaganismo hitleriano podría ser una fuente de inspiración), las escuadrillas del Bloque Parásito han hallado una meta provisional con la que justificar su sustento y su existencia. Por supuesto, se favorecen incondicionalmente las expresiones y festejos religiosos de cualesquiera otras confesiones, sean judías, budistas o musulmanas. Las lucecitas, de una palidez insulsa, lagrimean en los escasos árboles que las cobijan, las decoraciones festivas son un homenaje a Fermat y Pitágoras y los belenes se acogen al sagrado de recintos cuyas paredes impiden que la mirada del ateo y del agnóstico sufran con su roce. Hay una premura tan provinciana y patética en demostrar desapego de las propias raíces y obtener el beneplácito de un invisible juez supraeuropeo asistido por un comité progresista del buen gusto que la representación antinavideña rezuma la tristeza del espectáculo sin público. Apoyado en el tenaz sentido común, el viandante mira, y sabe que le han robado algo.
Ese algo puede ser tan vasto como la realidad misma, incluso la que transciende fronteras, porque le han privado de la fresca posibilidad de percibirla según su saber y entender. No puede juzgar; los juicios de valor están mal vistos fuera de los carriles de lo conveniente y adecuado. El ejercicio libre del pensamiento, las categorías de malo y bueno tienen que obtener, como requisito previo a la clasificación definitiva, el pase de la correcta percepción, según a quién, dónde, cuándo y para qué sirven. Nada será, pues, per se aberrante, nefasto, injusto, peligroso, falaz, idiota, bárbaro, absurdo. Para extender sobre cuanto acontece el manto acolchado del distanciamiento sonriente se ha creado una doctrina como la Alianza de Civilizaciones, que se vende en diferentes tallas y cuya estupidez sólo es superada por la específica maldad inherente a un peligroso tipo de estulticia que le es propio. Espontáneamente, un juicio sano rechaza prácticas opresoras y repulsivas, pero no si se halla sometido a la implacable lluvia de consignas como la igualdad de culturas y el relativismo universal. En su nombre, se pueden contemplar sin condenar ni siquiera de palabra -o incluso tampoco de pensamiento, tal es la autocensura actual- las mayores aberraciones. El velo obligatorio o la ablación de clítoris son únicamente algunos ejemplos; podría tratarse de la estrella amarilla de los judíos de haber triunfado los nazis. Nada más cómodo que fotografiar y hacer lo que vieres. En ayuda del oportunismo y de todas las alianzas se ha extendido el dogma implícito de la intemporalidad de las situaciones. ¿Cómo rechazar usos que, por culturales –y todo lo es- gozan de patente de corso y están establecidos y aceptados por las poblaciones desde el comienzo de la eternidad? La premisa es de una falsedad patente, pero funciona, apoyada en el general anatema contra los juicios de valor y la timidez inconsciente ante el riesgo de rechazo.
Junto a lo que no debe percibir le han robado también la cronología, los acontecimientos insertados en su tiempo real. Los pequeños seres de Piranesi ignoran que lo que les presentan como ancestral, inmutable, casi eterno, jamás lo fue. Basta con echar un vistazo a fotografías no tan antiguas para observar que ha habido regresiones, empeoramientos, avances súbitos, que la Historia no es un relato lineal y lento sino que, como el Tiempo en sí, no pasa de ser una abstracción y sólo consiste en lo que los hombres hacen, de manera que ese tejido de omisiones y actos a cada instante dibuja el mapa de la realidad, El cambio que no ocurre en siglos sucede en pocos meses y el salto a la barbarie o a formas mejores de ser puede darse en muy breve espacio o no producirse en absoluto.
Como la virtual omnisciencia de la era telemática produce el espejismo del poder sin límites y la garantía informativa, el sujeto de a pie se sorprende cuando alguien le dice que en absoluto ha sido esclarecida la masacre del 11 de Marzo de 2004 y que los que la planearon y/o aplaudieron gozan de manera patente de sus frutos, se extraña de que en las calles de Irán o Afganistán parecieran mucho más modernas que en la actualidad en fotografías de hace no tantas décadas, y que por ellas caminaran mujeres vestidas libremente y con la cabeza descubierta. Él creía que, en una geografía cultural de espacios temáticos tan intemporales como las reservas zoológicas, los cambios en usos y costumbres no se producían sino a un lentísimo ritmo geológico con el que no cabe interferir de modo alguno. Al individuo abrevado cotidianamente con los clichés de la corrección le sorprende saber que, de no prohibirlo los ingleses, la costumbre hindú de quemar a las viudas en la pira del marido hubiese continuado felizmente por tiempo indefinido, o que la ancestral práctica china de escupir sobre el pavimento a diestro y siniestro, que parecía inscrita en sus genes, haya desaparecido con sorprendente rapidez en Singapur tras la imposición de elevadas multas. Tales intromisiones en ajenas estructuras étnicas tienen un insoportable perfume de herejía. Cuando se ha perdido el hábito de mirar de frente a los hechos, llamar a las cosas por su nombre y dejar libres las neuronas, es inquietante encontrarse en un universo sin balizas ni folleto de modo de empleo, en el que se desvanecen las consoladoras certidumbres en un lento e ineluctable progreso por medio de la taumaturgia educativa.
Ya se tratara del futuro de mañanas cantarines, ya de la victoria final de la clase laboriosa, ya de la parusía del entendimiento global, todo confluía en crear un cómodo estar con muelles seguridades garantizadas por la abstracción situada en el porvenir. Gracias a ella, los amables gestores de entelequias de consenso pueden enriquecerse hoy por hoy. Futuro y Tiempo forman parte, junto con las Leyes de la Historia, del mito forjado por los estafadores del presente. La pequeña figura de los grabados de Piranesi se encuentra rodeada por un medio aún más temible que los altos muros y las imposibles escaleras: flota en un vacío semejante al que rodea a los astronautas y, de repente, se ve obligada a procurarse, a base de observaciones y deducciones personales, la ley de su propia gravedad.
Tierra a tierra, el ciudadano mira en torno suyo. Reduce, sensatamente, su campo de visión al país que primero le nutrió y que le alberga. Y observa, una vez desvanecido el mito, que simplemente se está llamando Democracia a la Dictadura de los Peores. Ve pasar defraudadores de todo pelaje y jaez. Son el mascarón de proa de la nave capitana y de la flota que la sigue, forman un grupo escultórico de docenas de cuerpos en los que se quintaesencia y simboliza la tripulación a la que preceden. Como una estatua horizontal, constituyen el pináculo de una espesa base amalgamada de clientelas, menos vistosas, toscas y violentas que el bandolero tradicional pero, por acumulación y extensión temporal, mucho más dañinas. El tropel no pasa de ser la última secreción de la resaca larga, hay quienes luchan por librarse de su peso.
Y, vivo símbolo de su tiempo, el hombrecito se pasea por el país de la indefensión.
La postmodernidad universal
Al menos el pequeño ciudadano no está solo. Nunca se encontró más acompañado y su angustia vital correspondería a l’embarras du choix, como dirían los franceses, a la dificultad de elegir entre las múltiples ofertas para emplear el ocio, los cientos de amigos virtuales, los senderos que se ramifican ante él a cada paso ofreciéndole algo, y alguien, mejor que lo que tiene. La disponibilidad infinita de un medio que se abre ante él como la barra libre en un inmenso supermercado choca frontalmente con las limitaciones del día a día, de la falta de medios, de trabajo, de afectos, certidumbres, seguridad, y con la caducidad caprichosa de su propio código corporal de barras. Algo en su yo ancestral echa de menos el espacio medido que tenía su planeta en el centro, ahora un sistema solar que a su vez se columpia en los bordes de la franja de la Vía Láctea. De repente parecen haberse acabado, no ya la Historia, sino nada menos que las dimensiones siderales sin más cartografía que la incógnita. La datación del principio y fin del océano de galaxias en la que la propia ocupa un modestísimo lugar es cosa hecha. Su recorrido es imposible mientras no se descubran atajos dimensionales pero está plasmado en cifras. Algo de magia se ha perdido pero la compensa la belleza abrumadora de los objetos celestes. El terráqueo, en el estrato más hondo de su corteza primitiva, rezonga que ya era bastante conque la Tierra se moviera bajo sus pies, conque además lo hiciera con el conjunto de los planetas en torno a un Sol que tampoco está fijo. Y, como si tal cosa no bastara, ahora cuanto contempla en el cielo, junto con él mismo, se sabe lanzado en la proyección de una explosión espacial a cuyo origen debe la existencia.
Anteriormente él podía imaginar un antes y un después, un enorme círculo no por inaccesible y remoto menos sujeto que él a las leyes básicas de la existencia y, ¿por qué no?, dotado de una finalidad semejante a la que el humano siempre ha soñado para su propia persona. Sociedades y relaciones tenían así un sentido, los actos una transcendencia, el azar no era árbitro único del insignificante, pero personalmente fundamental, fenómeno de la vida.
Asoma entonces el universo-esponja, la posibilidad de un infinito y simultáneo conglomerado de entes posibles que aparecen y desaparecen en una alternancia de materia/energía, vivo/muerto, fin/comienzo. Deslumbrado pero abandonado a sí mismo, advierte que no hay más referencias, normas, jalones orientativos que los que él quiera establecer como tales. La observación no tiene nada de nueva: La muerte de un Gran Patrón de la ética había sido proclamada en diversas ocasiones, pero no con el amparo de la Física, con la solidez comprobada de la Ciencia. Porque la nueva, y aparentemente definitiva, postmodernidad es la Era del Relativismo Cósmico, la de la Gran Lotería en la que simplemente las favorables condiciones que han permitido el desarrollo de la vida en un planeta óptimamente situado y dotado para ello no son sino la combinación de cifras premiada entre todas las bolas y vueltas del bombo posibles, y por ello, y no al revés, se da la especie consciente que reflexiona sobre su existencia, porque paralelas a ella se han dado todas las otras que no podían producir el fenómeno.
El Universo-Lotería ofrece, en la práctica, una plataforma de impunidad a cualquier habitante del pequeño planeta azul del extrarradio. En las burbujas espaciales cada posibilidad de acción de su ente paralelo puede estar realizándose. Sus yos matan a su mujer, nunca la conocieron, hacen la carrera que él siempre soñó, aprueban la oposición, roban bancos, se dedican a la política, toman cada uno de los senderos de aquéllos cruces en los que él optó por la dirección opuesta. El relativismo redivivo y avalado por buena parte de la Ciencia ofrece un resquicio privilegiado a una clientela sin escrúpulos ya avezada en su uso. Si la lotería es la ley no puede haber regla alguna excepto el capricho del azar que, como los dioses de los griegos, se ríe cruelmente de los avatares de los seres diminutos.
En un plano más pedestre, ante este panorama, no ya galáctico sino pluricósmico, el ser humano medio siente una especial indefensión afín a la de “Marx ha muerto, Dios ha muerto y yo no me siento nada bien”. El dogma de la Santísima Trinidad era simplicísimo al lado de los arcanos de la física y matemáticas que rigen cuanto existe, astros y dimensiones incluidos. La longevidad que le prometen en breve no resultará jamás suficiente para abarcar una ínfima parte de los saberes. Virtualmente ha alcanzado la ubicuidad y su libertad no tiene límites (con mayor razón si ésta y su ser todo son resultado de la cifra casualmente salida del bombo), sin embargo lo malo de la omnipotencia es que todos los otros son también omnipotentes, lo cual dificulta bastante en el día a día la comprensión y relación con el mundo cercano.
Siempre habrá, sin embargo, aquéllos que piensen que, lotería o no, vale la pena creer y defender un marco de valores, con mayor razón si aparentemente nada los avala sino un precario consenso. Como las luchas en las guerras perdidas.
Hay vida ahí fuera
En un vertiginoso descenso tierra a tierra, se descubre que la indefensión y sus variantes, el Clan Parásito, el Gran Hermano Dual, el Chantaje Zurdo, en el que se atribuye el monopolio metafísico del Bien a un ente llamado Izquierda, la especial negatividad centrífuga que, como una maldición genética, parece cebarse con España no son sino fenómenos coyunturales y perecederos cuya dimensión agiganta la ausencia de competidores explícitos, la reiteración de los tópicos y el aparente fatalismo del pensamiento fácil. Las técnicas para su erradicación son simples.
La primera consiste en bajar a la calle sin artilugios que corten los sentidos de la realidad. Ahí están unas ofertas cotidianas, un vivir de todos los días que tienen un valor extraordinario, porque nada es tan importante como lo que constituye reiteradamente la mayor parte de los tejidos del ahora y del hoy. Se encontrarán con aceras, coches y gente, con establecimientos públicos, con islas de charla y compañía en forma de vasos de bebida y su inseparable condumio, con platos calientes y guisos en su debido orden a precios asequibles. Hallarán a distancia abordable aguas, montañas, llanuras y playas. Verán de norte a sur los paisajes diversos y palparán en monumentos que persisten siglos, e incluso milenios, arte e historia. Estarán en fin, a no ser que se encierren y se resistan, en uno de los ambientes más a la medida de lo humano. Con los peligros que ello conlleva, de los que no es el menor la dificultad de abstraer el pensamiento de los requerimientos y fáciles dulzuras del simple dejarse vivir. Algo saben de ello los millones de turistas cuyo número anual supera al de la población entera del país (afortunadamente no están todos a la vez) y que, desde los visitantes nórdicos a las cigüeñas, vuelven e incluso establecen residencia permanente.
El de España es un entorno en el que, como en el resto del mundo, pueden darse y se dan crueldades, enfrentamientos, crímenes, guerras, pero es un cuenco en el que han confluido las suficientes migraciones como para estar pasablemente vacunados contra veleidades de xenofobia organizada. Es difícil imaginar en estas latitudes fríos exterminios, satánicas conjuras en aisladas comunidades cuyo semanal esparcimiento es la confesión a voces entre cantos religiosos y cuyas opciones gastronómicas varían entre la ausencia o no de cebolla, queso y pepinillos. En Iberia se vive al aire, con nocturnidad e intercambio de expresiones físicas de camaradería y saludo que resultan inusitadas en otras latitudes y los puntales de las sanidad gratuita y atención urbana a urgencias se siguen manteniendo, como barcos en medio de las andanadas de los que, en crispada respuesta defensiva al monopolio ético de la socialización, han caído torpemente en el extremo contrario: la demonización de cuanto es público y las loas a una generalización de lo privado que se diría calcada de las primeras poblaciones del Far West.
La sustancia de España, sus ásperos sabores, parecen por una parte suavizarse y diluirse con las aguas cercanas del Mediterráneo mientras que, por otra, es aventada por las corrientes que vienen del norte y de las lejanías del océano, mientras al tiempo –geografía obliga- mantiene con África una frontera necesariamente porosa, conflictiva y por ello de necesario contacto. En estas latitudes se tiene la querencia por lo propio arraigada hasta el punto de sentirse en la obligación de negarla continuamente. El español suele ser un renegado profesional del país en el que ha nacido y un apasionado defensor del terruño familiar. La popularización de los viajes le ha permitido ver, admirar, comparar y acto seguido disfrutar a la vuelta, en silencio, con mayores convicción y empeño, de las buenas, simples, habituales y asequibles cosas de su medio, de los dos platos con pan a manteles, como bien aconseja Sancho Panza, postre y vino a un precio y calidad que son rara avis en buena parte de los países que visita. Ese español que, aunque no lo diga por vergüenza, aprecia lo que tiene, rechaza convertirse en la figurita de maqueta pseudomoderna objeto de los sueños de líderes presuntuosos, de sempiternos ricos que juegan, como en su privilegiada clase es preceptivo, a construir en la capital un Ámsterdam ciclista, una Venecia manchega, un huerto peatonal en el que se deshoje a su favor la margarita de las elecciones. A él le gusta su vida, de la que, naturalmente, abomina en público y no pierde ocasión de manifestarlo al que sabe está engordando con sus impuestos. Y detesta a los que, de la mañana a la noche, le inundan con mensajes sobre los males de la era moderna y pretenden imponerle las sanas costumbres, sin sombra de vehículos, vicios ni comercios, del neolítico.
Ha comenzado a percibir las cadenas con las que se le ha venido atando a la obligación de mantener, nutrir, sumarse a las ofrendas a falsos dioses que se alimentaban de la promoción, todos gastos pagados, de utopías a cargo del indefenso contribuyente. Viaja, compara, ve. Los paraísos ya no son lo que eran. Instintivamente reconoce que los pequeños edenes, siempre perecederos, se encuentran de puertas adentro y de puertas afuera de su casa, que hay un camino largo, y con empinadas cuestas, para quien opta por pagar el precio en esfuerzo y riesgos de distintos manjares y que las navegaciones se hacen entre islas separadas por mares de angustia, penalidades e incertidumbre que son el peaje de la singladura. Y precisamente por ello advierte que ya no está de moda despreciar lo que tiene.
Hay muchas lucecitas al final del túnel, y no son el tren. Una de ellas, prueba de que la vitalidad de la gente del común sobrenada a los escombros parasitarios, es el saludable rechazo, no a la totalidad del cine español, sino al elaborado en las últimas décadas según el patrón bien definido de la revolución permanentemente subvencionada y la cutrez máxima. Se sigue pagando el peaje al mínimo común denominador intelectual, al mal gusto y a la zafiedad, no ya ocasional, humorística y festiva, sino normativa y servida en grandes dosis, como el mal vino y las palomitas en cubos gigantes. Pero se han producido, y se producen, algunas películas españolas excelentes y series televisivas que, precisamente por su notable calidad, no alcanzan cotas rentables de audiencia y son retiradas en beneficio de las generosas dosis de basura. La oferta cultural es amplia y de alto nivel en exposiciones, convocatorias, conferencias, la percepción de ciudadanía europea, de desplazamientos lejanos previsibles, de distancia respecto al pequeño espacio, mental y físico, propio de sus mayores es en los jóvenes intensa e irreversible. Si bien les robaron, con la Enseñanza, conocimientos, tradición y calidad de la cultura, sin embargo la generación reciente tiene la mejor de las maestras: La necesidad. Tras la certidumbre inculcada de la indefinida guardería no les es fácil orientarse en la nueva jungla, pero en cada uno de sus retos y peligros están también el desarrollo personal y la esperanza. Desaparecidas las dualidades y sus profetas, tienen ante sí un horizonte carente de chantajes y abierto al conocimiento El saber que se les robó, los valores, jerarquías, calidades no han desaparecido, están ahí para redescubrirlos, para que ellos se acerquen por vez primera a clásicos que ayudaron a vivir a otras generaciones, y pueden hacerlo con la llave de una ciencia que abre ventanas desde su mesa hasta los límites del espacio profundo donde se hallan las ondas que proyectó en su comienzo el Universo Se extiende ante los historiadores un amplísimo campo en el cual deberán, antes de ponerse a explorar e investigar, limpiar el terreno de la espesa maleza de intereses, tópicos, autocensura. Tendrán que ser cartógrafos de las fronteras entre la comunicación real y la ficticia, entre la virtualidad y la realidad de sensaciones, aspiraciones, sentimientos. Cuanto han dado por hecho porque se les ofrecía con entera facilidad comenzará a pasar facturas, a mostrar las tarjetas de sus precios. Y es muy posible que la infelicidad, la desdicha, la soledad, el silencio se desvelen, tras la pantalla de excitaciones coyunturales y satisfacciones inmediatas y obligatorias, como sustancia inseparable de lo humano. Será un mapa vital nuevo, de nuevos y también muy antiguos recorridos, que deberán, y les valdrá la pena, descubrir. A todos ellos corresponde de ahora en adelante el salvamento de las utopías. Mal podrían vivir si ellas no existen. Las utopías sin clientelas, las que no están pagadas con la piel de otros.
Finalmente, ellos y cualquiera deberán enfrentarse al conflicto de Aquiles entre intensidad de las vivencias y duración de la vida, la vieja apuesta a un solo número del caudal limitado de energías y tiempo o la prudente dosificación para alargar el consumo de las porciones y con ellas el de la existencia. Es una lucha antigua del mundo de la Física que se lleva a cabo continuamente y por millones en el corazón de las estrellas, la tensa pugna entre la presión de la de la materia externa y la energía irradiada por su núcleo, que finaliza, roto el equilibrio, con la compresión o con la explosión que implican la victoria, bastante pírrica, de una de las partes. Tal vez procesos semejantes hijos de la misma ley cósmica se den en cuerpos vivos, humanos incluidos, enzarzadas mente y materia en hallar un fiel de la balanza en forma de proyecto y en mantener su materia sin que se extinga el rescoldo que las anima. Para esos dilemas no habrá respuestas instantáneas ni mapas virtuales, pero sí habrá una sustancia cotidiana en función de lo que se vaya haciendo cada día de la vida.
Liberación
La pobreza del discurso es inseparable de la pobreza política, intelectual y social. Es inimaginable un Winston Churchill que se moviera con las muletas izquierdas/derechas. Si se hiciera pagar prenda en tertulias, televisiones, radios, aulas, editoriales y redacciones de periódico cada vez que se utilizan las palabras derecha, izquierda, progresista y reaccionario sin explicar a qué actos corresponden se habría dado un primer paso para la necesaria eliminación del gran tirano anónimo que lleva décadas viviendo de la sustancia productiva ajena.
Indispensable en el caso español añadir la explicación minuciosa del empleo de franquista y fascista, términos en cuyo uso toda mediocridad ha tenido su asiento, para gran detrimento de aquéllos que en su momento sí lucharon por la libertad.
Tan modesto procedimiento equivaldría a la lima que comenzara a operar sobre uno de los barrotes de la jaula que encierra la opinión, más allá de la cual se extiende el inmenso y variado campo de las realidades. Y la liberación, como un inmenso soplo de aire fresco, dejaría fluir la autonomía de expresión y de juicio. No procuraría grandes riquezas pero sí arrancaría de manera perdurable al bloque parásito un botín que corresponde a quienes, por verdadero ejercicio de la solidaridad, lo precisan y, al tiempo, abriría cauces y corrientes de recursos a quienes saben y quieren sacar partido de ellos.
A grandes males grandes medios. En el manual de primeros auxilios para librarse de las largas extorsión e imposición hay que dar prioridad a la erradicación de la iconografía dual, del chantaje verbal y mental basado en Derechas/Izquierdas y sucedáneos. Esto debería llevarse a cabo con el mayor rigor, bajo pena de inmediata condena y posterior ostracismo, obligando a quienes los empleen a explicar cada vez, inmediatamente, qué acto, sujeto y hecho concreto califican como tal y por qué y cubriendo de desdén y vilipendio a cuantos –ardua tarea. Son legión- los empleen para justificar superioridades o/y (siempre es , van unidos) privilegios. La terapia debería incluir una hucha de multas instalada en cada estudio radiofónico, plató televisivo, redacción de periódico y empresa editora, de forma que el uso de tales términos se reduzca exclusivamente a los ámbitos histórico y sociológico en casos y épocas bien determinados y de forma limitada y precisa. El chantaje dual generalizado, instrumento de opresión y de acaparamiento de bienes inmerecidos, perdería todo su poder, se revelaría huero y primario, un burdo pero eficaz método de interesada manipulación. Desde el instante en que la temida balística de facha, reaccionario, burgués, centralista y la reluciente armadura de progresista, izquierdista, nacionalista, revolucionario cayeran a tierra disolviéndose volvería a respirarse el aire fresco de la realidad y de la capacidad de nombrarla, juzgarla y cambiarla en función de sí misma y de la evidencia y la lógica individuales. Llamar a las cosas por su nombre no es pequeño antídoto.
No se trata, sin embargo, de una tarea fácil por el inmenso peso de la inercia, el hábito y los intereses creados, pero resulta indispensable como reactivo contra la indefensión a causa del poder que en sí poseen las palabras, mucho mayor en la vaga y fluctuante topografía del totalitarismo light del que vive y prospera, en perfecta, oficial y oficiosa impunidad, la peligrosa clase de las clientelas de la utopía subvencionada, el rentable club de víctimas agraviadas y los sempiternos y agresivos defensores de la socialización, en su favor, de lo ajeno. Por ello, amén de la eliminación profiláctica del chantaje dual Buenos/Malos, los primeros auxilios exigen una pedagogía intensiva de la ley del precio, es decir, de la inexistencia de la gratuidad como derecho, de la conciencia de que alguien, si no es uno mismo, está pagando por el bien del que se disfruta, de la certidumbre de que, lejos de moverse en un mundo estático de Poderosos Malvados y de Desprovistos (véase Pueblo, Gente y demás colectivos) Buenos, de Ratas Urbanas nutridas con el queso que arrebatan a los inocentes ratones rurales, por el contrario cada cual es hijo de lo que, en gran parte, puede hacer y deshacer según sus actos, sus dotes personales y la energía y el tiempo invertidos, y se construye a sí mismo en un proceso de sucesivas elecciones. Los defensores de genéricos, colectivos y clanes de tierra, raza o lengua como dotados de bondad per se en realidad están privando a cada individuo tanto de la protección de las leyes y derechos comunes e iguales como de la indispensable e intransferible responsabilidad personal que es la base de la existencia.
Esta terapia ni es popular ni promete grandes audiencias de pantalla. Sin víctimas el vengador carece de público, el gurú de creyentes, el cruzado anticlerical de su moderna y agresiva parroquia, la Inquisición de combustible, el predicador antisistema de fieles dispuestos a corear las consignas pero nunca a renunciar a sus ventajas. Una vez el tratamiento aplicado con éxito y desaparecidas las formas de chantaje dual y gratuidad obligatoria, entonces sí se pueden y deben cubrir las necesidades de quien verdaderamente lo precisa y defender los servicios públicos, atacados por ambos frentes tanto por quienes no ven la salvación sino en la empresa individual y la ley de la jungla informatizada como por los que suspiran por el advenimiento de un estatalismo siglo XXI en el que volcar sus viejas añoranzas del comunismo pretérito y se ahorran la molesta tarea de pensar dividiendo a la población en Poderosos y Pueblo. La corriente nutricia de dinero y bienes, desviada por la fuerza del chantaje hacia capas de población parásita, quedaría libre para fluir por los cauces y hacia los sujetos adecuados. Simultáneamente el caudal de la indignación legítima, que actualmente se desangra y desvía al dirigirse hacia sujetos de poca monta y hacia escándalos coyunturales que no representan ni la milésima porción del daño ocasionado por la clase parásita, se emplearía con eficacia. Y el ciudadano medio se vería liberado de buena parte de la indefensión y el desconcierto que gravitan sobre él.
El tratamiento incluye la desactivación de una de las mercancías más rentables y, por ello, menos fáciles de eliminar: el Miedo. No el agradable escalofrío del relato de terror, sino la difusión regular en una sociedad permeable del temor por medio de elementos negativos que representan el Enemigo y tienen mayor o menor categoría según guión y circunstancias. Hay una ocupación diaria del espacio perceptivo y mediático por parte de múltiples adversarios de cuanto resulta deseable y grato en pro de paraísos de salud perfecta, juventud perdurable y perfección física ejemplar. Bienvenidas son a efectos de audiencia las catástrofes, las futuras exterminaciones planetarias, los alimentos cancerígenos, las variaciones climáticas. De la rentabilidad del miedo dan fe las ventas de productos naturales, primigenios, exentos del roce corruptor de la química, de espacios dotados de multiplicadores de energía, potencia, tersura, virilidad, de cuidadas selecciones de terremotos, tifones y tsunamis que permiten paladear el contrapunto de la propia seguridad y adquirir detectores climatológicos y sísmicos.
En otro plano, el chantaje dual sirve a la comercialización del miedo de maravilla por la latente y bien mantenida animosidad de clase que convierte a cualquiera en posesión de algo en presa potencial del que no lo tiene y divide en dos bandos irreconciliables a una Humanidad siempre al borde de la solución final. El dualismo –Capitalistas/Trabajadores, Creyentes/Infieles, Minoría/Masa- es un mecanismo mental tan simple, tan propicio a la delegación del propio albedrío y a la adquisición gratuita de conciencia de superioridad sobre el prójimo, que brota y se expande con la virulencia y ferocidad del Ébola.
Yihadismo y nueva dualidad
El terrorismo islámico llega para ser coronado como Rey antisistema, la antítesis vengadora de Estados Unidos, adornado de la fascinante y simple pureza del guerrero que sólo aspira a matar y a destruir la organización existente, que ofrece la seguridad de un credo de sumisión absoluta, la embriaguez de esa forma suprema de placer que es el poder de infligir terror y sufrimiento. Ocupa el hueco de iconos ya ajados de las esferas comunista, anarquista y neonazi. La aparición, en carne y hueso, del enemigo perfecto de Civilización y Occidente, la Yihad islámica en todas sus formas de IS, Al Qaeda, Daesh, etc., es, de cierta manera, providencial como Gran Enemigo y era, desde luego, previsible. Porque su absoluta barbarie, cultivada por esas mismas élites europeas a las que hoy aterroriza y que durante décadas se han guardado de criticar sus actos y han armado unas contra otras a milicias sanguinarias, concentra en sí la percepción del Mal y presenta el riesgo para las sociedades abiertas de dejar libres y en la impunidad a los múltiples males, usuales, diarios, los que Hannah Arendt denunció de la forma más certera como consanguíneos del totalitarismo, es decir, la inhibición ante el delito, la silenciosa aceptación de la vileza por parte de las gentes del común, el ama de casa, el padre de familia, el vecino y los colegas, la cohabitación con la injusticia, el salvajismo y la estupidez criminal, de la que en España hay, por cierto, ejemplos clarísimos en el País Vasco. El IS se enfrenta a una rendición programada por incomparecencia del adversario, a un tupido telón no ya de acero sino de un material más consistente: la firme voluntad de no defender principio alguno excepto la exigencia de bienestar total o parcialmente gratuito. El Telón Acolchado, con aspecto de edredón confortable, sustituye al de Acero y limita un espacio ficticio que rasga a veces, con gran sorpresa de los inquilinos del recinto, el principio de realidad.
Ya tienen un dios al que orar los que sólo se preocuparon, tras el 11 S, de la reacción del Gobierno de Washington y el 11 de marzo de 2004 de utilizar en España, en uno de los casos de miseria política más vomitiva que se recuerdan, los muertos de una masacre para ganar elecciones. Había que ser antinorteamericano a toda costa. Y vender propaganda, ganar dinero y colocarse. La banalidad del Mal tiene hoy un peligroso aliado en el IS, a cuya cuenta pueden cargarse todo tipo de actos de terrorismo encubierto, golpes de Estado blancos o negros, eliminación de oponentes, agitación de la opinión pública. En su saldo es posible apuntar cualquier acción, cualquier amputación de las libertades, cualquier estado de excepción presentándolos como destinados a combatirlo. El Gran Satán de Oriente Medio impediría así, con la negrura de su brillo, percibir las dejaciones occidentales en la defensa de los derechos humanos, el vacío informativo sobre sistemas autocráticos y crueles en nombre de la diplomacia y el petróleo, la ausencia de condenas de una segregación femenina que supera a cualquier apartheid racial y rezuma como tinta de continuo en esas comunidades la inevitable violencia fruto de su modo mismo de vida. Son ya muchas décadas de silencio cómplice respecto a la regresión progresiva de toda el área islámica aplaudida desde Europa en nombre de alianzas de civilizaciones y relativismos culturales. Los jóvenes y no tan jóvenes no tienen ni idea de que lo que les presentan como comportamientos milenarios y rasgos poco menos que genéticamente determinados en el mundo árabe no son tal ni han sido tales hace cuarenta años, que por las calles pasaban las mujeres libres de los trapos que ahora las cubren desde la infancia, que países como Túnez abolieron la poligamia y dictaron una Constitución inspirada en la de Suiza, que Turquía rompió radicalmente con pasados califales e implantó el estado laico, que la dictadura del Shah de Persia, pese a serlo y a mantener su temible policía política, introdujo el derecho y obligatoriedad de la educación para las niñas y fue, con mucho, mejor que el régimen mimado por París que le sucedió. La Francia de las Luces sostuvo y aupó al poder a una teocracia siniestra, madre de todos los fundamentalismos, en la persona del ayatolá Jomeini, la Norteamérica faro de la Democracia armó en Afganistán a la flor y nata de los talibanes para frenar a la Unión Soviética, la Holanda del liberalismo total expulsó de su Parlamento y obligó a exiliarse a la etíope luchadora y crítica en sus denuncias de la segregación femenina Ayaan Hirsi Ali, la aristocracia periodística compitió en cobardía marcando distancias y descalificando sus actos y escritos en los obituarios de Oriana Fallaci, escritora incansable en la denuncia de la violencia islámica y en la valiente lucha por la libertad.
No hay “mundo árabe” sino turcos, bereberes, iraníes, egipcios que en su momento prefirieron identificarse con sus jefes de las tribus de Arabia. Hasta la actualidad, esa aristocracia de jeques saudíes ha impuesto y monopolizado la interpretación wahabista, la de la más extrema intransigencia, del Corán, y ello con impunidad completa gracias a su poder financiero, de forma que países como España y Francia aceptan que construyan en su territorio mezquitas mientras que a la inversa no se permite ni el menor asomo de libertad de cultos. La violencia, externa e interna, impregna la sociedad islámica como un cáncer, ha adquirido su máxima expresión y barbarie en el IS pero éste es el fruto lógico, exacerbado, de un proceso que ya hizo evidente hace años el retroceso en la situación de la mujer, tratado en Occidente como asunto menor. La más mínima segregación e imposición social y de vestimenta a la población femenina, sea pañuelo, chador o completo fúnebre de cabeza a pies, no se merece el menor respeto, la menor concesión, en nombre de religión y cultura, Y no porque sean muchos individuos y muy violentos los que lo practican es lícito ni decente contemporizar con tal estado de cosas y no llamarlo por su nombre, que nada tiene de halagador.
Sin separación religión/Estado y sin erradicación forzosa, desde la infancia, de la misoginia institucionalizada no hay civilización ni futuro algunos. La supuestamente árabe hoy es tan sólo el último mito totalitario, el de la Gran Patria Musulmana, la Umma, una fantasmagoría a efectos de propaganda y agitación. Nada valen las vagas esperanzas cobardes, cómodas y buenistas de progresivas y lentas evoluciones. En el mundo árabe, islámico, tal como se proclama, no hay lugar para el desarrollo, nada tienen que esperar los débiles sometidos a la fuerza más primaria, no puede haber ni asomo de Estados de Derecho en un conglomerado encerrado en confusas cárceles religiosas e incapaz de ver en primer lugar en sus propios actos al enemigo causa de sus desdichas y de su justificado y soterrado complejo de inferioridad. Hay cosas que no admiten componendas, como matar un poquito, estar ligeramente embarazada o disfrutar de democracia los días pares. Por muchos millones que se sea, no puede aspirarse a modernización ni mejora alguna si no separa religión y Estado, de forma que la creencia, o no, y la práctica del Corán pertenezcan exclusivamente a la esfera personal, privada y libre del individuo. Occidente los contempla con desánimo a causa de su número, que hace sentir como imposible la solución del problema que representan, porque parecen condenados a defender las rejas de su prisión.
La palabra “misoginia” no refleja adecuadamente el fenómeno del trato y consideración de la mujer en el área islámica. Se trata de algo ajeno a lo que se entiende en el mundo occidental por el término, no de una simple diferencia de grado. A lo que más se parece es a una enfermedad arraigada, como la peste, mezcladas psiqué y materia corporal hasta resultar indistinguibles como si de una infección contagiosa y endémica se tratara. El hombre aprende, se empapa de la certidumbre de que el cuerpo de la hembra es una fuente de impureza cuya visión, insinuación o roce le producirá secreción de suciedades que empañaran su limpieza viril. La mujer es carne, carne necesaria pero bien medida. La expresión de los que comentan la visión de las bañistas playeras es que ellas son “shish kebab”, es decir, pinchitos morunos, trocitos de ternera o cordero que llenan la boca de saliva. Ese cuerpo femenino hay que cubrirlo lo más posible, ocultar cualquier vestigio de la piel, no permitir que sus formas se marquen, no rozarlo ni menos aún saludar dándole la mano. Y esto desde la etapa de la vida más indefensa, que marca de manera perdurable,.desde la niñez, con pañuelos que nada tienen de folklóricos ni de vistosos si son obligatorios todos los días del año y condenan a no dejar ya jamás que el pelo sienta la caricia del viento y del sol. Esta lepra patológica sólo admite ser erradicada, con rapidez (cosa perfectamente posible; otras situaciones supuestamente milenarias se ha visto cambiar en meses) porque sólo con ella desaparecerá una fuente continua de violencia cotidiana nacida de una situación antinatura cuya frustración e irracionalidad buscan cauce, excusas y víctimas.
Pocos habrán expresado la situación del mundo islámico con la claridad, lucidez y valentía –que a los europeos les falta- del escritor sirio-libanés Ali Ahmad Said Esber, conocido como Adonis: Para él, sin separación entre religión y estado político, cultural y social nada puede lograrse. Es imposible hablar de revolución positiva, cambio de régimen, “primaveras árabes” sin que se libere a la mujer de la ley religiosa, se renuncie a la sharia, y se funden sociedades de individuos apoyadas en la defensa de los derechos humanos. Adonis ve a los árabes en plena regresión, impotentes para crear futuro e integrarse en el concierto de naciones libres, sumidos en el oscurantismo, la ignorancia, la agresividad y la misoginia. Podrían forjar una sociedad distinta, pero no sin separar religión y Estado y centrarse en el ser humano actual y concreto, no en el pasado, las tradiciones, los cultos. Adonis habla de los movimientos y personajes laicos, dentro de las sociedades árabes, que no han tenido apoyo ni por parte de Occidente ni, por supuesto, muy al contario, por parte de la rémora de los ricos países petroleros.[5]
Estamos de nuevo ante la cuestión del precio. Todo lo tiene, y no hay gratuitos progreso, humanización, mejor vivir sin conciencia clara del esfuerzo, actitud, cambio, peaje que esto exige, tanto para Occidente como para Oriente. Pero en el área “árabe” emerger a la superficie implica una batalla tan difícil como radical e imprescindible.
El mundo “árabe” y su indefensión.
Yihadistas honorarios.
La mayor parte de los europeos ignoran que, lejos de hundir sus raíces en la noche de los tiempos, los usos medievales, primitivos, crueles y discriminatorios del área de mayoría musulmana estaban, hace medio siglo, en franco proceso de modernización y mejora, que en los países mal llamados por extensión árabes se estaba tejiendo una clase media deseosa de derechos semejantes a los de sus vecinos del norte, defensora de la separación Estado/Clero, de la igualdad educativa y el abandono de los velos. Por cada asesinado por el terrorismo islámico en suelo europeo ha habido diez, cien, mil en mercados, cementerios y lugares públicos de Oriente Medio. Y es precisamente esa gente, la más débil, la más vulnerable, la que fue vendida a la bestialidad de los fundamentalistas por un Occidente en cuyos valores esas personas creyeron, pero tales valores nada valen sin ayuda ante el imperio bruto de la fuerza. Gobiernos y empresarios prefirieron favorecer a la hez de jerarcas y a los proveedores de mano de obra. Demagogos baratos de tercermundismo todo a cien y liturgia de la cutrez se deleitan –y cobran- en el oprimido musulmán redentor. La prensa occidental no muestra a los jordanos, tunecinos, egipcios que se quieren tan pacíficos y normales como cualquiera. Reserva, por el contrario, sus primeras páginas para el asesino brutal.
No se trata de hacer tabla rasa e instaurar en horas veinticuatro sistemas justos y democráticos en países donde no los había en absoluto; no es cuestión de renunciar a las necesarias relaciones diplomáticas y comerciales, que se sitúan en planos diferentes. Pero el cambio era y es posible manteniendo estructuras, ofreciendo defensa en el lugar mismo frente a las agresiones y amenazas, salvaguardando esos derechos y libertades individuales que en toda civilización que merezca tal nombre siempre ha sido necesario imponer frente al crudo reino de la jungla y el más fuerte. Hay un vacío vergonzante, babeante en esas manifestaciones europeas feministas, pacifistas, laicistas que nunca alzaron susurro, titular ni pancarta contra lo que rozara al Islam porque era la esperanza antisistema, el gran guerrero vicario de los indignados virtuales, el Amigo Talibán frente al adversario imprescindible que, de manera creciente a falta de otros, es, más allá de Norteamérica, Capital y Libre Mercado, la Civilización en sí.
No ya por razones morales sino por simple eficacia y elemental ejercicio del raciocinio se podía y debía describir situaciones, esgrimir el arma temible de la propiedad lingüística, negar la invisibilidad mediática a las viejas formas de tiranía, exhibir y reivindicar con natural estima los propios principios en la certidumbre de que con ellos, y pese a todos sus errores y defectos, se han construido sociedades más habitables. Era perfectamente factible evitar el silencio cómplice, exigir reciprocidades y conminar a los inmigrados a que, si querían vivir en Europa, acataran todas sus reglas. No en vano se ha inaugurado el siglo XXI con el enfrentamiento, en orden de batalla, contra un ejército de acrónimos que no son un ejercicio de sinonimia sino que reflejan la progresión de estrategias muy concretas. La yihad en sí es la guerra, conversión o matanza de los infieles a la que exhorta abundantemente el Corán desde sus comienzos, como religión muy de este mundo y definida por la materialidad, la fuerza y la conquista. Nada nuevo al respecto. Pero sí lo es el armamento moderno, la fluidez de inversiones y petróleo aderezada con dosis de narcotráfico, el Vichy interminable de la rendición preventiva y de los pactos con las guerrillas del Daesh, que pasa lógicamente a transformarse en IS (Estado Islámico), en ISI (Estado Islámico de Irak) y luego, como es natural, en ISIS, con Levante añadido, es decir, un imperio desde España hasta China (lo cual, dicho sea de paso, es alentador si comienzan por el Este, dada la acogida que les aguarda en el Celeste Imperio).
La explosión y expansión terrorista bajo la negra bandera del fundamentalismo puede encerrar, en su voluntad califal de apoteosis, la muestra de su definitivos derrota y declive. Se halla en plena “hybris”, en la vertiginosa desmesura producto fatal de la huida hacia delante de sociedades, credos y ritos inviables, encerrados en su gran juguete que no puede vestirse ya sino de terror, dolor y armas. Se han lanzado, como último recurso, en un estado supremo de la impotencia y la envidia, a la conquista de cuanto existe y es mejor que ellos. Con el furor agónico que anuncia el fin.
Entre un amplio sector de Occidente encantado con las rendiciones preventivas y la apoteosis kamikaze, de corte netamente fascista, de la yihad se extiende una masa humana compuesta por millones de personas en un estado de indefensión muy peculiar. Se trata de “árabes” que no son forzosamente árabes, sino egipcios, iraníes, malayos, bereberes, que no son fundamentalistas musulmanes o ni musulmanes tampoco, pero que carecen de horizonte, de identidad ideológica, de autoestima a causa de la frustración, silenciada pero obvia, en su incorporación al desarrollo y el mundo moderno. El IS ha exhibido ante ellos una bandera perfectamente falsa compuesta de orgullo impostado, mitología y acción directa. Ante ella y ante la inapelable crudeza de los hechos, de las muertes y la barbarie, el mundo “árabe”, una vez más, no se atreve a romper el círculo vicioso de su atraso y arrancar la raíz de su servidumbre, no se decide a manifestarse en contra, a elegir, al fin, ponerse del lado de los que defienden esos sistemas libres y modernos en los que, por una parte, ellos saben que quieren vivir, pero que, por otra parte, les hacen sentir por su mera existencia el fracaso y el atraso propios. No han condenado masivamente las masacres terroristas, las han vitoreado incluso en ocasiones en lo que es una trágica prueba de impotencia e indefensión. Se saben detenidos en el andén de los trenes de la Historia, no ignoran la irracionalidad de la guerra santa contra grandes satanes, ni la oscura vergüenza –nunca confesada de forma explícita- de su largo fracaso y el terror a perder de nuevo su oportunidad de saltar al fin al mundo moderno, a la vida libre y con derechos. Es su hora de romper la indefinición, la falsa identidad global, el silencio que equivale, ante los terroristas, a un apoyo activo, de escapar de la prisión de la Umma concebida, no como vivencia personal religiosa, sino como un proyecto político totalitario. Y el tren pasa, sin que se atrevan a levantar la vista más allá de la cárcel social permanente que a cada uno le rodea. Plasmada en esa continua manifestación de lealtad que es la visible segregación femenina.
No puede faltar, en el contexto de fingimiento y apariencia generalizados que, por fuerza, caracteriza a sociedades de tal fundamentalismo puritano la típica exaltación de la mujer reina intra muros. De las odaliscas de Ingres a las sensuales e ingeniosas princesas de las Mil y Una Noches, de las matriarcas y las regentes en la sombra a las protagonistas de conjuras de harem, pintores, escritores y sociólogos se complacen en reivindicar ese poder femenino oculto. Abundan, además, dentro del mundo islámico, las intelectuales que afirman, con no poca imaginación, la existencia de derechos igualitarios para ambos sexos explícitos en el Corán y que, por supuesto, lamentan la ceguera occidental respecto a las escondidas virtudes de tan excelentes formas de vida. Resaltan éstas en contraste con las que sí reflejan, en toda su crudeza estadística y no ateniéndose a una élite urbana, la situación real. No se trata sólo en aquéllas del síndrome de Estocolmo o de una manera de medrar y de contemporizar. Dicen y escriben lo que buena parte de Occidente ha deseado oír y leer, ellas y su clase social en Oriente incluidas. Pero ni los datos ni la observación mienten. Los matriarcados de puertas adentro significan, y no sólo en el Islam, que la mujer cuenta bien poco de puertas afuera, en todas las dimensiones de la vida pública, y su reino por un día limita con las bofetadas, la entrega a un marido de mucha mayor edad y el animado coloquio con un móvil mientras, aislada del entorno por la opacidad de la tela de la frente al pie, empuja un carrito de bebé, sujeta a otro con la mano y lleva el que será penúltimo en el vientre. Novelas románticas y relatos novelescos aparte, la inmensa mayoría vive existencias vigiladas, enclaustradas y sórdidas, con bastante pocos magia, gasas, brocados y ojos fascinantes entrevistos con la irresistible atracción de lo prohibido. La belleza sensual de las Mil y Una Noches vela tal vez la constatación de que su protagonista, el sultán Shahriar, es el mayor asesino en serie de toda la historia mundial de la Literatura; basta con multiplicar las vírgenes decapitadas, una por noche tras desflorarlas, por los días de varios años y sumar a la cifra igual número de muertes ordenadas por su hermano. Hipérbole oriental sin duda, pero significativa como buque insignia nacional literario.
El to have or have not la cabeza cubierta por un pañuelo no es un detalle baladí ni pertenece al rango muy menor de asuntos de familia y cosas de mujeres: Es un medio de identificación instantánea, un medidor de fidelidades que permite mantener continuamente a la vista el dominio que se posee sobre la población toda y llevar en permanencia registro de su sumisión. Las mujeres y su vestimenta son la marca pública y controlable. La total o parcial invisibilidad femenina es cuño de pertenencia al especial conglomerado religión-estado, bandera de unos jefes tanto más peligrosos y violentos cuanto menos reducidos sólo a la esfera de la política. Si ellas muestran su piel o sus formas, si llevan la cabeza alta descubierta y no permanentemente en la sombra, si se ponen la prenda de ropa que les plazca serán inmediatamente vistas y denunciadas, para comenzar por sus vecinos y por cada uno de los supuestos creyentes, convertidos en infinitos delatores. Es la conocida trama de los estados totalitarios transpuesta a formas de oscurantismo protomedieval y normas tribales vestidas de profesión de fe y credo único. Lo que se llama Islam tiene muy poco de religión. Es en realidad una vasta organización de control ciudadano que precisa asegurarse, visual y continuamente, de la fidelidad de sus miembros. Sus ritos son preferentemente, gregarios, públicos. La parte propiamente espiritual, de moral interna, apenas existe, se resume a un puñado de jaculatorias y a la repetición, preferentemente en voz alta, del invariable texto sagrado. El componente místico, sufí, es mínimo y reservado a una élite del intelecto. La hipocresía y la apariencia imperan, son inseparables de un sistema tan inviable como único por su carácter de teocracia estatalizada, mal calificada de medieval porque no hubo tal fusión Iglesia-Estado jamás en la Edad Media, ni siquiera en las épocas más oscuras. Lo que aquí se llama religión consiste en actos públicos de afirmación de sumisión incondicional casi siempre conjuntos, como la peregrinación, las cinco oraciones diarias cuerpo a tierra, las llamadas a la plegaria a todo decibel o el callo en mitad de la frente que muestra la devoción en las postergaciones del orante. Nada más visible, en todo momento, que una comunidad sin mujeres, cubiertas ellas y preferentemente mudas cuando aparecen. El rápido cambio de indumentaria de las hembras veladas cuando pasan a zona libre, en la frontera, en la carlinga del avión, en la escapada al extranjero, es espectacular y patético, tiene mucho del gesto del judío que esconde la estrella amarilla, del negro que al fin ocupa en el autobús un asiento al lado de los blancos. Transplantadas las familias a naciones no musulmanas por emigración laboral, comienzan a vivir de forma libre hasta que, mientras las autoridades del país de acogida hace oídos sordos, se instalan en el barrio numerosos compatriotas, madrasas y mezquitas que reproducen la célula de control, de forma que la pakistaní de Cataluña y la turca de Düsseldorf esté tan enclaustrada y vigilada como en la aldea de origen. Lejos de ser esta segregación sólo una cuestión de género, concierne a todos por entero, hombres incluidos, puesto que la parte más lúcida, avanzada y decente de ellos no puede sino sentir la opresión ambiental. De ahí la importancia de romper esa red de totalitarismo social y de asegurar, con la completa libertad en la vestimenta y en la presencia pública, la igualdad de autonomía y de criterio. Porque, sin paliativos supuestamente culturales, de ello depende la posibilidad de acceder a un Estado moderno de Derecho para el conjunto de la población.
En Europa fue muy cómodo, y tan oportunista como cobarde, dejar que se establecieran microestados islámicos dentro de los países de acogida, admitir so pretexto de respeto religioso el sometimiento de las mujeres, su negra cárcel ambulante, el control por los imanes, la discriminación y manipulación de niños y adolescentes en los colegios. Mientras turcos, pakistaníes, magrebíes trabajaran sin dar molestias nada había que objetar. Entre tanto, los medios de comunicación y una élite supuestamente intelectual optaban por la alabanza en nombre de la cultura distinta y el relativismo. Nada de esto fue siempre así. Todo pudo, y puede, ser de otra manera, pero el secuestro de la Historia es, junto con el de la Enseñanza, una de las armas más eficaces en manos de los amigos del terrorismo purificador y de sus tiernos, comprensivos, líricos compañeros de viaje.
Ahora no sólo es factible sino urgente crear en esos países mismos zonas liberadas civilizadas provistas de defensas y de soldados y de la tropa local de la que pueda progresivamente disponerse. En ellas confluiría y se iría estableciendo una parte creciente de la población por el mismo motivo que impulsó otrora a los vasallos a buscar protección contra las tiranías feudales en los fueros y tierras del Rey. Allí deberá haber escuelas a las que se acudirá, por imperativo legal, desde la infancia en igualdad de sexos, aulas limpias de la tara que significa impregnar a las pequeñas con la convicción de que la feminidad provoca y ensucia a los hombres y que deben ocultar y disimular su cuerpo desde la cabeza hasta la forma de las piernas y la piel de las manos. Pronto su estrella amarilla, la imposición de velarse continuamente, se hundirá en el pasado, se verá como lo que realmente fue: El ronzal de sumisión y diferencia, el cuño de una segregación social que jamás debió tolerarse.
Incluso animada de las buenas intenciones con las que se pavimenta el infierno, es llamativa la estulticia de intelectuales que postulan, en Occidente, la irrelevancia de la imposición del pañuelito y que defienden la autoridad suprema de los padres por encima de los derechos de los hijos. En esas escuelas donde los menores gocen de protección contra discriminaciones se ejercerá la libertad de cultos, que puede y debe diluir los seculares y sangrientos enfrentamientos en las distintas sectas del Islam y que dará fe ante la opinión pública de una real tolerancia en paralelo con la que exigen los musulmanes en Occidente, de manera que exista reciprocidad en el derecho a erigir templos de distintas creencias en unos países y otros. Tales cambios nada tienen de utópicos, han existido y luego han dejado de existir por pura dejación y flaqueza en la defensa de los fundamentos de estados civilizados. Los burladeros para la inacción son un puñado de lugares comunes a cual más falso y más endeble, véase la necesidad de grandes espacios temporales para que, con geológica lentitud, los pueblos cambien. No hay tal. Los cambios se producen, cuando lo hacen, con gran rapidez, o, por el contrario, se puede estar estancado en una situación durante siglos, o entrar en regresión.
De la mano de la excelente maestra que es la necesidad y mediante la percepción de mejoras accesibles y leyes, multas y recompensas, la gente muda sus hábitos milenarios con sorprendente presteza, las crisis son vistas como oportunidades y los usos ancestrales pasan al museo a una velocidad pasmosa. Para desolación de los amigos de la fotografía étnica, los rituales mayas, la ablación de clítoris, la esclavitud y la sana y ecológica –aunque breve- existencia de los hombres del neolítico. Millones de asiáticos han experimentado una mutación vertiginosa y la satanización del capital, la modernidad, el dinero, el trabajo y el patrimonio, de moda entre las élites occidentales, es un lujo que escapa a su comprensión, véanse la ausencia de mendigos chinos en las calles del Viejo Continente y la celeridad de esos países en especializarse en tecnología puntera.
Los mantras como la lenta evolución hacia el progreso y la no interferencia en otras culturas se han repetido, a falta de datos contrastados y análisis crítico, como verdades incuestionables. El más simple estudio comparativo hubiera echado por tierra los dogmas de los adoradores de la diosa Estulticia. Basta con ver cómo, dada la oportunidad, las sociedades supuestamente condenadas a enquistarse han evolucionado en breve espacio de tiempo sin perder por ello personalidad y usos que les son caros. Fue el caso de Singapur, Corea del Sur, Taiwán, y, antes de la regresión, de buena parte de las poblaciones de esos países de Oriente que hoy parecen condenados a la peor edad media por los siglos de los siglos. No deja de ser llamativo que, por ejemplo, Taiwán esté hoy en cabeza de Asia en igualdad sexual respecto a educación, trabajo y todos los ámbitos públicos de la vida, que la enseñanza tenga el peso –incluso excesivo- que tiene y que budismo, junto con confucianismo y taoísmo, y ritos tradicionales florezcan con mayor ímpetu que en décadas anteriores. La tecnología, que en otras latitudes ha servido para sembrar fundamentalismo y odio, en los jóvenes tigres asiáticos ha ayudado a la difusión de fiestas y celebraciones.
La civilización, la libertad, la igualdad de derechos, la protección de los débiles precisan del ejercicio de la fuerza legal, y si se renuncia al precio que esto comporta se está participando por omisión en la desgracia de las víctimas. La quema de las viudas en la pira del marido se hubiera continuado practicando alegremente en la India de no prohibirlo y perseguirlo los británicos, las mujeres de Uzbekistán se animaron a hacer una hoguera en la plaza con sus velos alentadas por los soviéticos y por la perspectiva de la liberación femenina, pero sólo para ser degolladas por sus hermanos, maridos y padres cuando regresaron a sus casas sin que nadie las protegiera. Los pequeños parques temáticos de la barbarie incrustados en Europa son fruto y obra tanto de la selección política inversa que llevó al poder a los más duchos en la demagogia como de las clientelas de la utopía, deseosas de disponer de culturas alternativas como fuerzas de choque.
La civilización es un mejor vivir, una etapa en el proceso de humanización, y la nacida en el Viejo Continente no se ha extendido por azar, ni sólo por el imperio de la fuerza, la técnica y el dinero. Lo ha hecho porque cada vez más personas preferían adoptar las formas de ella que les eran más beneficiosas y gratas en su existencia cotidiana, en el medio en que esperaban vivieran sus hijos. No pertenece a Occidente ni a su lugar de origen sino, como cualquier descubrimiento, a la Humanidad. El odio al progreso, la envidia del bienestar logrado por otros, el amor a la muerte siempre parecen imponerse en un principio por su crudeza, estrépito y violencia. Pero los vencen la tenacidad del número, semejante a la del agua, las opciones, los cambios uno a uno de ciudadanos que construyen la materia de sus días. No hay ningún arma comparable a la voluntad y a la idea, que no es el Pensamiento Único del Líder Máximo y el Gran Hermano sino un edificio de hallazgos ensamblados que hacen el mundo más habitable. Cuando los individuos descubren cómo se puede vivir mejor ése es el gran enemigo del terrorismo, sea islámico, comunista o nazi.
Diez años antes de la revolución de 1917 Joseph Conrad describe este proceso a la perfección en su novela “El agente secreto”, excelente y eclipsada por el poder y fascinación de “El Corazón de las Tinieblas” y dedicada, muy significativamente, a H. G. Wells. En ella, en su tiempo, los anarquistas sueñan, planean y a veces ejecutan atentados para que maten, indiscriminadamente, al mayor número de personas, de forma que el terror deje expedito el camino hacia la Nueva Sociedad, el nuevo mundo. Pero se les opone un terrible ejército, la grande y creciente cantidad de seres empeñados en afanes, afectos y tareas, la tenacidad de la vida, de la búsqueda de felicidad cotidiana, los pequeños y esenciales placeres y rutinas, las necesarias imperfección, cambio, variedad, albedrío que hacen de cada ser humano que lo sea y que se alzan por millares frente al soberbio profeta de la idea política radical única, salvadora y exterminadora por tanto en su letal pureza. Y ante la conciencia de esto el terrorista ve sus armas diluirse y cae en una profunda depresión. El libro, que pudo inspirarse en un sabotaje en el Observatorio de Greenwich en 1894, es de innegable actualidad.
El proceso de abandono de las capas de población más avanzadas, tolerantes, abiertas y deseosas de modernización y cambio discurrió en Oriente Medio en el siglo XX en paralelo con el abandono simétrico en Occidente de los ideales de civilización, libertad y derechos como principios universales dignos de ser mantenidos y defendidos en tierra propia y ajena. Desaparecieron los precios, el necesario peaje para vivir mejores existencias en sistemas mejores. Estos beneficios se daban por adquiridos, debidos y perdurables. Blanco por lo tanto de la denigración y el amargo reproche de los cada vez más numerosos adeptos al buen salvaje redivivo y la paz planetaria sin intromisiones en culturas foráneas. Para la defensa y protección si fueren necesarias –como lo fueron- siempre estaba el odioso Amigo Americano con su escudo tras el que se acurrucó durante la interminable postguerra una Europa encantada de que otro firmara los cheques en soldados y dólares. La retirada del escudo por la comprensible atención prioritaria de Estados Unidos al área del Pacífico ha dejado a la vista, como si se desmochara un termitero, el desconcierto del Viejo Continente confrontado al principio de realidad, a los resultados de una descolonización desordenada y prematura, a una estrategia militar norteamericana y europea lamentables de torpeza y estupidez inauditas que ha sumido en el caos y la fragmentación tribal países enteros sin previsión ni planificación algunas y sin proporcionarles estructuras, orden y cuerpos administrativos y defensivos. Lo que podría haber sido un progresivo establecimiento de zonas liberadas y renovadas en las que se afianzaran, y fueran defendidas, por tropas in situ las capas sociales más avanzadas de los países en conflicto se transformó en pretensiones de construir democracias a base de bombardeos por ordenador que, con su siembra, prometen una eficaz cosecha de terroristas y guerrillas.
Dejando las cimas gubernamentales, por su parte los que se creían a sí mismos la flor del progreso y la rebelde vanguardia social que vive cómodamente en la sociedad occidental han otorgado, a cuanto al Islam se refiere, afectuosa comprensión y han mostrado un oportunismo tan populista como criminal, halagando el egoísmo más lerdo e ignorando todas las violaciones de derechos humanos. La remozada religión dual les ordenaba concentrarse en alancear al moro muerto de la iglesia cristiana, manifestarse contra Sudáfrica y la violencia de género pero estar mudos, ciegos y paralíticos en lo que respecta a millones de mujeres musulmanas en peor situación que lo estuvo jamás negro alguno, a leyes brutales, al control cotidiano y la sumisión teocrática a los textos coránicos.
