En busca del individuo perdido
La irracionalidad confortable está bien provista de armas no por toscas menos eficaces. Con profusión, por su carácter de bandera gregaria ajena al análisis concreto se airean regularmente los banderines de enganche de palabras-icono del tipo de paz, guerra, aborto, género (en el sentido sexual). Su finalidad, ajena por completo al examen específico de problemáticas y a la toma beneficiosa y correcta de decisiones, no tiene más fin que precipitar en el líquido social elementos que se precisa, para manejarlos, que sean contrarios, antagónicos y empapados de la adrenalina adecuada a la exhibición de apoyo. Su completa imprecisión e inoperancia en el enunciado generalista como tal los hace perfectos para la fabricación y manejo de bloques de fieles. Los argumentos que se pretende acompañen a la exhibición de los iconos son de una completa inanidad reflexiva, pertenecen al terreno de la consigna al estilo del ¡Dios lo quiere! de las Cruzadas, del gurú y el salvador pacifista de turno o de las féminas que se consideran perpetuamente agraviadas, y merecedoras de compensaciones infinitas, por el hecho de serlo. A las que se suma la plétora de los que dicen sentirse orgullosos por su pertenencia, sin mérito alguno pero como si esto lo tuviera, al grupo, homo, bisexual, a los que pesan de cien kilos en adelante o a los vegetarianos vocacionales. La religión planetaria New Age suma sus banderines en tonos de verde a los de variadas combinaciones del arco iris y ya defiende las sensibilidades, y pronto los derechos, de las plantas, acogidas a los indiscutibles dogmas sobre el cambio climático y las encíclicas sobre el calentamiento global. Todo coincide en una negación del individuo y de sus actos y responsabilidades concretos. Los argumentos del batallón de la irracionalidad son de una puerilidad gregaria conmovedora y se recitan con la convicción del catecismo de aldea y el anticlericalismo de salón: Unos han hecho cuentas y calculado que, de no existir jamás aborto alguno, el problema de la baja demografía europea se resolvería en horas veinticuatro. Otros acuden en peregrinación periódica, flor en mano, ante las bases norteamericanas, o se ponen alegremente al servicio de la nueva inquisición destinada a borrar las diferencias de género y organizar quemas de belenes y símbolos navideños al estilo de Fahrenheit 451.
Los banderines de enganche que sirven simplemente para excitar y congregar a las huestes, blindar la dicotomía Izquierdas/Derechas y castrar la libertad y juicio personales tienen poco que ver con las banderas de nuestros padres. Responden más bien a la técnica televisiva del verdadero/falso, excitación/audiencia, al reino de la comida perceptiva rápida y el pensamiento débil. Sería conmovedor, de no resultar trágico, ver a supuestos defensores de la vida a toda costa condenar sin pestañear, a muerte, a la cárcel o a la desdicha a las mujeres que se quedan embarazadas sin desearlo. El no al aborto se utiliza políticamente, con los mayores oportunismo y desvergüenza, como inyección de adrenalina sectaria, de forma que caigan en una trampa de irracionalidad y el fanatismo personas de buena voluntad que sin embargo no dudan en sacar niños en manifestaciones de clara intencionalidad política y cuya actitud produce el efecto contrario, puesto que favorece a los partidarios prácticamente del infanticidio, de la banalización del consumo de anticonceptivos, e impide el establecimiento de una normativa legal de consenso que es la única posible, ajena a la privada opción religiosa. La servidumbre del determinismo biológico, atento sólo a la reproducción de la especie, se enfrenta en este caso a la humanidad, peculiaridad y albedrío de los individuos, que no son úteros dotados de extremidades sino mujeres, y el conflicto entre la libertad de éstas a disponer, no ya sólo de su cuerpo sino de su vida toda, y la protección del nasciturus no tiene solución ideal posible excepto que la especie sufra una mutación hacia la gallina ponedora. Ni existe para el tema del aborto más salida que leyes, plazos, reflexión y consenso ni fue jamás más evidente el lema de que lo mejor es enemigo de lo bueno.
