El subtítulo adecuado de mi libro «Diario de a bordo» sería «De cuando dieron todo el poder a las ratas».
Las ratas siempre han sido el símbolo de la peste. En las circunstancias adecuadas de cobardía generalizada, reparto gratuito de placebos y elogio de la basura se les dan todas las facilidades.
Observo que, una vez más (no en vano mi web es el rincón de Casandra), sin yo advertirlo cuando lo escribía pero con una vaga conciencia de ello, el libro ha sido premonitorio.
Rosúa
ESPAÑA 2020
https://www.elrincondecasandra.es/tristeza-espana-2020/
INCENDIO EN NOTRE DAME
https://www.elrincondecasandra.es/notre-dame-poema/
EL GRAN CARNAVALhttps://www.elrincondecasandra.es/diario-de-la-pandemia-madrid-13-marzo-de-2020/
UN MUNDO FELICÍSIMO https://www.elrincondecasandra.es/un-mundo-felicisimo/
LA INESPERADA BELLEZA DE MADRID. https://www.elrincondecasandra.es/la-inesperada-belleza-de-madrid/
EL TOTALITARISMO ANÓNIMO https://www.elrincondecasandra.es/el-totalitarismo-anonimo/
EL CASTILLO DE LA BELLA DURMIENTE El Castillo de la Bella Durmiente.
SOLOS ANTE EL PELIGRO. (2020)https://www.elrincondecasandra.es/solos-ante-el-peligro/
LA GRAN NIEVE (2021) https://www.elrincondecasandra.es/la-gran-nieve/
EL MAR, BACH Y LOS REYES MAGOS https://www.elrincondecasandra.es/el-mar-bach-y-los-reyes-magos/
HOMENAJE AL HOMELESS. https://www.elrincondecasandra.es/homenaje-al-homeless/
DIARIO DE LA PANDEMIA
Madrid, 13 de marzo de 2020.
La realidad, la de una ciudad entera que había sido despojada de su alegría y de su vida, yacía como un cadáver del que se prefiere ignorar la existencia, cubierta por una capa de incredulidad y temor, del miedo que no acierta a decir su nombre y que está ya tan hecho a la disciplina de la autocensura que impide hasta la rebeldía y la protesta, hasta la denuncia de los autores del crimen y del despojo. La ciudad yacía indefensa y triste, reclamando con ojos mudos que la defendieran cuantos habitualmente la disfrutaban, los que bailaban noche y día por calles siempre concurridas y junto a ventanas luminosas. Pero todos llevaban al cuello la argolla de la resignación a la enfermedad, al mal que los acechaba, al estallido de peste al que el peor gobierno de su historia los había entregado dejando a las nuevas ratas microscópicas puerta franca.
Estaban tan acostumbrados a dividir el mundo en dos bandos y a pertenecer, sin mérito alguno, gran parte de ellos a la mayoría de los buenos que ahora no podían echarse atrás, debían apoyar, aunque fuera tácitamente, a aquél y a aquéllos que habían votado, aunque las diminutas ratas llevaran ya tiempo royendo países vecinos y la gigantesca y ruinosa corte del Presidente electo se alzara sobre inmensas, ruidosas y multitudinarias pilas de basura cubiertas de enormes pancartas que se resumían en el profundo odio al país en el que habitaban y a cuantos y cuanto era superior, excelente, hermoso, valiosÑo por sí mismo.
Se imponían el silencio y la resignación, como si las diminutas ratas de la nueva peste, la ciudad mancillada y estrangulada, los millones de ciudadanos en arresto domiciliario, la vertiginosa cosecha de nuevos pobres, de hospitales desbordados, de enfermos y de muertos no fueran sino obra de la fatalidad, de un fenómeno ajeno al hombre, oscura venganza quizás de la Naturaleza que exigía lógicos sacrificios de los humanos de mayor edad. Los habitantes de la ciudad convertida, con una rapidez fulgurante, en centro de la epidemia, preferían enjugar las lágrimas compungidas del Jefe del Partido que, con su prolífico batallón de heraldos, había incansablemente demostrado su estúpida arrogancia, su codicia, su peligrosa ambición y su manejo incansable, como mascarón de proa, de la ficción ya longeva de representante del Bien, del polo luminoso de una ficción dual, de los combatientes incansables contra un diabólico dictador que no habían conocido y del que sorbían la esencia de su justificación de ser y de acaparar, aupados sobre montañas de entusiastas víctimas creadas y alimentadas al efecto.
Llevaban los habitantes de Villa tanto tiempo en la cárcel verbal Buenos y Malos, Socialistas y Fascistas, Izquierdas/Derechas, Progresistas y Reaccionarios que podían transitar sin mayor problema sobre el cuerpo de la ciudad herida y sobre sus propias dignidad y libertad, sobre la evidencia del comportamiento canalla de sus gobernantes y sobre la envidiosa y codiciosa estulticia de los que, con cómoda y rentable ceguera voluntaria, los sostenían. Estaban acostumbrados. En aquellas mismas fechas de marzo, hacía algunos lustros, habían digerido grandes dosis de propaganda proporcionada por el partido del Bien y, dejando atrás un terrible atentado terrorista nunca esclarecido, habían culpado, no a los asesinos, sino al partido que por entonces estaba en el Gobierno y a quien convenía desalojar. Y a partir de aquella comunión con la vileza asumida, estuvo permitido todo, y todo el silencio.
Por eso las ratas de la pandemia han tenido puerta franca, y gozan de la comprensiva impunidad anónima de las emergencias sexuales, históricas, científicas y climáticas. Corretean entre una multitud mansa, viva metáfora, con sus mascarillas, del país sin país, nombre, lengua, símbolos ni dignidad. El país que no tiene ciudadanos; tan sólo habitantes que no merecieron la hermosa ciudad que yace amordazada, indefensa y roída por la ya larga peste.
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Todo el poder a las ratas.
2020
La realidad, la de una ciudad entera que había sido despojada de su alegría y de su vida, yacía como un cadáver del que se prefiere ignorar la existencia, cubierta por una capa de incredulidad y temor, del miedo que no acierta a decir su nombre y que está ya tan hecho a la disciplina de la autocensura que impide hasta la rebeldía y la protesta, hasta la denuncia de los autores del crimen y del despojo. La ciudad yacía indefensa y triste, reclamando con ojos mudos que la defendieran cuantos habitualmente la disfrutaban, los que bailaban noche y día por calles siempre concurridas y junto a ventanas luminosas. Pero todos llevaban al cuello la argolla de la resignación a la enfermedad, al mal que los acechaba, al estallido de peste al que el peor gobierno de su historia los había entregado dejando a las nuevas ratas microscópicas puerta franca.
Estaban tan acostumbrados a dividir el mundo en dos bandos y a pertenecer, sin mérito alguno, gran parte de ellos a la mayoría de los buenos que ahora no podían echarse atrás, debían apoyar, aunque fuera tácitamente, a aquél y a aquéllos que habían votado, aunque las diminutas ratas llevaran ya tiempo royendo países vecinos y la gigantesca y ruinosa corte del Presidente electo se alzara sobre inmensas, ruidosas y multitudinarias pilas de basura cubiertas de enormes pancartas que se resumían en el profundo odio al país en el que habitaban y a cuantos y cuanto era superior, excelente, hermoso, valioso por sí mismo.
Se imponían el silencio y la resignación, como si las diminutas ratas de la nueva peste, la ciudad mancillada y estrangulada, los millones de ciudadanos en arresto domiciliario, la vertiginosa cosecha de nuevos pobres, de hospitales desbordados, de enfermos y de muertos no fueran sino obra de la fatalidad, de un fenómeno ajeno al hombre, oscura venganza quizás de la Naturaleza que exigía lógicos sacrificios de los humanos de mayor edad. Los habitantes de la ciudad convertida, con una rapidez fulgurante, en centro de la epidemia, preferían enjugar las lágrimas compungidas del Jefe del Partido que, con su prolífico batallón de heraldos, había incansablemente demostrado su estúpida arrogancia, su codicia, su peligrosa ambición y su manejo incansable, como mascarón de proa, de la ficción ya longeva de representante del Bien, del polo luminoso de una ficción dual, de los combatientes incansables contra un diabólico dictador que no habían conocido y del que sorbían la esencia de su justificación de ser y de acaparar, aupados sobre montañas de entusiastas víctimas creadas y alimentadas al efecto.
Llevaban los habitantes de Villa tanto tiempo en la cárcel verbal Buenos y Malos, Socialistas y Fascistas, Izquierdas/Derechas, Progresistas y Reaccionarios que podían transitar sin mayor problema sobre el cuerpo de la ciudad herida y sobre sus propias dignidad y libertad, sobre la evidencia del comportamiento canalla de sus gobernantes y sobre la envidiosa y codiciosa estulticia de los que, con cómoda y rentable ceguera voluntaria, los sostenían. Estaban acostumbrados. En aquellas mismas fechas de marzo, hacía algunos lustros, habían digerido grandes dosis de propaganda proporcionada por el partido del Bien y, dejando atrás un terrible atentado terrorista nunca esclarecido, habían culpado, no a los asesinos, sino al partido que por entonces estaba en el Gobierno y a quien convenía desalojar. Y a partir de aquella comunión con la vileza asumida, estuvo permitido todo, y todo el silencio.
Por eso las ratas de la pandemia han tenido puerta franca, y gozan de la comprensiva impunidad anónima de las emergencias sexuales, históricas, científicas y climáticas. Corretean entre una multitud mansa, viva metáfora, con sus mascarillas, del país sin país, nombre, lengua, símbolos ni dignidad. El país que no tiene ciudadanos; tan sólo habitantes que no merecieron la hermosa ciudad que yace amordazada, indefensa y roída por la ya larga peste.
Rosúa
El subtítulo adecuado de mi libro «Diario de a bordo» sería «De cuando dieron todo el poder a las ratas».
Las ratas siempre han sido el símbolo de la peste. En las circunstancias adecuadas de cobardía generalizada, reparto gratuito de placebos y elogio de la basura se les dan todas las facilidades.
Observo que, una vez más (no en vano mi web es el rincón de Casandra), sin yo advertirlo cuando lo escribía pero con una vaga conciencia de ello, el libro ha sido premonitorio.
Rosúa
Sí, es cierto -como observa alguno de mis lectores- que ha sido premonitorio pero con una salvedad: Estas ratas de aquí también están expuestas al virus. Tiene razón, lo están, pero nuestras ratas son menos listas y más fanáticas que las de “Diario de a bordo”. De hecho, llevan a sus bebés a manifestaciones que hierven de contagio, acuden a consejos de ministros sin mascarilla y con la infección a cuestas, se pelean, entre tos y tos, por arrancar algún trozo de nombramiento. Las ratas de “Diario de a bordo” los mirarían con desdén y les dirían que aún hay clases.
Madrid, 2020.
Una tarde con sabor a milenario.
La tarde es tan tétrica como los temores de un creyente del fatal milenario. Ha descendido de un extraño cielo de nubes que cruzaban o se agolpaban a gran velocidad mientras que otras reposaban su vientre gris en un horizonte antes engarzado en azul. Escriben probablemente algo, cada una, en su lejano lenguaje. Un caudal de luz con frialdad de oro se ha derramado luego, súbitamente, para que durante unos momentos la humanidad pequeña mida las dimensiones de su repentina soledad. Y se ha cerrado, en oscuridad definitiva, con el broche de un sol enorme, agresivo como una boca ávida que espera el momento de engullir su pitanza.
La calle de la cuarentena por la pandemia es un embudo desértico, con una sola figura esquiva a contraluz en el fondo, y las ramas desesperadas de un árbol color de plomo. Tormenta dentro y fuera de la gente. Algunos sacan lo peor que llevan en ese interior herrumbroso, amargo por la vieja lluvia de la frustración y de la envidia. Ven su oportunidad de convertirse en comisarios, celadores, denunciantes. Es su oportunidad de ladrar a víctimas fáciles a las que acusan sin motivo de transgredir el orden y a las que amenazan con multas y denuncias.
Han sonado aplausos ayer en la calle, patios y balcones, para homenajear a los sanitarios agotados y expuestos, con escasos recursos, al contagio del mal. Se había convocado a ello por los teléfonos móviles, y había que hacerlo a las diez de la noche. Justo poco antes había finalizado la entrevista del Presidente, de forma que su exposición banal, tardía, vaga se ha visto aupada a un pódium de aplauso popular y gritos y canciones de confianza en la nación. El discurso debería haberse producido muchas horas antes. Casualmente coincide con la exaltación popular de las 22 horas. Es inevitable imaginar a un celoso asesor de imagen calculando la coincidencia de manera que el muy deteriorado perfil del personaje, su desastrosa gestión de la situación crítica y la peligrosa amalgama de su Gobierno queden difuminados mientras pasa al primer plano el acongojado jefe político que se presenta, surfeando en el sentimiento de desamparo, y se yergue, Presidente al fin, como el líder de una nación de la que él y sus socios reniegan.
Rosúa
Madrid, 2020
El tributo de Darwin
Y escampó. Sin que por ello remitiese la pandemia, que estaba dispuesta a alcanzar su pico de enfermos y de muertos en aquella semana y las que vinieren. Las nubes torvas de la tarde anterior, orladas de un resplandor lívido, regresaron con un concierto de atabales en dos tiempos de granizo sonoro, empujándose unas a otras en el cielo por demostrar su poder, por convencer al fin a los humanos, tras largo tiempo de mansedumbre, de que ellos, muñecos frágiles de carne y día a día ansioso, no eran nadie en comparación de cuanto podía sobrevenirles desde los cielos de lo imprevisto, Las nubes desde arriba, se sabían fuertes y cambiantes, capaces de toda adaptación y transformación, ahora aire, ahora agua, vestidas de calor, vestidas de frío, mucho más altas que todos los males que pudieran acaecer y cebarse en los seres de abajo.
Las plantas no se habían atrevido a echar flores y la colonia de palomas que habitaba desde hacía décadas en la copa del cedro abandonaron, todas a una, misteriosamente, hacia unas semanas su residencia habitual. Alguna volvía de cuando en cuando, se posaba en la última rama donde solía calentarse cada mañana con el sol del amanecer, pero volvía a emprender rápidamente el vuelo. Y las nubes corrían, no por su sendero habitual oeste-este, sino de norte a sur, arrastrando de las montañas un horizonte incierto gris oscuro.
A las 8 de la noche la gente aislada en sus domicilios por aquella nueva forma de la peste, salía, empero, a los balcones, encendía luces, batía palmas, daba gritos, ponía canciones, vitoreaba al país y a la forma de vida a la que no querían renunciar, por muchos picos de la pandemia que hubiera. La enfermedad vírica se había definido como el tributo de las cien doncellas traducido en cien mil ancianos, una proclama darwinista de selección de las especies que se ofrecía en realidad como justo tributo a la Ley del Más Fuerte, a la debida reducción de poblaciones ad maiorem gloriam del dios Planeta, adorado por multitud de jóvenes adeptos. La pandemia era una grande y mortal metáfora de la redistribución equitativa y lógica del aire, los recursos y el espacio entre los que, por su juventud, tenían más probabilidades de disfrutar de ellos
Pero los habitantes de buena parte de Europa, también los de España, querían ser humanos. En la memoria colectiva estaba incrustado desde el siglo XX el precio de la eliminación de los viejos, los minusválidos, los débiles, los pertenecientes a grupos genéticamente inferiores, a capas de población molestas. El instinto animal llamaba a la permisividad y a la indiferencia, si no colaboración activa, con cualquiera o cualquier evento que podara elementos inútiles y caducos para repartir entre los nuevos brotes la sangre nueva. Sin embargo existía, por debajo del instinto animal, como en las capas sucesivas del cerebro y al otro extremo del reptiliano, otro instinto que impedía disponer de la vida de nadie, fuera cual fuese su edad, origen y condiciones, que pedía conservarlo, salvarlo porque en cada individuo existía un valor, un rasgo misterioso e irrepetible. Había un empeño por ser humano, por continuar siéndolo. Y no dejar abandonado a nadie. Porque de hacerlo, fueran cuales fuesen los aparentes beneficios inmediatos en prosperidad económica y reparto de recursos, entonces sí que la pandemia habría ganado.
Rosúa
Diálogos con Escoby
La escoba se había quedado en pie, sin apoyo alguno, en el centro de la habitación, en respuesta a un mensaje por las redes sociales que incitaba a la experiencia, y no por agentes esotéricos, sino por un cambio en la inclinación del eje terrestre. Evidentemente la paternidad del envío, que se presentaba como nada menos que de la NASA, no favorecía su credibilidad. Por muy mal que esté de presupuesto la agencia espacial es dudoso que los recortes hayan llegado al punto de tener que promocionarse con escobas.
Como la experiencia era un respiro de la tensión y la claustrofobia y además nuestro Planeta tiene la costumbre de cambiar su eje, lo que produce cambios climáticos, puse manos a la obra. Y resultó: Escoba erguida y exenta.
Ahora bien, el portero, avezado en barrer todos los días, aseguró que él las dejaba en posición de saludo con frecuencia. A mí nunca me había ocurrido pero debo reconocer que tampoco puse en ello especial empeño y que mi trato con las escobas fue siempre rápido y utilitario
Sin embargo, tras haber tenido a Escoby -le había dado un nombre- largo tiempo de pie en el centro del salón, asombrada al ver que funcionaba el experimento, eché luego de menos su presencia. La escoba de guardia era una compañía en el desierto pandémico de vida social. Tenía planes para ella, su posición era la de mayordomo doméstico, erguido en la entrada e indiferente a la ley de la gravedad. Si echara a andar…Tarareé “El aprendiz de brujo”. Escoby me hubiera sido muy útil para ayudarme en la limpieza la casa. No pasó a la acción.
Influida por las palabras del descreído portero, puse de nuevo a Escoby apoyado detrás de la puerta. Le debía unas risas. Nuestra relación había sido prometedora, pero breve. Y me quedé definitivamente sola.
No había hígados de oca que consultar y que hubieran, antes de la plaga, predicho la desgracia. Todo quedaba en el terreno de la pura imaginación y el deseo de sumar a las propias percepciones y sentimientos algún signo desolado de la Naturaleza, un gramo de compasión, de preaviso, de solidaridad de los altos cielos con los humanos que llevaban tantos años mirándolos con insistencia. Pero no lo hubo. Únicamente las sin duda simples casualidades: Numerosas migraciones de pájaros, a destiempo y a tiempo, repetidas, volando alto para recorrer largas distancias con su quilla de alas y aleteo y siempre, detrás, algunos rezagados que se habían levantado más tarde o descuidado su régimen y ganado sobrepeso. Luego estaba el extraño abandono de las palomas de su árbol habitual, un cedro regio, venerable, que señoreaba a cuantos crecían en el jardín de las monjas y sin duda en los vecinos parques. Las plantas domésticas, por su parte, se hicieron cargo de la situación, de la imposibilidad de renovarlas (porque erróneamente no se hallaban en los artículos de primera necesidad que se podía salir a adquirir). La pandemia era, también, un encarcelamiento sin flores, y, advertidas de la emergencia, las que se hallaban desde el principio de la alarma en dos floreros comenzaron a hacer titánicos esfuerzos por resistir hasta donde sus tallos aguantaran. Nunca quien las cuidaba y cambiaba religiosamente cada día el agua las había visto durar tanto, el rostro amarillo de la gerbera sonreía en el salón a sabiendas de que para quien la miraba podría ser su última sonrisa. Las clavellinas apretujadas junto a la ventana iban languideciendo, pero lo hacían discreta, heroicamente, pasando el testigo a la vecina de forma que persistiera vivo un retén, hasta la última de ellas.
Pronto no quedaría ni una flor en la casa. Sólo el recuerdo de su fidelidad, de su valiente y solidaria lucha, de su compañía.
Rosúa
Madrid, 2020.
El divorcio que viene.
Además de la huida de los pájaros, el año bisiesto, el eclipse de luna y la lluvia de estrellas, que tal vez se solidarizan o, de lo contrario,, para completar el cuadro, intentan caer sobre nuestras cabezas, en el horizonte se perfila, según el virus se bata en retirada, una nueva catástrofe: La ola de divorcios, de rupturas más o menos desgarradoras, de huidas con lo puesto del domicilio familiar cantando aleluyas, de hijos galopando hacia la India con los ahorros de sus padres. En fin, un desafío al amor eterno, quizás por justicia poética ante el hartazgo y hastío de los cantos a la sexualidad amorosa sea con otros sexos, el propio, o con cabritillas y coliflores.
Encerrados entre cuatro, o más paredes, la familia, grupo, pareja o colegas del alma tal vez descubran innumerables tesoros de afecto, pero es también probable que comiencen la cuenta atrás que conduce al punto crítico. Con “el otro” pasa igual que con lo de encontrarse a sí mismo: Más vale que no.
Pero, antes del divorcio postvirus, mejor plantearse si, encerrados como en la obra de Sartre, en ese infierno que son los demás, se está seguro de que, en condiciones semejantes de larga y obligada convivencia, no ocurriría exactamente igual con cualquiera, príncipe azul incluido.
Rosúa
Madrid, 2020
El aspirante a Jinete del Apocalipsis
El aspirante a jinete del Apocalipsis se aseguró de la situación respecto a sus posibles competidores. Y de la de su propia cabalgadura, Contradicciones, a la que las generosas raciones de sobrepienso le habrían de todas formas impedido ganar carrera alguna. El nuevo jinete no se hacía ilusiones respecto a los méritos de su caballo ni en cuanto a su apostura personal. Sabía que el inagotable rencor que le habitaba y constituía la esencia de su ser había ascendido ya hasta empapar la piel de su rostro, torcer su belfo, conformar su boca y anegar sus ojos, de manera que lo que en otro tiempo se traducía en fuerza había traspasado las líneas de la repulsión sin alcanzar al menos cierta grandeza en el odio. Pero él no aspiraba a victorias en ninguna competición sino a asentarse, inamovible, en su alto pedestal, rodeado, a niveles muy inferiores, por su fiel escudería y animado por Marikely, a quien había otorgado el título de Cantinera Mayor del Reino y prometido que cabalgaría detrás de él en una yegua. El aspirante a jinete apocalíptico siempre había sentido una irresistible pasión por aquellas estatuas ecuestres de las plazas, él arriba, perdurable, cabello al viento, como la cola de su corcel. Y estaba muy cerca, sin moverse, de su meta. Porque los rudos participantes en la competición le habían dado hecho el acceso al podio del cual nadie le descabalgaría jamás. Ante su corcel se extendían el terreno baldío y los pedregosos senderos por los que pronto se aproximaría a él una población mendicante, hambrienta, pobre y asustada, para pedirle la pitanza.
El Jinete de la Guerra había entretenido convenientemente a sus posibles antagonistas enfrentándose entre sí, el del Hambre había aguzado en ellos las armas poderosas de la envidia y la codicia ante la posibilidad de futuras carencias, el de la Peste había sembrado entre la población el desconcierto al enfrentarse a fuerzas desconocidas y el de la Muerte la sumisión ante cualquiera que les ofreciese chivos expiatorios en los que volcar su miedo y su miseria. De todos aquellos que allanaban el camino al aspirante a Jinete 5, al que éste estaba más agradecido por sus inconscientes servicios era a un palafrenero tan pálido y discreto que montaba un rocín escuálido con grandes alforjas repletas de cobardía que iba esparciendo a manos llenas. Gracias a sus servicios las gentes del país eran diestras en aceptar y callar siempre y cuando se les incluyera en la clasificación adecuada, dentro de la inventada dualidad Buenos/Malos que los heraldos habían logrado imponer.
El aspirante a cabalgar el poder completo se había hecho así con la mejor baza: La de la vileza asumida. Todos sus inminentes súbditos llamarían sin esfuerzo, como ya gran parte de ellos había hecho, a la mentira flagrante verdad, a la feroz acumulación de la riqueza del reino y su reparto en inútiles y fieles cortes medidas sociales y necesarias, a la destrucción de instituciones, cargos, leyes, y de cuanto y cuantos representaban al país justicia igualitaria de urgencia, a la fealdad belleza suma, a la codicia y el robo equidad de clase, a la ignorancia perspectiva popular.
Desde su cabalgadura Apocalipsis 5 pasó revista imaginaria a los que en próximos mañanas iban a ser sus súbditos. Ninguno podría oponérsele porque, incluso aunque derrotaran a sus colegas Apocalipsis 1, 2, 3 y 4, aunque superaran las luchas internas, la Guerra al nuevo enemigo microscópico, el hálito del Hambre reflejado en inquietantes carencias, la Muerte desbordando en los hospitales y combatida por agotados sanitarios, aunque vencieran a todo eso la victoria habría sido siempre sobre enemigos externos, sin relación con los ciudadanos mismos, en su interior no se habrían rendido, no habrían pactado. Con él, el Jinete 5, sí, y a él habrían entregado, desde que aceptaron la primera mentira y la primera vileza, las llaves del poder.
Rosúa
Madrid,2020.
Solidaridad de las plantas
Han pasado las fechas de razonable y habitual duración de la gerbera. Sólo su sonrisa, su gran sonrisa amarilla, rompía el panorama de cielo gris donde pasta un rebaño casi estático de lomos algodonosos. Sólo ella lucía como un ancla en el espacio silencioso de la casa, movía el aire con sus pétalos, desafiaba con el tallo a la fuerza de la gravedad y a la llamada de la tierra.
Quien la ha cuidado, como de costumbre, cada día sabe que no puede esperar imposibles, que no iba a pasar del día de mañana. Ya en su centro se había formado un círculo negro y algunas hojas de debajo de la corola habían comenzado a despegarse y fruncirse por los bordes. Es el final. La flor sabe que nunca ha sido tan necesaria, que las plantas verdes y frescas se han vuelto tan inalcanzables como si crecieran en la luna. La gerbera vale hoy mucho más que todas las caras y perfumadas rosas. Al cambiarle el agua la que sería lógicamente la última vez, se le ha dicho, junto con palabras de agradecimiento por su larga resistencia, que tiene forzosamente un final, como tal vez la ciudad, como los días idénticos de un impredecible calendario en el que se han borrado los números en las cuadrículas, como el de las manos que la nutren y apenas se atreven a rozarla para no desafiar a su tenacidad solidaria. La flor ha llegado a su fin.
Y sim embargo algo extraño ha ocurrido, debería haber muerto, haber vencido la cabeza, esparcido sus hojas. No sólo no lo ha hecho, sino que de su centro, como si hubiese recorrido el tiempo a la inversa, ha desaparecido el grueso punto negro que ya comía su corazón. Semejante a las primeras hojas de la parra trepadora, que han brotado exactamente con el inicio de la primavera y desafían con su verde infantil y brillante al cielo gris, la gerbera amarilla regala unas horas, un día, un tiempo inesperado más de simetría perfecta, de imitación de un sol que no se pone. Es de la cepa de Lázaro, que tal vez resucitó porque, en épocas de angustia y de total incertidumbre, alguien necesitaba ansiosamente que prolongara su vida.
Rosúa
Madrid, 2020
El último viejo.
El joven soñó. Estaba libre, libre al fin de la presión del medio social, de aquellos sectores retrógrados que, pese a las directivas de selección programada y a las explicaciones sobre la oportunidad de la medida, se resistían a generalizar la norma. En el reino libre al que se abrían sus párpados cerrados podía aspirar a lo que quisiera. Soñó que despertaba y veía ya realizados sus sueños. La calle era hermosa, recorrida por cuerpos sanos y fuertes coronados por rostros lisos, ojos vivaces y sonrientes y cabello espeso peinado o rapado de diferentes maneras. Correteaban niños sacados de paseo por simpáticas parejas. Todos vestían con ropas de buena calidad agujereadas o desgarradas según la moda y se oían, en los variados tipos de reproductores, canciones clásicas, es decir, de hacía dos o tres años, y la catarata de las nuevas, sin que arruinase la espontaneidad de la innovación cotidiana la intrusión de obras polvorientas, melódicas, sinfónicas, antes incrustadas en la memoria popular como hitos obligatorios. A veces se difundían por el canal oportuno breves relatos, fulgurantes, emotivos, nunca constreñidos por comparaciones farragosas con un tenebroso pasado de estanterías repletas de polvorientas páginas.
De vez en cuando el Consejo Rector del país hacía referencia a lo que, según los días fueran pares o impares, se ofrecía como Relato Histórico y Antiguos Enemigos del Bienestar General, porque, dada la edad media de la población y la escasez de elementos vivos que sobrepasaran la mediana edad, desde que se llevó a cabo seriamente la selección programada la memoria se había ido difuminando junto con los ancianos de cincuenta o más años y los libros, de manera que se había simplificado extraordinariamente el gobierno y los líderes no temían caer en ninguna contradicción ni desmentido y reinaban felizmente sobre multitudes carentes de recuerdos. Cuanto dijeran del pasado o del presente siempre sería cierto y todas sus disposiciones, que incluían la prolongación de sus poderes máximos, estarían justificadas por los grandes peligros y crisis de los que en su momento ellos habrían salvado a la población.
Lo que más le gustaba al joven era la abundancia. Desaparecida la masa que, como un vampiro, sorbía y acumulaba bajo su `piel arrugada y senil los recursos, medicinas, alimentos y excelentes puestos de trabajo, se respiraba el aire puro de quien llega a la cima de una montaña que emerge sobre la cargada atmósfera de ciudades hundidas bajo el peso de su propia ruina. Soñó que, reconfortado por la carrera que había emprendido sin que se interpusieran a su gimnástico y veloz paso peatones torpes, se dirigía al edificio acristalado donde prestaba sus servicios en las salas de selección cronológica. Había que estar muy al tanto porque aún había pendiente una larga tarea de trillado y los sujetos que iban pasando no siempre ofrecían la colaboración debida y, ora falsificaban sus documentos de identidad, ora se maquillaban, teñían y vestían para aparentar edad inferior a la fijada como máxima permitida. Tiempo de gran prosperidad para los cirujanos plásticos, de cuyas intervenciones había gran demanda y ofertas tentadoras en el mercado telemático. Rejuvenecer en apariencia no era fácil ni barato. Sin embargo garantizaba, si se tenía la suerte de pasar por una revisión de edad superficial y apresurada, un plus de esperanza vital.