También en los medios occidentales se admitió el mito enemigo según el cual existiría, siempre había existido y siempre debería existir el imperio de la Umma, el gran estado totalitario fundamentalista islámico, de un extremo a otro del mapa, indiferente a fronteras y pueblos, con el Gran Jefe Califa y sus sucesores y asesores a la cabeza. Esto es pura ficción que las reiteraciones y la falta de oponentes impuso como realidad. Se cubrió con ese manto de la Gran Madre Musulmana, la Umma, a multitud de gentes que no profesan esa religión de esa forma, que practican otras o ninguna, a capas sociales y niveles de enorme diversidad, a emplazamientos que oscilan entre la aldea primitiva y la urbanización completa, a una variedad inmensa de historia e historias, de aspiraciones, orígenes, migraciones y asentamientos. Al hablar, haciendo inconscientemente el juego a los propagandistas de la yihad, de los árabes, de la Umma como entidad política, se cubre con el velo de una homologación ficticia y letal a millones de seres a los que se encierra en un ente colectivo forzoso con derivas totalitarias megalómanas del tipo del Comunismo, Nazismo o Maoísmo. Su misma irracionalidad le asegura el momentáneo éxito, y por ello ha prendido con gran rapidez en el terreno reseco de la frustración envidiosa y, allende fronteras, en la falta de firmeza en la creencia y defensa de los valores propios y en la molicie de quien no ha pagado el precio de aquello de lo que disfruta.
El séquito de yihadistas honorarios ha sido en Europa variopinto, numeroso y rebosante de pacifismo fraternal. Puestos a renunciar a armamento, han renunciado incluso al de la palabra, de manera que actos dañinos, situaciones lamentables y condiciones de vida opresivas y denigrantes de los países árabes se presentasen como el peaje necesario para la acogida de los nuevos bonísimos salvajes que, pese a las apariencias, traen entre los pliegues de la túnica impoluta el soplo de aire puro del anticapitalismo y antiimperialismo redentor. En el séquito occidental del fundamentalismo islámico virtual se encuentran muchachas seducidas por el glamour diferencial del velo, jóvenes integrados en el nuevo juego de guerra y vastos sectores en busca de profeta vía Internet. Mientras, en un plan menos militante y más cotidiano, son legión los que simpatizan y empatizan, a través de la pertenencia al club de víctimas vitalicias, con estos recientes y prósperos damnés de la terre sin fronteras, que no dudan en golpear de manera suicida y ubicua a la corrompida civilización. No ha habido, durante larguísimos años, escándalo, denuncia ni condena del inmenso peligro que representaba la práctica del fundamentalismo islámico y la radical incompatibilidad de sus usos con una existencia libre y civilizada. En lugar de lucidez y críticas se lanzaban diatribas a cuantos estamentos osaban disentir del coro de afable comprensión. Es el mismo mecanismo que ha venido exculpando, e incluso alabando, actos terroristas anteriores, como los de ETA o de cualquiera que asesinara revestido de una teoría.
El dualismo ha encontrado un nuevo Rey, el drogadicto ha hallado en bandeja el más barato de los éxtasis: el supremo placer del poder de infundir pánico y muerte. Mientras, en las tímidas y desconcertadas democracias una tropa de compañeros de viaje de la yihad honoraria sigue su senda: Por el hecho de ser marginal, quien nada había hecho y nada era se ve en posesión de una cantera de votos y financiaciones. El yihadismo se presenta ahora por políticos y periodistas como un reducto irracional y, por lo tanto, puede cobijar sin mayores explicaciones las más diversas zonas de sombra, permitir manipulaciones y recortes de las libertades. El Mal, en forma de IS, ha ido, como en el cuento de terror, llamando a la puerta cada vez más cerca. Y cada uno de sus pasos se ha apoyado en la cobardía de los partidarios de la discreción respecto a males cotidianos con los que, según ellos, era preciso convivir y dialogar.
En busca del individuo perdido
La irracionalidad confortable está bien provista de armas no por toscas menos eficaces. Con profusión, por su carácter de bandera gregaria ajena al análisis concreto se airean regularmente los banderines de enganche de palabras-icono del tipo de paz, guerra, aborto, género (en el sentido sexual). Su finalidad, ajena por completo al examen específico de problemáticas y a la toma beneficiosa y correcta de decisiones, no tiene más fin que precipitar en el líquido social elementos que se precisa, para manejarlos, que sean contrarios, antagónicos y empapados de la adrenalina adecuada a la exhibición de apoyo. Su completa imprecisión e inoperancia en el enunciado generalista como tal los hace perfectos para la fabricación y manejo de bloques de fieles. Los argumentos que se pretende acompañen a la exhibición de los iconos son de una completa inanidad reflexiva, pertenecen al terreno de la consigna al estilo del ¡Dios lo quiere! de las Cruzadas, del gurú y el salvador pacifista de turno o de las féminas que se consideran perpetuamente agraviadas, y merecedoras de compensaciones infinitas, por el hecho de serlo. A las que se suma la plétora de los que dicen sentirse orgullosos por su pertenencia, sin mérito alguno pero como si esto lo tuviera, al grupo, homo, bisexual, a los que pesan de cien kilos en adelante o a los vegetarianos vocacionales. La religión planetaria New Age suma sus banderines en tonos de verde a los de variadas combinaciones del arco iris y ya defiende las sensibilidades, y pronto los derechos, de las plantas, acogidas a los indiscutibles dogmas sobre el cambio climático y las encíclicas sobre el calentamiento global. Todo coincide en una negación del individuo y de sus actos y responsabilidades concretos. Los argumentos del batallón de la irracionalidad son de una puerilidad gregaria conmovedora y se recitan con la convicción del catecismo de aldea y el anticlericalismo de salón: Unos han hecho cuentas y calculado que, de no existir jamás aborto alguno, el problema de la baja demografía europea se resolvería en horas veinticuatro. Otros acuden en peregrinación periódica, flor en mano, ante las bases norteamericanas, o se ponen alegremente al servicio de la nueva inquisición destinada a borrar las diferencias de género y organizar quemas de belenes y símbolos navideños al estilo de Fahrenheit 451.
Los banderines de enganche que sirven simplemente para excitar y congregar a las huestes, blindar la dicotomía Izquierdas/Derechas y castrar la libertad y juicio personales tienen poco que ver con las banderas de nuestros padres. Responden más bien a la técnica televisiva del verdadero/falso, excitación/audiencia, al reino de la comida perceptiva rápida y el pensamiento débil. Sería conmovedor, de no resultar trágico, ver a supuestos defensores de la vida a toda costa condenar sin pestañear, a muerte, a la cárcel o a la desdicha a las mujeres que se quedan embarazadas sin desearlo. El no al aborto se utiliza políticamente, con los mayores oportunismo y desvergüenza, como inyección de adrenalina sectaria, de forma que caigan en una trampa de irracionalidad y el fanatismo personas de buena voluntad que sin embargo no dudan en sacar niños en manifestaciones de clara intencionalidad política y cuya actitud produce el efecto contrario, puesto que favorece a los partidarios prácticamente del infanticidio, de la banalización del consumo de anticonceptivos, e impide el establecimiento de una normativa legal de consenso que es la única posible, ajena a la privada opción religiosa. La servidumbre del determinismo biológico, atento sólo a la reproducción de la especie, se enfrenta en este caso a la humanidad, peculiaridad y albedrío de los individuos, que no son úteros dotados de extremidades sino mujeres, y el conflicto entre la libertad de éstas a disponer, no ya sólo de su cuerpo sino de su vida toda, y la protección del nasciturus no tiene solución ideal posible excepto que la especie sufra una mutación hacia la gallina ponedora. Ni existe para el tema del aborto más salida que leyes, plazos, reflexión y consenso ni fue jamás más evidente el lema de que lo mejor es enemigo de lo bueno.
El bloque irracional, que se transforma en depredador y enemigo cuando se dan las circunstancias favorables; se alimenta del silencio del público y de la ausencia de individuos, que pasan a transformarse en piezas de un conjunto idealizado y justificado por referencias globales externas. Enfrentada la gente libre a tal coyuntura, los primeros auxilios se rigen por una regla de base: No subestimar al enemigo, al parásito que ha engordado, prosperado y se ha multiplicado a base del armamento dual y ha logrado implantar a lo largo y a lo ancho de la población un decálogo preciso en lo que a percepción de la realidad y formas de conducta se refiere. El microcosmos español es un buen ejemplo de creación de clones de la práctica totalidad de los organismos que financia el presupuesto nacional. Los clones, que no sus originales, están desprovistos de cualquier finalidad que no sea nutrirse del erario público y han sido creados específicamente para justificar gastos y distribuir prebendas. Programas e idearios no son sino simples aditamentos.
A efectos de captación de votos, voluntades y de recursos productivos, es y ha sido indispensable la utilización con destreza de las dos cadenas imaginarias de opresiones: vertical y horizontal, social e histórica, de manera que nadie escape, consciente o inconscientemente, al sentimiento de ser un eslabón de ambas y, por lo tanto, se sienta ajeno a la responsabilidad de su vida. La mercancía es de fácil venta: los agentes del mal son siempre externos y los actos inocentes y blindados por el aura de la reivindicación. Nunca se hará bastante hincapié en la tentadora facilidad de la explicación del mundo que esto ofrece. La iconografía dual da forma y presta metodología a la impostura no por burda menos halagadora y eficaz. Según su credo, no habría individuos ni decisiones propias, riesgos que se asuman, obras que se ejecuten. No existiría el puro y simple juicio inmediato de lo que percibe la vista y el razonamiento elemental y el sentido común imponen. Semejante proceso es percibido como culpable y carece de hueco en el cerebro compartimentado por el pensamiento dual. Las explicaciones historicistas y de clase sustituyen por entero a la realidad cambiante de las personas y de sus existencias, anulan los principios morales, los universales y las jerarquías de excelencia y de degradación. No se estudia ni adquieren conocimientos ni se crea ciencia, labor bien hecha ni arte. Por el contrario, se escuchan y se repiten las consignas gregarias que clasifican forzosamente en dos grupos, garantizan la homogeneidad mediocre y otorgan votos, empleos absolutamente improductivos y sueldos vitalicios a quienes se erigen en administradores de la inagotable cantera del agravio.
Pasamos de los filosóficos, clásicos, imperecederos (y muy socorridos) principios bipolares Luz/Tinieblas, Dios/Satán/ Orden/Caos, Vida/Muerte al simple A versus B que impone, en función del auge de los medios de comunicación, su ley. Se trata de iconos útiles, significantes vaciados de su original significado histórico y sociológico que sirven para configurar, previos reiteración verbal y etiquetado, la aceptación o el rechazo, la prosperidad, la medianía o la satanización pura y simple. Los elementos pueden intercambiarse, pero la dinámica y el modo de empleo son los mismos y la finalidad idéntica en cuanto a lo que a las enormes dimensiones del fenómeno parásito se refiere. Esta labor procura frutos nada despreciables que consisten en extraer de los sectores y elementos productivos bienes y privilegios sólo justificables por el antagonismo interesado y la teórica defensa, no de individuos y sus libertades y derechos, sino de grupos afectados por un mal que hunde sus raíces en el espacio y en el tiempo y que, por ello, les hace embarcarse en una lucha prácticamente infinita que garantiza la infinita y privilegiada subsistencia de los rabadanes del rebaño.
Aunque por inercia mental y analogía es explicable el instintivo impulso de transponer al proceso intelectual el de la acción, con su Sí y No como opciones únicas, hay un salto inmenso en la imposición generalizada e intemporal de un Buenos y Malos tan inmutable como las leyes físicas. Ya no se trata de enjuiciar actos y personas según coyunturas políticas y religiosas, de implicarse y arriesgarse en empresas y decisiones que pueden ser benéficas o nefastas, acertadas o torpes, pero que en cualquier caso responden de sí y son una canalla o generosa inversión vital. En el siglo XX adviene un fenómeno nuevo: En torno a las grandes y nobles causas se arraciman los que van a vivir, estable y durablemente, del uso de sus invocaciones y se hacen con poder para imponerse como élite al resto. Se pasa a la gran ingeniería de masas, a la autocensura de una eficacia tanto mayor cuanto más profundo es el convencimiento de que se gozan de grandes libertades de información y de juicio.
El reverso de este proceso es exactamente el inverso del que los términos sugieren, la antítesis de solidaridad, derechos, igualdad y libertades. Al actuar de una forma zoológica, agrupando a los humanos en categorías que se dirían inmutables y pertenecientes a especies distintas, un miembro de los Pobres, el Pueblo o el Proletariado no puede aspirar a mejorar y a ser rico, y ello por razones semejantes a las que hacen descartar que un buey se plantee estudiar para caballo de carreras. El Rico lo es por perversos determinantes de la genética, el colegial se guardará muy bien de aprender a leer antes que su vecino y el ambicioso, inteligente y culto disimulará su vergonzosa propensión a distinguirse y elevarse. El parasitismo que vende utopías y cobra, generalmente del Estado, el monopolio de su uso se apodera de la sustancia de realidades positivas, véase democracia, derecho, equidad, educación pública, protección legal, y las capitaliza pero transformándolas en sus opuestos, en la impunidad de los que se blindan con rasgos diferenciales, en la ignorancia compulsiva impartida en aulas donde el tiempo lectivo sirve para que cobre y medre el enjambre de zánganos, en la inmensa indefensión del que carece de recursos, dinero, influencias y de discurso incluso, porque oponerse a la dualidad moral y verbal dominante le situaría de inmediato en el ostracismo y le produciría un incómodo sentimiento de confusión y de orfandad de referentes. Una larga cola de acreedores espera a diario para pasar factura por las ancestrales y menos ancestrales deudas, por la marginación, carencia, diferencia, deficiencia exhibidas como hazañas propias y defendidas por el capataz que cosecha la parcela correspondiente. Esa misma cola bloquea el paso a los individuos que real y justamente sí necesitan y merecen ayuda, atención y apoyo.
El chantaje es inseparable de la eliminación de la propiedad de las palabras, de la difuminación y maquillaje de causas y actos: Nadie y nada es sino según situación, clasificación motivación y explicación previa. De hecho, el terrorismo ocupa el lugar extremo en el arco de disociación entre los actos en sí mismos y la pura constatación de éstos y el calificativo que merecen. El crimen dejaría de serlo según el motivo que para cometerlo se alegue. Basta con mencionar la palabra guerra, con atenerse a términos militares, para que los muertos no hayan sido asesinados, los trenes hechos explotar correspondan a logística y represalias y el ametrallamiento de seres indefensos y la masacre por bombas en supermercados al paisaje después de la batalla. Esta guerra de un solo bando armado, en un país democrático en el que cualquier grupo podía formar su partido y presentarse en las urnas, ha sido la tónica en España durante décadas, y ha impuesto en buena parte de la opinión extranjera y en no poco de la autóctona su falsa lógica bélica. El terrorismo es en estos casos el máximo exponente del bloque parásito. Reúne sus rasgos pero va más allá: Vive sustancialmente del mito, la muerte y el miedo que crea y actúa, de manera no explícita pero sí necesaria y fáctica, como agente colateral de las tribus que simplemente aspiran a sorber la mayor materia posible de cuanto y cuantos les rodean sin los riesgos e incomodidades del asesinato. La gratificación que ETA y afines más o menos platónicos obtienen es menos material pero más excitante y poderosa que el dinero. Sin relevancia personal alguna, el terrorista se siente elevado, entre el clan, al más alto rango, vive la ebriedad de la Causa, se erige ante sí y ante la opinión como el que ha elegido caminar por las cimas más allá del Bien y del Mal. Tiene el poder, y la libertad, de matar. En un plano más cerca de tierra, menos absoluto, la peculiaridad, el rasgo diferencial con su habitual corolario de subvencionado, especialmente favorecido, situado respecto al resto en la aristocracia, es el reducto de la irracionalidad más prolija y repetidamente razonada, al mejor estilo nazi por cierto, pues durante el III Reich, a la par que la tradicional eficiencia y lógica alemanas, se dio un sorprendente fervor por esoterismos, neopaganismos, mitologías y todo tipo de ensoñaciones que se iban convirtiendo prestamente en grandes monstruos. Probablemente quien mejor lo ha escenificado es, en España, Albert Boadella, dramaturgo y cómico genial durante su monólogo, solo en escena y todas las luces apagadas. Inspirado por la situación en su Cataluña natal, anunciaba su singularidad, repetía Yo soy singular y ustedes no y terminaba conminando al auditorio a acatar la consecuencia lógica: Paguen ustedes, paguen. Y es que el “Pagad, pagad, malditos” es el motto del club de la queja. La singularidad reivindicada nunca es la de los individuos, libres e iguales en derechos, sino exactamente su opuesto, el orwelliano de unos muchísimo más iguales que otros entre sí mismos, en el coto favorecido.
Hay una clase de nuevos ricos, de élite postmoderna, que nace muy concretamente en la Europa y países similares ultramarinos del pasado siglo y que pretende a continuación vivir de la mala conciencia de las sociedades del, aunque maltrecho, estado de bienestar y de la publicidad que les procuran los medios de comunicación, que otorgan una dimensión desmesurada a su importancia real. Las nuevas élites revolucionarias coinciden, y muy probablemente no por casualidad, con los años setenta, como una réplica del movimiento sísmico, que se saldó con millones de muertos, de la Revolución Cultural maoísta. La época fue viendo nacer y extenderse diversas guerrillas, deificadas y pasablemente asesinas, en Italia, Alemania, Perú, Argentina, España, unificadas por la franquicia ideológica de la creencia en el estado de guerra permanente contra el sistema opresor, la cual permite a cualquiera cualquier crimen contra la existencia y propiedad ajenas con buena conciencia y generosa prima de publicidad. De este maná social han bebido hasta la fecha aquéllos que, por sus propios merecimientos, carecerían de peso profesional y vital alguno.
En el proceso de creación de una especie de antimateria verbal, nacionalismo y utopía son ingredientes imprescindibles, dobletes de cuanto los términos originales abrigaron y abrigan de contenido positivo, abierto, noble. Han pasado a ser refugio de los canallas, motores de exclusión y de agresión, membrete de lucrativos negocios, apropiaciones y desfalcos, atractivo cartel de propaganda. Y sus principales víctimas son los referentes genuinos, el cálido afecto hacia el suelo propio que, cuando es de buena ley, desborda hacia el interés y aprecio por los ajenos, el nervio solidario y desinteresado de indignación ante la maldad y la injusticia, la búsqueda del ideal, el recuerdo de que los avances se han ido produciendo a partir del luminoso círculo de las buenas ideas. De cuyo brillo se apropiaron los clanes parásitos para construir el empedrado de su infierno.
El armazón que sostiene la defensa de la aristocracia diferencial tiene una gran ventaja: encierra en su misma esencia su antídoto porque está hilado con pura fantasmagoría que no resiste la primera embestida neuronal, la confrontación más leve con la realidad.
Rescate
El edificio dual tiene como preludio la Revolución Francesa, pero empieza probablemente con la difusión de los conceptos de Lucha de Clases y Sentido de la Historia. Entrados en esta dinámica, aparentemente dialéctica pero en realidad bipolar, los ideales de igualdad ciudadana se difuminan; persona, análisis concretos, civilización como resultado acumulativo de logros que generan un mejor vivir pasan a muy segundo plano, son cubiertos por el manto homogéneo de la necesaria pertenencia a uno de dos bloques antagónicos. Ambos son simples entes de razón, construcciones mentales, no realidades indiscutibles. Las” Clases” carecen de existencia excepto como término concreto aplicado a sectores en un marco y momento definidos. No hay “Historia” con un proyecto, movimiento y leyes propias en el que estarían fatalmente insertos todos los individuos como las gotas en un torrente. Sin embargo la trama verbal dual ha descendido como una red sobre lengua y cultura, encerrado en sus mallas comunicación y pensamiento. Y de ello vive quien no podría vivir, ni prosperar, de otra cosa, a partir de un fenómeno nuevo: La construcción de los Estados de Bienestar, en sí un enorme logro pero que ha producido la ruinosa y peligrosa excrecencia de las utopías subvencionadas, grupos que se vuelven pronto de presión, adquieren gran fuerza como palanca electoral y exigen del Estado vivir en un régimen de manutención completa porque representan ideales por los que sus miembros nada arriesgan. Y ello en una época en la que se vive pendiente de aparatos que, de apagarse súbitamente, sumirían en la mayor indefensión y desconcierto a aquéllos mismos que reivindican la vuelta a las condiciones naturales que procuraban a nuestros antepasados una esperanza de vida de treinta años y un cuerpo en el que cualquier deterioro físico era irreversible. El petróleo de esta maquinaria de poder tribal es la canalización y explotación de la envidia, la más antigua, y estéril, de las pasiones criminales. Con ese estiércol se abonan, con una mano, vastos campos de victimismo mientras que se extiende la otra para recibir del Estado los fondos necesarios para continuar la tarea y ser elegido como gestor del acceso al indiscriminado reparto y al Reino de la Completa Gratuidad.
Los siglos XX y XXI, inundados de mensajes, técnica y millones de millones de población, están muy lejos de un uso primero de las dualidades, que, fuera del mundo de la acción, probablemente obedeció en su raíz a la necesidad de entender el universo, de dar un sentido a lo que en sí no tiene sino el que se quiere creer o se le presta. El final de la idea del sentido de la Historia, de la eterna Lucha de Clases, ha sido reciclado, con mayor o menor fortuna, según países y conveniencias. Hay casos en que, lejos de vitalizar el sentimiento e ideal de Civilización como memoria acumulativa de progresos de la especie humana, de alejamiento de la irracionalidad y aprecio de la cultura, el oportunismo ha ganado, momentáneamente, la partida y ha seguido imponiendo, incluso con mayor empeño, dualidades ficticias de Mal y Bien como únicas formas de interpretar la realidad. Izquierdas y Derechas es probablemente el caso más representativo en la edad contemporánea. Y España un ejemplo de manual. Pero sólo aún, apenas, todavía. El desprecio terapéutico de las tripulaciones de ratas del barco político ha comenzado a actuar. Hay una Resistencia simplemente armada de desdén y lejanía. Las dualidades preceptivas, y su manejo, están desapareciendo, se dispersan, con las invocaciones e intereses de sus fieles, en el nuevo aire exterior, perecen de pura vejez y están destinadas, como los viejos dioses, a difuminarse en el olvido, la anonimia y la indiferencia.
Y aquí se alza la gran cuestión: ¿Pueden defenderse causas nobles, luchar por la igualdad de derechos y contra la injusticia, proteger a los más débiles, salvar el muy necesario servicio público –y en él se incluyen sanidad y educación- y desfacer entuertos sin los viejos andadores duales? El comodín bipolar ofrecía el confort de la ropa muy usada, los zapatos amoldados al pie, la etiqueta fija, el precocinado listo en minutos. ¿Puede, sin estos maîtres à penser, sin estos dueños de la batuta de la orquesta social, haber oposición, movimientos de protesta, denuncias, sindicatos, alternativas, cambios? Sí, porque los ha habido y siguen siendo necesarios. Hubo individuos de valor y con decencia, que obraron con mayor o menor fortuna, cometieron errores pero invirtieron esfuerzo, corrieron riesgos y quemaron tiempo en la empresa. Su enemigo es justamente quienes usurparon sus nombres en beneficio propio, hicieron de la contestación y reivindicación un empleo fijo y se empeñan en mantener, con amenazas, la cárcel de los dos tipos de etiquetados.
La receta para la liberación y contra la impostura es de preparación fácil, Basta con añadir al instantáneo rechazo de quien se justifica (o descalifica al contrario) con los anatemas-icono antes citados un rechazo no menos automático de cuanto se ofrece sin precio y de aquéllos que prometen gratuidades inmerecidas, véanse diplomas, cargos, bienes, servicios y la seguridad, alojamiento y manutención garantizadas, de la cuna a la lápida, por el simple hecho de existir. Es importante tener en cuenta, en la preparación de la receta, la expulsión vomitiva y vomitable de todo tipo de transposición de la responsabilidad individual a aglomeraciones de sujetos gregarios. Tras esta saludable tarea de filtrado quedarán personas y hechos desprovistos de cortezas y ataduras y capaces de planear y construir parcelas de futuro.
No tardarán en encontrar, tras el vértigo del aparente vacío inicial, el aliciente inconfundible de la libertad y de esa superación de las ficciones que es el mundo real, cada vez más conectado, más cercano y, al tiempo, más asombroso en la variedad de sus formas, un mundo, un universo ciertamente crueles, pero cuya belleza supera toda ponderación.
Tiempo de Ideas
Es tiempo de ideas versus tiempo de tribus. La red ratonil es aún voraz pero también caduca. Antes de la plaga de las clientelas de la utopía, las utopías existieron. Como indicara Leonardo, cuanto se distingue y no pertenece a la Naturaleza ha sido primero una idea en una mente, para ir materializándose luego en lo que forma, con sus luces y sus sombras, cultura y civilización. Todo fue creación en alguien, en algún momento, proyección de voluntad y deseo, antes de germinar, prosperar e ir cambiando lo que conforma el medio vital y teje ciencia, técnica, arte, filosofía e historia. El Renacimiento, el Humanismo, la Ilustración, los Estados de Derecho, los valores universales y los derechos humanos han impulsado cada vez, con millares de palabras, intentos, instituciones, leyes y empresas henchidas de ilusión sociedades mejores cuyos logros sobrenadan a los naufragios, las aberraciones y los monstruos creados en el camino. La conciencia de esa universalidad de valores cara al Siglo de las Luces es extraordinariamente importante, pero de nada sirve sin su verbalización, sin que se encapsule en las palabras adecuadas y sea expresada por cualquiera en cualquier ocasión que lo requiera, aunque no existan medios materiales de cambiar las situaciones y se transija, acuerde y pacte según el peso económico y diplomático. Esto no impide que se eluda la denuncia y la defensa de lo que debe ser defendido. Muy por encima de un supuesto respeto a la pluralidad de religiones y costumbres que no es sino oportunismo, ignorancia y tibieza se alza la universalidad de los derechos, la responsabilidad en los actos, la insobornable realidad. Cada expresión, pública y privada, de desacuerdo, cada análisis y juicio claro desprovisto de consignas son un medio de socavar situaciones que, lejos de ser eternas e inalterables, son vulnerables en extremo a la imagen externa, el común sentido y la fluidez global de datos. El dos y dos son cuatro y no cinco de Orwell sigue teniendo toda su vigencia.
La idea de espacios de igualdad de Derecho fue invadida por la ola parásita de clientelas a cargo del contribuyente, las cuales, mientras se nutrían del huésped, seguían el mandato de multiplicaos y poblad la tierra mientras en ella quede algo que roer. Sin embargo se está invirtiendo el desdichado proceso que, en dinámica inversa a la de Las Luces, ha llevado de la persona a la tribu. Y es tiempo de recobrar el camino anterior y opuesto, el de la tribu a la persona, ese indispensable espacio de la nación como sede de ciudadanos y de ciudadanía, de gentes libres e iguales con derechos en nada condicionados a rasgos localistas, lingüísticos, raciales o históricos, un perímetro de seguridad legal desinfectado de superioridades míticas, amante de lo propio y precisamente por ello abierto a la apreciación de lo ajeno, día a día más propio también en una sucesión de círculos perceptivos que cada vez se extienden a mayores distancias.
Una vez desinfectado el panorama del chantaje Izquierdas/Derechas quedan otras dualidades, no por subrepticias y en apariencia inocuas menos peligrosas. Son las hermanas menores, las damas de honor del grande y engañoso atajo hacia supuestas verdades superiores y globales que liberan de la enfadosa tarea de pensar, de asumir las propias responsabilidades y de reconocer que el mundo ni es justo ni gratuito ni fuente de felicidad por decreto ley y que cada día representa un esfuerzo de lucidez y de solidaridad procurar que, en parte, lo sea. El Gran Enemigo puede adoptar tantos nombres como la legión satánica, véase Sistema, Estado, Capital, Conjura de Poderosos u Organizaciones Mundiales. El sujeto puede variar pero la dinámica es siempre la misma: Situar a un lado al diabólico dueño del poder y al otro al pueblo caracterizado por su inocencia y por el daño que el reino infernal le ocasiona. Poco importa, sorprendentemente, que se viva, con todas sus imperfecciones y fallos, en Estados de Derecho y sistemas democráticos con políticos y partidos electos. Entre otras dualidades que el Gran Enemigo cobija bajo sus alas se encuentra el mito del buen vasallo, tópico literario castellano en tiempos con base real apoyada en la noble figura del Mío Çid, pero luego amplia, oportunista y anacrónicamente asumido. Ocurre que los vasallos ni son desde hace largo tiempo vasallos ni son homogéneos ni son buenos por definición. Como todos los colectivos, éste también es una trampa, semejante al empleo del “Todos somos….Todos hacemos…Todos queremos….” cuando se hace participar a otro de rasgos y comportamientos que no tiene. Lo que se reprocha al sistema educativo, a los nacionalismos tribales, al sindicalismo de nómina estatal es lo que se ha apoyado, subvencionado, contemplado con indiferencia, admitido con la vaga permisividad de la cobardía y el pensamiento mínimo. Cuanto ocurre no es ineluctable resultado de alguna catástrofe meteorológica; llega arropado por el lenguaje impropio y tibio, por la dejación en el cumplimiento de las leyes, por el cansino asentimiento con tal de garantizarse la aceptación social y recibir los restos de la tarta dejados en el mantel.
Tiempo de precios
Por supuesto que las utopías valen la pena, pero no las pagadas con la piel de otros. Las actuales piden implicación personal mucho más que llanto y mito y su ejercicio incluye un incómodo peaje en el recorte de parcelas de comodidad y no poca modestia en la aceptación de las mejoras obra de otros, sean quienes fueren, y la constatación de que lo mejor es enemigo de lo bueno. La costumbre de pagar, o al menos reconocer, el precio de cuanto bien se desea o se disfruta está tan oculta por ofertas electoreras de felicidad todo a cien, por el interesado dogma de la gratuidad extendido por las clientelas utópicas y por la doctrina, incrustada en la opinión, de la eterna deuda injusta que el rescate del principio de realidad no es tarea fácil. Se ha extendido el consumo de una peligrosa droga: La irresponsabilidad personal a todos los niveles, desde el niño-rey al criminal siempre producto de frustraciones sociales pasando por los visires autonómicos con exigencias de califa. En planos más globales, de repente Europa se encuentra conque el amigo americano no va a pagar más sus facturas sino que se vuelca hacia la activa y emprendedora cuenca del Pacífico. Gran desconcierto y apresurado reciclaje de las pancartas Americans, go home en Americans, come home, please.
Hay una búsqueda desesperada de enemigos. La retirada de escena del Poderoso Número Uno deja un vacío vertiginoso en la iglesia política mental de buena parte de Occidente. Los que carecían de poder, de influencia, de éxito tenían hasta ahora, por contraste, el certificado de garantía de su inocencia y su bondad. Esto ya no es válido. Hay pendiente una enorme tarea de desescombro, de disociación de los términos social y público del de parásito y explotador de la sufrida y pagana clase media. Cumple aprender a pensar y a orientarse en un terreno desconocido carente de señalización ideológica y de consignas. En la Antigüedad y en la Edad Media, incluso en el Antiguo Régimen, todo era más fácil, la dependencia, saqueos, recompensas, castigos y servidumbres se enmarcaban en el nítido reino de la fuerza, del jefe, responsable del bien y del mal, de vidas y haciendas. No cabían asociaciones reivindicativas del mérito de la diferencia, ni del especial orgullo de los arqueros zurdos, tampoco los domadores de pulgas podían reclamar compensaciones a su secular postergación social respecto a los cetreros, ni menudeaban las comisiones para la sustitución del Latín por el caló como lengua de la diplomacia sin fronteras. Pero llega la democracia a enturbiarlo todo, a distribuir a cada ciudadano un fardo de albedrío e implicación en normas, leyes y tipo de gobierno del que éste procura desembarazarse por diversos medios, de los que el más común es buscar al grande, ancestral, a ser posible lejano, colectivo e incluso abstracto enemigo.
El colectivo suplente está en las redes, en su oferta ilimitada de solidaridad y compañía, con el mínimo esfuerzo que permite decantarse con suma facilidad por lo más vil, lo menos exigente desde el punto de vista ético e intelectual, por el placebo de acción directa que no en vano se ha hecho indispensable para los adeptos al terrorismo. En el mundo real y de las buenas intenciones
Transición final de trayecto
Adiós, Transición, adiós. Fue hermoso mientras duró quizás por el empeño en creer que lo era. Es posible que a la inocencia y afán de ese empeño se debe el paso franco ofrecido pronto a la vileza. Tuvo el atractivo de la juventud, del principio de algo que es un simple umbral, una promesa no avalada por los actos, asentada en la negación infantil de lo existente, en los ritos de afirmación de guerrilla urbana, de valientes desafíos que no habían existido. Y en España su parte más noble de solidaridad e ilusiones fue rápidamente secuestrada por los que pretendían, y lograron, hacer de ella su durable y provechosa parcela. Enseguida todo lo fue cubriendo, como el merengue en una tarta, el radical y vertiginoso cambio técnico de las últimas décadas del siglo pasado, el buen vivir, semejante a los felices veinte, la prosperidad que se creía lineal y segura y, pronto, la mutación de la Era de las Comunicaciones, el aparente poder del saber instantáneo y las grietas, inesperadas, sorprendentes y sin embargo previsibles en algo en lo que se vivía con blandura y con la seguridad de lo permanentemente adquirido, y que, por lo tanto, se denigraba y que se llamaba civilización.
Las utopías piden un rescate, son, finalmente, un mosaico de ideales, de pequeñas empresas, de intentos tan ajenos a la conveniencia personal como el estudio de las galaxias del universo. En la Tierra y en lo que a sus habitantes humanos concierne, no se trata de su final, sino del final de las utopías gratis total y de las exhibidas como requisito para ponerse en nómina. Retos y disyuntivas son nuevos. No habrá diplomas de pertenencia al club dual adecuado, ni se ofrecerán lotes de placa solar, pancarta antiimperialista y bicicleta de última generación. El panorama es a la vez sencillo y complejo: Transportes y difusión informativa han puesto al alcance de quien lo desee la vivencia de cualquier etapa y cualquier variante de la evolución de la especie. Un anhelo tribal puede realizarse con la simple incorporación a cuantos aún viven de tal manera, pero para ser consecuentes esto incluye, llegado el caso, el recurso al brujo de la tribu en vez de al odontólogo. Por primera vez en el planeta se ofrecen simultáneamente la edad de piedra, los cazadores y recolectores y Silicon Valley. Con un pie en el paro y otro en las visitas virtuales por el cosmos, la orientación ideológica, e incluso física, no son fáciles ante tal oferta. Sobre todo cuando las referencias básicas se han reducido a la conveniencia del rechazo a lo conocido, lo tradicional, lo perteneciente al confuso y denigrado vocablo Civilización.
El panorama se clarifica no poco cuando se pasa por el cedazo del interés y se ve en qué quedan proclamas, manifestaciones y gestos cuando desaparece el beneficio al que venían siendo asociados, una rentabilidad no siempre económica y sí un mucho social. Han amarilleado y muestran fecha de caducidad los carnets imaginarios, ya no permiten la entrada a los clubes que solían. Para beneficio de los que, al menos, a partir de ahora crearán sus propias filiaciones teniendo como referencia el principio de realidad. Esa desaparición abre las puertas a una percepción más amplia y a unos actos sopesados según el riesgo, energía y tesón invertidos en ellos.
Un mundo de transiciones
España no es ciertamente la única embarcada en cambios perceptibles de etapa, ni tiene el copy right del producto Transición. Aquello a lo que ella se enfrenta con la sensación inconfundible de paso a otra época sucede también en diversas medidas en el área occidental a la que pertenece, mientras que en el resto del mundo cada cual intenta resolver a su vez contradicciones que recuerdan a los dolores de crecimiento de los adolescentes. Tal vez se trata del fin de la infancia del que hablaba Arthur C. Clarke, del paso de la omnipotencia infantil al sano, y a la larga mucho más gratificante, principio de realidad. La imparable globalidad actual, tejida en buena parte por la espesa red de comunicaciones, podría equivaler a una primera etapa de esa mente común en la que en el relato de Clarke se resuelven las individualidades de los seres del planeta Tierra bajo la supervisión del enviado por una superior especie galáctica. En la práctica del aquí y ahora, es dudoso que los humanos quieran desterrar la personalidad distinta de sus vidas, aunque el precio de ella, y de la libertad, sean la tristeza, el error, la angustia y el fracaso. Final y fatalmente siempre se alza en el horizonte el Árbol de la Ciencia, el alto peaje que pagar por el conocimiento y el ansia de alcanzarlo, y la agudeza de las pasiones que, como las sensaciones directas, no admiten simulacros.
A España se le ha acabado el tiempo de descuento, ha agotado la tregua entre una tiranía que le permitía ser irresponsable y la utilización del edificio propiedad de la cooperativa. Se enfrenta a sus propias cosechas, que incluyen la peligrosa mezcla de amplísima clase parásita, cesiones al terrorismo y nihilismo de vanguardia; tres elementos presentes en otros países pero no en semejante proporción ni protegidos por los mismos blindajes. En vez servir de parque temático de un romanticismo trasnochado y de un revolucionarismo light mediterráneo puede valer para naciones más consolidadas de cierto ejemplo negativo por lo que a ella tienen éstas de afín en lo que respecta a utopías de nómina y sectores improductivos cuyo mantenimiento, a cargo estatal, sirve de coartada para las fechorías financieras, siempre impunes. La cantidad en los ingredientes alcanza en España calidad significativa. Su red de intereses y sus financiaciones inútiles (excepto para sus beneficiarios) carece en Europa de parangón, como tampoco existe allende fronteras chantaje comparable al que aquende ha permitido el expolio. El sometimiento al terrorismo tras la matanza del 11 M y la colocación de miembros de ETA en puestos públicos ocupa un nada honroso solitario puesto. Es, además. España imbatible en el odio y denigración de sus símbolos, véase himno y bandera, de sus rasgos identitarios, como la propia historia, lengua y territorio, y del nombre mismo que la designa. Siempre parece tener una ansiosa lista de espera de enemigos autóctonos esperando repartirse su desguace, pero éstos, a diferencia de las guerras balkánicas, se guardan muy bien de arriesgar patrimonio o empleo.
En el resto de Europa un amplio sector significativamente presente lleva largo tiempo embarcado en una cuidadosa demolición de lo que civilización occidental representa. Entre otras razones porque el producto tiene las ventajas de la comida rápida y es rentable: A más comunicación instantánea menos reflexión y más autosatisfacción, por ahorro neuronal y por sensación de pertenencia a un grupo. Esa caricatura de la democracia que es la mezcla de populismo victimista, miedo y asambleísmo de luces cortas vende. El terrorista cuenta con una generosa cuota de comprensión, relativismo y todo tipo de argumentos que impidan al público la acción defensiva y ofensiva, la toma de posición y el riesgo. El interés por países lejanos y la afectuosa atención, con ejemplar solicitud y modestia, hacia sus culturas se utilizan como arma y argumento contra la propia. La bien pagada burocracia de organizaciones internacionales colabora activamente en esta dinámica de todos sois formidables con el reparto de títulos de herencia cultural, y lo hace con tal largueza que no sería extraño que se nombrara a la tradición de los cazadores de cabezas Patrimonio de la Humanidad.
Hay una curiosa virulencia indiscriminada en el movimiento que se proclama pacifista, parecida a la infinita sed antisistema de negación de cuanto existe precisamente porque tiene calidad, valor, peso. Se cultiva una añoranza de tierra quemada y punto cero porque los habitantes de ese páramo carecerían de puntos comparativos y disfrutarían de la sensación de que nadie poseerá lo que ellos no han logrado. La nueva Edad Dorada mítica habría sido la del igualitarismo perfecto y sus antagonistas, en bloque, son desde Aquiles hasta el último de los héroes de la Aliada, Tersites –que al fin y al cabo tenía sus aspiraciones- incluido. La diferencia con el Hombre Nuevo o el Buen Salvaje rousseauniano es que ahora se trata de nihilistas bien instalados en la sociedad cotidiana, de la que extraen un estatus ventajoso y por la que se hacen pagar, y con frecuencia admirar. Como sin dualidad aparente no hay acción ni movilización, el cansino maniqueísmo tradicional se ve reemplazado por un inmenso Club de Víctimas, que sería el Pueblo (en absoluto el individuo ni el ciudadano de un Estado parlamentario de Derecho) enfrentado a los Poderosos, la Conjura y el indispensable Mal. El catecismo siglo XXI podría definirse como un Adanismo singularmente peligroso que reivindica para sí toda la legitimidad del fin que justifica los medios frente a un estado de cosas maligno, injusto y coercitivo. Se trata del adanismo de las clientelas parásitas del sistema cuya destrucción propugnan, dispuestas a trocear y repartirse como botín legítimo sencillamente cuanto existe mediante el monopolio de las utopías y la propaganda potenciada como nunca anteriormente por los medios de comunicación.
Como los dioses castigan a los hombres concediéndoles sus deseos, resulta que el Enemigo habitual, los malos de nómina, siguen el consejo de tantos graffiti Americans go home y se van a su casa. Estados Unidos, y Canadá, tienen las grandes reservas y la técnica para extraer de nuevas fuentes cuanto combustible necesitan, dan la espalda al viejo, conflictivo, siempre pedigüeño continente y estrechan lazos con las enérgicas y laboriosas naciones del Pacífico, en las que, por haber vivido la experiencia, tienen poco predicamento las veleidades utópicas gratis total. El pistoletazo de salida lo dio el Presidente Obama, a poco de ser nombrado, en su discurso en El Cairo, ignorando a la población con aspiraciones a un estado moderno laico egipcio y adulando a los islámicos. No está siendo una digna retirada, y es probable que tampoco el abandono de Europa, en ambos sentidos, sea una medida inteligente que impulse la afirmación de naciones más libres y prósperas en un mundo mejor, pero al menos hará patente e insoslayable la conciencia del precio de cuanto se posee y la necesidad de esforzarse y de pagar por vivir cómo se vive, con la grave consecuencia de dejar en el paro a las capas parásitas de las utopías vicarias.
Mientras tal cosa ocurre, proliferan los temas de sujeto neutro, indefinido, de irresponsabilidad difusa, que generan redes de intereses y permiten crear fuentes de beneficios sin méritos probados y sin pérdidas patrimoniales. Dado que el futuro, como el papel, lo aguanta todo, los sujetos individuales, responsables por lo tanto de sus actos, han desaparecido de escena. Los aquiles han menguado de talla a velocidad pasmosa y no aspiran a mayor gloria que al puñado de minutos televisivos. Ya no hay héroes, ni aspirantes a serlo, que para bien o para mal al menos se arriesguen en empresas y deban rendir cuentas en el presente confrontados al principio de realidad. Se ha creado un mundo de abstracciones sin culpables, un horizonte planetario anónimo que se constituye en nueva religión, la más reciente de las temibles religiones laicas, con sus dogmas, ritos y, sobre todo, oneroso clero. Los dioses antiguos están sin duda encantados ante la segunda oportunidad que, tras milenios de olvido, se les ofrece. Gea, Urano, Odín, Cibeles, Cernunnos, Isis, Zeus, Ra, la Pachamama y demás personificaciones de elementos naturales y leyes físicas disfrutan de la nueva juventud que les brindan los adoradores de la Madre Tierra, los cruzados de la salvación del Planeta, los convencidos del solícito amor con el que la Naturaleza los distingue, sin reparar en que la amorosa madre se rige por la selección natural y la supervivencia de la especie, no la del individuo y menos aún la del débil, el de avanzada edad (más de 35 años) o el enfermo. Toda irracionalidad y todo dispendio y abuso tienen barra libre en el culto futurible al uso, en nombre de dogmas tan indiscutibles como de imposible comprobación. Brilla de nuevo, en el horizonte de los partidarios del mínimo esfuerzo mental el sol de la autocensura. Imposible rebatir y ni siquiera cuestionar las predicciones, catastrofistas todas, de diversas y merecidas desdichas de las que será víctima la especie humana, culpable por el hecho de existir y, mientras alienta, en estado de pecado original e imperativa necesidad de arrepentimiento público, disculpa y expiación. Cuando el comisariado bienpensante veía con inquietud disminuir el terreno propicio para sus fieles, peligrar los chantajes duales y con ello los diezmos y primicias de su clero gloriosamente laico, aparece la gran empresa de la salvación planetaria, con filones inextinguibles de víctimas que reivindicar desde la aurora de los tiempos. Todo un respiro.
Y sin embargo la cartografía de la indefensión y de las transiciones es precisamente la que permite avanzar hacia muy diferentes panoramas, la que, por contraste con el Lado Oscuro, delimita el perfil de territorios de claridad y, una vez abandonadas las cadenas duales, se abre a opciones, hechos, individuos. Queda atrás, como un traje viejo, la cárcel lingüística, el lenguaje interesada o estúpidamente pervertido. Cada día es distinto, y la tarea, al principio trabajosa y desacostumbrada de juzgar por los hechos y actuar según el juicio propio, adquiere el atractivo de quien explora países a la vez familiares y desconocidos. Una limpieza a fondo de populismo permite descubrir las posibilidades personales, el rescate de la herencia cultural y el esfuerzo del saber aporta la inconfundible sensación de alimento no perecedero, el denigrado cariño por la tierra propia pasa a ser puerta hacia la percepción y aprecio de las ajenas, que crecen a su vez y toman altura cuando, necesariamente, hay que rendirse a la belleza que acompaña a la crueldad del mundo. Y se vuelve a la vieja pregunta fundamental ¿Vale más vivir que morir? ¿Vale más el ser que la nada? cuya respuesta es siempre solitaria.
Tras las opciones hay puertas, con frecuencia muy materiales. La del abandono, que probablemente no será largo ni será tal, de un Washington volcado hacia el oeste podría atraer la atención del Viejo Mundo hacia una zona de posibilidades: la Eurasia más allá del mar Caspio. La nueva Ruta de la Seda revive su vocación comercial, se sabe crucial por el uranio, el oro y muy especialmente por las arterias de gas y de petróleo con proyectos cada vez de mayor importancia. Europa tiene ahí su Pacífico, su oportunidad y su salida, en países como Uzbekistán, con una gran ambición de modernidad, con vitalidad y dinamismo. Estos territorios situados en el centro del círculo antigua Unión Soviética-China y al sur de fundamentalismos islámicos de confesiones diversas, no desean integrarse en las áreas de sus vecinos, pese a los requiebros de Arabia Saudí y el peso de la China y la Rusia inmensas.[6] Su historia, enterrada en la arena, habla de épocas más amplias, de un fluir paralizado y anegado en sangre, como en Merv (Mary), en 1221, por Tolui, el hijo de Gengis Khan, que la arrasó y exterminó con un saldo quizás de un millón de muertos y puso fin a la mítica Ruta. El pasillo de Asia central se reabre, los uzbecos miran hacia Occidente, en Tashkent se perciben la energía y el cambio. Una calle en Samarcanda recuerda a Ruy González de Clavijo, enviado por Enrique III de Castilla en 1404 como embajador en la corte del emperador mongol Tamerlán, que es Timur Lang, es decir, Timur el Cojo. El oasis de Fergana, en las puertas de China, es una moderna ciudad de tipo soviético y buen nivel. Las dictaduras de Turkmenistán puede que sigan el ejemplo –es decir, que desaparezcan- de uno de sus jefes supremos, amante de las estatuas de oro que se hacía erigir en la capital, Ashgabad, y que los congresos que le deseaban miles de años de Presidencia no impidieron que falleciera súbitamente de un infarto. Es muy probable que, esquivando el poco atractivo ejemplo iraní –por no hablar del de Afganistán y Pakistán-, estos países busquen alianzas semejantes a las aspiraciones de Turquía al ingreso en la Comunidad de países mediterráneos.
La Europa de Europa hoy por hoy es Eurasia, sus perspectivas de alianzas, comercio y progreso se encuentran también en Extremo Oriente, en sociedades vacunadas contra el comunismo por vecindades y por experiencias terribles, que han sabido alzarse hasta la modernidad en pocas décadas, en las que la sociedad civil hierve de iniciativas y deseos de instruirse y ha rechazado sabiamente el victimismo y el complejo respecto a Estados Unidos. Vietnam, Singapur, Malasia en buena medida, lo que podrá ser en breve Myanmar, la Birmania de otrora, Japón cada vez más alejado de un culto de tipo fascista al honor que parecía genético, Corea del Sur, Taiwán limpia como los chorros del oro, amable, vital, educada, sonriente y segura, y los que se van sumando configuran el amigo asiático por méritos propios. Los temidos amarillos no son un peligro sino una esperanza y una ventana al futuro para la Europa desorientada, regresiva, aldeana, temerosa. Los países musulmanes, encerrados en el problema del único juguete de una cultura y religión fallidas por la impotencia para separarse del Estado, lo resolverán o no, pero Europa tiene que dar el sorpasso, sobre ellos y comunicarse y establecer lazos con los que, en un mundo en todos los lugares asequible por los transportes, han optado por vivir vidas civilizadas, dichosas, prósperas. Sociedades punteras en informática pero sabiamente tradicionales en los usos que valía la pena preservar, donde hombres y mujeres salen, entran, van juntos, en las que los templos están abiertos a cualquiera y las aulas no dan abasto con el afán de aprender, poblaciones con arte y técnica, parejas enlazadas, niños, tradiciones amorosamente conservadas, con su color, bullicio y al tiempo su tolerancia y paz, para disfrute de propios y extraños.
Esos millones en los que Occidente ve temible masa por la simple razón del número no son hormigas homogéneas e implacables en la sumisa dedicación al trabajo. Son gentes, como los del otro lado de Eurasia, de una de gambas pero pagándosela ellos, de mercadillos con rica comida fresca, de competiciones de fuegos artificiales, bailes y música, de ir de tiendas, de pedir favores en los templos a sus santos patronos, vestirse a la última y aprovechar hasta el último minuto de sus ocios. Ellos han tenido de todo en cuestión de vicisitudes en los siglos XX y XXI, saben de la virtud de la modestia, la observación, la tenacidad, y se desviven por alcanzar altos niveles educativos, sufrieron agresiones, manifestaciones y muertos, conocen los precios de la libertad, del respeto y la fragilidad de los sistemas de Derecho y la democracia, sus vecinos próximos son dictaduras tan enemigas de los individuos y de la vida buena en Asia como en Europa o América. Tienen, por lo tanto, mucho que ofrecer, observar, compartir, intercambiar y disfrutar en el mejor sentido de las globalizaciones.
La mercancía que Europa tiene para ofrecer, su oro, su uranio, su petróleo y su seda es su modo de vida, algo que parece banal, imperceptible por lo cotidiano, pero muy real, hasta el punto de que permea el planeta y se ha extendido por una aceptación que no es la del caballo ni la espada, amalgamándose cada vez con formas lejanas y diversas pero en todas reconocible, en especial cuando falta. Y responde al simple deseo de libertad, de saber, de pensar y de disfrutar de la existencia.
[1] La realidad hispánica no decepciona: acaba de ofrecer, en marzo de 2016, un remedo de semáforo maoísta versión de género, con muñequitos con femenina falda.
[2] Véase La Secta Pedagógica, de Mercedes Ruiz Paz. UNISÓN EDICIONES.
[3] Véase Hannah Arendt: Los Orígenes del Totalitarismo.
[4] Estas líneas fueron escritas algunos meses antes de que se desprendiera, arrugara y quedara desatendido e ignorado como un papel viejo el panel dedicado a los mensajes sobre las víctimas. No hace falta mucha agudeza para prever que la posible reparación se aprovechará para diluir el 11 M en sí en condenas al terrorismo en general.
[5] Ali Ahmad Said Esber, “Adonis” ha publicado en España (Ed. Ariel) Violencia e Islam, serie de entrevistas con la profesora y psicoanalista Huria Abdeluahad.
[6] Nombres Árabes. Mercedes ROSÚA. Editorial Alegoría. Sevilla 2012.
Rosúa, M. (2006). Las Clientelas de la Utopía. Madrid: Grupo Unisón ediciones, 220 pp. ISBN: 84-932459-7-6.
De la sustancia de la utopía se han forjado las pesadillas, los sueños y quizás gran parte de aquello por lo que el mundo es mejor y la vida vale la pena. Pero el afelpado reducto de las sociedades protegidas, el maleable tejido de comunicaciones, presiones, adhesiones virtuales y sustitución del contenido por el volumen y difusión de las palabras han creado una clase nueva para la que la utopía es su vehículo, la lona que recubre sólidos edificios de intereses, la contraseña que permite el acceso a zonas deseables y bienes restringidos y que incluso procura el lujo de la superioridad de valores. Ninguno de estos rasgos es original pero su conjunto ha generado algo, por sus dimensiones, nuevo, que se extiende por el siglo XX y el XXI y tiene como base el terreno propicio de las democracias, las libertades y los más o menos prósperos estados de bienestar: Se trata de los inversores de la Utopía, entendida ésta como lejana profesión de fe ausente de precios y de riesgos, icono rentable y hábil mecanismo que garantiza tanto la ceguera selectiva como la legitimación del secuestro verbal y cultural que vienen caracterizando la época.
Sobre el fenómeno, específico de nuestra época (siglos XX y XXI), de las utopíassubvencionadas. Consideraciones sobre las utopías en general. Relación con la sociedad debienestar garantizado y gratuidad. Clases parásitas. Papel de la comunicación y del dominio y manipulación del lenguaje. Cegueras selectivas, fabricación de iconos y simulacros dedemocracia, libertades y cultura. La Educación-consigna: erradicación de conocimientos, enseñanza y patrimonio cultural, anulación de libertad y del individuo. De la persona a la tribu. Horizonte.
ÍNDICE
Horizonte
Introducción. Textos escogidos
Días de clientelas
… la tesela educativa pertenece a mosaicos más amplios, a la época postotalitaria en sí, a los diezmos pagados por amedrentados dirigentes a cambio de espacio para sus proyectos prioritarios, al desconcierto temeroso con que se observa la mudable bestia de la opinión pública, su transformación imprevisible en violento o sabio centauro. Días de clientelas y de …
Cui prodest?. Textos escogidos
España, Educación
Ha ocurrido en la Educación española de las últimas décadas del siglo XX un curioso fenómeno que, por su entidad, transciende a sector-con ser importante éste-e implicados, que posee rasgos diferenciadores respecto a la crisis educativa en otros países europeos y que, más allá de un capítulo de la historia universal de la infamia, da pie a muy interesantes reflexiones sobre la justificación de los movimientos sociales, no por supuestas metas ideológicas, sino por la clientela y sectores de los que precisan adueñarse. En este sentido, Marx estaría tan acertado como el sacerdote de la película protagonizada por los Beatles que necesita recuperar el anillo porque sin anillo no hay sacrificio y sin sacrificio se queda él en el paro.
La bolsa unificada de personal era, y es, la garantía de arbitrariedad y promociones, de colocación, manipulación, sumisiones y dependencias.
El tercer pilar, sumado a la clientela así creada y al partido que patrimonializaba a ritmo vertiginoso las estructuras del Estado y a sus dos sindicatos, fue las Autonomías,…
* * *
… de ahí el ahínco en hacerse, a imagen y semejanza de la superior clase de los nuevos ricos de la Transición, un hueco al sol que más calienta y al que los accionistas de la izquierda de nómina y del progreso social no van a dejar extinguirse.
Cuando se ha construido una red de intereses tal, de la que comen tantos y a la que tantos consideran ya terreno comunal de disfrute por derecho, la situación es prácticamente irreversible y el mecanismo se lleva por delante a varias generaciones antes de que el principio de realidad, la evidencia del desastre cultural que aflora a la superficie sólo con el curso de los años y la añoranza del razonamiento levanten cabeza.
Los que, por mayor horizonte intelectual, por honestidad, lógica y por rechazo instintivo ante esta larga explosión de irracionalidad oportunista, se han aferrado a la resistencia pasiva y a la disidencia desaparecen para ser sustituidos por una clientela de perfil profesional voluntariamente borroso que, procedente de la docencia generalista y de taller, se siente satisfecha con la promesa, al precio que sea, de indefinido hueco laboral. La terminología obrerista resulta muy útil….
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La infantilización forzosa, la negación de esfuerzo, excelencia y saber pueden con facilidad revestirse, cara a los demás y a sí mismo, de la mímica del misionero social y del estajanovista incansable, de la sutil soberbia de la sufrida y ejemplar humildad en los más bajos menesteres, de la orgullosa modestia de apoyar, sea cual fuere la irracionalidad y perversidad de los hechos, al bloque de los Buenos (izquierda, progresistas, socialistas, democracia, sector público) frente al tradicional bloque de los Malos(derecha, reaccionarios, liberales, oligarquías, sector privado). Es, en procesos como éste, importante que la vileza asumida….
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Los dos sindicatos… se han constituido en clan fáctico extremadamente virulento que vive de los réditos de una supuesta condición, sagrada e indispensable, de agente y mediador. Les es vital el halago de asociaciones no profesionales, que se reducen con frecuencia al manipulable club vecinal o al grupo de estudiantes a los que se sigue prometiendo gratis pan, aprobado y circo y que representan fáciles plataformas de control y propaganda. Precisan adueñarse del espacio mediático, la amenaza, el ruido y la calle, y mantienen así territorio y pretorianos. Es ésta una clase que tiene mucho que defender porque nunca antes, a cambio de la llamada paz social, les había otorgado el Gobierno ventajas materiales semejantes. La idea de volver a sus puestos como soldado raso les resulta impensable, comulgando en ello con la espesa costra de ricos de concesión y corrupción, artistas subvencionados y políticos sin más oficio, porvenir ni beneficio que los otorgados por su partido. La tenacidad y virulencia son estrictamente proporcionales a la certidumbre de que su suerte está ligada a la del ecosistema de mediocridad preceptiva…
¡Bienvenido, Mr. Mao! Textos escogidos
Revolución Cultural Celtibérica
Hacía falta un andamiaje sobre el que ondease al viento el conveniente y gigantesco telón publicitario, unificado e impermeabilizado con el dogma de las bondades del igualitarismo. El proceso…
… autoctonía imaginados por las supuestas nacionalidades históricas de primera división para justificar sus clientelas políticas, ventajas, exenciones, prebendas y fueros respecto al resto de los ciudadanos. Los representantes de un nuevo régimen curiosamente esquizofrénico habían de definirse a contrario, dado que la realidad en la que también ellos estaban gozosamente instalados y de la que sólo abominaban en el discurso -era capitalista, burguesa, de propiedad privada, libre mercado, mundo occidental y democracias parlamentarias. Eso era lo que funcionaba y, sin lugar a dudas, el sistema al que tanto ellos como sus votantes aspiraban en el futuro. Para mantener la ilusión de autoctonía ideológica revolucionaria les era imprescindible un firme control y anclaje en los medios de comunicación, la pasarela cultural y, de forma más durable como vivero y reserva, en la enseñanza.
… el Tiempo y Hombre Nuevos indispensables para el enfrentamiento generacional tan caro a cualquier totalitarismo que se precie y tan emblemático en la estrategia, durante la Revolución Cultural china, de acoso y destrucción de las capas adultas más formadas, maduras y críticas. Esto equivalía a podar la Historia,…..
… es fácil vender el ideal de un hijo eternamente mantenido por esa versión mejorada del Estado de Platón que le hará pasar a la guardería desde la incubadora, le acogerá, llegado el caso, vacaciones y fines de semana, le ofrecerá indefinida matrícula gratuita en estudios sin aprobado ni provecho y le asignará en la edad adulta un salario de paro.
