Una vaca entre nosotros.
Una vaca entre nosotros
-¡Es una lady!- confió la nueva portera del inmueble a una vecina, compartiendo con ella su admiración y descripción de la señora que acababa de pasar, dejando a su paso, como reza la canción latinoamericana, un rastro de lisura y del perfume que en su pecho llevaba.
Sensible y avezada a las apariencias de los inquilinos y a su propio gusto por el buen vestir, repitió:
-¡Es una lady!
Y lo era. Lady X llevaba en aquella ocasión, y en todas, vestido de fiesta, que la ignorante plebe hubiera calificado de bodas y bautizos, y que en ella a ninguna hora del día resultaba impropio porque lo distribuía en una percha corporal imponente y alta, sin llegar a resultar fornida, lo manejaba, con sus encajes, veladuras, brocados y joyas, con la natural gracia y hábito con los que una flamenca domina en el tablado su bata de cola. Pisaba fuerte y rápido y dejaba que el amplio escote lo coronasen rubia melena, blanca piel, ojos de agudo mirar que siempre, cualesquiera que fuese su color, parecían claros, azules, grises o verdes, cuando dirigían al interlocutor un vistazo de inconsciente dominio, el de quien sabe y acostumbra a transitar entre los afanes de los angustiados por las cosas y deja planear sobre su cabeza sin que desciendan, prohibiéndoles con un gesto el aterrizaje, los aviones cargados de preocupaciones y disgustos que pueblan el espacio aéreo de lo cotidiano.
Lady lo era por instinto, lo poseía, no por genética ni nombramiento sino por palmito, educación y costumbres. El título parecía impreso de alguna forma en ella y cuanto la rodeaba. El cristal, raso, mármoles y oro formaban parte de su hábitat. Y, lo mismo que las rimas de Bécquer son, amén de bellas, inimitables porque bordean, sin traspasarla, la frontera del territorio de lo que en otro sería insoportable cursilería, en ella no se rozaba la línea sutil donde, sin remisión, se extiende más allá el lujo insoportable del hortera rico. Venía, y vivía, en ese plano por el que, como en las nubes, transitan las clases altas, de familias y amigos de sólido patrimonio e importante actividad profesional, avalado en su caso por diploma y trabajo cotidiano, con el telón de fondo de vastos jardines y mansiones. Nadaba con tarjetas VIPS en aguas de buques insignia urbanos que fondeaban en hoteles de cinco estrellas, con la tripulación de colegas y servicio. Conocía a la perfección sus portulanos, distinguía, y evitaba, a los piratas, veía lo necesario, y los necesarios, para moverse en su mundo. Los demás pertenecían a otra, necesaria en algunas ocasiones y generalmente invisible, realidad. Iba a la oficina, Atendía a sus próximos con instintiva fidelidad tribal. Escapaba a veces en navíos de placer.
Sobrepasado ampliamente, il mezzo del cammin della sua vita, cuando ya los años han dejado en los que planeaban sobre su cabeza un saldo de aviones negros -el habitual peaje familiar, conyugal, físico que se paga por cumplirlos- y se ha impuesto el sentido de realidad, muy fuerte en lady X, de raspar la felicidad ocasional de cada día, ocurrió lo inesperado, el amor tardío con todo el esplendor de las rosas de otoño, el cambio, la pareja, el futuro que de repente existe. En un marco perfectamente clásico: Un crucero.
En el barco para la cena se vestían ellas de largo, ellos de oscuro, gemelos, chaqueta y pajarita. Lady X brillaba con la desenvuelta elegancia que dan el hábito y mejores firmas en la ropa. Él, Mr. W., compartía con ella dignidad y porte y tenía el atractivo de lo opuesto, del inglés social y laboralmente preocupado y activo, de extracción humilde y evangélica sensibilidad ante la indigencia acompañada de indiferencia similar a lo ajeno a su mundo. El pasado del uno y de la otra encajaron como piezas que se ensamblan naturalmente, por coincidencias de sus respectivos peajes negros pagados por ir cumpliendo años. Lenguas, costumbres, relaciones, ambientes fueron secundarios. Nada que salvar no pudieran aviones, coches, voluntad, llaves de ambos domicilios. Juntos, a partir de entonces. Porque había ocurrido lo impensable, la pareja para el resto de la vida, fuese ésta corta o larga, y la realidad es la que se hace. Amor, amor, amor.
