Del esperpento a la tragedia
El totalitarismo parcelario de España es el del esperpento. Véanse proclamas entusiastas cuya incongruencia es de una estupidez tal que es difícil creer que se hayan pronunciado en serio: Alianza de Civilizaciones, según la cual tanto
valdría la lapidación pública como el hábeas corpus, Prefiero morir a matar en boca de un Ministro de Defensa que, por supuesto, está cobrando por serlo, Oficina de Ideología de Género conveniente y lujosamente instalada en la ONU, Ministerio de Igualdad en el frontispicio de un edificio público (que no en una página de Orwell). Pero el volumen mismo de la estulticia oculta el del dinero que esto permite atesorar a los rentistas del invento. Nada hay de inocente, (cap. 18 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»)y la irremediable mediocridad de los dueños del lucrativo montaje postfranquista español no impide el suficiente grado de habilidad como para copar hacia el interior y el exterior buena parte de los medios de comunicación y dominar la propaganda. Porque en el escenario de la Transición guión y actores fueron prestamente sustituidos por la oferta de gratis total y facha el último. Aquí ha sido, y es, franquista, y aterrorizado del epíteto, cualquiera que negara el derecho de los dos sindicatos del sector partido socialista y aledaños, a ser fastuosa y perpetuamente mantenidos por el erario, es reaccionario e infame el que constata que los escolares no puedan estudiar en lengua española en amplísimas zonas, es un burgués deleznable y un conservador ultramontano el que afirma que los programas lectivos son desastrosos y abismalmente inferiores respecto a los de hace décadas, y merece la hoguera el que denuncia la manipulación histórica.
El esperpento ofrece escenarios para todos los gustos, que, curiosamente, hasta ayer no llamaron la atención de la prensa local ni de la foránea. Ahí están los fastuosos polideportivos en pueblos con población escasa y de edad provecta, la ratio demencial de universidades por habitante, las artísticas escombreras con pretensiones de decoración urbana. Forman parte de un vasto escenario ocupado por la fábrica de indemnizaciones, comisiones, dietas, pensiones vitalicias, retiros precoces, ayudas a festejos reivindicativos, pluses a minorías ofendidas, cacerías, hoteles, gorras, pancartas, carrozas, cenas, transporte, banderas, silbatos, folletos independentistas, tarjetas de crédito, indignados manifiestos, puñetas jurídicas subastadas al mejor postor, denuncias televisivas del capitalismo, clamores radiofónicos por la paz y el diálogo con el ladrón y asesino recuperados al efecto, coronas embargadas en Suiza y virreinatos dispuestos a que les corone y pague la enseña el Gobierno del que fue país común. Abonado todo ello por lo que se exprime del sueldo del infeliz ciudadano espectador quien, además, debe aplaudir obra y actores porque no hay más teatro ni función a donde ir.
Los ingredientes del caso español no son originales. Lo son su proporción y su orden temporal. Robos, fraudes, corrupción, populismo los hay por doquiera, pero no en cantidades industriales, no como estructura paralela, permanente, regular y básica del edificio nacional, que se va transformando a ojos vistas en una cáscara cuyos despojos del país que fue se disputan los clanes afanados en el reparto político-financiero y territorial. Desde luego esos ingredientes en normales sistemas democráticos no preceden y conforman los planos del edificio, la creación de organismos, los proyectos de obras, la normativa y las leyes. En España, en olas sucesivas de mayor o menor degradación, han sido creados ad hominen, para beneficiar a contratistas, receptores de comisiones, jeques locales, afiliados al sindicato, la asociación o el partido. Desde que comenzó, en los años ochenta, la degeneración de la que aparecía como transición ejemplar, se entró en un original proceso no lineal sino acelerado o contenido según clan en el poder y apetito y exigencias tribales. De ahí la sorprendente inutilidad, la palmaria estulticia, el derroche estéril de inversiones, el aprendizaje para la ignorancia, los microgobiernos autonómicos. La inutilidad es sólo aparente. Su creación, encarnizada defensa y mantenimiento adquieren pleno sentido porque son garantía de empleos, sueldos, gratificaciones, cohechos y ocupación de parcelas oficiales de libre disposición y manipulación. Indispensables para el proceso son el miedo y el control, generosamente subvencionado, de la opinión interna y externa. Para ello ha sido, y aún es, agente indispensable el chantaje verbal, dual y sociológico anteriormente descrito.
