El Último Viejo
El Último Viejo
El joven soñó. Estaba libre, libre al fin de la presión del medio social, de aquellos sectores retrógrados que, pese a las directivas de selección programada y a las explicaciones sobre la oportunidad de la medida, se resistían a generalizar la norma. En el reino libre al que se abrían sus párpados cerrados podía aspirar a lo que quisiera. Soñó que despertaba y veía ya realizados sus sueños. La calle era hermosa, recorrida por cuerpos sanos y fuertes coronados por rostros lisos, ojos vivaces y sonrientes y cabello espeso peinado o rapado de diferentes maneras. Correteaban niños sacados de paseo por simpáticas parejas. Todos vestían con ropas de buena calidad agujereadas o desgarradas según la moda y se oían, en los variados tipos de reproductores, canciones clásicas, es decir, de hacía dos o tres años, y la catarata de las nuevas, sin que arruinase la espontaneidad de la innovación cotidiana la intrusión de obras polvorientas, melódicas, sinfónicas, antes incrustadas en la memoria popular como hitos obligatorios. A veces se difundían por el canal oportuno breves relatos, fulgurantes, emotivos, nunca constreñidos por comparaciones farragosas con un tenebroso pasado de estanterías repletas de polvorientas páginas.
De vez en cuando el Consejo Rector del país hacía referencia a lo que, según los días fueran pares o impares, se ofrecía como Relato Histórico y Antiguos Enemigos del Bienestar General, porque, dada la edad media de la población y la escasez de elementos vivos que sobrepasaran la mediana edad, desde que se llevó a cabo seriamente la selección programada la memoria se había ido difuminando junto con los ancianos de cincuenta o más años y los libros, de manera que se había simplificado extraordinariamente el gobierno y los líderes no temían caer en ninguna contradicción ni desmentido y reinaban felizmente sobre multitudes carentes de recuerdos. Cuanto dijeran del pasado o del presente siempre sería cierto y todas sus disposiciones, que incluían la prolongación de sus poderes máximos, estarían justificadas por los grandes peligros y crisis de los que en su momento ellos habrían salvado a la población.
Lo que más le gustaba al joven era la abundancia. Desaparecida la masa que, como un vampiro, sorbía y acumulaba bajo su piel arrugada y senil los recursos, medicinas, alimentos y excelentes puestos de trabajo, se respiraba el aire puro de quien llega a la cima de una montaña que emerge sobre la cargada atmósfera de ciudades hundidas bajo el peso de su propia ruina. Soñó que, reconfortado por la carrera que había emprendido sin que se interpusieran a su gimnástico y veloz paso peatones torpes, se dirigía al edificio acristalado donde prestaba sus servicios en las salas de selección cronológica. Había que estar muy al tanto porque aún había pendiente una larga tarea de trillado y los sujetos que iban pasando no siempre ofrecían la colaboración debida y, ora falsificaban sus documentos de identidad, ora se maquillaban, teñían y vestían para aparentar edad inferior a la fijada como máxima permitida. Tiempo de gran prosperidad para los cirujanos plásticos, de cuyas intervenciones había gran demanda y ofertas tentadoras en el mercado telemático. Rejuvenecer en apariencia no era fácil ni barato. Sin embargo garantizaba, si se tenía la suerte de pasar por una revisión de edad superficial y apresurada, un plus de esperanza vital.
Pero había un problema: Los buenos cirujanos, dentistas, ingenieros, arquitectos, comenzaban a tener sus años, lo más fresco y nuevo ofrecía hermosas flores pero no siempre nutritivos frutos, y el joven lo descubrió al despertase, cuando, por un inoportuno pinchazo en el molar izquierdo, hubo de introducirse en el reino de la fealdad. Con la dirección que un colega le había proporcionado bien guardada en el bolsillo de su chándal, cubrió con trote elástico la distancia hasta unos edificios alejados, entró, subió ágilmente las escaleras despreciando, por supuesto, el ascensor y a los que lo utilizaban, llamó a la puerta, explicó su caso. Sabía que, en la planificación de la trilla cronológica de la población, se habían dejado, provisionalmente, islotes de permisividad, por razones de emergencia práctica. Le pareció bien. Ya iba siendo hora de que el aún considerable sector parásito al que la población activa se había visto condenada a mantener hiciera algo útil.
Le sorprendió que le recibiese primero alguien de edad todavía admisible, quizás no había cumplido los cuarenta. Luego entró el médico dentista y entonces supo que el ayudante lo era para aprender y practicar. El joven paciente dominó la ligera repugnancia que le producía ver tan de cerca el rostro envejecido, sin embargo, a los pocos minutos de trato y explicaciones, mientras hacía efecto la anestesia y se enjuagaba, observó que había desaparecido su rechazo y que en realidad ya no veía al dentista como perteneciente a un grupo cronológico sino sólo al individuo que le trataba y con el que al final acabó manteniendo una animada conversación. Surgieron temas en parte conocidos pero muy distintos en otros casos de cuanto constituían sus recuerdos y su experiencia propia. Le parecía adentrarse en un planeta simétrico pero complementario del suyo. Hablaron también de regiones, de barrios en los que ocurrieron sucesos de los que él tenía ecos vagos. Y nombraron a gente que había pasado la línea de la selección programada y desaparecido, pero no en las clínicas dispuestas al efecto sino socialmente, huida trasladada sin atenerse a consejos oficiales y trámites, a lugares alejados de sus domicilios, a veces conservada por quienes, en su entorno, se negaban a que se dispusiera de ellos. El joven había respondido siempre a los que estudiaban los casos que se trataba simplemente de un fenómeno conservador, de cierta avaricia que llevaba a retener a los ancianos como quien mantiene en su casa un mueble o un jarrón antiguos. Él mismo, que había vivido con un grupo de escolares y luego adolescentes, era ajeno a aquellos apegos a las ramas caducas de necesaria poda para el árbol, pero podía comprenderlo. Sin embargo durante esa charla, que se prolongó más de lo previsto porque ningún otro paciente esperaba, se sintió en un plano de igualdad, con el médico viejo y con el otro.
Mientras esperaba que le escribieran unas recetas, observó, entre revistas de fotos de puro entretenimiento, unos folletos. Ya era raro encontrar comunicaciones impresas, aunque seguían existiendo. Cogió uno: La apuesta de la especie, rezaba el título.
-Llévatelo- le dijo el ayudante, que salía porque había terminado su jornada.
Caminaron juntos. Se sentaron en un banco y el aprendiz de dentista le comentó el contenido.
Ya en su habitación, con una excitante sensación de clandestinidad, el joven fue leyendo:
En la evolución se va seleccionando a los más fuertes. Pero la especie humana es peculiar. Ha apostado por el cerebro, por la memoria, por el individuo, por los afectos, la inventiva, los cambios. Y empezó pronto, cuando en las cuevas alimentaron a los que ya no cazaban, pero sabían los sitios de caza y agua, cuando contaron los de más edad a los otros largos cuentos.
Siguió leyendo, pero se durmió enseguida. Ya el molar no le molestaba, pero tenía que volver a la consulta.
Tuvo otro sueño: Caminaba por la ciudad poblada exclusivamente por rostros juveniles. Al anochecer, en un parque que tenía una extensa zona de rocas artificiales vio, en la imitación de cueva, una ligera luz. Se acercó. Y allí, en en fondo, había un hombre mayor que calentaba algo en la brasa. Aquel hombre lo miró y le pidió inmediatamente:
-Calla. No me delates.
– ¿Quién es usted? –
-Soy el último viejo. –
El joven se despertó. Y esta vez no había sido un sueño. Fue una pesadilla.