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ISRAEL 2018-SIN MURO
ISRAEL. SIN MURO
2017-18
Vuelta a Israel tras más de dos décadas. No deja de ser una trágica ironía que hoy por hoy el único movimiento y partido político con importante peso en su Gobierno que presenta los rasgos del alemán de los años cuarenta sea el judío ortodoxo. Véase: Superioridad de raza elegida, por Dios en este caso, lo que lógicamente significa que las otras no lo fueron, fundamentalismo que toma como base premisas religiosas para justificar actuaciones y leyes, y componente de herencia biológica o, a veces, admisión cuidadosa de conversos. En cualquier otro caso la comunidad internacional se le hubiera echado encima. No en del judío ortodoxo, que ha ganado grandes cotas de poder en Israel desde hace pocas décadas y se extiende y afirma sin posibilidad de crítica externa alguna por la inmensa losa de mala conciencia mundial del Holocausto. Los ideólogos nazis estarían felices si pudiesen observarlo. Es poco probable que en las altas esferas alemanas se creyera realmente que iban a exterminar a todos los judíos y a su descendencia, pero hoy, no satisfechos con el exterminio de seis millones de personas, disfrutarían inmensamente con la contemplación del Mal simétrico, aunque sea en un formato mínimo y sin genocidios, reproducido en el mismísimo corazón del enemigo. Con el apoyo de la América del Orden Nuevo, el blanco piadoso y bíblico y toda crítica silenciada o tibia por el chantaje de los horrores del Tercer Reich, el temor al terrorismo y conflictos de Oriente Medio y por la sensación de que Israel, cualesquiera que sus iniciativas y formas de actuar sean, es una cuña defensiva de la civilización y de Europa. Su muro (ésta es época de poner puertas al campo) se extiende en longitud y en altura en la psicología popular mucho más que sus dimensiones reales, es percibido por Occidente como un dique de contención de fuerzas ingobernables, criminales y violentas, el único freno ante una masa homogénea que no lo es. No hay tal homogeneidad ni un bloque árabe. A la irracionalidad islámica corresponde en los sectores ortodoxos de Israel otra irracionalidad fría y desdeñosa, como no podía ser menos en un credo milenarista, ajustado al esquema e interpretación de textos sagrados y a las supuestas palabras de antiguos patriarcas, basado en la práctica de infinitos preceptos, ritos y prohibiciones alimenticias que hacen imposible cualquier asimilación, mezcla y vida social común.
En el judaísmo ortodoxo todo parece encaminado al aislamiento profiláctico de los gentiles y a perpetuar el estado de víctima. Su monumento es un resto de panel de muro, las ruinas del Templo de Salomón están en el subsuelo, en alguna parte, y conviene que allí permanezcan, y que el Templo -que según las maquetas mostradas no era sino un ara de sacrificios amurallada y sin mayor mérito arquitectónico-no se reconstruya. El contraste con la hermosura de la Cúpula dorada de la gran mezquita sobre su base de mosaicos azules y con las muchas iglesias cristianas, menos bellas pero históricamente entrañables y cuajadas de tesoros, es flagrante, y probablemente voluntario. Hace falta un Muro, una Ausencia, para lamentarse, siempre, del paraíso perdido, y no cesar el llanto jamás. Porque la añoranza separa y es exclusiva, no comparte futuro. Las excavaciones de la Casa, o casas, de David, los palacios de Herodes, las profundas cisternas que abastecían de agua, son colinas enteras, piedra sobre piedra, megalíticas, notable ingeniería sin belleza excepto en retazos romanos, pero con clara voluntad de implantación y de poder en lugares que debieron de ser ásperamente disputados con los que allí, en esas zonas de acuíferos, estaban asentados.
Es inimaginable un país que pretenda definirse por una recopilación de escritos religiosos de hace siglos o miles de años, aunque el libro haya resultado ser un best seller. La irracionalidad no por tratarse de la Biblia es menor cuando se pretende fundamentar en ella leyes, normas, usos, transporte, servicios, la estructura misma del Estado y la delimitación del país y se atribuye, mutatis mutandis, la escritura de propiedad a la voluntad de un dios todopoderoso. No otra es la lógica de guerreros iluminados que reclaman Andalucía para el Islam o la de la Gran Alemania de los miles de años.
Yitzhak (Isaac) Rabin, dirigente judío secular con deseos de paz, acuerdo y dos Estados, fue asesinado oportunamente, ¡oh casualidad!, en 1995 por un fanático judío, el socorrido loco solitario. Acto seguido progresivo, rápido y violento deslizamiento hacia la derecha ultra, religiosa y asentamientos por derecho bíblico. Misticismos aparte, Jerusalén no ha sido siempre la capital ideal. Las ciudades de la costa son otra cosa, abiertas, jóvenes, plenas de energía. El genial proyecto del inteligente y asesino Herodes el Grande de crear un puerto comercial grande, cosmopolita, rico y seguro, que llevó a cabo en Cesarea, puede repetirse y de hecho ya se ha repetido en Haifa y Tel Aviv. La zona es perfecta como nudo comercial y de comunicaciones entre oriente, África y la cuenca mediterránea, como lo fue el Pasillo Sirio. En ella, mezcladas con viviendas, restos arqueológicos de todas las épocas y gentes de todo origen y condición, brotan edificios del siglo XXI. Es el mercado que puede sustituir al de las armas, la plataforma de progreso necesaria, a imitación de lo que fuera, entre Egipto, Oriente y Roma, Cesarea. En 1919, y en adelante, Ben Gurión prefería Tel Aviv porque consideraba que en Jerusalén había demasiados judíos ortodoxos y árabes, una incómoda densidad religiosa a la hora de formar un país moderno. Luego 1947, declaración de la ONU de dos estados, dos guerras, anexión del West Bank. Israel pasa a ser, de la tierra de emprendedores y trabajadores (de los cuales hubieran podido aprender muchísimo los árabes y viceversa) a un poder colonial fundamentalista, agresivo y estupenda garantía para el gran mercado de la guerra de inmensos, seguros y regulares ingresos. La situación de indefinido, centrífugo y garantizado generador de conflictos bélicos es un maná para los comerciantes de armas, que es probable que contribuyeran generosamente a campañas presidenciales estadounidenses.