Pero había un problema: Los buenos cirujanos, dentistas, ingenieros, arquitectos, comenzaban a tener sus años, lo más fresco y nuevo ofrecía hermosas flores pero no siempre nutritivos frutos, y el joven lo descubrió al despertase, cuando, por un inoportuno pinchazo en el molar izquierdo, hubo de introducirse en el reino de la fealdad. Con la dirección que un colega le había proporcionado bien guardada en el bolsillo de su chándal, cubrió con trote elástico la distancia hasta unos edificios alejados, entró, subió ágilmente las escaleras despreciando, por supuesto, el ascensor y a los que lo utilizaban, llamó a la puerta, explicó su caso. Sabía que, en la planificación de la trilla cronológica de la población, se habían dejado, provisionalmente, islotes de permisividad, por razones de emergencia práctica. Le pareció bien. Ya iba siendo hora de que el aún considerable sector parásito al que la población activa se había visto condenada a mantener hiciera algo útil.
Le sorprendió que le recibiese primero alguien de edad todavía admisible, quizás no había cumplido los cuarenta. Luego entró el médico dentista y entonces supo que el ayudante lo era para aprender y practicar. El joven paciente dominó la ligera repugnancia que le producía ver tan de cerca el rostro envejecido, sin embargo, a los pocos minutos de trato y explicaciones, mientras hacía efecto la anestesia y se enjuagaba, observó que había desaparecido su rechazo y que en realidad ya no veía al dentista como perteneciente a un grupo cronológico sino sólo al individuo que le trataba y con el que al final acabó manteniendo una animada conversación. Surgieron temas en parte conocidos pero muy distintos en otros casos de cuanto constituían sus recuerdos y su experiencia propia. Le parecía adentrarse en un planeta simétrico pero complementario del suyo. Hablaron también de regiones, de barrios en los que ocurrieron sucesos de los que él tenía ecos vagos. Y nombraron a gente que había pasado la línea de la selección programada y desaparecido, pero no en las clínicas dispuestas al efecto sino socialmente, huida trasladada sin atenerse a consejos oficiales y trámites, a lugares alejados de sus domicilios, a veces conservada por quienes, en su entorno, se negaban a que se dispusiera de ellos. El joven había respondido siempre a los que estudiaban los casos que se trataba simplemente de un fenómeno conservador, de cierta avaricia que llevaba a retener a los ancianos como quien mantiene en su casa un mueble o un jarrón antiguos. Él mismo, que había vivido con un grupo de escolares y luego adolescentes, era ajeno a aquellos apegos a las ramas caducas de necesaria poda para el árbol, pero podía comprenderlo. Sin embargo durante esa charla, que se prolongó más de lo previsto porque ningún otro paciente esperaba, se sintió en un plano de igualdad, con el médico viejo y con el otro.
Mientras esperaba que le escribieran unas recetas, observó, entre revistas de fotos de puro entretenimiento, unos folletos. Ya era raro encontrar comunicaciones impresas, aunque seguían existiendo. Cogió uno: La apuesta de la especie, rezaba el título.
-Llévatelo- le dijo el ayudante, que salía porque había terminado su jornada.
Caminaron juntos. Se sentaron en un banco y el aprendiz de dentista le comentó el contenido.
Ya en su habitación, con una excitante sensación de clandestinidad, el joven fue leyendo:
En la evolución se va seleccionando a los más fuertes. Pero la especie humana es peculiar. Ha apostado por el cerebro, por la memoria, por el individuo, por los afectos, la inventiva, los cambios. Y empezó pronto, cuando en las cuevas alimentaron a los que ya no cazaban, pero sabían los sitios de caza y agua, cuando contaron los de más edad a los otros largos cuentos.
Siguió leyendo, pero se durmió enseguida. Ya el molar no le molestaba, pero tenía que volver a la consulta.
Tuvo otro sueño: Caminaba por la ciudad poblada exclusivamente por rostros juveniles. Al anochecer, en un parque que tenía una extensa zona de rocas artificiales vio, en la imitación de cueva, una ligera luz. Se acercó. Y allí, en en fondo, había un hombre mayor que calentaba algo en la brasa. Aquel hombre lo miró y le pidió inmediatamente:
-Calla. No me delates.
– ¿Quién es usted? –
-Soy el último viejo. –
El joven se despertó. Y esta vez no había sido un sueño. Fue una pesadilla.
El Castillo de la Bella Durmiente.
Las plantas habían crecido y casi ocultado la vajilla, para gran alegría de los ecologistas, las nubes permanecían estáticas en un eterno abril, las corrientes de aire habían dejado suspendidas, a medio camino entre techo y suelo, las vaporosas cortinas. En el palacio reinaba la mudez y los pajarillos, sorprendidos por el conjuro en su vuelo, habían caído sobre mesas y pavimento, sobre los que reposaban en suspendida animación. Aguzando el oído, podía percibirse el leve latido de los corazones, desde el rumor mínimo del palpitar de los jilgueros hasta el que fue redoble y quedó reducido a un golpeteo pausado en el pecho de los representantes de reino. Las palabras habían quedado igualmente detenidas en las bocas de los cortesanos y reducidas al puré dulzón resultado de asentir, activa o pasivamente, durante tan largo tiempo, a las órdenes de su líder.
El maleficio se había extendido desde la costa hasta la cima de la última montaña, aunque con efecto desigual porque los poderes de Funeralis Konfinátor disminuían con la distancia. Desde la torre, el señor indiscutible, rodeado de los cientos de trovadores que debían cantar sus hazañas, de los no menos numerosos consejeros áulicos y de sus recién nombrados dirigentes de los ministerios del Silencio Selectivo, de la Destrucción Solidaria y del Jolgorio Funeario, contemplaba la parálisis de sus súbditos con sentimientos encontrados. Había sido hermoso, y satisfactorio, el efecto del hechizo, la rápida, instantánea eliminación de todo movimiento impredecible, de cualquier palabra o gesto espontáneos, de la más mínima posibilidad de rechazo. Siempre disfrutó observando a cada uno de los habitantes del dormido palacio congelado en su postura, vestido con el mismo atuendo, incapaz de escoger ni una actividad ni un esparcimiento ni una compañía ni una prenda que de él no dependiera. Pero tenía una inquietud.
Su visir, Polpy, experimentaba con la situación tal felicidad que desde el comienzo del conjuro no había salido del éxtasis de sumo placer, puro erotismo ideológico, que le embargaba y erizaba sus miembros y sus cabellos. Era, prácticamente, la meta de sus sueños, más que húmedos de torrencial lluvia tropical. Ni una frase, ni una mirada, ni siquiera un pensamiento podrían surgir ahora sin su permiso. De sala en sala, desde el primer cortesano hasta la fregona de las cocinas, cualquiera estaría a su completa disposición con esa fidelidad que sólo se logra tras borrar o sustituir los contenidos de la memoria y del espíritu. Aún era, sin embargo, demasiado temprano. Por lo pronto, asistía a los periódicos letargos y despertares, les hacía, en cuanto eran capaces de ello, oír su voz, y era su rostro de los primeros que divisaban al abrir los ojos y el último que recordaban al cerrarlos.
A Konfinátor le inquietaba, empero, la progresiva falta de público que observaba en los paréntesis de vigilia que había programado regularmente a tiempos fijos, de forma que el palacio se animase, aunque de manera controlada, para su aparición triunfal, locuaz, extensa, prolongada con una cabalgata extramuros y actividades que dependían de la programación. El reloj dio la hora en la fecha indicada. El Líder descendió con los suyos para el paseo-homenaje acostumbrado por las salas, patios, jardines, edificios adjuntos y cotos adyacentes en los que había dividido, tras haberlos cuidadosamente señalizado, su palacio y también, su reino. En todos ellos, y repetidos de manera bien visible, grandes carteles e indicaciones de paso franco y de prohibido marcaban los espacios benéficos obligatorios y los maléficos abominables.
Sonó, pues, la hora en el reloj sincronizado al efecto. Los súbditos, apenas despiertos y desacostumbrados a la luz, fueron inundados con trompetas y timbales que anunciaban al Jefe, junto al que caminaba, a la par que Polpy, su mago, el minúsculo pero estruendoso y siempre amenazador Señor de los Hechizos, venido desde la Mar Océana y encargado por Funeralis Konfinátor de mantener durablemente a los vasallos en el lugar que les correspondiera y de hacerlos deambular sólo en las zonas señalizadas como izquierda con el firme convencimiento de que allí exclusivamente se encontraba el Bien, mientras que en los opuestos, derecha, no había sino llanto, sombras y todos los males sin mezcla de bien alguno, por lo que, de caer en ellos, en vez de sueños tendrían pavorosas pesadillas.
Los vasallos, entumecidos y deseosos de dar al menos unos pasos en el espacio exterior, se guardaban de hacer objeciones, pero observaban en cuantos veían, vecinos, familiares, conocidos, desconocidos, algo extraño: Las caras, cada vez de más gente, cada vez de individuos distintos, se volvían blancas, enseguida transparentes, y a continuación el afectado desaparecía, ya no estaba allí, súbitamente, dejando tan sólo un hueco, sin que ni Konfinátor ni su visir ni acompañantes repararan en ello ni le dieran importancia ninguna. Ahora era el compañero de mesa, a continuación la mujer que venía con platos, luego el grupo de ancianos que se habían puesto a jugar a las cartas. Simplemente, de un minuto a otro ya no estaban ahí, y luego en su lugar aparecía un trozo de papel diciendo que era un proceso natural, aunque nuevo, y que ya no volverían a materializarse nunca ni valía la pena que lo hicieran porque sobraban en el censo por edad, enfermedad o desdén hacia el Líder. Podía que fuese natural en efecto, se decían los habitantes del palacio y de las calles circundantes, puesto que el señor y sus huestes jamás parecían reparar en ello y que, cuando a alguien muy cercano se le volvía blanco el rostro, luego transparente para al final difuminarse por completo, lo ignoraban como si jamás hubiera existido y continuaban la conversación con su más cercano interlocutor.
Los habitantes del palacio, y los de la villa, desaparecían a miles. Uno y otro día, se multiplicaban las caras repentinamente borradas y reducidas a una superficie lívida y lisa, que flotaba unos minutos sobre la transparencia del cuerpo hasta pasar a la nada absoluta. Quien intentaba reaccionar, quien reclamaba a su madre, a su hermano, a su vecino, pero eran tantos los que faltaban y tanta la indiferencia de Funeralis, su visir y su numeroso cortejo, que el vulgo nada podía hacer y, sobre todo, nada parecía que pasase; ni siquiera se comentaban las noticias. Volvía el resto a sumirse en su profundo sueño, el señor y los suyos regresaban a su torre, a donde apenas llegaban los llantos y noticias del suelo, y descendía sobre los pisos inferiores del palacio, como una niebla de un blanco parecido al de las caras, el silencio general.
Para encauzar debidamente, por el camino de la adhesión al Líder y el entusiasmo, los potenciales llantos y protestas, en la torre del homenaje ondeaban, cada vez que Konfinátor Funeralis, su visir y huestes paseaban por el recinto y cabalgaban por los alrededores, pendones variados y festivos, verde, rojo o morado con lentejuelas unos, arco iris otros, blanco con la V dorada de la victoria en abundancia, puesto que a más millares de ciudadanos difuminados en la nada más se concentraba la adhesión a Funeralis en los restantes del sector adolescente e infantil en el que el Gobierno, presidido por Presidente, Visir and Co,. pensaba afianzar su durable reino.
-Han desaparecido entre ayer y hoy mil doscientos de vuestros súbditos, amado Líder- vino a informarle solícito el Coordinador de sus asesores.
-Muchos son. Tal vez al Señor de los Hechizos se le ha ido un poco la mano-
Konfinátor Funeralis frunció el ceño, con moderación porque se había especializado en ofrecer una imagen de belleza pétrea, inasequible al desaliento y, por el contrario, plena de confianza y euforia. Por lo tanto ordenó inmediatamente:
–¡Que icen el brillante pendón y tiren confeti!
De la torre descendió una alegre nube de papelitos de colores que el Líder se apresuró a espolvorear también sobre sus hombros y pechera para que no cupiera la menor duda sobre su optimismo e identificación con la victoria, la felicidad y el bien. Al tiempo se escucharon sevillanas alternadas con una música triunfal en parte bélica y en parte adaptación de “Soy la reina de los mares”, favorita de la esposa de Konfinátor.
– ¡Más alegría! Más situación excelente. ¡Que se vea el gozo que reina en Palacio y que las bajas no son sino errores de cálculo en el censo!
dijo Funeralis. Y luego añadió en voz baja y despectiva, por encima del hombro, sin volverse, al lugarteniente más cercano:
-Nada que aluda a factores negativos, nada. Contraataque, vestimenta de contraataque.
Hubo entre los fieles del Líder más cercanos cierta lucha sorda por conseguir ser el primero en ofrecer a su Jefe lo que deseaba. Varios corrieron hacia el almacén de vestuario dando órdenes a gritos. Finalmente el más rápido se presentó jadeante ofreciéndole en una bandeja el chaleco repujado de las festivas celebraciones, que incluso relucía en la oscuridad. Konfinátor cuidaba en extremo su apariencia y disponía de una abundante colección de tales prendas, cada una adecuada al momento. Su visir Polpy le imitaba en sentido opuesto, con lo que llamaba acercamiento a las gentes, y lucía vestimenta de variada y cuidada pobreza pero de materiales de calidad, que conjuntaba con los turbantes que le habían sido enviados, como presente fraternal, desde Persia y que lucía con orgullo para subrayar su rechazo del sistema y Continente opresores en los se hallaba.
No bastaba, se dijo el Líder. Y ordenó que se organizara una gran fiesta, con nutrida asistencia internacional, de forma que se difundiera que, lejos de estar sumido en el letargo y diezmado por el mal de las caras blancas, en su palacio reinaban el bienestar y, pese a los millares de desaparecidos, la alegría de estar bajo su mando. Su dilecta esposa, que solía en las apariciones en el vehículo descubierto, sostener sobre la cabeza de su marido una corona de oro sustraída al museo arqueológico mientras le susurraba:
-Recuerda, querido, que eres un hombre. ¡Y qué hombre!
sería la encargada de organizar el festejo que daría un tono festivo a la baja diaria en el número de sus súbditos y distraería la opinión del enojoso recuerdo, e incluso llanto perceptible en escasos sectores que se resistían al letargo y hacían esfuerzos titánicos por mantener los ojos abiertos.
Y como se dictaminó se hizo
Se dio la gran fiesta, con proclamas para que acudieran los más representativos dirigentes de los países limítrofes, así como nutridos contingentes de heraldos, trovadores, aedos y asesores áulicos. Sin embargo la concurrencia final resultó menor que la esperada y, para completarla, hubo de recurrirse a la movilización de familiares, allegados, amigos, simpatizantes y primos hasta el tercer grado de los cortesanos de Konfinátor, y hubo también que echar mano del numeroso harén, suegras, suegros, cuñadas y odaliscas en lista de espera de Polpy, que practicaba la poligamia inclusiva como muestra de hermandad con los usos y costumbres de sus fraternales aliados contra el Gran Satán del Oeste.
La fiesta fue ruidosa y polícroma. Las señoras lucían, según consigna establecida, cada una un vestido de los colores de la bandera de un país, y Funeralis deslumbraba con su brillante chaleco rojo recamado de luces navideñas. Cuando alguien preguntaba sobre la extraña dolencia de las caras blancas que, se rumoreaba, diezmaba su reino, él simplemente encendía las brillantes luces de su atuendo y pedía a la orquesta que tocara más fuerte. Luego se marcaba unos pasos de danza con la Primera Dama, que había elegido para la ocasión toga blanca de fina seda con bordados de obeliscos y antorchas en pedrería, sandalias a juego atadas con cadenas de platino y tocado de gran diadema de áureas puntas rematada cada una por un brillante de considerable valor.
Corrían los licores, más generosos cuanto que la reducción en el número de súbditos había mermado las cosechas, pero también disminuido, junto con el aumento de los impuestos, el número de consumidores, por lo que Konfinátor ordenó que se bebiera y comiera sin tasa y se sacaran de las bodegas los mejores caldos.
Así se hizo. El aumento de volumen de la música y el del número de las copas marchaban a la par. A los que permanecían en profundo letargo en los salones llegó el estruendo, multiplicado por los ecos que en las vastas estancias ya iba dejando la ausencia de miles de víctimas del mal de las caras blancas. Tantas eran éstas, de las que no se hablaba jamás, que por el vacío resultante se establecieron, en aquella noche tormentosa de nubarrones a los que los asistentes al festejo no prestaban atención, grandes corrientes de aire por las puertas y ventanas abiertas e iluminadas para la ocasión con el fin de mostrar prosperidad y transparencia. El reloj de la señal cayó de la estantería envuelto en la cortina por efectos de una furiosa ráfaga. Sonó su timbre, ahogado por la música exterior. Los durmientes comenzaron a abrir los ojos, asombrados al no encontrar a los vigilantes y conductores palaciegos acostumbrados, ni, en su podio, al Líder acompañado de Polpy y del vociferante Señor de los Hechizos. Se incorporaron. El viento arreciaba y había tumbado, arrastrado, arrinconado las señalizaciones que estaban obligados a seguir. Ya no existían caminos ni estancias “izquierda” “derecha”, deambulaban en pleno desconcierto, poco a poco sustituido por una extraña sensación mezcla de alivio, libertad y dolor porque comenzaron a sentir agudamente los huecos que había dejado en sus vidas el mal de las caras blancas, empezaron a dudar de todo, de las palabras de Konfinátor, de los rumbos marcados por Polpy, sus bien pagadas huestes y sus heraldos, descubrieron que las señalizaciones no habían existido desde toda la eternidad sino únicamente por conveniencia de los que las usaban. Entonces consultaron listas, comunicaciones de desaparecidos que yacían en el fondo de cajones o apiladas en un arcón, sumaron números, cotejaron nombres. Y sintieron el dolor de la irremediable ausencia cuando pusieron nombres a aquellas cifras y las asociaron con los que echaban en falta, con aquéllos que para quien los recordaba no tenían edad ni debían haber sido empujados al vacío, y los unieron a las circunstancias que rodearon a su desaparición, al gran silencio que los envolvía, los desechaba, los había reducido a gruesos fajos de folios de los cuales hallaron algunos a medio quemar en la chimenea.
Con los ojos ya muy abiertos, y mientras fuera seguía la fiesta, arrojaron al fuego los antiguos carteles que les marcaban direcciones y territorios, y compartieron, sentados junto a la lumbre, su pena, su ira y la vigilia y fuerza que el dolor mismo les daba y que era lo contrario al sopor y la resignación. Entonces fueron hasta las ventanas abiertas de par en par, cambiaron las luces de manera que se fijara desde el exterior la atención en ellas y comenzaron a arrojar a los que estaban abajo cuanto sobre los desaparecidos habían encontrado, nombres, papeles, pertenencias, cuadros. Luego añadieron las vestimentas talares del Señor de los Hechizos, los carteles todavía no incinerados, el podio de Konfinator y la exquisita maqueta de la nueva mansión de Polpy que éste mostraba únicamente a los íntimos en contadas ocasiones.
La fiesta con representantes extranjeros no evolucionó como el Líder había esperado. Ni las generosas raciones de alcohol ni las promesas de partidas de caza y largas entrevistas exclusivas con Funeralis tuvieron efecto. Por el contrario, los reunidos recogieron con avidez lo que se les arrojaba, lo leyeron, comentaron formando grupos. Unos pocos primero y luego muchos decidieron entrar en el Palacio e interrogar a los legendarios durmientes que habían dejado de serlo y cuya historia corría en voz baja de boca en boca. El público cambió de composición, entraron personas del exterior que se unieron a los grupos y comentarios, salieron otros del palacio. Konfinátor y los suyos dejaron de ser el centro de atención, de tal forma que las luces del brillante chaleco se fundieron, la música de un ritmo desconocido apagó el discurso que intentaba declamar Polpy, el Señor de los Hechizos yacía en el suelo víctima del abuso de los caldos de marca y algunos habían hallado en la torre del Palacio, junto a una hermosa durmiente de fino mármol, un libro previo al letargo en el que se describía la anterior situación del reino, la cual, para gran sorpresa de los lectores, no era la del todopoderoso Mal balizado por la obligatoria señalización.
Konfinator andaba de sala en sala, seguido por los fieles de su corte, pero todos comenzaban a tener una terrible impresión de no existencia. Era mucho más angustioso que cuanto habían temido: Agresiones, sublevación, atentados. Los ignoraban. La mujer de Konfinátor corría tras su marido intentando, todavía, sujetar sobre su cabeza la corona de oro y susurrarle las palabras de rigor, pero era inútil y alguien se la arrebató al pasar y le dijo cortésmente que era para pagarse las honras fúnebres de uno de sus familiares. Los cortesanos comenzaron apresuradamente a intentar cambiarse de bando, pero no encontraban la señalización habitual y pasaban errabundos de una a otra sala, sin líder ni distinguir, a falta de los mantras automáticos acostumbrados, la dirección hacia el nutricio y seguro recinto de la tribu, ya como ellos mismos inexistente. Se rumoreó que Konfinátor había intentado iniciar una defensa homérica desde la torre pero que se lo había pensado mejor y se dirigía a caballo a la confortable mansión campestre de su mujer. Enseguida corrió otro rumor: Un vasallo del común, de los que habitaban extramuros pero tenía parientes en el interior del recinto de los que nada sabía hacía varias lunas, quería a toda costa hacer llegar a Konfinator un pliego de rogativas y agravios, en un desesperado intento de averiguar si el mal de las caras blancas había borrado a los suyos de la existencia. Sabedor de que el señor del palacio jamás permitía que se citara la desaparición, vulgo muerte, de persona alguna, surgió ante él repentinamente agitando su escrito mientras con la otra mano sujetaba las riendas del caballo. Funeralis, que estaba convencido de ser invulnerable, recibió el extenso pliego (porque las víctimas eran muchas) en pleno rostro, perdió el control de su cabalgadura, se produjo, con la brusquedad de sus movimientos, un cortocircuito en las luces de su chaleco de gala, que, perdidos los alegres colores, pasaron a parpadear en blancas ráfagas que iluminaban espectralmente en la oscuridad su rostro. El vasallo exclamó espantado:
– ¡También vos tenéis el mal de las caras blancas!
Y, al ver que Konfinator, perdido todo control pero aferrado con ambas manos a la dorada espuela, era arrastrado por la bestia, corrió hacia el palacio para dar a todos la buena nueva.
Respecto a Polpy, su equilibrio psicológico no había resistido la destrucción de la primorosa maqueta de su vivienda. Vagaba de sala en sala intentando convencer a cuantos se prestaban a oírlo ora de que era el Mesías Igualitario enviado para sustituir a Konfinator, ora de que sus genes procedían de Sansón, puesto que su fuerza radicaba en la maravillosa mata que cubría con su turbante, vigor del que, además, daban testimonio sus numerosas concubinas. Finalmente se subió al sillón regio dejado vacante por el Líder y, en pie sobre el asiento, procuró inútilmente atraer la atención. Nadie reparó en él. Polpy fue deslizándose hasta el suelo, pensó en la maqueta destruida de aquella mansión en la que había puesto sus esperanzas, tuvo un ataque intenso de melancolía, se enjugó con el turbante una furtiva lágrima y, antes caer en un sopor profundo, se dijo mirando a los que hubieran debido ser sus seguidores:
-No me merecen.
Había en las estancias del palacio un festivo desorden, muy distinto al que antes había reinado en el exterior, un ambiente agridulce, un hervor de comentarios y búsquedas, como si hubiera mucho que mirar y jornadas que recuperar con febril vigilia.
Alguien tropezó con un reloj roto.
Rosúa
El virus oportuno y la otra China.
Hay un peligro menos aparente pero mucho más dañino y duradero que el virus actual: La regresión de las naciones libres a una red acobardada que pagará tributo al régimen chino de la forma que éste, embriagado de nacionalismo satisfecho y de poderío imperial sobre el Pacífico y Oriente, lo disponga. Por supuesto apoyándose en el racismo diferencial de nuevo cuño para el que siempre encontrarán, como ya encuentran, un público entusiasta entre los señores del comercio (que han reemplazado a los de la guerra), los benjamines ideológicos y los entusiastas adeptos de las rendiciones preventivas.
La pandemia va a colocar a cada cual en el lugar que realmente merece. Esta situación extrema, sobre todo por su incertidumbre, encierra la oportunidad, para Europa, para los países que viven en sistemas democráticos parlamentarios -antítesis de los populismos- y sobre todo para las personas que creen en la libertad, derechos y dignidad de los individuos de cambiar el rumbo, de detener su deriva cuesta abajo hacia el parque temático y la colonia de consumidores sumisos y de renunciar, y denunciar, a las clientelas de la utopía subvencionada. Es un espléndido momento, que los muertos están pagando, para tomar conciencia del precio de cuanto se daba por garantizado y gratuito
Es tiempo de recordar a la otra China y lo que se debe a cuantos allí aspiran a aquello que un Occidente lánguido no ha sabido defender mientras se refugia en el hecho consumado y la inutilidad de enfrentamiento alguno con un régimen cuyas dimensiones y fuerza parece ser que invalidan toda percepción objetiva y todo análisis. Y sin embargo ese análisis y ese rechazo ético, político e incluso práctico nunca han sido tan urgentes como en la actualidad, cuando la situación de Europa y países afines plantea el mejor escenario posible para el claro proyecto del núcleo directivo chino actual.
Bajo esa capa silenciadora de hormigón de país gigantesco, del número de millones de habitantes, del Partido y del Ejército monolíticos e implacables (como lo fue, e igual y puntualmente eficaz, el nazismo) y bajo la máquina distribuidora de mercancías por nuevas redes ferroviarias, hay quienes casi todo el mundo ignora, lo que a casi nadie interesa: Otra China, la de personas que también quieren, y han querido (y han arriesgado mucho y todo por ello), un sistema político representativo y una seguridad basada en el Derecho y en las leyes.
Quien ha probado el sabor de la libertad sabe que no hay fruta comparable. Y ese sabor no está al alcance de una de las dos Chinas, la que no se ve, la que apenas aflora a las páginas de los periódicos y a las pantallas en Occidente, aquélla que no se conforma con la posibilidad de ser rica y quiere ser más humana y más libre. Hace ahora casi treinta y un años la plaza central de Pekín, Tien An Men, se llenó de jóvenes, primero de estudiantes, luego gente de todo tipo. No iban armados, cantaban, recitaban poemas, leían, escribían, enviaban a los dirigentes peticiones, manifiestos. Eran de tal y de tan generosa ingenuidad, de tan conmovedora entrega de sí mismos, que construyeron una Estatua de la Libertad de cartón, y ésas fueron sus armas.
Poco antes, en el Buró Político, se habían enfrentado los partidarios de la modernización no sólo económica, con su líder Deng Xiaoping a la cabeza, y los dispuestos a no perder un ápice de poder.
El 6 de junio de 1989 entraron los tanques y el ejército por orden de los jerarcas del Partido Comunista Chino, reunidos en la vecina Ciudad Prohibida. Y la plaza se llenó de sangre, a la que siguió una larga represión.
Había ganado, dentro del Partido (PCCh) la facción de la que es hoy cabeza visible Xi Jinping, Presidente, desde 2013, vitalicio y absoluto como rostro visible, y si falta hiciere intercambiable, de sus clones, resuelto, como sus afines siempre lo han estado, a considerar a los muertos de Tien An Men y anteriormente a los millones de víctimas de sucesivas campañas (nunca históricamente esas cifras les han importado gran cosa) como letra pequeña del inventario y a condenarlos a la segunda muerte que es el olvido.
La apariencia monolítica del Partido es engañosa. No por ello menos terrorífica. La fotografía del último congreso del PCCh muestra exactamente el amo colectivo, lejano pero amo, que nunca hay que tener. En formato panorámico es la misma imagen, si acaso la sonrisa china un centímetro más pequeña, que la del reino al otro lado del paralelo 38. Y da auténtico miedo: Prietas las filas de dirigentes con las mismas expresión, postura y prácticamente vestimenta, en una gran sala desangelada, desplegados en tamaño descomunal la hoz, el martillo, la bandera como telón de fondo. Hasta el rojo, empleado por doquier, parece frío en este contexto. Mírese con atención y, antes de salir dando aullidos, reflexiónese sobre si se querría ser dirigido por este Hermano Mayor de Corea del Norte. Examine cada cual, antes de dejar de ser un individuo, si va a seguir consintiendo que le impongan una serie de Ministerios inútiles con nombres ridículos cortados a la medida de gente sin más currículum que su rencor y falta de escrúpulos. Recuérdese de paso lo que durante largo tiempo se tenía olvidado: Que la libertad y los derechos no son gratuitos y que todo tiene un precio.