La ola de regresión medieval se retroalimenta con enemigos y agravios. Las sucesivas concesiones, mimos y pudorosos silencios por parte de ministerios y gobernantes, la ausencia de precios por los privilegios recibidos, la continua impresión transmitida por los medios de comunicación de que se les debe dar todo por nada llevan décadas potenciando la espiral. Porque la línea del chantaje es por naturaleza ascendente e indefinida.
El nuevo clero juega a la imposición de su criatura presentándola como la obvia y lógica alternativa a lo existente: Una teoría y método benéficos que no se han aplicado antes por la simple opresión de las fuerzas de ese Mal en el que se engloban la reacción, el capitalismo, la derecha y demás satanes de los que cobran nómina los profesionales del exorcismo. En Camboya o China pudieron permitirse el lujo de aniquilar élites, junto con ciudades, vías de comunicación, bancos, hospitales y obras de arte. En estas latitudes europeas hubo que contentarse con esa materia vulnerable, esa gaseosa experimental que son la Educación y la Cultura.
Acuerdo en la granja. Textos escogidos
La Ley Implacable del Economato
El Gobierno del PP, que no era (como tampoco lo fue su antecesor) de profesores, rindió el acostumbrado tributo verbal platónico a la Cultura pero, a la hora de firmar el Boletín Oficial del Estado y de entrar en liza con los orcos que imperaban en la Tierra de Enseñanza Media, mandó tocar a subasta. Quedaba para el PSOE, y sus dos sindicatos, el feudo acostumbrado,
¿Cómo resistirse a generalidades de tan obligado asentimiento como la erradicación del fracaso escolar, la generosa oferta de mayores sumas que garanticen el porvenir de los hijos, la indignada denuncia de la desigualdad y el elitismo?. Cada tópico nutre al gran gusano de la ceguera complaciente y el rencor ante el esfuerzo, el logro y la excelencia ajenos. El sufrido vocabloconsenso, por su parte, carga con el reparto, plasmado en la última escena de Rebelión en la granja,de Orwell, de cuantos, en el poder o en la oposición, aspiran, sobre todo, a conservar sillones y sueldos. Naturalmente esto se hace siempre a un precio, al de dejar intacta la maquinaria que de la situación anterior se ha heredado.
todo el sistema, y no sólo las autonomías, está condicionado por una descentralización oficial que va produciendo, en lo que a educación y a otros temas se refiere una floración de minifundios cuyas cosechas se inspiran en las de Lilliput. Lejos de defender el derecho de los ciudadanos a recibir un porcentaje de saberes comunes y de adecuada envergadura, el Gobierno hizo dejación de sus funciones y entregó a su suerte a los más inermes, que no tenían más garante que él. Los distintos cacicatos…
la prolongación, aberrante pero lógica, de la Ley Implacable del Economato, es, llegados al punto de reparto del Hoy por ti y mañana por mí que subyace en el discurso parlamentario, la clonación de entidades, controles, cargos y organismos. Porque sólo así se puede mantener en sus puestos a la clientela del partido anteriormente en el Gobierno y satisfacer a la propia.
La cárcel verbal. Textos escogidos
Encarcelados y contentos
Existe un lenguaje del imperio, que se vale como mecanismo de legitimación de la denuncia de otros usos del lenguaje, lo mismo que existe una Iglesia que, a diferencia de la de confesión religiosa a la cual utiliza como enemigo del que defender a la ciudadanía, unifica a Dios y al César en el Estado de Intervención encarnado en los miembros del Partido y en el círculo intereses del que aquél no es sino expresión.
Los gestores y los inquilinos de la cárcel verbal no utilizan el anticlericalismo por motivaciones liberadoras ni por fundamentales razones ideológicas. Lo suyo es simple exhibición de postura y vértigo de vacío, celos de posibles competidores y codicia electoral. La dualidad antagónica que constituye el cotidiano rancho de este recinto no es social ni filosófica o política. Es un hábito puramente sectario, que hace, no libres, sino impunes y, con suerte, algo más ricos y famosos.
Este lenguaje se mueve forzosamente por abstractos, por incorpóreas referencias en las que los actores carecen de circunstancia, época, adscripción, responsabilidad y rostro; son masas corales, al estilo de los viejos carteles de propaganda maoísta o soviética, Obreros, Indios, Catalanes, Sur, Norte. Principios e idearios participan de la misma condición intemporal y etérea que exime del trabajo intelectual e impide cualquier análisis, son puras llamadas a la adhesión gratuita no lejanas del Estoy por la Bondad Universal o Nunca más la Gripe.
El viraje reaccionario-en el sentido más puro del término-de la clase que ha optado por la explotación indefinida del maniqueísmo y la Guerra Civil como cantera de votos diferencia a España de países que han seguido el camino contrario y a ello deben su prosperidad y buenas perspectivas actuales
Las movilizaciones de 2003 contra la guerra de Irak ofrecieron una interesante muestra, para la que basta describir el ambiente-que puede generalizarse sin duda-en un instituto de Madrid…
… la guerra será rentable, mórbida y grata cuando sirva para justificar al luchador contra el sistema de opresión burguesa (es decir, aquel en el que se vive), pero se volverá metafísico delito (e incómoda y costosa práctica) cuando de la defensa de principios y de compromisos internacionales se trata. No en vano España produce la más abundante cosecha de antiamericanismo de Europa y la más intensiva explotación partidista de la guerra de Irak. La legitimidad gregaria es, en este escenario, recurso fundamental, e implica en todas sus manifestaciones la anulación u homogeneización del individuo, al tiempo que propugna un marginalismo vistoso de fin de semana, exabruptos chocantes y escándalo fácil. La conciencia de la responsabilidad individual no tiene razón de existir en un marco siempre determinado por condicionantes externos frente a los que no se pasa de ser un miembro más de la jauría de Pavlov. Es lo que se vende, desde la educación temprana hasta la política nacional e internacional en la edad adulta.
… cierta navegación de buenos salvajes rousseaunianos a los que dañan periódicamente las fuerzas del ancestral enemigo. La lucha de clases, como otros fundamentalismos, es una dinámica explicativa de reconfortante sencillez frente a la turbia, compleja y solitaria corriente de la existencia en la que, sin embargo, la razón y la aceptación del libre albedrío es unos de los pocos asideros sólidos. El ataque contra esto, al diluir al individuo, lleva al viejo problema del Mal y su aceptación, a la frontera entre éste y el Bien, cuya naturaleza desazona a Solzhenitsyn.
Solzhenitsyn apunta en su libro No me gusta eso de “derechas” e “izquierdas”: me parecen convencionalismos intercambiables y carentes de contenido. Probablemente nunca reflexionó sobre que de ese convencionalismo comían muchos.
El tejido social suele resolver, con mayores o menores altibajos, sus afecciones totalitarias cuando éstas aparecen en sistemas de afianzadas libertades democráticas. No así los individuos. Del Gulag no se vuelve; se sobrevive. Y sus efectos, sea la prisión física, el rechazo social o la privación de la propia cultura, roban al que los padece de un patrimonio irreemplazable, trozos enteros de esa limitada vida que es su única posesión. El chalán de turno predica…
El programa sea bueno y feliz sin esfuerzo transmitido por múltiples canales es de una sencillez evangélica, del tipo que, en medios menos religiosos y más críticos, recibe apelativos afines a la debilidad mental, pero precisamente por ello resulta tan atractivo y…
… el adepto al totalitarismo light del Nuevo Régimen hace estragos; sus respuestas, a las cuestiones más diversas, a las más concretas observaciones, son, invariablemente, previsibles. Cuando de moverse en el mundo de literatura, cultura, manifestaciones artísticas se trata, su pensamiento y discurso se encarrila de entrada -y de manera casi visual- por las vías férreas de su pequeño libro rojo, cuyos capítulos, negritas y subrayados le alivian de la enfadosa tarea de pensar por sí mismo y le proporcionan sin embargo la ilusión de pertenecer al clan intelectual y estar enunciando juicios propios. Es feliz cuando halla asideros para la clasificación inmediata (como racista, machista, imperialista) del tema, obra o suceso tratado, y enfila el rail de la corrección ideológica con la satisfacción que producen la ausencia de conflictos, la general aceptación del coro y la alta imagen de sí mismo devuelta, como espejos, por el asentimiento cordial de sus colegas. Cuando…
El adolescente, menos indiferente de lo que parece y con una superficie de comodidad y hastío bajo la que laten la generosidad y el ímpetu propios del crecimiento y de la energía acumulada, busca metal entre la ganga, quiere futuro, recorre, siempre con brusquedad, a saltos, el trecho entre la edad adulta y la infancia. Saca cabeza en ocasiones del medio pueril en el que se le sumerge, avista, más allá del almacén vigilado, asomos de la robada herencia, de la identidad sobre la que, sin saberlo, él se levanta, las sucesivas capas de individuos de su especie que, como las hojas homéricas, se han ido depositando para construir la altura que pisa y ofrecerle sentido, explicaciones, horizonte. Siente la querencia oscura de raíces y de grandes pensamientos, seres, palabras y obras cuya envergadura proclama a gritos que no todo vale lo mismo, alimentos para el viaje de sesenta, cincuenta, setenta años que ineludiblemente le espera.
Pero cuando se les da la oportunidad, cuando por instinto algunos huelen la libertad, la ciencia, la grandeza y la belleza, entonces surge el hambre reprimida y soterrada de manjares intelectuales sólidos, rechazan el sabor dulzón del pienso y sorben como papel secante cuanto sobre ellos se vierte. Todavía no participan del triste juego de intereses de sus mayores, de la agradable servidumbre y del hábito antiguo del engaño; han crecido a su sombra, pero ignoran el origen y causas del chantaje…
Es el muro que, tras la caída del otro, ha quedado sin derribar, como trinchera ubicua y multiforme de tropas cuyo ardor bélico se alimenta de la propagación de cantidades fabulosas de rencor social aderezadas con horizontes ficticios de etnias agraviadas, virtuosa miseria, asesinos honestos y dictadores que posan para la eternidad y para las camisetas de la rebelión urbana.
11 de Marzo. Textos escogidos
Siempre fue ayer
En ilustración cristalina del fin justifica los medios, el partido socialista y aliados ocasionales mostraron, en cuestión de horas, las dotes que en otros terrenos-economía, cultura, educación, trabajo-les habían faltado. Su eficacia fue, como siempre había sido, extrema en un aspecto: movilización, coacción, creación de grupos de presión, demagogia oportunista, difusión de consignas, manipulación de comunicaciones y mensajes; recurso, en fin, a métodos históricamente inseparables del fin justifica los medios. La mañana misma de las congregaciones para los minutos de duelo y de silencio la pared frente al instituto de enseñanza secundaria donde se encontraba quien esto escribe mostraba…
El de marzo de 2004 fue un decorado de despliegue rápido y puntual retirado tan pronto como se cerraron las urnas. La mañana del quince no existía. Una de las primeras cosas que los alumnos vieron al entrar al instituto fue las insignias ZP del nuevo presidente socialista, que lucían en su ropa los conserjes del centro.
Se recurrió en el tratamiento de la masacre del 11 de marzo a dos procedimientos que son un clásico de las metodologías de corte totalitario: Uno la insistente afirmación de una falacia que la repetición transforma en certidumbre, por lo que se comenzó, de manera casi simultánea-curiosamente simultánea-a los hechos, a acusar al Ministerio del Interior de ocultación de datos que omitirían la autoría islámica en beneficio de la etarra, más proclive ésta última a favorecer a un gobierno que llevaba ocho años combatiendo el terrorismo vasco con mucha más eficacia y éxito que sus predecesores.
Las dos hipótesis de autoría se presentaron por lo general desde el principio como excluyentes, y ello pese a que era notorio que ETA se había entrenado en países como Argelia y Libia, que existían lazos con sus compañeros de milicia y aprendizaje y que el intercambio logístico, informativo y operativo entre grupos terroristas de diversos signos pero unidos por el antiamericanismo, los fundamentalismos nacionales o religiosos y la animadversión a las sociedades libres era de pura lógica. En España, en horas veinticuatro, ya estaba en marcha la explicación por venganza, término que implica causa-efecto justiciero, según el paralelo, lanzado a la opinión pública, de los bombardeos sobre Irak y la catástrofe de la estación de Atocha, y en horas setenta y dos se había producido un vuelco electoral de una claridad inconfundible para los autores del atentado y para cuantos los dirigieran, apoyaran o imitaran su métodos: Rendición ante el golpe terrorista, sumisión a sus condiciones, retirada…
Los fines se cumplieron escrupulosamente. La matanza de Madrid fue un completo éxito para sus organizadores.
Los jóvenes y muy jóvenes han tenido papel preponderante en el proceso. La facilidad de su manipulación a nadie escapa, y de ella habían dado abundantemente prueba las manifestaciones en pro de la logse y contra cualquier mecanismo de mejora. , exigencia y selección. La masacre llevó a las urnas a un sector totalmente permeable al difuso mensaje pacifista, dispuesto a gritar consignas y culpabilidades, proclive a la acción inmediata y el ataque al enemigo próximo. Irak pasó a ser un icono útil para una bien definida clientela. Los proyectiles para el derribo político del oponente fueron seleccionados con extremo cuidado…
Tras lo que se presenta como bloque izquierdas hay un reaccionarismo profundo, una regresión hacia territorios míticos de seráfica bondad. Y, tras la adhesión apasionada a la mitología, existe un peligrosísimo abandono de valores universales, de responsabilidad personal, de conciencia del precio de las cosas y de la factura implacable de la realidad. El edén de las tres, o trescientas mil, culturas ofrece refugio y camuflaje a gentes caracterizadas por el oportunismo financiero y sociopolítico y por el cultivo y explotación de la inexperiencia generosa de la juventud. La utilización de los jóvenes como vivero doctrinal, reserva y fuerza de choque es un clásico recurrente de la metodología totalitaria. En los sucesos del marzo del 2004 la comparación de cifras, por edades, y la participación de nuevos votantes dejan pocas dudas sobre el diseño de la intensiva movilización electoral.
Detrás del decorado edénico, y sojuzgada por él, se extiende la vasta clase de las víctimas, un Tercer Mundo que no es, ni quiere ser, el de la postal rústica y el cromo sino que se ha compuesto de sectores con aspiraciones a la mejor vida y al progreso, a la modernización y las libertades,…
La ensordecedora brutalidad de los atentados de Madrid rompe la superficie de una materia largamente preparada para ello, trabajada para convertirse en porosa caja de resonancia y edificio sin más cohesión que los instintos de salvación y de ayuda y la necesidad, a cualquier precio, de refugio contra el pánico.
El profiláctico recurso al Cui prodest? actúa como instantáneo clarificador de la espumosa maraña de apariencias y el estruendo de los sucesos. Respecto a los acontecidos entre el 11 y el 14 de marzo del 2004, subyace una innegable radiografía de beneficiarios que no implica planificación consciente por parte de la totalidad de los sujetos, pero que desde luego presenta la indiscutible realidad del saldo beneficios-pérdidas.
En términos de dinero y cargos, ofrece una multiplicación exponencial de cortes, cortesanos, subsecretariados, ministerios, consejerías, delegaciones, asociaciones subvencionadas y cuantas mitosis vayan produciendo (con el nombre de retoques constitucionales, cesiones y nuevas transferencias) las sucesivas sangrías, mordidas y repartos del presupuesto, con su corolario de nepotismos, cacicatos, aldeanismos, pretendientes, acompañantes y clientelas, los cuales segregarán himnos, identidades culturales y rasgos diferenciales a la misma velocidad que fueros, particularismos y agravios retrospectivos. En el debe quedarán nada menos que el bienestar, la igualdad ante la ley, la solidaridad, la amplitud intelectual, el mérito y los derechos individuales.
En primera línea del cui prodest? y listos para ingresar en cuenta se sitúan, por supuesto, los grupos terroristas más variados, porque en la dinámica de cesión al chantaje caben todos y necio sería renunciar a cosecha que se anuncia tan favorable. El cambio de bandera de los perejiles, ceutas y melillas servirá de simple aditamento a la imposición de que los escolares musulmanes queden por completo sometidos a los usos del islam, y muy en especial las hijas, hermanas y futuras esposas y madres de los creyentes del Profeta, e incluirá de forma consecuente la repoblación, dialogada y negociada, de las zonas del Al-Ándalus que corresponda. En cuanto a ETA, lo lógico es que se limpie su honor a efecto retrospectivo, se califiquen sus asesinatos de hechos de guerra y se apresure la firma del acuerdo que consagre el reconocimiento de sus derechos y aspiraciones por parte del gobierno de Madrid. Camino semejante, en buena lógica, debería seguirse en Cataluña, tanto con el general reconocimiento de su larga y heroica lucha contra la invasión del castellano como en el establecimiento de partidas monetarias que deberá abonarle, a título de compensaciones de guerra, lo que, tras estos procesos, todavía persista del Gobierno central. En ambos casos será de obligado cumplimiento, mientras queden en el fondo de la caja euros para ello, el establecimiento y subvención de entes y departamentos autonómicos y locales que dupliquen y tripliquen los ya existentes.
El manipulador político de larga trayectoria ha adquirido, además, notable virtuosismo en el empleo de la técnica de la vileza asumida, la creación de amplias fraternidades que, por activa o por pasiva, apoyan sus actos. La certidumbre de lo que han vivido, visto y saben, empujada hasta el fondo de la conciencia de capas amplísimas de la población y amalgamada a su credulidad y su ira, forma en esa tácita alianza un sólido caparazón de defensores por cuanto, si no forzosamente receptores de los beneficios cosechados, sí les hace partícipes, dentro de un sistema democrático, de la paternidad del proceso…
En los españoles se produjo un cambio… La manipulación preelectoral, la inmediata cesión ante el terrorismo, les robó su dolor para transformarlo en vergüenza, lo que fue valor y generosidad se volvió, en la imagen difundida hacia el exterior, inconfundible cobardía, rendición inmediata.. Una vez más se utilizó la técnica de la vileza asumida, se les hizo partícipes, y cómplices, y se les despojó, por los motivos más turbios, de la nobleza de su actitud.
… copiando a Orwell sin saberlo, es presumible que se creen Ministerios de Convivencia, en vez de Interior, de Fraternidad en vez de Exteriores, de Pacificación y Amor en lugar de Defensa, y que se sustituyan las clases de arte, lengua, historia y filosofía por Igualdad de Sexos, Hablas Segregadas, Erradicación de la Violencia y Multiculturalidad Positiva (recibidas sin duda con gran alborozo por parte de los sectores de pocos méritos académicos y grandes apetitos de promoción profesional, por los editores amigos y por los maquilladores de las cifras de creación de empleo). Toda estupidez es posible mientras se pague,
En su larga carta a los odiados reyes magos de Occidente, uno de los articulistas egipcios, ex-embajador en Washington, les pedía, con la amargura de quien precisa creer sus propias palabras y desde luego no puede decir otras, mejor futuro, justicia, cooperación, pero mantenía echado el piadoso velo de la imprecisión sobre las muy concretas responsabilidades, autocracias y formas de actuar en los países de Oriente Medio. Ni uno sólo de los periodistas planteaba una posición crítica responsable. Todos se agrupaban en la autocomplacencia, la ortodoxia temerosa de excitar el religioso celo, la velada mendicidad de fondos, ayudas, protección, soluciones y subvenciones. Quedaba descartada en la expresión verbal la responsabilidad de cada agente terrorista en sus actos, de cada régimen notoriamente fundamentalista y retrógrado en las ayudas a los integrismos.
Los países de la Umma eran incapaces de prescindir del precioso recurso al enemigo externo, y habían encontrado en su querencia un aliado tan confuso como entusiasta, encarnado en sectores occidentales nutridos de la seguridad social, los adelantos científicos y las libertades burguesas en dosis suficientes como para permitirse festines de exaltación tercermundista y ejercicios periódicos de guerrilla antisistema. Con escasos cambios de topónimos, nombres y citas y mayor derroche de prosa, los artículos de la prensa árabe reproducían fielmente textos extraordinariamente similares a aquéllos en los que, en España, se había acusado de asesinos, en vez de a los terroristas, a los miembros de un gobierno legítimo.
El efecto Aleph. Textos escogidos
El aula global
… en el marco de tácticas más amplias dirigidas a capas de población particularmente vulnerables, forma parte de la estrategia de utilización de menores y jóvenes en tomas de la calle y manifestaciones, en una mezcla en la que se unen epígonos del maná antibelicista y la guerra de Irak a los gritos contra exámenes, pruebas de conocimientos, control de estudios y reválidas. Se integra en la dinámica con la que los grupos de presión les incitan a evitar materias de solvencia intelectual y a escoger optativas folklóricas de nulo esfuerzo y pase automático y les condicionan para ver en el supuesto bloque de derechas innecesario rigor, ordenancismo y el elitismo causante de las injusticias sociales.
El diminuto efecto mariposa ordena que esos alumnos, cuya ignorancia a ninguno de los señores de la nueva clase dominante importa, se agrupen con otras víctimas, silenciosos compañeros de cama cuya existencia no sospechan. Contra lo que podría parecer, los jóvenes españoles, sus coetáneos europeos y la considerable masa de adultos adscritos a la cómoda esquizofrenia que permite separar conductas públicas de intereses personales, evidencias de adhesión verbal, consignas de actos, tienen más en común de lo que creen con otras zonas del planeta, con lejanas y variadas dictaduras. La deriva irracional es de regazo ancho. También en los países árabes unas clases tan parásitas como populistas viven, y esperan vivir eternamente, de una Historia inventada e impuesta, de un mito de autoctonía ficticio y de unas batallas y enemigos cultivados y preservados para su exhibición periódica. A ellas corresponde el dudoso honor de haber inventado el reclutamiento de adolescentes suicidas.
… han experimentado una regresión al fanatismo sombrío al lado de cuyas teocracias los intentos modernizadores autoritarios de shahs y presidentes son islas de progreso. Su violencia, inflamada por la juventud de su demografía, brota de la frustración colectiva y de la impotencia de construir la deseable modernidad, de la mezcla de envidia y complejo respecto a Occidente, mal disfrazada de jihad y devociones, del vasallaje que sobre ellos ejercen dictaduras tradicionales, reyezuelos, califas y patriarcas que, por supuesto, se ceban en los sectores más desprotegidos y que gozan del apoyo y ditirambo de amplísimas esferas de la ciudadanía europea. Los estudiantes occidentales, ayunos de conocimiento histórico pero adoctrinados, en su lugar, en el dogma de que la problemática presente es fruto exclusivo del colonialismo, el imperialismo y la arrogancia USA (una especie de mito de las dos Españas extendido al resto del planeta) ignoran que hoy se han multiplicado los mantos negros, los velos y la aplicación de la sharia en las comunidades musulmanas, y desconocen que el panorama era mucho más esperanzador y liberal hace muy pocas décadas.
Horizonte. Textos escogidos
El atentado del 11 de marzo de 2004 ha dado los frutos idóneos y puede calificarse de éxito. Pasado el tiempo adecuado para que se enfríe el clamor y se cierren, aunque en falso, las heridas, todo apunta al advenimiento de una Era de Clientelas, tanto a nivel nacional como en la zona geopolítica de parte de Europa. Al cabo de pocos años, la bajamar del apaciguamiento descubrirá en España lo que fue un país transformado en una federación cortada según las apetencias de los diversos caciques. El actual maximalismo alfombrará las concesiones futuras, los pactos con la oposición amordazarán y atarán las manos a los de por sí medrosos militantes de ésta, las clientelas liberales se sentarán a la mesa de Rebelión en la granja para reclamar, con cierta premura, lo que aún quede de botín y habrán de aplaudir la corona de paz ceñida por el terrorismo de turno a las sienes del maniquí sonriente que, en el parlamento español, garantice la amnistía y ascenso legal de los expresidiarios. La fila de víctimas abandonará mientras el comedor por la puerta de servicio. Una caricatura de Camelot en cuya Mesa Redonda se va a situar a codazos lo más granado del aldeanismo del privilegio y la aristocracia de los agentes sociales.
… con la valentía propia de alancear moro muerto, se ataca el fantasma de las sotanas y la represión cristiana con la seguridad de la ausencia de riesgos y el aplauso fácil, pero todo miramiento multicultural y subvención son pocos para alabar chilabas y engrasar imanes que enseñarán el desprecio hacia la mujer y la persecución del laicismo, que actuarán como inquisidores, confidentes y vasallos del rey, el ayatollah y el jeque que los sostienen y que mantendrán bajo espionaje y servidumbre a los inmigrados. La valiente prensa se guardará, como hasta ahora, muy bien de criticar a los que tienen por el mango la sartén del cuchillo y del petróleo. ¿Cuántas solidaridades explícitas ha habido con el amenazado Salman Rushdie, el asesinado Theo Van Gogh o con Oriana Fallaci, también amenazada de muerte…..
Las utopías en sí mismas han pasado a reducirse al icono, de manera semejante a la asimilación del mensaje con el medio transmisor. El logotipo cargado de energía movilizadora y dotado de atractivo plástico ha usurpado el espacio del referente, el contenido del signo. Con la generosa ayuda de la ignorancia generalizada de conocimientos y de la impropiedad lingüística. De ahí la facilidad y ligereza en el empleo de términos de cuyo real sentido histórico o conceptual se ha perdido conciencia; o ésta no se ha tenido, gracias al desastre de la educación, jamás. En su acepción más al uso, la palabra utopía es una vaga aspiración a la extensión del bienestar, le ha ocurrido algo semejante a filosofía cuando se habla de Nuestra filosofía en la venta de platos congelados…
Hay orfandad de iconos, amenaza de camisetas blancas en las que no se sabe qué ponerse porque los motivos impresos en las actuales proceden en buena parte de tiempos pretéritos y reproducen rostros y signos ya desprestigiados por los hechos, aunque la plástica conserve su garra. La estrella roja, el Ché, la svástica se pasean sin gran convencimiento o han sido definitivamente reemplazadas por la moda heavy y la necrofilia versión agresiva. Camisetas, insignias y viejas guerras no bastan a personas, sobre todo jóvenes, que no se resignan a la extinción de los ideales y que acarrean como un peso las exigencias de unas inteligencia y generosidad faltas de cauces. Para ellos vale la pena, todavía, rescatar del secuestro en el que clientelas y secta los mantienen a Antonio Machado y a Miguel Hernández, para que aprendan a identificar a los que aquí y ahora van apestando la tierra.
La cronología de paraísos utópicos paseados bajo palio por la parroquia occidental tiene, en el siglo XX y este comienzo del XXI, claras etapas… URSS, la China de Mao, el Irán de Jomeini desde la revolución de 1979 (seguida ésta muy de cerca por el estallido del Líbano en 1982) y, por fin, el Islam de Osama Ben Laden, en el que se llega, con el terrorismo omnipresente y difuso, a la mayor cercanía de una abstracción ideal basada, desde el comienzo, en la negación de los valores y civilización occidentales. En Osama no hay país, argumentos, economía ni estado; es el perfecto icono, despojado de las adherencias de la realidad excepto en demostraciones de simple fuerza. Y tiene mucho dinero, que compra esa apetecible tecnología del mundo moderno (una cosa es el suicidio y otra vivir con modestos medios los años de la vida). La religión del no, de la destrucción y de la queja necesita, a la vez, de avances científicos y de ignorancia, de enemigos virtuales y de inagotables reservas de víctimas a las que hay que vengar. El fedayin y el guerrillero resultan positivos, no por sus finalidades, hechos y proyectos, sino como iconos de lucha, acción en estado puro como la que sedujo a las Vanguardias a principios del siglo XX. La vasta fábrica de victimismo…
… la palabra poderosos, que se complace en mezclar cierta religión laica de la marginalidad y la carencia con una estrategia, bastante organizada, de su manejo como instrumento de extorsión. Naturalmente, de tal proceso quedan fuera la solidaridad, anhelo de justicia, la caridad y la honestidad genuinas; se ignora, del mismo modo, la atención concreta a necesidades precisas excepto si éstas gozan del beneficio del escándalo callejero. Sólo hay en estas bienaventuranzas unos dioses: los inmediatamente rentables, y, por muchas utopías que se invoquen, de lo que se trata es de que David no crezca y de poder acusar y derribar indefinidamente a Goliat.
Es, en realidad, esta afirmación por la negación de valores una faceta más de la característica huida de la racionalidad que ha marcado el pasado siglo y busca continuarse en el actual.
El régimen de clientela es hereditario, y así la prole ha sido desde la infancia adoctrinada para rechazar la explotación (que incluye cualquier trabajo en cualquier entidad o empresa), lo que la aboca a vagos estudios indefinidos y pervivencia agarrada a las ubres del paro y las formas de asistencia social aunque se trate de mozos en la plenitud de la vida y con dos manos capaces de ganársela. Las jaculatorias de corte reivindicativo e idílico sustituyeron, con ventaja, al antiguo catecismo, los partidos hallaron en aldeanismos de corte romántico una mitología adaptable a las ambiciones de la oligarquía local. De estas carreras fulminantes hacia la irracionalidad ninguna quizás tan pedagógica e ilustrativa como, extramuros, la mal disimulada admiración por el terrorista que hace saltar autobuses junto con su humano contenido…
Magias, etnias, conjuros, regresión y usos ancestrales, viscosidad de las prácticas de los don Juan de Castaneda, de sus poderes, vibraciones y pócimas; chamanes, imanes, animales sagrados, plantas, fluidos, Naturaleza, grey, fe, tradiciones, veneración, exaltaciones, asentimiento, dualidad, adhesión, grito e imagen. Y enemigos, necesidad imperiosa de enemigos, y de lejano Edén guardado por un ángel que extiende cheques en blanco a los que son sus herederos y defensores por derecho.
Sade y Masoch no pueden vivir el uno sin el otro. La utopía sórdida, de oportunismo acomodaticio, manipulación mediática, réditos cercanos y proclamas vaporosas, vive en extraño maridaje, con una utopía sádica cristalizada en el fundamentalismo islamista, que, en tres décadas de silencio cómplice de los medios occidentales, ha ido alumbrando por una parte clientelas más exigentes respecto al producto del maná petrolífero; por otra, acompañadas por millones de figurantes, dictaduras teológicas que son un paradigma del oscurantismo y la servidumbre. El culto a la muerte es una de las señas de identidad totalitarias y ejerce sobre el público occidental la fascinación del terror puro, de la cruda existencia de una ávida barbarie
El ¡Viva la muerte! luce hoy los atributos de un suicidio aplazado, de una dulce rendición que permita alargar indefinidamente la tregua de la grata existencia.
Por eso todas las armas se dirigen contra la guerra, aunque sea justa y el único recurso ante la agresión, la aniquilación o el sometimiento. No se apunta contra la Muerte, contra el suicidio, la autodestrucción programada, los crímenes impunes, la paz silenciosa de los cementerios. Se apunta contra cuanto pueda implicar esfuerzo, actuación, toma de postura.
A las agradables perspectivas de un indefinido disfrute de los bienes y servicios mediante, llegado el caso, un intercambio de buenas palabras con quienes practican la violencia en estado puro se apuntan en Europa gobernantes y gobernados, con tanta mayor facilidad cuanto que se han sembrado juventudes enteras con la sal del desconocimiento. Éstas ignoran, por supuesto, la geografía e historia más elementales del mundo árabe, la frágil formación de sus estados, y, sobre todo, el dato clave de la relativamente reciente aparición del fundamentalismo islámico, de su estrecha relación con el abandono, por parte de Occidente, de capas amplísimas de población de esos países que pretendían incorporarse al mundo moderno, laico y civilizado al ritmo esforzado de la formación de sus clases medias, de la extensión del comercio, de sus movimientos cívicos y de sus intelectuales. Nada han aprendido en esta orilla del Mediterráneo acerca de la venta de esas gentes a los más oscuros regímenes clericales y los déspotas más impresentables a cambio de octanos, contratos, fuerza de trabajo y ausencia de problemas. Por supuesto, los estudiantes de Europa, y mayormente de España, no tienen la menor idea…
Occidente, por su parte, no da para dictadores porque los monstruos ya no son lo que eran, aunque el progresismo de nómina está haciendo grandes esfuerzos para propiciar la resurrección de grupos de extrema derecha y de izquierda extremísima. El Enemigo es por lo pronto legión ratonil cuyo programa se resume, en la práctica, a engullir graneros fruto del esfuerzo ajeno, o es el club de fans del Osama purificador que colme, en su destructora y vindicativa Parusía, las expectativas, entre masoquistas y amantes de las sensaciones fuertes, de una tribu que literalmente babea ante el robusto vengador islámico y se apresura a rendirle honores. En este sentido, España se invistió desde marzo del 2004 con la dudosa distinción de abanderado de claudicaciones y rendiciones preventivas;
El fundamentalismo islámico-el cual no está ni mucho menos formado en su núcleo rector por suicidas ni por parias de la Tierra- sabe que el caso español ha sido, sin lugar a dudas, su mayor victoria estratégica, hasta el punto de favorecer la disgregación, y quizás desaparición de ese lugar como país y de dar el pistoletazo de salida para la aplicación de un mapa en el que la libertad, la razón y los estados de derecho no tendrán cabida.
Siglo XXI, precedido de la mitología de los milenios, enmarcado, como una puerta, por las Torres Gemelas de Nueva York y el avión como un cuchillo; un edén florecido con nuevas plantas de metralla y fuego que tachonan, al albur, un paisaje que se creía conocido o previsible y que adquiere, de forma repentina, la topografía angustiosa del volcanismo inesperado. Con la perspectiva del primer lustro, puede aventurarse la apariencia de la Bestia apocalíptica: Será discreta, equidistante de la sonrisa inocua y del colectivo retrato de blandos gestores intercambiables.
Será cosa de dulces corderos, de tranquilos defensores de la indefensión y de la nada, de varones beatíficos y matronas satisfechas del advenimiento de la igualdad aritmética. Porque hay algo infinitamente inquietante en la propagación, fuera de contexto, de la imagen del león junto a la oveja, en la utilización mundana del lenguaje evangélico, en la usurpación electoral de la colina de las Bienaventuranzas. Las albas túnicas, la representación del péplum esmaltado de impecable religiosidad laica, la exhibición de indefensas bondades, de parusías al alcance de la mano y planes urbanísticos de Jerusalén Celeste resultan tanto más inquietantes cuanto que, inevitablemente, el envés de la blanca toga es forzosamente el rudo (pero sincero) mundo material de intereses encontrados, de quién paga qué,…
… individuos invalidados por la existencia de pueblo, multitud, masa, etnia, autonomía, los cuales son los únicos sujetos en una historia vaga, desprovista de significado, simple añadido, sucesivo y momentáneo, de fragmentos ocasionales que los intereses y corrientes del momento crean y retiran luego de escena como si jamás hubiesen existido.
La inquietud se torna en alarma cuando el discurso vaga por espacios éticos de imposible cuestionamiento y se habla de paz, amor, justicia y atención a los humildes mientras, junto a Jekyll, se sienta, en dualidad permanente, Hyde, cuando el agitador propagandista y el dueño de las palabras y las pantallas son la inseparable sombra y la sustancia del presidente electo.
El peligroso Ángel de la Humildad forma dúo inseparable con el de la Soberbia, y, en un medio no de arte, literatura o filosofía, sino de actos y de intereses enfrentados, la llamada a la Gran Paz se adscribe en la más vidriosa de las estrategias. La figura angélica y la tenebrosa son un tándem necesario, necesidades del guión, como ocurriera otrora en España, en los ochenta, cuando fue preciso construir a la imagen y semejanza de las aspiraciones de cambio, juventud y modernidad de un país que salía del franquismo un líder que representara a los dioses (socialismo, obrerismo) a los que no se quería servir pero que era hermoso invocar.
Su utopía es la imposición de una retícula de recaudadores e inquisidores que les aseguren la gratuidad ilimitada del buen pasar y la sumisión al totalitarismo light plasmado en leyes por gobiernos amorfos y populistas en nombre de la defensa de las minorías, la discriminación positiva y la relatividad de los principios. Sobre esta utopía de subsuelo, y en paralelismo no por antagónico menos consecuente, se extiende un fanatismo musulmán de amplio espectro y largo alcance que proporciona a su nueva parroquia europea la indispensable droga del enfrentamiento (virtual) respecto a Estados Unidos y la civilización occidental. Se trata, en cierto modo, de una antiutopía, caracterizada por la perfecta ausencia de libertad, a la que los adeptos del exotismo árabe a distancia se guardarían muy bien-como ya ocurrió con el comunismo-de enviar a sus hijas pero que ofrece el atractivo contestatario del desafío a los poderosos y la aureola de lo irracional.
Los brujos, que siempre han vivido de abominar de penicilina y vacunas y denigrar universalidades y razonamientos para explotar así a sus anchas el baratillo de pócimas y sortilegios, proliferan y prosperan, en ideas como en política, en fueros como en doblones que llegan a su bolsa. Se trata de un todo barato, e incluso por nada, de gobiernos compuestos de sociedades anónimas de demagogos a los que su misma insignificancia procura las simpatías de un público adiestrado para rehuir cualquier forma de rigor, carácter, riesgo y excelencia.
España es particularmente vulnerable. Ha hecho falta que se llegue a la zona oscura de la democracia, que se alcancen en el reparto, el soborno y el trueque insospechadas cotas de indignidad, para que comiencen a parpadear en el inconsciente colectivo las lucecitas rojas de las alarmas y se advierta la tan eludida desnudez del emperador. Y el tiempo de chantaje pasa a ser tiempo de peligro.
Sin embargo el horizonte podría ser otro…
DIARIO DE CHINA. 1-SIAN. 1979
EL SOL. 1997.
LAS CLIENTELAS DE LA UTOPÍA, 2006
DE LA TRANSICIÓN A LA INDEFENSIÓN. Y VICEVERSA. 2016
LA BALSA (CUBA, 1989)
(LA BALSA perteneció, y pertenece, al limbo de los libros no publicados. Es fácil, leyéndolo, comprender por qué).
PRESENTACIÓN DE LA BALSA
La Balsa es el relato, tan verídico como literario, de un lento y hondo viaje por Cuba. Hay algo terrible en su intemporalidad, en el hecho de que los calendarios deshojados desde entonces no le hayan restado un ápice de vigencia. Porque nunca es inocua la suspensión del tiempo: Sea se efectúa un salto al territorio puro-y deshabitado excepto por el pensamiento-de la poesía, la ciencia o la metafísica; sea el barco se encenaga con su indefensa tripulación en un limbo sin puertas plagado de naves varadas y de espejos furiosamente rotos.
La autora de La Balsa decidió dar la vuelta a la isla pagando con dinero local, en transporte público y alojándose en casas que iba encontrando al hilo de los encuentros. Desde el primer momento el hecho de saltar del status turístico y sus circuitos bien establecidos y engrasados, y zambullirse en la vida de la gente corriente significó pasar a otra dimensión, en todo ajena a los folletos publicitarios y a las alegres historias de vacaciones caribeñas, ron, zafras divertidas, canciones revolucionarias y mulatas. De uno a otro extremo, del interior hasta las playas, por la jungla y por las plantaciones esquilmadas de la isla, la constante-mortecina, ansiosa, indolente, ruidosa pero apagada por la falta de expectativas-se repetía como un hilo gris que enhebrase lugares y personas y los uniera, sin saberlo ellos, con otros conocidos por la viajera, separados por miles de kilómetros pero semejantes en el sistema, en el blando e implacable entramado de su cárcel. Allí, en Centroamérica, la concha oscura se ajustaba a un extremo y otro y a la breve cintura del país que se extendía sobre el cálido mar. El cielo era también un techo bajo; irradiaba hacia el exterior la luz inagotable del trópico pero mantenía cubierta a una masa viva cansina y hecha al trapicheo y a la inexistencia de aire libre, maestra en sorber y aprovechar la misma sustancia, acostumbrada a recibir en forma de eco las noticias del espacio exterior.
Cuba resultó ser, de todos los países, el más triste. Los había más trágicos, más hambrientos, mutilados, herméticos, peligrosos. Pero Cuba era la más triste precisamente por su calor, su afinidad y su cercanía, por su cordialidad y sus sonrisas, porque estaba programada para el gozo y pintada a la medida de los consumidores de mitos ajenos, por el contraste entre el paraíso multicolor y la rutina sin esperanza que la impregnaba entera, por la capa de engaño y servidumbres, por la humillación mendicante que a sus habitantes imponía la presencia allí mismo, siempre al lado, de un nivel de vida y de bienes al que sólo el extranjero y la divisa tenían acceso, por los huecos enormes, nunca mencionados, de fracaso, muerte y ausencia de cuantos huyeron o se hundieron en el mar.
La tristeza de la percepción de Cuba se quedó pegada a la piel de la visitante, permaneció en su lengua como un inconfundible sabor que todas las frutas y mojitos del mundo no bastarían para disipar, se unió, indisoluble, a la especial vergüenza de la percepción de la desgracia de un vecino tan semejante en aspecto y en lengua que podría ser uno mismo, ése cuya desgracia (obra de muy concretos culpables) ignoran y sobre el que mienten los que visitan fugazmente su casa, aquéllos para los que siempre montarán las dictaduras una fiesta.
Nombres-Ciego de Ávila, Holguín, Baracoa, Camagüey, Santiago, Trinidad-, personas, ojos, frases, manos, miradas. Carreteras y lentas paradas en ruta. Risa y relatos menos risueños que discurren en la duermevela de los autocares o el cuarto de estar de las viviendas, mientras se hojean libros de texto que ofrecen como historia una curiosa mezcla de tebeos de hazañas bélicas y de enfrentamiento galáctico de las fuerzas del Bien y del Mal, con Inmortales Salvadores incluidos. Y por todos los lugares una realidad que los visitantes, empeñados en preservar (eso sí, lejos) el deseable paraíso simplemente no veían, una Cuba cuya dimensión simplemente atravesaban ignorándola.
La balsa continúa bogando, quieta, sin llegar a sitio alguno jamás.
Rosúa
Mercedes Rosúa Delgado
INTRODUCCIÓN
Hay viajes alrededor del mundo, caminatas minuciosas por el más amplio círculo de la Tierra en las que, al final, se vuelve a poner el pie en la huella que al partir se dejó. Hay incursiones de desigual extensión, vagabundeos lánguidos, flechazos en la lejanía. Sin hablar de la oferta, creciente y generosa, de túneles del tiempo, pasillos de acero que depositan bruscamente al espectador y su cámara frente a la Alta Edad Media, la horda cazadora, el temeroso rito mágico, las heladas aguas del regato donde sumergen las mujeres una colada intemporal.
Os he recorrido, caminos de las canciones y de la pura sed que sólo el bebedor de distancia conoce. He marchado en dirección al sentido de las agujas del reloj y al contrario, he seguido el desfase insomne de los meridianos, los soles tardíos, las noches como un suspiro entre rosa y rosa. Otros también se desplazaban. Y los rozabas y los perdías en el cabeceo sobre las crestas y en los senos de las olas, en el chapoteo sobre un espacio y un tiempo por fuerza amargamente limitado.
Muchos sumaban, plegaban y guardaban experiencias, rostros, perspectivas. Cabrían circuitos fotográficos organizados según el más puro respeto a la ecología étnica y al pluralismo cultural en los que recobraría el visitante el perdido gusto de antiguas prácticas sepultadas por la invasión insípida de la técnica y la civilización: lapidaciones en Afganistán, animadas y multitudinarias mutilaciones de fiesta fin de semana en Arabia Saudí, sensuales y ancestrales ablaciones e infibulaciones en el Cuerno de África, sacrificios de quinceañeras en el rincón más lejano de la espesa selva maya. En estas giras, que probablemente ya se hacen aunque con discreción, el público se sentará muy cerca pero en total silencio sólo roto por el funcionamiento de las cámaras, y le llegará a los labios, como un recuerdo de generaciones pretéritas, el sabor de la sangre, de los cultos y las sumisiones antiguos, del dolor, el temor y lo desconocido.
En mi caso la fiebre de la partida llegó con la puntualidad de las aves, como se alzan los ojos al cielo y se descubre la única patria -la inexistente-, aventurándose hacia allí. Nunca los viajes son ya el primer viaje, el que sabía a cuero, a humo, a cuenco con un líquido desconocido. Por él se caminaba con las manos extendidas, no para asir el vídeo, sino para romper, cambiar, llegar al corazón de las cosas, sorber su zumo, compartirlo, con violencia, paciencia y torpeza. Alrededor del mundo se iba cuando éste era una gran esfera vaporosa, mezcla de sombras y luz, surcada por tiempo y espacio. Luego, como una estrella que se comprime, la Tierra condensó su materia en atajos, mensajes y cartografía, se colapsó en el escaso perímetro de las necesidades personales, las evasiones y quizás los sueños. Hoy el viaje es alrededor de una experiencia individual.
Cuba fue otra cosa. Primero sació momentáneamente el hambre de desplazamiento y camino. Luego, enseguida, impuso una presencia tan cercana que impedía las descripciones, me guió con una brusquedad no exenta de ternura, con un deje irresistible de gracejo familiar. No fue un viaje en el sentido anterior de la palabra.
El avión era una fiesta.
Bruselas, con su neblina, parece tan aburrida como siempre, en el aire y en tierra, y su verano habitual, opaco, tapa piadosamente el no deseado perfil de mis recuerdos.
-Vamos a Cuba, hermano.
Eso dice Arlette, una parisina que, sin venir mucho a cuento, explica, en la obligada espera del embarque, que es pintora, que busca lo genuino, la luz, los colores. Enseña un cuaderno de dibujo; también a “su hombre”, un veinteañero. Y se cree obligada a añadir que las diferencias de edad -ella se aproxima a los cuarenta- no importan porque lo que cuenta es el corazón. Su hombre asiente, asiente mucho, con gestos de seguridad para mostrar el lugar que ocupa en esa nueva vida adulta de pareja. Qué maravilla empaparse de libertad y ritmo, qué ganas de llegar y unirse a los compañeros como los muchos amigos latinos que tienen en París. Jean Eric toca el bongo. A su mujer le encanta la música afroantillana. Arlette abre el cuaderno; quizás dibuja, en fondo naranja, un brillante jarrón nuevo con un ramo de rosas de otoño.
En Cubana de Aviación desaparecía la Europa de los ochenta para comenzar el salto hacia muchos años atrás. El avión, de asientos y redecillas desvencijados, rezuma vapor de forma que el pasillo adquiere perfiles angélicos, con la nube de la presurización a media altura. No hay instrucciones –ciertamente inútiles- para emergencias.
-El cristal de la ventanilla está roto- indico a la azafata.
-Siempre viajamos así. No hay cuidado. Es doble.
Me dirige una gran sonrisa tranquilizadora y tamborilea en la claraboya con los nudillos. Me ajusto más el cinturón de seguridad.
El aparato se eleva, milagrosamente, y mantiene su vuelo con un silbido atronador. Hay presión en los oídos y zarandeo. El pasaje incluye una gama de deportistas y músicos que va del negro ébano a los ojos azules y los nombres vascos. Escala técnica en Alemania del Este.
Película en blanco y negro: el aeropuerto de Berlín como podría haber sido en los mejores tiempos de la Guerra Fría, un aeropuerto siniestro bajo el siniestro cielo, surcado por escasas naves grises con nombres de países cerrados y tristes. Se posa un aparato de China Popular, transitan camiones y jeeps del ejército, se perfila una lejana construcción átona de dos piezas. Podría haber espías con gabardina y sombrero flexible, bogarts y leCarrés que miran el último avión desaparecer por la pista.
Aunque un tanto escatológico como indicador, el papel higiénico es un índice indudable de la penuria o prosperidad económica. La España de la postguerra estuvo largo tiempo empavesada de los ásperos rollos de El Elefante, que marcaban tristes atajos entre la harina de almortas y el olor a zotal. En Berlín Este los lavabos tienen en el w.c. un papel increíblemente desagradable y fuerte rosa-pardo, los cubículos son estrechos, sucios, con puños de pelusa en los rincones e instalaciones rotas; las jaboneras están vacías, el secador de manos es simbólico, la tienda libre de impuestos depauperada y el restaurante ofrece un plato único de salchichas y mostaza con una lonja de pan rancio y cerveza caliente.
Nadie hubiera dejado de saltarse el muro.
(A la vuelta me enteraré de que una masiva ola de transfugas ha aprovechado la apertura y la ocasión para pasar a Berlín Oeste. Sabré luego que el Muro ha dejado de existir).
Despegamos de nuevo. Jolgorio general. A Cuba me voy, hermano. A Cuba me voy. El avión lanza ciertamente extrañas señales a la pantalla de seguimiento y a la caja negra: Su parte trasera está ocupada, durante horas, por una multitud de cubanos -y aficionados- que cantan, bailan, tocan reales e improvisados instrumentos (¡Qué ritmo el del portaequipajes golpeado por un mulato, el de la lata de coca-cola tecleada con dos dedos, el de esa maraca como un armadillo de madera rallada!). El pasaje va profusamente regado con ron, que corre, no ya en cubatas, sino en botellas generosas. Ingleses emocionados hasta las lágrimas por la libertad de la barra libre, alemanes aspirantes a cooperar en alguna zafra, espontáneos de Guantanamera y la Bamba, todos se zambullen en la anticipación de la conga. Arlette, con entusiasmo evidente, y bastante mala sombra, baila de pie sobre su butaca. El avión es una fiesta y se bambolea al ritmo de los pies.
Última escala. Gander, en su isla de Canadá Newfoundland, avanzadilla de la Península de Labrador, se revela como un panorama de lagos y un encaje de tierra lleno de belleza y aire claro, euforizante, delicioso, toda espacio y horizonte vasto, solitario y puro, con franjas de árboles verde-azulado en anchas, lejanas ondas. Las nubes son también horizontales, el sol ártico, el aeropuerto tranquilo pero acogedor, neto y sonriente.
Voy hacia su opuesto, no sin la melancolía que su simple vista, el adivinado sabor de su extensión, me dejan en el alma. Allí habrá siempre nieve que nadie haya pisado jamás, habrá plantas sedosas de pétalos celeste. Allí no hay recuerdo alguno, ni bocas que llamen a las cosas con mis mismos nombres. En ella me esperaba una copa transparente, un licor de altura y cristal.
Gander es un primer escalón de países impolutos, blancos y azules, de zonas de gran pesca y pequeñas flores y tiene un nombre límpido y hermoso.
Las dos Cubas
La Habana
-Esto es una cárcel., toda la isla es una gran cárcel.
Este hombre no está para congas. Es un tipo sacado de novelas, que habla de novelas y como en las novelas, de mediana edad y ojos inquietos, brillantes y tristes, que continuamente exhala un análisis amargo del presente, un balance insatisfecho del pasado y, empero, esperanzas de huida y vida nueva en el futuro.
Estamos en La Bodeguita del Medio, a la que el parentesco con Hemingway incluye en todos los intinerarios de visita de la capital. Allí iba este hombre a ver extranjeros, que era su única forma de viajar. Yo me iniciaba en la ciencia de los trueques, que, durante más de un mes, me permitiría vivir y sobrevivir en la Cuba real y cotidiana. Se trataba de hacer pedir mi consumición a un nativo, pagándole yo en pesos cubanos. para evitar que el establecimiento, al observar el acento foráneo, me exigiera dólares. En ese momento vivía una versión tropical del ¿Dónde dormirá esta noche? El día había transcurrido en inútil peregrinación por las agencias oficiales:
-No podemos facilitarle billete de autobús o tren para salir de La Habana.
Aseguraron Cubatur y Turismo Individual. En un país de monopolio estatal de transportes y áspera lucha, como para cualquier otra mercancía, para lograr plazas aquello era un augurio de inmovilidad.
-Está completo.
Los hoteles asequibles repetían la consigna de lleno total, sumándose a la estrategia de ignorar desdeñosamente al viajero que rechazaba deslizarse por el mundo del lujo para él previsto. La policía se preparaba para perseguir a los infractores de las normas de inmigración según las cuales se prohibe a los extranjeros el alojamiento privado.
-Ven a dormir a mi casa.
La oferta de Alfonso llega entre dos mojitos de hielo, menta y ron.
-Puedes tener problemas.
-Se verá.
En la bodeguita contó que era dramaturgo, escritor y director teatral, que tenía una compañera y un hijo de cuatro años, más dos adolescentes de su primera mujer, que murió como resultado de las quemaduras por la explosión de una cocina. Yo me pregunto si no es un turbio capo de la mafia local dispuesto a extraerme hasta la última de las preciadas divisas.
La calle de Alfonso se beneficia de la proximidad del casco histórico-turístico y de una visita de Fidel a la que precedió un somero pintado de fachadas. El edificio ha defendido su sólida arquitectura pero la escasez endémica no da a este espacio, de aceptable confort, un definitivo aire de hogar. En la nevera hay sólo dos botellas de leche, una patata pelada y abandonada – sin duda como cebo- hace varios días, medicamentos y un gran bloque de hielo. Las sábanas de la cama han sido remendadas hasta el infinito y el ajuar es somero, desparejo y usado. Nada parece haber sido nuevo ni querido jamás. Los enseres contrastan con la vasta estructura antigua de la casa y de algunas piezas de mobiliario, de la más noble madera y estilo español, que, cubiertas de rayaduras y roces, parecen sobrevivir a un naufragio.
Por la noche Alfonso saca, no armas ni estupefacientes, sino cuadernos de obras de teatro. Sobre libertad, barcos y palomas. Acordamos un razonable sistema de trueque a cambio del precioso alojamiento que me proporcionan. Sólo entonces, poco a poco y de dentro afuera, comienza la visión del exterior, porque entre Ávida Dólars, la isla de cara al turismo, y la que se vive sorteando el control de extranjeros hay bien poca relación. Pagar en pesos cubanos ha sido deslizarse al otro lado del espejo, al envés sudoroso y cauto del triste paraíso.
En la casa se vive al día y con lo que se encuentra, que es escaso y depende de la racha. Faltan condimentos, no hay ajo ni cebollas, desaparecieron las especias, escasea el café. La supuesta política de educación alimenticia del Gobierno incitando a la población a introducir en su dieta pescado en vez de cerdo es de una ironía feroz cuando se piensa que apenas se encuentra un pez en las pescaderías, que el marisco brilla por su total ausencia rumbo a la exportación, figurando en primer lugar las inalcanzables langostas y las gambas.
Sin embargo las costumbres alimenticias ciertamente se han cambiado: durante cinco días no he visto la carne en la mesa de la gente que me acoge, ni de cerdo ni de mamífero o ave alguno. Hará falta que llegue la abuela, la magnífica y voluntariosa María Lucina, para que ella despliegue su sabiduría de tres generaciones y tres regímenes políticos, sus manos de costurera y sus pies de buscadora de vituallas inexistentes en tiendas que apenas lo son. Entonces y sólo entonces, precedida de la consigna de balcón a balcón emitida por otra anciana “A la calle X llegó carne”, veré en la nevera un plato de filetes.
-Sí, mi hija, con todos he trabajado. Yo cosí brazaletes para los de la revolución, y con todos me ha tocado luchar para sacar a mi familia adelante.
Sigue mi mirada, que va hacia su marido, sentado en una silla en el balcón viendo la gente que pasa.
– Él no está para nada, mi hija, el pobrecito. Y Alfonso, desde pequeño, con ese problema de salud.
Una enfermedad recurrente parece exacerbar el mimo hacia el hijo, que no desaprovecha ninguna ocasión de recibirlo.
Conozco a esta mujer, la eterna Cibeles de los países pobres, la fuente de todos los frutos, las manos de todos los trabajos. De vez en cuando alza los ojos de la costura y los ojos deformados por los gruesos cristales de las gafas cubren con una mirada atenta al marido taciturno y pálido, a la hermosa nuera, visiblemente ajena al núcleo familiar, al nieto, que le parece maravilloso y es un niño insoportable, lleno de caprichos y rabietas en las que aúlla los mejores insultos de su joven vocabulario.
Me pregunto si aquí también se da la relación entre apatía y tipo de alimento. Los cubanos tienen la gordura de la mala dieta a base de féculas; los “moros y cristianos” (arroz con judías, también llamado congrí) es la base diaria con la que flirtean algún huevo, panceta (el magro del cerdo siempre parece haber escapado dejando tras de sí la grasa) y, quizás, boniato o patata. Las pocas cafeterías son un desierto con, en el mejor de los casos, algunos bocadillos de mortadela y cerdo. La mayor parte del día su oferta se reduce al gesto desabrido de los camareros y a vasos de agua. No hay papel higiénico, no hay artículos de tocador, no hay zapatos ni juguetes, no hay nada.
Por eso por la noche volvemos a hablar de compras y de dólares. (El fajo de los que tengo en reserva parece, en este ambiente, una riqueza desmesurada que justificaría cualquier locura. Trocearme, sin ir más lejos, y dispersar mis restos). Mecida por estos pensamientos, me duermo en mi camita del salón.
Y sueño con el verde, sedoso y satinado compañero Sam, centro de comadreos, proyectos y chistes en medida curiosamente superior a ningún país socialista de los muchos que conozco. La razón sin duda obedece en buena parte a que en Cuba se ha dado, de forma absoluta, la eliminación del comercio privado, llevando, en su reducido espacio, a extremos claustrofóbicos la impresión -y la realidad- de carencia. El dólar monopoliza el mercado de divisas y es la moneda fuerte, real, obligatoria para cualquier objeto o servicio de mediana calidad. Pasa un dólar y vuelan tras él las botellas y los manteles, el camarero y la dependienta, vuela la quinceañera ofreciendo sus encantos por unos productos de cosmética y vuela el funcionario que anhela un vídeo, y el modesto currante que quiere casarse con zapatos decentes, y, bajo la engañosa capa de música y cordialidad caribeña, bajo el discreto y secreto entramado de los jerarcas políticos y la vigilancia policial, vuelan los pobres diablos, la masa abundante de delincuentes, en proporción significativa jóvenes, de piel atezada, que acechan al turista para cambiar, estafar o robar y contra los que María Lucina no se cansa de ponerme en guardia. Ella ha visto, desde su balconcito de La Habana Vieja, como espectáculo integrado a la rutina cotidiana, numerosos tirones de bolso, gritos y carreras.
-Son muchachos, morenos que vienen de Oriente. Mucho cuidado si va a Santiago, mi hija, mucho cuidado.
En este ambiente de escasez y de trueque todo objeto foráneo es apetecible: desaparece la ropa de la cuerda de tender y los zapatos son sorbidos del equipaje por el personal de tierra del aeropuerto en los vuelos nacionales, se sisa en las vueltas y se escamotea un peine, un frasco de colonia. Las zonas de sombra de la delincuencia, el paro y la prostitución quedan difuminadas bajo el común adjetivo de “contrarrevolucionarias” en los discretos casos en que se acepte su existencia. El doble lenguaje y el doble comportamiento orwellianos son la regla. Unos argentinos me cuentan sus aventuras:
-Fuimos a un hotel con unos amigos de aquí, pero a los cubanos no los admitían si no pagaban con divisas, cuya posesión es ilegal para ellos, así que por fuerza tenían que figurar como invitados nuestros.
-Está visto que la segregación va por colores: Sólo billetes verdes.-puntualiza el amigo.
-Dormimos en otro hotel del que se acababa de echar a una pareja cubana que estaba en su luna de miel para hacer sitio a los turistas, con dólares, de la Martinica.
Naturalmente el Gobierno apoya en realidad la profusión de mercado negro porque éste, a través de las tiendas especiales, revierte finalmente en las arcas del Estado. El clima de ilegalidad obligatoria y continua es, además, un útil mecanismo de control. Los dirigentes han cultivado con asiduidad la imagen de la “alegre revolución”, de la sencilla y cordial gente siempre dispuesta a contentarse con la guitarra, la canción y la danza. Pero detrás del telón de ron y de palmeras, bajo las caderas cimbreantes y la música salsera, hay las palabras a media voz, las precauciones en el trato con los extranjeros, el rosario de esperas, colas y trapicheos que constituye la vida diaria, el hastío de un horizonte que no ofrece salidas, hay desconfianza, miedo y policía.
Y hay…..
La Habana.
¿Cómo te he olvidado?
