El Monumento al Olvido-11 M.
Quien salga de la Estación de Atocha, en pleno centro de Madrid, tal vez repare, aunque es poco probable, en que en la plazoleta se alza un cilindro de poca altura. No pasará junto a él porque está fuera del acceso de los peatones y del tránsito habitual. Se alza sobre un reborde de hormigón mordido por el tráfico y su fealdad de superficie envejecida contrasta con sus vecinos, la hermosa planta de la antigua estación remodelada y el airoso frente del que fue Ministerio de Agricultura. Podría ser el respiradero de alguna obra subterránea, el acceso a un parking o la gran funda en plástico de burbujas (cap. 19 de «De la Transición a la Indefensión. Y viceversa»)
de algún contenedor. Incluso, aguzando una imaginación ya castigada por pavorosas y onerosas decoraciones urbanas, un gigantesco bote desteñido de bebida refrescante obra genial del sobrino de algún concejal.
Es gris, mate y polvoriento. Se confunde, en los días nublados, con el fondo y sobre él resbala, sin advertirlo, el ajetreo. Carece de elementos figurativos. Su diseño se diría que corresponde a la voluntad de no atraer atención alguna, una gigantesca lata desechable de continente y contenido amorfos, en el tono indefinido del humo de los escapes y la indiferencia.[4]
Es simplemente perfecto como ejemplo de la plasticidad de la arquitectura, siempre molde de la voluntad de los líderes y del bovino asentimiento de las sociedades. Ambos lo segregaron como el molusco la concha. Sólo el conocimiento previo informa de que el grueso cilindro fue erigido en conmemoración del mayor atentado terrorista de la historia de España, la matanza del 11 de marzo de 2004. Esa mañana, a la hora punta en que la gente venía al trabajo, se hicieron explotar con bombas los trenes, con el saldo de doscientos muertos y más de un millar de víctimas cuyos nombres oculta y mimetiza con el asfalto el sudario aislante.
Es improbable que, de observar el cilindro, cosa que prácticamente nadie hace, el curioso coincida con la visita oficial de algún político. Tales eventos ocurren muy raramente y a una velocidad vertiginosa. Se cumple el expediente de un preceptivo homenaje a las víctimas sin la menor ceremonia llamativa y con ese ritmo que delata, antes de entrar en el recinto, la premura de salir. Más allá, en uno de los bordes del Parque de El Retiro, un bosquecillo dedicado a la misma conmemoración y llamado, sin duda en un lapsus freudiano, “del Recuerdo”, permite también los perfectos anonimato y lejanía de la opinión pública. Si el viajero quiere matar el tiempo y pregunta, hallará, perfectamente disimulado en el gran hall central de la estación, el recinto subterráneo situado bajo el cilindro y que constituye todo el Monumento del 11 M. Normalmente se pasa de largo ante la pared opaca azul oscuro con indicación minúscula de contenido y horarios. Se trata simplemente de una mesa de folletos y algunas flores, un pasillo, los nombres de los asesinados en un azul pálido levemente iluminado en el muro y la sala circular sobre la que se levanta el cilindro externo a la que sirve de techo una cúpula semitransparente con frases. Por aquí no ha pasado la Historia, no hay explicaciones de ningún tipo, carecen de rostro y de leyenda matadores y muertos. Por no existir, no existe ni la insistente y preceptiva versión oficial de la autoría islamista, como si un último rubor hubiera impedido, una vez alcanzados los fines de los que manipularon la matanza, llevar la impostura hasta el epitafio. El folleto es asimismo breve, átono y con un texto dedicado mayormente a la arquitectura de la obra cuyo resultado, en verdad, plasma de maravilla en su burbuja la voluntad de borrar de la memoria, no ya el dolor, que al no haberse esclarecido realmente la masacre sigue, sino la vergüenza de aquella semana, del mes de marzo de 2004 y de las rendiciones incontables que a él siguieron.
El Monumento al 11 M -y demás víctimas del terrorismo puestos a aprovechar- es una tirita azul pálido con funda de plástico de color sucio colocada sobre una llaga abierta de las dimensiones de un cuerpo puesto a continuación del otro. Podría al menos, en un alarde figurativo, haberse dibujado bajo ella una gran boca sellada.