Los museos de Israel tienen un muy elevado nivel, buena parte de su material procede de colecciones privadas, con importantísimos fondos arqueológicos de los que tan rica es la región. Sin embargo la calidad de piezas, información y explicaciones se ve lastrada por la inevitable deriva nacionalista oficial que obliga a remitir los hallazgos expuestos a la ancestral presencia judía, la llamada “Eretz Israel” = la Tierra de Israel, el Gran Israel, la Tierra Sagrada, la Casa de David, inmensa ella, que al parecer ocupaba, y debe ocupar en el futuro, el Pasillo Libio, Oriente Medio y lo que se tercie, desde la prehistoria, Adán o antes.
La parte judaica ortodoxa israelí que ha adquirido notable poder temporal es prisionera de su propio mito. Vive encerrada en las paredes de un libro que es su habitación del pánico, y su paraíso como inevitable contrapartida. No son los únicos que se mueven entre los rígidos muros del volumen milenario que adoran cerrados con llave por un dios único que no se distingue por su buen carácter. El patetismo de la situación se ceba, como de costumbre, en las mujeres. Islam y judaísmo coinciden -y tienen como principal asignatura pendiente, sin la que no hay mejora y progreso profundos posibles- en el encono respecto a la feminidad, la libertad y la igualdad de sexos. Esto conlleva también el temor y rechazo a la exhibición corporal, a la piel y pelo descubiertos de las hembras, fuente de excitación pecaminosa para los varones. Las judías ortodoxas, cuyo principal papel es la procreación múltiple,
deben ser voluntariamente antiestéticas y tristes en su atuendo. La cabeza, quizás afeitada para evitar la libido del pelo, se cubre con gorra, peluca o turbante. De ahí para abajo la mortecina indumentaria se compone de prendas sueltas, el todo, hasta las suelas de los zapatos, negro, violeta con algo de blanco o gris y algún otro tono preceptivamente oscuro. En comparación las árabes, que no se cubren el rostro en Israel salvo rarísimas excepciones, pueden resultar de gran elegancia, con su maquillaje cuidadoso, finos zapatos y vestimenta variada y colorida.
Naturalmente el fanatismo se ceba, además de en las mujeres, en los niños. Resulta particularmente triste ver en las familias ortodoxas judías niñas de cinco años ataviadas en negro riguroso, con gruesas medias, manga larga, cuello alto, acompañadas de los numerosos hermanitos vestidos a su vez, permanentemente, de enterrador. Esta opresión y privación del sol y el aire tiene una finalidad muy precisa, por ello el
pañuelo islámico no es un detalle banal: Las mujeres sirven, para todo fundamentalista que se precie, de portaestandartes cara al público, de banderines sociales para que quien las mire sepa la filiación, sumisión y pertenencia de la familia. Su pretendida elección libre de vestimenta es nula. La violencia doméstica cierta. La libertad y el bienestar de los niños y de miles de mujeres importan muy poco a los exquisitos adalides del relativismo y la diferencia, a los bien pagados y bien alabados por los señores del petrodólar, a los occidentales defensores a ultranza del derecho del pater familias a disponer de su prole a costa de la niña a la que se adoctrina en la discriminación desde su infancia.
Los árabes israelíes arrastran sus propias cadenas sin necesidad de que los judíos se las impongan. Todavía hoy hombres hechos y derechos, de fluido inglés y aspecto moderno, aceptan los matrimonios pactados por las familias, la ruptura de noviazgos y amores porque el padre de ella no accede a la boda y dispone, como su propiedad, de su hija. Y, por supuesto, las autoridades ignoran los crímenes «de honor» y los matrimonios infantiles. Los árabes israelíes siempre han sido, sin embargo gente avispada, emprendedora, juguete de bandas belicosas pero con un potencial superior a muchos de sus vecinos aguzado por las circunstancias y la diáspora. Los palestinos eran, y pueden volver a ser, gente avanzada y abierta en el mundo mal llamado árabe. Otro Israel hubiese podido, podría ser posible porque es evidente, más allá de la cárcel de los mitos, el papel peculiar que puede tener esa zona de fusión (si las ortodoxias lo permiten) y de intercambio. En el caso de que, para gran desesperación de los vendedores de armamento, la población siga una corriente exactamente inversa a la de estos últimos lustros.
Al otro lado del invisible muro de la soberbia ortodoxa está la gran cantidad de israelíes que aspiran a un Estado moderno y laico y rechazan la perspectiva de un futuro de continuo enfrentamiento basado en la superioridad bélica. Los palestinos, por su parte, tampoco arden en deseos de vivir como en
Arabia Saudita, Afganistán o el avispero libio. Y ninguno parece muy dispuesto a continuar, por ejemplo, la tradición genealógica con un sacrificio humano, frustrado no porque el padre de Isaac se negara a degollar al niño sino por intervención in extremis del dios de Abraham. Ni judíos ni moros ni gentiles repetirían el experimento con su primogénito. Por si el Altísimo no se presenta.
M. Rosúa