La memoria histórica de Occidente es cómoda y corta. Probablemente sorprende que en el Partido Comunista Chino, y no sólo entre los heroicos y anónimos disidentes, hay y haya habido partidarios de una democratización gradual, de reformas que separaran el Partido del Estado y pusieran los cimientos del de Derecho. Esto se anegó en muy joven sangre en Tien An Men pero ciertamente no ha desaparecido porque, por mucho que crezcan la fuerza bruta, el control y el tesoro, la libertad es un bien tal que su ausencia nada lo compensa, ni siquiera los millones de habitantes y el volumen de mercancías. A día de hoy los estudiantes chinos, cuando ven manifestaciones en otros países contra la política gubernamental, confiesan cándidamente que si lo hicieran ellos en el suyo los matarían. Por mucho que el régimen se empeñe en recubrirse de una capa de peculiaridad sínica, de nacionalismo revenido según el cual Partido es sinónimo de China eterna, orgullosamente milenaria, refinada, líder y dueña de su reino de Oriente contrapuesto al que antaño acaudilló Estados Unidos, esto no basta para extinguir la esencial y común humanidad de los ahora súbditos, que no ciudadanos, ni puede erradicarse la aspiración a la libertad. Por abrumadores que sean sus riquezas y logros, el régimen de Xi Jinping es consciente de su carencia, de la brecha enorme que le separa de los que deberían ser sus pares, e incluso oculta en el fondo de su espíritu el complejo de inferioridad respecto a los sistemas realmente modernos y democráticos, aquéllos con separación de poderes y con garantías civiles.
A enorme o mínimo formato, los mecanismos de afirmación son universales. No hay dictadura que, como China, no se llame a sí misma república popular. Por otra parte, cuando se toca la tecla del nacionalismo diferencial, ya lo haga un país gigantesco o una región pequeña, salta invariablemente el comprensible y soterrado sentimiento de inferioridad y el ansia de hacerse valer por méritos que no se poseen compensados con la exhibición del nuevo rico y la alusión a fundamentos ancestrales. Siempre acompañan a esto generosas dosis de victimismo histórico y social, que es producto de venta inmediata asegurada y funciona a base de colectivos y genéricos (sexo, etnia, localismo), con manifiesta alergia a individuos y actos concretos. Todo dictador y demagogo ofrecerá al auditorio lo que ni le pertenece ni se merece, pero hace falta tener la grandeza de un Churchill para prometer sangre, sudor y lágrimas.
El Presidente de China y el núcleo que representa se han embarcado, como era de esperar, en la antítesis Nosotros/Ellos. El dictador o aspirante a tal categoría se priva habitualmente por las dualidades: Izquierdas=Buenos/Derechas=Malos, Orientales/Occidentales, Fascistas/Progresistas, Chinos/Otros (y nadie busca el reconocimiento diferencial para tener menos sino para hacerse con privilegios). Bajo su aparente mesura y homogeneidad, el gobierno chino ha caído en la hibris, por recurrir al término griego, en la desmesura. Se ha embarcado en un ritmo acelerado de dominio cubriendo en pocos años de vías férreas millares de kilómetros, inundando los Estados de Derecho con sus mercancías a bajo coste, creando una profunda dependencia, y marcando nuevos territorios, terrestres y marítimos, como suyos. La pandemia de 2020 es, para China, la ocasión perfecta para imponerse durablemente en una Europa y países libres débiles, atemorizados y empobrecidos, de los que España es, por cierto, a causa de su posición geográfica, cabeza de puente a donde llega, a una población al sur de Madrid, un río de contenedores cuyas mercancías se distribuyen por doquier. España es, además de puerta de entrada comercial, eslabón particularmente frágil por su indigencia vergonzante en lo que concierne a su personalidad nacional y sus símbolos y por coincidir la pandemia con el peor Gobierno de su historia, un charco de pretensiones tribales, estupidez propagandística y pretensiones de dominio por parte de la clase parásita que lleva décadas chupando de la ubre del revival de la Guerra Civil. La cadena de debilidades se extiende a la Unión Europea, en la que el oportuno virus está siendo la prueba del algodón de la insolidaridad y la bajeza de miras, con espectacular olvido de lo que las naciones del norte deben a quienes ellos dañaron y a quienes les ayudaron tras la Segunda Guerra Mundial. China tendría pues entrada franca en un terreno desarbolado, mayormente porque sus ciudadanos habrán decidido que no merecen serlo ni son capaces de defender los valores que les han hecho vivir un tipo de vida que es con mucho la más libre y mejor. Para que el alfombrado a la neodictadura por control remoto sea completo, no hay día en que no se denigre a los burócratas, confundiendo la parte por el todo y la grandeza de la Unión Europea en sí con el chivo expiatorio al alcance de la mano. Como si una sociedad moderna pudiera funcionar sin burócratas, por puro y vociferante asambleísmo.
Valga como botón de muestra el mensaje enviado a los móviles de clientes y conocidos por parte de un miembro de la comunidad china residente en Madrid que ejerce la medicina alternativa desde hace lustros. Pertenece a un templo budista y, entre sutra y sutra, se ha hecho vehículo difusor de un texto, escrito en chino y en español defectuoso, llegado a todas luces del Partido Comunista Chino y destinado a difundir, en España, propaganda, con la misma fidelidad mecánica y tono impersonal que las sutras budistas enviadas periódicamente. El mensaje niega que el virus venga de China, pasa a pedir responsabilidades a los culpables de las víctimas del sida, afirma que en España el virus vino de Italia, que no tiene nacionalidad y es enemigo de la humanidad, que China ha luchado con él más de dos meses, tomado medidas y sido un ejemplo de ello, mientras que España ha permitido concentraciones y nada ha hecho. Lo llamativo en este mensaje, que indica que entidades como templos y particulares chinos reciben desde Pekín consignas oficiales para su difusión, no es tanto su contenido, en varios puntos veraz y en otros simple recitado de propaganda, sino la reproducción automática, con patético desinterés por el receptor concreto, personas españolas con las que el residente chino tenía cierta amistad, pero con las que desde que empezó la pandemia no se había comunicado ni se había interesado, en momento alguno por su estado de salud. Por supuesto no la totalidad, pero sí el chino medio residente en el extranjero suele obedecer a un patrón: Puede enriquecerse, trabajará con sus pares, con laboriosidad ejemplar, nunca se le verá mendigando o vendiendo kleenex en un semáforo, no aprenderá apenas la lengua ni se interesará por las manifestaciones culturales de Occidente, en sus comercios no habrá retratos del Presidente de su país, reproducirá cuanta bandera sea vendible, verá películas chinas mientras despacha. Y difundirá, llegado el caso, lo que desde Pekín se le envíe, marcado por un nacionalismo incondicional. Es llamativa en las comunicaciones del Gobierno chino la completa ausencia de reconocimiento de responsabilidad o, al menos, de incontestables datos, como los mercados de animales vivos al aire libre en pleno centro de las ciudades, la aparición anteriormente de otros virus, la peculiar inclusión de murciélagos en su dieta. Es, sin embargo, cierto que sus fuentes oficiales se ven apoyadas por el notable volumen de estupidez y autocensura occidental, que llega a tachar una constatación geográfica como que el virus viene de China de “expresión racista”
La exangüe Europa post virus representa la oportunidad para que el actual régimen chino se afiance como gran potencia que reinará, sin exhibicionismos, sobre vasallos consumidores y mayoristas, el todo finalmente dirigido, según conveniencia y rentabilidad, por fríos tiranos adversos a la dignidad, la libertad y los derechos humanos. La ocasión de oro del neototalitarismo tiene aliados en la red comunicativa dedicada a la labor de zapa de la Comunidad Europea, en los fervientes apoyos al tribalismo y a la retirada autárquica de Estados Unidos, en el auge de partidos enemigos de las democracias liberales que han crecido casualmente en los últimos tiempos como la espuma. Nada mejor que una catástrofe para instalar dictaduras, previa prolongación oficial u oficiosa del Estado de Alarma. España, en tal contexto, no es solamente puerta de entrada masiva de mercancía china llegada en el ferrocarril construido en efecto y que recorre desde su origen hasta Madrid quince mil kilómetros. Es el vulnerable y blando vientre del continente europeo y el rellano norte de África. Eso suponiendo que sea vientre de algo, porque en las democracias, como entre los individuos suele ocurrir que se tiene lo que se merece y, vistos los hechos y salvo prueba de lo contrario, sus ciudadanos vienen prefiriendo no serlo y vivir, avergonzados de ello pero aprovechándose de cuanto pueden, en un país que sería el único de Europa que no existe.
Y sin embargo no hay nada tan poderoso como una idea. Que puede retoñar si los que hasta ahora la han disfrutado pasivamente se aprestan a su defensa: Se trata de las ideas que hicieron de Europa sociedades libres y son patrimonio común de la humanidad. China y la mejor parte de sus dirigentes ni apoyaron ni apoyarían la masacre de Tien An Men. Algunos de ellos tenían hijos, nietos y parientes entre los estudiantes masacrados en 1989, y tienen memoria. Líderes hubo que se pasearon pidiendo entre lágrimas a los jóvenes que se dispersaran para evitar lo que iba a venir. En el corazón mismo del PCCh hay quienes son, y eran, enemigos de la condena a perpetuidad de su país a la servidumbre bajo mandarines servidos por el Ejército y la electrónica. Esa otra China ciertamente existe, y la avidez misma de poder indiscutible del Presidente actual, la apariencia monolítica de férreas fidelidades, la carrera vertiginosa hacia el completo dominio, oculto o manifiesto, delatan zonas grises, grietas en la capa de cemento por las que hay personas que esperan escapar de esa foto oficial que, más que del último Congreso del PCCh, parece propia del Museo de Cera.
A esos muchachos y muchachas de Tien An Men, a estos luchadores silenciosos y anónimos que llevan décadas aflorando, denunciando y muriendo se les deben los monumentos que un día deberán alzarse también en ciudades de Occidente, porque esa China sí es la de todos. Y no merece que se la venda para garantizarse el todo a cien.
Madrid, 1 de abril de 2020
La ocasión del comisario.
Érase una vez un comisario que sufría extraordinariamente porque siempre había deseado ser comisario y no lo era.
Cada mañana se levantaba pensando en cuán mejor sería la vida si pusiese ordenar, vigilar y reglamentar las de sus contemporáneos. Se sentía vivir en un panal de laboriosas y útiles abejas obreras a las que esquilmaban el fruto de su trabajo algunos zánganos que no servían para la reproducción. El suyo era un panal entre otros panales: El edificio de apartamentos donde residía. Afuera zánganos y colmenas se multiplicaban, empezando por la de la oficina y continuando por las de calles, restaurantes, tiendas y autobuses, hasta cubrir la ciudad entera. Debía pasar a la acción. Por lo pronto sus desvelos se concentraron en un blanco cercano y fácil: Una habitante del inmueble.
“Te detesto, vieja inútil y depredadora, te detesto. Yo salgo, impecable, elástico, con mi nuevo equipo de footing, deportivas de la mejor marca, prestancia difícilmente superable de mi musculoso y enjuto físico cubierto por las tres piezas de rigor más cronómetro, kilométrico y aditamentos indispensables. Produzco, contribuyo a la calidad del aire con mi vehículo eléctrico, soy rápido, ubicuo y telemático. Representa mi casa el equilibrado, feliz y productivo núcleo familiar. Construimos, construiremos el mundo.
” Para nada sirves, me estorbas, incluso cuando me miras. Y aunque no mires, vecina vieja, sabrás, y sé que lo sabes, que la gente fresca, fuerte, ágil, diestra en cuanto es necesario saber cada día, te está pagando, muy a su pesar, lo que te comes en tu casa, demasiado buena y en demasiado buen lugar para lo que a la gente como tú correspondería. Me quitas, para calentar sus fríos huesos, horas excesivas de calefacción central, dinero, dinero con el que podríamos comprar la consola nueva y darnos algún capricho mi mujer y yo.
“Nadie vive como tú, sola, y disfrutando, seguro estoy, de los bienes del avaro, contemplando desde tu terraza más cielo del que yo veo, opinando como cualquiera en las reuniones de Comunidad aunque tengas la tercera parte de metros cuadrados. La pequeña gente como tú sois el lastre, el poso del tiempo antiguo. Y pensar que yo, alguien como yo, tiene que trabajar para vosotros…..
“Cada bolsa de basura que veo no me cabe duda de que tú la has dejado, cada vez que la luz de la escalera se enciende en pleno día seguro que a ti se debe, cuando te encuentro es porque te has puesto en mi camino y estropeado los preliminares de mi calentamiento.
“He pasado al ataque. Será como quien pisa un insecto (¡qué poca cosa eran los de tu especie! No me extraña que vivas sola. La verdad es que sería más incómodo arrinconarte si tuvieras al lado un tipo de dos metros, como los de mi equipo de pelota vasca).
“Te tengo controlada. Ni tiempo te dio para reaccionar cuando te vi el otro día esperando el ascensor y, mientras yo empezaba a subir los escalones de dos en dos, te espeté que a pie, como yo (que vivo en un tercero, y siempre lo hago excepto cuando voy con la familia) tendríamos que subir todos. Ahí te quedaste, claro. Seguro que aunque vivieras en un primero, y no en tu séptimo, tampoco lo harías. No me pongo a pensar demasiado en lo estupendo que sería el planeta sin la gente como tú porque no es aconsejable para mi tiempo de relajación.
“Me compensa la repugnancia de soportar tu sucia e inútil presencia la escalada de insultos que he decidido emprender, cuando te encuentro y la ocasión se presta. Debería haber empezado antes. Y lo mejor está por llegar.
“Al fin se ha presentado la situación excepcional, la alarma por enfermedad contagiosa. Paso libremente a la denuncia. ¡He esperado tantos años el comisariado! La situación es, para todos, incómoda. El confinamiento, el cierre de los parques y de la cancha de entrenamiento con el equipo, la familia continuamente en casa, pegado a la pantalla el día entero…Sí, hay incomodidades, pero ¿y la satisfacción que esta oportunidad inesperada me produce? He creado en el ordenador un juego nuevo, introduciendo algunos de los datos del tiempo de alarma y variando ligeramente las consignas. Voy eliminando de las calles, y luego de las casas, viejecitos. Lo de los hospitales me lo dan hecho porque he adaptado un programa que me pasó un amigo de la Comunidad de Hombres Fuertes. Hay una especie de carreras a ver quién respira con mayor dificultad y puede ser enviado, directamente, al hoyo. Me paso horas con esto, limpiando población y denunciándolos a las autoridades competentes.
“Con la vieja vecina lo alargo y escalono las denuncias porque es delicioso y también, ¡maldita sea!, porque todavía no la veo acobardada e incluso tengo la impresión de que no me respeta. Ya lo hará. Voy anotando si contraviene las normas, si se demora unos metros más allá en vez de comprar directamente el periódico, cuántos días sale a comprar el pan, si adquiere o no cosas necesarias en la farmacia (me hago pasar por inspector de pestíferos potenciales). En realidad, aunque lo disimule, creo que la tengo aterrada, que no sabe si pertenezco a los vigilantes civiles del Ministerio de Costumbres Sanas. No debe de tener mucho dinero, se la puede acorralar seriamente con algunas multas. Incluso, aunque eso sería ya la culminación de mi tarea de comisario anónimo y demasiado hermoso para ser cierto, no pierdo la esperanza de que acabe marchándose, o muriéndose, como correspondería tarde o temprano, lógicamente, a su edad.
“Y no me vendría nada mal quedarme con su piso.”
Rosúa
Madrid, 6 de abril de 2020
Saldremos de casa, pero ¿saldremos de la cárcel? ¿Continuaremos pagando tributo?
Salir, por fin, de casa no será difícil pero requerirá cierto entrenamiento parecido al de esos pájaros a los que un buen día les abren la puerta de la jaula y se quedan, primero indecisos, junto a ella. Luego saltan sobre la mesa, aventuran un vuelo hasta la cortina, dudan respecto a posarse en el dedo que les tienden o explorar el techo de la habitación, no se deciden a picotear las migas, alguien les impide chocar con el cristal de la ventana que creían abierta. Todo un aprendizaje.
Pero aquí se trata de aprovechar la ocasión excepcional para salir, al fin, de una cárcel mucho más larga, que ha durado décadas y que pretende continuar indefinidamente, porque es el nicho de subsistencia garantizada que ha encontrado, ocupado y que defenderá con celo una especie parasitaria hispana que ha hecho de él su único medio de existencia. La cárcel está construida con palabras y conceptos fabricados a la medida de su utilidad para el dominio social. Tiene la fuerza de la consolidación del hábito y del horror vacui, el pánico al vacío que originaría inicialmente su ausencia.
Dejar atrás su techo gris y sus puertas sería, sin embargo, un malestar muy pasajero, rápidamente reemplazado por un gran suspiro de alivio y la sensación de ligereza de la mente al fin liberada de una larga censura.
El recetario es, por demás, simple:
-Abandonar todo tipo de razonamiento dual que presupone clasificación a priori de individuos y de actos. No votar jamás a quien haya empleado, como argumento de autoridad, y sin ningún mérito propio, los términos -facha, fascista, burgués, reaccionario. franquista, conservador, derechista, ultraderechista.
-Abandonar los calificativos derechas e izquierdas excepto en estudios históricos y sociológicos que lo precisen y siempre como referencia razonada de actos e individuos concretos.
-Rechazar, por razones inversas similares, los epítetos automáticos y no votar a los que, como único argumento, los empleen: Progresista. izquierdista, revolucionario, antisistema.
Resulta francamente útil, a efectos prácticos, saber que no se debe conceder crédito ni votar jamás a quien, como calificación excluyente, por gregarismo tribal y sin más argumento ni motivo que la facilidad automática y utilitaria, y el provecho económico y social, haya empleado tales términos.
El tratamiento que asegure una liberación auténtica de la larga permanencia en la cárcel verbal, cultural y social en la que se ha mantenido obligatoriamente a la población española debe complementarse con el conocimiento de ciertas máximas tradicionales tan simples y clásicas como ciertas:
Nadie es más que otro si no hace más que otro.
Cada cual es hijo de sus obras.
Nadie es más que nadie.
Lo mejor es enemigo de lo bueno.
La desorientación e incluso angustias iniciales serán, en los individuos que abandonen esta cárcel, grandes. Son muchos años de vivir exclusivamente con esas referencias que, además de actuar como contraseñas y pasaportes sociales, proporcionaban una agradable y gratuita sensación de identidad y pertenencia a una ficticia tribu del Bien.
Conseguida, no sin cierto esfuerzo, pero con una inconfundible sensación de alivio, la excarcelación inicial, tras la salida de prisión, el individuo deberá ejercer activamente su libertad mediante el rechazo y desactivación continuos de la red de intereses generada por el empleo de las falsas dualidades. Esto requerirá cierto esfuerzo conceptual, ético y pragmático, exigido por la falta de costumbre de juzgar actos y responsabilidades concretas y por el vértigo a la intemperie a falta de la anterior y muy cómoda, y rentable, identificación y sumisión tribales. A esto le acompañarán, en las primeras fases, riesgos de hostilidad agresiva e incluso de rechazo sociolaboral, en especial en lo que se refiere al campo de la cultura, que ha estado dominado por el lenguaje dual y del que dependen enormes bolsas de clientelas.
Saldremos de casa, pero ¿saldremos de la cárcel? ¿Seguiremos pagando tributo?
¿Mantendremos indefinidamente a emperadores desnudos de inteligencia y valía mientras gritamos viva el traje nuevo del emperador?
Rosúa
Madrid, 9 de abril de 2020, Jueves Santo
El mal vasallo
Y el mal señor
Advertida y llegada la pandemia,
suspendido allende las fronteras
el calendario y yertos los relojes,
el mal señor aún la muerte ignora.
Preserva los festejos que prometen
los votos de sus huestes, priva de armas
a los que contra el mal van a la lucha.
A los que están a su merced les niega
el escudo y defensa de la peste.
El mal señor se gusta, y hace gala
de ignorar la creciente niebla oscura
que se filtra debajo de las puertas.
El mal señor se prueba ante el espejo
sus lazos de colores diferentes,
violeta, rojo, verde. Negro nunca,
que evocaría muertos y ataúdes
que caen sin duelo alguno en pobres fosas
y no le ofrecen votos en las urnas.
La muerte por millares de los viejos
le es rentable al Gobierno en elecciones,
su rápida agonía deja sitio
a la fiel juventud del mal vasallo
que le dará su apoyo
con un diploma gratis bajo el brazo
y la promesa de estipendio eterno.
El mal señor prohíbe el lazo negro,
Imágenes de exequias y de llantos,
el rezo y los lamentos de afectados.
Él aspira a borrar completamente
de la mente mudable del vasallo
que hubo fealdad, que hubo difuntos,
dolor real, médicos enfermos,
sanitarios caídos en la lucha
por la vida de otros. Él se ocupa
de otra guerra en la que nunca estuvo
y que él precisa para ser el dueño
de ese poder que aprieta entre los dientes.
Ahora aspira a raspar de la memoria
el molesto relato de sus víctimas,
el guarismo tenaz que transparenta
en su rostro detrás del maquillaje.
Retoca la sonrisa y la chequera.
Repasa las consignas que le sirven
para llamar al voto a sus vasallos,
a los malos vasallos alistados
en su armada dual: -A mí, intachable,
varón de bienes, mano generosa.
A mí, nuevo hacedor de transiciones,
con apoyo fraterno y a mi diestra
del fiero Precursor del mundo nuevo.
Llego al fin. Me tenéis, al Enviado,
el señor al que amáis tantos vasallos,
el Sumo Bien, señor a la medida
de los que me elegís por ser el vuestro.
Los vasallos se cuentan por millones, y no son malos a falta de buen señor. Lo son por méritos propios, porque han escogido que los presida, gobierne y engañe quien les ofrezca lo que nunca se han ganado ni merecen, sea un diploma, una vivienda, los bienes de otro, la seguridad, el orden, además del rango, con remuneración social y cultural y con recompensa monetaria probable, de pertenecer a una ficticia tribu de los Buenos, caracterizada por iconos verbales como izquierdista, socialista o comunista (según auditorio y estrategia del momento), progresista, defensor del bien público, antifascista y dialogante, a los que siempre se puede añadir cualquier contraseña como feminista, independentista, borrachas solitarias solidarias o regionalistas agraviados, la cual les dé acceso automático, y sin cuota de entrada, a la clase VIP entre el resto de los ciudadanos. Ello sin riesgo, sin esfuerzo, sin haber participado en guerras ni combatido dictador alguno.
Con tales armas, a pedradas de icono verbal y paletadas de ignorancia histórica y mundial, han reducido a especie vergonzosa y caduca a cuantos podían estorbarlos en la sociedad española, y han vaciado lo que tuvo de más noble el socialismo, como la solidaridad y deseo genuino de libertad y democracia, para rellenarlo de una masa parásita maquillada de perpetua exhumación de guerra civil, de insaciable ansiedad del nuevo rico, de sesión continua, en todas las salas, pantallas y páginas de cultura subvencionada, de la misma película de vaqueros-marmota que disparan sobre idéntico adversario.
El mal vasallo acepta, calla y medra. El mal señor sonríe, acumula y reparte, junto con los beneficios de pertenecer a la secta del Bien, los nichos de este providencial medio ecológico de promoción y halago de los peores, de apoteosis de los mediocres y de avidez por un botín que es cuanto aún posee el país.
Los malos vasallos veían pasar al a Çid desde el balcón de su casa de Burgos y opinaban
-Algo habrá hecho. Siempre hay que llevarse a bien con el Rey.
-El califa asegura en sus correos que no hubo invasión ninguna en el 711.
-Lo que España necesita es diálogo.
–¿A quién hay que vitorear? Yo quiero quedarme con la casa del vecino.
-Rodrigo Díaz es un independiente, un tipo peligroso.
-Dicen que su destierro es injusto y que a él le gustan las leyes.
– ¿Leyes? Un peligro. Pienso cogerme las tierras de Mengo. Total, él no tiene hijos y no necesita tantas.
-Habrá que esperar a otro Çid, a ver qué nos regala, y lo apoyamos.
El buen vasallo estaba en otra habitación, sin balcones, pero con derecho a ventana. Le gustaba el Çid. A diferencia de no pocos de sus paisanos, no le tenía envidia porque era valiente, fuerte y alto. Tampoco pensaba, como aseguraban muchos, que eran culpa de los poderosos los dos días de granizo. El buen vasallo aplaudió cuando pasó el Çid tan solo, con tan pocos hombres. No se creía tampoco lo que de un tiempo a aquella parte habían dado por difundir los bandos del alcalde: Que todos sus males, incluidos el pedrisco y la viruela, venían de unos tiranos malísimos, romanos, ¿o visigodos?, los llamaban, cuyo emperador sojuzgó al pueblo, hasta que llegaron los moros a salvarlos. El buen vasallo incluso sospechaba que la súbita riqueza del alcalde algo tenía que ver en la extensión de la noticia.
El Mío Çid se alejaba de Burgos. Allá, como muchos siglos más tarde, había buenos y malos vasallos. Con la gran diferencia de que en el XXI sí elegían a su señor.
Hasta el más libre de los periodistas se ve en la obligación de adular a la bestia de miles de cabezas, a acariciarla en el sentido del pelaje y decir, comulgando con la jaculatoria inevitable de la bondad innata del vasallo, que el público que un día llenó el circo romano, otro las calles de Alemania en 1939 y luego los cubículos con derecho a sofá, pizza, tele y móvil es un ente maravilloso, un conjunto de ciudadanos estupendos caracterizados por la solidaridad, el desprendimiento y ocasionalmente el heroísmo.
Aunque, en los terrenos de la reflexión, la observación y la evidencia, los vasallos, ya ciudadanos pero con muy poco de ello, hagan gala de ceguera voluntaria y de una memoria de pez tribal y sean tan sólo capaces, como delatan sus opciones políticas, del sometimiento al amo cuando chasquea los dedos y les conmina a vociferar y a agruparse, a abominar y a alabar según la consigna dual primaria que llevan, invisible pero marcada a fuego y martillazos por la múltiple propaganda.
No son nadie al parecer los españoles sin el marchamo dual Derechas/Izquierdas, sin la estúpida y mítica referencia al gran Diktátor, largo tiempo muerto pero de cuya explotación viven, aferradas a su ubre; una tribus inmensa de parásitos y otra igualmente numerosa de clientes de una oposición post mortem que garantiza su pertenencia a un fantasmal club muy real en cuanto a los beneficios materiales que proporciona, la impunidad que derrama, la historia que reescribe, los hechos ficticios que presenta como incuestionables y el chantaje que impone en todos los ámbitos comunicativos. Diktátor es la gallina de los huevos de oro para estos luchadores en batallas inexistentes que jamás han corrido ningún riesgo excepto el de la amenaza de tener que trabajar, la cual han sorteado refugiándose en la manipulación de comunicaciones y política. Una gallina de los huevos de oro exhumada, disecada y exhibida, núcleo del Mal en la dualidad indispensable que les nutre y sin la cual nada serían.
Mientras se alcen en el pináculo del Bien, rodeados por la fiel guardia extraída de lo más mediocre de la sociedad, de un mínimo común denominador que garantiza identificación y audiencia, el Presidente y los suyos gozarán de popularidad, impunidad y obediencia. Nada importan a los fieles vasallos, que tienen el señor a su medida, la mentira como constante, el falseamiento de la Historia, el silenciamiento atroz de víctimas y muertos, el troceamiento y desaparición de su país, que acude como paria anónimo, apátrida y mendicante al espacio europeo.
Lo malo de las democracias es que no hay recurso al malvado señor feudal. Se tiene, los ciudadanos tienen, lo que se merecen, la mísera, cómoda y falsa dualidad, el plato diario de rencor y envidia, porque la mayoría no sabe o nada ha hecho por tener otra cosa. Los buenos vasallos son los menos, los malos son malos de por sí y además por incomparecencia, tibieza o cobardía de los buenos. En realidad son vasallos que no merecieron la categoría de ciudadanos, ni tampoco tener un país en igualdad de condiciones con sus pares, con nombre, apego y símbolos. Aferrado a su esperanza, el periodista, el comentador intentará evocar heroísmos, generosidad y solidaridades individuales, olvidando el ¡Vivan las cadenas! y el restablecimiento, tras la derrota francesa, de la Inquisición. Empleará hasta la náusea los mismos cansinos términos izquierdas/derechas, caerá en las mismas trampas verbales que son artillería cotidiana del bloque parásito con aspiraciones a eterna permanencia, intentará hacerse perdonar pintando, como si fueran equivalentes, caricaturas de quien quiere destruir el país y de quien reivindique rescatarlo, sin olvidar el cómodo recurso a abominar colectivamente del abstracto los políticos.
Si el vasallo español oviesse buen señor no lo votaría. Votaría a otro.
Rosúa
Madrid, 5 de abril de 2020
La pesadilla
Hay un silencio en esta puesta de sol de domingo como no ha habido nunca. Es, sin embargo, hermosa, con el rebaño disperso de sus nubes, el cielo azul y las finas ramas de los árboles, de un verde adolescente, que se perfilan en el aire limpio, demasiado limpio porque es la pureza que marca la falta del movimiento humano habitual.
Estoy en casa, un día más ganado, porque, como muchos otros de mi edad, sentirse mal, llamar y que te envíen al hospital significa morir de una forma mucho peor que en casa, en una sala o un pasillo desbordado por las urgencias, sobre una silla o en el suelo veinte o treinta horas, donde atraparás todos los virus posibles y te dejarán morir asfixiada porque no hay respiradores para todos y, por lo tanto, se hace una selección según la esperanza de vida. Y soy de los que están al final de la lista.
Miro afuera. El cielo de Madrid, azul, límpido, eternamente pintado por Velázquez, poblado de ángeles que, con sus caballetes, hacen copias y don Diego pasa y de cuando en cuando les corrige. Respiro (no sé desde hace varias semanas si lo suficientemente bien, pero respiro). Ah, no, no estoy en Cataluña, donde han publicado disposiciones increíbles para que dejen morir a los viejos. Me viene al leerlas una oleada de vergüenza, como si, de repente, se hubiera descubierto un crematorio nazi incrustado en mi país. Otras disposiciones oficiales, del Ministerio de Sanidad, vienen a lavar, arrastrar, depurar la buena tierra de la vergüenza y el sonrojo. El comunicado es un hermoso texto hipocrático en su médula que recuerda la ilegalidad y barbarie del trillado de enfermos, el valor de cada vida humana. La dignidad del hermoso texto aleja, con cada palabra, de la sórdida ribera donde habitan tenderos calculadores de los beneficios de la eugenesia y la eutanasia. Es un barco de velas blancas henchidas de la generosidad de Don Quijote y de la sencilla bondad con que se amasas el pan de cada día.