El bloque irracional, que se transforma en depredador y enemigo cuando se dan las circunstancias favorables; se alimenta del silencio del público y de la ausencia de individuos, que pasan a transformarse en piezas de un conjunto idealizado y justificado por referencias globales externas. Enfrentada la gente libre a tal coyuntura, los primeros auxilios se rigen por una regla de base: No subestimar al enemigo, al parásito que ha engordado, prosperado y se ha multiplicado a base del armamento dual y ha logrado implantar a lo largo y a lo ancho de la población un decálogo preciso en lo que a percepción de la realidad y formas de conducta se refiere. El microcosmos español es un buen ejemplo de creación de clones de la práctica totalidad de los organismos que financia el presupuesto nacional. Los clones, que no sus originales, están desprovistos de cualquier finalidad que no sea nutrirse del erario público y han sido creados específicamente para justificar gastos y distribuir prebendas. Programas e idearios no son sino simples aditamentos.
A efectos de captación de votos, voluntades y de recursos productivos, es y ha sido indispensable la utilización con destreza de las dos cadenas imaginarias de opresiones: vertical y horizontal, social e histórica, de manera que nadie escape, consciente o inconscientemente, al sentimiento de ser un eslabón de ambas y, por lo tanto, se sienta ajeno a la responsabilidad de su vida. La mercancía es de fácil venta: los agentes del mal son siempre externos y los actos inocentes y blindados por el aura de la reivindicación. Nunca se hará bastante hincapié en la tentadora facilidad de la explicación del mundo que esto ofrece. La iconografía dual da forma y presta metodología a la impostura no por burda menos halagadora y eficaz. Según su credo, no habría individuos ni decisiones propias, riesgos que se asuman, obras que se ejecuten. No existiría el puro y simple juicio inmediato de lo que percibe la vista y el razonamiento elemental y el sentido común imponen. Semejante proceso es percibido como culpable y carece de hueco en el cerebro compartimentado por el pensamiento dual. Las explicaciones historicistas y de clase sustituyen por entero a la realidad cambiante de las personas y de sus existencias, anulan los principios morales, los universales y las jerarquías de excelencia y de degradación. No se estudia ni adquieren conocimientos ni se crea ciencia, labor bien hecha ni arte. Por el contrario, se escuchan y se repiten las consignas gregarias que clasifican forzosamente en dos grupos, garantizan la homogeneidad mediocre y otorgan votos, empleos absolutamente improductivos y sueldos vitalicios a quienes se erigen en administradores de la inagotable cantera del agravio.
Pasamos de los filosóficos, clásicos, imperecederos (y muy socorridos) principios bipolares Luz/Tinieblas, Dios/Satán/ Orden/Caos, Vida/Muerte al simple A versus B que impone, en función del auge de los medios de comunicación, su ley. Se trata de iconos útiles, significantes vaciados de su original significado histórico y sociológico que sirven para configurar, previos reiteración verbal y etiquetado, la aceptación o el rechazo, la prosperidad, la medianía o la satanización pura y simple. Los elementos pueden intercambiarse, pero la dinámica y el modo de empleo son los mismos y la finalidad idéntica en cuanto a lo que a las enormes dimensiones del fenómeno parásito se refiere. Esta labor procura frutos nada despreciables que consisten en extraer de los sectores y elementos productivos bienes y privilegios sólo justificables por el antagonismo interesado y la teórica defensa, no de individuos y sus libertades y derechos, sino de grupos afectados por un mal que hunde sus raíces en el espacio y en el tiempo y que, por ello, les hace embarcarse en una lucha prácticamente infinita que garantiza la infinita y privilegiada subsistencia de los rabadanes del rebaño.