Tanta preocupación y tanta ocupación buscando, rechazando, inquiriendo; tantos y tan agotadores recorridos por oficinas, portales, aceras, por rostros en rápido desfile y por los bancos de los parques, la sombra de los árboles, las hojas de los periódicos. Sabiendo mucho en poco tiempo, pero sin ir al comienzo, a la primera etapa del viaje, al contacto esencial en el que se posa, como un apretón de manos, la vista sobre el país nuevo. Ahora había que olvidar los libros, esquivar las largas conversaciones y el vicioso curso de los pensamientos.
Descendí a la calle que hasta entonces apenas había podido mirar.
La Habana
La Habana.
Había el borde del mar, el malecón, la fortaleza que miraba melancólicamente al Atlántico, una costura de piedra en la espalda de la isla, con sus tres castillos -de la Fuerza, de la Punta, del Morro- tan expresivos en sus nombres, marcando límites a invasores y piratas y observando simplemente hoy el rosario de las Bahamas y a la lejana y cercana Miami. De forma opuesta a todos los otros viajes, a las llegadas y primeros paseos y descubrimientos, Cuba había sido una zambullida inicial en su materia interna, en la carne encerrada y viva del molusco, sin atenerse a ninguna de las normas del sensato viajero. Sólo tras ese aterrizaje accidentado seguido de un sudoroso ballet bajo las mallas de la burocracia turística, únicamente cuando el alojamiento en casa de Alfonso permitió un respiro de organización y paz, me fue posible emerger al tremendo calor y a la belleza de la ciudad detenida en el tiempo, maquillada, y apareció La Habana.
El pequeño centro histórico, arracimado junto al puerto, hablaba, en sus calles, de desidia y ofrecía alternativamente jirones de arte, subsistencia y olvido. Allí estaba, como en todas las ciudades de Hispanoamérica, la Plaza de Armas, también la de San Francisco, y la recoleta de la Catedral, que había gozado de un remoce reciente. El barroco Palacio de los Capitanes Generales es, desde su reconversión a fines civiles, museo histórico. En general los edificios de alguna envergadura supervivientes a la ruina que va borrando lentamente del mapa urbano a otros alojan todos a organismos estatales, en ocasiones enfocados al turismo. Es también el caso de algunos restaurantes y contados cafés y salas de espectáculos de cierta solera, como El Patio, junto a la Catedral. Deambulando por ellos, entre sus músicos, público y cantantes, se siente algo de novela. Porque Cuba, tan carnal, no es física, es un cuerpo cubierto de retazos de literatura y música y cuelgan de sus fachadas, surgen de sus esquinas, páginas de Carpentier, versos de Guillén, paraísos de Lezama Lima, ritmos sincopados y lánguidos, y ondean por todas partes, desgarrados, los velos de la literatura del exilio, los ecos sucesivos e innumerables de tanta despedida y añoranza. Como si todo el mundo hubiera construido, utilizado, soñado con fabricar una balsa para lanzarse al mar del que separa el largo muro del malecón.
La Habana habla perfectamente, en su pequeño espacio, de la sucesión de las épocas: fortalezas del XVI, iglesias y conventos del XVII, auge del edificio público y del palacete privado en el XVIII, industrialización y comercio del XIX, con sus avenidas y zonas de encuentro y fiesta como El Prado o la Alameda, que fueron también escenarios de manifestaciones, atentados y asesinatos. El siglo XX deja a su vez, en esa perfecta plasticidad de la Arquitectura respecto a la Historia, la plaza monstruosa que nunca falta en los regímenes totalitarios, la de la Revolución, más grande que la de la Concordia de París y destinada al millón de oyentes de los discursos de seis horas de Fidel Castro. Su contrapunto quizás sea la casa natal de Martí, un piso modesto en un pequeño edificio azul y blanco cercano al puerto, amueblado con los recuerdos del idealista y generoso poeta de la independencia de Cuba, a la que ofreció su vida y sus versos.
Suavemente la tarde comienza a poblarse de la principal, conmovedora riqueza de esta tierra familiar y lejana, viene gente, con colores del oscuro denso al marfileño, cuerpos de infinitas mezclas y andar lento y gracioso, transeúntes sin finalidad ni rumbo fijo, que se acodan frente al mar, recorren la misma avenida, entablan conversación, preguntan, hablan fuerte, parecen soñar. Son indolentes y cordiales, cuentan historias, se quejan como si no importara, proponen como si condescendieran. Sus apellidos y rasgos vienen en buena parte directísimamente de España, su conversación está salpicada de las reservas, incongruencias y clichés inseparables del área socialista pero las relativizan una humanidad y simpatía irresistibles, cierta ignorancia y curiosidad cándidas, de seres acostumbrados a andar en círculos en un mundo pequeño. Y esa indolente gracia ha librado quizás a Cuba, pese a su megalómano Líder Máximo y a su corte, al gran hermano de los misiles y a la utlización incansable del discurso de la guerra, de los horrores más llamativos del socialismo real.
Y de aquellos lejanos siboneyes ¿qué queda, aparte de un bolero?. La vitrina del museo me muestra la ampliación de un pictograma encontrado en una cueva de Punta del Este. Sus líneas ocre parecen pura geometría pero se trata de un calendario en el cual los taínos trazaron las órbitas del Sol y de la Luna. Los siboneyes les precedieron quizás desde el s.IV a.C. y desaparecieron, tras la llegada de la nueva ola de población, en el XIII de nuestra era: Cien años antes habían desembarcado, procedentes del continente, tribus pescadoras de técnicas más avanzadas. A estos taínos encontró Colón, el 28 de Octubre de 1492, en la bahía de Baracoa, pintados de rojo y desnudos como su madre los parió y con tocados de plumas, y de ellos relatan los españoles la extraña costumbre de fumar hojas de un tal tabaco. Menos de un siglo después la población indígena de la isla había prácticamente desaparecido, arrasada por las nuevas enfermedades y el choque social, o se había mezclado con los pobladores. La historia de Cuba ha guardado, como símbolo de independencia, la imagen del caudillo indígena Hatuey. En la Isla de los Pinos, rebautizada de la Juventud, las cuevas preservaron los últimos recuerdos de aquellos observadores del cielo.
Cuba fue la plataforma de la conquista americana, el centro urbano y la sede de los gobiernos que disponían expediciones posteriores. En 1515 se habían fundado ya siete ciudades, la primera Baracoa por Diego Velázquez, y en 1552 La Habana era su capital. En la isla desembarcaron a esclavos negros procedentes de las costas africanas cuyo número llegaba en el s. XIX casi al medio millón. Hubo una ocupación británica, revueltas, ataques de piratas, intervenciones de Estados Unidos, guerrillas e independencia. Cuba guardó su aura romántica, aventurera, cierta leyenda áurea. No en vano una historia de botín enterrado por el pirata Pieterson Heyn en sus costas sirvió de modelo a Stevenson para su Isla del Tesoro.
Hacia el malecón y el oeste está Vedado. Es la prolongación amplia y cuadriculada de La Habana, su crecimiento hacia la modernidad y la expresión de épocas prósperas y hermosas casas que son hoy una sombra y asoman sus caras desconchadas, muros que fueron tersos, rastros de colores pastel, en una mirada fija hacia jardines asilvestrados y el mar. Salvo los islotes reconvertidos por la estatalización en entidades del Gobierno, la graciosa y elegante arquitectura civil de los viejos palacetes y chalets se ha perdido, se desmorona lenta en la corrosión del trópico. En cambio se alzan los hoteles, las grandes incubadoras de divisas como el Habana Libre, el mundo exclusivo, quizás en ningún lugar tan exclusivo como aquí, apiñado en torno al eje de La Rampa. En su lujoso corazón de Marianao, auténtico ministerio oficioso de Asuntos Exteriores, reina el gran club Tropicana. En una táctica habilísima, el Gobierno ha sabido basar gran parte de su estrategia de buena imagen internacional en la sabia dosificación y oferta del acceso a lo más granado de la sexualidad caribeña a los representantes extranjeros de la prensa, la política y las finanzas.
La vuelta, la lenta vuelta a lo largo del Malecón y hacia la Punta, mientras las luces eléctricas y los ruidos disminuyen y ganan espacio los murmullos de innumerables conversaciones perdidas y la oscuridad del brusco anochecer. No hay el pequeño bar, el café refugio. Hay portales, iluminados caprichosamente, interiores de Piranesi con puertas arrancadas y escaleras truncas. La gente se reúne en las aceras y mira salir a escena en el cielo a un disco primero cremoso y rojizo, luego pálido. Hay música. Siempre hay música. Junto a un conocido café y apoyados en la placa conmemorativa de un monumento, algunos mulatos ofrecen negocios: trueque, cambio, transacción. De cualquier cosa. Luego se olvidan, charlan de otros temas, cuentan sus historias, cantan a media voz y acompañan el ritmo con instrumentos improvisados. La imprescindible, ubicua palabra negocios les viene grande, es una caricatura casi enternecedora de los grandes negocios reales que se gestan y consuman en el barrio de hoteles, entre los financieros de ultramar y el Gobierno, que alquila a su gente y se embolsa la mayor parte de los sueldos dejándoles unos centavos como salario oficial estatalizado. El viaje no es sólo la vuelta a la isla; también resulta profundamente instructiva la vuelta a la manzana de los cinco estrellas, los alegres salones donde en una atmósfera tibia de ron añejo, frutas y belleza física se firman contratos con cordiales funcionarios en guayabera.
Los mulatos del claro de luna han reunido público, pero cantan bajo y el español se pierde en tonos lejanos, antiguos. Y en torno de ellos se extiende el sueño de la ciudad sin luces.
Incursión al oeste
Pinar del Río
-¡Es estupendo!
-¡Qué marcha!
-¡Qué gente!
– Mirad el fuerte.
-Jean Eric, después quiero ir a tomar algo a la Habana Vieja.
-Pásame los prismáticos.
Vista con, de por medio, el espacio movible del mar, la ciudad parece más ella misma. Así la vieron las oleadas de inmigrantes, así la recordaron los expatriados y los indianos que decidieron volver a la tierra de origen. La lejanía hermosea sus fortalezas y le da un aspecto intemporal.
Arlette y su chico están encantados y en plena fiebre de descubrimiento. La conga en el pasillo del avión se ha prolongado en cordiales veladas.
– Me han facilitado rápidamente una reunión con artistas revolucionarios. Nada que ver esto con los países del Este- La pintora parisina ha reencontrado el colorido naif de sus propios cuadros en los violentos contrastes solares ofrecidos por Cuba. -Te sientes en toda confianza con los compañeros.
Jean Eric y ella han pisado tierra considerándose amigos fraternos del bloqueado país y vagamente embajadores del otro lado del Atlántico. A cada una de sus sonrisas la acompañan cierta excusa por la incomprensión externa y una agradecida conciencia del perdón que los cubanos les ofrecen por su vida confortable en París y su comparativa riqueza. Desde el comienzo de su estancia les ha acunado la inmediata simpatía de los representantes de turismo.
-Yo quiero ir a tomar una copita a la Habana Vieja- Arlette se cuelga, mimosa, del brazo de Jean Eric.
-¿Te interesaría una excursión?- me proponen.
Acepto y les acompaño a tomar la copa. En consonancia con su papel de tímida y reciente esposa, Arlette está en plena regresión, no ya a su juventud veinte años atrás sino a los linderos de la infancia y todo son mimos, pucheros y caprichos, mientras que su compañero adolescente se aplica con fervor al papel inverso de maduro y protector cónyuge.
-¿Podrían ustedes tocar lo de anoche?- pide Arlette a los muchachos del bongo, en el fondo del bar.
-Cómo no.
-¡Genial!- Ella bate palmas para animar el ritmo.
Ah, los latinos, tan cerca, tan relajados y generosos, dispuestos a guiar, a acompañar y a ofrecer la sustancia, en otros países fría y disecada, de la vida misma.
El viaje se concreta:
-Vamos nosotros y un amigo cubano, un jugador de baloncesto de los que venían en el avión. Claro, él no paga, nos ayudará para conseguir mejores tarifas. Los gastos los repartiríamos entre nosotros tres.
Así surgió la oportunidad de compartir el coche alquilado en la primera y corta incursión por el cuerpo alargado de la isla, hacia el oeste, entre los tabacales de Pinar del Río.
Al fin salir. Lo primero fue la impresión de ventana abierta, la necesidad de romper el círculo, que ya lentamente iba coagulándose, de la dificultad de salir de La Habana. Porque aquellos 111.111 km2 de superficie del país me estaban esperando, alineados como impacientes soldaditos en la redondez de su algo tramposa cifra, si non vera -por una escasa diferencia-, si ben trovata. Sin contar los flecos de los cayos, esas espinas rocosas que constelan el mar, lugares de soledad, de aves marinas y de sueños de tesoros ocultos en sus cuevas. Hubiera sido hermoso recorrer en un barco diminuto de tripulación lacónica y patibularia los cuatro archipiélagos: Colorados, Canarreos, Jardines del Rey y Jardines de la Reina, nombrado así por Colón en honor de Isabel de Castilla. Tal vez bajo calaveras, doblones y los viveros de esponjas y coral duerme, enterrado en profundos cofres de bosques extintos, el petróleo.
Comienzo del recorrido. Las metáforas abruman a la isla: llave, cocodrilo, perla. En realidad hoy su paisaje no justifica ningún éxtasis estético. Es un terreno domesticado, igualado, insistentemente transitado por los diez millones de población que son su gracia real. Hay cascadas, macizos montañosos, lagunas y manglares, pero es sobre todo una serie de pueblos, ciudades, llanuras, pantanos y cultivos y carece de la Naturaleza estremecedora de los Andes o de la selva tropical. No hallaré fieras, ni ese choque inconfundible que produce en los europeos el contacto con seres ajenos al hombre, hostiles o indiferentes a su especie, empeñados en ciclos de subsistencia que forman una trama ante la cual sólo cabe la observación silenciosa. Como mucho, quizás veremos en Pinar del Río los jabalíes y ciervos que atraen a los grupos de cazadores. Ni siquiera acecha en la jungla la muerte rápida de las serpientes venenosas. Hay sin embargo mosquitos de fiereza extraordinaria, ranas diminutas y pájaros que exhiben insolentes entorchados de bandera. La isla es, en fin, para bien y para mal, una trillada y parcelada provincia de España, de Europa. Pero siempre queda el mar. Con tiburones.
El grupo y su coche habían aparecido providenciales, para facilitar la primera zambullida, que fue en el verdor de los campos de tabaco. Las sierras, de los Órganos, del Rosario, se perdían como un puente en el extremo occidental y en el mar. Quién diría que en este paisaje suave e inofensivo instaló la Unión Soviética en 1962 las rampas de misiles de ojivas nucleares a las puertas mismas de Estados Unidos y que el azar, y la necesidad, eligieron este escenario para hacer vivir al mundo el momento más peligroso de la Guerra Fría. Decididamente el apocalipsis puede esconderse en la más seráfica postal.
Comento el asunto a mis compañeros de viaje pero éstos parecen no haberme oído; el tema desentona con el paraíso trópicosocial al que han ido de vacaciones y deciden ignorar su existencia. Parada en Viñales. Es un terreno de extraños montes chatos y amazacotados, los mogotes, como los de Kweilín en China.
-Aquí dormiremos. Es un centro de alojamiento muy lindo.
Edy, el jugador de baloncesto, nos conduce a la recepción, en la que nos recibe un empleado cuyas largas chupadas a su veguero recuerdan inmediatamente a ese primer retrato de un fumador facilitado por Colón cuando habla de los indios de Pinar del Río, que llevaban siempre su tizón y sus hierbas en la mano.
Comienza una negociación laboriosa para pagar una tarifa intermedia entre la astronómica cantidad de dólares solicitada y la práctica gratuidad para la burocracia oficial.
-No, hermano. Hacemos una excepción. Fíjese que tenemos un grupo que llega de Puerto Rico el fin de semana. Mire lo que van a pagar. No; en pesos ni soñarlo.
Nuestro Viernes financiero llega a un compromiso medianamente asequible para que nos instalemos y se nos proporcione una comida cara, floja y rácana.
El complejo turístico Agua Clara ofrece sus lindos bungalows de ladrillo en lo que fue la finca de un médico, con árboles espléndidos de los que un letrero dice los nombres. Hay un estanque lateral en cuyas aguas oscuras fermenta una espesa sopa biológica y en el que sobresaltan los bramidos de la rana toro, que muge como una vaca entre las hierbas. Al final, en una glorieta de losas y césped alto que prácticamente la cubre, hay una estatua, la mitad de un esbelto cuerpo femenino semicubierto por un velo. Es todo un monumento y un símbolo a la venus latinoamericana, a la obsesiva tapada que tienta, evoca y cubre. Alrededor de este islote neoclásico la naturaleza vuelve por sus fueros. Los árboles, entretejidos en la copa con otras plantas, forman un casco bajo el que sólo se oye ese ruido y ese silencio propio de la selva, sólo se ve el color de luz nubosa, de sombra vegetal, un sordo fermento que empieza en el lodo y las plantas grises y sube por los troncos. De vez en cuando se perciben los chasquidos de una existencia no controlada.
Los viajeros antiguos afrontaban peligros naturales e indígenas diversos; los modernos se encuentran con un enemigo nuevo: El grupo del fin de semana prepara su desembarco. Hay que sortear la invasión de los tour operators todo comprendido que hacen del viajero individual el molesto representante de una especie intrusa. Más arduo que desfiladeros y comanches es evitar brutales facturas, reservas millonarias, clubs privados, y encontrar, pese a todo, lecho y sustento. Los franceses se han provisto, en la persona del jugador de baloncesto invitado a efectos fraternales y económicos, de un transformador de tarifas, que, conectado a las facturas, producirá, al convertirlas en precio para nacionales, una sustanciosa rebaja.
Pocos viajeros se resisten a la atracción del faro, el extremo, el finis terrae y el último tramo de carretera. Confieso que languidezco por seguir y seguir al oeste, tomar la senda que bordea el mar y llegar a Punta Cajón, frente por frente con Yucatán. El golfo tiene un nombre aromático, Guanahacabibes, de círculos de humo escapados de un tabaco exquisito. Cuba parece estarse fumando esta península pequeña y alargada, y enviar un soplo despectivo al resto del mundo.
Pero la parcial inclusión en las vías oficiales nos destina a los circuitos turísticos. Subimos y bajamos las colinas de Soroa. Los franceses piden caballos y se establece un plan de sanas galopadas a cascadas, valles y cimas además de la visita a una finca estatal, granja del pueblo, de cuyos logros ganaderos y agrícolas se hace lenguas el funcionario acompañante. Mi fidelidad al cuerpo de infantería me salva de las excursiones pedagógicas ecuestres y me permite cierto margen de observación y de meditación, favorecido por los solitarios paseos y las charlas con la gente que voy encontrando. En una de ellas trabo conocimiento con el jardinero Eugenio Buenaventura. Es un caballero de edad avanzada, seco, nervudo y cordial, que se esfuerza en andar erguido y observa al interlocutor con ojos que la edad parece haber velado de gris. Le miro hacer entre las plantas, inclinada la cabeza de pelo corto y blanquísimo y hábiles las manos del mismo color que los terrones de tierra oscura que maneja.
-¿Y a usted qué le parece la vida ahora y antes?.-pregunto.
-Antes, cuando la Revolución, dice… Fue bueno, al principio fue bueno. Mire, con mi color, sin estudios, poco porvenir yo tenía. Planeando estaba irme. Ya me habían dicho los amigos que en Estados Unidos bien no te trataban, pero se podía ganar.
-Pero no se fue.
-Me falló primero un apaño, un buen amigo, creía, que me hacía el puente y me metía a trabajar con un lote de peones. Además, con veinte años ya estaba casado y mi señora esperando el bebé.
-Razón de más.
-Eso fue mucho antes, la primera vez que me quise ir. Y volver luego para instalarnos como es debido, con todo. Hubo cosas, cosas de familia. Tuve que aplazarlo. Vinieron algunos que me contaron cómo era lo de Norteamérica. El trabajo bien, pero el ambiente…A mí me gusta esto, ya ve.
-¿Había mucha pobreza?. ¿Hambre?.
-Pobres éramos, pero no tanto como para pasar hambre. Tampoco tan pobres; los que conocía, por más y por menos, iban a quedar por un igual. Cuando vino lo de la Revolución enseguida la apoyé.
-¿Por qué’.
-Quería que mis hijos fueran iguales que todos, y se decía que íbamos a vivir mejor que en Estados Unidos. Sí, quería un porvenir, una consideración, un trato.
Eugenio se inclina y se alza, aparta malas yerbas. Viste una guayabera inmaculada que el agua lodosa parece respetar.
-¿Fue un éxito la Revolución?.
-No. No me lo parece.
Me sorprende sólo de forma relativa su falta de circunloquios. Eugenio Buenaventura tiene la libertad de expresión de los ancianos, goza de ese privilegio de quien nadie puede arrebatarle ya el camino, se expresa con una tranquila ausencia de ambición y de miedo.
-Lo de la igualdad se hizo, pero luego nos han mantenido todo el tiempo abajo y mírelos -señala al horizonte-, allí están, los del Estado. Puedo ir a cualquier parte, y mis hijos, tenga el color que tenga, pero vamos a muy pocos sitios, no te sientes con libertad.
-Usted es muy libre- le aseguro.
Me sonríe y mueve la cabeza. Luego dice:
-Espere. ¿Le apetece algo?.
Vuelve con dos vasos y una botellita con buen ron, amarillo y espeso. Brindamos por sus hijos y por él. Al despedirnos me sorprende:
-No crea, todavía pienso en hacer ese viaje que se me quedó pendiente a los veinte años. Pero sin trabajar.
De regreso, el lujo vespertino del marco del hotel resulta de cierto surrealismo brutal. En este decorado perfectamente elitista, cribado por el filtro verde del Tío Sam, las conversaciones de anfitriones y europeos adquieren un tono gloriosamente irreal, divinamente absurdo. El intercambio se sitúa en términos de camaradería igualitaria y progresista, de compañeros, victorias y bloqueos pertenecientes a una dimensión que sólo existe en la propaganda de los representantes de la hostelería gubernamental y en el gusto de los viajeros por las revoluciones vicarias. Es difícil determinar las proporciones de ingenuidad, pereza ética y crítica, snobismo o ansias apostólicas recicladas que existen en la percepción occidental del fenómeno cubano. El caso no es único; se inserta en la conocida tendencia a mediatizar las evidencias incómodas y las concretas servidumbres de los individuos anulándolas por comparación con los horizontes absolutos de las insondables desdichas del Tercer Mundo y los necesarios precios de la igualdad básica. Con ello el grupo logra, a mínimo coste, un reconfortante marchamo de progresía que compensa, a la vuelta a casa, de las concesiones y turbias relatividades cotidianas. El tratamiento de las situaciones del área socialista y de Cuba en concreto es, en este sentido, ejemplar.
Existe además aún el complejo de Rousseau de muchos occidentales, según el cual los habitantes del Tercer Mundo guardan necesariamente las virtudes perdidas por el hombre moderno: son espontáneos, abiertos y generosos, divertidos y sociables, y la música y el ritmo laten en ellos, junto con el afecto desinteresado, como algún oculto gen. Pasa desapercibido el que vivir en una casa estrecha, oscura y pobre echa a la gente a la bulla callejera, y que la charla, la danza y el canto son -junto con hacer el amor- las diversiones más baratas que hay.
Cuba figurará como ejemplo de manual de revolución vicaria por parte de los que defienden las utopías siempre que sean por país interpuesto y estén lejos. El aislamiento y desafío de Fidel respecto a Estados Unidos son además sumamente reconfortantes para países y poblaciones que dependen inevitablemente de la economía norteamericana y que no tienen la menor intención de apearse del nivel de vida conocido como carro de la modernidad. Queda que estas buenas intenciones no han empedrado precisamente paraísos, que con ellas se ha hecho un flaco servicio a los cubanos de a pie y que éstos necesitan, están esperando hoy otra cosa.
El gobierno de La Habana lleva en Europa varias décadas gozando de un bienaventurado silencio crítico. Cuba era pese a y se justificaba en relación al adversario y en comparación con los sectores más negros de su pasado y de su entorno. Sin embargo, como a los demás países de historia colonial, también le ha llegado al régimen el turno de ser medido por sus propios hechos, de abandonar el cálido útero del victimismo. La alfabetización completa y el sistema sanitario han anulado, y culpabilizado, cualquier análisis serio de la política exterior e interior de Castro. Tras ese burladero a la crítica, ¿qué Cuba hay?. En España el régimen cubano habrá gozado hasta prácticamente su final del incienso temperado de gran parte de los medios de comunicación e información, de la indulgencia popular, de la admiración de los huérfanos de grandes líderes, habrá vivido a base del aura de un revolucionarismo rebelde a los Estados Unidos, tanto más grato cuanto que resulta compensatorio para la Península Ibérica de su propia dependencia respecto a la economía norteamericana y proporciona a la clase política aderezos ocasionales de socialismo internacional.
En breve los cubanos necesitarán de España algo muy distinto de las calurosas adhesiones a revoluciones remotas y vicarias.
Iconografía y paisaje urbano.
Los retratos de Fidel, Camilo y el Che, a fuerza de repetirse, difuminados por el sol y las lluvias, han llegado a confundirse -los tres con sus barbas, sus ojos iluminados y las auras de sus cutis claros- en un solo y único icono semejante al Sagrado Corazón de Jesús, omnipresente e intemporal. De vuelta a La Habana, los franceses me han dejado en la ciudad vieja tras intentar, sin éxito, que suscriba una peregrina y muy gala teoría según la cual ellos, al ser pareja con un fondo común, pagarían los gastos del coche como si fueran una sola persona. La plaza me recibe idéntica en la luz y en la disposición de los seres al día en que la vi por vez primera. Aquí está el grupo de mulatos sin ocupación aparente, aquí el de viejecitos de origen peninsular –los gallegos– que hablan con poco deje cubano y comentando pasan el tiempo. En cualquier momento se puede emprender el viaje a la semilla o transcurrir cien años en un instante de soledad. El parque tiene toda la indolencia del rosario de plazas de armas a través de América Latina. Hay la estatua central, las palmeras y un curioso tramo empedrado con adoquín de madera. Se exhiben, posadas en el pavimento, campanas de diversas épocas, orfebrería de plata en el museo, plantas y azulejos en los patios, y piraguas nuevas hechas al estilo indio para probar las migraciones precolombinas desde el continente a las islas del Caribe.
Me dirijo hacia ese alojamiento de fortuna que también imagino adormecido en sus entrañas frescas de piso antiguo.
-Es espiritual.
Dicen en un susurro cuando hallo la casa de Alfonso silenciosa, misteriosa, llena de murmullos, de conversaciones a media voz que se centran en lo que ocurre en el dormitorio del fondo. Ha llegado el cuñado militar y una enferma que no explican bien si lo es del cuerpo o del alma. El marido de Lucina, que es espiritual, como dice ella, que tiene poderes, como afirman, se inclina sobre la figura echada en la cama. Habitualmente es un anciano cansino, de evidente mala salud, que se sienta en su silla de enea en el balcón y parece distraido, al margen de los problemas y levemente triste. Hoy sin embargo es la figura principal en un rito que tiene todo el sabor de santerías milagrosas. De repente Cuba está muy lejos, en África negra, en la selva remota, tribal y ajena a historia y evolución. Impresiona más este escarceo en épocas anteriores a la razón que la ordenada visita a las salas dedicadas a dioses, orishas, vudú y magia en el museo local. Aquí no hay alharacas ni fetiches, gritos o contorsiones. Sólo la mirada fija del abuelo, palabras, pases de manos, agua, hierbas y un lienzo.
-Levántale la cabeza.
Los ayudantes aproximan al perfil de cera del oficiante el rostro pálido y fatigado de la mujer.
– Descubridle el costado. Que ella no se mueva.
El humo trepa suave por su propia sombra en la pared.
Acabado todo, hay saludos y presentaciones. Han llegado la hija quinceañera de Alfonso, que ya es jovencísima esposa, y su marido. Zenia es una morenita esbelta, linda, de piel muy blanca y ojos muy negros, que ensaya su papel de recién casada con el muchacho de veintiúno. Las bodas precoces, y los divorcios numerosos, son legión en el país, muchachas que celebran a la vez el cumpleaños de los quince y su casamiento y que mezclan, en un cuerpo que ha comenzado con la menstruación a los once años o antes, los gestos de la mujer y la imprecisión, todavía en crecimiento, de la adolescente La conversación de esta pareja choca frontalmente con el tío militar, hombre del régimen, de consignas y de influencias. Zenia y Marcos ven sólo ante sí el futuro, parecen flotar sin pasado, como hierbas marinas, en el Caribe que les llevará a otras costas, se ven en el país próximo al que ya nadie considera Eldorado pero que figura desde luego en todos sus planes. Su claridad irónica se acompaña de un perfecto distanciamiento respecto a la situación que les rodea. Su única patria es el entorno inmediato.
Ahora viven apegados a la burbuja acogedora del clan familiar. Marcos estudió mecánico de aviación pero el empleo que le han dado es de soldadura; ella continúa en la escuela y ambos aseguran que abunda el paro en numerosos sectores de jóvenes que terminan sus estudios, médicos o profesores que trabajan en campos nada relacionados con su carrera, son enviados a países árabes o africanos o no tienen empleo en absoluto. La pareja quiere irse de Cuba porque no hallan aliciente ni futuro y bregan con la imposibilidad de salir del país excepto si son reclamados por un pariente en el extranjero. Muy a contracorriente e impermeabilizado ante las críticas, él se niega a cotizar para el sindicato y organizaciones paraestatales (el CDR, Comité de Defensa de la Revolución, uno en cada manzana; las MDR, milicias de Tropas Territoriales, el Poder Popular).
-Dicen que es voluntario pero si hay un problema y no estás con ellos te sacan del trabajo. Con el Poder Popular se supone que el delegado plantea pero nada se resuelve, decide el Partido. Y si les contradices te tachan de contrarrevolucionario.
-¡Ganas de protestar! ¡Insolidaridad ante el bloqueo y los malos tiempos!- y el cuñado se vuelve hacia mí para añadir -Nunca me ha faltado cómo conseguir unas cervezas o un pollo.
Hay algo benéfico, necesario en la ausencia de raíces, en el limpio corte con todo de esta fresca generación, en su nitidez de acero y de página en blanco, de vela dispuesta al mejor viento y a la que no engañarán palabras ni apariencias. Zenia lleva un corpiño fruncido que deja el cremoso escote y los brazos al descubierto. Se diría que acaba de salir de la crisálida. Todo es nuevo en la tersura de esos hombros que rechazan cargar con fardos ajenos y pasadas hipotecas. Su juventud les libera de remordimientos y del viscoso manto de las melancolías, en su historia no ha habido tratos ni compromisos. Sin saberlo, buscan ciegamente la tierra mejor en la que detenerse a sembrar.
Alfonso me propone un negocito. Oyéndole se pensaría haber caído en las redes de un capo de la Mafia. No hay tal y los bisnes, tras su secretismo y circunloquios, se reducen a conmovedoras, patéticas dimensiones. Se trata de ir a comprarles, en las tiendas de divisas, calzado y cosméticos, en parte destinados a la reventa y en parte a su consumo. Aida, su mujer, languidece por un par de zapatos de salón; es una real hembra con poca afición a la vida casera y a la que comienza a aburrir el matrimonio que tiene ya la edad del hijo: cuatro años. El tiempo ha desgastado el aura intelectual con la que se le presentó Alfonso a dar charlas de animación cultural en su pequeña ciudad de provincias.
-Cuando tomé la palabra lo primero que les dije fue: Miren, desde que llegué y tomamos contacto tenemos una buena relación, pero lo que no les perdono es que no me hayan presentado todavía a esta mujer.
Y Aida se rió entonces con esa boca generosa que muestra la pulpa blanca y azucarada de su interior. Vivieron juntos, le acompañó a otras charlas, vinieron a La Habana.
En la casa la he oído reír poco. .Lo que ahora ve es un hombre mayor que ella y con tendencia a la gordura, aprensivo y acostumbrado a recibir los cuidados de su madre, la cual recuerda con frecuencia la grave enfermedad que tuvo de niño y las secuelas que le llevan periódicamente al hospital. Cada vez las largas piernas de Aida dan pasos más largos hacia el umbral de la puerta, que un día traspasará con sus zapatos de charol negro y tacón alto.
El alojamiento en la casa ha sido una zambullida en un mundo de cambalaches, arreglos, extraños tratos y ambivalencias. El barrio lo da, y desdobla a los padres de familia y a la gente del común en chamarileros, contrabandistas e ilegales. Pero me han acogido.
-Hoy hay fiesta.- me dicen. -Vaya al malecón . Es carnaval.
– La acompaño.
Ofrece caballeroso el cuñado militar, experto en apaños y vagamente desconcertado por la desenvoltura e independencia de las mujeres extranjeras.
En busca de un restaurante, deambulamos por la ciudad, pasamos frente a sus casas desvencijadas rosas, azules, amarillas, sus chalets que fueron soberbios y muestran sus ruinas como bocas desdentadas. La declaración de La Habana Vieja por la UNESCO como patrimonio artístico de la Humanidad salva quizás in extremis algunos edificios, revaloriza la noble piedra de sillería en la que los españoles construyeron la catedral, los castillos y las alcaldías y palacios y comienza a poner andamios y algo de pintura en un desastre urbano en su mayoría probablemente no recuperable. Como todo lo oficial en el país, las reparaciones tienen algo de marco de foto, de decorado del que se sale uno al menor paso, y en seguida es la calle y su cañería rota, el portalón en migajas, la visión de un interior compartimentado en eternas divisiones provisionales.
Acabamos en el malecón, junto al que se alza un estrado. Largas filas de gente esperan conseguir en los kioskos platos de picadillo, calamares, cerdo, arroz y vasos de papel con abominable cerveza aguada. La fiesta supone el consumo ávido de un manjar que no se repetirá. También puede conseguirse un ron rebajado y de última calidad, la “ginebra de la victoria” orwelliana, que no es bastante buena para la exportación y ante cuyos despachos los bebedores hacen cola y hacen horas. Con ella y las canciones inacabablemente sensuales se emborrachan, y con los mitos y las llamadas al nacionalismo, a la patria y al honor.
Sepan, señores imperialistas, que no les tenemos absolutamente ningún miedo reza un gran panel en el que un Tío Sam torvo retrocede ante los desplantes que le hace, al otro lado de la franja de agua, un cubano fresco y sonriente. Las continuas alusiones a la independencia, los desafíos a Estados Unidos, pueriles por lo insistentes, dicen a voz en grito lo dependiente que Cuba es, la fragilidad de su situación y la aguda bancarrota económica. Amén de que la antigua dependencia norteamericana se ha cambiado por otras dependencias, ocurre que al padrino se le hace el ahijado cada vez más pesado e incómodo. Curiosa mezcla: el arrendatario de Cuba es la Unión Soviética, el patrón el dólar y el gestor el Líder carismático que se deleita en su pequeño reino colonial sin fronteras ni posibilidad de huida. En él Fidel Castro, desde su eterna Sierra Maestra, que es hoy, en la mejor tradición del secretismo, una residencia de enclave desconocido, redacta sus discursos de dos, tres, seis horas, a un público forzosamente presente; desde allí envía su multiplicada imagen en pósteres, chapas, libros, cubre la t.v. y la insoportable monotonía de la prensa, identifica la fidelidad a sí mismo y a los suyos con la dignidad y el valor personales de cada uno de sus oyentes. Al lado de esta apoteosis de completo poder, de esta fruición del dominio, los burdos placeres del dictador convencional, sus diamantes, sus queridas y sus lujos resultan desvaídos y banales.
-¿Qué tal le fue, hermano?.
-Bien. ¿A divertirse en la fiesta?.
-A divertirse.
Están probando altavoces y hay escolares con pañuelos rojos que colocan filas de asientos. El mar lame sin violencia los flancos del malecón, en el que se apoyan los paseantes para consumir la ración de calamares en salsa y el cubilete de una cerveza clara, sin espuma y sin fuerza. De la mano de sus padres, los niños caminan haciendo equilibrios por el borde del muro. Hasta el final y vuelta atrás. Los movimientos, las charlas, el mismo ritmo del paseo suceden en cámara lenta; hasta el sol duda en proseguir su itinerario y se deja llevar por la inercia hasta ese precipicio brusco de los anocheceres tropicales. Las conversaciones son fáciles, se repiten.
-La compañera no es de acá. ¿De dónde viene?.
-De España.
-¿De España? Qué lindo.
-Yo tengo un pariente en Orense. ¿De qué ciudad es usted?
-De Madrid.
-Mi tío vive en Madrid; igual lo conoce. Francisco se llama, Francisco Figueira.
-No me suena…
-Por una calle que se llama Soria vive, un tipo alto.
-¿Le gusta Cuba?.
-¿Vino a pasear?
Y al atardecer comienza el discurso del Hermano Grande.
La voz del Líder Máximo es histérica y algo afeminada. Durante horas resuena por las callejas sembradas de charcos y basura, rebota en fachadas patéticas, carcomidas, roídas por la incuria más total, por el uso triste y la humedad apática. La voz es exhalada, mezclada con un vaho a inmundicias, por los portalones desvencijados de umbrales reventados y cables al descubierto, por las cañerías que gotean y son cubiertas a veces por una arpillera. La voz sale de pasillos lóbregos, de escaleras en cuyos rellanos el polvo se arrincona como harina y que tienen el pasamanos remendado con cuerda; se derrama desde balcones sin alegría ni colores y se ensarta en el amasijo de hierros corroídos que un día fuera airosa baranda o coqueto esquinazo con farol.
También suena la voz en los restaurantes que no ofrecen apenas nada y no tienen pan porque no hay harina. Y en los omnipresentes olores a orín, carencia y óxido. La voz desafía a imperialismos, promete resistir a bloqueos, se esfuerza visiblemente en crear un ambiente bélico y numantino que maquille la tiranía local y la escasez, que justifique como economía de guerra la infinita incuria y la grisura; la voz reina tras las paredes de agua y ron de la isla.
Prensa
Revuelo en la plaza. Hay novedades, noticias en los periódicos, grandes titulares de hechos que sin duda van a cambiar el destino de los ciudadanos, o que cuentan sucesos que estremecen al mundo y reajustan la estrategia de economías y naciones.
-¡Mire!.
El señor pone ante mis ojos una página y subraya con el dedo algunas líneas: Cuba no aceptará más revistas rusas, se suspenden Sputnik y Novedades. Y añade para completarme la información, con un guiño de entendimiento:
-Ayer la televisión dijo que la URSS iba a arrendar las empresas estatales a particulares, que se pasa al capitalismo, vamos.
Y en el tono hay una capa, una ligerísima capa de la preceptiva indignación oficial, y debajo una indudable ensoñación de cambio propio, una esperanza.
En esta placita del mentidero, bajo los árboles y el calor, la gente busca claves de posibles cambios en el desciframiento de los medios de comunicación de la isla, todos gubernamentales. Semejantes en esto a cualquiera de las democracias socialistas de otros lejanos puntos del planeta, los cubanos se entregan al deporte de la lectura entre líneas.
-Fidel no cederá.- Comenta moviendo la cabeza un segundo lector.
Castro se distancia, en altivo caballero solo del comunismo. De sus súbditos, ninguno se atreve a disentir abiertamente, nadie osa criticar en voz audible su política. Esperaron durante la visita de Gorbachov un principio de liberalización y se encontraron con un refuerzo de las cerraduras. Los cubanos, conocedores de una forma fragmentaria y brumosa del planeta que los rodea, de su evolución, problemas y cambios, se entregan en su espacio claustrofóbico a los negocios con los que raspar algo del mundo de los dólares, compran, revenden, queman energía en las frustraciones, las colas y las quejas en sordina, gritan consignas antiimperialistas y valoran según la divisa norteamericana. Esto introduce varios niveles de mendicidad respecto a los extranjeros, un abanico de comportamientos que va desde el robo, la estafa y -raramente- el ataque, hasta la continua trampa de supervivencia. Produce sobre todo un generalizado sentimiento de indignidad, envidia, temor y degradación personal. El maduro padre de familia, el profesional respetable, se encuentran suplicando al turista, a cualquier turista en cualquier circunstancia y ocasión, una ayudita, un cambio, el aval de su pasaporte para comprar en la diplo o en el shopy zapatos, colonia, gafas de sol. La negativa produce con frecuencia un drástico descenso en la cordialidad caribeña y la desaparición súbita de solícitos amigos.
Junto a la muralla, protegidos del sol por un tejadillo de madera, tres carteles con letras azul, naranja, rosa envían sus mensajes desde un fondo blanco amarillento: banderas, defender, territorio, esfuerzo, mantener, obligar, agresión, seguir, fuerza, no, ni, ninguna, victoria, futuro. En la mayoría se repite la glosa : ¡Marxismo-leninismo o muerte.! ¡Patria o muerte!. ¡Revolución o muerte!. Las consignas gubernamentales no dejan, a decir verdad, a los ciudadanos un gran margen de elección, ni suelen los líderes adeptos a ellas ir en vanguardia con un suicidio ejemplar. Yo o el caos resultaba menos drástica que las continuas consignas estatales tanatofílicas. Mejor que ser numantinos forzosos los cubanos preferirían vivir bien, al menos con fruta y verduras frescas, servicios que funcionen y derechos humanos y políticos. El Líder Máximo ha atacado al revisionismo húngaro y polaco y se escandalizó de las nefastas tendencias liberalizadoras y de los problemas internos en China y la URSS. Su política tiene la crispación de las épocas finales y se adecúa con el aire de atraso y estancamiento que impregna el país entero. La prensa sigue describiendo, en el monolítico lenguaje estalinista de hace cuarenta años, un mundo blanco-negro de comunismos triunfantes e imperialismos capitalistas al acecho. La manipulación informativa es, en la prensa cubana, sólo comparable quizás a los periódicos de Albania o Corea del Norte. Panamá sirve para que se clame contra la injerencia del Tío Sam en Centroamérica, pero se silencian las implicaciones de Noriega en el narcotráfico, su fraude y abuso electoral y su terror entre la población porque importa al Partido Comunista Cubano enardecer a la opinión contra enemigos externos, recabar nacionalismos y soberanías y omitir la mención a las tiranías internas y a la situación real de seres concretos.
-¡Con estas manos cosí yo brazaletes clandestinos cuando la revolución!.
La canción de la abuela Lucinia, el disco brillante por el uso de su existencia entera, gira de nuevo. Sus manos de costurera trabajan sin cesar, llevan haciéndolo toda la vida. Nos sentamos junto a la luz, ella con sus agujas y sus hilos, yo con mis mapas y mis notas.
-Del dinero por lo que hago, el Estado se queda con el sesenta por ciento. Me explotan, mija, como me explotaron los dos regímenes anteriores. Sí; con el castrismo mis hijos estudiaron. Y, ya ves, en la nevera comida poca, pero algunas medicinas guardamos dentro.- reconoce.
Pero se queja de que actualmente muchos de sus hijos y todos sus nietos sueñan con salir del país o con un cambio que dé alicientes al estudio de una carrera o al ejercicio de una profesión. El benjamín vuelca sus esfuerzos en la compra de unos pantalones vaqueros, el cuñado militar sigue sin comentarios las mutaciones de la economía rusa, se declara convencido de que la alternativa es o el marxismo castrista o los niños mendigando y las masas analfabetas y bendice la red de conocidos y colegas que le permite el acceso a cervezas, carne y ron, el primo mecánico cuenta chistes sobre los inalcanzables filetes y utiliza apodos irónicos cuando habla del Presidente y su poderoso clan familiar, los que escaparon a Miami gestionan la ayuda para que otros de la familia den el salto y envían zapatos, la oveja negra comercia en la Habana Vieja con turbios dólares.
La descomposición del bloque socialista, el desmigajamiento del Este y el reconocimiento general de la rentabilidad de la democracia pluralista coloca a Fidel y a su grupo en una imposible alternativa que han resuelto con la huida hacia delante, la purga entre los delfines del poder, la vuelta de la tuerca del estalinismo económico y de la represión. La fijación en su imagen de hace décadas tiene en el Líder Máximo algo de trágico complejo de Peter Pan guerrillero, célibe, solo. Lleva treinta años lanzando a la muerte, con el mismo fervor con que los vacuna y alfabetiza, a cubanos de diecisiete, en Irak, en Venezuela y Colombia. Lo que más puede temer tal sistema es la vida civil, las exigencias de la gestión pacífica, de la administración y la política. Su pesadilla es aquella frase de un estratega norteamericano dirigida a la Unión Soviética en los comienzos de la Perestroika: “Vamos a hacerles a ustedes algo horrible. Vamos a privarles de enemigo.”
Oda a los jefes de turno
Hay una institución nunca bastante alabada que practica, en el anonimato y sin remuneración ni mordida, el auxilio al viajero: son los misericordiosos jefes de turno, gracias a cuyo auxilio he logrado ir recorriendo la larga geografía de la isla. Ellos son los responsables de las estaciones de autobuses de línea en las que el público, como en cualquier otro servicio, hace cola durante días. La tarea de desplazarme al margen de los circuitos turísticos, de los mágicos billetes del Tío Sam y de la policía, hubiera resultado imposible de no ser por la buena voluntad, el desenfado, la iniciativa personal de esta gente, impensables en otros regímenes de burocracia socialista. Equipaje al hombro, aprendí a repetir el mismo ruego, a preguntar en cada oficina por el jefe o la jefa de turno, a exponerle mis anhelos de solitaria viajera, sin excesiva insistencia. Ellos escuchaban, eran parcos en comentarios, me indicaban que esperara, y tarde o temprano me introducían en un vehículo provista del precioso y diminuto boleto.
El mapa del país ha quedado para mí jalonado de estos San Cristóbal negros, blancos y mestizos que me tendían la mano para saltar entre las dos postales y echar a andar por la cálida marejada de lo cotidiano. Porque Cuba limita con dos postales no excluyentes: la turística y la política. A aquélla pertenece el paraíso dorado caribeño, las mulatas -y mulatos- azucarados, el merengue y el ron. A ésta la simpática democracia proletaria hispanoahablante provista de médicos, maracas y barba. Las orillas de ambas tarjetas se alejan irremisiblemente tras la zambullida en la vida diaria; tan rápidas como mis posibilidades de poner otra vez pie en ellas. Y me hallo con una imposición caótica, no elaborada, de la realidad, en toda su materia bruta, sin censura ni cinceles.
Desde la delegación simpatizante hasta la pareja en luna de miel pasando por el intelectual en vacaciones de progresismo latinoamericano, el viaje era, desde el avión, un plato semicocinado, que se espolvoreaba ligeramente de detalles entrañables durante la estancia para luego ponerlo directamente al horno y consumirlo a la vuelta dentro del menú habitual de las buenas conciencias y las posturas rentables. Sólo cumplía superponer la isla a su modelo, quizás con unas gotas -la indispensable espina en la rosa- de suave crítica respecto a cierto posible apego al poder personal refiriéndose a las décadas de Partido y Jefatura únicos de Fidel Castro. Si, durante la gira, algo desentonaba, se saltaba ágilmente fuera del tiesto recurriendo a la miseria en Calcuta o a los asesinatos en Brasil.
Los jefes de turno figuran en cada nudo de un mapa de nombres espléndidos por cuyo solo hechizo hubiera valido la pena recorrer distancias: Ciego de Ávila, Sancti Spiritus, Esmeralda, Santa Clara, Cienfuegos. Ellos me han ido abriendo las puertas de los rincones de umbría, las playas aplastadas por el sol, el verde extenso de las plantaciones, las ciudades que aguardan el comienzo del día con los primeros claros de la amanecida, la intimidad del salón y la velada en una casa.
Camino al sur
Cuando se viaja, se viaja también por el mapa. Hay un diminuto doble del viajero que recorre, previamente, con pasos microscópicos, las líneas punteadas, los guiones, que salta sobre el pálido trazo azul de los ríos y que se sitúa dubitativo en la punta del lápiz que reposa sobre las cifras de la altura de una montaña. Mi material es precario y poco fiable, carece de la precisión y el acabado de la cartografía germánica y las exhaustivas guías anglosajonas pero tiene el encanto del rudimentario atlas de las escuelas de mi infancia, y los pequeños manuales con los que lo complemento son un dechado de propaganda castrista enmarcado por la beatífica admiración de la intelligentzia europea. Entre ataque y ataque de indignación, disfruto bastante con el rosario topográfico de maravillas revolucionarias.
El itinerario que, desde La Habana, me dibujo promete dichas sin cuento porque, obediente -en parte- a las agujas del reloj, me iré primero hacia el sur de la provincia de Matanzas, que tal vez hace honor a su nombre con emociones inolvidables, y luego, siguiendo fielmente la curva que la isla marca, iré hacia el Oriente, por su ancha medialuna al final de la cual me esperan las primeras bahías que vio Colón.
Además de una fe inconmovible en el régimen, los redactores de los libros que manejo disponían ciertamente de esos medios de avanzada técnica burguesa que permiten alcanzar, en breves días, todos los rincones disfrutables y remotos sin la servidumbre de transportes colectivos, amplias masas populares y avituallamiento precario. Poco importa. El viajero microscópico reconoce en el precario papel y las escasas tintas del plano local las modestas ilustraciones de sus textos escolares y recupera la certidumbre de que cada paso al otro lado de los guiones que marcaban fronteras significa adentrarse en espacios de diferente color. Así del amarillo Estados Unidos desciendo al verde México, sorteo el ocre insulso de Belice, paso por el carmesí de Guatemala y el blanquecino El Salvador y, desde Honduras violeta y Nicaragua naranja, oteo en un mar azul pálido Antillas de todas las tallas, Puerto Rico como un dedal de oro, Santo Domingo castaña con la cabellera de Haití todavía agraz, Jamaica cereza al ron, y por fin Cuba, señorial y fina, con un cinturón de provincias que unen los broches sonoros de estas ciudades.
Por la ventanilla abierta del desvencijado autocar llega, con el aire, la palpable certeza de que el viaje al sur ha comenzado.
Por la noche, un hálito fermentado y dulzón se mezcla al calor sofocante y recuerda que al extremo meridional de Matanzas cuelga un infierno. La provincia se deshace en las ciénagas de la península de Zapata donde, como en un escenario de las primeras edades de la Tierra, son los saurios reyes absolutos. Algo se les ha empujado con valientes cultivos de frutales y cocoteros pero la vecindad del mar ensancha su imperio aunque ahora estén empadronados en un parque nacional de cría de cocodrilos que hace la competencia a su homólogo de Tailandia. Estos futuros bolsos y zapatos sonríen malignos en espera de su ración cotidiana más las propinas que puedan caer y tal vez planean vacaciones, y una saludable variación gastronómica, en los territorios de sus salvajes primos que residen al pie de Sierra Maestra.
Un lugar tan inhóspito, al que los mosquitos hacen cuanto pueden para volver netamente invivible, debe tener por fuerza la compensación de un tesoro y, quizás por ello, existe una laguna con este nombre en la que un jefe taíno perseguido por los españoles habría lanzado sus sacos de oro. Es muy posible que el cacique indio planeara así una refinada venganza póstuma, o que esta riqueza, como la olla del arco iris, pertenezca a la extensa familia de los espejismos del oro inalcanzable.
Mortificados suficientemente por la estancia en la Ciénaga de Zapata, los turistas pueden entregarse a la meditación revolucionaria e histórica en las vecinas Bahía de los Cochinos y Playa Girón.
En 1961 desembarcaron en esta zona tropas cubanas opuestas a Fidel a las que apoyaba logística estadounidense. El Gobierno de La Habana contraatacó y venció con la ayuda de la Unión Soviética. El lugar es hoy un gran museo a cielo abierto con monumentos a los caídos, restos de barcos y aviones y pabellones en los que se explican los tres días de batallas.
Esta es toda una zona bélica, de grandes luchas y victorias decisivas. Santa Clara abría las puertas hacia la capital y el centro de la isla; en ella se enfrentaron las tropas de Batista y los guerrilleros del Che, surgidos de las sierras de Escambray para cortar las comunicaciones gubernamentales con la zona oriental; y lo consiguieron con el ataque a un tren blindado y la reunión con la columna de Camilo Cienfuegos en 1958.
La tradición militar viene de largo porque toda la vecina provincia, al sur de Villa Clara, debe su nombre al gobernador español José Cienfuegos, que favoreció en el siglo XIX la inmigración de familias francesas procedentes de Burdeos y la Florida. Cienfuegos ya no es, sin embargo, la Perla del Sur, ha perdido su oriente. La capital de nombre tan luminoso es en realidad una ciudad pequeña encajonada en su bahía y volcada en la actividad del puerto mercantil de donde parte la cosecha de azúcar. Hay algo sin embargo en ella de aura romántica, bajo la capa impersonal de los bloques de viviendas en los que no queda prácticamente aire colonial alguno, si se exceptúan contadísimos edificios. Cienfuegos recibía las frecuentes atenciones de los piratas y de los mercaderes de esclavos, de manera que llegó a distinguirse por una población negra particularmente numerosa que el gobernador intentó quizás cortar con los pálidos colonos franceses. Se habla en ella de la segregación que mantuvo hasta mediados de este siglo la zonas de blancos y de negros, pero la mezcla con criollos y mestizos es tal que por fuerza tales medidas tuvieron que tener mucho de simbólicas.
He apuntado, cuidadosamente, la visita al Jardín Botánico que está entre Cienfuegos y Trinidad. Es sin duda cita obligada para los especialistas en palmeras y bambúes, pero a mí me atrae la presencia en él de la Lucy de los árboles antillanos, una palmerita-alcornoque que vio nacer, hace millones de años, a todos demás los habitantes de estas tierras.
Trinidad
No, Trinidad no tiene nada que ver con frías e incomprensibles abstracciones teológicas. Contra historia y cronología, el primer paseo por sus calles blancas recorridas despacio por muchachas morenas, la pausa ante la ventana de reja andaluza, el descanso en la majestuosa Plaza Mayor, todo me lleva a creer firmemente que su nombre es el de alguna mulata que volvió loco al jefe de los conquistadores. Porque la ciudad es antigua y femenina, recoleta y con sabor a zumo de caña, carne ondulante y prieta, plantas de patio y almidón. Diego Velázquez la escogió en 1514 como una de las primeras poblaciones de la conquista por su topografía, su pequeño puerto de Casilda y las escasas pepitas de oro que se hallaron en algunos arroyos, eclipsadas luego por las riquezas de la Nueva España. De Casilda partieron las naves de Hernán Cortés, rumbo a las desconocidas tierras de Méjico y de un continente entero cuya inmensidad aún no se vislumbraba. Trinidad prosperó como centro mercantil de azúcar y de esclavos, cruce de caminos y residencia criolla, adornada por preciosos edificios y orgullosa de su alegre vida social. Con el siglo XIX llegó el ocaso; el comercio se desplazó al puerto de Cienfuegos, la esclavitud fue abolida, los plantadores se instalaron en otros puntos de la isla. Hoy es en su conjunto un monumento de refinada elegancia colonial con lo que fueron hogares de grandes familias y se han transformado en museos, como el Romántico o la Casa de Iznaga. La pequeña ciudad también recuerda su tradición de centro cultural con el Museo de Ciencias Naturales Alexander von Humboldt y el Arqueológico.
Desde la profundidad de un espejo ovalado con marco de orfebrería, suspendido en la pared sobre una mesita de ébano con camafeos y adornos de concha, me mira, reflejado, el retrato de una mujer de otro siglo, severa en su traje gris de cuello alto, insensible al tremendo calor de Cuba, a la calle de fuego de la que la defiende el balcón entreabierto. La habitación es larga, los muros son anchos y el suelo de losa un estanque de frescura. Alguien pasa al otro lado de la reja blanca, a través de la cual la señora habrá mirado en largas, interminables tardes, con sentimientos contradictorios de satisfacción por su seguro refugio y nostalgia del exterior imprevisto y ardoroso. Esta mujer del retrato es blanca, como las paredes y el aire de la estancia cerrada y fresca, y está metida en su marco, metida en su espejo, frente a las luminosas rejas que impiden al tiempo pasar a la casa colonial.
El extremo opuesto de la decoración solemne y tradicional de esta casa patricia son sin duda los cuadros de Benito Ortiz. Trinidad tiene en él a su Douanier Rousseau, un zapatero que, a la madura edad de setenta y cinco años, se dedicó en 1964 a pintar paisajes y escenas de su ciudad en cuadros naif. La clave de su éxito reside sin duda, no sólo en el valor pictórico de sus telas, sino en el hecho de que éstas desprenden la atmósfera intima, tierna y afectuosamente coloreada de la ciudad sureña.
Israel, apodado El Moro, es un vitalista extrovertido y calculador que maquina, discute y propone continuamente a su alrededor relaciones y negocios. Le acompaña El Sirio, astuto mercader de nariz y labios carnosos y contextura gruesa y fornida.
-Con nosotros todo le costará más barato.- me aseguran.
-Pagará tarifas cubanas.
-Encontrará habitación en el hotel, en nuestro mismo hotel. Venga.
Y se empeñan en ayudarme con mi equipaje, dialogan en la recepción, buscan agua, son todo solicitud.
El pago de servicios esa tarde consiste en acompañarles a la shopy y efectuar para ellos con mi pasaporte compras que luego revenderán. Algo ven en mí de las pepitas de oro que ilusionaron a Diego Velázquez.
Pero mi filón es escaso, no está a la altura del panorama de bisnes que ambos vislumbran. Como son gente hábil, agradecen la primera inversión de cuatro pares de zapatos y, antes de abordar nuevas peticiones, pasan en la cena al capítulo de las confidencias. El Sirio se dice divorciado y con un hijo que, por haberlo sacado del país la familia de la mujer a los seis años de edad en lo del Mariel, no ha visto a su padre desde hace nueve ni podrá verlo hasta 1991. El Moro, de unos cuarenta y cinco años, algo ajado pero aún bien parecido, profesor de deporte y más discreto, apura su ron y asiente.
-Lo de su billete de tren a Santiago délo por resuelto.
-Con un adelanto de veinte pesos basta.
-Ya verá. Ningún problema. Como yo viajo también con usted, me encargo de buscarle el hotel allá.- afirma El Sirio.
Aunque empezaron invitando ahora la cuenta llega y es empujada suavemente hacia mí. En el desayuno ambos se declaran bruscamente insolventes. Han visto sin duda las limitaciones del filón. Intentan un postrero y persuasivo:
-Calcule los dólares de hotel que ya, gracias a nosotros, se ha ahorrado.
-¿No cree que podríamos ir a comprar unas colonias?.
-Por interés en realidad no lo hacemos. Más que nada la intención era ayudar. Pero podríamos….
Se impone el cambio de planes. En vez de intentar ir directamente a Santiago, echaré primero un vistazo a los alrededores y luego me dirigiré a Holguín, en donde tengo la dirección de un viejo amigo de Alfonso.
Emprendo la ruta, la quebrada y polvorienta ruta de accidentes imprevisibles y previsibles ayunos.
¿De qué me quejo?. Ha venido a visitarme el fantasma de Humboldt, para que me avergüence de mi raquítico espíritu de aventura, de mi simulacro de osadía y de mi flaca resistencia. Es un hombre señorial que, sin perder su porte de caballero germano y su seriedad de científico, recorrió el ecuador y los trópicos, fatigó América con el minucioso inventario de sus especies, sistematizó en los comienzos del XVIII el mapa biológico de la corteza terrestre. Los milagros ocuparon un lugar en sus esquemas, fueron medidos y clasificados: la luz, las distancias, la longitud y latitud, el magnetismo, la electricidad, el calor, la humedad, la transparencia. Él deshojó y fue leyendo los estratos y supo, en ellos, de la vida de los fósiles, trilló el mar, las corrientes y los ritmos del océano, distinguió las migraciones de los vientos y cuantificó el lejano resplandor de las estrellas. Este hombre de las Luces en las que confiaron los nuevos países de Hispanoamérica con tan ingenua devoción ha dejado un profundo recuerdo en estas tierras a las que dedicó buena parte de su vida y por cuya naturaleza sintió fascinación. Su fantasma, inclinado sobre vagos mapas, acampado en la jungla que cierra con silbidos y venenos el paso a la existencia humana, me reconforta. Sube, con sus cuadernos de notas, sus instrumentos y sus frascos, por las aguas y las alfombras de mosquitos del Orinoco, del Amazonas, apunta bajo la luz escasa y el aguacero, escribe, observa, escribe.
