El terror de las hojas escritas.
EL TERROR DE LAS HOJAS ESCRITAS.
No es el pánico ante la hoja en blanco al que el escritor se enfrenta sino algo mucho peor que el de la angustia ante la pertinaz sequedad de las ideas y el desierto de la impoluta superficie del folio. Hay un terror infinitamente superior cuando el volumen de las hojas, en todo tipo, soporte y formato, nacidas prácticamente con ese ser humano, marcado para que en todo momento se tradujera su vida en palabras, rodean los últimos años de la que escribe, claman por la existencia, aúllan en cada rincón, esquina de la mesa, estante de la habitación. La condena de sentir la belleza, de percibir de cierta forma, de caminar hundiéndose cada vez en una profundidad no deseada, de observar el desarrollo y final ineluctables de lo que en la superficie es aún sólo tiempo presente es un exigente tirano contra el que no hay rebelión porque el hogar de las palabras, pensadas, escritas, pronunciadas en silencio, nítidas y cortantes como un cristal, son el único hogar que se conoce.
Ahí están. La huida es imposible. Son las pilas de cuadernos, las páginas cubiertas de trazos desde la infancia, la querencia tan celosa del extraño don de la escritura que cuando enviaba cartas pedía al receptor que luego se las devolviera. No ha habido un recodo ni en el espacio ni en el tiempo que las palabras, las hojas escritas, no hayan cubierto. Se han depositado, vivas, agitadas, nunca realmente olvidadas como debieran, en estratos de épocas y años que forman una exigente geología. Porque saben que se acaba el tiempo y la nada va ab riendo ya su boca para transformarlas en silencio. Ese silencio en que solamente sobrenadan, por un tiempo muy breve, libros y artículos apenas conocidos.
Porque las palabras escritas son, fueron, siempre han sido su único yo, desde la más temprana memoria y hasta hoy que navegan por las singladuras más desconocidas porque acechan los monstruos que devoran la memoria, que se sientan a aguardar que flaqueen los latidos del corazón para devorarlo en pedazos.
Quieren vivir. Las hojas escritas, el pavor de la página en blanco y negro, no se resignan a a la inexistencia, a la destrucción y el polvo del olvido. Reclaman, gritan, llenan el exiguo espacio de de la vivienda, resucitan de cajas donde dormían, no admiten nuevos aderezos, podas, amputaciones. Cada una, en su forma, en el engarce de su sintaxis, en su significado, es inamovible, se cree eterna, nació porque era la sustancia esencial de un ser humano, y sin embargo grita porque rechaza la cruda verdad de que nada humano mantiene su existencia.
Páginas, líneas, párrafos, palabras. Cada una en su imagen, en su sonido, en los huesos de letras que la forman es la rúbrica y firma de haber sido, son la llave de algo inalcanzable, apenas esbozado, que era sin embargo lo que valía más la pena. Ellas olfatean cuántos granos le quedan aún al tiempo, afilan como dientes los borden de sus hojas, la espiral de cuadernos de los viajes, los frágiles soportes posteriores de la era de metal sin permanencia.
Rechazan el sonido del barco que comienza lentamente sus maniobras de partida. Es un proceso minucioso, metódico, escalonado, las pasarelas comienzan a alzarse, suenan algunas sirenas, otros esperan turno, piden paso. El muelle de la vida, con cuanto ésta contenía, no se borra de súbito, se aleja por sectores, se difumina en niebla como la vista, disuelve la agudeza de sonidos, aleja del alcance los objetos, los seres, las pasiones, la ilusión, la alegría, la pena que se van alejando centímetro a centímetro como el muelle. El soplo de la orden de partida impulsa por instinto a alzar la vista a la inmensidad fiel, segura, del cielo, a recostarla en el lecho ilimitado, familiar, perenne, del ancho mar. Pero las hojas no quieren descanso, ocultan tanto la costa como el horizonte.
Ellas están ahí, a pesar de todo su densidad no admite que vaya retirándose la escala y la masa de folios se convierta en pura inexistencia. Las palabras escritas cada día de los miles de días se levantan en un muro que contenga el avance de las aguas oscuras y sin forma, Queda la última soga para el desamarre, el mensaje del práctico del puerto para que el barco zarpe ha sido dado, pero va sin prisas. Las singladuras mientras reclaman sus derechos, encerradas en cuencos de palabras que sueñan con flotar eternamente, vivir pese al naufragio, sobrenadar disolución y átomos, escapar en la onda que es el tiempo.