Aunque por inercia mental y analogía es explicable el instintivo impulso de transponer al proceso intelectual el de la acción, con su Sí y No como opciones únicas, hay un salto inmenso en la imposición generalizada e intemporal de un Buenos y Malos tan inmutable como las leyes físicas. Ya no se trata de enjuiciar actos y personas según coyunturas políticas y religiosas, de implicarse y arriesgarse en empresas y decisiones que pueden ser benéficas o nefastas, acertadas o torpes, pero que en cualquier caso responden de sí y son una canalla o generosa inversión vital. En el siglo XX adviene un fenómeno nuevo: En torno a las grandes y nobles causas se arraciman los que van a vivir, estable y durablemente, del uso de sus invocaciones y se hacen con poder para imponerse como élite al resto. Se pasa a la gran ingeniería de masas, a la autocensura de una eficacia tanto mayor cuanto más profundo es el convencimiento de que se gozan de grandes libertades de información y de juicio.
El reverso de este proceso es exactamente el inverso del que los términos sugieren, la antítesis de solidaridad, derechos, igualdad y libertades. Al actuar de una forma zoológica, agrupando a los humanos en categorías que se dirían inmutables y pertenecientes a especies distintas, un miembro de los Pobres, el Pueblo o el Proletariado no puede aspirar a mejorar y a ser rico, y ello por razones semejantes a las que hacen descartar que un buey se plantee estudiar para caballo de carreras. El Rico lo es por perversos determinantes de la genética, el colegial se guardará muy bien de aprender a leer antes que su vecino y el ambicioso, inteligente y culto disimulará su vergonzosa propensión a distinguirse y elevarse. El parasitismo que vende utopías y cobra, generalmente del Estado, el monopolio de su uso se apodera de la sustancia de realidades positivas, véase democracia, derecho, equidad, educación pública, protección legal, y las capitaliza pero transformándolas en sus opuestos, en la impunidad de los que se blindan con rasgos diferenciales, en la ignorancia compulsiva impartida en aulas donde el tiempo lectivo sirve para que cobre y medre el enjambre de zánganos, en la inmensa indefensión del que carece de recursos, dinero, influencias y de discurso incluso, porque oponerse a la dualidad moral y verbal dominante le situaría de inmediato en el ostracismo y le produciría un incómodo sentimiento de confusión y de orfandad de referentes. Una larga cola de acreedores espera a diario para pasar factura por las ancestrales y menos ancestrales deudas, por la marginación, carencia, diferencia, deficiencia exhibidas como hazañas propias y defendidas por el capataz que cosecha la parcela correspondiente. Esa misma cola bloquea el paso a los individuos que real y justamente sí necesitan y merecen ayuda, atención y apoyo.
El chantaje es inseparable de la eliminación de la propiedad de las palabras, de la difuminación y maquillaje de causas y actos: Nadie y nada es sino según situación, clasificación motivación y explicación previa. De hecho, el terrorismo ocupa el lugar extremo en el arco de disociación entre los actos en sí mismos y la pura constatación de éstos y el calificativo que merecen. El crimen dejaría de serlo según el motivo que para cometerlo se alegue. Basta con mencionar la palabra guerra, con atenerse a términos militares, para que los muertos no hayan sido asesinados, los trenes hechos explotar correspondan a logística y represalias y el ametrallamiento de seres indefensos y la masacre por bombas en supermercados al paisaje después de la batalla. Esta guerra de un solo bando armado, en un país democrático en el que cualquier grupo podía formar su partido y presentarse en las urnas, ha sido la tónica en España durante décadas, y ha impuesto en buena parte de la opinión extranjera y en no poco de la autóctona su falsa lógica bélica. El terrorismo es en estos casos el máximo exponente del bloque parásito. Reúne sus rasgos pero va más allá: Vive sustancialmente del mito, la muerte y el miedo que crea y actúa, de manera no explícita pero sí