En la oscuridad de la selva, en el pequeño y agitado camarote de un barco que busca islas y mares extraños, otros acompañan, preceden, suceden a Alexander von Humboldt. Algunos pertenecen al triste grupo de los ignorados que maltrató con su desdén España. Desde otras latitudes llega Alejandro Malaspina, que traía relatos de horizontes australes y fue recompensado con exilio y prisión. Y con él la sucesión de los que encerraron en dibujos perfectos los animales y las plantas.
Hay una extraordinaria nobleza en esa cruzada física, sin banderas, santos ni devociones, absorta en el saber y el cerebro. ¿Cómo observar sin añoranza aquel amanecer lejano de la Edad de la Razón?. ¿Cómo no envidiar su esperanza, su futuro preciso, la pasión con la que quemaban su cortas vidas, puesta la vista en las luminosas riberas del porvenir?. De ellos sorbieron las jóvenes naciones de América la alegre certidumbre del camino amplio, la confianza en el propio poder; con ellos aprendieron a ignorar la religión y la magia, a vivir la exactitud comprobada del presente y a olvidar sumisiones y oscuros miedos, como ellos descubrieron su mundo, y diseñaron banderas geométricas de vivos colores en las que reflejaban esa voluntad sin la que ningún Estado existe.
Humboldt me ha abandonado. El futuro ya no es lo que era y me enfrento al retorno de los brujos. Habré de fingir sometimiento al ritual y el conjuro, retroceder a las fangosas tierras de la incertidumbre en las que mi época se complace, dejar que, fragmentado, vuele el cerebro, avergonzado de tenacidad y referencias, abdicado de sí mismo. Y lo irracional se elevará como una vasta e impenetrable selva con muchos menos exploradores que adeptos. Aunque quizás Humboldt continúa, siempre continúa, instalando en la playa turbia de un río de nombre desconocido su tienda de campaña.
Camino al centro
El autobús se ha alejado del mar, de los todo terreno y los barcos alquilados que permiten conocer las blancas y solitarias playas, los hermosos rincones remotos por los que no pasaremos ni mis cubanos compañeros de viaje ni yo. Con el vehículo, rodamos obedientes por las rutas sin derecho a postal, pero algo se otea de la zona montañosa y dura que hacia el este va descendiendo. La sierra de Escambray llega a la aquí extraordinaria cota de los mil metros, con la belleza propia de la vegetación tropical de altura. Parece que en estos vallecitos hay testigos de Jehová, también iguanas, aunque ni los unos ni las otras se dejan ver. Ya no quedan, sin embargo, guerrilleros malos, grupos anticastristas que resistieron en estas asperezas. La capital homónima de la provincia, Sancti Spiritus, tiene dimensiones muy moderadas y un tranquilo aire colonial en su plaza y su iglesia del XVII. No puede menos de añorarse ese tiempo detenido de las pequeñas poblaciones, el movimiento ondulante como una respiración en el que no parece haber desplazamiento alguno sino tan sólo el balanceo circular de objetos que flotan en las olas. Es, sin embargo, y lo sé, lugar de inquietudes dormidas, de libertades mínimas repartidas de forma harto desigual. Bajo su aparente placidez hay estancadas regiones de angustia, de obligada permanencia, rutina y vagas miradas a la distancia y hacia el cielo. Cabalgaron, emigraron los hombres; se quedaron las mujeres y los esclavos, luego sólo ellas, en casas grandes y frescas pero sin caminos. Ahora el autobús pasa de una población a otra similar y rompe, sin saberlo, burbujas de tiempo detenido, de mujeres en posturas de eterno servicio, de eterna espera, inmortalizadas una y otra vez, muy a su pesar, por poetas de frutos en sazón, por escritores de realismos tan mágicos como sórdidos.
Desde su estatua en la iglesia, una Virgen sujeta a su peana me mira con un rostro regado de cristalinas lágrimas y rodeado de ricos encajes.
Ciego de Ávila. Me alegro de pasar por aquí al menos por el nombre, y por la añoranza de un tren que las circunstancias me impiden ahora tomar y la une a San Fernando, en la costa norte que tal vez podré recorrer a la vuelta. Entonces tomaré un sorbito de la famosa agua de Morón e incluso puede que encuentre un lugar solitario y propicio para soñar con los vecinos cayos. Acostumbrada a los méridas, madrides, toledos y trujillos que salpican Hispanomérica, Ávila, en Cuba, resalta por su soledad entre topónimos de adaptación local. Aquí no vieron los conquistadores sus patrias chicas de origen, no experimentaron la necesidad de alzar duplicados de la ciudad natal. Probablemente se debe a que la isla fue una plataforma de tránsito, embarcadero, cala y base para expediciones hacia territorios ricos, extensos y estables, a la defensiva contra los piratas y, pese al dominio oficial español, obligada a entenderse con naciones influyentes, grandes vecinos y grupos numerosos de inmigrantes.
No hay tampoco en Cuba esa innumerable población indígena y mestiza que marca con su sello los países del Continente. La peculiaridad de la isla está en algo muy distinto, en cierto cosmopolitismo en olas sucesivas que rompían en esta avanzada atlántica con su marejada de costumbres, aspecto e ideas. Los supervivientes de las tribus autóctonas están totalmente diluidos en españoles, africanos, franceses y colonos de diversos orígenes. Sin olvidar el breve pero significativo contacto con Inglaterra: en 1762 los ingleses ocuparon La Habana y obligaron al Gobierno español a abrir su puerto a todas las rutas y naves comerciales. Aunque se retiraron, en dirección a la Florida en 1763, dejaron tras ellos las semillas de las logias masónicas y de la libertad de cultos de las que se nutrirían, un siglo más tarde, los progresistas e independentistas. El siglo XVIII fue también en América la época efervescente de la general Muerte del Padre: el Rey, España, la Iglesia Católica, el pasado criollo. Estos asesinatos tan saludables suelen dejar de serlo cuando pasan de ideológicos a físicos. En el caso de Cuba, difícilmente podría la Madre Patria -enfangada en sus propios problemas del paso a la modernidad- haber llevado a cabo el proceso de independencia con mayores dosis de estupidez patriótica y egoísmo cerril y criminal de los grande propietarios criollos, contra los que clamaron vano el puñado de ilustrados tardíos y la Generación del 98
Qué lejos se ha quedado el mar y con él las costas del sur y la barrera de coral que probablemente no veré. Formo con sus referencias un claro recuerdo imaginario, sigo su perfil con el pensamiento y las guardo desnudas, cubiertas tan sólo por la belleza de sus nombres: el Golfo de Ana María, el archipiélago de los Jardines de la Reina, el Laberinto de las Doce, los cayos de las Doce Leguas y de las Cinco Balas, salidos todos de un cuento medieval, y respondidos tierra adentro por nombres indígenas con sonoridad de ave selvática: Jíbara, Sanguily, Guasimal, Júcaro, Guayacanes, Majagua. Ahora nos adentramos en las caderas anchas de Cuba, una lisa extensión que se abre hacia el este y en la que la carretera traza una línea monótona. Su lustroso aspecto de llanura fértil explica la incursión en el siglo XVII del pirata Henry Morgan. Es zona de granjas y pastos, cuadrículas verdes y establos. El inefable librito que, inasequible al desaliento y a la hilaridad que su devoción por el régimen me produce, hojeo me informa de que aquí se ha logrado una importantísima victoria al sustituir los latifundios azucareros por la ganadería con éxito tal que Cuba está a punto de llegar a ser uno de los mayores productores mundiales de leche y carne por habitante. Serán sin duda los habitantes de otros países a cuyos felices mercados, neveras y restaurantes se destinan. Ya quisieran mis compañeros de viaje entrar en relación intensa y directa con un bistec, aunque éste fuera del cebú importado de Asia al que, con escaso respeto por la Tríada hindú, los campesinos llaman brahma. A las gloriosas perspectivas cárnicas añade mi libro una versión perfectamente literal del cuento de la lechera según la cual Cuba sobrepasará en breve, en el consumo de ese líquido, a los países escandinavos. Por supuesto las gallinas tampoco se quedan atrás en este vertiginoso y exponencial frente de la producción.
A veces divisamos un pequeño bohío que, con sus palmeras, sus flores y su huerto, parece dibujado a pincel para romper la igualdad de este paisaje solitario y tiene el engañoso aire idílico de toda casita campesina a través del rosado filtro de una conveniente distancia. El autobús lleva un tiempo sorprendentemente largo sin sufrir ninguna avería. Mis vecinos de asiento se han despertado de la siesta y charlan con animación, dos señoras hacen labor, el chófer y su ayudante conversan y los kilómetros se desperezan hacia la todavía lejana población.
¿Cuánto hace que salí de Trinidad?. ¿Cómo pueden ser tan largos, tan sinuosos y fragmentados los caminos que atraviesan la isla?. El tiempo se ha disuelto, triturado, en noches insomnes, centrales de autobuses, largas conversaciones, regateos, rostros que se concretan unos instantes y después desaparecen en la oscuridad. En la pequeña población de paso ha corrido la consigna de hotel en hotel local para que no me den alojamiento con el fin de forzarme a aceptar el de extranjeros a muchos dólares la noche. No lo hago y, de rechazo en rechazo, oigo en las casas particulares que de muy buena gana me alquilarían habitación pero temen las represalias de la policía.
Non le diesen posada;
Si non perderíen los haberes
E más los ojos de la cara.
Menos melodramático pero bastante incómodo.
El paisaje se reduce a olor a gasolina, calles, fruta, pan, lo que se encuentra, salas de espera, bancos, ceremonias rituales de súplicas al jefe o la jefa de turno -que responden con eficaz benevolencia-, transbordos, casas y árboles que huyen y se hunden silenciosos en la lejanía y la cálida noche, sueños de viajeros tendidos en asientos desfondados, insomnios de pasajeros mientras mordisquean una galleta y levantan de cuando en cuando la cortinilla.
Mi compañera de asiento es una mujer cordial, joven, encantadora, cuyo marido fue muerto en Angola -era de las FAR, soldados a los que el Gobierno envía a quien le parece oportuno y por cuyos servicios cobra sumas nada despreciables- hace dos años. Él había estado antes en Etiopía y Libia. Ambas nos estancamos, mugrientas, en Camagüey hasta que la jefe de turno, una maternal negra teñida de rubio, me proporciona un billete para Holguín. El último tramo del viaje es polar, con frígido aire acondicionado. Espero, amarrada a bolso y mochila, dormitando, el amanecer.
Holguín
La ciudad es, en este momento, semejante a todas las del planeta, queda, cerrada y distante, envuelta en el fino celofán de la hora que precede al primer claro del día. Sus gentes yacen inermes y ajenas, inalcanzables en su sueño, carentes de sonido y de color.
Que mientras se duerme todos son iguales, los grandes y los menores, los pobres y los ricos.
Nada ha comenzado todavía, no hay un paso en la calle que rasgue la superficie gris y transparente que recubre las puertas, las copas de los árboles, la acera y los tejados. Aguardo, ante la casa del amigo de Alfonso, a que se despierten.
La vivienda es una construcción de dos pisos inacabada y habitada tal cual como muchas otras. No hay materiales de obra, falta el yeso, el cemento, la pintura, los ladrillos. Se va poniendo lo que se encuentra y se vive como el molusco que genera desde el interior las sucesivas capas de su concha. La familia me acoge con generosa cordialidad.
-Te alojas aquí, cómo no.
-¿Y si tenéis problemas?.
-Tranquila. Ya se verá.
El amigo de Alfonso, Gustavo, es un hombre flaco, con bigote negro, reservado y serio pero con sentido del humor e independencia de criterio. Tiene dos preciosas hijas que preparan la gran fiesta de los quince años, ese rito esencial en toda Hispanoamérica. La mujer de Gustavo es suave, muy blanca. La abuela dirige en la cocina, entre las jaulas del corral y la gran mesa con mantel de hule, todas las operaciones. Al clan se suman las dos hermanas casadas, Marta y María, que llegan a la visita diaria, y sus respectivos maridos, que aparecerán más tarde.
Me han dicho que descanse, tras mis noches de viaje, en la cama del cuarto de arriba. El techo es de chapa y su efecto de horno se manifiesta en una brusca pérdida del oxígeno, un cortacicuito en el cuerpo tendido bajo el aire caliente y el metal. Sólo me recuperaré de la asfixia mojándome la cabeza y huyendo abajo.
Hay tertulia, numerosa, sentados a la mesa rectangular que ocupa casi toda la cocina.
-La situación es pésima.- dice Rogelio, uno de los cuñados.
-Antes las cosas no iban tan mal- objeta Marta, que fue pionera del Partido y tuvo una juventud militante.
-Mis hijas todas estudiaron, pero de poco les vale- tercia la abuela.
-Yo hice mi carrera- afirma Marta.
-Pero ¿qué porvenir tiene mi hijo? – pregunta María.
Gustavo interviene poco en la conversación. Tiene un bigote expresivo que habla por él, encierra divagaciones, se curva con preguntas sin respuesta, absorbe dudas y oculta el esbozo de una sonrisa. A veces retuerce las puntas como para escurrir gotas de información. Pide noticias de Alfonso y su gente.
-¿Y el niño?. ¿Y Aida? No sé cómo le irá, tanta ilusión como tenía por La Habana.
Y luego:
-Ahora cuente, ¿qué se dice de Cuba en España?.
También ellos, en Holguín como en el resto, imaginan un mundo pendiente de su isla, atareadas las noticias de cada día con los cambios de humor de los dirigentes, las insinuaciones en las entrevistas, las sugerencias veladas de la prensa.
-Yo tuve juguetes españoles, tuve una muñeca quemada, de aquel barco que mandaron.
Marta recuerda. Hubo un Trafalgar de los juguetes. En los tiempos más crudos del bloqueo España osó enviar un barco con regalos para los niños cubanos, por Navidad. El barco fue atacado, pero parte de su cargamento, aunque estuviera chamuscado o roto, llegó a sus destinatarios y, a través del tiempo, ha pervivido el recuerdo de coches, osos, rompecabezas y muñecas que desafiaron el bloqueo de Cuba y alcanzaron como náufragos sus playas para refugiarse en unas manos que los recibieron como los mejores juguetes del mundo.
-Vamos a dar una vuelta para que veas el pueblo.
Gustavo se desplaza en un cascarón de óxido, sin cristales ni accesorios, que en su día fue coche. El parque móvil cubano ha servido con buenas razones a un publicista norteamericano para rodar un corto que es un canto de alabanza a la increíble resistencia y apego a la vida de estos modelos y estas marcas que siguen rodando con cuarenta años de chapuza y uso. El vehículo, de color indefinido suma de brochazos diversos, es su orgullo y su medio de vida, con él hace portes y recados, trapichea y subsiste en ese paro medio encubierto mezclado con quimeras e inercia que es la forma de vida de buena parte de la población. Guardo la visión, en unos almacenes abandonados, de un precioso descapotable blanco, el radiador y el parabrisas bordeados de negro y los faros con una seriedad aristocrática de monóculo. Allí estaba, con su matrícula azul H 2191, escapado de los años treinta, como un copo de nieve entre las paredes grises y el desconchado techo. En el de Gustavo, azacaneada bestia de carga y pariente pobre del noble deportivo recluido en su retiro, recorro la población, rectangular y monótona, y sus alrededores.
Situada en un eje de carreteras, la central oeste-este y los enlaces norte-sur, Holguín tiene tráfico, aeropuerto e instalaciones hoteleras cercanas que dirigen el turismo a las playas de Guardalavaca. Pero la maquinaria abandonada, los railes que se pierden en la tierra y las plantaciones y las viejas refinerías hablan de la decadencia de lo que fue el centro económico del azúcar. Aquí instalaron en tiempos los soviéticos las plantas de modernización agrícola, que lentamente corroe el tiempo y el abandono y se suman a ruinas de fábricas del siglo XIX cubiertas por la vegetación. El azúcar ha sido el emblema de la isla, que ha dejado de ser sistemáticamente su primer productor y ve su competitividad cada vez más mermada. La caña constituía antes de 1959 más del 80% de sus exportaciones, que adquiría mayoritariamente Estados Unidos según un acuerdo preferencial que permitía a la isla vender ventajosamente a su vecino tres millones de toneladas de azúcar al año por encima del precio mundial. Descontento con la política de Castro, el gobierno norteamericano se negó en 1960 a comprar el resto de su cupo azucarero, 700.000 Tm. La Unión Soviética entró rápidamente en liza presentándose como comprador a cambio de petróleo, que las compañías estadounidenses rehusaron procesar. Como respuesta Fidel Castro ordenó la nacionalización, sin indemnización alguna, de las refinerías y bienes norteamericanos en la isla. Se abría la fractura que continúa hasta la fecha y que se consumó en 1961 con la ruptura total de relaciones entre ambos países. Hoy lo que fue un polo de desarrollo económico tiene el aura inconfundible de la decadencia, de la incertidumbre y del voluntarismo, un viejo olor a melaza y consignas, y la visión huidiza de una venerable locomotora definitivamente estacionada.
Jineteros de provincias
-Tenemos proyectos.
-Queremos poner un negocito.
-Las cosas están cambiando.
Gustavo y su amigo Cesáreo parecen poseídos de auténtica emoción cuando explican su vasto plan para embarcarse nada menos que en el sector todavía inexistente en Cuba: el privado. Justamente lo que da a la isla esa especial apariencia, ese tono insufrible de carencia y monotonía, es la absoluta inexistencia de comercio, el monopolio completo del Estado en la economía que se plasma en los largos muros sin restaurantes, bares ni tiendas, en la ausencia de vitalidad y ritmo, en el aire expectante, cansino, flotante y resignado de una población que vive, sin grandes esperanzas y ningún incentivo, a lo que sale. El marxismo castrista ha tenido un curioso efecto: se ha librado, por la idiosincracia de su gente, del totalitarismo gélido de sus colegas de ideario, pero es económicamente el especimen más puro, sólo en competencia, quizás, con Albania o Corea del Norte, de erradicación del comercio privado. De ahí el marasmo palpable, la general carencia. China, por poner un ejemplo, es a su lado, desde mucho antes de su apertura económica, un hervidero de productos de consumo y pequeño mercado. También, en menor medida, Rusia, y los Países del Este. Pero el caso de Cuba es distinto. Ella es un producto de probeta, absolutamente dependiente de factores externos, de un padrino que durante todos estos años de proclamaciones de orgullo nacional, dignidad e independencia ha sido la base, el sustento y la razón de ser y perdurar del régimen castrista. Nada se explica sin su soledad y dependencia de satélite, lejano y sin embargo rígidamente soldado a la Unión Soviética.
Cesáreo y Gustavo proyectan fabricar y vender bisutería de plástico en la calle, en acuerdo con los disminuidos físicos, a los que el Gobierno permite tal actividad. Es la máxima incursión en la economía privada y la libre empresa que por lo pronto vislumbran. Se les ve ilusionados a rachas, con la energía de quien se pasea por su jaula; luego les viene la melancolía, al atardecer, como en nuestra pequeña excursión campestre.
-Dicen que nos faltan cosas, que la economía no va porque estamos bloqueados por Estados Unidos, pero yo creo que nuestro bloqueo es mayor desde dentro que desde fuera.
El hombre es amargo. Ha pasado los cuarenta, ha recorrido la isla, sus posibilidades de trabajo, sus medios de vida, y este domingo, en el que el valle de Mayabe se tuesta bajo el insoportable calor tropical, salió con tres amigos a los restaurantes y cafés del parque, las terrazas del mirador, en un vano intento de divertirse y romper la monotonía de los días. Desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde el grupo ha intentado ofrecerme y ofrecerse lo que aquí se considera un festín: pollo y cerveza. Y se ha acabado el domingo sin encontrar ni uno ni otra, sin comer y sin beber gota. Los unos no han abierto, los otros no van a abrir, los que abrieron parecen haber nacido repletos y sin esperanza de asiento y servicio, los que iban a comenzar a servir aprovechan con avidez una tormenta para cerrar el kiosko y dejar a la cola hambrienta y defraudada. Alguien, en la atmósfera súbitamente ennegrecida por las nubes y en una mesa en la que ningún camarero pondrá jamás nada, ofrece un cuarto de botella de ron, fuerte y barato, que se va tragando con el estómago vacío.
El hombre tiene el pelo gris y un aire de cansancio, de búsqueda por inercia y continua petición vaga de algo. Masca en sordina las protestas Se autobloquean; nos bloquean. El ron no es suave ni aromático, rasca tripas adentro y se acompaña de truenos y de unas ráfagas desaforadas de lluvia que aquí se catalogan como simple chaparroncito. Nos bloquean…Estamos bajo un templete, en una de las colinas, rodeados de flecos de agua tras los que se transparenta el verde espeso. Machacona, irritante en un final de domingo que se asemeja a todos los del mundo, vuelve la misma canción del Estado policial defensivo y la endémica penuria cotidiana.
Peregrinación por comida. Larga cola. No hay cerveza, es una obsesión la cerveza que se acabó, que no llega, que se vende sólo acompañada de un plato malo y caro. La policía en la carretera. Uno de mis compañeros de búsqueda comenta con rencor: Pero ellos lo tienen todo. Cola de una hora. ¡Pollos!. ¡Cerveza!. Aguacero, corte de luz que aprovechan los del restaurante para no servir, aunque ya sólo chispea, y ni siquiera vender al público en el mostrador.
-¿Qué les importa?- dice mi vecino de espera, que engaña la necesidad con cigarrillos. -Cobran una miseria y se comerán al volver a su casa un huevo.
Las camareras miran como esfinges, teniendo como telón de fondo el mostrador apagado, al público hambriento y desesperado que se va retirando con miradas acusadoras porque no se atreven a protestar.
-Aquí han desaparecido ya muchos. Cinco, diez años de cárcel, escándalo público. No te matan, pero te privan del poco movimiento que te queda.
Cesáreo se había puesto una camisa negra impecablemente planchada. Me siento entre él y Gustavo. Quieren ser caballerosos, lo son, pero la tentación es demasiado fuerte y acaban vaciando mi cajetilla de cigarrillos. De repente la conversación, la compañía, la repetición de las situaciones, las quejas me exasperan. ¿Dónde está el jolgorio, las bromas y la salsa, el cimbreo de las bellas mulatas, el tipo más guapo del lugar, la canela del cóctel y los brazos tostados?, ¿dónde las aguas transparentes y las playas de harina, el sabor de una vida instantánea, de una sensualidad extraordinariamente asequible?. El ron no calma sino que agudiza mi ataque de hastío, mi irritación que clamaría a todo el grupo y más allá de la colina, para que bailen y se callen, para que me cuenten otras historias y me enseñen la vegetación tropical, el acuario y las fábricas de tabaco. Ahí está Cesáreo, mortecino, acodado en la mesa junto a su copa, con la expresión de siempre querer decir algo, y están los demás, con gestos cansinos y escasez de chistes, ni siquiera dotados para el humor negro que sería el recurso de mis compatriotas.
-Miren.
Ha roto el cielo y hay en la distancia un arco iris. Se ha asentado el polvo y la vista es amplia, sobre un paisaje de lomas y ciudad baja. El calor no da tiempo a los regatos para llegar al valle y son absorbidos por la esponja de la maleza y el velo de vapor. El coche de Gustavo, lavado por la tormenta, es una gloriosa ruina. Volvemos.
De compras por Las Antillas
Hay aberrraciones en las que nunca pensé detenerme, fangosos terrenos aceptables sólo por la literatura en casos de necesidad imperiosa, incursiones en el plúmbeo reino de los pelmas. Estoy escribiendo sobre raciones, precios, consumo y salarios, y con ello me siento ahogarme, empujada por mi cadena de moralina hacia el fondo, en un estanque de formol. Encerrada definitiva e irremisiblemente en el circuito de la vida cotidiana, segregada por mis propios esfuerzos de los rincones dorados y apasionantes que sin duda Cuba ofrece, alejada de esa novela erótica de café, azúcar y piel que añoro y me hubiera correspondido narrar, me sumo en páginas tan torpemente depravadas como las que he elaborado en mis salidas de compras con Marta y María. María está embarazada y el bombo le da prioridad en las colas aunque no le sirve de mucho teniendo en cuenta lo que ofrece el mostrador. Esta expedición, que recuerda a las frustradas cacerías de un felino torpe, comienza con un coro de lamentaciones sobre la falta de agua en las casas, de electricidad en las bombillas y la generosa abundancia de cucarachas, ecológicamente protegidas por la inexistencia de insecticidas. Cuando pregunto por compresas o algodón quirúrgico la hilaridad es general.
Vamos al supermercado el lunes y ahí ya el espectáculo alcanza las cimas de la desolación: cada estantería vacía -que son casi todas-, cada uno de los cajones sin más relleno que polvo y churretes, aúlla la bancarrota del sistema. Algunos botes oxidados y difícilmente identificables tienen aspecto de ser los restos invendibles de envíos: crema de almejas, mermelada de tomate…La carnicería despacha solamente costillar salado de cerdo. En productos lácteos hay unos bloques pequeños de mantequilla y queso blanco. No existe el pescado, ni la fruta excepto un puñado de mangos, ni las verduras salvo algunos pimientos de tercera calidad y tomates diminutos, amarillos y duros. No hay, por supuesto, bolsas de plástico y prácticamente, excepto para la carne, tampoco de papel.
En las tiendas del Estado que sirven el cupo mensual corresponden a cada cubano, con ciertas diferencias según casos y regiones, algunos bienes básicos de consumo, que se le venden en la cantidad fijada por el racionamiento y a precios asequibles. Lo que se quiera adquirir a más de esto, si se encuentra, es como mínimo cuatro veces más caro. Por persona y por mes corresponden:
– Una pastilla de jabón.
– Medio tubo de pasta de dientes (la ración es uno para dos personas).
– Cinco libras de arroz.
– Tres onzas de carne ( una onza equivale a 28 gramos).
– Pescado: su compra es libre pero prácticamente no hay.
– Leche: Sólo para niños de hasta siete años. Luego, de los siete a los catorce, condensada, cuatro latas al mes.
– Fríjoles (judías): cuatro onzas.
– Mantequilla: una libra.
– Pan: un cuarto de libra diario.
– Patatas: Una o dos libras en tiempo de cosecha. Luego no hay.
– Plátanos: sólo por niño y dieta salvo excepciones (antes había pluses de comida de ancianos).
– Zapatos: un par al año.
– Bragas: cuatro al año.
– Camisetas, calcetines y medias: no hay en cupo. Quizás en mercado libre.
– Pantalones, faldas, vestidos, etc.: el día que se recibe alguna partida de prendas de vestir hay colas desde la madrugada anterior.
– Cigarrillos. Una cajetilla a la semana.
– Puros: dos cada quince días (sólo para hombres).
Respecto a los salarios, como el cupo está lejos de cubrir las necesidades en cantidad y en calidad, la mayor parte de los cubanos se queja de la carestía de la vida. El salario medio es unos ciento cincuenta pesos. El mínimo cien, el máximo parece difícil de averiguar (la equivalencia del peso al cambio real es de unas veintidós pesetas, es decir, un peso sería la séptima parte de un dólar en la calle. El cambio oficial, un peso a 0,85 centavos de dólar, es perfectamente ficticio).
También me he entretenido anotando precios:
– Un plátano: un peso en el mercado libre, es decir, sin bonos de racionamiento).
– Un boniato: veinticinco céntimos la libra (mercado estatal fijo).
– Ñame: no se encuentra a ningún precio.
– Papa: quince céntimos la libra (mercado estatal fijo).
– Calabaza: Dieciocho céntimos la libra (mercado estatal fijo).
– Carne de primera (bistec): setenta céntimos la libra en el mercado estatal fijo y ocho pesos la libra en el mercado libre.
– Carne de segunda: cincuenta y cinco céntimos la libra (mercado estatal).
– Carne en picadillo: seis pesos la libra (mercado libre).
– Pollo: setenta céntimos la libra (mercado estatal) , un pollo entero vale unos diez pesos en el mercado libre.
– Pescado: setenta y cinco céntimos la libra en el mercado estatal cuando se encuentra, que es casi nunca.
– Bacon: cuatro pesos la libra (mercado estatal).
– Cerdo (pata): cuatro pesos con cincuenta la libra (mercado libre).
– Cerdo (resto): tres pesos con cincuenta la libra (mercado libre).
– Café: veinte pesos la libra (mercado libre). Se entiende café mezclado con otro grano. El puro no se vende al público cubano y sólo se adquiere con divisas.
Cuba recuerda intensamente a “Rebelión en la granja”, de Orwell. En la isla no hay nada de lo que ella misma abundantemente produce, no hay mercados, ni barcas que exhiban el producto de su pesca al llegar al puerto; en Cuba, la tropical, no hay fruta ni verduras, no hay papas, ni malanga, no se pueden hacer ensaladas ni sazonar con especias ni animar el guiso con un sofrito, el cacao existe en la planta y huye luego misteriosamente para aterrizar en mesas foráneas convertido en chocolate, el café mismo es caro y nunca se vende puro. De los animales no se ve aquí sino la periferia: flanco, pata, rabo. Y, por no haber, no hay ni chicle, que reciben a veces los cubanos de sus amigos de ultramar por carta.
Cuentan que existió durante dos años un mercado campesino libre, en período de prueba, y que la población encontraba cuanto quería. El Estado, aunque recibía una parte, sin embargo lo suprimió. Actualmente no se puede vender absolutamente nada directamente al consumidor, todo debe ser canalizado por el Gobierno, excepto una pequeña parcela de autoconsumo y algunos animales domésticos. Como resultado el campesino prefiere trabajar lo mínimo e incluso no sembrar.
Tras escuchar tantas quejas de la gente con la que me voy encontrando, la pregunta inmediata es si hay una oposición organizada. Y las respuestas suelen ser:
-No. Hay demasiada vigilancia, mucha represión.
-¿Y huidas?.
-Nuestras fronteras son de agua. No tenemos donde ir. Las costas más asequibles están muy vigiladas.
-¿Por qué no aprovechó más gente lo del Mariel, en 1980, para salir del país?.
-Mucha lo pidió, había que ver las colas, y mucha más se hubiera ido si Fidel no hubiese cerrado el caño. Además, por entonces las cosas no se habían deteriorado tanto como ahora, aún creíamos.
-Cuando Fidel planeó dejar salir a algunos en lo de Puerto Mariel calculaba en unas veinte mil las peticiones. Un militar fue destituido por falta de confianza en la Revolución porque, al preguntarle sobre las previsiones, contestó que, en su opinión, un millón de personas querría marcharse. Oficialmente salieron ciento veinticinco mil y tuvieron que cortar y disculparse con el tipo del ejército, que no andaba descaminado suponiendo que se hubiera permitido marcharse a todos los que lo deseaban.
-Yo no quería juntarme con los del Mariel; sacaron a la escoria de las cárceles, criminales, pervertidos, subnormales, dementes. Eso mandaban a Estados Unidos. Uno tiene su dignidad.
Dignidad, una palabra que se repite en las conversaciones. Ella y el temor ante lo desconocido y la separación de los suyos retiene a los descontentos. Alguna gente se echa al tranquilo mar del sur, en botes hechos de cualquier cosa, hacia la cercanísima costa continental. La mayoría vegeta y espera.
Las manifestaciones de la oposición interna difícilmente llegan a ser percibidas por extranjeros. Alguien me dice, con la mayor inocencia, que entre los deberes del equipo de su amigo el comisario del distrito se cuenta quitar los carteles contra Fidel y el Partido; luego existen, aunque durante muy breve espacio de tiempo, en las paredes, y su elaboración, en un país de tal vigilancia y escasez, requiere considerable empeño.
De forma legal, es muy difícil salir del país, empezando con que este tipo de paraísos, como sus afines, son obligatorios y sin derecho a pasaporte, ese pasaporte que envidian a los visitantes, suspirando, los súbditos del Líder Máximo. Viajan los deportistas y viajan los músicos, viajan ancianos que tienen parientes en el extranjero -normalmente en Estados Unidos- que pagan por ellos al Gobierno de La Habana una jugosa cantidad en dólares. Los demás ven la televisión, se imaginan visitando España, visitando México, acumulan los puntos de los muy poco espontáneos trabajos voluntarios para que un día se les conceda un viaje a la U.R.S.S. (ahora ni eso) y critican la situación en voz baja y tras asegurarse de que no hay nadie alrededor. Recuerdan que el telón hubo de levantarse en abril-mayo del 80 por la presión de miles de refugiados en la embajada de Venezuela y en la Oficina de Asuntos de Estados Unidos; que, como se hizo desde el principio del régimen, importaba asimilar a todo cubano no castrista con un gusano y que el Gobierno tiñó la disidencia con todos los delincuentes de derecho común de las cárceles. Esa misma dicotomía blanco/negro, tan cuidadosamente cultivada por el régimen, ¡Revolución (=castrismo) o muerte!, ¡Patria (=situación establecida) y honor!(=fidelidad al régimen), Nosotros (=dignos), Gusanos (=cubanos no castristas), esto, con su falsedad maniquea tan alegremente aceptada muchas veces por la opinión europea (¡Ah, la dulzura de las revoluciones hechas con piel ajena), obliga continuamente a la doble expresión y al doble pensamiento Porque son legión los que tienen parientes que huyeron a Estados Unidos, los que viajarían si pudiesen y aún más los que cambiarían el Estado, el país.
El control interno de esta población de diez millones de habitantes confinados en su isla parece eficaz; consiste, a más de la policía, en los delatores civiles y en las células de barrio, y se apoya en el espíritu clánico de los cubanos, que no les permitirá huir sino con la familia a rastras o para ser acogidos por ella al llegar a su destino, y en la usura diaria de energía en colas, arreglos, esperas, intentos frustrados, horas y expectativas estancadas, esfuerzos que no llegan a ninguna parte.
Gustavo y Cesáreo me llevan de un sitio a otro en su desvencijado coche. En él recorremos el itinerario cotidiano de sus diversos apaños, desde él me muestran un hotel en construcción, una fábrica desafectada, oficinas públicas, casas de amigos, la esquina donde piensan albergar su prometedor negocio de bisutería. Y Cesáreo se presenta siempre con su camisa planchada, de colores oscuros, el cabello gris bien peinado, los vaqueros, y un aire perpetuo, trenzado de frases incompletas y silencios, de quien quiere decir y no dice nada.
-No se pasa tan mal- sonríe Gustavo.
-Igual un día cambia- añade el amigo.
-O se van ustedes.- sugiero.
-Salir no es fácil…- Cesáreo busca algo en la guantera.
-Yo sin mi vieja no me voy.- afirma Gustavo.
-Hacen falta papeles, que te den los papeles.- insiste Cesáreo.
Hemos parado en un control. Gustavo les enseña algo y continuamos sin dificultad.
-¿Policía?.
-No tiene importancia. Buscan otras cosas.- Gustavo se encoge de hombros. -Por ahí hay una cárcel.- señala.
-Bueno, por lo menos aquí no hay escuadrones de la muerte ni aparecen cadáveres en las cunetas.- digo, y me dan la razón.
Pero se nos estropean hasta los modestos amagos de juerga, las alegrías que comenzamos con la búsqueda del pollo y la cerveza perdidas, las páginas que deberían estar miniadas por los colores del trópico y el meneíto del mulato danzón. Ellos se mueven sólo hasta donde alcanza la cuerda que los retiene, los contiene y endereza, si es preciso, su rumbo. Una vez se ha visto esto, palidecen las congas, el cha-cha-cha y el color.
Mi pasaporte pasa de uno al otro, es examinado con curiosidad.
-Está bueno tenerlo; está bueno.
-Ustedes lo tendrán, no son peligrosos, no están perseguidos. Acabarán teniéndolo. Y, además, tampoco por ahí la vida es fácil.
-Ya quisiera yo tenerlo, ya. Pero hacen falta trámites, unos trámites…- Cesáreo siempre deja las frases en suspenso y mira de soslayo, con aire pesaroso.
Ninguno de los que he conocido se ha presentado como activo oponente del régimen. Tampoco han mostrado el temor silencioso típico de los Países del Este. Se quejan, hablan. No son de cielos ni infiernos; viven en un limbo de tibia hartura, flotan blandamente en círculos llevados por su hastío, chocan sin estruendo con las esquinas de cristal de su pecera.
El Gobierno de Cuba asimila automáticamente disidente al criminal de derecho común, así pues no existen los presos políticos. Hay, al decir de la gente, miles de prisioneros en centros penitenciarios en los que se puede uno encontrar con facilidad simplemente por criticar en voz demasiado alta el estado de cosas. Lo que parece haberse evitado -y no es poco mérito en contraste con vecinos como Guatemala- es el recurso sistemático al asesinato o la tortura. Las desapariciones o eliminaciones afloran, esporádicas, en el clima mezcla de cierta permisividad y temor. Se comenta que se desconoce la suerte de aquel cantante o de ese periodista, hay fusilamientos en la cúpula del poder, pena de muerte, tiroteo de emigrantes sin más pasaporte que su balsa, no se permiten observadores internacionales en penitenciarías; se tacha de lacayos del socorrido imperialismo a los miembros de la Asociación de Derechos Humanos y se les persigue con procesos, las campañas de represión alternan, al ritmo de cierta moda política, con repentinas muestras de benignidad. Y los cubanos giran, en la repetición simétrica de los días, miran al mar y reanudan su existencia flotante en la que costean puertos a los que parecen destinados a no llegar jamás.
Saturno
-Muerto el perro, se acabó la rabia.
Decía con acento convincente de certidumbre personal un hombre que charlaba con otros de su grupo la tarde de fiesta y discurso, junto al malecón de La Habana.
-¿Sabe lo que le digo, compadre? Que muerto el perro se acabó la rabia.
Afirmaba, como fruto de su definitiva conclusión, otro al que le mostraban un periódico sus dos amigos.
-Muerto el perro, se acabó la rabia.
Recitaban a coro, sin advertirlo, múltiples interlocutores. Porque esa era la respuesta correcta, el comentario adecuado respecto al fusilamiento de un alto cargo militar, Ochoa.
Como sus homólogas, la cúpula del poder ha devorado ya en la revolución cubana a muchos de sus hijos y el apetito del dios voraz aumenta con su senilidad. La familia Castro -Fidel, Raúl, su mujer- dominan el panorama; cayó Ochoa y últimamente ha caído el Ministro del Interior. Caerán otros. De estas podas el mismo carismático líder surge siempre en el ápice, derramando sus luces, sus inapelables directivas y sus lágrimas por la penosa obligación de fusilar a los traidores. Las muertes de Ochoa, el veterano de prestigio, y de sus, según la versión oficial, cómplices en el tráfico de droga han despertado en Cuba numerosos comentarios pero las conversaciones callejeras sobre el tema tienen más de charla sobre la noticia del día en un país de prensa singularmente monocroma que de debate. Por la calle, en voz alta, se afirma la adhesión, se zanja el tema (“Muerto el perro, se acabó la rabia”). En tono menor, se alude a la personal oposición a la pena de muerte. Más que el tráfico de heroína, lo que parece incalificable es que los condenados hubieran hecho llorar al Guía Máximo. En privado y a solas se expresan dudas sobre los cargos y sobre las maniobras del clan Castro en la eliminación de los que podían hacerles sombra.
No son las únicas vidas de las que el régimen ha dispuesto. La política interior enfatiza las atenciones a la juventud y a la infancia, su salud y su alfabetización. La exterior, a continuación, dispone de esa juventud y lleva décadas mandándola regularmente a la muerte en nombre de los ideales de un Fidel mitad Peter Pan guerrillero y mitad Trotsky. Cuba compensa su cerrazón física e ideológica con una supuesta apertura al mundo exterior de la que la población no participa sino para pagar, refunfuñando, en vidas y en gastos. En el marco de un servicio militar largo y obligatorio y de un voluntariado en el que no serlo sería francamente incómodo, se envía a contingentes de soldados de diecisiete, de veinte años de edad, a Irak, Angola, Mozambique, Venezuela, Colombia, Etiopía, a los campos de entrenamiento de Libia y, en sus tiempos, a las reuniones con el IRA y con ETA. La Habana cede o alquila a sus soldados según las posibilidades del país de destino. El Líder Maximo también manda fuera cuanto falta a sus ciudadanos: mercancías, alimentos. La gente asiente por necesidad, oye en los interminables discursos las cifras de su fabulosa ayuda a los países del Tercer Mundo, y se va a casa a enfrentarse con la más absoluta escasez. En paredes sin cornisas ni pintura palidecen los carteles del Che Guevara y las llamadas a la revolución permanente, a crear uno, dos, múltiples Viet-Nam. Esa doctrina es la que permite, de hecho, perpetuar estados de emergencia, racionamiento, plenos poderes del Partido Comunista Cubano en el Gobierno y una opinión volcada hacia la amenaza exterior.
Cuba mantiene cuidadosa, insistentemente, el síndrome de bloqueo y defensa. No es que los enemigos no hayan sido reales y que la Bahía de los Cochinos fuera un sueño; es que sin esos enemigos el Partido y su política no tendrían razón de ser en cuanto que se definen por lo negativo: defensa, rechazo, nacionalismo, diferencia. África, Asia, el mundo son grandes y darán perpetuamente materia y terreno para la lógica bélica y los enfervorizamientos y reclutamientos masivos. Es significativo como las consignas hacen hincapié en el inmovilismo, en los principios inquebrantables.
Nosotros nos merecemos otra cosa. La frase llega de gente como Cesáreo, Gustavo o Marita. El hombre de la calle, la persona de mediana edad y cierta experiencia y nivel crítico, difícilmente se resignan a su mortecino horizonte cotidiano. La ausencia de posibilidades de huida, la usura diaria de la lucha por unos tomates o una bolsa de patatas, el arte de construir sin materiales y la exasperación de colas interminables han roído los ardores de la población. Pero sobre todo se encuentra ésta emasculada por la conciencia apática de impotencia y por la claustrofobia, por la falta total de incentivos individuales, por la ausencia de futuro.
Porque los cubanos no han llegado a este régimen desde una tribu primitiva amazónica autosuficiente sino desde una sociedad capitalista desigual y con sectores de miseria, la dictadura de Batista, pero irremediablemente ya moderna y entrada en el siglo XX, y la persona de a pie piensa merecer otra cosa que el que le sacrifiquen los días y los años de su única e irreemplazable vida para quemarlos en cenizas que abonen las utopías futuristas comunitarias de sus líderes. Nosotros nos merecemos otra cosa. Nosotros no nos merecemos esto, dicen, y piensan que ahora algo va a cambiar. Ocurre que el régimen es tan monolítico que si algo cambia realmente cambiará todo, y de ahí el miedo del Partido.
Petición de mano
La casa, en esta mañana de la partida, está esforzándose por ofrecerme una comida digna de tal nombre. Gustavo ha conseguido bajo cuerda, en un restaurante caro y a cuyo cocinero conoce, ¡dos pollos!, que yo le pago y con los que invito. El matrimonio sube a la terraza, con las hijas, a explicarme los proyectos que tienen para continuar la construcción. Los cuatro quedan ahí, marcados para el recuerdo por la luz del mediodía: Él, flaco, pausado, enérgico, con un humor tranquilo extraordinario, su casa -palomas, olor de pimientos fritos, corriente de aire-, su mujer, con ojos verdes también de paloma. Después nos hemos hecho una foto en el parque: la familia extensa y la visitante en el medio, una foto de adiós porque me voy de Holguín y, aunque Gustavo me haya dicho, con no poco sentimiento, Volveremos a vernos., nada es más improbable. Es un día de fiesta, semejante a cualquier parque de cualquier sitio, la imagen, tan cercana, de una salida dominguera a los alrededores de Madrid. Ni me encuentro en una isla ni hay Atlántico, porque este país es quizás, para un español, el más próximo de América, lo suficiente como para que su percepción inmediata dificulte la visión de su ser real.
El cuñado toma posiciones para fotografiarnos; un muchachito negro se interpone y se queda mirando la escena hasta que le hacen señas de que se aparte.
-¿Qué hace ahí en medio esa cabeza negra?- bromea Gustavo.
Porque, en efecto, su familia es toda ella blanca, sin mestizaje, lo cual es bastante común en la zona, y tendré que irme al este para encontrar los núcleos de población de mayoritaria ascendencia africana.
Ya está la foto. Una línea larga de generaciones en la que los niños se apoyan perezosa y cariñosamente en la abuela y ella comenta con orgullo: Que no digan que he venido sola. Tampoco ellos se irán solos. Se pararán frente al mar, reflexionarán sobre balsas en la playa, pero los lazos de familia son como anclas, fortísimos, extensos, y sus largas cuerdas les tirarán del pecho, les harán sentir, incluso si cruzan el brazo de agua, los movimientos de los que quedaron, les mandarán dinero, planearán, mientras dan sus primeros pasos en la tierra de acogida, cómo prepararles para el salto.
-Hola, Cesáreo.
-¿Qué tal?. ¿Damos un paseíto?.
El hombre con pelo gris y cierta apostura plantea con brusquedad vergonzosa, y retira con el mismo sonrojo, su propuesta.
-Aquí sólo casándote con un forastero te dejan salir sin problemas…. Tú prodrías ayudarme si quisieras….Tener un pasaporte…Irme…
Cesáreo tiene el gesto más amargo que nunca, las palmas abiertas, y mira al suelo. La humillación pesa sobre todo este intento desesperado de huida, sobre el tono de ruego. Es difícil bromear sorteando los límites claros de esa rabia tirante que le asoma a las comisuras de la boca y a los hombros. Divorciado, quemando los últimos cartuchos de una vida absolutamente sin ninguna expectativa.
-¿Por qué no te fuiste en lo del Mariel?- pregunto. Pero conozco bien la respuesta.
– Dignidad. No ponerme a la altura de cierta gente. Sacaron a los criminales para embarcarlos. Además, hace diez años todavía creía en algo, todavía les creía algo.
Jineteros de provincias. Muy lejos del cinturón de hoteles y de Tropicana. Tímidas ofertas de un producto en las antípodas de la mulata jugosa. No se ha molestado en representar a don Juan, en llamar en su ayuda a la sensualidad. Él vino, planchado y peinado, a esperar el sortilegio en el que no cree.
He conocido ya muchos casos. En Cuba se pide la mano, que echen una mano el extranjero o la extranjera, porque ésa es una de las pocas formas de salir del país, de conseguir un billete de avión y un pasaporte. Ellos y ellas intentan, y a veces consiguen, matrimonios de conveniencia con extranjeros de paso, bodas que les sirven simplemente para escapar y que se disuelven nada más dejar el país. Pocos turistas van solos; los que lo hagan ciertamente pasarán por la experiencia de la petición de mano, de esa mano que el pretendiente espera que le arrastre, salvadora, al otro lado del mar.
Y de nuevo en ruta, gracias a los jefes de turno, hacia Santiago. El autobús -la guagua- pincha. Pasa un camión como un largo paisaje. Una mujer sudorosa con su hijo de unos diez años y paquetes llega a la cafetería, que sólo tiene café, pan con mantequilla y suciedad. Pide agua, como de costumbre no hay. Grita:
-¡Cuba se muere de sed y de asco! ¡Qué desprestigio!
Y sale. Tras no poca espera, llega el autobús reparado. Durante kilómetros, como el bolero de una fiesta de quince años, el adolescente sentado a mi derecha me confía el caudal intacto de sus ilusiones y amores.
Santiago
En la noche, Santiago es una ciudad en la que se desemboca tras un hermoso paisaje tropical de lomas. Algo recuerda a una Shanghai de Cuba: la gente mejor vestida y con más gusto, las casas menos deterioradas y más señoriales, plantas, menor sentimiento de ruina y escasez, viveza mercantil al menos en potencia, movimiento de calle, apertura. Santiago es la puerta primera, el extremo puerto del Oriente. Aquí, comenzando por Baracoa, se fundaron las primeras ciudades españolas y aquí se encontraba la capital del gobernador, Diego Velázquez.
La casa en que me alojan es extraordinaria; un recinto de altísimos techos y paredes gruesas, enlosado, todo ello hecho para arremansar frescura. La luz entra a través de cristales de colores y celosías de yeso, filtrando el sol de su agresividad y su ardor y trayendo los perfiles, contra el amanecer, de las grandes hojas de las plantas.
Comienzan los ruidos de la casa, las habitaciones que comunican con cuartos de baño igualmente amplios y pintados de color mar. La señora, una mujer mulata, de mediana edad, con gusto por los objetos finos y los perfumes y su hija por los libros de Lenin y Dostoievsky, trajina por la alcoba, se hace café. A esta hora, hace años, su tatarabuela probablemente se deslizaría a hurtadillas de la cama del amo y recogería al pasar el justillo y la pollera dejados en el aseo.
Huele a plantas y a lluvia, a las pocas cosas aún puras al comienzo del día.
-Acompáñeme y le indico dónde tiene que bajarse del autobús. Salgo ahora para el trabajo.
Me dice la señora, con cierta condescendencia distante. Va bien vestida, lleva carpetas y se ha maquillado de naranja los labios y de azul plomo los ojos sobre la oscura piel. El pelo está enroscado en rulos de peluquería que no se quita, sino que sale a la calle con ellos, y con ellos y su pañuelo de gasa que los cubre piensa, evidentemente, ir tocada en sus actividades diarias.
Entablo conversación, sentados ambos en un banco, con un señor con aspecto de oficinista, y saco a relucir el, para nosotros, curioso hábito de las mujeres cubanas de ir a todas partes con los rulos puestos. Inmediatamente mi interlocutor me responde con un cliché político-social cuyo automatismo resulta delicioso:
– Yo, personalmente, estoy en contra de los rulos por la calle, pero, en efecto, la mujer cubana se cubre la cabeza y hace sus actividades con ellos. Antiguas costumbres.
En la que fue Plaza de Armas, mientras espero al profesor de español conocido el día anterior, que me proporcionó cobijo esta noche y que va a buscarme hotel hoy, los finos cuervos mulatos aletean alrededor de mí y de mi mochila para proponer negocios, el consabido trueque de los dólares.
-El abanico está para los defectos.
Dice el impecable y sardónico portero del restaurante 900. El lugar pide poco menos que etiqueta. Mis sandalias y la mugre del viaje distan de ornar el sitio más elegante de Santiago. Pero llevo -continuamente en Cuba- mi abanico azul.
Por fin, pasadas las cinco de la tarde, Tucídides, el profesor de español, me deposita en una habitación de hotel ganada a base de oscuras influencias y en la que figuro como cónyuge de alguien a quien no conozco, para que pueda pagar en pesos cubanos, esto en un Santiago que jura tener todos los hoteles llenos y ningún cuarto libre. Por el método de extrañas influencias que aquí impera, con sus contubernios, sobornos y conspiraciones, estoy inscrita en la habitación doscientos once del hotel Bayamo como esposa de Tucídides Caballero. El truco ya fue usado en Trinidad, sé, pues, que es una fórmula. Aun así barajo la posibilidad de entradas nocturnas, chantajes, violaciones, robos y abusos. Me da cierta confianza el conocimiento real de Tucídides de la Historia de España y el hecho de que como más útil le soy es en la tienda, comprando por dólares.
La habitación es de lujo oriental, si se tienen en cuenta los baremos cubanos: muebles sucios pero enteros, radio ronca y polvorienta pero radio, agua en el cuarto de baño, no en los grifos pero sí en dos cubos, aire acondicionado que no funciona y lámparas con bombillas de veinticinco.
Pese al lujo comparativo de la estancia, no duermo. El ruido de la calle, de los escapes que apestan cuesta arriba, y el desnivel central profundo en la cama, en el que descubro una gran mancha de sangre en el colchón, son notables. Pienso en quién pudo ser la cubana desflorada en esta habitación de estos hoteles que también se alquilan con tal fin por horas.
Santiago. He entrado en la otra cara de Cuba, la cara Este, que mira hacia España, a Europa, que se despeña por los escalones de las Pequeñas Antillas hasta las broncas aguas del Atlántico, aquélla cuyo perfil se vuelve a la lejana África. La cara Oeste de esta isla bifronte es la que mira a Estados Unidos, al Nuevo Mundo, la que se extiende como una llave hacia el Golfo de México, La Habana que habla a gritos con su vecina Miami. Por la cara Este, el Oriente, ha entrado la Historia; la lujuria de su vegetación, de su húmedo terreno, ha sorbido migraciones, las ha mezclado, aquí comenzó un relato de amor y de violencia, de víctimas y de supervivientes que se multiplicaron con tanta profusión como las plantas y que mantuvieron un lazo tenaz con la lejana y seca península al otro lado de una larguísima navegación. Y aquí han continuado las épocas fermentando y estremeciéndose, se han firmado pactos, declarado independencias y guerras, expulsado e impuesto dictaduras, formado gobiernos, hasta ayer.
Las naves españolas acostaron en Baracoa, pero rápidamente buscaron refugio en el excelente puerto de Santiago y establecieron allí la primera capital americana con tanta vocación de tal y tan clara conciencia de población y pervivencia que a los ocho años de fundarse, en 1522, ya se alzaba en ella la catedral que, a través de incendios, ataques de piratas y terremotos, sobrevive hoy.
Aquí empezó todo– pienso, sumergida en el canto de los pájaros que gorjean sin descanso y llenan las ramas reduciendo el parque Céspedes a una gran vibración. –Aquí empezó la aventura de América, de aquí partió el primer alcalde de Santiago, Hernán Cortés, para jugarse el todo por el todo en la conquista de Méjico.
La mañana es dulce y las hermosas fachadas señoriales destilan languidez colonial. En uno de los lados está la casa del gobernador Diego Velázquez, de 1516, la más antigua de la América hispana. Sus maderas magníficas han conservado cuatro siglos la dureza y el color del corazón de los bosques. Alrededor las calles lucen los forjados de sus balcones y ventanas y descienden en largos pasillos de tonos pastel. Al fondo está el puerto, fondeadero de las naves sin retorno de Cortés, de los barcos de esclavos, de los tristes representantes del Gobierno español que firmaron la capitulación del 98, de los petroleros soviéticos. Aquí -no en vano estamos al pie de Sierra Maestra- crecieron, lucharon, fueron enterrados víctimas y héroes de las luchas por la independencia, en su cementerio duermen José Martí, Manuel de Céspedes, de ella procedían los hermanos Maceo, a ella llegaron los sublevados contra la dictadura de Batista que transformarían luego el Cuartel Moncada, en memoria del intento de asalto del 53, en un museo y la carretera que conduce a él en un viacrucis revolucionario jalonado por los recuerdos de los caídos en la lucha.
Sin embargo la bahía es toda paz y luz en el reflejo ardiente de la mañana que avanza. En su extremo vigila la costa la fortaleza del Castillo del Morro. Sentados junto al mar con sus guitarras dos muchachos cantan, rasguean y se contestan. Tal vez ensayan las trovas que la ciudad ha hecho famosas y que por la noche se escuchan en El Tívoli o Mejiquito.
La reina es la noche. En ella se cubren las calles de los desfiles de carnaval, se ríe con las comparsas, resuenan las congas y las rumbas, y se elige, como se ha hecho cada año pese a las rachas de puritanismo comunista, a las estrella de la belleza y a su corte de damas de honor. Tarea nada sencilla porque se dice que las mujeres de Santiago son las más hermosas de Cuba. Tiene en efecto la gente de esta zona esa perfección y gracia físicas que sólo se dan en regiones de variado mestizaje y hacen una delicia de la simple observación de lo que puede hacer con un cuerpo la Naturaleza. Esta noche es tranquila, sólo habitada por la vida habitual de la calle, por el paseo indolente de la población, que flota en un aire cálido, gira en él, se encuentra, se desliza, vuelve a encontrarse. Hay la variedad de colores y matices de un desordenado vivero. Son descendientes de españoles y africanos, pero también de la ola de franceses expulsados de Haití que llegaron en 1791; la cara Este de cuba tiene a veces perfiles de Nueva Orleans.
En el portalón de una casa se desarrolla una escena que tiene mucho de santería: velas pintadas y moldeadas con formas de objetos y figuras, sonajas, pequeños tambores, altarcillos, devotos vestidos de blanco. Desde la gran África ¿quiénes fueron los que llegaron?. Pienso en los yorubas, en las antiguas civilizaciones de Benín y Nigeria, en los nok, que fabricaban máscaras de arcilla en el s. V a.de.C., en los perfectos y serenos retratos de cobre y bronce que esculpían hace ochocientos años los artesanos de la ciudad sagrada de Ifé. También, en su miseria, los esclavos llevaron al Nuevo Mundo sus dioses, los orishas que habían bajado en una época lejana a su centro del mundo, el oeste de África, y que desde entonces los yoruba veneraban y reproducían en tallas de madera y marfil. Esos dioses que, aderezados con el santoral cristiano, reciben el culto de sacrificios, danzas y oraciones.
Por razones quizás muy próximas, también ha sobrevivido al ateísmo oficial la Virgen de la Caridad de El Cobre, en su santuario a una veintena de kilómetros de la ciudad y en el corazón de una región a la que dan nombre sus grandes minas. Este metal, junto con algo de oro, fue en principio fuente de esperanza y de ingresos para la joven población. Hoy sigue siendo centro de peregrinaciones y devociones, como dan fe los numerosísimos exvotos y la continua visita de creyentes.
Discretamente observo esta fiesta, en Santiago, en la que hay algo más que la música, algo más que la danza. En el campo sé que hubiera podido hallar otra cosa; cuentan que todavía se practica el vudú entre los descendientes de los esclavos llegados de Haití. Aquí hay un ritmo, una seriedad y cierta expectación uniforme que indican la búsqueda del éxtasis, la borrachera de la completa sugestión en oficiantes y público. Recuerdo una escena semejante en todo, excepto en el lugar y en el tiempo: estoy en Argelia, las mujeres, solas, bailan al son de las darbukas, hacen corro a una de ellas que se destaca en la violencia absorta de su danza, gira, pone los ojos en blanco, acaba dando manotazos, balanceándose y gimiendo. Las otras le sujetan los brazos cuando parece haber alcanzado un peligroso paroxismo, una de ellas acerca una botella de colonia y un pañuelo para refrescarle la cara pero la posesa arrebata la botella de un zarpazo y bebe largos tragos del perfume. Siento el mismo profundo impulso de huida que sentí aquella vez, no quiero fotografías, ni descripciones de amable relativismo cultural, ni deseo probar ese gusto de oscuridad, temor y vieja sangre. Echo de menos a Humboldt y a los viajeros solitarios del cuaderno y la certidumbre. La mujer de Argelia estaba lívida y el cabello escapaba de su pañuelo en mechones empapados. El rostro de los bailarines está aquí perlado de sudor pero consciente aunque la rigidez aumenta en algunos por instantes. Intento identificar al babalao, el sacerdote principal, aunque puede que ellos y ellas sean simplemente babalochas e iyalochas, ayudantes enviados por él.
Tomo unos sorbos del aire fresco de la noche y vuelvo para intentar superponer lo que veo a las imágenes del pequeño e interesante museo sobre cultos y ritos. La hagiografía yoruba y la católica han producido al mezclarse una extraordinaria corte de orishas: San Francisco de Asís es Orula, viejo adivino malcasado con la sensual y fogosa Ochún, cruce la venus africana y de la Virgen de la Caridad del Cobre. Ochún engaña a su marido con frecuencia y de sus encuentros con Chango -que curiosamente corresponde a Santa Bárbara- queda embarazada de los gemelos Santos Cosme y Damián. Otro de los amantes de la orisha es el temible herrero y guerrero Ogún. Hay personajes más sombríos o más lejanos: el dios creador, Olofi, no suele ser invocado, en cambio Yemayá, asimilado a la Virgen Negra o Virgen de la Regla, es un mediador de las profundidades, dirige las aguas y el origen de la vida y puede llevar hasta las puertas del Más Allá, donde reina Olokún, cuya vista si se expresa en el rostro de uno de los oficiantes significa la muerte.