No me dejarán morir, tampoco a otros. Algo hay en cada uno de los que sobreviven que se apoya, como en escalones, en las hojas verde tierno de las plantas, en personas de buena voluntad, en empleados con gran dedicación y poco sueldo, en políticos que no pertenecen a ninguna horrible casta, en páginas de periódico que se alzan en cada línea como murallas entre el sembrador amarillento de odios que espera que le crezcan así huestes y la felicidad individual, libre, el derecho de cada cual a su pequeña, valiosísima vida. En la larga y empinada cuesta de los días, que van para meses y un cristal esférico ha reducido a la frontera circular del cielo, vamos subiendo, y descubriendo metro a metro la unidad de la especie humana.
Rosúa
Madrid, 14 de abril de 2020
Feliz no cumpleaños
– ¡Qué cara dura, pero qué cara!
La vieja y hermosa dama, tocada con diadema y cubierta con peplo, estaba indignada. ¿Cómo había osado evocarla aquella gentecilla, utilizar su nombre, manchar su recuerdo? ¿Qué tenía ella que ver con la panda de logreros y vagos profesionales, con la jauría sin oficio ni estudios ni voluntad de hacerlos, con la panda mendicante y afanadora de lo ajeno? ¿Cómo podía, con suma desvergüenza, invocarla aquel deshilachado torvo que no sabía ni vestirse para entrar al Parlamento y que, con insólita y nunca vista impunidad, colocaba de ministra y de ministras a su necia concubina y a sus amigas?
No podía ser cierto, se dijo, secándose la frente con la toga. Desde que un espíritu malévolo le había hecho llegar el día de su cumpleaños el regalo envenenado de las noticias, la Segunda República Española no salía de su aflicción ni de su asombro. Sabía, casi desde su nacimiento, que la alegría, ilusión y celebraciones de 1931 no podían durar, pronto engullidas por olas de muertos, robos y pretensiones totalitarias, que grandes manos de grandes asesinos amasaban en el mundo exterior, en la Unión Soviética, en Alemania, la peor violencia, que la antigua Rusia buscaba hacer de España una más de sus residencias secundarias y que haría de ella misma enormes estatuas del peor gusto. Lo temió desde el principio, no le gustaba, apostó por la libertad y la alegría, reflejada en los rostros de la multitud que llenaba la Puerta del Sol. No pudo ser. Quizás los jóvenes en aquella época sólo podían decantarse, si tenían inquietudes, por los dueños de las terribles manos cuyos rostros ellos no veían, fascistas o comunistas.
– ¡No me merezco acabar de tan mala manera, que me festeje gentuza semejante!
Se secó los ojos con la punta de su peplo, dejó la diadema a un lado, ordenó sin embargo los pliegues de su túnica como digna respuesta a la visión que le había enviado el perverso espíritu: Una lamentable horda de féminas que reclamaban privilegios por el solo hecho de serlo y que denigraban, con su presencia y formas, la hermosa lucha de tantas mujeres a las que la Segunda República se sentía orgullosa de representar.
– Si por lo menos dijeran algo coherente, apreciable. – se dijo, porque con la visión también le llegaban los gritos, y eran un vocerío, mezcla de estupidez, pretensión e ignorancia, que manchaba las valerosas proclamas, denuncias y exigencias de las valientes y dignas mujeres cuyas aspiraciones ella había protegido.
Y ¿qué decir de los asientos en Las Cortes, que tanto habían representado para tantos y que en la visión que le mostraban ahora parecían ocupados en buena parte por gentes que deseaban escupir sobre ellos, que no tenían empacho en cobrar sueldos, prebendas y pensión al tiempo que insultaban al país que se los estaba pagando, a los que ni siquiera se les exigía pronunciar una fórmula de juramento de toma de posesión válida?
Haciendo de tripas corazón dentro de lo que su esencia de ente histórico le permitía, la Segunda República Española, echó un vistazo a las actas, más que nada para apartar la vista de la caterva que, como una caricatura de los que en un tiempo habían ocupado los escaños, se sentaba en ellos ahora y exigía con grandes gestos algo insólito: Que no se empleara la lengua oficial, el castellano. Las actas no le sirvieron de consuelo: Allí se legalizaban y autorizaban todo tipo de atropellos, el robo de hogares ajenos, las leyes aplicadas en función de sexo, etnia, localidad, clan, tribu, la anulación de derechos y libertades, la prohibición de exponer la Historia y de expresar el pensamiento, el reparto a discreción de fondos públicos para comprar voluntades y votos, como se había hecho en tiempo de los antiguos caciques.
Sinceramente angustiada, la Segunda República se sentó, invisible, a reflexionar entre los leones del Congreso. Allí oyó a los que entraban y salían invocar su nombre, apoyarse en una guerra que no habían vivido, envanecerse de sacrificios en que jamás habían participado, de batallas que nunca ni por lo más remoto emprendieron, de solidaridad que no lo era sino con los que compartían cargo y sueldo. Y observó en muchos un nivel tan mísero, de tal cultivo de la envidia y de la necedad, que la dejó espantada. Halló un relato mítico, que parecía el único permitido, el único difundido, de un perdido paraíso, de una maravillosa era republicana destruida por un diabólico dictador militar. Y supo, pese a las nueve décadas transcurridas y a la información fragmentaria que recogía, que su cumpleaños estaba siendo celebrado por quienes sólo deseaban vivir de él como parásitos de una continua guerra inexistente.
Bajó las escaleras esperando encontrar en las calles algún rastro de la vieja alegría, de la hermosa solidaridad, pero le llamó extraordinariamente la atención advertir un extraño miedo a expresarse abiertamente, a criticar el mito y el Gobierno, una reticencia medrosa a extrañarse y a rechazar todas las manifiestas incongruencias, estupideces, fraudes y censuras. No podía ser pero era: Se vio forzada a reconocer que en aquel país del siglo XXI, contra toda lógica, había mucha menos libertad de expresión y de pensamiento que en su época. No sólo faltaban la espontaneidad y la alegría. Faltaban la sinceridad y el valor. Cada cual medía sus palabras, miraba al soslayo por si alguien de la, al parecer, inmensa clientela mimetizada o dependiente de los parásitos los denigraba, ¿o incluso denunciaba? se dijo. Conocía aquella sutil presencia del temor. Añoró sus tiempos jóvenes, de los cientos de periódicos, pronto suprimidos. Incluso entonces el miedo invisible no estaba tan generalizado, tan incrustado al parecer en lo hondo de las gentes, obligadas éstas a identificarse en uno de los dos bandos de una inexistente guerra.
Probablemente a los del siglo XXI les ofrecían más bienes gratuitos que en su tiempo. ¿Habrían reflexionado sobre que todo lo paga siempre alguien? ¿Se les habría ocurrido que salen muy caras las limosnas si tienes que soportar gente de un nivel que rayaba entre el ridículo y el absurdo, como los que había visto en el Parlamento? ¿Sabía alguno de los que osaron festejar su cumpleaños cuán rápidamente había degenerado el ideal que la había visto nacer y que ellos no tenían al menor derecho a manchar el noble origen de su memoria con su pertinaz afán de subsistencia parasitaria?
El día de su cumpleaños tocaba a su fin, con la puesta de sol. El genio malévolo borró todas las visiones. Y la Segunda República Española, antes de que desapareciera, le dijo:
– Por favor, borra también a los que hoy me han invocado
Rosúa
Desde Madrid, pero urbi et orbi y sine die
Carta abierta a (casi) todos los Gobiernos del mundo
Esto es una petición de auxilio y de acogida. El lugar que muchos de ustedes conocen por sus vacaciones ha demostrado, definitivamente, que es invivible y, gracias a la prueba del algodón de la pandemia, ha alcanzado y puede alcanzar, con activa cooperación o pasividad sumisa, las mayores cotas de peligrosidad y estupidez.
Aquí no hay ciudadanos, ni individuos que pretendan serlo. Hay una mayoría ovejuna con probable carga genética de los perros de Pávlov que tan sólo sabe reaccionar a la contraseña condicionada y a que le arrojen el hueso de subvención o de cuota, mientras se van hundiendo ellos y la perrera. Los actos de generosidad, la espontánea bravura que ustedes, desde el exterior, románticamente exaltaron en el pueblo español era simplemente puntual, obra de impulsos en ocasiones concretas, sin conciencia ni compromiso ciudadanos, ruidosos enfados a los que sigue siempre la obediencia y temor al cacique. La palabra democracia es un simple traje de los domingos que le presta una promoción inmerecida. A la hora del filtro de elecciones y defensa conjunta de lo que debería ser su país, leyes y derechos no hay sino la vieja tribu y el acostumbrado amo que paga la borrachera de rencor y envidia y reparte raciones de emergencia.
Inglaterra, si me acogieras. Tú valiente, convencida de esos valores que hay que defender, Inglaterra, país de ciudadanos, no de vasallos, no de resignados al “Es lo que hay”. “Hay lo que nos echen”. Inglaterra, país de libertades y de respeto por los individuos, por su vida privada y por la ciencia, la cultura real y la grandeza. Nunca debí dejarte, y aun antes de dejarte te añoraba, presintiendo tristezas de tu ausencia. Siento que te detuvieras en Gibraltar, que no subieras mucho más hacia el norte. Habría dignidad, no rendiciones. Nunca supe de libertad tan honda, del respeto en la vida cotidiana como en ti los sentí. Por ello estás en la primera de las muchas puertas a las que llamo, mientras atrás dejo la vergüenza de mi propio país de nacimiento que se complace en ser por siempre víctima, mendiga de limosnas y amargada por la valía y bienestar ajenos. Si me abrieses tus puertas, si lo hicieras…Todavía, quizás, de cuanto tengo algo hay que yo pudiera darte y compensar lo mucho que me diste y que hasta hoy en día me alimenta.
Quizás ni lo conciben ni lo advierten, países de esa puerta a la que llamo. En mi triste nación, hoy el líder mundial de fallecidos por millón de habitantes y en cabeza de enfermos, sanitarios infectados, no ha habido protección, ni mascarillas ni pruebas sobre el virus. Aquí se muere solo, hay un triaje según la edad para obtener o no respiradores, está prohibido el negro como el luto, como la libertad, no queda espacio sino para la loa y propaganda. De todos en Europa, este pobre país está en cabeza del más largo y total confinamiento, camino llano hacia la dictadura, para el control sin límites ni leyes En el triste país que ha sido el mío nada extraño tendría que el Gobierno, ese amasijo de maldad y torpeza, esté ya fabricando, a manera de estrellas amarillas, marcas según la edad, largos listados de población caduca, prescindible, ajena a su interés y sus votantes, títulos de apestados. No bajarán de trenes, no saldrán ni a la puerta de la calle. Les darán el color que corresponde, con amables sonrisas protectoras, indicando el camino del encierro de su lento exterminio.
Nueva Zelanda, tu lejana puerta podría ser mi hogar. Conozco tu pureza y tu belleza, te he visitado en varias ocasiones. A ti quería volver cuando estalló la peste. Y ahora, un simple refugiado, si hay seguridad de mi limpieza, de que nada hay en mí que contamine tu especial hermosura, tu cristalino espacio, entonces considera permitirme el acceso y comparte la paz y limpidez que a ti te sobra. Algo te podré dar. Hasta el alma los virus no han llegado. Tal vez la blanca y verde altura, tus montañas, el mar lleno de vida, los helechos gigantes y las flores violeta, los volcanes, los raros animales refugiados en ti, a mí semejantes, vuestro respeto por cada individuo, tendrán poder para curar recuerdos del mísero temor, de las mentiras, de vileza esparcida y aceptada en mii anterior país.
Lo que era mundo, horizontes infinitos, se ha vuelto fortaleza, vallas, muros, sin aeropuertos, trenes ni aviones. Pero sabed que os llamo y os preciso, y que vosotros, exclusivamente, disfrutáis del poder de rescatarme. Dejadme entrar donde vivir aún pueda y ser una persona como otras y sacudirme el polvo y la vergüenza de lo que fue el lugar en que he nacido. Alemania, demuestras que aprendiste la terrible lección del genocidio y hoy abominas de segregar viejos, dices que todas vidas son iguales, con la clara nobleza que te honra. De España te separa la elevada frontera de los muertos que tú no has tenido, la ordenada manera de aislar lo imprescindible, respetando las libertades, exactamente iguales para cada uno, mayor, adulto, niño, ciudadanos al fin, justo por serlo. A cuantos huiremos de la marca, de la segregación, del nuevo ghetto, del acoso anunciado y propaganda que ya el Gobierno incuba para ofrecer carnaza a los vasallos, ofrécenos asilo, danos días de la igualdad debida a los humanos. Pues te honrarás con ello en la medida que un país de verdad siempre merece.
Nunca debí volver. Cinco países en los que he vivido. Y más de un centenar recorrí sola. Nada tengo en común con el que sueña conque haya siempre más inquisiciones, con el gordo parásito que vive de momias y de mitos de una guerra, de un dictador que fue y les alimenta. Nada que ver con quienes no persiguen a los que ponen bombas y prefieren que los azucen contra quien gobierna. Ninguna relación con los que añoran, de todos los sistemas, los peores, sangrientas dictaduras de cuantas hubo y en el mundo han sido.
Países (casi) todos, me es preciso llamar a las fronteras, dejando atrás el viejo, el muy sincero amor que tuve a la nación que un día fue la mía. Ya no lo es y no va a serlo nunca. Solo entre todos, es país que elige odiarse, rechazar su nombre y su bandera, y vota a un amasijo de ratones que quieren lo mediocre a su medida.
Les ruego me acojan dado el peligro que corro si no me dan asilo. La limpieza en forma de encierro, segregación permanente y adiestramiento de la chusma para que acose, persiga, denuncie y arrincone a la gente de mi edad está en camino, es inminente. El volumen de frustración acumulada en millones de personas sometidas a un aislamiento innecesariamente extremo por ser consecuencia de la absoluta imprevisión, manipulación, estulticia del Gobierno es tremendo, buscarán en quién desahogar su rencor, y, como se trata de un país particularmente cobarde, embestirá, en cuanto le abran la puerta del redil, contra el blanco más cercano, marcado para ello por las leyes de segregación. Esa víctima propiciatoria, nombrada leproso en potencia por todos los canales oficiales, serán los viejos, que, gracias a la sed de propaganda, el sectarismo y la colosal ineptitud del partido en el gobierno, han muerto a millares, de forma angustiosa, dolorosa e indigna, avalada incluso por protocolos la atroz selección de los que convenía dejar morir.
A la memoria vienen las líneas de la última carta de Petronio, el árbitro de la elegancia, dirigida antes de suicidarse al emperador Nerón. (Sí, orgulloso prohombre del Gobierno, sí. Recuerde, Quo vadis? Es latín; ¿sabe? Ustedes prácticamente lo eliminaron cuando destruyeron el Bachillerato y la buena Enseñanza Pública). Petronio dice a Nerón, quien se enfada bastante, que puede excusarle por haber matado a su mujer, asesinado a su madre, por haber incendiado Roma, pero que lo imperdonable es que se empeñe en declamar horriblemente horribles versos: Mata, pero no cantes. Tortura, pero no bailes. Incendia, pero no hagas poemas.). Parafraseándolo, al Gobierno actual español, ese amasijo de tribus nacionalistas y comunismo revenido encalado de fatuidad, codicia y solicitud viscosa, habría que decirle:
Miente, pero no susurres.
Traiciona, pero no prediques
Extermina por fanatismo, estupidez y negligencia, pero no te hagas fotos en la Casa Blanca.
Puedo excusarte el que mientas sin reposo, que desdeñes los miles de vidas, salud y libertades que han costado tu vanidad y negligencia, que ocultes y desprecies el dolor y el luto.
Puedo excusarte el que te alíes con los que odian al país y cubras de dinero y halagos a representantes de los asesinos del País Vasco y a los siempre traidores y mezquinos independentistas catalanes.
Puedo excusarte la infame actuación de los que tomas como mentores y precedentes cuando azuzaron, tras la gran matanza terrorista con bombas en trenes de Madrid, a las masas a asaltar las sedes del partido entonces en el gobierno en vez de perseguir a los asesinos, de manera que los tuyos se apoderaran del Estado y se repartieran sus despojos.
Puedo excusarte que hayas creado una contienda dual guerracivilista como único argumento de propaganda que te permita sembrar rencor y legitimar tus redes parásitas.
Puedo excusarte que intentes por todos los medios desguazar el país y repartirlo entre quienes te sostienen en la Presidencia.
Puedo excusarte el dispendio gigantesco, en un arruinado país, del erario para nutrir a la multiplicación de tus huestes con cargos públicos, ministros, ministriles y asesores y crear votantes dependientes.
Pero lo que no tiene excusa es el fatal crimen estético, el atuendo indeciblemente hortera de tu mujer, vestida de bandera estadounidense, en la recepción en la Casa Blanca, el de la luctuosa familia monster de tu antecesor que allí cuelga como ridícula muestra de España, tus impostados gestos de novicio medroso, tus inacabables arengas en la televisión a tu servicio, el tono con el que susurra a los equinos del rebaño tu visir, el pachulí sentimental con el que anegas al auditorio, la insólita estulticia de los nombres de tus ministerios, la masa de estupidez y cursilería de tus consignas, que hace tiempo alcanzó el punto crítico.
Y la conmiseración mal disimulada que tu oquedad de atributos despierta cuando intentas posar para la foto y te delata la apremiante ansiedad del nuevo rico por ser aceptado en el club de los de arriba.
Ésta es una muy real y seria llamada de socorro. De vosotros depende el cuánto y cómo de una vida.
Así pues, países (casi) todos los que podéis hacerlo abridme vuestras puertas, acogedme y salvadme.
Rosúa
TRISTEZA
De haber vuelto a España.
Tristeza.
Sin límites, tristeza.
Sin excusa.
La del que pisa el cadáver hecho trozos
del que creyó país al que regresa.
Tristeza de vergüenza viscosa y de sonrojo
que cubren los recuerdos de la infancia,
las calles y los nombres de los pueblos
que tuvieron nobleza y un sentido,
que no fueron de nada ni de nadie,
que tuvieron grandeza sin rencores
y se quisieron por igual de todos.
Manjar de ratas hoy, de subasteros,
de feriantes de feria de desechos,
elogio de avidez y alcantarillas
de los repartidores de carroña.
Donde había montañas sumideros.
Donde Historia censura. Donde Arte
zafiedad obligatoria.
Dónde está, qué habéis hecho,
Qué fue de mi país, hoy desguazado.
Quién robó mi regreso, mi esperanza
y ha teñido el lugar de mis recuerdos
con el color viscoso de la envidia,
con la codicia torpe y sin valía.
Nunca debí volver. No merecía
mi país ser país, ni ciudadanos
los que viven en él.
Son y serán criados
de los países que merecen serlo.
Hicieron su bandera
del pálido terror a la grandeza,
del miserable afán del pedigüeño
que se esfuerza en lamer a los tahúres
por si le arrojan gratis de sus sobras
con dedos largos, fríos, enjoyados
con anillos tramposos de la timba.
Nunca debí volver. No había suelo
donde poner el pie, sólo migajas
y un horizonte hecho de repartos
a ras de conveniencia,
sin futuro, sin leyes, sin Historia.
Mapa para roer el pan ajeno
y no ver más altura que el hocico.
Tristeza del país que no fue nunca.
Capital de la envidia y de no serlo.
ROSÚA
Madrid, 20 de abril de 2020
Al otro lado del mundo
Mi pensamiento va al otro lado del mundo. Ese es mi sitio. Va a Nueva Zelanda, a la que añoro, en donde quiero de nuevo poner pie en cuanto permita el paso la puerta de la jaula que me aprisiona, y me deja sin respiración, me quita el movimiento de mi cuerpo y el aire. El cielo, que al menos veo, no me engaña con sus colores del ocaso. Es el mapa de mi próximo viaje, en cuanto la jaula se abra y despegue de mí, con repugnancia, las etiquetas que habrán procurado colocarme los señalizadores de la peste.
Nueva Zelanda, porque no hay más lejos y es hermosa, amplia, limpia y pura, cortada a la medida de mi libertad. Y no bastante, porque, si pudiera, quisiera que éstos fueran aún tiempos de creer en el Mare Tenebrósum, y entonces navegarlo, llegar hasta el confín, precipitarme en su espumoso abismo, encontrar monstruos, averiguar leyendas, hablar con el Pessoa de ¡Más allá de todo! ¡Más allá de todo!
Al otro lado, siempre al otro lado. El animal que salta y el abismo, el mar guardado por soldados transparentes de medusas letales y cubierto por la crema espumosa de la vida, el burbujeo tibio de la tierra, y nieve antártica cercana de aquel fuego. El fuego que conozco, y llevo dentro.
Madrid, 22 Abril de 2020
¿Se puede pedir asilo político?
Desde un país, España, donde la vida y la libertad de cualquier ciudadano de una edad fijada oficialmente dependerán sólo del Gobierno y se está en gran peligro y extrema incertidumbre, ¿puede pedirse asilo político? Acogida en Inglaterra, en Nueva Zelanda, en Alemania, en cualquier país que rechace la eliminación selectiva en España en curso, donde se respete la existencia y derechos de cualquiera, por igual, independientemente de fecha de nacimiento. En este lugar desde el que se pide auxilio y ayuda para huir de él hay el mayor número proporcional a la población de muertos del mundo por la pandemia, el mayor de sanitarios víctimas de ella, una cifra abrumadora de personas -aún lo son, lo eran- muertas en residencias o solas en sus casas, se trata según la edad y si vale la pena su esperanza de vida, hay el más largo, radical e indefinido encerramiento de Europa. Esto no es casual. Obedece a la nula previsión, pésima gestión, fanatismo e incompetencia del peor Gobierno que se ha tenido jamás. La muerte de miles de personas mayores, que en buena parte no eran sus votantes, potencialmente le favorecería. El declarado Estado de Alarma deja indefenso por completo, sin derechos, a cualquiera frente al Gobierno en lo que equivale a una condena a muerte, a prisión domiciliaria o a segregación social selectiva, según quizás colores y etiquetas (las estrellas en la ropa ¿de qué color?). Nada, además, será más fácil que azuzar contra los mayores a la opinión pública, a los vecinos, hacer de todos denunciantes de que esas personas, sin prueba ni síntoma alguno, son portadores de peste. Necesitamos ayuda y huida frente a la eliminación selectiva. ¿Dónde y cómo se puede pedir asilo político?
Rosúa-Madrid-España.
Madrid, 22 de abril de 2020
From Madrid, but urbi et orbi and sine die
Open Letter asking for political asylum
to (almost) any country in the world,
From a country, Spain, where citizens’ life and freedom are at risk, in great danger and extreme uncertainty. This is so no just by epidemics tragedy all over the world, but mainly because in this country right now its Government itself is a real deadly plague. Danger concerns anyone and specially aged people. Spain has had, so far, more than twenty thousand (and that could be up to thirty or even more) deaths, 0,43 % of population affected, which means to be in the very top of the world, the highest rate of health workers with virus because no protection provided by the State, and the whole of citizens living in confinement at home more time and in more harsh way than any other in Europe. Big demonstrations where allowed on 8th March, when the coronavirus was already in full swing, because the main official concern is propaganda. Prospects about when and how to have back the normal, free and democratic existence are none. Forty days in home-jail, in Alarm Status that lets no room for protests and keeps people in fear, silence and helpless under the worst Government they ever have had. They are dying every single day by hundreds. Seniors, by thousands lonely and abandoned in nursing houses or at home. Many, being aged, couldn’t get proper care in hospitals because there is triage and, having no means to take care of all, they are supposed to choose the younger ones.
May those Spaniards, at risk of their life and being denied any freedom, apply for political asylum if they prove not to be affected by the virus? They do need to flee from Spain, which has become a very dangerous place, and they are in desperate need of acceptation in U. K., in New Zealand, in Germany, in any country who refuses the selective elimination, which could have happened in Spain. They do need awfully to get in a nation which has respect for every human being’s life and rights, equally, with no regard of their birthdate. An enormous number of people have passed away in nursing homes, in appealing conditions, or all alone at home. Everyone fears to be chosen after their supposed life expectancy, deciding then if the person is worthy of help to breath or just good to die.
The extend of this catastrophe has nothing of casual. It comes straight from the Government’s improvidence, lousy management, fanaticism and incompetence, and from their thirst of propaganda and of remaining in power at any price. By the by, many senior people were possibly not going to vote them. The Alarm Status means endless situation of no rights, no freedom, maybe in the future, if allowed to step out, social selective discrimination with tags and shades (which colour for stars in the clothes?). It is so easy to push public opinion, neighbours, against senior people pointing at them as plague bearers. Government loving totalitarian systems, as they have already showed enough, needs scapegoats, whistle-blowers, public guilty.
We need help, human and honest Government, any place. We need to flee the selective triage and the lost of all dignity, respect, rights and freedom, besides life itself. When and how to apply for asylum?
- Rosua
Madrid, 2 se mayo de 2020
El tiempo en el que me sentí leprosa
Se podía vivir sola; se podía tener más de setenta años, haberse hecho, con una larga costumbre de sobrevivir, cada gramo y centímetro de la vida con los propios medios, sin sentirse ni reclamar por ser víctima de nada, sin llevar por delante el quejoso pliego de las opresiones. Se podía ser simplemente una persona, que ni pedía ni molestaba; que tampoco respondía, ni deseaba responder, a los generales marcos de referencia. Curiosa la reacción, pero no excesivamente atónita ni agresiva, de cuantos se encontraban con alguien que no tenía absolutamente ninguna familia y vivía en su mundo de escritura, cultura, viajes y libros. Se podía ser, aún había hueco para ser alguien diferente, no menos ser humano por ello.
Hasta que llegó la peste con la primavera de 2020. Apoyada, con todas las velas al viento, por el peor, el más mísero Gobierno que España había tenido nunca, como esos barcos que otrora la transportaron desde Asia. La nueva peste avanzó con la rapidez del fuego en la maleza, abrasando pulmones, venida desde el confín de los siglos en su carrera de relevos por escalones de ratas, de animales de selva, de insectos. Saltaba desde cualquiera, pero mataba más a las víctimas con más años. El miedo a la indiscriminada, invisible muerte produjo con rapidez la sumisión más completa, disfrazó de Edad Media enmascarada y anónima a la población entera e hizo, como en las guerras pero de forma más maligna, dos primeras víctimas: La verdad y la libertad. Bajo la aún existente pero ya muy fina capa de consideración civilizada, la insistencia continua del fatal amor del virus enemigo por los viejos, que ya lo eran sin eufemismos de mayores ni de terceras edades, la asociación de éstos con la muerte, esparció el temor irracional, a veces encalado de atención caritativa, de que ellos propagasen el contagio más que otros. Al tiempo planeó sobre el país entero, planearía ya siempre para siempre, por el mecanismo de la vileza asumida, el enorme número de personas (había que decir “ancianos”, “viejos” para que parecieran menos humanos, para que, de entrada, fuesen más prescindibles) infestados, abandonados y fallecidos en una agonía solitaria de asfixia y de terror.
Y entonces fui leprosa. Consciente en mi casa de que cualquier desvío de la apariencia física sana, de que una tos intempestiva, una debilidad inesperada podían muy fácilmente llevarme a la rápida y sórdida muerte. El traslado a un hospital, desborrado de enfermos y de urgencias, significaba la adquisición de fajos de papeletas del virus. Horas, pocos días más allá era la agonía sin aire, en un solitario receptáculo, porque se practicaba el triaje, la selección para cuidados y respiradores de aquéllos que tenían mayor esperanza de vida. Tocaba resistir pues, resistir para, al menos, ver el cielo desde mi ventana, raspar la momentánea felicidad que da el alivio de la angustia algunos días, vivir en el mundo intelectual y en el de los recuerdos y la belleza de los cinco continentes conocidos. Sobrevivir sabiendo que ya no era una persona con igual valor que otra, que en el mercado de esclavos de la selva de la supervivencia no tendría comprador. Saber que detrás de mí nada ni nadie habría que reclamara por mi ausencia. Porque no había lugar para los individuos, sólo individuos, y menos para los de mi especie.
Y fui leprosa; cuando vinieron las medidas para desactivar el aislamiento de muchas semanas y se establecieron horarios especiales según edades. Ahora, en lapsos de tiempo muy marcados, podía salir al exterior, verme sólo con los de camada, no ser persona sino una fecha en el carnet de identidad, semejante a aquéllos con los que ni por tipo de vida ni por circunstancias tengo afinidad alguna, cortada y segregada de las personas, de cualquier ocupación, edad y sexo, entre las que tal vez hubiese encontrado alguien afín con quien intercambiar palabra y pensamiento.
Soy leprosa, sujeta a la latente hostilidad y persecución de los que sopesarán mi edad según mi rostro y mi forma de andar. Leprosa por la extensión abusiva y estúpida que se ha hecho de mi edad a mi posibilidad de contagio, por la imposición de las tablillas invisibles que manda mirarme con desconfianza y apartarse de mi camino. Ya no soy una persona, simplemente, entre otras, ni soy lo que soy por lo que hago. Se me ha incluido, sin mal alguno, en la categoría de la lepra y en ese bloque incómodo, desdeñable, vagamente repulsivo, de los sin paliativo viejos.
