CIVILIZACIÓN 3 DE ABRIL 2021 SÁBADO DE GLORIA
CIVILIZACIÓN, AL FIN.
Madrid, 3 de abril de 2021, Sábado de Gloria
El lugar de la cita para recibir la primera dosis de la vacuna contra el virus se alza en un territorio de amplio horizonte que parece de reciente repoblación. La fila es muy larga, serpentea hasta perderse de vista, dibuja los bordes de un mapa de esperas, ya desde hace un año, de esa vacuna que es lo único que puede dominar la pandemia, rodea el novísimo Hospital Isabel Zendal, levantado en un tiempo récord por la Presidenta de la Comunidad de Madrid para atender a las víctimas del Covid. La organización es sin embargo, como el transporte, impecable, la corriente no se detiene, la franja de citados, centenares, miles a la larga, corresponde a personas que pasan de setenta años.
De repente existo. Yo, que se supone que no cuento para nadie según los criterios sociales establecidos y que vivo una vida solitaria en extremo, he comenzado a existir en el territorio, el país, la ciudad que habito. Y más allá de existir, de mi propia y tan limitada existencia, experimento, con fuerza que parece multiplicada por la amplitud del horizonte y por cada uno de los que esperan, un sentimiento totalmente nuevo, amplio, abierto, luminoso, grato;: El orgullo del lugar, de los seres y de la especie en los que me hallo. Estoy viviendo un momento histórico, único, jamás recordado por nadie de los presentes, nunca experimentado por todos los individuos sin excepción, mucho más que una guerra o una catástrofe económica. La pandemia, letal, indiscriminada, veloz, ha sido la señal del comienzo de una carrera para salvar personas de la muerte. Ha producido, también, vilezas y carroñeros en su camino y dado la justa medida de los peores parásitos, pero, por encima de todo, el sentimiento que despierta esta mañana del Sábado de Gloria de 2021 es el orgullo. Orgullo de pertenencia a un vasto grupo, un remanso de la Historia en el que lo que es la auténtica civilización brilla, la que consiste en valorar cada persona y su vida, sin otro criterio. La fila está compuesta de seres físicamente limitados, enfermos, débiles. Son personas, y basta. Exactamente eso es civilización, ahí se alza el escalón enorme que separa al individuo de la servidumbre a la supervivencia de la especie, del ciego instinto que forzosamente rige el reino animal. Ahí, en cada uno de los que deben ser salvados, vacunados, con todo el esfuerzo que ello supone, está la chispa en la que, de manera confusa pero persistente, sabemos que arde lo mejor de la condición humana.
Frente al Hospital se han sembrado nuevas plantas, todavía unas hojas y un tallo. El metal claro de la cúpula parece haber posado ayer su nave extraterrestre, porque la rapidez de su instalación es asombrosa. El blanco, negro y gris de los interiores no producen frialdad sino la tranquilidad del acceso a un espacio seguro, estable, aireado, cúbico. Los brazos de la ciencia, cubiertos de batas y guantes y rematados por el punto final azul de las jeringuillas, son la meta de un largo camino, de meses de expectativa y tierra de nadie. La pandemia arrasó con los calendarios, se burló de las agendas y los relojes, hizo del tiempo y las fechas señaladas un baldío estéril donde nadie osaba plantar una esperanza. Los brotes, frente al hospital, sin embargo crecen, la fila avanza, entra en el recinto, es bien recibida y orientada. Y, finalmente, en el corazón del miedo se clava una jeringuilla azul.
Sabemos, lo enseñó y aún lo enseña, lo que hubieran hecho con los que están en este fila los regímenes totalitarios, sabemos el desprecio que hacia ellos mostraron políticos indignos y chamarileros mendigos de la imagen. No han vencido. Ahí están muchos otros, sanitarios, gestores, políticos eficaces y decentes, laboratorios que han colaborado, intercambiado, quemado las pestañas y las etapas y gente del común que sin decirlo ni escucharlo sabe que no tiene derecho a disponer de otra vida. Sabemos lo que hubiera ocurrido con los de esta fila en otro marco y circunstancias, nos lo enseñó el siglo XX, y aún brotan y brotarán adeptos a su eliminación, al afán de marcarlos, de una forma u ora, con invisibles estrellas amarillas distribuidas, probablemente, online.
Las personas de la fila sienten alivio y agradecimiento. También cansancio, resignación y premura. A veces reflexionan en voz alta sobre su suerte. No saben hasta qué punto es grande la dimensión de ésta. Por experiencia directa alguien de la fila, que esto escribe, recuerda el contraste del tratamiento y medios con el de otros lugares y países, aquél donde una rata atraviesa la sala de consulta del médico, donde la suciedad pública es norma y se defeca al raso a lo largo de las vías del tren mientras el gobierno lanza satélites, naciones ricas en mercancías y prepotencia pero donde el tratamiento para un cáncer es de pago y la vida, la muerte y la libertad no están sujetas a las leyes, lugares donde al enfermo por la pandemia sólo se lo hospitaliza si abona cantidades de dinero fuera de su alcance.
Las personas citadas para la vacunación, gratuita, en ese hospital de la periferia de Madrid que ha surgido en tiempo récord, como un milagro, ignoran que la isla de limpieza y eficiencia en la que se encuentran es rara y vulnerable, reposa sobre una base detestada, erosionada por quienes sólo buscan arrancar dentelladas del magro presupuesto del país y cavan túneles para multiplicar despachos y cargos. Se da hasta tal extremo por adquirido y perdurable el bienestar que no se advierte su fragilidad, que sus cimientos, aún firmes, reciben las oleadas de la más antigua y mezquina de las pasiones: el odio a la excelencia, que invade de tal forma a sus portadores que no deja en ellos resquicio para el si aprecio de los hechos, del bien, de sus semejantes. Y transforma a los atacantes en desdichados seres insensibles a la nobleza de la auténtica solidaridad humana, de la que su furor igualitario es un triste remedo.
Pero hoy el horizonte es amplio, cada cual recibe la porción de vacuna que puede salvar su vida, es tratado con atención y con respeto. Y alguien recupera el orgullo perdido de pertenecer a su especie, de vivir en lo que sí merece el nombre de civilización.
- Rosúa
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