Es tiempo de buscar otros lugares donde el riesgo de éxtasis se reduzca a un mojito de ron.
Anochece, en El Rincón de la Trova, con Tucídides, que me agenció cama, hotel, taxis, y que actuó como un guía simpáticamente especializado en la corrupción menor, general y dispersa de su ecosistema. Las paredes de este bar de atmósfera densa de café azucarado están tapizadas de fotografías, retratos y acuarelas. Alguien improvisa acordes, una fila de viejos sueña y fuma, sentados en un banco.. Desde allí, con este Tucídides que parece nacido en una novela de Cortázar y que tiene un hijo al que le están saliendo los dientes (el padre los tiene larguísimos), fuimos con la orquesta al sitio siguiente donde debían tocar, que era un barrio pobre. Frente al estrado, un montón de niñas y algunos niños bailaban. Me cuentan la historia. Antes del cincuenta y nueve era un suburbio de negros, con chabolas de madera y calles de tierra. Tras la revolución, se les dieron materiales y ellos reconstruyeron el lugar, cimentaron, arreglaron y ahora son viviendas en firme, acera y asfalto.
Los niños son numerosos, inquietos, con todas las gamas del tono de piel, del rubio al charol pasando por aclarados varios, están sanos, bien desarrollados y se les ve alegres. Su sentido innato del ritmo sobrepasa toda ponderación. Las niñas rumbean desde las edades más tiernas en las que prácticamente acaban de aprender a andar. Un grupito, la mayor de no más de ocho años, con las cabezas juntas en corro y la grupa hacia el público, el brazo por el suelo, imitan los movimientos de las esclavas al fregar. Luego se mantienen sobre una pierna y dan vueltas a la otra, se apoyan con las manos extendidas en la plataforma de la orquesta y cimbrean como caballitos los traseros A continuación danzan, boca arriba, manteniendo el tronco en vilo: con las piernas dobladas, las palmas apoyadas en el suelo y abiertas las rodillas, mueven circularmente la pelvis en una danza erótica y antigua como si se hubiera encarnado en sus cuerpos una bayadera de veinte años. Conviene recordar que las mujeres del trópico son lo más parecido a Pancho López: ensayan sus primeros guiños en la cuna, gatean con un insinuante movimiento de caderas, la gran fiesta de sus quince años es antesala segura -si éste no se ha producido ya- del matrimonio, y a los veinte están de vuelta de los tramos más azarosos de la vida sentimental.
Averiguo por los niños la existencia de un negocio ilícito de fabricación y venta de caramelos: una vecina del barrio hace obleas de azúcar transparente teñida de rojo, menta y naranja, a diez centavos. Doy a Tucídides tres pesos para comprar treinta y los adquiere con enormes dificultades, la señora niega, asustada de que sea un policía y descubra su criminal esbozo de comercio privado. Finalmente la posibilidad de tan fabulosa venta es más fuerte que sus reparos. Tucídides vuelve con treinta caramelos verdes envueltos en Granma, el periódico del Partido. Me los arrancan de las manos, y, no ya los niños, sino también adultos y viejos vienen a pedirme uno con la avidez de la carencia de todo.
Volvemos, charlando animadamente, a últimas horas de la madrugada. El pesimismo no tiene cabida en mi guía, es un Virgilio que hubiera encontrado grandes ventajas a las dependencias del Tártaro, que animaría a los condenados con perspectivas teológicamente imposibles y que propondría, en espera del fin de los tiempos, compensaciones razonables a cambio de sus buenos servicios.
-¿Qué tal vive usted, Tucídides?.
-Me las arreglo, me las arreglo. Claro que…- consulta el reloj -mañana su bus no sale hasta las doce. Nos daría tiempo a pasar por el shopy.
-¿Más zapatos?.
-Hombre, ya que lo propone…Estaba pensando en unos conjuntos para el niño.
Tucídides me dice adiós en la estación y acepta graciosamente algunos dólares.
Fósforos
Las cajas de cerillas están, según reza el pie que las acompaña, listas para la defensa; pero no para encenderse en una de cada tres. Representan bien a la economía de la isla, al aspecto de fósil de la postguerra en sus instalaciones y servicios, e ilustran la omnipresencia de una semántica defensiva gubernamental que se está crispando día a día con los vientos de glasnost y el cambio de intereses de la URSS. Hasta la Revolución, Estados Unidos era el comprador preferencial -como cliente y en precio garantizado al vendedor- del azúcar y del tabaco cubanos y el proveedor y refinador del petróleo consumido en Cuba. La Unión Soviética ocupó, a partir de 1960, su lugar y desde entonces le ha comprado cada año más de la mitad de su cosecha azucarera a un precio cuatro veces más alto que el de ese producto en el mercado mundial. Cuba tiene petróleo en su plataforma marina y el tratamiento se realiza en gran parte con instalaciones soviéticas [1]Las continuas afirmaciones del Gobierno de La Habana sobre su independencia y soberanía son, como vemos, muy relativas. Ha habido un cambio de dependencias y las nuevas son más estrechas y estrictas que las anteriores. De hecho la diferencia fundamental entre Cuba y sus correligionarios del bloque socialista se halla en la especial supeditación material, física, completa, al Gran Hermano soviético, en su naturaleza de colonia geopolítica. Por ironías del destino o de la situación geográfica, cada uno de sus intentos de romper ataduras ha abocado en el sometimiento a un amo más poderoso y exigente que el anterior.
En el rapidísimo viraje de Cuba del 59 al 62 se observan grandes cantidades de intransigencia y de torpeza por parte de Washington y de La Habana, agravadas por la prepotencia hiriente de Estados Unidos y por la decidida oposición de Fidel al pluralismo democrático. Él, su Partido y su grupo monopolizaron en exclusiva el poder y el control de las directivas políticas e ideológicas. La nacionalización por Castro de todas las compañías petrolíferas estadounidenses, que se negaron en 1960 a refinar el petróleo soviético, y a continuación la expropiación de todos los bienes norteamericanos, junto con la convocatoria masiva a la satanización y condena de Estados Unidos, no podían llevar sino a la ruptura de relaciones diplomáticas. Con paralela rapidez ocupaba la URSS puestos en la más envidiable plataforma que hubiera podido imaginar, frente por frente a escasos kilómetros de su potencia rival. En 1962 la Unión Soviética instala en Cuba rampas para el lanzamiento de misiles nucleares. El Presidente Kennedy exige su retirada y decreta el bloqueo. Nunca el mundo había estado tan cerca de una guerra atómica.
Las cerillas no se encienden. Pero cuando lo hacen, influidas quizás por la vecindad de los libros en mi bolsa y por una lejana y bella historia infantil, iluminan el recuerdo de esos papeles desplegados y leídos en la mesa de un cuarto de estar y tomados luego como extraña lectura viajera. No tienen nada de valiosos documentos secretos. Son simples, expresivos manuales escolares y un modelo de manipulación del pasado. En la Historia de Cuba-9º grado, para niños de catorce años, se lee:
En agosto de 1962, los gobiernos de cuba y de la URSS suscribieron un acuerdo a solicitud de Cuba para fortalecer la capacidad defensiva de nuestra Patria. La Unión Soviética envió a Cuba el material bélico necesario, incluyendo armamento estratégico de alcance intermedio y especialistas soviéticos para manipularlo.
Inmediatamente se desató una histérica campaña propagandística antisoviética y anti-cubana por parte de Estados Unidos, ante la cual la Unión Soviética reafirmó sus intenciones de prestar a Cuba la ayuda militar necesaria en caso de agresión, a la vez enfatizó que únicamente en este caso se utilizarían por Cuba los medios de defensa (…)
El imperialismo norteamericano puso al mundo ante el peligro de una guerra termonuclear (…). El gobierno soviético, que había enviado a Cuba armas con carácter defensivo, planteó estar dispuesto a retirarlas siempre que USA se comprometiera a suprimir el bloqueo a Cuba y a dar garantías contra cualquier invasión. El gobierno norteamericano accedió ante tan justas proposiciones
Leo recortes de prensa, fragmentos de viejos discursos. Y me abruma un pequeño detalle inmenso al que la prensa occidental no dio, al parecer, relevancia alguna: En todo este proceso Fidel Castro animó insistentemente a la URSS para que siguiera adelante, no cediera, para que diese el paso nuclear. En aras de su ego político, de su megalomanía personal, desde luego el líder cubano hubiera embarcado al planeta en una confrontación atómica. A fin de cuentas es la lógica del ¡Patria o muerte! que no ha cesado de repetir, llevado, si los dirigentes rusos se hubieran prestado a ello, hasta sus últimas consecuencias.
Moscú accedió a retirar sus cohetes pero obtuvo a cambio garantías de continuar él y su protegida en la situación actual.
Pero han pasado muchos años, los suficientes para que la URSS no necesite ya esa plataforma en las puertas de USA. Las potencias no piensan en guerras mundiales y tienen sobradas preocupaciones con su economía y su política interior. Ha cambiado la logística y el alcance y operatividad del nuevo armamento. Cuba empieza a ser una carga incómoda para unos brazos que deben sostenerla desde tanta distancia, y la bancarrota de la isla agrava su peso, que no mejora un líder vociferante contra Hungría y Polonia, contra -por país interpuesto- cualquiera de las reformas de Gorbachov. Es quizás más fácil ganar un imperio que librarse de él.
En el apretado libro de texto, las consignas y las citas, en su mayoría de Fidel, ocupan más espacio que los datos históricos. Y su contenido deja poco lugar a dudas respecto a la inexistencia de la más leve voluntad democrática en el Líder Máximo y su grupo:
Creo que todos deberíamos estar en un sola organización. (Fidel, discurso de Colombia 8-I-59).
Da una lista cronológica del proceso:
1-Principio de los años 60: O.R.I. (Organizaciones Revolucionarias Integradas).
2-1962: PURSC (Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba).
3- 1965: El citado Partido cuenta con cuarenta y cinco mil miembros y es el Partido Comunista Cubano.
Hemos llegado ya al punto afortunado de la historia de nuestro proceso revolucionario en que podemos decir que sólo hay un tipo de revolucionario. (Fidel, discurso de 1965).
Fidel Castro es el Primer Secretario del Partido.
Las condiciones en que triunfó la revolución cubana llevaron a la implantación de la dictadura del proletariado (…). La transición de la dictadura democrático-revolucionaria a la dictadura del proletariado en Cuba sería consecuencia de la consolidación del papel hegemónico de la clase obrera en la alianza con los campesinos y demás trabajadores.
En 1976 se proclama la primera Constitución, que consolida el Estado socialista dirigido por el Partido Comunista.
El Partido lo resume todo. En él se sintetizan los sueños de todos los revolucionarios a lo largo de nuestra historia (…) en él desaparecen nuestros individualismos y aprendemos a pensar en términos de colectividad. (Informe Central al Primer Congreso, presentado por Fidel).
El objetivo final de la clase obrera cubana y del pueblo trabajador es la construcción del socialismo y el comunismo1
A este panorama de monopolio del poder se añade la poda que supone la desaparición primero de Camilo Cienfuegos, en una catástrofe aérea en 1959, luego del Che en la selva boliviana, por último de Ochoa, fusilado, sin olvidar al que fue Presidente nominal, Osvaldo Dorticos, que es dimitido y anulado políticamente.
Paralelamente, toda la presión política va hacia la fusión por el pueblo de la dignidad invidual con el mantenimiento de las posturas del Gobierno de Fidel cristalizadas en Revolución, Patria, honor, marxismo-leninismo. La clave es identificar la propia estima con la inalterabilidad y el cambio con la concesión vergonzosa, con el rajarse ante Estados Unidos.
Y así se dedicaron a su noria, se adentraron en círculos en su propio laberinto de la soledad.
Parada sin fonda
Desde la Santiago porteña, marina y africana, me voy hacia el extremo este, a la costa en la que, por las únicas carreteras que eran los ríos, se adentraron en primer lugar los españoles, la que describió Colón y tomó Diego Velázquez; voy hacia Baracoa.
Pero los caminos son siempre largos, dan hambre y aguzan la inspiración. Tras la edificante lectura del libro de texto escolar, preciso algo más sustancioso. El pasaje suspira por un desayuno. El coche de línea para, a tal efecto, con resultados que, una vez reanudada la marcha, transmuto en materia dramática.
AL RITMO DEL SOCIALISMO TROPICAL
SAINETE
Escenario: dos cafeterías a dos niveles simultáneos. La de arriba, hacia un lado y retirada ligeramente hacia el interior, presentará una actividad y aspecto casi normales, con camareros que limpian los vasos, salen y entran, preparan y sirven. Habrá dos anuncios de neón en amarillo y naranja, Cafetería-bar. Hotel Tropical, y un público con aspecto extranjero, rubio, moreno, con cámaras de fotos, que viene y va, habla entre sí, pide y consume. Se oirá perfectamente el tintineo de las monedas, que son todas divisas, grandes dólares resplandecientes que resuenan como un gong majestuoso cada vez que se produce un pago de consumición al tiempo que las luces de la barra y las sonrisas de los camareros se acentúan. Con acordes entre marcha militar y habanera se canta a dos voces el ¡Bote!. ¡Gracias! cuando las relucientes monedas, del diámetro de un plato de postre, se encestan en el receptáculo preparado al efecto.
Abajo: Cafetería para el público de la calle anunciada con un pálido neón, Hotel Tropical, y un Cafetería en rojo casi gris de polvo. Son las ocho quince de la mañana. No hay nada comestible ni bebible a la vista. Los camareros se esconden en la cocina. Los clientes, gente del país, otean ansiosos, ocupan las banquetas, se colocan en segunda fila detrás de éstas, de pie.
La música consistirá en los boleros La última vez que te comí, Si tuviera un filete, Aquel almuerzo y Dos cervezas para ti.
Los clientes (todo se refiere a la barra de la cafetería local, de abajo, excepto indicación específica) aventuran posibilidades:
-¿Hay leche?.
-¿Hay café con leche?.
-¿Hay bocaditos de jamón?. (bocadillitos de cerdo)
-¿Hay bocaditos de mortadela?.
-¿Hay agua?.
Expectación: aparece la primera camarera, una mulata oscura, entrada en carnes, con la boca torcida en un perpetuo rictus de desagrado y ojos bajos para no mirar al público. Pasa, arrastrando los pies, y frota la barra con un trapo sin contestar a las preguntas anhelantes de la clientela.
-¿Hay bocaditos de jamón?.
-¿Hay leche?.
-¿Hay yogurt?.
En ningún caso pasa por la imaginación de nadie que puedan existir otras perspectivas gastronómicas. En la barra de la cafetería superior veremos mientras un trasiego de zumos, tostadas, huevos, vasos y botellas con líquidos de diferentes colores y bandejas de frutas y de bollos. Los movimientos se puntearán con el gong de los dólares.
La mulata de la cafetería del nivel inferior se retira con desdén y en silencio. Sale de nuevo y distribuye a la media barra más cercana de la cocina platos y tazas. La otra media barra se altera:
-Compañera, ¿van a servir sólo media barra?.
-Compañera, llevamos tanto tiempo…
La mulata levanta por primera vez los ojos para decir con enfado y frialdad:
-Yo no puedo hacer las dos barras. Preguntaré al administrador.
(la barra tiene pocos metros)
Se va. Pasa mucho, mucho tiempo. Hay cuchicheos en la cocina y murmullos en el público:
-Claro, si está sola la pobre…- dice alguien conciliador, con ánimo de atraerse las simpatías de la camarera.
-¡Que pongan otra más si la compañera no puede!.
Los murmullos apenas cuajan en protestas y el tono oscila entre la consigna de solidaridad con la camarada trabajadora en el frente de producción de la barra y la desesperación ante la certidumbre, según marca el reloj, de que van a quedarse sin desayunar.
Arriba se oye un firme:
-Por favor, páseme un poco más estos huevos, que están casi crudos, y añádales jamón.
-Sí, señor.
-Y se cobra.
Hay un tintineo estrepitoso, sonrisas, guiños del neón y cantos de ¡Bote!. ¡Gracias!.
Abajo, el tic-tac ostensible del reloj marca las nueve menos diez. La mulata sale y sirve con gesto sombrío bocaditos de mortadela -lo único que hay- y café con leche a media barra. La otra media sólo consigue, por la intercesión de amigos zalameros, tres vasos de leche.
Desaparición de la mulata. Larguísima pausa. Murmullos amargos. Aparece de nuevo, sólo para retirar los vasos y pasar el trapo por la barra. Espeta, airada:
-¡Yo estoy en prácticas.!
Al irse hacia la cocina con aire definitivo, se lleva una bandeja que descubre, al ser retirada del muro en el que se apoyaba, un cartel: III Semana de la Gastronomía.
La clientela empieza a retirarse. Al bar de arriba llega un grupo de chicos altos y morenos, con ropa de deporte en la que se lee Delegación Pelotera de Baluchistán. Vienen saltando y riéndose y encargan inmensos sandwiches. Dos chicas y un chico joven que visten los tres camisetas con grandes frases sobre Cuba tipo ¡Listos para la defensa!, ¡Patria o muerte! brindan mientras discuten con ardor sobre el país y sobre el Tercer Mundo, encargan otros cócteles y vuelven a brindar.
Sobre la barra de abajo se han colocado seis vasos de agua. Un señor apura uno despacio y dice en tono confidencial a un camarero que hace cuentas junto a la cocina:
-Compañero, si tuviera por ahí algunos bocaditos de mortadela…
-Se acabó el lote.
-Si le quedara alguno y fuera tan amable…
El señor, que viste con dignidad, desliza un billete al otro, que lo coge, se mete en la cocina y sale furtivamente con un envoltorio grasiento, que mantiene por debajo del nivel de la barra hasta pasárselo rápidamente al señor. Éste lo mete en una bolsa de plástico que desentona con su compuesta figura. Se va. Vienen unas mujeres y un hombre:
-¿Queda algo?.
-Nada.- responde el de las cuentas sin alzar la cabeza.
Se ponen a beber los vasos de agua.
Arriba se oye un
-¡Baja el toldo, que ya empezó el calor!.
Simultáneamente, en el bar de arriba se va bajando un toldo a rayas con palmeras y maracas. Abajo cubre la barra una lenta y gran telaraña con la misma forma de toldo que arriba. Y, con el despliegue final de ambos toldos, cae también el
TELÓN
U.S. Guantánamo
Inaccesible y ajena, situada en su rincón de costa, de espaldas a las plantaciones que deja a nuestra derecha el autobús, está la zona donde habitan unos extraños guantanameros: la base norteamericana de Guantánamo. El enclave, de 116,5 km2, es perfecto, una espléndida cala protegida por los contrafuertes de Sierra Maestra, entre las pinzas de Caimanera y Boquerón, donde atracan, a pocos metros de sus rivales estadounidenses, los cargueros soviéticos. Las alambradas y la tierra de nadie marcan, más allá, el comienzo de la base americana, que encierra todo lo necesario para la vida, el trabajo y el ocio de los residentes y sus familias, incluidos campos de deportes, hipódromo, templos, salas de espectáculos, centros comerciales y grandes almacenes que garantizan su subsistencia.
Su historia es antigua. El tratado de París, en diciembre de 1898, marcó el final de la Cuba española y colocó a la isla bajo la protección y administración provisional del gobierno norteamericano representado por un destacamento militar de ocupación que residió en ella hasta 1902. Llegado el momento de la total independencia, Estados Unidos introdujo en la Constitución de la República de Cuba la enmienda bautizada con el nombre del senador Platt. Uno de sus artículos estipulaba que el gobierno de Cuba concede a los Estados Unidos el derecho a intervenir para garantizar la Independencia y para ayudar a todo gobierno a proteger las vidas, la propiedad y la libertad individual. Esto incluía el disfrute de la base y otros privilegios. En virtud del acuerdo los marines estadounidenses avanzaron en 1917 hasta Camagüey para sostener al general Mario Menocal. Washington esperaba, según la enmienda Platt, obtener otras bases, como la de Cienfuegos, a las que se vieron obligados a renunciar en la firma del tratado permanente de 1903.
Guantánamo concentra toda esa historia de amor y desamor, admiración y envidia, rebelión y dependencia que es la de Cuba con Estados Unidos. Las Antillas se mueven entre unas fortísimas y lejanas raíces culturales de signo sureño y las exigencias de la vida práctica y la cohabitación con su gran vecino, al que recurrieron para librarse de sus gobernantes antiguos. Mientras, la coctelera no cesa de agitarse y el melting pot que Norteamérica es transforma, con su vigor y su mosaico de emigraciones, territorios más allá de Miami y el Golfo de Méjico.
La presencia anglosajona tiene siempre, por lo visto, en Cuba unos curiosos antecedentes caracterizados por el aislamiento, la relevancia y la brevedad; son acciones de gran importancia pero física y temporalmente reducidas a espacios y duración bien delimitados. En esta misma bahía de Guantánamo establecieron los ingleses, en 1741, la efímera ciudad de Cumberland; dos décadas más tarde ocuparían durante un año La Habana. Eran los siglos de la ley de la acción directa y el derecho consagrado posteriormente por la fuerza y el uso. Donde en realidad los hombres del norte se han manifestado con mayor insistencia, como un homenaje reiterado y lejano a sus primos vikingos, ha sido en las variadas formas de la piratería. La Historia de Cuba lo es de ataques, defensas y medidas contra los piratas. La Habana y Santiago eran el París de los filibusteros célebres, las ciudades sin cuyos tesoros ningún corsario podía pretender ser tomado en consideración, y este ritmo de saqueos, incursiones y acosos se extendió desde el siglo XVI hasta principios del XIX. Las aguas hervían con un tráfico intenso de piratas, que robaban por cuenta propia, corsarios -entre los que se contaron como pioneros los piadosos hugonotes franceses- , que lo hacían en nombre de gobiernos como el de Su Majestad británica, bucaneros y filibusteros de todo tipo. Éstos se aliaban a veces en hermandades como la de la Costa y solían recibir acogidas triunfales en Holanda, Francia o Gran Bretaña cuando regresaban con el botín producto del saqueo de las ciudades y barcos comerciales españoles. La nómina comprendía nombres como Francis Drake, Henry Morgan, Pieter Hayn. Tras asolar plantaciones y pueblos, se refugiaban en los múltiples cayos o en su base central de la Isla de los Pinos.
Baracoa
Desde el mar, de un azul tan duro que las naves parecían resbalar sobre él, Colón vio Baracoa un 27 de Octubre de 1492. La luz brillante marcaba en el horizonte un alto cerro montañoso de un corte perfecto al que inmediatamente llamó El Yunque. Tras las asperezas de la costa este y la soledad inhóspita y rocosa de sus puntas, los marineros hallaban al fin una abrigada y pequeña bahía en la que la desembocadura del río Macaguanigua ofrecía agua dulce y comunicación hacia el interior.
Desde la selva le miraban llegar los indios taínos. Los saludos iniciales dieron pronto paso a los enfrentamientos. Tras varios ataques al fuerte que servía de defensa a los españoles, éstos lograron capturar al caudillo indígena Hatuey, que fue condenado a morir en la hoguera y se dice que rechazó el cielo que le prometía el sacerdote para no estar en compañía de los tales cristianos. Hatuey ha sido convenientemente beatificado, junto con sus compañeros mártires, en los ritos nacionalistas de culto a los orígenes. Los indios son en general pintados, en la historia actual, como seres angélicos modelo de pacifismo y armonía ecológica y no se pierde ocasión para citar que la palabra Caribe la tomaron los españoles del vocablo indígena caribal, que significa “valeroso”. No estaría de más recordar que de caribe también viene, por el mismo proceso de asociación con las costumbres de las tribus antillanas, el español “caníbal”.
Para Cristóbal Colón la isla no lo era. Lo que veía ante sus ojos llenos de las maravillas de Marco Polo, de relatos de navegantes y exploradores de las rutas de la seda y las especias, eran los territorios del Gran Khan de la China. La inmensidad e identidad del Nuevo Mundo fue un descubrimiento dentro del Descubrimiento, y quizás hubo un punto de decepción y desconcierto cuando en 1509 Sebastián de Ocampo completó la vuelta de la costa verificando su condición insular. Los nuevos pobladores dieron el nombre de Cuba a la isla que los aborígenes llamaban Colba, bautizaron el asentamiento primero como Puerto Santo y luego como Asunción de Baracoa, construyeron en 1512 una catedral que es hoy la iglesia más antigua de la isla y fundaron con gran rapidez otras ciudades como Santiago y Batabanó.
Pero este extremo oriental cerrado por montañas y de accesos marítimos escasos siempre fue de difícil acceso desde el interior, con el que hasta fines de 1960 careció apenas de comunicaciones viarias; así Baracoa ha permanecido lejana, somnolienta y silvestre, rodeada de un paisaje que conserva zonas de naturaleza intacta, solitarios bancos de arena, los tibaracones, en las desembocaduras de los ríos, regiones áridas y desérticas al sur, costa rocosa y bosques. Los valles y llanuras se plantaron prontamente primero de maíz, frutales y yuca, luego de café, cacao, plátano, nuez de coco, más tarde de caña de azúcar, para cuyo cultivo se trajeron miles de esclavos negros, que reemplazaban a los indios, decimados por las nuevas enfermedades y los ritmos de trabajo que se les pretendía imponer. La rebelión de Haití favoreció que Cuba se alzase con el primer puesto como proveedor de azúcar a Estados Unidos. En esta riqueza creciente y desigual germinaron las luchas sociales que desembocarían en la independencia bajo protección norteamericana de forma que, tras la retirada española de 1898, se izó en la isla la bandera de Estados Unidos.
Todo esto parece lejos en la Baracoa cara al mar y pacífica, pero también podría haber ocurrido ayer, porque aquí el tiempo es pausado, sin más incidencia que el golpe de las olas, y hasta la población actual, como una marea baja, refleja una tasa de crecimiento demográfico curiosamente débil: 1,7 por 100 en 1976. Pese a que se halló en ella algo de oro, Baracoa no estaba destinada a grandes liderazgos y crecimientos vigorosos. Aunque Diego Velázquez la dotó rápidamente de fortificaciones y vigías contra los ataques de los piratas, muy pronto los muchos incendios minaron su desarrollo económico y la topografía hizo el resto. Durante las luchas de la independencia fue asediada por Antonio Maceo y en 1958 se agrupó en sus bosques un importante movimiento guerrillero en torno a Raúl Castro; pero no es tierra de ambiciones, lo que añade melancolía a la mirada de bronce de la estatua de Hatuey.
Tengo la impresión de llegar en ella, al fin, al extremo de algo puro, quizás porque tiene el más bello paisaje que he visto en Cuba, la corona que la aisla y que contiene, como joyas desiguales, una sucesión de alturas desérticas y pedregosas y de oasis espesos de verdor y palmas, hasta cruzar la cresta de Las Farolas, con el espejo del río y los manojos de cocoteros. Es una diadema de distintos niveles en torno a esta bahía que maravilló a los españoles de Colón y de Diego Velázquez por su belleza. Sus playas son solitarias, de arena un poco gruesa y oscura, algunas rocas y las desembocaduras de los ríos -el Toa, el Yumurí, el Miel- que permitieron la penetración de los descubridores. La zona es rica en asentamientos precolombinos de taínos y siboneyes y posee pinturas rupestres y petroglifos. En su escudo figura una de las primeras imágenes que impresionaron desde el mar a Colón, y que anotó en sus diarios: el Yunque, la montaña trunca que se yergue sobre la población.
En sus orlas secas y despobladas, el azul de la costa es quizás el más intenso que haya visto jamás, un añil-violeta denso, pulido, límpido, con la textura de las piedras semipreciosas.
Pero mi llegada distó de ser gloriosa. Indudablemente ese día el protector San Antonio se tomó unas vacaciones; en lenguaje de Peter Fleming, cuyo viaje a Tartaria leía, me tocó el slice of bad luck y las cosas adquirieron un tinte particularmente nefasto. La noche fue pavorosa. Como en Belén, en Baracoa no había posada en ningún sitio porque éstos eran estatales, escasísimos, estratégicamente en obras y la población, como en el resto de Cuba, aunque suspiraría por hacerlo, no podía alquilar habitaciones ni poner hostales. Fallaron las recomendaciones a amigos de Tucídides. Encomendada a un conocido suyo que también iba en el autocar, éste se desvivió por verme instalada, cenada y sana y salva, ello con gran bondad y no menor estupidez. Así, cuando ya se había acordado en el museo provincial que me dejarían dormir allí, él se empeñó en llevarme a casa de una familia que se había ofrecido a mostrarme la generosidad obrera. Con una mirada melancólica hacia el silencioso sofá del museo, acompañé al amigo de Tucídides.
La estancia fue en verdad edificante. El padre, tripudísimo y abotargado por el ron, no cesaba de alardear de pobreza y honradez proletarias. Vivían en condiciones infernales; tres espacios separados por mamparas de madera en una enorme nave que restaba en pie. El resto del edificio estaba derruido y en el patio se apilaban los cascotes y basuras, con los servicios en unos cubículos de madera a los extremos. Me pusieron un catre en la entrada, en el cuarto de estar, donde, por supuesto, no podía acostarme hasta que todos se cansasen de ver la televisión. Como en Holguín y demás hogares, se seguían con atención religiosa las peripecias de un lacrimoso culebrón. En el salón pululaban cucarachas inmensas que se subían hábilmente por las paredes. La casa de la cultura vecina entendía como labor formadora poner una atronadora música heavy para que la juventud se divirtiese apiñada a las puertas y ensordecer de paso al resto del vecindario. Me rellené, inútilmente, de algodón los oídos. En el salón se emitía la novela brasileña televisiva El derecho de amar, que desgranaba el vigésimo de sus ochenta abominables capítulos. En la forzada vigilia, los sentimientos del día oscilaban entre racional agradecimiento y odio africano hacia el conocido de Tucídides.
El catre era tremendo, curvado, chico y mal cubierto el entramado metálico por una colcha. Las servidumbres biologicas dieron por amenizar, con el tibio toque femenino, las horas interminables. No me atrevía a mover pie ni mano a causa de las cucarachas. Sin olvidar, oh, no, los ronquidos infernales, probablemente triplicados, del dueño de la casa, con su vientre inmenso, sus ojos turbios y su estruendosa caridad, los del hijo gordo y tripudo, con los primeros botones de su short desabrochados, y quizás también los de la madre.
Amaneció Dios y medré. La inagotable benevolencia de los cubanos me ofreció nuevo cobijo en la casa de una señora de la limpieza que trabajaba en el Museo de Historia. Comencé la gira por la ciudad y asumí mi identidad acostumbrada de posible fuente de mercancías inaccesibles. En Baracoa, como en el resto pero quizás incluso de forma más acentuada por la distancia, el abastecimiento era penoso y tenía los rasgos habituales de clandestinidad y contrabando. Las botellas de ron no se encontraban sino en las afueras de la población mediante mañosos arreglos con los chiringuitos. La cerveza ni verla; sólo agua como bebida en los restaurantes o algún refresco en lata. Las hojas de afeitar, inexistentes, se encargaban a los parientes de otras provincias. No había compresas ni algodón ni, obviamente, se conocía el támpax; para la regla las mujeres cortaban paños con los viejos mosquiteros. En las colas de la carnicería llegaba a haber navajazos. La leche fresca no se dejaba ver y el cacao se encontraba en las plantas abundantes y en la fábrica, pero jamás en una taza o una onza de chocolate. A diferencia de La Habana, sí se conseguía alguna fruta -plátano, mango, aguacate- y también café, malanga (especie de yuca) y tomates. La pequeña villa tenía la atmósfera de carencia y atonía habituales, pesquera y costera sin mercado ni lonja, sin un café ni una cafetería ni una terraza ni un bar. Lo máximo eran los despachos estatales, a horas y mercancías contadas, de lo poco que a veces llegaba, ante los que se formaba rápidamente la inevitable cola. En el restaurante jamás había servilletas ni cucharillas y la mugre se acumulaba a falta de detergentes, ganas de limpiar y simplemente de agua. En la casa donde habito la señora soñaba con lencería y dedales, lo que no impedía que, con cierto automatismo, introdujera en la conversación abundantes referencias a los logros de la Revolución, repetidos como un estribillo invariable que parece acompañar hasta a las observaciones sobre la amplitud de las mareas.
También yo me había hecho al curioso ritmo de las percepciones: primero un asentamiento azaroso, con ojos que no ven sino la proximidad, los obstáculos y la epopeya microscópica de lo cotidiano; luego los contactos, las peticiones, los relatos; después la ciudad, la belleza, los hechos, ordenados sin la implicación de lo inmediato, sin el temblor de querencias ni desagrados. En aquella población largamente olvidada encontré la hermosura y el sentimiento de la lejanía, la disposición de joya de las alturas que la rodeaban y la espesa jungla tropical, los restos de pequeños y grandes sueños en el relicario de cruz encristalado en la iglesia, en las historias de guerrilleros montaraces, en las divagaciones sobre imprevisibles y modestos cambios futuros.
Filemón y Baucis
En Baracoa, ella trabaja de limpiadora y guardiana en el Museo de Historia. Es una mujercita que empieza lentamente a envejecer, regordeta, baja, ojos claros, el rostro redondo, pelo entregris. Me he presentado de nuevo ante ella y Melquiades, conservador del museo, a los que conocí el día anterior. Ambos parecen apesadumbrados por mi situación, hablan entre sí y finalmente la señora me lleva a su casa ofreciéndome alojamiento y ayuda. Una vivienda modesta, muy limpia, en el cuarto piso. Desde el dormitorio que me asignan -la cama y apenas nada más- se ve el mar.
Por el camino me cuenta su historia: la madre dejó a sus hijos en el pueblo y se fue para cuidar los de su marido en el segundo matrimonio. De ella dijo que cuando fuese señorita -las menstruaciones son en este clima tempranas- se la mandaran. Se crió con su abuela, como sus hermanos, y no quería ir con la familia nueva de su madre. Tenía un enamoradito, algo deforme del pecho. La infancia de ella fue dura. Cuando aquel enamoradito, quince años mayor que ella, le propuso que, antes de que la mandasen con su madre, se fuera con él, ella aceptó. Y se casó al estilo informal cuando, en efecto, era una señorita y le faltaban once días para cumplir trece años ( Él me crió, dice riéndose). Hubo alguna reclamación familiar pero la cosa se acalló con dinero. Cuando ya tenían dos hijos se casaron legalmente.
-¡Tan joven! ¿Y qué tal se llevan?.
-Estupendamente. Nos queremos cada vez más.
Llego a la casa y allí está, echado en un canapé, el hombre que crió a esta señora. Es un completo lisiado, de un metro de altura y pecho en cartabón, el rostro ancho, con ojitos vivos y una sombra de bigote. Tiene un gran sentido del humor en sentencias cortas y bien plantadas. De sus tres hijos, uno es policía, el otro estudia en Checoslovaquia, el tercero, de doce años, se ha ido de vacaciones.
-Estuvimos con la revolución desde un principio, en la clandestinidad. También ella.- explica el marido- Antes había que penar mucho y a mí, con mi color de piel (la mujer es muy blanca, él aindiado) no me hubieran dejado entrar en muchas familias. Ahora estamos bien.
El marido está jubilado, reparte el tiempo entre las colas y las partidas de dominó y no comprende a las impacientes y malhumoradas amas de casa ni parece advertir el que haya golpes cuando a la tienda llega una partida de carne. Ni siquiera advierte su propio y cándido reconocimiento de que les es imposible hallar los medicamentos o la ropa que precisan, y esto cuando aún están frescas sus alabanzas al sistema. Ellos no me piden que les compre cosas en el shopy, que quizás no existe en esta ciudad adormecida, tampoco quieren hacer negocios ni tienen dólares. Solamente, la víspera de mi marcha, ella me rogará por favor que, si me es posible, le envíe desde España medicinas, para sus males y sobre todo para los de su marido, porque allí ni aspirinas se encuentran. Luego, enjugándose las manos en un paño de cocina, añade:
-Y…si pudieras…Siempre he querido…Me haría tanta ilusión que me mandaras…unas bragas rojas.
El matrimonio es ferviente partidario del régimen, se han acomodado a las carencias y se encuentran seguros. Tienen la inocencia de las especies protegidas en su parque. Con este marido lisiado, en este marco invariable, la mujer de ojitos brillantes y cutis rosado ha sido feliz y la pareja lo es, poseen el sorprendente don de la felicidad y rezuman afecto que cae sobre mí, a quien adoptan y ofrecen gratuitamente comida y cama, la malanga, el arroz, el huevo, el poco de pescado y la fruta de las ocasiones, el pequeño dormitorio de sábanas cosidas y limpias adornado únicamente con el frescor y la visión del mar.
A estos pájaros de un nido, que no harán el mundo moderno y para los que la sociedad de mercado libre es una suelta de aves depredadoras, tendrá que garantizarles el régimen que sustituya al castrismo un buen lugar bajo el sol.
Norte
Parecía todo terminado, un apretado ciclo de personas, de frases, de carteles, y el mapa no tenía más colores que recorrer, las carreteras carecían de alternativas, me resignaba a la vuelta sin incentivos, en sentido inverso y por la sucesión de panoramas recortados por la ventanilla del autobús. Entonces vino la bendición del Norte.
No quería parar en Holguín, me molestaba repetir las despedidas y temía que Cesáreo pensase que había reconsiderado su proposición. Pasaría lo más rápido posible hacia Las Tunas enfilando la ya conocida, y única, carretera central hacia La Habana. Un sentimiento de finitud y desánimo me impedía considerar nuevos derroteros. Pero hice noche, vi el tráfico que hacia un alto en el cruce y luego continuaba ruta hacia la costa norte, a menos de cincuenta kilómetros, me vino, mientras leía sentada a la puerta del hostal, el aire de espacio salino y más grande. No pude evitar ir hacia allí.
Las rutas se volvieron sendas pedregosas y difíciles. Fueron muy pocos días de un recorrido irreal, con múltiples cambios de vehículo, y largos periodos de tiempo en los que las conversaciones fueron contadas, utilitarias y ocasionales. Intenté la aventura de una lancha que, como conclusión de un trabajoso regateo, me llevó para que pudiera rozar los cayos, la costa desmenuzada, sumergida, atrincherada tras la barrera de coral. Supe de playas parameras guardadas por destacamentos de enormes cangrejos azules, y de lagunas en las que los flamencos rosas trillaban sus pastos de agua cálida. Ésta era la soledad, la vida indiferente al hombre cuya vista había añorado desde el comienzo, cuando consideraba con melancolía cuán domesticada y familiar la isla era.
La costa norte, de Nuevitas a Sagua, es un perfil de vértebras de cayos y bahías. Hay playas blancas y tranquilas, calas diminutas y extrañas cuevas. En el interior, en la Sierra de Cubitas, se visita una gruta con pinturas rupestres en las que los indígenas narraron la llegada de los españoles. Frente a la costa los islotes forman el archipiélago de los Jardines del Rey, más allá aflora el laberinto de las Bahamas; luego, únicamente, la inmensidad del Atlántico.
En la noche llega el especial eco del rompiente, en el que los navegantes de siglos pasados probablemente escucharon el estruendo de las grandes cataratas en las que el mundo conocido terminaba. Éste es el cielo del trópico de Cáncer, el vivero de vientos rabiosos, destructores, que emprenden desde aquí su fanática danza de derviches y dejan las palmeras llorosas de aves muertas y cieno. Ahora todo es paz en la costa desierta. Por fin no estoy en parte alguna.
Las grandes islas, Cayo Coco, Cayo Romano, quedan atrás, con su espejismo de vergeles marinos y caballos salvajes. El archipiélago se va reduciendo a cadenas de arena y rocas, las carreteras se aproximan a la general y confluyen en Matanzas.
Aquí, ya en plena zona turística, las grutas han sido transformadas en discotecas con decorado filibustero. Las luces y la música tienen un brusco efecto deslumbrante en el recién llegado que pone pie de nuevo en la Cuba actual.
Cambio de postal: Varadero.
Aunque me quedan todavía doce días de vacaciones que intentaré pasar en parte en la playa de Varadero y los tres últimos en La Habana, el viaje aventura-lucha-vuelta a la isla lo siento como terminado. Lo he hecho, pese a todo, en pesos, en guaguas, y ahora en tren. Mi ropa está relavada, descolorida y sudorosa. Me ha crecido un hermoso eczema en un pie y algo en las manos. El bolso se ha desgarrado en parte, voy con la mochila ya sucia. Me cambio como puedo en servicios siempre sin agua con dedos pringosos, suelo encharcado y puertas que jamás cierran.
Y se supone que voy a pasar al mundo de la postal, al paisaje del cocotero caribeño en el que hace infaliblemente su entrada el camarero con el cóctel de ron, el mundo del dólar, como quien se cansa de nadar y se sube al bordillo de la piscina. Varadero. En minutos, en metros, el salto de la incuria, la suciedad desganada y la escasez crónica al confort, los estándares aceptables, la limpieza y la atención. El hotel de Varadero, pagado en -muchos- dólares, no plasma ninguno de los múltiples y habituales aspectos de la ruina nacional. Para él sí ha habido pintura, reparaciones, alicatados, cañerías, grifos y agua. En Cuba sí se ha descubierto que puede haber otra cosa distinta del w.c. atascado y sin cisterna, de los cestos de viejo papel higiénico usado, de las esperas de una hora para conseguir, quizás, un desayuno, del eterno gesto de mal humor y desdén de camareros y camareras, de las cucarachas, la grisura y las colas.
Varadero: Hospitalario para sus amigos, inexpugnable para los enemigos. reza el cartelón. Ni aquí cesa el complejo de defensa, los grandes paneles moralizadores o incitadores a la resistencia y al combate que reemplazan a la publicidad de artículos de consumo y difunden -distinta de la comercial pero no menos profusa y sí más autoritaria y menos placentera- la alienación estatal.
El color del mapa ha cambiado del gris al dorado resplandeciente. Al extremo de la franja de playas de Varadero está el complejo de lujo, el Hotel Internacional con sus ciento veinte dólares la noche y sus ofertas múltiples y millonarias de langosta, ron y cóctel de coco. La playa es de una belleza ejemplar, como un modelo de playas, con su arena harinosa, el agua tibia celadón y malaquita en una mansa e inmensa piscina de poca profundidad.
La red aquí para extraer del turista el máximo de divisas es implacable porque ese ganado es el monocultivo de Varadero, su especialización regional. Los cubanos también aspiran a su parcela de paraíso. En la caseta de turismo nacional hacen colas de semanas y de meses – colas reales, en las que deben ingeniárselas para aparecer y firmar todos los días y hay repaso mañana y tarde de la lista de espera- para conseguir unas cortas vacaciones o los ansiados tres días preferenciales de la luna de miel. Único caso en la isla, los habitantes de Varadero pueden alquilar habitaciones siempre y cuando no sea a extranjeros. Huyendo del astronómico hotel donde la oficina turística pretende confinarme, me deslizo en una de ellas por mediación de Olivia, que trabaja en un restaurante.
Vista tras la barra, con sus maneras naturalmente elegantes y su tipo fino de belleza madura y sufrida, es difícil imaginarla en un marco peor que el que en su trabajo la rodea. Me invita a su casa. Olivia vive en una especie de chabola construida, como otras familias, a base de ampliar vivienda con los medios de a bordo. Hay un único dormitorio en el que duermen el matrimonio y los dos hijos de once y diecisiete años. Aunque el marido se supone que tiene un cargo en turismo, no le han dado nada mejor y es angustioso ver deambular a esta mujer de porte esmerado entre tal miseria de fregadero, pobreza e hijos.
-Ya no me queda dolor que pasar- comenta.
Olivia ha sido y aún es hermosa, con buen tipo, muy delgada, espléndidos e inquisitivos ojos azules y a las espaldas un rosario de desgracias que ya no resulta conmovedor de puro abigarrado: a los dieciséis años, embarazada, busca un trabajo después de que su madre la eche de casa. El padre de este niño y del otro que vendrá -ahora tienen once y diecisiete años- es un agente de la policía secreta que trabaja en prisiones. Aunque se acaban casando Olivia no hallará la dicha en su matrimonio; el oficio de delator policial le resulta a él insoportable y le llevará a un trágico final. Mientras, cuando ella está embarazada y van los cuatro en el coche, el vehículo vuelca y pierde el niño. Más tarde se le morirán dos bebés de tres y seis meses. El marido, incapaz de seguir adelante con su trabajo, se suicida ahorcándose. En el rosario de desdichas de Olivia se incluye una quemadura con el hornillo y la muerte de su padre y de dos hermanos. Se casa de nuevo con un responsable de hostelería, lo que no impide que continúen viviendo en esa especie de chabola mínima. Su pareja se divorcia para casarse con otra mujer y Olivia cae en una depresión y anemia que la llevan al hospital al borde de la muerte. Su apego por este hombre es extremo y continúa siéndolo en su actual y paradógica situación: él se reparte entre sus dos hogares, vive unos días con su mujer actual y otros con Olivia y sus hijos, que le rodea de atenciones y le recibe con avidez.
Mi casera sin embargo es la Marta del amor, la mujer práctica con tres matrimonios a sus riñones, la que tranquilamente se enorgullece de que ha conseguido todo de los hombres sin trabajar jamás, empezando con sus tíos desde los dieciocho años, que la hicieron heredera, continuando por la cosecha de cadenas de oro, pulseras y maridos, hasta llegar al actual, treinta años mayor que ella y del que va a heredar la casa en la que viven, que les renta jugosas cantidades con el alquiler por habitaciones.
-¡Hay que pensar con esto, no con esto!.
Y esta buena y enérgica fenicia se golpea primero la cabeza y luego el pubis.
-¡Si piensas con el coño estás perdida!. Con él sólo hay que pensar mucho después.
La ilustración gráfica de sus teorías es muy poco trovadoresca pero en extremo sólida. Casi analfabeta y profundamente letrada en la vida, habla con una especie de lujuria del dinero y las joyas conseguidos, del testamento de su marido actual hecho a su favor, y de las posesiones de que disfruta. Siempre consiguió lo que ha querido, siempre -de padre a tío, de tío a maridos- ha logrado que la mantuvieran. Tras el cambio de régimen en Cuba, se apuntó a todas las organizaciones de cooperación vecinal revolucionaria habidas y por haber en una especie de tratamiento de choque homeopático de la delación y las purgas, y sobrenada con pericia manteniendo en seco haberes y artículos de importación. Hay algo en esa mezcla de generosidad, codicia satisfecha, miras escasas y presunción que, por su franqueza descarada, resulta simpático, y más al lado de la helada suficiencia de la policía y la estulticia cándida de los incondicionales.
¡A la defensiva!. Carteles, proclamas, consignas. ¿Qué haría este régimen sin enemigo?. Hasta ahora no puede decirse que haya preparado al país para integrarse en el conjunto normal de las naciones de un mundo moderno. Sus políticos – empezando por el Líder Máximo- son un desastre sólo digno de despido. Hay un empecinado anclaje en otro mundo, el de cuarenta años atrás, un mundo de carencia y guerra fría. Al duchar a una población, aislada e incomunicada excepto por los raros y perfectamente controlados canales del Estado, con continuos excitantes y motivantes bélicos, al hacerla identificarse emocionalmente con su verboso e iluminado líder en el que se mezclan el caudillismo endémico vitalicio, el paternalismo y patriarcalismo y el empecinamiento añadido de la edad, al producirse esta identificación, las críticas son siempre culpabilizadoras, las rupturas traumáticas, los cambios peligrosos, mayormente si cada cual debe creerse un bastión inexpugnable, un David frente al Goliat estadounidense. Los davides sin embargo suspiran por las monedas, las camisetas, los pantalones vaqueros y los electrodomésticos de Goliat. El dólar es la única moneda fuerte, la moneda de referencia de Cuba, que arrastra la cada vez más pesada cola de una fabulosa deuda exterior y el secreto a voces de su bancarrota interior. ¡Creemos enemigos externos!.
Miremos los billetes. El de veinte pesos: el guerrillero Camilo Cienfuegos por una cara, desembarco de los guerrilleros del Granma por la otra. Diez pesos: discurso de Fidel a la multitud ( Declaración de La Habana de 1960 ) por una cara y el militar Máximo Gómez por la otra. Cinco pesos. El militar Antonio Maceo por un lado y una invasión de guerrilleros por la otra. Tres pesos: el Che por un lado y el mismo cortando caña por el otro.
Y mientras, en la antología de José Martí, -del que Fidel copia el estilo patrístico, el mesianismo y la insistencia en los valores viriles y bélicos- se augura la unión inexorable que producirá el comercio y se da vueltas, con rechazo pero con inquietud, a la alternativa de asociación a Estados Unidos. Hay mucho en Castro de los tonos evangélicos de Martí, y la reiteración de éste en utopías celestes patrióticas, en excelsos futuribles, transmutada por Fidel en términos marxistas, es cuanto menos peligrosa para las felicidades concretas de los seres reales. La soberbia apostólica en el poder es temible, en esta Iglesia atea como en las que no lo son. Entre la copia envidiosa de Miami y los peanes a Esparta, Cuba se bambolea con una tripulación de náufragos a los que falta material para fabricar lanchas salvavidas.
Varadero es el punto de aterrizaje turístico por excelencia y lo fue desde los años treinta, en los que el industrial Dupont comenzó a comprar terrenos y a construir. Su situación es perfecta: una lengua de tierra con más de veinte kilómetros de playas, al noreste de La Habana, bien comunicada con ésta por carretera y por aeropuerto al resto del mundo. Es una prolongación marina de la península de Hicacos, en la provincia de Matanzas. Cuando se observa el panorama futurista de sus cadenas hoteleras perfilándose en exclusiva en el plano horizonte resulta difícil imaginar que hace siglos también aquí hubo una historia, que en algún profundo nivel, bajo la arena, yacen los indios que hallaron los españoles a su llegada, cuando instalaron en Punta Hicacos un centro de aprovisionamiento de carbón y de cerdo salado. Era una región hermosa y solitaria hasta que, con el descubrimiento del contacto con el agua del mar, se construyeron en 1910 las primeras villas de vacaciones.
Los años treinta, cuarenta, cincuenta, vieron un desarrollo acelerado. Varadero, semejante pero infinitamente más bella que su vecina Miami, recibía desde a los millonarios que volaban desde Florida hasta a un turismo fiel y numeroso de cubanos con posibles. La revolución de 1959 paralizó la zona y vació los grandes edificios hasta que, al principio de los setenta, el Gobierno decidió recuperar tan rica fuente de divisas. Al final de la fina punta de la península, todavía puede visitarse el Museo Dupont de Nemours en lo que fue la villa, playa privada y aeropuerto del millonario. También subsiste, como simple lavadero, la casa del presidente Batista
Es lugar de largos paseos dando la espalda a torres y restaurantes. Me siento al atardecer como quien acude cotidianamente a ver una película. Es un horizonte tan amplio que da impresión de infinitud, una hemiesfera de agua y otra de arena, la franja de esta delgada península marina. Los cubanos, como la mayoría de los pueblos realmente del sol, gustan de bañarse a la puesta y la superficie, plateada en rasante, del agua está llena de cabezas negras y cuerpos oscuros contra un escenario caótico de las más variadas nubes: finas, altas y planas, salomónicas y tubulares en vertical, en gajos y en copos, agrupadas en rebaños que pacen hacia el sur. Siempre hay un rincón del cielo en el que brillan relámpagos, y una fragua tardía del sol sumergido en el horizonte y cogido con desesperación a las nubes más altas.
Esa noche hubo eclipse total de luna.
El dinero llueve a las manos de la hacendosa fenicia que me hospeda, desde las habitaciones alquiladas a lo largo de todo el año, pero no sabe en qué gastarlo. La gordura de ella y de su familia es la de la dieta exclusiva de alubias, arroz y panceta, aliñados cuando se puede con unos trocitos de pimiento, cebolla o ajo, y completada por un plátano, si lo hay, o un huevo. La casa está limpia hasta donde lo permiten la ausencia de todo artículo de droguería, y los insectos, inatacados excepto por la esporádica fumigadora municipal, tienen bien delimitados sus senderos y territorios. No existen estropajos ni balletas ni detergentes ni abrillantadores; tampoco apenas artículos de baño. Hay algún fósil de loción de partidas pretéritas para las que hubo que hacer cola un día entero, y el trozo áspero de jabón y el abominable dentífrico soviético de la cuota.
Frente a esa gente, a pocos metros de distancia, la llamada “área dólar”, con sus restaurantes y cafeterías en los que hay de todo; frente a su porche, los cristales de la tienda con divisas: medias, camisetas, perfumes, chicle.
Varadero noche. Estación de autobuses.
Hace una hora estaba sentada bañándome a la puesta del sol en un mar oscuro y bajo un cielo incendiado que se resolvía en cenizas rápidamente. Ahora la policía me ha obligado a empaquetar mis cosas; los de emigración habían ido a buscarme a la casa y me ordenaron dejar el alojamiento privado. Querían llevarme a Cubatur para colocarme en un hotel a los dólares consiguientes.
Era un agente rubio, el típico policía convencido y serio que me había hecho la prolongación de tres días de mi estancia. Presentarme a ellos e intentar estar perfectamente legal fue mi error. El eficaz policía de ojos claros y discursos sobre la legislación pertenecía a esa especie que ha alcanzado el gran logro de que la gente, en cualquier situación, se sienta culpable y que se deleita en ver el miedo en los ojos del interlocutor.
El agente, cuando dejé el hotel para alojarme en la afable casa de la señora, me había seguido la pista, y ahora, sin darme tiempo a secarme, Estamos esperándola, me había embarcado en su coche patrulla; un espectáculo perfectamente llevado.
-¿La ayudo con la mochila?.
-No, no.
Empujo la mochila al fondo del coche sin mirarle. Con toda sequedad, y con cierta repugnancia, pongo cuidadosamente su gorra atrás.
-¿Quiere que la ayude a conseguir billete en la terminal?.
-No quiero que usted me ayude absolutamente a nada.
-Lo decía por si puedo rendirle un servicio.
-Considero que ya me ha ayudado usted bastante.
-Ya ve que se han hecho las cosas como se debía.
-No se preocupe, que saco la adecuada impresión.
Salgo en la terminal de autobuses. La policía se va con su prepotencia y su mirada verde tinta de tampón y póliza.
Mi vecino de asiento, en un autocar virtualmente llevado a pulso por las cucarachas, es en extremo locuaz y tengo fundados motivos para creer que le impulsan a ello mis divisas y no mis amores. Su conversación gira rápida y exclusivamente en torno a los shopy, las tiendas especiales en las que espera convencerme para que le compre artículos, los pequeños cotos de consumo en los que puede encontrarse lo inalcanzable fuera, desde un desodorante a una fruta. Le corto con aburrimiento, aspereza y cansancio:
-¿Dónde va la producción de Cuba?. ¿Dónde va el dinero?.
Mi vecino responde con rabia:
-¿Dónde va?. A las delegaciones extranjeras invitadas que tenemos todo el año, a las estupendas donaciones que hacemos a países africanos, va quién sabe a dónde. En los discursos el Gobierno siempre se vanagloria de la ayuda que prestamos y aquí parece que han puesto la isla boca abajo y la han sacudido. No tenemos nada.
Pasamos carteles: Reforzar y reparar las trincheras de nuestra moral y nuestro honor. Producción y defensa. ¡Hasta la victoria!. El autobús nocturno atraviesa una horrenda plaza, que es la de la Revolución, con un monumento fálico gigantesco, coronado por una estrella de lucecitas, en todo semejante a la nunca bastante bien llamada Merdeka (Independencia) en Yakarta. Hojeo un Granma. El periódico es un memorial al estilo fósil del lenguaje totalitario más arcaico, con una selección peregrina y estultísima de noticias mundiales en la que se trillan las catástrofes del área capitalista y se pule el logro más mínimo de la socialista.
Y en plena madrugada decido intentar, desde La Habana, volar a la Isla de los Pinos, cojo un transporte nocturno y me voy al aeropuerto de nacionales.
Nueva Gerona. Isla de los Pinos o de la Juventud
Los benéficos jefes de turno, y equivalentes como el de tráfico del aeropuerto, siguen funcionando de maravilla, ayudados por la intercesión de San Antonio y el factor pago de pasaje en dólares. A la llegada, tras esta larga noche de policía, autobuses, avión, alba neblinosa en un paisaje nuevo, todos los establecimientos estatales están, como de costumbre, llenos, pero por la calle, a través de alguien que conoce a alguien, alquilo una habitación en la pequeña capital, Nueva Gerona.
El lugar se siente como isla. Tiene mármol, vegetación plana y bruscos salientes de colinas, paisaje monótono pero al que se ha sacado partido, falsas montañas que no son sino dispersas elevaciones, naranjos -¿a dónde irá esa fruta?-, embalse. Antes lugar de destierro, Fidel la rebautizó con el nombre de Juventud para destinarla a centro de formación y estancia de muchachos del Tercer Mundo y de encuentros socialistas. Abundan los carteles, el enemigo norteamericano y el amigo ruso, Los pueblos están a la ofensiva, África en rojo entre continentes en verde, internacionalismo. Hablo con un muchacho nicaragüense que empezó a ser soldado a los nueve años. Otro narra una conversación con una norcoreana que no decía tener nombre sino número.
Las playas, incluida la famosa de Bibijagua, aunque acondicionadas, resultan repugnantes, y tanto más cuando se viene de Varadero. La arena es negra y pasablemente sucia, con restos de detritus. El agua, muy baja y con escaso movimiento, sólo rizada en la superficie, tiene un color verde lívido por el fondo legamoso y de algas. Es esta corona caldosa de agua muerta la que repele. En realidad la isla no es sino uno de estos bajos fondos marinos que casi unen Cuba al continente y que aquí se alza, escasamente, sobre el nivel del mar.
Paseo siempre entre conjuntos de personas, familias, grandes grupos de niños. Es ésta una sociedad fuertemente tradicional, de raros, si los hay, solitarios y de solitarias inexistentes. El calor machaca como un martillo en la cabeza fuera de la línea de la sombra y ataca incluso adentro de ella a ráfagas alternativas de horno, no mejoradas por las canciones mejicanas de dos enormes altavoces.
La isla tiene, tuvo, como tantas otras partes del país, obras de acondicionamiento social con el aspecto de haber funcionado correctamente el día de su inauguración y no haber sido reparadas desde entonces. Los grifos carecen de agua y de abridores -ciertamente hurtados dada su inexistencia en el mercado.-; por la misma razón no hay bombillas, los cables y tomas asoman patéticos, se oxidan las piezas, los mostradores y las máquinas, los muros recuerdan vagamente su color original y losas y azulejos están atacados por la lepra.
Pero se mira al mar y allí está Stevenson. Porque esta perezosa isla a la que se ha comparado, de forma muy poco lírica, por su plana redondez con una galleta es La Isla del Tesoro, y tuvo calas llenas de sueños y, probablemente, todavía hoy su archipiélago de los Canarreos, sus costas que miran a Yucatán, sus bajíos pastosos, sus ciénagas de cocodrilos evocan peligros, oscuras muertes, sed de oro. Emboscados en este rosario de cayos, los filibusteros esperaban a los galeones españoles y hallaban en las cuevas escondite para su botín.