Hasta que un día se alzó entre los dos un serio enemigo.
La adaptación a ambos medios, inglés e hispano, había requerido buena parte de la discreción y flema británica, y no menos filigranas sociales y en el estilo diario por parte de la lady. No se dieron realmente batallas y si conato de alguna hubo fue ganada en su mismo comienzo. Hasta que la pesadez del animal se cruzó en su camino.
Los transportes aéreos, que en su momento fueron una grata experiencia, tiempo ha que han derivado en calvario: Larguísimas esperas, anónimo mercado de precios, sumisión a inspectores y a imprevistos, extensiones kilométricas sembradas de pantallas y ajenas al contacto profesional humano. A Mr. W. le llegó de su país una perentoria citación profesional para una reunión física ineludible. Lady X descubrió con asombro que por un billete de avión a la población natal de él se pedían cifras astronómicas y, con indignado sentido económico, se negó tanto a pagarlas como a quedarse ella en tierra. Volarían juntos. Para ello encontró, escala y malas conexiones mediante, un vuelo en KLM con el que, finalmente, inseparables, llegaron ambos al lugar.
Pero la vuelta….
También ella tenía compromisos laborales. Era imperativo regresar como previsto. Y ahí empezó el asalto a la fortaleza de su amor. KLM modificó el vuelo diez minutos antes de salir hacia el aeropuerto.
-No importa. Venceremos, llegaremos, los demandaremos- aseguró, y se aseguró lady X. En peores plazas habían toreado en su ajetreada vida juntos.
Pero la alternativa era volar desde Londres. Se precipitaron a la estación para coger un tren.
-Vamos en primera.- Lady X se recogió el borde de la falda, de fino estampado y corte, decidida a esquivar a los muchos que parecían igualmente empeñados en sacar su billete.
Mr. W. era de natural reposado, flemático y afable, solía adaptarse y condescender sin mayor esfuerzo, pero esa vez estaba en pleno en su territorio, el de la lucha cotidiana de los trabajadores en la estación inglesa de un pueblo inglés otrora más próspero que cumplía el rito laboral del largo desplazamiento. Mr. W. sintió que debía mantener su conciencia de clase. Y se negó a coger billetes de primera. Había que llegar a Londres, y a España. Ningún otro transporte ofrecía alternativa alguna. Irían en el tren como iba todo el mundo, sin VIPS ni tarjetas oro. Como cualquiera.
Descubrieron que el tren estaba atestado de viajeros, que rebosaban de ellos todos los vagones. Ningún asiento libre. El trayecto de horas habría que pasarlo de pie.
El agraciado y bien cuidado rostro de lady X había adquirido una inusual calidad pétrea que desconcertó al bondadoso Mr. W.
-¿Estás incómoda?- osó preguntar.
No hubo la cariñosa, y comprensiva, respuesta habitual. Sólo una mirada de glacial desdén hacia el espacio que ellos dos y su equipaje, sorteado por los que iban y venían a los servicios, ocupaban en el atiborrado pasillo. Tras unos, largos, minutos ella pidió y examinó los billetes de segunda clase, y se los devolvió como quien espera en el póker la jugada siguiente de su contrincante.
Había apuesta. Mr. W., aunque realista y poco imaginativo, vio dibujarse en su cerebro una escena de naufragio que se superponía a la romántica noche en el crucero. El barco, en forma de incómodo tren, se hundía en las oscuras aguas de la banal desdicha cotidiana. ¿Perderla a ella? Jamás. Bracearía, de vagón en vagón, en busca de un bote salvavidas.
-Pregunta al revisor si hay, pagando la diferencia, asientos en primera.- indicó lady X, dotada siempre de buen sentido práctico, cuando lo vio partir, viva imagen del desconcierto.
Encontraron.