Había elecciones generales en España tres días después del atentado, y la víspera debía ser, según la legislación vigente, jornada de reflexión. En las jornadas que mediaron entre la matanza, el estado de shock de la población y las urnas todo el afán de los dos sindicatos y el partido de la oposición y sus afines se concentró en excitar la animosidad de los ciudadanos, no contra los autores del sabotaje, sino contra los políticos y el Presidente todavía en ejercicio. Los vagones de tren fueron desguazados y destruidos prácticamente en horas veinticuatro, en parte de la prensa, la que no pertenecía al sólido bloque mediático de los nuevos ricos del régimen, hubo pronto denuncias de que se había sembrado la investigación de pruebas falsas, destruido las auténticas como enseres de las víctimas, maquinaria, metales, y que se había ocultado el arma del crimen, el tipo de explosivo. Militantes, políticos y movimientos de oposición se lanzaron, aún calientes los muertos, a una actividad frenética de agitación y propaganda según la cual los criminales no eran los que habían puesto las bombas sino el partido por entonces en el poder. Ocurrió lo que no había sucedido en país alguno: En respuesta a una masacre ciudadana se llamó asesino, no a los que mataron, sino al Presidente democráticamente elegido, se cercaron las sedes de su partido, se infundió en la opinión, en nombre de la paz a toda costa, la rendición a los criminales, se culpabilizó la presencia española en la guerra de Irak, como si, contra toda lógica y obviedad de los hechos, el país nunca hubiera participado ni fuera jamás a participar en acción militar alguna, se violó la jornada de reflexión y se montaron grandes manifestaciones, acoso e insultos con un agitprop en toda regla que, desde luego, logró en tres días, contra todas las expectativas de voto anteriores, el cambio del gobierno por otro singularmente favorable al mosaico de intereses tribales, al nacionalismo rapaz, al grupo terrorista ETA, que había acabado con las vidas de casi mil personas en plena democracia, y a la doctrina de la blanda sumisión en política exterior.
La apoteosis de agitación-propaganda de 2004 fue precedida, mucho antes del 11 M, por un clima diario de rechazo y denuncia de la intervención en Oriente Medio y por la nada pacífica exaltación de una paz universal y, como el resto de los bienes, gratuita y garantizada. En los centros de enseñanza llevaban largo tiempo campeando sin rebozo, ante los niños y adolescentes, carteles, llamadas a concentraciones y pintadas contra los miembros del Gobierno, a los que se tachaba de fascistas, nazis y criminales, pintadas y proclamas que desaparecieron como por arte de magia desde el día siguiente a las elecciones. Con celeridad vertiginosa, los militares fueron repatriados desde sus misiones en el extranjero en medio de una lluvia de plumas de gallina que les enviaban los soldados en plaza de otras nacionalidades, el nuevo Presidente levitaba en su toma de posesión proclamando su afán de paz infinita, el Ministro del Ejército afirmaba (sin dar ejemplo pero cobrando puntualmente su sueldo) que prefería morir a matar.
La oposición obtuvo el poder a los tres días del 11 M, arruinó y desguazó la nación en los años siguientes y, lo más grave, hizo a la población partícipe de la maniobra por medio del sabio uso de la vileza compartida. Los españoles habían votado y participado en un cambio de régimen que fue un claro éxito para los que planearon inmediatamente antes de las elecciones la matanza. La gente sabía que había cooperado masiva, miserablemente en la vasta manipulación y su chantaje, que no en el reparto de un botín más amplio y menos visible que el simple manejo del erario público. Así pues forzoso era olvidar, aceptar y tragar rápidamente, de una pieza, la apresurada y tajante versión oficial. Por mucho que se proclamara la autoría islámica nunca se supo quiénes fueron los autores de la matanza, quién el cerebro de la operación. Siempre se supo a quienes había beneficiado, aquende y allende fronteras.
Tras un cierre claramente en falso del proceso, se extendió sine die, una extraña y significativa ley del silencio que es quizás la prueba más clara en contra de la versión oficializada. El 11 M debía borrarse de la mención verbal o escrita y hasta de la memoria, De citarse, se presentaría siempre, en los exorcismos periódicos, como el atentado islamista que, en realidad, nunca se probó que hubiese sido. Cualquier otra alusión, calificación, petición de investigación, hipótesis estarían anatematizadas e incluidas en el acostumbrado bloque del Mal (fascistas, franquistas, derechas, etc.). El gran atentado de la estación de Atocha sirvió y sirve a aquéllos para los que era imprescindible remozar el mito dual Progresistas/Reaccionarios, la España mala frente a la buena, la perpetua guerra civil pendiente sin la cual el avejentado clan parásito carecería de justificación y subsistencia. La matanza útil y utilizada no fue, ni mucho menos, tan sólo asunto de victoria y derrota de dos partidos políticos. Tuvo probablemente bastante de acuerdo de franquicias y de negocio conjunto, amén de una gran proyección externa en la que se repitió, con curiosa homogeneidad y probablemente a bastante coste, la versión islamista preceptiva.