Se entiende mal la situación de la Península, la extraña sumisión que permea su ambiente, si no se considera ese invisible campo de minas que, en forma de iconos verbales, ha sido sembrado en su territorio. Se trata de un puñado de palabras en la que los significantes han sido vaciados de su normal significado para rellenarlos de otro llamativo, asociado a elementos rechazables, diseñado para la inmediata repulsa. España es desde luego el primero de ellos; no de otra forma podría explicarse la extraña orfandad de símbolos y de expresiones nacionales de este país en el conjunto de Europa, su ansiosa búsqueda de una identidad vicaria. Bajo la palabra no hay, sino en una minoría honrada e ilustrada, su auténtico significado de nación de ciudadanos libres e iguales en derechos y oportunidades. Para la gente del común, y por todos los medios, el término mismo es evitable, asociado con el negativo mito originario cuidadosamente criado al efecto. España, tras este vaciado y relleno del referente, debe ser, junto con banderas, escudos e himno, un ente que bordea el fascismo, el franquismo póstumo pero mantenido por exigencias del guión en el candelero, España será sólo gente bien vestida en calles y plazas de la zona rica, adolescentes pulcros enarbolando enseñas de otrora, niñas de buena familia, intelectuales de catolicismo, orden y naftalina. Todo ciudadano moderno que se precie huirá del icono y de las banderas como vampiro del ajo, y mostrará su repugnancia de buen gusto ante los símbolos patrios, que sólo serán aceptados cuando se trate de cobrar de un puesto, de beneficiarse de un acto en el que necesariamente figuran. El icono vergonzante ha recubierto por completo al primigenio, el de igualdad y libertades, aquél sinceramente querido con el afecto simple de lo ancestral y lo próximo, con la estima hacia territorios distintos pero comunes por los que no ha tanto se deambulaba sin conciencia de animosidades y fronteras. El significante verbal había de ser transformado en su contenido, reducido mitad a anatema mitad a una sustancia amorfa para cuya mención se utiliza todo tipo de pseudosinónimos, de forma que pueda ser troceado para su reparto.
La finalidad sociotribal es que el vocablo España no exista. Un espacio nacional de igualdad y libertades, de historia y horizontes amplios es incompatible con el ansioso reparto del botín y la justificación de la propia existencia por parte de los clanes. Éstos han trabajado con el mayor encono en destruir, de forma retroactiva, el contenido del término. El símbolo verbal que con esa forma agitan es el común enemigo al que se ha enseñado convenientemente a odiar y ridiculizar desde la escuela primaria. Cuando esto sucede sus habitantes no tienen más refugios que el círculo local y familiar inmediato y el cacique y líder que, al menos, les sirve de parapeto contra el complejo de inferioridad del europeo dudoso. Pasado el acné juvenil de ciudadano del cosmos, el adulto siente que la patria existe y que su deseada ciudadanía mundial se ejerce a través de ella, que no hay antagonismo sino extensión entre el conocimiento y los afectos del país en el que ha nacido y lo que más allá de las fronteras va encontrando. Pero le han provisto de un icono falso, al que apenas puede nombrar.
Ningún grito más agudo que el del silencio. En Hispania todo iba pasablemente en el más pasable de los mundos posibles, porque se vivía bien, con esa salsa acogedora condimentada con sol, buena dieta y paz turbada tan sólo por balazos esporádicos en la zona noreste. La Transición B se mantenía sin esfuerzo a flote e incluso bogaba sin problemas, sacando velamen. Los disidentes de la estricta corrección dual política desaparecían de foros televisivos, radios, charlas y periódicos, eran degradados en sus trabajos, eliminados de listas y promociones, pero no aparecían seguidamente con un tiro en la nuca en las cunetas. Gozaban del ostracismo light, de cierto estatus de apestado leve. Uno menos en el reparto de las mil y una recompensas al hervidero de tribus. Sin embargo del Callejón del Gato ya se había pasado a sombrías bocacalles laterales en las que podía pisarse un charco de sangre, por omisión de criminales no adecuadamente perseguidos, liberados en aras del buenismo con ellos y el malismo hacia sus antiguas y nuevas víctimas, por un caso, el GAL, de escuadrones de la tortura y de la muerte contratados por y en las cloacas del Estado, por un maridaje justicia-política-negocios incorporado a los menús habituales. Pero la gran línea roja se pasó más tarde.
Hasta entonces se había costeado por un mapa al estilo de los portulanos antiguos, en parte real y en parte fabuloso, en cuya cartografía se alternaban monstruos resucitados o creados según exigencias del guión y datos que se querían eficaces para llegar a la deseada cota del progreso europeo. A partir del 11 de marzo de 2004, y antes de él ya en sus preludios, se entró en las aguas abiertas, calmas y de una negrura profunda de la banalidad del Mal[3]