La catarsis de la tomatina
Que se haya erigido en icono español de renombre mundial la lucha de todos contra todos a base de tomates no deja de ser adecuada metáfora del país. Aquí moros y cristianos, toreros y miuras son reemplazados por el sanguíneo producto hortícola que encuentra así una muerte más honrosa que acabar en una lata, (cap. 14 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»)
como ya lamentaba la sabiduría popular. Bienvenida la fiesta. Pero tal vez bajo ella hay sustratos que añoran, aunque lo saben imposible, pasar de la potencia al acto. La vieja dualidad Malos/Buenos basada en premisas guerracivilistas y exhumación de forzosos y eternos antagonismos sociales, vocabulario incluido, se sabe a sí misma una impostura. Pero la representación continúa, en foros políticos y televisiones mientras algo se espere obtener de ella y reparta generosas dosis de legitimidad.
Sin embargo, para llevar al extremo lógico sus consecuencias, habría que empeñarse en hazañas que se revelan imposibles, a causa de la molesta y terca complejidad de las realidades, que hace acompañar siempre los beneficios a sus precios y obliga a salvaguardar obras y hechos de épocas y autores detestables. La Revolución Cultural maoísta se propuso muy seriamente acabar con Lo Viejo, comenzar una página en blanco pues nada más igualitario que la nada. Los guardias rojos propusieron cambiar el color de los semáforos puesto que era reaccionario detenerse ante el símbolo de la revolución. La iniciativa ni siquiera en ambiente tan enfervorizado prosperó. La Revolución Cultural China, de la que nunca faltan en otras latitudes patéticos remedos, abrió brecha aboliendo la música clásica y sustituyéndola por la difusión por altavoces de himnos a todo volumen. En España, para ser por completo consecuentes, los Buenos del joven hombre nuevo deberían dinamitar los pantanos, construidos por orden del Jefe de la era predemocrática, purgar minuciosamente calles y ciudades, no ya de nombres alusivos a los Malos de la Guerra Civil, sino de cuanto se hizo, publicó, inauguró y legisló (leyes sociales incluidas) durante los casi cuarenta años de dictadura y, a ser posible, sembrar de sal las zonas contaminadas.
La consecuencia entre palabras y actos exige una labor mucho más exhaustiva en lo que a un adecuado anticlericalismo se refiere. Porque Iglesia y cristianismo son una trama de hilos históricos blancos y negros de imposible separación para la que no basta la consabida catarsis de matar al cura. El Estado habría de hacerse cargo de todas las tareas de asistencia y educación que durante siglos y hasta el momento actual efectúan religiosos, incluyendo las que se llevan a cabo en el Tercer Mundo. La erradicación de todo lo relacionado con el Mal no puede menos de incluir la titánica empresa de dinamitar, quemar, destruir cuantas obras están inspiradas en motivos cristianos. El inventario monumental y artístico del país experimentaría una reducción fácilmente imaginable proporcional a los solares donde hubo antes templos, las salas de los museos serían una sucesión de huecos y el patrimonio nacional cabría en espacio reducido. Por supuesto habría que eliminar toda la música sacra, empezando por Bach, para marcar postura, y continuando con el resto: Gregoriano, Misa Luba, Stabat Mater, Schubert,. Mozart, Haendel…Es dudoso que gracias a ello desaparecieran la pedofilia, la simonía en sus variantes de chantaje político, la irracionalidad y la raza prolífica de los inquisidores, los cuales, como miembros de iglesias ideológicas, no toleran competencia.
Necesariamente el proceso se decantaría en nuevas dualidades, con espectacular revival de variantes periclitadas de guerrilleros de Cristo, defensores sin paliativos del nasciturus desde el minuto uno con pena de muerte para las mujeres que no continúan el embarazo no deseado, partidarios de la abolición del color morado por su implicación feminista, brigadas para la erradicación de la palabra socialista, fans de la abolición de los servicios públicos y amigos de la distribución de armas para defender el derecho a la venta de armas.
Nada de esto es gratis et amore, sino un filón para la floreciente, como quizás nunca antes (ni siquiera, ni por asomo, con dictaduras periclitadas) especie de los censores. Ahí es nada: asesores, equipos, consejeros, unidades para la detección y persecución de antiecologistas, pacifistas, homófobos, ofensores del género (obviamente femenino), burgueses confesos, ciudadanos tibios en su entusiasmo hacia ciclistas y maratones y reaccionarios de toda calaña. En lo que concierne a esta especie no hay paro. Nunca gente con menos méritos había progresado tanto.
El organigrama no sería completo sin el Cuerpo de Fabricantes de Víctimas para que las víctimas se sientan tales y los voten. La variante visceral –en el sentido etimológico de la palabra- del nacionalismo es el gregarismo de género, el halago untuoso y ridículo hacia las mujeres entendidas por una grey y tan sólo por el hecho de serlo. Los indefensos morfemas –o y –es van directamente al paredón porque no cumplen suficientemente con la diferenciación sexual ya que se supone que las mujeres precisan de todo tipo de muletas, discriminaciones positivas y exhibiciones genitales para hacer valer como simples seres humanos su existencia. En la política llamada “de género” toda estupidez tiene su asiento. Para gran detrimento de los individuos, mujeres, hombres o viceversa, que valen y se hacen valer por sí mismos, y son, por tanto, el enemigo a abatir.
Afortunadamente, con la crisis económica se han reducido los dineros para pagar las mesnadas, hay una gran rebatiña en torno a cofre y, para mayor desdicha, ya no cabe en la arena pública ni en la nómina ni una víctima más.