Hacen falta leprosos cercanos para que no se mire más arriba, para que la sorda marea del descontento, del miedo y la ira del encierro, tan largamente reprimido entre las cuatro paredes de la vivienda, tan maquillado de pastosa y dulzona alabanza de las virtudes caseras y familiares, tan abrumado de llamadas a la unidad, a las excelsas virtudes del pueblo español y a la victoria, se anegue en la blanda arena de la pequeña concesión diaria. Importa que el ciudadano no reflexione, que no lea, ni compare, que no alce la mirada y recobre la querencia de la libertad por encima del miedo, del rechazo de caciques viles y de actos viles. Se precisa que existan cercanos chivos expiatorios, desagradables, degradados por el paso del tiempo, especímenes humanos a los que sopesar los años, mirarlos mal, denunciarlos si descuidan la higiénica distancia de más del metro y medio. Y pronto, sordamente, odiarlos porque van a cobrar pensión mientras que el país se hunde en la ruina de una gestión pésima, previa a la peste y durante ella, una negligencia que ha causado miles de muertos y el más vil y despreciable de loa Gobiernos que ha tenido jamás y contra el cual la inmensa mayoría de los ciudadanos, acostumbrado al redil y agradecido por el pasto, no osa alzar la voz.
El virus pasará, pero el leproso, bajo diversas y oportunas mutaciones, queda.
Rosúa
Madrid, 2020, después de una cacerolada
El palacio de la Bella Durmiente.
Las plantas habían crecido y casi ocultado la vajilla, para gran alegría de los ecologistas, las nubes permanecían estáticas en un eterno abril, las corrientes de aire habían dejado suspendidas, a medio camino entre techo y suelo, las vaporosas cortinas. En el palacio reinaba la mudez y los pajarillos, sorprendidos por el conjuro en su vuelo, habían caído sobre mesas y pavimento, sobre los que reposaban en suspendida animación. Aguzando el oído, podía percibirse el leve latido de los corazones, desde el rumor mínimo del palpitar de los jilgueros hasta el que fue redoble y quedó reducido a un golpeteo pausado en el pecho de los representantes de reino. Las palabras habían quedado igualmente detenidas en las bocas de los cortesanos y reducidas al puré dulzón resultado de asentir, activa o pasivamente, durante tan largo tiempo, a las órdenes de su líder.
El maleficio se había extendido desde la costa hasta la cima de la última montaña, aunque con efecto desigual porque los poderes de Funeralis Konfinátor disminuían con la distancia. Desde la torre, el señor indiscutible, rodeado de los cientos de trovadores que debían cantar sus hazañas, de los no menos numerosos consejeros áulicos y de sus recién nombrados dirigentes de los ministerios del Silencio Selectivo, de la Destrucción Solidaria y del Jolgorio Funeario, contemplaba la parálisis de sus súbditos con sentimientos encontrados. Había sido hermoso, y satisfactorio, el efecto del hechizo, la rápida, instantánea eliminación de todo movimiento impredecible, de cualquier palabra o gesto espontáneos, de la más mínima posibilidad de rechazo. Siempre disfrutó observando a cada uno de los habitantes del dormido palacio congelado en su postura, vestido con el mismo atuendo, incapaz de escoger ni una actividad ni un esparcimiento ni una compañía ni una prenda que de él no dependiera. Pero tenía una inquietud.
Su visir, Polpy, experimentaba con la situación tal felicidad que desde el comienzo del conjuro no había salido del éxtasis de sumo placer, puro erotismo ideológico, que le embargaba y erizaba sus miembros y sus cabellos. Era, prácticamente, la meta de sus sueños, más que húmedos de torrencial lluvia tropical. Ni una frase, ni una mirada, ni siquiera un pensamiento podrían surgir ahora sin su permiso. De sala en sala, desde el primer cortesano hasta la fregona de las cocinas, cualquiera estaría a su completa disposición con esa fidelidad que sólo se logra tras borrar o sustituir los contenidos de la memoria y del espíritu. Aún era, sin embargo, demasiado temprano. Por lo pronto, asistía a los periódicos letargos y despertares, les hacía, en cuanto eran capaces de ello, oír su voz, y era su rostro de los primeros que divisaban al abrir los ojos y el último que recordaban al cerrarlos.
A Konfinátor le inquietaba, empero, la progresiva falta de público que observaba en los paréntesis de vigilia que había programado regularmente a tiempos fijos, de forma que el palacio se animase, aunque de manera controlada, para su aparición triunfal, locuaz, extensa, prolongada con una cabalgata extramuros y actividades que dependían de la programación. El reloj dio la hora en la fecha indicada. El Líder descendió con los suyos para el paseo-homenaje acostumbrado por las salas, patios, jardines, edificios adjuntos y cotos adyacentes en los que había dividido, tras haberlos cuidadosamente señalizado, su palacio y también, su reino. En todos ellos, y repetidos de manera bien visible, grandes carteles e indicaciones de paso franco y de prohibido marcaban los espacios benéficos obligatorios y los maléficos abominables.
Sonó, pues, la hora en el reloj sincronizado al efecto. Los súbditos, apenas despiertos y desacostumbrados a la luz, fueron inundados con trompetas y timbales que anunciaban al Jefe, junto al que caminaba, a la par que Polpy, su mago, el minúsculo pero estruendoso y siempre amenazador Señor de los Hechizos, venido desde la Mar Océana y encargado por Funeralis Konfinátor de mantener durablemente a los vasallos en el lugar que les correspondiera y de hacerlos deambular sólo en las zonas señalizadas como izquierda con el firme convencimiento de que allí exclusivamente se encontraba el Bien, mientras que en los opuestos, derecha, no había sino llanto, sombras y todos los males sin mezcla de bien alguno, por lo que, de caer en ellos, en vez de sueños tendrían pavorosas pesadillas.
Los vasallos, entumecidos y deseosos de dar al menos unos pasos en el espacio exterior, se guardaban de hacer objeciones, pero observaban en cuantos veían, vecinos, familiares, conocidos, desconocidos, algo extraño: Las caras, cada vez de más gente, cada vez de individuos distintos, se volvían blancas, enseguida transparentes, y a continuación el afectado desaparecía, ya no estaba allí, súbitamente, dejando tan sólo un hueco, sin que ni Konfinátor ni su visir ni acompañantes repararan en ello ni le dieran importancia ninguna. Ahora era el compañero de mesa, a continuación la mujer que venía con platos, luego el grupo de ancianos que se habían puesto a jugar a las cartas. Simplemente, de un minuto a otro ya no estaban ahí, y luego en su lugar aparecía un trozo de papel diciendo que era un proceso natural, aunque nuevo, y que ya no volverían a materializarse nunca ni valía la pena que lo hicieran porque sobraban en el censo por edad, enfermedad o desdén hacia el Líder. Podía que fuese natural en efecto, se decían los habitantes del palacio y de las calles circundantes, puesto que el señor y sus huestes jamás parecían reparar en ello y que, cuando a alguien muy cercano se le volvía blanco el rostro, luego transparente para al final difuminarse por completo, lo ignoraban como si jamás hubiera existido y continuaban la conversación con su más cercano interlocutor.
Los habitantes del palacio, y los de la villa, desaparecían a miles. Uno y otro día, se multiplicaban las caras repentinamente borradas y reducidas a una superficie lívida y lisa, que flotaba unos minutos sobre la transparencia del cuerpo hasta pasar a la nada absoluta. Quien intentaba reaccionar, quien reclamaba a su madre, a su hermano, a su vecino, pero eran tantos los que faltaban y tanta la indiferencia de Funeralis, su visir y su numeroso cortejo, que el vulgo nada podía hacer y, sobre todo, nada parecía que pasase; ni siquiera se comentaban las noticias. Volvía el resto a sumirse en su profundo sueño, el señor y los suyos regresaban a su torre, a donde apenas llegaban los llantos y noticias del suelo, y descendía sobre los pisos inferiores del palacio, como una niebla de un blanco parecido al de las caras, el silencio general.
Para encauzar debidamente, por el camino de la adhesión al Líder y el entusiasmo, los potenciales llantos y protestas, en la torre del homenaje ondeaban, cada vez que Konfinátor Funeralis, su visir y huestes paseaban por el recinto y cabalgaban por los alrededores, pendones variados y festivos, verde, rojo o morado con lentejuelas unos, arco iris otros, blanco con la V dorada de la victoria en abundancia, puesto que a más millares de ciudadanos difuminados en la nada más se concentraba la adhesión a Funeralis en los restantes del sector adolescente e infantil en el que el Gobierno, presidido por Presidente, Visir and Co,. pensaba afianzar su durable reino.
-Han desaparecido entre ayer y hoy mil doscientos de vuestros súbditos, amado Líder- vino a informarle solícito el Coordinador de sus asesores.
-Muchos son. Tal vez al Señor de los Hechizos se le ha ido un poco la mano-
Konfinátor Funeralis frunció el ceño, con moderación porque se había especializado en ofrecer una imagen de belleza pétrea, inasequible al desaliento y, por el contrario, plena de confianza y euforia. Por lo tanto ordenó inmediatamente:
–¡Que icen el brillante pendón y tiren confeti!
De la torre descendió una alegre nube de papelitos de colores que el Líder se apresuró a espolvorear también sobre sus hombros y pechera para que no cupiera la menor duda sobre su optimismo e identificación con la victoria, la felicidad y el bien. Al tiempo se escucharon sevillanas alternadas con una música triunfal en parte bélica y en parte adaptación de “Soy la reina de los mares”, favorita de la esposa de Konfinátor.
– ¡Más alegría! Más situación excelente. ¡Que se vea el gozo que reina en Palacio y que las bajas no son sino errores de cálculo en el censo!
dijo Funeralis. Y luego añadió en voz baja y despectiva, por encima del hombro, sin volverse, al lugarteniente más cercano:
-Nada que aluda a factores negativos, nada. Contraataque, vestimenta de contraataque.
Hubo entre los fieles del Líder más cercanos cierta lucha sorda por conseguir ser el primero en ofrecer a su Jefe lo que deseaba. Varios corrieron hacia el almacén de vestuario dando órdenes a gritos. Finalmente el más rápido se presentó jadeante ofreciéndole en una bandeja el chaleco repujado de las festivas celebraciones, que incluso relucía en la oscuridad. Konfinátor cuidaba en extremo su apariencia y disponía de una abundante colección de tales prendas, cada una adecuada al momento. Su visir Polpy le imitaba en sentido opuesto, con lo que llamaba acercamiento a las gentes, y lucía vestimenta de variada y cuidada pobreza pero de materiales de calidad, que conjuntaba con los turbantes que le habían sido enviados, como presente fraternal, desde Persia y que lucía con orgullo para subrayar su rechazo del sistema y Continente opresores en los se hallaba.
No bastaba, se dijo el Líder. Y ordenó que se organizara una gran fiesta, con nutrida asistencia internacional, de forma que se difundiera que, lejos de estar sumido en el letargo y diezmado por el mal de las caras blancas, en su palacio reinaban el bienestar y, pese a los millares de desaparecidos, la alegría de estar bajo su mando. Su dilecta esposa, que solía en las apariciones en el vehículo descubierto, sostener sobre la cabeza de su marido una corona de oro sustraída al museo arqueológico mientras le susurraba:
-Recuerda, querido, que eres un hombre. ¡Y qué hombre!
sería la encargada de organizar el festejo que daría un tono festivo a la baja diaria en el número de sus súbditos y distraería la opinión del enojoso recuerdo, e incluso llanto perceptible en escasos sectores que se resistían al letargo y hacían esfuerzos titánicos por mantener los ojos abiertos.
Y como se dictaminó se hizo
Se dio la gran fiesta, con proclamas para que acudieran los más representativos dirigentes de los países limítrofes, así como nutridos contingentes de heraldos, trovadores, aedos y asesores áulicos. Sin embargo la concurrencia final resultó menor que la esperada y, para completarla, hubo de recurrirse a la movilización de familiares, allegados, amigos, simpatizantes y primos hasta el tercer grado de los cortesanos de Konfinátor, y hubo también que echar mano del numeroso harén, suegras, suegros, cuñadas y odaliscas en lista de espera de Polpy, que practicaba la poligamia inclusiva como muestra de hermandad con los usos y costumbres de sus fraternales aliados contra el Gran Satán del Oeste.
La fiesta fue ruidosa y polícroma. Las señoras lucían, según consigna establecida, cada una un vestido de los colores de la bandera de un país, y Funeralis deslumbraba con su brillante chaleco rojo recamado de luces navideñas. Cuando alguien preguntaba sobre la extraña dolencia de las caras blancas que, se rumoreaba, diezmaba su reino, él simplemente encendía las brillantes luces de su atuendo y pedía a la orquesta que tocara más fuerte. Luego se marcaba unos pasos de danza con la Primera Dama, que había elegido para la ocasión toga blanca de fina seda con bordados de obeliscos y antorchas en pedrería, sandalias a juego atadas con cadenas de platino y tocado de gran diadema de áureas puntas rematada cada una por un brillante de considerable valor.
Corrían los licores, más generosos cuanto que la reducción en el número de súbditos había mermado las cosechas, pero también disminuido, junto con el aumento de los impuestos, el número de consumidores, por lo que Konfinátor ordenó que se bebiera y comiera sin tasa y se sacaran de las bodegas los mejores caldos.
Así se hizo. El aumento de volumen de la música y el del número de las copas marchaban a la par. A los que permanecían en profundo letargo en los salones llegó el estruendo, multiplicado por los ecos que en las vastas estancias ya iba dejando la ausencia de miles de víctimas del mal de las caras blancas. Tantas eran éstas, de las que no se hablaba jamás, que por el vacío resultante se establecieron, en aquella noche tormentosa de nubarrones a los que los asistentes al festejo no prestaban atención, grandes corrientes de aire por las puertas y ventanas abiertas e iluminadas para la ocasión con el fin de mostrar prosperidad y transparencia. El reloj de la señal cayó de la estantería envuelto en la cortina por efectos de una furiosa ráfaga. Sonó su timbre, ahogado por la música exterior. Los durmientes comenzaron a abrir los ojos, asombrados al no encontrar a los vigilantes y conductores palaciegos acostumbrados, ni, en su podio, al Líder acompañado de Polpy y del vociferante Señor de los Hechizos. Se incorporaron. El viento arreciaba y había tumbado, arrastrado, arrinconado las señalizaciones que estaban obligados a seguir. Ya no existían caminos ni estancias “izquierda” “derecha”, deambulaban en pleno desconcierto, poco a poco sustituido por una extraña sensación mezcla de alivio, libertad y dolor porque comenzaron a sentir agudamente los huecos que había dejado en sus vidas el mal de las caras blancas, empezaron a dudar de todo, de las palabras de Konfinátor, de los rumbos marcados por Polpy, sus bien pagadas huestes y sus heraldos, descubrieron que las señalizaciones no habían existido desde toda la eternidad sino únicamente por conveniencia de los que las usaban. Entonces consultaron listas, comunicaciones de desaparecidos que yacían en el fondo de cajones o apiladas en un arcón, sumaron números, cotejaron nombres. Y sintieron el dolor de la irremediable ausencia cuando pusieron nombres a aquellas cifras y las asociaron con los que echaban en falta, con aquéllos que para quien los recordaba no tenían edad ni debían haber sido empujados al vacío, y los unieron a las circunstancias que rodearon a su desaparición, al gran silencio que los envolvía, los desechaba, los había reducido a gruesos fajos de folios de los cuales hallaron algunos a medio quemar en la chimenea.
Con los ojos ya muy abiertos, y mientras fuera seguía la fiesta, arrojaron al fuego los antiguos carteles que les marcaban direcciones y territorios, y compartieron, sentados junto a la lumbre, su pena, su ira y la vigilia y fuerza que el dolor mismo les daba y que era lo contrario al sopor y la resignación. Entonces fueron hasta las ventanas abiertas de par en par, cambiaron las luces de manera que se fijara desde el exterior la atención en ellas y comenzaron a arrojar a los que estaban abajo cuanto sobre los desaparecidos habían encontrado, nombres, papeles, pertenencias, cuadros. Luego añadieron las vestimentas talares del Señor de los Hechizos, los carteles todavía no incinerados, el podio de Konfinator y la exquisita maqueta de la nueva mansión de Polpy que éste mostraba únicamente a los íntimos en contadas ocasiones.
La fiesta con representantes extranjeros no evolucionó como el Líder había esperado. Ni las generosas raciones de alcohol ni las promesas de partidas de caza y largas entrevistas exclusivas con Funeralis tuvieron efecto. Por el contrario, los reunidos recogieron con avidez lo que se les arrojaba, lo leyeron, comentaron formando grupos. Unos pocos primero y luego muchos decidieron entrar en el Palacio e interrogar a los legendarios durmientes que habían dejado de serlo y cuya historia corría en voz baja de boca en boca. El público cambió de composición, entraron personas del exterior que se unieron a los grupos y comentarios, salieron otros del palacio. Konfinátor y los suyos dejaron de ser el centro de atención, de tal forma que las luces del brillante chaleco se fundieron, la música de un ritmo desconocido apagó el discurso que intentaba declamar Polpy, el Señor de los Hechizos yacía en el suelo víctima del abuso de los caldos de marca y algunos habían hallado en la torre del Palacio, junto a una hermosa durmiente de fino mármol, un libro previo al letargo en el que se describía la anterior situación del reino, la cual, para gran sorpresa de los lectores, no era la del todopoderoso Mal balizado por la obligatoria señalización.
Konfinator andaba de sala en sala, seguido por los fieles de su corte, pero todos comenzaban a tener una terrible impresión de no existencia. Era mucho más angustioso que cuanto habían temido: Agresiones, sublevación, atentados. Los ignoraban. La mujer de Konfinátor corría tras su marido intentando, todavía, sujetar sobre su cabeza la corona de oro y susurrarle las palabras de rigor, pero era inútil y alguien se la arrebató al pasar y le dijo cortésmente que era para pagarse las honras fúnebres de uno de sus familiares. Los cortesanos comenzaron apresuradamente a intentar cambiarse de bando, pero no encontraban la señalización habitual y pasaban errabundos de una a otra sala, sin líder ni distinguir, a falta de los mantras automáticos acostumbrados, la dirección hacia el nutricio y seguro recinto de la tribu, ya como ellos mismos inexistente. Se rumoreó que Konfinátor había intentado iniciar una defensa homérica desde la torre pero que se lo había pensado mejor y se dirigía a caballo a la confortable mansión campestre de su mujer. Enseguida corrió otro rumor: Un vasallo del común, de los que habitaban extramuros pero tenía parientes en el interior del recinto de los que nada sabía hacía varias lunas, quería a toda costa hacer llegar a Konfinator un pliego de rogativas y agravios, en un desesperado intento de averiguar si el mal de las caras blancas había borrado a los suyos de la existencia. Sabedor de que el señor del palacio jamás permitía que se citara la desaparición, vulgo muerte, de persona alguna, surgió ante él repentinamente agitando su escrito mientras con la otra mano sujetaba las riendas del caballo. Funeralis, que estaba convencido de ser invulnerable, recibió el extenso pliego (porque las víctimas eran muchas) en pleno rostro, perdió el control de su cabalgadura, se produjo, con la brusquedad de sus movimientos, un cortocircuito en las luces de su chaleco de gala, que, perdidos los alegres colores, pasaron a parpadear en blancas ráfagas que iluminaban espectralmente en la oscuridad su rostro. El vasallo exclamó espantado:
– ¡También vos tenéis el mal de las caras blancas!
Y, al ver que Konfinator, perdido todo control pero aferrado con ambas manos a la dorada espuela, era arrastrado por la bestia, corrió hacia el palacio para dar a todos la buena nueva.
Respecto a Polpy, su equilibrio psicológico no había resistido la destrucción de la primorosa maqueta de su vivienda. Vagaba de sala en sala intentando convencer a cuantos se prestaban a oírlo ora de que era el Mesías Igualitario enviado para sustituir a Konfinator, ora de que sus genes procedían de Sansón, puesto que su fuerza radicaba en la maravillosa mata que cubría con su turbante, vigor del que, además, daban testimonio sus numerosas concubinas. Finalmente se subió al sillón regio dejado vacante por el Líder y, en pie sobre el asiento, procuró inútilmente atraer la atención. Nadie reparó en él. Polpy fue deslizándose hasta el suelo, pensó en la maqueta destruida de aquella mansión en la que había puesto sus esperanzas, tuvo un ataque intenso de melancolía, se enjugó con el turbante una furtiva lágrima y, antes caer en un sopor profundo, se dijo mirando a los que hubieran debido ser sus seguidores:
-No me merecen.
Había en las estancias del palacio un festivo desorden, muy distinto al que antes había reinado en el exterior, un ambiente agridulce, un hervor de comentarios y búsquedas, como si hubiera mucho que mirar y jornadas que recuperar con febril vigilia.
Alguien tropezó con un reloj roto.
Rosúa
El archipiélago Auschwitz
Madrid, mayo 2020
Podría ser Primo Levi, o quizás Amery. Fue uno de los escritores supervivientes al Holocausto, y que finalmente no le sobrevivieron porque, tras muchos años, el recuerdo venció en sus mentes. El volumen de la humillación y del dolor puede crecer, y crece, lenta, seguramente, hasta que no deja espacio a la voluntad de la vida. Recuerdo ese pasaje con cada letra, como si lo hubiese leído ayer:
Estamos en el campo de exterminio y el comandante ha ordenado formar a los prisioneros para seleccionar a los aún válidos, por un tiempo, para el trabajo y enviar a los otros a las cámaras de gas, a los hornos que humean a pleno rendimiento y transforman en vapor y nada los cuerpos. El joven escritor judío ve a una mujer que ha intentado desesperadamente pasar por joven, ha hecho cuantos esfuerzos impulsa la desesperación para que no la seleccionen entre los desechables, se ha maquillado, pintado los labios y los ojos con lo que ha podido, ha cepillado y acortado su ropa, intentado ondular su pelo, mueve incluso el cuerpo imitando agilidad.
El comandante advierte sus esfuerzos, la señala a los nazis, finge aprecio por cualquier bella muchacha que se le ofrece, hace de ella la risión de la tropa, y finalmente, tras injuriarla y tratarla de cerda, ordena, entre risas y golpes, que se la lleven al crematorio. Y ella suplica al joven judío que sobreviva para contar al mundo la historia.
La cobardía, la inmensa cobardía de este pasaje, se me ha quedado grabada en primera línea de los horrores, por la especial vileza del tipo fuerte, armado, invulnerable, adulado por el asentimiento, las sonrisas, la admiración obediente del auditorio, por el silencio enorme y el pavor de los prisioneros.
Ser mayor y el triaje, creer que esa historia de Auschwitz era una pesadilla irrepetible extraída del infierno profundo de los cobardes, del círculo repulsivo de los observadores y de los tibios. y sin embargo vivir su hedor, una ráfaga inconfundible de su relente helado, de su mezcla de desvío en la mirada, de sordidez, de voluntarias cegueras, de ojos y bocas que se cierran y no denuncian, aceptan mansa, resignada, incluso cómodamente el homicidio, la selección, el abandono, el vasto crimen, la humillación y el paso socialmente indiferente de miles de personas que dejan de serlo por su fecha de nacimiento, y son empujadas a la segregación, el desprecio, a la red de prisiones, horarios, exterminios, a la vergüenza y el rechazo, a la nada.
España 2020. La pandemia vírica. Pero no planea la dignidad por encima de una enfermedad y catástrofe mundiales, inevitables. No. Lo ocurrido en España es peculiar, tiene responsables, secuelas, beneficiarios, víctimas. Lo ocurrido en España es menos, mucho menos aparatoso, visible y horrendo que las selecciones de Auschwitz, pero ha anegado, por voluntad de dirigentes concretos y por el silencio cómplice de sus apoyos sociales y políticos, de indignidad el territorio entero, ha cubierto las cimas, minimizado los hechos. Puestos unos encima de otros, todos los bizcochos con los que se ha querido endulzar el arresto domiciliario no alcanzan a emerger de la vergüenza del tácito consentimiento, ni las voluntariosas declaraciones de valiente resistencia y las proclamas de solidaridad y actitudes benéficas ahogan el clamoroso silencio de la impunidad de los muchos, muchos miles de muertes evitables, del pavoneo en rojo en vez de en luto del dirigente. La preceptiva resignación vestida de adulación al ciudadano no enmascara el enorme rostro de la servidumbre tras el que se sitúan todas las caras, el telón sostenido por cuantos se consideran elementos a salvo del nuevo horno, del rápido, frío y lejano crematorio.
El Archipiélago Auschwitz es exactamente eso actualmente, está ahí, siempre lo estuvo, pero no se veía, es un tren silencioso de travesaños que tapizan las calles por las que los seleccionados por el poder, por los culpables impunes de millares que agonizaron solos en residencias, los ocultadores del triaje a la hora de negar cuidados médicos, echan carbón a la locomotora. Ahora es un tren silencioso, con primera, segunda, tercera clase. Los que tengan más de setenta años, podrán transitar, torpe y y patética tropa, avergonzados de mostrar a todos la edad que tienen, de exhibir que ya no son las personas que ellos pensaban ser, protegidos e iguales a cualquiera como simples humanos. Ahora los mirarán con suspicacia, a su carnet de identidad se superpondrá el de apestados porque se ha repetido que tienen mayor riesgo, y el vulgo lo entiende como que son fuentes de epidemia. Deambularán, en sus horas fijas de paseo sabiéndose brutal y súbitamente caducos, aunque fueran y se sintieran de normalidad y capacidad que a nadie, hace muy pocas semanas, se le hubiera ocurrido negarles.
Ahora el mediocre de repente promocionado a un escaño parlamentario, el imbuido de esa peligrosa mezcla de maldad y estupidez que nunca es inocente, la masa regada de temor a la epidemia, de frustración y engaño voluntariamente asumidos y feliz de que se le señale alguien en quien descargar lo peor de sí mismos y les permita mostrar su comunión con el Jefe, se siente dueña de la vida y la muerte de esos seres que ya considera secundarios, que admite tratar como cifras, respecto a los que mide la distancia y aplaude la segregación incluso enjalbegada de especiales cuidados por las oficiosas directivas. Es la misma masa que abucheó al gobierno legal y no a los asesinos en el 11 M, la que sólo desea gratuidades y repetir las consignas del cacique, la que lleva décadas pagando bovinamente el chantaje dual que permite no incluirlos en la imaginaria, pero omnipresente, tribu de los malos, en la rentable y provechosa guerra repetida sin descanso, en la ficción nutricia de generaciones de parásitos.
Ahora, como una maligna lluvia de primavera, el virus ha hecho brotar en el común de los creyentes incondicionales del Jefe y su corte la hez de sí, ha exacerbado la ceguera selectiva poblada de corbatas rojas, ha anulado de la vista y del oído todas las alusiones a la tragedia, su calendario, fechas y responsables, ha prohibido la memoria de los muertos, ahogado, sin aire, sin testigos ni palabras, su agonía. Como ocurrió con el antiguo horror y su lenguaje. Bajo un cielo de mayo y de verdores donde de un sol a otro nadie, excepto los del poder y del consenso, estaba seguro de ver el sol siguiente y, ante ese horror en toda su crudeza, no había extremos de sumisión bastantes.
No, no al paseo a la hora y edad fijas. A la mía he recorrido y recorro el mundo por más de cien países, sola, como sola vivo. No soy ganado que, según una fecha, seleccionan. Nada tengo en común con una tribu diseñada según la conveniencia. Defiendo la libertad y me defiendo del creciente hedor totalitario, de la infinita repugnancia que, sin virus, me ahoga con el sabor de la miseria cotidiana, de las vocaciones de esclavo que no esperan para aflorar sino ocasión propicia, de matanza de tales dimensiones que no admite siquiera comentarla, que se teme admitir y es preferible que anónima repose en los guarismos y delata al Gobierno indiferente a cuanto no es cargo y propaganda. Veinte, treinta, cuarenta, más mil muertos evitables, culpables sin castigo, sin cárcel, sin oprobio. Días, semanas, meses, cada hora de libertad y espacio secuestrados. Gozos, aire, bullicio, primavera, cafés en la terraza, mostradores de bar, ilusión de los cines, pulso, salas, cuadros de la ciudad, mar, montaña, el abierto camino, el horizonte, todo robado, todo, más que en país alguno, además de la vida y la evidencia. Un delito de tales dimensiones escapa a cualquier marco reparable, y a él se suma, incluso en los más tibios y en la red general de los parásitos, el peso del apoyo inconfesable de quien siempre asintió a cualquier cacique so pretexto de mal inevitable.
Ya no se va ni inmune ni igual entre los otros por la calle. Se sale del portal, como del tren, al andén de la ciudad súbitamente hostil, callada, triste. Posiblemente la policía, y cualquiera con frustrada vocación de comisario, mirará si se tienen canas, si se aparentan más o menos años de los establecidos, cuántas arrugas delatan la inclusión en la categoría desechable. Habrá, como la mujer del campo de exterminio, pero ahora en un espacio no inmediatamente mortal pero sí humillante y agresivo de tono menor, que maquilarse, escoger el disfraz que tal vez quite años, fingir agilidad, disimular torpeza. Todo para ser, estar como persona igual entre las otras, para rechazar la repugnancia del ghetto cronológico, para luchar contra esa chimenea a unos metros, a unos kilómetros que ahora han sido, y pueden ser, las salas hospitalarias donde, por selección, el viejo muere. Con rapidez y rodeado de un mar de silencio ciudadano, de gentes unidas por la vileza de asumir juntamente las consignas de los responsables y lucir, visible o interiormente, cada uno su corbata roja y el aquí nada ha pasado, nadie es culpable, los de arriba son buenos, pobres víctimas ajenas a las crudas cifras que muestran el papel puntero de España en muertos, en afectados, en criminal negligencia del Gobierno atento sólo a su burda propaganda, al populismo barato, al baño de multitud y de la peste. Con un público que aplaude siempre al más mediocre, al que se riega con generosas raciones de rencor, de envidia y de promesas de robo impune, dependencia y limosneo.