A partir de ahí planeó sobre la ciudadanía, junto con el silencio, el temor a la repetición de actos similares, la certidumbre de la cesión ante la fuerza brutal bien organizada y la existencia de oscuros, antiguos e intocables centros de intereses y de poder. Y, desde luego, aquello marcó un antes y un después en la historia española; también en la europea, inaugurando, con la alianza de indefensión, desconcierto y cobardía, la estrategia de la Rendición Preventiva y la anulación de valores, Ley, Estado de Derecho y análisis de hechos y responsabilidades individuales: El Gran Culpable de aquel crimen, de cualquier crimen, ni habría sido ni sería su autor, sino la ancestral e intemporal injusticia del Sistema, el Leviatán capitalista, imperialista, derechista, eterno, lo que permitiría seguir una apacible rutina sin darse por enterado de agresión, delito ni violencia alguna. Bastaría con alternar dos paraguas: El de la revolución pendiente, a cargo del erario público puertas adentro, y el multicolor de la Alianza de Civilizaciones más allá. Simplemente cumplía recostarse en el derecho a ser mantenido y en la buena conciencia fruto de la amnesia selectiva y la irresponsabilidad personal. Sumergidos en un estado de cosas opresorper se desde el origen de los tiempos, no cabe hablar de jerarquía ni universalidad de valores; tan sólo confiar en la bondad de los bárbaros, en la innata virtud de los indigentes y en la pureza de los marginados. Y refugiarse en la tribu de víctimas más cercana.
La censura y la autocensura respecto al tema del 11 M alcanzó cotas de virtuosismo, su simple mención olía a azufre, rompía la superficie de las aguas del dorado estanque del bienestar y el asunto zanjado. Como hojas que se cortan de un árbol, fueron cayendo las de los periódicos que osaron tratarlo de forma crítica, los libros sobre el tema que aparecieron tenían algo de clandestino y muy escasa difusión, se apartó a directores de diarios y a columnistas. Alguno en el mundo de la prensa hubo que, tras investigar durante años el atentado y las clamorosas contradicciones de la versión oficial, optó sin embargo luego por publicar rectificaciones de corta y pega abjurando de su error y confesando la islámica autoría. Fue ascendido, pero para ser cesado al poco tiempo. Quizás porque Roma no paga a los traidores.
Hubo algo en extremo patético en las cinco líneas de rectificación de todas sus investigaciones anteriores en las que el conocido periodista abjuraba de su error al buscar en los causantes de los atentados de Atocha a otros que no fueran los islamistas. Éstos aparecían, además luego en noticias de prensa en lugares dispares, Serbia, Marruecos, Siria, preferentemente ya muertos. Ninguna versión en medios de amplia audiencia contraria a la preceptiva de autoría islámica, pero sí una lluvia de artículos diversos, sin relación con Madrid pero abundando en historias del radicalismo musulmán, de manera que la opinión se impregnaba, por proximidad, de la relación entre éste y la matanza madrileña. La exaltación de los sentimientos corría paralela a la ausencia de datos fiables, pruebas concretas, culpables confesos y a la demonización de los muy pocos –y muy valientes- que se atrevieron a poner en entredicho la versión oficial.
Sólo hay, y no por azar, otro tema que despierta animosidad semejante cuando se quebranta la ley del silencio: La denuncia de que el espacio cultural está prácticamente copado por el marchamo Izquierdas reservándose para los otros, englobados en Derechas por supuesto, el ostracismo y el rechazo. Sin embargo la afirmación es simplemente cierta y basta para demostrarlo un simple análisis estadístico y proporcional de temas de películas españolas, series televisivas, discursos, declaraciones, obras diversas. El que denuncia al clan Progresista por decreto, al lucrativo monopolio de la ética, debe prepararse a ser incluido en “la caverna”, los conservadores reaccionarios por definición, y ello con una animosidad y violencia verbales que por sí solas son prueba fehaciente de la veracidad del discurso del denunciante.