Ella estaba cansada, mucho más que de costumbre porque tras una jornada laboral intensa antes de dejar Madrid la esperaba otra igualmente dura al volver y le había fallado, como el peldaño de una escalera, el orden, pago mediante, que siempre solía dominar y con el que contaba para navegar diestramente por una vida con múltiples focos que requerían atención. Había acompañado, en un viaje de última hora que se había revelado azaroso, a Mr. W. a su ciudad natal inglesa, que no se distinguía, cerveza aparte, por especiales atractivos turísticos. Sufrió luego la afrenta del cambio en el vuelo. Se movía en el espacio del Derecho, reclamación y demanda. Con su eficaz sistema de reacciones rápidas, se sabía capaz de vencer los imprevistos. Y entonces se encontró con la negativa absurda de Mr. W. a sacar billetes de tren de primera clase, en una especie de declaración solidaria de apoyo social a la masa que atiborraba el tren.
Sólo al advertir la dureza nada usual de su rostro adquirió él conciencia del peligro. Convivencias, amores, matrimonios son edificios con múltiples pisos, balcones, paredes, cañerías y puertas. Diariamente hay grietas, fisuras, cables que precisan revisión, humedades que afloran, fatiga de materiales. Y la corriente amorosa no siempre calibra adecuadamente peso, dirección y probabilidades. Sentados, al fin, en un vagón de primera, ambos observaron la hora y verificaron el tiempo, bastante justo, entre su llegada a Londres y la salida en el aeropuerto.
En el ambiente, pese a la temporal solución, vibraba en sordina un rumor, aún soterrado, de peligro, el crujido que pone sobre aviso al habitante de una casa con presumibles problemas estructurales que aflorarían con el tiempo. La vaca aún no lo sabían pero estaba por llegar, como ese toro peligroso que es el último en salir de los toriles. Miraron por la ventanilla para no mirarse mucho. Se había roto la mortecina capa blancuzca del cielo y ahora navegaban por él algunas nubes espesas con forma de navíos que se rozaban y separaban sin alejarse ni superponerse. Tal era su relación, como tantas otras. Afortunadamente ellos dos no planeaban en el mismo nivel ni compartían formación ni origen. De haber sido así su amorosa relación nunca hubiera prosperado, habrían surgido, inevitablemente, confrontaciones de intereses, luchas por territorios, diminutos pero los más importantes: los que determinan la vida cotidiana. Podían deambular, sin enfrentarse, por diferentes espacios, y esencialmente sus planos de formación, referencia y origen no eran tan distintos como podía parecer: En ambos casos la galaxia tribal de élite de la lady ocupaba una zona de referencia, opuesta pero paralela a la idealización aséptica de él de un mundo beatífico de desfavorecidos al que servir, a conveniente distancia, con la ayuda inestimable de las pinzas y virtualidades telemáticas. Eran planos de ninguna manera antagónicos, sin exigencias de confrontación, entre los que se extendía un enorme territorio, que era el de las gentes medias, los individuos concretos que no cuentan sino con un medido ingreso al mes y carecen de relaciones con influencia. Con esa masa anónima de vulgaridad sin remedio ni siquiera se planteaba implicarse porque para eso estaban la organización del Estado y las Leyes. Ambas nubes podían perfectamente fusionarse por momentos y parcelas, abrazarse en sus bordes, navegar luego con la vista puesta en sus distintas percepciones del cielo, coexistir apaciblemente adaptándose a los cambios de viento y forma. Entre vastos espacios, y nubes, intermedios para ellos dos transparentes.
La vaca estaba, mientras, avanzando por el esponjoso y verde campo inglés, maciza, gruesa, puro principio de realidad.