En el andén de las horas y días fijos ya no hay terceras edades ni mayores. Todos han pasado a ser viejos y ancianos, con su estrella amarilla de desprecio y la apenas velada certidumbre de que sobran, no votan al cacique, se comen las raciones que escasean, mantienen el peligroso haber de la memoria, la resistencia al fraude y a los mitos.
Todos los Auschwitz están pavimentados con adoquines grandes y pequeños, con supuesta eficacia y con la indiferencia, con el rechazo de la condición humana de semejantes, con la infame trilla en función de la edad o del origen. Y son las mismas losas, de distinto tamaño y materiales. Y son los mismos rostros del silencioso que ve y que aparenta que nada ocurre, que nunca hubo culpables ni hubo miles que fueron conducidos a la fosa, que hoy viven en el ghetto civil, en la muerte lenta observada por otros que tienen menos años.
Rosúa
Madrid 14 de mayo de 2020
LA GUERRA SALVADORA
– Y ahora ¿qué podemos hacer?
Desde la ventana, a lo lejos, en una calle lateral, Konfinátor divisaba una muy larga línea -simples puntos sobre la acera- de personas inquietas
– Mirar para otra parte, por supuesto. -le respondió el Asesor de los Asesores, Polpy, primus inter pares si se entendía por pares el Presidente mismo y que, además, entre otros cargos, era Secretario General del indispensable partido de apoyo Jemeres Urbanos.
Polpy sabía su poder y se sentía temido. Nadie como él para encender, con masas enfervorecidas, la calle, para llenar en tiempo récord el espacio sonoro de gritos y consignas, para garantizar a su alter ego, un tanto solemne y envarado por el cargo, una imagen popular y comprensiva, atenta a los más necesitados.
Estaba acostumbrado al éxito, al desconcierto y miedo del contrario y al estupor que producía la alternancia entre la inesperada solicitud de sus susurros, que casi rayaban en la ternura, y la ferocidad de su repentino ataque.
Se acercó a la ventana y no vio enemigos, en los que englobaba a cualquier adversario. Sin excesiva familiaridad pero con la camaradería del ya largo trato, echó a Konfinátor el brazo por el hombro. Éste no cambió el gesto, siguió con la mirada fija en la calle. Polpy sabía que, como él mismo, el Presidente no experimentaba la menor compasión, que el absoluto y frío distanciamiento respecto a las situaciones ajenas era el rasgo más importante que los unía. Uno y otro concentraban vista, pensamiento y todos sus sentidos en las finalidades que respectivamente se habían propuesto y en el botín en el que, una vez obtenido, hincaban los dientes y constituía en exclusiva su presente y su horizonte. Eran muy distintos pero iguales en la fijación de su capacidad perceptiva, y eso les permitía presentar, con tonos de sinceridad profunda, la realidad como a cada cual le convenía en cada momento que ésta fuese, sin el menor problema de fidelidad o verosimilitud. La imagen que verbalizaban y se había formado en su cerebro no entraba en ninguna contradicción con los hechos objetivos, ni con sus sucesivas afirmaciones, porque, con el automatismo de un tratamiento fotográfico, se había ajustado en origen al estricto marco de cada interés primordial, mecánico, nítido y perfectamente ajeno a la marejada de sentimientos, dolores, alegrías y vivencias de los que consideraban, aunque los interesados lo ignorasen, fragmentos de dos ejércitos El que le apoyaba y el que no
Las colas callejeras se habían multiplicado, aglutinados los puntos que veía en las aceras por inquietudes y necesidades. El mayor afán de ambos dirigentes se había centrado precisamente en evitar que sentimientos y percepciones reales tomasen forma, se materializaran en expresiones verbales que, de por sí, encerraban las armas peligrosas de hechos irrefutables y conceptos. Polpy, en ese sentido, había sido y era insustituible para Konfinátor, le había repetido hasta la saciedad que no había enemigo tan poderoso como una idea encerrada en palabras, sus vehículos transmisibles. De ahí el empeño, muy logrado pero que en aquellos malos días parecía en riesgo de resquebrajarse ante los tenaces embates de los hechos, de sustituirlas por una reducida y reiterada sucesión de imágenes recortadas sobre un fondo de incertidumbre, miedo y dualidad necesaria.
– No sé de qué te preocupas. -El Asesor de Asesores señaló a las filas de ciudadanos quejumbrosos, muchos con bolsas en las manos esperando recoger algo, otros comentando con evidente disgusto alguna noticia en un periódico enemigo o, quizás, la negativa a atenderles en un centro oficial cercano. Y añadió:
_ Cuanto más necesiten más nos necesitarán.
Konfinátor asintió, sin mostrar su habitual gesto de gran confianza. Tenía un repertorio de expresiones limitado respecto al que se atenía a lo que prescribían las circunstancias y las instrucciones al respecto. Polpy sintió cierta inquietud. Era hombre de reflejos y salto a las oportunidades. Tuvo la percepción rápida de que cumplía adelantarse a los acontecimientos. El terreno de batalla no les era propicio, luego antes de enfangarse más en la situación lo adecuado era dejar que se enfangase el enemigo, enviar al sacrificio a parte de sus tropas, dejando en la clandestinidad victimista una reserva, y cambiar rápidamente de escenario. Tiempo habría de reemplazar la tarjeta de embarque por el laurel.
Hizo ademán al Presidente de sentarse a la mesa, y le dijo:
– Necesitamos una guerra, otra guerra.
-. ¿Cuál? No podemos montar otra aquí, ahora. Ya la teníamos, siempre la hemos tenido: Pobres-Ricos, Derechas-Izquierdas, Progresistas-Reaccionarios, Fascistas….
– No, hombre. Otra guerra.
– La tenemos. La Civil del 36, la de siempre, siempre ganándola.
– Hazte a la idea de que eso está muy visto. Renovarse o morir.
Polpy sacó un fajo de papeles de una de sus variadas carteras ministeriales y explicó a Konfinátor, que parecía desconcertado y alarmado incluso y se había aflojado la corbata, siempre roja:
– He escogido, de esta lista, varias alternativas extremadamente oportunas. La primera: Declaremos la guerra a Australia.
Konfinátor le miró con incredulidad. El Asesor Máximo no dejó espacio a la reflexión y entró en detalles:
-A Australia, sí, por supuesto. Tengo las estadísticas de la pandemia que hemos padecido y todavía no dominado. Pues bien, somos los peor valorados, el Gobierno más ineficaz que ha dado origen al mayor número de víctimas, millares de muertos y más de infestados. Australia, sin embargo, figura entre los países mejor situados al respecto. Esto es insufrible, ignominioso, una ofensa para la dignidad nacional (así habrá que presentarlo). Guerra a Australia.
El Presidente parecía desconcertado pero no dejaba de atraerle la opción. Era amigo de golpes de efecto que no requiriesen profundas reflexiones, estudios ni acuerdos y en su mente se movía junto a la mesa de un casino en el que él desbancaba a sus rivales con apuestas imprevistas. Decidió introducir un factor que demostrara sus dotes estratégicas. A veces precisaba mostrar a Polpy que su Asesor no era el único ideólogo del tándem que formaban, y también él tenía conocimientos y capacidades estratégicas.
– Australia está lejos, bastante lejos. Eso es una ventaja para esquivar el seguimiento bélico y presentar a la población inevitables gastos de logística y transporte.
Polpy añadió, tras un breve y simbólico aplauso:
-Mientras le declaramos la guerra, planteamos su desarrollo y redactamos condiciones para que se avengan a firmar una paz honrosa y rectifiquen su estadística comparativamente ofensiva, es muy probable que la situación aquí nos permita volver.
– ¿Y las demás opciones? -inquirió Konfinátor.
Polpy sacó un nuevo folio de otra cartera:
– Sabrás que se duda sobre el estado de salud, e incluso se especula acerca del fallecimiento, del Líder Supremo de Corea del Norte. Es una ocasión. Necesitarán un reemplazo y, como entre ellos las relaciones de los posibles sucesores son tensas, podemos postular perfectamente al puesto. Tanto más cuanto que somos hermanos de ideología.
– ¡La guerra a Corea del Norte! Ésos tienen misiles nucleares. Ni te lo pienses, y que no salga de aquí la idea. -el Presidente miró a su alrededor en un gesto instintivo de búsqueda de micrófonos ocultos.
-No, hombre, no -le tranquilizó rápidamente su Asesor en jefe- De guerra nada. Al contrario. Allí hay serias posibilidades de que el puesto presidencial se quede vacante. Con mi asesoría ideológica, tus antecedentes y tu prestancia no dudo de que estarían encantados.
Konfinátor parecía dudoso pero no descartaba la posibilidad.
Fue hacia la ventana. Las inquietantes colas de gente aumentaban. En Corea del Norte no hubiera pasado. Polpy, que cuando tenía una propuesta no soltaba presa, se situó junto a él. Durante unos instantes ambos se deleitaron con la misma idea: Les surgió el recuerdo de las imágenes televisadas de los funerales del líder norcoreano padre del actual, y se vieron, con un placer rayano en el éxtasis, rodeados de una multitud que lloraba a gritos y a lágrima viva su ausencia mientras un eficaz cuerpo policial apuntaba, para denuncia y severas represalias, a los que no habían mostrado su dolor lo suficiente.
– ¿Más opciones? – preguntó Konfinátor.
– Alimentar mejor las guerras de aquí. Las que nos salvan siempre.
Rosúa
Madrid, 16 de mayo de 2020
La luz roja
Nada o bien poco es la epidemia del virus, de alcance y duración limitados pese a todo, en comparación con el golpe de Estado fáctico que se va imponiendo sobre una ciudadanía anestesiada y paralizada por el miedo o inmovilizada por el recurso a la fuerza. Un miedo inseparable de la calculada incertidumbre, la arbitrariedad, la ignorancia y una dosis de simple maldad nada desdeñable de los que se han aupado hasta el Gobierno. Prácticamente en horas veinticuatro la vida de cada cual ha dependido solamente de las decisiones de lejanos jefes, su encarcelamiento y control es completo, la red de denunciantes capilar porque de cada uno se ha hecho el potencial causante de la agonía de los otros Las antaño fuerzas de protección civil se han mudado en hombres de mano del cacique, los antes mayores y ahora viejos eliminables pueden, deben morir, y, sin gasto de energía en silla eléctrica. Bastará con ordenar en cualquier momento su ingreso en un hospital donde atraparán ciertamente el agente del contagio y se les dejará perecer de asfixia porque no valen la pena. Todo asomo de dignidad, valentía y derechos se ha perdido. El miedo ocupa hasta el último resquicio de vida y libertad, sin justificación proporcional alguna con la profilaxis real y la pandemia. Simplemente se ha aprovechado la circunstancia para convertir, terror y propaganda mediante, a la población completa en un ganado manso, sumiso a cualquier obediencia, ansioso de besar la mano que le arroja algún breve alivio y de mirar con reproche al que ose criticar la norma.
Con el empleo a grandes dosis del instrumento del pánico avanza por España el golpe de Estado fáctico, vencedor por incomparecencia de contrarios, y hace de ella un campo de concentración, incrustado entre normales democracias europeas y dirigido a toda máquina hacia un totalitarismo comunista tanto más peligroso cuanto que parece increíble, insólito e imposible a estas alturas. Pero no lo es. El país entero es un botín del inmenso robo planeado y efectuado con extrema rapidez antes de que se recupere el adversario. Es un golpe de Estado en toda regla con el que, mediante el temor, el control de fuerzas antes del orden y ahora a su servicio y la colaboración de tibios, logreros, estafadores, medios de comunicación y mafias sociopolíticas diversas, se devoran cada día y con cada disposición enormes trozos de libertad, hasta no dejar de la estructura democrática y la Constitución sino la fachada y las cáscaras verbales.
La indispensable arma del miedo se maneja en volúmenes descomunales, potenciada por el nada inocente anuncio de que España tiene un muy bajo índice de afectados. Esto significa que la mayor parte de los ciudadanos carece de defensas y, por lo tanto, el mensaje subliminal es claro: No puede recuperarse la libertad, nunca en la práctica. No habrá derechos, ni movilidad ciudadanos ni se cumplirán las leyes porque el país entero estará indefinidamente sometido a lo que los dirigentes dispongan. A la inversa actúan los demás países civilizados. El Gobierno alemán alertó desde el principio de que más de un ochenta por ciento de la población iba a pasar por el contagio, y ahora recuperan sus libertades y sus vidas. En sentido opuesto, al Gobierno de España le interesa mantener en estado de perpetua zozobra a la gran mayoría de los habitantes, sin defensas y en espera ser fatalmente infectados.
El golpe de Estado oficioso está en marcha, y a marchas forzadas. Ha dispuesto por omisión impunemente de las vidas de miles de ciudadanos, desprecia y segrega según la edad que se tenga, acostumbra a la sociedad a participar y a hacerse cómplice de hechos y actitudes arbitrarios, ridículos, criminales y cobardes, destruye democracia y derechos, impone como formas de ser aceptables y habituales la mentira, la represión, el odio y la envidia. Se ha encendido la luz roja. Y es de verdadero peligro al lado del cual el virus, transitorio y no humano, se reduce a un desdichado accidente que ha sido y es utilizado para envilecer, dominar y hundir en el totalitarismo de baja estofa y en la miseria moral, cívica y económica a toda una nación.
Rosúa
Madrid, 23 de mayo de 2020
¿PARA CUÁNDO LA ESTRELLA AMARILLA?
¿Para cuándo la estrella amarilla? Porque esto no es inocente. Nadie es tan imbécil como para no advertir que, si decreta que los mayores de setenta años son “personas de riesgo”, el vulgo lo que va a entender, no es que la enfermedad sea en ellos más grave, sino que la transmiten más. Y el aparente estúpido benéfico sabe bien que, si ordena para ellos horas y zonas especiales, los está reduciendo a la categoría de leprosos, de no-personas normales con sus derechos. El fabricante de ghettos ya tuvo buen cuidado de reemplazar “tercera edad” y “mayores” por “ancianos” y “viejos” = desechos contagiosos. Sabe que le aplaudirán los que consideran que esos nuevos judíos sobran para así dar paso a los de cuarenta años. El sicario solícito no ignora que esas gentes a eliminar -por miles en las residencias o en la soledad de sus casas- o a encerrar y sacar vigilados peor que un perro tienen memoria y no votarían a sus jefes. Y sabe que es rentable azuzar, junto con el miedo, los peores instintos de la masa.
Venga, valientes. Yo, que me he recorrido y sigo recorriendo, sola, más de cien países y he escrito varios libros, yo, que os desprecio infinitamente y desprecio que hayáis envilecido el mío hasta tal punto, os reto desde aquí a algún tipo de confrontación intelectual con un no-judío actual, es decir, el de menos de setenta años que os plazca.
Y de paso echamos un vistacillo al currículum vitae.
Mercedes Rosúa
BAJO LAS TERRAZAS
Madrid, 30 de mayo de 2020
El hervor de conversaciones que buscan imponerse en el intercambio confuso de sonidos, los saludos, risas y gestos que desbordan el brocal de de cada rostro, la ansiedad de ocupación de las terrazas y el flujo de nuevos adictos al deporte y al paseo acotado y dirigido han cubierto, con la rápida inconsistencia del subir de la leche, las calles recién autorizadas, con limitaciones y reparos, para una apariencia de vida normal.
Pero no lo es. Se ha abierto una brecha, se vive un paréntesis. La sociedad no es ni será ya una. Tiene defraudadores nefastos y visibles en su misma cúpula contra los que ni se atreve ni apenas sabe protestar, castrado el ánimo por el reparto masivo, bajo un confinamiento insólito en Europa, de un miedo a la muerte ante el que toda sumisión es poca Y acepta mansamente dirigir su terror, agresividad reprimida y frustraciones hacia los que le han colocado como diana, cuantos han sido, por su fecha en el carnet de identidad, etiquetados con el marchamo de viejos e, implícita y falsamente, peligrosos. Ha vivido, y vive, la experiencia de su pequeño Holocausto, de sus judíos light al alcance del comisario vocacional. En su gran mayoría, aplaude el nuevo apartheid, siguiendo el ejemplo y consigna del que ocupa el poder, al que prefiere seguir considerando el bando de los Buenos en la ancestral dualidad sin la cual en España no se sabe vivir, hablar ni pensar. Se necesita abrigarse en uno de los dos rediles imaginarios y celebrar, con el pastor magnánimo, que le aflojen la cadena y le permitan algún tiempo de asueto.
Mientras, los ganadores de la única dualidad real, la de Parásitos y no Parásitos, los de la guerra y el maniqueísmo inventados al efecto, ven llegada su gran oportunidad y prosperan.
En estas islas de euforia no hay una sola referencia a los recientes y aún frescos y humeantes horrores, no se desliza crítica disonante alguna, ni reflexión ni constatación siquiera respecto a que su país, cuyo nombre, símbolos y lengua prefiere se omitan, sea ejemplo mundial de negligencia y mortalidad proporcional. Ni la más leve alusión a cifras incontestables y a víctimas que no son debidas al carácter global e impredecible de la catástrofe ni a la torpeza inocente sino a la política de propaganda y a la ambición gubernamentales, al ensayo general totalitario gracias a la oportuna plaga. La libertad, la dignidad, el respeto en igualdad de las personas por el simple hecho de serlo, están ausentes. En las aceras acompaña a los brindis y a las voces el reverso de un silencio oscuro, el vacío sobre la selección y abandono de aquéllos, miles a los que por su edad se les ha cosido la invisible estrella amarilla de apestados. Los que en otros lugares serían ciudadanos son en España grupos segregados, reducidos a ghettos espaciales y temporales, o cadáveres que, al parecer, a nadie importan. Tan sólo cuenta el consumo febril y agradecido de la ración de ocio ofrecida por el Jefe, las tapas y el silencio en cuanto a temas desagradables, inoportunos, que son empujados, con las migajas y desinfectante, debajo de la mesa
Los bares con terrazas son islas afortunadas y, como las sillas, objeto de codicia. En ellas se arracima la nueva aristocracia de los jóvenes, la tribu victoriosa sin batallas a la que, por el simple hecho de haber comenzado a existir recientemente, todo se le debe. Suyos son el territorio y el festejo, cualquier futuro, de años o de minutos, cualquier vida. Ya no forman parte por igual, por vez primera, de la especie humana todas las personas. La peste, repentina como un hacha, ha multiplicado su mensaje por y en todos los medios como jamás había ocurrido con plaga alguna, ha segado, arrinconado, barrido a miles de habitantes, sin que en apariencia se repare en ello, sin que se perciba el menor hueco ni el discurso oficial despierte reproche, repugnancia o risa, sin que en el jolgorio, anécdotas y relatos sólo atentos a las relaciones inmediatas se abra la ventana más mínima, por casualidad, con vistas a muy distintos horizontes, al páramo, inexplicado del muy reciente horror, al juicio inapelable de los datos y cifras que tienen un origen, una causa, rostros televisivos, nombres, cargos, sueldos, manos.
Nada importa ni existe fuera de la homogeneidad del risueño paisaje, del remanso de gozoso intercambio y de exhibición del triunfo incontestable de la gran tribu de cuantos, por su edad, no han sido incluidos en la leprosería. El archipiélago de terrazas y bebidas, envuelto y acariciado por su marejada de fiesta, y por los mimos del poder más fácil, ignora en sus círculos de platos y vasos, de ropa al fin de estreno y de intercambios, la corriente cansina, silenciosa de aquéllos que enfermedad y muerte han desdeñado y que pasan con cierto aire de excusa de estar vivos, de ocupar todavía algún espacio. Es la corriente de edad casi prohibida que por primera vez se sabe ganado de redil y matadero, miembros del no-personas que ha pasado a ser última clase, excluida del mundo de la estética y la imagen.
Se vive intensamente en las aceras. Y esa intensidad no es alegría, no es el normal alivio tras encierro ni el derecho vital recuperado tras la larga victoria. La ebullición triunfal es un paréntesis, cada cual en su círculo, en su esfera, en la burbuja que no roza nada que estorbe a sus colores irisados. Debajo de las sillas y bebidas hay una grieta, un espacio profundo en el que reposan, ni vengados ni siquiera aludidos, miles de fallecidos, agonías de asfixia y soledad, indefensiones, de un silencio brutal que tiene origen y rostros de quienes nunca los miraron ni los visitaron ni afirmaron siquiera, con gesto de dolor, que merecían duelo y atenciones. Sobre cada abandono hay el brillo insultante de una corbata roja inalterable, del dirigente que nunca los citaba, del que jamás fue a verlos, del que callaba para no nombrarlos.
Es todo un gran paréntesis, que encierra otros y a su vez habita en paréntesis sin los cuales el peculiar ganado ciudadano de los apriscos fijos, seculares, no sabría vivir. Es un lugar que no sale, como otros, de la plaga porque no es un país y bien lo sabe. Son racimos de charlas, de festejos, de despreciados y de segregados, de caras y de nombres que se evitan u olvidan, de trozos de holocaustos, de desapariciones digeribles siempre y cuando se acepten los discursos del jefe de la tribu y, enseguida, se ocupe un lugar en la terraza. No es un país. De todo se avergüenza. La memoria será la que le ordenen. Igualdad en asientos y en las tapas. Una vaga esperanza de propinas y de gratis total, el diploma automático, la subvención segura, casa, mantel y voto por supuesto.
Bajo las mesas un oscuro estrato de lo que no se habla ni se piensa. El antes y el después. En medio nada.
Rosúa
Madrid 7 de junio de 2020
En el bullicioso andén de Auschwitz.
Ya estamos a la altura de Alemania, al menos sí en el buen camino. No en el progreso económico, en el rendimiento laboral ni en en la seguridad ciudadana, pero sí en el remedo de la eliminación selectiva de los seres humanos, en la eutanasia y en la eugenesia, en el pequeño holocausto, con retraso, pero más vale tarde que nunca. Los mismos españoles que se vanagloriaban de su falta de racismo, de su horror y lágrima fáciles cuando veían en la pantalla los campos de exterminio, el gas zyklon y la masa de cadáveres judíos no han movido en su gran mayoría dedo ni lengua cuando del asesinato masivo de sus compatriotas se trata. Los señores diputados han escuchado, quizás con cierta incomodidad pasajera que no ha afectado a su puesto ni a a su sueldo, el relato a más no poder reciente y verídico, de cómo los médicos -da cierto rubor escribir la palabra- iban por las habitaciones de residencias señalando a los que había que dejar morir con dosis de morfina. Y ni uno solo de los diputados se levantó y abandonó con horror el Parlamento tras acusar al Gobierno en pleno, sumo e inexcusable responsable de una de las mayores negligencias homicidas que registra la Historia, de millares de muertos. Nadie en la España de 2020, ese pobre país que se avergüenza de llamarse nación y decir su nombre, se horrorizó visiblemente, renunció a cuanto hubiera que renunciar y denunció, desde la cortaba roja y festiva con la que el Presidente alardeaba de su indiferencia hacia el holocausto light, hasta el último de los apoyos silentes que permitían tamaño espanto, pasando por el visir apalancado en su escaño y su riqueza reciente, impasible el ademán mirando siempre al frente para no ver atrás el montón de cadáveres que ignora.
El nuevo andén de Auschwitz está concurrido, en él se apiñan cuantos sobrepasan los setenta años. En terrazas próximas reinan el bullicio y la indiferencia respecto al andén de enfrente. De los vagones que son cuartos de residencias y de pisos particulares descienden o se resisten a descender multitudes que han sido nombradas globalmente ancianos, sinónimo de enemigos del pueblo, infecciosos, peligrosos y desechables. Bajan a trompicones, en su mayoría no se atreven siquiera a protestar ni llamar la atención. Han interiorizado su sentencia, la premura inminente de su asesinato legal en soledad y sin el menor recurso. Ha sido uno de los más rápidos procesos de pena de muerte jamás dictados. Aturdidos, abrumados por el repentino cambio que les arrebata el derecho a la vida, los que se creían ciudadanos reciben la sentencia de droga terminal y, aunque alguno grita, su grito no llega al otro lado, el de los de menor edad. En él se celebra, con botellón y expectativas de diversión y paga próximas, el espacio dejado por los que se van transformando en humo de crematorio. En el lugar del bullicio y del olvido, según la doble selección avanza, oleadas de exentos de la muerte por decreto se unen a la alegría de la fiesta. Ninguno mira hacia el andén de enfrente, y reservan la lágrima para el maltrato a especies animales protegidas y para los crímenes raciales en América.
Los del marchamo de la solución final, sabedores de su suerte, antes se han resistido, se han escondido, en silencio, evitando sobre todo acudir a centro sanitario u oficial alguno, sabedores de que firmaban, al ser fichados, su sentencia, que la nota con su edad y nombre era el pasaporte al exterminio, a la sala plagada de contagios, a la leprosería, a que se abominara hasta de verlos. Han pasado en horas veinticuatro de ser personas a categoría infame y perseguible. A nadie se ha degradado tanto en tan corto espacio de tiempo.
La capital europea del complejo, la indiferencia, y la envidia, a falta de mejores referentes, se afanó en los esquemas genocidas que cumplen pronto un siglo. Lo hizo en el formato restringido que le permitían las circunstancias, pero no ha dudado en recurrir a él en cuanto la ocasión se ha presentado, sin horror, sin escándalo, sin el más mínimo cambio en el Gobierno, sin protestas en prensa ni en las calles. De las peores brasas de Alemania, hoy país noble, rico, libre, España ha recogido su mezquina, apresurada, pequeña antorcha, el horario de trenes a la nada, el profundo desprecio de lo humano. A su medida de país que no merece serlo.
Rosúa
Madrid 19 de junio de 2020
Escuela de servidumbre
– Hay que obedecer a los que mandan.
El señor de pasados los cincuenta años está empeñado en demostrar, frente al vigilante del parque recién abierto, a la visitante que ha planteado preguntas y a quien quiera oír su elevado tono de voz su absoluta fidelidad a las órdenes del que esté arriba, el Presidente y adláteres, los cuales al fin y al cabo justifican cualquier disposición con el irrefutable argumento de que es para salvarle la vida, oportunísima variante, servida por las circunstancias, del “Es por su bien”. En el régimen de completa falta de libertades del individuo, súbitamente diseñado e indefinido y renovado según el solo criterio del Jefe del Partido, no ha lugar para críticas, razonamientos, discusiones ni denuncias. Cuando se ha colocado sobre las cabezas de la población una miríada de espadines de Damocles fabricados con los trozos de la espada que era símbolo de la defensa de la Justicia todo está permitido al Poder, la indefensión ciudadana es completa, la impunidad del núcleo directivo, que se ha alzado hasta la cima parlamentaria sobre una plataforma de populismos y espurias alianzas, es absoluta. La realidad, la Ley, la verdad no existen, se vierten en moldes y se trocean y distribuyen según conveniencia, el conjunto regido por la providencial causa de fuerza mayor y digerido y asumido, con mayor facilidad a cada hora que pasa, por un público que de ciudadano ha pasado a ser siervo, en una escala de degradación directamente proporcional a la delegación de espíritu crítico y libertades. El Bien se identifica con ese remedo de felicidad que es la sumisión al Dueño que garantice seguridad aparente, y la sociedad se desliza hacia un indefinido y variable Estado de Alarma sin otros límites que la imposición arbitraria y personalista del Líder y la identificación como “enemigos del pueblo”, útiles para verter la agresividad inconsciente acumulada, de cualesquiera que osen contradecirlo.
La servidumbre, en principio potenciada por la brusquedad de las drásticas y repentinas medidas tomadas al comienzo de la pandemia que han desarmado, de entrada, las defensas racionales y la capacidad de distanciamiento individual, irá luego por etapas. La parálisis inducida de toda actividad personal y laboral, la desmesura y sobreactuación gubernamentales y sus consiguientes y nefastos efectos sociales y económicos se verán blindados por su propia e inevitable dinámica totalitaria, por la imposibilidad de oposición y expresión debida al confinamiento, por el temor a males mayores y por la inseguridad y repentina ausencia de horizonte y alternativas viables. El individuo ha sido enterrado por una avalancha mediática y bajo ella, que se renueva cada día, permanece. Por supuesto, la gestión oficial podría y debería haber sido eficaz, las medidas adecuadas, la actitud gubernamental honesta y no centrada, como lo ha sido, en la propaganda y en las propias ambiciones. No lo fue en absoluto, ha reducido un país libre a un coto particular de servidumbre de cuyas parcelas Partido y Líder otorgarán franquicias según intereses y subarriendos y en el que han colocado, para esparcimiento de los vasallos, orquestas ideológicas ayunas de cualquier formación que sobrepase el recitado de los mantras de la moral única.
El señor del parque se ha descubierto una vocación de esclavo, que comparte cada vez con mayor número de adeptos a la delegación de los derechos y la libertad personales en pro del cálido refugio que les ofrece el Líder salvador a cambio de apoyarlo sin reservas, generalmente en un mundo dual, falso pero tan útil como fácil y primario. El señor que proclama su fidelidad es, sin saberlo, un fenotipo, una fotocopia que se ha multiplicado y esparcido progresiva y abundantemente según ha transcurrido la pandemia. La fotocopiadora, la grande y prolífica máquina, se diría que ha enloquecido, y derrama sin cesar, y sin límite alguno, consignas, canciones, exhortaciones, jaculatorias triunfalistas, laudes familiares, maitines new wave, boletines de noticias seleccionadas, pulidas y tratadas para que se adapten al marco preceptivo de la bondad de los superiores y el mal pasajero. La profilaxis ha sido convertida en una sembradora frenética de miedos, resignación, sumisiones y ríos de dulzona salsa que confluyen en el agradecimiento al Líder. Ningún absurdo podrá ser calificado como tal, ninguna mentira denunciada, Para demostrar adhesión, gratitud y fidelidad al Jefe todos los asentimientos y obediencias serán pocos, y preceptivas las indignaciones, las ráfagas de reprimida violencia que se descarguen contra el discordante. Porque siempre el ataque al semejante que destaca y que rechaza pastor y rebaño es proporcional a los extremos de servilismo al opresor.