El cilindro de Atocha es el apropiado monumento porque su cerrada superficie encierra bajo llaves que podrían no ser las suficientes dos tesoros: Por una parte la España desconocida, minimizada o ausente de libros de texto y de medios de comunicación, hoy insólita, pero que fue, que quizás podría ser. Y, por otra parte, cuanto debió ocurrir, y no ocurrió, en el 11 M. Allí se encontrarían, como el cliché posible de aquella interminable fotografía, las manifestaciones de un país unido, en su clase política y su ciudadanía, llamando asesinos a los asesinos, estarían los responsables guardando cuidadosamente las pruebas, preservando hasta la última chapa, clavo, sustancia impregnada en las ropas y los cadáveres. Se hallarían todos ennoblecidos por la doble fraternidad de la indignación y el dolor, pisoteando el mito de las dos Españas, liberados al fin de canalla y parásitos. De abrirse la puerta del cilindro deberían salir los sindicalistas que olvidaron su sueldo gubernamental para ponerse en primera fila de los que exigían claridad y justicia, estarían los que limpiaron, por vergonzosa en momentos tales, toda pintada sectaria y condenaron la manipulación en los centros de enseñanza. Allí aparecerían los valientes chicos de la prensa, insensibles a las presiones del club de los ricos del régimen, atentos tan sólo al horror y al minucioso esclarecimiento del caso. Y no podrían faltar los jueces y fiscales que, desdeñosos de los políticos que los nombran, con ejemplares eficacia y discreción, no tendrían más preocupación que la búsqueda de la verdad. Pero no están, no ocurrió, estuvieron, no ya a la altura, sino al otro extremo de la circunstancia. No hay vacío, sino materia oscura en el espacio que el cilindro abarca.
Para acceder al segundo tesoro, el del conocimiento, hay que ascender a la terraza del edificio, porque desde ella podría observarse, con cierto esfuerzo, el panorama de una España que hoy parece insólita y sin embargo existió no ha tanto y podría en el presente haber existido. Aguzando la vista en el espacio y en el tiempo se descubre que hace pocas décadas España era un país como los demás de Europa y la generalidad del mundo, con bandera, himno y una lengua que se enseñaba y podía aprenderse en todos sus centros de enseñanza y con libros de texto que narraban su historia y hablaban de sus grandes figuras, de sus hechos notables y de sus monumentos. Vería el observador en la distancia gentes, millones de personas, que se desplazaban y residían sin distinción alguna de privilegios ni trato de un extremo a otro de su país y para las que el apego al terruño no era sino un aditamento más al natural afecto por la propia tierra en el sentido lato. El cilindro se habría vuelto, por entonces un peldaño de la alta torre de las grandes vistas, que hace parecer ridículas las torrecillas de imitación marfileña y despreciables a aquéllos con vocación de habitantes de termitero empeñados en hacerse con bienes comunes para su uso exclusivo durante su propio, interminable invierno. La España de las amplias vistas, la similar a sus homólogas de Europa, existió realmente, aunque la cubra y la sofoque una gran ficción del Paraíso perdido y el hervidero de víctimas insaciables. Hoy por hoy, se divisa un Madrid-Pompeya, cubierta la ciudad de mullida ceniza que apaga los sonidos y tan sutil que ni se advierte su presencia ni se añora que hubo cielos de mayor limpidez.
El Monumento al Olvido lo es más por contraste con la envergadura de los actos conmemorativos de los grandes atentados en otros países de Europa, como Gran Bretaña o Francia, la unidad en ellos de gobiernos, ciudadanía y oposición en el homenaje a las víctimas y la repulsa de las muertes que sí, en su caso y no en el español, reivindicó el terrorismo islámico. Lo que en el Reino Unido es unión y común impulso en España no es sino el instrumento para perpetuar en el poder, real o en la sombra, al Clan de la Bondad, al de la Transición B o más bien P de Parásita, a los beneficiarios de la nómina vitalicia, la eterna deuda y la eterna guerra.
Se ha consumado el proceso totalitario de la No Persona, la modificación, borrado, cortado y pegado de la Historia: El 11 M no existe, su mención ha entrado en la rampa que conduce al averno verbal, en este caso un pequeño limbo azul, sellado y frío, donde revolotean y se consumen hasta la insignificante transparencia víctimas y victimarios. Nadie intente aludirlo porque le protege, amén de la coraza de plástico, el estigma Reaccionario que su simple mención lleva consigo. El que exprese sus dudas sobre el proceso y la autoría islámica, su repugnancia por la utilización vomitiva que se hizo de la masacre, ingresará en el grupo de los parias de la España segregada por los secuestradores de la Transición.