Con la engañosa indiferencia de la moderación británica, Mr. W. sobrellevaba, asimilaba, aceptaba las exigencias de tardía adaptación a país, lengua y costumbres ajenas. Pero eso cuando y con quien correspondía: Con ni uno más, ni una conversación, relación, minuto empleados en algo ajeno a lo que se incluía en la aceptación imprescindible y necesaria al círculo de su pareja o a sus conveniencias laborales, facilitadas, sin fronteras, por la red de la telemática. No existía para ninguno de ambos otra opción. Era el precio de cariño, presencia, apoyo en una época de la rampa de los años en la que tales encuentros tenían la lógica de lo milagroso. La compañía puede hacer la vida cotidiana mucho más agradable por mucha tribu que se tenga, por confortables que puedan ser los hábitos de los amigos y el pub. Se estrecharon las manos sobre el asiento. Aún notó él los dedos fríos. Ella, siempre dulce, sonreía sin convicción, con la educada reserva propia de las de su clase, y procuraba cepillar de su vestido el polvo de la batalla. En su interior imponía silencio al genio maléfico que desde lo profundo, más allá de la conveniencia y del respeto a las formas, le decía “Pero ¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste, tan vulgar y desagradable, y corriendo desde hace horas, días, para no llegar tarde a tus obligaciones en Madrid?”. El tren atravesaba un paisaje monótono, neblinoso, turbio, techado por un cielo bajo y sin horizonte.
El amor, los amores carecen de lógica. Se ama a lo inconveniente, a lo incómodo. Se ama a los que ya tienen muchos años. Se ama a los que ya han muerto y se los sigue amando, aunque no estén, ni sean excepto en nosotros, en la onda en el espacio y en el tiempo que quizás todos somos. Puede que el absurdo del amor no sea tan ilógico después de todo. Permite sobrevivir, expandirse de la única forma posible, la que pertenece al individuo irreemplazable, no al planeta, al futuro ni a la especie. Sólo el amor, en su absurdo, tiene sentido.
Pero el amor no es tan aleatorio como parece. Se trata de un terreno irregular, de formaciones diversas compuestas, en distintas proporciones, por los mismos materiales. Hay un ingrediente de empatía y otro de imaginación que aparecen en cada caso en cantidades muy distintas y son determinantes en la adaptación mutua. La imaginación puede ocupar una gran parcela de la zona de la empatía o ser en ella casi inexistente, y ocurre que, sin aquélla no hay comprensión posible y menos aún implicación activa en la problemática de otros. Por esto la fría defensa de los intereses propios es inseparable de la escasez de las zonas empática e imaginativa, la implicación externa, conmoverse, ponerse en el lugar del prójimo y actuar en consecuencia es imposible. Un amor brotado en los terrenos del gris pero sólido manejo de la realidad coexistirá a la perfección con alguien similar, estará bien administrado y no admitirá mezclas de afectos gratuitos ni estériles emociones. Tendrá porvenir.
Ambos consultaron, simultáneamente, los relojes, ella el siempre exacto del móvil, que llevaba permanentemente al cuello como un escapulario negro y rectangular; él el que utilizaba en los viajes y era un recuerdo de algo, porque a cierta edad casi todas las cosas lo son y se adhieren al poseedor como caparazones de moluscos a las rocas.
“El tiempo justo”. Ambos lo pensaron, anticipando las nuevas incomodidades, apresuramientos, quizás imprevistos que los esperaban al llegar a Londres y luego coger el avión y aterrizar, por fin, en Madrid.
“En un estado tan lamentable” pensó ella, ajada la frescura del atuendo y la del maquillaje, porque la elegancia requiere espacio y pausa.
_Llegaremos bien-dijo él. Y se arrellanó con ademanes de tranquilidad excesiva en el asiento tan difícilmente conseguido para infundir la impresión de que los problemas habían acabado y estaban en el eficaz regazo de la puntualidad británica.
El tren frenó súbitamente. No había ninguna parada prevista. Mr. W. consultó guía y horarios. Lady X interrogó a la mágica superficie del móvil. Sin respuesta.
Con retraso respecto a otros viajeros, que buscaban información por pasillo y ventanillas, ella se sumó, a su pesar, a la nerviosa masa de viajeros impacientes. Llegaron al fin explicaciones, que en principio no comprendió. El tren no se movía.
-Una vaca- explicó alguien.
Lady X creyó haber entendido mal. Mr. W tradujo
-Una vaca en medio de las vías del tren..
-¿Y…?-
-Hay que esperar a que se resuelva. El pobre animal está asustado.