necesaria y fáctica, como agente colateral de las tribus que simplemente aspiran a sorber la mayor materia posible de cuanto y cuantos les rodean sin los riesgos e incomodidades del asesinato. La gratificación que ETA y afines más o menos platónicos obtienen es menos material pero más excitante y poderosa que el dinero. Sin relevancia personal alguna, el terrorista se siente elevado, entre el clan, al más alto rango, vive la ebriedad de la Causa, se erige ante sí y ante la opinión como el que ha elegido caminar por las cimas más allá del Bien y del Mal. Tiene el poder, y la libertad, de matar. En un plano más cerca de tierra, menos absoluto, la peculiaridad, el rasgo diferencial con su habitual corolario de subvencionado, especialmente favorecido, situado respecto al resto en la aristocracia, es el reducto de la irracionalidad más prolija y repetidamente razonada, al mejor estilo nazi por cierto, pues durante el III Reich, a la par que la tradicional eficiencia y lógica alemanas, se dio un sorprendente fervor por esoterismos, neopaganismos, mitologías y todo tipo de ensoñaciones que se iban convirtiendo prestamente en grandes monstruos. Probablemente quien mejor lo ha escenificado es, en España, Albert Boadella, dramaturgo y cómico genial durante su monólogo, solo en escena y todas las luces apagadas. Inspirado por la situación en su Cataluña natal, anunciaba su singularidad, repetía Yo soy singular y ustedes no y terminaba conminando al auditorio a acatar la consecuencia lógica: Paguen ustedes, paguen. Y es que el “Pagad, pagad, malditos” es el motto del club de la queja. La singularidad reivindicada nunca es la de los individuos, libres e iguales en derechos, sino exactamente su opuesto, el orwelliano de unos muchísimo más iguales que otros entre sí mismos, en el coto favorecido.
Hay una clase de nuevos ricos, de élite postmoderna, que nace muy concretamente en la Europa y países similares ultramarinos del pasado siglo y que pretende a continuación vivir de la mala conciencia de las sociedades del, aunque maltrecho, estado de bienestar y de la publicidad que les procuran los medios de comunicación, que otorgan una dimensión desmesurada a su importancia real. Las nuevas élites revolucionarias coinciden, y muy probablemente no por casualidad, con los años setenta, como una réplica del movimiento sísmico, que se saldó con millones de muertos, de la Revolución Cultural maoísta. La época fue viendo nacer y extenderse diversas guerrillas, deificadas y pasablemente asesinas, en Italia, Alemania, Perú, Argentina, España, unificadas por la franquicia ideológica de la creencia en el estado de guerra permanente contra el sistema opresor, la cual permite a cualquiera cualquier crimen contra la existencia y propiedad ajenas con buena conciencia y generosa prima de publicidad. De este maná social han bebido hasta la fecha aquéllos que, por sus propios merecimientos, carecerían de peso profesional y vital alguno.
En el proceso de creación de una especie de antimateria verbal, nacionalismo y utopía son ingredientes imprescindibles, dobletes de cuanto los términos originales abrigaron y abrigan de contenido positivo, abierto, noble. Han pasado a ser refugio de los canallas, motores de exclusión y de agresión, membrete de lucrativos negocios, apropiaciones y desfalcos, atractivo cartel de propaganda. Y sus principales víctimas son los referentes genuinos, el cálido afecto hacia el suelo propio que, cuando es de buena ley, desborda hacia el interés y aprecio por los ajenos, el nervio solidario y desinteresado de indignación ante la maldad y la injusticia, la búsqueda del ideal, el recuerdo de que los avances se han ido produciendo a partir del luminoso círculo de las buenas ideas. De cuyo brillo se apropiaron los clanes parásitos para construir el empedrado de su infierno.
El armazón que sostiene la defensa de la aristocracia diferencial tiene una gran ventaja: encierra en su misma esencia su antídoto porque está hilado con pura fantasmagoría que no resiste la primera embestida neuronal, la confrontación más leve con la realidad.