El hombre de escaso pelo gris habla con el guardián del parque, el mínimo, pero, a fin de cuentas, representante de la autoridad que ha encontrado, y, tomando como auditorio al peatón más próximo, profesa fidelidad a todas y cada una de las normas, a la lista kilométrica de prohibiciones que vetan servicios públicos, bancos, pistas, carreras, paradas, comentarios. El denso público ha acudido al reciente y glorioso evento de la apertura de la verja, tras meses de privación de césped, setos y árboles., y discurre, en denso flujo al que está vetado tanto detenerse o sentarse como apresurarse en exceso, por los carriles permitidos, circulares, evocación de un Dante diurno y urbano, un Dante sin atributos que agradece el segmento de asueto. El público ha deglutido, sin mayor esfuerzo, la segregación, para miles con efectos letales, de una capa amplísima de la población en función de su fecha de nacimiento, ha rechazado darse por enterado del nunca antes visto apartheid e interioriza como natural el rechazo de personas que considera, gracias a una nomenclatura oficial ambigua y dañina, malsanas. El ciudadano, en su mayor parte, ha comulgado con fragmentos del Estado de Alarma cortados a su medida, y se hunde blandamente, entre los aplausos del Dueño, en una degradación que, a trueque de un aparente plus de seguridad, le hace cómplice e incluso le promete gratuidades y dádivas que, en el fondo, se saben de ficticio cumplimento y que le harán pobre, dependiente y miserable.
La democracia tiene la molesta característica de plasmar en resultados y en números lo que una comunidad realmente es, no lo que dice ni lo que pretende ser, por sus propios merecimientos y decisiones. En el caso español, se trata de un país en el que la dispersión tribal y la envidia no le permiten serlo, avergonzado de sí mismo y con fuerte querencia de cacique, una desdichada excepción en el conjunto de las naciones, entre las cuales sólo por inercia y nominalmente como tal figura. No es ni quiere ser nación a la par de las europeas y no europeas, como ha demostrado de forma palmaria en las elecciones. Tuvo un periodo digno de tal nombre, hasta los años ochenta del siglo XX y entró luego en un proceso de disgregación y abominación de sí mismo. En estas primeras décadas del XXI no pasa de enjambre de intereses fiel reflejo de una población sin conciencia general ciudadana ni interés por la verdad o por escala real alguna de valores, un colectivo que puede mostrarse solidario por momentáneos impulsos afectivos pero que luego carece de coherencia, exigencia moral y reflexión intelectual, dado posiblemente a chispazos de aspiraciones y logros positivos de cuya fugacidad dan muestras el olvido de la pasada envergadura de aspiraciones y la altura de miras que dio origen a su Constitución.
El filtro inverso que potencia lo peor y a los peores, ese peligroso envés de la democracia, se ha visto apoyado en España por un inesperado y providencial socio, cortado a su medida y similar al General Invierno, que hizo perder la guerra de Rusia a los alemanes durante la II Guerra Mundial. Aquí se trata del Capitán Miedo, con mando en plaza pero que al formato de la gestión española se queda en Cabo Chusquero. Ninguno tan eficaz cuando se quiere reducir a la nada las defensas, físicas y sobre todo psicológicas de los ciudadanos, cuando se pretende transformarlos en horas veinticuatro en una masa acobardada y dispuesta a asentir y someterse a cualquier iniciativa del Gobierno, por absurda, torpe, contradictoria y desmesurada que ésta sea, so pretexto de salvar sus vidas. El Capitán Miedo ha hecho sonar el toque de queda y se reserva la potestad de imponerlo siempre que lo desee. Con su vigoroso respaldo todo, absolutamente todo, está permitido al Partido y su Presidente y éste sabe que no habrá objeción alguna, y ni siquiera extrañeza ni comentario, por muchas contradicciones sucesivas, empecinados silencios y completa ausencia de credibilidad de sus afirmaciones. El Líder puede estar seguro de que será votado, aplaudido, alabado sean cuales fueren sus discursos y actos, que la ruina económica, la fragmentación y desmembramiento nacionales y el reparto como botín, entre amigos y afines, de presupuesto, territorio y cargos no hallará resistencia, porque el espacio cívico lo ocupa, en apretadas filas, el destacamento del terror y desconcierto, de la ansiedad e incertidumbre al que ha abierto las puertas el manejo interesado de la pandemia con su cortejo de indefensión y silenciado pánico. El Capitán Miedo ha reemplazado la realidad, la evidencia de datos, comparaciones y análisis por la única perspectiva de una mente genuflexa que ha renunciado a sus derechos y sólo busca líder, salvación y olvido, como si no hubiesen existido jamás, de las víctimas. Bajo la euforia aparente del gran peligro que se considera pasado y el alivio comparativo miserable de no pertenecer al sector de población con más posibilidades de muerte, discurre la corriente subterránea de la segregación y la falsedad asumidas, de la ceguera voluntaria y la colaboración pasiva y culpable con disposiciones que se saben incompatibles con la libertad, la humanidad y los derechos individuales. Pero el Capitán Miedo ha ganado la batalla y ahondado la fractura invisible que separa y aleja al país de dudoso título como tal de los que sí lo merecen.
La servidumbre, aprovechando la pandemia, se ha instalado sobre un territorio que venía abonado desde hacía décadas, se ajusta sin esfuerzo a un esquema y directrices preexistentes, con algunos hitos señeros como la exhortación, masivamente seguida, a, tras un atentado terrorista que causó en Madrid centenares de muertos, manifestarse en contra y denigrar, no a los asesinos, sino al Gobierno legítimo. La escuela de servidumbre ha tenido su parvulario en el enconado y bien difundido odio a la jerarquía de valores, a la excelencia en sí, al individuo que vale, logra y posee por su propio mérito, se ha plasmado en el ansia de abatir cuanto y cuantos sobresalen, que probable e inconscientemente se plasma en la imagen de la destrucción en 2001 de las Torres Gemelas, ha florecido en libros de texto, en una Historia cortada a la más mezquina medida, en el empeño, propio de la seguridad de la propia bajeza, de reducir al mínimo común denominador la calidad y posibilidades de mejora personales, ha hecho masa con lo peor, lo fácil, lo que no pide esfuerzo, riesgo ni valía, removiendo los posos del cuenco de la exaltación sentimental y las brasas de rencores prendidos y avivados al efecto. La neolengua ha florecido en todo su sórdido esplendor porque es la que jalona el más fácil de los senderos, el que consiste en negar y destruir cuanto a la grey del poco valor y de la envidia sobrepasa, desde la civilización, derechos y logros del espacio europeo hasta a aquéllos que, con su valor, esfuerzo y hechos, forjaron una calidad de vida que luego ha permitido a la espesa maraña de parásitos medrar, bienvivir a su sombra y repartirse, hasta arrasarlo, aquello que nunca sembraron.
La Escuela de la Servidumbre ha hallado, sucesivamente, grandes e inesperados apoyos y extendido el desigual archipiélago totalitario por sociedades que habían pagado un alto precio por ser libres y que no ignoraban que los valores que hacen la vida cotidiana mejor y más digna exigen de continuo defensa, reivindicación y esfuerzo. Pasadas pocas generaciones, ese tejido se ha impregnado de una pulsión atractiva y suicida que es la antítesis de las anteriores aspiraciones pero ofrece excitación y, a los cabecillas y sus clanes, un muy buen vivir inmerecido y gran audiencia. Las tribus sin individuos pero con generosos ingresos y que disfrutan de popularidad y amable tratamiento mediático, las clientelas de la utopía, son la bendición de países totalitarios y francamente dictatoriales, de Rusia, de la China comunista y de los demás asentados en el oficial estado de alarma permanente. Y éstos esperan que progrese la creciente pedagogía de la escuela de servidumbre.
La espada de la Justicia se ha fraccionado y, para gozo de las dictaduras con aspiraciones o ya logros totalitarios. El área de los Estados de Derecho, que, mientras no se demuestre lo contrario, coincidía con Europa, parte de América y contadas, y valerosas, zonas de Asia, es un maremágnum de aspirantes a reyezuelos y coros y danzas parásitos que ofrecen a masas atemorizadas y, a ser posible, dependientes y empobrecidas el todo a cien y el victimismo subvencionado vitalicio. Con una ausencia tal de libertad y un grado de intromisión en la vida privada, de estupidez, pretensiones de control y explotación en beneficio de mafias dominantes como no se ha visto antes jamás. Potencias en las que se ha transmutado el antiguo comunismo sin perder un ápice del origen que a sus sistemas define no aspiran a mejor escenario mundial que al de un Occidente sin libertades individuales, derechos ni valores, acrítico y manso comprador de sus productos, dirigido por franquicias populistas a su servicio y enjaulado -ése sí que es peligro planetario- en redes informáticas. Ya no hacen falta costosas invasiones militares; sólo convencer a los invadidos.
La pandemia puede actuar, y está actuando, como un catalizador en el que confluyen, desde antes del virus, tendencias, explosiones e implosiones que llevan a la servidumbre. Pero, si la espada de la estatua garante de Derecho y libertades está hecha trizas por desistimiento de defensores, aún queda la balanza de la justicia, los dos platillos donde se sitúan, por instintivo reconocimiento, el bien y el mal. Los países democráticos van a tener, más allá del silbato del Capitán Miedo y el Líder de la imagen única y la mentira impune, lo que se merecen, el platillo que escojan y que se inclinará hacia la sumisión o se alzará hacia dignidad y libertades, según donde se sitúe mayor número de población con una mejor conciencia del precio y riesgo de los valores y de una calidad de existencia a la que no ha sido fácil llegar pero que, desde luego, es la que vale la pena.
Rosúa
Virus Víctor
De Circe a Pinocho
Tratar a la gente como al enemigo puede ser peor que la pandemia. Es a lo que el virus y sobre todo la manipulación del miedo que despierta han abierto las puertas. Se trata, una vez más, del viejo sueño totalitario que, unido por la coyuntura temporal al imperio de la imagen, puede ser letal haciendo de la sociedad un lugar invivible para los individuos con pretensión de libres y poseedores de cierta dignidad y exhibiendo como prototipo un maniquí de cartón piedra prefabricado cada día a golpe de circunstancias.
La regresión está servida, de Circe, que transformaba a los hombres generalmente en cerdos -animal no desposeído de alguna inteligencia y de gran utilidad- , a Pinocho, quien, ya entrado en la edad moderna, pasaba de narigudo a borrico por sus propios méritos y decisiones y por la elección como mentor, no del sabio y bondadoso Gepetto y del atento Pepito Grillo, sino del embaucador que ofrecía un panorama sin fin de golosinas que desembocaba en la completa transformación de los niños (ahora población infantilizada) en bestias de carga vendibles al mejor postor.
El timador que enarbola el virus en la cartuchera no es sino pura imagen apetecible por talla, sonrisa soldada a un rostro sin resquicios de inquietud ni inteligencia, repetición incansable de la misma caja musical y promesas de gratuidad infinita. El Estado Postvirus promete en el mejor de los casos, porque del cerdo todo se aprovecha, la mutación de Circe, en el más probable la de Pinocho, un ganado medroso hecho al ronzal y los rediles y ansioso de identificarse y mostrar su apoyo a la imagen, multiplicada por todos los espejos a todas las horas, de un aparente humano ajeno a la fealdad, la vejez, la incertidumbre y la muerte.
A los Gepettos y Pepitos Grillo ni los hay ni se los espera, porque, de existir, se ocultan con prudencia y sólo les cabe esperar a que pase, si es que pasa, la ola regresiva. Mientras, ven aumentar, entre el general asentimiento a las mutaciones, las orejas de asno y el paso de la voz y el discurso humano al rebuzno, al que inmediatamente se califica de lengua protegida y rasgo cultural. La imagen acartonada que resume el ideal imperturbable e invulnerable de admiradores y partidarios rezuma una pócima que, al estilo de la de Circe, potencia, en una suspensión de microgotas mucho más poderosas que la del virus, lo peor de cada ejemplar humano, que pasa de racional y responsable a frustrado aprendiz de comisario ansioso de demostrar sus méritos con excesos de celo y múltiples denuncias. Nunca algunos habían ofrecido y ejercido sobre tantos tales cotas de poder hacia mutaciones regresivas de extraña, pero no sorprendente, y nueva animalidad.
Rosúa
El País de No Pagarás
Había una vez un país en el que nada se pagaba nunca y esa era su divisa, su credo, su proyecto, su visión del futuro y su firme creencia de cuál había sido, o debería haber sido, su pasado. Cada mañana, a la que el sol salía, sus habitantes esperaban que iba a iluminar un territorio nuevo en el que, a diferencia de oscuros tiempos anteriores, no quedaría apenas rastro, como de un mal sueño, de los desagradables usos y costumbres de la era antigua, injusta y trabajosa. Se encontraría cada cual, en la misma proporción, calidad y peso, su desayuno, y así ocurriría con todas las pitanzas. De manera semejante, y según gusto, cercanía y apetencia, se instalaría cada uno, por horas días, años o semanas, en la casa que fuese de su agrado, desplazando, si necesidad de ello hubiere, a los ocupantes. De igual forma se procedería con la vestimenta, vehículos, objetos y con cualquier tipo de servicios.
En el País de no Pagarás se valoraba, sin embargo, en extremo la consecuencia, de manera que el conjunto, de los mayores a los menores actos, correspondiera estrictamente a la divisa. Hubiera sido de abominable mal gusto y de reprobación unánime la exigencia de algún tipo de contrapartida para ocupar oficios, trabajos, cargos, ocupaciones de cualquier índole. Se entraba tranquilamente en el despacho, sala, aula, consulta, obra, centro de cualesquiera operaciones, y de la misma forma se abandonaba, como era frecuente, en breve por fatiga o hastío, o por exigencia del siguiente ocupante. Grandes dispensadores de lo que se vino a llamar, por pura estética ya que así figuraba en la letra gótica de las introducciones, títulos se situaban en zonas ajardinadas que ocupaban espacios que otrora se llamaron universitarios. En cada máquina bastaba con la impresión de la palma de la mano para que aparecieran sucesivamente, a elección del consumidor, diplomas diversos de la categoría que se deseara. No existía, lógicamente, la menor contradicción en el número de sus poseedores puesto que aquellos decorativos documentos en modo alguno implicaban conocimiento ni especialización de ningún tipo ni eran, en el feliz País de No Pagarás, remunerados o exigidos. De hecho, cada mañana el césped aparecía sembrado de ellos hasta que eran oportunamente dispersados por el viento.
Las reuniones nunca eran de menos de mil individuos y transcurrían en un cordial intercambio de abrazos y besos animados por la afectuosa consigna “De gente a gente”, en un clima de homogéneo disfrute de la seguridad en la homogeneidad y gratuidad de los días y en la certidumbre de que, en cualquier caso, jamás existirían diferencias ni remuneración alguna entre los miembros de la “gente”. De hecho, se había borrado del léxico como obsoleta la palabra “envidia” puesto que en No Pagarás carecía de sentido. El vocabulario había experimentado un sano proceso de adelgazamiento, perdido buena parte de la grasa verbal que obligaba a manejar sutilezas y múltiples significados que incomodaban en las vastas reuniones a los asistentes. Cabía incluso el peligro de que el entramado de conceptos y palabras los llevara a hacer un esfuerzo, lo que chocaba frontalmente con los principios y leyes en vigor
La vida social y política era en No Pagarás mucho más animada de lo que hubiera podido suponerse. Cada día se fabricaban y exhibían un pasado y un futuro nuevos, con personajes, preferentemente colectivos, cortados a la medida de “Gente”, intercambiables y por encima de todo en absoluto susceptibles de despertar inquietudes de emulación ni desazón comparativo. Se trataba de un divertido pasatiempo semejante al de ir incrustando diminutas piezas en el tapiz de un rompecabezas de grandes dimensiones al que se debían adaptar, sin perfiles discordantes ni aristas, las figuras del pasado que desordenadamente fueran surgiendo y las que pudieran añadirse en el tejido futuro de la nación dichosa repleta de gente bienaventurada. País feliz hasta tal punto que ni siquiera lo turbaban arcaicos recuerdos de la vieja nomenclatura o asuntos de trámite respecto a los vecinos. Ningún rasgo ni símbolo comparativos eran en él aceptables por cuanto implicarían contrapartida de atención y esfuerzo, conocimiento del pasado y enojosas categorías, tanto tiempo ha abolidas, de valor y mérito. Bajo la guía paternal de “Gente”, se habían repartido hacía mucho tiempo fragmentos de fronteras, accidentes geográficos, hablas, flora, fauna y fenómenos atmosféricos, y se hablaba con temor y hostilidad, en voz baja con tono y miradas huidizos, del tiempo oscuro de las diferencias, los esfuerzos, la obligatoriedad de tareas y los pagos. Luego se elevaba la mirada agradecida hacia el cielo homogéneo, sin nubes, tormentas ni pájaros, del infalible salvador Gente, incorpóreo y semejante a una acogedora cúpula de mullidos materiales.
Los países de la comunidad Pagamos se habían acomodado sin esfuerzo al trato con el apéndice extemporáneo que representaba el País de No Pagarás. Atravesaban sus inexistentes fronteras, pasaban en él temporadas extremadamente gratas y disponían ventajosamente de cuanto les parecía oportuno. Disfrutaban de lo que en él les apetecía, enviaban a los aborígenes indispensables pero bien calculados suministros, les impedían cortésmente el acceso a sus propias naciones exteriores y a los beneficios que en ellas sus ciudadanos pagaban y de los que, lógicamente, disponían, y controlaban la situación de modo parecido a los grandes complejos hoteleros: Cada habitante del País de No Pagarás llevaba una pulsera electrónica con la que se medían gastos subvencionados por los de Pagamos. Así las naciones vecinas del País de No Pagarás se solazaban satisfechas y con saldo favorable en el vecino parque temático que, por añadidura, ofrecía a los visitantes románticos e inquietos un placer especial, de lo distinto, mezcla del sabor de lejana tribu, de las utopías idílicas de las viejas historias y de la seguridad de la pitanza. Con un deje añadido a la satisfacción por la propia generosidad cuando se han dejado unas monedas al pobre de la esquina.
En el País de No Pagarás la gratuidad absoluta no impedía, muy al contrario, una intensa vida política. Los miembros del núcleo Gente Para La Gente recibían de por vida el más generoso estipendio en especie conocido tras una estancia, por efímera que fuese, en el cargo, y tal bienaventuranza manaba y se arremansaba en nucleolos, como GMG (Gente Más Gente), JP (Jamás Pagar) o VV (Víctimas y Víctimos), que, por serlo, tenían garantizada la continuidad vitalicia de su mirífica situación. Eran seres tan fugaces que apenas se recordaban sus nombres, pero se consideraba indiscutible la consideración que se les debía, que se cimentaba en la sólida, inalterable, inamovible decisión colectiva de no pagar jamás, de la cual se consideraba a Gente Más Gente encarnación y garante.
Rosúa
DAÑOS COLATERALES
“¡Ojalá acabe en un hospital!” A voces, sin venir a cuento, en el vestuario de la piscina de un centro deportivo de Madrid que se esmera en la higiene, una mujer joven se ha colocado de repente a unos centímetros de otra que no lo es, la acusa de no llevar mascarilla y, entre otras invectivas, grita estos buenos deseos. La mujer mayor está secándose tras salir de la ducha, en su cubículo sin nadie a los lados y frente a su taquilla. Naturalmente es imposible llevar mascarilla en esa circunstancia. La explosión de agresividad, violencia e histeria es absolutamente gratuita. Pero no por irracional menos explicable. Consciente, inconsciente, estúpida o estratégicamente se ha hecho todo para fragmentar a la población y someterla haciéndole asumir una segregación a veces en apariencia protectora pero que, en la práctica, la ha envilecido llevándola a asumir una segregación.
Caza, acoso, rechazo, denuncia del viejo que ya no es es “mayor” sino anciano, ramas secas que que sin embargo aún consumen agua, alimentos y recursos y el virus benéfico ha venido, enviado por la sabia Naturaleza y el Dios Planeta, a podar. El subconsciente colectivo se va empapando del mensaje de las dos clases: Juventud sana, fuerte, hermosa y prometedora y Vejez inútil desagradable, fea y parásita de los bienes que, lógicamente deben corresponder al sector (ahora edad sustituye a raza) elegida. Las circunstancias de la pandemia no sólo no han hecho a la gente más fuerte, sino que están haciendo aflorar en buena parte de ella lo peor. Están creando un clima malsano de animosidad, desconfianza irracional y agresiones impunes, bajo excusa del peligro sanitario, y, simultáneamente, de sumisión ante quien se ve como el dueño de la vida y la muerte. El ecosistema ideal para aspirantes a jerarca totalitario. La desdichada frase de “Los mayores son de riesgo” se ha interpretado, no como que en ellos el virus es más letal, sino como que lo transmiten más, lo que es falso. Precisamente la torpeza en consignas de segregación ha favorecido la impunidad y actitud irresponsable de los jóvenes, que se ven dueños de un reino que, mientras no demuestren sus méritos, no se les debe.
Pero como los humanos no somos una camada de lobos (aunque, regresión mediante, se hagan méritos para ello) y su éxito como especie se debe a órganos más arriba de las patas y el brillo del pelaje, pongamos el cerebro y los recovecos de la memoria y la conciencia, la progresión e implantación de los daños colaterales pueden ser mucho peores que el virus.
ROSÚA
Madrid, 24 deagosto de 2020
“El gran carnaval” versión española.
Hay que montar un gran carnaval centrado en el espectáculo y aglutinado en el jefe y su entorno como núcleo y símbolo de sentimientos e imágenes positivos. Debajo, una finalidad totalmente espuria: Lograr, afianzar y monopolizar un botín económico y social. Ésta es, a partir del accidente ocasional de un hombre atrapado en una mina aprovechado por un inteligente y ambicioso periodista sin escrúpulos, la trama de una película de 1951 de gran actualidad, dirigida por el genial Billy Wilder: “Ace in the Hole”, traducido (y no mal por esta vez) como “El gran carnaval”. En ella sólo había un muerto, asesinado en realidad por la innecesaria prolongación de su rescate, forzada por el periodista para aumentar el morbo y la cotización de sus artículos, por el el sheriff corrupto, que busca popularidad y reelección, y por la indiferente y codiciosa mujer de la víctima. Acuden masas y medios de comunicación al espectáculo, del cual el periodista se ha asegurado la exclusiva. Pero ese villano, Kirk Douglas, se redime con un final noble.
En España el montaje tiene como pedestal miles de muertos silenciados e innumerables seres humanos segregados y a veces abandonados y condenados a causa de su edad. El foco mediático se centra en el Presidente Líder, que tiene que ser fuerte, en flor de madurez, fotogénico y jamás asociado ni en imagen ni en actividad algunas con la enfermedad, con los ancianos (ya no hay “mayores”), la fealdad, los infectados, los hospitales y la muerte. Véase la pandemia de 2020, en la que el Gobierno español se lleva la palma de la desastrosa gestión y manipulación mediática., Nunca, ni él ni los suyos, el consejero áulico y su alter ego en la Presidencia, los visitaron, no evitaron en el momento oportuno las grandes manifestaciones creadas ad maiorem gloriam suam, (ningún muerto vale perder minutos de televisión y propaganda). Vistieron alegre corbata roja, atuendos deportivos, simpáticos disfraces de ganador de concursos televisivos acordes con la sonrisa equina y el rostro pétreo. Promocionaron, como si de una feria se tratase, canciones, bailes, gastronomía casera, historietas, chascarrillos y gozo juvenil. La triada que controla la visión popular de la plaga promocionó, como si de una feria se tratara, canciones, bailes, gastronomía casera, chascarrillos, historietas y actividades de vital gozo juvenil. Detrás, en una silenciosa fosa común mediática, se van apilando las víctimas.
El botín ahora es enorme, incomparablemente superior a los pocos miles de dólares de Kirk Douglas. Es nada menos que el presupuesto, cargos, medios y fondos de un país entero. Y la asimilación de los aguafiestas críticos y de los escasos que se oponen al robo incluye, naturalmente, como desde hace décadas es norma en España, el chantaje habitual con metralletas cargadas de denuncias de facha, reaccionario, derechista por parte de los que desde los años ochenta viven del lucrativo negocio del antifranquismo post mortem.
El Kirk Douglas de “El gran carnaval” es un personaje de una valentía y capacidad de honradez resplandecientes en comparación con la vileza de la maniobra en la España de 2020, que ha teñido de pasiva complicidad a buena parte de la población. Ha habido en el país presidentes y gobiernos malos, pero ninguno ha inspirado la repugnancia que el actual. Su espectacular fachada de ausencia de escrúpulos y de moral, su exhibición de egoísmo cerril y prepotencia huera y el feroz e incondicional apoyo del grupo Parásito, que es y ha sido el gran enemigo real y no la falsa dualidad izquierdas/derechas, son infinitamente más míseros que cuanto pudo imaginar Billy Wilder.
ROSÚA
UN MUNDO FELICÍSIMO
El tsunami de estupidez, densa, creciente, inagotable, avanza a tal rapidez que parece situarse sin esfuerzo a la altura de los labios, de los ojos, haber anegado totalmente el cerebro y paralizado en las extremidades cualquier acción defensiva, sin permitir siquiera la simple huida. Con perfecta tranquilidad un análisis socioeconómico anuncia el cambio inevitable de forma de vida al que no cabe sino someterse. El suplemento económico dominical [1]pontifica que baja de un irrefutable Sinaí la nueva Ley: nada volverá a ser como antes […] fin de la era analógica […] se acabaron las tiendas de barrio y la asistencia a las grandes superficies [… } se reorganiza el ocio, con una vida más casera […] Se acabó el tiempo no digital […] El mundo tal y como lo conocíamos en febrero se ha acabado. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y el virus por España, ahí tenemos instalados a una dictadura, Leyes, a un Presidente y a un Gobierno con visos de eternidad por imperativo telemático postmoderno. Nadie los ha elegido, ninguno los ha aprobado, es la maniobra más antidemocrática que imaginarse pueda de imposición general, irreversible, ubicua y absoluta, aupada, naturalmente, en la excusa de que cualquier asomo de alarma y oposición sería una retrógrada y absurda rebelión ludita[2] contra los avances de la ciencia. La destrucción de cuanto hay de grato en el vivir cotidiano exige el todo o nada, y goza como acelerador de un proceso previo de chantaje en una población habituada a la estúpida falacia del terror a ser tachada de no progresista- El anunciado robo es de una talla nunca vista e impresionante. Se sacrifica nada menos que la voluntad, el libre albedrío, los derechos más elementales y el vivir cotidiano del conjunto de los ciudadanos en el ara de la devoción a la existencia online, al puñado de empresas que la manejen y a los escogidos y nunca antes tan privilegiados núcleos gubernamentales y fácticos unidos a ellas. La España de 2020, en su desastrosa gestión de la pandemia, el nivel ínfimo y ridículo de su Gobierno y la sumisión bovina, acobardada y resignada de sus ciudadanos es un excelente ejemplo. Los privilegiados se guardarán muy bien de vivir de tal manera y les faltará tiempo para huir, en cuanto se apaguen el micro y los focos, a entornos y experiencias verdaderos.
Qué mejor que pasarse la mayor parte del tiempo estabulado entre cuatro paredes, pendiente de un transmisor audio-visual, comiendo paquetes encargados a distancia, vistiendo, bebiendo y tocando perfiles ficticios, charlando con guarismos millonarios de amigos inexistentes. Y pagando para mantener una jauría de sueldos, dietas, prebendas, pensiones a perpetuidad, cargos, asesores, ministerios inútiles, ridículos y espurios a los cuales además, -y ésa es la mayor desgracia- su nivel ínfimo no les permite sino idear consignas e injerencias en la privacidad e incluso sentimientos y pensamientos de la gente, ésa que, a su pesar, los mantiene con los impuestos a su trabajo.
Agotado por el uso el chantaje de “Es usted un facha, reaccionario, franquista”, etc., etc., amanece el nuevo: Todo online o nada. De lo contrario se quedará sin móvil ni aplicaciones, lo cual es peor que la muerte. Aprovechando una vez más el trayecto del Pisuerga virtual y las reales ventajas que su adecuado uso ofrece, se impone de facto como horizonte mucho más allá de la pandemia una reclusión domiciliaria perfectamente controlada, horarios y disponibilidad laboral indefinidos y censura social a gogó para los individuos y amantes de la vida real críticos. Con un poco de suerte, se incluirán en el plan pausas-café con proyección de compañeros virtuales y gafitas nocturnas para simular caricias que pueden llegar, según tarifa, hasta el orgasmo
Uno de los bienes colaterales de cambio tan excelente es, por supuesto, la supresión de esos sectores lentos, improductivos, y nada fotogénicos que son los viejos, de discutible calidad informática, reacios a abandonar memoria, cultura y trato humano, convertidos en forzosos robinsones de pocos metros cuadrados a base de roerles vías transitables eliminando transporte público, amigos de la sinceridad y la evidencia e incómodos partidarios de alzar la voz y denunciar el tsunami de estupidez y atentados al más elemental sentido común. Con el benéfico virus se han conseguido importantes logros en este meritorio rasgo del progreso técnico: Ya ha habido selección de los que no valía la pena que siguiesen estando vivos y lo que se ha hecho y aceptado socialmente una vez (siempre hay nuevos judíos y estrellas amarillas) se repetirá. Ya se ha conseguido que se los mire como leprosos y fuentes de contagio. Puede que la siguiente propuesta de un avispado becario de las empresas online sea estabularlos frente a pantallas gigantes.