Mr. W procuró evitar la mirada de su pareja. En ella se concentraban hasta alcanzar el punto de ebullición las penalidades últimas, los esfuerzos de adaptación acumulados, el escaso aprecio por la exquisita consideración inglesa que permitía detener un tren repleto de viajeros en obediencia al protocolo de retirada del animal de la vía férrea. Ésta se alzaba como un ser totémico indiferente a las consideraciones humanas, adorada por pueblos absurdos que reverenciaban al ganado, la cerveza tibia y el rosbif.
Mr. W esbozó una sonrisa de comprensión que elevó la temperatura de una cólera fría que crecía en ella como la espuma en al leche. El barco, las noches en el crucero, las galantes atenciones, las cenas a la tibia luz de una vela y el amor asegurado en los días futuros de una vida que no por estar rodeada de tribu familiar extensa dejaba de presentar incómodos espacios de soledad, todo aquello se tambaleó como si lo hubiese corneado la fatídica vaca que se alzaba entre ellos.
Mr. W comenzó a intentar explicarle los rasgos del carácter británico que impedían la acción directa respecto al bóvido, que permanecía frente al tren, indiferente al retraso, las conexiones perdidas, los incumplimientos laborales, las citas fallidas.
-¡!Y no se puede demandar a nadie!. ¡A nadie!- Ella abandonó la búsqueda de un responsable, del revisor y de la observación del exterior, que ofrecía un paisaje mortecino, grisáceo, de cielo opresivo y bajo, y marcó distancia respecto a su pareja, quien optó por salir al pasillo y cambiar impresiones con otros viajeros. La vaca estaba ahí, con sus cuatro patas firmemente ancladas en la vía, Toda una proclama de que en el mundo existían desagradables, inexcusables realidades que no siempre podían sortearse, denunciarse, olvidarse. La vaca era lo que era, antes de transformarse en filete, caldo, bolso o chuleta.
–¡No llegamos! ¡Perderemos, también, este avión!-Lady X consultaba el móvil con frenesí.
Él, en el pasillo, intercambiaba opiniones con los viajeros sobre temas que a veces no tenían que ver con el ganado.
Los edificios de uno y otra habían empezado a cuartearse, de una manera banal. Podía no tratarse más que de una pequeña grieta, pero nada garantizaba que no se transforme en fallo estructural.
En el vagón hubo un suspiro de alivio. La vaca, por intervención externa o por aburrimiento e insuficiencia de pastos, había sido retirada y el tren continuó su camino.
La carrera en Londres fue frenética. Lo más rápido para llegar al aeropuerto era el metro.
De nuevo lady X se halló en una situación francamente impropia. Con su modelo de marca, chaqueta y dos piezas, compartían vagón con la variada muestra de la multiculturalidad inglesa: Una señora negra con turbante, un punky de cresta rosa, dos muchachas cubiertas de velos y una apenas cubierta por cuero negro a la que acompañaba otra con atuendo vagamente colegial. Un sin techo, pero no sin transporte, monologaba y compensaba los efectos del alto contenido etílico manteniéndose agarrado a la barra. Al otro extremo del vagón charlaba con su móvil una oriental indiferente al resto.
Se abren claros.
Al fin el aeropuerto. Con lentitud, empezó a abrirse ante ellos dos el mundo acostumbrado. No aún debidamente pulcro, pero con tan poco tiempo no podían hacer objeciones. Volaron. Llegaron a Madrid.
Las calles, su calle, les parecieron cálidas, sin sorpresas, retrasos ni vacas. Entran en el piso. Podían calentar algo para la cena, comprar pan en la gasolinera, abrir una botella de vino. La grieta, ahora apenas visible, se iba cerrando, era una simple estría en la pared de su relación. El cuadrúpedo tenaz que se alzaba en medio del camino de su felicidad se fue difuminando, El barco, la noche del crucero, que habían zarandeado las olas, emergieron del proceloso mar. Al tiempo que la vaca se perdía de vista en la vía muerta de los recuerdos.
Rosúa
Octubre 2022
.