Pero hay más antiguos recuerdos. Las paredes de las grutas de Punta del Este están cubiertas de pictogramas rojos y negros en los que los primitivos pobladores dejaron mensajes indescifrables. Eran indios siboneyes, que habían abandonado el lugar doscientos años antes de la llegada de Colón y que llamaban a la isla Camaraco, mientras que los tainos se referían a ella como Siguanea. Cristóbal Colón desembarcó en sus playas en 1494, durante su segundo viaje a América, y la bautizó como Evangelista. Siempre fue un lugar solitario, quizás de simple paso o varadero de grupos perseguidos. De los siboneyes y su origen se sabe tan poco como de sus pictogramas. Al parecer se alimentaban de grandes moluscos, utilizaban sus conchas y hablaban una lengua distinta a todas las de las Antillas. La pantanosa isla, poco afectada por el descubrimiento y bautismo de Colón, continuó durante siglos su olvidada existencia y sólo en 1830 decidió el gobierno español construir allí la primera ciudad, Nueva Gerona. Llamada finalmente de los Pinos por la abundancia de estos árboles de los que hoy queda bien poco rastro, se destinó a penitenciaria. Allí residió el deportado José Martí y en ella estuvo encarcelado diecinueve meses Fidel Castro hasta que en 1955 Batista concedió una amnistía a los presos políticos. Hoy la antigua cárcel es un centro de visita turística. En el tratado de París de 1898, Estados Unidos había excluido la isla del territorio del nuevo Estado cubano pero en 1925 se reconoció la soberanía de La Habana sobre ella, que la administra con un régimen de comuna especial.
Esta galleta partida en su mitad por la Ciénaga de Lanier no es bella pero sí extraña, con el aura negra que le proporciona una historia de piratería, exilio remoto y un singular esqueleto rocoso de puro mármol, al que acompañan vetas de oro y wolframio. Tras la revolución, fue sometida a una ducha pedagógica, probeta del trabajo voluntario para el que se enviaron brigadas de jóvenes que vivían en un sistema de colectividad espartana gratuita. El experimento se abandonó algunos años más tarde. Hoy la isla tiene una población estable y dedica sus tierras más fértiles al cultivo de cítricos.
La señora que limpia y hace las veces de guardiana de la modesta galería de exposiciones titulada, con notoria desproporción, Reproducciones de Arte Universal aprovecha, como tantos otros, su charla con una española para escuchar, embelesada, noticias de ese país de jauja visto en las series de telefilmes, noticias de ese mundo exterior en el que, oh milagro, hay de todo, hay donde elegir, es posible escoger. Porque aquí, en Cuba, no se escoge nada. La señora se aburre y es locuaz:
-Cobro cien pesos al mes. Por la casa pago nueve con cincuenta mensuales, más el gas y la luz. La cuota de arroz no llega y la de carne no da para nada. Allí, en el mercado libre, vamos, el que no va por cuota, hay mucho (mucho significa cerdo, con suerte quizás pollo, arroz, judías, alguna lata, sobrecitos de café mezclado, tal vez chocolate, y poco más) pero es muy caro. Una pierna de puerco cien pesos, mi sueldo entero; un pollito quince, diez pesos. ¿Quién puede pagar esas cosas?. Y lo mismo con la ropa….
La señora tiene una revista de moda rusa que resulta patética en este calor y en la oferta inexistente.
-La ropa del Estado es cara y muy mala de calidad, veinte pesos unos zapatos que no valen nada. Lo que se compra de lo extranjero, por ejemplo, a los estudiantes angoleños, que traen ropa bonita, buenos zapatos, es carísimo.
La señora trabaja ocho horas pero luego hay las de trabajo voluntario, no remuneradas, a las que negarse significaría estar mal visto y perder puntos de los que permiten un día tener un televisor en color, mejor casa, incluso quizás -rarísimo- un coche. Luego hay el domingo rojo anual, que la señora cree general en el planeta, en el que todo el mundo trabaja gratis. Ella no ha salido de Cuba jamás, no conoce del mundo sino esos melosos telefilmes y las noticias trilladas que da la televisión, pero tiene claro, con su lógica de ama de casa, que quisiera escoger la tienda, lo que come y cuándo trabaja.
La revista de moda rusa recuerda a las de España años cuarenta, un formato blanco y negro y papel grisáceo. La señora repasa sus páginas usadas y alterna a veces con un vistazo al periódico en el que se anuncian en tintas blancas y rojas las visitas de varias delegaciones extrajeras. La claustrofobia de la isla contrasta con su población flotante de toda África (Angola, Namibia, Malí, Etiopía, Mozambique, Sahara, etc) a la que miran los indígenas con distanciamiento. El poder manda que los cubanos acojan en su suelo, eduquen, paseen y nutran a múltiples grupos, representaciones, equipos y estudiantes, mientras los nominales y esforzados anfitriones carecen de casi todo. Como el mundo se divide entre imperialistas-capitalistas y socialistas, la consigna es ayudar a éstos contra aquéllos, pero el gallardo papel que tan bien queda en los discursos y consignas de Fidel se siente como una sangría inútil e inacabable de soldados, armas y dinero.
Paseo por Nueva Gerona. De nuevo las tiendas, los restaurantes, las cafeterías grises, lamentables y vacías; la librería ofrece una mayoría de libros sobre marxismo-leninismo y poco más, nada sobre historia de la isla y sus peculiaridades. Los restaurantes tienen un público predominantemente africano y masculino que contrasta, en su forma de vestir y de gastar, con la visible restricción de los cubanos.
La iglesia, frente a la que truenan marchas, consignas y boleros los altavoces del parque, es pequeña, con un escaso pero constante hilillo de gente, casi toda de color, que sale y entra. El cura es un hombre rubio, francés, sudoroso e irónico. Señala, en un gesto vago, hacia las oleadas de música militar y de bailables que penetran a raudales en el templo:
-Han estado conectando los altavoces a todo volumen cada domingo a las seis y media de la mañana, cuando comenzaba la misa y no había un alma en la calle. Durante meses. Aquí las guerras son de resistencia. Al final he logrado que no me pongan el altavoz durante la misa. El precio es una insistencia cotidiana y una usura que agota. La asistencia de feligreses no es grande pero sí continua; en su mayor parte son estudiantes africanos. Los cubanos jóvenes no saben qué significa el hombre puesto en una cruz.
El cura francés ha venido por un tiempo limitado y, como los cirios, algo sugiere que el calor tropical le va quemando lentamente, que la piel se acerca a los huesos raspada por una insomne estrategia de resistencia. En Cuba se supone la libertad de cultos, pero él sufre la obstaculización rutinaria, el bloqueo del material que se le envía, y carece de papel y de Biblias. Fabrica pues sus textos. El país le parece una bancarrota absoluta disimulada por un ritmo de vida vegetativo: la gente se aloja en barracas, come los cuatro alimentos habituales y nada fresco porque no hay red de transporte y almacenaje, el clima no exige calefacción, buena ropa ni zapatos; día a día, a niveles de subsistencia y mantenimiento, la existencia se prolonga, limitada en altura y en anchura al circuito endémico de la consigna y la escasez.
-Pero lo peor no es eso.- continúa el cura, que se levanta de cuando en cuando para atender a las personas jóvenes que entran- Lo peor es que en este sistema a la gente le matan el alma. Nadie osa protestar organizadamente ni siquiera porque el pan no llega a su hora, porque las colas desde el amanecer son a veces inútiles y se ríen de ellos. Intenté explicarles que, si no les traían el pan a su tiempo, si les dejaban sin él horas sin explicaciones, bastaba con que se pusieran de acuerdo para no comprarlo nadie un día y verían como la situación cambiaba. Tuvieron miedo; nadie se atrevió. Cualquier oposición, por banal que sea, lo es al sistema. Puede que no haya asesinatos ni torturas, pero el Estado sí ejerce la tortura psicológica, en ocasiones los malos tratos, hay alguna desaparición o aplicación de la pena de muerte y, sobre todo, se encarcela.
Las conversaciones sobre el tema de las cárceles, mantenidas con gentes muy diversas, revelan la existencia de numerosísimas colonias penitenciarias pero no hay forma de saber el número de detenidos, aunque se habla por miles; es imposible investigar sobre ello para ninguna organización de derechos humanos, y más imposible aún resulta distinguir entre los que están encarcelados por delitos políticos y de opinión y los criminales de derecho común.
La iglesia tiene un aspecto de islote y resistencia en el mar de consignas monocordes y pequeñas agresiones cotidianas; su situación minoritaria y oprimida le atrae actualmente un respeto del que en épocas de prosperidad no hubiera gozado. Tradicionalmente la religión católica no tuvo en Cuba gran ascendencia, mediatizada por la masonería aliada al progresismo y movimientos independentistas e ilustrados. Sin embargo persisten ritos espiritualistas y mágicos y sectas como los testigos de Jehová. Éstos últimos están absolutamente prohibidos pero algunas personas parecían muy dispuestas a prestarles atención; les encontraban más puros en comparación con las concesiones a la propaganda estatal que hace la Iglesia.
Esperan probablemente a las Iglesias inesperados renaceres. La persecución las ha depurado y dignificado en los regímenes totalitarios que han impuesto el materialismo y la economía como dogmas de fe junto con el culto absoluto al Partido. E incluso en sistemas pluralistas por una parte el espiritualismo ha surgido como una reacción contra la censura implícita que silenciaba y ridiculizaba cualquier tipo de actividad y sentimiento religioso. Por otra parte son muchos los que, de optar por una adscripción religiosa, prefieren algo que signifique un cambio violento, que ofrezca una diferencia apreciable de existencia. En este sentido, es más tentador una secta radical y fanática que las discretas vivencias y exigencias morales de credos más solventes.
Pero la corriente de la vida es lenta hoy por hoy en Cuba, lenta y, aparentemente, dulce y de poco fondo. Vuelvo a la plaza. Según cede el calor, los bancos se llenan de gente con helados. Para obtenerlos hay que esperar largo tiempo pero el tiempo abunda. Hay fantasmas de kioskos y de frutas cuya ausencia pesa en el paisaje. Crecen en los parques muchachas que se fotografían con largos vestidos de tul rosa, que se casan a los quince años, a los diecisiete años, y que están decididas a ser hermosas; y crecen, arracimándose, hombres que en veinticuatro horas prometen ser esclavo y amante, que en doce horas más olvidan, que se casan y se descasan. Crecen grandes tragedias pasionales, familias entramadas como hiedras, y sueños de viandas y cerveza que acaban en la tristura de un mal iluminado despacho de ron. En bancos muy bajos para sus piernas se sientan africanos melancólicos. El cura pone a su público en el vídeo una película sobre Jesús de Nazaret. Las amas de casa calculan la hora del comienzo en la televisión de un capítulo más del inacabable drama brasileño en el que una bondadosísima joven posa para fotos pornográficas con el único fin de sacar fondos para el orfelinato. Salsa y charanga penetran hasta el sagrario de la iglesia, se deslizan en los rulos bajo la redecilla, impregnan el cucurucho de galletas.
El tipo de situaciones eternas que pueden quebrarse bruscamente en cualquier instante.
Alzo los ojos. Porque me han dicho que en esta esquina del Caribe donde se rozan los dos hemisferios se pueden ver al mismo tiempo la Estrella Polar y la Cruz del Sur.
La constante gris.
Hagamos abstracción de palmeras, de charangas, del sudor tropical y de las playas, de los libros de Historia y de los ojos oscuros. Podría estar en otra parte. Es la misma constante gris de Polonia, Albania, China, Moscú, este mortecino cansancio, esa emasculación psicológica típica de estos regímenes doquiera que sean. Porque, contra todo lo que se dice de las peculiaridades nacionales, climáticas, étnicas, una descubre, tras años de viajar y comparar, que los sistemas asemejan más a las sociedades que los condicionamientos de su latitud y su piel. Y que -la constatación tantas veces durante tantos años rechazada, culpable, autocensurada en quien se creía del lado progresista, de los buenos– las democracias del proletariado, repúblicas populares, estados socialistas, comunistas, etc, son las dictaduras más profundas y ávidas del zumo de las raíces de la libertad humana que se han inventado jamás. Si se quita la espuma de sones caribeños, danzas africanas, hieratismos orientales y brindis eslavos, resultan constantes de admirable homogeneidad de un extremo a otro del planeta: parálisis burocrática, pobreza, carestía, grisura, lenguaje empedrado de clichés, falseado y rígido en la bien definida neolengua de Orwell, miedo a cualquier tipo de libre expresión y control social a base de una red de observadores-informadores civiles, ineficacia, apatía, desprecio en los servicios hacia el pueblo al que se dice estar dedicado, bancarrota encubierta y subsistencia precaria a base de racionamiento, culto al Líder y al Partido único, inexistencia de derechos humanos y libertades civiles, incluida la de tener un pasaporte y poder salir del país, usura cotidiana en las magras cuotas de bienes físicos o morales que van desde las patatas a las posibilidades de información y de expresión, confusión intencionada de toda protesta con un delito sin que, por otra parte, exista el preso político puesto que todos reciben la denominación de criminales de derecho común a poco que no muestren entusiasmo por el sistema.
En Cuba se da todo ello como en otras partes del planeta de regímenes similares. Y, pese a las pesimistas observaciones de Huxley sobre el futuro de nuestro mundo feliz, en Cuba como en otros regímenes totalitarios se siente que la capacidad de supervivencia del deseo de libertad individualizadora es en la especie humana inextinguible y que, aquí como en China y como en la Unión Soviética y Alemania del Este, bastará un desplazamiento de las placas carcomidas del sistema para que irrumpa hacia la superficie, desde una masa aparentemente apática, doblegada y gris, un múltiple estallido de vitalidad y de rechazo. Quedarán para los individuos que no han vivido nunca bajo un Estado que ha impuesto las doctrinas de Marx y Lenin como reglas y la igualdad como dogma las disquisiciones sobre la diferencia entre comunismo auténtico, benéfico socialismo futurible y falsos comunismos. Para los que lo han experimentado y para los que sean capaces de analizar sin mentalidad religiosa, lo que ha existido es lo único real, la materialización -durante largas décadas y en varios puntos del planeta- de un sistema de ideas, con su balance de desilusión y de fracaso, con lo que supone de participación en un lote de tácita culpabilidad, con su saldo de desamparo que sólo ilumina, a veces, la chispa de un imperativo de búsqueda.
Cuán trágica, pues, la desaparición de enemigos exteriores. Anuncia, para sociedades e individuos, una implacable desnudez frente a la soledad del razonamiento, el momento cercano en el que deberán asumir la personal responsabilidad de sus respectivas situaciones. Si se erosiona, como está ocurriendo, el clima psicológico por el que las naciones podían achacar sus carencias y males a sus antiguos colonizadores, los estados más pobres a los más ricos, los individuos menos satisfechos a otros individuos mejor situados, entonces quedará un vacío de enemigo y una necesidad de asumir las responsabilidades propias en la propia suerte que resulta espinoso solventar, sobre todo cuando se ha perdido la práctica y aún existe la bien arraigada costumbre de deslizar el fardo de las causalidades hacia los hombros de entidades ajenas, envidiadas y distantes.
Pero la situación actual en Latinoamérica es lo bastante catastrófica como para proporcionar a regímenes como el cubano una aparente legitimación moral. En Cuba no se recurre sistemáticamene a la tortura y a la eliminación física y los escuadrones de la muerte no dejan por las mañanas una cosecha de cuerpos mutilados y balazos en la nuca. Un juicio fácil y externo se contenta de la ausencia de libertades con la ausencia de sangre. Un análisis no. Pese a la alternativa ofertada por el Gobierno cubano de igualdad y de seguridad, a sus puertas no se agolpan refugiados de las bandas militares de ultraderecha de Guatemala y El Salvador. Poca dificultad constituiría para una decidida voluntad de mejora la distancia marítima, pero los que huyen lo hacen hacia la frontera de países que les ofrecen, al tiempo que una vida mejor o simplemente el derecho básico a la vida, también libertades.
Para regímenes como el de Fidel Castro la existencia de enemigos es providencial, como lo es para países e individuos la existencia de vecinos -en el espacio o en el tiempo- prósperos y fuertes a los que jamás se perdona su bienestar y su grandeza. El victimismo siempre es política y personalmente rentable; a corto plazo. Pero el momento de asumirse como resultado de las propias capacidades y de los propios hechos admite, en el mundo de hoy en día, cada vez menos aplazamientos.
María Lucina atraviesa tres regímenes y sigue adelante.
Es una viejita sumamente peligrosa, no hay más que ver el brillo de los ojos que se impone a la miopía y a las gafas, los brazos que manejan como garras amables la organización de la comida y el hogar, las labores, el bolso y las tijeras, las piernas que arrastran inmisericordes la espalda cheposa a través de recados, gestiones, distancias, papeles. María Lucina pertenece a esas mujeres forzosamente matriarcas de América Latina que remiendan cada día la pereza, la violencia y la barahúnda inútil de los hombres, que sostienen, silenciosamente solas, el tenaz entramado de la vida.
Cuando voy hacia ella, único ser iluminado por la lámpara de mesa en el rincón del salón sombrío, tengo la tentación de introducirle una moneda entre las gafas y la frente. Porque sé que en su máquina de recuerdos la aguja ya se ha levantado y desciende sobre el disco colocado en la plataforma, el disco de sus batallas y el de su guerra
Ahora, a las doce de la noche, mientras el marido duerme, el hijo militar se emborracha, el hijo intelectual se queja y las nietas añoran amores y un conjunto de ropa interior de encaje, ella deja en el regazo la labor que venderá el viernes a la tienda del Estado, suspira, se pone a charlar conmigo, que he llegado de lejos y me marcharé pronto, que le recuerdo un tiempo de visitas, presentaciones, movimiento, nuevos rostros.
-Ay, sí. Echo de menos las reuniones, las fiestas que teníamos. Había que ver esa calle los sábados …¡Y los días grandes ni te cuento!
Enhebra la aguja y se queda con ella en el aire, oyendo conversaciones, carcajadas y músicas que desaparecieron muchos años atrás.
-Ahora no se puede ofrecer a una visita ni un triste refresco, no digamos una cerveza, a veces ni café. La Nochebuena no existe, está prohibida porque cuando la Revolución hubo unas Pascuas sangrientas. No hay Día de Reyes, se acabó hacia los años setenta.
Ni mención de las celebraciones oficiales, en las que el pueblo goza del acceso a cerveza aguada y raciones de cerdo y pescado. La viejita ironiza:
– Fidel decía que había que acabar con la explotación del hombre por el hombre, y ahora tenemos la explotación del hombre por el Estado. Lo único que falta es que racionen lo que hace una con el marido.
Se saca el dedal, que le baila en el dedo y ha rellenado con un trapo. Los dedales no se encuentran y éste es pieza rara, que coloca junto al acerico.
Giran suavemente los primeros acordes de su canción.
-Yo fui revolucionaria. Mi casa era un nido de la Revolución, hacíamos brazaletes, banderas, guardábamos medicinas, mi familia se fue para la sierra. Creíamos necesario y decente acabar con esa situación en la que vivíamos. Luego vinieron las decepciones; al principio confiamos y ayudamos, se pasó por las privaciones que hizo falta, pero Fidel y los suyos se pusieron a planificar, acabaron con todo y no nos dejan ni respirar.
María Lucina tiene una de esas vidas de desgracias desmesuradas, abundantes como los fenómenos naturales y los enormes ríos en América: operaciones, enfermedades destructoras, suicidios familiares, recuperaciones milagrosas, videntes, médiums, pasiones y desamores entre los suyos, compasiones, ataques. Todo ello ha pasado sobre su cuerpo nudoso pelándolo hasta dejarla en un solo y grueso nervio resistente.
Acompaño a María Lucina, que lleva a alguien, al otro lado de La Habana, objetos y vituallas indispensables colocados en una caja de cartón. El autobús pasa renqueando y expulsando un humo apestoso por las calles de la capital. Letrero: Máximo Gómez, pero en nada se distingue de la calle Pérez o López. Las casas, las avenidas -excepto los raros islotes presentables por motivos de turismo o prestigio- son como una sucesión de cadáveres en largo estado de descomposición. Carecen del discreto encanto de la decadencia, de la dignidad franca de la ruina y de la limpieza prometedora de las fundaciones y los comienzos. No es sino la plasmación de un desastre, de la degradación ininterrumpida de decenios. Los pórticos columnados, antiguas tiendas, galerías, balcones, son un recuerdo leproso del abandono de décadas, todo es una costra gris, parda, hierros, cuerdas, un trozo de cornisa, muros semiderruidos y mordidos a grandes dentelladas por el desinterés, el anonimato de inquilinos de paso, ennegrecidos por el desamor y la carencia de materiales. Los huecos ofrecen espectáculos de notable sordidez, espacios parcelados por divisiones de biombos y mamparas, objetos deslavazados, ropa tendida, gallinas, una mecedora, maderas, charcos, cordeles y alambres enroscados a la caja de una escalera que antaño fue graciosa, a una greca de escayola, a los restos amputados de una fuente. Mucho me temo que, para la tropa de casas modestas e iglesitas como la de San Francisco, transformada en garaje, la declaración de la UNESCO llega con retraso.
María Lucina superpone al panorama paisajes urbanos de su recuerdo:
-Antes aquí había un bloque entero de tiendas; era bonito, muy bonito. Allá -señala una fachada de cartones y tablas en la que se arremolinan los papeles- había una zapatería, y no era cara. Más arriba una tienda de ropa, y terrazas de refrescos a cada rato. Todo esto eran galerías y encima se ponían plantas. Era muy lindo.
Ya no hay apenas plantas en los balcones, ni siquiera en la terraza de María Lucina. Se suceden, entre nubes de carbono y peatones que cruzan cuando buenamente pueden porque los semáforos no brillan sino por su ausencia, portales cavernícolas, letreros herrumbrosos de los que un día fueron establecimientos, escaparates cubiertos de cartón, alguna tienda indefinida con cuatro solitarios objetos y dependientas de gesto amargado y huidizo entre estanterías de género inexistente, cafeterías de largo mostrador solitario en las que se acabó el cupo de bocadillos de mortadela y refresco químico, camareros como viejos envases polvorientos y sin sentido. En el estancamiento y la mugre ni siquiera la belleza ocre del olvido.
Oscurece rápidamente en la calle sin apenas iluminación. Los vanos, con bombillas débiles, algún neón, no tienen más alegría que la música excesivamente estruendosa. Hasta los carteles de consignas, de campañas, de propaganda política, están rotos, caídos por las puntas, descoloridos y roídos. Y su mensaje es así exacto.
Nihil novum…
Quiero mi Cuba perdida, la que todos disfrutan, la que al volver a Europa traen en el equipaje como un perfume de frutas, como un sombrero de Carmen Miranda. Quiero mi ración de alegría y juerga. De repente me he sentido centenaria, sentada al lado de la abuela, con la luz mortecina de la bombilla tísica y la pila de libros, viejos periódicos, recortes de discursos, en el regazo. Quiero vacaciones, sin historia general ni historias ajenas. Me estoy viendo en el avión, sin más bagaje que un puñado de escritos que atufan atrozmente a moralina sociopolítica y que ningún lector soportaría excepto si lo ato de pies y manos. Yo misma me hallo impregnada de cierta grisura de misionero cenizo, de predicador polvoriento. Me ha subido al cuello la urgencia del agua corriente y los cócteles, de la maldad, las frivolidades y el despilfarro. Querría dejar, no ya mi equipaje y mis papeles, tan funcionales, austeros y correctos como un recibo del gas, querría dejarme a mí misma, ante la que me sonrojo por esa Cuba y esa rumba perdidas, por los recuerdos que no llevaré de vuelta. Y me dejo. Decido con la firmeza de la desesperación exprimir mis días últimos, gastar sin rebozo, huir a la playa turística más cercana en la que purgaré mis pecados plomizos en la juguetona superficie del mar.
Encuentro con el socorrista playero, la treintena larga, casi dos metros. Tras atenderme solícitamente para que encuentre dónde cambiarme, deje mi ropa, beba y coma -previo pago de su importe en dólares-, me propone sus atenciones sexuales. Lo que no sabe él es que el african, el arabian y, en tiempos, el griego, el malagueño y el sicilian lovers dicen exactamente lo mismo y que su promoción de la excelencia del producto puede resumirse en los puntos (que enuncia el socorrista a coro, involuntariamente, con sus homólogos del planeta):
(No caigo en sus brazos deslumbrada ante el récord de felicidad y disfrute que se me ofrece y ello tiñe progresivamente los tópicos que desgrana de agresividad y rudeza.)
Éste no ha leído Maestra voluntaria, me digo mientras vuelvo, caminando por el lado del mar. Me ha venido a la memoria una joyita bibliográfica de los tiempos en los que también Cuba propugnó -sin duda con poco éxito.- el puritanismo estalinista. El libro había sido probablemente lectura edificante para jóvenes revolucionarios. Era el relato de la experiencia pedagógica de una muchacha muy joven, pero madre ya de una niña, alistada en un grupo para la alfabetización del campesinado. Estaba narrado en primera persona y la joven, volcada en pasiones ideológicas, trataba limpiamente de desdichada prostituta a una compañera que alababa, no la labor revolucionaria, sino los viriles encantos de los alfabetizadores. Los tiempos, y las lecturas del socorrista, han cambiado.
Esto no tiene remedio. Además de rechazar la inmersión en el atávico frenesí del Caribe, sorprendo al yo que había dejado a buen recaudo en La Habana caminando traicionero a mi lado, con sus insípidos hábitos pardos de largos caminos y enfrascado en las reflexiones a que ha dado lugar el socorrista y su profusa e inmisericorde exhibición de méritos. Me entretengo en desdoblarme en un misionero, quizás franciscano, y entonces lo lapido con cuanta piedra y concha encuentro, hasta que lo veo desaparecer bajo las aguas de la orilla con la satisfacción del hedonismo vengado.
Los fantasmas atacan sin embargo por otros frentes, véase el literario. El socorrista hacía de sí, enconadamente, un prototipo. Me fascina la prisión de los tópicos, los supuestos realismos mágicos, las novelas cuyas protagonistas hacían poco y se dejaban hacer mucho, los violentos edenes que deslumbraron al mundo desarrollado. La tendencia al relativo modo fue reinvindicar instintos y primitivismo, fenómenos sobrenaturales y las sanas tendencias del animal sano para así amalgamar una cultura del buensalvajismo y aureolar de diferente cuanto pudiera ser sentido como inferioridad. A falta de técnica, raíces ancestrales; a falta de producto nacional bruto, culturas específicas; a falta de desarrollo, invasión demográfica. Con esta halagüeña receta mezclada a vaguedades socialistas se ha tejido un gran cliché de necesidad virtuosa, de coloreado latinoamericanismo, apoyado el proceso en la mala conciencia occidental y en los vates locales.
Como la naturaleza imita con desesperación al arte, he aquí a los individuos intentando encajar en el tópico, no ser Rodríguez ni Pérez sino la mujer apasionada y fecunda, el insaciable amante, el bravo varón latino, los alegres caribeños, las indomables víctimas de la felonía exterior; y qué penoso vivir en un realismo que tiene muy poco de mágico y mucho de mísero y de inseguro. Cuba posee su lote obligatorio de Edén, de pieles morenas salpicadas de coco, de potencia viril, de ardor femenino, de alegría y de estruendo. El uniforme de metáforas es gratuito y aparente pero no cómodo y es muy probable que, en el futuro, antes de las reuniones con los demás países, Cuba deba dejarlo en el guardarropas.
Y cuando iba sumida en tales pensamientos, tan poco acordes con mi determinación lúdica, me encontré con Luis Antonio.
Adiós, Tarzán, adiós.
-¡Luis Antonio! ¿Qué haces aquí? Me alegro, pero cuánto me alegro.
– Chica, anda que no hace tiempo.
– Desde la Facultad, ya ves. ¿Llevas mucho de vacaciones?.
– No estoy de vacaciones; vivo aquí, desde hace medio año, con un programa de cooperación.
-¡En plan diplomático!
– Más quisiera. Qué va. Es una especie de lectorado, das clase en la universidad y preparas un trabajo. Me apetecía viajar. ¿Tomamos algo?.
Luis Antonio, Luis Antonio Vallejo Gris. Recuerdo el nombre de corrido como sólo se recuerdan los de los compañeros de estudio a los que se ha visto en las listas junto al propio. Encontrarle me ha producido una inesperada sensación de alivio y felicidad. Está cambiado pero es él indudablemente.
Nos sentamos cara al mar y por primera vez sorbo un vaso de colores sin mirar a nada más, sin analizar nada de nada. Me he tirado sobre la ocasión como sobre una hamaca y advierto hasta qué punto echaba en falta esta especie de afinidad de familia. Porque Luis Antonio no es un turista de paso sobre el que aleteo, ni un indígena con el que indago. Él me sorprende, desde las primeras frases, contándome su indignación cotidiana -¿hay alguna virtud menos práctica y más meritoria?- mientras va de casa al trabajo y de ahí a ver a los conocidos, en La Habana, con su bolsita de supervivencia con la que remedia la carencia de vituallas y establecimientos callejeros.
-¿Has visto qué miseria?. Pero si no hay nada.
-A mí me lo vas a contar. Ya me he ido acostumbrando; salgo comido, me llevo mi bocata; como nunca sabes dónde y cuándo tendrás oportunidad de pescar algo.
– Oye, y ellos ¿qué dicen, qué te cuentan en tu trabajo?.
– Se los tienen muy medidos los comentarios. Depende si están a solas contigo o no.
– Pero tú te lo pasas bien.
– Hombre, la gente es majísima, se han hecho a todo, se adaptan. Los ves que están renegando, poniendo verde al sistema, y a los cinco minutos ellos mismos se ríen de las situaciones. Pero a ti, que sabes que no tienen opción y que ves a los de arriba, cómo viven, te pone negro, claro.
Nos vamos a cenar, a procurarlo al menos, con nuestros flamantes dólares y la poca gracia que tenemos gastándolos. Cuando baja la cabeza, a Luis Antonio le reluce una calva limitada por pelo gris y finito. Es un hombre bajo, que nos sacaba poca altura en aquella foto que nos hicimos cuatro chicas con él en el bar. Está igual de delgado y sin pancita, los vidrios de las gafas son más gruesos. Tiene los ojos de esos colores que no se recuerdan nunca.
-¿Cerdo asado con moros, con judías negras?.- propone.
– Muy bien.
Siguen intercambios de recuerdos. Los de un compañero, el primero de los nuestros que murió, de asma. Las oposiciones, desplazamientos, trabajos, matrimonios, los pocos que hicieron carrera política y sindical, los muchos que costearon los cabos de los treinta y de los cuarenta agarrados a una nómina, los que saltaron -saltamos- entre tierra firme y las aguas procelosas, las chicas que iban con tacones a clase, el profesor que obligó a un repetidor a exiliarse para aprobar.
Los dos costeamos, sin tocar tierra y a prudente distancia, los islotes de la vida privada, en un acuerdo tácito en el que me pregunto si también él preferirá omitir el fracaso asumido, la insensible novela de terror de lo cotidiano.
Hablamos de nuestras impresiones del país, en voz discreta, saciados con el plato abundante en el que los moros confraternizan con los cristianos en forma de blanco arroz.
-¡Qué sinvergüenzas, pero qué sinvergüenzas!.
Repite en estribillo cuando se refiere a todos los estamentos del poder isleño. Lo dice inclinándose hacia la mesa y hacia mí. Tarzán, ya recuerdo. Cuando fuimos, en la Facultad, distribuyendo apodos, le correspondió Tarzán. Pero no cuajó mucho. Otros fueron duraderos e incluso perdurables, como el de Caracalla a Manuelito, que boxeaba en sus horas libres. Los apodos caían de forma surrealista y súbita, como la lluvia, y fui personalmente responsable de muchos de ellos. Ahora Luis Antonio-Tarzán me parece realmente medir dos metros y ser el rey de la selva; él lo ignora pero tras mi pasaje por el caribian lover de la playa estoy literalmente rendida a sus pies, con un agradecido descanso que es en parte el del guerrero y en parte el de quien pone pie en un territorio conocido. Me he rendido, sin la menor intención de lucha, a su modesta ausencia de atributos.
Pero volvemos a Cuba. Miramos a nuestro alrededor. Planteo una de mis grandes incógnitas:
-¿Por qué nadie dice nada?. ¿Porqué vinieron, vienen y van periodistas, políticos, artistas, gente importante, y prácticamente nadie denuncia lo que ve?. ¿No lo ven?.
-Los tienen agarrados por…-hace un gesto perfectamente ilustrativo-…el sexo. A los visitantes se los maneja muy bien el Gobierno. Yo los he visto, en los hoteles, en los cabarets. No entra ahí cualquiera, las chicas son las que la policía filtra, tías estupendas, y les enrollan con esto, les tienen comiendo en la mano, les cuentan la milonga. Aquí el sistema se ha montado un control de la propaganda exterior a base de sexo muy elaborado, llegan los tipos y enseguida te los acompañan, que si Tropicana, que si la copa con ellas, el hotel. Y además el recurso sentimental, Compañero, tú nos comprendes.
El asunto tiene en realidad el gusto del déjà vu. ¿De qué me extraño?. ¿No disfrutaron otros regímenes similares antes que Cuba, durante largos años y contra toda evidencia, del mismo apoyo por parte de los intelectuales de visita?. ¿Acaso no gozaron, primero la Unión Soviética y después la R. P. China, del mismo silencio cómplice, de la misma cordial adhesión en un curioso proceso en el que participaron escritores, artistas, pensadores y políticos de Europa y Estados Unidos?. Pocos se resistieron a tan halagadoras, controladas y agradables dosis de utopía. Además, hacía demasiado frío fuera del club.
-Ni aun así se entiende que en la isla no haya nada, que el desastre sea de esas proporciones. ¿Dónde va, dónde ha ido el dinero?.- pregunto.
-A…- Baja la voz y mira alrededor- No lo sé. Te cuento algo con el café.
Tomamos un café de despedida en La Habana Vieja, tan inalterable como penetrar en una postal comprada al principio de mi estancia y que reposará largos años en un cajón. Estamos a un extremo de las mesas instaladas en el exterior y llegan hasta nosotros algunos acordes de lo que tocan dentro y el halo débil de una bombilla.
– Una vez –prosigue Luis Antonio- estuve hasta muy tarde tomando copas, bastantes, con un tipo que trabajaba en el aeropuerto. Me dijo que, en los aviones españoles, se llevaba años sacando de Cuba, sin declarar ni asegurar y como carga, lingotes de oro para depositarlos, junto con divisas, en cuentas en Europa, donde tienen sus fondos los clanes del Gobierno cubano.
-¿Será verdad?.
-Imposible saberlo. El tipo pudo inventárselo aunque no veo para qué. Que en alguna parte debe estar lo sacado de la isla durante tantos años es de lógica, porque aquí no hay nada y era riquísima. Han corrido rumores bastante bien fundados sobre la forma de llevárselo.
-No he leído publicada ni una palabra al respecto.
-Ahí sí que se la jugaría el que lo hiciera. Todo el mundo se guarda muy mucho.
-¿Los que trabajan contigo no te han hablado nunca del tema?.
-Serían los últimos en enterarse o, si son de arriba, están demasiado bien enterados. No; esto se sabrá un día, bastante después de cambiar el régimen. Hace casi frío a esta hora, ¿verdad?. Me recuerda a Levante.
Ha alzado la voz, al cambiar bruscamente de tema, y mira de soslayo. Acaba de darse cuenta de que una de las mesas próximas lleva unos minutos ocupada por un muchacho y un hombre mayor y grueso.
Nada ya es banal, chistoso ni anecdótico. El miedo se ha sentado con nosotros. Justo a nuestros pies, a unos centímetros del borde del mantel, se ha desplegado una zona oscura, similar a otra de un submarino mapa del más profundo gris. Un soplo frío penetra el aire cálido del trópico. Como un folleto turístico que se pliega, la corteza de Cuba desaparece y quedan décadas de mercenarios alquilados, de servicios terroristas, de confidentes, de poder bruto y de ricas corrientes de metal precioso que se deslizan hasta el seguro remanso de otras fronteras.
-¿Nos vamos?.- propone.
Observamos que nadie más ha salido del café. Sólo se escuchan nuestros pasos en la calle por cuya pendiente sube la humedad de las zonas bajas.
Aprovecho la compañía para dar un paseo nocturno por el Malecón. Es más de medianoche, que aquí es tan tarde, y el cielo se refleja dócilmente en las aguas oscuras. Sobrenadan en ellas, durante breves instantes, llamadas, intentos, ecos de palabras, y los cubre una leve marejada de silencio con silencio. Se va hundiendo lentamente en la masa gélida de los años pasados un mosaico de gestos y frases, de rostros anodinos que descienden y forman en el olvido del fondo una geografía del fracaso. Hay un crucero varado lejos, un ascua de luz. La ciudad, a nuestra espalda, sólo está punteada por la débil claridad de algunos faroles. Y sueñan, sueñan con balsas, sueñan con barcos.
Entonces me encuentro, que es el gran peligro de todos los viajes, encuentro a mi yo que guarda, viva e intacta, la angustia de un conocimiento inolvidable, que adivina en éstas los rasgos de otras latitudes, el perfil de cerradas fronteras. Vienen a mí, del fondo, con sus quejas, las formas más oscuras y el deseo irrefrenable de huida. Encuentro mi viejo temor, que acude con una recurrencia de malaria, el fresco recuerdo de los territorios del miedo, que la mayoría desconoce, disfrazados hoy en el mapa pero en los cuales en otro tiempo viví.
Vuelvo a ver los grandes carteles, mojados por el relente, que reproducen las consignas y la imagen del Jefe de Gobierno. Es el otoño del Papá Grande. El Líder, aunque hayan cantado su risa olímpica grandes trovadores dotados del don de contar pero no del de pensar, se mueve en un régimen que hace tiempo entró en su crepúsculo, en un otoño patriarcal y vegetativo, de límite tan difuso como probablemente breve. O no. Quizás en vez de, por la fuerza de la evidencia de la bancarrota, pararse a reflexionar, componer con el principio de realidad y cambiar de rumbo, el Compañero Máximo acelere, como si siguiese aquel famoso dicho de “Ayer estábamos al borde del abismo pero hoy hemos dado un gran paso hacia delante.” A la esperanza de que Gorbachov embarcaría hacia la Perestroika a su Guía vitalicio e infalible se agarraron los cubanos como náufragos, sólo para ver con pasiva desesperación como Fidel respondía con nuevas vueltas al torniquete del control y la exigencia dogmática. Vegetan, pues, bajo mínimos, gracias a un clima sin el rigor del frío, trafican como pueden bajo cuerda, suspiran por el más modesto respiro cotidiano, por la mítica cerveza, el brillante espejismo del par de zapatos, la calle animada y habitable, y no saben cómo expresar sus aspiraciones porque el régimen les ha robado hasta el lenguaje y los términos de razonamiento.
La adaptación a la libertad no será fácil, y los vientos que provoque la descompresión, cuando se abran, tras varias décadas, las escotillas, prometen ser violentos. Las consignas internacionalistas, el vivir en todo el mundo, han servido al régimen para no vivir en sitio alguno. Salían los soldados, iban y venían las delegaciones, y la mayoría de la población permanecía aislada con los relojes detenidos en los tiempos de la Guerra Fría. Como naipes, caen sobre los cubanos los endebles edificios con los que pretendieron confinarles en ficciones ajenas a una vida mejor, desaparecen, empujados hacia las cunetas y el agua, los ditirambos sobre la independencia que nunca existió, el latinoamericanismo y sus esencias, el socorrido recurso a la irracionalidad, las proclamas vacías y gigantescas, la loa a las facultades mágicas e instintivas, la demagogia a base de determinismo geográfico y étnico, y quedan amontonados, sólo útiles para la fábula, el bolero y la artesanía.
Se balancea sobre las olas el último farol del puerto. Luis Antonio me acompaña hasta la calle estrecha. Intercambiamos direcciones en España. No nos volveremos a ver. Adiós, Tarzán, adiós.
Mojito largo
No llego al portal. Un Alfonso desmadejado y pálido se incorpora del poyete de piedra que le ha servido de asiento y me agarra del brazo con la urgencia de asuntos importantes. Luego se queda mirándome, los ojos vidriosos de enfermedad o de vino, olvidado de la urgencia, receloso de interrupciones, de vecinos, hasta de perros que olisquean trapos a unos metros.
-Vamos a hablar. Vamos a hablar en otro sitio. Aquí…nos oyen. Nunca me escucharon, pero, eso sí, a la hora de oírte cuando no deben, ahí no fallan.
Y vuelve a derecha, izquierda y a lo alto una mirada que se ha vuelto extraña, que busca enemigos o culpables.
Alfonso está empapado en alcohol y fiebre, y quiere que comparta ambos. Nos alejamos, hacia ninguna parte, por el otro extremo de la calle, para no encontrarme quizás de nuevo con Tarzán, que se ha batido en retirada e ignora que he sido raptada por la grande y locuaz bestia de la melancolía.
-Tienes que tomar algo. Se acerca tu vuelta a España y dirás que los cubanos ni te sacaron, ni te ofrecieron una copa.
Se empeña en buscar bares. Va vestido con una camisa arrugada y el pantalón que se pone para estar en casa. Lleva bajo el brazo una bolsa. Y cuenta, y cuenta:
-Aida…mi madre no lo ve. La viejita, con sus gafas, tan aguda, no ve aunque la tenga delante. Aida es joven, necesita amigos, sale con amigas. Cuando yo estrene y la gente hable de mí y vengan a verme, cuando vayamos de tertulia en tertulia de nuevo, entonces se divertirá y le brillaran los ojos, como hace unos años, no muchos, ¿sabes?, no muchos.
No, lo suyo no es despego. Mi madre, la pobre, con eso se engaña. Las madres siempre están pendientes y creen que todos los cariños deben ser igual. Aida me quiere, me quiere como entonces, más que entonces, pero no soporta que la gente haya dejado de reconocerme el genio, que no vayamos a los estrenos, ni demos reuniones, ni nos inviten a cenas. Se hizo el traje para el extranjero, porque la gira que me prometieron estaba lo que se dice acordada y en cualquier momento nos plantábamos en el avión. Europa…La ilusión que le hacía. No nos llevaríamos al chico. Como recién enamorados íbamos a ir. Era el viaje de bodas.
¿Por qué está todo cerrado?. Mira la calle; es como un pasillo, un templo triste, como la canción decía, abandonado hace no sé cuánto tiempo. A fuerza de estar con el cerrojo echado las cancelas, de no tener gente, el barrio se ha vuelto gris, se ha vuelto noche larga. Pero tuvo colores, imagina: pilares, balcones celeste y rosado, rejas en rojo y en verde, mucha luz dentro caída en flecos hacia fuera, y el suelo todo brillante, del mismo color. Así eran mis escenarios, las plazas que yo pintaba. Dibujaba edificios con terrazas al fondo y hasta se soltaban palomas. Perdido ponían el decorado, pero yo a lo poético, sin bajarme a detalles.
Aún veo a Aida aplaudiendo y riéndose. No sé qué daría yo ahora por que se riera conmigo. Ya me ha comentado más de uno que se ríe a gusto cuando sale por su cuenta, pero le digo a mi madre que eso no está mal.
Ella se esperaba otra cosa de La Habana. ¿Y…? Una casa, bien grande, para todos, eso es lo que hay, y un hombre que tiene que pasarse por el hospital de vez en cuando. Mi mamá ha ido conmigo allí siempre, desde que tuve aquella enfermedad de chico, y nunca me ha fallado en llevarme lo que yo le pedía: que si jabón, que si champú, algún dulce. Aida decía que no quería meter entre enfermos al niño. En realidad estuvo lo menos posible la vez primera, puso la cara larga cuando pedí, como de costumbre, que me hospitalizaran y a partir de ahí bien poco pisó la sala.
En el hospital se está bien. Se ha puesto difícil que acepten a cualquiera por la cola de gente que está deseando entrar para pasarse sus buenos días sin problemas, unas vacaciones de la cartilla de racionamiento. Claro, allí tienes la comida asegurada y no falta que si fruta, que si un pescado a veces, una carne. A mí me admiten porque soy un crónico y tienen la ficha desde chico, cuando mi madre me empezó a llevar a revisiones después del tratamiento. Se está bien, pero antes se comía mejor y además no puedes tomar ni un trago.
Mamá dijo a Aida que una mujer tiene que ocuparse de su marido. A ella ni le replicó pero a mí, una noche que me echó de lado, me dijo que, además de gordo, estaba empachado de mimos y dengues.
Voy a llamar. Aquí nos abren seguro. Había un bar con tertulia, ¿o era más abajo?. Hice una lectura previa de mi obra, la segunda, “El robo de los pájaros”, en el salón de atrás. Nos juntábamos estupenda gente, venía Néstor, el del Comité de Cultura que me arregló la gira por media isla y sacó mis diálogos en el semanario.
No conozco a ese tipo que grita desde el balcón que nos vayamos. Un grosero. Voy a explicarle la mala impresión que da de la patria a una visitante. No; tienes razón. Mejor ni se lo explico. Está borracho, estarán todos borrachos, bebiendo en el fondo, y por eso no quieren abrir. ¿Has oído la música? A mí me puso acompañamiento el amigo de Néstor. ¿No es la misma? ¿Me están copiando?. ¡Ah, no, eso sí que no!. Van a llevarse mis obras, las llevaran a Europa, a Norteamérica, dirán que son suyas y, si yo no estoy allí, si al final resulta que nunca salgo, ¿cómo me defiendo?.
Sí, mejor nos vamos, a tomar la copa a otro sitio y a pensar un plan. Tanto andar da sed. Pero…Acércate la puerta. Esa risa…Aida se está riendo con ellos, así ella se reía. No me engañan. Están todos ahí.
Mejor ni me doy por enterado. Para lo que importa. Panda de gusanos, de fracasados que estarán conspirando. Vamos a donde el Chico Pérez, que recitaba mis versos de maravilla. Fueron mis primeros diálogos en verso porque eran más pegadizos, hacían gracia. Aunque tenía mucho fondo, se trató de una obra para niños que le dediqué a mi hija. Zenia era chiquita y tan blanca, un dulce de leche. En mi familia todos somos muy claros, igual que la gente de Gustavo, ya los viste. En cambio el pequeño salió bien moreno. Los de Aida vienen del Oriente, de Santiago; por eso.
Hay que darse prisa porque, si aquí no abren, en otro lugar será. Un mojito de despedida, un mojito bien bueno, con su menta, y que nos canten historias de amor, historias tristes. Se parecen a lo que empecé a escribir después de “El robo de los pájaros” y “La rebelión de Lucho García”. Con los años te cambia el estilo, evolucionas, se te desarrollan otros gustos. Me entusiasma, por ejemplo, “Un tranvía llamado deseo”, aunque sea decadente, me es igual. He escrito unas cosas con historias mías, lo de Aida, lo de mi mujer anterior, pero ésa es tan trágica que no va, ya me lo dijeron: Muy bien “El robo de los pájaros”, con la paloma liberada y los cuervos echados al mar, pero nada de desgracias sin solución, que desmovilizan y dejan al público sin ganas de aplaudir, apático.
Néstor, la última vez que conversamos, y ya hace tiempo, me lo dijo claro: “Tienes que encontrar el tono, el nervio de tus primeras obras”. No vayas a creer; no tengo éxito porque no quiero. Bastaría conque me pegase otra vez a la receta. Es lo que voy a hacer cuando me reponga y Aida vuelva a tratarme como debe. Y que se preparen los de Cultura porque les va a costar convencerme para que dirija más coloquios y seminarios. Además tendrán que pagarme como es debido, se acabaron el idealismo y los abusos. Me van a oír. Te explico el argumento que estoy esbozando para mi nueva obra, pero primero tenemos que apresurarnos y encontrar un sitio abierto, rápido; tengo la boca muy seca para hablar.
No, no me he caído. Ha sido un resbalón, lo húmedas que las piedras se ponen por la noche, ¿o está lloviendo?. Mira, hay gente en la esquina, bajo los soportales. ¿Tienes cash en dólares?. Yo no llevo suelto y en pesos no nos venden la botella. ¿Tienes?. Ah, está bien. Te lo devuelvo en la casa. ¿Invitas por la despedida?. Bueno, lo acepto sólo por eso. A ver qué nos venden. Hay turistas. Si te parece, mientras tratas lo de la botella yo me tomo un mojito.
La cara que puso el mono de la barra. Se creen alguien porque tratan con gente de arriba. ¿Te la vendió?. ¿Sólo media?. ¿Le digo…?. Vale, vale. Está bien así.
La rubia del fondo, ¿la viste?, de las dos la más pequeña. Me ha recordado a mi mujer, la anterior, Gladys, la madre de Zenia. Ella tenía un pelo como ése. ¿Creerás que no la recuerdo casi, que no la reconocería por la calle?. Sin embargo ahora esa mujer se me ha parecido ella, por el pelo que me gustaba tanto, que se le quemó hace tanto tiempo.
¿Nos sentamos a descansar un poquito.? Ya habrás visto bien La Habana con este paseo. Una hermosa ciudad, ¿no?. Yo, la verdad, no he visto otras, París, Roma, en el extranjero, pero estuve a punto varias veces, hace años. Estoy seguro de que bastaría con tener una oportunidad de estrenar, una sola vez, una de mis obras allá y me cambiarían completamente las cosas. Así es la vida: un golpe de dados, una ocasión, un hueco, y llegaste arriba, respiras, puedes empezar a subir cada vez más alto, hablan de ti, triunfaste.
Me ha dado frío, no sé qué me pasa, aquí no hace frío nunca. Es de estar sentado en la piedra, del relente. El viento cambia a esta hora y, si escuchas bien, se oye el mar. Yo hice una obra sobre una sirena que salía de las aguas del puerto para hablar con un tipo sentado cada noche en el amarradero, junto a su barco.
¿Qué pasa? ¿Qué nos piden? ¿A quién estorbamos?. Ya hablo yo con ellos. No estoy molestando a nadie, no busco nada con ningún extranjero. Deja, que lo arreglo rápido. No soy un cualquiera. Les valdría más ocuparse de los que están en el bar traficando y no viven de otra cosa. Éstos son los de control cívico popular, los conozco, y ¿sabes lo que controlan?. Que nadie haga la competencia a su gente para repartirse luego los dólares. Ahí van las rubias, a continuar con esos tres la fiesta en el bar del hotel. No, ahora que la veo de pie la pequeña no se parece a Gladys tanto como creía. Sí, de acuerdo. Bajemos hacia el malecón.
Ya no tengo frío, basta con resguardarse un poco y se siente uno bien. ¡Qué oscuro está todo!. Aquí se murió mi sirena. Las sirenas no se mueren, sólo en los cuentos, se lo expliqué al público. Mi sirena tenía las cejas y las pestañas rubias, el pelo azul y la cara blanca como una concha de nácar. Se murió cuando supo que el marinero la quería para traerle perlas nada más. La obra gustó mucho. El decorado era este mismo fondo pero con barcos, luna, estrellas y luces. En realidad el argumento era sentimental, pura fantasía, pero en los arreglos le pusieron una coletilla sobre el egoísmo y la avaricia. Todas las perlas, al final, vuelven a caerse al mar.
Aquí vine desde siempre. Con los amigos a beber y a cantar, a contar proyectos, a tomar el aire a la salida de las fiestas. Me hicieron una grande cuando publicaron la primera obra mía. También vine con muchachas. Una vez, me encontré charlando en la media luz a Zenia, mi hija, con su primer enamorado de la escuela, y yo con una compañera de paso por La Habana con la que había salido en Holguín. Pues no sé qué me dio que me quería morir y todo mi afán era que la niña no nos distinguiese. Me parecía que Zenia iba a ver a su padre como nunca lo había visto, como un viejo acurrucado allí, a lo oscuro de las piedras. Ella estaba empezando todo, con su jovencito y su traje de colegiala, y yo no tenía nada que empezar. Las cosas cambian poco para lo que cambia uno. El mar, el malecón, la roca, el faro los mismos, y mis compañeros y yo flotando como puede cada cual con lo que le queda de barco, tan cambiados que si nos encontráramos otra vez aquí no nos reconoceríamos ni por el olor de las pavesas.
¿Quieres un trago? Queda poco. Te explotaron cobrándote eso; ni siquiera era media botella. Se está muy bien. ¿Volver?. Enseguida vamos, pero despacito. Un rato corto, apuramos el resto y caminamos para la casa. No, mamá no estará preocupada; me paseo muchas noches, ella sabe, y además le comenté que había que celebrar tu salida para España. ¿Te gustó Cuba?. ¿Volverás otras vacaciones?. Para entonces pueden haber cambiado mucho las cosas. Tal vez incluso nos veamos antes. ¿Y si me presento en España para estrenar allí? Vaya sorpresa.
Las piedras. Me gusta el ruido que hacen en el agua. De chico las tirábamos por encima, raspando las olas. Una vez un tío mío me dijo que las ilusiones son como los guijarros: en la mano te brillan, los acaricias, les buscas colores, formas raras, vetas de oro, y cuando los echas al agua y se hunden sabes que no volverán a subir nunca jamás. No sé, pero lo he recordado muchas veces, como si con aquella frase él me dijera algo que iba a marcarme la vida, que siempre había sabido, antes de que me lo dijese, y luego hecho como que olvidaba. ¿No te pasa saber de repente que, en realidad, ya lo has vivido todo, vivido y acabado, desde antes, desde el mismo momento en que estabas empezando?. No soy viejo, sin embargo sé que me he hundido y que de ahí no se vuelve, que miro las olas como quien espera que suba flotando la piedra, que esta conversación la tenemos los dos quizás en el fondo, con la ventaja de que el agua de arriba no la vemos y hablamos de luz y de aire y de fiestas olvidándonos de los mares que tenemos por encima, los mares por los que hemos bajado tan suave que ni el roce del agua se siente.
¿Gladys?. ¿Contar algo de Gladys?. La verdad es que hablo bien poco de ella. Mi hija se le parece excepto por el color del pelo, que salió a mí. Cuando lo de Gladys yo era muy joven, aquí las parejas van deprisa. Zenia ya viste, antes de los quince me planteó que, o se casaba o, de todas formas, se iba con él, que es lo que hace la mitad de las muchachas. Además por entonces ya había venido a hablar muy seriamente conmigo otro que estaba loco por mi hija, pero ella prefería a Marcos. Total, que era mejor tenerla casada y que siguiera estudiando. Me parece que los dos se irán a Miami a la primera ocasión, aquí no tienen porvenir.
¿La madre, Gladys?. Casi tenía yo la edad de Marcos cuando nos casamos. También estaba muy loco, era la edad de estar loco con las muchachas. Le hice poemas, les puse letra, con su nombre, a canciones. Cambiamos mucho de casa mientras yo me buscaba trabajo, me presentaban a unos y a otros, me hacía un hueco. Vino la niña, y menos mal que ahí paramos, porque mi familia tenía apariencias pero de dinero siempre anduvo mal.
Gladys era de cuerpo muy fino, más que la americana del bar, y blanca como Zenia. Le sentaba mal el sol y siempre hablaba de vivir en un sitio fresco, con aire y montañas. A saber, de no haber pasado aquello, si estaríamos aún juntos. Por entonces conocí a mucha gente, salía con muchachas. Pero, como mi madre dice, cuida a la mujer que de viejo te cuide.
Cuando el accidente Gladys estaba sola, gente abajo y arriba pero ella sola en la casa, cocinando. Ya sabes como son los apartamentos, ¿no?. Viviendas parceladas en pisos más grandes. Las instalaciones de tuberías, de servicios fueron fallando, daban problemas se hacían viejas y peligrosas, no se reparaban, faltaban piezas, no existían repuestos. Las casas funcionaban, como ahora, a fuerza de chapuzas, como los coches que ves rodando sin una sola pieza original. Te desayunabas con roturas, fugas, derrumbamientos y cortacircuitos. Ha habido más muertos en Cuba en las cocinas que en las guerras.
Fue una explosión grande. Se incendió todo de repente. Gladys parece que estaba de pie, junto al hornillo. Los vecinos entraron con mantas y la encontraron todavía viva, casi sin ropa, el pelo convertido en una bola de fuego. Menos mal que sufrió poco, no vio la mañana siguiente. Y suerte que la niña aquella tarde no estaba con ella.
Es curioso cómo he olvidado todo. Tal vez porque esas cosas, en el fondo, uno se esfuerza por olvidarlas. El olor del hospital sí, eso no se me va. A Gladys en realidad no la vi. Estuvo todo el tiempo inconsciente y cubierta de vendas. Esperé. No volví a verle los ojos. Luego estuve con gente, bebiendo, y ya no recuerdo más.
Vámonos a la casa. Se ve mal el faro, ¿verdad?, ¿Hay neblina o amanece?. ¿Todavía no?. Es que cuando me canso no veo bien. Andemos despacio. Que no olvide el paquete. Tengo que hacerte un pequeño encargo. En esta carpeta hay unos escritos, he seleccionado mis mejores obras, la que se estrenó, las dos últimas y un cuento. No tienes más que presentarlo en España. Me parece que allá sabrán apreciar. He hecho una buena selección. Es material revisado en algunos detalles para actualizarlo, sin tocar a la calidad literaria. Estaré a la espera de noticias y, en cuanto me digan que lo publican, que van a estrenarlo, me pongo a preparar la ida. Bastará con un adelanto de unos cientos de dólares y algunas cartas para apurar la gestión del pasaporte. Con los primeros contratos y los beneficios buscaré casa, iré trayéndome a toda mi gente y, una vez me haya hecho un nombre allí, será cosa de traducir la obra cuando me la pidan para estrenarla en Roma, en París.
Balsas
-¿Dónde está Aida? – pregunto al abuelo, impasible y suspenso, un gran lagarto verde pálido en su lugar del balcón. – No la he visto desde que llegué.
– Se fue a la playa unos días, a pasear, con el niño. Conoce a amigos.
La ausencia del niño, ese mal bicho en el que sólo la alienación temporal de las abuelas podría ver atractivos, es bienvenida.
Alfonso es hombre de grandes olvidos. No recuerda sino muy vagamente la noche transcurrida dando tumbos por las calles húmedas de La Habana. Se ha levantado de la cama ese día muy tarde, con expresión hastiada y gris. Su madre le lleva tisanas y propone incluso, inquieta, acompañarle otra vez al hospital. Probablemente le oyó llegar aquella madrugada, aunque aparentó estar dormida. También es probable que escuchara las propuestas, dichas con lengua espesa, de que durmiera yo, si quería, en su cuarto, puesto que había espacio, y no en el sofá. Y me oiría luego acomodarme en el sofá y a su hijo en el cuarto del fondo, cara a su soledad y al recuerdo de los reproches de Aida y de su desdén. Luego también la abuela Lucina se dormiría, teniendo como última y principal preocupación al nieto.
Hago mi equipaje para la partida, un saco somero, adelgazado por dones y trueques y nada engordado por las inexistentes compras en la isla.
Alfonso está mortecino. Propone, sin gran convencimiento, unos negocios como epílogo de mi estancia e inquiere con ansiedad sobre sus posibilidades de publicar en España. Vacía, en un rincón, veo la caja de los zapatos nuevos que compré a su mujer. Tal vez Aida ya dio la gran zancada, la que auguraban sus rechazos de por la noche, su mohíno deambular por el piso sombrío, y ahora, en un bar de la playa en el que al menos las sillas están disponibles para el público, expone a la brisa las rodillas y deja reflejarse la tarde en sus punteras de charol.
Hay una meta, una sola, que la une a Zenia y a Marcos, al matrimonio casi infantil: los tres tienen la vista fija en un punto del horizonte, en una superficie líquida que transforman en carretera y avenida por la que corren hacia días futuros en los que nada se parece a lo que dejaron atrás.
Y sin embargo son gente llena de anclas, se levantan con padres, madres, compadres y abuelos adheridos. Viven, en buena parte, de sonidos, hábitos y sabores que reproducirán invariablemente doquiera que vayan. Si es que van.
Miro el alto espacio del cielo candente, ese sol enemigo que puede fabricar, de las tierras llanas y salinas, un infierno. Me viene a la memoria la arquitectura anónima de Holguín, Gustavo y Cesáreo dando vueltas en su coche histórico, Cesáreo aventurando peticiones de mano a la turista fortuita que acierte a embarcarse en su milagroso vehículo. Ninguno de los dos tiene aún la edad de haber perdido la esperanza de futuro, los dos guardan un tizón por quemar, unos años que vivir. Pero no son hombres de aventuras sino de ataduras, les falla el afecto, esa madeja del clan de la que, arrancados, se desangran. Sólo les libra el mar cuando, en cortas excursiones, se van a la costa, y por la noche, en la orilla, se cuentan historias de fugados y las viven como propias en la grande y acogedora soledad de la oscuridad amiga.