Europa, y España, no poseen enormes reservas de petróleo, ni exportan gas y minerales raros, pero sí tienen un bien principal, tan valioso y único que ha sido imitado y adoptado por el Globo entero: Una mejor, más grata, feliz, segura y libre forma de vivir. Si no son capaces de reconocer y defender esto están haciendo un pésimo negocio, ellas y el menú exportado desde Silicon Valley y empleado a gigantesca escala por el Partido Comunista Chino.
El gran golpe de estado es de tal magnitud que su dimensión ni siquiera se advierte ni su efecto se concibe. Sin exposición ni acuerdo ni permiso ciudadano alguno se roba a la población lo más valioso: Su modo de vida, el que prefieren, el que es más grato y más humano y les proporciona, día a día, fragmentos modestos pero seguros de real felicidad. Deben y deberán desaparecer los contactos directos, pequeños comercios, restaurantes, bares, los paseos por galerías de tiendas, la comida servida en mesa, el camarero conocido, las cañas, las tapas, la librería con su librero. Todo deberá en la práctica ser prohibido, quedar fuera del alcance, ser anatema, resto decadente de un pasado ineficaz ¿Ineficaz para quién? No para la inmensa mayoría a la que esto le proporcionaba satisfacción, calor, humor, atención, dicha, compañía, ejercicio de su libertad, descubrimiento de otros. Cada cual deberá encerrarse con su ordenador, recurrir para absolutamente todo a su pantalla, ignorar la existencia del mundo externo excepto por el repartidor que llame a su puerta y los fotogramas que el rectángulo escoja y le presente. Ya no habrá, no hay, empleados conocidos en los bancos, ni oficinistas a quienes recurrir, ni informadores. Habrá, para todo, larguísima espera, pantalla, líneas, la completa dejación de responsabilidad personal puesto que todo depende del programa informático, la inmensa pérdida de tiempo acumulada en intentos de contacto con voces mecánicas y sedes vacías y el grado de indefensión más grande que ha conocido jamás el ser humano.
Nadie, ningún ciudadano ha elegido ese mundo horrendo, ninguno ha votado tal programa ni ha dado su beneplácito para que le arrebaten, so pretexto de eficacia y necesidad de implantación online, por completo su forma de vida infinitamente más grata y mejor. Ni uno solo optaría sinceramente, si se le diera la opción, por la grabación, las pausas, la respuesta mecánica en vez de la atención personal. Sin embargo el gran golpe de estado se ha impuesto y el virus ha sido providencial para acelerarlo, tergiversar el secuestro de libertades e imposición total y totalitaria que condena y denigra cualquier resistencia como simple, torpe y caduca incapacidad de adaptarse al progreso, a la nueva era comunicativa y los avances científicos. Se trata de utilizar de forma fraudulenta y desmesurada recursos puntuales técnicos útiles, y justificar un descomunal fraude y ataque contra una población privada de defensa, fichada y controlada al máximo, desorientada y manipulada por el chantaje de ser calificada de reaccionaria y opuesta al cambio moderno. El proceso no comenzó ayer; se ha amasado con el culto a lo nuevo, lo reciente, lo joven, lo gregario y lo fácil y con el paralelo desprecio al humanismo, la historia, la memoria, el individuo, la vida privada y el esfuerzo, a lo que no está bajo la tecla y el millón de mensajes sino en el camino recorrido hacia el conocimiento y la merecida libertad.
Rosúa
[1] El Nasdaq anuncia el fin de la era analógica. Actualidad Económica. 6-12 septiembre 2020. Por Josef Ajram.
[2] Ludismo: Movimiento, que comenzó en Inglaterra en el siglo XIX, de artesanos opuestos a la introducción de nuevas máquinas por el peligro de pérdida de puestos de trabajo. Se ha asimilado, erróneamente, a general tecnofobia.
El totalitarismo anónimo.
El ponente, docto y seráfico, expone, siguiendo los puntos que se leen en la gran pantalla[i], las cuatro premisas que determinan las condiciones de las principales ayudas económicas europeas a los países de la, aún, Unión que se encuentran en situación más precaria. Como autoridad acostumbrada a tratar con altos dirigentes y miembro habitual él mismo de la cúpula, evita cualquier alusión directa a la gestión culpable de gobiernos concretos, muy en especial del suyo, y enumera a dónde se destinarán los miles de millones de euros. Éstos se clasifican en tres bloques, y el más codiciado y señalado en rojo por su volumen monetario está dirigido, por este orden, a programas de desarrollo nacionales centrados en los siguientes objetivos:
– Cambio climático.
– Descarbonización del transporte y de los sistemas de climatización de los edificios.
– Digitalización y puesta al día de la tecnología del país.
– Política de recursos humanos.
Los otros dos bloques vienen en muy segundo y tercer lugar de prioridades y representan cantidades notablemente menores. La exposición es tan tersa, tan simple y aparentemente intachable que se diría planea, en su proyección sobre la pantalla blanca, por encima del bien, del mal y de cualquier crítica. Sin embargo enciende en el interior de la observadora externa, lega en materias de economía pero no totalmente desprovista de sentido común y fibra humana, una gran interrogación que parpadea con las luces rojas de la alarma. Aquí, de la manera más civilizada del mundo, se está disponiendo de la forma de vida de millones de personas sin la más mínima consulta ni asomo democrático. Con el chantaje subyacente de o esto o ni un céntimo y a pasar hambre, y el peligrosísimo corolario del que el gobernante a quien se le entregue con tales condiciones tal suma tiene nada desdeñables posibilidades de promocionarse como dictador fáctico aplaudido por una corte de parásitos y por una población aislada, confinada, menesterosa y online. A la ciudadanía se le está robando para siempre lo que cotidianamente prefiere, sin que medie consulta, sin términos medios, sin razonable proporción entre avances técnicos y el sistema (fusionado con el cambio de régimen) y arbitrariedad que se pretenden imponer. El afable profesor está presentando, como un nuevo Moisés que desciende del Sinaí del Banco Central Europeo, en nombre de una entelequia llamada Futuro y que aventaja con mucho al viejo fundamentalismo religioso, un totalitarismo de última generación tanto más peligroso cuanto anónimo y, aparentemente, irrefutable, blindado por lo que se presenta como necesario ritmo del progreso científico ante el cual sólo decrépitos reaccionarios y estúpidos luditas presentarían objeciones.
¿Dónde está, en el esquema, la prioridad aquí y ahora de las personas, prioridad que en este caso aúna urgencia, evidencia e importancia? ¿Por qué han desaparecido aquéllos que quieren, pueden y saben ofrecer un trabajo y servicios que son los que la inmensa mayoría de los ciudadanos eligen, prefieren y que no pueden eliminarse de golpe y masivamente para sustituirlos en bloque por medios telemáticos y control estatal? ¿Dónde están la felicidad, la salvación, la existencia real, limitada, perecedera, única, de los seres humanos concretos, no los de un utópico futuro ni los imaginarios habitantes de sociedades y ciudades de cálculo y proyecto, ni los pobladores de un planeta verde, cristalino y preferentemente despoblado, mediante selección planificada, del desagradable e irrelevante lastre de los reticentes a programa tan impecable? ¿Quién escogería esperar conexión y dialogar con una grabación y una máquina si puede ser atendido por un ser humano de entre los millones disponibles para reincorporarse a su empleo.? ¿Quién exige ver calles desprovistas de pequeños, medianos y grandes comercios para, en su lugar, comer y consumir cada día lo que les ofrezca la pantalla? ¿Dónde está la multitud que arde en deseos de sustituir su pausa del café, la tortilla y los amigos por el holograma y el vídeo?.
El esquema no por atildado y escueto es menos terrorífico. En las prioridades de la Unión Europea para inyectar fondos según programas nacionales no figura en modo alguno la que debería ser meta primera de sus desvelos y sus esfuerzos: Los que los necesitan y lo que ellos realmente quieren, el tipo de vida que votan por vivir y respecto al cual nadie les ha pedido opinión. Éstos, en finalidades de los que desde las alturas los ignoran, no aparecen, aunque su rango sea muy superior a las mutaciones de un planeta que no cesará nunca de cambiar ni de variar el ángulo de su eje. Se desdeña alegremente a los individuos porque se impone la concentración del interés y del dinero en la vasta, universal y completa implantación de un sistema absoluto, anónimo, infinitamente gregario bajo su apariencia de paraíso de las diversidades.
El cacique bonsai
Naturalmente las directivas tienen una transposición local mucho más tierra a tierra que lo que con tan etérea nitidez exponen los parámetros económicos del Banco Central de la Unión Europea. El reparto de miles de millones a programas abstractos que recogen tópicos populistas ajenos al control, a la eficacia y a la más elemental empatía con los destinatarios es terreno perfecto para gobiernos, presidentes, asesores y políticos, a los que se deja manos libres para embolsarse, repartir y malversar el botín. No pueden pedir mejor esquema logreros sin nivel moral e intelectual alguno. Es el ideal de los caciques siglo XXI para disponer, sin oposición, de un ganado acobardado por la pandemia, silenciado por el régimen de excepción perdurable y envilecido por la impotencia servil, una ciudadanía que ha dejado de serlo porque está sumergida en el especial totalitarismo sin líder, sin doctrina, sin límites, previsiones ni horizontes, en el que deben aceptar que cuanto sucede o es inevitable o, gracias a las disposiciones oficiales, el menor mal, sin responsabilidad personal ni eficacia controlable. Es de esto buen ejemplo, la España de 2020.
En este marco, las catástrofes de origen externo, naturales o no, -véase la pandemia vírica- son para los dirigentes de lance un regalo de los dioses siempre y cuando el gran jefe evite escrupulosamente asociar su imagen al lado oscuro, el de la enfermedad, el error y la muerte. La calamidad externa, gestionada cara al público, lo exime de responsabilidades, controles, plazos, reglas, críticas y leyes y le entrega a una población indefensa, dependiente, atemorizada, empobrecida e incapaz física y psicológicamente de contestación y resistencia alguna, tanto más en sazón para el totalitarismo siglo XXI cuanto que se sabe, por pasivo apoyo (regado por la peor ignorancia, que es la aparente lluvia de noticias) partícipe por omisión en la vileza de disposiciones nefastas. La gran calamidad es providencial: Permite excepcionalidades indefinidas que aseguran dominio absoluto y justifican, como los estados de guerra, la anulación de todos los derechos individuales y jurídicos propios de una democracia y la apropiación del país y del Estado. Viene, además, oportunamente a reemplazar los otros mitos, ya desgastados, utilizados en la ficticia lucha mediática y verbal contra un eterno enemigo creado, exhumado y maquillado al efecto. Sumado esto al vaporoso milenarismo de dogmas climáticos, genéricos y planetarios, la sumisión general, la anulación de las libertades y la completa impunidad dirigente están garantizadas por incomparecencia de contrario. El inexistente dios llamado Futuro ha desplazado del Olimpo a todos los demás. Con la ventaja de que con él la iconografía sale gratis, las profecías son de imposible verificación, la elección para el cuerpo sacerdotal no requiere títulos ni calificaciones, los dones son gestionados, a beneficio de inventario, por la élite del nombramiento recíproco, y las víctimas de los sacrificios, perecedero lastre a fin de cuentas, son eliminadas social, -y físicamente,-pandemia mediante- por imperativo absoluto de exigencias de la Modernidad y el Progreso. Futuro es el dios más cómodo que existe. Porque no existe.
En el extremo inferior de lo que parecen altas decisiones, tomadas por expertos despegados de la contingencia banal y que dictaminan sub specie aeternitatis sobre circunstancias y temas impersonales de tinte pseudocientífico y cargados de la obligada aquiescencia de lo religioso, existe una dimensión nada abstracta, un polo bien hundido tierra a tierra en el aquí y el ahora, la de cuantos parasitan, en nombre del nuevo evangelio y mandamientos, al resto y viven como nunca por sus merecimientos habrían soñado. Al Jefe repartidor y dueño fáctico de vidas y haciendas sus propias mediocridad y vaciedad le aseguran el puesto. Es precisamente su ansia de poder, dinero y súbditos, desnuda de méritos, el pilar más sólido de su permanencia y la substancia que une su destino al de sus clientelas. Nada hay en este armazón visible más que la dureza inamovible de la armadura de ambición y codicia que recubre la nada, a la que ni siquiera acompaña al menos el aura negra del criminal, del dictador sanguinario, del mercenario audaz Aquí no existe sino el completo vacío de inteligencia o moral. Sólo instinto, placer del podio y la sumisión y embriaguez de los vítores tras el reparto. Su necesidad de agentes exteriores, en forma de propaganda y distorsión de los hechos, es proporcional a la vacuidad interior, a la ausencia, debajo de la corteza de apariencias, de cualquier elemento sólido, válido o significativo. No utiliza, es propaganda.
El cacique primario desconcierta al analista del siglo XXI, al comentador, que no espera tal vaciedad acorazada. El analista no advierte que este tipo actúa sobre terreno sembrado, que él es el fruto y reflejo exacto del mínimo común denominador que ha procurado abonar en el país que lo produce, que el emperador-bonsai somete a ya sometidos y con decidida vocación y entrenamiento de serlo. El miedo de la epidemia añade un ingrediente exculpatorio al asentimiento al cacique. Es bien recibido por un pueblo ejercitado en el odio a cualquier grandeza y en la abominación de las nociones de país propio, igualdad nacional y ciudadanía. La impotencia ante el sistema anula la responsabilidad propia, El imperativo online y el anonimato de sectores enteros de los que no se puede esperar respuesta corren paralelos al enriquecimiento de los mercaderes informáticos que, a su vez, alfombran camino a la ausencia, indiferencia, negligencia y virtual desaparición, excepto a la hora de embolsar beneficios, del sucedáneo de representantes democráticos en parlamentos que ya no tienen de ello más que la fachada y el nombre. Los supuestos grandes proyectos, a décadas y siglos vista, verdes, ecológicos, amigos del planeta y de la ingeniería social, ofrecen el inapreciable don de la perfecta imposibilidad de auténticos medida y control y el simultáneo derecho de pernada sobre cualquier aspecto de la vida cotidiana de los antes ciudadanos y ahora sujetos. El grupo del cacique y su entusiasta o temerosa corte pueden hacer con ellos cuanto quieran, quitarles el transporte público donde y cuando les plazca, dictaminar sobre sus actos más íntimos, eliminar libros, condenar palabras y pensamientos, gravar alimentos a su antojo, condenarlos por leyes fabricadas al efecto, anular cualquier vestigio de los derechos y libertades anteriores, ordenar rituales de adoración planetaria y beatificación de delincuentes. Es importante que la arbitrariedad, como la omnipotencia, se hagan norma porque nada somete de forma más férrea que la inseguridad.
La tercera fase
No en vano sólo en el cuarto punto de los programas marcados por la U. E. aparecen los seres humanos actuales, como una parte de la biosfera que no habrá más remedio que tener en cuenta en espera de que el tiempo, los virus y el hastío e impotencia ante el mundo que se les ha impuesto procedan a la necesaria selección. Se los aprovechará como mejor se pueda, su felicidad, opinión y albedrío a nadie importan, ni al consejo de doctos programadores y directivos ni al puñado de grandes empresas telemáticas ni a su fiel corte del tándem gobierno/oposición, colaboradores y clientes de un totalitarismo en el que las personas están radicalmente inermes, en un grado jamás conocido, frente a un sistema sobre el que no tienen la menor posibilidad de control, blindado ante cualquier crítica so pena de acusación de caducos luditas culpables de abominable rechazo a la modernidad y la ciencia. Se han vivido épocas más peligrosas, inseguras, pero ninguna, en la historia toda de la Humanidad, la dependencia e indefensión han sido semejantes.
Como los grandes ríos, el curso creciente y ahora arrollador del totalitarismo anónimo tiene un reducido punto de nacimiento, aquél en el que dejaron de considerarse los hechos concretos de individuos concretos y se pasó a clasificar, como a ganado de genética inmutable, a los humanos en grupos de dualidad opuesta que los situaba en el Bien o en el Mal. Se abandonó la valoración racional, la evidencia, el valor concreto de sucesos e individuos, y se sustituyeron juicio, cambio, análisis, pensamiento por dualidades tan gregarias y gratuitas como falsas, que automáticamente colocaban en la zona benéfica o en la maléfica y eliminable. Véase la Lucha de Clases, Derechas/Izquierdas, Progresistas/Reaccionarios, y toda su progenie. Minorías (siempre oprimidas/Mayorías (siempre opresoras), Víctimas/Verdugos. Como el victimismo vende bien y la comunicación debe colocar su producto al por mayor mientras que el individuo responsable de sus actos, y de sus méritos, no es rentable, la falsa dualidad goza del mejor de los mercados. España ha cultivado el chantaje dual hasta la extenuación, con tan especial ahínco y tan abundante cosecha de parásitos que se ha ganado por sus propios méritos el título de país fallido, como no podía ser menos en el caso de uno que abomina de nombre, símbolos, historia, entidad nacional y lengua propios,
El dualismo no ha cesado de avanzar armado del chantaje verbal, cultural y mediático, en espera de la deseada, y que ya comienza a ser real, confrontación física. Hasta implantar un clima de guerra civil social maniquea que prolifera como la peor pandemia.
Tiempo de dictaduras anónimas, que, con objetivos milenarios, mitología pseudocientífica y planteamientos de un frío fundamentalismo, sustraen derechos, libertades, placeres, pasiones, evidencias, contacto directo, reunión, expresión, gozo, tristeza, pasiones, soledad, honradez elemental y cuanto constituye el núcleo humano del individuo. En las contabilidades de un puñado de empresas y de los aspirantes a pequeño césar, de los gestores, asesores, presidentes y grupos políticos sin más horizonte que conservar y aumentar cotas de poder y cantidad de ingresos, país y Estado pasan a ser un simple botín, la democracia deja de existir, la palabra civilización pierde su sentido. De no pasar a la defensa de valores y logros infinitamente mejores que los que se pretende imponer, se va al tipo de sociedad ya esbozada por varias obras de ciencia ficción, con sólo dos clases de hombres: la masa del ganado productor, consumidor y servil y la capa rectora, única en tener acceso al jugoso fruto de la vida real y libre.
Rosúa
[iC]iclo de conferencias sobre la situación de España en Europa. Madrid, octubre 2020. Caixaforum Cátedra.
La inesperada belleza de Madrid.
Yo iba al Museo del Prado a ver los cuadros de El Greco que se habían traído provisionalmente de la iglesia en obras de Illescas. Crucé en Neptuno aún indiferente, o casi ajena, a la variable composición del espacio que sobre las cabezas se desarrollaba, nieblas de noviembre coaguladas ya en nubes, ejércitos de plumas perdidos en ese día de la Almudena, patrona de la Villa, y llevados al azar, modelados con diversas formas. Había arietes de vientre redondo, infantería ligera, prolongaciones en lanzadas finas, destacamentos en espera. Todos en pacífico asalto de la superficie intacta del cielo, pulida de extremo a extremo, con el azul pétreo de una piedra preciosa, de una meseta paralela que siempre ofrecía a la de abajo seguridad y refugio.
Iba a ver los cuadros del Greco y antes de llegar me detuvieron los árboles de las anchas y siempre libres, pese a las conjuras infinitas contra su serena grandeza, avenidas. Ramas, verdes, rojos, dorados, gotas temblando en las agujas de los pinos, transparencia, formas, roce, a guisa de saludo, de especies vecinas. Caían blandamente, suspendidas como el polvo y como la vista de quien las contemplaba, marcaban un ritmo en los escasos paseantes, mermados por la peste, algunas figuras, en vez de las multitudes habituales.
El pincel más oblicuo, el del sol que se aproxima al solsticio, derrama en estas breves horas y días de noviembre la mayor riqueza de tonos, vuelca una cesta otoñal, perecedera, como el recuerdo de cuantos el mes evoca,, fugaz y al tiempo eterna, e infinita como la belleza percibida, en todo su poder abrumador, por quien, sin esperarla, la recibe. La belleza, la repentina marea luminosa, el gratuito don de un milagro de colores y formas, ha desplazado cualquier triste sombra, ha cubierto desde los troncos hasta las más altas ramas, ha arrinconado con su desprecio la espuma sucia de las acciones bajas, de la miseria de covachuelas y contubernios, de la pobre ambición de roedores que luchan entre sí por su mendrugo. A ras de las losas de piedra de un gris nítido, fiable, resistente, lamido por los pasos y las lluvias, hoy ha avanzado la marea alta de pura luz y, tras llenarlo todo, ha chocado con las paredes y columnas nobles del Museo, real y neoclásico, ha dejado su huella en las ventanas y pintó en los cristales la arboleda.
Desciende de las ramas un relato de sosiego, un tapiz vertical de hilos cambiantes que protegen, abrigan y resguardan de la mediocridad que anida fuera. Hay poca gente, algunos paseantes que andan lentamente y se detienen, observan a los pájaros, examinan enfrente el volumen de limpia geometría que defiende al Arte y a la Historia, que con cada columna y cada friso aspira a eternidad y a inteligencia, intuición oscura, temblorosa, de que hay un más allá de aspiraciones que no podrá cegar la sucia espuma. Todo se da en El Prado en este día, todo se ofrece a quien acepta verlo y que a ello se abre sin esfuerzo. Cae la hoja, desciende hasta posarse en el fondo interior del pecho abierto. Caen las hojas, pentágonos, triángulos, rojos de terciopelo que duplican en las salas de enfrente los de El Greco, verdes inalterables de los pinos, sembradas sus agujas del cristal de las gotas de la niebla, dorados fastuosos que añaden esplendor renacentista al sendero de piedras y se hermanan con alas de los ángeles que están en el Museo.. El oscuro marrón, sus transiciones hasta el ocre, el marfil, el casi blanco, cuenta historias de tiempo y de modestia, aún cantan juventud las ramas de hojas todavía verdes, emerge del dorado las seriedad madura de los troncos, que miran esos juegos por el aire, el vuelo de las hojas desprendidas, con la condescendencia de los años.
Sobre el banco de piedra, el alma de Velázquez ha pintado una precisa constelación de hojas. A su lado un espeso lugar de aterrizaje donde se van posando y descansando las hijas de los árboles, liberadas en un único vuelo que les permite conocer reposo y tierra. Arriba, en la fina escritura de las ramas, hay semillas, hay frutos que allí esperan con la tranquilidad de su paciencia, con la generosidad de quien da todo, en acuerdo perfecto con cada cuadro, con cada columna, con la ciudad, con el azul de un cielo pintado arriba por muchos velázquez, cada día, cada hora. Con el pincel bañado en la luz del Madrid indestructible.
Rosúa, 9-XI-2020
[i ]A unos metros, en lo que fueron Las Cortes, se han arremolinado los desechos, basura, ajena y enemiga del esplendor vecino, nido de insectos ansiosos de sorber la materia descompuesta, parodia de justicia y hoy remanso de lo que fue Gobierno y es reparto. Zumbido de parásitos que lamen, rascan, tragan los escaños. A unos metros tan sólo del glorioso morir de la arboleda, del granito que alberga la excelencia y la esperanza de lo perdurable. Ya no hay escalinatas, sólo rampas con el pliegue curvado de una espalda. Los leones contemplan los insectos chupando de la piel desamparada, cortando trozos, para su despensa. Y olfatean hedores del cadáver que otros días llamaron Parlamento, y es alijo, botín, febril subasta de los despojos que el señor les deje.
Solos ante el peligro.
(“High Noon”, 1952-Director Fred Zinnemann)
Gary Cooper terminó apresuradamente su testamento, lo dobló y lo introdujo en un sobre junto con las páginas que había escrito anteriormente y que le habían retrasado en la declaración somera de sus últimas voluntades. Solo en la muy solitaria oficina del sheriff y forzado a serlo de nuevo para así morir en las que debían ser las pocas horas que le quedaban de vida, dudó entre dejarlo sobre la mesa o metido en el cajón. Ya no tenía tiempo de entregarlo a un notario, que probablemente lo rechazaría para no comprometerse, o al juez, que había huido del pueblo. Incluso, con esa rapidez con la que foguea el pensamiento cuando es inminente el final, se le ocurrió que podía haberlo hecho llegar a alguno de los periódicos del norte, lejanos del temor a los asesinos. Todo era ya inútil. Iban a matarle, en las mismas calles que había defendido, junto a la insignia, carteles y los escasos libros de leyes y Declaración de Derechos que tal vez aventara en breve algún incendio.
Sentía no haber podido redactar con más detalle y pulcritud su testamento porque quería dejar, junto con sus escasos bienes, testimonio de su amor sincero a Grace Kelly, con la que acababa de casarse y que podía ser su nieta. Pero necesitó fijar antes por escrito su incomprensión, su aflicción, su duda hincada en lo más hondo respecto a los principios de democracia, libertad, dignidad, igualdad, justicia en los que había creído y que se habían ido apagando uno a uno durante su peregrinación denunciando la llegada de los asesinos, a los que, con aplausos del pueblo todo, donde habían sembrado el terror, había detenido, hecho que se juzgaran y que habían sido condenados. Gozó durante cuatro años del reconocimiento y alabanzas de los vecinos, se disponía a dejar la pistola y gozar del merecido reposo de un trabajo pacífico y de una tierna y bellísima esposa. Hasta que los cuatro asesinos, amnistiados, llegaron para consumar su venganza. En su larga peregrinación buscando ayuda nadie, ni uno solo, se prestó a acompañarlo, a arriesgar, como él hizo tantas veces, su vida pare defenderlo. Repasó, en esos minutos finales, su peregrinación por el pueblo.
Gary, vamos juntos, releyendo esas páginas en las que plasmaste tu perplejidad ante la flagrante contradicción entre realidad y principios. Descubriste, como aquí hoy, que bajo lo que parecía sagrado, benéfico, inamovible, Democracia, decisión mayoritaria, pueblo, comunidad, paz social, podían esconderse las mayores indignidades, las peores cobardías, las colinas de cadáveres abandonados y de absurdos e injusticias silenciados, aceptados, asimilados con el alborozo de quien espera que la bala y el puño del que manda pasen junto a él y no le toquen. Descubriste, también, que la democracia podía ser eso: Un pueblo entero que te mira pedir ayuda y se calla mientras sólo resuenan los clavos del que será tu ataúd. Lo es, como lo es igualmente el país silencioso en el que, aprovechando una epidemia, el Parlamento no es sino ausencia y nóminas. Te miraron inútilmente en la iglesia, les hablaste. Se inhibió el párroco. Ninguno te acompañó a la pueta. Tampoco en la sala de la supuesta y moderna representación democrática impidió ninguno que se dictase, por el dictador con aspiraciones de totalitario, la imposibilidad de control legal, de manifestaciones, de oposición al absurdo, al reparto a trozos de país y presupuesto, de rebelión contra la imposición forzada de normas de servidumbre y patentes de aprovechamiento a la medida del grupo en el poder. Gary, viste salir gozosos a los niños de la iglesia, pasaste frente a la escuela, donde aprendían en inglés, lógicamente. En otro lugar lejano pero semejante alguien ve con estupor como en las escuelas se ha prohibido el uso de la lengua propia, la del país, en fenómeno equivalente a si el inglés se prohibiera oficialmente en Gran Bretaña o Estados Unidos. Y el solitario testigo observa atónito como la inmensa mayoría del país calla, se avergüenza de sí y contempla impasible la destrucción de su patria. Gary, al menos el párroco de tu pueblo no animó a su rebaño a protegerte pero tampoco se decantó por los asesinos. En el país lejano párrocos y laicos los han apadrinado, han alabado sus ritos de sangre con cálices que no contienen la consagrada, los han paseado en triunfo hasta sentarlos en la sede del Gobierno. Tu pueblo, cobarde, era mejor que el nuestro. De casa en casa, de vecino a vecino, pediste ayuda a hombres escondidos en el dormitorio, tras el mostrador de la tienda, afanados en limpiar la barra del bar en espera de la la celebración del crimen por los asesinos generosos. Pero era un pequeño pueblo, no millones de cobardías sumadas hasta hacer el aire sin libertad ni dignidad irrespirable. Tú peregrinaste solo, convencido quizás al principio de que los elementales dogmas de que la razón asiste a la mayoría y de que cuanto se presenta como democrático es intachable eran ciertos. Descubriste hasta qué punto no lo son, que, finalmente, la dignidad de los propios actos, de la solitaria defensa de la verdad, la justicia y la libertad, es lo único que existe y que vale, pese a todo, la pena, un supremo bien del que nunca gozará quien no lo mire, y se mire, de frente y pague su alto pero inestimable precio.
Gary, tú eres eterno, lo llevas siendo desde tu primera aparición en ese pueblo. Eres la soledad y el desconcierto ante la injusticia, el error y el abandono cobarde de la mayoría. Y eres la esperanza en lo único y tan olvidado que merece crédito y avala, en el fondo de la Caja de Pandora, la esperanza: La responsabilidad individual de los propios actos, la decisión final, tan solitaria como el nacimiento y la muerte, de vivir honradamente o no la existencia, de detenerse ante la línea roja inconfundible que marca la frontera de la vileza del aprovechamiento, del daño causado a otro para beneficiarse, del mal favorecido por omisión, del oscuro rencor ante la valentía y la grandeza ajenas. Tú hubieras despreciado, sin mirarlos a los que se protegen en la cárcel de las falsas dualidades izquierdas/derechas, conservadores/progresistas, buenos/malos. Sabías perfectamente que las cazas de brujas, en países comunistas con el resultado de muerte, en otros con la oportunidad a los mediocres de aislar y denunciar a compañeros, son repulsivas de por sí, no por ideales aludidos.
Paseamos hoy, solos, por las calles de tu pueblo.
Rosúa