Marta no; para Marta el mar es un cementerio infantil lleno de muñecos que descendieron de las tripas aventadas de un barco español y se hundieron con los recuerdos de su infancia, acompañados luego en su lento descenso por experiencias posteriores, pañuelos rojos, himnos, marchas, el mundo a su alcance, países vibrantes que nunca vio. Marta se resiste a perder el viaje adolescente de su ilusión. Ya no hay muñecos nuevos en el mar.
En todas estas corrientes sobrenadan Filemón y Baucis, insensibles al diluvio cuyos ecos, sin embargo, les traen sus hijos, refugiados los dos en su piso alto y pobre, atentos el uno al otro, temerosos de las grandes distancias y de los escualos. Los demás hablan, protestan, se agitan. Ellos tienen, siempre han tenido, un puerto.
Ignoro si Olivia habrá quizás convencido a uno de esos hombres que tan mal supieron amarla para que la lleve a otra costa, donde pasee su porte pálido de princesa rusa y chispee al fin la risa en sus ojos claros y resignados. A veces la veo alejarse, junto con otros que he encontrado al filo de los días, en equilibrio sobre una precaria embarcación. Convendría que el mañoso Tucídides les acompañara, que la voluntariosa casera de Varadero se aprestase a desplumar a más maridos incautos, que la gente joven empujara las velas con el solo soplo de su ilusión. Ésos mismos que un día volverán, con las velas hinchadas de olvido, acostumbrados a otra lengua y curiosos de su propio pasado y sus recuerdos.
Cuando salí de Cuba…
María Lucina me acompañó al aeropuerto para hacerse cargo, tras confirmarse mi partida, del remanente de dinero cubano. Asumía, hasta el último momento, su papel de jefe del clan. Corrían lágrimas de gente que se despedía de su familia, pasaban grupos, cargados de botellas y cajas de puros, que habían conseguido un bronceado ejemplar. La abuela y yo desentonábamos por falta de emoción y de equipaje. En las paredes, desde los carteles, sonreían rostros y paisajes de dientes y arenas blanquísimos y espejeaba el frescor de bebidas transparentes en vasos empañados por el hielo.
Como un alegre emblema de colores clavado a su vez en un gran vaso, la bandera de Cuba ondeaba en la salida internacional. Hay algo ingenuo en el resumen que reflejan sus tonos, un feliz sueño de esperanza plasmado en el siglo XIX por su diseñador, el poeta Miguel Teurbe: Tres franjas azules de mar, dos de la paz, un triángulo teñido de sangre de luchas por la independencia que encierra en su centro la blanca estrella de la libertad. Y, bordeando el triángulo, el Libertad, Igualdad, Fraternidad que, desde los Estados Unidos y Francia, representó el ideal de las nuevas naciones. Tras esta bandera están la Ilustración, la Masonería, el temblor del cambio de época, la certidumbre del progreso; en su brillo que buscaba símbolos y rechazaba las águilas y los leones rampantes se lee la conmovedora juventud de una ilusión.
Ha terminado el viaje. Subí la escalerilla, ocupé mi asiento en el avión, vástago sin duda del gran hermano ruso. Despegamos. Abajo la isla flotaba, extensa, inclinada hacia el continente, bogando, como una balsa más.
Pág.
-Introducción. ……………………………………………………………………………2
-El avión era una fiesta. ………………………………………………………………5
-Las dos Cubas. ………………………………………………………………………….9
-La Habana. ……………………………………………………………………………..15
-Incursión al oeste. ……………………………………………………………………20
-Iconografía y paisaje urbano. …………………………………………………….28
-Prensa. ……………………………………………………………………………………35
-Oda a los jefes de turno. ……………………………………………………………39
-Camino al sur. …………………………………………………………………………41
-Trinidad. …………………………………………………………………………………45
-Camino al centro. …………………………………………………………………….50
-Holguín. ………………………………………………………………………………….55
-Jineteros de provincias. …………………………………………………………….59
-De compras por Las Antillas. …………………………………………………….63
-Saturno. …………………………………………………………………………………..70
-Petición de mano. ……………………………………………………………………..73
-Santiago. ………………………………………………………………………………….76
-Fósforos. ………………………………………………………………………………….84
-Parada sin fonda. ………………………………………………………………………89
-U.S. Guantánamo. …………………………………………………………………….94
-Baracoa. …………………………………………………………………………………..97
-Filemón y Baucis. ……………………………………………………………………102
-Norte. ……………………………………………………………………………………..105
-Cambio de postal: Varadero. ……………………………………………………..107
-Nueva Gerona. Isla de los Pinos o de la Juventud. ………………………..115
Pág.
-La constante gris. …………………………………………………………………..122
-María Lucina atraviesa tres regímenes y sigue adelante. ……………..125
-Nihil novum. ………………………………………………………………………….129
-Adiós, Tarzán, adiós. ………………………………………………………………133
-Mojito largo. …………………………………………………………………………………..139
-Balsas. …………………………………………………………………………………..147
[1] Hablamos de un viaje que se realizó en 1989; es significativa su actualidad.
1 Las citas pertenecen al libro de texto mencionado anteriormente.
Rosúa, M. (1977). La Generación del Gran Recuerdo. Madrid: Cupsa/Planeta. Colección Goliárdica, nº 7, 208 pp.
ISBN: 84-390-0017-0
La Generación del Gran Recuerdo es la de los jóvenes chinos que vivieron y participaron en esa enorme coreografía que dirigió Mao Tse-tung durante la Revolución Cultural. Como profesora de español en la República Popular durante el curso 1973-74, la autora estuvo en contacto con aquella generación de ex-guardias rojos y pudo compararla con la de sus colegas, los profesores chinos de más edad.
Destinada primero a Sian y luego a Pekín, viaja por algunas ciudades del país y estudia el significado de la Revolución Cultural, la visión del mundo y la existencia concreta (al otro lado de los arquetipos oficiales y de los clichés verbales) de la gente del país.
ÍNDICE
Capítulo I: Los chinos y su visión del mundo exterior. Textos escogidos
En cierto museo chino una pintura antigua reproduce a los embajadores y extranjeros en el acto de rendir pleitesía al Emperador. Son caricaturas: enormes narices y mostachos, ojos y cabellos de llameantes colores insólitos. En otra ocasión hojeamos en mi despacho del instituto de Lenguas Extranjeras de Sian un libro de láminas de arte. Una nos muestra una vasija de metal en forma de cabeza de macho cabrío. El joven profesor Chou, que nunca se distinguió por su diplomacia, exclama:
—¡Parece un europeo!
Me llevo la mano a la cara y le interrogo con la vista….
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…el emperador Chin Shih-huang, al que Mao admiró perdidamente en su juventud, soñó con imitar, y presentó a la devoción popular como su lejano alter ego. Shih-huang, duque de Tsin en la provincia de Chensí antes de fundar la dinastía Chin, reinó al parecer del 221 al 210 antes de Cristo. Hizo edificar la Gran Muralla, alzó un palacio cerca de Sian. Gran gobernante, férreo dictador, eficaz, imperialista, aglutinó en un reino gigantesco los principados, ordenó unificar los sistemas de monedas, pesas y medidas; hizo quemar libros y enterrar vivos, habiéndoles amputado los pies y las manos, a los letrados, eliminando así toda influencia que no fuera la suya propia. La palabra «China» viene de Chin (de la dinastía Chin) y del sufijo -a, en sánscrito «tierra».
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Los pabellones habían sido completamente devastados por los guardias rojos durante la revolución cultural, no quedaba sino el recuerdo de esculturas y pórticos. Como hubiera mostrado a un funcionario deseos de visitar el monasterio de la dinastía Sung, llamado Las Cinco Terrazas del Oeste, e insistiera en su demanda, el funcionario acabó por contestarle que no quedaba nada por ver en el monasterio después de que los guardias rojos lo habían quemado.
Por fortuna, entre la multitud de templos, museos, etc., cerrados tras la revolución cultural no se incluía el Museo Histórico de Sian, uno de los más bellos del mundo, no sólo por su inestimable contenido, sino por estar instalado en un conjunto de pabellones alzados durante los Tang, que fueron templo de Confucio, e incluir en su recinto una graciosa casa de té del siglo VIII.
La primera sala es la provincial, y guarda, entre otras piezas, una estatua de caballo de piedra del siglo IV y una campana de bronce del VIII. La segunda sala contiene bronces, cerámicas, porcelanas, estatuas Han, Wei, Tang. Este museo guarda además cuatro de los cinco caballos Wei, mundialmente célebres. Quien ha visto —de ellos— el que, de la carrera, ya pasó al vuelo y apoya uno de sus cascos en el dorso de una golondrina, que vuelve sorprendida la cabeza, quien vio esta maravilla, vio la libertad misma.
* * *
Notas de mi diario
Sian, 8 de noviembre de 1973
Durante la clase pido ejemplos de explotación del hombre por el hombre. Uno habla de un conocido que trabajó en las peores condiciones en una fábrica en manos de los japoneses. Otro, de la opresión ejercida por un terrateniente contra los campesinos. Una muchacha dice:
—Yo pienso en los niños-obreros europeos que los capitalistas emplean para pagarles la mitad y rendir como un adulto.
Le indico:
—Esa situación pertenece más bien al pasado. En Europa no hay sistemáticamente ahora niños-obreros.
Desconcierto.
—¿Y si los capitalistas quieren escoger niños para sus fábricas?
-No pueden tan fácilmente. Está prohibido por la ley. Los niños deben ir a la escuela hasta los catorce o dieciséis años. Naturalmente hay excepciones y abusos.
Ni me creen ni pueden convencerse a sí mismos de que miento.
—¿Y si los pobres no pueden pagar la escuela?
—La escuela es gratuita hasta cierta edad. Depende de los países. Hay excepciones y carencias, por supuesto.
Asombro. Incredulidad. Y un algo hostil. Estoy tomando ante ellos la imagen del defensor del sistema abominable, que choca con mi imagen real, familiar.
—Pero ¡los capitalistas no van a hacer una escuela gratuita para los obreros! —La muchachita parece indignada y pensando a gritos «¿Qué clase de mentiras nos está contando usted?»
—Es que el proletariado ha luchado ya mucho en Europa y ha conseguido cosas. Tampoco los capitalistas pueden ahora hacer la ley como a principios de la industrialización. Y ocurre que, por evolución económica, ellos mismos necesitan un proletariado instruido. Además, los partidos de izquierdas hacen pasar leyes progresivas, los obreros presionan, se declaran en huelga…
—¿Los capitalistas permiten partidos?, ¿y huelgas? —preguntan incrédulos.
¿Cómo explicar a estos marxistas de la aurora de la industrialización la pluralidad de partidos, el derecho a la huelga —cosas que, por cierto, en mi prehistórico país ibérico aún están en el tablero—, el desarrollo de las clases medias, el nivel de la clase obrera europea, su género de reivindicaciones?
La visión maniquea del mundo que se proporciona al chino medio es quizá su fuerza: un mundo blanco y negro en el cual les ha correspondido ser los valientes cruzados de la blancura. Pero, como Europa es realmente muy compleja, los conocimientos de los chinos dan un rodeo, al topar con ella, para llegar al Tercer Mundo, que sobrevuelan a la suficiente-altura como para no distinguir sino los grandes trazos, fijos los ojos en el paraíso comunista futuro.
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He llevado a cabo encuestas minuciosas —56 preguntas en el número irrisorio de cuatro sujetos, máximo que me ha sido permitido. Los cuatro son buenos amigos, profesores de español de mi sección. (…)
—«Las costumbres de los extranjeros son distintas a las de los chinos. Me llama la atención su carácter activo, dinámico, entusiasta y su franqueza (…)
En los extranjeros me llama mucho la atención el carácter abierto. Dicen lo que piensan, sobre todo tú (…)
—«Pienso que los extranjeros son amigos que trabajan con entusiasmo, aunque algunos a veces se muestran poco amistosos. Su sexualidad es diferente de la nuestra; siempre necesitan estar juntos el marido y la mujer, los jóvenes tienen relaciones sin casarse, hay putas por la calle. Los extranjeros tienen mayor vigor y salud física. Gozan de mucha más energía que nosotros. También tienen mayor curiosidad por saber cosas, entusiasmo por conocer
* * *
—«Trabajé bastante con soviéticos y practiqué el ruso. Había muchos hasta 1960. Existía una gran intimidad entre ellos y nosotros. Yo iba con frecuencia a casa de una familia rusa. Como era aún bastante joven, la mujer me trataba como una madre. No querían marcharse cuando llegó la orden de Moscú. Ella lloraba cuando les acompañé al tren. Muchos chinos se casaron en aquellos años con rusas. Luego hubo bastantes divorcios. Los rusos eran buena gente, pero estúpidos. Me gustaría conocer España y algunos otros países» (H., profesor de treinta y seis años).
* * *
Se quiere controlar cuanto hago en clase con los alumnos, estos alumnos de veintitantos años cuya puerilidad me asombra y me asusta. Tuve la desafortunada idea de comentar con el profesor de alemán, Berth:
—Me preocupa la mentalidad de los alumnos. Parecen, salvo excepciones, de un nivel de madurez bajo. Creo que, si se les sometiera a un test, darían una edad mental cinco o siete años menor que la física.
Berth sacude la cabeza con una sonrisa angelical:
—No. Eso es un fenómeno corriente en los países del Tercer Mundo. Los jóvenes parecen más infantiles. Ya sabes que los test son en realidad reaccionarios, sobre todo el de C.I. (coeficiente intelectual). Los test están cargados de connotaciones culturales, ideológicas, etcétera.
—Sí, lo sé. No digo que un test reflejaría el C.I. real ni que haya inferioridad intelectual, sino una falta de madurez de juicio, de análisis, que me preocupa. Se diría que tienen catorce años.
— Ya lo discutiremos otro día.
Y Berth, por confesión posterior propia, me excomulga desde ese instante. Sin embargo, lo que yo veo cualquiera puede verlo: una puerilidad real que debe ser analizada sin prejuicios, guste o no guste, y que viene forzosamente del tipo de educación, de la carencia de iniciativa, de responsabilidad. La inhibición absoluta del factor sexual tiene sin duda un papel importantísimo en lo que se presenta para mí como comportamiento pueril. Los cambios de impresiones con los demás profesores extranjeros han dado un panorama parecido
* * *
No por ello era cuestión de tirar la esponja. Ni podía librarme de mis condicionamientos ni quería aseptizarme hasta caer en la voluntaria frigidez mental que observaba en algunos de mis colegas extranjeros. Ante ellos se manifestaban cosas que les hubieran hecho poner el grito en el cielo de ocurrir en sus países, de atañerles a ellos o a los suyos directamente, pero allí se estaba en China, y China pertenecía a otra dimensión estelar. Cualquier juicio en contra del sistema era hacerle el juego al capitalismo. Entonces mis colegas callaban y aceptaban, ponían entre ellos y los seres humanos que tenían delante una hojarasca de libros, máximas, consignas, teorías, del «cómo debe ser», del «cómo será en la sociedad luminosa que se aproxima», todo menos un acercamiento sencillo y directo hacia esas personas vivas y concretas, hacia sus vidas reales en su escenario cotidiano.
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En otro tiempo era de uso el acercamiento de los europeos hacia los asiáticos y africanos según el modelo paternalista. Ahora la muralla seguía nuevas técnicas de construcción, se apuntalaba en la creencia necesaria de la bondad fundamental de todo lo emanado por el sistema social, político, maoísta; en la diferencia específica, venida de oscuras raíces históricas, de los chinos. Mejor dicho: no había chinos, sino Mao identificado a la China, la China como debía ser, como convenía que fuera. Los chinos también colocaban, por supuesto, entre ellos y nosotros la doble pantalla de la imagen de la República Popular para la exportación y la aséptica hacia el mundo extranjero que representábamos, paganos aún no tocados por la divina luz de la revelación maoísta. Pero en el caso de los chinos esta pantalla se había hecho crecer con ellos, incrustada en sus retinas; mientras que los extranjeros sabían que la usaban.
(…)
esa patética esquizofrenia voluntaria practicada con la firme convicción de que todo juicio negativo sobre algo de China era socavar los cimientos del socialismo.
(…)
Por aquel entonces yo ya sabía que5 en China para visitar cualquier cosa —fábrica, escuela, una ciudad, para desplazamientos a más de 20 kilómetros de Pekín—, para obtener una entrevista, un dato, para todo en fin es necesario pasar por un canal oficial. No puede esperarse investigar por su cuenta. Poco importa que se conozca la lengua o no. La desconfianza es general, las consignas respecto al trato con extranjeros, estrictas. En la República Popular un corresponsal extranjero sólo puede hacer carrera si se hace ver bien por las autoridades, de las que depende absolutamente para conseguir la información que requiere su oficio. Ni los chinos ni los corresponsales ignoran, sin embargo, que un estilo tan ausente de matices y crítica como es el de la prensa interior china es inaceptable en Occidente, y cuidan de aderezarlo.
(…)
Es probable que lo que en educación, arte, vivienda, no le arrancaba en China sino alabanzas le hubiera entusiasmado menos de serle impuesto a él mismo. Es muy posible en todo caso que su estrategia fuera la única inteligente para especializarse en China, pero su pasión cerebral translucía al hombre de orden, de etiqueta, de programación, en detrimento de las existencias puntuales. Puede que, para un mínimo de seriedad científica, de conocimiento sistemático, fuera justa la distancia que él tomaba a lo vivo, pero lo cierto es que jamás criticaba y que sus razones tampoco tenían quizá la pureza —estúpida, pero pura— de los devotos que creían defender en Mao el ideal del socialismo.
Los profesionales de la pluma se han fabricado así el puesto de comentadores privilegiados de China Popular; se han preparado para ocupar el espacio dejado por los grandes interlocutores como Snow, como Karol, para ser llamados por Mao Tse-tung, Chou En-lai, sus sucesores, para darles las primicias de una declaración. Una postura diplomática, realista, inteligente e interesada.
* * *
Me era posible «ver» con perfecta claridad su mapa interno del mundo: en el centro del mapa universal y bien coloreado en rojo, Chung Kuo, el Imperio del Medio, China. El mundo exterior a ella eran dos grandes monstruos imperialistas: Estados Unidos y U.R.S.S. (este último más monstruo y más cercano), como dos venenosas manchas de ácido. Entre ambos monstruos, una Europa gastada, capitalista, ex colonialista y corrompida, pero no imperialista, atenazada por ambos lados. A través de ella y de los Estados Unidos deambulaban sombrías muchedumbres de parados, los ricos reinaban despóticamente y los niños, obligados a trabajar en las fábricas, desfallecían junto a sus máquinas. Era un dibujo en tiza y con muy pocos colores, y una Europa decimonónica, de Dickens y de Marx, mezclados y simplificados.
Capítulo II: Los exguardias rojos. Textos escogidos
… mi intérprete me comunica que sólo se me permite hacer una encuesta oral y con tres alumnos. Intenté explicar los fundamentos de una encuesta, la importancia del número de sujetos. Para los responsables chinos era incomprensible mi empeño en someter al cuestionario a los 25 alumnos.
—¡Pero si los veinticinco te iban a contestar lo mismo de todas formas! -me respondió la delegada con el más espontáneo convencimiento.
Cierto. Veinticinco millones de alumnos que fueran me hubieran proporcionado veinticinco millones de respuestas idénticas.
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»Me impresionó mucho el ver al presidente Mao en persona en Pekín en 1966.»
«En otros lugares de Sian hubo durante la revolución cultural muertos y heridos, pero no en el instituto, porque no tuvimos lucha armada. Las masas atacaron a veces, sin embargo, a gente que no era reaccionaria. Era difícil distinguir, porque cada cual quería expresar más que el otro su amor al presidente Mao. Para ello cantábamos y hacíamos danzas mostrando nuestra admiración y fidelidad al pensamiento maotsetung. También decíamos nuestros buenos propósitos por la mañana ante su retrato y nuestros errores por la noche.»
(Hago un inciso. Preguntó si a nadie se le ocurría que todo eso era una exageración.)
«Tú no puedes comprender lo que nosotros hemos pasado. En ese tiempo no se podía rehusar, sin ser acusado de no seguir la línea correcta del pensamiento maotsetung.
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—¿Qué hace en sus horas y días libres? ¿Cuál es su pasatiempo favorito?
«En las horas libres estudio las obras de marxismo-leninismo-pensamiento maotsetung. También leo novelas sobre historia de China y de otros países. Los días de fiesta siempre voy a la ciudad, al parque, a exposiciones, museos, etc., con mis amigas. Algunas veces voy a casa de mis amigas. Me gusta mucho cantar o tocar el violín.»
«Aprovecho el tiempo libre para estudiar las obras de marxismo-leninismo y del presidente Mao, también para lavar y ayudar a mis padres y compañeros. Charlo con mis compañeros sobre la situación del mundo.»
«Dedico una hora y pico a estudiar las obras de Marx, Lenin y del presidente Mao. Aprovechamos las demás horas libres para jugar, leer, ver películas, teatro, etc., y para descansar. Los días de fiesta visito parques y monumentos. Asisto a veladas, etc. Mi diversión favorita es leer novelas.»
«En mis horas libres estudio las obras de Marx, Lenin y del presidente Mao, hago deporte y descanso. Los días de fiesta voy al cine, al teatro, al parque, a visitar lugares interesantes, juego, asisto a veladas, etc. Mi diversión favorita es jugar al ping-pong.»
«En las horas libres me gusta jugar al baloncesto, leer o escuchar la radio y ver la televisión. Los días de fiesta podemos ir al cine, al teatro y al parque. Mi diversión favorita es escribir.”
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—¿Le gustaría vivir solo, con amigos, con su familia? ¿Piensa casarse? ¿Cuándo? ¿Cuántos hijos quisiera tener?
«Prefiero vivir con los míos y con amigas. Haré lo que me preguntó de acuerdo con las enseñanzas del presidente Mao y las directivas de nuestro Partido.»
«Me gustaría vivir con mi familia. Haré lo que me preguntó de acuerdo con las necesidades del trabajo futuro y las directivas de nuestro Partido.»
«Ahora soy una estudiante, por eso tengo que estudiar con mucha aplicación para cumplir la tarea del estudio que me ha dado el Partido. De esta forma podré servir a los pueblos del mundo con mis conocimientos. Ese es mi único deseo; por ello no tengo mucho tiempo ni quiero pensar en otra cosa. Así pues, no puedo contestar a su pregunta.»
«Estoy muy contento de vivir en esta gran familia revolucionaria, llena de cariño, junto con los hermanos de clase.
»Ahora no pienso en esas cosas. Sólo pienso en hacer mayores esfuerzos para cumplir bien las tareas de estudio que nos ha dado el Partido, y servir de todo corazón al pueblo chino y a los pueblos del mundo.”
«Me gusta mucho vivir en el instituto, que es una gran familia revolucionaria, junto con los hermanos de clase.»
«Siento alegría de vivir junto con los camaradas, pues nos cuidamos entre sí, nos tenemos afecto y nos ayudamos mutuamente como si fuera una gran familia cariñosa. Ahora no es el momento de pensar en casarse. Debemos aprovechar toda oportunidad para estudiar y trabajar.»
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La estricta fidelidad con que estos jóvenes responden, según las consignas oficiales, a las preguntas «¿piensa casarse?», «¿cuántos hijos quisiera tener?», es perfectamente representativa de una realidad: la enorme represión sexual existente en China. No es ésta exclusiva de los jóvenes que todavía no han alcanzado la edad terminantemente aconsejada por el Partido para casarse. Su manifestación más brutal se halla en la separación por largos años de matrimonios. Me atengo a ejemplos muy concretos: de las seis profesoras de español que, junto con cuatro profesores, formaban la sección de castellano del Instituto de Lenguas Extranjeras de Sian, sólo una habitaba con su marido: Mei, miembro del Partido, la veterana, con cuarenta años de edad. Su esposo era técnico, tenían un hijo de quince años. Sólo iba, sin embargo, a su casa de Sian los fines de semana, permaneciendo el resto del tiempo en su habitación del instituto. De las otras profesoras, Yan, con veintiocho años, se había casado hacía tres meses. Su marido era maestro en otra ciudad, a más de mil kilómetros, y se veían en los quince días de vacaciones anuales que el Gobierno da a las personas separadas de su familia —normalmente en China los trabajadores no tienen otras vacaciones que los domingos y los muy escasos días de fiesta—. Otra profesora, L., de treinta años, con dos hijos pequeños, residía con los niños y su madre en el instituto, mientras que su marido trabajaba en Pekín. Otra profesora que se incorporó tardíamente a la plantilla, W., vivía también separada de su esposo. Una profesora más joven, y a la que, de hecho, apenas llegué a conocer, había estado en el campo durante una temporada de trabajo manual. No llegué a saber con claridad si su esposo vivía o no en Sian.
El caso más patético era el de una pequeña profesora, Hu, una muchacha aquejada de asma y con una seria lesión cardíaca. Tenía un niño, y mi llegada al instituto de Sian coincidió con la vuelta de ella a su puesto, tras las vacaciones de maternidad, en las que dio a luz a una niña. Había estado en una población cercana de Shanghai, en la que residían su marido, su madre y sus hijos, y había vuelto al instituto, a miles de kilómetros, tras dejar con su madre y su esposo al nuevo bebé. Estaba separada de esta forma de su marido desde hacía ocho años.
Los ejemplos son múltiples y se resumen a una completa supeditación del individuo al Estado. Me permito, pues, un inciso dedicado a esa faz oculta de la luna china: la condición sexual:
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Hao, durante nuestras largas conversaciones nocturnas, no dudó en hablarme de la terrible vigilancia de la presión social: «…sí, algunos lo hacen, pero van de noche, en la oscuridad, como ladrones. Las paredes tienen ojos, oídos. La presión social es terrible»; y me contó, con voz de gran escándalo, cómo, hacía tres años, un alumno y una alumna del instituto de Sian habían sido sorprendidos haciendo cosas «muy malas» —¡Qué muy malas! —le respondí— No. Buenísimas.
—Muy malas —insistió Hao, moralista. Y luego me explicó que el chico y la chica habían sido enviados a lugares distintos.
Otro ejemplo del que soy testigo es Chung, profesor de Sian, veintiocho años, que jamás había besado a una mujer (no digamos el resto).
(…)
La opresión en todo lo que se refiere al sexo y al placer es extrema y se ejerce sobre ellos y ellas con mecanismos de conocido corte religioso, que operan tan temprano y tan profundo que impiden la formulación misma de un rechazo consciente, la toma de conciencia de la represión como tal.
Capítulo III: Revolución y postrevolución Cultural. Textos escogidos
Los dos tadzupaos más célebres de la revolución cultural son, sin duda, el que fue colocado en la Universidad de Pekín el 25 de mayo de 1966, redactado por estudiantes y profesores de la misma, y el tadzupao compuesto por Mao Tse-tung mismo con el título: ¡«Fuego sobre el cuartel general!», redactado por el Presidente durante la IX sesión plenaria del Comité Central del Partido Comunista chino, que tuvo lugar del 1 al 12 de agosto de 1966. (…)
Wu Han pasó a formar parte tempranamente de los muchos intelectuales que fueron atacados, degradados, durante la revolución cultural, bajo acusaciones de derechistas, revisionistas, burgueses, opuestos al invencible pensamiento maotsetung y al proletariado. En ellos, diana próxima y visible, cristalizó fácilmente el encono de una juventud muy joven y, por diversos factores, muy reprimida, y también contra ellos se dirigieron con rapidez las críticas de los menos jóvenes que anhelaban marcarse tantos políticos, de aquellos a los que desazonaba la existencia de un sector con cierto potencial de crítica propia y raciocinio, por humilde y mesurado que éste fuera.
(…)
Todos estos cargos importantes en el Partido esperan satisfacer a Mao Tse-tung con un ataque generalizado contra los intelectuales, campañas de educación ideológica y destitución de responsables medios. No se salvarán por ello. Con una táctica que le era bien propia, el Presidente les ha inducido a ocupar los puestos de mando de un movimiento cuyos resortes deben volverse, llegado el momento, contra los mismos que los manejan como una bomba de relojería. El hecho de que ellos sean los responsables de las decisiones y medidas tomadas respecto a la revolución cultural, permite criticarles y atacarles posteriormente. Al exhortarles a encargarse de la revolución cultural, Mao les entrega la materia prima de sus propias destituciones y muerte político-social futura. En ellos lógicamente se fijarán las iras de jóvenes multitudes que degustan por vez primera el delicioso licor de poder atacar a sus superiores, a altos cargos, de alzar la voz… Ante ellos, el Presidente simboliza la pura luz de la revolución, velada por los múltiples «burócratas» y «traidores»
(…)
uno de los diez mariscales del Ejército, había emprendido ya hacía tiempo la tarea de transformar el Ejército chino en «una vasta escuela del pensamiento maotsetung», preludio de la consigna de la revolución cultural de hacer de China una gran escuela del pensamiento maotsetung. Lin Piao inició en el seno del EPL el movimiento de masas de estudio de las citas de Mao en 1960. En 1964 el Departamento Político General del EPL recopiló y publicó las «Citas de Mao Tse-tung», que pasaron a circular entre el pueblo. El prestigio y la fuerza de Lin en el Ejército, por su calidad de miembro del Buró Político y el más maoísta de los maoístas, era enorme. Lin en persona preparó y puso en circulación para uso de todos los soldados el Pequeño Libro Rojo.
La revolución cultural estaba, pues, bien y sabiamente organizada. Dijimos que el Grupo de los Cinco se había encargado, por sugerencia de Mao, de ésta
(…)
Lo cierto es que en el Gran Salto Adelante, en 1958, China a poco estuvo de dislocarse las dos piernas al aterrizar en la dura realidad de la situación de crisis económica de los años 59, 60, 61, producida por los ímpetus voluntaristas y autocráticos del Presidente y por las calamidades naturales y la retirada de los expertos rusos ordenada por Kruschef. Con harto dolor, sin duda, Mao debió conformarse con el papel de ideólogo supremo y único y líder indiscutible, y dejar que, en otros campos, responsables más a ras de tierra se ocuparan de los asuntos prácticos, económicos. China fue saliendo del bache, y en 1966 el Presidente podía, sin duda, permitirse la eliminación política de equipos de cuadros del Buró Político, susceptibles de ser presentados fácilmente a las masas, y sobre todo a los estudiantes, como reos de economicismo, de apoyo a la técnica y la especialización, cortos de fe en la potencia todopoderosa del pensamiento de Mao y en la eficacia arrolladora de los movimientos de masas.
(…)Los muchachos y muchachas se dividen en grupos, cada cuál preciándose de ser más rojo que el otro y más maoísta. Se condena y ataca todo lo que puede ser burgués, extranjero o tradicional; se destruyen obras de arte y monumentos, templos y esculturas, discos de música clásica y obras literarias; es incendiada la cancillería británica en Pekín. Van cayendo cuadros altos y medios. La purga culmina con Liu Shao-shi, durante largo tiempo designado con perífrasis. Liu era presidente de la República, vicepresidente del Partido Comunista chino y miembro del Buró Político.
Primero para reemplazar a los grupos directivos de las entidades, luego para codirigir con ellos, se van formando los llamados comités revolucionarios, con nuevos responsables del Partido y representantes de las masas y soldados. Estos comités revolucionarios se definían como los nuevos órganos de poder creados durante la revolución cultural, que funcionaban según el sistema de triple unión, es decir, con una repartición del poder y la responsabilidad en tercios iguales entre militares, cuadros del Partido y representantes de las masas.
En cuanto al término de «revolucionario», que se usa con profusión en China Popular, significa él o lo que sigue la línea del presidente Mao.
(…)
…sólo él, ocupa un lugar permanente en la pantalla: estatuas de yeso, retratos gigantes, retratos medianos, retratos portátiles, hagiografías en colores pastel, estatuas iluminadas por dentro para mejor aureolar al gran hombre, el martilleo incesante de sus citas gritado por los altavoces callejeros desde las seis de la mañana en adelante. «El presidente Mao tiene una experiencia práctica mucho mayor que la de Marx, Engels y Lenin, que no han dirigido personalmente y durante largo tiempo una revolución proletaria… El camarada Mao es el más grande marxista-leninista de nuestra época», dice Lin en el discurso del 18 de mayo de 1966 durante una reunión ampliada del Buró Político. Y durante meses y años estos temas y este tono serán repetidos ad infinitum por los «mass media». En el prefacio a la segunda edición de «Citas del presidente Mao Tse-tung» (el pequeño Libro Rojo), Lin tampoco se muerde la lengua: …«la tarea más fundamental en el trabajo político-ideológico de nuestro Partido es mantener siempre en alto la gran bandera roja del pensamiento de Mao Tse-tung, armar a todo el pueblo con el pensamiento de Mao Tse-tung y, en todo tipo de trabajo, colocar resueltamente el pensamiento de Mao Tse-tung en el puesto de mando… Es preciso que todos estudien las obras del presidente Mao, Sigan sus enseñanzas, actúen de acuerdo con sus instrucciones y sean buenos combatientes del presidente Mao…; es necesario estudiar una y otra vez los muchos conceptos fundamentales del presidente Mao. Conviene aprender de memoria sus frases clave, estudiarlas y aplicarlas reiteradamente. En la prensa deben insertarse constantemente citas del presidente Mao, de acuerdo con la realidad, para que la gente las estudie y aplique… Una vez dominado por las vastas masas, el pensamiento de Mao Tse-tung se convierte en una fuerza inagotable, en una bomba atómica espiritual de infinita potencia.»
(…)
El 1 de marzo de 1967 las escuelas e institutos abren de nuevo sus puertas. Se intensifica el proceso destinado a que la revolución cultural sea controlada por el Estado y por el Comité Central del Partido. Estos, y Lin a través del EPL, difunden ahora la necesidad de vuelta al orden, de meditación, autocrítica y estudio del pensamiento maotsetung. A la muchedumbre adolescente y juvenil se le indican nuevos horizontes: deben ir a construir el socialismo a los campos, al interior, educarse ideológicamente por el trabajo manual y el estudio en las granjas del Ejército o similares. Profesores e intelectuales se lavarán durante años de sus ideas burguesas trabajando en comunas, fábricas, en los centros de reeducación del Ejército llamados «Escuelas del 7 de Mayo». Unos ocho millones de jóvenes se fueron al campo durante la revolución cultural.
Que para la juventud la revolución cultural fue una gran catarsis, de eso no cabe la menor duda. Estrechamente encuadrada en sus estudios por el entramado de la burocracia del Partido, y con el invariable telón de fondo político de la gerontocracia en el poder desde el 49, el lazo pasional que Mao supo establecer entre ella y su persona, lazo apoyado en el inmenso carisma totalitario del Presidente, galvanizó a la juventud china. Se gritó y se lloró hasta la saciedad, y se atacó por todo lo que jamás se había atacado en los diecisiete años de régimen. Mao fue ante ellos el Padre, el Dios, el Gran Hermano, el Bondadoso Rey semisecuestrado en su palacio por las intrigas de cortesanos pervertidos. Fue —y quiso ser, como bien lo demuestra la imaginería oficial— el Sol resplandeciente, el Gran Ideal de la Gran Cruzada llevada al grito de «¡Mao lo quiere!», el joven anciano de geniales y justos ideales rodeado de maduros jerarcas altivos que ni le comprendían ni le secundaban.
(…)
«Vine. Aclamé. Condené. Volví» podrán decir los muchachos y muchachas que cubrieron cada centímetro de T’ien An-Men, armados de un ideario de bolsillo, de un bagaje cultural extremadamente reducido y filtrado, nutridos diariamente por entusiasmantes y revulsivos destinados a crear, como en los perros de Paulov, poderosos reflejos teledirigidos de amor y odio, regados a diario por los «mass media» con abundantes chorros de algo que no tiene otro parentesco con el marxismo, con el materialismo dialéctico, que la nomenclatura empleada, que pertenece al tiempo a esos fenómenos multitudinarios religiosos que ya han descolorido los siglos en otras latitudes, y que es simultáneamente una inmensa premonición materializada de lo que podrá conseguir en sus súbditos un sistema de control total en todos los terrenos.
…durante la revolución cultural se acusó a Liu Shao-shi de dirigirse más hacia el postulado socialista «De cada uno según su capacidad, a cada uno según su trabajo», que hacia el comunista «De cada uno según su trabajo, a cada uno según sus necesidades». Ahora se condena, haciendo de Lin Piao y de algunos dirigentes sus representantes, el «ultraizquierdismo» (hoy tachado de esta manera, mientras que, durante la revolución cultural, fue la recta línea de Mao), los excesos igualitarios de la línea de Lin «sin contar con la capacidad ni la producción» (es decir, ahora impera «a cada cual según su trabajo»). En Liu y en Lin se han concentrado sucesivamente el mal y la negrura. Sólo Mao permanece inmaculado e infalible.
* * *
La traducción de «Wuchan Zhiezhi Wenjua Ta Renmin» como «revolución cultural» no deja de estar preñada de ironía. Uno de los efectos más marcados y perdurables de esta revolución ha sido el cierre de museos, bibliotecas, monumentos. En 1973 los inmensos Museo de Historia y Museo de la Revolución, que se alzan frente a T’ien An-Men, continuaban cerrados, e igual suerte corren diversos lugares, símbolos o depósitos de cultura, por toda China. Durante el Gran Exorcismo, sus neófitos, inflamados de celo y ansiosos por demostrarlo a ojos de los demás, han destruido total o parcialmente cultura y arte, y, lo que es peor, han marcado con un reflejo de temor y repulsa la pecadora inclinación hacia la belleza que no trabaja bajo contrato gubernamental.
Me pregunto si la Historia ha visto jamás un desierto cultural más grande, más esterilizado y raso que los efectos culturales de la «gran revolución cultural proletaria», en la que el proletariado participó tan poco.
En 1967, cuando el movimiento estaba en toda su gloria, la única actividad cultural y recreativa que se ofrecía a los chinos era la lectura de los tadzupaos, con sus críticas, caricaturas y chistes políticos sobre tal o cual responsable, y la lectura, meditación, memorización, declamación, canto, danza y mimo de las citas de Mao Tse-tung. Para facilitarles el trabajo, altavoces incansables y omnipresentes las gritaban al máximo de volumen. Ni cine, ni teatro, ni ópera, ni reuniones, ni deportes. Por supuesto el baile moderno, al que la juventud china comenzaba a tomar gusto, fue fulminado como perversión occidental.
La desculturalización se ha llevado a cabo simultánea e intensivamente en dos dimensiones: la exterior, material, y la interior, mental. Sobre los cascotes de la cultura se colocó luego una tarta de yeso de estatuas de Mao y guindas de libros de citas. Sobre las neuronas se instaló un circuito de aspiradoras que engullían los brotes de espíritu crítico.
(…)
sería demasiado morboso, demasiado fácil, triste y exhaustivo ir desgranando más muestras de la gran castración cultural, de este nuevo gran salto en el que se ha aterrizado con los dos pies en el cerebro. Cualesquiera que sean las disquisiciones políticas sobre este movimiento, los grandes ecos pasionales que sus bellas y puras máximas habrán levantado en las tierras allende las fronteras de China, entre hermanos espirituales de los guardias rojos; cualesquiera que sean los doctos estudios sobre la justicia y oportunidad del movimiento, reclinados sobre las páginas y las frases de Mao Tse-tung, siempre quedará lo esencial, la realidad desarmante de un gran culto montado a escala infinita, en el que se han llevado a sus últimas consecuencias métodos terriblemente empobrecedores de las facultades humanas, la realidad flagrante de una megalomanía sin medida, que llevó a Mao, quizá plenamente convencido de la legitimidad de su propósito, a borrar cuanto no era él y sus obras, a autoencarnarse como la Verdad y a obligar a la vista y al oído a que, para ir a cualquier parte, hubieran previamente de atravesarle y teñirse de su persona.
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La expresión que los obreros, sin primas y sin sindicatos, habrán puesto ante el regreso de los cuadros reeducados, se asemejará, sin duda, a la de los jóvenes que marcharon al campo a construir el socialismo en 1969 con todo su bagaje de entusiasmo, y que, algo menos jóvenes, de vuelta del campo y quizá de más cosas, han sido testigos del apretón de manos con Nixon, de las inevitables servidumbres y filigranas del ballet diplomático, de cómo Lin Piao, «el mejor alumno…, el más fiel…, etc.», se ha transformado en monstruo en una noche de luna llena. Si estos jóvenes se han salvado de la esquizofrenia será por la salvadora adquisición de una serie de reflejos defensivos cerebrales, por la secreción de una espesa membrana mental aislante, o porque en algunos —no todo van a ser fracasos— se ha logrado la tan suspirada castración del espíritu crítico.
Capítulo IV: La Revolución Educativa. Textos escogidos
Escribo. Fotografío a los alumnos leyendo los carteles. Mis notas se enhebran día a día sobre los blocs de papel de cartas del hotel, hojas muy finas, rayadas en rojo. Mojo la plumilla de metal en el tintero y la hago rasguear, con un regusto de infancia. Son apuntes con la mayor exactitud que me es posible. Son recuerdos e impresiones. Son los grandes silencios de la noche. La pluma rasguea. El papel se entibia bajo la lámpara.
Dos días después Mei me comunicó, de parte de Tao, que no me era posible mandar artículos sobre la revolución educativa fuera de China, por considerarse este asunto interno en experimentación. Tampoco podía tomar fotos de tadzupaos
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Hao acudía a mi departamento del hotel después de la cena, con los documentos, en chino, que extraía de su gastada cartera y me iba leyendo y traduciendo dificultosamente, mientras yo tomaba notas. Eran textos largos, y ocurría que nos daban las doce de la noche. Yo estaba tan feliz por la presencia humana como por la información, y casi más por lo primero. Hao había ido estableciendo hacia mí una corriente positiva, mutua por cierto. Durante aquellas largas veladas servía té, mirábamos fotos, charlábamos de todo, y más que nada de él y de su vida. Era algo increíble —y que nunca en Pekín fue creído más tarde—, pero Hao me dio, simple, sencilla, totalmente, su confianza. Por supuesto entre los extranjeros de Pekín aquello pertenecía al dominio de la fábula: «¡Vamos! ¡Serás ingenua…! En todo caso estaría disimulando a ver qué te sacaba y qué postura tenías, o convenciéndote para que te quedaras en Sian. Sabes perfectamente que ni en años de trato hay con los chinos semejante confianza.»
Yo en aquel momento no sabía nada. Generalmente buena detectora de hipocresías, en Hao no veía ninguna, ni siquiera se empeñaba en llevar a cabo concienzudamente su papel. Le gustaba venir, le gustaba hablar conmigo, y lo hacía sin reserva, cada vez con más placer; y en verdad lo acogían toda mi sed de relación individual humana, todo mi agradecimiento y mi confianza, y, pronto, una sólida amistad.
—Hao, vamos a empezar con el documento, anda.
—Dentro de un rato, Rosúa; hay tiempo, sigamos hablando.
—Que no hay tiempo, hombre. Que después nos dan las tantas.
—Hablamos un poco más y empiezo a traducir luego.
Más tarde, al fin, suspirando, se ponía a traducir. Me gustaba su forma convencida de hacerlo y sus paréntesis autobiográficos; cuando llegamos en una ocasión a la que él llamaba campaña de los intelectuales contra el Partido Comunista en 1957, diciendo «Los profesores deben llevar las riendas. Los especialistas deben dirigir en todos los aspectos y el Partido Comunista debe retirarse de las universidades», Hao, cesando de traducir, exclamó indignado:
—¡La lucha era terrible, se lo aseguro, Rosúa! Alumnos, hijos de antiguos terratenientes, pegaron tadzupaos en mi casa del instituto, a espaldas de mi cama, pidiendo que yo me fuera de la escuela porque era miembro del Partido.
A aquellas veladas debo dos largas e interesantes relaciones sobre la revolución cultural y la revolución educativa, y también debo a ellas y a Hao el gozo y el calor de aquella amistad individual, aquella amistad que hoy me llena de esperanza en los seres humanos, sean cuales fueren, y de tristeza porque, ¿para qué engañarse?, jamás volveremos a conversar como entonces ni nos volveremos a ver jamás.
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Liu Shao-shi, presidente de la República Popular China, fue el principal capote presentado a las iras de los guardias rojos durante la revolución cultural, en 1966. En él se personificaron los demonios del revisionismo, economicismo, etc.
De la misma manera que Liu Shao-shi y un numeroso cuerpo de cuadros habían sido útiles e indispensables para una política económica y pragmática al principio de los sesenta, para bruscamente convertirse en 1966 y 1967 en el blanco de todas las baterías y la personificación del mal de derechas, así también a continuación el péndulo de la política maoísta se pone en marcha en sentido contrario para hacer de Lin Piao —cuyo papel de arcángel militar había sido indispensable durante la revolución cultural— la personificación del mal de izquierdas, el chivo expiatorio de cuanto reprochable pudiera hallarse en la revolución cultural. Se logra así dejar siempre la figura del Presidente al margen de toda sombra de error o de exceso, envuelta en un carisma sin mácula, pleno y solo poseedor de la infalibilidad y de la pureza del dogma.
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Lo realmente sorprendente de todo esto no eran los hechos en sí mismos, ni la presentación de ellos. Lo raro era la actitud de los chinos cuando se les hacía una observación sobre ciertas contradicciones históricas o lógicas del texto que contaban. No parecían comprender. Tras un leve descarrilamiento mental, repetían el argumento ya citado y continuaban como si la realidad y la lógica mismas palidecieran y se eclipsaran ante la fuente que les suministraba la información y las directivas. Sin embargo, Hao y los demás forzosamente habían leído en otros tiempos declaraciones y artículos de los dirigentes criticados, que se contradecían totalmente con las versiones oficiales en boga, pero las aceptaban sin mayor esfuerzo. Quizá sencillamente tomaban la senda cuesta abajo, la menos conflictiva, eliminando de forma casi inconsciente lo incompatible con la última versión dada. La parte que había en este comportamiento de pura hipocresía necesaria y acomodaticia no la sé. Sí sé que no se trataba en todo caso de hipocresía solamente, ni siquiera principalmente. Era un proceso en el que se combinaban la inhibición temporal y ocasional de zonas de memoria, y el rechazo de la realidad, en un grado muy superior y cualitativamente —no sólo cuantitativamente— mayor que el de una vivencia religiosa.
Capítulo V: China y la Unión Sociética. Textos escogidos
El gobierno y el pueblo chino, regado diariamente por una copiosa lluvia de anatemas contra la Unión Soviética, consideran que su gran vecino del norte supera por varias cabezas de ventaja al imperialismo americano. Razón: el imperialismo U.S.A. es capitalismo declarado y agresión evidente, mientras que el caso de la U.R.S.S. tiene el agravante de malignidad y alevosía por disfrazarse de socialismo.
La mejor forma hoy de congraciarse a bajo coste a interlocutores chinos es criticar a la U.R.S.S. y dejar así, explícita o tácitamente, la antorcha revolucionaria en manos exclusivas de China.
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Entre las pilas de obras dedicadas a la querella chino-soviética me viene la voz de Hao
«…nos llevábamos muy bien con los rusos, como hermanos. Ellos estaban contentos de trabajar aquí. Eran cordiales. Yo tenía pocos años por entonces, un muchacho, y la mujer de un experto ruso fue para mí como una madre, siempre me invitaban a su casa. Por aquella época muchos chinos se casaron con rusas…»
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había desacuerdos, aún hoy nada claramente esclarecidos, entre los dirigentes rusos y el Gobierno chino respecto a la fabricación de la bomba atómica china con ayuda soviética y quizá la posibilidad de bases mixtas o, en el plano de la defensa, ciertos acuerdos que hubieran podido ser juzgados por los chinos como injerencia. El caso es que el 16 de julio de 1960 llega de Moscú la orden de regreso inmediato a la Unión Soviética para todos los expertos rusos que trabajaban en China en ese momento.
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Mao ha manejado siempre con enorme pericia los resortes de la psicología de masas, ha sabido halagar como nadie el feroz y ferozmente humillado orgullo nacional chino, y para este orgullo fue sin duda mucho más fácil y consolador creer en traiciones y abandonos que en los propios fracasos. Mao había embarcado a China en el Gran Salto Adelante, en 1958, en medio de una apoteosis de propaganda voluntarista cuasi mística que no guardaba más relación con el marxismo-leninismo que el uso verbal de algunos términos. Los chinos, embriagados de afirmaciones sobre la omnipotencia del gran pueblo chino, la gran revolución china, el gran líder Mao Tse-tung, no debían de ser ni alumnos ni aprendices fáciles para los expertos rusos, técnicos y materialistas prudentes. Esto está claro sobre todo tras haber observado el «Segundo Gran Salto Adelante»: la revolución cultural. Los expertos rusos que trabajaban en China en 1958 se quejan de la nula atención que se prestaba a sus consejos, de la convicción de los chinos de que, por el hecho de serlo, podían aprender, hacer cualquier cosa, en la mitad del tiempo científicamente indicado, sin el menor aprecio de las reglas de seguridad y de las normas técnicas, lo cual dio lugar a pérdidas enormes en material, tiempo y vidas humanas. Al cabo, en el frenesí general de «los chinos lo podemos todo, el pueblo todo lo puede con Mao», los expertos rusos se vieron arrinconados y tratados en carteles de «revisionistas», «derechistas», etc., hombres de poca fe en Mao, vamos. La revolución cultural de 1966-69, con sus exorcismos chovinistas de masas y sus fanatismos, abona en favor de los testimonios de los expertos rusos en China durante los años 1958-60.
Según los rusos, la ruptura de 1960 era consecuencia inevitable y previsible de una situación que degeneraba por momentos, en la que los chinos se mostraban cada vez más intratables, más poseedores únicos de una verdad que, distribuida y racionada por el Partido y el presidente Mao, era una energía imparable y todopoderosa. Forzosamente la cauta y pragmática política de sus vecinos, que ya se encontraban en una etapa económica superior, no podía inspirarles sino desprecio y rechazo.
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Una cosa es la presencia o la influencia de la U.R.S.S. en las fronteras de China, y otra la atmósfera de eterna movilización y estado de excepción que el Gobierno chino crea tanto en el interior como en el exterior de su territorio, para lo cual precisa de manera indispensable de enemigos. En todo caso las sucesivas purgas que han eliminado política y socialmente a veteranos del P.C.C. se han apoyado en el «prosovietismo» de esos hombres: Kao Kang, Wang Ming, Chang Kuo-tao, Peng Te-juai, Huang Ke-sheng…, y así hasta cualquiera caído en desgracia, porque Mao no se mostró en absoluto avaro en otorgar a los excolmulgados de turno automáticamente la Gran Orden del prosovietismo.
Y los alumnos de ruso continúan estudiando esa lengua con afán para, como me dijeron, poder interrogar en su día a futuros prisioneros.
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lo que sí puede constatarse es la utilización por parte del Gobierno chino del antisovietismo, con razón o sin ella y desde luego sin grandes preocupaciones de análisis; cómodo anatema y cómoda justificación cuando de condenar a un cuadro o apoyar a un régimen reaccionario se trata. Una cosa es el peligro soviético real y otra la utilización que de él hace Pekín para crear una atmósfera de eterno estado de excepción, de movilización continua.
Capítulo VI: El Plan 5-7-1. Textos escogidos
Comenzó entonces en China la eliminación social de Lin, semejante a la de Liu, pero más violenta. El «mejor alumno del presidente Mao» fue presentado por los medios de información como el símbolo del Mal. Lin había sido traidor prácticamente desde la infancia y arrastrado sus perversos instintos durante medio siglo gracias a la magnanimidad del Presidente, siempre propicio a perdonar a la oveja arrepentida. En realidad se emplearon en la labor de denigración las mismas técnicas del culto con sentido contrario. Los excesos de la revolución cultural, las fiebres de la ultraizquierda, la adoración desmedida al Presidente, las insignias, estatuas, citas, todo se puso en la cuenta negativa del traidor Lin, que se valía de ello para mejor disimular su complot. Mientras tanto, los encargados y simpatizantes de los centros de amistad con China repartidos por Europa quedaban ante los paganos que les preguntaran en tiempos sobre el asunto Lin Piao en el mayor de los ridículos. Recuerdo la expresión y la ironía de un amigo al que yo le había respondido, cuando me citaba artículos de la prensa del otoño de 1971 sobre la desaparición de Lin, con mi mejor suficiencia de iniciada en el maoísmo, que «en China no pasaban ese tipo de cosas». Recuerdo, pues, bien su tono al comentar el asunto un año más tarde. En los centros de amistades con China se hicieron horas extras arrancando el prefacio de Lin Piao del «pequeño Libro Rojo», cortando su imagen de las películas chinas. Generalmente, los chinos juzgan el nivel crítico de la gente en Europa según el de su país, y les preocupa poco armar con versiones lógicas y hechos convincentes a sus incondicionales de Occidente, ni tampoco se ocupan de irles teniendo al tanto de los cambios, así que los amigos de China (léase del Gobierno chino) suelen hacer periódicamente el ridículo. Por lo general, mientras ellos están aún corriendo en la dirección indicada por las últimas consignas con las orejeras puestas, ya hace tiempo que los chinos dieron una vuelta de ciento ochenta grados. Los incondicionales, sin tiempo de tomar la curva, se estrellan, rectifican como mejor pueden en ansiosa espera del documento oficial chino que les ahorrará las angustias de la duda y de la pecadora crítica, se reajustan las orejeras, y se embalan de nuevo.
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Dentro de unos meses, o unos años, la próxima campaña estatal difundirá las consignas del momento, pintará de blanco lo que hoy es presentado como negro, y viceversa, y lo hará como si siempre hubiera sido así y como si la explicación no pudiese ser otra que la que en ese momento se ofrece. Habrá mítines, reuniones, carteles, muchas consignas, ningún análisis; muchos anatemas y juicios categóricos, ninguna prueba; muchos artículos de exégesis, ninguna información real. Los traidores se presentarán como traidores desde siempre. Se rectificará una vez más la Historia, se expurgarán los libros, se borrarán acontecimientos como si jamás hubiesen existido. Y, lo que es estremecedor, nadie parecerá extrañarse, nadie hablará del fresco pasado, nadie se hará preguntas; y se competirá en mostrar a cual mejor su adhesión y su comprensión de los documentos oficiales.
Capítulo VII: ¡PI-LIN, PI-KON! ¡Criticad a Lin Piao, criticad a Confucio!. Textos escogidos
Durante un buen rato dudo de mis ojos, de mis oídos, de mi comprensión. No. Por muy acríticas que sean las reuniones políticas, no pueden llegar a esto. Pero sí, ya lo creo que llegan, y pasan. Lo que tengo ante mí es una prueba irrefutable de hasta qué punto pueden dislocarse, invertirse términos, desmigajar la realidad, desdentar la masa gris. Frases, frases aisladas de todo contexto, ayuntadas alegremente con otras supuestamente pronunciadas por Lin, escritas en su correspondencia privada o pintadas en bandas de tela en su cuarto. Y la explicación oficial de cada una. Es para llorar. Aquí quisiera yo ver a los que me decían que los chinos son el pueblo más politizado del mundo.
Y en efecto, casi lloramos cuando me encuentro con Joseph y Lucie, que también han participado en su escuela en una reunión parecida. Joseph tiene la sinceridad de su juventud excitada:
Todavía no me lo puedo creer. ¡Es demencial! En frasecitas, sin contexto, sin originales, sin análisis, sin pruebas… Todo se lo tragan —se desploma en una silla — . Estoy hecho polvo.
Son capaces de decir cualquier cosa, de repetir cualquier cosa —añade Lucie, mohína.
Silencio.
—Me haría falta un buen vaso de vino tinto. ¿Tenemos, Lucie?
Con el índice, Joseph dibuja caracteres en el polvo de la mesa. Me dice:
—Imagínate que yo he estado trabajando todo el tiempo en Amistades Franco-Chinas. ¿Cómo vuelvo allí? ¿Cómo explico todo esto? Yo soy amigo de China, continúo siendo un amigo de China, pero… quién nos iba a decir…
—Y si nos lo hubieran dicho no lo hubiésemos creído. Diriamos que era un embuste reaccionario de la burguesía —respondo.
—Seguro. Había que verlo con nuestros propios ojos, que vivir esta experiencia… —Lucie ordena maquinalmente sus papeles de las clases.
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el caudal de indignación amasado pacientemente, día a día, exhaustivamente, será dirigido en su momento contra enemigos más próximos que Confucio y Lin Piao, pero esto aún tardará. Primero se irá afinando la puntería, condenando implícitamente. Los pertenecientes a la camarilla de Lin Piao y Confucio sólo serán nombrados al final, si llegan a serlo. Se trata a fin de cuentas de una depuración en el seno del Partido en un momento de lucha por el poder. La táctica de acusación china —con su práctica usual de la delación-, si bien tiene sus ventajas, produce un clima muy vivamente sentido y muy especial de prudencia, reserva, introversión y toda una serie de tácticas de salvaguardia y cautela, pero procurando combinarlas con las necesarias muestras de entusiasmo.
Capítulo VIII: El Oeste también es rojo. Textos escogidos
Los individuos pasan a ser abstracciones, soportes nominales de epítetos e inventivas, catalizadores del gran exorcismo, piezas en torno a las cuales cristalizan, durante las sucesivas purgas, los clichés intercambiables. «Conspirador», «antipartido», «traidor», «burgués», «contrarrevolucionario», «seguidor del capitalismo», «archicriminal», «subversor de la dictadura del proletariado», «derechista», «revisionista», «hierba venenosa», «monstruo», «demonio», «ultraizquierda», «prosoviético», etc., no son sino el acompañamiento acostumbrado de los políticamente eliminados; mientras que «revolucionario» traduce el defensor y seguidor de las consignas oficiales, «manifestación» significa un desfile y recitado de slogans programado por la células del Partido,
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El líder absoluto es fruto necesario y lógico de un régimen absoluto de partido único. Independientemente de que las directivas de ese partido y ese cuerpo rector reducidísimo hayan sido o no encomiables, su naturaleza de estructura piramidal y autoritaria debía llevarle por necesidad a introducirse en los moldes del antiguo sistema burocrático-imperial. En torno al Presidente se aglutina y disputa el Buró Político, tras los muros de la Ciudad Prohibida en la que residen. De allá emanan directivas y campañas que, por un sistema de esclusas, escogidas y dosificadas, deben, a través de las células del Partido, impregnar al pueblo, bien encuadrado por la tupida red burocrático-social. Radio, prensa, publicaciones, forman un todo homogéneo en el que no existen prácticamente filtraciones del exterior ni oposición interior, sino expansión de una tesis gubernamental. El Verbo sustituye a la realidad objetiva en un universo cerrado en el que el Gobierno crea la objetividad. Ni la lógica ni las pruebas tienen razón de ser.
Es simplemente increíble la alegre ignorancia o voluntaria ceguera con que la prensa occidental en su mayor parte, y en pluma de editorialistas de fama, ha comentado la nueva constitución china del 17 de enero de 1975. El hecho macizo, innegable, de que en ella se elimine todo vestigio de derechos civiles, de derechos humanos, para dejar el país sometido por completo a la Seguridad Pública, se pasa prácticamente por alto. En la nueva constitución se anula, respecto a la de 1954, el derecho a la inviolabilidad de la correspondencia, a la libertad religiosa, a la libertad de emprender por cuenta propia trabajos de investigación científica y literaria, cultural y trabajos de creación. Por oportunismo profesional o por sumisión religioso-patológica al orden y al Gran Líder, la inmensa mayoría de los comentaristas occidentales han despreciado olímpicamente de la forma más segura, es decir, canonizándolos, a los chinos.
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este martilleo sobre el presidente Mao, este wagnerianismo, esta iconografía, hablan por sí solos, por lógica pura si se reflexiona y observa, de algo que ya está entrando en el pasado, que sale de la vida cotidiana para entrar irremediablemente al museo con todos los honores. Ya no es un brillante amanecer, sino una esplendorosa puesta de sol. La religión maoísta entra en el bizantinismo.